Todorov_Poética estructuralista (I)

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I Definición de la poética

Para comprender qué es la poética hay que partir de una imagen general y, por supues­to, un poco simplificada, de los estudios literarios. En consecuencia, no es necesario describir las corrientes y las escuelas exis­tentes; bastará con recordar cuáles son las posiciones que se adoptan ante las diversas elecciones fundamentales.

Ante todo, cabe distinguir dos actitudes. Según la primera, el texto literario mismo es un objeto de conocimiento suficiente; de acuerdo con la segunda, cada texto partí­cular es considerado como la manifesta­ción de una estructura abstracta. (Dejo de lado, pues, de entrada, los estudios acerca de la biografía del autor, porque los consi­dero no literarios; y lo mismo ocurre en el caso de los escritos de estilo periodístico, que no son "estudios"). Como se verá, ambas opciones no son incompatibles; puede decirse incluso que se ubican recí­procamente en una relación de necesaria

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complementariedad; sin embargo, según se ponga el acento en una o en otra, es posi­ble distinguir claramente entre las dos ten­dencias.

Digamos ante todo algunas palabras acerca de la primera actitud, aquella según la cual la obra literaria es el objeto último y único: de aquí en adelante la llamaremos interpretación. La interpretación -denomi­nada también a veces exégesis~ comentario:; explicación de texto, lectura, análisis o sim­plemente crítica (esta enumeración no sig­nifica que sea imposible distinguir o incluso contraponer algunos de estos términos)- se define, en el sentido que aquí le damos, por aquello a lo que apunta, que consiste en nombrar el sentido del texto examinado. Este objetivo determina, de una sola vez, su ideal-que consiste en hacer hablar al texto mismo; en otras palabras: se trata de la fidelidad al objeto, al otro, y por consi­guiente la desaparición del sujeto- y su drama, que consiste en no poder alcanzar nunca el sentido sino únicamente un senti­do, sometido a las contingencias históricas y psicológicas. Ideal y drama que serán modulados a lo largo de toda la historia del

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comentario, la que a su vez es coextensiva a la historia de la humanidad.

En efecto: interpretar una obra, literaria o no, por sí misma y en sí misma, sin aban­donarla ni por un instante, sin proyectarla fuera de sí misma, esto en cierto sentido es imposible. O más bien: tal tarea es posible, pero en ese caso la descripción es una mera repetición, palabra por palabra, de la obra misma. Se apega tanto a las formas de la obra que ambas sólo forman una unidad. Y, en cierto sentido, toda obra constituye de por sí la mejor descripción de sí misma.

Lo que más se aproxima a esta descrip­ción ideal pero invisible es la simple lectu­ra, en la medida en que ésta no es más que una manifestación de la obra. Sin embargo el proceso de lectura no deja de implicar ya ciertas consecuencias: dos lecturas de un libro nunca son idénticas. Al leer se traza una escritura pasiva; se agrega y se supri­me en el texto leído aquello que se quiere o no encontrar en él; desde el momento en que existe un lector, la lectura ya no es inmanente.

¿Qué se dirá entonces acerca de esa escritura activa y ya no pasiva que es la crí-

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tica, sea ésta de inspiración científica o artística? ¿Cómo cabe escribir un texto permaneciendo fiel a otro texto, conser­vándolo intacto? ¿Cómo es posible articu­lar un discurso que sea inmanente a otro discurso? Por el hecho de que hay escritu­ra y ya no sólo lectura, el crítico dice algo que la obra estudiada no dice, aun en el caso de que pretenda estar diciendo lo mismo. Por el hecho de que escribe un nuevo libro, el crítico suprime aquél del cual habla.

Esto no significa que tal transgresión de la inmanencia no esté sujeta a gradaciones.

Uno de los sueños del positivismo en las ciencias del hombre es la distinción, la oposición incluso, entre interpretación -subjetiva, vulnerable, en última instancia arbitraria- y descripción, actividad segura y definitiva. Desde el siglo XIX, se formula­ron proyectos para una "crítica científica" que, por haber expulsado toda "interpreta­ción", ya sólo sería una pura "descrip­ción" de las obras. Apenas publicadas, tales "descripciones definitivas" eran rápi­damente olvidadas por el público, como si en nada difiriesen de la crítica anterior; y

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ese público no se engañaba acerca de ellas. Los hechos de significación -que constitu­yen el objeto de la interpretación- no se prestan para la "descripción", si a esta palabra se le quiere atribuir el sentido de lo absoluto y de la objetividad. Así sucede en los estudios literarios: lo que se deja "des­cribir" objetivamente -la cantidad de pala­bras o de sílabas o de sonidos- no permite deducir el sentido; y, recíprocamente, allí donde se decide el sentido, la medida mate­rial resulta de poca utilidad.

Pero decir "todo es interpretación" no significa "todas las interpretaciones son equivalentes". La lectura es un recorrido dentro del espacio del texto; recorrido que no se limita a la concatenación de las letras de izquierda a derecha y de arriba a abajo (éste es el único recorrido no plural, por ello el texto no tiene un único sentido), sino que separa lo contiguo y reúne lo ale­jado, y constituye precisamente al texto como espacio y no como linealidad. El famoso "círculo hermenéutico", que pos­tula la copresencia necesaria del todo y de sus partes y precisamente anula con ello la posibilidad de un comienzo absoluto, ates-

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tigua ya la pluralidad necesaria de las interpretaciones. Pero todos los "círculos" no son equivalentes: permiten pasar por más o por menos puntos del espacio tex­tual, obligan a omitir un número mayor o menor de sus elementos. Y en la práctica cada uno sabe que hay lecturas más fieles que otras, aun cuando ninguna lo es por completo. La diferencia entre interpreta­ción y descripción (del sentido) es una dife­rencia de grado, no de naturaleza; pero no por ello carece de utilidad dentro de una perspectiva pedagógica.

Si la interpretación era el término gené­rico para el primer tipo de análisis al que es sometido el texto literario, la segunda acti­tud anunciada más arriba se deja inscribir dentro del marco general de la ciencia. Al emplear aquí esta palabra -por la cual el "hombre medio literario" no demuestra mayor afecto- no quisiéramos referirnos tanto al grado de precisión alcanzado por esa actividad (precisión necesariamente relativa) como a la perspectiva general que el analista escoge: su objetivo ya no es la descripción de la obra singular, la designa­ción de su sentido, sino el establecimiento

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de leyes generales de las que ese texto par­ticular es el producto.

Dentro de esta segunda actitud, cabe distinguir muchas variedades, a primera vista muy alejadas entre sí. En efecto: encontramos aquí yuxtapuestos estudios psicológicos o psicoanalíticos, sociológicos o etnológicos, pertenecientes a la filosofía o a la historia de las ideas. Todos ellos nie­gan el carácter autónomo de la obra litera­ria y la consideran como la manifestación de leyes exteriores a ella y referentes a la psique o a la sociedad o, incluso, al "espí­ritu humano". El objetivo del estudio con­siste entonces en transponer la obra al dominio que se considera fundamental; se trata de un trabajo de desciframiento y de traducción; la obra literaria es la expresión de "algo" y el objetivo del estudio consiste en llegar a ese "algo" a través del código poético. Según sea la naturaleza de ese objeto que se intenta alcanzar, filosófica o psicológica o sociológica o cualquier otra, el estudio en cuestión habrá de inscribirse dentro de uno de estos tipos de discurso (una de estas "ciencias" ) , cada una de las cuales -por supuesto- tiene múltiples sub-

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divisiones. Tal actividad se asemeja a la ciencia en la medida en que su objeto ya no es el hecho particular sino la ley (psicológi­ca, sociológica, etc.) ilustrada por el hecho.

La poética viene a quebrar la simetría establecida así entre interpretación y cien­cia dentro del campo de los estudios lite­ranos.

Por oposición a la interpretación de obras particulares, no se propone nombrar el sentido sino que apunta al conocimiento de las leyes generales que presiden el naci­miento de cada obra. Pero por oposición a ciencias como la psicología, la sociología, etc., busca tales leyes dentro de la literatu­ra misma. Por consiguiente, la poética es un enfoque de la literatura a la vez "abs­tracto" e "interno".

El objeto de la poética no es la obra literaria misma: lo que ella interroga son las propiedades de ese discurso particular que es el discurso literario. Entonces toda obra sólo es considerada como la mani­festación de una estructura abstracta mucho más general, de la cual ella es meramente una de las realizaciones posi-

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bies. Esto hace que tal ciencia ya no se preocupe por la literatura real sino por la literatura posible; en otras palabras: por aquella propiedad abstracta que constitu­ye la singularidad del hecho literario, la literariedad. El objetivo de este estudio ya no consiste en articular una paráfrasis, un resumen razonado de la obra concre­ta, sino en proponer una teoría de la estructura y del funcionamiento del dis­curso literario, una teoría que presente un cuadro de los posibles literarios, tal que las obras literarias existentes aparez­can como casos particulares realizados. Entonces la obra resultará proyectada sobre algo distinto de sí misma, como en el caso de la crítica psicológica o socioló­gica; sin embargo, ese algo distinto ya no será una estructura heterogénea sino la estructura del mismo discurso literario. El texto particular sólo será un ejemplo que permita describir las propiedades de la literatura.

¿Acaso el término "poética" es adecua­do para tal noción? Como se sabe, el senti­do de este último varió a lo largo de la historia; pero basándose tanto sobre una

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tradición antigua como sobre algunos ejemplos recientes -aunque aislados-, es posible utilizarlo sin temor. Valéry, que ya sostenía la necesidad de tal actividad, le había dado el mismo nombre: "El nombre de Poética nos parece que le cabe, enten­diendo esa palabra según su etimología, es decir, como nombre de todo aquello que se relaciona con la creación o con la compo­sición de obras de las cuales el lenguaje es al mismo tiempo la substancia y el medio, y no en el sentido restringido de colección de reglas o de preceptos relativos a la poe­sía" r. La palabra Po ética se referirá en este texto a toda la literatura, sea o no versifi­cada; incluso casi se tratará exclusivamen­te de obras en prosa.

También cabe recordar, en defensa de este término, que la más célebre de las Poéticas -la de Aristóteles- no era más que una teoría relativa a las propiedades de ciertos tipos de discurso literario. Por lo demás, fuera de Francia el término es utili­zado frecuentemente en ese sentido, y los

r P. Valéry, "De l'enseignement de la poetlque au College de France", Variété v, Gallimard, París, 1945, p. 291.

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formalistas rusos ya habían intentado resu­citarlo. Por último, aparece en los escritos de Roman Jakobson2 para designar a la ciencia de la literatura.

Volvamos ahora a la relación entre la poética y los otros enfoques de la obra lite­raria que acabamos de evocar.

La relación entre poética e interpreta­ción es por excelencia la de complementa­riedad. Una reflexión teórica sobre la poética que no se nutra de observaciones sobre las obras existentes resulta ser estéril e inoperante. Los lingüistas conocen muy bien tal situación; y Benveniste declara con razón que "la reflexión acerca del lenguaje sólo es fructífera cuando en principio se refiere a las lenguas reales". La interpreta­ción precede y sucede al mismo tiempo a la

2 Para que sea más fácil situar nuestra utilización del término, indiquemos que se aproxima a la que Valéry describe más arriba, aunque no a la de su curso sobre la poética (cf Yggdrasill, II, 1937-1938, III, 1938-1939); que tiene rasgos en común con la que de ese término hace Jakobson, sobre todo en lo vinculado con su relación con la ciencia en general y con la lingüística en particular, pero sin embargo se distingue por el hecho de que no abarca la descripción de las obras concretas (cf. R. Jakobson, "Linguistique et poétique", Essais de linguistique génerale, Minuit, París, 1963 ); y que coinci­de bastante con lo que Roland Barthes denominó la "ciencia de la literatura" (Critique et Vérité, Seuil, París, 1966).

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poética: las nociones de ésta se forjan según las necesidades del análisis concreto, el cual por su parte sólo puede progresar utilizan­do los instrumentos elaborados por la doc­trina. Ninguna de las dos actividades es anterior con respecto a la otra: ambas son "secundarias". Tal interpenetración ínti­ma, que determina que el libro de crítica sea a menudo un vaivén incesante entre la poética y la interpretación, no debe impe­dir que distingamos netamente -en lo abs­tracto-los objetivos de cada una de ellas.

Por el contrario, entre la poética y las otras ciencias que pueden tomar a la obra literaria como objeto, la relación es (al menos a primera vista) de incompatibili­dad. Lo es, por mucho que lo lamenten, ciertamente, los eclécticos, que tanto abun­dan entre los "literarios": éstos estarían más bien dispuestos a admitir -con igual benevolencia- un análisis de la literatura de inspiración lingüística, y luego otro de ins­piración psicoanalítica, y luego un tercero basado sobre la sociología, y luego un cuar­to basado sobre la historia de las ideas. Según se nos dice, la unidad de todas estas operaciones estaría dada por la unicidad de

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su objeto: la literatura. Pero semejante afir­mación va en contra de los principios ele­mentales de la investigación científica. La unidad de la ciencia no se constituye a par­tir de la unicidad de su objeto: no hay una "ciencia de los cuerpos" aunque los cuer­pos sean un objeto único, sino una física, una química, una geometría. Y nadie exige que se otorguen iguales derechos dentro de una "ciencia de los cuerpos" a un "análisis químico", a un "análisis físico" y a un "análisis geométrico". ¿Acaso es preciso recordar una vez más ese lugar común según el cual el método es el que crea el objeto, y el objeto de una ciencia no está dado en la naturaleza sino que representa el resultado de una elaboración? Freud hizo análisis de obras literarias: éstos pertenecen no a la "ciencia de la literatura" sino al psi­coanálisis. Las demás ciencias del hombre pueden utilizar a la literatura como materia para sus análisis; pero si estos últimos son buenos forman parte de la ciencia en cues­tión, y no de un comentario literario difu­so. Y si el análisis psicológico o sociológico de un texto no es considerado digno de for­mar parte de la psicología o de la sociolo-

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gía, es difícil comprender por qué debiera ser acogido automáticamente en el seno de la "ciencia de la literatura".

La idea de una reflexión científica sobre la literatura choca de inmediato con tanta desconfianza que es necesario -antes de tratar los problemas de la poética- recor­dar algunos de los argumentos suscitados contra esta reflexión misma. Al intentar combatir tales argumentos, quizá pueda la poética evitar con mayor o menor facilidad ciertos peligros que se le señalan.

Cada uno de esos argumentos fue emiti­do múltiples veces; por consiguiente se impone una elección entre las diferentes formulaciones. He aquí una página extraí­da del célebre artículo de Henry James, "The Art of Fiction":

"Existen todas las posibilidades de que él [el novelista] adopte una actitud tal que esta distinción caprichosa y literal entre descripción y diálogo, descripción y acción, le resulte desprovista de sentido y poco esclarecedora. A menudo la gente habla de tales cosas como si existiese una neta dis­tinción entre ellas, como si no se confun-

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dieran continuamente, como si no se halla­ran íntimamente unidas en un esfuerzo general de expresión. N o puedo imaginar la composición de un libro encarnada en una serie de bloques aislados; ni concebir, en una novela digna de mención, un pasaje de descripción que no tenga intención narrativa, un pasaje de diálogo que no tenga intención descriptiva, una reflexión cualquiera que no participe de la acción o una acción cuyo interés posea una razón que no sea aquella, general y unívoca, que explica el éxito de toda obra de arte: la de poder servir como ilustración. La novela es un ser vivo, uno y continuo, como cual­quier otro organismo, y pienso que se advertirá que vive precisamente en la medi­da en que en cada una de sus partes apare­ce algo de todas las otras. El crítico que, a partir de la textura cerrada de una obra terminada, pretenda trazar la geografía de sus unidades, se verá obligado a colocar fronteras tan artificiales, me temo, como todas las que ha conocido la historia".

Así acusa James al crítico que se per­mite la utilización de nociones tales como "descripción", "narración" "diálogo"

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etc., de cometer simultáneamente dos fal­tas: 1. Creer que tales unidades abstractas pueden existir en estado puro dentro de una obra. 2. Atreverse a utilizar nociones abstractas que fragmentan ese objeto intangible (ese "ser vivo") que es la obra de arte.

La perspectiva dentro de la cual se colo­ca la poética hace que el primer reproche pierda toda su fuerza: precisamente, la poé­tica sitúa esas nociones abstractas no en la obra particular, sino en el discurso literario; afirma que sólo pueden existir allí, mien­tras que en la obra siempre nos encontra­mos con una manifestación más o menos "mixta"; la poética no se ocupa de tal o cual fragmento de una obra, sino de aque­llas estructuras abstractas que denomina "descripción" o "acción" o "narración".

El segundo argumento es el más impor­tante y por lo demás es con mucho el más frecuente. Aún en la actualidad pesa sobre la obra de arte un noli me tangere. Tal rechazo del pensamiento abstracto no carece de cierta fascinación. Sin embargo, a James le hubiese bastado con extender más allá su comparación -ya ambigua- de

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la novela con un organismo vivo, para medir los límites de su alcance: en todo "pedazo" de nuestro cuerpo hay al mismo tiempo sangre, músculos, linfa y nervios: ello no nos impide disponer de todos esos términos y utilizarlos sin que nadie protes­te. También suele decirse: no hay enferme­dades, sino enfermos; felizmente para nosotros, la medicina no siguió ese precep­to. ¿Pero a quién correríamos el riesgo de matar si defendiésemos posiciones absur­das en el terreno de los estudios literarios? Más aun: nadie, y menos que cualquier otro Henry James, -puede evitar el empleo de términos descriptivos y, por consiguien­te, de una teoría sobre la cual se basan éstos; simplemente esa teoría puede quedar implícita o bien se la puede discutir explí­citamente.

La pertenencia de este ensayo a un con­junto dedicado al estructuralismo suscita una nueva pregunta: ¿cuál es la relación de este último con la poética? La dificul­tad de la respuesta es directamente pro­porcional a la polisemia del término "estructuralismo".

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Si se toma esta palabra en su acepción amplia, toda poética -y no sólo tal o cual de sus versiones- es estructural: porque el objeto de la poética no es el conjunto de los hechos empíricos (las obras literarias) sino una estructura abstracta (la literatu­ra). Pero entonces la introducción de un punto de vista científico en un dominio cualquiera ya es siempre estructural.

Si, en cambio, se designa mediante ese vocablo un cuerpo de hipótesis restringido, históricamente fechado -que reduce el len­guaje a un sistema de comunicación o con­vierte los hechos sociales en productos de un código-, la poética tal como es presen­tada aquí no tiene nada particularmente estructural. Cabría incluso decir que el hecho literario y, por consiguiente, el dis­curso que se hace cargo de él (la poética), por su misma existencia, constituyen una objeción a ciertas concepciones instrumen­talistas del lenguaje que fueron formuladas en los comienzos del "estructuralismo".

Esto nos lleva a precisar las relaciones entre poética y lingüística. La lingüística ha desempeñado -para muchos de los "poe­tistas "- el papel de mediadora con respec-

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to a la metodología general de la actividad científica; ha sido una escuela (más o menos frecuentada) de rigor de pensamien­to, de método de argumentación, de proto­colo de las operaciones. Nada más natural en el caso de dos disciplinas que son el resultado de la transformación de un mismo dominio: la filología. Pero también se concederá que tal relación es puramente existencial y contingente: en circunstancias diferentes cualquier otra disciplina científi­ca hubiese podido desempeñar el mismo papel metodológico. Hay otro ámbito, sin embargo, donde por el contrario esa rela­ción se hace necesaria: sucede que la litera­tura es, en el sentido más fuerte, un producto del lenguaje (Mallarmé decía: "El libro, expansión total de la letras ... "). Todo conocimiento del lenguaje tendrá, por esa razón, un interés para el poetista. Pero, así formulada, la relación no une tanto a la poética con la lingüística, como a la literatura con el lenguaje: por consi­guiente, a la poética con todas las ciencias del lenguaje. Ahora bien, así como la poé­tica no es la única que toma como objeto a la literatura, la lingüística (al menos tal

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corno actualmente existe) tampoco es la única ciencia del lenguaje. Su objeto está constituido por un cierto tipo de estructu­ras lingüísticas (fonológicas, gramaticales, semánticas), con exclusión de otras, que se estudiarán en antropología, en psicoanáli­sis o en "filosofía del lenguaje". Por consi­guiente, la poética podrá encontrar ayuda en cada una de esas ciencias, en la medida en que el lenguaje forme parte de su obje­to. Sus parientes más cercanas serán las otras disciplinas que tratan del discurso y el conjunto formará el campo de la retóri­ca, entendida en el sentido más amplio corno ciencia general de los discursos.

En este sentido participa la poética del proyecto semiótico general, que unifica todas las investigaciones cuyo punto de partida es el signo.

La poética definirá necesariamente su trayecto entre dos extremos: lo muy parti­cular y lo demasiado general. Sobre ella pesa una tradición milenaria que, a través de muy variados razonamientos, conduce siempre al mismo resultado: es necesario abandonar toda reflexión abstracta, es necesario atenerse a la descripción de lo

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específico y de lo singular. Hemos visto que las dos operaciones son necesariamente complementarias, y que toda jerarquiza­ción está vedada; sin embargo, si ahora ponernos el acento sobre la poética, lo hacernos por razones puramente estratégi­cas: ¡por un Lessing que describe las leyes de la fábula, cuántos exégetas que nos explican el sentido de tal o cual fábula! La historia de los estudios literarios se caracte­riza por un desequilibrio masivo en benefi­cio de la interpretación: a ese desequilibrio hay que combatirlo, y no al principio de la interpretación.

En estos últimos años ha aparecido un peligro simétrico e inverso, peligro de sobre-teorización: dentro de un movimien­to que por su parte se solidariza con los principios de la poética pero que "quema las etapas", se proponen versiones cada vez más formalizadas de la poética, en un dis­curso que ya sólo se tiene corno objeto a sí mismo. Esto entraña olvidar hasta qué punto nuestro conocimiento más inmediato del hecho literario es débil, hasta qué punto nuestras observaciones siguen siendo incompletas y groseras, hasta qué punto los

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hechos que manejamos son parciales. Esta situación hace que optemos aquí por la teo­ría antes que por la metodología; nuestro objeto será el discurso de la literatura, pre­firiéndolo en lugar del de la poética; y antes de formalizar trataremos de conceptualizar. Haremos propia esta reflexión reciente de un sociólogo norteamericano enfrentado con una situación análoga: "Ante un domi­nio fundamental del comportamiento, pre­fiero el enfoque vagamente especulativo y no la ceguera rigurosa".

Por el momento, la poética sólo se encuentra en sus comienzos; y presenta todos los defectos característicos de ese estadio. La segmentación del hecho litera­rio que encontramos en ella todavía es grosera e inadecuada: se trata de primeras aproximaciones, simplificaciones excesi­vas y sin embargo necesarias. Además, la siguiente exposición sólo presenta una parte de las investigaciones que en buena ley cabe inscribir dentro del marco de la poética. Deseamos que no se interprete la torpeza de estos primeros pasos en una nueva dirección como la prueba de que tal dirección es errónea.

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II El análisis del texto literario

r. Introducción. El aspecto semántico

Se lee un libro. Se desea hablar de él. ¿Qué tipo de hechos cabe observar, qué clase de cuestiones se habrán de suscitar? La varie­dad de los hechos y de los problemas pare­ce tal a primera vista, que se duda de la existencia de cualquier tipo de orden. Pero no finjamos inocencia: el discurso acerca de la literatura es congénito a la literatura misma, y no se trata tanto de inventar un orden como de escoger entre las numerosas posibilidades que se nos ofrecen; escoger de la manera menos arbitraria posible.

Ante todo, dividiremos los innumerables juegos de relaciones que se observan en el texto literario en dos grándes grupos: rela­ciones entre elementos copresentes, in prae­sentia; relaciones entre elementos presentes y ausentes, in absentia. Estas relaciones difie­ren tanto en naturaleza como en función.

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Como toda división muy general ésta no puede ser considerada absoluta. Existen elementos ausentes del texto que se encuen­tran tan presentes en la memoria colectiva de los lectores de una determinada época, que prácticamente nos enfrentamos en el caso de ellos con una relación in praesen­tia. Inversamente, segmentos de un libro suficientemente extenso pueden encontrar­se a tal distancia el uno del otro que su relación no difiere de una relación in absentia. Sin embargo, esta oposición nos permitirá una primera clasificación de los elementos constitutivos de la obra literaria.

¿A qué corresponde tal oposición en nuestra experiencia como lectores? Las rela­ciones in absentia son relaciones de sentido y de simbolización. Tal significante "signifi­ca" tal significado, tal hecho evoca otro, tal episodio simboliza una idea, tal otro ilustra una psicología. Las relaciones in praesentia son relaciones de configuración, de cons­trucción. Aquí los hechos se concatenan entre sí, los personajes forman entre sí antí­tesis y gradaciones (no simbolizaciones), las palabras se combinan dentro de una rela­ción significante, por la fuerza de una cau-

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salidad (no de una evocación); en síntesis, la palabra, la acción, el personaje no signifi­can ni simbolizan aquellas otras palabras, acciones, personajes, sino que lo fundamen­tal es el hecho de que se yuxtaponen a ellos. Esta oposición ha recibido muy variados nombres: en lingüística se habla de rela­ciones sintagmáticas (in praesentia) y paradigmáticas (in absentia) o incluso, más generalmente, de un aspecto sintáctico y de un aspecto semántico del lenguaje.

Sin embargo, la literatura no es un siste­ma simbólico "primario" (como, por ejem­plo, la pintura puede serlo; o como, en cierto sentido, lo es la lengua) sino "secun­dario": utiliza como materia prima un siste­ma ya existente, el lenguaje. Esta diferencia entre sistema lingüístico y sistema literario no se observa uniformemente en todo ejemplo de literatura: tiene su mínima expresión en los escritos de tipo "lírico" o de sabiduría, donde las frases del texto se organizan directamente entre sí; y su máxi­ma expresión la tiene en el texto de ficción, donde las acciones y los personajes evoca­dos forman por su parte una configuración relativamente independiente de las frases

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concretas que nos la hacen conocer. Subsiste el hecho de que, por más leve que sea, la diferencia siempre está; resultado de ello es la existencia de una tercera serie de problemas, vinculados con la representa­ción verbal del sistema de la ficción (que, en última instancia, podemos imaginar representado por otro medio, como el filme); esto nos obliga a tomar en conside­ración el aspecto verbal del texto literario.

De esta manera, podemos agrupar en tres secciones los problemas del análisis literario, ya sea que se refieran al aspecto verbal, sintáctico o semántico del texto. Esta subdivisión -si bien con diferentes nombres y formulada, en los detalles, de acuerdo con variados puntos de vista- está presente desde hace mucho tiempo en nues­tro dominio. Así es como la antigua retóri­ca dividía su campo en elocutio (verbal), dispositio (sintáctica) e inventio (semánti­ca); así es como los formalistas rusos divi­dían el campo de los estudios literarios en estilística, composición y temática; así es también como en la teoría lingüística con­temporánea se distingue entre la fonología, la sintaxis y la semántica. Sin embargo,

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tales coincidencias ocultan a veces diferen­cias profundas, y sólo se podrá juzgar acer­ca del contenido de los términos aquí propuestos una vez que se haya cumplido con su descripción.

Los tres aspectos del texto literario son conocidos de manera muy desigual; inclu­so podrían caracterizarse los diferentes períodos de la historia de la poética según que la atención de los especialistas haya estado referida preferentemente a tal o cual aspecto de la obra.

El aspecto sintáctico (lo que Aristóteles denominaba, en el caso de la tragedia, las "partes de la extensión") fue el más descui­dado, hasta que en los años veinte de este siglo los formalistas rusos lo sometieron a un examen riguroso; a partir de entonces fue el centro de la atención de los investiga­dores, particularmente de aquellos inscritos dentro de la tendencia "estructural".

El aspecto verbal de la literatura fue objeto de atención para numerosas tenden­cias críticas recientes: se estudió el "estilo" dentro del marco de la estilística; las "modalidades" de la narración, dentro del de las investigaciones morfológicas, en

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Alemania; los "puntos de vista", dentro de la tradición de Henry James, en Inglaterra y en Estados Unidos.

En el caso de lo que aquí llamamos el aspecto semántico del texto la situación es un poco diferente. En cierto sentido, todas las interpretaciones lo colocan en primer plano, y por consiguiente es el más abun­dantemente tratado. Pero casi nunca lo es dentro de la perspectiva de la poética: el interés se refiere al sentido de determinada obra en particular y no a las condiciones generales del nacimiento del sentido. Dentro del marco de esta exposición, no podemos transformar tal situación; para ello sería preciso inventar, cuando nuestra ambición sólo se limita a presentar y a sis­tematizar. Pero para evitar un desequilibrio demasiado grande, dado que los capítulos ulteriores estarán dedicados a la descrip­ción de los aspectos sintáctico y verbal, en las páginas siguientes trataremos de pre­sentar brevemente la problemática semán­tica del texto literario.

Si la teoría semántica literaria por el momento ha quedado detenida, una de las

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razones de ello es la circunstancia de que hechos muy diferentes -aunque vincula­dos todos con lo "semántico"- resultaron agrupados. Por consiguiente, nuestra tarea consistirá ante todo en colocar los proble­mas en serie (antes que en resolverlos).

En primer lugar, sería preciso -siguiendo en esto a la lingüística contemporánea­distinguir dos tipos de preguntas semánti­cas: formales y sustanciales; es decir: ¿cómo significa un texto? y ¿qué significa?

La primera pregunta se ubica en el cen­tro de la atención de la semántica lingüís­tica. Ocurre sin embargo que el enfoque lingüístico sufre de dos limitaciones: por una parte, se atiene a la mera "significa­ción", en el sentido estricto, dejando de lado todos los problemas de connotación, de uso lúdico del lenguaje, de metaforiza­ción; por otra parte, prácticamente no se va más allá de los límites de la frase, uni­dad lingüística fundamental. Ahora bien, estos dos aspectos de la semántica formal -los sentidos "secundarios" y la organiza­ción significante del "discurso"- son par­ticularmente pertinentes para el análisis literario; y desde hace mucho tiempo han

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atraído la atención de los especialistas. ¿Qué sabemos de ellos en la actualidad?

El estudio de los sentidos diferentes del sentido "propio" formaba parte tradicio­nalmente de la retórica; más exactamente, constituía el capítulo de los tropos. En la actualidad ya no se mantiene la oposición entre el sentido propio y derivado, oposi­ción de origen histórico o normativo; pero se distingue entre el proceso de significación (en el que un significante evoca un significa­do) y el de simbolización, en el que un pri­mer significado simboliza un segundo; la significación está dada en el vocabulario (en los paradigmas de las palabras), la simboli­zación se produce en el enunciado (en el sin­tagma). La interacción que se opera entre el primer sentido y el segundo (a veces deno­minados, siguiendo a l. A. Richards, "vehí­culo" y "tenor") no es una mera sustitución ni una predicación, sino una relación espe­cífica cuyas modalidades apenas han comenzado a estudiarse3. Lo que se conoce

3 El pionero en este campo fue W. Empson, The Structure of Complex Words, Chatto & Windus, Londres, 1950. La parte teó­rica de su investigación se tradujo al francés con el título "Assertions dans les mots", Poétique, 6, 1971, pp. 239-270.

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relativamente mejor es la variedad abstracta de las relaciones que se establecen entre ambos sentidos: la retórica clásica las deno­minaba sinécdoque, metáfora, metonimia, antífrasis, hipérbole, litote; la retórica moderna quiso interpretar tales relaciones en términos lógicos de inclusión, exclusión, intersección, etcétera4.

En lo referente a las propiedades simbóli­cas de segmentos superiores a la frase, es necesario saber si el simbolismo es o no intratextual. En el primer caso, una parte del texto designa a través de sí a otra: un perso­naje será "caracterizado" por sus acciones o por detalles descriptivos, una reflexión abs­tracta será "ilustrada" por el conjunto de la intriga (en cierto sentido, la primera frase de Ana Karenina contiene en forma condensa­da el resto del libro). En el segundo caso se trata de la exégesis en el sentido corriente, es decir, del paso entre el texto literario y el texto crítico (corrientemente el acto global

4 Entre las numerosas reinterpretaciones modernas de la matriz trópica, la más completa es la de Jacques Dubois et al., Rhétorique générale, Larousse, París, 1970, particularmente pp. 91-122. Para una perspectiva gramatical acerca de los tropos, cf Christine Brooke-Rose, A Grammar of Metaphor, Londres, 1958.

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de interpretación se reduce a esto): la exége­sis misma estará circunscrita por diversas hermenéuticas o reglas abstractas que rigen su funcionamiento. La más elaborada de éstas -en la tradición occidental- es la que se formó en torno de la lectura de la Biblia. Las hermenéuticas no siempre se preocupan por describir sus procedimientos; es posible que en ese nivel transfrásico se descubran también las mismas categorías trópicas, los mismos problemas de interacción de los sen­tidos (la alegoría era figura antes de ser género); pero sólo poseemos aún conoci­mientos parciales en lo que se refiere a la estructura simbólica de los discursos S.

La segunda gran pregunta, aquella que define la semántica sustancial, es: ¿qué se significa?; también aquí es importante separar problemas frecuentemente trata­dos en conjunto.

5 R. M. Browne trató de extender la teoría de los tropos a la estructura del discurso, cf. "Typologie des signes littéraires", Poétique, 7, 1971, pp. 334-353. No tiene sentido que intentemos brindar una bibliografía acerca de la "interpretación"; cabe forjar­se una idea acerca de la variedad de los enfoques críticos en este terreno, consultando los dos números especiales de la revista New Literary History: III (1972), 2 y IV (1973), 2.

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Ante todo, cabe preguntar en qué medi­da el texto literario describe el mundo (su referente); en otros términos, cabe plante­ar el problema de su verdad; decir que el texto literario se refiere a una realidad, que esta realidad constituye su referente, implica en efecto instaurar una relación de verdad y arrogarse la capacidad de someter el discurso literario a la prueba de la verdad, la capacidad de decir acerca de él que es verdadero o falso. Ahora bien, acerca de este punto se puede observar una convergencia y una oposición bastan­te curiosa entre los lógicos, especialistas en los problemas que plantea la relación de verdad, y los primeros teóricos de la novela. Estos últimos acostumbraban oponer la ciencia histórica y la novela, o los demás géneros literarios, para afirmar que si bien la primera debía ser siempre verdadera, la segunda podía ser incluso totalmente falsa. Así Pi erre-Daniel Huet escribía en su Traité de l' origine des romans que las novelas "pueden incluso ser totalmente falsas, tanto globalmente como en detalle". A partir de esto sólo basta dar un paso para advertir la seme-

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j anza entre las novelas y las mentiras, la palabra fingida; el mismo Huet considera que el origen de la novela se ubica en los árabes, que serían una raza particularmen­te dotada para la mentira ...

La lógica moderna (al menos a partir de Frege) ha revertido en cierto sentido ese juicio: la literatura no es una palabra que puede o debe ser falsa, por oposición a la palabra de las ciencias, es una palabra que, precisamente, no se deja someter a la prue­ba de la verdad; no es ni verdadera ni falsa. Plantear tal pregunta carece de sentido: esto define su estatuto mismo de "ficción".

Lógicamente hablando, pues, ninguna frase del texto literario es verdadera o falsa. Esto no impide en absoluto que la obra entera posea una cierta capacidad descripti­va: con muy variados grados, las novelas evocan "la vida" tal como ésta se desarrolló efectivamente. Por consiguiente, cuando se estudia una sociedad, es posible utilizar, entre otros documentos, textos literarios. Pero la ausencia de una rigurosa relación de verdad debe al mismo tiempo tornarnos extremadamente prudentes: el texto puede tanto "reflejar" la vida social como asumir

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su exacta contrapartida. Semejante perspec­tiva es perfectamente legítima pero nos lleva fuera de la poética; al poner a la literatura en el mismo plano que cualquier otro docu­mento, se renuncia evidentemente a consi­derar aquello que la califica como literatura.

Este problema de la relación entre lite­ratura y hechos extraliterarios fue frecuen­temente confundido -bajo el nombre de "realismo"- con otro, que se refiere a la conformidad del texto particular con res­pecto a una norma textual externa a él; esta conformidad produce la ilusión del realismo y determina que califiquemos a tal texto de verosímil.

Si se estudian las discusiones que nos legó el pasado, advertimos que la obra es juzgada como verosímil en relación con dos grandes tipos de normas. El primero es lo que se denomina las reglas del género: para que una obra pueda ser juzgada como verosímil es preciso que se adecue a tales reglas. En determinadas épocas, una comedia sólo es juzgada como verosímil si en el último acto los personajes descubren un grado cercano de parentesco entre sí. Una novela sentimen­tal será verosímil si el desenlace consiste en

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el casamiento del héroe con la heroína, si la virtud es recompensada y el vicio castigado. Lo verosímil, tomado en este sentido, desig­na la relación de la obra con el discurso literario; más exactamente, con ciertas sub­divisiones de éste que forman un género.

Pero existe una verosimilitud distinta, que a menudo también se la considera como una relación con la realidad. Sin embargo, ya Aristóteles había dicho clara­mente que la verosimilitud no es una rela­ción entre el discurso y su referente (relación de verdad), sino entre el discurso y aquello que los lectores creen que es ver­dad. Por consiguiente, aquí la relación se establece entre la obra y un discurso difuso que pertenece en parte a cada uno de los individuos de una sociedad, pero cuya pro­piedad ninguno puede reclamar; en otras palabras, pertenece a la opinión común. Esta última evidentemente no es la "reali­dad", sino sólo un tercer discurso, indepen­diente de la obra. Por consiguiente, la opinión común funciona como una regla de género que se referiría a todos los géneros.

La oposición entre estos dos tipos de verosimilitud sólo a primera vista es irre-

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ductible. Cuando nos colocamos desde el punto de vista de la historia, encontramos algo distinto: la sucesiva diversidad de las reglas del género. La opinión común es un único género, que pretende subsumir a todos los demás; por el contrario, los géne­ros propiamente dichos admiten la diversi­dad y la coexistencia.

Es útil confrontar, dentro de esta pers­pectiva, la doctrina del clasicismo con la del naturalismo del siglo XIX. Por una parte, la poética clásica se refiere explícitamente a las reglas de género sin pretender que la con­formidad con ellas se identifique con la ver­dad. El poeta "debe más bien transformar [la verdad] entera -escribe Chapelain- para dejarle algo que sea incompatible con las reglas de su arte". Por otra parte, los teóri­cos del clasicismo están dispuestos a admitir la existencia de numerosos géneros y, por consiguiente, de numerosas verosimilitudes. Los diferentes medios de que dispone el poeta pueden contribuir todos a la verosi­militud, pero dentro de diferentes géneros. Ya en el Arte poética, Horacio escribe que el yambo conviene a la sátira, el "dístico al verso de longitud desigual", a la queja y al

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agradecimiento, etc. En cuanto a la opinión común, ésta posee derechos diferentes en los diferentes géneros: el poema "aunque siem­pre verosímil" -dirá Huet-lo es menos que la novela. En otras palabras: la ley de cier­tos géneros coincide con la opinión común; pero ésta no tiene derechos absolutos.

La doctrina del naturalismo se sitúa en el polo opuesto. Los naturalistas no admiten que se refieren a reglas de género; sus escri­tos tienen que ser verdaderos, y no verosí­miles. De hecho, esto significa que la única regla que admiten es la de la opinión común. La consecuencia directa de este principio es la reducción de todos los géneros a uno solo; si las reglas de un género contradicen tal verosimilitud, se suprime el género; en la doctrina del naturalismo no hay sitio para el poema. Así, hablando de la poesía, el rea­lista ruso Saltykov Chtchedrin dice: "No entiendo por qué hay que caminar por una cuerda y además ponerse en cuclillas cada tres pasos". A partir de esta comparación cabe concluir que, al menos en teoría, el naturalismo rechaza la variedad de los dis­cursos; ahora bien, el reconocimiento de esta última, y la elaboración subsiguiente de

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una verdadera tipología, es una condición necesaria para el conocimiento del texto6•

Por último, lo que podríamos denomi­nar la hipótesis de una temática literaria general pertenece a un tercer campo. Desde hace mucho tiempo ha surgido la pregunta acerca de la posibilidad de presentar los temas de la literatura no como una serie abierta y desordenada sino como un con­junto estructurado. Por el momento, la mayoría de tales tentativas toman como punto de partida una organización exterior a la literatura: los ciclos de la naturaleza o la estructura de la psique humana, etc.; cabe preguntarse si no sería preferible fun­dar esa hipótesis dentro del lenguaje y de la literatura. Subsiste el hecho de que la exis­tencia misma de tal temática general está lejos de haber sido probada?.

6 Acerca del problema del realismo, cf "Le discours réaliste", Poétique, 16, 1973. 7 He aquí, a título de muestra, algunos libros recientes que explo­ran esta hipótesis: N. Frye, Anatomy of Criticism, Atheneum, Nueva York, 1967 (1.3 ed., 1957; la traducción francesa de esta obra es inutilizable); G. Durand, Les structures anthropologiques de l'imaginaire, Bordas, París, 1969 (1.3 ed., 1960); R. Girard, Mensonge romantique et vérité romanesque, Grasset, París, 1961; A. J. Greimas, Sémantique structurale, Larousse, París, 1966; T. Todorov, Introduction a la littérature fantastique, Seuil, París, 1970.

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2. Registros del habla

"La obra literaria está hecha con pala­bras", diría con gusto actualmente un críti­co que tratase de reconocer la importancia del lenguaje en literatura. Pero, como cual­quier otro enunciado lingüístico, la obra literaria no está hecha con palabras: está hecha con frases y estas frases pertenecen a diferentes registros del habla (a esta noción se aproximan ciertos usos de la palabra "estilo"). Nuestra primera tarea consistirá en describirlos porque es necesario comen­zar viendo cuáles son los medios lingüísti­cos de que dispone el escritor y es preciso conocer cuáles son las propiedades del habla antes de su integración dentro de la obra. Este estudio preliminar relativo a las propiedades lingüísticas de los materiales preliterarios es necesario para el conoci­miento del discurso literario mismo, estu­dio que abordaremos a continuación: esto es tanto más cierto por cuanto entre ambos no existe una frontera infranqueable.

Aquí no intentaremos resumir en pocas palabras los trabajos ya numerosos que se refieren a "los estilos"; más bien nos dedi-

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caremos a poner en evidencia sólo algunas categorías, cuya presencia o ausencia crea un registro de la lengua. Por lo demás, debe agregarse inmediatamente que nunca se trata de presencia y ausencia absolutas, sino de predominios cuantitativos (que, por otra parte, apenas estamos en condi­ciones de medir: ¿cuántas metáforas debe haber por página para calificar a un estilo de "metafórico"?). No se trata de verdade­ras oposiciones sino de características gra­duadas y continuas.

I. Una primera categoría muy evidente, que permite caracterizar un registro, es lo que, en el uso cotidiano, denominamos la naturaleza "concreta" o "abstracta" del dis­curso. En uno de los extremos de este conti­nuum se encuentran las oraciones en las que el sujeto designa un ser singular, material y discontinuo; en el otro, las reflexiones "generales" que enuncian una "verdad" fuera de toda referencia espacial y temporal. Entre ambos extremos, se sitúa una infini­dad de casos intermedios, según que el obje­to evocado sea más o menos abstracto. El lector reacciona siempre intuitivamente ante

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esta propiedad del discurso, valorizándola de manera diferente: por ejemplo, la novela realista se especializa en la presentación de detalles materiales. (todos recuerdan las uñas de León en Madame Bovary, o el brazo de Ana Karenina); en cambio, la novela romántica privilegia el "análisis", los vuelos líricos, las reflexiones abstractas (por lo demás, también son perfectamente posi­bles todas las mezclas entre ambas).

II. Una segunda categoría, también noto­ria aunque más problemática, está deter­minada por la presencia de figuras retóricas (relaciones in praesentia que deben ser distinguidas de los tropos, rela­ciones in absentia): se trata del grado de figuralidad del discurso. Pero, ¿qué es una figura? Si bien numerosas teorías buscaron un denominador común a todas las figu­ras, casi siempre se vieron obligadas a excluir ciertas figuras de su campo para poder explicar las restantes mediante la definición propuesta. De hecho, tal defini­ción no debiera ser buscada en la relación de la figura con algo distinto de sí misma, sino en su propia existencia; es figura

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aquello que se deja describir como tal. La figura no es más que una particular dispo­sición de palabras, que sabemos nombrar y describir. Si las relaciones entre dos pala­bras son de identidad, hay figura: es la repetición. Si tales relaciones son de oposi­ción, también hay figura: la antítesis. Si una palabra denota una cantidad más o menos grande que la que denota la otra, también se hablará de figura: será la gra­dación. Pero si la relación entre ambas palabras no admite ser denominada por ninguno de esos términos, si sigue siendo diferente, entonces declararemos que tal discurso no es figurado, hasta que algún día un nuevo retórico nos enseñe cómo describir esa relación imperceptible8

Por consiguiente, toda relación entre dos (o más) palabras copresentes puede convertirse en figura; pero tal virtualidad sólo se realiza a partir del momento en que el receptor del discurso percibe la figura (porque ésta no es más que el discurso per­cibido como tal). Esta percepción quedará

8 Cf. nuestro estudio "Tropes et Figures", en T. Todorov, Littérature et Signification, Larousse, París, 1967.

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asegurada ya sea por el recurso de esque­mas que están netamente presentes en nuestro espíritu (de aquí la frecuencia de las figuras basadas sobre la repetición, la simetría, la oposición), ya sea por una insistencia particular en poner en evidencia ciertas relaciones verbales: Jakobson pudo de este modo identificar un gran número de "figuras gramaticales" ignoradas hasta entonces, basándose sobre un análisis exhaustivo del tejido lingüístico de tal o cual poema particular.

Lo contrario de la figura, la transparen­cia -la invisibilidad del lenguaje- sólo exis­te como un límite (al que probablemente nos acercamos más en el caso de un dis­curso puramente utilitario, funcional); límite que es necesario pensar pero al que no cabe tratar de aprehender en estado puro. De nada vale considerar a las pala­bras como la mera vestimenta de un cuer­po ideal: Peirce nos dice que "esa vestimenta jamás puede ser quitada del todo, sino solamente cambiada por otra más diáfana". El lenguaje no puede desa­parecer completamente convirtiéndose en un puro mediador de la significación.

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La teoría de las figuras constituía uno de los capítulos fundamentales de la antigua retórica. Bajo el impulso de la lingüística contemporánea, se ha intentado en varias oportunidades dotar de una base más coherente al rico pero desordenado catálo­go que ese pasado nos legara. Una de las teorías más populares acerca de las figuras (que, por otra parte, se remonta por lo menos a Quintiliano) quiso ver en ellas la infracción a una cualquiera de las reglas lingüísticas (teoría de la desviación). Por ejemplo, ésta es la vía explorada por Jean Cohen en su libro sobre la Structure du langage poétique9.

Tal definición permite describir de manera más precisa ciertas figuras; pero choca con graves objeciones cuando se la desea extender al conjunto.

III. Otra categoría que permite identificar diferentes "registros" en el seno del len-

9 Flammarion, París, 1966. Otras versiones de esta teoría se encontrarán en S. Levin, "Deviation-Statistical and Determínate­in Poetic Language", en Lingua, 1963, pp. 276-290; J. Dubois et al., Rhétorique générale, op. cit. Ver también el tratado clásico de las figuras: P. Fontanier, Les figures du discours, Flammarion,

París, 1968.

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guaje está dada por la presencia o la ausencia de referencias a un discurso ante­rior. Podríamos denominar monovalente al discurso (que también sólo cabe pensar como límite) que no evocase de ningún modo "maneras de hablar" anteriores; y polivalente, a aquel que sí lo hace de mane­ra más o menos explícita.

La historia literaria clásica ha tratado con cierta dosis de sospecha a este segun­do tipo de escritura. La única forma auto­rizada era aquella que ridiculiza y rebaja las propiedades del discurso precedente: la parodia. Si el matiz crítico se encuentra ausente de este segundo discurso, el his­toriador de la literatura habla de "pla­gio". Es un grueso error considerar que el texto pastichant es reemplazable por el texto pastiché. Se olvida que la relación entre ambos textos no es una relación de mera equivalencia, sino que admite una gran variedad; y se olvida sobre todo que el juego con el otro texto en ningún caso debe ser obliterado. Las palabras de un discurso polivalente remiten en dos direc­ciones; privarlo de una de ellas implica no comprenderlo.

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Tomemos un ejemplo conocido: la his­toria de la rodilla herida en Tristram Shandy (vrn, 20), retomada en ]acques el Fatalista. Por cierto, en este caso no se trata de un plagio sino de un diálogo. Hay muchos detalles cambiados, de manera tal que el texto de Diderot -si bien se aproxi­ma mucho al de Sterne- sólo resulta com­prensible cuando se tiene en cuenta la distancia entre ambos. Así, a J acques le ofrecen "una botella de vino" y él bebe "uno o dos tragos a la apurada"; este gesto adquiere todo su sentido cuando se piensa que a Trim le ofrecen "algunas gotas [de cordial] sobre un terrón de azú­car". Esta correspondencia era totalmente evidente para el lector contemporáneo (y el propio Diderot así lo señala); no se puede comprender el texto sin tener en cuenta su doble significación: significa tanto el gesto mismo de la mujer, como el texto de Sterne.

La importancia de este rasgo del lengua­je comenzó a ser reconocida gracias a los formalistas rusos. Ya Sklovski escribía: "La obra de arte es percibida en relación con las otras obras artísticas y con la

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ayuda de las asociaciones que se establecen con ella ... No sólo el pastiche sino toda obra de arte es creada paralelamente y por oposición a un modelo cualquiera" ro. Pero fue Bajtin el primero que formuló una ver­dadera teoría de la polivalencia intertex­tual; afirma: "En cada nuevo estilo se encuentra un cierto elemento de lo que se denomina reacción al estilo literario prece­dente; representa por consiguiente una polémica interior, una antiestilización disi­mulada, por así decir, del estilo ajeno, y con frecuencia va acompañada de la fran­ca parodia. [ ... ] El artista de la prosa evo­luciona dentro de un mundo lleno de palabras ajenas, a través de las cuales busca su camino ... Todo miembro de una colectividad hablante se encuentra con palabras que no son neutras, no son «lin­güísticas», no están libres de apreciaciones y orientaciones provenientes del otro, sino con palabras que están habitadas por voces ajenas. Las recibe a través de la voz del otro, colmadas con la voz del otro. Toda palabra de su propio contexto proviene de

ro Théorie de la littérature, Seuil, París, 1965, p. 50.

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otro contexto, ya marcado por la interpre­tación del otro. Su pensamiento sólo encuentra palabras que ya están ocupa­das". Dentro de una óptica similar, más recientemente, al inaugurar un psicoanáli­sis de la historia literaria, Harold Bloom ha hablado de una "angustia de influencia" que todo escritor experimenta cuando por su parte toma la palabra (la pluma): escri­be siempre en pro o en contra del libro ya existente de algún otro (y el recorrido entre el pro y el contra admite una variedad infi­nita de matices); las voces de los otros habitan su discurso, y de golpe este último se vuelve "polivalente"n.

Cuando el texto presente evoca no a otro texto particular sino a un conjunto anóni­mo de propiedades discursivas, nos enfren­tamos con una versión diferente de la polivalencia. En su obra de pionero, Milman Parry había formulado esta hipóte­sis relativa a la poesía oral tradicional (tanto los cantos de Homero como los de los bardos yugoslavos): en ella el epíteto se

r r M. Bajtin, La Poétique de Dostoievski, Seuil, París, 1970; H. Bloom, The Anxiety of Influence, Oxford Univ. Press, Nueva York, 1973.

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une con el sustantivo no para precisar su sentido, sino porque ambos se encuentran ligados entre sí tradicionalmente; la metá­fora no figura allí para aumentar el espesor semántico del texto, sino porque pertenece al arsenal de los ornamentos poéticos y porque al utilizarla el texto significa su per­tenencia a la literatura, o a una de sus sub­divisiones. Pero Parry creía que esta particularidad era propia sólo de la litera­tura oral, y que se imponía por la necesidad de los bardos de improvisar y por consi­guiente de abrevar en un reservorio de fór­mulas hechas. Más adelante, tal hipótesis pudo ser extendida a la literatura escrita; esta extensión provocó una restricción en la naturaleza de lo "evocado". El nuevo texto no se realiza con la ayuda de una serie de elementos pertenecientes globalmente a la "literatura", sino por referencia a conjun­tos más específicos: tal estilo, tal tradición particular, tal tipo de uso de las palabras o de los procedimientos poéticos. Esta trans­formación de la hipótesis de Parry relativa al lenguaje poético de fórmulas fue realiza­da por Michel Riffaterre. Esto nos lleva a una teoría generalizada del clisé, que puede

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ser tanto estilístico como temático o narrativo, y que desempeña un papel deci­sivo en la constitución del sentido de un discurso. El fundador de la estilística moderna, Charles Bally, había descrito hechos de este mismo tipo -aunque dentro de la lengua hablada- con el nombre de efectos de evocación por el ambiente12

Así, el bufoso -por oposición a revólver­evoca para nosotros un ambiente, el ambiente, o los textos que describen ese ambiente. Reiterémoslo: con esto sólo hemos presentado algunas de las numerosas variedades del discurso polivalente.

IV. El último rasgo que seleccionamos aquí para caracterizar la variedad de los regis­tros verbales es lo que podríamos denomi­nar, siguiendo a Benveniste, la "subjetividad" del lenguaje (opuesta a su "objetividad"). Todo enunciado lleva en sí mismo huellas de su enunciación, del acto puntual y personal de su producción; pero

r2 M. Parry, The Making of Homeric Verse, Clarendon Press, Oxford, 1971; M. Riffaterre, "Le poeme comme représentation", Poétique, 4, 1970, pp. 401-418; Ch. Bally, Traité de stylistique

fram;aise, Ginebra-París, 1909.

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tales huellas pueden ser más o menos inten­sas. Para dar sólo un ejemplo: en francés el passé simple confiere un mínimo de subje­tividad al discurso; todo lo que podemos saber es que el acto descrito es anterior al acto de la descripción (tal es la débil huella que en este caso deja la "subjetividad").

Las formas lingüísticas que tales "hue­llas" adoptan son múltiples, y han sido objeto de más de una descripción1 3. Podrían distinguirse dos grandes series: las indica­ciones acerca de la identidad de los interlo­cutores y acerca de las coordenadas espacio-temporales de la enunciación, que habitualmente son transmitidas por morfe­mas especializados (los pronombres o las terminaciones verbales); y aquellas que se refieren a la actitud del locutor y/o del alo­cutor con respecto al discurso o a su objeto (que no son más que semas, aspectos del sentido de otras palabras). Precisamente por este atajo el proceso de enunciación penetra en todos los enunciados verbales: cada frase entraña una indicación respecto de las dis-

13 Para una visión de conjunto sobre los problemas de la enuncia­ción, cf el número 17 de Langages (1970), titulado L'Énonciation (con una bibliografía).

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posiciones de su locutor. Quien dice "Este libro es hermoso" establece un juicio de valor y con ello se introduce entre el enun­ciado y su referente; pero quien dice "Este árbol es grande" enuncia un juicio del mismo género, aunque menos evidente, y nos informa por ejemplo acerca de la flora de su propio país. Toda oración entraña una evaluación pero con diferentes grados, y esto nos permite oponer un discurso "eva­luativo" a los demás registros del habla.

Dentro de este registro subjetivo se han distinguido algunas clases con propieda­des más rigurosamente definidas. El más conocido es el discurso emotivo (o expre­sivo); el estudio clásico de este registro es el de Charles Bally. Numerosas investiga­ciones aislaron luego sus manifestaciones a través de rasgos fónicos, gráficos, gra­maticales y léxicos 1 4.

Otro tipo de subjetividad se realiza a través de un sector muy aislado del voca­bulario: se trata del discurso modalizante. A él se remiten los verbos y los adverbios

14 Para una visión de conjunto, cf E. Stankiewicz, "Problems of Emotive Language", en Th. A. Sebeok et al. (comps.), Approaches to Semiotics, Mouton, La Haya, 1964.

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modales (pode~ deber; quizá, ciertamente, etc.). También en este caso el sujeto de la enunciación y -a través de él- el acto en su totalidad, son puestos en evidencia.

Nunca estaría de más volver a insistir en la interpenetración de todos estos registros en los textos concretos. La literatura actual nos ofrece casos novedosos y particular­mente complejos de esto último. He aquí, por ejemplo, un extracto del Ulises:

"Dejando de sonreír, avanzaba, y una pesada nube invadía lentamente el sol ensombreciendo también la morosa facha­da del Trinity College. Los tranvías se cru­zaban, subían, bajaban, hacían sonar sus campanas. Inútiles, las palabras. Las cosas marchaban igual, días tras día; escuadro­nes de empleados que salen y vuelven a entrar; tranvías ida y vuelta. Esos dos perros jugueteando. Dignam despachado", etcétera.

La primera frase de este enunciado pare­ce pertenecer a un discurso objetivo: ¿pero quién piensa "morosa", Bloom o el narra­dor que la dice? Sin ruptura visible, las siguientes frases, a partir de "Inútiles, las

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palabras", ponen en evidencia el proceso de enunciación: es Bloom quien piensa; y su pensamiento es presentado en un "monólogo interior", forma que combina muchas características de los registros emotivo y evaluativo: por ejemplo, las fra­ses nominales, las elipsis, el presente, las inversiones, etcétera.

Esta enumeración de los registros del habla no puede aspirar a ser exhaustiva: su objetivo consiste sólo en brindar una ima­gen de su variedad, tal como opera en el libro de ficción. Tampoco presenta un sis­tema coherente y lógico, para alcanzar este resultado se necesitarían muchas investiga­ciones basadas sobre los conocimientos que nos proporciona la lingüística. Pero una lectura no podría ser exigente si igno­rara tales recursos del habla que se le ofre­cen a la literatura. La literatura actual, en particular, nos obliga a tenerlos en cuenta continuamente: no se contenta con hacer coincidir su distribución misma en la obra con la de una estructura distinta formada por la intriga, para reforzar a esta última, sino que esa distribución es la que propor­ciona la organización global y primaria de

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la obra, y los demás niveles del texto le están subordinados.

3. El aspecto verbal: modo, tiempo

Después de haber pasado revista a aque­llas propiedades lingüísticas de un discur­so cuya presencia sistemática crea un "registro", ahora debemos volvernos hacia aquello que constituye esencialmen­te el "aspecto verbal" de la literatura: problemática cercana y sin embargo dis­tinta de la anterior.

El libro de ficción opera el paso -cuya omnipresencia disimula su importancia y su peculiaridad- de una serie de frases a un universo imaginario. Al dar la vuelta a la última página de Madame Bovary, segui­mos en contacto con una cierta cantidad de personajes cuyo destino conocemos en mayor o menor medida; ahora bien, lo que teníamos entre nuestras manos no era más que un discurso lineal. No hay que ceder a la ilusión representativa que durante mucho tiempo contribuyó para que tal metamorfosis permaneciese oculta: no hay,

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primero, una cierta realidad, y luego, su representación por medio del texto. El dato es el texto literario; a partir de él, median­te un trabajo de construcción -que se pro­duce en la mente de quien lee pero que de ninguna manera es individual, porque tales construcciones son análogas en los diferen­tes lectores-, se llega a ese universo donde viven personajes comparables con las per­sonas que conocemos "en la vida".

Esta metamorfosis del discurso en ficción puede producirse gracias a que el discurso contiene un conjunto de informaciones: conjunto éste necesariamente incompleto (se trata del "esquematismo" del texto lite­rario, del que habla Ingarden) porque las "cosas" nunca quedan agotadas por su nombre; por obra de esta ausencia de abso­luto, existen mil "maneras" de evocar la misma cosa. Tales informaciones serán moduladas y calificadas segun muchos parámetros. La distinción de esos paráme­tros nos permitirá articular el problema del "aspecto verbal" de la ficción literariars.

r 5 En el resto de este capítulo me inspiro mucho en el ensayo dedi­

cado por Gérard Genette al aspecto verbal del relato: "Discours du

récit", en Figures III, Seuil, París, 1972.

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En la presente exposición, se distingui­rán tres tipos de propiedades que caracteri­zan las informaciones que nos permiten pasar del discurso a la ficción. La categoría del modo concierne al grado de presencia de los acontecimientos evocados en el texto. La categoría del tiempo remite a la relación entre dos líneas temporales: la del discurso de ficción (representada para nosotros por la concatenación lineal de las letras en la página y de las páginas en el volumen) y la del universo ficticio, mucho más compleja. Por último, la categoría de la visión (mantengo este término que actual­mente es de uso corriente, a pesar de que tiene ciertas connotaciones indeseables): el punto de vista desde donde se observa al objeto y la calidad de tal observación (ver­dadera o falsa, parcial o completa). A estas tres categorías debe agregárseles una cuar­ta, que ya no está situada sobre el mismo plano pero que está de hecho inseparable­mente vinculada con ellas: se trata de la presencia del proceso de enunciación en el enunciado, que en el plano estilístico aca­bamos de examinar en el capítulo anterior; aquí la consideraremos desde el punto de

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vista de la ficción y nos referiremos a ella mediante el término de voz.

La categoría del modo nos aproxima bastante a los registros verbales que exami­namos anteriormente; pero en este caso se trata de un punto de vista diferente. El texto de ficción debe situarse necesariamente en relación con el siguiente problema: con la ayuda de palabras, se evoca un universo que en parte está hecho de palabras y en parte de actividades (o sustancias o propie­dades) no verbales; por consiguiente, la relación no será la misma ya se trate de un vínculo entre el discurso (que leemos) y otro discurso, o bien entre aquél y una materia no discursiva.

En la poética clásica (para comenzar, en Platón) esa distinción era designada con los términos mimesis (relato de palabras) y die­gesis (de "no palabras"). Hablando propia­mente, en nuestro caso no corresponde evocar ningún tipo de mímesis (salvo en el caso marginal de la armonía imitativa) como se sabe, las palabras son "inmotiva­das". En el primer caso, se trata más bien de la inserción en el texto presente de pala-

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bras presuntamente pronunciadas o for­muladas para sí mismo; en el segundo, se trata de la designación de hechos no ver­bales mediante palabras (lo cual es siempre y necesariamente "arbitrario").

Por consiguiente, el relato de aconteci­mientos no verbales no conoce variedades modales (sino sólo variantes históricas, que con mayor o menor éxito producen -de acuerdo con las convenciones de la época- la ilusión de "realismo"), las cosas no llevan de ninguna manera su nombre inscrito en sí mismas. En cambio, el relato de palabras conoce muchas especies, por­que las palabras pueden ser "insertadas" con mayor o menor exactitud.

Gérard Genette ha sugerido que se dis­tingan tres grados de inserción: 1. El es ti­lo directo: aquí el discurso no sufre ninguna modificación; a veces se habla de "discurso referido". 2. El estilo indirecto (o "discurso transpuesto") donde se con­serva el "contenido" de la réplica presun­tamente pronunciada pero integrándolo gramaticalmente en el relato del narrador. Por lo demás, a menudo los cambios no son gramaticales, se abrevia, se eliminan

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las apreciaciones afectivas, etc. Una variante intermedia entre el estilo directo y el estilo indirecto es aquello que en fran­cés se denomina "estilo indirecto libre": en este caso se adoptan las formas grama­ticales del estilo indirecto, pero se conser­van los matices semánticos de la réplica "original", particularmente todas las indicaciones relativas al sujeto de la enun­ciación; no hay verbo declarativo que introduzca y califique la oración trans­puesta. 3. El último grado de transforma­ción de las palabras del personaje es aquel que puede denominarse "discurso conta­do": en este caso nos contentamos con registrar el contenido del acto de palabra sin retener ninguno de sus elementos. Imaginemos la siguiente frase: "Informé a mi madre de mi decisión de casarme con Albertina"; indica, por cierto, que ha habido una acción verbal y también indi­ca el tenor de la misma; pero nada sabe­mos de las palabras que habrían sido "realmente" (es decir, ficticiamente) pro­nunciadas.

El modo de un discurso consiste, pues, en el grado de exactitud con el cual ese dis-

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curso evoca su referente: grado máximo en el caso del estilo directo, mínimo en el del relato de hechos no verbales; grados inter­medios en los demás casos.

Otro aspecto de la información que nos permite pasar del discurso a la ficción es el tiempo. Existe un problema del tiempo porque dos temporalidades se encuentran puestas en relación: la del universo repre­sentado y la del discurso que lo representa. Esta diferencia entre el orden de los acon­tecimientos y el de las palabras es evidente, pero no entró con pleno derecho en la teo­ría literaria hasta que los formalistas rusos la utilizaron corno uno de los principales índices que permitían oponer la fábula (orden de los acontecimientos) al tema (orden del discurso); más recientemente, una orientación de los estudios literarios en Alemania colocó esa oposición entre Erúihlzeit y erz{ihlte Zeit en la base de su doctrina 16•

r6 CF. G. Müller, "Erzahlzeit und erzahlte Zeit", en Festschrift für P. Kluckhohn und H. Schneider, 1948, pp. 195-212; cf. también E. Uimmert, Bauformen des Erzéihlens, J. B. Metzlersche Verlagsbuch­handlung, Stuttgart, 1955.

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Tales hechos relativos a la temporalidad han sido recientemente objeto de detalla­dos estudios, esto nos dispensará de insis­tir aquí ampliamente sobre ellos 1 7; nos contentaremos con indicar los principales problemas que dentro de ese marco se plantean.

I. La relación más fácil de observar es la de orden: el del tiempo que cuenta (del discur­so) nunca puede ser perfectamente paralelo al del tiempo contado (de la ficción); nece­sariamente se producen ínter-versiones en el "antes" y el "después". Tales ínter-ver­siones se deben a la diferencia de naturale­za entre ambas ternporalidades: la del discurso es unidimensional, la de la ficción plural. La imposibilidad de paralelismo conduce, pues, a anacronías, entre las cua­les evidentemente habrá que distinguir dos especies principales: las retrospecciones -o vueltas atrás- y las prospecciones -o antici-

17 Cf. A. A. Mendilov, Time and the Novel, Londres, 1952; D. Likhatchev, Poetika drevnerusskoi literatury, Leningrado, 1967, pp. 212-352; ]. Ricardou, Problemes du nouveau roman, Seuil, París, 1967, pp. 161-171; G. Genette, Figures III, Seuil, París, 1962, pp. 77-182.

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paciones. Hay prospección cuando se anuncia de antemano lo que sucederá des­pués: el ejemplo canónico de los formalis­tas era el cuento de Tolstói La muerte de Ivan Ilitch, que contiene su desenlace en el título. Las retrospecciones, más frecuentes, nos relatan después lo que sucedió antes; en el relato clásico, la introducción de un nuevo personaje es seguida comúnmente por un relato de su pasado, cuando no por una evocación de sus antepasados. Estas dos especies pueden combinarse entre sí teóricamente hasta el infinito (retrospec­ción dentro de la prospección en la retros­pección ... cf. esta frase de Proust citada por Genette: "Muchos años más tarde supimos que si aquel verano habíamos comido casi todos los días espárragos era porque su olor le producía a la pobre chica de la coci­na encargada de pelarlos crisis asmáticas de tal violencia que se vio obligada final­mente a irse"). Por otra parte cabe distin­guir entre el alcance de la anacronía (la distancia temporal entre los dos momentos de la ficción) y su amplitud (duración englobada por el relato dado en carácter de digresión); según sea la anacronía con-

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gruente o no con el relato principal, cabe calificarla de interna o externa. El relato (necesariamente) sucesivo de dos aconteci­mientos simultáneos será por ejemplo una anacronía "interna", de "alcance" nulo.

II. Desde el punto de vista de la duración, puede compararse el tiempo que presun­tamente dura la acción representada, con el tiempo que se necesita para leer el dis­curso que la evoca. De hecho, este último tiempo no se puede medir con el reloj, y siempre nos vemos obligados a hablar de valores relativos. Aquí pueden distinguirse claramente muchos casos: 1. La suspensión del tiempo, o pausa, se realiza cuando al tiempo del discurso no le corresponde nin­gún tiempo de la ficción; tal será el caso de la descripción, de las reflexiones generales, etc. 2. El caso inverso es aquél en el que ninguna porción del tiempo discursivo corresponde al tiempo que transcurre en la ficción; se trata evidentemente de la omi­sión de todo un periodo, o elipsis. 3. El ter­cer caso fundamental ya lo conocemos, es el de una coincidencia perfecta entre ambos tiempos; sólo puede realizarse a tra-

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vés del estilo directo, inserción de la reali­dad ficticia en el discurso que de ese modo da lugar a una escena. 4. Por último, cabe concebir dos casos intermedios: aquel en el que el tiempo del discurso es "más largo" que el de la ficción y aquel en el que es "más corto". Parece que la primera varian­te nos remite ineludiblemente a otras dos posibilidades que ya encontramos: la des­cripción o la anacronía (pensemos, por ejemplo, en las veinticuatro horas de la vida de Leopold Bloom que difícilmente podrían leerse en veinticuatro horas). Lo que "infla" al tiempo son precisamente las acronías y las anacronías. La segunda de estas posibilidades está ampliamente docu­mentada, es el resumen, que condensa en una frase años enteros.

III. Una última propiedad esencial de la relación entre tiempo del discurso y tiempo de la ficción es la frecuencia. Aquí se ofrecen tres posibilidades teóricas: un relato singula­tivo en el cual un discurso único evoca un acontecimiento único; un relato repetitivo donde muchos discursos evocan un solo y uniCo acontecimiento; por último, un dis-

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curso iterativo donde un único discurso evoca una pluralidad de acontecimientos (semejantes). El relato singulativo no necesi­ta comentarios. El relato repetitivo puede ser resultado de diferentes procesos, el mismo personaje puede retomar obsesiva­mente la misma historia, muchos persona­jes pueden hacer relatos complementarios del mismo hecho (esto produce una ilusión "estereoscópica"), muchos personajes pueden hacer relatos contradictorios, que nos llevan a dudar de la realidad o del tenor exacto de un acontecimiento parti­cular. Como se sabe, los novelistas ingleses del siglo XVIII explotaron este recurso, particularmente en sus obras epistolares (Richardson, Smollett); en Las relaciones peligrosas, Lados lo utiliza para poner en evidencia la ingenuidad de unos (Cecilia, Danceny, Mme. de Tourvel), y la perfidia de otros (Valmont, Mme. de Merteuil). Evidentemente, tales procedimientos entra­ñan otros elementos del "aspecto verbal"; puntualicemos aquí la necesaria "deforma­ción" temporal que resulta de ellos, dado que la sucesión de los discursos ya no corres­ponde a una sucesión de acontecimientos.

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Por último, el relato iterativo -que con­siste en designar mediante un solo discurso (una frase) acontecimientos que se repiten­es un procedimiento conocido por toda la literatura clásica, donde sin embargo desempeña un papel limitado: habitual­mente el escritor evoca un estado estable inicial mediante verbos en el imperfecto''. (con valor iterativo) antes de introducir la serie de acontecimientos singulares que habrán de constituir su relato propiamente dicho. Como mostró Genette, Proust fue uno de los primeros en conferirle al iterati­vo un papel dominante, hasta tal punto que recurre a ese modo para contar hechos acerca de los cuales no cabe ninguna duda de que sólo pudieron haberse producido únicamente una vez (Proust crea un "pseu­do-iterativo": así aparece en ciertas con­versaciones que probablemente no hubiesen podido repetirse sin cambios y que Proust de todos modos introduce mediante fórmulas de este tipo: "Y si Swann le preguntaba qué entendía ella por

'' Nótese que el tiempo francés imparfait corresponde al pretérito indefinido en español. (N. del E.)

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eso, ella le respondía con un poco de des­precio", etc.). El efecto global de este pro­cedimiento puede ser una cierta suspensión del tiempo de los acontecimientos.

4. El aspecto verbal: visiones, voz

La tercera gran categoría que permite caracterizar el paso del discurso a la fic­ción es la de la visión: los hechos que com­ponen el universo ficticio nunca nos son presentados "en sí mismos" sino de acuer­do con una cierta óptica, a partir de un cierto punto de vista. Este vocabulario visual es metafórico, o más bien sinecdó­quico: la "visión" reemplaza aquí a toda la percepción; pero se trata de una metá­fora cómoda, porque las múltiples carac­terísticas de la "verdadera" visión tienen todas equivalentes en el fenómeno de la ficción.

Antes del comienzo del siglo XX no se le prestó mucha atención al problema de las visiones; fue por ello sin duda que a partir de ese momento se creyó que en ellas resi­día el secreto mismo del arte literario. El

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libro de Percy Lubbock, que es el primer estudio sistemático dedicado a este asunto, se llama significativamente The Craft of Fiction. El hecho es que las visiones tienen una importancia de primer orden. En lite­ratura, nunca nos enfrentamos con aconte­cimientos o hechos brutos, sino con acontecimientos presentados de una cierta manera. Dos visiones diferentes de un mismo hecho lo convierten en dos hechos distintos. Todos los aspectos de un objeto están determinados por la visión que nos lo ofrece. En las artes visuales, siempre se des­tacó esta importancia, y la teoría literaria puede aprender mucho de la teoría de la pintura. Para citar sólo un ejemplo entre otros: a menudo se ha hecho notar la pre­sencia de las visiones, y su papel decisivo para la estructura del cuadro de los iconos bizantinos: es evidente que, dentro de un mismo icono, se utilizan muchos puntos de vista de acuerdo con el papel que tiene que desempeñar el personaje representado, la figura principal se vuelve hacia el especta­dor, aun cuando -de acuerdo con la escena representada- debiera hacerlo hacia su interlocutor.

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Es importante advertir que las visiones literarias no se refieren a la percepción real del lector, la cual sigue siendo siempre variable y depende de factores externos a la obra, sino a una percepción presentada dentro de esta obra, si bien de acuerdo con un modo específico. También aquí la his­toria de la pintura ofrece ejemplos elo­cuentes. Basta con recordar los cuadros anamórficos, dibujos cifrados, incompren­sibles cuando se los ve de frente, punto de vista éste que es el más frecuente pero que, desde un punto de vista particular (por lo general paralelo al cuadro), ofrecen la ima­gen de objetos muy conocidos. Esta distor­sión entre el punto de vista inherente a la obra y el punto de vista más frecuente pone en evidencia tanto la realidad del pri­mero como la importancia de las visiones para la comprensión de la obra.

Existen ya muchas teorías acerca de las visiones en literatura: puede decirse inclu­so que éste fue el aspecto de la obra más estudiado por la poética en lo que va del siglo. Luego del libro mencionado de Lubbock hay que citar aquí -y sólo se trata de una indicación rápida-las obras de Jean

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Pouillon, Temps et roman; de Wayne Booth, Rhetoric of Fiction; de B. Uspenski, Poetika kompozicii; de Gérard Genette sobre el discours du récit. Estas investiga­ciones elucidaron numerosos aspectos de nuestro problema y para una discusión más detallada es pertinente referirse a ellas. Por nuestra parte nos dedicaremos aquí -a la inversa de la mayoría de los citados estu­dios- no tanto a la descripción de las espe­cies particulares de la visión, como a la de las categorías que permiten distinguir entre esas especies. En efecto, cada ejemplo de visión -tal como fue estudiado hasta el presente- combina muchas características distintas, que nos interesará examinar en forma sucesiva.

I. La primera categoría en la que nos detendremos es la del conocimiento subje­tivo u objetivo que tenemos de los aconte­cimientos representados (conservaremos estos términos a la espera de otros mej o­res ... ). Una percepción nos informa tanto acerca de aquello que es percibido como acerca de aquel que percibe: al primer tipo de información la denominamos objetiva,

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y al segundo subjetiva. Es necesario no confundir este hecho con la posibilidad de presentar un relato entero "en primera per­sona"; por más que la narración esté con­ducida en primera o en tercera persona, siempre puede entregarnos los dos tipos de información. Henry James llamaba a los personajes que no sólo son percibidos sino que también son percipientes, "reflecto­res". Si los otros personajes son ante todo imágenes reflejadas en una conciencia, el reflector en cambio es esta conciencia misma. Para dar sólo un ejemplo, de En busca del tiempo perdido extraemos la mayor parte de nuestras informaciones acerca de Maree! no de sus actos, sino de la manera en que percibe y juzga los de los demás.

II. Esta primera categoría -que se refiere, en resumidas cuentas, a la dirección del trabajo de construcción a que se entrega el lector (a partir de una percepción nos vol­vemos hacia su sujeto o hacia su objeto)­tiene que ser netamente distinguida de una segunda, que ya no se refiere a la calidad sino a la cantidad de la información recibí-

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da o, si se prefiere, al grado de ciencia del lector. Ateniéndonos siempre a la metáfora visual, podemos separar -dentro de esta segunda categoría- dos nociones distintas: la extensión (o el ángulo) de la visión y su profundidad, o el grado de su penetración.

En lo que hace a la "extensión", ambos polos extremos son habitualmente desig­nados como visión interna y externa, o también "desde adentro" y "desde afue­ra". De hecho, la visión puramente "exter­na", aquella que se limita a describir actos perceptibles sin agregarles ninguna inter­pretación, ninguna incursión en el pensa­miento del protagonista, nunca- existe en estado puro, pues si así fuese nos llevaría a lo ininteligible.

No es casual, por lo demás, que esta téc­nica haya encontrado una utilización tan intensa en las novelas policiales de Dashiell Hammett, donde cumple la función de reforzar el misterio. Por consiguiente, no se trata tanto de una oposición interna-exter­na como de grados en la presencia de lo "interno". La visión más interna sería aquella que nos presentase todos los pen­samientos del personaje. Así en Las rela-

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ciones peligrosas, Valmont y Merteuil ven a los demás personajes "desde el interior", mientras que la pequeña Volanges sólo puede describir el comportamiento de quienes la rodean o bien dar interpretacio­nes erróneas. También es fuerte el contras­te entre las visiones de Quentin y de Benjy en El ruido y la furia.

No hay una diferencia muy grande entre el "ángulo" de la visión así definido y su "profundidad"; bien se puede no querer limitarse a la "superficie" -ya sea ésta físi­ca o psicológica- sino querer penetrar en las intenciones inconscientes de los perso­najes, querer presentar una disección de su espíritu (que ellos mismos serían incapaces de realizar).

Tomemos un ejemplo que ilustra estas dos categorías: la "dirección" y la "ciencia".

"Miraba sin embargo a Mme. Dambreuse y la encontraba encantadora, a pesar de su boca un poco grande y de los agujeros de su nariz demasiado abiertos. Pero su gracia era particular. Los bucles de su cabellera tenían una especie de apasionada langui­dez y su frente color ágata parecía contener

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muchas cosas, y denotaba un maestro". (La educación sentimental).

Disponemos aquí de una información objetiva acerca de Mme. Dambreuse, y subjetiva acerca de Frédéric -esta última la extraemos de su manera de percibir y de interpretar-. La percepción de Mme. Dambreuse se realiza según un ángulo rela­tivamente reducido, pues de ella sólo se nos dan las cualidades físicas. Frédéric propone algunas interpretaciones, pero observemos con cuánta prudencia éstas son introducidas: la languidez está precedi­da por un "una especie de", su frente "parece" contener y "denota" (verbo que equivale a "significar", y no a "ser"). Por consiguiente, Flaubert no ratifica ninguna de las suposiciones de su "reflector".

III. Aquí cabe introducir dos categorías que nos permitirán establecer subespecies de las visiones, pero que hablando propia­mente nada tienen de "óptico": se trata de las oposiciones entre unicidad y multiplici­dad por una parte, constancia y variabili­dad por la otra. En efecto, cada una de las anteriores categorías puede ser modulada

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de acuerdo con estos nuevos parámetros. Un solo personaje puede ser visto "desde dentro" (y esto conduce a la "focalización interna"), o todos pueden serlo -lo cual produce el relato con "narrador omnis­ciente"-. El segundo caso es el de Boccaccio en El Decamerón: el narrador conoce de manera idéntica las intenciones de todos los personajes. El primer caso es el de la novela más reciente; el principio fue apli­cado con peculiar rigor por Henry James. Del mismo modo, una visión interna puede aplicarse a un personaje a lo largo de todo el relato o bien sólo durante una de sus partes (como sucede en Camps retranché, de John Cowper Powys), y tales cambios en la visión pueden o no ser sistemáticos. Si, por ejemplo, James ve "desde adentro", durante una misma novela, a muchos per­sonajes, el paso de uno a otro se ajusta a un trazado riguroso que a veces constituye la armazón misma del libro. Pero la prácti­ca de James no significa en absoluto que éste sea el caso más difundido -ni incluso el más deseable.

Observemos también, con Uspenski, que el cambio del punto de vista -particu-

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larmente el paso de una visión externa a una visión interna- asume una función comparable a la que desempeña el marco en el cuadro: sirve de transición entre la obra y su entorno (la "no obra" )18 •

IV. Nuestras informaciones acerca del uni­verso ficticio pueden ser de naturaleza objetiva, o subjetiva, pueden ser más o menos extensas (internas y externas), pero aún queda una dimensión por referencia a la cual tenemos que caracterizarlas: pue­den estar ausentes o presentes y, en este último caso, pueden ser verdaderas o fal­sas. Hasta aquí hemos hablado como si tales informaciones siempre fuesen verda­deras, pero hubiese bastado con que F rédéric interpretase mal la forma de los bucles de Mm e. Dambreuse y que confiá­sernas ciegamente en él para que nos hallá­semos no ante una información, sino ante una ilusión. Esta visión imperfecta no está necesariamente acompañada por el error

r8 Cf. B. Uspenski, "L'alternance des points de vue interne et externe en tant que marque du cadre dans une ceuvre littéraire", Poétique, 9, 1972, pp. 130-134.

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de un personaje: puede tratarse de una disi­mulación deliberada.

Para creer en una ilusión se necesita dis­poner de una información, aunque ésta sea inapropiada. También es posible el caso extremo en el que se da una total ausencia de información, pero entonces no estamos en la ilusión, sino en la ignorancia. No olvidemos, al mismo tiempo, que nunca ninguna descripción puede ser completa, por la naturaleza misma del lenguaje; por lo tanto, a ninguna se le puede reprochar el hecho de que sea incompleta mientras no aparezca una página ulterior por la que nos enteremos de que en un punto preciso del relato algo nos ha sido disimulado (el primer ejemplo que se nos ocurre -pero que sólo es el más llamativo entre otros mil- es el de El asesinato de Rogelio Ackroyd, donde el narrador "omite" decir­nos que él ha cometido el asesinato ... ). Por consiguiente, ignorancias e ilusiones susci­tan dos tipos de "correcciones" (sólo a partir de las cuales aquéllas comienzan a existir): las informaciones en sentido estricto y las reinterpretaciones de lo que ya sabíamos -aunque imperfectamente.

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V. Por último, identificaremos en el seno de la visión una categoría un poco marginal, que es la apreciación que se hace acerca de los acontecimientos representados. La des­cripción de cada parte de la historia puede entrañar una evaluación moral; por lo demás, la ausencia de tal juicio constituye también una toma de posición significati­va. Para que tal apreciación nos llegue, no es necesario que esté explícitamente for­mulada, para adivinar la apreciación que se hace recurrimos a un código de princi­píos y de reacciones psicológicas que se presentan como "naturales". Así como el lector no está obligado a atenerse a una visión "externa" sino que puede deducir un "interior" totalmente diferente de ella, también en este caso puede no aceptar los juicios éticos y estéticos inherentes a la visión; la historia de la literatura conoce numerosos ejemplos de una inversión de los valores que nos hace estimar a los "malos" y despreciar a los "buenos" de una ficción que se encuentre suficiente­mente alejada de nosotros.

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Luego de haber explotado febrilmente los procedimientos suscitados por la toma de conciencia de las visiones -en una serie de escritores que va desde Henry James hasta Faulkner- la literatura ya no parece asignarle la misma importancia a esta cues­tión. Quizá esto se explique por el hecho de que una cierta orientación de la escritu­ra moderna no se propone hacernos ver nada: es discurso sin ser ficción. He aquí cómo se articula un texto sin visión:

"Parece que hablo, no soy yo, no es de mí. Algunas generalizaciones para comen­zar. ¿Cómo hacer, cómo voy a hacer, cómo proceder? Por pura aporía o bien por afir­maciones y negaciones refutadas progresi­vamente, o tarde o temprano. Esto de una manera general. Tiene que haber otros ata­jos. Si no sería desesperar de todo. Pero es como para desesperar de todo" (S. Beckett, El innombrable).

En este discurso que continuamente vuelve sobre sí mismo, que no trata más que de sí mismo, ya no hay sitio para las visiones. Su papel está asegurado por los registros de la palabra: si bien en James la armazón de una obra estaba constituida

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or el juego de las visiones, en Maurice ~oche en cambio lo está por la particular disposición de los registros. Aquí llegamos a un límite: el de la pertinencia que puede caberle al estudio del aspecto verbal del texto, dado que este aspecto está en rela­ción de solidaridad con la ficción misma.

Todas las categorías del aspecto verbal examinadas hasta aquí podrían ser reto­madas dentro de una perspectiva diferente en la cual ya no relacionaríamos el discur­so con la ficción creada por él, sino el con­junto de ambos con aquel que asume tal discurso, el "sujeto de la enunciación" o -como es habitual expresarse en literatu­ra- el narrador. Esto nos lleva a los pro­blemas de la voz narrativa.

El narrador es el agente de todo ese tra­bajo de construcción que acabamos de observar; por consiguiente, todos los ingre­dientes de este último nos informan indi­rectamente acerca de aquél. El narrador es quien encarna los principios a partir de los cuales se establecen juicios de valor; él es quien disimula o revela los pensamientos de los personajes, haciéndonos participar

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así de su concepción de la "psicología"; él es quien escoge entre el discurso directo y el discurso transpuesto, entre el orden cro­nológico y los cambios en el orden tempo­ral. No hay relato sin narrador.

Sin embargo, también los grados de pre­sencia del narrador pueden variar. No sólo porque sus intervenciones -como las que acabamos de evocar- pueden ser más o menos discretas, sino porque el relato posee un medio suplementario para hacer que el narrador esté presente: consiste en hacerlo figurar dentro del universo ficticio. La dife­rencia entre ambos casos es tan grande que a veces se han utilizado dos términos dife­rentes para caracterizarlos, hablando de narrador sólo cuando se trata de una repre­sentación explícita como la que acabamos de señalar, y reservando el término de autor implícito para el caso general. No hay que creer que la aparición de la primera perso­na ("yo") basta para distinguir entre ambos: el narrador puede decir "yo" sin intervenir en el universo ficticio, represen­tándose no como un personaje sino como un autor que escribe el libro (el ejemplo clá­sico es el de ] acques el Fatalista).

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A menudo, se tendió a minimizar el papel de esta oposición, porque se partía de una concepción reduccionista del len­guaje. Ahora bien, hay un límite infran­queable entre el relato en el que el narrador ve todo lo que su personaje ve pero no apa­rece en escena, y el relato en el que un per­sonaje-narrador dice "yo". Confundirlos sería reducir el lenguaje a cero. Ver una casa y decir "yo veo una casa" son dos actos que no sólo difieren sino que se opo­nen. Los acontecimientos nunca pueden "contarse por sí mismos"; el acto de ver­balización es irreductible. Si no fuese así, se confundiría el "yo" con el verdadero suje­to de la enunciación, que cuenta el libro. Cuando el sujeto de la enunciación se con­vierte en el sujeto del enunciado, ya no es el mismo sujeto quien enuncia. Hablar de sí mismo significa ya no ser el mismo "sí mismo". El autor es innombrable, si se le quiere dar un nombre, nos deja el :ri:ombre pero ya no se vuelve a encontrar detrás de éste; se refugia eternamente en el anonima­to. Es tan escurridizo como cualquier suje­to de la enunciación, el cual -por definición- no puede ser representado. En

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"él corre", hay "él", sujeto del enunciado, y "yo", sujeto de la enunciación. En "yo corro", se intercala entre ambos un sujeto de la enunciación enunciado, que toma de cada uno de ellos una parte de su conteni­do previo pero no los hace desaparecer totalmente: se limita sólo a sumergirlos. Porque el "él" y el "yo" siempre existen, ese "yo" que corre no es el mismo que el que lo enuncia. "Yo" no reduce dos a uno sino que transforma a dos en tres.

El verdadero narrador, el sujeto de la enunciación del texto en el que un perso­naje dice "yo", sólo resulta con ello más disfrazado. El relato en primera persona no explicita la imagen de su narrador, sino que, por el contrario, la hace más implíci­ta. Y todo intento de explicitación sólo puede conducir a una disimulación cada vez más perfecta del sujeto de la enuncia­ción; ese discurso que confiesa ser discurso no hace más que ocultar pudorosamente su carácter de discurso.

Pero también sería erróneo separar por completo a ese narrador del autor implíci­to y considerarlo simplemente como un personaje entre otros. Aquí podría resultar

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esclarecedora la comparación del relato con el drama. En este último caso, cada personaje es (y sólo es) una fuente de pala­bras. Pero la diferencia entre ambas formas literarias es más profunda: en un relato en el que el narrador dice "yo" un personaje desempeña un papel aparte diferente del de los demás; en el drama todos se encuentran en el mismo nivel. Y ese personaje-narra­dor está delineado de una manera diferen­te que los otros, si bien podemos leer tanto las réplicas de los personajes como su des­cripción por el narrador; en cambio el per­sonaje-narrador sólo existe en su palabra. Más exactamente, el narrador no habla, como lo hacen los protagonistas del relato, cuenta. De este modo, lejos de fundir en sí mismo al héroe y al narrador, quien "cuen­ta" el libro posee una posición totalmente única, diferente tanto del personaje que hubiese sido si se lo llamase "él", como del narrador (autor implícito) que es un "yo" potencial.

Hay que agregar que ese personaje-narra­dor puede desempeñar un papel central en la ficción (ser el personaje principal) o, por el contrario, ser sólo un discreto testigo. He

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aquí un ejemplo del primer caso entre muchos otros: Memorias del subsuelo~ y uno del segundo: Los hermanos Karamazov. Entre ambos se sitúan innumerables casos intermedios donde encontraremos (para citar sólo algunos ejemplos divergentes) a Zeitblom en Doctor Faustus, a Tristram Shandy, así como al famoso ·doctor Watson. A partir del momento en que se identifica al narrador (en el sentido amplio) de un libro, también hay que reco­nocer la existencia de su partenaire, aquél a quien se dirige el discurso enunciado y que actualmente recibe el nombre de narratario 19. El narratario no es el lector real, así como el narrador no es el autor, y no hay que confundir el papel con el actor que lo asume. Esta aparición simultánea sólo es un caso de la ley semiótica general de acuerdo con la cual "yo" y "tú" (o más bien, el emisor y el receptor de un enuncia­do) son siempre solidarios. Las funciones del narratario son múltiples: "Constituye un nexo entre el narrador y el lector, ayuda

19 Cf Gerald Prince, "lntroduction a l'étude du narrataire",

Poétique, 14,1973, pp. 178-196.

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a determinar el marco de la narración, sirve para caracterizar al narrador, pone de relie­ve ciertos temas, hace progresar la intriga, se convierte en el vocero de la moral de la obra" (Prince, op. cit.). Estudiarlo es tan necesario para el conocimiento del relato como estudiar al narrador.

5. El aspecto sintáctico: estructuras del texto

Consideraremos ahora el último grupo de problemas del análisis literario, grupo que hemos reunido bajo el nombre de aspecto sintáctico del texto. Aquí se postula que todo texto se deja descomponer en unidades mínimas. El tipo de relaciones que se esta­blece entre esas unidades copresentes nos servirá como primer criterio para distinguir entre ellas muchas estructuras textuales.

En vista de las distinciones subsiguien­tes, es preciso afirmar de entrada que es prácticamente imposible encontrarlas por separado: una obra particular utiliza al mismo tiempo muchos tipos de relación entre sus unidades, y por consiguiente,

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obedece al mismo tiempo a muchos órde­nes. Si decimos que un libro ilustra más bien una determinada estructura que otra, es porque la relación en cuestión predomi­na en ella. Esta noción de predominio o de importancia ya apareció muchas veces en el presente estudio, pero todavía no esta­mos en condiciones de explicitarla por completo. Nos limitaremos a decir que este predominio tiene aspectos cuantitativos (designa el tipo de relación más frecuente entre unidades) tanto como cualitativos (tales relaciones entre unidades aparecen en momentos privilegiados).

Siguiendo una sugerencia de Toma­chevski, distinguiremos dos tipos princi­pales de organización del texto: "La disposición de los elementos temáticos se realiza de acuerdo con dos tipos principa­les: o bien obedecen al principio de causa­lidad inscribiéndose dentro de una cierta cronología o bien son expuestos sin consi­deración temporal, o sea en una sucesión que no toma en cuenta ninguna causalidad interna" (Théorie de la littérature, p. 267). Al primer tipo lo denominaremos "orden lógico y temporal", y al segundo -que

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Tomachevski identifica negativamente­" orden espacial".

I. El orden lógico y temporal La mayoría de los libros de ficción del pasado están organizados según un orden al que cabe calificar al mismo tiempo de temporal y lógico (apresurémonos a agre­gar que la relación lógica en la que habi­tualmente se piensa es la implicación o, como se dice normalmente, la causali­dad).

La causalidad está estrechamente vincu­lada con la temporalidad, incluso es fácil confundirlas. He aquí cómo Forster ilustra su diferencia, suponiendo que toda novela las posee a ambas, pero que mientras la primera forma su intriga, la segunda cons­tituye su relato: '"El rey murió y después la reina murió' es un relato. 'El rey murió y luego la reina murió de pena' es una intri­ga" (Aspects of the Novel).

Pero si bien casi todo relato causal posee también un orden temporal, sólo raramen­te llegamos a percibir este último. Esto se explica por un cierto estado de espíritu

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determinista que inconscientemente asocia­mos al género mismo del relato. "La clave de la actividad narrativa es la confusión misma entre la consecución y la consecuen­cia, lo que viene después resulta leído en el relato como lo causado por; en tal caso, el relato sería una aplicación sistemática del error lógico denunciado por la escolástica bajo el rótulo post hoc, ergo propter hoc", escribe Roland Barthes20

• Para el lector, la serie lógica es una relación mucho más fuerte que la serie temporal; si ambas mar­chan juntas, sólo ve a la primera.

Es posible concebir casos en los que lo lógico y lo temporal se encuentran en esta­do puro, separados el uno del otro, pero para ello estaríamos obligados a abandonar el campo de lo que habitualmente se deno­mina literatura. El orden cronológico puro, desprovisto de toda causalidad, predomina en la crónica, los anales, el diario íntimo o "de a bordo". La causalidad pura predomi­na en el discurso axiomático (el del lógico) o en el discurso teleológico (a menudo el del abogado, el del orador político). En litera-

20 Communications, 8, 1966.

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tura encontramos una versión de la causali­dad pura en el género del retrato o en otros géneros descriptivos en los que la suspen­sión del tiempo es obligatoria (un ejemplo característico es el cuento Una mujercita, de Kafka). A veces, en cambio, una literatura "temporal" rechaza, al menos en aparien­cia, la sumisión a la causalidad. Tales obras pueden asumir lisa y llanamente la forma de una crónica o de una "saga", como Los Buddenbrook. Pero el ejemplo más llamati­vo de sumisión al orden temporal es el Ulises de Joyce. La única, o al menos la principal, relación entre las acciones es su pura sucesión: se nos informa, minuto a minuto, de lo que sucede en un lugar o en la mente del personaje. Aquí ya no son posi­bles las digresiones, tal como las conoció la novela clásica, porque en el caso de haber­las señalarían la existencia de una estructu­ra distinta de la temporal; la única forma en la que cabe admitirlas son los sueños y los recuerdos de los personajes21

21 El relato no conoce sólo esta forma de temporalidad referen­cial. Junto a la temporalidad del enunciado, existe también una temporalidad de la enunciación formada por la concatenación de las "instancias del discurso", es decir, de las coordenadas tempora-

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Estos casos excepcionales sólo ponen más en evidencia la solidaridad habitual entre temporalidad y causalidad, donde esta última es la que desempeña el papel dominante. Pero también la causalidad puede analizarse en muchas especies. Desde nuestro punto de vista, hay una oposición que importa más que cualquier otra: implica saber si las unidades mínimas de causalidad entran recíprocamente en una relación inmediata, o si sólo lo hacen por intermedio de una ley general de la cual resultan ser ilustraciones. Dado el uso que en él se haga de una u otra causalidad, denominaremos a un relato donde predo­mina la primera causalidad "relato mitoló­gico", y a aquel donde lo hace la segunda "relato ideológico".

les que el discurso provee acerca de su propia enunciación; esta ins­tancia misma es la que define al tiempo presente como tiempo de la enunciación; la obra que obedece a esta temporalidad está en un perpetuo presente. A esta segunda temporalidad podemos denomi­narla el "tiempo de la escritura", por oposición al tiempo repre­sentado. A veces la obra está constituida por el juego explícito entre estas dos temporalidades. Así sucede en L'emploi du temps de Butor, donde el tiempo de la escritura desempeña un papel cada vez más importante hasta que, al final del libro, aplasta al tiempo representado en una confluencia última de las dos temporalidades: el narrador ya no tiene tiempo para contarnos la historia.

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a) El relato que aquí denominamos mitológico fue el primero en haber suscita­do trabajos de inspiración "estructural". Retomando las ideas de los formalistas, que eran sus contemporáneos, el folcloró­logo ruso Vladimir Propp publicó, en 1928, el primer estudio sistemático de este tipo de relat022

• Verdad es que Propp se interesa por un único género, a saber, el cuento de hadas; y sólo lo estudia sobre la base de ejemplos rusos; pero en ellos se ha creído observar los elementos primarios de todo relato de este tipo, y los numerosos estudios inspirados en aquél se orientan habitualmente hacia una generalización2 3.

En los capítulos siguientes volveremos a tratar con más detalles este tipo de relato.

La causalidad inmediata no debe ser reducida únicamente a la relación entre acciones (como Propp tiende a hacerlo). También es posible que la acción provoque un estado o sea provocada por un estado.

22 V. Propp, Morphologie du cante, Seuil, París, 1970. 23 Para una visión de conjunto sobre estos desarrollos, cf Cl. Brémond, Logique du récit, Seuil, París, 1973; y Ph. Hamon, "Mise a u point sur les problemes de l'analyse du recit", Le Franr;ais moderne, 40 (1972), pp. 200-221.

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Esto nos lleva a los relatos comúnmente llamados "psicológicos" (pero hemos de ver que este término puede referirse a rea­lidades diferentes). En su "Introducción al análisis estructural de los relatos", Roland Barthes mostró hasta qué punto es preciso matizar la noción de causalidad: junto con las unidades que causan o son causadas por unidades semejantes (él las denomina "funciones"), existe otro tipo de unidades, denominadas "índices", que remiten "no a un acto complementario y consecuente, sino a un concepto más o menos difuso pero necesario, no obstante, para el sentido de la historia: índices de carácter relativos a los personajes, informaciones concer­nientes a su identidad, notaciones de 'atmósfera', etcétera".

b) El relato ideológico no establece una relación directa entre las unidades que lo constituyen, pero éstas se nos apa­recen como otras tantas manifestaciones de una misma idea, de una sola ley. A veces resulta necesario llevar bastante lejos la abstracción para encontrar la rela­ción entre dos acciones cuya copresencia

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aparece a primera vista como puramente contingente.

Observemos con mayor detenimiento un ejemplo: Adolfo, de Constant. En este caso las reglas que gobiernan el comportamien­to de los personajes son fundamentalmen­te dos. La primera deriva de la lógica del deseo tal como es afirmada por ese libro; se la podría formular así: se desea lo que no se tiene, se huye de lo que se tiene. Por consiguiente, los obstáculos fortalecen al deseo, y toda ayuda lo debilita. El amor de Adolfo recibirá un primer golpe cuando Eleonora abandone al conde de p•:- ::-::- para irse a vivir con él. El segundo golpe se pro­ducirá cuando ella lo cure con abnegación luego de haber sufrido la herida. Cada sacrificio de Eleonora exaspera a Adolfo, cada vez le quita más cosas que desear. En cambio, cuando el padre de Adolfo decide provocar la separación de ellos, el efecto es inverso, y Adolfo lo enuncia explícitamen­te: "Creyendo que me separa de ella, bien podría Ud. estar ligándome a ella para siempre". Lo trágico de esta situación resi­de en el hecho de que el deseo no por obe­decer a esta peculiar lógica deja de ser

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deseo, es decir, de causar la infelicidad de aquel que no sabe satisfacerlo.

La segunda ley de este universo -tam­bién moral- será formulada así por Constant: "La gran cuestión en la vida es el dolor que se provoca, y la más ingenio­sa metafísica no consigue justificar al hom­bre que ha desgarrado el corazón que lo amaba". No es posible regular la propia vida en relación con la búsqueda del bien, puesto que la felicidad de uno es siempre la infelicidad del otro. Pero cabe organizarla partiendo de la exigencia de hacer el menor mal posible: este valor negativo será el único que tendrá aquí estatus absoluto. Los mandamientos de esta ley tendrán más vigencia que los de la primera cuando ambas se encuentren en contradicción. Por ello le costará tanto a Adolfo decirle la "verdad" a Eleonora. "Al hablar así, vi su rostro cubierto repentinamente de lágri­mas, me detuve, retrocedí, desmentí, expli­qué" (cap. 4). En el capítulo 6, Eleonora escucha todo hasta el final, pierde el cono­cimiento y entonces Adolfo sólo puede tranquilizarla asegurándole su amor. En el capítulo 8 hay un pretexto para abando-

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nada, pero él no lo aprovechará: "¿Acaso podía castigarla por las imprudencias que yo le hacía cometer, y, fríamente hipócrita, podía yo buscar un pretexto en tales imprudencias para abandonarla despiada­damente?". La piedad prima sobre el deseo.

Así, acciones aisladas e independientes, realizadas a menudo por diferentes perso­najes, revelan la misma regla abstracta, la misma organización ideológica.

La literatura del siglo xx aportó impor­tantes correctivos a las antiguas imágenes de la causalidad. Con mucha frecuencia intentó escapar por completo a su domi­nio; pero incluso cuando se somete a éste lo transforma considerablemente. Por una parte, desde fines del siglo pasado los auto­res disminuyeron mucho la importancia absoluta de los acontecimientos descritos, mientras que hasta entonces las hazañas, el amor y la muerte constituían el terreno predilecto de la literatura; con Flaubert, Chéjov y Joyce ésta se vuelve en cambio hacia lo insignificante, lo cotidiano; y su causalidad parece un pastiche de causali­dad. Por otra parte, una literatura de ins-

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piración inicialmente fantástica sustituyó la causalidad del buen sentido por una cau­salidad que podríamos denominar irracio­nal; en tal caso estamos en el dominio de la anti-causalidad, pero todavía se trata del dominio de la causalidad. Esto vale para los relatos de Kafka o de Gombrowicz y, de una manera diferente, para la reciente "literatura del absurdo". Una causalidad evidentemente bastante distinta de la de Boccaccio.

Al referirnos a la causalidad, debemos evitar reducirla a lo que podríamos deno­minar la causalidad explícita. Hay una diferencia entre "Juan arroja una piedra. La ventana se rompe" y "La ventana se rompe porque Juan arroja una piedra". La causalidad está tan presente en un caso como en el otro, pero sólo en el segundo lo está de manera explícita. A menudo esta distinción ha sido utilizada para diferen­ciar entre los buenos y los malos escritores, indicando que estos últimos son quienes cultivan la causalidad explícita; pero ésta parece ser una afirmación sin fundamento. Así, se dice que la literatura de masas (poli­ciales, ciencia ficción, espionaje) se carac-

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teriza por su causalidad evidente y grosera; pero vimos que Hammett representa el tipo mismo del escritor que suprime toda indicación de orden causal.

Si un relato se organiza de acuerdo con un orden causal, pero conserva una causa­lidad implícita, con ello mismo obliga al lector virtual a realizar el trabajo que el narrador se negó a hacer. En la medida en que esta causalidad es necesaria para la percepción de la obra, el lector tiene que proporcionarla; entonces, se encuentra mucho más determinado por la obra que en el caso contrario; a él es a quien le incumbe, de hecho, la reconstitución del relato. Podría decirse que todo libro exige una cierta cantidad de causalidad: el narra­dor y el lector la proporcionan entre ambos, y el esfuerzo de cada uno de ellos resulta ser inversamente proporcional al del otro.

2. El orden espacial Las palabras organizadas de acuerdo con este orden no son llamadas habitualmente "relato';; este tipo de estructura en cues­tión estuvo en el pasado más difundido en

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poesía que en prosa. De este modo, fue estudiado sobre todo dentro de la poesía. Cabe caracterizar este orden, de una mane­ra general, como la existencia de una cier­ta disposición más o menos regular de las unidades del texto. Las relaciones lógicas o temporales pasan a segundo plano o des­aparecen; son las relaciones espaciales entre los elementos las que constituyen la organización. (Este "espacio" tiene que ser tomado evidentemente en un sentido parti­cular, y tiene que designar una noción inmanente al texto.)

El siguiente poema ilustra una primera variedad en la estructura espacial:

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24 L. y P. Garnier, "Poemes architectures", Approches, l, 1965;

éste es sólo un extracto.

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Este texto, cuya disposición está forma­da por el orden de las letras, es sólo evi­dentemente una ilustración un poco ingenua de un principio fundamental de la poesía. Podemos recordar aquí todos los dibujos trazados con letras; piénsese en Un coup de dés o también en los Calligrammes de Apollinaire. Más importantes son los anagramas, textos algunas de cuyas letras forman una palabra no sólo tal como están dadas una al lado de otra, sino también cuando han sido extraídas de su lugar y vueltas a colocar en un orden diferente. Esas letras que remiten a otras letras, o esos sonidos que remiten a otros sonidos, dibu­jan un espacio en el nivel del significante.

El estudio más sistemático del orden espacial en literatura fue realizado por Roman Jakobson. En sus análisis de la poesía mostró que todos los estratos del enunciado, desde el fonema y sus rasgos distintivos, hasta las categorías gramatica­les y los tropos, pueden entrar dentro de una organización compleja, en simetrías, gradaciones, antítesis, paralelismos, etc., formando en conjunto una verdadera estructura espacial. Por lo demás, no es

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casual que a continuación de la discusión que Jakobson dedica al paralelismo haya una referencia a la geometría, ni tampoco lo es que la formulación más abstracta de la "función poética" adopte en él la siguiente forma: "En todos los niveles de la lengua, para la poesía, la esencia de la téc­nica artística consiste en repetidas reitera­ciones " 2 5. "Todos los niveles" indica ciertamente la omnipresencia de las rela­ciones espaciales: un relato entero puede también obedecer a ese orden, basándose sobre la simetría, la gradación, la repeti­ción, la antítesis, etc. Proust también rei­vindicaba una comparación espacial para describir su obra: la catedral.

En la actualidad, la literatura se orienta hacia relatos de tipo espacial y temporal, en detrimento de la causalidad. Un libro como Drame, de Philippe Sollers, pone en juego -en una compleja interrelación- esos dos órdenes acentuando el tiempo de la escritura y haciendo alternar dos tipos de

25 R. Jakobson, Questions de poétique, Seuil, París, 1973, p. 234. Se encontrarán otros análisis inspirados en los mismos principios, en N. Ruwet, Langage, musique, poésie, Seuil, París, 1972.

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discurso conducidos por un "yo" y por un "él". Otras obras se organizan alrededor de una alternancia de registros verbales o de categorías gramaticales, de redes semánticas, etcétera.

De hecho, en literatura sólo encontra­mos la mezcla de esos órdenes. La pura causalidad nos remite al discurso utilitario, la pura temporalidad a las formas elemen­tales de la historia (ciencia), la pura espa­cialidad al logátomo letrista. ¿Acaso no será ésta una de las razones de las dificul­tades que se encuentran cuando se intenta hablar de la estructura del texto?

6. El aspecto sintáctico: sintaxis narrativa

En los dos capítulos siguientes nos limita­remos a una sola especie de organización sintáctica: la que caracteriza al relato "mitológico".

Desde el comienzo, estipulamos que nuestro objeto hasta aquí estaba constitui­do por las relaciones de las unidades narra­tivas entre sí. Ahora es preciso ver con

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mayor detenimiento cuál es la naturaleza de tales unidades. Con este objetivo, esta­bleceremos tres tipos de unidades, dos de las cuales son construcciones analíticas, mientras que la tercera está dada empírica­mente: se trata precisamente de la proposi­ción, la secuencia y el texto. Para ilustrar estas nociones, tomaremos como ejemplo algunos cuentos de El Decamerón.

I. El establecimiento de la unidad narrati­va más pequeña es un problema que ya se le planteó a uno de los precursores de los formalistas, el historiador de la literatura Alejandro Vesselovski. Para designarla utiliza el término motivo, tomado de la poética del folclore, y da la siguiente defi­nición intuitiva de éste: "Por motivo entiendo la unidad narrativa más simple que responde, de una manera figurada, a las diversas interrogaciones de la mentali­dad primitiva o de la observación de las costumbres". Un ejemplo de motivo sería éste: el dragón rapta a la hija del rey. Pero Propp, aunque se inspira en el trabajo de Vesselovski, ya critica esta manera de ver: tal frase no es todavía una entidad indes-

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componible, ¡contiene no menos de cua­tro elementos, el dragón, el rapto, la hija, el rey! Para paliar este inconveniente, Propp introduce un criterio selectivo suplementario que es la constancia y la variabilidad; advierte, por ejemplo, que en el cuento de hadas ruso el elemento estable es el rapto, mientras que los otros tres varían de un cuento a otro y declara que únicamente el primero merece el nombre de función, que se convierte en su unidad fundamental.

Pero al introducir el criterio de constan­cia y de variabilidad, Propp se ve obligado a salir de la poética general y a entrar en la de un género particular (el cuento de hadas, y además en Rusia); cabe perfecta­mente concebir otro género en que la cons­tante sería el rey y los demás "motivos" serían variables. Para evitar el reproche que Propp le hace a Vesselovski sin com­prometerse por ello en una poética "gené­rica", la mejor solución sería reducir el "motivo" inicial a una serie de proposicio­nes elementales, en el sentido lógico del tema; por ejemplo:

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X es una joven. Y es el padre de X. Z es un dragón. Z rapta a X.

A esta unidad mínima la denominare­mos proposición narrativa. Es evidente que la proposición entraña dos especies de constituyentes, a los que se ha convenido en llamar respectivamente actantes (X, Y, Z) y predicados (raptar, ser una joven, ser un dragón, etc.).

Los actantes son unidades con dos caras. Por una parte, permiten identificar elementos discontinuos, situados con pre­cisión en el espacio y el tiempo; se trata de una función referencial que, en la lengua natural, es asumida por los nombres pro­pios (así como por las expresiones acom­pañadas por un demostrativo), sin cambiar nada en la anterior presentación, podría­mos poner "María" en el lugar de X, "Juan" en el de Y, etc.; por cierto, esto es lo que sucede en los relatos reales donde los actantes corresponden habitualmente (aunque no siempre) a seres individuales y, además, humanos. Por otra parte, ocupan

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una cierta posición en relación con el verbo: en la última proposición de las men­cionadas más arriba, por ejemplo, Z es un sujeto y X es un objeto. Se trata de la fun­ción sintáctica de los actantes, los cuales desde este punto de vista no se diferencian de las funciones sintácticas propias de la lengua y que en muchas lenguas se expre­san en la forma del caso (por lo demás, de aquí deriva el origen del término "actan­te"). Según las investigaciones de Claude Bremond, los principales actantes-papeles serían el agente y el paciente, y cada uno de éstos se especificaría de acuerdo con muchos parámetros: el primero como influyente y mejorador ( degradador) y el segundo como beneficiario y víctima.

Los predicados pueden ser de todo tipo, porque corresponden a toda la variedad del léxico, pero desde hace mucho tiempo se ha convenido en identificar dos grandes clases de predicados, eligiendo como criterio dis­criminatorio la relación de un predicado con el predicado anterior. Tomachevski formuló del siguiente modo esta distinción que, en su vocabulario, se aplica a los motivos: "La fábula [es decir, el relato]

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representa el paso de una situación a otra. [ ... ] Los motivos que cambian la situación se denominan motivos dinámicos, y los que no la cambian se denominan motivos estáticos". Esta dicotomía explicita la dis­tinción gramatical entre adjetivo y verbo (el sustantivo es asimilado aquí al adjeti­vo). Agreguemos que el predicado adjetival es dado como anterior al proceso de deno­minación, mientras que el predicado verbal es contemporáneo de ese mismo proceso; como dirá Sapir, el primero es un "existen­te" y el segundo es un "ocurrente".

Tomemos un ejemplo que nos permitirá ilustrar estas "partes del discurso" narrati­vo. Peronella recibe a su amante estando ausente su marido, un pobre albañil. Pero un día éste vuelve temprano. Peronella, oculta al amante en un barril; cuando el marido ha entrado, le dice que hay alguien que quiere comprar el barril y que en ese momento lo está examinando. El marido le cree y se alegra por la venta. Va a raspar el barril para limpiarlo; mientras tanto, el amante le hace el amor a Peronella que ha pasado su cabeza y sus brazos por la boca del barril y de ese modo lo ha tapado (VII, 2).

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Peronella, el amante y el marido son los agentes X, Y y Z. Las palabras "amante" y "marido" nos indican además un cierto estado: lo que aquí está en cuestión es la legalidad de la relación con Peronella; fun­cionan, pues, como adjetivos. Tales adjeti­vos describen el estado inicial: Peronella es la esposa del albañil, no tiene derecho a hacer el amor con otros hombres.

Luego viene la transgresión a esta ley: Peronella recibe a su amante. Se trata evi­dentemente de un verbo que podría desig­narse como: "violar", "transgredir" (una ley). Introduce un estado de desequilibrio porque la ley familiar ya no es respetada.

A partir de este momento, caben dos posibilidades para restablecer el equilibrio. La primera sería castigar a la esposa infiel; pero esta acción hubiese servido para res­tablecer el equilibrio inicial. Ahora bien, el cuento (o al menos los cuentos de Boccaccio) nunca describe tal repetición del orden inicial. El verbo "castigar" está presente, pues, dentro del cuento (es el peligro que acecha a Peronella) pero no se realiza, permanece en estado virtual. La segunda posibilidad consiste en encontrar

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un medio para evitar el castigo; esto es lo que hará Peronella; lo consigue disfrazan­do la situación de desequilibrio (la trans­gresión de la ley) y presentándola como una situación de equilibrio (la compra de un barril no viola la ley familiar). Hay aquí, en consecuencia, un nuevo verbo: "disfrazar". El resultado final es nueva­mente un estado, y por lo tanto un adjeti­vo: se ha instaurado una nueva ley, si bien no explícita, según la cual la mujer puede seguir sus inclinaciones naturales.

II. Habiendo dado de este modo una des­cripción mínima de la unidad que es la proposición, podemos volver a nuestra pregunta inicial relativa a las relaciones entre tales unidades mínimas. Puede decir­se de inmediato que, desde el punto de vista de su contenido, esas relaciones se reparten entre los diferentes "órdenes" que hemos revisado en el capítulo anterior: se trata de las relaciones lógicas de causalidad o de inclusión, etc.; de las relaciones tem­porales, de sucesión o de simultaneidad; de las relaciones "espaciales", de repetición, de oposición, y así sucesivamente. Pero la

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combinación de las proposiciones presenta otras particularidades.

Ante todo, se impone el establecimiento de una unidad superior. Las proposiciones no forman cadenas infinitas; se organizan en ciclos que todo lector reconoce intuiti­vamente (se tiene la impresión de un todo acabado) y que el análisis no tiene dema­siada dificultad para identificar. A esta uni­dad superior se la denomina secuencia, el límite de la secuencia está marcado por una repetición incompleta (preferiríamos decir: una transformación) de la proposi­ción inicial. Si, para mayor comodidad, se admite que esa proposición describe un estado estable, de esto se sigue que la secuencia completa está compuesta -siem­pre y únicamente- por cinco proposicio­nes. Un relato ideal comienza con una situación estable que una fuerza cualquiera viene a perturbar. Esto produce un estado de desequilibrio, por la acción de una fuer­za dirigida en sentido inverso el equilibrio es restablecido; el segundo equilibrio es muy semejante al primero, pero ambos no son nunca idénticos. Por consiguiente, en un relato hay dos tipos de episodios: los

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que describen un estado (de equilibrio o de desequilibrio) y los que describen el paso de uno de ellos a otro. Ya se habrá recono­cido que se trata de las proposiciones atri­butivas y verbales. Naturalmente es posible que la secuencia esté cortada en el medio (paso del equilibrio al desequilibrio solamente, o a la inversa), o incluso en par­tes más pequeñas todavÍa26•

La fórmula "paso de un estado a otro" (o, como dice Tomachevski, "de una situa­ción a otra") capta los hechos en el nivel más abstracto. Pero este "paso" puede rea­lizarse por diferentes medios. Claude Bremond se dedicó al estudio de la ramifi­cación del esquema inicial abstracto, en su Logique du récit, donde intenta hacer una tabla sistemática de todos los "posibles narrativos".

Tal como la hemos definido, la secuen­cia entraña un número mínimo de proposi­ciones; pero puede entrañar más, sin que por ello sea posible identificar dos secuen-

26 En su A Grammar of Stories (Mouton, La Haya, 1973 ), Gerald Prince identifica la secuencia con lo que para nosotros es una semi­secuencia (tres proposiciones). Pero esto es simplemente un asunto de convención.

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cias autónomas: ocurre que todas las pro­posiciones no entran dentro del esquema básico. También en este caso Tomachevski propuso una primera distinción (aplicán­dola siempre a los "motivos", que abarcan en él, pues, al mismo tiempo los predicados y las proposiciones): "Los motivos de una obra son heterogéneos. Una simple exposi­ción de la fábula nos revela que ciertos motivos pueden ser omitidos sin que con ello resulte destruida la sucesión de la narración, mientras que otros no pueden serlo sin que se altere el vínculo de causali­dad que une a los acontecimientos. Los motivos que no se pueden excluir se deno­minan 'motivos asociados'; los que se pue­den descartar sin derogar la sucesión cronológica y causal de los acontecimien­tos son 'motivos libres"'. Ya se habrá reco­nocido en lo anterior la oposición que formula Barthes entre "funciones" e "índi­ces". Se sobrentiende que tales proposicio­nes facultativas ("libres", "índices") sólo son tales desde el punto de vista de la cons­trucción secuencial y a menudo son de lo más necesarias dentro del texto.

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III. Lo que el lector encuentra empinca­mente no es la proposición ni tampoco la secuencia, sino un texto entero: novela, nouvelle o drama. Ahora bien, un texto entraña casi siempre más de una secuencia. Tres tipos de combinación entre secuencias son posibles.

El primer caso, frecuente en El Decamerón, es la imbricación. Aquí una secuencia entera reemplaza a una proposi­ción de la primera secuencia.

Por ejemplo: Bergamino ha llegado a una ciudad extranjera y ha sido invitado a comer por Maese Cane; en el último momento éste anula la invitación sin dar satisfacción a Bergamino. Este último se ve obligado a gas­tar mucho dinero, pero un día se encuentra con Maese Cane y le cuenta la historia de Primas y el abate de Cluny. Primas había ido a una comida ofrecida por el abate sin que éste lo hubiese invitado, y el abate le había negado la comida. Presa luego de remordi­mientos, el abate cubrió a Primas de gracias. Maese Cane comprende la alusión y le reembolsa el dinero a Bergamino (I, 7).

La secuencia principal incluye todos sus elementos obligatorios: el estado inicial de

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Bergamino, su degradación, el estado de penuria en que se encuentra, el medio que descubre para salir de él, su estado final semejante al primero. Pero la cuarta pro­posición es un relato que, a su vez, forma una secuencia: tal es la técnica de la imbri-

. /

caCion. Existen muchas variedades de imbrica­

ción, según el nivel narrativo de ambas secuencias (mismo nivel o nivel diferente, como en el caso citado) y según el tipo de relación temática que se establece entre ellas: relación de explicación causal; rela­ción de yuxtaposición temática, así como sucede en los cuentos-argumentos o ejem­plos, o en las historias que forman con­traste con la anterior; finalmente, como lo hacía notar Sklovski, es posible "contar nouvelles o cuentos para retardar la reali­zación de una acción cualquiera": el ejem­plo que inmediatamente se nos ocurre es el de Sherezade.

La concatenación presenta otra posibili­dad de combinación. En este caso, las secuencias son puestas una después de la otra en vez de ser imbricadas. Así ocurre en el séptimo cuento de la octava jornada:

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Helena deja al clérigo enamorado de ella en el jardín durante una noche de invierno (primera secuencia), luego el clérigo la encierra completamente desnuda en una torre durante un cálido día de verano (segunda secuencia). Ambas secuencias tie­nen estructuras idénticas; esta identidad es acusada por la oposición de las circunstan­cias espacio-temporales. La concatenación conoce también muchas subespecies semánticas y sintácticas: Sklovski distin­guía, por ejemplo, el "enhebrado", donde un mismo protagonista atraviesa diversas aventuras (tipo Gil Bias), la "construcción en paliers" o paralelismo de las secuencias, etcétera.

La tercera forma de combinación es la alternancia (o entrelazamiento), que colo­ca en relación de sucesión unas veces una proposición de la primera secuencia y otras una de la segunda. El Decamerón presenta pocos ejemplos de este tipo (cf. sin embar­go v, 1 ); pero la novela utiliza con fre­cuencia esta construcción. Así, en Las relaciones peligrosas alternan las historias de Mme. de Tourvel y de Cecilia; la alter­nancia está motivada por la forma episto-

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lar del libro. Estas tres formas elementales pueden combinarse todavía entre sí, como se sobrentiende.

7. El aspecto sintáctico: especificaciones y reacciones

Tras esta visión de conjunto, tenemos que volver sobre algunos aspectos de los predi­cados narrativos acerca de los cuales nada hemos dicho hasta ahora.

I. Nuestra anterior descripción podía hacer creer que cada predicado es absolu­tamente diferente de todos los demás. Ahora bien, incluso una inspección super­ficial permite observar el parentesco que existe entre ciertas acciones y por lo tanto advertir la posibilidad de presentarlas como si fuese una acción poseedora de muchas formas. Propp había hecho un pri­mer intento en este sentido, al reducir todos los cuentos de hadas a sólo treinta y una "funciones". Sin embargo, la elección aparentemente arbitraria de tal cifra no convenció a sus lectores: es al mismo tiem-

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po demasiado elevada y demasiado peque­ña. Demasiado pequeña, si se piensa que todas las acciones posibles tienen que des­embocar, por medio de reagrupamientos empíricos, en sólo treinta y una; demasia­do elevado, si no se parte de la variedad de las acciones sino de un modelo axiomático. En consecuencia, se ha convertido en un lugar común de la crítica de Propp el indi­car la posibilidad de reunir muchas funcio­nes en una sola sin dejar por ello de preservar· su diferencia; Lévi-Strauss escri­be, por ejemplo: "Se podría tratar a la 'vio­lación' como la inversa de la 'prohibición', y a ésta como una transformación negativa de la 'injunción"' 2

7.

En la lengua, estas categorías, que per­miten al mismo tiempo especificar una acción e indicar los rasgos que ésta posee en común con otras, se expresan mediante las terminaciones verbales, los adverbios o las partículas. El ejemplo más simple y el más difundido sería la negación (junto con su variante, la oposición). Bergamino es rico, luego pobre, luego nuevamente rico:

27 "La structure et la forme", Cahiers de l'ISEA, 99, 1960, p. 28.

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es importante ver que aquí no hay dos pre­dicados autónomos sino dos formas, posi­tiva y negativa, del mismo predicado.

La negación corresponde a lo que se denomina el "estatus" del verbo. Otra categoría verbal es el aspecto: así, una acción puede sernas presentada en su comienzo, en el proceso de su desarrollo y como resultado (en gramática tales aspec­tos se denominan: incoativo, progresivo, terminativo). Más importante aún para la narración es la categoría de modalidad; ya observamos un ejemplo de ella en la histo­ria de Peronella, donde la prohibición del adulterio desempeñaba un papel esencial; pues bien, ¿qué es la prohibición sino una proposición de estatuto negativo enuncia­da bajo la modalidad de la obligación ("No debes ... ")?

Este tipo de especificación nos parece aceptable cuando está inscrito en la gra­mática de la lengua; pero es necesario tomar conciencia de que cualquier adver­bio de modo desempeña un papel análogo. Podemos caracterizar toda clase de accio­nes como "bien" o "mal" realizadas, y establecer de esa manera sus rasgos comu-

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nes; inversamente podemos especificar una misma acción según esté realizada de tal o cual manera.

Tal análisis lógico (más que gramatical, a pesar de las apariencias) no es un mero artificio de notación; nos permite llevar el análisis hasta sus unidades indescomponi­bles, lo cual es una condición necesaria para toda descripción exigente.

II. Parece evidente que en el caso de los predicados hay que proceder a este reagru­pamiento y a esta clasificación, desembo­cando en el establecimiento de categorías que sirven para modificar (o para especifi­car) el predicado inicial. Existe otra mane­ra de reagrupar los predicados, ya no según sus modalidades sino según su natu­raleza primaria o secundaria.

En efecto, existen acciones primarias que no presuponen la realización de ningu­na otra acción. Por ejemplo: podemos enterarnos -para volver a un caso ya men­cionado- que el dragón rapta a María, sin saber que ésta es hija de un rey; tales pro­posiciones están en relación de sucesión y a veces se concatenan causalmente, pero

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nada les impide existir también en forma aislada. Sucede algo muy distinto con una acción como, precisamente, enterarse. Imaginémonos que Iván se entera del rapto de María. Diremos que esta acción es secundaria, porque presupone la existencia de una proposición anterior que es la siguiente: alguien rapta a María. Forzando un poco el sentido de las palabras, podría­mos hablar en el primer caso de acciones y en el segundo de reacciones: estas últimas aparecen siempre y necesariamente luego de otra acción.

¿Pueden enumerarse racionalmente todas las reacciones? En verdad, ya lo hemos hecho una vez, y no es casual que en el párrafo anterior la palabra "enterarse" haya aparecido dos veces, una vez con el sujeto "nosotros" (el lector) y otra con el sujeto "Iván" (el personaje). Así como nos entregamos a un trabajo de construcción de la ficción a partir de un discurso, del mismo modo los personajes -elementos de la ficción- tienen que reconstituir, partien­do de los discursos y de los signos que los rodean, su universo perceptivo. Toda fic­ción contiene, pues, en su interior, una

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representación de ese mismo proceso de lectura al que la sometemos. Los persona­jes construyen su realidad a partir de los signos que reciben, así como nosotros construimos la ficción a partir del texto leído; su aprendizaje del mundo es una figuración de lo que nosotros tenemos que hacer con el libro.

Por consiguiente, volveremos a encon­trar aquí todas las categorías que estableci­mos en nuestra descripción del "aspecto verbal" de la obra literaria y podremos uti­lizarlas para afinar la tipología de los pre­dicados narrativos. Consideremos el ejemplo del tiempo. Así como nosotros, lectores, podemos enterarnos de una acción antes o después del momento en que ella se produjo -ficticiamente- (pros­pecciones y retrospecciones); del mismo modo, los personajes no se contentan con vivir una acción sino que también pueden acordarse de ella o proyectarla: otras tan­tas "reacciones" que sólo pueden existir, si cabe expresarse así, sobre las espaldas de otra acción. Por lo demás existen numero­sos predicados vinculados con este juego con el tiempo, según su relación con el

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sujeto enunciador, con el grado de aproba­ción dado a la acción emprendida, etc. Por ejemplo, proyectar o decidir son acciones asumidas por ese sujeto y que sólo se refie­ren a él; prometer o amenazar, en cambio, conciernen también a aquel a quien se le habla; y en acciones como tener esperanzas o temer, el desenlace de los acontecimien­tos no depende del sujeto.

Si consideramos el problema de la trans­misión de la información en el interior de la ficción, volvemos a encontrar las categorías del modo: aquí las cosas pueden ser conta­das o dichas o representadas con mayor o menor fidelidad, con mayor o menor dis­tancia (y, en el universo ficticio, el acto de contar una cosa, que es una "reacción", puede tener más importancia narrativa que el de vi vida).

Pero las más variadas y múltiples reac­ciones se vinculan con las diferentes cate­gorías que identificamos en el seno de la visión.

El caso más simple es el de la ilusión o información falsa, y el de su eliminación. Se recordará la hábil acción de Peronella, que disfrazaba la situación de adulterio

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como si fuese una situación de compra del barril. La poética clásica ha establecido el repertorio de la acción complementaria de reinterpretación, de descubrimiento de la verdad (en una de sus versiones al menos), bajo el nombre de reconocimiento. He aquí la fórmula aristotélica: "El reconoci­miento, como por lo demás su nombre lo indica, es el paso de la ignorancia al cono­cimiento ... " (Poética, 1452 a). De esto surge que el reconocimiento corresponde a dos partes de la intriga: ante todo, un momento de "ignorancia" y luego el del "conocimiento". En ambos momentos -para nosotros, ambas proposiciones- es evocado el mismo hecho, pero la primera vez alguien se equivocó de interpretación, lo cual originó una acción secundaria o reacción. Los ejemplos más frecuentes se refieren a la identidad de un personaje: la primera vez, Ifigenia toma a Orestes por otro, la segunda vez lo identifica. Pero se advierte que no es necesario reducir el reconocimiento al descubrimiento de una verdadera identidad: toda revelación acer­ca de una acción, sobre la cual antes se ha dado una falsa interpretación, se identifica

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con un "reconocimiento". Este caso no difiere mucho del de la ignorancia que implica una "reacción" de aprendizaje.

Al decir que el personaje podía "temer" o "tener esperanzas" de la llegada de tal acon­tecimiento, sólo reteníamos el valor tempo­ral de tales reacciones; ahora bien, éstas implican evidentemente, al mismo tiempo, un juicio de valor, una apreciación -que naturalmente puede adoptar formas dife­rentes de la división en "bien" y "mal"-. Por último, el mero hecho de transponer una acción de su estado objetivo a la subje­tividad de un personaje equivale a la exis­tencia de una visión: "Peronella engaña a su marido" es una acción; "el marido piensa que Peronella lo engaña" es una reacción (pero ella no ocurre en el cuento de Bocaccio).

De este modo, todo lo que en el nivel del discurso podía aparecer como un mero procedimiento de presentación, en el nivel de la ficción se transforma en el elemento temático.

Es importante advertir la diferencia entre especificaciones y reacciones; en el primer caso se trataba de las diversas for-

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mas de un mismo predicado; en el segun­do, de dos tipos de predicados diferentes, primarios y secundarios, o acciones y reac­ciones. La presencia y la posición de tal o cual tipo de predicados influye fuertemen­te sobre nuestra percepción de un texto. Qué más llamativo, en un relato como La búsqueda del Graal, que estas dos "reac­ciones": por una parte, todos los aconteci­mientos que ocurren son anunciados de antemano; por la otra, una vez que ocurren reciben una nueva interpretación en un código simbólico particular. La literatura de fines del siglo XIX a preció particular­mente la representación del proceso de conocimiento; en un Henry James o en un Bar bey d' Aurevilly llega a su máxima expresión el procedimiento según el cual a menudo sólo se nos cuenta el proceso de aprendizaje sin que jamás nos enteremos de qué se trata: porque no hay nada de qué enterarse o porque la verdad es incognos­cible. Tales textos realizan en grado parti­cularmente extremo aquella "puesta en abismo" que es propia de toda literatura: como el mundo, el libro debe ser interpre-

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