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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo 1 INSTITUTO BÍBLICO DEL AIRE FASCÍCULO INTERNACIONAL NÚMERO 28 EL EVANGELIO DE JUAN (Sexta parte) VERSÍCULO POR VERSÍCULO (Capítulos 17 al 21) INTRODUCCIÓN Le damos la bienvenida al último de una serie de seis fascículos con notas para quienes desean estudiar el Evangelio de Juan versículo por versículo. Al comenzar este último fascículo de esta serie de comentarios para quienes han escuchado los ciento treinta programas radiales de nuestro Instituto Bíblico del Aire, lo aliento a obtener los cinco fascículos anteriores, para no perder la continuidad del estudio. Comuníquese con nosotros, y le enviaremos los otros cinco fascículos para que pueda estudiar y enseñar este Evangelio versículo por versículo y capítulo por capítulo. Le recuerdo que el apóstol Juan nos dejó muy en claro su propósito al escribir este cuarto Evangelio: “Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (20:30, 31). En este estudio, comenzamos con el capítulo 17, que es el “capítulo santísimo” del Evangelio de Juan. Concluyamos ahora nuestro estudio de cómo Juan nos presenta a Jesús, el Cristo, para que podamos creer y tener vida en su nombre.

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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INSTITUTO BÍBLICO DEL AIRE

FASCÍCULO INTERNACIONAL NÚMERO 28

EL EVANGELIO DE JUAN

(Sexta parte)

VERSÍCULO POR VERSÍCULO

(Capítulos 17 al 21)

INTRODUCCIÓN

Le damos la bienvenida al último de una serie de seis

fascículos con notas para quienes desean estudiar el Evangelio de

Juan versículo por versículo. Al comenzar este último fascículo de

esta serie de comentarios para quienes han escuchado los ciento

treinta programas radiales de nuestro Instituto Bíblico del Aire, lo

aliento a obtener los cinco fascículos anteriores, para no perder la

continuidad del estudio. Comuníquese con nosotros, y le enviaremos

los otros cinco fascículos para que pueda estudiar y enseñar este

Evangelio versículo por versículo y capítulo por capítulo.

Le recuerdo que el apóstol Juan nos dejó muy en claro su

propósito al escribir este cuarto Evangelio: “Hizo además Jesús

muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no

están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis

que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis

vida en su nombre” (20:30, 31).

En este estudio, comenzamos con el capítulo 17, que es el

“capítulo santísimo” del Evangelio de Juan. Concluyamos ahora

nuestro estudio de cómo Juan nos presenta a Jesús, el Cristo, para

que podamos creer y tener vida en su nombre.

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Capítulo 1

La Oración del Señor

(17:1-5)

El capítulo 17 es donde encontramos lo que debería llamarse

“la Oración del Señor”. La oración que Jesús enseñó a los discípulos,

el Padrenuestro (Mateo 6:9-13), se denomina en inglés “la Oración

del Señor” (The Lord’s Prayer). En realidad, esa oración debería

llamarse “la Oración de los Discípulos”. Porque Él no oraba como

enseñó que oraran los discípulos. Por ejemplo, Jesús no pediría el

perdón de sus pecados. Ahora vamos a ver la oración que Jesús sí

hizo, la que deberíamos llamar “la Oración del Señor”.

Hay otra oración que deberíamos llamar “la Oración del

Señor”. Se encuentra en todos los Evangelios Sinópticos (Mateo,

Marcos y Lucas). Antes de enfrentar la cruz, Jesús, “su sudor como

grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”, hizo esta oración:

“Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad,

sino la tuya” (Lucas 22:42).

Esta oración, en Juan 17, debería llamarse “la Oración de

Jesús como Sumo Sacerdote”. Luego de estar en el aposento alto con

los once discípulos, en lo que yo he llamado su último retiro con

ellos, ahora pronuncia una bendición sobre toda esa enseñanza al orar

por los hombres con quienes ha pasado los últimos tres años y sus

últimas horas, antes de morir en la cruz.

Su oración comienza así: “Padre, la hora ha llegado; glorifica

a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti; como le has

dado potestad sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos los

que le diste. Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único

Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. Yo te he

glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese.

Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que

tuve contigo antes que el mundo fuese” (1-5).

Juan escribe, en el primer versículo del capítulo: “Estas cosas

habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo:...” Las “cosas que

habló Jesús” es la enseñanza que dio en el aposento alto. Esta

declaración inicial de Juan relaciona la oración más larga registrada

de Jesús con su discurso más largo registrado, su discurso del

aposento alto.

Ahora quisiera comenzar nuestro estudio de esta oración con

un resumen. Esta oración se divide en tres partes. Los primeros cinco

versículos –citados arriba– son la primera parte de la oración. Del

versículo 6 al 19, tenemos la segunda parte. La tercera parte

comienza en el versículo 20 y finaliza en el 26.

En los primeros cinco versículos, luego de dirigirse a Dios

como su Padre –la forma en que nos enseñó que deberíamos

dirigirnos a Dios en “la Oración del Discípulo”–, las primeras

palabras que le dice son: “La hora ha llegado”. Como señalé en mi

comentario sobre el capítulo 12, esta es una frase que Jesús usa a lo

largo de este Evangelio. Esta frase culmina en la primera afirmación

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de Jesús en esta oración. Esa “hora”, obviamente, no es una hora de

sesenta minutos, sino el momento en que moriría en la cruz para

nuestra salvación.

En estos primeros cinco versículos, Él define uno de los

propósitos para los cuales Juan escribió este Evangelio. Juan nos dijo

que su objetivo al escribir este Evangelio es que creamos que Jesús

es el Cristo, para que podamos tener vida eterna (20:30, 31). En los

primeros versículos de esta oración, Jesús nos dice que la vida

(eterna) consiste en conocer el Padre, y al Cristo que ha sido enviado

por el Padre.

Jesús también presenta su propia vida y obra delante del

Padre. Cuando Jesús ora por su propia vida y ministerio, nos dice

cómo podemos glorificar a Dios. Él lo glorificó al terminar las obras

que el Padre le había asignado en sus treinta y tres años de vida.

Obviamente, nosotros glorificamos a Dios de la misma forma. Así

como Jesús estaba preocupado por su vida y su obra en la tierra,

usted y yo deberíamos estar preocupados por nuestra vida y nuestra

obra en la tierra luego que llegamos a conocer a Jesucristo como

nuestro Salvador y Señor.

Cuando el apóstol Pablo resaltó la verdad de que no somos

salvos por buenas obras, también enfatizó la verdad de que somos

salvos para buenas obras, y Dios había ordenado previamente que

deberíamos hacer estas buenas obras para nuestro Señor y Salvador

(Efesios 2:8-10).

Eso significa que, cuando Dios nos salva, hay un propósito

para nuestra salvación en esta vida. Por supuesto, hay un propósito

en el estado eterno por venir pero, desde el momento que nos salva y

hasta que nos lleve a su hogar, hay un propósito presente para nuestra

salvación. Es la obra para la cual nos ha escogido, para la cual nos ha

salvado y a la cual nos está llamando (Juan 15:16; Efesios 2:8-10).

Así como Jesús oró por la obra que el Padre quería que hiciese,

nosotros deberíamos orar por la obra que el Señor ha escogido para

que hagamos para Él.

Su pedido final en esta primera parte de la oración nos dice

algo acerca de la creación y de la persona de Jesucristo. El relato de

la creación, que se encuentra en el primer capítulo del Libro de

Génesis, usa, en el hebreo, pronombres plurales cuando se refiere al

Creador. Leemos: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”. Al

estudiar el Discurso del Aposento Alto, concluimos que Dios existe

en tres personas, reveladas a nosotros como el Padre, el Hijo y el

Espíritu Santo.

Cuando oímos orar a Jesús: “Ahora pues, Padre, glorifícame

tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el

mundo fuese”, sabemos que Jesús existió antes que el mundo fuera

creado y participó en el milagro de la creación (Juan 1:3). Dado que

se nos dice que el Espíritu se movía sobre las primeras etapas de la

creación, podemos suponer que, cuando Dios creaba, el Padre, el

Hijo y el Espíritu Santo trabajaban juntos en perfecta armonía en el

milagro de la creación.

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Este pedido también nos enseña que Jesús no comenzó a

existir cuando nació en Belén. Los eruditos llaman a esto “la

existencia del Cristo preencarnado”, que significa, simplemente, que

Él existía antes que el Verbo eterno se encarnara y viviera entre

nosotros (Juan 1:1, 14). En realidad, Jesús existió de cinco formas

distintas. Existió antes de encarnarse y nacer en Belén. Vivió en un

cuerpo durante treinta y tres años. Tuvo un cuerpo glorificado en el

cual vivió cuarenta días luego de su resurrección.

Tres de los apóstoles estuvieron con Jesús en lo que llamamos

el “monte de la transfiguración”. Mateo escribe que Jesús fue se

transfiguró ante estos apóstoles: “... y se transfiguró delante de ellos,

y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron

blancos como la luz” (Mateo 17:2). Conversaba con Moisés y Elías,

y fue cambiado completamente. La palabra “transfiguración” que usa

Mateo aquí es, en realidad, “metamorfosis”, la palabra que usamos

para describir la forma en que una oruga se convierte en una hermosa

mariposa. Al considerar las diferentes formas en las que existió

Jesús, debemos incluir su transfiguración.

Luego de establecer la realidad, en el primer capítulo de su

breve carta, de que él y los demás apóstoles habían visto y tocado el

cuerpo resucitado de Jesús, el apóstol Juan dice que aún no se ha

revelado lo que seremos, porque seremos como Jesús, y lo veremos

como Él es ahora (1 Juan 3:1, 2). Esto nos lleva a la próxima

pregunta: “¿Con qué forma existe Jesús ahora?”. En su sermón del

Día de Pentecostés, Pedro nos dice que Cristo está sentado a la

diestra de Dios (Hechos 2:3). Pablo escribe que nuestra única

esperanza es que Cristo vive en nuestros corazones hoy (Colosenses

1:27).

El pedido final en este párrafo inicial de esta oración es,

ciertamente, profundo, y nos lleva a formularnos la misma pregunta

que se hicieron los apóstoles cuando vivieron esos tres años con

Jesús: “¿Quién es éste?” (Marcos 4:41).

En la segunda sección de la oración (6-19), Jesús ora por esos

once hombres en quienes ha invertido tanto. Él los reclutó, y,

podríamos decir, durante tres años los instruyó, les mostró cómo

hacer las cosas y los entrenó. Ahora está a punto de comisionarlos y

darles el poder para alcanzar al mundo para Él. Han estado

continuamente con Él a lo largo de sus tres años de ministerio

público. Antes de enfrentar los juicios injustos y la cruz, lo último

que hace por estos hombres es orar por ellos.

La esencia del Nuevo Mandamiento que Jesús dio a los

apóstoles en este, su último retiro con ellos, fue su carga de

establecer una nueva y única comunidad espiritual en este mundo.

Note cómo Jesús repite el pedido de que sean uno. Cinco veces,

mientras ora por ellos, y en la tercera sección de la oración por los

que creerían a través de ellos, Jesús ora pidiendo que fueran uno, así

como Él era con uno con el Padre, y el Padre, uno con Él.

La esencia de la enseñanza del aposento alto fue: “Yo estoy

en el Padre, y el Padre está en mí. Toda obra que hago y toda palabra

que digo es resultado del hecho de que yo estoy en el Padre, y el

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Padre está en mí”. En la segunda y tercera sección, la esencia de la

oración es que los discípulos tengan esa característica de unidad; con

Él y entre ellos.

En esta segunda división de la oración, note la forma en que

describe a estos hombres por los que está orando: “He manifestado tu

nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los

diste, y han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todas las

cosas que me has dado, proceden de ti; porque las palabras que me

diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido

verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste” (6-8).

En el capítulo 16, casi da la impresión de que ellos no han

creído en Él. Pero, al orar por ellos, dice que han aceptado su

palabra, que la han obedecido y han creído. Tal vez, los ve como

serán cuando el Espíritu Santo les dé poder en el Día de Pentecostés.

El mundo odia a estos hombres porque creen, aceptan y

obedecen su palabra. Jesús ora pidiendo que el Padre ahora los

proteja mientras quedan en el mundo y Él vuelve al Padre. Ellos

están en el mundo, pero no son del mundo. Él los ha protegido

mientras estuvo con ellos, pero ahora pide al Padre que los proteja

del maligno. En la Oración de los Discípulos, les enseñó que oraran

cada día: “Líbranos del mal” (“del maligno”, NVI; Mateo 6:13).

Jesús muestra vez tras vez que el poder del mal (o del maligno) debe

ser vencido por la fe en Aquel que ha vencido al mundo (16:33; 1

Juan 4:4; 5:4).

Jesús resalta la importancia de dar

Jesús describe a estos hombres como aquellos que el Padre le

ha dado. Note que el Padre da al Hijo. El Hijo da a estos hombres, y

el Hijo pide que los apóstoles den a este mundo todo lo que el Padre

ha dado al Hijo y el Hijo ha dado a ellos. En este contexto, fíjese en

la profunda definición de la palabra “comunión” en el Nuevo

Testamento: esta palabra significa, literalmente, ‘sociedad’.

En una sociedad de negocios igualitaria, todo lo que usted

tiene pertenece a su socio, y todo lo que él tiene le pertenece a usted.

Jesús hace esta aplicación de su relación con el Padre y la relación

que tiene con estos hombres: “Todo lo que tengo es de ustedes, y

todo lo que tienen ustedes es mío”. La bendición devocional en esta

definición está cuando le decimos a Cristo: “Todo lo que tienes es

mío”. El desafío está en decirle, en oración: “Todo lo que tengo es

tuyo”.

En el mundo, pero no del mundo

Jesús ora pidiendo que el Padre no los saque del mundo, sino

que los proteja del mal y de los peligros que enfrentarán en el mundo.

El énfasis ahora pasa a ser la realidad gloriosa que pronto tendrá

lugar. Como velas en el candelabro que Él ha escogido, los envía al

mundo con la comisión de hacer discípulos en todas las naciones de

la tierra.

Nos da otra joya devocional al orar pidiendo que sean

santificados o apartados para el Padre mediante la verdad. Todo

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pastor o líder espiritual debería ser desafiado a hacer esta oración

cuando ora por aquellos que el Espíritu Santo ha puesto para que él

pastoree: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también

ellos sean santificados en la verdad” (17:19).

En este contexto, Jesús da mi definición y perspectiva

favorita de cómo acercarse a la Palabra de Dios. Pide al Padre que los

santifique a través de la verdad, y luego hace esta declaración: “Tu

palabra es verdad” (17). Según Jesús, la Biblia es verdad, y debemos

acercarnos a la Biblia buscando la verdad. Hay muchos que leen la

Biblia preguntándose: “¿Qué es?”. En otras palabras, “¿Cuál es la

forma literaria de lo que estoy leyendo? ¿Es historia, poesía, sermón,

parábola, alegoría, mito o fábula?”.

Jesús nos dijo anteriormente en este Evangelio que debíamos

acercarnos a su enseñanza buscando la verdad, con el compromiso de

que aplicaremos la verdad que encontramos en su enseñanza. Es

cuando aplicamos la verdad que probamos que las enseñanzas de

Jesús son la Palabra de Dios. Si queremos probar que toda la Biblia

es la Palabra inspirada e infalible de Dios, creo que debemos leer la

Biblia buscando la verdad. Cuando asumimos el compromiso de

aplicar y obedecer la verdad que encontramos en la Biblia, probamos

que toda la Biblia es la Palabra de Dios. Jesús enseñó de manera

realista que el saber no siempre lleva al hacer. Él enseñó –y esto

coincide con mi propia experiencia– que el hacer siempre lleva a la

convicción absoluta de que la Biblia es la Palabra de Dios.

Jesús ora por su iglesia

En la tercera parte de la oración (20-26), Jesús ora por las

personas que van a creer gracias a esos once hombres. Eso significa

que Él ora por usted y por mí, porque a lo largo de más de veinte

siglos, las personas han creído y se incorporado a la iglesia que

Cristo ha estado construyendo gracias al testimonio de esos once

hombres.

En la sección final de esta oración, Él ora por usted y por mí:

“Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de

creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú,

oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros;

para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste,

yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo

en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el

mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos

como también a mí me has amado” (20-23).

Al considerar esta tercera parte de su oración, note, ante todo,

que la unidad que Jesús desea para nosotros sigue el modelo de la

forma en que Él y el Padre son uno. Nos dijo, en el capítulo 10 de

este Evangelio, que Él y el Padre son uno (10:30). Ahora su unidad

es un modelo de la forma en que debemos ser uno con el Padre, con

nuestro Salvador y entre nosotros.

Jesús no solo oraba por el tipo de unidad que muchos

proclaman hoy, que está basada, de hecho, en la triste realidad de que

pueden tener unidad con personas de otras creencias porque ya no

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creen en las doctrinas básicas de su fe. No es difícil estar de acuerdo

sobre lo que ya no creemos.

La principal interpretación y aplicación de esta unidad es la

fuente dinámica de las obras y las palabras de Jesús que resultan de

la realidad milagrosa de que Él y el Padre son uno. Jesús dijo a estos

discípulos en el huerto, a través de su metáfora de la vid y las ramas:

“Yo estoy en Él, y Él está en mí. De la misma forma, ustedes pueden

estar en mí y yo, en ustedes” (21). Esa es la forma en que Jesús

describió la unidad que pidió que el Padre diera a los apóstoles y a

aquellos que creyeran y formaran parte de su iglesia a lo largo de la

historia.

“Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy,

también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has

dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo”

(24).

En este versículo, Jesús dice que quería que estos once

hombres estuvieran con Él para que pudieran ver su gloria. Promete

estar con quienes prediquen el evangelio y hagan discípulos para Él a

lo largo de la historia de la iglesia (Mateo 28:18-20). Podemos

suponer que, así como les dio su gloria a esos once hombres, Él ha

dado y continuará dando su gloria a quienes lo llaman Señor y

Salvador hasta que vuelva.

Para que el mundo sepa y crea

En el aposento alto, Jesús dijo a estos hombres que, cuando

experimentaran esta unidad, harían obras mayores que las que Él

había hecho. Ahora entendemos por qué invirtió estos tres años en la

capacitación de ellos. Él quiere que experimenten esta unidad y que

hagan estas obras, porque quiere que el mundo sepa y crea dos

verdades específicas: que el Padre lo ha enviado a este mundo, ¡y que

el Padre los ama a ellos tanto como ama a su Hijo unigénito! Resalté

estos pedidos para usted en los versículos 20 al 23, que cité arriba,

porque creo que son el centro básico y más dinámico de esta oración.

En muchos sentidos, la clave para la comprensión del centro

de esta oración se encuentra en los últimos dos versículos: “Padre

justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y éstos

han conocido que tú me enviaste. Y les he dado a conocer tu nombre,

y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado,

esté en ellos, y yo en ellos” (17:25-26).

En esta oración de Jesús, el centro es el mundo. Aun cuando

le dice al Padre que no ora por el mundo, ¡menciona al mundo

diecinueve veces en esta oración! Encontramos la carga de su oración

en estas palabras: “Padre justo, ¡el mundo no te ha conocido!”. Dice

que no ora por el mundo, porque el mundo no conoce.

Ora por estos apóstoles porque conocen, y son su forma de

convencer al mundo de dos hechos del evangelio (buenas nuevas)

que ha ejemplificado y predicado por tres años. El hecho número 1 es

que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para la salvación del

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mundo. El hecho número 2 es la asombrosa verdad de que Dios ama

a las personas de este mundo tanto como ama a su Hijo unigénito.

Estos dos hechos del evangelio están registrados para

nosotros en el tercer capítulo de Juan, cuando Jesús dice al rabí

Nicodemo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a

su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda,

mas tenga vida eterna” (3:16).

Jesús, en realidad, estaba orando por estos apóstoles en los

primeros cinco versículos de esta oración cuando oró por su propia

vida y obra, porque, en cierto sentido, estos hombres habían sido su

obra más importante. Cinco siglos después que hizo esta oración,

todo el mundo romano había abrazado la fe que fue proclamada por

los apóstoles. Esta magnífica oración fue contestada cuando el Padre

bendijo poderosamente la estrategia de su Hijo para alcanzar al

mundo a través de estos apóstoles y aquellos que creyeron y creerán

a través de su predicación.

Capítulo 2

El arresto de Jesús

(18:1-27)

Al acercarnos a los capítulos finales de este cuarto Evangelio,

comenzamos un estudio del relato más completo de la muerte y

resurrección de Jesús que se encuentra en los cuatro Evangelios.

Como he señalado, Juan asigna aproximadamente la mitad de su

Evangelio a registrar los treinta y tres años de la vida más importante

que se haya vivido jamás, y aproximadamente la otra mitad a

registrar la última semana de la vida de Jesucristo. A partir del

capítulo 12, nos da un relato muy completo de la última semana que

vivió Jesús.

En sus cuatro últimos capítulos, Juan relata detalladamente el

arresto, el juicio, la crucifixión y la resurrección de Jesucristo. Mi

comentario sobre estos capítulos finales será en forma de resumen de

lo que nos cuentan con relación a estos sucesos vitalmente

importantes en la vida del unigénito Hijo de Dios.

El primero de estos cuatro capítulos describe el arresto de

Jesús. Al comenzar nuestro estudio del capítulo 18, leemos:

“Habiendo dicho Jesús estas cosas, salió con sus discípulos al otro

lado del torrente de Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró

con sus discípulos. Y también Judas, el que le entregaba, conocía

aquel lugar, porque muchas veces Jesús se había reunido allí con sus

discípulos. Judas, pues, tomando una compañía de soldados, y

alguaciles de los principales sacerdotes y de los fariseos, fue allí con

linternas y antorchas, y con armas.

“Pero Jesús, sabiendo todas las cosas que le habían de

sobrevenir, se adelantó y les dijo: ¿A quién buscáis? Le

respondieron: A Jesús nazareno. Jesús les dijo: Yo soy. Y estaba

también con ellos Judas, el que le entregaba. Cuando les dijo: Yo

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soy, retrocedieron, y cayeron a tierra. Volvió, pues, a preguntarles:

¿A quién buscáis? Y ellos dijeron: A Jesús nazareno. Respondió

Jesús: Os he dicho que yo soy; pues si me buscáis a mí, dejad ir a

éstos; para que se cumpliese aquello que había dicho: De los que me

diste, no perdí ninguno.

“Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó,

e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha. Y el

siervo se llamaba Malco. Jesús entonces dijo a Pedro: Mete tu espada

en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?”

(18:1-11).

Observe la forma en que Juan comenta que Jesús estaba

cumpliendo la Escritura y la hora para la cual había venido a este

mundo. Juan inserta continuamente comentarios que ubican a estos

sucesos y acontecimientos en el contexto de la Providencia de Dios.

Por ejemplo, Jesús sabe todo lo que le va a ocurrir, y cumple la

Escritura cuando salva la vida de sus apóstoles.

La pregunta que Jesús le hace a Pedro enfatiza la tremenda

realidad de que Él está simplemente a punto de beber la copa que el

Padre quiere que Él tome (11). Los que escriben los demás

Evangelios –especialmente Mateo– agregan el mismo tipo de

comentario a sus inspiradas biografías de Jesús.

Juan, también, enfatiza continuamente la verdad de que Jesús

era más que un hombre. Establece este punto en este pasaje cuando

relata que las personas que fueron a arrestar a Jesús cayeron hacia

atrás cuando Él pronunció las palabras: “Yo soy” (6). Estas son las

palabras características de Jehová: esencialmente, “Yo soy el que

fue, es y siempre será”.

Una palabra importante en el pasaje anterior es la que usa

Juan para describir la cantidad de soldados que vienen a arrestar a

Jesús. La palabra que se traduce como “compañía” indica que fueron

seiscientos soldados romanos a arrestar a Jesús.

Era típico que los militares romanos enviaran una gran

cantidad de soldados cuando hacían un arresto. En el Libro de

Hechos, leemos que cuatrocientos setenta soldados romanos

escoltaron al apóstol Pablo de una cárcel a otra (Hechos 23:23). Estos

soldados que arrestaron a Jesús quizás hayan llevado muchas armas

porque temían que los discípulos de Jesús pudieran luchar y que

Jesús usara sus poderes milagrosos para evitar el arresto.

Esto hace que la respuesta de Pedro sea asombrosa. La

palabra que usa Juan para la espada que usa Pedro es, en realidad, la

palabra que en griego se usa para designar a un cuchillo largo. ¿Qué

hacía Pedro con un arma así? ¿Compartía con algunos de los demás

apóstoles la convicción de que Jesús derrocaría a Roma y

establecería su reino en la tierra? (Hechos 1:6).

La respuesta de Pedro ante el arresto de su Señor puede

interpretarse de diferentes formas. Una interpretación podría ser que

Pedro demostró una valentía increíble cuando sacó su arma contra

seiscientos soldados romanos. Otra sería que Pedro no tenía la

valentía y la fuerza ungidas por el Espíritu Santo para aplicar la

enseñanza que Jesús dio en el monte: que debemos amar a nuestros

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enemigos y no resistir el mal (Mateo 5:39, 44). Esta segunda

perspectiva está respaldada por las palabras que Jesús dice a Pedro

indicándole que guarde su arma.

Juan continúa: “Entonces la compañía de soldados, el tribuno

y los alguaciles de los judíos, prendieron a Jesús y le ataron, y le

llevaron primeramente a Anás; porque era suegro de Caifás, que era

sumo sacerdote aquel año. Era Caifás el que había dado el consejo a

los judíos, de que convenía que un solo hombre muriese por el

pueblo.

“Y seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Y este

discípulo era conocido del sumo sacerdote, y entró con Jesús al patio

del sumo sacerdote; mas Pedro estaba fuera, a la puerta. Salió, pues,

el discípulo que era conocido del sumo sacerdote, y habló a la

portera, e hizo entrar a Pedro. Entonces la criada portera dijo a Pedro:

¿No eres tú también de los discípulos de este hombre? Dijo él: No lo

soy. Y estaban en pie los siervos y los alguaciles que habían

encendido un fuego; porque hacía frío, y se calentaban; y también

con ellos estaba Pedro en pie, calentándose” (12-18).

No debemos ser demasiados duros con Pedro, porque cada

uno de estos once discípulos huyó cuando fue arrestado Jesús. Haré

algunas observaciones y compartiré más puntos de vista sobre las

negaciones de Pedro al resumir el último capítulo de este Evangelio.

Juan nos da un relato de la aparición de Jesús ante Anás: “Y

el sumo sacerdote preguntó a Jesús acerca de sus discípulos y de su

doctrina. Jesús le respondió: Yo públicamente he hablado al mundo;

siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen

todos los judíos, y nada he hablado en oculto. ¿Por qué me preguntas

a mí? Pregunta a los que han oído, qué les haya yo hablado; he aquí,

ellos saben lo que yo he dicho.

“Cuando Jesús hubo dicho esto, uno de los alguaciles, que

estaba allí, le dio una bofetada, diciendo: ¿Así respondes al sumo

sacerdote? Jesús le respondió: Si he hablado mal, testifica en qué está

el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas? Anás entonces le envió atado

a Caifás, el sumo sacerdote” (19-24).

La forma en que Jesús es atado y tratado por estos soldados

romanos era un procedimiento habitual cuando hacían un arresto. Lo

que es extraordinario es el hecho que lo llevaron ante Anás antes de

llevarlo ante Caifás, el sumo sacerdote. ¿Por qué compareció Jesús

ante Anás, que no era el sumo sacerdote?

Anás era el poder detrás de un sistema religioso muy corrupto

que explotaba a los peregrinos judíos que acudían a Jerusalén para

sus muchos días y festividades sagradas, que requerían que

ofrecieran sacrificios de animales. Los animales que ofrecían para los

sacrificios eran examinados por los sacerdotes y declarados limpios o

impuros.

Anás controlaba la venta de animales en las más de cuatro

hectáreas del patio del templo así como en los mercados de Jerusalén,

donde a estos peregrinos se les cobraba setenta y cinco veces el

precio normal de los animales que compraban. A menos que los

peregrinos compraran sus animales en un mercado propiedad de

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Anás, sus animales serían declarados impuros por los sacerdotes, y

no podrían ser ofrecidos como sacrificios. Obviamente, estos

sacerdotes estaban controlados por Anás. Cuando los romanos

destruyeron completamente Jerusalén, cuarenta años después,

encontraron en la caja de seguridad del templo el equivalente de

cinco millones de dólares estadounidenses.

Esta era una extorsión religiosa sumamente corrupta y

lucrativa, que posiblemente le reportara a Anás el equivalente a

millones de dólares al año. Podemos entender por qué Jesús,

expresando una gran y justa indignación, despejó ese gran patio

derribando las mesas y echando a los mercaderes con un látigo que

había hecho con una soga. Cuando entendemos esta vil extorsión de

los piadosos peregrinos religiosos por este hombre Anás, sus palabras

también tienen un gran significado: “Y les enseñaba, diciendo: ¿No

está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las

naciones? Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” (Marcos

11:17).

Esta información que nos dan los estudiosos nos ayuda a

entender por qué Anás llamó a Jesús para que compareciera ante él

inmediatamente luego de ser arrestado. También podemos apreciar la

dura realidad de que, cuando Jesús limpió el mercado corrupto en

que se había convertido el templo, estaba confrontando directamente

a este malvado hombre, Anás. Su aparición ante Anás no fue un

juicio. ¡Era una confrontación obligada, cara a cara, con su peor

enemigo!

La ley judía decía que a ningún acusado se le podían hacer

preguntas que pudieran ser contestadas de forma que lo incriminara.

Entonces entendemos por qué, cuando Jesús contestó: “¿Por qué me

preguntas a mí?”, ¡uno de los guardias del templo le da una

cachetada!

El pueblo judío había sido conquistado y estaba sufriendo las

duras realidades de la ocupación romana. A los líderes religiosos de

los judíos se les permitía hacer juicios religiosos con relación a las

interminables leyes y restricciones que habían agregado a los

mandamientos que Dios había dado a través de Moisés. Sin embargo,

Roma no les había dado a estos tribunales religiosos la autoridad para

ejecutar a ninguna persona. Dado que los judíos querían que Jesús

fuera crucificado, debía pasar por un juicio romano además del

religioso. Este juicio religioso tiene lugar cuando Anás envía a Jesús

a Caifás. Los otros Evangelios registran el juicio religioso de Jesús.

Juan no nos habla de ese juicio, pero relata detalladamente el juicio

romano de Jesús ante el gobernador romano, Poncio Pilato.

Juan retoma su relato de la triple negación de Pedro: “Estaba,

pues, Pedro en pie, calentándose. Y le dijeron: ¿No eres tú de sus

discípulos? El negó, y dijo: No lo soy. Uno de los siervos del sumo

sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja, le

dijo: ¿No te vi yo en el huerto con él? Negó Pedro otra vez; y en

seguida cantó el gallo” (18:25-27).

Dado que Juan está interesado principalmente en relatar el

arresto y el juicio romano de Jesús, no nos dice que, cuando ocurrió

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

12

esto, Pedro salió corriendo hacia la oscuridad y lloró amargamente.

Lucas da el relato conmovedor que cómo trajeron a Jesús, después

del trato cruel que había sufrido ante Anás, y Él miró a Pedro. Fue

cuando Pedro se encontró con la mirada de Jesús, con la corona de

espinas en su cabeza y los signos evidentes del abuso en su rostro,

que cantó el gallo, y él lloró en la oscuridad (Lucas 22:60-62).

¿Por qué usó el Espíritu Santo a Pedro poderosamente para

enseñar el gran sermón en el Día de Pentecostés? Estoy convencido

de que fue porque Pedro había aprendido algo cuando lloró en la

oscuridad, que lo convirtió en un vehículo y un canal del poder

vigorizante del Espíritu Santo. En una palabra, Pedro aprendió lo que

podemos llamar el “quebrantamiento”. Jesús expresó el mismo

concepto cuando enseñó la hermosa actitud que nos convierte en sal

de la tierra y luz del mundo: “Bienaventurados los pobres en espíritu,

porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3).

Los eruditos nos dicen que la palabra “pobre”, en la primera y

bienaventurada actitud, puede traducirse como “quebrantado”

(quebrantado en espíritu). La segunda actitud que Dios bendice es la

de los que lloran (Mateo 5:4). Al menos una aplicación de la segunda

actitud bienaventurada es que lloramos mientras aprendemos a ser

quebrantados, o pobres en espíritu. Pedro fue usado grandemente en

el Día de Pentecostés porque, cuando salió a la oscuridad y lloró

amargamente porque había negado a su Señor tres veces, tuvo un

quebrantamiento de espíritu. Pedro fue escogido para ser el recipiente

usado por el Espíritu Santo el Día de Pentecostés para guiar a la

iglesia del Nuevo Testamento porque había aprendido y

experimentado las dos primeras verdades que enseñó Jesús en ese

monte de Galilea.

Una paráfrasis de las dos primeras actitudes bienaventuradas

es esta confesión: “Yo no puedo, ¡pero Él sí puede!”. Estoy

convencido de que Dios usó a Pedro poderosamente como el líder de

esa primera generación de la iglesia de Jesucristo porque, mientras

lloraba en esa oscuridad, aprendió a confesar: “Yo no puedo, ¡pero Él

sí puede!”. Obviamente, Pedro experimentó la segunda actitud que

Dios bendice mientras aprendía la primera. Aprenderemos mucho

más acerca de Pedro en el último capítulo de este Evangelio.

Capítulo 3

El juicio romano de Jesús

(18:28-19:16)

Juan escribe que el juicio romano de Jesús comenzó así:

“Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era de mañana, y

ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse, y así poder

comer la pascua. Entonces salió Pilato a ellos, y les dijo: ¿Qué

acusación traéis contra este hombre?

“Respondieron y le dijeron: Si éste no fuera malhechor, no te

lo habríamos entregado. Entonces les dijo Pilato: Tomadle vosotros,

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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y juzgadle según vuestra ley. Y los judíos le dijeron: A nosotros no

nos está permitido dar muerte a nadie; para que se cumpliese la

palabra que Jesús había dicho, dando a entender de qué muerte iba a

morir” (28-32).

Recuerde que, cuando estudiamos la narración de Juan, solo

tenemos las palabras escritas, y no se nos dice cuál fue la inflexión de

voz usada. Además, raramente se nos dice la expresión facial y el

lenguaje corporal de la persona que se menciona cuando leemos el

pasaje. Si conociéramos estos aspectos de la comunicación entre

Pilato y estos judíos, sería obvio que Pilato odiaba a estos líderes

judíos religiosos, y que ellos lo odiaban a él.

Antes de resumir el juicio romano de Jesús, creo que es

importante que conozcamos a este gobernador romano, llamado

Poncio Pilato. El historiador romano Josefo, que escribió su historia

judía y vivió su vida durante los tiempos del Nuevo Testamento, nos

informa que Pilato se convirtió en gobernador de Judea en el año 25

d.C., y gobernó durante diez años. Comenzó con el pie izquierdo con

estos líderes religiosos judíos, porque la primera vez que visitó

Jerusalén desde su cuartel general en Cesarea, los soldados que lo

escoltaban hicieron flamear algunas banderas con bustos de bronce

del emperador Tiberio Julio César Augusto.

Dado que el emperador era considerado como un dios por

Roma, y luego de su cautividad en Babilonia los judíos se

propusieron nunca volver a adorar ídolos, estaban totalmente

decididos a nunca más adorar la imagen de un dios. Por lo tanto,

objetaron estos bustos del emperador, que los romanos adoraban y

que los judíos debían respetar. Enviaban delegaciones continuamente

a Pilato, insistiendo en que estas imágenes del emperador fueran

quitadas de las banderas de sus soldados. Como gobernador romano,

Pilato no quiso hacer nada para apaciguar a estos líderes religiosos.

Cuando la tensión sobre este tema alcanzó su punto máximo,

Pilato convocó a los líderes para que se encontraran en un anfiteatro

para hablar sobre esta controversia. Hizo rodear el anfiteatro, y su

plan era masacrar a todos estos líderes. Pero ellos fueron tan

fervientes en su protesta que muchos de ellos se arrodillaron, dejaron

sus cuellos al descubierto y dijeron: “Preferimos que nos corten las

cabezas con sus espadas antes que ver ídolos en nuestra ciudad

santa”.

No sabemos con certeza por qué, pero Pilato se retractó en

esa oportunidad. Esa fue una victoria para estos judíos. Sin embargo,

dado el gran ego y orgullo del gobernador romano, podemos suponer

que su relación fue más hostil a partir de ese día.

El segundo incidente que tensó su relación fue que Pilato

construyó un acueducto para mejorar la deficiente provisión de agua

en Jerusalén. Para financiar el costo del acueducto, robó del tesoro

del templo. Aun después que Pilato robó gran parte del tesoro judío,

cuando los romanos destruyeron Jerusalén, cuarenta años después,

encontraron el equivalente de cinco millones de dólares en el tesoro.

Una vez que hubo disturbios en las calles, Pilato hizo que se

infiltraran soldados entre la muchedumbre en ropa de civil con armas

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ocultas. Ante una señal de él, mataron a cientos de judíos a golpes y

puñaladas. Esto incitó un fiero odio hacia Pilato en los corazones de

estos líderes judíos.

Un tercer incidente ocurrió cuando Pilato equipó adrede a sus

soldados en el palacio de Herodes con escudos de oro con la imagen

del emperador. Hubo una protesta tan grande que el emperador

mismo ordenó a Pilato que hiciera quitar esas imágenes de los

escudos.

Josefo escribe que, luego de la muerte y resurrección de

Jesús, hubo un incidente final que puso fin a la carrera política de

Pilato. En 36 d.C., hubo una revuelta en Samaria, y Pilato la sofocó

de forma tan cruenta que el principal oficial romano de Siria informó

al emperador, que entonces hizo reemplazar a Pilato.

Mientras Pilato iba camino a Roma, el emperador Tiberio

murió. Calígula asumió el cargo y, dado que era loco, solo podemos

imaginarnos cuál habrá sido el destino de Pilato cuando llegó a

Roma. En este punto, desaparece de las páginas de la historia.

Comparto esta lección de historia para ayudarnos a entender el

trasfondo de hostilidad que había entre Pilato y estos judíos. Pilato

odia a estos líderes religiosos, y ellos lo odian a él.

El juicio romano de Jesús comienza cuando Pilato sale de su

palacio para dirigirse a los judíos, porque ellos no quieren entrar en

su palacio, dado que esto los haría impuros y, entonces, no se les

permitiría celebrar la Pascua. Me resulta fascinante que estos líderes

religiosos judíos estén preocupados con estar ceremonialmente en

regla mientras están por matar al Hijo de Dios.

Pilato sale y pregunta a los judíos qué cargos específicos

están presentando contra este hombre. Ellos responden que, si Jesús

no fuera un criminal, no hubieran pedido este juicio. Pilato contesta

que deberían tomar a Jesús y juzgarlo por su cuenta, según sus

propias leyes religiosas. Ellos contestan que no tienen la autoridad

para matar a este hombre, y lo quieren muerto. Entonces, Pilato,

probablemente, se da cuenta de que no será un juicio, sino la acción

de una multitud asesina.

Este intercambio inicial nos muestra que la atmósfera de este

juicio romano es un conflicto entre enemigos y que la relación entre

Pilato y estos judíos está llena de hostilidad. Juan inserta el

comentario de que todo ocurría en cumplimiento de la forma en que

las Escrituras habían descrito proféticamente la muerte de Jesús, el

Mesías (29-32).

Pilato entonces vuelve al palacio y convoca a Jesús para que

comparezca ante él. Tienen una conversación profunda en la que

Pilato pregunta a Jesús si es el rey de los judíos. Jesús contesta que

su reino no es de este mundo. En el contexto de su diálogo con

Pilato, Jesús hace una declaración profunda acerca de su misión en

este mundo. Dice: “Le dijo entonces Pilato: ¿Luego, eres tú rey?

Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y

para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo

aquel que es de la verdad, oye mi voz” (18:37).

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Aquí es donde Pilato hace su famosa pregunta: “¿Qué es la

verdad?”. No espera una respuesta, sino que vuelve a salir y anuncia

a los judíos que no encuentra ninguna razón para hacer ninguna

acusación contra Jesús. Esto podría ser porque está impresionado por

Jesús, o porque odia a estos judíos y simplemente no quiere hacer

nada que ellos le pidan.

En el capítulo 18 de este Evangelio, nuestra respuesta a la

pregunta “¿Quién es Jesús?” es que es el Testigo fiel, el que vino a

dar testimonio de la verdad. ¿No es trágico que, cuando Pilato hace

esta pregunta, estaba contemplando el rostro de Aquel que es la

Verdad, y ni siquiera esperó una respuesta?

De acuerdo con la costumbre romana de soltar a un prisionero

en celebración de la Pascua, Pilato entonces ofrece liberar a Jesús.

Ellos gritan que el prisionero llamado Barrabás debe ser el liberado

(33-40).

El gobernador romano entonces hace azotar cruelmente a

Jesús, como si fuera un criminal común. Esto, nuevamente, era un

procedimiento habitual romano: azotar a un prisionero con un azote

formado por muchas tiras de cuero y puntas de metal o hueso que

arrancaban la piel de la víctima. Luego de ser azotado, le colocaron

una túnica púrpura (real) a Jesús. Los soldados le vendaron los ojos,

se burlaron de Él, le pegaron con los puños y le colocaron una corona

de espina en la cabeza. Pilato entonces saca a Jesús ante los judíos y

les dice: “Miren, lo saco para que lo vean y para hacerles saber que

no encuentro ninguna base para acusarlo”. Leemos: “Y salió Jesús,

llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les

dijo: ¡He aquí el hombre!” (19:5).

En el idioma original, el espíritu de estas palabras es, en

realidad: “¡Vean a este patético, pobre y abusado hombre!”. No

conocemos con certeza la intención de Pilato. Algunos eruditos creen

que estaba intentando despertar la compasión de estos líderes

religiosos. Si esa hubiera sido su intención, tendría que haberse dado

cuenta de que personas como Anás, o las que formaban parte de su

sistema vil, difícilmente tendrían compasión por alguien que estaba

amenazando la supervivencia de la economía de sus maquinaciones

religiosas.

Por esta razón compartí esa larga lección de historia con

usted. Estoy convencido, personalmente, de que Pilato estaba lleno

de ira hacia estos judíos, y todo lo que hizo fue con sarcasmo y

desprecio hacia Jesús y estos líderes religiosos de los judíos. No

debemos sorprendernos cuando leemos: “Así que, entonces tomó

Pilato a Jesús, y le azotó. Y los soldados entretejieron una corona de

espinas, y la pusieron sobre su cabeza, y le vistieron con un manto de

púrpura; y le decían: ¡Salve, Rey de los judíos! y le daban de

bofetadas. Entonces Pilato salió otra vez, y les dijo: Mirad, os lo

traigo fuera, para que entendáis que ningún delito hallo en él. Y salió

Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato

les dijo: ¡He aquí el hombre! Cuando le vieron los principales

sacerdotes y los alguaciles, dieron voces, diciendo: ¡Crucifícale!

¡Crucifícale! Pilato les dijo: Tomadle vosotros, y crucificadle; porque

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yo no hallo delito en él. Los judíos le respondieron: Nosotros

tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí

mismo Hijo de Dios” (19:1-7).

¿No es interesante y triste que algunas de las mismas

personas que cantaron “¡Hosana!” cuando Jesús entró a Jerusalén

montado en un asno al comienzo de esta semana crítica de su vida y

ministerio están ahora gritando y pidiendo que Jesús sea crucificado?

Pilato entonces vuelve al palacio y descubre que Jesús no

quiere hablar con él. Cuando expresa su asombro porque no quiere

hablar con él, que tiene el poder de crucificarlo o dejarlo ir, Jesús le

informa que no tendría ningún poder si no le hubiera sido dado (9-

11). Este recordatorio de que Dios está a cargo y en control es un

énfasis del autor de este Evangelio.

Leemos que, a partir de este punto, Pilato, directamente,

quiso dejar ir a Jesús. Sin embargo, los judíos presionaron entonces

fuertemente a Pilato cuando dijeron que todo el que dejara libre a

este hombre no sería amigo de César (12). Había un círculo interior

políticamente correcto en Roma llamado “los amigos de César”. A

Pilato no le iba bien en su carrera política como gobernador de Judea,

principalmente porque estos líderes religiosos de los judíos se

quejaban constantemente de él. Ellos tenían el poder para provocar

una investigación, algo que Pilato, obviamente, no quería. Pilato no

quería que la acusación de no ser un amigo de César llegara a oídos

romanos.

También presionaron a Pilato cuando dijeron que Jesús decía

ser rey: “Todo el que se hace rey, a César se opone” (12). Este era un

crimen penado con la muerte en el imperio romano. Cuando estos

sacerdotes y líderes espirituales dicen: “No tenemos más rey que

César” (15), me asombra muchísimo. Cuando se opusieron a los

primeros impuestos romanos, lucharon en una rebelión porque decían

que Dios era su rey y nunca debían pagar impuestos a un rey terrenal.

Su odio de Jesús y su perspectiva espiritual corrupta revelan qué

lejos de Dios estaban realmente en este momento de la historia

hebrea, cuando Jesús caminó entre ellos.

Pilato vuelve a salir junto con Jesús. Leemos que se sentó en

el tribunal. Este era un asiento para juzgar que había sido construido

en la parte superior de unas escaleras elaboradas. En realidad, era un

trono desde donde se pronunciaban juicios. Cuando leemos: “Llevó

fuera a Jesús, y se sentó”, las palabras utilizadas en el griego original

para decir “se sentó” deberían traducirse como “lo sentó”. Jesús

había dicho que era el rey de los judíos. Para demostrar su desprecio

por Jesús y para seguir su burla de Él, Pilato sienta a Jesús sobre este

trono y luego dice: “¡He aquí vuestro rey!” (14).

Cuando estos judíos dijeron: “Todo el que se hace rey, a

César se opone” (12) y “No tenemos más rey que César” (15), Pilato

se lavó literalmente las manos y les entregó a Jesús para que fuera

crucificado (Mateo 27:24).

Este falso juicio romano de Jesús da algunas respuestas a

nuestras tres preguntas básicas: ¿Quién es Jesús? Él es la Verdad y es

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Aquel que vino a dar testimonio de la verdad. Él es el Rey de los

judíos y el Juez de toda la tierra. Cuando leo que Pilato se burló de

Jesús sentándolo en ese trono de juicio, recuerdo que, un día, Pilato

será juzgado por Jesús (5:22-24). En ese día, Pilato no se burlará de

Jesús, porque estará mirando el rostro del Juez de toda la tierra, el

Rey de reyes y Señor de señores (Romanos 14:11, 1 Timoteo 6:13-

16).

¿Qué es la fe? En Pilato encontramos una respuesta negativa

a esa pregunta. Pilato fue un hombre que juzgó la vida de Jesús según

las normas de la ley romana, y declaró tres veces: “No encuentro

ninguna base para acusarlo”. Nadie consideró más cuidadosamente a

Jesús que Pilato, aun cuando lo hizo porque las circunstancias lo

obligaban.

Pero Pilato no creyó, aun cuando vio la verdad acerca de

Jesús legalmente y objetivamente. Estaba mirando el rostro de la

Verdad, y todo lo que hizo fue hacer esa pregunta: “¿Qué es la

verdad?” (18:38). Y ni siquiera esperó una respuesta. Pilato es una

triste ilustración de lo que no es la fe.

Al leer este Evangelio de Juan conmigo, ¿es usted como

Pilato? ¿Está mirando el rostro de la verdad y pregunta: “¿Qué es la

verdad?”? Yo busqué la verdad por años, antes de darme cuenta de

que estaba mirando el rostro de la verdad cada vez que pensaba en

Jesús. Seguí el cristianismo por años, mientras buscaba la verdad en

la teología, la filosofía y la psicología.

Alguien ha dicho: “La psicología que no está basada en la

verdad que mostró y enseñó Jesús es como buscar una cama negra en

una habitación oscura. La filosofía sin Jesús es como buscar, en una

habitación oscura, una cama que no está allí. El ateísmo, el

materialismo o cualquier otro intento por explicar la vida sin Dios,

según la interpreta Jesús, es como buscar, en una habitación oscura,

una cama que no está allí y luego gritar: “¡La encontré!”.

Todo el mundo busca la verdad. ¡La verdad se encuentra en

Jesucristo! Él fue y es la verdad personificada. Fue el mayor Testigo

de la verdad que el mundo ha visto jamás. Su vida y su enseñanza

fueron y son la verdad más profunda que este mundo haya visto u

oído. Aquel que dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”

(14:6), también nos dijo, en su oración sacerdotal: “Tu palabra es

verdad” (17:17). Al encontrar retratos de Cristo y su profunda

enseñanza en este Evangelio, espero que su búsqueda de la verdad

finalice como la mía, al darse cuenta de que está frente a la Verdad

absoluta cuando se encuentre con Cristo por fe.

Mi experiencia ha sido y es que, cuando nuestra búsqueda de

la verdad comienza y finaliza en Cristo, hemos encontrado al menos

una respuesta más a la pregunta: “¿Qué es la vida?”. La vida es estar

relacionado con Aquel que es la Verdad. La vida es ir más allá de la

página sagrada de la Biblia y encontrar comunión con la Palabra

Viva, Jesucristo. Especialmente para un buscador de la verdad, la

vida es encontrar y conocer la verdad. La vida consiste en saber que

lo que sabemos es verdad. La vida consiste en saber que ya no

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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estamos buscando, en una habitación oscura, una cama negra que no

está allí.

Capítulo 4

Ha llegado su hora

(19:16-42)

A lo largo del Evangelio de Juan, el autor ha hecho referencia

a una hora de la vida y ministerio de Jesús. Juan no quiere dar a

entender que esta es una hora de sesenta minutos, sino que se refiere

a la hora para la cual Jesús ha venido al mundo. En el capítulo 12,

aproximadamente en la mitad de esta biografía de Jesús, Juan lo cita

cuando dice a su Padre, en oración, que su hora ha llegado (12:23).

Menciona que Jesús dice estas mismas palabras a su Padre cuando

hace la magnífica oración del capítulo 17: “Padre, la hora ha llegado;

glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti” (17:1).

Esta hora es la hora de su muerte en la cruz. Su crucifixión es

el propósito más importante por el cual vino a este mundo (3:14-21).

Cuando los autores de los primeros tres Evangelios registran la

muerte de Jesús en la cruz, usan solo dos palabras: “Lo crucificaron”.

Sugiero que estudiemos cada una de estas palabras. La

primera palabra –que está implícita en el verbo–, “ellos”, plantea el

tema de quiénes mataron a Jesucristo. ¿Fueron los romanos? ¿Fueron

los judíos? Mi respuesta es que Dios sacrificó a su Hijo unigénito

para nuestra salvación (Isaías 53:10; 2 Corintios 5:21).

La palabra “crucificaron” se centra en el método usado por

Roma, los judíos y su amado Padre celestial para lograr nuestra

salvación. Los autores de los Evangelios sinópticos no enfatizan los

detalles atroces de la crucifixión. Esto podría ser porque sus lectores

conocen bien los horrores de esa cruel forma de pena capital. O

podría ser que la importancia de la hora más significativa de Jesús no

fue la agonía física, sino el sufrimiento espiritual que experimentó su

alma en la cruz, y esto es lo que tiene importancia para los profetas y,

también, para estos autores. Y es lo que enfatizan en sus Evangelios.

El profeta Isaías escribió: “Verá el fruto de la aflicción de su alma, y

quedará satisfecho” (Isaías 53:11).

Sin ninguna duda, la palabra más importante es la primera:

“Lo crucificaron” (o “lo crucificaron a Él”). Roma crucificó a cientos

de miles de personas de los pueblos que conquistó. A veces,

crucificaban aldeas o pueblos enteros que se rebelaban y rehusaban

pagar sus impuestos. Durante los primeros trescientos años de la

historia de la iglesia, muchos miles de cristianos fueron crucificados.

Nerón vertía cera derretida sobre los creyentes luego de crucificarlos

para que iluminaran sus fiestas en los jardines.

Las muertes de todos los que Roma crucificó no podrían

siquiera comenzar a expiar nuestros pecados o lograr nuestra

salvación. Jesús era Dios encarnado cuando murió en la cruz, y eso

fue lo que hizo de su muerte el sacrificio que Dios aceptó por la

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salvación de todos los que creen. Él era el Cordero de Dios que

murió para quitar los pecados del mundo en general, y de cada uno

de nosotros en particular (Efesios 5:2; Hebreos 7:26-28; 10:10; 1

Juan 2:2; 4:10). En la capital del imperio romano no crucificaron a

muchas personas, porque los ciudadanos romanos no podían ser

crucificados. Las crucifixiones se hacían mayormente en las

provincias o en sus colonias. Esta horrible forma de pena capital se

reservaba principalmente para los esclavos, o para personas que se

rebelaban contra Roma, como los zelotes judíos, que eran

guerrilleros y siguieron combatiendo a los romanos aun cuando ya

habían sido conquistados por Roma.

La crucifixión estaba reservada para los criminales más

despreciados y odiados. No era solo la forma más dolorosa de morir

sino, también, la más vergonzosa. Las víctimas eran crucificadas

desnudas, y se las dejaba colgar de la cruz por una semana o más,

hasta que los buitres comían su carne que se iba pudriendo. Cuando

sacaban a las víctimas de la cruz, raramente se las enterraba, sino que

eran abandonadas a los buitres y los animales salvajes. Era una forma

muy horrenda y vergonzosa de morir.

En la Biblia, el profeta del Antiguo Testamento, Isaías, así

como los apóstoles del Nuevo Testamento, nos dan el significado

teológico de lo que ocurría cuando “lo crucificaron”. Hay varios

versículos en el capítulo 53 de Isaías que son mi descripción favorita

del Antiguo Testamento del significado profetizado de la crucifixión

de Jesucristo: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por

nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su

llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos

como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en

él el pecado de todos nosotros [...] Con todo eso, Jehová quiso

quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su

vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y

la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la

aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento

justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de

ellos. [...], habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los

transgresores” (5, 6, 10–12).

El profeta Daniel nos da una gran descripción resumida de la

importancia de lo que ocurrió cuando Jesús murió en su cruz. Según

Daniel, cuando Jesús murió en la cruz, expió la iniquidad, trajo

justicia perdurable, selló (cumplió) la visión y la profecía, y ungió al

Santo de los santos de una forma muy especial (Daniel 9:24).

En las epístolas del Nuevo Testamento, los dos grandes

apóstoles de la iglesia neotestamentaria nos dan hermosas

interpretaciones y aplicaciones del significado de la muerte de Cristo

en la cruz. Pedro aplica el capítulo de Isaías que cité anteriormente al

escribir: “...llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el

madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a

la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados. Porque vosotros erais

como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y

Obispo de vuestras almas” (1 Pedro 2:24, 25).

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En el quinto capítulo de 2 Corintios, Pablo escribe que,

mientras moría Jesús en la cruz, Dios estaba en Cristo reconciliando

al mundo consigo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus

pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de reconciliación (18,

19).

Esto significa que, mientras Jesús pendía de la cruz, todo el

mundo estaba siendo reconciliado con Dios. Un versículo dinámico

de este pasaje nos dice que, cuando Jesús terminó su obra en la cruz

por nuestra salvación, a partir de ese momento Dios ya no nos culpa

por nuestros pecados, porque ya los cargó todos sobre su Hijo

unigénito (19). Todos debemos aceptar, personalmente e

individualmente, su sacrificio y confesarlo como nuestro Señor y

Salvador.

Esta es la esencia de las Buenas Nuevas que debemos contar

a todo el mundo. Las Buenas Nuevas que debemos compartir con los

perdidos de este mundo no es que van a ir al infierno por sus

pecados. El Evangelio (las Buenas Nuevas) que se nos encarga

contar es que no tienen que ir al infierno (Marcos 16:15). Si

confiesan y creen, serán salvados, porque Dios no toma en cuenta sus

pecados (Romanos 10:9-11). Los tomó en cuenta en la persona de su

Hijo unigénito, cuando Jesús fue al infierno y volvió, por usted y por

mí, en su cruz.

Ese gran quinto capítulo de 2 Corintios finaliza con estas

palabras: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado,

para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Si

dejamos de lado la división en capítulos, los versículos que siguen a

continuación nos desafían: “Así, pues, nosotros, como colaboradores

suyos, os exhortamos también a que no recibáis en vano la gracia de

Dios. Porque dice: En tiempo aceptable te he oído, Y en día de

salvación te he socorrido. He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí

ahora el día de salvación” (2 Corintios 5:21; 6:1, 2).

En su primera carta a los corintios, Pablo hace la afirmación

más clara de la Biblia acerca de lo que es el evangelio (15:3, 4) que

se nos ha encargado predicar a toda criatura en la tierra (Marcos

16:15). Al comenzar esa carta, dice que, cuando fue a Corinto, se

había propuesto no predicar nada más que Jesucristo, y a Él

crucificado (2:1, 2). Tal vez quiso decir que no citaría a filósofos y

poetas griegos, como había hecho en Atenas antes de viajar a Corinto

(Hechos 17 y 18).

Cuando concluye su primera carta a los corintios, recuerda a

la iglesia que había plantado allí el evangelio preciso que les había

predicado. Les recuerda que esto era lo que él había predicado; que

esto es lo que ellos habían creído; este evangelio era el que los había

salvado y, si no creían en este evangelio, se perderían. Al recordarles

que el evangelio que les había predicado era el fundamento de su fe,

dice que el evangelio se trata de simplemente dos hechos acerca de

Jesucristo: Jesucristo murió y resucitó de la muerte para el perdón de

sus pecados, según las Escrituras.

Si bien Juan usa la misma frase –“lo crucificaron”–, a

continuación nos da el relato más completo de la muerte de Jesús en

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

21

la cruz que se encuentra en las inspiradas biografías de Jesús. Ahora

que hemos considerado la aplicación personal del significado de la

muerte de Jesús, comenzaré mi resumen de la narración inspirada de

Juan de la hora más importante de la vida y el ministerio del Señor.

A partir del versículo dieciséis del capítulo diecinueve,

leemos: “Así que entonces lo entregó a ellos para que fuese

crucificado. Tomaron, pues, a Jesús, y le llevaron. Y él, cargando su

cruz, salió al lugar llamado de la Calavera, y en hebreo, Gólgota; y

allí le crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en

medio.

“Escribió también Pilato un título, que puso sobre la cruz, el

cual decía: JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS. Y muchos

de los judíos leyeron este título; porque el lugar donde Jesús fue

crucificado estaba cerca de la ciudad, y el título estaba escrito en

hebreo (arameo, NVI), en griego y en latín. Dijeron a Pilato los

principales sacerdotes de los judíos: No escribas: Rey de los judíos;

sino, que él dijo: Soy Rey de los judíos. Respondió Pilato: Lo que he

escrito, he escrito” (16-22).

El texto en latín era para los romanos. El griego era el idioma

más común de ese tiempo, y el arameo era para los judíos. Muchos se

preguntan por qué los tres idiomas no fueron hebreo, latín y griego.

La respuesta es que, mientras los judíos estuvieron en la cautividad,

aprendieron a hablar en arameo. Si estudió el Antiguo Testamento

conmigo, tal vez recuerde que Nehemías estaba muy molesto porque

los judíos que volvieron de la cautividad no estaban enseñando el

idioma hebreo a sus hijos (Nehemías 13:23-25).

Cuando un prisionero de Roma era crucificado, el oficial

romano que iba al frente de la procesión llevaba un cartel que

indicaba la razón por la que el prisionero iba a morir. Al crucificarlo,

el cartel se clavaba sobre la cruz. La justicia romana decretaba que, si

alguna persona en la multitud podía probar que el cargo era falso,

podría presentarse con su protesta y podría haber otro juicio. La

gente no hacía esto a la ligera, porque si no lograban probar la

inocencia del prisionero, podrían terminar crucificados ellos también.

El relato continúa: "Cuando los soldados hubieron crucificado

a Jesús, tomaron sus vestidos, e hicieron cuatro partes, una para cada

soldado. Tomaron también su túnica, la cual era sin costura, de un

solo tejido de arriba abajo. Entonces dijeron entre sí: No la partamos,

sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién será. Esto fue para

que se cumpliese la Escritura, que dice: Repartieron entre sí mis

vestidos, Y sobre mi ropa echaron suertes" (19:23-24a).

Juan luego agrega su comentario personal, en la segunda

parte del versículo 24: “Esto fue para que se cumpliese la Escritura,

que dice: Repartieron entre sí mis vestidos, Y sobre mi ropa echaron

suertes” (tomado de Salmos 22:18). Como ocurría en las

crucifixiones romanas, esto significa que fue crucificado desnudo.

Por eso se nos dice que sufrió la cruz, menospreciando el oprobio

(Hebreos 12:2).

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

22

A continuación, tenemos una observación que solo hace el

apóstol del amor: “Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la

hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena.

Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que

estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo

al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la

recibió en su casa” (19:25-27).

Dado que se nos dice que: “Todos los discípulos, dejándole,

huyeron” (Marcos 14:50), es interesante leer que estas cuatro mujeres

y el apóstol Juan estaban ahí, junto a la cruz. La hermana de su

madre, que se menciona aquí, habría sido la esposa de Zebedeo y la

madre de Santiago y Juan.

El relato continua: “Después de esto, sabiendo Jesús que ya

todo estaba consumado dijo, para que la Escritura se cumpliese [Juan

sigue insistiendo en que todo esto está cumpliendo las Escrituras]:

Tengo sed. Y estaba allí una vasija llena de vinagre; entonces ellos

empaparon en vinagre una esponja, y poniéndola en un hisopo, se la

acercaron a la boca. Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo:

Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu”

(28-30).

Los otros escritores de los Evangelios dicen que sus palabras:

“Consumado es” fueron un grito de triunfo. Dicen: “clamó a gran

voz”, al entregar su vida (Mateo 27:46; Marcos 15:37; Lucas 23:46).

En el griego que usó Juan para escribir, este gran grito es una sola

palabra: tetelestai. Significa, simplemente, “¡Está terminado!” o

“¡Está cumplido!”.

Cuando se cumplía una condena en una cárcel, los romanos

escribían esta palabra –tetelestai– en los registros de ese prisionero.

El significado de la palabra era similar al sello de “pagado” que

colocamos cuando se ha pagado una deuda. Cuando un prisionero

había sido crucificado, a menudo escribían esta misma palabra en un

cartel y lo clavaban a su cruz en lugar del cartel que describía la

razón de su ejecución. Dado que ese prisionero pendía de la cruz

hasta una semana antes de morir, y mucho tiempo después también,

esa palabra –tetelestai– exhibía la justicia romana e inspiraba terror

en las vidas de las personas que habían conquistado y querían

controlar. ¡Qué pertinente que Jesús escogiera esta palabra para su

grito de triunfo desde la cruz!

Recuerde que, a lo largo de todo el Evangelio, Juan ha

registrado declaraciones de Jesús que nos muestran que Él estaba

preocupado por las obras que el Padre quería que hiciera. “Me es

necesario hacer las obras del que me envió” (9:4); “Mi comida es que

haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (4:34). En

su magnífica oración, dijo: “Yo te he glorificado en la tierra; he

acabado la obra que me diste que hiciese” (17:4). Y, cuando llega al

final de su vida y de su obra más significativa, su sufrimiento en la

cruz, grita: “¡Tetelestai!, ¡Consumado es!” (19:30).

Estas son palabras hermosas, porque significan que no es

necesario que nosotros agreguemos nada a lo que Él ha terminado

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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por nosotros en la cruz para asegurarnos del perdón y la

reconciliación con Dios a través de Cristo. ¿Puedo hacerle una

pregunta? ¿Cree que es necesario o posible que nosotros agreguemos

algo a lo que los teólogos llaman “la obra terminada de Cristo en su

cruz?”. La respuesta correcta a mi pregunta es que, dado que Él

claramente terminó o cumplió en la cruz todo lo que era necesario

para salvarnos, lo único que nos ha dejado para hacer es creer en

Dios y creer también en Él, que fue la exhortación que hizo a los

apóstoles al comenzar su discurso en el aposento alto (14:1). No

podemos agregar nada a la obra terminada de Cristo en su cruz,

¡porque ya ha sido terminada!

El Libro de Hebreos dice muy claramente que no puede haber

más sacrificios por pecados si el Sacrificio ha sido hecho (ver

Hebreos 7:27; 10:12). Si Cristo dijo tetelestai y Dios ha quedado

satisfecho, es ignorancia, necedad o, directamente, ingratitud intentar

agregar algo a lo que nuestro Salvador hizo por nosotros en la cruz.

Cuando la Biblia enseña que la obediencia a lo que sabemos valida la

fe auténtica, no sugiere que podamos agregar algo a la obra completa

de Cristo en su cruz.

Es fascinante que, cuando Juan escribe: “Y habiendo

inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (19:30), las palabras griegas

en realidad sugieren que echó su cabeza hacia atrás, como si la

estuviera apoyando sobre una almohada. Si uno investiga los detalles

físicos de la crucifixión, se dará cuenta de que Juan está describiendo

un milagro. Cuando las manos de la víctima están clavadas a una

cruz, y ésta expira, la cabeza cae hacia delante. Pero Juan nos dice

que echó su cabeza hacia atrás cuando entregó su espíritu.

Esta es una forma más en que Juan nos recuerda el milagro de

que la vida de Jesús no le fue quitada. Recuerde cómo Juan cita a

Jesús en el capítulo diez, cuando habla de su propia vida: “Nadie me

la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para

ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento

recibí de mi Padre” (18). Obviamente, Jesús entregó su vida

voluntariamente. Juan está diciendo lo mismo cuando escribe que

Jesús echó su cabeza hacia atrás y entregó voluntariamente su

espíritu en obediencia según la voluntad de su Padre.

La historia continúa en el versículo 31: “Entonces los judíos,

por cuanto era la preparación de la pascua, a fin de que los cuerpos

no quedasen en la cruz en el día de reposo (pues aquel día de reposo

era de gran solemnidad), rogaron a Pilato que se les quebrasen las

piernas, y fuesen quitados de allí”.

Consideremos brevemente los horrores de la crucifixión:

cuando una víctima moría por este medio, el dolor de las manos y los

pies, que soportaban el peso del cuerpo –como podrá imaginar–, eran

indescriptiblemente atroces. Para intentar respirar, y para aliviar el

dolor de sus manos, hombros y brazos, la víctima luchaba para que

los pies cargaran con el peso.

Trate de imaginar el horror absoluto de una víctima de la

crucifixión que sufría de esta forma durante cinco días o una semana

antes de ser rescatada por la muerte. Se puede ver que quebrar las

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piernas de la víctima aceleraría mucho esta horrenda forma de morir.

No podría obtener ningún apoyo de la parte inferior de su cuerpo.

Las piernas eran rotas usando un mazo de madera grande.

Leemos: “Vinieron, pues, los soldados, y quebraron las

piernas al primero, y asimismo al otro que había sido crucificado con

él. Mas cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le

quebraron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado

con una lanza, y al instante salió sangre y agua. Y el que lo vio da

testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice verdad,

para que vosotros también creáis” (32-35).

Este es Juan, que agrega su comentario al relato, señalando

que este suceso cumplía la Escritura: “Porque estas cosas sucedieron

para que se cumpliese la Escritura: No será quebrado hueso suyo. Y

también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron” (36). Esto

es, claramente, una referencia al cordero pascual, al que no se le

debía romper ningún hueso (Éxodo 12:46). Recuerde cómo Juan el

Bautista presentó a Jesús: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el

pecado del mundo” (1:29). Esta es la forma en que Juan aplica el

significado de este trágico suceso de la crucifixión de su Señor.

Algunos teólogos encuentran un gran significado en la frase

“y al instante salió sangre y agua”, cuando su costado fue traspasado

con una lanza. Creen que la sangre representa la base de nuestra

salvación, la sangre sagrada que fue vertida por los pecados del

mundo en general y por los pecados de cada uno de nosotros en

particular. También creen que el agua representa nuestra profesión de

fe en esa sangre sagrada por nuestro bautismo en obediencia a la

Gran Comisión (Mateo 28:18-20). Juan tendrá más para decirnos

sobre esto en su breve epístola, que encontramos al final del Nuevo

Testamento (1 Juan 5:6).

El último párrafo de este capítulo 19 nos habla de dos

hombres: José de Arimatea y Nicodemo. Nicodemo es el rabí del que

leemos en el tercer capítulo, que fue a verlo a Jesús de noche. Ambos

eran miembros del sanedrín y eran creyentes secretos porque

aparentemente temían la ira de sus pares si confesaban públicamente

su fe en Jesucristo.

La realidad negativa de este párrafo final es que estos

hombres podrían haber hablado cuando el sanedrín llevó a cabo el

juicio religioso de Jesús que lo condenó a la crucifixión por el pecado

de blasfemia. La realidad positiva es que, cuando vieron morir a

Jesús, ya no pudieron seguir siendo discípulos secretos.

Encuentro que es muy interesante que no fue lo que vieron

estos dos hombres en la vida de Jesús lo que los llevó al nivel de fe

en que confesaron abiertamente que eran sus discípulos. Fue su

muerte la que llevó a Nicodemo y a José a profesar públicamente que

eran discípulos de Jesús. Jesús dijo: “Y yo, si fuere levantado de la

tierra, a todos atraeré a mí mismo” (12:32).

Los estudiosos nos dicen que Nicodemo era el hermano del

historiador judío Josefo y que su profesión abierta de fe en Jesús

cambió su condición, de ser el rabí más renombrado de Jerusalén, al

más despreciado. Su profesión de fe en Jesús le provocó una pobreza

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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personal. La última referencia que se hace de él en la historia es que

se lo vio recogiendo comida que había sido arrojada a la basura para

poder alimentar a su familia.

En este párrafo final leemos: “También Nicodemo, el que

antes había visitado a Jesús de noche, vino trayendo un compuesto de

mirra y de áloes, como cien libras” (38). Como ya señalé, los

romanos no enterraban a las víctimas que crucificaban, sino que

dejaban sus cuerpos a los buitres y animales salvajes. Identificarse

con un prisionero que había sido crucificado podía llevar a la propia

crucifixión. Vimos en el relato de Lázaro que envolvían al cuerpo

muerto con vendas en las que introducían especias para tapar los

terribles hedores que siempre acompañaban la muerte. Cuando pidió

a Pilato el cuerpo de Jesús, creo que José de Arimatea tiene que

haber aparecido con suficientes especias como para enterrar a un rey.

Así termina este tremendo capítulo 19. Recuerde, al leer este

capítulo, que no son los atroces detalles físicos de la crucifixión los

importantes. Es el sufrimiento espiritual de Jesús sobre la cruz el que

logró nuestra salvación. Ese capítulo 53 de Isaías nos dice que fue el

sufrimiento del alma de Jesús, cuando todos nuestros pecados fueron

puestos sobre él, lo que logró nuestra salvación.

Pablo nos dice que Dios hizo que el que no conoció pecado

fuera hecho pecado por nosotros (2 Corintios 5:21). Esa verdad

debería colocarse al lado de las últimas palabras de Jesús sobre la

cruz, que citó del Salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has

desamparado?” (Salmos 22:1; Marcos 15:34).

Los eruditos conservadores de la Biblia están convencidos de

que, cuando los pecados de cada ser pecador que vivía entonces, ha

vivido alguna vez o vivirá fueron puestos sobre Jesús, la relación

perfecta que Jesús tenía con el Padre fue rota, ya que un Dios santo

no puede ver el pecado. Fue entonces, y por esto, que clamó al Padre:

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. La comunión

rota con su Padre fue lo que causó el sufrimiento de su alma que

logró nuestra salvación. Los escritores del Evangelio no enfatizan los

horribles detalles físicos de la crucifixión porque lo que nos salvó fue

el sufrimiento espiritual del alma de Jesús.

Un pastor inglés que enseñaba la Biblia ilustró el concepto de

nuestros pecados puestos sobre Jesús de la siguiente forma:

“Imaginen que todas las cloacas del mundo fueran descargadas sobre

la cabeza de una persona que era inmaculadamente limpia y que tenía

un celo obsesivo-compulsivo por la limpieza. Entonces tendrán una

idea de lo que quería decir Isaías cuando profetizó que todas nuestras

iniquidades y todo el castigo que merecíamos para que tuviéramos

paz con Dios serían echados sobre el Mesías. Entonces también

apreciarán estas palabras del apóstol Pablo: ‘Al que no conoció

pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos

hechos justicia de Dios en él’” (Isaías 53:5, 6; 2 Corintios 5:21).

Al salir de una reunión, una mujer muy culta le dijo al pastor,

el Dr. G. Campbell Morgan: “¡Creo que usted usó una ilustración

horrenda y espantosa esta mañana!”. El gran expositor de la Biblia le

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contestó: “¡Lo único horrendo y espantoso es su pecado y mi pecado

que hizo que el sacrificio de nuestro Salvador fuera necesario!”.

¿Quién es Jesús en este gran capítulo del Evangelio de Juan?

Es el Cordero de Dios, que vino a quitar los pecados del mundo.

¿Qué es la fe, según este capítulo? La fe es seguir el ejemplo

de José de Arimatea y Nicodemo, identificándose abiertamente y

públicamente con Jesús en su muerte y resurrección.

Según el capítulo 19 del Evangelio de Juan, ¿qué es la vida?

La vida es la salvación que el unigénito Hijo de Dios compró para

todos nosotros cuando pendió de la cruz. La vida es reconciliación y

paz con Dios. Lo que Juan llama “vida eterna” es la calidad de vida

que experimentamos cuando somos reconciliados con Dios porque

hemos asumido el compromiso de poner nuestra confianza en

Jesucristo.

Capítulo 5

¡Verdaderamente ha resucitado!

La máxima señal

(20:1-31)

Cuando leemos el capítulo 20 de este Evangelio, encontramos

a Juan que describe la última de las señales o evidencias milagrosas

que está convencido de que nos persuadirán para que creamos que

Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Ahora llegamos a lo que tal vez

sea la máxima señal que Juan presenta en su inspirada versión de una

biografía de Jesús.

Juan no puede esperar hasta los últimos capítulos de su

Evangelio para presentar esta máxima señal que demuestra todas las

afirmaciones de Jesús acerca de Quién, para qué y por qué Él vino a

este mundo. Nos habla acerca de esta señal en el segundo capítulo.

Cuando Jesús estaba limpiando el templo y las autoridades religiosas

le pidieron una señal que demostrara su autoridad para una acción tan

severa, Jesús contesta: “Destruyan este templo, y en tres días lo

volveré a levantar”.

Los otros escritores de los Evangelios cuentan, junto a este

diálogo hostil, que los líderes religiosos pensaban que se estaba

refiriendo al templo de Salomón cuando dijo esto. Sin embargo,

insertan su comentario de que Jesús se estaba refiriendo al templo de

su propio cuerpo. Nos dicen que Él les dijo, básicamente: “Una

generación mala y adúltera pide una señal porque no tiene fe. Así

como Jonás estuvo en el vientre de un pez durante tres días, yo estaré

sepultado durante tres días y luego resucitaré. Esta es la única y

máxima señal que les daré” (ver Mateo 12:39-41).

Según hemos visto, dado que este es el propósito prioritario

del Evangelio de Juan, el amado apóstol Juan ha registrado a Jesús

mientras presenta muchas señales que son evidencias y validan todas

las afirmaciones que hizo con relación a Quién y qué es, y por qué

vino a este mundo. Sin embargo, estoy convencido de que Juan

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comenzó y concluyó deliberadamente su presentación de estas

evidencias milagrosas en el capítulo 2 y 20 de este Evangelio con

esta señal fundamental: ¡la resurrección de Jesucristo de entre los

muertos!

También estoy persuadido de que esta es la razón por la que

Juan nos cuenta de la purificación del templo al principio de su

Evangelio, mientras que los otros autores de los Evangelios colocan

este suceso cerca del final. Estoy persuadido de que Juan hizo esto

por dos razones, al menos: primero, este milagro fortalece

considerablemente el propósito básico por el cual Juan escribió su

Evangelio, que era convencernos que Jesús es el Cristo, o el Mesías.

Su segunda razón para colocar esta señal al comienzo de su

Evangelio fue afirmar que Jesús es Dios. Juan no estaba interesado

principalmente en el orden cronológico, sino en convencernos a

todos los que leyéramos su Evangelio de las verdades básicas que

quiere que creamos, las que afirma claramente al finalizar su capítulo

20.

El capítulo 20 presenta el corazón del evangelio que Jesús

encargó a sus apóstoles y discípulos para que predicaran a toda

criatura en toda nación sobre la tierra (Marcos 16:15). La

resurrección es la mitad más emocionante del Evangelio. El

evangelio es la muerte de Jesucristo por nuestros pecados y la

resurrección de Jesucristo.

En el capítulo 15 de Primera de Corintios, cuando Pablo

resume lo que es el evangelio, escribe, básicamente: “Este es el

evangelio que prediqué cuando estuve en Corinto. Esto es lo que

ustedes creyeron. Este es el fundamento sobre el cual están parados,

y si su fe está edificada sobre algún otro fundamento, ¡están

perdidos! Este es el evangelio: Jesucristo murió por nuestros pecados

de acuerdo con las Escrituras. Fue sepultado y resucitó según la

Escrituras” (1 Corintios 15:1-4).

El Evangelio tiene que ver, básicamente, con dos hechos

acerca de Jesucristo: su muerte para el perdón de nuestros pecados y

su resurrección, que demuestra que estaba calificado para ser el

Cordero de Dios cuya muerte quitó todos los castigos –pasados,

presentes y futuros– que merecíamos por nuestros pecados. En el

capítulo 19 de este Evangelio, Juan presenta el primer hecho del

Evangelio y, en el capítulo 20, el segundo hecho acerca de Jesucristo:

¡su resurrección!

El capítulo 20 relata tres sucesos diferentes. El primero es

cuando los apóstoles, junto con los que estaban especialmente cerca

del Jesús crucificado, ¡descubrieron el glorioso milagro de que la

tumba estaba vacía! El primer suceso tiene lugar temprano en la

mañana de lo que hoy consideramos como el primer Domingo de

Pascua.

El día que Jesús resucitó de los muertos no es solo la base

para lo que llamamos la “Pascua” o “Domingo de Resurrección”,

sino para el asombroso fenómeno que hizo que los mismos apóstoles

judíos cambiaran su día de adoración del día de reposo (el séptimo

día o sábado) al primer día de la semana, el domingo. ¿Qué podría

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haberlos motivado a cambiar su día de adoración? Si leemos

atentamente, encontraremos que ellos nunca llaman al primer día de

la semana “el día de reposo”. Se refieren a este día especial como “el

día del Señor”. ¡Cambiaron su día de adoración porque el primer día

de la semana fue el día que Jesús resucitó de los muertos! El hecho

de que los cristianos hayan adorado en el día domingo durante dos

mil años es una de las muchas pruebas de que Jesús resucitó.

La historia que relata este primer suceso comienza antes del

alba del domingo después que fue crucificado Jesús. El segundo

suceso descrito en este capítulo tiene lugar en la tarde del domingo

de esa primera Pascua. El tercer suceso ocurre una semana después,

cuando Tomás, “el que dudó”, aprende y nos enseña una respuesta

vital a la pregunta: “¿Qué es la fe?”.

Así relata Juan el primero de estos sucesos: “El primer día de

la semana, María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro, al

sepulcro; y vio quitada la piedra del sepulcro. Entonces corrió, y fue

a Simón Pedro y al otro discípulo, aquel al que amaba Jesús, y les

dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le

han puesto” (20:1, 2).

Cuando María Magdalena llegó a esta tumba mientras aún

estaba oscuro, leemos que vio que la piedra había sido removida. En

el idioma griego está claro que esto significa, en realidad, que había

un surco o depresión sobre el cual esta enorme piedra se hacía rodar

cuando se sellaba la tumba. Juan nos dice que María vio que esa gran

piedra había sido quitada del surco.

Hay varias palabras griegas que pueden traducirse como

“vio”. La primera palabra que usa Juan aquí para “vio” indica que

ella vio a la distancia. Fue solo una observación casual. Ella corrió

inmediatamente para contarle a Simón Pedro. Me fascina esta

respuesta de María. Pedro había negado al Señor tres veces y, sin

embargo, ella consideraba que él debía ser el primero en saber acerca

de este problema. Aparentemente, ella veía a Pedro como el líder el

movimiento en ese momento.

Esto podría significar que nadie sabía acerca de las

negaciones de Pedro aparte de Jesús y tal vez uno o dos apóstoles.

También nos preguntamos cómo y dónde Pedro pasó el tiempo entre

el momento en que salió a la oscuridad y lloró amargamente y el

momento en que escuchó estas buenas noticias de la resurrección.

Algunos estudiosos creen que hay evidencia en estos pasajes de que

pasó este tiempo con Juan. Si tienen razón, eso significa que Juan

amaba a Pedro lo suficiente como para tenerlo en su casa. El apóstol

del amor que escribió este Evangelio no solo amaba a Jesús. También

amaba a Pedro.

Aparentemente, María Magdalena aún consideraba a Pedro

como el líder de los discípulos. Obviamente, era el líder de este

pequeño círculo de quienes estaban junto a Jesús y descubrieron la

segunda mitad del Evangelio. La palabra “evangelio” significa

“¡buenas noticias!”. Podemos suponer que Pedro no había olvidado

por completo la promesa de Jesús de que Él edificaría a su iglesia

sobre la realidad de que Pedro podía ser un vocero de Dios (Mateo

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16:13-18). A causa de sus negaciones, Pedro tiene que haberse

preguntado cómo podría cumplirse alguna vez esa promesa.

Encontraremos la respuesta a esa pregunta en el último capítulo de

este Evangelio.

María corre hacia Pedro y Juan, y les dice: “Se han llevado

del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (2).

¿Quiénes son “ellos” aquí? Podría estar haciendo referencia a los

judíos que hicieron crucificar a su Señor. También podría referirse a

los romanos que habían llevado a cabo, literalmente, su ejecución por

medio de la crucifixión. Ella usa el verbo en primera persona de

plural (“sabemos”) porque, según el relato de los demás Evangelios,

no fue a la tumba sola.

La historia sigue: “Y salieron Pedro y el otro discípulo, y

fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo

corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al sepulcro

[probablemente porque ese otro discípulo, al ser Juan, era más joven

que Pedro]. Y bajándose a mirar, vio los lienzos puestos allí, pero no

entró. Luego llegó Simón Pedro tras él, y entró en el sepulcro, y vio

los lienzos puestos allí, y el sudario, que había estado sobre la cabeza

de Jesús, no puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte.

Entonces entró también el otro discípulo, que había venido primero

al sepulcro; y vio, y creyó. Porque aún no habían entendido la

Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos” (3-9).

Este apóstol del amor –el que usa la palabra “amor” más

veces que ningún otro autor del Nuevo Testamento– nunca superó el

hecho de que, cuando se encontró con Jesús, se encontró con Alguien

que lo amó como nunca antes había sido amado. Sesenta años

después de escribir el cuarto Evangelio, cuando dedica el último libro

de la Biblia a Jesús, el primer recuerdo que tiene de Él es “[el] que

nos amó” (Apocalipsis 1:5). Su inspirada carta, que se encuentra

cerca del final del Nuevo Testamento, nos da, en un solo pasaje, diez

razones por las que debemos amarnos los unos a los otros (1 Juan

4:7-21).

La historia de la iglesia nos cuenta que Juan fue el único

apóstol que vivió hasta una edad avanzada. Al final de su larga vida,

estaba tan débil y endeble que tenía que ser llevado a las reuniones

de la iglesia de Éfeso, donde pasó sus últimos años. Con un aspecto

muy distinguido, con su larga barba blanca, este apóstol del amor

acostumbraba levantar su mano en bendición y decir en una voz

aguda y débil: “Hijitos, ¡ámense los unos a los otros!”.

Recuerde que estas palabras que se usan con el significado de

‘ver’ son diferentes (Juan 20:5, 6). Al examinar las palabras griegas

en el original, al leer que “él vio” podemos tener alguna idea de lo

que ocurrió realmente en la tumba donde fue sepultado Jesús.

Cuando Pedro entra en la tumba vacía, Juan escribe que ve algo. La

palabra que Juan usa esta vez significa que Pedro examinó

detenidamente lo que vio. Pedro analizó en detalle el mayor milagro

de los cuatro Evangelios.

Si usted estudia detenidamente este pasaje, encontrará que

todos los estudiosos concuerdan en que lo que vieron Pedro y Juan

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fue que esas vendas que envolvían el cuerpo de Jesús estaban aún

intactas, como si fueran un capullo. ¡El milagro era que Jesús ya no

estaba adentro! No habían sido quitadas; es decir, no había una pila

de vendas en un rincón de esa tumba. Trate de imaginar lo que

vieron. Vieron la ropa mortuoria todavía con la forma de un cuerpo,

como un capullo vacío. Las vendas de la cabeza estaban aparte, pero

no de una forma que sugiriera que la tumba había sido robada.

Cuando entraron en esa tumba, ¡inmediatamente supieron que

estaban viendo el mayor milagro que ha conocido jamás este mundo!

Cuando leemos que Juan “vio, y creyó”, Juan usa otra palabra

más para la acción de “ver”. Esta palabra significa que vio en el

sentido que usamos la palabra cuando queremos decir “¡Ahora veo y

entiendo!”. Cuando usamos esta palabra de esta forma, queremos

decir: “Comprendo y creo lo que veo”. En realidad, estamos

expresando el concepto de “ver” de la misma forma en que Juan la

usa cuando escribe: “Vio con la plena conciencia de lo que había

ocurrido, y creyó”.

Luego Juan inserta este comentario: “Porque aún no habían

entendido la Escritura, que era necesario que él resucitase de los

muertos” (9). Y luego continúa con el relato: “Y volvieron los

discípulos a los suyos. Pero María estaba fuera llorando junto al

sepulcro” (10, 11).

Aparentemente, Pedro y Juan estaban tan extasiados por lo

que habían visto que pasaron corriendo al lado de María Magdalena.

No se detuvieron a explicarle lo que habían visto y lo que

significaba. Imagine lo que hubiera significado esta buena noticia

para María. Sin embargo, podemos entender cómo, en su emoción, la

dejaron llorando afuera de la tumba mientras ellos iban a difundir las

buenas noticias de la primera Pascua. Los enemigos de Jesús habían

destruido el templo –el cuerpo de Jesús– al que hizo referencia Él

cuando les habló de su máxima señal (2:19). A lo largo de este

Evangelio, Juan se asegura de que sepamos que Jesús entregó su

cuerpo por su propia voluntad. Él tenía el poder para entregarlo y

para resucitarlo (10:18).

Leemos que María lloró: “Pero María estaba fuera llorando

junto al sepulcro; y mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del

sepulcro; y vio a dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban

sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de

Jesús había sido puesto. Y le dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? Les

dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.

Cuando había dicho esto, se volvió, y vio a Jesús que estaba allí; mas

no sabía que era Jesús” (20:11-14).

Note que, en estas apariciones luego de la resurrección de

Jesús, los que lo conocieron y amaron antes de su muerte y

resurrección no lo reconocen. Su cuerpo, luego de la resurrección,

obviamente era diferente del que tenía el Jesús que conocían. Él

ahora le habla a María: “Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A

quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si

tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré” (15).

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

31

Entonces leemos: “Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le

dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro). Jesús le dijo: No me

toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas ve a mis hermanos,

y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro

Dios. Fue entonces María Magdalena para dar a los discípulos las

nuevas de que había visto al Señor, y que él le había dicho estas

cosas” (16-18).

Esta es una historia muy conmovedora. En los otros

Evangelios, leemos que María Magdalena era la mujer de la que

habían sido expulsados siete demonios. Esto es simbólico –el siete es

el número de la perfección en la Biblia– de que estaba

completamente poseída y que Jesús había echado todos esos

demonios de ella (un exorcismo, Lucas 8:1-3). No nos debe extrañar

que estuviera al pie de la cruz, ya que su presencia allí estaba

diciendo: “¡Nunca olvidaré lo que hiciste por mí!”.

Imagine que usted hubiera estado poseído por demonios y

Jesús lo hubiera liberado de ese espantoso tormento; cuánto amor

tendría por Él. En uno de los otros Evangelios, Jesús dijo de esta

María: “Ella pecó mucho, así que, cuando fue perdonada, amó

mucho”. Bueno, esta María pecó mucho y amaba mucho al que la

había salvado (liberado) de sus pecados (Lucas 7:47-50). Por esto

está allí, junto a la cruz, cuando todos sus discípulos lo habían

abandonado.

Muchos se preguntan por qué Jesús le dijo a esta María: “No

me toques, porque aún no he subido a mi Padre” (17) cuando, una

semana después, invitó a Tomás a tocarlo (27). Lo que Jesús le dijo,

literalmente, fue: “No te aferres a mí”. Aparentemente, cuando se dio

cuenta de que era Jesús, se asió de Él. ¡Estaba extática de alegría! Así

que Jesús le dijo, en realidad: “No te aferres a mí”.

Él había explicado a los apóstoles en el aposento alto que

tendrían una relación nueva y más íntima con Él después de su

muerte, su resurrección y la venida del Espíritu Santo. Él estaría en

ellos y ellos estarían en Él de una forma más íntima de la que habían

experimentado en sus tres años juntos. Sin embargo, estas verdades

no habían sido explicadas a María Magdalena.

Ahora habla de los apóstoles como sus hermanos y le da la

noticia de su ascensión a ella: “Ve a mis hermanos”. Les había dicho

a los apóstoles: “Uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros

sois hermanos” (Mateo 23:8). Ahora habla de ellos como hermanos

cuando le dice a María: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi

Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (17). El autor

del Libro de los Hebreos parece hacer un comentario sobre este

pasaje cuando expresa su asombro porque Jesús no se avergüenza de

llamar hermanos a los hombres (Hebreos 2:11).

Note la distinción aquí: el Padre de Él y el Padre de ellos; el

Dios de Él y el Dios de ellos. Es posible que estas palabras de Jesús

tengan dos significados. Su relación con el Padre era única. Rara vez

lo encontramos orando con estos apóstoles. Les enseña cómo orar

pero, cuando ora, casi siempre ora solo. Él es el Hijo, no un hijo. Tal

vez quiso decir esto.

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

32

Tal vez quiso decir lo que enseñó a los discípulos en el

aposento alto: “Mi Padre es la explicación para cada palabra que digo

y cada obra que hago. Yo soy el Camino al Padre. Ahora, Él es el

Padre de ustedes también. Mi Dios es la explicación para todas las

cosas que me han visto hacer y me han oído decir. Ahora ustedes

pueden estar tan cerca del Padre como yo”.

Así que María Magdalena se dirige a los discípulos y grita:

“¡He visto al Señor!” (18). ¡Qué noticia tan gloriosa! Y les dijo que

le había dicho “estas cosas”; aparentemente, lo que Él le había dicho

acerca de su ascensión.

La Gran Comisión en el Evangelio de Juan

"Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la

semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos

estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en

medio, les dijo: Paz a vosotros. Y cuando les hubo dicho esto, les

mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron viendo

al Señor.

“Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me

envió el Padre, así también yo os envío. Y habiendo dicho esto,

sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los

pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son

retenidos” (Juan 20:19-23).

Este es un pasaje fascinante de la Biblia. Las puertas están

trabadas. Los apóstoles siguen con temor de que el corrupto sistema

religioso que llevó a su Señor a la cruz los venga a buscar a ellos. Así

que están llenos de temor, reunidos detrás de puertas trabadas. Sin

que se abran las puertas, Jesús aparece de pronto entre ellos. Dos

veces les da su bendición de paz. Luego les da la Gran Comisión

según Juan. Podría traducirse así: “Los envío a ustedes al mundo

exactamente de la misma forma en que el Padre me envió a mí al

mundo” (17:18, 20:21).

Al dar la Gran Comisión, sopla sobre ellos y dice: “Recibid el

Espíritu Santo” (22). Los eruditos discrepan en cómo interpretar este

pasaje. Algunos creen que simplemente estaba diciéndoles que,

cuando viniera el Día de Pentecostés, iban a recibir el Espíritu Santo.

El original griego sugiere que Jesús inspiró y espiró, y luego dijo:

“Reciban (o incorporen) el Espíritu Santo”. Podría haber querido

decir que, cuando viniera el Espíritu Santo, recibirlo sería tan simple

como inspirar y espirar.

En el contexto de obedecer la Gran Comisión, Jesús dice,

esencialmente: “Si ustedes perdonan los pecados de una persona, son

perdonados. Si no perdonan sus pecados, no son perdonados” (23).

Esta enseñanza de Jesús también puede entenderse de dos formas

diferentes. Algunas personas en la historia de la iglesia han entendido

que significa que el ministro, el que predica el evangelio a los

pecadores y la Biblia a los creyentes, tiene el poder y la opción de

perdonar o no perdonar. Creen que esta persona puede decir: “Te

absuelvo, o te perdono”. También tiene el poder y la opción de decir:

“No te perdono”.

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

33

Esto no es lo que el pasaje enseña, porque solo Dios puede

perdonar pecados (Lucas 5:17-25, Colosenses 1:13, 14). Creo que la

interpretación correcta es que, cuando predicamos o enseñamos el

Evangelio a los pecadores, o la Biblia a los creyentes, si creen,

podemos asegurarles que Dios perdona sus pecados por lo que Cristo

hizo por ellos en la cruz. Si no creen el Evangelio, podemos declarar

que sus pecados no son perdonados. Como pastor que ha invitado a

los pecadores a aceptar el perdón de Dios, he hecho esto muchísimas

veces. Lo mismo puede hacer cualquiera que proclame el Evangelio.

Antes que Juan indique su propósito para escribir este cuarto

Evangelio, la tercera gran enseñanza de este capítulo comienza en el

versículo 24. Esta gran enseñanza nos da una respuesta profunda a la

pregunta: “¿Qué es la fe?”. Leemos que Tomás no estuvo presente

cuando Jesús apareció a los apóstoles: “Le dijeron, pues, los otros

discípulos: Al Señor hemos visto. El les dijo: Si no viere en sus

manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los

clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.

“Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y

con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso

en medio y les dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu

dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y

no seas incrédulo, sino creyente.

“Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios

mío! Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste;

bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (20:24-29).

Podríamos denominar esta declaración de Jesús a Tomás: “La

novena bienaventuranza”. Podemos agregarla a las ocho hermosas y

bienaventuradas actitudes que Jesús enseñó en la montaña (Mateo

5:3-11): “Bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Juan

20:29). No seamos demasiado duros con Tomás. Por este pasaje, se

lo llama a Tomás “el que dudó”. Recuerde que cuando todos tenían

temor porque Jesús volvía a Judea, donde la hostilidad de los judíos

se había vuelto tan intensa que corría peligro, Tomás el apóstol fue el

que dijo: “Vamos también nosotros, para que muramos con él” (Juan

11:16).

Tomás tenía fe. Piense en las palabras que dijo: “¡Señor mío,

y Dios mío!” (28). Esta aparición milagrosa de Jesús a sus discípulos

es la última señal que Juan registra para nosotros antes de decirnos el

propósito para el cual escribió este Evangelio. A lo largo de estos

veinte capítulos, Juan ha presentado evidencias milagrosas para

convencernos de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Estas

palabras de Tomás son la razón por la que Juan escribió este

Evangelio. Lo escribió para convencernos de que Jesús es el Cristo,

el Hijo de Dios. Es lo que Tomás confiesa que es Jesús. Tomás no

solo dice que Jesús es su Salvador. Está profesando su fe en Jesús

como su Señor y su Dios.

Luego de dar su evaluación realista de la fe de Tomás –

“Creíste porque viste”–, Jesús declara esta novena actitud que

bendice: “Bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (29). Así

como no debemos ser demasiado duros con Pedro por su negación,

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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cuando todos los apóstoles abandonaron a Jesús (Marcos 14:50),

tampoco deberíamos ser demasiado duros con Tomás por creer lo

que vio mientras siguió a Jesús por tres años. Lo mismo había pasado

con todos los otros apóstoles. Ellos creyeron porque vieron el agua

convertirse en vino en Caná. Creyeron porque vieron al Señor calmar

la tormenta, sanar a cientos de personas y levantar a Lázaro de entre

los muertos. Por eso creyeron. Jesús estaba enseñando, no solo a

Tomás, sino a todos los apóstoles, la respuesta a esa pregunta: “¿Qué

es la fe?”.

Sin embargo, piense en esta novena actitud bienaventurada:

“Bienaventurados los que no vieron, y creyeron”. ¿A qué personas

está dirigida esta bendición prometida? No a los demás apóstoles,

ellos creyeron porque vieron. Jesús dio esta novena actitud

bienaventurada a Tomás y a los apóstoles para beneficio y bendición

de millones de creyentes que Él sabía que lo seguirían a lo largo de

todos los siglos de la historia de la iglesia, los que creerían en un

Cristo resucitado y vivo al que nunca habrían visto.

Esta enseñanza de Jesús sobre la fe se describe

elocuentemente en estas inspiradas palabras de Pedro: “A quien

amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis,

os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra

fe, que es la salvación de vuestras almas” (1 Pedro 1:8, 9). Esto

significa que Jesús quería que esta novena actitud, que Él bendice,

fuera la experiencia de fe de creyentes como usted y yo. Esta es una

actitud con una bendición que es prometida y pronunciada por Jesús

sobre todos los que creen en un Salvador resucitado que es, aunque

nunca lo hayan visto.

Juan concluye este capítulo 20 dándonos su gran declaración

de propósito. En un sentido, hemos concluido ahora nuestro

comentario versículo por versículo del Evangelio de Juan. Los

estudiosos están convencidos de que el testimonio sistemático sobre

Jesús que presenta Juan en este Evangelio concluye con esta

declaración de propósito al finalizar el capítulo 20. El capítulo final

es un epílogo, o un apéndice que, en la inspiración del Espíritu Santo,

se incluye porque enseña una verdad profunda que tiene que ver con

la implementación de la Gran Comisión que Jesús dio a los apóstoles,

según Juan la registra en el capítulo 20.

Este epílogo es inspirado y muy importante, como veremos

en el último capítulo de este fascículo. Sin embargo, la conclusión de

lo que podríamos llamar el tema de este Evangelio, desde las

primeras palabras que Juan escribe en el primer capítulo hasta el

versículo veintinueve del capítulo 20, es: “Hizo además Jesús

muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no

están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis

que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis

vida en su nombre” (20:30, 31).

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Epílogo

Cómo hacer que un “nadie” sea “alguien”

(Juan 21:1-25)

El epílogo del Evangelio de Juan comienza así: “Después de

esto, Jesús se manifestó otra vez a sus discípulos junto al mar de

Tiberias; y se manifestó de esta manera: Estábamos juntos Simón

Pedro, Tomás llamado “el mellizo”, Natanael el de Caná de Galilea,

mi hermano Santiago y yo, y otros dos discípulos.

“Simón Pedro nos dijo: Voy a pescar. Le dijimos todos:

Vamos nosotros también contigo. Fuimos, y entramos en una barca;

y aquella noche no pescamos nada. Cuando ya iba amaneciendo, se

presentó un hombre en la playa, pero no podíamos ver quién era; Nos

dijo: Muchachos, ¿tienen algo de pescado para comer? Le

respondimos: No. Él nos dijo: Echen la red a la derecha de la barca, y

encontrarán bastantes peces. Entonces la echamos, y ya no la

podíamos sacar, por la gran cantidad de peces.

“Entonces le dije a Pedro: ¡Es el Señor! Simón Pedro, cuando

oyó que era el Señor, se ciñó la ropa (porque se había despojado de

ella), y se echó al mar. Y el resto de nosotros nos quedamos en la

barca, arrastrando la red de peces, pues no distaban de tierra sino

como cien metros. Al descender a tierra, vimos un fuego preparado, y

un pez encima de ellas, y pan.

“Jesús nos dijo: Traigan de los peces que acaban de pescar.

Subió Simón Pedro, y sacó la red a tierra, llena de grandes peces,

ciento cincuenta y tres; y aun siendo tantos, la red no se rompió. Nos

dijo Jesús: Vengan, coman. Y ninguno de nosotros nos atrevíamos a

preguntarle si era realmente el Señor, porque estábamos bastante

seguros. Jesús entonces se puso a servirnos el pan y el pescado.

“Esta era ya la tercera vez que Jesús se nos apareció, después

de haber resucitado de los muertos” (21:1-14, versión libre).

La mayoría de los estudiosos creen que el tema sistemático

del Evangelio de Juan finaliza en el versículo 31 del capítulo 20. En

este capítulo-epílogo, leemos que Jesús recuerda a siete de los doce

apóstoles que había designado –especialmente a Pedro– que no los

comisionó para que pescaran peces, ¡sino hombres! (Lucas 5:10;

Marcos 16:7; Juan 21:15-25).

Estos apóstoles han estado trabajando toda la noche en una

expedición de pesca que resultó infructuosa. Desde la playa, el Jesús

resucitado les indica que arrojen sus redes del otro lado de su barca.

Apenas cumplen con su directiva, la red se llena de pescados, e

inmediatamente saben que el extraño de la playa es el Señor. Se nos

da el número exacto de la asombrosa pesca: “... llena de grandes

peces, ciento cincuenta y tres” (21:11).

¿Qué importancia tiene este número? Durante siglos, los

Padres de la iglesia y los eruditos han intentado determinar el

significado simbólico de este número. Algunos han sugerido que en

ese momento había ciento cincuenta y tres diferentes tipos de peces

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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que podían atraparse. Creían que la importancia de este número era

que Jesús estaba diciendo a estos apóstoles que los iba a usar como

pescadores de hombres, para “atrapar” a todo tipo de persona del

mundo (Mateo 4:19). El evangelio de la salvación no era solo para

los judíos o para ciertos tipos especiales de personas. Al igual que la

proclama de los ángeles cuando nació Cristo, Jesús recordó a estos

apóstoles que el evangelio era para todo el pueblo (Lucas 2:10).

Estos Padres de la iglesia primitiva creían que el número

ciento cincuenta y tres era considerado como un número de plenitud,

como en la parábola de Jesús sobre los que darían fruto, algunos

treinta, otros sesenta y algunos cien veces (Mateo 13:8). Según esta

interpretación y aplicación, en los cien más cincuenta Jesús predice

una pesca o cosecha de almas que irá mucho más allá de todo lo que

uno podría siquiera imaginarse.

También creían que los tres que superaban los ciento

cincuenta representaban al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Estos

tres serían la fuente de poder y el poder mismo detrás de la cosecha o

pesca, y el propósito de esta gran cosecha sería dar gloria a Dios el

Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Algunos estudiosos, a lo largo de los años, han creído que hay

un significado espiritual en el hecho de que la red no se rompe con

esta gran pesca. La interpretación y aplicación para los apóstoles –y

para nosotros hoy, al pescar hombres– es que descubriremos que

ninguno de los pescados atrapados pasará por la red y se perderá.

Como enseñó Jesús en otra parte de este Evangelio, el Padre es el

Primer Impulsor detrás de nuestra respuesta a Cristo, y estamos

seguros en las manos del Hijo y el Padre cuando respondemos al

evangelio y nos convertimos en una de sus ovejas (6:44; 10:28, 29).

La afirmación de Pedro

En la mitad del último capítulo, comenzando en el versículo

15, leemos un pasaje maravilloso en la historia del Nuevo

Testamento sobre la relación que tenía Pedro con Jesús. En la

mayoría de las traducciones, Jesús pregunta a Pedro, tres veces:

“Pedro, ¿me amas?”. Voy a citar una paráfrasis de estos versículos

que destaca el claro significado de las palabras griegas que usan

Jesús y Pedro en este profundo diálogo:

"Después del desayuno, Jesús le dijo a Simón Pedro: ‘Simón,

hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?’. ‘Sí’, contestó Pedro, ‘tú

sabes que soy tu amigo’. ‘Entonces, alimenta a mis ovejas’, le dijo

Jesús. Jesús repitió la pregunta: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas

realmente?’. ‘Sí, Señor’, dijo Pedro, ‘tú sabes que soy tu amigo’.

‘Entonces, cuida de mis ovejas’, dijo Jesús.

"Una vez más, le pregunto: ‘Simón, hijo de Juan, ¿eres

siquiera mi amigo?’. Pedro estaba acongojado por la forma en que

Jesús hizo la pregunta por tercera vez. ‘Señor, tú conoces mi

corazón; tú sabes que lo soy’, dijo. Jesús dijo: ‘Entonces, alimenta a

mis ovejitas’” (21:15-25).

Al leer este pasaje, note que, en presencia de seis de los

hombres que habían oído a Pedro ufanarse en el aposento alto de que

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nunca negaría a su Señor, Jesús le preguntó a Pedro tres veces:

“Pedro, ¿me amas más que éstos?”. La segunda vez que hizo la

pregunta no incluye la referencia a los otros que están presentes.

¿Acaso le hace esta pregunta a Pedro tres veces porque, como

Dios encarnado, no sabe la respuesta? Por supuesto que no. Cuando

Jesús hizo esta pregunta por primera vez, Juan dice que usó la

palabra agape, que indica un tipo de amor total, completo, que Pablo

describe en el corazón de lo que muchos consideran “el capítulo del

amor” de la Biblia (1 Corintios 13:4-7).

Cuando Pedro contesta que él sí ama a Jesús, Juan dice que

Pedro usa la palabra griega fileo, que indica una calidad de amor

inferior al amor agape, un amor que podría denominarse

simplemente una amistad. Pedro, al contestar la pregunta de Jesús,

dice, en esencia: “Tú sabes la respuesta a esa pregunta. Tú sabes que

soy solo tu amigo”. La calidad de amor que Pedro ahora confiesa por

Jesús no es el amor agape que Jesús ordenó en el aposento alto, ese

amor que viene de Dios y resulta en un compromiso total.

La observación más importante que podríamos hacer sobre

este diálogo es el cambio que vemos en Pedro. Cuando Jesús le

pregunta si su amor es mayor que el de los demás, en su respuesta no

se ufana, ahora, de cómo ama a Jesús más que los otros. Es casi

como si el Señor estuviera preguntando: “Pedro, ¿me amas con todo

tu corazón, tu mente, tu alma y tus fuerzas?”. Y Pedro le contesta:

“Tú conoces la respuesta, Señor. Tú sabes que mi amor por ti solo

llega a una amistad superficial”.

Pedro experimenta algo que puede describirse en una palabra:

quebrantamiento. Pedro está quebrantado en espíritu. Otra forma de

decir lo mismo es que está experimentando la primera actitud

hermosa que Jesús enseñó en el monte, en Galilea, lo que Él llama

ser “pobre en espíritu”. Jesús une esa hermosa actitud con el llanto

porque, como Pedro, a menudo lloramos cuando estamos

experimentando el quebrantamiento o mientras aprendemos a ser

pobres en espíritu (Mateo 5:3, 4).

Los versículos más hermosos de la Biblia

No olvide observar que, cuando Pedro confiesa que su amor

por su Señor es simplemente una amistad, Jesús contesta: “Alimenta

mis ovejas, Pedro”. Creo que este es uno de los pasajes más

hermosos de toda la Biblia. La esencia de lo que el Señor le está

diciendo, en realidad, a Pedro es: “Quiero alguien como tú, que sabe

lo que es fracasar, para alimentar a mis ovejas, Pedro. No quiero un

perfeccionista que haga demandas irreales a mis ovejas. Quiero una

persona quebrantada, una persona humilde, para pastorear a las

ovejas por las cuales morí. Quiero una persona compasiva y

afectuosa para alimentar a mis ovejas, que pueda entender sus

fracasos mientras pastorea a estas ovejas que tanto amo. Quiero

alguien como tú para alimentar y cuidar a mis preciosas ovejas,

Pedro”.

La segunda vez que el Señor hace la pregunta: “Pedro, ¿me

amas realmente?”, Juan dice que Jesús vuelve a usar la palabra

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agape. La segunda vez que Pedro contesta, diciendo que ama al

Señor, Juan dice que Pedro usa nuevamente la palabra fileo. En

respuesta a esta segunda confesión de Pedro, Juan dice que Jesús

contesta a Pedro usando una palabra griega que significa: “Entonces

pastorea mis ovejas, Pedro”. Esta palabra significa, esencialmente:

“Entonces ocúpate de mis ovejas. Necesito alguien como tú para

atender a las necesidades de mis ovejas, Pedro” (21:16).

El dramatismo intenso de esta conversación dinámica que

tiene Jesús con Pedro en esa playa llega a su punto culminante la

tercera vez que el Señor pregunta: “Pedro, ¿me amas?”. En esta

tercera ocasión, Juan dice que el Señor usó la palabra fileo. Esto

significa que Jesús, en esencia, está preguntando a este futuro líder

de la iglesia: “¿Eres siquiera mi amigo, Pedro?”.

Cuando entendemos estas palabras en griego, nos damos

cuenta de por qué Pedro está acongojado cuando el Señor le hace esta

pregunta por tercera vez. También nos damos cuenta de su

quebrantamiento cuando da su respuesta final a estas tres preguntas

de Jesús: “Señor, tú conoces mi corazón. Tú lo sabes todo. Tú sabes

que yo tengo, por lo menos, este amor por ti. Seguramente sabes que

soy, por lo menos, tu amigo” (17).

Como ya he señalado, la parte más hermosa de este diálogo

entre Jesús y este apóstol, que ha negado a su Señor tres veces, es

que, cuando Pedro confiesa que está quebrantado, la respuesta final

de su Señor es: “¡Alimenta a mis ovejitas, Pedro!”. ¡Creo que es

completamente hermoso! Si alguna vez le ha fallado a su Señor,

usted también debería pensar que estas últimas palabras de Jesús a

Pedro son unas de las palabras más hermosas de la Biblia.

Estas palabras de afirmación de Jesús para Pedro –que

también repite tres veces– significan que el Cristo resucitado y vivo

no quiere perfeccionistas que perpetúen el mito de su perfeccionismo

mientras hacen demandas irreales a sus ovejas. Los fariseos fueron

las únicas personas en la tierra que produjeron la emoción de ira en

Aquel que era “Dios con nosotros”. Una de las razones por las que

nuestro Señor se enojó con los fariseos fue que hacían demandas

irreales al pueblo de Dios (Mateo 23:13).

Uno de mis muchos mentores me dijo: “Tú no eres Dios, así

que permítete el derecho de fallar y permite a los demás lo que te

permites, de una manera realista, a ti. Las personas que no aceptan

las fallas en ellos y en otros se dirigen y dirigen a otros a la

desesperación”. Otro mentor me dijo que, mientras le daba un beso

de despedida a su esposa en su primer día de trabajo como capellán

del Senado de Estados Unidos, le dijo: “¡Cada día que he vivido me

ha preparado para este día!”.

Este diálogo entre Jesús y Pedro es conmovedor, cuando nos

damos cuenta de que Jesús está convenciéndolo a Pedro –y a usted y

a mí– de que nuestras victorias y nuestros fracasos son herramientas

que Él usa para desarrollar nuestro carácter espiritual y convencernos

de una verdad dinámica que enseñó en el último “retiro cristiano”.

Cuando Jesús mostró a los apóstoles la metáfora de la vid y las

ramas, les enseñó –a ellos y a nosotros– que, sin Él, no podemos

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hacer nada; no un poquito de bien, ni algo de bien, ¡sino

absolutamente nada! (15:5). Al seguir a Jesús, todo lo que nos sucede

puede ser parte de su educación de “seminario” para nosotros, ¡y este

“seminario” no termina nunca!

¿Por qué demostró el Cristo resucitado gran poder el Día de

Pentecostés a través de este hombre, Pedro? Creo que, cuando

entendamos la dinámica de este diálogo de Jesús con Pedro en la

playa esa mañana, encontraremos la respuesta a esa pregunta.

El Señor estaba enseñando a Pedro tres lecciones que el

pueblo de Dios debe aprender antes de convertirse en instrumentos

que la mano de Dios use poderosamente. Primera lección: “Tú no

eres nadie”. Segunda lección: “Tú eres alguien”. Tercera lección:

“Ahora déjame mostrarte lo que puedo hacer con alguien que ha

aprendido que no es nadie”. En mi fascículo sobre Éxodo, demuestro

tres lecciones de la experiencia de vida de Moisés (Fascículo número

1). Usted descubrirá que, a lo largo de la Biblia, Dios enseña estas

tres lecciones a las personas que usa. Cuando Dios quiera usarlo, le

enseñará estas mismas tres lecciones.

Otra forma de resumir estas tres lecciones es decir que

personas como Moisés y Pedro, que las aprendieron, descubrieron la

bendición que resulta de conocer cuatro secretos espirituales:

"No es cuestión de quién o qué soy yo, sino Quién y qué es

Dios. Lo que realmente importa no es lo que yo puedo o no puedo

hacer, sino lo que Él puede y quiere hacer. Lo importante es, por lo

tanto, no lo que yo quiero, sino lo que Él quiere”. Cuando aprendo

estos secretos espirituales, entonces puedo mirar atrás, cuando Cristo

me usa, y decir: “Cuando pienso en el valor de mi vida, me doy

cuenta de que no fue lo que yo hice, sino lo que Él hizo a través de

mí lo que tendrá consecuencias perdurables. Solo cuando

experimenté estas realidades espirituales mi vida produjo lo que

Jesús llama ‘el fruto que permanece’” (Juan 15:16).

Un joven que conozco, que era un obsesionado por lograr el

éxito antes de aprender estos cuatro secretos espirituales, los redujo a

uno de la siguiente forma: “Jesucristo más algo equivale a nada;

¡Jesucristo más nada equivale a todo!”. El Señor lo usa

poderosamente hoy como evangelista internacional, porque ha

aprendido lo que Dios puede hacer con alguien que ha aprendido que

no es nadie.

Estoy convencido de que el Cristo resucitado y vivo escogió

ministrar a través de Pedro el Día de Pentecostés porque Pedro había

aprendido que no era nadie. En la playa, esa mañana, Jesús

convenció a Pedro de que era alguien que Dios podría usar, porque

había aprendido que no era nadie. En el Día de Pentecostés, la iglesia

y todo el mundo descubrió lo que el Cristo resucitado y vivo puede

hacer a través de alguien que ha aprendido que no es nadie (Hechos

2:32, 33).

La voluntad de Dios para su vida (21:18-23)

En este contexto, Jesús también enseñó una lección vital

acerca de la voluntad de Dios para la vida de un discípulo. Juan

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escribe que el Señor le dice a Pedro: “De cierto, de cierto te digo:

Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando

ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a

donde no quieras” (18).

Tal vez Jesús se refería a la edad avanzada y al hecho de que,

a esta edad, las personas a veces requieren de un cuidado total. Pero,

para que no pensemos de esta forma, Juan sigue diciendo: “Esto dijo,

dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios” (19).

Obviamente, Jesús hablaba aquí de la crucifixión, cuando

dijo: “Extenderás tus manos”. Esa era una expresión de ese tiempo,

como la expresión “ser levantado” que usó Jesús en el tercer capítulo

de este Evangelio, que significaba, claramente, la crucifixión (3:14).

Luego leemos: "Volviéndose Pedro, vio que les seguía el

discípulo a quien amaba Jesús [que sería Juan], el mismo que en la

cena se había recostado al lado de él, y le había dicho: Señor, ¿quién

es el que te ha de entregar? Cuando Pedro le vio, dijo a Jesús: Señor,

¿y qué de éste?” (20, 21).

Pedro solía ufanarse de que estaba dispuesto a morir por

Jesús. Leemos, en este epílogo, que el Jesús resucitado decidió

decirle a Pedro cómo moriría. Si la tradición sobre la muerte de

Pedro es correcta, ¡esto significa que Jesús le dijo a Pedro que tendría

el privilegio de ser crucificado cabeza abajo por su Señor!

Cuando Pedro escuchó esto, su humanidad se puso en

evidencia cuando señaló por sobre su espalda a Juan, su socio en el

negocio de la pesca, y le dijo a Jesús, en esencia: “Sé que me darás la

gracia y la paz para soportar esa horrible muerte, pero ¿y él? ¿Cuál es

tu voluntad para su vida y su muerte?”. Por supuesto, Pedro podría

haber hecho esta pregunta porque amaba a Juan, y Juan le había

demostrado un gran amor durante el tiempo difícil entre sus

negaciones y este reclamo y afirmación de Jesús.

Jesús contesta diciéndole a Pedro que, en realidad, su

voluntad para la vida y la muerte de Juan no le incumbe. “Jesús le

dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme

tú” (22). En otras palabras, el Señor le estaba diciendo a Pedro: “Mi

plan para Juan es mi plan para Juan. Mi plan para ti es mi plan para

tu vida. No te preocupes por mi plan para él. Tu preocupación y tu

prioridad debe ser descubrir mi plan para ti, y te incumbe ocuparte de

seguirme a mí”.

Entonces leemos: “Este dicho se extendió entonces entre los

hermanos, que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que

no moriría, sino: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a

ti?” (23).

Dios rompe el molde cada vez que hace a uno de nosotros una

nueva creación a través del nuevo nacimiento. Somos obra suya

cuando experimentamos la salvación (2 Corintios 5:17, 18; Efesios

2:10). En la providencia de Dios, todos somos diseñados para ser

únicos y distintos de toda otra persona de la tierra (Salmos 139:16).

Recuperamos esa individualidad única a través de la salvación (2

Timoteo 2:23-26; Filemón 19; 1 Timoteo 4:16). Entonces, ¿por qué

esperamos encontrar la voluntad de Dios para nuestras vidas –que

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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nos hará distintos de toda otra persona de la tierra– comparando su

voluntad para nuestras vidas con su voluntad para las vidas de otros

creyentes?

Esta es una verdad hermosa, porque todos parecemos dedicar

mucho de nuestro tiempo a pensar en lo que el Señor hace en las

vidas de otras personas. Pero yo soy la única persona por la que soy

responsable y la única por la que tengo que rendir cuentas ante

Cristo. Por lo tanto, debo dedicar mi tiempo y mi energía a

preocuparme por si estoy o no haciendo lo que el Señor quiere que

haga, y no preocuparme por su plan para los demás creyentes.

La Biblia usa una metáfora que no se comprende fácilmente

en las sociedades democráticas. Las ciudades antiguas, como Roma,

tenían millones de esclavos. Los profetas del Antiguo Testamento se

identificaban como los esclavos de Dios. En sus grandes epístolas, el

apóstol Pablo da a entender que todos somos esclavos del Señor

Jesucristo al comenzar sus cartas, presentándose como esclavo de

Jesucristo. En la cultura en la que Pablo escribió sus cartas, un

esclavo no tenía mayor prioridad que agradar y obedecer a su amo.

En ese contexto, escribe: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno?

Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque

poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (Romanos 14:4).

Según Pablo, no debemos responder por nuestros compañeros

esclavos, sino usted y yo somos esclavos que debemos responder

ante nuestro Amo, Jesucristo.

Dado que Jesús no fue solo el Salvador de Pedro, sino

también su Señor, Pedro –al igual que Pablo– era el esclavo de su

Amo, Jesús. Como esclavo de Jesús, a Pedro no le correspondía

preguntarle a su Amo sobre su plan para otro esclavo, el apóstol

Juan.

En resumen

Algunos eruditos creen que esta expedición de pesca

infructuosa representaba la terrible realidad de que estos hombres

estaban volviendo a su negocio de siempre y estaban dejando de lado

la misión que Jesús les había encomendado y para la cual había

invertido tres años de su tiempo y su vida con ellos. En esta aparición

posterior a su resurrección, Jesús, obviamente, les recuerda a estos

apóstoles que no los había comisionado para atrapar peces. Los había

comisionado para atrapar hombres (Lucas 5:10; Mateo 4:19).

La segunda verdad enseñada por Jesús y que se registra en

este epílogo es su desafío a Pedro y a los otros apóstoles a

involucrarse en la alimentación y el pastoreo de los que serían

cosechados en Pentecostés. Pablo escribe: “...y que apareció a Cefas

[Pedro]” (1 Corintios 15:5). Pablo probablemente tenía en mente este

diálogo con Pedro cuando escribió estas palabras. La frase de Pablo

hace que el encuentro de Jesús con Pedro en la playa parezca una

entrevista privada. Si bien parece que su diálogo con Pedro fue

privado, es probable que éste haya compartido la esencia de ese

tiempo con los demás apóstoles.

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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Ciertamente podemos leer los resultados de este período de

negación, afirmación y restauración de Pedro por parte de Jesús en

las palabras finales que Pedro dirige a los ancianos en su carta

inspirada e inspiradora, que encontramos casi al final del Nuevo

Testamento: “Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria

eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo,

él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca” (1 Pedro

5:10).

La segunda verdad primaria que enseña Jesús y que aparece

en este epílogo es su desafío a Pedro y a estos otros seis apóstoles

para que pastoreen y alimenten a los que nacerían de nuevo varias

semanas después de su resurrección y ascensión. En el aposento alto,

el énfasis de la enseñanza de Jesús fue: “Si me aman, guarden mis

mandamientos”, y su Nuevo Mandamiento para ellos fue que se

amaran unos a otros como Él los había amado durante tres años.

Luego de su resurrección, especialmente en su diálogo con Pedro, y

para instrucción de todos los apóstoles que están presentes en ese

desayuno en la playa, el énfasis es: “Si me aman, alimenten y

pastoreen a mis corderos y ovejitas”.

La tercera gran enseñanza de Jesús para ellos –y, por

aplicación, para usted y para mí– fue que descubrieran la voluntad

individual de Dios para sus vidas y su voluntad colectiva para sus

iglesias, al obedecer, ellos y nosotros, la Gran Comisión.

Las últimas palabras de mi Evangelio preferido (21:24-25)

Ahora llegamos a la hermosa conclusión de Juan para este

magnífico Evangelio. A lo largo de todo este Evangelio, con una

hermosa humildad, Juan ha estado refiriéndose a él mismo como el

discípulo “al cual amaba Jesús”, o “el otro discípulo”, el discípulo al

cual amaba Jesús y se apoyó sobre Él para hacerle esa pregunta en el

aposento alto. Sin embargo, al finalizar su Evangelio, dice,

esencialmente: “Yo soy ese discípulo que he estado mencionando a

lo largo de todo este libro. Yo vi todas estas cosas que registré aquí.

Y todos nosotros, los que integramos esta hermandad, sabemos que

mi relato de estas señales es exacto”.

Busque esta humilde firma de Juan a lo largo de este

profundo cuarto Evangelio y luego descubra que, en estos capítulos

finales, Juan nos dice claramente que él es ese otro discípulo al que

Jesús amaba y que escribió este Evangelio (13:23; 19:26; 18:16;

21:24).

Luego concluye su Evangelio con estas palabras asombrosas:

“Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se

escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los

libros que se habrían de escribir” (25). Mi mentor, que era el capellán

del Senado de Estados Unidos, consultó a una de las mayores

bibliotecas del mundo, la Biblioteca del Congreso de Estados

Unidos, y preguntó: “¿Cuántos libros se han escrito sobre la vida de

Jesucristo?”. Se mostraron renuentes a darle un número exacto,

porque le dijeron que este número sería casi imposible de calcular.

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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Había un viejo rabino que vivía allá por el año 80 d.C. Al

finalizar una larga vida de aprendizaje, escribió: “Si todo el cielo

fuera un pergamino, y todos los árboles plumas de escribir, y todos

los mares tinta, no alcanzaría la tinta para poner por escrito la

sabiduría que he aprendido de mis maestros; y, sin embargo, he

tenido el placer de aprender solo tanta sabiduría de los sabios como

una mosca que se sumergiera en ese océano de tinta podría tomar de

ese océano”.

Piense en esa mosca sumergiéndose en un océano de tinta, y

cuánta tinta podría llevar cuando vuela. El viejo rabino nos da una

metáfora elocuente con la cual colocar en perspectiva para nosotros

lo que sabemos comparado con lo que puede conocerse. Otro de mis

mentores me dijo que mi educación para el ministerio sería un

proceso de ir de la ignorancia inconsciente a la consciente. Cuanto

más sabemos, mayor nuestra conciencia de lo que no sabemos.

Es con este espíritu que Juan concluye este Evangelio. Su

conclusión a este Evangelio magnífico e inspirado es: “Les he

contado todas estas cosas acerca de Jesús, pero hay mucho más para

contar. Solo he escogido unas pocas de estas señales y las he

registrado para que ustedes puedan examinar mi testimonio preciso

de estas señales, y luego recibir vida eterna porque creen que Jesús es

el Cristo, el Hijo de Dios. Pero no les he dicho todo acerca de Jesús.

Solo les he contado un pequeño fragmento de todo lo que hay para

contar acerca de Jesucristo”.

Otra declaración final apropiada para este Evangelio aparece

escrita por el apóstol del amor en el último capítulo de su inspirada

carta, que encontramos casi al final de Nuevo Testamento: “Y este es

el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en

su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de

Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11, 12).

Cuentan que, una vez, murió un hombre rico. Dado que su

patrimonio era de más de mil millones de dólares, su mansión estaba

atestada de familiares, amigos y socios comerciales para la lectura de

su testamento. Antes que el albacea comenzara a leer su última

voluntad y testamento, anunció que se remataría un retrato del hijo

del hombre que había muerto, antes de leer el testamento. El hijo

había sido un bochorno para su padre, y muy pocas personas lo

querían.

Un martillero comenzó con la subasta. Luego de un silencio

incómodo, sin ninguna oferta para el retrato, una anciana que había

sido la institutriz del hijo ofreció cinco dólares, que era todo lo que

podía dar. Como no hubo ninguna otra oferta, porque nadie quería el

retrato de ese hijo, se le entregó el retrato. Cuando se leyó el

testamento, la primera frase era: “He dejado todas mis posesiones

terrenales a la persona que compró el retrato de mi hijo”.

Esa historia ilustra el espíritu de la forma en que Juan

concluye su Evangelio y su breve carta, que buscaba que fuera una

continuación de este Evangelio: “El que tiene al Hijo tiene todo, y el

que no tiene al Hijo no tiene nada”.

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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La aplicación personal

Hemos recorrido ahora los veintiún capítulos de este

magnífico Evangelio, haciéndonos la pregunta: “¿Quién es Jesús?”, y

contestándola. Juan nos ha presentado una “galería de arte”

sobrenatural de retratos de Cristo que él llama “señales”, ¡que prueba

concluyentemente la gloriosa realidad de que Jesús es el Cristo, el

Mesías y el unigénito Hijo de Dios!

Vez tras vez hemos hecho la pregunta: “¿Qué es la fe?”, y la

hemos contestado. Hemos aprendido de este Evangelio que la fe no

es meramente intelectual. La fe no es simplemente cuestión de

agregar proposiciones lógicas y llegar a conclusiones lógicas. Si eso

fuera todo lo que es la fe, entonces cualquiera y todos los que

tuvieran una buena mente creerían. Las personas que tuvieran la

ventaja de una buena educación serían creyentes, y todos los que no

tuvieran esa ventaja no creerían. La fe tiene que ver con nuestra

voluntad y nuestra libertad de tomar decisiones, y no meramente con

nuestra mente, según el Cristo que hemos conocido en este

Evangelio.

La fe suele estar basada en nuestra respuesta al Espíritu

Santo, que nos lleva a la salvación y a una relación con el Cristo

resucitado y vivo. Así que, si usted ha leído este magnífico

Evangelio, lea para ver a Cristo y darse cuenta de que el Cristo

resucitado y vivo desea tener una relación con usted y una respuesta

de usted. Ya que ha aprendido que el Espíritu Santo es nuestro

Maestro, al leer este Evangelio, pida a Dios el Espíritu Santo que le

revele verdad espiritual a usted.

Isaías comenzó su gran profecía sobre la cruz de Cristo con la

pregunta: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio?”. Contesta esta

pregunta cuando escribe: “¿Y sobre quién se ha manifestado el brazo

[poder] de Jehová?”. Quienes creen son las personas a quienes la

verdad, como la verdad que hemos examinado en nuestra lectura, ha

sido revelada (Isaías 53).

Al estudiar este Evangelio de Juan conmigo, ¿le ha estado

haciendo conocer el Espíritu Santo que estas cosas son verdaderas?

Juan nos ha dicho quién es Jesús. Nos ha dicho lo que es la fe. Nos

ha dicho lo que es la vida. Al plantear estas tres preguntas Juan

repetidamente, ¿ha encontrado respuestas a estas preguntas porque el

Espíritu Santo las ha contestado por usted?

Lo desafío especialmente con relación a la última señal que

Juan presenta en el capítulo 20. ¿Cree en la resurrección de

Jesucristo? La resurrección de Jesús significa que Él es. No solo fue;

es, y sigue obrando en los que creen en Él y lo reciben en sus vidas

(Juan 1:12, 13; Apocalipsis 3:19, 20). Es posible tener una relación

con el Cristo que usted conoce en este magnífico Evangelio. Al leer y

estudiar los veintiún capítulos del Evangelio de Juan, ¿ha estado el

Espíritu Santo de Cristo haciéndole saber que este milagro

sobrenatural es posible para usted, personalmente?

Aunque he estado estudiando y enseñando este Evangelio

durante cincuenta y tres años, el hecho de guiarlo a usted por esta

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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inspirada galería de arte me ha afectado profundamente. Al pasar

nuevamente por los salones donde están los retratos de Cristo

nuevamente, y al considerar las hermosas respuestas de Juan a esas

preguntas: “¿Quién es Jesús?, ¿qué es la fe? y ¿qué es la vida?”, me

encuentro exclamando:

"Creo que Él es, mientras ellos ni siquiera están seguros de

que Él fue. Y, mientras ellos ni siquiera están seguros de que Él hizo,

yo sé que Él sigue haciendo. El Jesucristo de este cuarto Evangelio es

todo lo que dice ser, y puede hacer todo lo que dice que puede hacer

por mí y por usted. Usted y yo somos todo lo que Jesucristo dice que

somos, y podemos hacer todo lo que Jesucristo dice que podemos

hacer, porque Él es; y porque Él está con usted y conmigo cuando

confiamos en Él y lo seguimos”.

Como ya expliqué, este es el sexto y último de un conjunto de

seis fascículos que brindan un comentario sobre ciento treinta

programas radiales versículo por versículo de este Evangelio. Si

usted no tiene los restantes cinco fascículos de esta serie, le

recomiendo enfáticamente que se ponga en contacto con nosotros

para recibir los fascículos faltantes. Juntos, le darán un comentario

devocional y práctico del Evangelio de Juan.

Personalmente, he visto a más personas llegar a una fe

salvadora en Jesucristo al enseñar este Evangelio de esta forma que

al enseñar cualquier otro libro de la Biblia. Hay mucha bendición

devocional para los creyentes en este estudio, pero también lo

recomiendo para un contexto evangelístico. Este ha sido mi estudio

bíblico favorito para los no creyentes o para lo que llamo un “estudio

bíblico evangelístico”.

Desafío final

¿Quiere nacer de nuevo? ¿Quiere tener esa calidad de vida

eternal de la que Juan le habla en este Evangelio? ¿Está listo para

tomar la mayor decisión del mundo y creer en la gran declaración de

Jesucristo? ¿Está dispuesto a rendir su vida incondicionalmente a

Jesús? ¿Ha decidido que quiere recibir la mayor Dinámica del mundo

y asumir el compromiso de comenzar a moverse en la dirección de

seguir a Jesús el Cristo? Si quiere comenzar su viaje de fe espiritual

con Jesús, únase a mí sinceramente, de corazón, en esta oración a

Dios:

“Amado Padre celestial, confieso que soy un pecador y confío

en tu Hijo, Jesucristo, para que sea mi Salvador. Pongo toda mi

confianza en su muerte en la cruz para el perdón de cada uno de mis

pecados. Ahora renuncio a todos mis pecados y me alejo de ellos.

Quiero reconciliarme de mi divorcio de ti.

“Ahora pido por fe en su resurrección de entre los muertos

que Él entre en mi corazón y en mi vida y tenga una relación

conmigo. Aquí mismo y ahora, declaro mi fe en que Jesucristo será

mi Señor y mi Salvador, y entrego mi vida, incondicionalmente, a su

control y dirección. Ordena mi vida perfectamente según ese gran

designio que siempre has querido para mí. Ayúdame al seguir a tu

Hijo, Jesucristo, a confiar en su poder y autoridad, a vivir para

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Fascículo N.º 28: El Evangelio de Juan, versículo por versículo

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exaltarlo y para tu gloria. Gracias por proveer esta gran y eterna

salvación para mí. Amén”.

(Juan 3:3-8; 1:12, 13; 1 Pedro 1:22-3:3; Filipenses 1:6; 2:13;

Efesios 2:8-10).

Si usted hizo esta oración, escríbanos y cuéntenos, para que

podamos brindarle más literatura útil para alentarlo en su crecimiento

espiritual.