Herbert Read El Significado Del Arte

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Picro dclla Francesca (¿ 1416?-1492), La resurrección. Fresco en Borgo San Sepolcro. HERBERT READ EL SIGNIFICADO DEL ARTE

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Picro dclla Francesca (¿ 1416?-1492), La resurrección. Fresco en Borgo San Sepolcro.

HERBERT READ

EL SIGNIFICADO

DEL ARTE

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Un gusto verdadero no es nunca un gusto a medias.

CONSTABLE.

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I. — DEFINICIÓN DEL ARTE

La sola palabra "arte" se halla más frecuentemente aso-ciada con aquellas artes que distinguimos como "plásticas" o "visuales", pero hablando con propiedad debe comprender también la música y la literatura. Hay ciertas características comunes a todas las artes, y aunque en estas notas nos ocu-paremos de las artes plásticas1,una definición de lo que es

1 Las ilustraciones que incluímos en este libro no se refieren nece-sariamente al texto, sino que tienen por objeto completarlo: exponen los temas de otra manera.

Quiero dar las gracias al señor y a la señora Rutherston. al conser-vador del Ashmolean Museum (Oxford), al conservador de libros y manuscritos Hunterian (Universidad de Glasgow), y al bibliotecario del 'Trinity College (Dublin) , por permitirme la reproducción de obras por ellos custodiadas. El profesor G. Baldwin Brown y Sir Gcorge Hill han sido muy amables al enviarme unas fotografías, e igual-mente hago!o presente mi agradecimiento a la Sociedad de Exploración de Egipto, a las ediciones Albert Morancé (editores de Les Arts Sauva-te - Afrique), y a la casa editora Panthcon (editora de Bushman Art), por haberme autorizado a reproducir láminas de sus publicaciones.

La figura 18 es una reproducción de una fotografía proporcionada

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común a todas las artes será el mejor punto de partida de nuestro estudio.

Fué Schopenhauer quien dijo, por primera vez, que todas las artes aspiraban a la condición de la música; esa observación fué repetida a menudo, originando muchos malentendidos, a pesar de que expresa una importante verdad. Schopenhauer pensaba en las cualidades abstractas de la música; en la mú­sica, y casi sólo con la música, puede el artista llegar al pú­blico directamente, sin la intervención de los medios de co­municación usados en general para otros fines. El arquitec­to debe expresarse en construcciones que tienen un fin utili­tario. El poeta debe usar palabras ligadas al ajetreo de la conversación cotidiana. El pintor tiene que expresarse a si mismo mediante la representación del mundo visible. Sólo el compositor musical posee perfecta libertad para crear una obra de arte extraída de su propia idea, sin más finalidad que agradar. Pero todos los artistas tienen ese mismo propósito, el deseo de agradar; y el arte se define más sencilla y frecuen­temente como un ensayo creador de formas agradables. Esas formas satisfacen nuestro sentido de belleza, y tal sentido de belleza queda satisfecho cuando podemos apreciar una can­tidad o armonía de relación formal con nuestras percepciones sensoriales.

2. — EL SENTIDO DE LA BELLEZA

Cualquier teoría general sobre arte debe empezar con esta suposición: que el hombre responde a la forma, a la super­ficie, a la masa de las cosas percibidas por sus sentidos, y que

por Photo-Verlag K. Gundermann, Würzburg. El frontispicio y la figura 12 b son fotografías de Anderson (Roma), y la figura 12 a es una fotografía de Alinari. El resto de las figuras son reproducciones de fotografías oficiales, con autorización de los directores del Bntish Museum, de la National Gallery, y del Victoria and Albert Museum (Londres), de la National Gallery (Berlín), del Wallraf-Richartz Mu­seum (Colonia), del Museum für Kunst und Gewerbe (Hamburgo), de la Pinacoteca (Turín) y de los Museos de Beaux-Arts de Bruselas y de Amberes.

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ciertos aspectos en la proporción de la forma, la superficie y la masa de las cosas, se traducen en una deleitosa sensa­ción, mientras que la falta de esos aspectos provoca indife­rencia o un positivo malestar y hasta disgusto. El sentido de las relaciones agradables es el sentido de belleza; lo opuesto es el sentido de fealdad. Claro es que hay personas ignoran­tes del sentido de la proporción en el aspecto material de las cosas; también, aunque es bastante raro, las hay que pade­cen de daltonismo, es decir, que son ciegas para los colores. Pero ya que son pocas las personas ciegas al color, hay plena razón para creer que tampoco abundan las que no perciben otras propiedades visibles de las cosas. Es más probable que no hayan desarrollado esas facultades.

3. — DEFINICIÓN DE LA BELLEZA

Hay, a lo menos, una docena de definiciones corrientes de la belleza, pero la meramente física que ya he dado (la belleza es una unidad de relación formal entre nuestras per­cepciones sensoriales), es la única esencial; y partiendo de esta base podemos formular una teoría artística que incluya lo que cualquier teoría artística debe ser. Pero quizá sea im­portante destacar desde un principio la extrema relatividad del término belleza. La única alternativa es decir que el arte no tiene una relación necesaria con la belleza —posición lógicamente sostenible si limitamos el término a ese concepto de belleza establecido por los griegos y continuado por la tradición clásica europea. Mi preferencia personal es consi­derar el sentido de lo bello como un fenómeno variable, con manifestaciones inciertas, y a menudo engañosas, en el cur­so de la historia. El arte incluye todas esas manifestaciones, y la prueba, para un estudioso serio del arte, consiste en que, sea cual fuere su propio concepto de lo bello, está dis­puesto a admitir en el reino del arte las manifestaciones genuinas de ese concepto en otras gentes y otras épocas. Pa­ra él, lo primitivo, lo clásico y lo gótico tienen igual inte­rés, y no aparece tan empeñado en fijar los méritos rela-

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tivos de manifestaciones periódicas del sentido de lo bello como en distinguir entre lo genuino y lo falso de todas las épocas.

4. — DISTINCIÓN ENTRE ARTE y BELLEZA

Muchos de nuestros conceptos erróneos del arte nacen de una falta de coherencia en el uso de las palabras arte y be-lleza. Puede decirse que sólo somos consecuentes en el abuso que hacemos de ellas. Damos siempre por sentado que todo lo bello es arte, o que todo arte es bello, que lo que no es bello no es arte, y que la fealdad es la negación del arte. Esa identificación de arte y belleza yace en el fondo de todas nuestras dificultades respecto a la apreciación del arte, y la comparten personas de aguda sensibilidad para recibir im-presiones estéticas en general; esta suposición actúa como censor inconsciente en casos particulares donde el arte no es belleza. Porque el arte no es necesariamente la belleza: esto nunca podrá repetirse bastante ni con demasiada energía. Ya miremos el problema históricamente (considerando lo que ha sido el arte en otras épocas), o sociológicamente (considerán-dolo en la realidad y en sus actuales manifestaciones en el mundo entero), encontramos que el arte ha sido, y es con fre-cuencia, algo sin belleza.

5. — EL ARTE COMO INTUICIÓN

La belleza suele definirse sencillamente como aquello que da placer; y así tendría que admitirse que comer, oler y otras sensaciones físicas pueden considerarse como arte. Aunque esa teoría puede reducirse instantáneamente a cero, toda una es-cuela de estética se basa en ella, y hasta hace poco tal escuela era la predominante. Ha sido ahora reemplazada en gran parte por una teoría estética que deriva de Benedetto Croce, y aun-que ésta haya encontrado fuerte resistencia, se acepta, en tesis general, que el arte resulta bien definido cuando se define

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como intuición, probándose que esto es mucho más esclarece-dor que cualquier otra teoría anterior. Lo difícil ha sido adoptar una teoría basada en términos tan vagos como intui-ción y lirismo. Pero lo que de inmediato salta a la vista es que esta elaborada e inclusiva teoría del arte puede muy bien concebirse sin la palabra "belleza".

6. — EL IDEAL CLÁSICO

El concepto de belleza resulta, en verdad, de una limitada significación histórica. Nace en la antigua Grecia y es fruto de una especial filosofía de vida. Aquella filosofía era en esencia antropomórfica; exaltaba todos los valores humanos y veía en los dioses sólo hombres magnificados. El arte, como la religión, era una idealización de la naturaleza, y en especial del hombre como culminación del proceso de la naturaleza. El tipo de arte clásico es el Apolo de Belvedere o la Afrodita de Melos, arquetipos perfectos o ideales de humanidad, cabal-mente formados, armoniosamente proporcionados, nobles y serenos; bellos, en una palabra. Roma heredó este tipo de belleza y se restableció en el Renacimiento, y así, para noso-tros la belleza está asociada inevitablemente con la idealiza-ción de un tipo de humanidad cultivado por un antiguo pue-blo en un país remoto, lejos de las condiciones actuales de nuestra vida diaria. Tal vez como ideal sea tan bueno como cualquier otro; pero debemos pensar que es sólo uno entre varios ideales posibles. Difiere del ideal bizantino, que era más divino que humano, que tal vez no era un ideal, sino más bien una expiación, una expresión de temor ante un mundo implacable y misterioso. También difiere del ideal oriental, que es abstracto, inhumano, metafísico, más instin-tivo que intelectual. Pero nuestra manera de pensar depen-de tanto de nuestro vocabulario, que intentamos, a menudo en vano, forzar esta palabra: "belleza", al servicio de todos aquellos ideales expresados en el arte. Si somos sinceros con nosotros mismos, tarde o temprano nos sentiremos culpables de falsedad verbal. Una Afrodita griega, una Virgen bizan-

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tina y un ídolo salvaje de Nueva Guinea o de la Costa de Marfil no pueden pertenecer sin excepción a este concep­to clásico de belleza. El último, al menos, si las palabras tienen un significado preciso, debemos considerarlo anti­bello o feo. Y sin embargo, feos, o hermosos, todos estos objetos pueden considerarse legítimamente como obras de arte.

7. — EL ARTE NO UNIFORME

Debemos admitir que el arte no es la expresión en forma, plástica de ningún ideal determinado. Es la expresión de cual-quier ideal que,el artista llegue a realizar en forma plástica. Y aunque creo que toda obra de arte tiene algún principio de forma o estructura coherente, yo no daría importancia a este elemento en forma manifiesta, pues cuanto más se es-tudia la estructura de las obras de arte, que viven gracias a su directo e instintivo encanto, más difícil resulta reducir-las a fórmulas simples y explicables. Eso "de que no hay belleza excelente que no tenga alguna irregularidad en la proporción", era evidente hasta para un moralista del Rena-cimiento.

8. — ARTE Y ESTÉTICA

De cualquier manera que definamos el sentido de belleza, debemos calificarlo inmediatamente como teórico; el senti-do abstracto dej belleza es meramente la base elemental de la actividad artística. Los exponentes de esta actividad son los hombres vivos y su actividad está sujeta a todas las corrien-tes encontradas de la; vida. Hay tres grados: primero, la me-ra percepción de las cualidades materiales —colores, soni-dos, gestos, y otras muchas reacciones físicas complejas e in-definidas—; segundo, el arreglo u ordenamiento de tales per-cepciones en formas y modelos agradables. Puede decirse que el sentido estético da un fin a estos dos procesos; pero puede haber un tercer grado que se alcanza cuando una combina-ción de esas percepciones; corresponde a un estado previo de

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emoción o sentimiento. Entonces decimos que esa emoción o sentimiento da expresión. En este sentido puede afirmarse con toda verdad que el arte es expresión —ni más ni me-nos—. Pero es necesario recordar (cosa que los croceanos olvidan a menudo) que expresión en este sentido es un pro-ceso final dependiente de procesos anteriores referidos a la percepción sensual y a un ordenamiento (agradable) formal. La expresión puede, claro es, hallarse completamente des-provista de un ordenamiento formal, pero entonces su pro-pia incoherencia nos impide llamarla arte.

La estética, o la ciencia de la percepción, sólo concierne a los dos primeros procesos; el arte puede ir más allá de estos valores emocionales. Puede decirse que todas las confusiones en las discusiones artísticas nacen del fracaso de mantener claro este distingo; ideas pertenecientes sólo a la historia del arte se introducen en las discusiones sobre el concepto de be-lleza; el propósito del arte, que es la comunicación del sen-timiento, se confunde inextricablemente con la cualidad de la belleza, que es el sentimiento comunicado por formas particulares.

9. — FORMA Y EXPRESIÓN

El elemento permanente en la humanidad que corresponde al elemento de la forma en arte es la sensibilidad estética del hombre. La sensibilidad es lo estático. Lo variable es el conocimiento levantado por el hombre sobre lo abstracto de sus impresiones sensibles, de su vida intelectual, y a eso debe-mos el elemento variable en el arte, es decir, la expresión. No estoy seguro de que la palabra "expresión" sea adecuada para usarla en oposición a "forma". La expresión se usa para señalar las reacciones naturales emotivas, pero es tam-bién una manera de expresión la disciplina o freno del artis-ta al trabajar la forma, que es en sí un estilo de expresión. Aunque puede analizarse la forma en términos intelectuales como medida, equilibrio, ritmo y armonía, en realidad es intuitiva en su origen: en la práctica real del artista no re-sulta un producto intelectual. Es más bien emoción encami-nada y definida, y cuando describimos el arte como "volun-

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tad creadora", no imaginamos sólo una actividad intelec-tual, sino, más bien, una exclusivamente instintiva. Por es-ta razón creo que no podemos decir que el arte primitivo sea una forma de belleza inferior a la griega, pues aunque represente un nivel de civilización más bajo, puede expre-sar un instinto de la forma igual o quizás más fino. El arte de un período es típico solamente mientras aprendemos a distinguir entre los elementos de forma, que son universales, y los elementos de expresión, que son temporales. Ni aun podemos decir que en la forma, Giotto sea inferior a Mi-guel Ángel. Puede ser menos complicado, pero la forma no se valora por su grado de complejidad. Francamente, no sé cómo podemos juzgar la forma si no es por el propio ins-tinto que la crea.

10. — LA SECCIÓN DE O R O

Desde los primeros días de la filosofía griega, los hombres trataron de encontrar una ley geométrica en el arte, porque si el arte (que ellos identificaban con la belleza) es armonía, y armonía es la debida práctica de las proporciones, parece razonable presumir que estas proporciones sean fijas. La pro­porción geométrica llamada Sección de Oro, fué considerada durante siglos como la clave de los misterios del arte, y apli­cada umversalmente, no sólo al arte sino a la naturaleza, tratada a veces con veneración religiosa. Más de un escritor en el siglo dieciséis relacionó sus tres partes con la trinidad. Está enunciada en dos proposiciones de Euclides: libro I I , proposición II (trazar una recta dada, de modo que el rectángulo contenido en el todo y en uno de los segmentos sea igual al cuadrado del segmento res tante) ; y libro V I , proposición 30 (dividir un segmento en media y extrema razón) .

La fórmula usual es: trazar una linea limitada cuya parte menor sea a la parte mayor lo que la parte mayor es al todo. La sección resultante es de modo variable una proporción de 5 a 8 (u 8 a 13, 13 a 21. etc.) , pero nunca exactamente; es siempre lo que en matemáticas se conoce como irracional, y esto ha contribuido no poco a su reputación mística. Existe

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sobre el tema una literatura considerable, y desde mediados del siglo pasado, se empezó a tratarlo con gran seriedad. Un escritor alemán, Zeising, trata de probar que la Sección de Oro es la clave de toda morfología, en la naturaleza y en el ar te; y Gustavo Teodoro Fechner, el fundador de la estética experimental, cuyos trabajos principales se publicaron hacia 1870, la hace objeto de una de sus más profundas investiga-ciones. Desde entonces todas las obras sobre estética incluyen alguna consideración sobre el problema.

Un extremista como Zeising proclamaba que la Sección de Oro prevalece en todas las obras de arte, pero investigaciones posteriores no han corroborado esa afirmación. Podemos pre-sumir que el buen artista aplica concienzudamente la Sec-ción de Oro a la estructura de su obra, o bien que inevita-blemente llega a ella por su sentido instintivo de la forma. Se hace uso a menudo de la Sección de Oro para fijar la justa proporción entre la longitud y las aberturas de los rectángulos de puertas y ventanas, en los marcos de cuadros y en las pá-ginas de un libro o un periódico. Se dice que cada parte de un buen violín obedece a esa misma ley. Por ella se explican las pirámides de Egipto, y la catedral gótica se interpreta fá-cilmente por sus proporciones: la relación del largo de crucero con la nave, de la columna con el arco, de la cúspide o aguja con la torre, etc. La proporción se usa con frecuencia en el arte pictórico: la relación entre el espacio sobre la línea del horizonte y el de fondo, y también varias divisiones laterales, siguen la Sección de Oro. Los cuadros de Piero della Francesa son ejemplos acabados de organización geométrica.

11. — LIMITACIONES DE LA ARMONÍA GEOMÉTRICA

No sólo la Sección de Oro, sino otras normas geométricas, como el cuadrado dentro del rectángulo del ancho del rec-tángulo, son empleadas en infinitas combinaciones para alcan-zar una perfecta armonía. La relativa infinidad de semejantes combinaciones es lo que impide cualquier explicación mecá-nica de la armonía total de una obra de arte, pues aunque las leyes del juego sean rígidas, requieren instinto y sensibili-

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dad para obtener buen efecto. Yo quisiera sugerir una hipó-tesis basada en la analogía con la poesía. Es bien sabido que un metro en verso perfectamente regular es tan monótono que se vuelve intolerable. Por eso los poetas se toman libertades con los metros; ponen acentos dentro del metro, y todo el ritmo queda alterado. El resultado es incomparablemente más hermoso. Del mismo modo, en las artes plásticas, ciertas proporciones geométricas, que son las proporciones inherentes a la estructura del mundo, pueden ser la medida regular de las que arranca el arte en grados sutiles. Su extensión, como las variantes del poeta en su ritmo y su metro, se determinan no por una ley, sino por el instinto o la sensibilidad del artista. Creo que esa hipótesis está confirmada y no contradicha por el análisis del vaso griego hecho por Jay Hambidge (Simetría dinámica, Oxford University Press, 1920), el más afortunado y justo análisis geométrico de arte que conozco. Los vasos grie-gos se ajustan a exactas leyes geométricas, y de ahí su fría perfección inanimada. Se encuentra a menudo más vitalidad y más alegría en una sencilla vasija campesina. Los japoneses desfiguran, con frecuencia, la forma perfecta que se desarrolla naturalmente en el molde del alfarero, porque sienten que la verdadera belleza no es tan exacta.

12. — DISTORSIÓN

La distorsión puede significar una quiebra de la regular ar­monía geométrica, o más generalmente, implicar desdén hacia las proporciones dadas en el mundo natural. Podemos decir, pues, que la distorsión de alguna clase resulta siempre evi­dente de manera general y quizá paradójica en todo arte. Hasta la escultura griega clásica fué distorsionada en bene­ficio del ideal. La línea de la frente y la nariz nunca fué tan recta en la realidad, el rostro tan ovalado, los pechos tan re­dondos, como están representados en la Afrodita de Milo, por ejemplo. En verdad, difícil es encontrar alguna obra de ar­te antes del Renacimiento italiano que no se aparte de la realidad. En el siglo dieciséis, motivadas en gran parte por cierta incomprensión de propósitos del arte clásico, se hizo co­

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mún una literalidad representativa. No duró mucho: los siglos diecisiete y dieciocho, por uno u otro motivo, aban donaron el concepto del arte del Renacimiento; y fué sólo en el siglo diecinueve, época de simuladas renovacio nes, cuando la representación literal volvió de nuevo a ser normal.

Hay, sin embargo, varios grados de deformación y nadie, se dirá, se opone a la idealización de la realidad. Sólo en el caso en que lo natural se altere, el espectador debe protestar. La línea de la frente y la nariz puede hacerse recta, pero las piernas no deben torcerse en forma imposible. Es una cues tión de grados, pero puede argüirse que la gradación esta blece la diferencia. Más ¿hasta dónde llega lo permisible? Si pasamos del arte griego a considerar el arte escandinavo o el céltico primitivo, encontraremos que la dislocación ha avanzado tanto que el motivo representativo se perdió del todo y no nos queda más que una trama geométrica. En el arte bizantino encontramos que el deseo de dar representa ción simbólica a una idea privó a las figuras humanas de su humanidad.

Cristo en el regazo de la Virgen no es un niño, sino una representación en miniatura de la gloria, la majestad y dig nidad de Cristo hombre. En el arte gótico todo está hecho como contribución al sencillo esfuerzo de la catedral, enca minado a expresar la esencia culminante del sentimiento re ligioso; el idealismo del arte griego se mezcla al simbolismo del arte bizantino; el resultado es no representativo. En el arte chino, en el persa, en el arte de Oriente, en general, se usan los motivos, no realísticamente sino sensualmente, es de cir, contribuyen simplemente al ritmo general y a la vitalidad de la concepción del artista.

Todas esas libertades contra la exacta imitación son deli beradas. Aparecen dictadas por la voluntad de la forma del artista, o por el deseo de equilibrar o unificar el dibujo o las masas; o bien dictadas por su deseo de construir un sím bolo de algo sobrenatural, algo espiritual. Creo que se pue de sostener que la segunda mira, el deseo del hacer arte sim bólico, no es estético estrictamente. Pocas obras de arte son tan impresionantes como las iglesias bizantinas de Ravenna;

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pero su arte es en parte obra del tiempo. La impresión, pue-de decirse, no es puramente artística, es en parte histórica, atmosférica, religiosa, y eso no puede acreditarse al haber del artista. Aislado el arte del hombre, queda reducido a los elementos de color y forma.

13. — DIBUJO

Las razones psicológicas que llevan al artista (y al artista en todos nosotros) a expresarse en formas son oscuras, aunque no cabe duda de que pueden expresarse psicológicamente. Pero el instinto que nos lleva a poner botones innecesarios en nuestros vestidos para hacer juego con las medias y corbatas o con los sombreros y abrigos, que nos obliga a poner el reloj en el centro de la chimenea o el perejil rodeando el cordero 'fiambre, es la misma actividad primitiva e inadecuada del ins-tinto que lleva al artista a ordenar sus temas en un dibujo. El tallista del caballo chino (ilustración 44), pudo sin mucho trabajo haber hecho su caballo más realista; pero na le inte-resaba la naturaleza del caballo, porque el caballo le había sugerido cierto dibujo de masas redondas, y el movimiento del cuello, las curvas de las ancas y las patas fueron sacrificados a la concepción de ese dibujo. El resultado no tiene mucho parecido con un caballo —la verdad es que a menudo lo toman por un león—, pero resulta una impresionante obra de arte.

El caballo chino pertenece al más grande período del arte chino; debe ser bueno; el escéptico se inclina a admitirlo. Pero cuando se trata de una obra de arte moderna, o de un cuadro como "Le repos du modele" de Henri Matisse (ilus-tración 42), levanta un sentimiento de profunda hostilidad. El principio, sin embargo, es exactamente el mismo. Matisse no se interesa por el modelo como ser viviente; ni en el fondo como proporción arquitectónica; pero esos elementos le han sugerido un dibujo, y ese dibujo terminado no es sólo una legítima obra de arte, sino también una aprehensión in-tuitiva del sujeto mucho más vivida que cualquier representa-ción imitativa.

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El modelo por sí solo no constituye una obra de arte. Pro-visionalmente podemos decir que aunque una obra de arte siempre implica alguna clase de modelo, no todos los modelos son necesariamente obras de arte. Esta afirmación necesita una explicación. Una "obra de arte" implica, en general, cierto grado de complejidad; negamos ese título a un simple dibujo geométrico de círculos y triángulos, y aun al intrin-cado y perfecto dibujo de una alfombra hecha a máquina, aunque tales dibujos sean simétricos o bien combinados.

14. — ÉL ELEMENTO PERSONAL

Lo que realmente buscamos en la obra de arte es cierto elemento personal —esperamos que el artista tenga, si no una inteligencia superior, al menos una sensibilidad distinguida. Esperamos de él la revelación de algo original: una visión personal y única del universo. Esta expectativa es la que cegando toda otra consideración a las mentes sencillas, con-duce a una firme incomprensión de la naturaleza del arte. Tales mentalidades, atentas sólo al significado o mensaje de un cuadro olvidan que la sensibilidad es una función pasiva del dispositivo humano, y que las cosas recibidas por la sensibili-dad tienen una vida objetiva. El artista está mezclado sobre todo a esta existencia objetiva. Cuando pasa de la sensibilidad a la indignación moral o a un estado superafectivo de cual-quier clase, entonces la obra de arte se torna impura. Esto significa que una obra de arte está adecuadamente definida como una forma informada por la sensibilidad.

15. — DEFINICIÓN DEL DIBUJO

Quizá la palabra "dibujo" debe ser definida más concisa-mente. En su acepción común —el dibujo de una tela, por ejemplo— consiste en la distribución del color y de la línea en determinadas repeticiones. Consiste en cierto grado de regu-laridad dentro de un cuadro informativo —en un cuadro, esto

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es casi literalmente, el encuadre.— Más allá de este sencillo concepto del dibujo, llegamos a crecientes grados de comple-jidad, el primero de los cuales es la simetría; en vez de repetir un dibujo en series paralelas, el dibujo se alterna o se vuelve al revés. El método proviene quizá de ciertas conveniencias técnicas en el proceso del tejido. En vez de repetición alcan-zamos un equilibrio exacto, como en el motivo de animales enfrentados, tan común en el arte oriental. La complejidad siguiente es el abandono del equilibrio simétrico en favor del equilibrio distribuido. La obra de arte tiene un imaginario punto de referencia (análogo a un centro de gravedad) y alrededor de ese punto las líneas, las superficies y las masas se distribuyen de tal modo que reposan en perfecto equilibrio. El fin estructural de estos procedimientos es la armonía, y armonía es la satisfacción de nuestro sentido de belleza.

16. — DEFINICIÓN DE LA FORMA

Definiré la figura más adelante (ver el párrafo 26) , pero en ese término no existe, en realidad, ningún misterio. El dic-cionario lo define como forma, armonía de partes, aspecto visi-ble, y la figura de una obra de arte no es más que su forma, la armonía de sus partes, su aspecto visible. Hay forma tan pronto como hay líneas; hay figura apenas se agrupan dos o más partes para hacer una composición. Pero, por supuesto, queda sobreentendido cuando hablamos de la forma de una obra de arte, que es en cierto modo una forma especial, una forma que en algo nos afecta.

Forma no significa regularidad, o simetría, o cualquier espe-cie de proporción fija. Hablamos de las formas de un atleta y decimos más o menos lo mismo cuando hablamos de la forma de una obra de arte. Un atleta está en forma cuando no tiene carnes superfluas, cuando sus músculos son fuertes, su porte bueno, sus movimientos moderados. Podemos decir exactamente lo mismo de una estatua o de un cuadro. To-memos un cuadro como ejemplo y veamos qué sucede al mi-rarlo. Estableceremos que es un buen cuadro diciendo que nos conmueve.

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17. — LO QUE SUCEDE CUANDO MIRAMOS UN CUADRO

Tomaré como ejemplo un grabado coloreado (ilustración 8 ) , obra del gran artista japonés Katsuchika Hokusai (1760-1849). Además de establecer que el cuadro es bueno, debe-mos presumir que la persona que lo contempla goza de una inteligencia lúcida. Todo lo que necesita es una mente per-fectamente libre. No debe esperar nada extraordinario, ni aun pensar en un cuadro cpmo tal. Dobla una esquina, sin pensar en nada especial, y llega a detenerse ante él. Lo que sucede entonces es asunto de nacionalidad y de sexo. Pero tomemos el problema en su más oscura manifestación, y supongamos que nuestro espectador sea un inglés de tipo medio. Un obser-vador experto, cuidadosamente oculto tras un biombo, podría notar una dilatación de sus pupilas, hasta una suspensión del aliento, tal vez un gruñido. Puede detenerse tal vez treinta segundos, tal vez cinco minutos; luego proseguirá su camino, y quizás más tarde escriba una carta en la cual el choque gozoso que recibió con tanta calma, se gaste al fin en un torrente de extravagantes superlativos.

18. — ENDOPATÍA

Se han inventado muchas teorías explicativas de las reac-ciones mentales en esos casos, pero muchas de ellas yerran, en mi opinión, por demasiada vigilancia de la instantaneidad del suceso. No creo que una persona de positiva sensibilidad se de-tenga ante un cuadro y, después de un largo proceso de aná-lisis, se declare satisfecho. Es más frecuente que nos agrade a primera vista, o que no nos agrade en absoluto. Claro es que hay ocasiones en que por algún motivo no es posible recibir una impresión rápida; la obra de arte siempre debe estar aislada. Algunas obras de arte —el exterior de una catedral gótica, por ejemplo— son una compleja estructura de varias obras de arte separadas, y sólo en casos contados una unidad de concepción y ejecución. Pero ésta es la única clasificación necesaria. Decimos que una obra de arte nos "conmueve",

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y esta expresión es exacta. El proceso que se produce en el espectador es emotivo: va acompañado de todos los reflejos involuntarios que un psicólogo asociaría a la emoción. Pero como Spinoza fué quizá el primero en señalar (en la parte quinta de su Ética, Proposición I I I ) , una emoción deja de serlo tan pronto como nos formamos de ella una idea clara y precisa. De las teorías que aceptan la contemplación sú-bita, la más afortunada es la Einfühlung. La literatura de esta teoría es inmensa, pero le dió expresión clásica Theodor Lipps, uno de los más grandes escritores de estética. La pa-l ab ra 1 Einfühlung se ha traducido como "endopatía", por analogía con "simpatía", y como "simpatía" significa sentir con, así "endopatía" significa sentir dentro. Cuando senti-mos simpatía por los desgraciados, establecemos en nosotros los sentimientos ajenos; cuando contemplamos una obra de arte, nos metemos dentro de ella y adoptamos su sentir. Esto no es sólo aplicable a la obra de ar te; naturalmente podemos "sentirnos dentro" de cualquier cosa que observamos, pero generalizando así, hay poca o ninguna diferencia entre endo-patía y simpatía. Si miramos este grabado japonés, pueden llamar nuestra atención los hombres de los botes, y podemos simpatizar con ellos, que están en peligro; pero si contempla-mos el grabado como obra de arte, nos absorberá el impe-tuoso arrastre de la ola. Nos adentramos en su movimiento ahuecado, sentimos la tensión entre su altura y la fuerza de gravedad, y al romperse su cresta en espuma, sentimos que nos aferramos desesperados a los objetos extraños a nuestro alcance.

19. — SENTIMENTALISMO

La obra de arte es en cierto modo una liberación de la personalidad; normalmente nuestros sentimientos se hallan in-hibidos y reprimidos. Contemplamos una obra de arte e in-mediatamente sentimos una relajación, y no sólo eso —la sim-patía es un ablandamiento de los sentimientos— sino una ele-vación, una sublimación. Ésa es la diferencia esencial entre

1 El prefijo alemán ein equivale al prefijo latino intro.

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el arte y lo sentimental; la sentimentalidad es blandura, pero también es aflojamiento, relajación de las emociones; el arte es ablandamiento y tónico a la vez. El arte es la economía del sentimiento; es la emoción bien cultivada.

20. — LA NECESIDAD DE LA FORMA

Se objeta a veces que la teoría de la Einfühlung es aplica-ble sólo al arte formal —que no alcanza a nuestras reacciones estéticas del color, por ejemplo.— El azul del cielo de Italia nos conmueve, o el brillo de una puesta de sol, pero estas cosas no tienen forma para encerrar nuestros sentimientos. ¿Podemos llamar a estas cosas obras de arte? ¿No son meros fenómenos a los que reaccionamos sensorialmente? Yuxtapon-gamos dos o más colores, e inmediatamente se crea un pa-rentesco formal.

Todo arte es el desarrollo de relaciones formales, y donde hay forma puede haber endopatía. Pero que al mirar un cua-dro siempre "endopatizemos", es ya otro asunto. Empecé presumiendo que miramos un cuadro con perfecta libertad de espíritu, pero esto es una rareza —tan rara como la pu-reza de alma esencial para ver a Dios.

21. — CONTENIDO

Esto en cuanto a las reacciones individuales correspondientes a la forma de una obra de arte. Pero, claro está, ni la forma es todo en la obra de arte ni siempre reaccionamos de esta manera personal aislada. U n a iglesia gótica no se ha cons-truido sólo con el propósito de elevar nuestra sensibilidad; es además muchas cosas —un salón de canto, un lugar para el rito, un museo para los iletrados. Es todo eso a un mismo tiempo. Y volviendo al grabado de Hokusai: puede también considerarse en el sentido simpático que he mencionado: como un simple retrato de una inmensa ola oprimiendo dos barcas llenas de gente. Estos aspectos destacan el contenido de la pintura, y son mejor considerados en un extremo des-

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arrollo de la tradición orgánica (ver pág. 32). Lo que que-remos significar por "contenido" puede ser mejor demostrado primero, señalando ciertos tipos de arte que carecen de él por completo.

22.— ARTE SIN CONTENIDO: LA ALFARERÍA

La alfarería es al mismo tiempo la más sencilla y la más difícil de todas las artes. Es la más sencilla porque es la más elemental, la más difícil porque es la más abstracta. Histó-ricamente está entre las artes iniciales. Los primeros vasos fueron moldeados a mano, con arcilla cruda sacada de la tie-rra, y se secaban al sol y al aire. Aun en ese período, antes de que el hombre supiera escribir, antes de que tuviera una literatura y aun una religión, tenía ese arte, y los vasos he-chos entonces nos conmueven hoy por su forma expresiva. Cuando se descubrió el fuego, y el hombre aprendió a hacer sus vasijas fuertes y durables; cuando se inventó el torno, y el alfarero pudo añadir ritmo y movimiento a sus conceptos de forma, nacieron los elementos esenciales del arte más abs-tracto. El arte se fué desarrollando desde su humilde origen hasta que, en el siglo quinto antes de Cristo, resultó el arte representativo de la raza más sensitiva y espiritual que el mundo ha conocido. Un vaso griego es el prototipo de toda armonía clásica. Luego, al Este, otra gran civilización hizo de la alfarería su arte preferido y más típico, y lo llevó a mayo-res refinamientos que los conocidos por el arte griego. Un vaso griego es una armonía estática, pero el vaso chino, cuan-do se libera de influencias impuestas por otras culturas y otras técnicas, alcanza una armonía dinámica; no es sólo una rela-ción de armonías, sino también un movimiento animado. No un cristal sino una flor.

Los ejemplares perfectos de alfarería, representados en el arte de Grecia y de China, tienen sus aproximaciones en otros países: en Perú y en Méjico, en la Inglaterra medieval y en España, en la Italia del Renacimiento, en la Alemania del siglo dieciocho —en una palabra, el arte es tan fundamental, tan ligado a las necesidades de la civilización que una ética

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nacional debe encontrar expresión por su intermedio. Puede juzgarse el arte de un país y la sutileza de su sensibilidad por su alfarería; es una segura piedra de toque. La alfarería es arte puro; es arte libre de toda intención imitativa. La es-cultura, con la que está tan estrechamente relacionada, tiene desde su principio una intención imitativa, y tal vez por esta causa es menos libre para expresar la voluntad de la forma que la alfarería; la alfarería es arte plástico en su esencia más abstracta.

23. — ARTE ABSTRACTO

No debe atemorizarnos la palabra "abstracto". Todo arte es primariamente abstracto. Porque, ¿qué es la experiencia estética, privada de sus adornos casuales y asociaciones, sino una respuesta del cuerpo y de la mente humana a aisladas o imaginadas armonías? El arte es un escape del caos. Es un movimiento ordenado de cantidades; es masa restringida en medidas; es la indeterminación de la materia buscando el ritmo de la vida.

24. — ARTE HUMANÍSTICO : EL RETRATO

Como perfecto contraste con semejante arte "abstracto", po-demos tomar una obra de la fase más humana del arte euro-peo, tal como el retrato de un joven, alto relieve en mármol, de un escultor italiano de principio del siglo dieciséis (ilustra-ción 10). Ruskin proclamó una vez que "los mejores cuadros que existen de las grandes escuelas de pintura, son todos re-tratos, o grupos de retratos, frecuentemente de gentes muy humildes y nada nobles... La verdadera fuerza está probada hasta el extremo, y en lo que puedo conjeturar, nunca se ha demostrado tan palmariamente como al pintar a un hombre o a una mujer, y al alma que hay en ellos.. . Todo lo que es verdaderamente grande en el arte griego o en el arte cristiano, es también limitadamente humano. . . " Históricamente, el re-trato, como Ruskin admite, es característico de ciertos períodos que llamamos humanísticos. En tales períodos el hombre es

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la medida de todas las cosas, y todas las cosas están hechas para contribuir a la vigilancia de su propia vitalidad. El arte es un tributo a la propia humanidad del hombre. Tal es, sin duda, la verdadera base de la popularidad del retrato. Esta teoría no se invalida por el hecho de que los pintores eligen, a menudo, como modelos, a sus hermanos más feos; porque apartarse de lo verdadero para pintar un ideal es de-rrotar el impulso narcisista, que siempre exige una imagen fiel.

La boga del retrato corresponde exactamente a la boga de la novela. Retratos de Dante y otros han sido identifica-dos en el fresco atribuido a Giotto, en la capilla del Bargello, en Florencia, que puede ser del 1337. Boccaccio escribió su primer cuento en 1339, y su Decamerón nueve años después. Y lo mismo que al principio el retrato en pintura era un perfil chato, también los caracteres en la primitiva novela italiana carecían de profundidad. No se puede extremar la compara-ción: la novela, en verdad, no alcanzó la sutileza psicológica y la precisión ya evidente en los cuadros de retratos de fines del siglo quince hasta mucho después —tal vez, hasta el siglo diecisiete.— Pero el interés general en caracteres, común al cuadro y a la novela, fué un continuo crecimiento desde prin-cipios del Renacimiento, y aún persiste. Podemos hacer un íntimo paralelo entre el Derby Day de Frith y una novela como The Pickwick Papers. Encontramos la misma ausencia de valores formales, la misma concentración en los caracteres humanos, la misma especie sentimental de interés. Un buen retrato en sentido humanístico puede, pues, definirse como un retrato fiel del carácter del individuo. El interés es psi-cológico —es decir, no hacemos juicios morales sobre el ca-rácter del retratado—. Quedamos satisfechos si el artista ha logrado la personalidad del sujeto en su esencia, y si la des-treza y talento propios representan su conocimiento y compren-sión en la materia plástica. Ahora debe ser evidente que el "es-tremecimiento" que nos produce tal representación puede no ser estético. Puede no interesarnos una cualidad abstracta de belleza, sino la evidencia de algo que podríamos llamar ver-dad científica. El artista en esos casos no es más que un psicólogo que emplea la pintura, y muchos grandes retratistas

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pertenecen a esta categoría. Muchos retratos, sin embargo, están admitidos como obras de arte, así es que debemos pregun-tarnos qué diferencia existe entre un retrato que es un docu-mento psicológico y otro que es una obra de arte. Se puede responder: simplemente los valores estéticos, significando la relación formal de color y espacio que constituye la organi-zación estructural de todas las obras de arte. En este sentido un retrato debe aceptarse por el valor de su aspecto como naturaleza muerta, y no será necesario diferenciar entre las facciones del Caballero sonriente de Hals y el precioso mo-ño de encaje que lo adorna. Pero en realidad no hacemos tal diferencia, que es algo completamente aparte del interés psicológico mencionado. Puede llamarse interés filosófico. En los mejores retratos, el pintor o el escultor va más allá del carácter personal de su modelo y llega a ciertas implicaciones universales. Será mejor ilustrar mis designios con otra analogía literaria. Los personajes de las grandes obras de Shakespeare no son únicamente caracteres individuales, con todo su realis-mo y fidelidad a la vida, sino también prototipos de las pasio-nes y anhelos de la humanidad en general. De los héroes del teatro de Shakespeare, nosotros no sólo deducimos una paté-tica impresión de vitalidad, sino también un sentido sublime que es la reacción imaginativa correspondiente a la impresión estética.

25. — VALORES PSICOLÓGICOS

Podemos sacar en limpio, pues, que junto a valores pura-mente formales, como los de un cacharro, puede haber valores psicológicos —valores que arrancan de nuestros intereses y co-munes simpatías humanas, y aun de nuestra vida subcons-ciente; y de más lejos, valores filosóficos que nacen del rango y de la profundidad del genio del artista. Éstas son quizás pa-labras vagas —al menos la palabra genio—. Pero simplifican-do la exposición, podemos decir que siendo otras cosas equiva-lentes —eficiencia técnica, oportunidad económica, conoci-miento psicológico—, el artista más grande será aquel cuya inteligencia sea más amplia, un hombre que vea y sienta, no sólo el objeto que está ante sus ojos, sino el objeto en

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su acción universal, que vea la unidad en la diversidad y la di-versidad en la unidad. Pero no puede afirmarse demasiado que las artes plásticas sean artes visuales, que operan a través de los ojos, expresando y transfiriendo un estado emocional. Si tenemos ideas que expresar, el medio apropiado es el idioma. El artista es impermeable a las ideas, a su riesgo, pero no es asunto suyo la presentación de esas ideas, sino el comunicar su reacción emocional ante ellas.

26. — LOS ELEMENTOS DE UNA OBRA DE ARTE

Examinemos ahora más atentamente la estructura actual de una obra de arte. A este fin se acostumbra a elegir la pintu-ra, y sólo acarrearía dificultades al lector apartarnos de esa práctica. Debe recordarse, empero, que la pintura es sólo una de las artes visuales; su preeminencia data del Renacimiento y es entonces relativamente reciente. Hay síntomas de que, en el futuro, la decoración tenderá a dispensar las paredes de cuadros, así es que ya se encuentra recusada la impor-tancia relativa del arte. Será posible analizar el problema del estilo, la ciencia de la composición, y todas las demás cuestiones concernientes a la estructura de una obra de arte en los términos de arquitectura y escultura, y hasta de al-farería y modelado o de cualquiera de las llamadas artes menores. La distinción entre bellas artes y artes aplicadas es perniciosa; con lo que ya se ha dicho de la naturaleza de lo bello, resulta claro que esta cualidad es inherente a toda obra de arte, abstracción hecha de su propósito utilitario, o de su tamaño o riqueza de la materia empleada. Para la sen-sación del tacto, el marfil es más agradable que el hueso, la seda que la lana, el pórfido que el yeso; pero la obra de arte, desde el momento en que eleva las cualidades de la materia empleada, sobrepasa las deficiencias de esa materia.

Hay varios modos de analizar una obra de arte. Podemos tomar los elementos físicos de un cuadro, aislarlos, conside-rarlos por separado y en relación unos con otros. Hay quizás cinco de tales elementos; ritmo de línea, masas, espacio, cla-roscuro y color, y éste es en la mayoría de los casos el orden

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de su prioridad, no como importancia, sino como etapas sucesivas en el espíritu del artista. La forma debe definirse por un trazo, y este trazo, a menos que carezca de vida, debe tener ritmo propio. El agrupamiento de las masas, el espacio y el claroscuro deben ser considerados en íntima relación. Hay todos los aspectos del sentimiento del espacio por el artista. Las masas son espacio sólido; el claroscuro es el efecto de las masas con relación al espacio. Espacio es sencillamente lo inverso de las masas. Esto resulta bien claro en el arte de la construcción; una catedral, por ejemplo, debe ser concebida o como numerosas paredes encerrando un espacio, y en tal caso debe ser contemplada desde adentro, o como numerosas superficies definiendo una masa, y en tal caso debe ser mirada desde afuera. El templo griego es un ejemplo evidente de lo último; una catedral gótica, de lo primero. El arquitecto griego siempre procuró conseguir la impresión de vacío, y el arquetipo gótico, la de espacio inmaterial y ligereza. Ambos consideraban al mismo tiempo masas, espacio, claroscuro. Se-mejantes consideraciones aparecían agrupando figuras o deta-lles de un paisaje en la superficie de un lienzo pintado.

26 a. — LA LÍNEA

Si recordamos todas las manifestaciones históricas de las artes visuales, encontraremos entre ellas uno o más denomi-nadores comunes. Naturalmente, si definimos vagamente las artes visuales como cualquier cosa que al ser vista da placer, entonces, en nuestro esfuerzo por encontrar algo común entre el color de una rosa y el Partenón, quedaremos reducidos a los factores psicológicos del sistema nervioso. Pero arte en sentido estricto comienza con definición, con el pasaje de lo vago al bosquejo; y en realidad, encontramos que, históri-camente, el arte primitivo — el arte del hombre de las caver-nas— comienza con un bosquejo. El arte empieza con el deseo de dibujar —y así empieza en el niño—. El dibujo es aun uno de los elementos más esenciales en las artes vi-suales —hasta en la escultura, que no es solo volumen, sino volumen y contorno—. Es tan fundamental esta cualidad que

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algunos artistas no han titubeado en hacer de ella la esencia de todo arte. Blake expresa este punto de vista con gran fuerza, en palabras que cito más extensamente en el párrafo 66: "La grande y dorada regla de arte, así como de vida, es ésta: que cuanto más nítido, agudo y nervioso es el con-torno, más perfecta es la obra de arte, y cuanto menos viva y aguzada, mayor es la prueba de pobre imaginación, plagio y torpeza.. ."

Más graciosamente cuenta cómo "cierto retratista me dijo con tono jactancioso, «desde que empecé a pintar he perdido toda idea de dibujo». Un hombre así tiene que saber que lo miro con desprecio." Y ésta es una de las primeras nociones sobre la "línea", que no desaparece forzosamente en el tránsito del dibujo a la pintura. La línea es uno de los métodos de pintura —Blake sostiene que es el único método.

Pero antes notemos la potencialidad de la línea para suge-rir más que el contorno; en manos de un maestro puede ex-presar simultáneamente movimiento y volumen. El movi-miento se expresa, no sólo en el sentido evidente de pintar objetos que se mueven (ésta es una adaptación de la línea a la observación selectiva del ojo), sino más estéticamente, ad-quiriendo un autónomo movimiento propio, danzando en la página con una alegría del todo independiente de cualquier fin reproductivo. Aunque ciertos pintores occidentales como Boticelli y Blake pueden citarse, esta cualidad de la línea está mejor ilustrada en el arte oriental, en cuadros chinos y japoneses, dibujos y grabados en madera; y bien organizada resulta ritmo. Cómo la línea danzante confiere ese sentido rítmico, es tal vez más fácil apreciarlo que explicarlo; se pue-de apreciar por analogías musicales y físicas, pero para ex-plicarla en términos visuales necesitamos alguna teoría como la endopatía —nuestra sensibilidad física debe de algún modo proyectarse dentro de la línea— porque, después de todo, la línea en sí no baila ni se mueve; somos nosotros los que nos imaginamos bailando en su curso.

La cualidad más notable de la línea es su capacidad para sugerir volumen o forma sólida. Ésta es una cualidad que sólo adquiere importancia manejada por los grandes maes-tros, y se expresa en sutiles arranques del contorno continuo

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—la línea es en sí nerviosa y sensible al fin de las cosas, es rápida e instintiva, y en vez de ser continua, se corta en el punto preciso volviendo a entrar en el cuerpo del dibujo para sugerir planos convergentes. Es ante todo selectiva, sugiriendo más que representando. La línea, en efecto, es a menudo un sumario y abstracto recurso para reproducir un objeto —una estenografía pictórica.-— Es asombroso cuán abstracta puede ser sin faltar al código de representación convencional —considérese, por ejemplo, las diversas maneras en que se representa el follaje de los árboles; y esto sólo sirve para de-mostrar el papel predominante de las convenciones en nuestra experiencia estética.

Probablemente, Blake tenía razón no teniendo sino desprecio por el pintor que había perdido toda noción del dibujo. Los mismos instintos están involucrados en ambas actividades, y to-dos los grandes pintores del Renacimiento, desde Masaccio a Tiepolo, eran soberbios dibujantes. Y un artista moderno como Picasso, tan desconcertante en la rapidez y contradicción aparente de sus cambiantes estilos, es en sus dibujos donde ha conseguido su fama de maestro, en los que con un mínimo de esfuerzo expresa una vastedad de forma tridimensional. Encontramos el mismo sello gráfico del genio dondequiera volvamos la mirada —en el Oriente o en el Occidente, en el remoto pasado y en nuestros días.— Es tan universal esta cua-lidad en las artes visuales que es fácil caer en la actitud ex-trema de Blake y pensar que es la única cualidad esencial. Pero la cualidad conocida como tono es también universal y quizás una alternativa de igual valor como manera de ex-presión.

26 b. — EL TONO

Tono es una palabra que sirve para más de un arte. Pro-bablemente su primer empleo fué musical; pero desde los co-mienzos de la crítica de arte en el siglo dieciséis se usó en pintura. Ahora, para mayor confusión, un crítico musical de-volverá el cumplido y combinará una palabra análoga a tono con términos sacados del arte pictórico. Así leemos en nues-tro periódico que la señorita X es un tanto deficiente en la

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variedad de colorido para ser una buena cantante de roman-zas. El uso hecho por los músicos de la palabra "cromático" parece ser tan respetada como la de tono por los pintores. Estas irrupciones mutuas pueden, sin embargo, volverse ex-cesivas y aun absurdas, como en esta descripción de "La Adoración" de Leonardo: "El modelado del plátano en rela-ción al staccato de la palmera, y de los dos árboles que cre-cen en la ruina, da un tono de ritmo a la composición en-tera."

Ruskin intenta, en Pintores Modernos, definir la significa-ción de tono en pintura: "Entiendo dos cosas en la palabra tono: primero, el relieve exacto y la relación de objetos de unos con otros en substancia y oscuridad, según estén a mayor o menor distancia, y la perfecta relación de todas las sombras con la luz principal del cuadro. . . Segundo, la relación exacta de los colores, de sombras y de luces, para que sólo sean dis-tintos grados de la misma luz." Ésta no es una definición muy clara, y tal vez el tema esté mejor tratado como un des-arrollo técnico. Después del problema de sugerir masas tri-dimensionales con el dibujo, viene el problema de sugerir masas por iluminación. La línea es una abstracción: no so-porta relación con la apariencia visual de un objeto; simple-mente sugiere esa apariencia. Puede sugerir la iluminación de un objeto (más evidentemente por una diferencia en el es-pesor de la línea), pero su principal interés consiste en lo que podríamos llamar la realidad objetiva de los cuerpos só-lidos. La luz es fluida, es un fenómeno mudable cambiando constantemente sus grados de intensidad y su ángulo de in-cidencia. No puede entonces representarse plenamente por algo tan definido y estático como la línea. Y así alcanzamos la introducción del sombreado: se representa la luz por una gradación entre el blanco y el negro; y aun cuando se emplean colores, la luz puede sólo ser realísticamente representada, sa-turando su plena claridad con algo negro, para hacer el con-traste de la sombra. Eso puede ser esquemáticamente suge-rido por el enlace sensible de colores puros sin mezcla; los cuadros de Matisse lo demuestran.

Este proceso gradual de sombreado puede emplearse para representar tres cualidades distintas: 1) el paso de la luz

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a la sombra dentro del campo de un color o de una masa; 2) en una representación monocroma, la intensidad relativa de diferentes colores como distinción de neutralidad; 3) el grado actual de luz y de oscuridad en relación con la luz prin-cipal del cuadro —éste es un parentesco establecido para el cuadro en conjunto—. Antes de ver la elaboración de los va-lores de tono en la pintura europea, veamos que en las artes gráficas orientales todo está, como en la línea, subordinado a los valores abstractos de ritmo y de forma. El método está bien descrito por el profesor Pope en Las maneras de expre-sión del pintor (Edición de la Universidad de Harvard,

1930) :

" . . . en la pintura china y de otros países asiáticos, la forma está principalmente expresada por la línea, por ella sola. . . un asombroso efecto, aun de volumen, puede conseguirse; pero el tono local de cada objeto también se obtiene por medio de colores extendidos sobre el fondo de la pintura. Ésta con fre-cuencia es lisa en cada campo; pero puede haber variedad de gradación si, como en el pétalo de una flor o en el ala de un pájaro, el tono local es variado en sí o graduado. Además, una gradación arbitraria puede emplearse con el fin de acen-tuar los bordes, y así se ayuda a la línea en la expresión de la forma." La estampa en color japonesa de la figura 8 es una simple ilustración de este procedimiento de tono local.

Cuando los efectos de luz empezaron a ser estudiados por los primeros pintores italianos del Renacimiento, al encontrar dificultad en la representación del espacio a menos de estra-tificarlo (como lo explicaremos en el c. 26 d) , se sintieron incapaces de representar la luz excepto aislándola, o concen-trándola separadamente en cada objeto pintado. El resul-tado dió luz y valor igual a todo el cuadro, y la pintura tuvo por consiguiente la apariencia de un bajo-relieve en el cual cada objeto está modelado en igual claroscuro. Un cuadro de Mantegna o de Andrea del Castagno ilustra esta cualidad a la perfección.

Está en duda si la escuela italiana se dió cuenta cabal del efecto visual de una total y luciente atmósfera. Aun Leonar-do, que llevó la esencia del claroscuro a sus límites, con-fiesa: "Aunque las cosas que confrontan el ojo, al retroceder

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gradualmente chocan entre ellas en ininterrumpido contacto, haré, sin embargo, mi norma (de distancia) de 20 en 20 anas, tal como los músicos, aunque los tonos juntos en un todo hayan mostrado algunas gradaciones de tono a tono" (Trattato della pittura). El ideal de "la ventana abierta", como ha sido llamado, la ilusión completa de una uniforme atmósfera espacial, se ha obtenido por la tradición que empezó con los Van Eycks en Flandes y alcanzó su perfección en un pintor como Vermeer. Este ideal ha probado tener sus limitaciones: estimula la destreza manual y cierta mira científica a expen-sas del sentimiento y de una mira estética. Pero en épocas intermedias hubo una etapa, representada por artistas como el Ticiano, Tintoretto y Correggio en Italia, y por Rem-brandt en el norte, en el cual el artista, con perfecto dominio de la distribución del claroscuro, lo usó puramente para efectos dramáticos y estéticos. La pauta del cuadro, por así decirlo, se convirtió en una pauta de claroscuro, de luz y sombra, trasladada cada una deliberadamente para hacer contraste; y esta pauta puede seguir a través de la composi-ción arquitectónica del cuadro en una especie de contrapun-to (para emplear un término musical). Un buen ejemplo de esto es "La buena Samaritana" de Rembrandt, donde la sim-ple estructura planimétrica de la composición está proyectada totalmente en un libre ritmo y equilibrio de intensas luces y sombras.

26 c. — EL COLOR

Ahora me vuelvo al papel representado por el color en la pintura. Añade esto un elemento más a la complejidad de la completa obra de arte. La línea nos ha dado claridad y ritmo dinámico y ha sugerido, tal vez, la masa o volumen al que el tono da plena expresión espacial. A todo esto se suma el co-lor, y la más fácil explicación de sus funciones lo señala como un aumento de la verosimilitud de la pintura. Este uso del color se puede llamar natural, pero está lejos de ser su único fin. En verdad, a excepción de Constable en sus croquis y de los pintores fotográficos de la segunda mitad del siglo die-cinueve, un uso natural del color es extremadamente raro en

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la historia del arte, y, como los experimentos de Turner y los impresionistas demostraron, es dificilísimo determinarlo. Cuan-do vemos los colores reales en la naturaleza, estamos auto-rizados para quejarnos de su irrealidad. Fuera de este em-pleo natural del color, podemos distinguir tres maneras que llamaré la heráldica, la armónica y la pura. El uso heráldico del color es quizá el más primitivo —aun los cuadros de rocas coloreadas de la Edad de Piedra pueden difícilmente descri-birse como naturales—. De esta manera el color es usado por su significación simbólica. Un niño, por ejemplo, si elige los colores libremente, pinta siempre un árbol verde, un volcán rojo y el cielo azul, aunque un árbol puede ser pardo, un volcán negro y el cielo habitualmente gris. En el arte me-dieval, aparte de su representación de la naturaleza, que imita la manera infantil, los colores son aptos para Ser go-bernados por las más rígidas reglas —reglas que no han sido establecidas por ningún artista, sino por la costumbre y, la autoridad de la Iglesia—. El traje de la Virgen siempre debe ser azul, su capa roja, y así sucesivamente; y con estos ele-mentos establecidos, los colores del resto del cuadro deben armonizar lo mismo que los colores de los cuarteles en he-ráldica.

Que esta limitación no es una desventaja está probado po r la extraordinaria belleza, el equilibrio y la claridad de los colores en la pintura medieval.

La manera heráldica, como la he llamado, continúa hasta el fin del siglo quince, cuando nociones más intelectuales y científicas del colorido empezaron a sustituir la tradición medieval. Pero antes de seguir adelante, quisiera destacar la liberalidad y la alegría de la manera heráldica en la época de su apogeo: en el Quatrocento el empleo de los colores se volvió extremadamente libre, arbitrario y definido, y tan emancipado de toda disciplina que se convirtió en la pura manera del color que ahora quiero describir. Pero antes per-mítaseme señalar la manera que he llamado armónica. Esto se debe principalmente a las consideraciones de valores tóni-cos de que me ocupé en mi anterior sección. Una vez que el pintor comienza a considerar su objeto en relación con la luz y la sombra, debe considerar el valor del tono o la

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relativa intensidad que los diversos tonos tienen en relación con la luz general del cuadro. Esto implica, en efecto, regula-rizar los colores de acuerdo a una escala restringida; el tono dominante del cuadro se elige (tal vez arbitrariamente, pe-ro a menudo de acuerdo a algún "estilo" o a alguna tradición de taller) y los demás colores se gradúan hacia arriba o hacia abajo a distancia restringida del tono dominante. La costumbre general del siglo dieciséis al dieciocho era tra-bajar con una paleta graduada, con los colores prolijamente colocados en una estrecha fila de la que no era posible apartarse sin traicionar la propia paleta. Sólo comprendiendo esto muy bien podremos apreciar el entusiasmo del perito del siglo dieciocho por cuadros cuyo colorido original se mos-traba sólo oscuramente a través de un barniz oscuro. Que el próximo escalón fuera pintar con tomo oscuro era lógico; y era tiempo para que Constable se rebelara contra toda la tradición armónica. Que no llevó su rebelión hasta sus lógi-cos límites puede demostrarse por una comparación de sus croquis en plein air y sus pinturas acabadas, en las que todavía hacía importantes concesiones a las exigencias de la armonía tónica. Turner, a este respecto, fué un completo revoluciona-rio, y sin asomo de duda el más grande colorista natural que el mundo ha conocido.

El manejo del color de Cézanne, del que me ocupo más extensamente en el capítulo 73, ni es completamente natural, como el de Turner, ni seudocientífico como el de los poin-tillistes. Es casi simbólico. "Cuando el color tiene su riqueza, la forma tiene su plenitud", es su propia descripción de" su método. En este sentido el color define la forma, no por modificación de su propia pureza, sino por el gran orden de sus intensidades relativas, que producen la ilusión de las tres dimensiones (porque los colores en el mismo plano no parecen necesariamente a igual distancia de nosotros). La forma se transmite directamente por medio del color, indepen-diente de la luz y la sombra (claroscuro). Esto se aproxima a la tercera manera, que hemos llamado empleo puro del color. En esta manera, el color se usa en razón de sí, y no en razón de la forma. Esta manera se ilustra notablemente con las miniaturas persas y hoy día con Matisse. Los colo-

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res se toman.en su más pura intensidad y se construye un dibujo en contrastes de intensidad relativa y área relativa. La sensación se transmite, como en Cézanne, por gradación de los valores de tono de los colores, pero sólo lo indispen-sable para asegurar un centro y un equilibrio sobre la com-posición total. Siendo decorativo el único fin, los detalles de verosimilitud son secundarios. El color queda así reducido a su .mayor atracción sensual. Lo que esa atracción signi-fica para nosotros puede ser mejor descrito en las palabras de Ruskin: "Todos los hombres bien organizados y justa-mente moderados, gustan del color; está hecho para ayuda y delicia perpetuas del alma humana; es empleado profusa-mente en las obras más sublimes de la creación y es signo y sello eminentes de su perfección; está asociado con vida en el cuerpo humano, con luz en el firmamento, con pureza y dureza en la tierra —la muerte, la noche y toda polución son incoloras."

26 d. — LA FORMA

La forma es el más difícil de los cuatro elementos que con-tribuyen a la creación de una obra de arte pictórica: com-porta problemas de naturaleza metafísica. Platón, por ejem-plo, hace la distinción entre forma relativa y absoluta, y pienso que esta distinción debe aplicarse al análisis de la forma pictórica. Por forma relativa entiende Platón la forr ma cuya razón o belleza es inherente a la naturaleza de las cosas vivas y a la imitación de las cosas vivas; por forma absoluta entiende una apariencia o abstracción consistente en "líneas rectas y curvas y en superficies o formas sólidas", producto de esas cosas vivas por medio de "tornos y reglas y escuadras"; y a esta inmutable, natural y absoluta belleza de la forma, la compara con un solo, puro y dulce tono de sonido, que no es hermoso con relación a cosa alguna, sino por naturaleza propia (cf. Filebo, 51 B). Siguiendo esta sugestión de diferencia (tal vez ya no lo sea) podemos, me parece, dividir las formas que ejecutan las logradas obras de arte en dos tipos, uno que podríamos llamar arquitectural, o arquitectónico, y otro simbólico, abstracto o absoluto. El

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único inconveniente es que, cuando consideramos la forma de una composición arquitectónica, tendemos a reducir to-da forma a algo abstracto o absoluto y hasta simbólico.

Lo esencialmente necesario en una composición es la exis-tencia de una cohesión por algún principio —en términos físicos, que no debe perturbar al ojo por su dificultad o falta de equilibrio. Así el pintor comienza a construir sus figu-ras y los demás objetos sobre alguna base estructural de condición estable, tal una pirámide. Todas las pinturas lla-madas "clásicas", es decir, pinturas del Alto Renacimiento, son de esta clase. El efecto general es de composición es-tática o cerrada. Opuesto a este tipo, y alternando gene-ralmente con ella, período por período, hay una forma de composición que, aunque de "construcción arquitectónica", es sin embargo dinámica y "abierta". Los límites del en-cuadre se ignoran, el plano efectivo de la tela se ignora: una idea de espacio obtenido fluye dentro o fuera del cua-dro, a cualquier precio más allá, y las líneas de movimiento, mientras continúan como procedentes de un origen común, son iguales y opuestas: las líneas de fuerza son centrífugas pero equilibradas. Tal es la forma de las composiciones típi-cas del período barroco.

En la construcción de este esquema, puede el artista obrar intelectual o instintivamente, o tal vez con más frecuencia, en parte por un método y en parte por otro. Pero la ma-yoría de los grandes artistas del Renacimiento —Piero della Francesca, Leonardo, Rafael— tienen una tendencia defi-nida hacia una construcción intelectual, basada a menudo, como la arquitectura o escultura griegas, en una definida razón matemática. Pero al llegar a una composición ba-rroca como la "Conversión de San Mauricio" del Greco, es tan intrincado el esquema, tan asombroso en sus repetidas relaciones, tan magistral en la fuerza con que la forma apoya a la intención, que la forma misma, como a menudo la solu-ción de un problema matemático, debe de haber sido una in-tuición. Pero en esa forma, aún experimentamos la clase de placer que deriva de la arquitectura, y hay, por supuesto, un paralelismo evidente entre la forma en la pintura barroca y la forma en la arquitectura barroca: entre la forma en

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todas las artes de cualquier época. Y a lo largo de estas líneas, podemos describir la verdadera relación entre el artista y la civilización de su época, que es uno de los problemas que tanto nos interesan hoy en día. La época, la civilización, da la forma y hasta dicta el contenido de una obra de arte; pero el poder que funde forma y contenido y los levanta a la escala e intensidad de genio, eso se determina por la psiquis del artista mismo.

Bajo este aspecto de la forma arquitectural voy a incluir esa característica de la composición, a veces llamada ritmo. Ritmo en un cuadro puede producirse, no sólo por el con-torno de la línea, sino por la repetición de masas, comúnmente en series reducidas.

Que dichas series sean tríadas es debido sólo al hecho nada misterioso de que tres es el primer número en que puede notarse una serie, y a que una serie de más de tres ma-sas tendería, en un cuadro, a ser demasiado evidente.

La forma simbólica es mucho más difícil de explicar. De-pende de una hipótesis psicológica de la cual Young y otros psicoanalistas han suministrado bastantes pruebas. Mr. Roger Fry ha adelantado la hipótesis aplicada al arte en las siguien-tes palabras:

"Hay en arte, me parece, una cualidad afectiva q u e . . . no es un mero reconocimiento de orden e interrelación; cada parte, así como el todo, se halla bañada por un tono emotivo. Ahora, según nuestra definición de esta belleza pura, el tono emotivo no se debe a ninguna reminiscencia conocida o su-gestión de experiencias emocionales de la vida; pero a veces pienso si no obstante cobra su fuerza despertando muy hon-das, muy vagas reminiscencias grandemente generalizadas. Pa-rece como si el arte tuviera acceso al substratum, de todos los colores emocionales de la vida, a algo que está debajo de las emociones particulares y especializadas de la vida actual. Parece comunicar una energía emocional desde las con-diciones mismas de nuestra existencia por su revelación de un significado emocional en el tiempo y en el espacio. O tal vez sea que el arte eleva los sedimentos dejados en el es-píritu por las diferentes emociones de la vida, sin, de cual-quier modo, recordar las experiencias presentes, así es que

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captamos un eco de emoción sin la limitación ni la determi-nada dirección que tenía en la experiencia."

Está bien claro, como podemos aprenderlo en un estudio de antropología o religión, que un símbolo puede ser una forma de origen completamente arbitrario: mera concreción, en algo teniendo forma y exactitud, de vagas, sugestivas emo­ciones. Parece casi seguro que muchas obras de arte en sus diversos aspectos, obtienen sus medios de creación, quizá sólo inconscientemente, de esa forma simbólica.

27. — LA UNIDAD

En una obra de arte perfecta todos los elementos están in-terrelacionados; se unen hasta formar una unidad que tiene un valor mayor que la mera suma de esos elementos. Whistler decía que mezclaba sus colores con la inteligencia; en Ale-mania dicen que el hombre pinta con su sangre; estas frases implican que los elementos de un cuadro se unen en virtud de la personalidad que los domina y los moldea en una uni-dad, que es la unidad de la directa aprehensión emocional del sujeto que el pintor tiene ante él. Cuando acabamos de ana-lizar todos los elementos materiales de un cuadro, tenemos aún que dar razón a ese elemento intangible que es la ex-presión de la personalidad del artista, y que, cuando todo lo demás se distribuye en común —tema, época, generación y material— lleva a resultados totalmente distintos. Es po-sible que desde el Renacimiento hayamos tendido a exagerar la importancia de este elemento personal; los grandes tipos religiosos de arte —gótico y budista— son casi por completo impersonales. Un crítico1 reciente hasta ha insinuado que estamos enfrentados a dos concepciones de arte enteramente distintas: arte puesto al servicio de la religión, y arte man-tenido sosteniendo a sabiendas una idea. Esta distinción es útil a fines descriptivos, pero difícilmente podría llevarse a los extremos que Mr. Wilenski se propone. Importa, en efec­to, juzgar una obra de arte según su intención, procedimien-

1 R. H. WILENSKI: El movimiento moderno en arte. (Londres, Faber y Faber, 1927.)

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to que lleva a la intrusión de toda clase de prejuicios desati-nados. El Lohan chino en el Museo Británico, una figura del portal oeste de la catedral de Chartres, y la última obra de Epstein o Gilí deben ajustarse a esa sensibilidad, aun ad-mitiendo que la sensibilidad tiene más oportunidad de ser librada al espectador si posee un previo conocimiento, en cada caso, de la intención del artista. Siempre, empero, de-be recordarse que la atracción del arte nunca es la per-cepción consciente, sino una aprehensión intuitiva. La obra de arte no está presente en la mente, sino en los sentimientos; es más bien un símbolo que una exposición de verdad.

Por eso es por lo que el análisis deliberado de una obra de arte, tal como he venido indicando aquí, como solamente expli-cación, no puede llevar en sí el placer derivado de una obra de arte. Este placer es una comunicación directa) de la obra de arte como un todo. Una obra de arte siempre nos asom-bra, ha producido su efecto antes de que tengamos conciencia de su presencia.

28. — MOTIVOS ESTRUCTURALES

La estructura de una obra de arte no es siempre evidente; puede ser un sutil balance de unidades irregularmente dis-puestas. Generalizando, un pintor, por ejemplo, de suficiente audacia, toma un esquema bien perceptible y dispone en consecuencia sus volúmenes. El esquema piramidal ya men-cionado es muy común, porque procura peso sólido a la base del cuadro y el ojo es llevado a una culminación donde más naturalmente espera encontrarla. Un esquema estructural se-mejante es un arreglo o repetición de triángulos. En el cuadro del Greco (ilustración 13) tenemos un ritmo rotativo que se agita como rayos que nacieran del gesto-eje de Cristo y presta una sensación maravillosa de vitalidad a toda la com-posición. Cada una de sus líneas se ha trazado para contribuir a este ritmo impresionante.

Estos motivos estructurales son muy importantes en la fac-tura de un cuadro o de cualquier obra plástica, aunque no sean, necesariamente, una elección premeditada del artista. Revelan, con más claridad que nada, el ritmo predominante

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de la época. El hecho de que Rubens, por ejemplo, adoptara con tanta frecuencia un motivo espiral, no era un hecho ca-sual; la espiral es el ritmo dinámico típico de ese período. Es-taba empeñado en un esfuerzo para derribar las estáticas com-posiciones arquitecturales de la tradición primera del Rena-cimiento.

En un paisaje, es más probable que la composición esté condicionada por los problemas prácticos de sugerir distan-cia, perspectiva y cualidades atmosféricas. En el paisaje de Claude, por ejemplo (fig. 39), no hay esfuerzo para alcan-zar un ritmo esquemático. Las líneas están destinadas ple-namente a sugerir la extensión del paisaje, sin demasiada intrusión en el volumen relativo de tierra y cielo, o en el efecto atmosférico del juego de luz y sombra. La vitalidad estructural del cuadro debe ser. vista dentro del sujeto mismo, en vez de estar tendida como en un molde de acero en el que debe encajar el sujeto. La alternativa es trazar un pai-saje imaginario libre de restricciones representares, que es el método típico de los artistas modernos como Chineo y Kandinsky.

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II

29. — ARTE PRIMITIVO

Que el sentido estético sea inherente en los más, con inde-pendencia de su rango intelectual, queda claramente demos-trado por un examen del arte de los pueblos primitivos. (También se demuestra por la inconsciente apreciación es-tética que revela el hombre de la calle en presencia de una limosina Bentley de seis cilindros, o en presencia de cualquier construcción o máquina hermosa cuando no se le pide que la juzgue como "obra de arte".) Muchas investigaciones han sido hechas en este campo en los últimos años, y ya tene-mos extensos datos del arte de algunos de los hombres más remotos mencionados por los antropólogos (de treinta mil a diez mil años antes de Jesucristo). Los ejemplares sobre-vivientes de este arte "prehistórico" del período paleolítico se dividen en tres grupos geográficos (Franco-Cantábrico; Hispano-Oriental y Norte-Africano), pero los famosos dibu-jos de animales de la cueva de Altamira, en España, son los más célebres. Paralelo en desarrollo con ese arte prehistórico, tenemos el arte mucho más moderno de los bosquimanos de la Rodesia Meridional y del África Sur-Occidental. Todos estos grupos tienen ciertos rasgos en común. Las representaciones (dibujos trazados por lo común en los muros de las cavernas) no muestran intentos de perspectivas: el propósito es más bien representar el aspecto más expresivo de cada elemento en un objeto —por ejemplo, un pie visto de lado, en combina-ción con los ojos vistos de frente. Tampoco, en otros aspectos, el arte de estos pueblos primitivos es naturalista. Hay un abandono determinado del detalle en favor de lo que po-demos llamar simbolismo. Los detalles de las formas natu-rales son desechados o falseados con intención de sugerir el

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significado principal de la cosa representada; por ejemplo, el cuerpo de un toro está alargado para sugerir la idea de salto; está pintado en aguadas lisas diferenciadas (como en-tre luz y sombra) de manera que resalten las líneas de movi-miento en el cuerpo del animal. El arte paleolítico muestra un deliberado desarrollo desde una manera lineal o bi-dimensional de representación en el período aurignaciano hasta una manera plástica o tridimensional en el período mag-daleniense, pero en el período neolítico desaparece esta sen-sibilidad plástica. Se nota un desarrollo más significativo en los españoles orientales y en los tipos bosquimanos; cuando representan un grupo de objetos, vemos que ese grupo ha sido concebido como un todo integral, y no meramente como un conjunto de partes individuales.

30. — LA PINTURA RUPESTRE

Las pinturas rupestres se encuentran sobre la superficie de rocas peladas, en cuevas y grutas, y fueron hechas, segura-mente, con una cepa o espátula de hueso afilado, con colores al óleo cuidadosamente preparados con pigmentos terrestres y grasa animal. Hay pruebas que demuestran que las pinturas han sido restauradas con frecuencia, y que los lugares donde se encontraron eran en cierto modo sagrados para los bos-quimanos.

Algunas de ellas son de origen bastante reciente, y el doc-tor Kühn 1 opina que la pintura rupestre estaba aún en su apogeo hace pocos siglos, y el período de declinación com-prende los dos últimos siglos, "durante los cuales los bosqui-manos, como resultado de la influencia de negros y blancos, perdieron su territorio, junto con gran parte de sus tradiciones y costumbres". Pero la fecha de las pinturas tiene ahora poca significación; lo que importa es su lugar en la historia cultural de la raza humana. No puede dudarse que tenemos en el arte bosquimano una supervivencia del arte que florecía en área

* Arte rupestre, por Huoo OBERMAIER y HERBERT KÜHN (Oxford, University Press, 1930.)

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mucho más extensa hace miles de años —arte, en una palabra, del período prehistórico. Afortunadamente, la similitud de las. pinturas rupestres con los dibujos encontrados en las cavernas de la España oriental, no pueden, según el doctor Kühn, ser del todo casuales, e insinúa que los bosquimanos son, de hecho, una raza aliada a la llamada cultura Capsiana de la Es-paña Oriental y .de l África Septentrional. Pero debo dejar de lado estos tan interesantes problemas etnológicos, suscita-dos por el carácter y distribución del arte bosquimano, y limi-tarme a su significado estético.

Primeramente, no debe pensarse que cualquier viejo bos-quimano pueda pintarlas. Los archivos de los libros de los primeros colonos boers señalan la existencia de un cargo de pintor de corte; y aun si esos archivos son incompletos, po-demos estar bien seguros, por razones a priori, de que la sensi-bilidad estética revelada en esas pinturas era un don excepcio-nal. Porque estéticamente las pinturas son muy notables; hasta son "bellas" en el concepto especial que he dado a esa pala-bra (c. 3 ) . Tienen, por eso, que ser netamente apartadas del arte negro, y éste es el primer punto sostenido por el doctor K ü h n en su capítulo El espíritu del arte bosquimano. "El rasgo más prominente del arte bosquimano", escribe, "es el carácter sensorio y naturalístico que delata su esp í r i tu . . . Si se coloca el arte bosquimano al lado del negro africano, exclusión hecha del arte de Benin y de Yoruba, se verá enton-ces que aquél se acerca mucho más al modelo natural ; es más estrictamente realista y fiel a la na tu ra leza . . . El bosquimano, más estrechamente relacionado con la naturaleza, experimenta con más fuerza el carácter plástico del objeto; su forma, color y movimiento. Para él, el sujeto es realidad, no simbolismo o significado esencial, como lo es para el negro animalística-mente dispuesto". Por eso, en vez de las estilizaciones y abs-tracciones que encontramos en un arte antivital como el del negro, el bizantino, o el moderno cubista, tenemos un arte en el que cada línea expresa movimiento y vida.

Muchas de las pinturas representan animales corriendo o escenas de caza, pero aun cuando los sujetos están en re-poso, como en el ejemplo que he elegido para ilustración (figura 15) son extraordinariamente vivos. ¿Podría el estado

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de alerta de unos animales desconfiados estar más felizmente representado por toda la destreza acumulada en el arte civi-lizado?

Las pinturas son en general monocromas, aunque tienen una buena gama de colores, y pueden encontrarse en combinacio-nes de dos o más colores. Son invariablemente de dos dimen-siones, sin sombra ni modelado de ninguna clase. Cuando se encuentran diferentes tonos de color, no se usan para sugerir modificaciones de luz y sombra, ni aun de una manera natural se han empleado para enfatizar el ritmo y el movimiento. En el grupo de pinturas tratadas por Obermaier y Kühn, hay un designio muy evidente de composición. El doctor Kühn observa que "lo primario es la unidad, no la multiplicidad". El dibu-jo está concebido como un todo integral, no como una fun-ción de sus partes individuales. Los miembros no tienen vida propia por separado: tienen su significación exclusivamen-te en la composición. Así la composición, la estructura de la cosa como un todo, derivando de la unidad de una escena pictórica, es lo que se muestra por excelencia en este arte.

Ésta es una vasta pretensión, y naturalmente uno busca una fuerza emocional que incite al artista a una unidad del diseño. Los autores de este libro la encuentran en la perspectiva, má-gica visión de la vida de los bosquimanos. Tenemos testimo-nios de ritos mágicos en las supervivientes danzas, canciones y leyendas de los bosquimanos. Está claro que las pinturas no carecen de significado. Por consiguiente, concluye el doctor Kühn, "no sólo tienen un valor estético; sino que como las pinturas de la Edad Media en Europa, tienen un significado religioso, o si uno no quiere considerar la magia como una forma de expresión religiosa, en experiencia mágica."

31. — SIGNIFICADO DEL ARTE PRIMITIVO

Por la representación simbólica de un acontecimiento, cree el hombre primitivo que puede asegurar la incidencia real del acontecimiento. El deseo de progenitura, de la muerte de un enemigo, de la supervivencia después de la muerte, o el

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exorcismo o propiciación de un espíritu maligno, son los mo-tivos de creación de un símbolo adecuado. Sucede que en arte primitivo nos abocamos al arte en el sentido más amplio de la palabra: con una disposición metódica que exprese acti-tudes emocionales. El conde de Gobineau ha dicho con toda verdad que el negro posee en el más alto grado esa facultad sensual que nuestros instintos civilizados tratan de abolir, pero sin la cual no hay arte posible. Es bien cierto que un estudio del arte del negro y del bosquimano nos lleva a una compren-sión del arte en su forma más elemental, y lo elemental es siempre lo más vital.

32. — ARTE ORGÁNICO Y GEOMÉTRICO

Para los hombres primitivos, la creación artística significaba un escape a la arbitrariedad de la vida. Vivían al día y de manos a boca, en el exacto significado de estas frases. En su vida no había estabilidad, ni sentido de duración. Aún hoy, entre las razas en contacto con la civilización, es imposible hacer comprender a un aborigen el significado de una pro-mesa. No razona más allá de lo inmediato, pero actúa instin-tivamente de acuerdo con el cambio de los sucesos. Por con-siguiente, cuando crea una obra de arte, como acto de propi-ciación mágica, escapa a la arbitrariedad predominante en su vida, y crea lo que es para él una expresión visible de lo absoluto. Por un momento ha detenido el flujo de la existen-cia y ha elaborado un objeto sólido y estable; fuera del tiempo ha creado espacio, y ha definido este espacio con un contorno, y bajo el peso de su emoción ese contorno ha tomado forma expresiva; se ha convertido en un orden, una unidad, una fór-mula equivalente a su emoción.

Hay dos maneras distintas de conseguir el fin deseado: el orgánico y el geométrico. Se ha sugerido que fundamental-mente estos dos tipos están determinados por ambientes opues-tos. Donde se sienten enemigos de las fuerzas de la naturaleza, como en el helado norte o en el desierto tropical, el arte toma la forma de un escape, no sólo del flujo de la existencia, sino de cualquier cosa que lo simbolice. La curva orgánica, para

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reducirlo a su más simple elemento, es considerada hostil; en-tonces el artista geometriza todo, hace todo lo menos na-tural posible. Sin embargo, una obra de arte tiene que ser dinámica; debe detener la atención del espectador, emocio-narlo, contagiarlo. La geometría de este arte abstracto es por eso muy agitada; es mecánica, pero se mueve. En el otro sen-tido el arte vital de los pueblos primitivos simpatiza con la na-turaleza. Adopta la curva orgánica, eleva su brío. Es el arte de las playas templadas y las tierras fructíferas. Es el arte de la alegría de vivir, de la confianza en el mundo. Las plantas, los animales, el mismo cuerpo humano, están retratados con cariñoso cuidado, y siempre que el arte arranca de una imi-tación exacta, es buscando el ensalzamiento de una urgencia vital.

El arte griego del período clásico —siglo quinto antes de J. C.— o arte clásico, como lo llamamos, es esencialmente igual al arte paleolítico y de los bosquimanos —es decir, un arte orgánico—. Sólo difiere de sus parientes primitivos en el grado de sus organizaciones, en la complejidad de sus aso­ciaciones, y en las superiores obras técnicas de su civilización coetánea. Hay que hacer esta sola salvedad: los griegos eran una raza muy científica e intelectual. No satisfechos con la vitalidad de la naturaleza y el arte, aspiraron a explicar esta vitalidad por fórmulas. Descubrieron, o creyeron descubrir, ciertas relaciones establecidas entre la naturaleza y el arte. Estas relaciones, una vez descubiertas, fueron aplicadas deli-beradamente. La Sección de Oro, como ya lo hemos apuntado, fué descubierta por ellos y persiste como un elemento de la tradición clásica hasta el día de hoy.

33. — FUSIÓN DE PRINCIPIOS ORGÁNICOS Y GEOMÉTRICOS

Los dos tipos opuestos en arte —geométrico y orgáni-co— persisten a través de toda la historia del arte. Natural-mente, al extenderse las civilizaciones y compenetrarse las razas, se hace la fusión, y la corriente principal del arte ex-presa tal compromiso. Pero antes de considerar esta corriente principal, permítasenos señalar cómo ambos tipos, geométri-

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co y orgánico, tienden continuamente a reaparecer en su pureza original, en los tiempos prehistóricos como en los his-tóricos. Para tomar ejemplos relativamente modernos, tene-mos la reaparición del arte geométrico en el llamado estilo arábigo, estilo desarrollado por la inteligencia matemática de los árabes en España y Egipto; lo encontramos sobre todo, en su más bella manifestación, en el arte bizantino y románi-co; volvemos a encontrarlo, lejos de estas influencias, en el arte del Perú y Méjico, Java y Japón. Reaparece en el cubismo moderno. El estilo orgánico es menos intermitente; persiste en Egipto a la par del geométrico; era el arte geométrico de los sacerdotes, y el arte orgánico, el arte del pueblo. El primi-tivo arte cristiano de las catacumbas demuestra, de nuevo, el impulso orgánico en toda su inocencia, y con el humanismo y naturalismo del Renacimiento italiano llegamos al gran triun-fo de dicho estilo.

Pero el triunfo del estilo orgánico (sólo en el mundo occi-dental, claro está) había sido precedido por el establecimiento de un gran acuerdo. Ambos, el arte gótico y el arte oriental, en sus aspectos generales, representan la fusión de los princi-pios del arte geométrico y del arte orgánico. El principio abs-tracto era característico de las razas nórdicas nómadas, y el arte geométrico se extiende a través de los continentes de Eu-ropa y Asia desde Irlanda hasta Siberia. Ahora bien, uno de los fenómenos periódicos en la historia económica puede ser generalizada como el asalto de los pueblos campesinos por los pueblos cazadores. Las empobrecidas razas nómadas, confina-das en regiones menos fructíferas de la superficie terrestre, se organizan en bandas y descienden a reponerse a las zonas más templadas y productivas de la tierra. Traen con ellos sus or-namentos geométricos, sus ingeniosas armas, su misticismo re-ligioso. El proceso es extremadamente complejo; tiene un fondo de prósperas y decadentes dinastías, de ciclos econó-micos y naturales catástrofes, de resurgimientos o persecucio-nes religiosas. Pero el arte lo penetra todo, y surgen del tu-multo las grandes fases históricas de arte —la de Creta, la de los sasánidas, la islámica, la oriental, y la gótica, y sus innumerables subdivisiones y retoños.

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34. — ARTE Y RELIGIÓN

La historia del arte desde su estado primitivo (debemos recordar que lo primitivo no es necesariamente inferior) hasta sus obras más civilizadas de arte clásico o gótico acompaña y depende de la evolución paralela de los sentimientos del hombre hacia el universo —la evolución de la magia y el animismo a la religión. La inmensa distancia entre una esta-tua negra y una estatua de Praxiteles, es la inmensa distancia entre la religión animística del negro y el conocimiento inte-lectual de un griego en el punto culminante de su civiliza-ción. Los griegos alcanzaron un equilibrio religioso que sólo puede llamarse felicidad; perdieron todo temor del mundo ex-terno; de hecho se volvieron con simpatía hacia este mundo, y su arte resultó la expresión misma de lo que veían con ojos benévolos: una idealización de la naturaleza. El hombre vio belleza en todas las cosas vivientes, y el ritmo orgánico de la vida fué lo que trató de traducir en su arte.

La relación entre arte y religión es uno de los puntos más arduos que debemos encarar. Mirando hacia el pasado, vemos al arte y la religión emerger de la mano en la oscura lejanía de la prehistoria. Por muchos siglos parecen estar indisolu-blemente ligados; luego, en Europa, hace unos quinientos años, aparecen los primeros signos de una escisión definitiva. Se fué agrandando, y con el Alto Renacimiento tenemos un ar-te esencialmente libre c independiente, individualista en sus orígenes, y sin otra mira que la de expresar la propia perso-nalidad del artista. La historia del arte occidental desde el Renacimiento es variada y discordante; a veces pensamos que ha alcanzado un punto máximo en alguna eximia obra maes-tra; a veces parece que el arte no existe, y por fin pensamos que no puede haber un gran arte, o grandes períodos de arte, sin un enlace íntimo entre la religión y el arte. Aun allí donde los grandes artistas han creado sus obras maestras en aislamiento aparente de toda fe religiosa, cuanto más de cerca miramos en sus vidas, descubrimos la presencia de lo que po-dríamos llamar sensibilidad religiosa. Es el caso de la vida de Van Gogh.

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Con todo, pienso que sería prematuro asegurar que el en-lace entre religión y arte sea inevitable y necesario. Depen-de, claro está, de lo que queramos decir por arte y por re-ligión. El elemento esencial en el artista, el único elemento del que ciertamente no podemos prescindir, es un algo de sen-sibilidad —no debemos temer llamarla sensualidad—. En el arte del hombre primitivo, como en su religión, es éste el ele-emento básico. La dificultad en ese período es deslindar arte

y religión. El culto de la una iguala las invenciones del otro. Los magos y los sacerdotes son idénticos a los artistas creadores, y el arte sólo existe en función de cultoto o propi-ciación. Tal arte, desde el punto de vista de nuestra actual civilización, es drásticamente limitado; expresa sólo una muy estrecha serie de emociones, que son principalmente sentimien-tos de temor. El sentimiento de la gloria, que es el fruto del

valor espiritual, brilla por su ausencia en el arte del hombre primitivo. Es este sentimiento, seguido en diversas direcciones, el que lleva a las más altas conquistas en los dos artes clásicos Y en el arte cristiano de la Edad Media.

Mientras tanto, en el cambio del arte del hombre primi­tivo al arte del hombre civilizado, no ha habido un verdadero" cambio en el proceso psicológico de la mente del artista. Los valores reales de la ilustración de la máscara negra (fig. 19) y de la cabeza de Adán por Riemenschneider (fig. 18) son casi, equivalentes. La diferencia se halla_en la espresión de una

diversa escala de vaIores trascendentales. Es decir, la difere-cia_en valor entre él arte del hombre primitivo y el arte del

hombre civilizado de la Edad Media es una diferencia en los valores de sus respectivas religiones, no en el grado de su

sensibilidad artística. Aunque sea de una manera un poco cru-da, es perfectamente cierto decir que el arte de un núcleo

religioso se relaciona con el arte de otro núcleo religioso pre-cisamente en la medida de intensidad de sus vidas religiosas.

35. — ARTE V HUMANISMO

La posición no difiere realmente durante el complicado pe-ríodo que llamamos Renacimiento. Este período se distingue,

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por una parte, por un nuevo vigor del humanismo clásico, de-cididamente pagano en sus ideales, y por la otra parte, por lo que pudiéramos llamar una humanización de la propia reli-gión cristiana, expresada, por ejemplo, en el lirismo de Fray Angélico y de San Francisco. Pero el paganismo del Renaci-miento es, para nuestro presente examen, tan religión como el cristianismo. Es decir, el artista, al dar expresión a los ideales del humanismo clásico, pone su arte al servicio de un ideal en la misma medida que el mago primitivo y el artista cristiano.

Durante el curso de los siglos dieciséis y diecisiete, el hu-manismo pierde su elemento idealista. La civilización se torna más y más materialista, y el artista acaba, en el siglo dieci-ocho, volviéndose el esclavo de esta sociedad materialista, o simplemente su propio amo. En el primer caso no está en mejor posición que el artista primitivo; no hace más que cambiar un temor por otro. El segundo caso nos lleva al ver-dadero problema, ¿puede el artista, basado en su propia sen-sibilidad, y sin la ayuda de las emociones de la masa y de las ideas tradicionales, puede ese artista, "bueno, grande y go-zoso, bello y libre" crear obras de arte que puedan sostener un parangón con las más grandes creaciones del arte religioso?

No contestaré a esta pregunta de modo muy rotundo. Es difícil que dos personas se pongan de acuerdo para decidir qué es buen arte, de modo que no es posible hacer una divi-sión entre arte religioso e individualista. Con todo, creo po-sible un acuerdo acerca de una o dos observaciones pertinen-tes. En primer lugar, es casi evidente que ningún artista hace una buena obra sin la sensación de público. La teoría de que el arte es la expresión del yo no nos adelantaría gran cosa: porque, ¿cuál es el "yo" expresado? ¿Las fantasías del subconsciente? Ésa es la acostumbrada respuesta a esta pre-gunta. Pero ¿cuál es el valor —el valor positivo aparte de los formales valores estéticos que son comunes a otras formas de arte— de esas fantasías? Sabemos muy poco acerca de los alcances del subconsciente, pero, por su propia definición, no puede poseer ninguno de los valores ligados a los ideales universales que distinguen al hombre civilizado de sus primi-tivos antecesores. Arte es comunicación, y aunque obre por y con la sensibilidad, no hay razón para que no comunique

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un sentido de los valores. La respuesta a la pregunta de si el gran arte puede existir independientemente de la religión dependerá entonces de nuestra escala de valores. El tribunal de juicio es tarde o temprano la comunidad. Parecería, por eso, que el artista, para lograr intensidad, debe en cierto modo atraerse el sentimiento colectivo. Hasta ahora la más alta ma-nifestación de sentimiento colectivo ha sido la religión; a aquellos que niegan el necesario contacto entre arte y reli-gión les toca señalar algún equivalente de sentimiento colec-tivo que a la larga resulte una continuidad histórica para el arte no religioso.

36. — ARTE POPULAR

En toda consideración de los elementos del arte, debemos tomar en cuenta no sólo el arte de los hombres primitivos, sino también la forma de arte históricamente más próxima a nosotros, el arte de las gentes sencillas, genuinas, conocido en general con el nombre de "arte popular". Este nombre de uso común abarca demasiado, y por eso la significación del fenómeno no está tan claramente reconocida como de-biera. El arte popular no es una imitación rústica del arte de las clases más cultas; es decir, no es un reflejo del arte de gentes sofisticadas, y aún menos es el arte que sur-ge de una morbosa inclinación a la sencillez y a la vida simple. Para ser precisos, el término debe limitarse a ob-jetos hechos por pueblos incultos de acuerdo con una tra-dición nativa e indígena, exentos de influencias externas —al menos, ninguna influencia vertical de grados superiores so-ciales—; influencias laterales de otro país son posibles, aun-que no probables a menudo.

El arte popular, así definido, tiene varias características. En primer lugar, nunca entra lo que una odiosa definición llama "bellas artes"; es siempre arte "aplicado". Surge de un de-seo de prestar color y alegría a los objetos de uso cotidiano —trajes, muebles, loza, alfombras, etc.—. Los que lo practican no lo consideran como una actividad justificada en sí misma. En segundo lugar, muestra una tendencia sorprendente hacia la abstracción, ya sea hacia la abstracción geométrica, como

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en las alfombras de Finlandia, los bordados de Rumania, la cerámica del Perú; ya hacia la estilización rítmica de moti-vos naturales, como en la cerámica de Europa Central, las tallas en madera de la Polinesia, y los bordados de Checos-lovaquia. En muchos casos, por ejemplo en las islas griegas y en Italia, ambas tendencias van de la mano. La explicación de la tendencia a lo abstracto se encuentra en cierto modo en la naturaleza de la técnica y los materiales de decoración. Ciertos métodos de tejer, por ejemplo, llevan naturalmente a los modelos geométricos como la más fácil solución; la ro-tación de un torno, y el uso del líquido "corrido" en la de-coración de la cerámica, lleva a los motivos curvilíneos; los de-licados trabajos de aguja o encaje son de más efecto con moti-vos naturales. Pero el arte representativo directo del tipo caro a los artistas académicos es casi desconocido en el arte popular; parece que el campesino nunca ha hallado que sirva a su pro-pósito de hacer más agradable el mundo. Prefiere agregar algo a su vida, más bien que actuar como espejo de su opaca actualidad.

Una tercera característica del arte popular es su tendencia conservadora. De todas las artes, es la más difícil de fechar con seguridad. Motivos sencillos se desarrollan y persisten durante siglos. No tiene el campesino inquietud alguna por las noveda-des; sólo pide que un objeto sea alegre, y parece darse cuenta instintiva de que es posible obtener una variedad infinita de efectos por la combinación de unos pocos motivos y colores.

Pero quizás la característica más asombrosa del arte popular sea su universalidad. Idénticos motivos, e idénticas maneras de abstracción, idéntica forma e idénticas técnicas parecen bro-tar espontáneamente del suelo en todas las partes del mundo. He visto cerámicas hechas en Somerset en el siglo dieciocho que apenas se distinguen de cerámicas chinas del siglo diez. El tallado en madera de Noruega es de un estilo muy seme-jante a las tallas de los nativos de Nueva Zelandia; y no hay ninguna diferencia esencial entre los modelos de Inglaterra y los de Grecia o Bulgaria. Hay ropas de lana bordadas de sepulturas egipcias que podrían haber sido trabajadas por cam-pesinas inglesas en la época victoriana. Éstos son ejemplos for-tuitos, y por encima de la similitud básica existe un inter-

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cambio sin fin de detalles; los elementos universales se prestan a la creación de infinidad de estilos individuales, determina-dos por el clima, las costumbres y las condiciones económicas.

Algo, ciertamente, debe concederse a las capacidades in-natas de materia y procedimientos. El campesino, tejiendo con lanas de colores, creará ciertos dibujos geométricos inevitable-mente, y esos dibujos tienen la probabilidad de repetirse en distintas épocas sin influencia directa alguna. La máquina es el artista, y las máquinas se repiten. Un famoso sociólogo ale-mán, Gottfried Semper, estaba tan encantado con esta idea que la convirtió en base de una completa teoría materialista del origen del estilo y del ornato.

Las características del arte popular pesan directamente en toda discusión sobre la naturaleza del arte. Revelan que el impulso artístico es un impulso natural de los hombres, aun de los menos cultos; hemos llegado a esa conclusión ante la evidencia del arte bosquimano. Pero ese arte no revela por en-tero (como lo hace el arte negro) el carácter no represen-tativo del arte genuino. No es la abstracción lo artificioso, sino la tendencia fotográfica de la pintura académica. Es de no-tarse, también, que el arte popular es muy raras veces la ex-presión de un estado de espíritu religioso. Hay muchos objetos de arte popular, como pilas de agua bendita e iconos, deco-rados con símbolos religiosos. Pero el propósito al hacer la obra de arte nunca es el propósito religioso de propiciación o sacrificio o función, sino el enteramente humano, el desig-nio cotidiano de "alegrar un poco las cosas."

37. — ARTE NACIONAL. EGIPTO

Los tipos de arte que hemos venido considerando en los últimos párrafos, son todos universales —arte primitivo, ar-te salvaje, arte rústico: sus características no están limita-das a un pueblo o a un país. Es en Asia, Creta y Egipto donde primero encontramos el fenómeno de civilizaciones estáticas y por consiguiente del arte que puede describirse como nacional, en particular el arte egipcio que por su larga vida y vasta in-fl»*.^- 1- t. A! ! í't ¥"\ A _ jf. ._ ¡-. ' v \ fluencia, puede tomarse como tipo nacional. Durante un pe-

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ríodo de setenta siglos, Egipto proporcionó las condiciones económicas que rigen una cultura continua; y aunque el tipo racial egipcio haya sufrido "cambios marítimos", en esto no difiere de otros tipos normales, y puede difícilmente di-solverse, como tantos otros conjuntos nacionales. Por con-siguiente, dentro de sus fluctuaciones y cambios, debemos ser capaces de discernir ciertos rasgos fijos debidos a perma-nentes influencias de razas y suelo; o si estas características no están presentes, debemos construir hipótesis que descuenten esas influencias en la historia del arte.

La continuidad de la civilización egipcia es, fuera de duda, debida a factores económicos, principalmente a la renovación anual de fertilidad que sigue a las inundaciones del Nilo. El hecho de que esta fertilidad era de extensión estrictamente limitada, y al mismo tiempo continua con el río de la cual dependía, produjo un grado poco común de coherencia. Esta coherencia era física y económica, pero se reflejó en la reli-gión y en el arte. En el arte de Europa Occidental es posible ver las peculiaridades de una década en la historia del ar te ; un siglo cubre a menudo una revolución completa del gusto. En Egipto pueden pasar 2.000 años sin traer cambios de estilo demasiado evidente. Pero aquí se hace necesario marcar la diferencia entre dos tipos de arte que han persistido juntos en Egipto; un arte hierático dependiente exclusivamente del clero y un arte popular desarrollado paralelamente al hierático aunque independiente de él por completo. Desgraciadamente lo que aún perdura de este último tipo es muy escaso; no ha sido protegido en tumbas y templos como el arte hierático. Pero sabemos que existía y que era más íntimo y lírico que el arte de los sacerdotes. En el reino de Tutankhamen, in-termedio romántico en la historia del arte del antiguo Egipto, este sentimiento lírico parece haber invadido la esfera oficial, y el efecto es decadente.

38. — A R T E COPTO

Con el período copto, que comienza a fines del siglo IV, salimos del principio hierático en el arte egipcio; una religión

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democrática, el cristianismo, dió comienzo a un arte demo-crático en el pueblo, y lo elevó al plano más alto que nunca había tenido. Pero aunque el arte cristiano parte de una ac-titud ante la vida que se extiende ampliamente y hasta muy lejos en Oriente y Occidente, el arte cristiano de Egipto es siempre egipcio. Mr. Stephen Gaselee, que ha contribuido a una reciente revisión del arte egipcio1 con un interesante ensayo sobre el período copto, llama la atención sobre la forma peculiar que el cristianismo tomó en Egipto —monas-ticismo—. No era una forma que necesitara mucho del arte, y Mr. Gaselee no titubea en describir el período en general como de declinación artística. No obstante, después de cin-cuenta siglos de rigidez inhumana, uno descubre con una sensación de alivio los primeros signos de decoración libre, de concepción humana, que distinguen a las tallas de marfil, a los tejidos y a los manuscritos iluminados del período copto. El pleno desarrollo de estas tendencias llegó con el período musulmán, que comenzó en el siglo nueve. El Cairo se fundó en 950. Desde entonces, hasta la llegada de la "fatal influen-cia" del arte europeo a principios del siglo diecinueve, gozó Egipto, una vez más, de un arte en continuo desarrollo. Decir que era un gran desarrollo, es quizá expresar sólo un punto de vista personal, pero cualquier estudioso imparcial debe aceptar las conclusiones del capitán Cresswell, que pueden encontrarse en el libro ya citado. "La negligencia que hasta ahora ha sufrido el estudio de la arquitectura musulmana en Egipto se debe en gran parte al brillo rival de los antiquí-simos monumentos del antiguo Egipto. Pocos viajeros hay, sin embargo, que dejen de extasiarse ante el encanto del arte islámico, las espléndidas fachadas de los siglos catorce y quin-ce, las bellas formas de sus innumerables cúpulas y minaretes, y el refinamiento extraordinario de sus adornos."

Parece a primera vista que el arte del período musulmán es el arte de un nuevo mundo, que no puede tener ninguna relación con el arte del antiguo Egipto. Detrás de este arte inicial había un poderoso impulso que nunca se puso en con-tacto con la vida del pueblo; privado de ese poder, el arte del

1 El arte egipcio a través de los siglos, por varios escritores. (Londres, The Studio, 1931.)

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pueblo nunca se elevó por encima de lo bonito, lo decorativo. Pero cuando por fin, ese poder se libera y se vuelve popu-lar, se combina con la sensibilidad latente en las gentes y en-gendra un arte que es una de las obras estéticas supremas de la raza humana.

39. — LAS PIRÁMIDES

Las pirámides quedarán como símbolos eternos del antiguo arte egipcio, pero podemos, creo, discutir su valor estético. Una pirámide es una simple figura geométrica. Se dice que las pirámides en sí ganan enormemente por su tamaño im-presionante, por el contraste con las planicies del desierto, por el tono determinado que crean en el brillo de la luz solar; pero estos son apoyos adventicios, no esencialmente artísticos. Las pirámides en sí son racionales íntegramente, y lo que es racional íntegramente (la crítica lo aplica a ciertas clases de arte moderno), no puede satisfacer por entero a la sensibilidad estética. Siempre ha sido función del arte dilatar la men-te más allá de los límites de la comprensión. Esa "distancia más allá" puede ser espiritual o trascendental, o, quizás, me-ramente fantástica; en alguna parte traspasará el límite de lo racional. Esto no significa que el arte burle la armonía, que debe siempre, según la frase de Bacon, tener algo sor-prendente en su proporción; la arquitectura gótica es un arte que obtiene sus efectos más trascendentales obedeciendo a leyes geométricas tan estrictas como las que controlan a las pirámides; pero en la arquitectura gótica la geometría es la servidora del arte, y no su dueña.

40. — LA ESCULTURA EGIPCIA

La escultura egipcia es el arte más representativo del an-tiguo Egipto y, particularmente en la escultura del antiguo reino, encontramos una representación mucho más libre de la sensibilidad estética que la jamás evidenciada en la arquitec-tura egipcia. Aquí, de nuevo, la calidad estática del arte

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egipcio es evidente, y esta larga inercia se atribuye, no tanto a cualidades espirituales como a las convenciones no esenciales del arte, que en otros países cambian tan a menudo como las convenciones sociales. Esas convenciones del arte se suscitan por necesidades técnicas, o por incapacidad artística —como dificultades en objetivar percepciones visuales—. De la pri-mera categoría, por ejemplo, era un proyecto originado por la necesidad de sostener el peso de la parte superior del cuerpo al modelar en arcilla1. Originariamente este sostén era proba-blemente un manojo de tallos de papiro cubierto con arcilla, quedando el papiro tieso y duro. Cuando las estatuas se mode-laron en piedra, este sostén, aunque innecesario, fué servilmen-te copiado en el material más duro. Por una década o dos, y hasta por una o dos generaciones, ese fenómeno es explicable. Hemos tenido ejemplos de esas breves supervivencias en nues-tra civilización. Samuel Butler señala la pequeña protuberancia en el fondo del hueco de las pipas, un órgano rudimentario que perdura de una época en que tenía su utilidad en las pipas de arcilla (formaba un sencillo apoyo del hueco caliente). Pero en Egipto, órganos rudimentarios de esta clase perduran miles de años. De la segunda categoría, podemos señalar el hábito de poner un ojo de frente en una cara de perfil, convención que se encuentra en todo arte primitivo. Ésa convención no es una prueba de la falta de habilidad del artista; es muy posible que el hombre primitivo tuviera un deseo instintivo de representar el rostro humano; tiene una extraña clase de animación. Pero mientras en una nación como la griega esta convención satisface a las necesidades espirituales de una fase de su civilización, en Egipto fué eterna.

41. — ORIGEN DE LOS TIPOS HISTÓRICOS

No es fácil encontrar los orígenes del arte cristiano. Sa-bemos que la influencia griega penetró hacia el Este, en Persia, India y China y hacia el Oeste, en Italia, España, Alemania y aun Inglaterra. También sabemos que había un arte común

1 Escultura egipcia, por MARGARET MURRAV. (Duckworth, 193O.)

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a las regiones septentrionales, yendo desde Islandia a través de Escandinavia y Siberia, y podemos encontrar las relaciones australes de este arte en el sur de Rusia, Persia y Asia Me-nor. El Asia central era una corriente de fuerzas fuera de las cuales nació el gran arte cristiano de Occidente, que em-pezó con el arte bizantino llegando hasta el Renacimiento y alcanzando su expresión más alta alrededor del siglo doce. Nace fuera de esa misma corriente el gran arte oriental, que difiere en su esencia del arte de Occidente —difiere, en efecto, en el grado en que la religión oriental difiere del cristianis-mo—. Podemos decir que doquiera llegaron las corrientes de influencia artística, fueron recogidas por las religiones que en-contraron, y fueron adaptadas a los propósitos de estas reli-giones. Encontramos las mismas convenciones artísticas en el arte chino y en el europeo; vienen de la misma fuente pero están destinadas a servir fines muy distintos. Su atracción a nuestro sentido de lo bello es idéntico aún.

42. — ARTE CHINO

La historia del arte chino es más firme, y hasta más per-sistente que la del arte de Egipto. Es, sin embargo, algo más que nacional. Comienza alrededor del siglo trece antes de Jesucristo y continúa, con períodos de oscuridad y vaguedad, hasta el presente siglo. Ningún otro país en el mundo puede desplegar semejante riqueza de actividad artística, y ningún otro país, considerándolo bien, tiene nada con qué igualar los altísimos méritos de este arte. Es un arte que tiene sus limi-taciones; por razones que estudiaremos, no ha cultivado nun-ca el género grandioso, y en consecuencia nunca tuvo una arquitectura comparable con la griega o la gótica. Pero en las demás artes, incluso la pintura y la escultura, logró, no una vez sino repetidamente, una belleza de forma tan cercana a la perfección como la que nosotros podamos imaginar.

Para el occidental medio, el Oriente siempre fué la tierra del misterio, y aunque los medios modernos de comunicación y los métodos modernos informativos, especialmente la foto-grafía y el cine, lo familiarizan con los rasgos exteriores de

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la civilización oriental, su espíritu íntimo le es aún descono-cido y remoto. Cuando nos interesamos en cosas específica-mente espirituales —una religión como el budismo o una fi-losofía como el taoísmo— nos contentamos, por lo general, con quedarnos fuera, benévolos espectadores quizá, pero pasi-vos esencialmente, de una forma de pensamiento y vida que está más allá de nosotros. Pero cuando nos interesamos por cosas materiales y objetivas como las obras de arte —estatuas y cuadros, cerámica y tejidos—, no tenemos la misma humil-dad. Sentimos que el arte es un idioma internacional, que llama directamente a los sentidos, y debemos ser capaces de apreciar el arte oriental tan fácilmente como el arte de nues-tra propia civilización. Hay muchas vagas teorías acerca de la universalidad del arte que anima esta confianza, y desde el siglo diecisiete hasta el presente el arte oriental ha tenido pe-riódicamente entusiasmos populares, y hasta ha inspirado a nuestros propios artistas y artífices.

No cabe duda, sin embargo, que estas modas se han basado en una total incomprensión del arte de Oriente, no sólo imi-tando meramente los rasgos superficiales de ese arte, sino eli-giendo para imitar y entusiasmarse los peores períodos y los peores estilos. Estamos aprendiendo lentamente a escoger más de acuerdo con el mejor gusto oriental, y en nuestros museos, las recargadas e ingeniosas curiosidades que admiraban nues-tros padres, van siendo relegadas a último término o en-terradas en los sótanos, y se va adquiriendo y destacando el arte auténtico del Este. Pero libra su secreto lentamente, y se puede decir que para apreciar totalmente estas obras de arte, habría que adquirir ojos nuevos y una manera nueva de mirar al mundo. Puede decirse que, sin excepción, el artista oriental nunca mira al mundo desde nuestro punto de vista.

Para acercarnos a su punto de vista, tenemos que llegar a su arte por dos direcciones. La primera, y tal vez la más difícil, la de la técnica. La pintura europea tiene, claro está, su técnica, y aunque nada tenga de la consistencia histó-rica de la técnica china, es una disciplina difícil de aprender. Implica un conocimiento de la teoría de los colores, de la mezcla de las pinturas, de la preparación de fondos, de los di-ferentes efectos que consigue el pincel; un completo conjunto

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de hechos prácticos. En comparación, la técnica china es asombrosamente sencilla: es la ciencia de manejar un pincel y un color. Pero ese pincel usado con tal finura y ese color explotado con tal sutileza, que sólo un arduo aprendizaje de años puede alcanzar algo aproximado a la maestría. Como se sabe, el chino escribe con pincel, y el pincel le es tan fami-liar como a nosotros la pluma y el lápiz. El primer hecho que tenemos que admitir acerca de la pintura china es que se trata de una prolongación de la escritura china. Toda cualidad de belleza, para el chino, puede estar en caracteres escritos bellamente. Y si un hombre puede escribir bien, se deduce que puede pintar bien. Todas las pinturas chinas de los períodos clásicos son lineales, y las líneas que constituyen su forma esencial, son juzgadas, apreciadas y gustadas, como líneas escritas.

Ahora, así como nosotros juzgamos el carácter de una per-sona por su letra, el chino, con mayor ciencia y práctica, juzga la calidad de un artista por el refinamiento de su línea —su expresión infinita—. Todo esto es fácil de comprender en el arte de la pintura. Pero de la pintura, debemos proseguir a las demás artes —escultura, alfarería, bronces, lacas— y en cada una de ellas descubriremos una calidad técnica similar, una calidad de sutileza infinita que refleje la personalidad del artista. En alfarería, por ejemplo, se encuentra en el galbe o contorno que hace el vaso y en la relación de este contorno con el espesor y volumen del vaso. Como la arcilla pasa en tre los dedos del alfarero en el torno modelador, expresa su sensibilidad con tanta seguridad y sutileza como el pincel cargado de tinta pueda expresar la sensibilidad del pintor. En toda obra de arte está la firma personal del artista —no un vulgar garabato consciente, sino el culto producto de siglos de tradición.

Basta para el acceso técnico al arte chino. El otro acceso puede sólo llamarse el acceso metafísico, y lo difícil de com-prender y apreciar es el hecho de que una técnica tan per-sonal como la que hemos descrito tiene que ser combinada con un contenido de impersonalidad y abstracción extremas. Se dice a veces que el artista chino intenta expresar en su obra la armonía del universo, y semejante fraseología cósmica

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es necesaria para describir su propósito. De cualquier modo, este propósito nada tiene en común con el propósito común del arte occidental, que es representar la particularidad de las apariencias naturales. El pintor chino pintará, desde luego, representaciones de fenómenos naturales; es famoso por sus paisajes, que son producto de cuidadosas observaciones. Pero nunca es simplemente un paisaje especial y nada más; detrás de lo particular está lo general,

un sentido sublime De algo más profundamente entremezclado, Cuya morada es la luz de los ocasos Y el redondo mar y el aire vivo, Y el cielo azul, y en la mente del hombre, Una agitación y un espíritu, que impele Todas las cosas pensantes, todos los objetos del pensamiento, Y que rueda a través de todas las cosas.

Estos versos de Wordsworth expresan más íntimamente que nada en todas las esferas de la cultura occidental el espí-ritu del arte oriental. Este espíritu, naturalmente, sobrellevó cambios durante la larga historia del arte chino; el espíritu animador de los primeros artistas de T'ang era un terrible espíritu, encerrado en formas de brutal energía, mientras que en los últimos y más complicados artistas del período Sung ese mismo espíritu cósmico fué tierno y lírico.

En todo el curso de su historia, el arte chino concibe la naturaleza como animada por una fuerza inmanente, y el objeto del artista es estar en comunión con esta fuerza, y lue-go transmitir esta cualidad al espectador. En el arte occi-dental, semejante propósito hubiera llevado a toda clase de romanticismos y misticismos dudosos, pero como por milagro el artista chino ha estado siempre a salvo de tales ráfagas de sentimentalismo. Esto puede deberse en parte a la naturaleza de las religiones chinas altamente filosóficas, aunque los ar-tistas no se dan forzosamente a la disciplina intelectual que salva al filósofo del sentimentalismo. Pero el artista chino se da a la disciplina técnica que ya he descrito, y en esa disciplina debemos encontrar una explicación de la integri-dad y honradez del arte chino, hasta el más cósmico. Si un

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artista chino se apartara de la dignidad intelectual de su tradición, su escritura lo traicionaría.

En su larga historia, el arte chino fué sometido a diversas vicisitudes. Los bárbaros invadieron el país por el norte y el oeste, e introdujeron por un tiempo un elemento de su estilo geométrico. Pero las variantes más sutiles se deben a las influencias religiosas, al budismo y al confucionismo. Sin duda, como siempre, estas religiones dieron un tremendo ím-petu a toda clase de actividades artísticas. Pero también les hicieron mucho mal —el budismo por su insistencia en un sim-bolismo dogmático, que es siempre un mal elemento en el ar te; y el confucionismo por su doctrina del culto a los antepasados, que fué interpretado en arte como un informe tradicionalis-mo, que exigía una estricta imitación del arte ancestral—. Pe-ro a pesar de estas limitaciones, quizás en cierto modo a causa de ellas, el arte chino mantiene su vitalidad, alcanzan-do su más alto desarrollo en el período Sung, período que corresponde toscamente en el tiempo, y aún más sorpren-dentemente en amaneramientos, a los comienzos del período gótico en Europa.

43. — ARTE PERSA

Persia demuestra, tal vez mejor que cualquier otro país, lo inadecuado de las distinciones geográficas en la historia del arte. Desde el principio de su historia en el siglo séptimo antes de Jesucristo, sus cuadros han variado del modo más desconcertante; ha sufrido repetidas invasiones, inmigraciones y emigraciones; y durante unos quince siglos, o alrededor de los dos tercios de su historia, ha estado bajo la dominación de gobiernos extranjeros. Si aparte de estas consideraciones toma-mos en cuenta el hecho de que los artistas persas más que nadie en el mundo han poseído el instinto mercenario (como los suizos en asuntos militares), la confusión, o la posibilidad de confusión, es completa.

Esto no es negar que algo signifique la palabra persa apli-cada a una obra de arte. Pero hasta el siglo quince, y par-ticularmente hasta la dinastía Safávida (1502-1736), la pala-bra no adquiere un carácter preciso. Antes de ese período

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hay grandes fases artísticas que comprenden a Persia: el pe-ríodo Sasánida (212-650), que, hasta donde se puede juzgar por lo que sobrevive, fué el más grande estéticamente; pero cuanto más se estudia este período, más se puede afirmar que bebió su inspiración en las grandes fuentes del Asia Central ; y en todo caso el Imperio Sasánida se dilató más allá de los confines de Persia propiamente dicha. Sería tendencioso y chauvinista ver en su arte característico, algún elemento racial perpetuado a través de posteriores períodos persas, aunque es lógico que en estos períodos los artistas adopta-ran muchas de las convenciones del arte sasánida, porque el artista usa convenciones establecidas como el poeta usa me-tros establecidos. Pero lo mismo que los metros son comunes a más de un idioma, las convenciones artísticas lo son a más de una nación, y no tienen criterio nacional.

El Imperio Sasánida fué destruido por los árabes y conta-dos son los monumentos que sobrevivieron a su fanático celo. Se inició una nueva era con Persia como provincia del Im-perio islámico, pero el arte de este período (661-1258) debe su unidad, no a este o aquel centro geográfico, sino al pa-trocinio de los califas árabes. Bajo este patrocinio tomó el arte un carácter internacional. Es cierto que los persas man-tuvieron en parte su independencia, especialmente bajo el califato de los Abasidas, y les fué permitido el ejercicio de su propia religión mediante el pago de un tributo; pe-ro esa religión nunca, como la religión cristiana, se convirtió en inspiradora de un ar te ; tanto bajo la dominación árabe como bajo los sucesivos reinos de conquistadores turcos y mon-goles —es decir, durante un período de ocho siglos— los per-sas en realidad se transformaron en una raza de artistas ser-viles e inconstantes. Sus gobernantes reconocieron su sensi-bilidad estética, aunque eran ellos insensibles en su mayoría, y los artistas persas fueron diseminados por los dominios sa-rracenos; desde los confines de la India en el Este hasta España en el Oeste y hasta África en el Sur, donde quiera que fueron, llevaron sus convenciones —su salvaje fantasía de motivos ani-males, sus graciosos arabescos y sus telas floreadas— y donde las llevaron, un arte indígena, inspirado quizás en religiones locales o nacionalismos, crecía y las adoptaba. Este arte, que

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llamamos persa, es pues, en cierto modo, el más ubicuo de todos los artes; su influencia ha penetrado en todo el mundo civiliza-do. Es a la vez el más fugaz, pues no es posible fijarlo en un pe-ríodo o en un lugar. Lo más que se puede decir, es que los artistas de una raza son sus portadores, que lo encontraron en las misteriosas planicies del Asia Central, y que en el curso de sus andanzas e influencias, se hizo un estilo inter-nacional.

Esa es, creo, la fase más importante del arte persa. Otra fase empieza con el restablecimiento, a principios del siglo dieci-seis, de una dinastía "nacional", la de los Safávidas. Se esta-bleció una religión nacional, y Persia, tal como era, volvió sobre sí misma. Ahora, si consideramos un arte nacional en su estricto sentido, es en particular con las pinturas de este período con lo que podemos asociar con más frecuencia las palabras "arte persa". Pero es difícil para los occidentales discernir el elemento religioso en el arte persa, aun en el período Safávida, principalmente porque estamos demasiado acostumbrados a encontrar en el arte religioso los símbolos antropomórficos de una religión de humanidad. Durante muchos siglos, estuvieron prohibidos en las religiones persas, resultando que su arte es más remoto e impersonal que el arte cristiano, y aun cuando la prohibición de la figura humana ya no estaba en vigor, era tan fuerte la tradición decorativa que perduró como mo-tivo dominante en el artista. Porque me desagrada la dife-rencia entre las bellas artes y las artes decorativas, y porque creo que cada arte es uno, diría más bien que el artista persa no tiene nada del egotismo o concepto que ha llevado al ar-tista europeo desde el Renacimiento a crear un medio de expresión independiente de las necesidades comunes de los hombres. El artista persa era en sus comienzos un creador de cosas útiles: alfarería y trabajos en metales, tejidos, ins-trumentos, e iluminaba libros. Los que buscan "interés hu-mano" en el arte persa, quedarán desengañados; pero encon-trarán obras de una de las razas más sensibles y cultas que el mundo haya conocido, y el hecho de que esas obras to-men la forma de objetos cotidianos es una profunda lección para el mundo occidental.

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44. — ARTE BIZANTINO

El período bizantino es el más vago de todos los períodos históricos en su concepción general y en su estudio particular; uno casi puede decir que su término nunca ha sido bien de-finido. Hasta hace poco el arte bizantino era el arte de la Edad' Media —casi inexistente excepto para algunos arqueó-logos—. Es cierto que Ruskin lo ha elogiado por su colorido, y creo que debe admitirse que todo nuestro actual entusiasmo por el arte bizantino nace últimamente de la sensibilidad original de Ruskin. Pero Ruskin, fuertemente ligado a los moldes de belleza grecorromana, sólo podía elogiar a medias el arte bizantino. Podía rendir pleno homenaje a su sensual riqueza de color y a la unificada impresión estética que fué capaz de llevar a cabo. Pero al fin tuvo que criticar su bar-barie; no era más que una etapa en el camino de la claridad griega al trascendentalismo gótico.

Nosotros ya no podemos mirar así al arte bizantino. No estamos tan influidos por los moldes clásicos; también te-nemos serias pruebas de las intenciones positivas y de las obras efectivas del arte bizantino para considerarlo como un mero compromiso entre diversas influencias extrínsecas. Como pri-mera consideración, tomemos su vitalidad histórica, su sim-ple duración de estilo efectivo. El Emperador Constantino-puso los cimientos de su nueva capital sobre el Bósforo en el año 330, que puede darse como fecha bastante exacta del comienzo del período del arte bizantino. Constantinopla fué tomada y saqueada por los turcos en 1453. No menos de estos once siglos encierra la historia del arte bizantino; pues aún antes del 330, diversas influencias convergieron a formar el esti-lo, y por dos o tres siglos después de la caída de Constantinopla sobrevivió en Rusia y en Grecia. Del siglo siete al siglo doce puede considerársele en su apogeo, y es dentro de ese período donde pueden encontrarse sus más puras manifestaciones.

Es Gibbon, con su falso énfasis de la decadencia y su inca-pacidad para apreciar los valores cristianos, quien más que na-die ha retardado la apreciación verdadera del arte bizantino. Es curioso, asimismo, que los apologistas del cristianismo, que con tanta complacencia han glorificado el arte gótico porque coin-

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cide con la gloria mundial de la Iglesia, no hayan indagado las artes que acompañaron al nacimiento y primer vigor de la misma Iglesia. En su temprano desarrollo en el Medio Oriente, tanto como en su gradual penetración a través del mundo mediterráneo, el arte bizantino marchó paso a paso con la cristiandad, y como arte religioso debe considerársele en su origen. Es la forma más pura de arte religioso que el cristianismo haya experimentado, porque el arte gótico pronto se impregnó de humanismo, y lo que es humano no pue-de ser del todo divino o sagrado. El arte bizantino es arte sagrado, aunque en buena parte fué dedicado a la gloria del Emperador más que a la gloria de Dios, pero en virtud del dogma del derecho divino, la gloria terrestre se miraba como un constante reflejo de la gloria celestial.

Es posible insistir demasiado en el carácter religioso, dog-mático, o hierático del arte bizantino, pues estas cualidades pueden ser comprendidas sin ninguna formación de verdadera sensibilidad estética, y estaremos, entonces, en el peligro de una apreciación puramente pedante e intelectual. Es mejor insistir en el carácter lírico del arte bizantino —mejor confiar en su directa atracción sensorial, sea de forma, de color, o de la cualidad más indefinida que a veces inadecuadamente lla-mamos "atmósfera"—. Ningún arte (excepto ciertas clases de arte oriental, con las que el arte bizantino está íntimamente emparentado) puede conmovernos así con un dominio irra-cional de nuestros instintos. Nuestro humor está quizás pre-parado por nuestra voluntad para considerar este arte en su integridad, y libre de predisposiciones extrañas a su esencia. Admitido ese humor, nos rendimos a este arte con el inme-diato goce de percepción que es la primera y última sanción de la experiencia estética.

44 a. — A R T E CELTA

El arte celta es una de las fases más intrínsecamente intere-santes de toda la historia del arte. Por diversos acciden-tes históricos, el extremo norte de Europa —Irlanda, Escocia, Islandia y Escandinavia— se convirtió en conservador de un estilo indígena prehistórico. Este estilo, oriundo del área del

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Rhin medio, fué llevado a las Islas Británicas por las tribus celtas en su retirada, y allí conservó sus características mien-tras que olas sucesivas de invasiones barrían el resto de Eu-ropa.

El desarrollo del arte europeo durante la llamada Edad Media (400 a 1400) es complicadísimo, y el arte celta está envuelto en la incertidumbre general. Pero a pesar de la escasez de reliquias de este período, parece seguro que el primitivo arte celta del período prerromano sobrevivió en continuada tradición en Ir landa hasta que una nueva in-fluencia apareció en el norte en la forma del cristianismo.

En Gran Bretaña la infiltración del cristianismo fué un lento proceso que cubrió un período de 200 años por lo menos. Hay sólo débiles pruebas del predominio cristiano en Gran Bretaña durante el período romano; su verdadera historia en ese país empieza con la misión de San Niniano, un discípulo de San Martín de Tours, que construyó una iglesia en Whithorn, Wigtownshire, el año 412. No mucho después, Ir landa fué convertida por San Patricio, y durante el siglo seis el proceso de conversión se extendió a Gales, a los Picts en el norte de Escocia, y luego a los sajones en Inglaterra.

Durante los siglos seis y siete esta iglesia nórdica se convir-tió en el refugio de la cristiandad en Europa; y en este pe-ríodo, uno de los más importantes y significativos para todo desarrollo de arte en Europa, se estableció contacto directo entre el Norte y el Este. Como un reciente historiador de la iglesia celta ha expresado: "A través de lo que San Niniano obtuvo de San Martín, quien a su vez recibió el beneficio de las experiencias orientales de San Hilario, la Iglesia que se con-virtió en la Iglesia de Escocia estuvo familiarizada, desde su comienzo, con los textos orientales de las Escrituras, las for-mas orientales de oración y glorificación, y asimismo los méto-dos de los misioneros en Oriente ." 1 . Y se familiarizó, pode-mos añadir, con los tipos de arte oriental.

Todo el orden del arte celta se divide, en consecuencia, en dos períodos distintos: el primero, período precristiano, derivando directamente de la Edad Neolítica, y el ulterior

1 El nacimiento y las relaciones de la Iglesia en Escocia, por ARCHI-BALD B. SCOTT.

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período postcristiano, durante el cual se incorporaron las in-fluencias estilísticas del Este. El doctor Mahr, en su libro Arte Cristiano en la Antigua Irlanda (Dublín, 1932), ha subdividido este período postcristiano en: 1) el estilo ver-náculo, desde el siglo siete hasta la aparición de los vikingos hacia 850; 2) el estilo hiberno-vikingo, de 850 al 1000; el período de la dominación vikinga en Irlanda; 3) el último estilo animal, de 1000 a 1125; y 4) el estilo hiberno-romá-nico, desde 1125 hasta la conquista anglo-normanda.

El adorno del primer período céltico es lineal geométrico y abstracto; el tipo más familiar es la cinta entrelazada o la decoración de trenzado hoy vulgarizada en las tumbas "cel-tas". Puede verse en toda su pureza en el Libro de Kells, manuscrito del siglo ocho perteneciente al Trinity College, de Dublín. La naturaleza real de esta decoración ha sido muy bien descrita por un historiador alemán de arte, Lamfrecht, en las siguientes palabras:

"Hay ciertos motivos sencillos cuyo entretejido y mezcla, determina el carácter de este ornamento. Primero sólo hay el punto, la línea, la cinta; luego vienen la curva, el círculo, la espiral, el zig-zag y una decoración en S. ¡ Ciertamente no hay mucha riqueza de motivos! Pero ¡qué variedad se alcanza por la manera de emplearlos! Aquí corren paralelos, luego entre­tejidos, ahora enrejados, ora trenzados, luego pasados unos en otros en un encasillado simétrico de nudos y trenzas. Así se despliegan fantásticamente confusos dibujos, cuyo embrollo urge su desenredo, cuyos repliegues parecen buscarse y evitar-se, cuyos componentes, como dotados de sensibilidad, cauti-van la vista y el sentido en vital movimiento apasionado."

He descrito la significación de este inorgánico, superor-gánico tipo de arte en el párrafo 32. Es una manera de ex-presión en contraste directo con el estilo clásico, que es or-gánico, naturalista, sereno y satisfactorio. El significado del estilo nórdico reposa precisamente en sus cualidades antivi-tales, en su carácter completamente abstracto; y en este carác-ter, en estas cualidades, debemos ver un reflejo de la vida espiritual de los pueblos nórdicos —"la vida interior pesada-mente oprimida de la humanidad nórdica", como Worringer la ha llamado.

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En este campo de arte sombrío y abstracto, los símbolos cristianos llegan como visitantes de una tierra exótica. En un espinoso nido de líneas geométricas se posan dos aves del paraíso, llevando en sus picos un racimo de uvas del Este. Viene David con su arpa, y los tres niños en la hornalla, Adán y Eva, y el sacrificio de Isaac, están representados en ana-

| queles encuadrados por bandas de ornamentos abstractos; y por último, la piedra está coronada por Cristo en la gloria ro-deado por sus ángeles. Esas piedras aún perduran en los sitios donde fueron levantadas hace siglos en Irlanda y Escocia; y no hay en el mundo ornamentos más emocionantes en sus implicaciones; simbolizan diez mil años de historia humana, y la representan en sus extremos espirituales, los más cercanos y los más lejanos a la misericordia de Dios.

45. — EL ACERCAMIENTO AL ARTE CRISTIANO

La gran fase del arte en la cual el cristianismo alcanza su expresión suprema es la última fase de nuestra historia con características de universalidad. Primitivo, clásico, oriental y gótico: he aquí los únicos tipos universales de arte. El resto, hasta ahora, no son más que derivaciones de estos tipos. El arte románico sólo puede considerarse como una tardía fase imitativa del arte griego —fase desprovista del orgánico rit-mo vital de la fuente en que ha bebido— expresando sa-tisfacción, no alegría; fuerza, no equilibrio. Fué sobre los fun-damentos del arte románico donde el estudio de la estética se estableció; ¡no es raro, pues, que tanto arte sea incompren-sible para nosotros! El Renacimiento fué una tentativa de arrojar a los elementos nórdicos del arte cristiano y volver al tipo clásico. Era la expresión de cierta fase pagana de cul-tura en Europa, una era de príncipes que preferían el lujo al ascetismo. Pero es tal la influencia de un período o fase en los artistas nacidos en ella, que aun aquellos cuya inspi-ración sigue siendo religiosa se expresan de acuerdo con la for-ma predominante. Esto nos lleva a un problema muy inte-resante en la historia del arte: la relación del artista indivi-dual con los ideales generales de su época. Están aquí com-

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prendidos tres ciclos: el período, la generación y el individuo. ¿Cómo actúan y cuál es la fuerza motriz más poderosa?

46. — FUERZAS MATERIALES E INMATERIALES

Puede indicarse sucintamente que las características de un período están determinadas en realidad por fuerzas materiales: raciales, climáticas, económicas y sociales. Basta saber para ilustrar este punto de la manera más elemental, que un país con abundancia de bosques desarrollará una arquitectura de madera, y todas las artes menores relacionadas con la ma-dera alcanzarán una gran prosperidad, como en Escandina-via. Donde abunda el mármol, o las canteras de piedra son de fácil acceso, se desarrollará la escultura. Pero estas cau-sas materiales nunca llegarán a explicar por completo el na-cimiento y desarrollo de un período de arte: la materia es siempre el vehículo de una expresión espiritual. Una cate-dral gótica no es sólo una construcción de piedra, es ade-más, según la notable frase del profesor Worringer, "trascen-dentalismo de piedra". Ha habido más de una tentativa para explicar la evolución de la catedral gótica en términos me-cánicos; dos arcos de medio punto cruzados forman una bóve- . da, las molduras de la bóveda se refuerzan y sugieren la ojiva, la ojiva sugiere un intento para alcanzar una mayor altura, lo que a su turno implica los contrafuertes exteriores, y los con-trafuertes implican el pináculo, y así hasta que se resuelve la catedral entera en una serie de soluciones de problemas de ingeniería, partiendo todos del simple accidente de entrecru-zar dos arcos de medio punto. Pero eso no explica la impresión abrumadora que se apodera de uno al entrar en esa catedral; estamos en presencia de un todo espiritual, y nuestros senti-mientos se animan al influjo de la belleza, que es algo más que la solución de un problema de ingeniería.

47. — LA INFLUENCIA DE LA IGLESIA

El arte gótico nació del románico, y el arte románico era, superficialmente al menos, una adaptación regida por la sen-

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sibilidad nórdica de elementos del antiguo arte oriental. Pue-de decirse que la tendencia del arte románico se desarrolla en el gótico, y el arte gótico, al alcanzar su mayor apogeo, fué de carácter cada vez más nórdico. Después de todo, es lo que se podía esperar, pero el proceso se complicó infinitamente por otro factor: la Iglesia cristiana. La Iglesia fué, durante la mayor parte del período gótico, universal en el sentido más verdadero de la palabra. No era sólo una Iglesia; sus fun-cionarios hablaban un solo idioma y eran, para todo fin práctico, permutables de un extremo a otro de Europa. Esto se mantuvo, no sólo para los altos dignatarios como los obis-pos, sino también para los humildes clérigos, y especialmen-te para los dotados de algún talento especial útil para la propagación del Evangelio. Esta internacionalidad de la Igle-sia implica una tendencia hacia la uniformidad del arte eclesiástico, en particular desde que la Iglesia se inclinó a establecer de vez en cuando, reglas bien definidas de cómo debían tratarse los temas religiosos.

Existía, pues, durante todo el período gótico, el arte hierá-tico de la Iglesia, tendiendo al simbolismo, la intelectualidad, y toda clase de convenciones; pero también existía un arte subterráneo que era el arte del vulgo, vigoroso, ignorante, y hasta bárbaro. El ejemplo egipcio fué repetido. Muchos de estos artesanos legos eran, claro está, empleados dirigidos por los clérigos, y tenían que conformarse con las instrucciones de sus pedantes maestros.

Era sólo cuando el maestro de obras los perdía de vista, y podían seguir con libertad sus propios impulsos, cuando se abandonaban a las fantasías deliciosas que encontramos con frecuencia en algún escondido rincón de alguna catedral.

48. — ARTE GÓTICO

Hago la distinción entre un arte hierático y un arte popu-lar gótico porque creo que es en este último donde encon-traremos el elemento nórdico puro que ha trabajado siempre modificando las formas extranjeras de acuerdo a las necesida-des nativas. Desgraciadamente, aunque poco nos queda del

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arte eclesiástico gótico, en realidad nada puede encontrarse que represente al arte popular de la Edad Media.

Nunca fué considerado arte y nunca valorado como tal. Como material y acabado, la cerámica medieval no tiene ninguna de las cualidades inherentes a la obra de arte; es tosca y poco complicada. Pero en la fuerza rítmica de sus contornos, en la sugestión de masa y volumen, en la exposi-ción directa de los valores, no conozco nada comparable a los mejores vasos de barro de la Edad Media excepto cierta cerámica y vasos de bronce de la dinastía Chou en China (1122-255 a. C.) y ciertas muestras de escultura negra. Los ex-tremos se tocan: en estos objetos hay sólo la simple expresión de un deseo de la forma. En la muda y mutilada estatua de la figura 29, toda la gracia y trascendente espiritualidad de una gran religión se ha personificado en la piedra. Y con todo, la cerámica no es indigna de esa escultura. Podemos ir más lejos y decir que sin la capacidad para la cerámica, esa época no habría llegado a la escultura. La una es elemen-tal y simple, la otra espiritual y compleja; pero ambas po-seen la unidad formal sin la cual ningún arte es posible.

49. — EL GÓTICO INGLÉS

El arte popular indígena de Inglaterra nunca tuvo ascen-diente sobre el arte de la Iglesia en la Edad Media, pero sin embargo lo modificó profundamente. Al seguir evolucio-nando este fermento, el arte hierático fué perdiendo su ca-rácter internacional, y tomando las peculiaridades locales. Du-rante los siglos doce y trece, es casi imposible distinguir el arte de Inglaterra del de Francia. Pero gradualmente se fue-ron acentuando las diferencias; el estilo, que había sido algo impersonal, se hizo individual. Una cualidad que sólo puedo explicar como ternura se deslizó en el arte inglés, una per-cepción tierna de la belleza de cosas íntimas (hojas, enre-daderas, flores, animales y niños). Luego, esta tendencia vi-no a fructificar en lo sentimental, pero mientras duró, sazo-nada con realismo y humor, fué algo único en la evolución del arte occidental. Pero de este arte apenas sobrevive in-

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tacta alguna obra. Nuestras catedrales son huecos capara-zones de su antigua magnificencia: iglesias que fueron joyas de íntima belleza son hoy en día conventículos desolados y sombríos; y lo que la pintura inglesa, la poesía inglesa, la música y la danza inglesas perdieron por esa horrible y ven-gativa plaga del espíritu, ni la imaginación puede concebirlo.

50. — EL ARTE DEL RENACIMIENTO

El arte del Renacimiento italiano es un tema tan vasto, y ha sido tratado a fondo con tanta frecuencia, que sólo una breve mención puede ser oportuna en estas notas. Sea éste un alegato de la intimidad. Estamos atemorizados por las incontables telas de los maestros italianos, y en verdadero peligro de reaccionar tan violentamente de nuestro fastidio, que ajustaremos nuestra mente a la experiencia única del arte italiano. Podemos empezar modestamente y sin riesgo, si nos concretamos a los dibujos de los pintores italianos. Estaremos así en contacto más directo con la personalidad y el talento del artista. Un cuadro ha sido retocado a me-nudo, cuando no repintado; inevitablemente los colores se han desvanecido; el tiempo ha corrido un velo sobre su frescura. Y si aún no ha sufrido por estos defectos inci-dentales, el hombre común puede, muy bien, sentirse algo sobrecogido en presencia de una obra maestra en la que ha puesto el artista toda su inteligencia y su destreza. Un cua-dro como la "Flagelación" de Piero della Francesca provoca algo más que una reacción sensorial si podemos penetrar en su entraña; reclama un análisis intelectual. Queremos saber qué pasaba en la mente del artista, por qué subordinó la es-cena presente de la flagelación a las tres figuras misteriosas del primer plano, y cómo, a pesar de estas singularidades, lo-gra el cuadro transmitir tan asombrosamente la forma y la atmósfera que se propone. Pero en un dibujo no nos in-trigan estos problemas. Estamos en contacto directo con la sensibilidad del artista, y este solo hecho basta para impresio-narnos.

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5 1 . — D I B U J O S DE LOS MAESTROS ITALIANOS

Hay algo más, sin embargo, en los dibujos de los maestros italianos que este llamamiento al sentimiento. Uno puede legí-timamente hablar del arte del dibujo, significando que el dibujo es un arte en sí, y no un preliminar de la pintura. Ruskin comentaba una vez el hecho de que en todas las ga-lerías de Europa no se encuentra ni un solo dibujo flojo o in-fantil de alguno de los grandes maestros —son todos eviden-temente obras maestras—. Y daba la explicación de que mientras nosotros los modernos aprendemos, o tratamos de aprender, a pintar dibujando, los antiguos aprendían a di-bujar pintando. "Cuando niños se les ponía el pincel en la mano, y se veían obligados a dibujar con él, hasta el punto de que al usar la pluma o el lápiz, lo usaban con la delicadeza del pincel o con la decisión del buril. Miguel Ángel usaba su pluma como un cincel, pero parece que todos ellos sólo lo usaban al llegar a la cumbre de su capacidad, y entonces como estudio de los modelos o rápida anotación de ideas; pero nunca como ejercicio que los ayudara a pintar." Las pa-labras que he subrayado me parecen indicar la base esencial para la comprensión de los dibujos de los maestros antiguos. Constituyen un arte separado, distinto de la pintura, subor-dinado a ella en cuanto ayudan como medio rápido de fijar momentos de visión o pensamiento que luego pueden tra-ducirse en pintura. Nunca se ha considerado la estenografía como útil preparación del arte de escribir.

52. — EL ARTE DEL DIBUJO

El encanto del dibujo de un maestro reside, en parte, en la seguridad y destreza extraordinarias de su ejecución; el lápiz o la pluma están usados con una delicadeza que, se-gún dice Ruskin, es la delicadeza del pincel habitual. Hay otras cualidades que son puramente cualidades de la línea: el elemento de autoridad decisiva, debida al hecho de que el rasgo de pluma o lápiz es veloz e irrevocable; la selección

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instintiva de pocas líneas esenciales; la dependencia de rit-mo y no de estructura. Los dibujos difieren, por supuesto, en designio, y por consiguiente en clase; varían desde la cap-tación rápida de algún aspecto de la vida, alguna súbita visión, como en la instantánea "Procesión" de Carpaccio, al perfecto y exacto estudio de algún detalle, como en los estudios de animales de Pisanelli (figura 31). Pero todas estas varie-dades de dibujo tienen en común cierta concentración de visión. El artista, y a su vez el espectador, miran una cosa a un tiempo. Muchos cuadros obligan a un fraccionamiento de la atención; primero miramos la figura de la izquierda, luego el grupo de la derecha, luego el paisaje a distancia, y el puente en el paisaje, y por fin damos, con sensación de triunfo, con la diminuta figura del burro que cruza el puente. In-evitablemente analizamos y organizamos la pintura. Luego tratamos de sintetizar, para relacionar en alguna estructura general todos los detalles que el ojo vagabundo ha juntado. Encontramos ritmo de líneas, equilibrio espacial, armonía de color. El éxito del cuadro depende de la fusión o cohesión finales en la mente del espectador. En realidad, el proceso es mucho más instintivo y rápido que su pobre descripción en palabras. Y hay pinturas en las cuales la visión es tan concentrada como lo es en cualquier dibujo —como hay dibujos complicados que requieren el mismo análisis que una pintura—. Pero, en general, el dibujo tiene la diferencia de que es la completa realización de un momento de vida: el pliegue de una tela, el perfil de un rostro, el contorno de un músculo, la estructura de una flor; es esto, y es también la firma más indiscutible que el artista nos ha legado. El estudio de los dibujos no es sólo la base indispensable de toda crítica científica de arte; es la mejor práctica de la sensibi-lidad privada. Los amaneramientos distintivos del artista se re-velan más claramente en sus dibujos, y éste es particularmente el caso de los grandes maestros italianos. Los dibujos son hojas arrancadas de sus libros de memorias, y en estos libros de me-morias el hombre escribe (o escribía, hasta que se puso de mo-da el publicarlas) sólo sus pensamientos íntimos. No tiene conciencia de que el mundo esté mirando por encima de su hombro. Escribe, o dibuja, para complacerse a sí mismo,

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para explorar las reconditeces de su espíritu. Y sentimos que esto es particularmente cierto en los grandes artistas del Renacimiento, cuyas mentes se consumían en la curiosidad intelectual; en Leonardo, que se interesaba por igual en un unicornio y en un feto, en la fundición de un caño y en una flor silvestre, en un rostro humano y en el pliegue de una tela; en Signorelli y en Pollaiuolo, tratando siempre de fijar la moviente figura en alguna actitud significativa; en Miguel Ángel, probando la solidez de algún aspecto del mundo vi-sible. Tan halagador es este arte del dibujo, que encierra el peligro de que no volvamos a la obra primaria del artista, su pintura o su escultura. Por eso es tan importante com-prender que el dibujo es un arte en sí, y que si pasamos a la pintura o la escultura es para descubrir una escala distinta de valores.

53. — ARTE INTELECTUAL

Otro contacto con el arte de un período como el Renaci-miento italiano se establece por medio de la sensibilidad mo-derna. ¿En qué orden pondremos estos nombres célebres, Leo-nardo, Rafael y Miguel Ángel? Cada siglo tiene su propio or-den, de acuerdo a las fases temporales de su sensibilidad. ¿ Cuál es la cualidad del arte de Uccello, que lo hace tan atrayente a la nueva sensibilidad, y que comparten con él otros artistas del Renacimiento? ¿Qué distingue esta cualidad de las normas tradicionales por las que el arte ha sido juzgado?

Uccello es llamado a menudo el descubridor de la pers-pectiva, pero si no se justifica de algún modo, este título es un poco absurdo. Uccello no descubrió la perspectiva, pero quizás fué el primer artista que se deleitó conscientemente en sus potencialidades. Usó la perspectiva con intención, no sólo para procurar verosimilitud a su pintura, sino para cons-truir su dibujo o trama. "La derrota de San Román" en la Na-tional Gallery es un buen ejemplo de su método: el principal equilibrio de este cuadro es el que hay entre las lanzas ver-ticales y los fugitivos grupos en el lejano paisaje. Junto a este manejo consciente de la perspectiva hay un deliberado y en cierto modo arbitrario manejo del color. Se comprende

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que Uccello está usando resueltamente el color para su efec-to decorativo, aun si con ello anula el efecto realista. Esto resulta evidente en la encantadora "Escena de caza noctur-na" en el Ashmolean Museum, de Oxford.

La cualidad, pues, que distingue a Uccello es cierto uso consciente de sus medios disponibles. No era, por decirlo así, un artista que pintaba subjetivamente, al dictado de sus sentimientos; pintaba conscientemente, deliberadamente, de acuerdo a un esquema intelectual predeterminado. Esta cua-lidad la comparte con otros artistas del Renacimiento ita-liano —con Andrea del Castagno, con Cosimo Pura y so-bre todo con Piero della Francesca—. Estos artistas tienen percepciones profundamente distintas, pero todos se dis-tinguen por lo que podríamos llamar un método a priori. Piero della Francesca, en rigor, podría ser llamado el primer cubista, y una obra como la "Flagelación" en Urbino tie-ne una estructura perfectamente geométrica de cubos suce-sivos. Piero es un precursor de la sensibilidad moderna, un ar-tista que presta a sus sensaciones una organización intelec-tual predominante. Que esto no es un mero capricho mo-derno está comprobado por el hecho de que fué autor de un tratado de geometría.

Es esta cualidad intelectual en pintores como Piero della Francesca y Uccello lo que los hace tan atrayentes a la sen-sibilidad moderna. Porque la principal tendencia del arte moderno, a pesar de ciertas excepciones románticas, tiende hacia una reintegración del intelecto. Por eso, contrariamen-te a las esperanzas de la gran mayoría de los críticos de arte, subsiste aún el cubismo, y es el método constructivo de artistas contemporáneos como Picasso, que con razón pue-den considerarse como típicos exponentes de la sensibilidad moderna. Pero ¿qué significa la reintegración del intelec-to? Simplemente, el derecho de usar la inteligencia como base del arte. La inteligencia (¿o diremos las concepciones intelectuales?) nunca puede considerarse como acabada mate-ria del arte; ni tampoco las emociones desordenadas del pintor subjetivo. En pintura, como en poesía, esas concepciones o esas emociones no son más que el punto de partida de la completa organización de la sensibilidad que es la obra de

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arte. Esa organización es deliberada o instintiva; en uno u otro caso es un todo complejo capaz de atraer la línea toda de nuestra sensibilidad.

54. — REALISMO

Entre el idealismo del Renacimiento y el intelectualismo de hoy encontramos varias fases de fantasía y realismo. Rea-lismo es uno de los términos más vagos del vocabulario de la crítica, lo que no impide su uso frecuente. Es curioso, sin embargo, observar que nunca ha sido aceptado como rótulo de ninguna escuela de pintura. Tal vez, esa palabra tenga más exactitud en filosofía, donde, ya como histórica-mente opuesta al nominalismo, o, más generalmente, como nombre de cierta teoría, indica la creencia en la realidad objetiva del mundo externo. No hay duda de que la crítica tomó el término en su principio de la filosofía, y luego sí-guió usándose erróneamente. Escritor realista es el que abier-tamente evita cualquier sesgo selectivo en su transcripción de la vida, reproduciendo la escena o el personaje tal como el ojo lo percibe. Pero como de hecho, todo arte involucra selección (aunque sólo sea por razones de espacio y economía), el escritor generalmente destaca cierto aspecto de la vida, que es el menos lisonjero de la dignidad humana.

La crítica de arte está aún más alejada de la exactitud filo-sófica, no siendo en sus orígenes y su desarrollo más que una extensión hacia el arte de la categoría de crítica literaria. El arte que podríamos, estrictamente, llamar realista, sería el que tratara por todos los medios de representar la apa-riencia exacta de las cosas, y tal arte, como la filosofía rea-lista, se basaría en la simple fe de la existencia objetiva de las cosas. El impresionismo del siglo diecinueve era un ar-te así, pero es lo cierto que los impresionistas unían a un método de realismo científico, una especie de visión idea-lista de la vida que podría ser clasificada como lirismo. Para encontrar realismo en el sentido aceptado, generalmente de-bemos acercarnos a la escuela holandesa, representada prin-cipalmente por Rubens y Pieter Brueghel.

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55. — REALISMO TEXTUAL Y REPRESENTATIVO

En un escrito leído en el Congreso Internacional sobre Historia del Arte, en Bruselas, en el año 1930, Georges Mar-lier hizo una distinción que aclara bastante la cuestión. Señala la diferencia entre el realismo "textual" o imitación literal de lo real y el realismo como representación de escenas de la vida popular. Refiriéndose al realismo de la pintura fla-menca, muchas personas, casi inconscientemente, presumirán que se trata del primer caso. Pero como lo demuestra Marlier en una revisión del arte flamenco desde el siglo quince hasta nuestros días, tal concepción de realismo ha existido rara-mente. El arte flamenco se ha caracterizado por la persis-tencia de una tradición definida, pero sea mirando al si-glo quince, con su respeto a las convenciones arbitrarias del medievalismo, o a la infiltración de la fantasía característica del siglo dieciséis, o a la "sencillez" de Rubens, Jordaens y sus discípulos, o al extraño estilo visionario de pintores más recien-tes como James Ensor y Fritz van der Berghe, estamos obli-gados a admitir que en ninguna parte la tradición flamenca aspira a una transcripción literal del escenario visible. De lo que carece es de la pompa y elegancia del arte cortesano; es más bien el arte de un pueblo burgués, dictado por nece-sidades burguesas y aspiraciones burguesas. Es interesante tomar un tema común como la Adoración de los Magos y comparar cómo fué encarada por los artistas de las escuelas italiana y holandesa. Tomemos, por ejemplo, la hermosa ver-sión del tema de Vicenzo Foppa, en la National Gallery. La Virgen está representada como un tipo ideal de mujer, sere-na y de extraordinaria dignidad; los Magos son tipos caba-llerescos, de veneración y valor; hasta los palafreneros y ayu-dantes son nobles y agradables en sus proporciones. Vol-vamos ahora al mismo tema en una versión de la escuela holandesa. Ahí está el famoso retablo en la National Gallery en el cual Mabuse ha prodigado toda la riqueza y exuberan-cia que un período de lujo podría imaginar. Y ya la Vir-gen no es un tipo ideal, sino un ama de casa flamenca; los Magos tienen noble porte, pero sus rasgos, copia evidente

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de los modelos, revelan las preocupaciones y comunes ape-titos de la vida; hay ángeles en adoración, suspendidos sobre el grupo santo, pero abajo, justo en el primer plano, está el pavimento roto y dos canes contrahechos, uno de ellos ro-yendo un hueso. Mabuse es excepcional en su país por su magnificencia; cuando llegamos a un pintor como Pieter Brueghel, ya no existe compromiso con ningún idealismo. No sólo los modelos están tomados del natural, sino que es-tán elegidos deliberadamente entre la gente baja. La escena es pobre en su composición; el grupo está formado por hom-bres tan vulgares como poco inteligentes parecen ser.

¿Qué hay detrás de una acción como la He Brueghel? Tal vez sólo un terco sentido común. Brueghel era un campesino; así eran José y María, y los que les rodeaban. Brueghel de-seaba sentar este hecho: y comprendió que afirmándolo exal-taba la realidad. Lo patético, la caridad y la gloria de esta escena nunca han sido tan evidentes como en esta voluntaria adhesión al ideal del realismo. Porque el realismo, al fin y al cabo, es un ideal, el único ideal que carece de un elemento de condescendencia hacia el género humano.

56. — NATURALISMO

Pero necesitamos aún mayores refinamientos en la defi-nición antes de poder apreciar totalmente la tradición de la pintura flamenca. Por ejemplo, la palabra "naturalismo", que puede ser traída a este respecto, resultará en seguida inade-cuada para traducir la intención de los primeros maestros de esta escuela. Nuestra paradoja puede quizás hacerse un poco más precisa diciendo que en este arte lo efectivo es el ideal. Un pintor como Van Eyck o Memling, no hace, como sus colegas italianos, tipos abstractos del mundo natural o efec-tivo hasta que alcanza un común denominador más elevado que es el ideal. Toma audazmente lo típico en el sentido de lo vulgar, y por un proceso que sólo puede definirse como "obra de amor" estudia y reproduce su tema, que con toda su humildad se transforma en la expresión más alta del idea-lismo del pintor. El cuadro de Jan van Eyck de "San Fran-

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cisco recibiendo los estigmas", perteneciente a la Pinacoteca de Turín (figura 33) , puede ser tomado como ejemplo. La obra puede ser del 1430 al 1440. Para esa época, el paisaje de fondo es en extremo detallado y naturalista; cada brizna de helécho o pétalo de flor está cuidadosamente expuesto, y sin embargo el paisaje en su conjunto es un todo ideal pro-lijamente construido; es lo efectivo hecho ideal. Pero vol-vamos a la figura de San Francisco mismo. Si el pintor fue-ra realista en el sentido vulgar de la palabra, se esperaría una actitud dramática, rasgos contorsionados por el dolor o el éxtasis, lívidas llagas. Pero aquí tenemos, no una imagen de cera privada de significado psicológico, sino una imagen viva y tranquila, evidente retrato de una persona real.

Hay obras maestras de los primitivos flamencos que pue-den ilustrar el mismo punto; el famoso retablo de Van Eyck en Saint Bavon, en Gante ; el menos famoso pero quizás obra maestra de Jan van Eyck en Brujas —"La virgen con San Donato y San Jorge"—, donde la Virgen es una esposa pobre y decididamente fea, con el niño raquítico y mal alimentado en sus rodillas, San Jorge es un soldado joven y alegre y el donante, cierto Jorge van der Paele, arrodillado entre la Virgen y San Jorge, uno de los más "efectivos" re-tratos de todo el arte europeo; y dejando a Van Eyck, pode-mos contemplar a Memling, quizás más grande pintor, en mi opinión, porque en ciertos aspectos es más profundo, pero que también pintaba lo real, porque encontraba que por este medio expresaba mejor lo ideal. Los pintores flamen-cos parecen afirmar que sólo se descubre lo divino en el centro de la humanidad. Brueghel el Viejo lleva quizás la paradoja a su extremo límite, en su "Huida a Egipto", en la Galería, de Amberes, donde las figuras de José y de María difícilmente se encuentran entre un montón de viajeros ase-diando una posada. Pasa lo mismo en su "Caída de Icaro", en Bruselas, que fué uno de los cuadros memorables de la Exposi-ción de Londres en 1930; la tela está principalmente ocupada por un hombre arando en el primer plano y un barco nave-gando en el mar ; el desgraciado Icaro apenas roza las olas al pie de los distantes arrecifes.

Con los Brueghel y con Hieronymus Bosch, que es anterior,

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y fué su inspirador, estamos en presencia de un refinamiento ulterior del realismo. El realismo se vuelve fantástico. Así como en un sentido, partiendo de lo real, podemos alcanzar una abstracción que es un carácter ideal de toda realidad, en sentido opuesto podemos alcanzar el carácter que es la nega-ción de toda realidad —un idealismo a la inversa, una pe-sadilla de extremos—, de todas las contorsiones posibles que pueden imaginarse sobre los fundamentos de la realidad. La tendencia de los cuadros de esta clase es ser meramente anec-dóticos o enciclopédicos, y Brueghel pintó, es innegable, cua-dros que reunieron en la tela una colección de proverbios y leyendas populares.

57. — RUBENS

Rubens, que puede contemplarse en Amberes como en nin-guna parte, es la cumbre de la tradición flamenca y su más grande representante. Es algo más, una muy significativa figura en la historia del arte, y un poco desconcertante pa-ra las nociones románticas de inspiración y genio. Con Ru-bens podemos aventurarnos en el problema de lo trivial en el arte.

"Demasiado de lo bueno" es una manera de decir "aburri-miento", y la mayoría de la gente, si se la apura, admite que Rubens le aburre. Es la tragedia de los grandes artistas que entregan sus vidas a la producción de una inmensa serie de obras, que concluyen derrotando sus propios designios. Tal vez sea nuestra propia debilidad, la que da nuestros cora-zones a Piero della Francesca o a Vermeer de Delft, cuyas obras son pocas pero de uniforme excelencia, y a lo mejor sólo rendimos una fría admiración a un superhombre como Rubens, autor de unas 1.500 obras de tan variada excelencia que, mientras sus mejores obras se cuentan entre las más gran-des del mundo, sus peores son tan malas que difícilmente pueden distinguirse de las de sus discípulos e imitadores. Si sólo tuviéramos las cincuenta obras maestras de este pin-tor, no discutiríamos su supremacía; teniendo mil quinientas, no estamos satisfechos porque la última de ellas no es perfecta.

Esto es quizás bien evidente, pero es necesario establecer

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lo evidente para negarlo. No sólo la grandeza de Rubens como pintor, sino su categoría como genio representativo, depende de esta misma cualidad de fácil abundancia. Empe-zó su vida como paje a la edad de catorce años; a los dieci-siete estudiaba pintura, y a los veinte ya tenía adquirido su dominio del arte. Durante ocho años viajó por Italia, y aun-que es indudable que recogió allí muchas ideas, tuvo poco que aprender que fuera esencial para su genio. Eugenio Fro-mentin, cuyos Maestros de antaño contienen las mejores pá-ginas escritas sobre Rubens, recapitula el asunto en un neto juicio. En su réplica, dice: "on lui demande à voir ses étu-des, et, pour ainsi dire, il n' a ríen à montrer que des ceuvres" -1. Nunca titubeó en su adelanto triunfal. Aunque muchos lamentemos su carencia de autocrítica, a eso debe su aplomo. Era simplemente un hombre de acción, y pin-taba como otros hombres hacen esgrima, o pelean, o ha-cen negocios. Con toda franqueza, el arte era su nego-cio. Ya establecido, tenía su tarifa, y la clase de su pintura dependía de la suma que le pagaban. No alteraba la ca-lidad —no conscientemente— pero el tamaño y la trama del cuadro estaban estrictamente determinados por el con-trato.

No limitó sus actividades a la pintura. En esto, también, es una viva contradicción a las teorías románticas sobre el genio. Como es sabido, era un gran diplomático, y fué re-presentante acreditado de su país en muchos asuntos delica-dos, y siempre obtuvo en esta materia los mismos éxitos que en su pintura. Su vida privada fué lujosa o, mejor dicho, de gran liberalidad; necesitaba espacio amplio, comodidades, propiedades. Y sin embargo, desmintiendo de nuevo las ideas románticas, fué perfectamente metódico en sus hábitos; fiel a sus dos esposas sucesivas, sencillo y recto con sus ami-gos y padre bondadoso de su numerosa familia. "Sa vie est en pleine lumière"2, dice Fromentin; y luego: "il y fait grand jour comme dans ses tableaux"3. No hay nada dis-

1 Le piden ver sus estudios, y, por decirlo así, no tiene para mos-trar otra cosa que sus obras.

2 Su vida está llena de luz. 3 Está a plena luz, como sus cuadros.

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cutible o sospechoso en su franca vida, opina Fromentin, ex-cepto el misterio de su fecundidad incomprensible.

De sus cuadros es imposible decir algo original. Pueden sólo destacarse algunos hechos que probablemente ya se han obser-vado repetidas veces. Tenemos, en primer lugar, el asombroso sello de su personalidad, ya evidente en sus primeras obras, an-terior a su ida a Italia, y siempre el mismo en su última obra, ejecutada después de sus sesenta años.

"Personalidad" es una de las palabras que tan a menu-do se arrastran en la crítica y que sería urgente definir. Pe-ro sin definirla, podemos reconocerla; podemos decir que es una predilección por esta o aquella gama de colores, por este o aquel tipo fisonómico, por esta o aquella forma de com-posición, que estas cosas expresan la unidad de vida que todo hombre de genio debe alcanzar. En Rubens esta unidad es tan cierta -—está tan seguro de su marcha y de su fin— que no puede errar; cada rasgo de su lápiz o de su pincel expresa al hombre en su equilibrio y ascensión.

Tiene también una cualidad, que sólo puede tocarse de-finiéndola negativamente. Es cierta falta de idealismo, a veces de intensidad. Tiene el sentido de la gloria, el sentido de cierta grandeza a expensas del espíritu. Sabe que al fin y al cabo la vida de la inteligencia es la vida del cuerpo, y que toda vida intelectual es vana si no logra transformarse en actividad corporal. Pero en esa doctrina no hay "mensaje", ni fantasía consoladora, ni deslumbrante leyenda, ni fuga de la vida.

Vemos, pues, que Rubens se enlaza con la característica común al arte holandés que ya se ha analizado: lo efectivo es el ideal. Pero Rubens eleva esta característica a un plano más alto. Un pintor como Memling se interesa en sus temas porque sabe que a pesar de su santidad eran hombres como nosotros. Rubens parece decir más bien que estos santos son tales, que estos hombres son famosos, sólo porque son hombres. Hacer posar a su esposa, Helena Fourment, como modelo de la Virgen, no era un gesto mundano o escéptico; era una simple trivialidad, una exposición de la realidad. Era una rea-lización de que los grandes momentos en la vida llegan, no para los que los esperan, no para los que los merecen, sino para los que están casualmente en el camino.

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Por una vez Rubens parece vacilar: y es en su pintura de Cristo. Tal vez siente la presencia de algo ajeno a su genio; tal vez concede demasiado al idealismo romántico de su pú-blico. Sólo en las grandes escenas de la Crucifixión, el rea-lismo inherente al tema compele a Rubens a dejar de lado todo compromiso; y en un cuadro al menos, el "Cristo Muer-to", lo patético en grado supremo y el horror están expresados con exactitud porque el rostro es el de cualquier muerto o deshecho cadáver (figura 35).

58. — EL GRECO

Junto a Rubens, en cualquier consideración de valores esté-ticos, debemos colocar al Greco. Hay diferencia de perso-nalidad, lo que contribuye a diferenciar la manera y a di-ferenciar el estilo. La semejanza estriba en la actitud espiritual, y hasta en la visión plástica. Compartían idéntico sentido de esplendor y tenían idéntico el sentido de espacio y de movi-miento. El genio del Greco, como el de Rubens, está por enci-ma de las diferencias nacionales; es universal, como el de Sha-kespeare, pero no multitudinario1. Sólo tiene una de las di-mensiones de Shakespeare, la más alta, lo trágico. Hay una cualidad en el Greco que siempre me recuerda irresistiblemen-te al "Rey Lear", y en un cuadro al menos, "El entierro del Conde de Orgaz", el pintor alcanza una profundidad de pa-tética religiosidad desconocida al poeta. Su vida tenía algo de la liberalidad y el esplendor de Rubens, pero era más obstina-do, más inflexible, que Rubens. Tenía su visión más individual del mundo, y pintaba para complacer no a sus clientes sino a sí mismo. Lo curioso es que, a despecho de la repulsa oficial, era inmensamente popular. Había, sin duda, algo afín con el alma española, en su trágica concepción de la vida. Aunque no era español, es más esencialmente español que Velázquez.

Era Velázquez "un artista de mundo", pero Rubens y el Greco, aunque hombres de mundo, eran artistas de esfera más sutil. Expresaron, hasta cierto punto, la sensibilidad común

1 Myriad-minded. Epíteto que Coleridge aplicó a Shakespeare.

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de la época: el movimiento, la libertad plástica del espíritu barroco. Pero su trágico sentido de la vida no pudo descen-der jamás a las fantasías meramente técnicas del estilo barroco.

59. — BARROCO Y ROCOCÓ

Es un poco sorprendente encontrar en un libro sobre el rococó1 , entre las ilustraciones, artistas tan diferentes como Watteau y George Morland, Chardin y Goya, Greuze y Ho-garth. ¿Pueden tales incompatibilidades agruparse en el mis-mo conjunto? Ciertamente las exigencias de una historia uni-versal de arte, pueden explicar esta inconsistencia aparente. Después del Renacimiento, el barroco, y esto nos lleva al 1715 o 1720. Desde el 1720 poco más o menos, podemos dar nom-bre definido a ciertas nuevas tendencias estilísticas: clasicismo y romanticismo. El período intermedio —a primera vista un pe-ríodo de aparente confusión— tiene un estilo independiente, el rococó. Es natural que este estilo diera su nombre al período, pues aunque no era el dominante fué al menos singular. Lo realmente asombroso es que, una vez aceptado el rótulo y definidas las características que el arte incluye, nos encontre-mos con que prácticamente todo el de la época, se acomoda a él. El estilo en su pureza era un extremo, pero también era la cima. Hay muy poco de valor en el arte de la época que no se revele a la larga como un aspecto del espíritu rococó.

El recocó es la última manifestación en Europa de un arte original, a menos que proclamemos que hay un estilo especí-ficamente moderno. Los varios estilos que prevalecen desde el último cuarto del siglo dieciocho hasta el primer cuarto del siglo veinte, son esencialmente derivativos, cuestiones de cultu-ra y educación más bien que de emergencia de una genuina forma espiritual.

Cuanto más estudiamos el estilo rococó, más nos sirve para simbolizar los caprichos y la vitalidad de uno de los períodos más grandes en la historia de Europa. "Rococó" deriva de la palabra francesa rocaille, que significa piedrecillas y con-

1 Die Kunst des Rokoko, por MAX OSBORN. (Berlín, Propyláen Verlag. Vol. 13 del Propyláen, Historia del Arte.)

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chillas con las que se decoran las grutas artificiales. Por qué una palabra de tal acepción puede haber llegado a dar nom-bre a este particular estilo de arte, es casi un misterio. Las grutas que esa especie implica eran características del anterior período barroco, y "barroco", como palabra, tiene un origen semejante, viniendo del portugués barroco, que significa una perla grande y tosca de las que se usaban en las joyas floridas de la época; pero cómo esa palabra vino a usarse general-mente para el arte de la época, es un nuevo misterio. Cuales-quiera sean las tortuosas sendas de su derivación, ambas pa-labras son extremadamente aptas, como lo señala Herr Osborn, en sus valores onomatopéyicos; "barroco", con su sonido carga-do y oscuro, concuerda con las pesadas, hinchadas formas sobrealimentadas que deben ser forzadas al movimiento para causar impresión, y "rococó", con sus tres sílabas iguales, las dos últimas idénticas, con delicado sonido de rendidas cam-panas, graciosas y fugitivas, aunque regidas por leyes.

El resurgimiento del interés por el arte barroco empezó en Alemania, donde la publicación de Alois Riegl, Die Entstehung der Barockhunst in Rom, en 1907, tuvo una in-fluencia decisiva. El libro de Riegl es un estudio de los orí-genes del estilo barroco, y quizás el primer libro en el cual ese estilo se define con justeza y se le separa de las categorías del Renacimiento.

Para un historiador como Jacobo Burckhardt, cuya gran obra sobre el Renacimiento apareció hacia el año setenta del último siglo, el estilo barroco era la degeneración y la rotura del estilo clásico del Renacimiento. Heinrich Wólfflin, cuyo Renaissance und Barock, apareció en 1888, hace primero una clara distinción histórica entre los dos estilos, y su definición del barroco como "movimiento importado a la masa", aunque no del todo comprensivo, fué un adelanto a la actitud por completo negativa de Burckhardt.

60. — DEFINICIÓN DEL BARROCO

La palabra "barroco" implica lo raro, lo caprichoso o lo extraordinario. Desde lo normal, la obra de arte puede tomar

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dos direcciones: una es la del arte clásico, que es la del idea-lismo —proporciones ideales, armonía ideal, en una palabra, belleza—; la otra es la de la fantasía, que es una negación de la realidad, en contradicción con todas sus leyes y raisons d'étre. Ambas logran causar placer estético; y lo que cada uno prefiere es posiblemente cuestión de temperamento individual. Es un prejuicio, ciertamente, lo que influye en muchas personas al apreciar el arte barroco, y es un prejuicio, como Riegl trata de demostrarlo, contrario a nuestra naturaleza nórdica. Por-que entre el arte nórdico y el barroco hay un lazo de actual simpatía que no existe entre el arte nórdico y el clásico. En el arte nórdico se acentúa siempre la expresión de estados espiri-tuales (o lo que Mr. Roger Fry ha llamado "volúmenes psico-lógicos") ; lo vemos muy claramente, no sólo en la catedral gótica, sino en pintores como Rembrandt e incluso Turner. En el arte clásico, particualrmente en el arte clásico del Rena-cimiento italiano, todo el énfasis está en la explotación del material, en el manejo externo del tema por el artista (por eso las reglas son tan importantes). Ahora, en el estilo barroco, el arte italiano se aproxima al tipo de arte nórdico, es decir, comienza a representar estados espirituales, o volúmenes psico-lógicos. Pero aún se aferra a su gusto de la explotación del material, y toda la dificultad o rareza del arte barroco surge de su contradicción. Es psicológico en la intención pero mate-rialista en los medios.

Se ha llamado a Miguel Ángel el padre del arte barroco, y el estilo puede ahora remontarse hasta él. En principio fué escultor, y así se llamaba él mismo, pero es en su arquitectura donde más claramente se revela como artista barroco. Si con-sideramos obras tan típicas suyas como la tumba de Giu-liano de Médici en San Lorenzo, Florencia, y el vestíbulo de la Biblioteca Laurentina de la misma ciudad, encontraremos composiciones arquitecturales en las cuales las diversas partes —pilares, ventanas, ensambladuras— ya no cumplen ningún papel estructural; sólo son empleadas para su efecto estético. Podemos observar particularmente que ciertas hornacinas están proyectadas al solo efecto de hacer una sombra, o para destacar un rasgo con austero relieve. Resumiendo, tenemos una compo-sición arquitectónica que obedece a las leyes, no de la arqui-

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tectura, sino más bien de la pintura o la escultura; y en conjunto el estilo barroco, en lo que afecta a la arquitectura, puede clasificarse como una ingeniosidad fuera de lugar. Si se es un purista y se cree que todas las artes deben obedecer leyes propias a su materia y función, no veo entonces cómo se podría perdonar al estilo barroco. Si, por otra parte, se cree que el éxito en complacer las sensibilidades es el único criterio, este intento de hacer una composición plástica en pie-dra no ofenderá a nadie. En todo caso, el escéptico hipoté-tico tendrá que convenir con el desgraciado hecho histórico de que por mal empleado que haya sido, el genio barroco se identificó con un vasto movimiento católico de pensamien-to. Se convirtió en el arte de la Contrarreforma, y luego el movimiento se extendió de Roma a Viena, al Sur de Ale-mania, al Rhin, España, Méjico, Portugal, Paraguay, Perú y aun Pekín (cuyo Palacio de Verano fué construido por los jesuítas); se convirtió en el estilo dominante, y permitió al espíritu humano, libertado de los lazos del clasicismo, abun-dar en arrobadoras fantasías infinitas.

61. — DEFINICIÓN DEL ROCOCÓ

El rococó nace en Francia, y alcanza su culminación en Alemania. Si hay que citar nombres de los verdaderos autores del estilo, compartirán el honor dos arquitectos parisienses, Robert de Cotte y Gilíes Marie Oppenord, ambos discípulos de Jules Hardouin-Mansart, el famoso arquitecto de Versalles. De Cotte fué quien terminó el Grand-Trianon y la capilla de Versalles, al mismo tiempo que levantaba su obra maestra, el Hotel de la Vrilliére en París. Oppenord era holandés de nacimiento y había estudiado en Italia; y Max Osborn, en el libro ya citado, dice con toda razón que este último hecho no deja de tener importancia, en vista de la indudable rela-ción que existe entre el último estilo barroco italiano y sus aspiraciones hacia la libertad de movimiento y el nuevo estilo, en el que esa plena libertad fué alcanzada.

El rococó comenzó en decoraciones de interiores. El ba-rroco se había desarrollado hasta el punto de que el interior

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era una ficción del exterior —columnas, arquitrabes y toda la arquitectura de una fachada barroca invertida hacia el interior del edificio—. El descubrimiento de De Cotte y Oppenord es-triba nada más que en reconocer el hecho de que las causas determinantes del material para decoraciones exteriores no se requerían en las decoraciones internas, en una palabra, que entre cuatro paredes puede usarse un estuco plástico, en vez de piedra. Adoptada esta substancia plástica, el deseo de liber-tad no halló límites, y los amaneramientos característicos del estilo rococó pudieron desarrollarse.

Sería un error, aquí o dondequiera en la historia del arte, atribuir al descubrimiento de un material un cambio de estilo. En realidad es más cierto, probablemente, decir que la re-pentina "voluntad" hacia alguna manifestación espiritual (en este caso hacia la "libertad" en oposición al refinamiento clá-sico) es el primer factor y el único que determinó la adopción del nuevo material. El deseo de libertad ya se había revelado a medias en la arquitectura barroca del sur antes de encon-trarse en el rococó de De Cotte y Oppenord. Tal vez como el deseo gótico de trascendentalismo en piedra, tenía que ve-nir al norte a encontrar a su aliado intelectual, su solución prác-tica. En verdad, el profesor Worringer ha sugerido —y es una sugestión brillante— que el rococó es en realidad la reapa-rición, después de la imposición extranjera del Renacimiento, del espíritu nórdico en arte, plenamente simbolizado antes en el estilo gótico. El rococó es la materialización de una inquie-tud, y esta misma inquietud es la contribución nórdica al com-plejo gótico. Hay más que una similitud casual entre los mo-tivos lineales de una página iluminada en un misal de los siglos diez o doce y las molduras de símil-bronce de una có-moda de Charles Cressent o de Frangois de Cuvilliés. Es un caso en que los extremos se tocan, pero puede insinuarse que los extremos se tocan siempre en un terreno común.

62. — LA ESENCIA DEL ROCOCÓ

El desarrollo característico del rococó en Francia estuvo circunscrito a la decoración interior. Por alguna razón este

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país titubeaba en llevar el estilo a su lógico fin, a saber, la conversión del material externo en estilo interno. El brioso proyecto de Juste Auréle Meissonier para la fachada de Saint Sulpice fué desechado en favor del árido proyecto clásico de Jean Nicolás Servandoni. En Francia el estilo se mantuvo íntimo, tal vez no sin razón. Mientras que en Alemania el ro-cocó hizo furor, un furor sagrado, hasta el extremo de que de todos los estilos que han dejado su huella en ese país, éste es el más típico y nacional; aun en Alemania la esencia del rococó y sus más puras manifestaciones, pueden verse en cosas mi-núsculas, sobre todo en el material típicamente rococó: la porcelana. Todo el espíritu rococó está destilado y cristali-zado en una sola figura por el maestro del Kleinplastik, Franz Antón Bustelli, un italiano que modelaba para la fábrica de Nymphenburg entre 1754 y 1763 (figura 38). Kándler en Meissen no era menos importante, pero Bustelli era el mimado de la época.

Es quizá remota la relación entre una figura en porcelana que puede sostenerse en la palma de la mano y los palacios de Nymphenburg o Brühl, pero si perdemos algo entre los dibujos, el monstruo y la miniatura, es algo del espíritu pecu-liar del rococó. En realidad, con la cautela francesa como ejemplo, no podemos dejar de preguntarnos si después de todo los alemanes no se adelantaron demasiado al aplicar el estilo rococó a toda expresión de energía creadora. Hemos definido el rococó como el deseo de libertad en el arte, pero ¿será esta definición adecuada? ¿Libertad con qué propósito? Sólo podemos responder, la libertad de ser festivo y ésta es una definición bastante exacta del espíritu rococó, que busca la libertad para obtener un efecto estético sin consideraciones utilitarias. Es un arte abstracto, un arte por amor al arte. Mientras esté relegado a la decoración, no habrá ningún mal, y dará grandes satisfacciones al puro de corazón. Pero un cuarto rococó, para juzgarlo en su aspecto más prosaico, debe ser el demonio para desempolvar, y el hecho es que a la larga la arquitectura rococó, en general, cobra un aspecto de decadencia barata.

No hay trabas para el espíritu rococó en las condiciones materiales de la pintura en tela, y una vez posesionados de

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la clave del espíritu rococó, las disimilitudes entre Watteau y Morland, Chardin y Goya, Greuze y Hogarth se unen para prestar a nuestros espíritus la misma impresión de libertad. Es el deseo mismo de tener la libertad de alegrar lo que anima a todos los pintores de esta época. Y como resulta difícil ad-mitir que uno pueda recrearse con una lápida o con un reta-blo, no habremos asido el secreto del rococó mientras no vea-mos la razonable ambición que después de todo es. Es una afirmación de vida aun en presencia de la muerte.

63. — LA PINTURA DEL PAISAJE

La historia de la pintura del paisaje es de interés peculiar porque no es una historia continuada; es en realidad una his-toria moderna. Hay pinturas murales en tumbas egipcias y en Roma y Pompeya que pueden clasificarse como paisa-jes porque representan rocas y plantas y árboles pintados de una manera naturalista, pero no se amoldan más a nuestra idea de este tipo de pintura que un empapelado chino, por ejemplo.

Estaban destinados como fondos para la vida (o la muerte) y no como temas individuales de contemplación estética. Siem-pre es peligroso generalizar acerca de algo tan perecedero como la pintura, pero teniendo en cuenta esta reserva, pode-mos decir que la pintura del paisaje en Europa fué una inven-ción peculiar del Renacimiento. Cómo evolucionó desde fondo a figura central del tema, es una historia conocida. Fué en obras de la Escuela Veneciana (especialmente Cima y Tin-toretto) donde al elemento del paisaje de un cuadro le fué dado ir, gradualmente, dominando a lo anecdótico.

Tal vez la más remota mención del paisaje como rama apar-te en la pintura es la referencia que en 1521 hace Durero de Patinir: "Joaquín, el buen pintor de paisaje". Si hay que fijar un punto de partida para el comienzo de la moderna pintura de paisaje, puede ser el mismo Patinir (1485-1524), cuyos cuadros encantadores, semejantes a miniaturas, están empa-pados de la cualidad esencial del paisaje. Trataré de estable-cer qué es esta cualidad; y diré primero que nada tiene que

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ver con el interés casi científico en la morfología de rocas y plantas que inspiraba al único predecesor posible de esta ra-ma del ar te: Leonardo de Vinci. Ni siquiera Patinir estaba tan consciente de la integridad de su tema como para dis-pensarnos de algún interés humano, e introduce una "Virgen y el Niño", o una "Huida a Egipto", como sanción evidente a su recóndito interés. Creo que la cualidad a que aludo fué vista clara y abiertamente nada menos que por Rubens, y si tuviera que elegir un paisaje que más que cualquier otro representara las cualidades distintivas del género, dejaría de lado a Corot y Constable y Claude y tomaría "Paisaje con luz de luna", de Rubens, de la colección de Lord Melchett. Fué éste el cuadro que Reynolds, en su Octava disertación, tomó como ejemplo del principio de que en pintura debe sa-crificarse la parte en favor del todo. "Rubens", escribía, "no sólo ha difundido más luz en el cuadro que en la realidad, sino que le ha conferido esos cálidos tonos ardientes que tan bien distinguen su obra. Es tan poco semejante a lo que otros pin-tores han hecho con luz de luna, que podría ser fácilmente confundido, si no le hubiera puesto estrellas, con una débil puesta de sol. Rubens creía que en este caso, sobre toda otra consideración, debía halagar a los ojos: podía, en verdad, ha-ber sido más natural, pero habría sido a expensas de lo que él creía de mayor alcance: la armonía procedente del contraste y variedad de colores." Palabras que sonarán hoy de un modo extraño en boca del Presidente de la Royal Academy; palabras que son la completa justificación de tantas obras de arte mo-derno, excluidas de la Royal Academy.

Para dar un nombre más definido a la cualidad que distin-gue la pintura de paisaje, creo que debe llamarse "poesía", aunque deba admitir que no es ésta una cualidad muy defi-nida; involucra, asimismo, el pecado crítico de mezclar la terminología de dos artes. Pero en el paisaje, primero Patinir y luego Rubens, y después y muy abiertamente Poussin, Claude y Corot, aspiraban a la transmisión, en sus cuadros, de un cierto estado de sensibilidad para el que no hay mejor adjetivo que "poético". Es aún el exceso de poesía, una cualidad que la poesía expresaría, pero carece de medios:

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Ah! Then, if mine had been the Painter's hand, To express what then I saw; and add the gleam, The light that never was on sea or land, The consecration, and the Poe t -d ream. . . 1

La pintura de paisaje es esencialmente un arte romántico, un arte inventado por habitantes de tierras llanas que no tienen paisaje propio. En las postrimerías del siglo diecisiete, con Elsheimer y Berchem, se volvió característicamente román-tica, una deliberada creación de "atmósfera" por cuenta pro-pia, más que la revelación de una experiencia concreta. En Claude y Poussin la "poesía" está aunada claramente a for-mas literarias; Claude pinta un paisaje y lo llama la "Deca-dencia del Imperio Romano" ; busca deliberadamente una asociación de ideas plásticas y literarias. Constable vino, como Wordsworth después de Thompson, a restablecer el valor poé-tico del realismo y el naturalismo. Turner abarcó casi todos los estilos anteriores de la pintura de paisaje, y tuvo una imaginación bastante poderosa como para hacer su propia sín-tesis. Corot fué un Rubens más dulce, más desvaído, pero siem-pre un poeta. Con los impresionistas y sus sucesores parece a primera vista haber vuelto a la morfología de Leonardo, para llegar al descubrimiento de que la poesía tiene más maneras de ser de lo que habíamos pensado.

64. — LA TRADICIÓN INGLESA

La pintura del paisaje es muy típica de la tradición inglesa, pero nadie ha definido bien esa tradición, y desearía que algún extranjero lo hiciera. Es inconcebible pensar que Gains-borough y Constable y Turner no fueran ingleses, y sin em-bargo, es bien difícil decir qué cualidad tienen en común que los haga tan inalienablemente ingleses. Quizás sea su actitud hacia la naturaleza, y quizás la clave de esta actitud pueda encontrarse en otro ar te : la poesía inglesa. El secreto está

1 ¡Ah! Si entonces hubiera sido mía la mano del pintor, para expresar lo que yo vi; y añadir el fulgor, la luz que nunca iluminó la tierra o el mar, la consagración y el sueño del poeta. . .

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en el consejo de Wordsworth: "Deja a la naturaleza ser tu maestra", como asimismo en la frase de Constable, "la mera aprehensión de los hechos de la naturaleza". Es una actitud de "confianza" en la naturaleza; una actitud muy alejada de la agresiva Sachlichkeit (objetividad) del arte alemán y del sar-dónico realismo del arte francés. La pasividad del artista es esencial. No se puede tomar la naturaleza por la fuerza. Éste es, en parte, el secreto de la tradición inglesa; además existe otra cualidad que no es, tal vez, tan estimable. Repito, no es fácil definirla con exactitud, pero creo que es una consecuen-cia del gusto inglés por la comodidad. La "naturaleza inglesa" está meramente aprehendida, pero no está profusamente po-blada. Lo que quiero significar es que para el artista in-glés la naturaleza es en cierto modo un refugio de la vida. Podría argüirse que la función del arte es proporcionar ta-les refugios; ésa es la doctrina romántica. Pero sería a la vez más "realista" y más "clásico" pedir al arte algo más: pedirle valor y visión. No encontramos estas cualidades en el arte satisfecho y burgués de Reynolds y Gainsborough; tampo-co las encontramos en el arte más humilde de Constable. Resplandecen en Blake y Turner, pero éstos son justamente los artistas que más dudaríamos incluir en la tradición in-glesa. Burgués es difícilmente lo que el Dictionary of Mo-dern English Usage llama una palabra agradable —ha hecho un buen servicio demasiado tiempo—, pero puede ser muy insultante. Confieso que he adoptado el uso marxista, como puede llamarse; por "arte burgués" quiero decir todo arte mercantil, arte que es de encargo, cuestión de dinero y vili-pendio. Gainsborough pintaba retratos a sesenta guineas cada uno y los odiaba. Escribía a su amigo Jackson:

"Estoy harto de retratos, deseando tomar un violoncello y marcharme a alguna aldea tranquila, donde pueda pintar paisajes y disfrutar el resto de mi vida en la tranquilidad y el reposo. Pero estas hermosas damas y sus tés, sus bai-les, su caza-al-marido, etc., me escamotearon mis últimos diez años y temo que también se queden sin marido. Pero tú sabes que nada se puede decir de estas cosas, Jackson; debemos alegrarnos con el tintineo de las campanas, pero

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que se las lleve el demonio; odio el polvo, el levantar pol-vo, el estar atado a las varas y seguir la pista mientras otros viajan en el carro bajo el toldo, estirando las piernas en la paja y mirando los árboles verdes y los cielos azules sin saborearlos como yo. Eso es intolerable. Mi consuelo es que tengo cinco violoncellos, tres Yayes y dos Barak Norman."

Si esto no es burgués en toda la acepción de la palabra, es que yo no sé lo que significa esa palabra. Pero en este sentido todas las personas tolerantes son bourgeois de corazón, aun William Blake, que es el mejor contraste de Gainsborough. No era culpa de Gainsborough (ni de Reynolds). Era culpa de la época, y era su culpa precisamente porque la dirigía una sociedad tonta, egoísta y complaciente que encontraba que los artistas no servían para nada mejor que para ser los espejos de su vanidad y egolatría. Cuando consideramos que Inglaterra tenía en Gainsborough al artista más gran-de de Europa desde Rubens, es una lástima que no pudiera dar rienda suelta a su genio.

65. — GAINSBOROUGH

Es posible discutir que esto hubiera sido la ruina de Gains-borough. Es el destino del artista seguir en el riel mientras otros pasean en coche; se trabaja mejor bajo presión. Las vir-tudes positivas de Gainsborough son asombrosas, sus limita-ciones evidentes. No tenía gran cultura y muy poca imagina-ción. Trabajaba directamente del modelo a la tela, y sólo se emocionaba con este contacto inmediato. No podía inventar. Sus tentativas de temas alegóricos son todos fracasos. Ni aun podía componer; evitaba las composiciones y hasta un retrato doble como "Eliza and Thomas Linley", no tiene cohesión, ¿A qué conclusión, pues, debemos llegar? A que es necesario algo más que sensibilidad y talento para ser un gran artista. Blake es el reverso de Gainsborough. No posee talento natural y escasamente la sensibilidad propia del pintor. No reacciona directamente ante sujeto, porque es raro que lo tenga delante. Su imaginación se los provee, y la verdadera emoción que siente y expresa no es sensual, sino intelectual.

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Es, sin embargo, un inútil tipo de crítica, el que no puede aceptar un artista por sus propios méritos. Uno puede echarse a temblar al concebir lo que resultaría de la visión de un Blake unida al talento y la pasión de un Gainsborough, pero no es probable que la naturaleza nos favorezca con semejante super-hombre. Por el momento será más apropiado analizar alguna de las virtudes positivas de Gainsborough. Primera-mente lo que podría llamarse su naturalidad, su sencillez. No tiene teorías sobre el arte, ni siquiera académicas (que es lo que lo separa de Reynolds). Pinta lo que ve, y lo pinta con ardor. Pinta rápida y seguramente. No toma ninguna pre-caución y sin embargo cumple su designio con todo éxito. Reynolds atribuía este éxito a "una especie de magia". Era un empleo instintivo del medio. "La mano de Gainsborough es tan ligera como el paso de una nube, tan veloz como el destello de un rayo de sol", dice Ruskin, y ésta es la mejor manera de describir sus cualidades. Si miramos los detalles de sus retratos, podremos hacer maravillosos descubrimientos de técnica expresionista, miniaturas precursoras de todo lo que Constable, Corot y Cézanne tenían que enseñarnos. En un buen paisaje, el mismo fervor instintivo satura toda la tela,, ahora concentrado para interpretar la esencia romántica del escenario inglés. Nunca nos cansaremos de un arte así, porque no exige más que goce; no puede hartarnos porque es con-ciso y apasionado y no difusamente sentimental. Uno de sus biógrafos, Sir Walter Armstrong, tiene una frase que resume así su genio. "Gainsborough" —dice—, "fué el primero que concentró todas sus facultades para traducir en pintura su propia emoción continuada, y hacer del vigor, calor y uni-dad de su propia pasión, la medida de su arte". Es esa "emo-ción continuada", la que aún conserva sus cuadros tan fres-cos y encantadores como el día que los pintó.

66. — BLAKE

En cuanto a Blake, está tan pobremente representado en nuestras colecciones públicas, que tal vez a eso se deba que su fama se ha cimentado de modo casi exclusivo en su obra

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de poeta. El poco conocimiento que hay de su pintura ha dado lugar a mucha incomprensión y menosprecio. Tal vez la incomprensión sea la parte más seria de la dificultad, pues trae aparejados errores positivos, y no mero descuido. Por al-gunas impresiones fragmentarias de dibujos de Blake, ha to-mado cuerpo la leyenda de Blake, el incorregible amateur; de Blake, profeta del renacimiento de lo gótico y de lo ro-mántico; de Blake el místico (y tenemos buenos motivos pa-ra saber que los místicos son malos pintores); y ha cundido una cómoda certeza, en el fondo de mentes ociosas, de que el hombre estaba medio loco por lo menos. Una de estas falsas impresiones expresa una semiverdad, el común reconocimiento de una cualidad gótica en los cuadros de Blake. Él mismo reconoce su afinidad con los artistas desconocidos, cuyas obras estudió tan íntima y asiduamente durante sus dos años de trabajo para Basire sobre los monumentos góticos de la abadía de Westminster y de otras iglesias. Con todo, es justamente este elemento de Blake el más generalmente incomprendido. Al-gunos presumen que ha adoptado un estilo gótico debido al estudio de las obras maestras góticas. Mr. Osbert Bur-dett, por ejemplo, llega hasta decir: "Perdida en los rin-cones de estas viejas iglesias, la romántica imaginación de Blake se gotificó totalmente, y en el futuro cerró su mente a toda influencia, o la interpretó a la luz de esas impresiones"1.

Esta extraordinaria afirmación parece contener dos errores car-dinales: uno al decir que la imaginación de Blake era de es-pecie romántica; el otro, al presumir que el arte gótico es ro-mántico, o de tal naturaleza que atrae a la mente romántica. Será mejor tratar, primeramente, del segundo error, pues así veremos hasta dónde una distinta concepción del arte gótico ilumina el arte de Blake.

El mismo Blake dijo: "La forma griega es matemática, la gótica es viviente. La forma matemática es eterna en la me-moria razonadora; la forma viviente es existencia eterna"; y estas palabras revelan su comprensión profunda de la esencia del arte gótico. El arte gótico es arte lineal, y es viviente. Nació en su origen de la animación del abstracto arte geo-

1 William Blake, Macmillan, 1926, pág. 2a.

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métrico del Norte de Europa por el sensual transcendenta-lismo oriental del cristianismo. Retuvo el arte su énfasis lineal (el énfasis lineal del arte celta y anglo-sajón), pero en vez de una fría norma de trama geométrica, adaptó este sentido de la forma a la expresión de una viviente, natural sensibili-dad sensual —una sensibilidad de la vida, de la naturaleza, de la unidad divina, del mundo visible—. En el cénit del arte gótico, encontramos una gran profundidad de sensibilidad y creación imaginativa dando forma y definición por una adhesión absoluta a la precisión del dibujo lineal. La mayor fuerza fluye por los más precisos cauces; y por eso el arte gótico, a despecho de sus orígenes confusos y a despecho de su desarrollo caótico, es sin duda alguna el tipo de arte más grandioso ejecutado por el hombre.

"La Naturaleza no tiene contorno, pero la imaginación sí." Éste fué el más profundo descubrimiento de Blake, y eso le condujo, naturalmente, al arte gótico, que es la imaginación delimitada. Se puede verificar en cada transformación de su carrera de pintor cómo esa verdad animaba a Blake. Inspiró su odio a Reynolds y a todo lo que Reynolds sostuvo. Sabemos lo que quiso expresar cuando dijo que Reynolds fué "alquilado por Satanás para rebajar el arte". Y podemos apreciar la amar-gura que llegó a producir sarcasmos como éste:

When Sir Joshua Reynolds died All nature was degraded; The Ring dropp'd a tear into the Queen's ear; And all his pictures faded.1

Pero la expresión más clara de sus principios está en aquel Catálogo Descriptivo que escribió para la primera exposición de sus pinturas al temple de los peregrinos de Canterbury. ¿Es éste el credo de un "artista romántico"?

"El carácter y la expresión de esta pintura nunca podrá producirla con la luz y la sombra de Rubens" o con la de Rembrandt o con nada veneciano o flamenco. La técnica ve-

1 Cuando Sir Joshua Reynolds murió La Naturaleza quedó disminuida, El rey derramó una lágrima en el oído de la reina, Y todos sus cuadros se destiñeron.

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neciana o flamenca consiste en líneas quebradas, volúmenes quebrados y colores quebrados. La técnica de Mr. B. son las líneas intactas, los volúmenes intactos, y los colores intac-tos. El arte de ellos es perder la forma; el arte suyo es encon-trar la forma y guardarla. Su arte es opuesto al de ellos en todo.

"La gran regla de oro del arte, y también de la vida, es ésta: Cuanto más precisa, más aguda y nerviosa sea la lí-nea divisoria, más perfecta es la obra de arte, y cuanto me-nos viva y aguda sea, mayor es la evidencia de pobre ima-ginación, plagio y torpeza... La falta de esta decidida forma delimitada denota la falta de ideas del artista y la presunción de plagio en todas sus ramificaciones. ¿Cómo distinguimos el roble de la haya, el caballo del buey, sino por sus contornos? ¿Cómo distinguimos una cara o un semblante de otro sino por sus contornos con sus infinitas inflexiones y movimientos? ¿Qué es lo que levanta una casa o planta un jardín sino lo definido y determinado? ¿Qué es lo que distingue la honra-dez de la picardía sino la dura línea inflexible de rectitud y seguridad en las acciones e intenciones? Si se omite esta línea, se omite la misma vida."

Hay otro punto ulterior que señalar, relativo al arte de Blake y al arte gótico. Si el arte gótico es forma viviente, no es, en ese caso, forma representativa. No hay relación ne-cesaria entre las energías que el artista inspirado trata de resumir, corporizar en una forma definida y las ilimitadas e indefinidas formas de la naturaleza. Una línea o forma "vi-viente" no es forzosamente "igual a la vida"; es meramente "viva". En verdad, todas las épocas de arte original han reco-nocido un divorcio entre las formas de la realidad y las formas de arte, que son las formas de la imaginación. El práctico es simplemente el no imaginativo, y carece de inspiración. Y así encontramos a Blake confesando que "los objetos naturales siempre han debilitado, adormecido y anulado mi imagina-ción". Imaginación, "mero entusiasmo", es la única realidad, el único valor. Imaginación es un término vago, y entusiasmo puede ser despectivo. Tal vez el hecho de que Blake adoptara provocativamente la divisa del "entusiasmo", en una época en que era término de reproche, ha llevado a una incom-

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prensión ulterior de su genio. En este sentido, Mr. Burdett lo ha llamado "el Wesley de las artes" —chiste desgraciado—. El doctor Johnson define el entusiasmo como "una confianza vana del favor divino de comunicación", y por su devoción por las obras de Lavater y Svedenborg, Blake casi mereció este opro-bio. Si no tuviéramos para juzgarlo más que sus obras poéti-cas, y pensando en los Prophetic Books (Libros proféticos), podríamos admitir el epigrama, aunque resulta algo duro para Wesley. Pero resulta sin sentido al considerar su pintura. En ella Blake no era netamente original: persistía en una tradición, aunque fué lejos a encontrarla. Tenía una disciplina, pero impuesta y descubierta por él mismo, no dada por la socie-dad en que vivía.

A menos que estemos aferrados a dos errores crasos —una concepción del arte como meramente física y objetiva, y la explicación del arte dirigiéndose a una específica emoción es-tética— debemos reconocer que el arte en sus manifestacio-nes más simples depende de su valor de alguna interpreta-ción de la vida, sea poética, religiosa o filosófica. Blake estaba inspirado por una visión, una visión demasiado mística para ser comunicable en su integridad. Era mística en un sentido deplorable porque estaba en pugna con la tradición predo-minante, que deriva de la comprensión común de los hombres. Los instintos de Blake lo llevaron a una forma de sensibilidad que había predominado quinientos años antes de su época; y aunque fué capaz de dar exacta y poderosa expresión a su sentir, no lo acercó más a la época en que vivió. Pero hoy, nosotros nos acercamos a Blake porque estamos cerca del es-píritu gótico. La característica distintiva de todo esto está viva y representada en el arte moderno por el contorno pre-ciso en oposición al claroscuro, por la interpretación ima-ginativa de lo actual contra la mera reproducción, por lo trascendental contra lo materialista. Esto es tan evidente en Cézanne y Derain como en Picasso o Léger, y estos artistas tienen mayor afinidad con los artistas anónimos del perío-do gótico que con cualquiera del período intermedio. De los artistas, postgóticos, sólo BlaJse puede compararse con aquéllos, y eso porque, como ya lo he dicho, él es gótico, no sólo en la concepción sino también en el detalle. Las mag-

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níficas series de "Illustrations to the Bible" (Ilustraciones de la Biblia) es quizá la mejor prueba de ello (figura 40). Hay una magnificencia y audacia en el dibujo, una impe-tuosa energía en la invención, una fuerza desnuda de color, que sólo tienen rival en los manuscritos y vidrieras de los si-glos doce y trece. Su creación de "Elijah about to ascend in the Chariot of Fire" (Elias al subir al cielo en el carro de fuego) eleva a su ígneo motivo, que arde con clara inten-sidad. Hay también un gracioso temple de "Adam naming the Beasts" (Adán dando nombre a las bestias), más ambi-cioso técnicamente, y menos afortunado que las acuarelas, que es muy característico del espíritu gótico, sobre el que tanto he insistido; esto puede observarse especialmente en la manera de tratar los rizos de Adán, en la pose general del cuerpo, de la mano levantada y en las tan góticas hojas de roble sobre su cabeza. Los dibujos del Dante, sin terminar, en los que to-davía trabajó en su lecho de muerte, preservando aún su estilo gótico, alcanza una clase diferente de sensibilidad, y muestra que Blake puede hermanar su fantasía a la de Dante, y cómo para sostener esta amplia atracción imaginativa, da-ba a sus dibujos una sutil estructura intelectual y organización formal; y ésta es quizá una cualidad que atrae a las mentes modernas, más directamente que el significado demasiado eso-térico de los dibujos bíblicos.

67. — TURNER

Nos hemos estado ocupando de Blake, y algún día deberemos revalidar el genio de Turner: por el momento estamos aún intimidados por la elocuencia de Ruskin. Ruskin escribió tanto y tan eficazmente sobre Turner, que la reputación de Turner está en este momento un poco a la sombra, como en una nube de polvo dorado. El polvo ya se ha asentado, pero aún no hemos aprendido a mirar de nuevo hacia atrás a este gigante magnífico de la pintura inglesa, gigante solitario, qui-zás, no con muchos partidarios, mas a pesar de eso el más grande de los nuestros.

Las palabras de Ruskin deben ser repetidas: "Turner es una

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excepción a todas las reglas y no puede ser juzgado por nin-gún tipo de arte. En un fogoso y magnífico entusiasmo, se lanza a través de los dominios etéreos del mundo de su pro-pia mente, lugar habitado por los espíritus de las cosas; ha-bía llenado su mente con materiales tomados del íntimo es-tudio de la naturaleza (no hay artista que haya estudiado la naturaleza más intensamente) y luego cambia y combina, produciendo efectos sin causas absolutas, o, para hablar más claro, apoderándose del alma y de la esencia de lo bello, sin mirar los medios con que lo efectúa."

68. — EL ARTE Y LA NATURALEZA

Por "naturaleza" entendemos el mundo visible de las apa-riencias, pero definiéndola así no simplificamos el problema de la relación del artista con la naturaleza. Es más senci-llo limitarnos a un ejemplo preciso, tal como el paisaje. Hay, entonces, dos problemas a considerar. Primero ¿cuál es la distinción entre arte y naturaleza? ¿Habrá una diferencia esen-cial entre la belleza del propio paisaje, y esa belleza como la representa el cuadro de un artista? Si contestamos a esta pre-gunta afirmativamente, como creo que debe hacerse, nos en-frentamos con el problema de decidir la función del artista que se coloca entre nosotros y la naturaleza.

Si el arte no es más que un registro de las apariencias de la naturaleza, la imitación más exacta será la mejor obra de arte, y estaríamos acercándonos rápidamente al momento en que la fotografía reemplace a la pintura. Ya ha reemplazado a esa clase de arte reproductivo (retratos y vistas topográficas), arte con el que antaño se ganaban la vida la mayoría de los ar-tistas. Pero es un hecho que ni un salvaje podría creer a la fotografía un sustituto adecuado de la obra de arte. Con to-do, no es fácil explicar esta preferencia sin vernos envueltos en una teoría estética completa. Diremos sencillamente que el artista, al pintar un paisaje (y es lo cierto, sea cual fuera su obra), no trata de reproducir su apariencia visible, sino de-cirnos algo acerca de él. Ese algo puede ser una observación o emoción que compartimos con el artista, pero más a mc-

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nudo es una revelación original que el artista desea comuni-carnos. Cuanto más original sea la revelación, más crédito da-remos al artista, presumiendo, claro es, que él tenga la sufi-ciente habilidad para que su comunicación sea clara y eficaz.

¿Qué es, pues, lo que el artista descubre en la naturaleza, y que sólo él puede comunicar al mundo? Será mejor tomar el auténtico testimonio de algún gran artista, y para este pro-pósito nadie mejor que John Constable. En la Life of Cons-table (La vida de Constable), escrita por su amigo y colega C. R. Leslie, hay muchos aforismos y observaciones sobre el arte de la pintura que salen directamente del manantial, y esto es del mayor interés. Aunque los dichos de un artista sobre arte sean siempre interesantes, no quiere decir que sean siempre ciertos, porque la habilidad de expresarse uno bien en un género, no siempre presupone la misma habilidad para expresarse en otro, especialmente en el más difícil y ambi-guo de los géneros, la palabra escrita. Pero hay una sencillez y rectitud en el carácter de Constable que están reflejados en sus juicios literarios, y demuestran a su vez un íntimo co-nocimiento de la naturaleza del arte que practicaba. El pa-saje siguiente pertenece al prospecto de un álbum de graba-dos de su obra titulada The English Landscape (El paisaje inglés) publicado en I829:

"Hay dos maneras, en arte, por las cuales los hombres as-piran a distinguirse. En una, por una cuidadosa aplicación a lo que otros han logrado, el artista imita sus obras o selec-ciona y combina sus varias bellezas; en la otra, busca la exce-lencia en la fuente primitiva, la naturaleza. En la prime-ra, forma un estilo con el estudio de cuadros, y produce arte imitativo o ecléctico; en la segunda, por una ajustada obser-vación de la naturaleza, descubre cualidades en ella existen-tes que nunca fueron retratadas antes, y así forma un estilo que es original. Los resultados de una manera, como repiten lo que es ya familiar al ojo, pronto son reconocidos y esti-mados, mientras que los avances de un artista por un nuevo sendero tienen que ser lentos, necesariamente, pues son pocos los capaces de juzgar de aquello que se desvía de la ruta acos-tumbrada, o que están calificados para apreciar estudios origi-nales."

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69. — CONSTABLE

Según Constable, hay que evitar dos cosas: "lo absurdo de la imitación" y la bravata de "intentar hacer algo más allá de la verdad". Lo que es esencial es "una captación clara del hecho natural". "No vemos nada verdaderamente hasta com-prenderlo". Pero comprender la naturaleza no es empresa fácil. "El pintor de paisajes debe pasear por los campos con mente humilde". Debe estudiar la naturaleza, no con el mis-mo espíritu, sino con toda la seriedad y dedicación del cien-tífico. "El arte de ver la naturaleza es cosa que tiene que adquirirse como el arte de descifrar los jeroglíficos egipcios". La verdadera comparación es, desde luego, con el poeta de la naturaleza, y es curioso que el extraordinario paralelo en-tre Constable y Wordsworth no sea más frecuente. Eran con-temporáneos y lo que hicieron en sus artes respectivas fué casi exactamente lo mismo. Ambos libertaron su arte de amanera-mientos derivativos o "eclécticos", ambos retrocedieron al he-cho real y sobre él construyeron su obra en una captación intuitiva de ese hecho, y ambos realizaron una revolución en sus esferas respectivas. Ambos, incidentalmente, representaron el espíritu del paisaje inglés con sin igual intensidad, y no puedo pensar en libro alguno más representativo de la belleza inglesa, que una antología de poemas de Wordsworth ilus-trada con alguno de los cuadros de Constable.

El desarrollo del arte europeo desde Constable, aunque ins-pirado en su obra como en la de ningún otro artista, se apar-ta de sus principios en un detalle importante. Constable daba gran importancia a lo que entonces estaba de moda llamar "chiaroscuro", "alma y materia del arte", como él lo llamaba. Luego lo definió como "ese poder que crea espacio; lo en-contramos en todas partes, en la naturaleza, y en todo mo-mento; oposición, unión, luz, sombra, reflejo y refracción, todo contribuye a él", y tan seguro estaba de lo indispensable que era que despreciaba no sólo a un pintor "antinatural" como Boucher, sino a los chinos "que habían estado pintando 2.000 años sin descubrir lo que era el chiaroscuro". Con nuestro gran conocimiento del arte oriental, empezamos a

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ver las limitaciones del punto de vista de Constable. La au-sencia del claroscuro en el arte chino no se debe a incapa-cidad o atraso; es debida simplemente al hecho de que el ar-tista chino, en su captación de la naturaleza, no descubre esta particular cualidad espacial. En vez de luz y sombra, encuentra ritmo lineal, y eso parece serle más esencial que los efectos adventicios que presta a los objetos algo tan cambiante y transitorio como los rayos de sol. En realidad conceden pre-ferencia a algo estable y elemental. Desde este punto de vis-ta examinaremos algunas de las más recientes representacio-nes en el arte, que aparecen en tan "absoluta" contradicción con los axiomas de Constable sobre el arte y la naturaleza. Y fué el mismo Constable quien dijo que "un verdadero goce o experimento nunca lo es a medias".

70. —DELACROIX

Después de Constable, Delacroix. Es una transición natu-ral. Con el andar del tiempo se ve que este pintor es más representativo de su época que ninguna otra figura, más sig-nificativo, ciertamente, que Chateaubriand o Víctor Hugo. El único genio comparable es Byron, por quien estuvo grandemen-te influido, pero al cual sobrepasó en energía y profun-didad. Delacroix es lo que podemos llamar justamente un genio universal, y examinándolo bien se puede ver que el término "romántico" es demasiado estrecho para definirlo, a menos que tomemos otra alternativa y redefinamos "ro-manticismo".

Nació Eugenio Delacroix en 1798, y ahora se admite que era hijo ilegítimo de Talleyrand. Desde su infancia su vida fué extraordinaria, pues escapó sucesivamente de ser quemado, ahogado, envenenado y ahorcado. Tuvo una buena educa-ción y estaba destinado a la diplomacia, pero pronto se ma-nifestó en él un temperamento artístico. Parece que pudo haber sido, lo mismo que pintor, músico o poeta, y aunque poseía en todas estas artes una aguda sensibilidad, encontró en la pintura el medio más adecuado de expresarse. Físicamente era muy débil; sólo podía tolerar una comida al día, tenía

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una penosa afección al pecho. Pero su energía espiritual era ilimitada y sostuvo su frágil envoltura sesenta y cinco años.

Su aspecto era impresionante, y hay varias famosas des-cripciones de su persona. Gautier, que se encontró con él por vez primera en 1830, señala su oliváceo cutis pálido, sus ri-zos negros flotantes, sus fieros ojos felinos y cejas puntiagudas, sus finos labios delicados, algo levantados sobre dientes mag-níficos, su poderoso mentón; en conjunto, una fisonomía de "feroz hermosura, extraña, exótica, casi perturbadora". Bau-delaire describe su temperamento como una "curiosa mezcla de escepticismo, cortesía, dandismo, pasión, astucia, despo-tismo y finalmente cierta especie de bondad o moderada ter-nura que siempre acompaña al genio". Al mismo tiempo, en apariencia, dice Baudelaire, era un hombre sencillo e ilus-trado, un perfecto "caballero" sin prejuicios y sin arrebatos, y a este respecto lo compara a Merimée: la misma frialdad aparente, ligeramente afectada, la misma capa de hielo cu-briendo una pudorosa sensibilidad y una ardiente pasión por lo bueno y lo bello. Como muchos hombres geniales, una de sus principales ocupaciones era disfrazar su genio, paso nece-sario para reservar un poco de tiempo para sí.

Delacroix viajó bastante, aunque siempre, como principio, evitó a I tal ia; sentía, y sentía con razón, que su genio era tan opuesto al de los maestros italianos que el enfrentarlos lo com-prometería. Su genio era esencialmente nórdico. Visitó Ingla-terra en 1825, y se volvió un anglofilo entusiasta. En realidad, cuatro ingleses, Shakespeare, Byron, Constable y Bonington, fueron las influencias decisivas de su vida. En Shakespeare y Byron encontró ese tipo de imaginación creadora que fué su verdadera inspiración, y en Constable y Bonington (sobre todo en Constable) encontró pintores que podían revelarle una técnica adecuada a la expresión de su modo de imaginación. Era un admirador de la escuela inglesa, en general, y nunca perdonó la indiferencia de Francia por artistas como Reynolds, Gainsborough y Hogarth, y aun de artistas menores como Wil-kie, Etty y Haydon, en los cuales él mismo encontraba algo que imitar y admirar.

Otros dos viajes tuvieron sobre él una influencia profunda. En 1832 fué a Marruecos y a España, y en 1838 a Bélgica y

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Holanda. Del sur trajo cierto sentido voluptuoso del color; en el norte encontró el genio pletórico de Rubens. Rubens fué al fin su verdadero maestro; sólo en esa furia y animal abundancia flamenca encontró el duplicado de su pletórica energía espiritual.

A la edad de veintitrés años pintó su autorretrato caracteri-zado de Hamlet. A los veinticuatro empezó a escribir un diario, y este diario es un documento de interés extraordinario, no sólo un volumen de confesiones rivalizando con Rousseau en franqueza y autorrevelación, sino también una recopilación de algunas de las más profundas críticas de arte y literatura que jamás se hayan publicado. Baudelaire pone como la pri-mera de sus cualidades, su universalidad de intereses. Tan-to como pintor enamorado de su arte, Delacroix era, escri-be, un hombre de instrucción general, distinto de los otros ar-tistas, que eran en su mayoría pintores y nada más —tristes especialistas de todas las épocas, o simples trabajadores, ha-ciendo algunos figuras académicas, algunos frutas, otros ani-males—. A Delacroix todo le gustaba, sabía cómo pintarlo todo, y entregaba su inteligencia a todas las impresiones. Pe-ro en la filosofía y crítica de su diario se revela la dualidad burlona de su genio, pues ahí todo su elogio es para el orden, la razón y la claridad —en una palabra, el clasicismo—. En esto ve Baudelaire una característica de todo gran artista, que se siente impelido, como crítico, a analizar y alabar con toda voluptuosidad las mismas cualidades que más necesita como creador, y que son la antítesis de las que posee en abun-dancia. Esto sólo muestra cuan difícil es, en el caso de un talen-to como el de Delacroix, usar un rótulo como "clásico" o "ro-mántico". Porque ya que el genio depende de los rasgos fí-sicos y emocionales de un tipo, él tratará de crear los rasgos intelectuales del otro tipo.

Delacroix era uno de los pintores más fecundos, pero se aislaba en una actividad casi secreta. Tenía gran capacidad de trabajo, y después de aprovechar toda la luz del día en su estudio, en la pintura de murales, a los que dedicó tanto tiempo, volvía por las noches a su pasión absorbente, y pen-saba que había malgastado el día, dice Baudelaire, cuando no concluía su velada dibujando a la luz de la lámpara, jun-

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to al fuego, cubriendo papel con sus sueños y proyectos, ano-tando aspectos de la vida que el azar había puesto en su ca-mino, o a veces copiando dibujos de otros artistas, de tempe-ramento muy alejado del suyo. Tenía una pasión por hacer notas o bosquejos en momentos intempestivos, aun cuando visitaba a sus amigos. "La verdad es", confiesa Baudelaire, "que en sus últimos años, todo lo que puede llamarse placer había desaparecido de su vida, en la que sólo privaba una única, ávida, exigente, terrible pasión •—el trabajo— que más que pasión, era una furia".

Con esa furia pintaba. Despreciaba la exactitud meticulosa de Ingres y de David. No era pedante, y uno de sus dichos más característicos era: "La verdadera Roma ya no está en Roma." Cuando comenzaba a pintar un tema, hacía todos los preparativos necesarios con todo cuidado, y hasta pin-taba varios estudios preliminares; pero cuando llegaba al cua-dro definitivo, todos aquéllos eran desechados, y pintaba, como él decía, con la imaginación solamente. Hay en su dia-rio un pasaje muy interesante donde habla de sus métodos, y aunque muy largo para citarlo por entero, no puedo abste-nerme de transcribir estas frases reveladoras:

"Este proceso de idealización adelanta sin yo saberlo, cuan-do repito una composición basada en mi fantasía. Esta se-gunda edición siempre es comparada a un ideal necesario y corregida; así se llega a lo que parece una contradicción pe-ro que explica realmente cómo una ejecución demasiado de-tallada, como la de Rubens, por ejemplo, no puede interve-nir en el efecto imaginativo. Esta ejecución está basada en un tema perfectamente idealizado; la masa de los detalles que se deslizará en ella, debido a la imperfección de la me-moria, no puede destruir su sencillez, de interés completa-mente distinto, que ya ha sido percibido en la expresión de la idea; y, como lo hemos visto en el caso de Rubens, la liberali-dad de la ejecución reemplaza a cualquier inconveniencia debi-da a la prodigalidad del detalle (Journal, octubre 12, 1853).

Pintar era para él otro elemento vital, y tal vez sólo Rubens antes que él y Matisse después han usado la pintura de ese modo directo —es decir, no como medio en el cual el pen-samiento se traduce deliberadamente, sino como una actividad

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instintiva acompañando al proceso mismo del pensamiento. La distinción puede parecer sutil, pero es quizás comparable a la existente entre composición e improvisación en música, de-jando establecido que el ejecutante que improvisa ya se ha disciplinado con reglamentarios y arduos ejercicios. Las ana-logías musicales son bastante apropiadas en el caso de Dela-croix, porque era aficionado a la música, y hablaba a menudo de su paleta como de una escala con la cual componía ar-monías. Como colorista, mucho debía a Constable, y era él el primero en admitirlo; pero él fué más allá que Consta-ble, y los métodos que éste usaba para el análisis de la natura-leza, Delacroix los usaba para una síntesis imaginativa de su propia creación. "La naturaleza no es más que un diccionario", le gustaba decir; "vamos a la naturaleza en busca del color adecuado, de una forma especial, como buscamos en el dic-cionario el sentido justo de una palabra, su ortografía o eti-mología; pero no miramos el diccionario como ideal compo-sición literaria que debemos copiar, y así tampoco es la natu-raleza un modelo hecho para que el pintor la copie. El pin-tor se acerca a la naturaleza por sugestiones, especialmente por su «tónica»; pero la armonía que construye sobre esta base es la obra de su propia imaginación."

Comparado con Constable, cuyo colorido es el de la aurora del mundo, Delacroix es fuliginoso y sofocante. El tiempo no ha sido bondadoso con sus telas, y se percibe una semi-oscuridad que tal vez no formó parte de la intención primitiva del pintor. Pero en esta matriz sombría los colores son más brillantes, especialmente los rojos y los azules lucen como jo-yas. El colorido de Delacroix no debe ser juzgado por cáno-nes preconcebidos, naturales o de otra clase, sino aceptados como expresión de una intuición personal, como una armo-nía justificada por la intensidad de la concepción imaginativa que la controlaba.

Los cuadros de Delacroix pueden clasificarse en tres o cua-tro grupos distintos. Sus retratos, notables por sus percep-ciones psicológicas, lindando, a menudo, con la caricatura (tales como los de Paganini y George Sand); sus cuadros históricos, grandes temas ambiciosos sacados de la literatura romántica, por la que tenía gran simpatía; sus pocos paisa-

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jes, de claro contenido lírico; y finalmente hay otro grupo, el más típico de todos, en el que vemos dos fieras en lucha, y si no dos fieras, un hombre y una fiera, o un hombre y un ángel, o simplemente un hombre y otro hombre. No cabe du-da de que en este género Delacroix exterioriza (consciente o inconscientemente, no hace al caso) un conflicto interior, que podemos describir sencillamente como el conflicto de la razón y la fantasía, en la medida en que lucha el mismo Delacroix para asentar el principio creador de obrar.

71. — LOS IMPRESIONISTAS

La influencia de Constable en el desarrollo general de la pintura europea no termina en Delacroix. Después de Dela-croix vino Edouard Manet, y la revolución que por convenien-cia se asocia a menudo a su nombre es una de las más com-pletas en la historia, no sólo de la pintura, sino de todas las actividades humanas. En realidad Manet es el punto en que culmina un lento movimiento inevitable; si se puede acreditar a un hombre más que a otro con la incipiencia de este gran cambio en nuestras vidas (porque esto resulta al fin, pues el mundo nos ha sido revelado bajo una nueva luz), es al inglés loco que de repente salió de su estudio y se precipitó en el viento y la lluvia. Pero Constable no es un revolucionario consciente; es más bien de la especie de los tercos individua-listas, que descubriendo en sí una nueva sensibilidad, trans-forma al mundo sin saberlo. Era tan ingenuo como Henri Rousseau, aunque infinitamente más hábil; Manet era todo menos un ingenuo. Era tan individualista, tenía tanta maña co-mo Constable, pero el realismo que Constable había alcanzado por un puro estudio objetivo de la escena invisible, Manet lo adoptó como ideal subjetivo. Cuando era joven, anun-ció que pintaría lo que viera, y no lo que a otros les gustara ver. Pronto se dio cuenta que se trataba de un problema técnico, y se embarcó en el acto en un largo estudio de los métodos de los grandes maestros, encontrando, sobre todo en España y en las obras de Goya y Velázquez, algún indicio de los métodos que debía adoptar.

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Es quizás un resumen acertado del movimiento impresio-nista decir que levanta un prisma ante la naturaleza. Em-pezando con Leonardo, ha ido tomando cuerpo una tra-dición en Europa por la cual la plasticidad de un objeto, su profundidad o tridimensionalidad, se logra por gradación de las sombras, es decir, cambiando las cantidades de pintura negra. La pintura se volvió, no una copia de la naturaleza, sino un truco por el cual el efecto general de la naturaleza quedaba representado. Las convenciones de un artista barroco como Caravaggio en materia de luz y sombra son ciertamente tan arbitrarias como las convenciones de un moderno cubista; la única diferencia es que Caravaggio quiere darnos algo más dinámico que la realidad y el cubista algo más estático. El uno intensifica, el otro abstrae.

El impresionismo se iba inclinando hacia lo estático, aun-que el propio Manet hubiera detestado sólo pensarlo. Pero "asesinamos para disecar", y no se puede analizar sin dete-nerse al mismo tiempo. El mismo Manet era tan humano en sus simpatías que nunca estaba dispuesto a sacrificar la humanidad de sus sujetos en beneficio de una apariencia de realismo, y mucho menos en beneficio de un dogma científico. Esta prudencia no es tan evidente en el caso de alguno de sus discípulos. El extremo fué alcanzado en el "pointillisme" de Georges Pierre Seurat y Paul Signac. Estos dos pintores estudiaron el problema de la luz y el color de una manera com-pletamente científica. Redujeron su paleta a los colores prima-rios del espectro, y obtuvieron el efecto de luz y sombra, lo mismo que el de sus colores secundarios, por la oposición de manchas minúsculas en los colores primarios. Manet había mostrado lo que se podía hacer con el uso de colores puros, pero fueron Seurat y sus continuadores postimpresionistas quie-nes nos definieron el color, nos hicieron comprender su com-pleto significado e importancia, e incidentalmente, extendie-ron una oscuridad retrospectiva sobre la pintura de tres si-glos. En su entusiasmo fueron demasiado lejos; estaban tan absortos en su problema científico que olvidaron que el arte, después de todo, es un problema artístico —con lo que quiero decir que sean cuales fueren las leyes que el artista des-pliegue para la transferencia de sus impresiones individuales

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de adentro para afuera (por la expresión objetiva de su sen-sibilidad privada), debe no obstante alcanzar un resultado final que es único y directo en sus recursos. No debe es-perar que el espectador juzgue el cuadro terminado por la cantidad o la bondad del esfuerzo que ha puesto en hacerlo. Debe, no sólo retirar todo su andamiaje, sino que la construc-ción debe ofrecer tan espontánea unidad que no puedan quedar ni rastros de él. Muchos cuadros postimpresionistas son co-mo ciertos encajes o marfiles chinos que no podemos mirar desapasionadamente porque no podemos dejar de pensar en los ojos de la encajera o en la paciencia extrahumana de los escultores del marfil.

Paul Valéry, en uno de sus aforismos, habla de la naturaleza indecisa de la pintura, y dice que sería comparativamente sencilla si su objeto fuera producir la ilusión de la escena visible, o entretener los ojos y la mente con una especie de distribu-ción musical de formas y colores. Pero lo cierto es que el proceso es mucho más complicado. En cualquier gran cua-dro se encuentra todo un sistema de valores, algunos cientí-ficos, algunos establecidos, algunos espirituales. "El artistai reúne, acumula y compone in a material médium un número de deseos, intenciones y condiciones recibidos por todas partes en su mente y en su ser. Ora piensa en su modelo; ora en sus colores, sus esencias, sus tonos; ora en la carne misma, ora en la tela que absorbe su pintura. Pero todas estas atencio-nes independientes están, por necesidad, unidas en el acto de pintar, y todos esos distintos momentos —dispersos, prosegui-dos, recapturados, quedados en suspenso, perdidos otra vez— forman un cuadro en sus manos."

Nada es más sutil, más afortunado en la persecución de lo evanescente, que la pintura del impresionista típico y del postimpresionista. Es la expresión perfecta del lirismo o com-plejo de la naturaleza, esa belleza que va y viene con la fluc-tuación de la luz. Es poesía menor, pero tan dulce que no po-demos imaginar al mundo renunciando a ella. Pioneers como Seurat y Signac deben honrarse; otros como Manet, Monet, Camille Pissarro y Pierre Bonnard (para sólo mencionar nom-bres famosos), irán siendo más conspicuos y aceptables con los años. Pero ya es evidente que no alcanzan más allá del

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lirismo, más allá de la belleza superficial, la magnífica trivia-lidad del gran estilo.

72. — RENOIR

Pero ahí está Renoir. Renoir es casi trivial. Ningún artista de los últimos cien años estuvo tan libre de reflexiones cons-cientes de sí mismo en sus actividades como Renoir. Hasta le disgustaba la palabra "artista" y prefería que lo llamaran pintor. Sus dichos característicos reflejan su modestia y su fal-ta de pretensión en todo lo concerniente a su oficio. "He pasado mi vida entreteniéndome en poner colores sobre las telas", solía decir. O "creo que tal vez no he hecho tan mal por haber trabajado tanto".

Auguste Renoir nació en Limoges, en Francia, en 1841. Murió en Cagnes en 1919. Era hijo de padres pobres, y en gran parte se educó a sí mismo. A la edad de doce años era pintor de porcelanas, y yo creo que alguna de las cualidades del estilo que primero aprendió persistieron a través de todo su desarrollo. Ese estilo era completamente personal; no hay artista que sin la firma pueda identificarse más seguramente. Y sin embargo era el más tradicionalista de los grandes artis-tas de su época. Tal vez su temprano aprendizaje de un ofi-cio le enseñó el valor de la aplicación, el cuidado y la sutileza. Todo arte empieza con la buena voluntad y devoción de las facultades a una ardua tarea. Fortuitamente este trabajo de la pintura en porcelana tuvo alguna influencia en la formación de su paleta individual, porque los colores en la opacidad in-tensamente blanca de esa materia toman una patética sensua-lidad que es el efecto que Renoir logra dar a la tela. Puede ser, también, que las asociaciones de la pintura en porcelana (y de pintar abanicos, a lo que también se dedicó Renoir) con la bergerie de Boucher y Watteau inclinara la sensibi-lidad de Renoir hacia las obras características de la pin-tura francesa del siglo dieciocho. Renoir es el último repre-sentante de una tradición que va directamente de Rubens a Watteau.

Y sin embargo, Renoir es uno de nuestros conquistadores. Está con Cézanne y Manet y los postimpresionistas, y no con

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Puvis de Chavannes, los prerrafaelistas y la Rojal Academy. Comercialmente, es con toda probabilidad el más cotizado de todos los artistas del siglo diecinueve. En 1878, se sabe que algunos de sus cuadros fueron vendidos por cuarenta o cin-cuenta francos; en 1928 uno de ellos se vendió para América, por la suma formidable de 125.000 dólares. Pero estas cifras no nos asustan; no guardan relación con los valores estéticos. En verdad, no cabe duda de que ciertos aspectos adventicios del arte de Renoir —el hecho de que muy a menudo pinta-ra mujeres—, la "lindeza" de su paleta, la simplicidad de sus temas, dicen más en su favor que los aspectos de for-ma y sentimiento que constituyen la verdadera fuerza de su arte.

Pero en el caso de Renoir sería un error destacar el ele-mento formal. Algunos de sus cuadros, y las "Umbrellas" (Sombrillas) de la Ta te Gallery es uno de ellos, están, sin duda, compuestos maravillosamente, pero otros carecen de toda com-posición. No era uno de los pintores "arquitecturales" de Mr. Wilenski; en sus cuadros uno se fija, no en la estructura, sino en la superficie. Renoir tiene una sensibilidad extraor-dinaria para las superficies, y particularmente para el cutis delicado y los pétalos de las flores. Flores, y los tonos de la carne como flor de una mujer, o del cuerpo de un niño; Renoir casi nunca pintó otra cosa; y se dice que abandonaba un desnudo semiacabado para pintar rosas, muchas rosas, hasta que había aprendido con este ejercicio cómo lograr el brillo sutil en la piel de su modelo.

Renoir llevaba una vida retirada y tranquila. Era feliz con su jardín y con la compañía de su familia. Y sin embargo, ningún otro pintor del último siglo refleja tan fielmente la vida y el espíritu de su época. Cuando el ávido estudioso del mañana se vuelva hacia los cuadros de ese período para cono-cer algo del aspecto visual de esa vida, apenas encontrará algo de valor en Cézanne, o en Gauguin, o en Van Gogh; encon-trará muchos aspectos curiosos en Monet, Manet y Toulouse Lautrec; pero sólo en Renoir encontrará el color y la ale-gría y el carácter de cada día de vida. En ese sentido, Re-noir es el pintor más representativo de su época.

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73. CÉZANNE

Aún en el verdadero sentido de la palabra, nadie hay tan re-presentativo como Cézanne. Un día, hace veinte años, la ge-neración a que pertenezco se despertó de su infancia oyendo una tremenda pelea, y cuando preguntamos qué sucedía, nos dieron esta respuesta: "Es ese individuo, Cézanne". Parece que hacía cuatro años que el pintor había muerto, pero un grupo representativo de sus obras se había expuesto por vez primera en la exposición de cuadros postimpresionistas, en la Grafton Gallery. Las nociones estéticas de la mayoría se sentían por completo ultrajadas, y aunque los invasores ha-cían algunos progresos, seguía la lucha cuando otra guerra más seria distrajo nuestra atención. Mi impresión es que aque-llos de nosotros que éramos demasiado jóvenes para emban-derarnos en la guerra crítica de 1910, volvimos en 1919 para encontrar a Cézanne entre los maestros aceptados y ahí nos parece que está en su verdadero lugar. Quizás por entonces era posible ver las cosas en perspectiva, y Cézanne aparecía simplemente como la consecuencia lógica de una tradición ya histórica basada en Constable y Delacroix. El Paul Cézanne de Ambroise Vollard fué publicado en 1919, y ese libro nos creó una figura legendaria muy semejante al Johnson de Boswell. Es cierto que M. Vollard ha sido criticado: se le ha acusado de hacer de Cézanne una especie de tonto de aldea. La crítica es justa, suponiendo que un tonto de aldea no pueda al mismo tiempo ser un gran artista, aunque en ver-dad, "tonto de aldea", es una frase demasiado fuerte para aplicarse a la caracterización que de Cézanne hace M. Vollard. Lo que nos ha dado, en realidad, es la figura de un campe-sino tosco, poco consciente de ello y que en consecuencia no se sentía avergonzado de su provincialismo, un hombre despre-ciando el saber, pero dueño de un fuerte humor rabelesiano, aparentemente infantil en todos los asuntos de la vida, pero de inteligencia suprema en todo lo concerniente a su arte. Con todas sus inconsistencias, el Cézanne que surge de las anécdotas de M. Vollard es un convincente retrato del artista.

Algo evidentemente complejo se traslucía en esta naturaleza

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sencilla; era una rara combinación de arrogancia y humildad, de franqueza y reserva, y en este conflicto podemos encontrar una explicación a su desarrollo de artista. Como joven arro-gante, ansioso de dar expresión a una aparente exuberancia barroca, es perfectamente comprensible; pero es difícil ser barroco fuera de tiempo, por así decirlo. Delacroix lo hizo, y lo hizo magníficamente; pero Delacroix tenía una inspirada maestría de su medio, que nunca tuvo Cézanne. Fué Dela-croix quien se describió a sí mismo como siempre pintando, "encantado como la serpiente en manos del encantador de serpientes". A Cézanne le encantaba la poesía o el lirismo de sus visiones, pero no, al principio, con el toque de su pincel en la tela. Sus primeros cuadros, algunos de los cuales están re-producidos en el estudio sobre el artista de Mr. Roger Fry (Cézanne: A study of his development), son interesantes con vistas a su subsiguiente carrera, pero dudo que nunca hubieran sido notados si una voluntad de fuerza tremenda no hubiera animado a este joven extraño.

Cézanne encontró que es la cosa más difícil del mundo dar expresión directa a concepciones visionarias. Sin el freno de un modelo objetivo, la mente sólo se revuelve en la extensión de la tela. Puede alcanzar cierta fuerza, cierta vitalidad; pero carecerá, no sólo de verosimilitud, lo que importa poco, sino de ese tejido de forma y color en una armonía coordinada que es lo esencial del gran arte. Cézanne llegó a compren-der que para construir esa armonía el artista debe fiarse, no de su visión, sino de sus sensaciones. Realizar las sensaciones fué la palabra de orden de Cézanne. Importaba una conversión auto-impuesta: una renovación espiritual. La visión dinámica del romántico tenía que transformarse en la visión estática del clásico.

"Escuche, M. Vollard" —dijo un día Cézanne—, "la pin-tura es con seguridad lo que más significa para nosotros. Creo que me vuelvo más lúcido ante la naturaleza. Desgraciada-mente, en mí, la realización de mis sensaciones es siempre dolo-rosa. Yo no puedo alcanzar la intensidad que se desenvuelve en mis sentidos; no llego a esa magnífica riqueza de colo-rido que anima a la naturaleza. No obstante, en vista de mis sensaciones del color, lamento mi edad avanzada. Es triste no

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ser capaz de tomar algunas pruebas de mis ideas y sensaciones. Mire aquella nube; quisiera ser capaz de pintarla. Monet po-día hacerlo. Tenía los músculos". Creo que todo Cézanne está en ese discurso: su humildad (sólo era arrogante ante los hom-bres, no ante la naturaleza), su gran paciencia (tomaba cien-tos de poses, literalmente, para un retrato) , y esa afirmación experimental de la más alta función del artista ("Je crois que je deviens plus lucide devant la nature"). En otra ocasión, conversando con M. Joachim Gasquet, dijo Cézanne: "Todo lo que vemos está disperso y desaparece. La naturaleza es siempre la misma, pero nada queda de ella, nada de lo que vemos. Nuestro arte debería dar a la naturaleza el estremeci-miento de la continuidad con la apariencia de todos sus cam-bios. Nos debería poner en estado de sentir la naturaleza como eterna." Esa creencia de que detrás de múltiples apariencias hay una realidad duradera y que la función del artista consiste en descubrir esa realidad, es una concepción .metafísica de la pintura; pero es una concepción que pone el arte del pintor, en relación con todo lo más grande de la filosofía y la poesía.

74. — V A N G O G H

Cézanne fué sólido desde el principio, y cuando nos alejamos del siglo diecinueve, la figura de Vincent Van Gogh parece apartarse de las mudables reputaciones de ese período para mantenerse firme al lado de Cézanne. En cierto modo esto no es debido a ningún avance excepcional en la apreciación de su pintura, sino a un mayor conocimiento último de su carác-ter. Los tres volúmenes de sus cartas a su hermano 1 son una asombrosa revelación de la trágica grandeza de la vida humil-de de este pintor. Difícilmente puede esperarse que el público lea toda la historia, llena como está de detalles que sólo intere-san a hombres del oficio, pero una selección haría uno de los libros más impresionantes y más agradables de la literatura mo-derna. He aquí un verdadero pintor del progreso, pero sin una ciudad celeste al final, sólo caos y negra desesperación, la locu-

1 Publicadas por Constable. (Londres, 1927-1929.)

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ra y el suicidio de un genio en un frío mundo incomprensivo. Es un sombrío y desesperado proceso, pero de ahí emerge la gloria de una gran lucha espiritual, el triunfo de una pacien-cia infinita, y la belleza de una obra inmortal.

Se ha dicho en descrédito de Van Gogh que toda su vida fué un dibujante; que pintaba sus cuadros como otros hom-bres dibujan sus croquis, que sus ideas no eran más que ideas en negro y blanco. Esto, me parece, es mirar al arte desde un ángulo exclusivamente técnico; es como si dijéramos que Shakespeare fué toda su vida un dramaturgo en verso libre, sin alcanzar jamás el épico esplendor de Ossian. Aunque el medio elegido por el artista puede establecer alguna dife-rencia en el rango de su expresión, no altera su calidad, y un genio puede hacer más con un palo de escoba que un amateur mal encaminado con todos los recursos de un taller magníficamente equipado. Ese elemento que a veces llama-mos genio, a veces personalidad, y que siempre al final vence cualquier apariencia de exactitud en la crítica, puede estu-diarse en el caso de V a n Gogh lo mismo que en cualquier parte. Pero estudiándolo no lo explicamos.

V a n Gogh empezó su carrera bastante normalmente, como hombre de negocios, aprendiz de una firma de comercio de cuadros. Llegó hasta comprar un sombrero de copa. Pero se enamoró perdidamente de la hija de su patrona, sin lograr que le correspondiera, y desde entonces cambió de carácter. Se puso delgado y abatido, y empezó a dibujar. Del dibujo pasó a la lectura, en especial la de la Biblia. Así se operó en él una espe-cie de sublimación, y a la edad de veintidós años se había fijado este ideal de Renán :

"Para obrar bien en este mundo, uno debe renunciar a todo fin egoísta. El hombre no está en la tierra sólo para ser feliz, está aquí simplemente para ser bueno, está aquí para realizar grandes cosas por la humanidad, para llegar a la nobleza y sobrepasar la vulgaridad en la cual se arrastra la existencia de la mayoría de los hombres."

No es posible comprender la vida y la pintura de Van Gogh a menos que se comprenda cómo esa visión lo acompañó hasta el fin. "Ser sencillamente bueno"; estas palabras reflejan toda su actividad, pero ¡ cuántas dificultades tuvo! Existe una carta

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escrita a su hermano en 1880, en la cual se revela el desespe-ranzado intento de su espíritu:

"No debes creer que reniego de las cosas; soy más fiel en mi infidelidad, y aunque cambio, soy el mismo, y mi única an-siedad es cómo ser útil en este mundo, poder estar al servicio de algún proyecto que dé buenos frutos, cómo poder aprender más y estudiar a fondo ciertos temas. Ya ves, esto es lo que me preocupa constantemente y luego me siento prisionero de la pobreza, excluido de participar en ciertos trabajos, y sa-biendo que lo necesario está fuera de mi alcance. Ésta es la razón de no poder libertarme de la melancolía, y de sentir un vacio donde debiera haber amistad, fuertes y serios afectos, y de sentir un terrible desaliento royendo la propia energía mo-ral; parece que el destino pusiera una barrera a los instintos afectivos, y que una ola de asco subiera hasta ahogarme. Y uno exclama: ¡Hasta cuándo, Dios mío!"

Ser bueno simplemente y vivir tranquilo; Van Gogh en-contraba que estas dos cosas son incompatibles. Todo lo que pedia era un techo sobre su cabeza, una cama y lo absoluta-mente necesario.

"Debemos vivir", decía, "casi como los monjes o los ermi-taños, con trabajo para nuestra pasión dominante y abando-nando nuestra tranquilidad". Pero todo lo que encontró fué el fracaso, y su vida degeneró en un continuo lamento por el dinero —dinero para comprar, primero pinturas y luego Pan—. La miserable naturaleza de su fin es conocida. Pero murió tratando de ser sencillamente bueno.

Esta preocupación con su propósito de vida, dió a la obra de Van Gogh un carácter del todo diferente de la de sus grandes contemporáneos, Manet, Cézanne, Gauguin y Re-noir. Sus verdaderos colegas son Rembrandt y Millet, a los que admiraba grandemente. Le atraía naturalmente la vida de la gente trabajadora. "Yo puedo pasarme muy bien sin Dios , confesaba, "tanto en mi vida como en mi pintura, pero no puedo, enfermo como estoy, pasarme sin algo que es más grande que yo, que es mi vida: el poder de crear. . . Y en un cuadro quiero expresar algo tan tranquilizador como la música es tranquilizadora, quiero pintar hombres y mujeres con esc algo de lo eterno que simboliza la aureola, y que tratamos de

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dar con la radiante vibración de nuestro colorido." Si esta ex-posición hubiera concluido en la palabra "simboliza", sólo hu-biera sido sentimental, pero un hombre no puede ser al mis-mo tiempo sentimental y "sencillamente bueno", y para ser "sencillamente bueno" comprendió Van Gogh que era esen-cial descubrir una manera de expresión propia; y cuanto más sincera y honestamente vio esta manera, más se vio empu-jado a la fuerza de la forma, a la pureza del color, al reno-vado contacto con la realidad, a todas esas cualidades que completan la novedad y la vitalidad de un arte.

75. — GAUGUIN

El destino de Gauguin no es tan claro. No era tan honesto consigo mismo como Van Gogh. Después de las Cartas de Van Gogh, el Diario de Gauguin parece insufriblemente abu-rrido. Estaba sofocado de presunción. Debe recordarse que Gauguin se había hecho artista él mismo. Nació en París en 1848, y pasó algunos años de su infancia en Lima; fué asi bautizado bajo un sol tropical. Hasta los veinte años viajó bastante, pero a los veintitrés se empleó en un banco. Tam-bién fué un entusiasta pintor amateur y se relacionó con Pis-sarro. Sus primeras acuarelas no tienen mérito particular algu-no. Son sensibles, y ya denotan un interés en los valores del color puro, pero sólo son lo que se podía esperar de cual-quier chapucero inteligente enterado de lo que hacían los impresionistas. Pero su pasión por el arte fué más allá de los límites naturales. En 1881 abandonó su empleo en el ban-co, y en 1882 se fué con Pissarro a pintar a Normandía y Bretaña, dejando a su esposa la tarea de mantener a su fami-lia. Pissarro en su niñez había estado en las Antillas, así es que podía cambiar recuerdos con Gauguin sobre exóticos países de sol y colorido. En Gauguin se desarrolló ese afán de lo primi-tivo que determinaría toda su carrera. Lo sintió por primera vez en la remota Bretaña, y fué allí donde tuvo su primer contacto con Van Gogh. Luego, en 1887, se fué de repente a la Martinica, y visitó las Antillas de Pissarro. Al año volvió a Francia, y luego, en Arles, vino la trágica asociación con

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Van Gogh, que acabó con el suicidio de Van Gogh. Gauguin volvió a Bretaña, pero en 1891 visitó Tahití, y aunque volvió a Francia por uno o dos años, ya no se encontraba feliz en la atmósfera supercivilizada de Europa. Volvió a los mares del sur en 1891, y se quedó hasta su muerte en las islas M a r -quesas, en 1903.

Es difícil ser dogmático con Gauguin. Nadie duda de su hondo sentimiento; su sensibilidad para el color, especial-mente, era sutil. Sabía muy bien lo que se proponía con su pintura, y su voluntad era fuerte. Su talento nunca fué fácil. Confiesa en su Journal que "dondequiera que vaya necesito un cierto período de incubación, para poder aprender en cada lugar la esencia de las plantas y de los árboles, de la naturaleza, en una palabra, que nunca quiere ser comprendida o entregarse." Ésta es la justa actitud del pintor ante la naturaleza, aunque tal vez es algo desconcertante encontrar en Gauguin semejante humildad. No era humilde y su vida lo demuestra, como cualquier lector de su Journal puede com-probarlo. Pero hay una distinción, como el mismo Gauguin lo señala, entre la humildad y el orgullo de la humildad. Es difícil también clasificarlo como romántico. Parece, super-ficialmente, como si ese amor a lo primitivo, ese deseo de volverse un salvaje, de escapar a la civilización y a la socie-dad, fuera una forma extrema de romanticismo. Pero el Jour-nal es agrio, sardónico, en cierto modo realístico. Gauguin huyó a los mares del sur, más por razones sensuales que idea-listas. Era un goloso del color, de la exuberancia, de la natural alegría. Sintió que con ese material podía crear un arte que fuera más sólido y hasta más clásico que los pálidos éxtasis de los impresionistas.

Está generalmente admitido que Gauguin, en cierto modo, no llegó a crear un estilo clásico. La razón que se da a este fracaso, se une generalmente a la palabra "decorativo". Cuan-do se empieza a comentar la obra de un artista como deco-rativa, le estamos buscando excusas. El mismo Gauguin tiene una fórmula que podemos aplicar:

El arte por el arte. ¿Por qué no? El arte por la vida. ¿Por qué no?

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El arte por placer. ¿Por qué no? ¿Qué importa, siempre que arte sea?

Y entonces arte para decoración, ¿qué importa, siempre que arte sea? Describir una pintura como decorativa es esta-blecer que carece de cierto valor que podemos llamar humano (ya que no se trata de lo divino). Cuando comparamos a Gauguin con Van Gogh, inmediatamente se comprende esta diferencia: el holandés está lleno de cariño por sus semejantes, y t rata de incorporar ese amor a su arte, como reconoce que lo hicieron grandes artistas, como Shakespeare y Rembrandt. Quizás pueda decirse que ésa es una ambición literaria, no apli-cable a la visión del pintor: ¿qué importa, siempre que arte sea? Pero el arte no es una abstracción: es una actividad hu-mana realizada a través del instrumento de una personalidad. La calidad de esa personalidad coloreará las cualidades abstrac-tas del arte, y el valor de su arte dependerá de la hondura del sentimiento humano. Esa consiguiente solidez es algo que Van Gogh posee en abundancia, pero de la que carece Gau-guin, a pesar de todas las atractivas bellezas de su arte.

76. — H E N R I ROUSSEAU

Después de Cézanne, V a n Gogh y Gauguin, Henri Rousseau es la figura más interesante del arte moderno. Nació en Laval (Mayenne) en 1844; era hijo de un ferretero. A los quince años se alistó en el ejército, donde sirvió cinco años en la cam-paña de Méjico en 1862-1867. En la guerra de 1870 fué ascendido a sargento, y al hacerse la paz le dieron un puesto de oficial de aduanas en París. Empezó a pintar a los cua-renta y un años, pero eso no quiere decir que esto fuera un impulso tardío en él. Desde su juventud había acaricia-do este deseo, pero esperó hasta que pudo dedicarse por en-tero a su arte. Desde entonces, por el resto de su vida, vivió en la más abyecta pobreza, en una completa fiebre creadora.

Pero no se sentía desgraciado, pues pronto se vio rodeado de un grupo de admiradores inteligentes. Entre ellos Alfred Jarry, el poeta que escribió Ubu-Roi, y Guillaume Apollinaire,

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el gran poeta, que fué un fiel amigo desde el primer momento. Aparte de su obra, tenía Rousseau una personalidad atra-yente. Llevaba la vida de un hombre común de la clase tra-bajadora, y tan vacía de incidentes fué esta vida, que sus bió-grafos tienen que relatar algunas anécdotas para llenar sus páginas. Todas ellas no hacen más que ilustrar un punto; la perfecta ingenuidad del hombre. Y digo prudentemente "per-fecta", pero no estoy seguro de que no debiera decir "perfec-cionada". Porque no cabe duda de que Rousseau se daba cuenta de la naturaleza de su haber, y lo cultivaba asidua-mente. En un caso menos sincero, éste hubiera concluido en afectación, pero Rousseau estaba dotado de una sensibilidad muy vivida. En Méjico su mente había almacenado una ima-ginación exótica de pájaros, flores y animales, y cuando veinte años después empezó a pintar, pintó esas escenas de frondas tropicales directamente de memoria, y en su memoria estos elementos se habían arreglado solos en audaces dibujos deco-rativos, como si la mente subconsciente hubiera estado traba-jando todo ese tiempo, separando y eligiendo lo significativo entre las impresiones almacenadas. El método que la expe-riencia y el instinto le indicaban como bueno, lo siguió en toda su pintura. Decía que la naturaleza era su única maestra, y esto era cierto por cuanto nunca tuvo profesores académicos; solamente tenía su materia viva de esa fuente; su dibujo fué sólo el don de su imaginación. Hay algo de infantil en sus cuadros, y esto está en la esencia de ellos. Tienen también una perfección que va mucho más allá del alcance de un niño. Era sencillo, pero a la par era profundo, con esa profunda comprensión de la vida que es un complejo de sensibilidad y experiencia, y que nada tiene que ver con la cultura o la capacidad intelectual.

77. — PICASSO

A menudo se habla de Picasso como del más significativo de los pintores vivos, pero es difícil saber qué quiere decir esta bendita palabra: "significativo". ¿Es un pintor signifi-cativo necesariamente un buen pintor, un hombre cuyo sentido de la belleza se ha expresado en formas que perdurarán por-

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que tienen un valor universal? ¿O es sólo un pintor significa-tivo aquel que atrae al alto tribunal de los snobs que en mu-chas épocas dicta un juicio a cada raro y extravagante escape de la trivialidad? No es fácil decirlo, y especialmente en el caso de Picasso, cuya proteica naturaleza de actividad excluye cualquier respuesta sumaria. A toda costa ha evitado un estilo. Puede ser tan humano y tan cáustico como Toulousc-Lautrec, tan prolijo como Ingres, tan sólido como Miguel Ángel y tan sentimental como Greuze; y puede ser completamente abstrac-to y libre de todo valor más allá de la pura reacción de la forma. Sin embargo, Picasso mismo ha declarado que él no cambia nunca; que debemos buscar idénticos principios en todos sus cuadros; idénticos valores, idéntica objetividad.

Picasso nació en Málaga, España, en 1881. Pertenece, pues, a una generación más joven que la de Matisse, que nació en 1869. Menciono a Matisse porque algunos pueden consi-derarlo como un pintor aún más significativo y ciertamente no da lugar a los mismos sentimientos de duda y de inconfe-sada congoja. La reputación de Matisse está a salvo, aunque lo significativo de su arte no esté plenamente reconocido. Pero lleva con él un sentido de perfección; es una tradición, la tradición de Cézanne, llevada a una profunda intensidad, a una realización más completa de la visión del pintor. Pi-casso, sin embargo, es el comienzo de una nueva tradición, y la mitad de su encanto es su capacidad para despertar nues-tro sentido de lo maravilloso.

Aunque París lo ha absorbido (se estableció allí en 1903), nunca lo ha asimilado. Ha preservado su integridad nativa, y ésta, como M. Uhde lo señala en su libro (Picasso et la tra-dition jrangaise), es más germánica que francesa. Germánica es tal vez una palabra rara para el caso, pero M. Uhde ve una similitud básica en el genio griego, español y germano; su tendencia común a expresar un ansia por lo infinito, por lo trascendental. Podemos convenir que en sus aspectos super-ficiales, en todo caso, el estilo de Picasso es "sombrío en su colorido, esencialmente atormentado en su inspiración, verti-cal en su tendencia, romántico en su tonalidad, personificando en su totalidad el espíritu gótico o germánico". El mismo Pi-casso aprobaría difícilmente tal generalización. Como todo

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artista moderno, es necesariamente un individualista: "Pinto lo que veo" es uno de sus dichos. Pero M. Uhde tal vez replicará que no existe tal cosa como un individualista; que todos expresamos las complejas organizaciones dentro de las cuales hemos nacido como unidad dependiente.

Existen algunas reflexiones sobre arte que se atribuyen a Picasso. Fueron originariamente escritas para una revista rusa, y después traducidas al francés y publicadas en el segundo número de una revista llamada Formes. Algunas de sus obser-vaciones están dirigidas a sus críticos. Por ejemplo: "El arte no tiene ni pasado ni futuro. El arte que no tiene poder para afirmarse en el presente nunca saldrá de sí mismo. El arte griego y el egipcio no pertenecen al pasado; están más vivos hoy que ayer. Cambio no es evolución. Si el artista modifica sus medios de expresión no quiere decir que haya cambiado su mente." Y luego: "El cubismo no difiere de ningún modo de otras escuelas de pintura. Rigen a todas los mismos elementos y los mismos principios." Y en ulteriores explicaciones del cubismo, se encuentran estas máximas: "La naturaleza y el arte son dos fenómenos enteramente diferentes. El cubismo no es la semilla ni la germinación de un arte nuevo: repre-senta un plano en el desarrollo de las originales formas pictó-ricas. Estas formas ya realizadas, tienen derecho a una exis-tencia independiente. Hay pintores que transforman el sol en una mancha amarilla, pero hay otros que, gracias a su arte y a su inteligencia, transforman en sol una mancha amarilla."

Puede ser, como dice Picasso, que las intenciones no tengan valor en el arte. El solo quehacer del pintor es pintar, y la obra de arte lo tomará por sorpresa. "Je ne cherche pas, je trouve." Pero hablando, no por el pintor ni por el artista, sino por el espectador al que se le pide admiración, debemos, en estas circunstancias, pedir ser protegidos de la personalidad del pin-tor. Hay cuadros de Picasso, en su mayor parte de su "época azul" (1903-1905), que nos avergüenzan con su sentimentalis-mo ; hay otros, más recientes, que no tienen organización paten-te alguna. A veces se llega a pensar que el feroz intelectualismo de alguna de sus más geométricas abstracciones no es más que reacción de su estilo más sentimental. Pero, aparte de estos excesos, hay un material de trabajo de una variedad

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casi infinita. La abundante energía que revela sería por sí sola evidencia de genio, porque sólo un hombre de gran sentido, como diría Blake, puede persistir así en su tontería.

78. — CHAGALL

Jun to con Picasso debemos considerar a Marc Chagall como un artista moderno representativo. En su libro, Marc Chagall et l'áme juive, Rene Schwob llega tan lejos como a proclamarlo exactamente el más importante de los pintores vivos. Chagall nació de padres judíos, en Vitebsk, Rusia, en 1887. Fué en una época discípulo de Baket, el famoso coreógrafo, en San Petersburgo, pero en 1910 vino a París, y él ha declarado que París ha sido la verdadera escuela de su arte y de su vida. Volvió a Rusia en 1914, y se quedó allí durante la guerra y la revolución, hasta 1922. Durante ese tiempo fundó una academia de arte en Vitebsk. Luego volvió a París, donde ha continuado trabajando.

La obra de Chagall, aunque es probable que intrigue y hasta ofenda a aquellos que encuentran "tendencias subver-sivas" en todo lo que no es familiar, debe ser diferenciada su-tilmente de la obra de Matisse y de Picasso. Éste, en verdad, es el tema principal del libro de M. Schwob; y él con una liberalidad envidiable en el uso de una palabra difícil, no titubea en describir esa cualidad diferencial de Chagall como "amor". Matisse y Picasso, dice, se han absorbido de tal modo en la técnica de sus artes respectivos que deben ser culpados de cierta inhumanidad; su arte es intelectual. Pero Chagall, con una seguridad y fluidez que es casi la característica de su raza, pinta desde su corazón. Es en realidad un lírico en pin-tura, y sus cuadros tienen sus analogías en poesía. No teme ser llamado "literario".

79. — EL FACTOR RACIAL

Aquí hay dos puntos interesantes que tratar. El primero es la cuestión de la raza. Puede ser anticuado creer en el fac-tor racial en arte, o en cualquier otra cosa salvo en polí-

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tica; el arte, en un sentido bien cierto, es universal y ha tenido una historia muy compleja de interrelaciones e influen-cias que ha pasado sobre épocas y razas innumerables; no obstante, ciertos tipos de arte han caracterizado a ciertos tipos humanos; y si tomamos una diferencia amplia, como la de las razas aria y semita, encontramos una muy marcada dife-rencia en sus maneras de expresión estética. Los semitas, en realidad, no son nada expresivos en formas plásticas, es decir, no son originales o "creadores" en ellas. Relativamente ha-blando, no hay un arte judío. En su origen los judíos eran de una raza nómada, de desierto, con rápidas reacciones de experiencias físicas. Pero las artes mayores pertenecen a pue-blos sedentarios, a aquellos que se establecen en ciudades y forman una civilización duradera, una atmósfera de refina-miento. Las razas nómadas sólo son capaces de un arte popu-lar, expresado en objetos caseros, y esta clase de arte popular tiene cierta afinidad con el arte de Chagall. Pero Chagall ha declarado que no le satisface, y precisamente porque es de-masiado exclusivo, excluye los refinamientos de la civilización.

La raza judía, aunque aún desposeída y en cierto modo nómada, en alto grado es parte y porción de la cultura euro-pea. La raza judía guarda todavía la volubilidad esencial de su temperamento, la inquietud que distinguió a sus antepasados; pero está envuelta en ella, reprimida. Por eso, algo tarde, se ha dado a las artes plásticas; y el arte creado por ella es un arte distinto. No tiene el mismo respeto de la forma del arte ario; evita lo limitado y lo estático. Es esencialmente román-tico, y no se avergüenza de su romanticismo. Ve en la pin-tura, no un medio para interpretar el mundo externo, sino un medio de expresar el yo interior.

Por eso usa los tipos esenciales del arte individualista: liris-mo y simbolismo.

8o. — LIRISMO Y SIMBOLISMO

El simbolismo es sencillamente el arte de seleccionar ana-logías para ideas abstractas (una paloma para representar la paz) y es bastante familiar en poesía. Pero lirismo en pintura suena como una peligrosa confusión de categorías. De hecho,

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al usar la palabra "lirismo" usamos una analogía. Lirismo en poesía es cierto modo directo de expresar un estado emo-cional: no debemos, por decirlo así, tratar de analizar la expresión. Hemos considerado solamente la equivalencia emo-cional de las palabras; su sentido literal hasta puede ser absurdo;

Go and catch a falling star, Get with child a mandrake root, Tell me where all past hours are, Or who cleft the Devil's foot . . . *

Así en pintura, si quisiéramos trasponer este estilo, llega-ríamos a algo semejante al arte de Chagall: un arte en el cual la armonía surge de un brillo iridiscente de colores, colo-res que influyen en nuestras emociones tan inexplicablemente como el sonido de las palabras en un lírico; colores que perte-necen, no a cualquier escenario natural, sino a un mundo de inconsciente fantasía, un mundo de violinistas y petirrojos, de viejos siniestros y de la Torre Eiffel, de soles dilatados y pa-cientes animales laboriosos, un mundo de imágenes, capaz de simbolizar la fertilidad de visión del artista y de expresar su alegría creadora.

81. — PAUL K L E E

Quisiera mencionar a otros dos artistas modernos que me parecen representar distintas cualidades de inteligencia y sen-sibilidad y sugerir nuevas manifestaciones del impulso ar-tístico. El primero es Paul Klee. Klee nació en una aldea cerca de Berna, en Suiza, en 1879, hijo de un profesor de música. Estudió en Munich, viajó por Italia y Túnez, y antes de la guerra vivía casi siempre en Munich o en Pa-rís. Desde 1921 ha sido profesor en la Bauhaus, una espe-cie de "laboratorio" oficial de arte experimental establecido originariamente en Weimar, y ahora (desde 1925) en Dessau. Yo he visto dibujos arquitecturales de Klee de una preci-

1 Ve y caza una exhalación, Engendra un hijo en una mandragora, Dime dónde están las horas del pasado, O quién torció la pata del Diablo. . .

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sión y belleza que satisfaría al más severo examen académico. Klee es un dibujante incomparable; tal vez sea necesario

afirmarlo antes de analizar la naturaleza de su arte. Debe disociarse a Klee de todos los movimientos de arte moderno, y en particular de los rótulos de cubista, expresionista o futu-rista. Es, a veces, reclamado por el grupo francés conocido como surrealista, pero si hay algún parentesco, es de los surrealistas con Klee y no de Klee con los surrealistas. Es el más individualista de los artistas modernos. Como Chagall, ha creado su propio mundo —un mundo con su propia, ex-traña flora y fauna, sus propias leyes de lógica y perspectiva— y en ese mundo vive y se mantiene. Para los ingleses, con su amor por el disparate solemne, sus Lilliput y Wonderland, ese mundo debe tener un especial atractivo. Sin embargo, no hay nada deliberadamente gracioso o satírico en el arte de Klee; es instintivo, fantástico e ingenuamente objetivo. A ve-ces parece pueril, a veces primitivo, a veces loco; pero en realidad no es nada de eso y nos podemos acercar mejor al arte de Klee tratando de distinguirlo de esos tipos reconocidos.

Algunos dibujos de Klee pueden tomarse fácilmente por di-bujos de niños. Se les parecen por su sencillez, por sus finas líneas nerviosas, por sus observaciones inesperadas del detalle significativo, por su fantasía encantadora. Pero hay que hacer una distinción muy importante: los dibujos de Klee tienen su-tileza, están dirigidos a un público inteligente, tienen un de-signio sobre nosotros. Un niño dibuja (al menos si dibuja bien) sólo para él. Puede sorprendernos por la belleza o lo raro de sus percepciones, pero él está convencido de su nor-malidad, de su naturalidad. La misma distinción se mantiene entre el arte de Klee y el arte del hombre primitivo, el arte llamado del bosquimano. El bosquimano tiene, en verdad, un motivo relacionado con sus cultos animísticos o mágicos; y tiene conciencia de un público: su tribu. En ese punto el artista primitivo difiere del niño; difiere de Klee en su falta de sofisticación. El público de Klee no es mágico, ni aun religioso. Es, aunque mucho pueda él deplorarlo, en lo esen-cial, un público altamente intelectual. Esto puede no influir conscientemente en el arte de Klee, pero el mismo Klee es un intelectual, y el arte de un hombre está influido de modo

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inevitable por las cualidades de su mente. Esto nos da la clave de la diferencia entre el arte de Klee y el arte de un loco. La mente del loco puede estar repleta de imáge-nes intelectuales; su locura puede ser compatible con una fantasía muy interesante; le faltará, sin embargo, un sentido de revelación. La fantasía de un loco es estática, o al menos se desenvuelve en torno a un punto fijo; la fantasía de Klee, en un cuento de hadas que se desarrolla infinitamente.

No lo sé con certeza, pero apostaría que Klee, como los surrealistas, no carece de conocimientos de psicología moder-na: tal relación hay entre ella y su arte. Un psicólogo como Freud divide la mente en tres departamentos: el consciente, el preconsciente y el inconsciente. El preconsciente es aquella por-ción de la mente que está latente pero capaz de volverse cons-ciente; el inconsciente es aquella porción que está dinámica-mente reprimida y que sólo podría volverse consciente median-te un tratamiento terapéutico que logre aflojar las fuerzas represoras. Aquí estamos en contacto con el preconsciente, por-que eso es el gran depósito de imágenes verbales o residuos de recuerdos de donde saca su fantasía un artista como Klee. Todos sabemos que la mente está colmada de incontables, registros de percepciones pretéritas, que pueden, cuando la-asociación justa se produce, surgir de nuevo a la superficie, a veces en colores tanto más vividos por haber estado tantee tiempo ocultos a la luz. Lo que podemos hacer accidental-mente en el curso de nuestro pensar consciente, un artista puede hacerlo en el curso del dibujo. Pero Klee no desea traer este mundo del preconsciente a lo consciente. Quiere más bien sugerir la naturaleza exclusiva de ese mundo su-blimado, morar en él y olvidar el mundo consciente. Quie-re escapar del mundo de los residuos, de las imágenes des-conectadas, porque ese es el mundo de la fantasía, el mun-do de los mitos y de los cuentos de hadas. El arte de Klee es un arte metafísico. Requiere una filosofía de apariencia y realidad. Niega la realidad o capacidad de la percepción normal; la visión del ojo es arbitraria y limitada; se dirige hacia afuera. Dentro hay otro mundo más maravilloso. Debe ser explorado. El ojo del artista está concentrado en su lápiz, el lápiz se mueve y la línea sueña.

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81 a. — MAX ERNST

Como movimiento, el surrealismo, o superrealismo, es to­talmente distinto de todas las otras escuelas contemporáneas, y en realidad abre una zanja que le separa de todas las tradicio­nes aceptadas de expresión artística. En consecuencia, inevita­blemente, levanta la oposición más acerba, no sólo en los círcu­los académicos (contentos, por lo general, con desecharlo como un absurdo), sino en aquellos pintores y críticos que son acep­tados corrientemente como modernos. Pero esa oposición cie­ga ha sido a menudo tan equivocada que haremos, al menos, un intento de comprender qué se proponen esos artistas, y a este propósito podemos tomar a Max Ernst y Salvador Dalí como los más representativos.

Max Ernst, aunque vive y trabaja en París, nació en Co­lonia hará unos cuarenta años. Desde sus comienzos su arte reveló una tendencia al simbolismo y hacia lo que se podría llamar una desintegración del intelecto o razón, que es un aspecto del simbolismo. El artista, sea un poeta, o un mís­tico, o un pintor no busca un símbolo para lo que es claro al entendimiento y capaz de una vaga exposición; compren­de que la vida, especialmente la vida mental, existe en dos planos, uno visible y definido en contorno y detalle, el otro —quizá la parte más grande de la vida— sumergido, vago, indeterminado. Un ser humano se desliza a través del tiem­po como un témpano, y sólo parcialmente flota sobre el nivel de lo consciente. La meta del surrealista, ya como pintor, ya como poeta, es tratar y realizar alguna de las dimensiones y características de su ser sumergido, y para hacerlo recurre a varias clases de simbolismo.

Porque el simbolismo no es el asunto sencillo que ordina­riamente se supone. En matemáticas decimos: pongamos X «= cantidad desconocida y X se llama un símbolo. Tal vez podemos decir que el surrealismo es la X de la pintura: re­presenta la cantidad desconocida. Pero tal explicación no sa­tisfará a muchas personas. Quieren saber por qué, en pin­tura, X es un símbolo tan complejo. El simbolismo, para empezar, puede ser abstracto o concreto. Es abstracto cuando

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hace uso de formas arbitrarias que no tienen relación con los objetos tratados o con fenómenos de la naturaleza, pero que son enteramente absolutos, justamente como la letra X es absoluta y arbitraria. Un círculo, digamos (para tomar un ejemplo sencillo), puede ser considerado como un símbolo de perfección, o de conclusión, o hasta del principio básico del cosmos. Una pirámide es un símbolo de estabilidad; una lí­nea ondulada lo es de gracia; y así podríamos seguir. Muchas pinturas abstractas de la escuela cubista se basan en esta cla­se de simbolismo, y se podría argumentar que la armonía del arte griego, mientras se basa en un canon numérico, es simbolismo formal de la misma especie. Pero en el sentido aceptado corrientemente, el simbolismo emplea imágenes con­cretas, construyendo fantasías irracionales sacadas de elemen­tos separados de la experiencia racional. Estos elementos, sin embargo, pueden juntarse de una manera consciente o in­consciente. Ciertos objetos, aunque deben de haber surgido co­mo símbolos en el inconsciente, han sido reconocidos como lo que simbolizan, y pasan de siglo en siglo como valores acep­tados. La serpiente, la cabra, el fuego, el vino y el pan son ejemplos de ello. La psicología moderna ha revelado el signifi­cado de muchos de estos símbolos, y ha revelado, además, el sig­nificado simbólico de la imaginería que comúnmente encon­tramos en sueños u obras de imaginación. En gran parte el surrealismo deriva de esta rama de la psicología moderna; al menos encuentra en ella su justificación. Trata, delibera­damente, de crear símbolos fuertes, y el arte de un surrealista como Max Ernst es usar símbolos abstractos y concretos al mismo tiempo.

Muchos críticos, demasiado ocupados con el contenido sim­bólico de cuadros como los de Max Ernst, no se detienen a considerar sus méritos estéticos, y los condenan en el acto co­mo si fueran psicología o literatura, todo menos pintura. Con lo cual, estas críticas revelan su limitación, porque si por un momento olvidasen el simbolismo, descubrirían (garantizada una sensibilidad sin prejuicios) un encanto infinito en el co­lor y la trama de la pintura actual. Porque Max Ernst es ante todo un artista, en sentido limitado, un hombre que pinta con gusto y sensibilidad. Usa estos dones para trans-

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mitir su visión —su visión simbólica— lo mismo que Blake usa su sensibilidad poética para transmitir su visión simbó-lica. Después de un siglo, más o menos, ha llegado el mo-mento de aceptar el genio de Blake; del mismo modo esta-remos capacitados para aceptar instantáneamente el genio similar de Max Ernst.

81 b. — SALVADOR D A L Í

Una vivida realización del mundo sobrenatural fué, desde luego, común a toda la Edad Media, pero la mayoría de esas representaciones pictóricas se limitaban a lo horrible o lo gro-tesco. Bosch fué más allá, a lo irracional. Muchas de sus pinturas de este género son demasiado detalladas para repro-ducirlas bien, pero una simple enumeración de algunos de los temas bastará para comunicar la naturaleza excepcional de su fantasía. El mejor ejemplo es el gran retablo del Es-corial, un tríptico con un "Venusberg", o Jardín de las Deli-cias en el centro, con el Paraíso a la izquierda y el Infierno a la derecha. En el panel central, por ejemplo, vemos en un sector una escena a la orilla de un río; bajo el agua hay un huevo al cual se le ha hecho una ventana; la ventana se extiende hacia afuera como un tubo de vidrio desde donde un hombre mira una lancha que acaba de entrar en el tubo. En el otro extremo del huevo crece una planta rara cuya flor se prolonga con una burbuja veteada y dentro está sentada una pareja de amantes desnudos. Al lado de la flor otra figu-ra acaricia una lechuza gigantesca, mientras que arriba, otras figuras desnudas, están en actitudes desesperadas sobre gigan-tescos pinzones reales, carpinteros y otros pájaros. En el In-fierno vemos una figura desnuda desplegada en un arpa; el arpa brota de un laúd, donde una víbora enlaza y aprieta en sus anillos a un hombre desnudo. Un monstruo con cabeza de pájaro está sentado en un pulpito, con los pies en cántaros, comiendo un cadáver desnudo del que salen volando pá-jaros negros; los pies del cadáver aprietan algo que parece ser un frasco de pólvora invertido. Bajo el pulpito cuelga una burbuja, de la que semisurge una figura sobre un pozo abier-

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to. Un hombre acariciando a un cerdo es molestado por un insecto fabuloso con miembros humanos y con una cresta de la que cuelga un pie cercenado. Ésta es sólo una selección hecha al azar entre cientos de detalles igualmente fantásti-cos. En comparación, la fantasía de Salvador Dalí es débil, podría decirse sobria.

Los que se inclinan a no tomar en serio a Dalí, harán po-siblemente una distinción entre la naturaleza de la inspira-ción en cada caso. Sin embargo, es dudoso el que tal distin-go valga mucho. Dalí, por ejemplo, pinta un zapato de mu-jer con un vaso de leche colocado dentro, usa a menudo el motivo del zapato de mujer1. Los que están familiarizados con los escritos de los psicoanalistas recordarán que el zapato es uno de los símbolos sexuales que más abundan en los sue-ños; y muchos de los motivos de Dalí son símbolos recono-cidos de esta especie. Se dirá, en consecuencia, que Dalí cons-truye deliberada, objetivamente, la clase de fantasía que lo-gró Bosch natural, subjetivamente. Sólo el mismo Dalí po-dría decir en qué medida usa deliberadamente el simbolismo freudiano; pero yo dudo si el uso que hace de él es más de-liberado que el uso que hace Bosch de ese simbolismo similar (porque ningún psicoanalista podría dejar de caracterizar de sexual mucha parte del simbolismo de Bosch). Creo que lo más que podemos decir es que Bosch no ha tenido un voca-bulario psicológico para describir lo que hacía, y en la me-dida en que nuestros pensamientos dependen de nuestro vo-cabulario, Bosch era inocente de su intención. Pero en la jerga moderna, ambos, Dalí y Bosch recurren al subconscien-te para sus fantasías; no tiene mayor importancia cómo lle-garon a ello.

La similitud entre los dos artistas es aún más estrecha. El fin de los superrealistas, según ha dicho Max Ernst, no es tener acceso al inconsciente y pintar su contenido de una ma-nera descriptiva o realista; ni tampoco tomar varios elemen-

1 Debemos advertir que tal referencia es errónea. La obra de Da-lí descrita por Herbert Read no es un cuadro, sino un objeto com-puesto de los elementos reales citados; para decirlo con mayor pro-piedad, un "objeto de funcionamiento simbólico", según frase del mismo Dalí. (N. del E.)

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tos del inconsciente y con ellos construir un mundo fantástico aparte; su fin es, más bien, echar abajo las barreras psíquicas y materiales, entre lo consciente y lo inconsciente, entre el mundo interior y el exterior, y crear una superrealidad, en la cual lo real y lo irreal, la meditación y la acción, se encuen-tren y se mezclen y dominen la vida entera. En el caso de Bosch, un propósito análogo le fué inspirado por la teología medieval y por una creencia muy literal en la realidad de la Vida del Más Allá. Para un hombre con su gran poder de visualización, la vida presente y la vida por venir, el Paraíso, el Infierno y el Mundo, eran igualmente reales e interpre-tables; se combinaban, es decir, formaban una superrealidad que es la única realidad que puede interesar al artista.

No estoy sugiriendo que lo que en Dalí toma el lugar de la Teología de Bosch, sea una sanción igualmente adecuada a esta clase de pintura; aparte de un deseo de "desenmasca-rar" lo que llaman la leyenda del genio o talento especial del artista (porque aparentemente cualquiera con un incons-ciente accesible puede llegar a ser un artista superrealista), y aparte del deseo de destruir por entero la ideología burguesa del arte, no puede decirse que el superrealista tenga ninguna teología ni creencias de ninguna clase.

Sugiero simplemente que la probada permanencia del arte de Bosch debe prevenirnos contra una reprobación demasia-do ligera de Dalí y de los superrealistas en general. Y dejo por completo fuera del asunto el problema de los valores "li-terarios"; pues los superrealistas, como Bosch, son desvergon-zadamente literarios y están del todo dispuestos a prescindir de los valores formales y abstractos que la mayoría de los artistas modernos consideran como los valores fundamentales del arte.

82. — HENRY MOORE

Finalmente quisiera mencionar a un escultor inglés. Desde el siglo quince la escultura ha sido un arte perdido en Inglate-rra. Tal vez lo haya sido también en toda Europa; así pues se-ría posible argumentar que todo el concepto de escultura del Renacimiento era falso. Cada rama del arte tiene sus principios

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propios, determinados por la naturaleza del material emplea-do y por la función que debe llenar la obra terminada. Pero esos principios, que habían animado la escultura en la Edad Media, fueron olvidados en el siglo dieciséis. Y es fácil ver ahora el porqué. El arte clásico de Grecia y de Roma se redescubrió, e hizo una impresión enorme en el nuevo hu-manismo de la época. Pero en vez de restablecer las expe-riencias espirituales de los hombres que habían producido es-te arte clásico, los escultores del Renacimiento copiaron pro-lijamente las apariencias externas, haciendo concesiones, por supuesto, al sentimiento superficial de su tiempo. Para esta exposición general muchas modificaciones tendrían que ha-cerse en una plena discusión de la cuestión. Habría que dejar bien sentado, por ejemplo, que ciertos escultores, tales como Donatello, Desiderio de Setignano, Agostino di Duccio y aun Leonardo de Vinci, mirando atrás desde un punto de vis-ta moderno, pueden parecer erguirse en la aurora del Rena-cimiento y significarlo; sin embargo, desde un punto de vis-ta verdaderamente histórico, pueden definirse de modo más conveniente como frutos de la Edad Media, son más bien un refinamiento del gótico que los primitivos de una nueva era. De nuevo, en los períodos barroco y rococó, hay elementos que aunque fuerzan los principios de la escultura hasta el límite, se justifican a sí mismos con sus triunfantes amane-ramientos. Pero sean cuales fueren los méritos que reconoz-camos en el Renacimiento a la escultura barroca y rococó del continente, no tienen atingencia con mi actual argumento, pues Inglaterra nunca contribuyó con nada notable a esas escuelas. Podemos decir sin exageración que el arte de la escultura ha estado muerto en Inglaterra durante cuatro siglos; y también, sin exageración, creo que podemos decir que ha renacido con la obra de Henry Moore.

Mr. Moore sería la última persona en reclamar originali-dad completa para su obra. Todavía es un joven —nació en Castleford en Yorkshire en 1898 —y su obra se ha beneficia-do de los experimentos de hombres mayores, en especial de Jacob Epstein, Eric Gilí, y algunos extranjeros como Bran-cusi y Zadkine. Pero Henry Moore, en virtud de su seguridad y consistencia, está a la cabeza del movimiento moderno en

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Inglaterra. Cualquiera que sea la reacción del honíbre de la calle ante la originalidad de estas obras de arte, estará obli-gado a reconocer en ellas la expresión de un propósito serio de gran poder, de una voluntad personal de dominar la ma-teria y la forma que rehusa ser frustrada por cualquier con-vención. No es fácil, sin embargo, aceptar los extraños acentos de semejante individualidad; aun poseyendo lo que, sin in-tención alguna de aparecer como superior o presuntuoso, pue-de llamarse "un punto de vista moderno", uno debe irse pene-trando lentamente de ese mundo de las formas extrañas; no son obvias y ¿por qué lo serían? ¿Ha sido alguna obra de arte obvia para el transeúnte en el momento de su aparición?

Para apreciar —empezar a apreciar— la obra de Henry Moore, es necesario retroceder a los principios primeros de la escultura. ¿Qué es lo que distingue a la escultura como arte? Evidentemente, el material y la técnica; escultura es el arte de esculpir o tallar una materia de relativa dureza. Eso es lo implicado en la palabra misma, y no se necesita extender más esta definición. Al llegar a la actual separación paulatina de este proceso, nos vemos encarados con la pre-gunta fundamental: ¿Qué es lo que tallará el escultor? Du-rante los últimos 400 años, los artistas han dicho: conver-tiremos un trozo de mármol en la imagen verdadera de Al-derman Jones, o de Miss Simpkins posando como Venus, o de un león moribundo o de un pato volando; y el hombre se ha maravillado ante la ingenuidad con que el artista ha llevado a cabo la difícil tarea. La tarea de un escultor como Henry Moore nada tiene en común con esto. No se toma ningún cuidado por la apariencia del tema (si es que hay alguno) que inspira la obra de arte. Su primera preocupación es la de su material. Si esa materia es piedra, tendrá en cuenta la estructura de la piedra, su grado de dureza, la ma-nera en que reacciona a su cincel. Tendrá en cuenta cómo esa piedra reaccionó ante los elementos naturales como el viento y el agua, porque éstos en el curso del tiempo han revelado las cualidades inherentes de la piedra. Finalmen-te, se preguntará qué forma podrá realizar mejor en ese especial bloque de piedra que tiene ante él; y si esta for-ma es, digamos, la figura reclinada de una mujer, imaginará

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(y éste es el acto que llama a su sensibilidad peculiar o vista interior) cómo sería una mujer reclinada si su carne y su sangre fueran vertidas en esa piedra ante él —la piedra que tiene sus propias normas de forma y estructura—. El cuerpo de la mujer podría entonces, como lo toma en alguna de las figuras de Moore, tomar la apariencia de una cadena de montañas. En consecuencia, la escultura no es un duplicado de formas y rasgos; es más bien la versión del significado de una materia en otra materia. Ésa, me parece, es una expo-sición bastante sencilla y de no difícil aceptación; además es la única clave necesaria para comprender una escultura como la de Henry Moore, y es por consiguiente incomprensible por qué experimenta tanta dificultad el hombre común en presencia de una obra semejante.

Esta norma elemental lleva otra involucrada; es mucho más sutil, pero esencial para la pieza perfecta de escultura, y el gran éxito de Moore, que lo distingue de muchos de sus contemporáneos, radica precisamente en su adhesión a esta norma. Si se vierte la forma de una materia en forma de otra materia, hay que crear esa forma de adentro para afue-ra. Muchas esculturas —aun, por ejemplo, la antigua escul-tura egipcia— crean masas por una síntesis de aspectos de dos dimensiones. No se puede ver alrededor de toda una ma-sa cúbica; el escultor, por eso, recorre su masa de piedra y se esfuerza en hacerla agradable desde todos los puntos de vista. Así puede hacer un buen camino hacia el éxito, pero nunca lo conseguirá tan amplio como el escultor cuyo acto creador es, como era, un procedimiento de cuatro dimensiones bro-tando de una concepción que se adhiere a la propia masa. La forma es entonces una intuición de superficie hecha por el escultor imaginativamente situado en el centro de gravedad del bloque que está ante él. Bajo el gobierno de esa intuición, la piedra es lentamente disciplinada desde lo arbitrario a un estado ideal de existencia. Y ésa, después de todo, debe ser la tarea primaria de toda actividad artística1.

1 Ya he especulado más extensamente con la obra de este escul-tor en Henry Moore: one oppreciation (Zwemmer, 1943). Se encon-trarán ilustraciones de las obras de todos los artistas mencionados en los capítulos 77-82, en mi libro Art Now (Faber, 1933).

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83. — EL PUNTO DE VISTA DEL ARTISTA

He tomado generalmente en estas notas el punto de vista del espectador. Me gustaría ahora considerar brevemente el proceso del arte, desde el punto de vista del hombre que hace la obra de arte. ¿Qué está haciendo? ¿Por qué la hace? ¿Para quién la hace? Contestadas estas preguntas, podremos tal vez decir cuál es la función del artista en la comunidad, qué significa el arte para todos nosotros, y qué lugar se le da en nuestra organización social.

84. — EL PUNTO DE VISTA DE TOLSTOI

En su famosa definición del proceso del arte, Tolstoi se expresa con estas palabras:

"Evocar en sí mismo el sentimiento que uno ha experimenta-do, y habiéndolo evocado, por medio de movimiento, líneas, co-lores, sonidos o formas, expresarlo en palabras para trans-mitir ese sentimiento y que otros experimenten el mismo sen-timiento —tal es la actividad del arte."

"El arte es una actividad humana que consiste en esto, que un hombre, conscientemente, por medio de ciertos signos externos, haga la entrega a los demás de los sentimientos en que su vida se ha movido, y que los demás se impregnen de ese sentir y también lo vivan."

85. — TOLSTOI Y WORDSWORTH

Esta teoría, hasta en la manera en que está expresada, se acerca mucho a la teoría de Wordsworth sobre la poesía, que

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dice que la poesía "tiene su origen en la emoción recordada con t r anqu i l idad . . . se contempla la emoción hasta que por una suerte de reacción desaparece la tranquilidad gradual-mente, y una emoción emparentada con la que fué antes sujeto de contemplación, se produce gradualmente y existe realmente en el espíritu". En otros aspectos, la teoría del arte de Tolstoi se parece asombrosamente a la teoría sobre la poesía de Wordsworth, por ejemplo, en la común insis-tencia en la perfecta comunicabilidad e inteligibilidad. La frase de Wordsworth "un hombre hablando a los hombres", es la descripción perfecta del artista ideal de Tolstoi, y la apología de Wordsworth de una dicción poética basada en "el lenguaje común de los hombres" encuentra eco repetidas veces en el ensayo de Tolstoi.

86. — O T R O PUNTO DE VISTA: M A T I S S E

Podemos comparar esta descripción teórica del proceso crea-dor con una descripción precisa de un artista en ejercicio. No quiero reclamar ningún privilegio especial por tales pa-labras, porque un artista puede, y lo hace con frecuencia, decir más tonterías que la crítica. No está comúnmente lo bastante desligado para hablar de su propio proceso psico-lógico. Pero el artista moderno ha cultivado sus facultades de autoobservación, se ha visto compelido a hacerlo en de-fensa propia.

Ya se han citado algunos de los comentarios de Cézanne. No menos valiosas son las varias exposiciones publicadas por Henri Matisse. Hace tiempo, en 1908, colaboró con "Notes d'un Peintre" en una revista francesa, de las que citaré dos o tres pasajes:

"La expresión para mí no debe buscarse en la pasión que resplandece en un rostro o que se hace evidente en algún gesto violento. Está en la disposición completa de mi cua-dro —en el lugar ocupado por los personajes, en el espacio vacío que los rodea, en las proporciones, cada cosa repre-senta su papel. La composición es el arte de arreglar de un mo-do decorativo los varios elementos que usa el pintor para expre-

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sar sus sentimientos. En un cuadro, cada parte distinta será vi-sible y tomará esa posición, principal o secundaria, según le convenga. Todo lo que no sea útil en el cuadro es, por esa ra-zón, perjudicial. Una obra de arte implica una armonía de todo el conjunto (une harmonie d'ensemble): todo detalle super-fluo ocupará, en la mente del espectador, el lugar de algún oti-o detalle que es esencial".

Luego Matisse describe su actual procedimiento en pin-tura:

"Si en una tela virgen pongo a intervalos manchas de azul, verde y rojo, a cada pincelada que agrego, cada uno de los colores previamente puestos, pierde importancia. Suponga-mos que tengo que pintar un interior: veo ante mí un arma-rio; eso me da muy vividamente la sensación de rojo, y en-tonces pongo un rojo que me satisfaga. Queda establecida una relación entre este rojo y el blanco de la tela. Cuando pongo además un verde, cuando represento una flor con un amarillo, entre ese verde y ese amarillo y la tela, se estable-cerán relaciones ulteriores. Pero estos distintos tonos se dismi-nuyen mutuamente unos a otros. Es necesario que las di-versas notas que uso se equilibren de modo que no se des-truyan unas a otras. Para asegurarme de eso, tengo que or-denar mis ideas: la relación entre los tonos se establecerá de tal manera que los eleve en vez de aplastarlos. Una nueva combinación de colores sucederá a la primera y dará la to-talidad de mi concepción. Estoy obligado a transponer, así es que parecerá que mi cuadro ha cambiado totalmente si des-pués de modificaciones sucesivas, el verde reemplaza al rojo como tono dominante."

Eso explica muy claramente cómo la armonía de un cierto color se construye sobre la tela. No debe, sin embargo, llevar-nos más allá de los esquemas de dos dimensiones de los gra-bados japoneses en colores. Pero una ulterior explicación de Matisse, del mismo artículo, nos ayudará considerablemente.

"La cuestión es dirigir la atención del espectador de tal manera que se concentre en el cuadro, pero que piense en cual-quier cosa que no sea el tema especial que hemos deseado pintar; detenerla sin molestarla, llevarla a experimentar la cualidad de la sensación expresada. Hay un peligro en to-

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marla por sorpresa. No es necesario que el espectador ana-lice —habría que detener su atención y no relajarla— y ahí hay un riesgo de establecer un análisis por una transposición llevada demasiado lejos. Para nosotros el problema consiste en conservar la intensidad de la tela, mientras nos vamos acercando a la verosimilitud. Idealmente, el espectador se permite, sin saberlo, estar ocupado por el mecanismo del cua-dro. Uno debe prevenirse contra un movimiento de sorpresa de su parte, aun de aquel que escapa a su observación: se debe ocultar el artificio todo lo posible."

87. — COMUNICACIÓN: SENTIMIENTO Y COMPRENSIÓN

Se habrá visto que hay una gran correlación entre Tolstoi y Matisse: la diferencia puede limitarse a una palabra: co-municación. Tolstoi reclama que el artista no sólo consiga expresar sus sentimientos, sino también que los transmita. Ése, creo, es el error que lo ha precipitado a tantas dificul-tades. Porque si se pone el artista y sus sentimientos por una parte, ¿a quién, por la otra, debe él transmitir ese senti-miento? Tolstoi, naturalmente, decide que a todos los hom-bres. Y si es a todos los hombres, entonces el arte debe ser tan inteligible que el campesino más sencillo pueda apre-ciarlo. Adiós, pues, a Eurípides, Dante, Tasso, Milton, Sha-kespeare, Bach, Beethoven, Goethe, Ibsen, adiós, de hecho, a casi todo, excepto las historias de la Biblia, leyendas y can-ciones folklóricas, Únele Tom's cabin y A Christmas Carol. Una teoría es una complicada maquinaria; sólo falta que una pieza o parte de ella se desplace para descalabrarla o deshacerla. La enmienda que quiero hacer a la definición de Tolstoi, para que concuerde con lo que Matisse establece, y lo que es más importante, para que concuerde con los he-chos, es sencilla. Yo diría que la función del arte no es trans-mitir sentimiento para que los demás puedan experimentar el mismo sentimiento. Ésta es sólo la función de las formas más vulgares de arte, música programada, melodrama, no-vela sentimental y cosas por el estilo. La verdadera función del arte es expresar sentimiento y transmitir comprensión. Eso

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H E R B E R T R E A D

es lo que tan acabadamente realizaron los griegos y eso es lo que, yo creo, significó Aristóteles cuando dijo que el propó-sito del drama era purgar nuestras emociones. Llegamos a la obra de arte ya cargados de complejos emocionales; bus-camos en la genuina obra de arte, no un excitante para nues-tras emociones, sino paz, reposo, ecuanimidad. Nada es más absurdo que el espectáculo de un joven snob fogoso tratando de cultivar una emoción ante una gran obra de arte, en la cual toda la emoción del artista ha sido trasuntada en una perfecta libertad intelectual. Es cierto que la obra de arte despierta en nosotros ciertas reacciones físicas; somos cons-cientes del ritmo, de la armonía, de la unidad, y estas pro-piedades físicas obran sobre nuestros nervios. Pero más que agitarlos los calman, y si debemos, psicológicamente hablan-do, llamar al estado de ánimo resultante, emoción, es una emoción de especie totalmente diferente de la emoción sen-tida y expresada por el artista en el acto de crear la obra de arte. Queda mejor descrita como un estado de asombro o admiración, o más fríamente pero con más exactitud, como un estado de reconocimiento. Nuestro homenaje al artista es el homenaje al hombre que con sus dones especiales nos ha resuelto nuestros problemas emocionales.

88. — EL ARTE Y LA SOCIEDAD

Si esto fuera claramente reconocido, no se discutiría la je-rarquía que al arte le corresponde en la sociedad. También en esto los griegos eran más sabios que nosotros, y su creencia, que siempre nos parece tan parodójica, de que la belleza es bondad moral, es realmente una sencilla verdad. El único pe-cado es la fealdad, y si creemos esto con todo nuestro ser, todas las otras actividades del espíritu humano pueden dejarse a su propio cuidado. Por eso yo creo que el arte es mucho más sig-nificativo que la economía o la filosofía. Es la medida directa de la visión espiritual del hombre. Cuando esta visión se gene-raliza, se transforma en religión, y la vitalidad del arte a través de la más grande parte de la historia está íntimamente ligada con alguna forma de religión. 'Pero gradualmente, como ya

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lo he señalado, en los dos o tres últimos siglos ese lazo se ha ido aflojando y no parece haber ninguna perspectiva inme-diata de que se establezca un nuevo contacto.

89. — LA VOLUNTAD CREADORA

Nadie negará la interreláción profunda del artista con la comunidad. El artista depende de la comunidad —toma su tono, su tiempo, su intensidad, de la sociedad de la cual es miembro. Pero el carácter individual de la obra del artista depende de algo más: depende de una resuelta voluntad de hacer que es el reflejo de la personalidad del artista, y no hay arte significativo sin esta acción de voluntad creadora. Esto parece que nos envuelve en una contradicción. Si el arte no es enteramente el producto de las circunstancias que nos ro-dean, y es la expresión de una voluntad personal ¿cómo po-demos explicar la similitud sorprendente de obras de arte pertenecientes a diversos períodos de la historia?

90 . — LOS VALORES EXTREMOS

La paradoja sólo puede explicarse metafísicamente. Los valores de arte extremos exceden lo individual y su época y circunstancias. Expresan una ideal proporción o armonía que el artista capta sólo en virtud de sus dotes intuitivas. Para expresar su intuición usará el artista la materia que las cir-cunstancias y el tiempo ponen en sus manos: en una época arañará los muros de su cueva, en otra construirá o decorará un templo o una catedral, en otra pintará sobre tela para un círculo limitado de connoisseurs. El verdadero artista es indiferente al material o a las condiciones que se le imponen. Acepta cualquier condición, siempre que exprese su volun-tad de hacer. Luego, en las amplias mutaciones de la historia sus esfuerzos son agrandados o disminuidos, aprobados o dese-chados, por fuerzas que no podemos predecir, y que tienen muy poco que hacer con los valores de los cuales son el ex-ponente. Es su credo que esos valores están, no obstante, entre los atributos eternos de la humanidad.

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