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Instituto Bíblico del Aire Fascículo de Estudio Numero 16 Los valores de Cristo (Parte 1)

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Instituto Bíblico del Aire

Fascículo de Estudio Numero 16

Los valores de Cristo

(Parte 1)

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

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Capítulo 1

Él mismo

En todo el mundo oímos hoy acerca de evidencias de un vacío

de valores, la falta de una brújula interna que pueda guiar a

las personas hacia una calidad de vida que valga la pena vivir.

Los valores familiares parecen estar derrumbándose a medida que

las tasas de divorcio alcanzan proporciones de epidemia y

millones de niños carecen de la seguridad y la formación que

deberían encontrar en los matrimonios estables de sus padres. En

Estados Unidos, los símbolos de los sistemas de valores de Wall

Street para millones de personas se desmoronaron convirtiéndose

en humo, cenizas y una enorme maraña de concreto ardiente, acero

y miles de cuerpos. Los millones de personas que observaron la

implosión de las torres gemelas del World Trade Center están

reconsiderando sus valores eternos, lo que un autor llamó “un

piso superior” que faltaba en sus sistemas de valores.

Según un diccionario, un valor es “aquella cualidad de

cierta cosa mediante la cual consideramos que es más o menos

importante, útil, provechosa y, por lo tanto, deseable”. Quienes

creen en Dios encuentran en Él los absolutos morales que definen

para ellos lo que está bien y lo que está mal. ¿Acaso quienes

creen en Dios encuentran también en Él los valores absolutos que

definen para ellos un sistema de valores que los guía hacia la

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

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calidad de vida que Dios quiso que tuvieran cuando los creó y su

Hijo los recreó?

Jesús contestó esa pregunta cuando dijo: “Yo he venido para

que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan

10:10). Él no vino a este mundo solo para morir por nuestros

pecados. Vino para mostrarnos cómo vivir. Una forma en que hizo

esto fue enseñar y ejemplificar un conjunto de valores

absolutos. Cuando observamos la vida más importante jamás vivida

a lo largo de los cuatro Evangelios, vemos cómo Jesús

constantemente identificó, ejemplificó y declaró valores

absolutos. Una vez que observamos esos valores absolutos de

Cristo, debemos confesarlos.

En el Nuevo Testamento no solo se nos instruye que

confesemos nuestros pecados. Se nos enseña que debemos confesar

a Jesucristo (Mateo 10:32; Romanos 10:9). La palabra “confesar”

está formada por dos palabras griegas en el lenguaje original:

“homo”, que significa “igualdad”, y “legeo”, que significa

“hablar”. Cuando confesamos nuestros pecados, debemos hablar

igual, o sea, decir las mismas cosas acerca de nuestros pecados

que dice Jesús acerca de ellos. Cuando confesamos a Cristo

debemos decir las mismas cosas que dice Él, es decir que debemos

estar de acuerdo con Él cuando ejemplifica, enseña o declara un

valor. Debemos demostrar los mismos valores que Él demostró en

su vida.

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

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Un buen lugar para comenzar con relación a nuestra

confesión de los valores de Cristo, es el valor que Él se asignó

a sí mismo. ¿Quién y qué dijo Jesucristo que era Él, y cómo

confesamos ese valor de Cristo? Encontramos la respuesta a la

primera pregunta en el tercer capítulo del Evangelio de Juan:

“Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo

del Hombre… Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado

a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se

pierda, mas tenga vida eterna” (13, 16).

Jesús se llamó a sí mismo el Hijo de Dios, pero Él no era

el Hijo de Dios como nosotros somos hijos de Dios. Nosotros

recibimos la potestad de llamarnos hijos de Dios una vez que

creemos en Jesucristo (1:12), pero Jesús es el “unigénito” Hijo

de Dios. Él es el Hijo de Dios de una forma que nadie ha sido ni

será jamás el Hijo de Dios. Justo antes de su muerte oró: “Ahora

pues, Padre, glorifícame tú para contigo, con aquella gloria que

tuve contigo antes que el mundo fuese” (17:5). Jesús es más que

el Jesús histórico que nació en un pesebre y murió en una cruz a

los treinta y tres años de edad. Él estaba con Dios antes que el

mundo haya existido siquiera.

Pero Jesús hizo algo más que llamarse el unigénito Hijo de

Dios. La declaración más dogmática que hizo Jesús en la tierra

fue lo que dijo al rabino Nicodemo. Él dijo que debía ser

“levantado” (3:14), que significa que debía ser clavado en una

cruz, “…como Moisés levantó la serpiente en el desierto”. Jesús

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dijo a Nicodemo que Él debía ser levantado porque era el único

Hijo de Dios, la única Solución de Dios para el problema del

pecado de este mundo, y el único Salvador de Dios.

Cuando Jesucristo declaró que Él mismo era el Salvador del

mundo, agregó la afirmación dogmática de que solo quienes

creyeran en Él serían salvos. Y esto se aplica no solo a quienes

lo vieron levantado físicamente, sino también a todo el mundo:

“Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo,

sino para que el mundo sea salvo por él.” (17)

En Números 21:6-9, leemos que el pueblo de Israel estaba

muriendo por las mordeduras de serpientes, enviadas por Dios

como respuesta a sus quejas constantes. Pero Dios indicó a

Moisés que levantara una serpiente de bronce que traería sanidad

a todo el que la mirara en fe. Jesús dijo que de la misma forma

Él tenía que ser “levantado… para que todo aquel que en él cree,

no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14, 15).

Cuando Jesús afirmó estas cosas le estaba diciendo a

Nicodemo cómo una persona podía nacer de nuevo. Nicodemo le

había preguntado a Jesús cómo una persona podía nacer de nuevo.

Jesús dio dos respuestas a esta pregunta. Primero, le dijo que

el papel que juega Dios en la regeneración de un alma es

incomprensible, como el viento: “El viento sopla de donde

quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a

dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (8). Así

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describió Jesús el papel que juega Dios en el milagro de la

experiencia del nuevo nacimiento.

En cierta forma, Jesús estaba diciendo que nunca

entenderemos el papel de Dios en el nuevo nacimiento. Pero

también dijo que el hombre juega un papel en su nuevo

nacimiento. Es su responsabilidad creer: “Porque de tal manera

amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que

todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”

(16). La experiencia de nacer aparentemente se pone en marcha a

través de nuestra fe (nuestra parte) y el poder creativo de Dios

(su parte).

Jesucristo es el Salvador del mundo. Él vino para redimir

al mundo del pecado y para crear vida en aquellos que creen las

afirmaciones más dogmáticas que hizo acerca de quién era y por

qué vino a este mundo. ¿Cree usted lo que Él dijo acerca de sí

mismo? ¿Confiesa usted los valores que Él se asignó a sí mismo?

Jesús está esperando su respuesta a lo que Él afirmó, porque

anhela perdonar sus pecados y comenzar el milagro del nuevo

nacimiento en su vida.

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Capítulo 2

Amor

Cuando Jesús supo que había llegado el momento para que

fuera juzgado por las autoridades civiles romanas y las

autoridades religiosas judías y que fuera crucificado, pasó su

última noche con doce hombres que había comisionado para que

fueran sus discípulos, o “enviados”. Juan prologa su relato de

lo que Jesús compartió con estos hombres en esa noche de la

siguiente forma: “Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo

Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al

Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los

amó hasta el fin” (Juan 13:1). Al estar plenamente consciente de

que su tiempo en el mundo estaba terminando, Jesús se reunió con

estos hombres para mostrarles hasta dónde llegaba su amor por

ellos.

Los discípulos sabían que Jesús los amaba aun antes de esos

momentos finales. Jesús había estado amando a estos hombres

durante tres años. Juan parece no haberse sobrepuesto en ningún

momento a la maravilla de que Jesús lo amaba. A lo largo de su

Evangelio, se refiere a sí mismo como “el discípulo que amaba

Jesús”. Sesenta años después, dedicó el último libro del Nuevo

Testamento a Jesús con estas palabras: “Al que nos amó.”

Todos los que tuvieron la bendita experiencia de contemplar

el rostro de Jesús sabían que eran amados. Pero, entonces, ¿en

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qué difirieron esos últimos momentos en el aposento alto de

cualquier otro momento que habían pasado con Él? En ese

aposento, Jesús hizo lo que haría un esclavo o un sirviente de

la casa. Tomó una palangana con agua y una toalla, ¡y les lavó

los pies! Un acto de humildad semejante dejó perplejos a los

discípulos. El evangelio de Lucas nos cuenta que, cuando iban

camino al retiro de ese aposento alto, estaban discutiendo

acerca de quién sería el mayor en el reino del que Jesús siempre

estaba hablando. ¡Cómo los habrá conmovido la forma en que Jesús

comenzó sus últimas horas con ellos! (Juan 13:1-17).

Cuando Jesús terminó de lavar sus pies, les preguntó:

“¿Sabéis lo que os he hecho?” Parecería que la respuesta era

obvia. Les había lavado los pies. Pero la respuesta que Jesús

quería para su pregunta puede encontrarse en el versículo

inicial del relato de Juan de este suceso: “Como había amado a

los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.” Cuando

Jesús les lavó los pies, los amó.

Jesús había amado a estos hombres y, en sus formas

imperfectas, ellos le habían devuelto su amor. Él había

establecido un pacto con ellos: “Venid en pos de mí, y os haré

pescadores de hombres” (Mateo 4:19). Ellos habían estado en una

relación de pacto con Jesús por tres años. Durante ese tiempo,

descubrieron que el amor era la fuerza impulsora de ese pacto.

Jesús los había amado de formas que nunca habían sido amados, y

los había convertido en más de lo que sabían o aún habían soñado

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alguna vez que podrían llegar a ser. Sin embargo, creo que nunca

se les cruzó el pensamiento que debían establecer un pacto de

amor entre ellos.

La esencia de este ultimo tiempo con ellos fue que Jesús

los desafió a establecer un nuevo pacto cuando les dio un nuevo

mandamiento: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a

otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros”

(34). Al darles este nuevo mandamiento, Jesús identificó la

calidad del amor con el que debían amarse unos a otros. Debían

amarse como, o de la misma forma, que Él los había amado. Debían

lavarse los pies unos a otros como Él les había lavado sus pies.

A menudo me he imaginado a los apóstoles mirándose unos a

otros y dándose cuenta de lo que significaría para ellos

obedecer este Nuevo Mandamiento. Uno de los apóstoles era un

publicano que cobraba impuestos de sus compatriotas judíos para

los romanos. Otro era un zelote, un guerrillero que creía en la

resistencia continua ante la conquista romana de Palestina. Me

imagino sus miradas cruzándose por sobre la mesa y luego

pensando: “¿Yo, amarlo a él?” Por supuesto que la respuesta era:

“Sí, ámalo. Lávale los pies. Porque cuando el mundo escuche que

un zelote está lavando los pies de un publicano, sabrán que

ustedes son mis discípulos.”

La forma más eficaz de enseñar el amor a nuestros hijos es

amarlos, y dejarles ver que su madre y su padre se aman. Jesús

estaba diciendo a los apóstoles que Él los había comisionado y

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capacitado durante tres años para proclamar un Evangelio de amor

a todo el mundo. Cuando les dio su Nuevo Mandamiento, les estaba

diciendo sin rodeos que la mejor forma de amar a todo este mundo

era poder mirarse unos a otros por sobre la mesa. Y luego

comprometerse a amarse unos a otros como Él los había amado.

Este Nuevo Mandamiento creó una nueva comunidad que más

tarde se llamaría la iglesia. Al amarse unos a otros como Cristo

los amó, Jesús les dijo que serían apartados visiblemente en el

mundo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si

tuviereis amor los unos con los otros” (35). Esto es exactamente

lo que ocurrió. Después que Cristo ascendió al cielo, el

Espíritu Santo descendió sobre los creyentes y nació la iglesia.

Aplicación personal

¿Confiesa usted este valor de Cristo? ¿Es el amor la fuerza

que impulsa su comunión con otros creyentes? ¿Confiesa usted

este valor de Cristo amando a las personas con las que se cruza

su vida diariamente? Cuando contemplan su rostro, ¿saben que

están siendo amados con el amor de Cristo? Jesús nos enseñó que

debíamos amar cuando miramos hacia arriba, cuando miramos hacia

adentro y cuando miramos alrededor de nosotros (Mateo 22:36-40).

Jesús enseñó que debíamos amar a Dios completamente, amarnos a

nosotros mismos correctamente y amar a los demás

incondicionalmente. ¿Confiesa usted el valor que Jesús asignaba

al amor?

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Capítulo 3

Su enseñanza

Al seguir a Jesús a través de los Evangelios, ¿se ha fijado

en el valor que asignaba a la Palabra de Dios? ¿Se fijó en

cuánto tenía para decir acerca de su propia enseñanza? Jesús

asignaba frecuentemente un gran valor a las Escrituras. Una de

sus preguntas favoritas para la dirigencia religiosa era:

“¿Nunca leísteis en las Escrituras?” (Mateo 21:42). Cuando Jesús

hablaba de su propia enseñanza, nos estaba diciendo lo que era

su enseñanza, lo que podía hacer su enseñanza y cómo deberíamos,

por lo tanto, encararla. Por ejemplo, enseñó: “Nadie pone

remiendo de paño nuevo en vestido viejo; porque tal remiendo

tira del vestido, y se hace peor la rotura. Ni echan vino nuevo

en odres viejos; de otra manera los odres se rompen, y el vino

se derrama, y los odres se pierden; pero echan el vino nuevo en

odres nuevos, y lo uno y lo otro se conservan juntamente” (Mateo

9:16-17).

Jesús usó esta parábola para ayudar a que sus oyentes

entendieran el valor de su enseñanza. La palabra “parábola”, en

el idioma original del Nuevo Testamento, está formado por dos

palabras: “para”, que significa “al lado de”, y “ballo”, que

significa “arrojar”. Una parábola (paraballo) es una ilustración

que se arroja al lado de una verdad que está enseñando Jesús.

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En este pasaje encontramos dos parábolas con significados

similares. La primera parábola es una ilustración que se refiere

a la reparación de vestidos. Dice que una costurera nunca

colocaría un parche nuevo en un vestido viejo porque ocurrirían

dos desastres: el parche nuevo tiraría del material viejo del

vestido y produciría un agujero aún mayor, y el nuevo parche

sería demasiado obvio en contraste con el material viejo.

Mediante esta parábola Jesús estaba enseñando que no

buscaba que sus palabras fueran como un parche nuevo sobre el

vestido viejo de la dirigencia religiosa. Sus enseñanzas eran

completamente nuevas. Esto viene a continuación de las palabras

que pronunció en el Sermón del Monte, donde en seis

oportunidades comenzó una lección diciendo: “Oísteis que fue

dicho… pero yo os digo.” Las enseñanzas de Jesús eran diferentes

de las que las personas habían estado recibiendo de los escribas

y los fariseos. Y, dado que eran enseñanzas nuevas, no podían

ser colocadas como un parche sobre las enseñanzas de los

escribas y fariseos. La disparidad entre las palabras de Jesús y

las palabras de los escribas y fariseos habría sido demasiado

obvia como para poder mezclarlas.

La principal verdad que se enseña en esta parábola es que

la enseñanza de Jesús era incompatible con la enseñanza de los

líderes religiosos. Estaba avisando a la dirigencia religiosa y

estaba preparando a sus discípulos para un enfoque totalmente

nuevo hacia la Palabra de Dios.

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Jesús siguió esa ilustración con una segunda parábola

acerca del vino y los odres. En esos días, la gente guardaba el

vino en cueros de cabra y lo dejaba fermentar durante varios

meses. Al fermentar, el vino se expandía y hacía presión contra

el odre. Debido a este proceso de expansión, nunca pondrían vino

nuevo (jugo de uva) en un viejo odre quebradizo, porque la

presión expansiva del vino en fermentación haría que el odre

endurecido e inflexible reventara. En cambio, colocaban el vino

nuevo en un odre nuevo blando, para que el vino en fermentación

y el odre nuevo se expandieran juntos.

Jesús estaba demostrando nuevamente la distinción entre sus

enseñanzas y las enseñanzas de la dirigencia religiosa. Sus

enseñanzas eran como el vino nuevo, y la dirigencia religiosa

era un odre viejo. Si hubiera dado su enseñanza en el contexto

de la dirigencia religiosa, la presión de las nuevas enseñanzas

de Jesús haría explotar la dirigencia religiosa. Esta era otra

forma de decir que su enseñanza era incompatible con la

enseñanza y toda la cultura religiosa de los escribas y

fariseos.

Jesús estaba asignando valor también a lo que haría su

enseñanza a aquellos que la abordaran correctamente. Estaba

advirtiendo a sus discípulos que su enseñanza pondría presión

sobre ellos. Si eran odres viejos quebradizos, si no estaban

dispuestos a ceder a los cambios que la aplicación de su

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enseñanza debía hacer en sus vidas, ¡su enseñanza haría que sus

mentes reventaran, literalmente!

Las enseñanzas de Jesús eran revolucionarias y venían con

una advertencia: debemos estar dispuestos a dejar que sus

enseñanzas cambien nuestras vidas. Su metáfora de los nuevos

odres está relacionada con el milagro del nuevo nacimiento.

Cuando nacemos de nuevo, somos los nuevos odres que pueden

mostrar el vino nuevo de la enseñanza de Jesús.

¿Confiesa usted (dice lo mismo) acerca de las enseñanzas de

Jesús lo que Él dijo acerca de ellas? ¿Está dispuesto a

acercarse a sus enseñanzas como un odre nuevo y ceder a la

verdad de que Él quiere encarnarse en su vida?

Capítulo 4

Juicio

¿Cuál es su concepto del juicio? Escuchamos chistes acerca

del juicio, y muchas personas en realidad no toman en serio el

juicio. Según las Escrituras, el juicio no es ningún chiste.

Algunos creyentes transmiten la impresión de que el juicio será

un examen final sobre teología. Considere el valor que Jesús

asignó al juicio, y considere su perspectiva sobre cómo será el

juicio: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos

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los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de

gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; y

apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas

de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los

cabritos a su izquierda.

“Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos

de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la

fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de beber;

tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me

recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me

visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. Entonces los justos

le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y

te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te

vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O

cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y

respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto

lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo

hicisteis” (Mateo 25:31–40).

En esta descripción del juicio, no se nos habla de teología

sino de compasión por personas que están sufriendo. Oímos el

desafío de valorar a los que Cristo valoró durante su vida: los

enfermos, los solitarios, los hambrientos, los sedientos, los

pobres que no tienen suficiente ropa, y los que están en

prisión... las personas sufrientes del mundo con quienes Jesús

pasó tanto de su tiempo cuando estuvo aquí en la tierra.

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Jesús habla de estas personas como sus hermanos. Pero

¿quiénes son exactamente estos pobres? En una oportunidad, Jesús

afirmó que quienes hacen la voluntad de Dios son su madre,

padre, hermano y hermana (Mateo 12:50). Durante los primeros

trescientos años de la historia de la iglesia, era ilegal ser un

seguidor de Cristo. El pueblo de Dios siempre ha sido un pueblo

sufrido. ¿Podrían ser estas personas los creyentes perseguidos y

sufridos que han sufrido de estas formas porque hicieron la

voluntad de Dios? Quienesquiera sean, nos encontraremos con

ellos en el juicio, según Jesús.

No me malentienda. Sabemos que la salvación no está basada

en la acción social ni en las buenas obras. El énfasis de las

cartas de Pablo, a los romanos y a los gálatas, resalta la

verdad del Evangelio de que la base de nuestra salvación está en

nuestra fe en lo que Cristo hizo por nosotros en su cruz. Sin

embargo, todos estos pasajes concuerdan en que nuestra acción

social y nuestras buenas obras validan la fe que nos salva.

Este pasaje en Mateo 25 tiene que ver con el juicio, en el

sentido de evaluación, de las vidas de los creyentes. Las tres

parábolas de este capítulo enseñan que la segunda venida de

Jesucristo será un juicio sobre todo recipiente vacío, toda mano

vacía, y todo corazón vacío. Todos aquellos creyentes con

recipientes, manos y corazones vacíos que invalidan su profesión

de fe oirán decir al Señor:

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“Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para

el diablos y sus ángeles… en cuanto no lo hicisteis a uno de

estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis.” (41, 45)

Así que debemos plantearnos esta pregunta: ¿Qué valor

asignamos a las personas que sufren en este mundo? ¿Las

alimentamos, las vestimos y les damos algo para beber, las

visitamos, las recibimos, les mostramos hospitalidad, y las

ayudamos a estar bien? ¿Está nuestro corazón lleno de compasión

por aquellos que están necesitados del amor de Dios? Las

personas que sufren en este mundo ciertamente forman parte del

sistema de valores de Cristo, porque Él vino para “dar buenas

nuevas a los pobres… a pregonar libertad a los cautivos, y vista

a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el

año agradable del Señor” (Lucas 4:18-19).

“¿Dónde está Él?”

El Nuevo Testamento comienza con los sabios que hacen la

pregunta: “¿Dónde está Él (el rey de los judíos)?” Si usted

quiere descubrir dónde está Él hoy, mire dónde el amor del

Cristo resucitado está siendo canalizado hacia las personas que

sufren en este mundo.

¿Confiesa usted el valor que Jesucristo asignó a las

personas sufrientes de este mundo? ¿Está usted dispuesto a pedir

al Cristo resucitado y viviente que lo coloque estratégicamente

entre todo el amor que es Él y todo el dolor que sienten ellas?

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¿Está usted dispuesto a ser un conducto para todo lo que Él

quiere ser para las personas que sufren en este mundo? Si usted

hace una oración como la que estoy proponiendo, descubrirá dónde

está el Cristo resucitado hoy... y dónde querrá usted pasar el

resto de su vida.

Capítulo 5

Libertad

Durante su vida sobre la tierra, Jesús a menudo enfurecía a

la dirigencia religiosa porque sus valores entraban ferozmente

en conflicto con los valores de ellos. Él enseñaba de forma

contraria a como enseñaban ellos, contestaba las preguntas de

una forma que los desconcertaba, y pasaba tiempo con los que

estaban en los niveles más bajos de la sociedad. Todo lo que

hacía parecía ir en contra de la Ley que ellos buscaban

sostener, y a menudo buscaban formas para refutarlo. En una

oportunidad, Jesús decidió sanar a un hombre en el día de

reposo, y luego dijo al hombre que tomara su lecho y lo llevara

por la calle justo frente al Templo (Juan 5:2-17). Dado que

llevar una carga era considerado trabajo, cuando Jesús le dijo

que llevara su lecho esto estaba yendo en contra de las palabras

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de la Ley, que prohibía a los hombres trabajar el día de reposo

(Éxodo 20:9-11; Jeremías 17:21, 22).

Esta sanidad fue obviamente una forma estratégica de Jesús

para comenzar un largo diálogo hostil que obviamente quería

sostener con los fariseos y escribas. Este diálogo está

registrado en cuatro capítulos del Evangelio de Juan (5-8). En

este diálogo hostil, Jesús hace muchísimas afirmaciones acerca

de quién es Él y por qué está en este mundo. La mayoría de los

judíos que lo escucharon desestimaron sus afirmaciones y

deseaban verlo arrestado y apedreado hasta morir, pero al

finalizar el diálogo algunos de ellos creyeron. A los que

creyeron les dijo: “Si vosotros permanecéis en mi palabra,

seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y

la verdad os hará libres.” (Juan 8:31-32) En estas palabras,

Jesús hizo otra afirmación acerca del valor de su enseñanza: que

quienes permanecieran en su palabra encontrarían libertad

espiritual.

A menudo, las personas piensan que creer es todo lo que

importa para nuestra fe, y que una vez que creemos podemos

continuar nuestras vidas como si nada hubiera ocurrido. Pero eso

no es lo que Jesús dijo a quienes llegaron a creer en el Nuevo

Testamento. Cuando alguien creía, Jesús le hacía ver la

importancia de sus enseñanzas. Dijo que si creían permanecerían

en su palabra, se convertirían en verdaderos discípulos y luego

la verdad que descubrirían en su enseñanza los haría libres.

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Un discípulo es como un aprendiz. Un aprendiz aprende al

observar y hacer. A medida que aprende algo, pone en práctica lo

que está aprendiendo. La definición de un discípulo es: Una

persona que está haciendo lo que está aprendiendo y está

aprendiendo lo que está haciendo. Los doce apóstoles son muy

buenos modelos de lo que significaba ser discípulos de Jesús.

Fueron discipulados (colocados como aprendices) por Jesús

durante tres años. Les enseñó, les mostró y los entrenó.

Cuando Jesús prometió “conoceréis la verdad, y la verdad os

hará libres” (32), la palabra que se traduce “conoceréis” se

refiere a conocer mediante una relación. Si permanecemos en su

Palabra y la ponemos en práctica, entraremos a una relación con

Aquel que es la verdad, y esta relación con Él nos hará libres.

Según Jesús, creer en Él y convertirse en uno de sus

discípulos es algo que ocurre en tres dimensiones. Primero,

creemos que Jesús es el único Hijo de Dios, la única Solución de

Dios para nuestro problema de pecado, y el único Salvador de

Dios. Luego lo seguimos al permanecer en su Palabra. Al

seguirlo, como sus discípulos auténticos, llegamos a conocerlo;

no solo su Palabra, sino al Cristo resucitado mismo. Cuando

ocurre esto, Él nos hace libres. Y cuando Él nos hace libres,

¡somos verdaderamente libres!

¿Conoce usted al Cristo resucitado y viviente de esta

forma? ¿Experimenta un conocimiento íntimo de Él a través de una

relación, y lo ha liberado esta relación de la cautividad del

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pecado que conoció alguna vez? Si quiere confesar este valor de

Jesucristo, crea en Él, permanezca en su Palabra, conviértase en

su auténtico discípulo, vaya más allá de una página sagrada

hacia una relación con la Palabra viva, ¡y realmente sea

liberado!

Capítulo 6

El perdón

Jesús identificó un valor cuando un fariseo, llamado Simón,

lo invitó a cenar a su casa (Lucas 7:36-50). Se acostumbraba en

ese entonces dar a los huéspedes una palangana de agua para

lavarse los pies, aceite para ungir sus frentes, y un beso de

hospitalidad. Pero cuando Jesús visitó el hogar de Simón, no

recibió ninguna de estas cosas. Una mujer de esa ciudad, que era

conocida como pecadora, aparentemente escuchó que Jesús estaba

almorzando con Simón. Podemos suponer que esta mujer ya había

conocido a Jesús y la salvación que le aseguraba que sus pecados

habían sido perdonados. Cuando se dio cuenta de que Simón ni

siquiera había ofrecido la hospitalidad habitual a Jesús,

comenzó a humedecer los pies de Jesús con sus lágrimas y a

secarlos con su cabello. Luego ungió sus pies con un aceite

precioso y perfumado.

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Mientras Simón observaba esto, hizo un juicio de valor

contra Jesús, y pensó en su corazón: “Este, si fuera profeta,

conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es

pecadora” (39). Como conocía los pensamientos de Simón, Jesús le

contó una parábola: “Un acreedor tenía dos deudores; el uno le

debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo

ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Dí, pues, ¿cuál de ellos

le amará más?” (41-42). Simón contestó: “Pienso que aquél a

quien perdonó más.” Jesús le dijo: “Rectamente has juzgado.”

Esta parábola de Jesús se aplicaba directamente a lo que

estaba ocurriendo entre Jesús, esta mujer y Simón. Jesús

identificó el valor que asignamos al perdón de nuestros pecados

al hacer la aplicación de su parábola, cuando dijo:

“¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para

mis pies; mas ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha

enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que

entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con

aceite; mas ésta ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te

digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho;

mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama” (44-47).

Simón no veía a su pecado como una gran deuda que había

sido perdonada. Era como el hombre al que se le habían perdonado

cincuenta denarios. Pero la mujer a los pies de Jesús veía su

pecado perdonado como una deuda enorme que había sido cancelada,

y cayó a los pies de Jesús con amor y adoración. Jesús

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

23

identifica un valor cuando concluye su enseñanza diciendo: “Sus

muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho.”

Esto no significa que nosotros seamos perdonados porque

amamos mucho. Jesús le dijo a la mujer que había sido salvada

por su fe: “Tu fe te ha salvado, vé en paz” (50). El amor de la

mujer por Jesús fue una validación de su fe en su perdón y

salvación, en tanto que la actitud de Simón hacia esta mujer

pecadora fue una demostración de su falta de fe. Jesús afirmó a

esta mujer cuando aceptó su adoración amorosa, y le perdonó sus

pecados porque ella valoraba mucho su perdón.

¿Confiesa usted el valor que Jesús asignaba al perdón? Si

usted se identifica con esta mujer porque sabe que es un pecador

y su culpa hace que su pecado parezca una deuda enorme que a

usted le gustaría que fuera cancelada, dése cuenta de que Jesús

vino a morir en la cruz para que su deuda pudiera ser cancelada.

Si sus pecados han sido perdonados, por fe, valore su perdón a

tal punto que no tenga más que compasión por personas como esta

mujer, que amaron mucho porque sus pecados fueron perdonados.

Nunca se olvide de que Jesús nos enseñó a orar cada día:

“Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a

nuestros deudores. Perdónanos nuestros pecados, porque también

nosotros perdonamos a todos los que nos deben.”

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

24

Capítulo 7

La salvación

El ministerio público de Jesús comenzó en una sinagoga de

Galilea, en su pueblo natal de Nazaret, donde leyó un rollo de

Isaías ante el pueblo:

“El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha

ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a

sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los

cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los

oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:18–

19).

Después de dar su “discurso inaugural”, Jesús comenzó sus

tres años de ministerio público, que fueron simplemente la

aplicación de su Manifiesto de Nazaret, trayendo salvación a las

personas espiritualmente y literalmente ciegas, cautivas y

oprimidas que se cruzaron con su vida, expresando su compasión

por ellas, y trayendo todas estas dimensiones de salvación a sus

vidas.

Pero había otro grupo de personas que se cruzaba con su

vida a diario. Este grupo era conocido como los fariseos. Los

fariseos eran una orden religiosa de judíos devotos que estaban

dedicados a la preservación de las doctrinas ortodoxas del

judaísmo. En cierto sentido, era personas muy devotas. Eran los

fundamentalistas de la religión judía.

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

25

Los fariseos no se consideraban espiritualmente ciegos o

necesitados, y siempre parecían estar en la periferia del

ministerio de Jesús, señalándolo con el dedo y acusándolo de

violar la Ley de Moisés. Jesús se enojó a menudo con los

fariseos por sus corazones endurecidos y su sentido de

superioridad espiritual. Pero pasó mucho tiempo acercándose a

ellos porque quería que conocieran el espíritu de la ley que

tanto valoraban.

Jesús se dirigió a las personas perdidas que valoraba y a

quienes apuntaba en su ministerio, y los fariseos al mismo

tiempo, cuando enseñó su gran “parábola de las cosas perdidas”

(Lucas 15). Después que Jesús predicó un dinámico sermón acerca

del costo de ser uno de sus discípulos, los pecadores lo

rodearon, deseosos de estar cerca de Él y oír más enseñanzas

suyas. Los fariseos y escribas se alejaron de Jesús y formaron

un círculo exterior, quejándose de que Él se asociara con ese

grupo de pecadores.

Los fariseos no se consideraban perdidos, y no tenían

ninguna compasión por los que los que estaban en esta condición.

Con estos dos círculos de personas rodeándolo, Jesús enseñó su

parábola. En realidad dirigió la parábola a ese círculo

exterior, explicando a los fariseos lo que estaba ocurriendo en

ese círculo interior de publicanos y pecadores que estaban

experimentando la salvación. De hecho, estaba invitando a los

fariseos a entrar en el círculo interior y a participar con Él

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

26

en su misión de buscar y salvar a los perdidos. Su desafío a ese

círculo exterior fue: “Hay regocijo en el cielo cuando son

encontrados los perdidos, así que ¿por qué no se regocijan?”

En esencia, Jesús estaba diciendo a ese círculo exterior:

“Cuando miran a estas personas, ustedes ven publicanos y

pecadores. Déjenme decirles lo que ve Dios. Dios ve ovejas

perdidas, ve hijos e hijas perdidos.” El corazón de su parábola

acerca de estas personas perdidas es la historia de un padre que

tenía dos hijos.

En la segunda mitad de la parábola, vemos que el hijo mayor

reacciona ante el retorno de su hermano: “Y su hijo mayor estaba

en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la

música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le

preguntó qué era aquello. Él le dijo: Tu hermano ha venido; y tu

padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido

bueno y sano. Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por

tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondiendo,

dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote

desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para

gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha

consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el

becerro gordo. Él entonces le dijo: Hijo, tú siempre estás

conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer

fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha

revivido; se había perdido, y es hallado” (25-32).

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

27

En más de un sentido, el hermano mayor estaba más perdido

que el hijo pródigo, porque sus valores estaban muy alejados de

los valores de su padre. El hermano mayor es un retrato de los

fariseos, que estaban en la periferia del milagro de estos

perdidos que estaban siendo salvados, y no querían entrar en ese

círculo interior para regocijarse con el arrepentimiento de los

pecadores. Como el hermano mayor, estaban enojados y no querían

entrar y compartir la celebración porque quienes estaban muertos

estaban encontrando la vida, y quienes estaban perdidos estaban

siendo encontrados.

El padre se regocijó ante el retorno de su hijo perdido,

pero el hermano mayor estaba enojado porque su padre dio la

bienvenida al hijo rebelde de vuelta a su hogar. De la misma

forma en que el padre salió de la celebración y pidió al hermano

mayor que entrara y disfrutara de la celebración, Jesús estaba

invitando a los fariseos a entrar en el círculo interior para

regocijarse por el arrepentimiento de los pecadores. Jesús

estaba invitando a los fariseos a participar en su ministerio

con Él: a acercarse a las personas espiritualmente pobres que

describió en su Manifiesto y que valoró tanto en sus tres años

de ministerio público.

¿Confiesa usted el valor que Jesús asignaba a las personas

perdidas de este mundo? ¿Cómo se siente cuando se encuentra con

los pecadores de este mundo? ¿Está usted en contacto con el amor

y la compasión que el Cristo que vive en usted tiene por los

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

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perdidos? ¿Acaso su cultura eclesiástica lo ha aislado de la

dura realidad de lo que es realmente la vida cotidiana de un

pecador? Si es así, podría correr peligro de llegar a ser como

los fariseos, que no podían comprender lo que significaba amar a

este tipo de personas.

Somos los únicos medios que tiene el Cristo viviente para

recuperar a los perdidos de este mundo, y recuperarlos para su

reino. Haga uso del simbolismo de su Parábola de las Cosas

Perdidas y confiese el valor que Él atribuyó a las cosas

perdidas. Entre a ese círculo interior y participe con Él en su

misión de dar vista a los espiritualmente ciegos, libertad a los

cautivos, y sanidad a las personas perdidas, quebrantadas y

golpeadas, este mundo.

Capítulo 8

La autoridad final

Los credos nos preguntan: “¿Cuál es la autoridad final para

la fe y la práctica?” ¿Cuál es la autoridad en la que basamos

nuestra fe y nuestras vidas? ¿Qué creemos y, a la luz de lo que

creemos, cómo vivimos? En el análisis final, nuestra respuesta a

esa pregunta tiene dos posibilidades: Dios o el hombre. O

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29

basamos nuestras vidas en la revelación de Dios o la basamos en

la razón del hombre.

Jesús asignó un gran valor a las Escrituras. Las primeras

dos palabras de Jesús en los primeros tres Evangelios fueron:

“Escrito está.” Jesús solía prologar sus respuestas a las

preguntas de los fariseos con la siguiente pregunta: “¿Nunca

leísteis en las Escrituras?” Los fariseos memorizaban los

primeros cinco libros de la Biblia. Estos fariseos eran eruditos

de las Escrituras. Eran expertos en la Palabra de Dios, y Jesús

hasta reconoció ese punto al decir: “Ustedes estudian con

diligencia las Escrituras” (Juan 5:39, NVI). Pero continuó

diciendo que su estudio de las Escrituras debería haberlos

llevado al Mesías vivo que estaba ante ellos:

“Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que

en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan

testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida”

(Juan 5:39-40).

Si bien los fariseos eran expertos de la Biblia, obviamente

no estaban basando su fe y su práctica en la autoridad de la

Palabra de Dios. Encontramos que esto es cierto cuando Jesús les

pregunta: “¿Nunca leísteis? ¿Nunca leísteis las Escrituras?” Si

las Escrituras hubieran sido la autoridad final de los fariseos,

no habrían cuestionado a Jesús como lo hicieron. Había muchas

prácticas de los fariseos que claramente demostraban que no se

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30

habían dado cuenta de cuál era el verdadero espíritu de la Ley

de Dios.

Por ejemplo, Jesús estaba caminando por unos sembrados con

sus discípulos. Sus discípulos tenían hambre y comieron algunas

espigas mientras iban caminando con Jesús. Era el día de reposo,

y los fariseos preguntaron a Jesús por qué sus discípulos

estaban quebrantando la Ley. Esta es una de esas ocasiones en

las que Jesús contestó: “¿Ni aun esto habéis leído, lo que hizo

David cuando tuvo hambre él, y los que con él estaban; cómo

entró en la casa de Dios, y tomó los panes de la proposición, de

los cuales no es lícito comer sino solo a los sacerdotes?”

(Lucas 6:3-4). Jesús citó el ejemplo de David cuando fue al

templo cuando estaba hambriento y pidió los panes de la

proposición que, según la Ley, solo les estaba permitido comer a

los sacerdotes (1 Samuel 21:1-6). El propósito de esos panes de

la proposición era similar a la parte del Padrenuestro que dice:

“El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy” (Mateo 6:11). Los

panes de la proposición eran un símbolo litúrgico que

representaba la promesa de que Dios siempre suplirá nuestras

necesidades diarias.

En otra ocasión, los fariseos estaban discutiendo acerca

del matrimonio con Jesús, con la esperanza de atraparlo en una

contradicción con la ley de Moisés. Sabían que Él enseñaba la

indisolubilidad del matrimonio. Confrontaron a Jesús con el

argumento de que Moisés había permitido al hombre dar a su

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esposa un certificado de divorcio. Si Jesús contradecía a

Moisés, los fariseos podrían desacreditarlo, pero Jesús

respondió nuevamente: “¿No habéis leído que el que los hizo al

principio, varón y hembra los hizo, y dijo: Por esto el hombre

dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una

sola carne?... Por la dureza de vuestro corazón Moisés os

permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue

así” (Mateo 19:4-5, 8).

Jesús los llevaba invariablemente de vuelta a las

Escrituras para demostrar que el permiso de divorcio de Moisés

fue dado solo porque los corazones de los hombres estaban

endurecidos hacia sus esposas. El certificado de divorcio daba

derecho a una mujer a un acuerdo y a algunos derechos. Moisés

emitió su decreto de divorcio porque los hombres habían estado

abandonando a sus esposas sin sostenerlas de alguna forma. Esto

era lo que querían decir Moisés y Jesús con relación a la dureza

del corazón de los hombres.

Cuando Jesús declaró que no iba cambiar una jota ni una

tilde de la ley de Dios y de Moisés sino que la cumpliría,

quería decir que la Palabra de Dios era la base de todo lo que

Él enseñaba. Jesús demostró que las Escrituras eran su autoridad

final para la fe y la práctica, y esta pregunta que le gustaba

hacerles a los fariseos los confrontaba con el hecho de que las

Escrituras no eran la autoridad final para las acciones de

ellos. Sus prácticas, sus valores y sus sermones demostraban que

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eran sus tradiciones la autoridad final de su fe y su práctica.

Si hubieran creído y entendido las Escrituras, no habrían

cuestionado las enseñanzas y las acciones de Jesús tan

contundentemente.

¿Dice usted lo mismo que decía Jesús acerca de las

Escrituras? ¿Demuestra usted a través de sus valores, sus

palabras y su vida que la Palabra de Dios es su autoridad final

para la fe y la práctica? Hoy vivimos en culturas que no tienen

ninguna brújula moral, ningún absoluto moral con el cual

confrontar nuestras preguntas morales y éticas. Hoy, están

tomando decisiones que tienen consecuencias morales y éticas muy

serias, personas que no tienen ningún patrón absoluto y

autorizado para guiar esas decisiones. En ningún otro momento ha

sido más importante confesar el valor que Jesús asignaba a la

Palabra de Dios. Hay una gran necesidad de desafiar a los que

toman estas decisiones hoy con la pregunta de Jesús: “¿Nunca

leísteis en las Escrituras?”

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Capítulo 9

Obediencia

La adversidad y los tiempos difíciles son inevitables en

esta vida. No podemos escapar de ellos. Forman parte de nuestras

vidas diarias, porque vivimos en un mundo caído. Pero, si bien

no podemos controlar si hemos de enfrentar la adversidad o no,

sí podemos controlar cómo respondemos a las dificultades que

enfrentemos. La forma en que respondemos está determinada por

nuestro sistema de creencias, así como Jesús enseñó en su

conclusión del Sermón del Monte: “Cualquiera, pues, que me oye

estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente,

que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron

ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no

cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que

me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre

insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió

lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu

contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina” (Mateo 7:24-

27).

Aquí Jesús traza el perfil de dos hombres: uno que edificó

su casa sobre la roca, y otro que edificó su casa sobre la

arena. Ambos enfrentaron la misma tormenta, con su lluvia,

inundaciones y viento, pero solo la casa edificada sobre la roca

permaneció firme. Aprendemos de esta historia que toda la

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humanidad enfrentará la adversidad; todos los hombres

experimentan tormentas, no importa qué tipo de casas edifiquen.

La pregunta es: ¿les permitirá la casa que edifican sobrevivir a

sus tormentas? La principal diferencia entre estos dos hombres

es cómo y dónde edificaron su casa.

Jesús interpretó esta metáfora para nosotros. Dijo que el

hombre prudente fue el que oyó las enseñanzas de Jesús y les

hizo caso (24), en tanto que el hombre insensato fue el que oyó

las mismas enseñanzas y escogió no hacer nada en cuanto a

aplicar las enseñanzas de Jesús a su vida (26). Oír las palabras

de Jesús no hizo que la casa fuera fuerte, porque los dos

hombres las oyeron. Fue la aplicación de las palabras de Jesús a

la vida lo que hizo la diferencia. La roca sobre la cual edificó

su casa (vida) el hombre prudente no consistió en oír, entender,

memorizar, citar o aun enseñar las palabras de Jesús a otros. La

sabiduría es el conocimiento aplicado. Este hombre prudente (o

sabio) entiende esto, así que aplica las palabras de Jesús a su

vida. Cuando llegan las tormentas, como le ocurre a cada uno de

nosotros, su sistema de creencias es la aplicación de lo que oyó

enseñar a Jesús. Esto es lo que le permite capear sus

temporales.

Justo después de terminar el Sermón del Monte, Jesús cruzó

el mar de Galilea con sus apóstoles. En medio del cruce se

enfrentaron a una gran tormenta. Los apóstoles estaban llenos de

pánico, pero encontraron que Jesús dormía: “Y vinieron sus

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35

discípulos y le despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que

perecemos! Él les dijo: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?

Entonces, levantándose, reprendió a los vientos y al mar; y se

hizo grande bonanza” (Mateo 8:25-27; Marcos 4:40).

En esta historia tenemos una gran tempestad, una gran calma

y, entre estos dos extremos, oímos una gran pregunta de Jesús:

“¿Cómo no tenéis fe?” En esta historia de la tormenta, los

apóstoles eran el hombre insensato que edificó su casa sobre la

arena. Cuando llegó la tormenta y golpeó contra su casa, esta se

derrumbó. Cuando llegó la tormenta para golpear su barco, su fe

se derrumbó. Eran insensatos porque habían oído las palabras de

Jesús, pero no las habían puesto en práctica. No relacionaron lo

que creían (que Jesús era quien decía ser y nunca dejaría que

ese bote se hundiera), con lo que hacían en la realidad.

¡Entraron en pánico! Se enfrentaron a la adversidad y su sistema

de creencias no era el fundamento de roca sólida del hombre

prudente sino el fundamento arenoso del hombre insensato de la

metáfora de Jesús.

Jesús nunca prometió que seguirlo nos libraría de la

adversidad. Por cierto, dijo que a menudo nos traería mayor

adversidad: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he

vencido al mundo” (Juan 16:33). Pero Jesús sí prometió que

quienes oyeran sus palabras y las aplicaran en una gran tormenta

verían cómo su gran tormenta se convertiría en una gran bonanza.

Jesús también prometió que encontrarían que sus casas eran

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36

suficientemente fuertes como para soportar las tormentas de la

vida. Pero la condición sobre la que está basada esa promesa es

que tenemos que dejar que sus palabras penetren en nuestras

vidas y cambien la forma en que vivimos. Debemos crecer más allá

de simplemente oír y entender lo que Jesús enseñaba, a hacer que

sus enseñanzas se conviertan en una parte vital de nuestras

vidas.

Capítulo 10

Personas que sufren

Jesús asignaba un gran valor a las personas; especialmente

aquellas que estaban sufriendo y necesitaban sanidad, tanto

física como espiritual. Leemos de numerosas ocasiones que Jesús

fue movido a la compasión para sanar a personas que la sociedad

había descartado: cuando tocó los ojos de dos ciegos que estaban

clamando por sanidad, aunque les decían que se callaran (Mateo

20:29-34), cuando extendió su mano para sanar a un leproso que

se acercó a Él, aunque los leprosos eran considerados parias e

impuros (Marcos 1:40-42), cuando restauró la mano seca de un

hombre en un templo en el día de reposo, aunque los fariseos

conspiraron contra Él por hacerlo (Marcos 3:1-6). Estas

circunstancias hablan de cómo Jesús fue movido a la compasión

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por las personas que sufrían y se apenó por la dureza de los

corazones de la mayoría de los hombres.

Jesús no solo tuvo compasión por las personas con las que

se cruzaba en su camino, sino también por multitudes enteras de

personas que lo seguían: “Recorría Jesús todas las ciudades y

aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el

evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia

en el pueblo.

“Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque

estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen

pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es

mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies,

que envíe obreros a su mies” (Mateo 9:35-38).

Las palabras griegas en este texto sugieren que todo el

cuerpo de Jesús se convulsionó con sollozos cuando vio las

multitudes, tan grande era su compasión por ellas. Pero Él no

solo fue movido a la compasión por estas personas sufrientes

sino que también estaba formulando una estrategia específica

para ayudarlas en su necesidad; una estrategia que involucraba a

sus discípulos.

Cada vez que Jesús veía el dolor de las multitudes,

intensificaba la capacitación de sus discípulos. Dijo a los

apóstoles en el pasaje anterior: “La mies es mucha, mas los

obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe

obreros a su mies.” Al concluir el cuarto capítulo de Mateo,

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leemos que grandes multitudes estaban acudiendo a Él de varios

países. Cuando se había reunido una multitud muy grande, invitó

a varios discípulos a subir a un monte y llevó a cabo un retiro

durante el cual reclutó a los doce apóstoles. Cada vez que veía

esas multitudes, intensificaba su capacitación de esos doce

hombres.

En Mateo 14 y 15 encontramos los relatos de Jesús cuando

dio de comer a los cinco mil y a los cuatro mil. Leemos que

“tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban

enfermos” (14:14), y que tuvo compasión de la gente, porque ya

hacía tres días que estaban con Él, y no tenían qué comer

(15:32). En ambas ocasiones, Jesús instruyó a los discípulos que

alimentaran a la gente con unos pocos pescados y panes que

multiplicó hasta que alimentaron a miles de personas

hambrientas.

Estos pasajes nos dan no solo relatos de dos de los grandes

milagros de Jesús sino también su visión misionera. Jesús colocó

a sus discípulos estratégicamente entre Él y las multitudes, y

pasó su provisión a las multitudes a través de las manos de

ellos. Y esa es justamente la forma en que Cristo quiere suplir

las necesidades de todas las personas que sufren en este mundo:

quiere pasarse a sí mismo, el Pan de Vida, a las personas que

sufren en el mundo a través de las manos de su iglesia.

¿Es usted como una de las personas sufrientes de estas

multitudes que solo quiere acercarse lo suficiente a Jesús como

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para que Él le pase el “Pan” que es Él a usted? Que su corazón

se conmueva al saber que usted es el propósito por el cual Él

vino y por el cual Él vive en y a través de su iglesia hoy. Él

quiere tocar los corazones de personas como usted.

A cambio, ¿está usted dispuesto a confesar el valor que

Jesús asignaba a las demás personas sufrientes de este mundo? A

diferencia de la dirigencia religiosa, que no podía comprender

los sentimientos de amor y compasión para con los necesitados,

Jesús estaba motivado para encontrarse con las personas justo

donde lo necesitaban. Y Él nos desafía a nosotros, sus

discípulos, a decir lo mismo que dice Él acerca del valor de

alimentar a las personas hambrientas y heridas con el Pan de

Vida.

La próxima vez que su vida se tope con una persona

hambrienta y que sufre, recuerde el valor que Jesús asignaba a

ella y pida al Cristo resucitado y viviente que transmita el

amor, la luz y la vida que es Él a ella, a través de usted.

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Capítulo 11

“Yo soy”

El Evangelio de Juan es una biografía de Cristo que hace

énfasis en lo que Él tenía para decir de sí mismo y de su misión

en este mundo. En dicho Evangelio podemos considerar estas

declaraciones de Jesús acerca de su misión y luego podemos

contestar una pregunta que Él hizo a sus discípulos: “¿Y

vosotros, quién decís que soy?” Una vez que hagamos esto, si

decimos lo mismo de Jesús que Él dijo de sí mismo, realmente

estamos confesando a Jesucristo.

Ya hemos aprendido que en el tercer capítulo del Evangelio

de Juan, Jesús se llamó a sí mismo el único Hijo de Dios, la

única Solución de Dios al problema del pecado, y el único

Salvador de Dios para el mundo en general, y para usted y yo en

particular. Si queremos que Él sea nuestro Salvador, debemos

confesar aquellos valores que Jesús se asignó a sí mismo.

En el siguiente capítulo del Evangelio de Juan leemos el

relato de cuando Cristo habló con una mujer en el pozo de Sicar,

en Siquem, en el corazón de Samaria. Cuando ella lo cuestionó

porque Él, un hombre judío, estaba hablando con ella, una mujer

samaritana, Él contestó: “Si conocieras el don de Dios, y quién

es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría

agua viva” (Juan 4:10).

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La mujer preguntó a Jesús si Él era mayor que su antepasado

Jacob, que les había dado el pozo, y Él le dijo: “Cualquiera que

bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere

del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás” (vv. 13-14). Como

ella pensó que su poder de dar esta clase de agua lo convertía

en alguien más grande que un mero hombre, y como Él acertó en

decirle que ella no tenía ningún esposo y que había tenido cinco

esposos, lo llamó profeta (19).

Jesús siguió intrigándola con las respuestas a sus

preguntas hasta que ella finalmente mencionó al Mesías: “Sé que

ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos

declarará todas las cosas” (25). Jesús le contestó: “Yo soy, el

que habla contigo” (26).

Más tarde, tanto la mujer como algunos hombres samaritanos

que ella conocía confesaron que Jesús era el Cristo: “Ya no

creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos

oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del

mundo, el Cristo” (42). Confesaron (dijeron lo mismo acerca de)

el valor que Jesús se atribuyó a sí mismo cuando habló con la

mujer samaritana, confesando que Él era el Mesías, el Cristo, el

(único) Salvador del mundo.

¿Qué significó para esta mujer cuando se dio cuenta de que

estaba hablando con el Mesías? Nuestra pregunta se contesta

cuando leemos que dejó su vasija de agua (la razón por la que

había venido al pozo en primer lugar) y fue a la ciudad para

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hablar a los hombres de Él. En esa cultura, era insólito que una

mujer hablara a un hombre acerca de cualquier cosa. Aun la misma

mujer se asombró que Jesús le hablara a ella, una mujer de

Samaria. ¿Podría ser que esa mujer conociera a estos hombres

porque tenía una relación “profesional” con ellos? Jesús nos

dice que Él no vino a este mundo para los justos sino para los

pecadores (Mateo 9:13).

La respuesta de la mujer a su encuentro con Jesús nos

desafía a pensar en nuestra propia respuesta a las afirmaciones

de Jesús en el Evangelio de Juan. Jesús dijo a la mujer que si

tuviera alguna idea de quién era el que le pedía un sorbo de

agua, ella le pediría un sorbo de agua de vida. Como aplicación,

esto debería desafiarnos cada vez que oramos. Cuando oramos,

estamos hablando con el Dios todopoderoso mismo. Si creemos que

estamos hablando con el Dios todopoderoso, ¿qué deberíamos

pedirle?

Jesús sigue contándonos quién es Él y por qué vino a este

mundo, a lo largo del Evangelio de Juan. Hasta llega a decir que

Él es igual que Dios, cuando dice que puede hacer todo lo que

puede hacer Dios: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo,

sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace,

también lo hace el Hijo igualmente” (5:19). Esto incluye

resucitar a los muertos, algo que solo Dios puede hacer.

Si alguien dice ser igual a Dios, las personas que lo

rodean preguntarán, naturalmente: “¿Puedes hacer lo que puede

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43

hacer Dios?” Jesús contestó “sí” a esta pregunta, y demostró su

afirmación. Jesús ciertamente resucitó a los muertos y, por

tanto, demostró su igualdad con Dios y su afirmación de que

podría hacer las cosas que solo Dios podía hacer. Según estos

líderes religiosos, Jesús había dicho que era igual a Dios (Juan

5:18).

Cuando este diálogo, que Juan comienza a registrar en el

quinto capítulo de su Evangelio, llega a su punto culminante,

hacia el final del octavo capítulo del Evangelio, Juan nos dice

que el enfrentamiento entre Jesús y la dirigencia religiosa se

convirtió en una hostilidad abierta. Llegaron a tomar piedras

para apedrear a Jesús cuando habló de Abraham como si lo

conociera. Esto impulsó a los líderes religiosos a preguntar a

Jesús: “Aun no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?

Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham

fuese, yo soy” (Juan 8:57-58).

No había ninguna duda en las mentes de los líderes

religiosos acerca de lo que Jesús decía ser. Los líderes

religiosos de nuestro tiempo cuestionan seriamente estas

afirmaciones de Jesús. Alguien ha dicho: “Yo creo que Él es,

mientras que ellos ni siquiera están seguros de que Él fue. Y

mientras ellos no están ni siquiera seguros de que Él hizo, yo

sé que Él aún hace.” Escuche solo algunas de estas afirmaciones

de Jesús, lea el Evangelio de Juan, y luego decida por usted

mismo lo que cree acerca de estas afirmaciones de Jesús en el

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

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Evangelio de Juan. En 10:30, dijo: “Yo y el Padre uno somos.” En

el capítulo 14, respondió al pedido de Felipe de ver al Padre

diciendo: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me

has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al

Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstrame el Padre?... Creedme que

yo soy en el Padre, y el Padre en mí” (9, 11). Cuando hace esa

gran oración que Juan registra en el capítulo diecisiete de su

Evangelio, Jesús dice: “Ahora, pues, Padre, glorifícame tú para

contigo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo

fuese” (5). A lo largo de los Evangelios, y especialmente en el

Evangelio de Juan, encontramos que Jesús afirma su deidad y se

coloca en el mismo nivel del Padre.

Este hombre solo vivió hasta los treinta y tres años, pero

causó un impacto tan grande en este mundo que por dos milenios

la historia humana se ha dividido en dos períodos: antes que Él

viviera y después.

C. S. Lewis, el gran misionero a los escépticos y

apologista de nuestra fe, nos dijo esencialmente que cuando

consideramos las afirmaciones de Jesús nos encontramos con solo

tres opciones: tenemos que estar de acuerdo con Jesús y llamarlo

quien Él dijo que era, o tenemos que llamarlo mentiroso o loco.

Cuando usted ha evaluado cuidadosamente todas estas afirmaciones

de Jesús, no es intelectualmente honesto decir que Jesús no fue

quien dijo ser sino que fue un gran hombre y un gran maestro.

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

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Jesús dijo ser el Hijo de Dios, igual al Padre, y el único

a través de quien podemos recibir salvación y vida eterna. Si

usted no confiesa el valor que Jesús se asignó a sí mismo, debe

decidir que Él era un fraude o el peor impostor que este mundo

haya conocido jamás. O puede ser amable y decir que era un loco.

Pero, ¿quién dice usted que es Él? ¿Está de acuerdo con que

fue lo que dijo ser? ¿Confesará usted el valor que Jesucristo se

asignó a sí mismo y lo llamará su Señor hoy?

Capítulo 12

Comunión con el Padre

Jesús estaba en comunión constante con Dios el Padre. Solía

levantarse temprano y pasaba tiempo en soledad orando al Padre.

A menudo hablaba de hacer solo lo que el Padre le decía que

hiciera. Su comunión con el Padre era continua e íntima. El

punto más intenso de su sufrimiento en la cruz fue cuando su

comunión con su Padre se rompió porque literalmente se convirtió

en pecado por nosotros y su Padre aparentemente no pudo tener

comunión con Él (Marcos 15:34; 2 Corintios 5:21; Isaías 53:5-

6).

En la oración final de Cristo en el huerto de Getsemaní,

leemos que el propósito de su venida a la tierra y de su muerte

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por nuestros pecados fue, en primer lugar, que nosotros también

pudiéramos tener comunión con el Padre: “Esta es la vida eterna:

que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a

quien has enviado” (Juan 17:3).

Para identificar el valor de esta comunión con el Padre, en

un momento de su ministerio Jesús contó una parábola: “Un hombre

hizo una gran cena, y convidó a muchos. Y a la hora de la cena

envió a su siervo a decir a los convidados: Venid, que ya todo

está preparado. Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero

dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego

que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y

voy a probarlos; te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo de

casarme, y por tanto no puedo ir.

“Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor.

Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Vé

pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a

los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el

siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo

el señor al siervo: Vé por los caminos y por los vallados, y

fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo

que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará

mi cena” (Lucas 14:16-24).

En aquellos días y en aquella cultura, la comida

simbolizaba la comunión. No había mayor comunión que la que se

experimentada cuando uno era invitado a partir el pan en la casa

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

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de un amigo, familiar o alguien que lo invitaba a su mesa. En la

hermosa metáfora del último libro de la Biblia, Jesús nos dice

que está parado afuera de la puerta de nuestras vidas, golpeando

pacientemente, porque quiere que abramos la puerta y lo

invitemos a entrar, para que pueda cenar con nosotros

(Apocalipsis 3:20).

Esta parábola representa el valor que Jesús asignó a la

comunión con Dios. Nos cuenta la historia del señor de una

familia –Dios–, que desea abrir de par en par las puertas de su

hogar para un banquete. Los que él ha invitado a la fiesta

rechazan todas sus invitaciones. Sus excusas son que han

comprado una propiedad y deben verla. (Parece extraño que

compren una propiedad que no han visto.) Esto probablemente

significa que quieren ir a ver esta propiedad ahora que son sus

propietarios. La esencia de esta excusa podría ser que las cosas

de este mundo son más importantes que la comunión con Dios.

Otra excusa es que han comprado cinco yuntas (pares) de

bueyes y deben probarlos. Cinco parejas de bueyes representarían

la agricultura a gran escala. Dado que los bueyes simbolizaban

el trabajo, esta excusa parece ser que “no puedo ir por mi

trabajo”.

Una tercera excusa es que “me acabo de casar y no puedo

ir”. La traducción (inglesa) de Phillips lo amplía: “Me acabo de

casar y estoy seguro que usted entenderá por qué no puedo ir”

(Lucas 14:20). En respuesta a que todas sus invitaciones a la

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cena han sido rechazadas, el señor de esta casa se enoja y dice

a su siervo que vaya a la ciudad y que invite a todos los que

están enfermos y tullidos para que se unan a él en la fiesta;

personas que jamás podrían devolverle el favor y que se habrían

visto anonadadas por el asombro ante la invitación (21-23).

Para que Dios hiciera esta invitación a la mesa de su

banquete, fue necesario que enviara a su Hijo unigénito al mundo

para morir por nuestros pecados. La tienda de adoración y el

templo de Salomón representaban las instrucciones inspiradas que

Dios dio a Moisés en las que le mostró cómo las personas

pecaminosas podrían acercarse a un Dios santo. La presencia de

Dios moraba en un compartimiento interior, y en realidad toda la

estructura de esa liturgia de adoración tenía que ver con la

forma de acercarse a la presencia de Dios. Había un velo grueso

que bloqueaba la entrada a este Lugar Santo donde moraba Dios.

Los pecadores ni siquiera se acercaban a ese Lugar Santo. Una

vez al año, mientras todo el pueblo se reunía alrededor de la

tienda de adoración, el sumo sacerdote entraba en la presencia

de Dios por el pueblo de Dios.

El templo de Salomón estaba construido según este mismo

patrón de acercamiento a Dios. En ese templo, el velo era como

un gran telón de un teatro. Cuando Jesús murió en la cruz, ese

telón se rasgó de arriba abajo, simbolizando el gran milagro de

que el pueblo de Dios ya no tenía que acercarse a Dios como Él

lo había ordenado en los tiempos del Antiguo Testamento. Uno

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pensaría que habría una estampida de personas entrando a la

presencia de Dios una vez que se hicieran conocer esas Buenas

Nuevas. Pero la parábola de Jesús nos muestra que no es éste el

caso.

Estas excusas son una forma satírica de mostrar una obvia

falta de un foco de prioridad de parte del pueblo de Dios.

Cuando estas personas dicen que no pueden ir, sus excusas en

realidad no significan que no pueden ir. Sus excusas endebles

significan que prefieren no ir porque valoran las cosas de este

mundo, su trabajo y sus relaciones humanas más que lo que

valoran la comunión con Dios.

¿Aprecia usted el valor increíble de la comunión con Dios?

¿Valora lo que le costó a Dios abrir el camino hacia la comunión

con Él? ¿Valora lo que le costó a Jesucristo poder decir a todo

el mundo: “Yo soy el camino; nadie viene al Padre, sino por mí”?

¿Confesará usted (dirá lo mismo) que Jesús acerca del valor de

la comunión con Dios?

Aquello que realmente creemos es lo que hacemos. Todo lo

demás son solo palabras religiosas. De acuerdo con la forma en

que usa su tiempo, su dinero y sus afectos, ¿confiesa usted el

valor que Jesús identificó cuando enseñó esta parábola profunda?

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Capítulo 13

El hombre del estanque

Ya hemos aprendido mucho acerca del valor que Jesús

asignaba a las personas sufrientes y enfermas de este mundo, y

cómo vino para sanar sus enfermedades y traerles restauración

espiritual. Ya he mencionado la sanidad estratégica que se

describe en el quinto capítulo del Evangelio de Juan, donde

Jesús sanó a un hombre para facilitar el diálogo con los líderes

religiosos. Si miramos más detenidamente esta sanidad,

identificaremos otro valor de Cristo que se evidencia cuando su

amor está restaurando la salud de una de las personas sufrientes

que Jesús valoraba tanto. Así describe Juan esa sanidad:

“Después de estas cosas había una fiesta de los judíos, y subió

Jesús a Jerusalén. Y hay en Jerusalén, cerca de la puerta de las

ovejas, un estanque, llamado en hebreo Betesda, el cual tiene

cinco pórticos. En éstos yacía una multitud de enfermos, ciegos,

cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua.

Porque un ángel descendía de tiempo en tiempo al estanque, y

agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después

del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad

que tuviese.

“Y había allí un hombre que hacía treinta y ocho años que

estaba enfermo. Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba

ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano? Señor, le

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respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque

cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro

desciende antes que yo. Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho,

y anda. Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho,

y anduvo” (Juan 5:1–9).

El texto original dice que esta multitud de enfermos

recostados al lado del estanque eran personas “sin poder”. Una

traducción las describe como “una gran multitud de personas

débiles”. Esperaban junto al estanque cada día porque creían en

lo que probablemente era una superstición. Cuando las aguas de

este estanque especial ondeaban, como ocurría a veces, creían

que esto significaba que un ángel había entrado al estanque, y

la primera persona enferma que entrara al estanque sería sanada.

Pero un hombre que estaba acostado junto al estanque había

estado allí por treinta y ocho años. Jesús le dio prioridad de

entre esa gran multitud de personas débiles, y le preguntó:

“¿Quieres ser sano?” El entorno del milagro plantea algunas

preguntas. De esa gran multitud de personas débiles, ¿por qué

escogió Jesús sanar solo a este hombre? ¿Por qué Jesús no sanó a

todas esas personas recostadas junto al estanque? ¿Y por qué le

preguntó Jesús a un hombre que había estado sentado junto a este

estanque por treinta y ocho años si quería ser sanado?

Los profesionales de la salud experimentados le dirán que

esta pregunta no está tan fuera de lugar como podría parecer.

Algunas personas son hipocondríacas y en realidad no quieren ser

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sanadas. La sanidad involucra más que el deseo de estar bien.

Debemos reconocer la cruda realidad de que solo el poder de

Cristo puede hacer por nosotros lo que solo el poder de Cristo

puede hacer por nosotros.

El hombre contestó que había perdido toda esperanza de ser

sanado: “Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta

en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo

voy, otro desciende antes que yo” (7).

Este hombre había perdido toda esperanza en el poder del

estanque para sanarlo. Se había dado cuenta de que nunca

llegaría al estanque antes que otro hombre por su cuenta, y que

por lo tanto el estanque nunca podría sanarlo. Al haberse dado

por vencido con relación al estanque, estaba buscando sanidad en

otro lado. Es muy posible que haya estado orando a Dios para que

lo sanara directamente, sin tener en cuenta y más allá de la

superstición impotente del estanque de Betesda. Y es ahí donde

lo encontró Jesús: esperando un milagro. Y lo encontró en Jesús.

Muchas personas buscan fuera de la caja del poder de Dios

el poder para sanar. Tienen muchos “estanques de Betesda” que no

pueden darles la sanidad integral que necesitan y que están

buscando. Se vuelven hacia el materialismo o la

autosatisfacción. Acuden a una variedad de “sanadores”, que

vienen de todas formas y tamaños, pero no acuden a Dios. Como

este hombre al lado del estanque, solo cuando miramos más allá

de nuestros “estanques de Betesda” y ponemos nuestra fe en el

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poder de Cristo podemos comenzar a ser sanados de adentro hacia

fuera de la forma que solo Cristo puede sanarnos.

La aplicación de esta historia tiene dos partes. Primero,

debemos preguntarnos si queremos ser sanados en primer lugar, y

luego si creemos que solo Cristo puede sanarnos. Segundo,

debemos preguntarnos si valoramos todas las demás personas

sufrientes e impotentes de este mundo, como hizo Jesús.

Solo unos pocos versículos antes de este pasaje encontramos

que Jesús desafía a sus discípulos a poner en acción su amor por

las personas como la mujer samaritana, que estaba lista para el

agua de vida: “¿No decís vosotros: Aún faltan cuatro meses para

que llegue la siega? He aquí os digo: Alzad vuestros ojos y

mirad los campos, porque ya están blancos para la siega” (4:35).

Hay personas en todo el mundo que están listas para recibir la

sanidad de la salvación: son como campos maduros, listos para la

cosecha. Jesús nos desafía a trabajar en esos campos, llevando

su salvación y sanidad espiritual a personas como la mujer en el

pozo y el hombre junto al estanque. ¿Confiesa usted el valor que

Jesús asignaba a las personas que sufren y que están mirando más

allá de sus pozos y sus estanques en busca de la sanidad que

solo Cristo puede traer a sus vidas?

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Capítulo 14

La comprensión de las Escrituras

Ya hemos aprendido que Jesús valoraba mucho las Escrituras.

Cuando se refería a las Escrituras, se estaba refiriendo al

Antiguo Testamento, dado que el Nuevo Testamento aún no había

sido escrito. Sus primeras palabras fueron: “Está escrito”, y su

pregunta favorita era: “¿Nunca leísteis en las Escrituras?”

No olvide observar, mientras lee los Evangelios, que Jesús

valoraba intensamente la comprensión de las Escrituras. En su

Sermón del Monte enseñó que no estaba cambiando “ni una jota ni

una tilde” del Antiguo Testamento, sino que estaba cumpliendo el

espíritu y el significado de las Escrituras. La carga de su

corazón cuando habló estas palabras era que quienes se le

unieran en ese monte comprendieran las Escrituras (Mateo 5:17-

20).

Cuando estaba trabado en un diálogo hostil con los líderes

religiosos, según registra Juan ese diálogo, uno de los primeros

temas que planteó Jesús fue la comprensión de las Escrituras

(Juan 5:39-40). Jesús elogió a los fariseos por ser expertos de

la Biblia. En esencia, les dijo: “Ustedes examinan e investigan

y diseccionan las Escrituras, pero no las comprenden. Toda la

Escritura testifica de mí, pero ustedes no quieren venir a mí

para tener vida eterna.”

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Jesús estaba diciendo a estos fariseos (y a usted y a mí),

que las Escrituras no son un libro de texto sobre los orígenes,

o una historia de la civilización. Las Escrituras son un libro

de texto sobre la salvación, y presentan el contexto histórico

en el cual esa salvación y ese Salvador llegaron al mundo.

Aprendemos de este encuentro que Jesús dijo que estos eruditos

de la Biblia nunca podrían entender las Escrituras a menos que,

o hasta que, entendieran que las Escrituras se referían a Él.

Según Jesús, las Escrituras son las palabras sagradas de Dios

con relación a la historia de la redención y el Redentor a

través de quien llegó esa redención. Las Escrituras del Antiguo

Testamento testifican acerca de Cristo y de cómo Él vino para

salvar a los hombres del pecado y reconciliarlos con Dios.

Oswald Chambers llamó al versículo 39 del quinto capítulo

del Evangelio de Juan el versículo clave de la Biblia, porque

abre nuestra comprensión de toda la Biblia. Esta verdad que

compartió Jesús con los líderes religiosos muestra la misma

carga que expresó en el Sermón del Monte: que las personas

entendieran las Escrituras.

Las últimas palabras de Jesús también hablaron del valor

que asignaba a las Escrituras. Después de su resurrección, y

antes de su ascensión, dijo a los apóstoles y a los que estaban

reunidos con Él: “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por

todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que

de él decían. (...) Estas son las palabras que os hablé, estando

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aún con vosotros; que era necesario que se cumpliese todo lo que

está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los

salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que

comprendiesen las Escrituras; y les dijo: Así está escrito, y

así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los

muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el

arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones,

comenzando desde Jerusalén” (Lucas 24:27; 44-47).

Jesús comenzó su ministerio expresando su carga de que las

Escrituras fueran comprendidas, y finalizó su ministerio

expresando esa misma carga. Sus enseñanzas y diálogos con los

que se le oponían y quienes eran sus seguidores más consagrados,

mostraron su pasión por guiar a las personas hacia la

comprensión de las Escrituras. Comenzó su ministerio

proclamando: “Está escrito” y preguntando a las personas:

“¿Nunca leísteis en las Escrituras?” Finalizó su ministerio

desafiando a los apóstoles y a sus discípulos a comprender la

clave que puede abrir su comprensión de las Escrituras: Que todo

lo que está escrito en la ley de Dios por Moisés, en los salmos

y en los profetas, tiene que ver con Él.

¿Acaso no confirma el valor que Jesús asignaba a las

Escrituras saber que, del principio al final, el énfasis de su

vida y su ministerio tuvo que ver con que las Escrituras fueran

comprendidas y aplicadas a las vidas de los hombres?

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Por supuesto, el desafío se convierte en la pregunta para

nosotros: ¿Confesamos nosotros el valor que Jesús asignaba a las

Escrituras, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, en

nuestras propias vidas? ¿Creemos que testifican acerca de la

redención de todos los hombres a través del Hijo de Dios,

Jesucristo? ¿Creemos que contestan las preguntas que tenemos

acerca de vivir la vida y vivirla bien? ¿Y somos capaces de

responder a todas las tormentas y circunstancias de nuestras

vidas en el espíritu de las primeras palabras de Cristo: “Está

escrito”?

Capítulo 15

Jesús me ama

¿Se ha preguntado alguna vez cómo sería contemplar el

rostro de Jesucristo y tener una conversación con Él? Esa sería

una experiencia que cambiaría su vida por muchas razones, pero

tal vez la razón más dinámica es el amor que usted habría visto

en ese rostro. Quienes caminaron y hablaron con Jesús estaban

convencidos de su amor por ellos, y su seguridad de este amor se

demuestra a lo largo de los cuatro Evangelios.

En el capítulo once del Juan, vemos un encuentro entre

Jesús y las dos hermanas, María y Marta, que irradia el amor que

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Jesús tenía por ellas y su hermano, Lázaro. Lázaro estaba

enfermo, y las dos mujeres mandaron a decir a Jesús,

desesperadamente: “Señor, he aquí el que amas está enfermo” (3).

La palabra que usaron para “enfermo” en su mensaje a Jesús

indicaba que su hermano se estaba muriendo.

Lázaro es descrito como un hombre al que Jesús amaba, y se

nos dice que Jesús permaneció donde estaba porque amaba a Lázaro

y a sus hermanas. Podemos imaginarnos cuánto sabían estas tres

personas que Jesús los amaba. Más tarde, después que Lázaro

murió y Jesús fue a la tumba, leemos que “Jesús lloró” (35). El

idioma original sugiere que el cuerpo de Jesús se sacudió en

sollozos por su pena, y quienes lo vieron llorar dijeron: “Mirad

cómo le amaba” (36). Era obvio no solo para María y Marta que

Jesús amaba a Lázaro, sino también para aquellos judíos que

habían venido para compartir el duelo con ellas.

En el capítulo diez del Evangelio de Marcos, leemos acerca

del joven que llamamos “el joven rico”. Este hombre se acercó a

Jesús para averiguar lo que necesitaba hacer para tener vida

eterna. El Evangelio de Marcos dice: “Entonces Jesús, mirándole,

le amó” (21). El idioma original sugiere que esta fue una mirada

profunda, una mirada fija que comunicaba un amor inquebrantable

por el joven. El joven rico no hizo lo que Jesús le dijo que

hiciera si quería hallar la vida eterna. Algunos piensan que

este joven fue el autor del Evangelio de Marcos, porque Marcos

es el único escritor de los evangelios que registra este detalle

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intrigante de la mirada fija de amor de Jesús antes que este

joven se alejara de su oportunidad para tener la vida eterna.

Una cosa podemos decir con seguridad acerca de este joven: que

supo que era amado por Jesús cuando Él lo miró fijamente y

demostró que lo amaba.

Jesús amó a todos los que se cruzaron con Él durante su

vida, aun los publicanos y los pecadores. Sabemos esto por la

forma que escogió pasar su tiempo, cenando en sus mesas y

caminando con ellos en las ciudades. Deseaba pasar tiempo con

ellos y comunicar la vida eterna que estaba disponible, no solo

para los espiritualmente privilegiados sino también para

personas pecadoras como ellos. Los que estaban en el extremo

receptor de su amor respondieron con gratitud y un asombro

anonadado, como esa mujer que cayó a sus pies y los ungió con

aceite precioso y sus propias lágrimas (Lucas 7:36-38).

Los discípulos de Jesús también sintieron su amor. El

Evangelio de Juan atestigua del amor de Cristo. Juan se llamó a

sí mismo “el discípulo al cual Jesús amaba” en varias ocasiones

en ese Evangelio (13:23; 19:26; 20:2; 21:7, 20). Juan era

plenamente consciente del hecho de que Jesús lo amaba. Sesenta

años después de caminar con Jesús como uno de los apóstoles,

Juan dedicó el último libro de la Biblia, Apocalipsis, a

Jesucristo con estas palabras: “Al que nos amó, y nos lavó de

nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes

para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de

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los siglos” (1:5-6). Jesús había dicho a los colegas de Juan en

la “Corporación de Mariscos Zebedeo” que si lo seguían los haría

pescadores de hombres. Sesenta años después, Juan dice: “nos

hizo reyes y sacerdotes.” Pero, sobre todo, ¡Juan recuerda que

“nos amó”!

Jesús amó a todos los que se cruzaron con sus tres años de

ministerio público: los pecadores y los publicanos, los ricos y

los pobres, sus amigos, sus apóstoles y discípulos; y todos

ellos sabían que eran amados. ¿Está usted consciente de la

realidad gloriosa de que Él tiene la misma calidad de amor para

usted? Hace unos años, se le preguntó a un teólogo famoso que

indicara la verdad más profunda que hubiera escuchado jamás.

Después de pensar profundamente un tiempo, contestó: “Cristo me

ama, bien lo sé; su Palabra dice así.” ¿Confiesa usted el valor

que Jesús asignaba al amor? ¿Saben las personas que se cruzan

con su vida que son amadas con un amor que viene a través de

usted pero que no es suyo?

Mi vida fue cambiada para siempre cuando comencé a pedir al

Cristo resucitado y viviente que me colocara estratégicamente

entre todo el amor que es Él y todo el dolor y las heridas de

las personas sufrientes que cruzan mi camino en cualquier día

dado. Yo le recomiendo que pida al Cristo amoroso que haga lo

mismo en usted. Cuando lo haga, descubrirá dónde está Él, y

dónde querrá pasar usted el resto de su vida.

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Capítulo 16

Ovejas perdidas

Según los cuatro Evangelios, Jesús identificó un valor

cuando estuvo de acuerdo con Isaías en que éramos como ovejas

perdidas, y que Dios es como un gran Pastor amoroso al que le

encanta buscar y recuperar sus ovejas perdidas:

“¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde

una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va

tras la que se perdió, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra,

la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a su casa, reúne a

sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he

encontrado mi oveja que se había perdido. Os digo que así habrá

más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por

noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento”

(Lucas 15:4-7).

Jesús vino al mundo para salvar personas perdidas (Lucas

19:10). Vino a traer sanidad espiritual a los que estaban

enfermos, heridos y necesitados de un médico. Pero, como hemos

visto en numerosas ocasiones, los líderes religiosos farisaicos

no se sentían cómodos con los pecadores que amaba Jesús.

Criticaban a Jesús porque pasaba tiempo con los pecadores. Se

ofendían especialmente cuando Jesús los invitaba a compartir su

compasión por esas personas perdidas y heridas.

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Parecían incapaces de ver las personas ciegas, cautivas y

de corazón quebrantado que Isaías describió en la gran profecía

que Jesús adoptó como su Manifiesto. Cuando veían a esos

pecadores que rodeaban a Jesús tan a menudo, todo lo que podían

ver era lo que para ellos eran la “masa” de pecadores y

publicanos. Jesús desafió a los fariseos y escribas a ver a

estas personas como Dios las veía.

Una de las formas en que Jesús compartió su visión con los

líderes religiosos fue decir que Dios veía a estos pecadores

como ovejas perdidas. Después de todo, el príncipe de los

profetas, Isaías, predicó que cada uno de nosotros es una oveja

perdida hasta que somos encontrados por el gran Pastor (Isaías

53:6).

Si usted se siente tan indefenso como una oveja perdida,

sepa que es muy valioso para Dios, y que Jesucristo vino a este

mundo para personas como usted. Él vino para morir por usted. Si

Jesús estuviera pasando por su pueblo hoy, probablemente

escogería pasar todo el día con usted, así como pasó todo el día

con un pecador llamado Zaqueo (Lucas 19:1-10). Él está parado a

la puerta de su vida hoy, y golpea pacientemente porque quiere

que usted abra la puerta de su vida, responda a su amor y

perdón, y lo reconozca como su Pastor (Apocalipsis 3:20).

Cuando usted se haya convertido en una de esas ovejas

perdidas que el Buen Pastor vino a buscar, ¿confesará el valor

que Cristo da a las demás ovejas perdidas que vino a buscar y

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63

salvar? Cuando Jesús reveló quién era Dios y el sistema de

valores de Dios, enseñó que Dios asigna un valor tremendo a las

personas perdidas. El Cristo resucitado y viviente quiere que

confesemos sus valores y nos unamos a Él en su gran misión de

llevar salvación a las personas perdidas y sufrientes de este

mundo.

Capítulo 17

Monedas perdidas

“El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se

había perdido” (Lucas 19:10). Ese es el versículo clave del

Evangelio de Lucas y la declaración de misión de Jesucristo. En

el capítulo quince del Evangelio de Lucas, ya hemos considerado

el valor que asignaba Jesús a las “cosas perdidas” de este

mundo. Su “parábola de las cosas perdidas” representa la

redención que Cristo vino a traer a todas las personas perdidas

del mundo. Hemos considerado esta parábola en un estudio

anterior. Usted recordará que el entorno en el cual Jesús contó

esta gran parábola eran dos círculos concéntricos de personas

que lo rodeaban. Los que estaban perdidos y deseaban

fervientemente encontrar el perdón de sus pecados habían formado

un círculo interior cerrado alrededor de Jesús, y los que eran

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fariseos santurrones y deseaban mantenerse lejos de todos los

transgresores de la Ley habían dado varios pasos hacia atrás y

habían formado un círculo mayor alrededor del círculo interior

donde los pecadores estaban siendo salvados.

Su parábola estaba dirigida al círculo exterior, porque en

ella estaba tratando de explicar al círculo exterior lo que

estaba ocurriendo en el círculo interior. También estaba

invitando al círculo exterior a participar con Él en el milagro

que estaba ocurriendo en el círculo interior. Para lograr ese

objetivo de su misión, contó algunas parábolas acerca de “cosas

perdidas”. A través de estas parábolas, los pecadores se darían

cuenta de su gran valor a los ojos de Dios, y los fariseos

comprenderían cómo el corazón amoroso de Dios desborda de amor

por todos los hombres, y se regocija cuando las vidas perdidas y

destrozadas son rescatadas a través del arrepentimiento y la

salvación.

Una de estas parábolas en Lucas 15 tiene que ver con una

moneda valiosa que había perdido una mujer y que trató de

encontrar diligentemente: “¿Qué mujer que tiene diez dracmas, si

pierde una dracma, no enciende la lámpara, y barre la casa, y

busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la encuentra,

reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque

he encontrado la dracma que había perdido. Así os digo que hay

gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se

arrepiente” (8-10).

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Fascículo 15: Los valores de Cristo Parte 1

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Algunos eruditos creen que esta moneda perdida se refiere a

una de las diez monedas que una mujer prometida usaba sobre su

frente para indicar fidelidad a su esposo. Si le era infiel,

debía quitar una de las monedas. Pero si la mujer no había sido

infiel sino que simplemente había perdido una de las monedas,

¡puede imaginarse con cuánta desesperación buscaría esa moneda!

Y puede imaginarse cuánto se regocijaría al encontrarla.

Si ese es el contexto cultural en que fue dada esta

enseñanza, y el tamiz cultural a través del cual uno debería

interpretar esta parábola, entendemos que Jesús estaba diciendo

al círculo exterior que algunas de las personas perdidas que lo

rodeaban estaban perdidas simplemente porque no podían encontrar

la dinámica espiritual para experimentar la santidad o la

santificación. No estaban perdidas en el sentido de que debían

ser despreciadas y rechazadas por el pueblo de Dios. Necesitaban

ayuda en su intento de mantener las diez monedas en su lugar en

su relación con Dios.

Esta historia es también un cuadro de la redención. Cuando

hablamos de la redención, queremos decir que algo que perteneció

una vez a alguien se perdió y luego fue recuperado, generalmente

a través del pago de un precio. En este sentido, la cosa

recuperada fue comprada dos veces: la primera vez cuando la

persona tomó posesión de ella, y luego de nuevo cuando fue

recuperada por un precio. De la misma forma, primero

pertenecimos a Dios porque Él nos hizo. Pero, debido a que el

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pecado nos separó de Dios, estuvimos perdidos para Él, y a fin

de recuperarnos, o redimirnos, Dios tenía que volver a

comprarnos; lo cual hizo, a través del sacrificio expiatorio de

su Hijo perfecto, Jesús.

Un niño construyó un barquito de juguete con su padre. Les

encantaba colocar el barquito en las aguas del océano cerca de

donde vivían. Un día, estaban haciéndolo flotar en el océano

cuando una corriente se llevó al barquito lejos de ellos, mar

adentro. Unas semanas más tarde descubrieron al barquito en la

vidriera de un negocio en la playa. Se desilusionaron cuando el

dueño insistió en que debían pagar por él. Después que lo

compraron, mientras el niño salía del negocio, le dijo a su

barquito: “Eres mío dos veces. Eres mío porque te hice, y eres

mío porque te compré.”

Esas palabras que el niño dijo a su barquito de juguete son

una buena definición de la palabra bíblica “redención”. Él había

redimido a su barquito. Así como él había hecho su barquito y

volvió a comprarlo, Dios nos hizo y nos volvió a comprar. El

precio que pagó fue la vida de su Hijo unigénito. Este concepto

de la redención está ilustrado por esta moneda que se pierde y

vuelve a recuperarse.

Al hablar a los que estaban fuera del círculo interior,

Jesús estaba diciendo a los fariseos que los pecadores que lo

rodeaban eran más que meros pecadores. Eran personas que habían

sido formadas por Dios, estaban perdidas y habían sido

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recuperadas. Y, de la misma forma en que la mujer se regocijó al

encontrar y recuperar su moneda perdida, los ángeles del cielo

se regocijaban porque estos pecadores perdidos habían vuelto a

la familia de Dios. Jesús estaba desafiando a los fariseos a

cambiar su esquema mental acerca de los pecadores de ese círculo

interior, que eran como monedas perdidas que necesitaban ser

recuperadas, y asignarles el mismo valor que Él les asignaba.

¿Es usted una moneda perdida? Si usted es una de las

monedas perdidas de este mundo, dése cuenta de que Jesucristo le

asigna un gran valor. Él está buscando diligentemente

recuperarlo y reclamarlo como suyo, y todos los ángeles del

cielo gritarán de alegría cuando eso ocurra. Si ya ha sido

encontrado y redimido, como el barquito de ese niño, ¿tiene

compasión por las demás monedas perdidas de este mundo?

¿Confiesa usted el valor que Jesús asignó a las monedas (vidas)

perdidas que necesitan ser reclamadas y restauradas a su Dios?

Capítulo 18

Hijos perdidos

Después que enseñó al círculo exterior acerca del valor de

las monedas perdidas, Jesús continuó con la parábola del hijo

pródigo: “Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a

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su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde;

y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo

todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y

allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.

“Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en

aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno

de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su

hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre

de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.

“Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi

padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me

levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra

el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo;

hazme como uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su

padre.

“Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a

misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y

el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y

ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus

siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo

en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y

matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto

era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron

a regocijarse” (Lucas 15:11–24).

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Hemos visto que el contexto de esta enseñanza cae dentro de

una conversación que Jesús estaba teniendo simultáneamente con

los pecadores y los fariseos. Mientras los fariseos estaban

perturbados por la interacción de Jesús con estos pecadores,

Jesús respondió a su enojo con un desafío. Era como si les

estuviera diciendo: “Lo único que ven ustedes aquí son pecadores

y publicanos, pero Dios ve hijos perdidos. Algunos de estos

pecadores son hijos de Dios que ejercieron su libre albedrío

para dilapidar sus vidas en el mundo. Pero Dios ha usado las

consecuencias de sus necias decisiones para traer a estos hijos

de vuelta a la casa de su Padre. Y eso es lo que importa en el

cielo. Todos los ángeles están regocijándose. ¿Por qué no se

regocijan ustedes?”

El padre en esta parábola era lo suficientemente permisivo

como para permitir a su hijo ejercer su libre albedrío, y así es

como Dios responde a nosotros. Él permite que tomemos decisiones

necias, aun cuando vayan en sentido contrario a su voluntad

directiva. Él permite las consecuencias de nuestras decisiones

necias que nos hacen recapacitar, y nos hacen regresar

decididamente a la voluntad del Padre para nuestras vidas.

Si usted es como el hijo pródigo, si ha estado en el país

lejano, malgastando su vida “viviendo perdidamente”, de forma

que su “banquete de las consecuencias” consiste en hierbas

amargas, dése cuenta de que su Padre celestial lo ama. Aun

cuando Él es lo suficientemente permisivo como para permitirle

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que tome decisiones erradas, le duele verlo malgastar tantos

años de su vida. Pero las Buenas Nuevas son que Él está

dispuesto a venir corriendo por el camino para abrazarlo

afectuosamente cuando recapacite y vuelva al hogar. Cuando aún

lo vea “de lejos”, correrá hacia usted y lo tomará en sus

brazos.

¿Confiesa usted el valor que Cristo asignó a los hijos

pródigos? Si usted no es un hijo pródigo y nunca ha sido un

pródigo en toda su vida, ¿tiene el amor de Cristo en su corazón

por los que lo son? ¿Y se llena de gozo cuando vuelven? La

dirigencia religiosa no confesaba el amor de Cristo por los

hijos pródigos de Dios. No solo se abstenían de la celebración

cuando volvían los pródigos; estaban descontentos con la

celebración. Solo podían ver publicanos y pecadores en ese

apretado círculo interior que rodeaba a Jesús.

Si estamos en contacto con el amor de Cristo que vive en

nuestros corazones hoy, descubriremos que Él nos está desafiando

a dar la bienvenida y afirmar a los hijos perdidos cuando

vuelven al hogar. Como los ángeles en el cielo, regocijémonos

cuando los hijos pródigos de Dios se arrepienten y vuelven al

hogar. Como el Padre mismo, ¡abracémoslos, dejemos a un lado sus

negativas a ser parte de la familia de Dios, pongámosles el

anillo y el vestido, y tengamos una gran celebración! Hay hijos

e hijas de Dios que estaban perdidos y han sido encontrados.

Estaban muertos, ¡pero ahora están vivos nuevamente!