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Cuaderno del Adiós

Mariela Arvelo

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Cuaderno del Adiós

Mariela Arvelo

Diseño gráfico: Gustavo A. Rodríguez

Ilustraciones: Haydee Sturhahn

Primera edición (ebook): 2017

Hecho el depósito de ley

Depósito legal: LA2017000026

ISBN: 978-980-12-9378-1

© Mariela Arvelo

Todos los derechos reservados

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Introducción

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Cuaderno del Adiós

— 7 —

Impresiones fugaces, espejismos, circunstancias ve-

nidas de lejanos tiempos, desgranadas migajas de mí

misma, sueltos retazos de mis vestidos: eso es este cua-

derno. Restos de mis memorias, estructuradas en partes

iguales entre la sombra y el rocío, guardadas en el centro

de un paisaje otoñal, que ahora se disuelve.

Reflexiones, hallazgos, textos rudimentarios de cau-

sas perdidas, restos de mis sonrisas, de mis primeras flo-

res, de los sueños que nacen en la primera franja del

olvido.

Estas son vidas mías, de las muchas mujeres que soy

yo misma. Son ejercicios literarios que ellas han dejado,

plantándose en el centro de la contienda - de sus batallas

interminables - para abrir una brecha, una salida, hacia

caminos sin maleza.

Estas son vidas mías, pergaminos antiguos que na-

die entiende, traducidos en letras que una vez se inven-

taron sobre la arena. Son espejos que cambian con la luz

del día, cuando el sol los alumbra. Son gaviotas que em-

prenden su vuelo, hacia las nubes del ocaso.

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— 8 —

Estas son impresiones de mis amaneceres peregri-

nos, de mis tardes de luna, de mis noches calladas. Son

páginas nacidas en el ritmo del viento, cuando nada se

escucha sino mi canto.

Son palabras sencillas, entretejidas con mis añoran-

zas, perfectamente unidas a mi regazo, inútilmente mías,

en los tenues colores de mi existencia.

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Remanso

para ti, en Navidad

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— 11 —

Parece que te encuentro

Parece que te encuentro en las gotas de agua, que llegan

a mis labios desde el cielo. Parece que recibo esta lloviz-

na, como regalo tuyo de Navidad.

Parece que volvimos a las tardes de otoño, cuando

corríamos felices bajo la tormenta, con los brazos alzados

y los pies descalzos, para que el mundo no nos alcanzara.

En los primeros siglos de la vida, en los primeros resplan-

dores que nos dio el lucero, allí nos cobijábamos.

Parece que me esperas en el portal del Paraíso. Pa-

rece que llegamos a encontrarnos, cuando la lluvia al-

canza nuestros besos. Cuando la lluvia nos abraza para

bendecirnos.

Luz y paz esta noche, amado mío, en el dulce re-

cuerdo.

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— 12 —

¿Por qué no vienes?

¿Por qué no vienes a quedarte? La casa está dispuesta

como te gusta. Las flores y jardines se nos muestran en su

mejor instante de plenitud. Las velas encendidas en los

candelabros. Los manjares y vinos sobre la mesa…

El arbolito y el pesebre se hallan engalanados, como

antes, para la fiesta de Año Nuevo. Y la armoniosa mú-

sica de un piano, en la salita íntima, es la protagonista

del recuerdo.

¿Por qué no vienes a buscarme ahora? Podríamos

salir hacia la brisa de la tarde, hacia los transparentes

manantiales que conocíamos, y veíamos correr. Podría-

mos salir hacia el solar remoto de los antepasados, hacia

el sol de otros tiempos, para mirar de cerca la entrada

jubilosa de los ángeles.

¿Por qué no vienes a quedarte? Los aguinaldos se

hacen presentes en otras casas del vecindario. Podríamos

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— 13 —

salir a visitar a los parientes, a llevarles regalos de dulces

y licores, a compartir momentos de sencilla alegría…

¡Avísame no más! Temprano es todavía. ¡Avísame

no más si vienes a buscarme! Y yo estaré esperándote con

mi vestido de blancos encajes, con mantilla tejida, y los

pendientes que me regalaste, cuando volviste de la mina

de oro. Y las gotas de miel que me dejaste, prendidas de

los labios, la velada encantada de la vida.

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Mariela Arvelo

— 14 —

En este deslumbrante despertar

En este deslumbrante despertar del día, aparecen come-

tas multicolores, que se elevan y danzan en el cielo, con el

viento lanzado desde el Oriente. Desde lejos parecen bri-

llantes fantasías, espejitos de luz que se desplazan, y va-

gan libremente, sobre la cinta del horizonte.

En esta solitaria pena mía, sin ti para aliviarme y

protegerme, los árboles florecen en silencio. Para no des-

pertarme, dicen ellos, y dejarme soñar un poco más. Para

llevarme adentro, un poco más adentro de la conciencia,

con los ojos dormidos y el corazón abierto a la mañana.

Nada cambia en el huerto, entre la mediatarde de

las hortalizas y las gaviotas indecisas, que no se atreven

a emprender el vuelo, para no abandonarme.

Y en esta mediavoz de mi palabra, sin ti para ali-

viarme, con la esperanza a salvo de la sombra, vivo en el

sol naciente de tu nombre.

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— 15 —

La música

La música proviene de aquel lugar privilegiado, bendeci-

do por árboles de extendida sombra, donde se anidan los

ruiseñores.

Es un lugar sagrado, iluminado con magnolias y re-

flejos de otoño, donde el sol y la luna nos bendecían desde

lejos.

La música proviene de las regiones más queridas, de

las mañanas de domingo y los ríos sigilosos del crepúscu-

lo.

La música proviene de aquellas maravillas de la

fantasía, de las preciosas notas de tu piano, de las can-

ciones que cantábamos, del amor infinito que compar-

tíamos.

La música proviene, amado mío, del refugio más

puro de tu recuerdo.

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— 16 —

Año Nuevo

¿Por qué no vienes a brindar conmigo en la copa de oro?

¿Por qué no vienes a entregarme aquellas flores de la vi-

da, dulces y perfumadas, que recogías en el camino?

¿Por qué no te adelantas a las aves sagradas, y vie-

nes a buscarme antes que ellas? No quisiera perderme

entre las multitudes alborozadas, que celebran a gritos su

felicidad. Y yo te busco a solas, llena de lágrimas.

¿Por qué no vienes a ofrecerme el regalo precioso de

tu cariño? Miro entre los reflejos del crepúsculo y no en-

cuentro tu luz, que me hace tanta falta.

¿Por qué no vienes a buscarme, para llevarme al

límite del mundo, donde inician el vuelo los espíritus?

¿Por qué no te aproximas y me tomas la mano, y

me conduces al palacio donde tú vives?

¿Por qué no estás conmigo, en esta noche de Año

Nuevo?

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— 17 —

¡No me dejes aquí!

¡No me dejes aquí! ¡No me abandones en el frío de la no-

che! ¡Llévame a conocer tesoros escondidos, desenterrados

en la selva! ¡Llévame al bosque solitario, de los pinos in-

mensos, para que nos bañemos en la fuente encantada!

¡Llévame a la mañana de las maravillas, sobre un

potro salvaje, y lleguemos al borde de los abismos, para

ver la salida del sol, del otro lado del universo!

¡Llévame a la montaña de las esmeraldas, donde vi-

ven los osos trepadores, los que lamen los pies de las niñas

pequeñas, y las enseñan a vivir arriba de los árboles!

¡Llévame al mar Caribe y al océano Atlántico, para

dormir en las arenas de los primeros navegantes, los que

llegaron a las costas con mis abuelos, y después camina-

ron, llano adentro, y hacia las inclemencias de las mon-

tañas!

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— 18 —

¡Llévame al mar de China y al mar Mediterráneo,

donde tengo mi barca solitaria y mi choza de palma que

ninguno conoce!

Y llévame a tu casa. A las claras veredas de tus te-

rrazas, al portal de jazmines, al camino secreto de los

jardines, al jagüey de tu nombre.

¡No me dejes aquí! ¡No me dejes llorar! ¡No me dejes

morir! ¡No me abandones!

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— 19 —

Dormida al lado tuyo

Dormida al lado tuyo, amado mío, entro en el universo

de los pájaros, en la pradera de los nomeolvides y las

constelaciones del invierno, que alumbran desde siempre,

nuestro viaje secreto por la orilla del mundo.

Dormida al lado tuyo, amado mío, aparecen fan-

tásticos remansos, desde donde se eleva un arco iris, en la

mañana de sol y lluvia.

Dormida al lado tuyo, amado mío, yo me siento ca-

paz de avanzar hacia el sol, al fulgor de sus rayos, que

parecen llamarme por mi nombre, desde la cumbre de la

montaña.

Y me siento capaz de hazañas generosas, como dar

de comer al solitario, dar agua a los sedientos, ayudar al

amigo y al mendigo, y amar a los demás, amado mío,

como siempre te he amado.

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— 20 —

Y me siento capaz de cumplir la promesa, de ser

una vez más ave de paso, que se eleva y no vuelve, hasta

que el cielo se detiene sobre el jardín de nuestra casa.

Dormida al lado tuyo, amado mío, yo me siento ca-

paz de enmendar mis pecados. Yo quiero perdonarme,

redimirme, ser fiel al compromiso de seguirte los pasos y

no fallarte nunca.

Dormida al lado tuyo, quiero sentir tus besos y tus

brazos. Y quiero que me escuches y recuerdes estas pala-

bras que te escribo.

He recibido el alma que me entregas. Tu corazón

me cabe entre las manos… Y dormida a tu lado, amado

mío, entro en el universo de los pájaros.

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Cuaderno del Adiós

— 21 —

No consigo escribir

No consigo escribir una sola palabra, sin que regreses a

mi recuerdo. ¿Qué debería yo hacer para quitarte de mi

conciencia y separarte al menos unas horas? ¿Qué debe-

ría yo hacer para seguir viviendo lejos de ti, sin que se

desvanezcan las promesas que una vez juramos, frente al

altar de la laguna?

Nada importan las lágrimas, cuando sigo buscán-

dote, esperándote, deseando que aparezcas en la tarde,

como simple regalo del crepúsculo. Nada importa el si-

lencio que rodea mi casa, si te consigo en la leyenda, dul-

ce y lejana, que fue profetizada para nosotros dos.

No consigo escribir un solo pensamiento que tenga

sentido. Desde que te ausentaste definitivamente, mi vi-

da se concentra en un inútil culto a las palabras que na-

da dicen. Mi vida se concentra en la mendicidad, en la

eterna orfandad donde he quedado, sin encontrar salida

ni respuesta. Eternamente tú que me haces falta, para

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— 22 —

encontrar de nuevo la luz de los candiles, el aluvión del

viento.

No consigo escribir una sola palabra, sin que tú es-

tés conmigo, aquí a mi lado. Eternamente tú desde el co-

mienzo, para escuchar las voces de mi cuaderno. Para

leerlas y aprobarlas, y socorrerlas en su gran pobreza.

Eternamente tú, para que renaciera nuestro espíri-

tu en el castillo de la buena esperanza, desde la aurora

que me prometiste, hasta mi tierra seca y sola.

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— 23 —

Hoy

Hoy me voy a quedar en la pradera de las maravillas,

donde viven los ángeles de mayo, y las flores tempranas

cantan sus amores.

Hoy me voy a sentar en la cima del mundo, y allí

me quedaré, con los ojos cerrados, hasta que venga el ca-

ballo encantado, y me lleve de prisa a tu refugio.

Hoy sentiré la brisa que me eleva la blusa, y busca-

ré campánulas de la montaña. Hoy sentiré el rocío que

me besa los labios.

Hoy la vida regresa a la esencia primera de la pri-

mavera, cuando las aves se pasean sobre la plaza de la

aldea, y se detienen en la torre de oro.

Hoy me voy a quedar en la pradera de las maravi-

llas. Por un filo de hierba, en el azul más íntimo, sobre

caballos encantados, encontraré tu luz.

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— 24 —

En el primer recuerdo

En el primer recuerdo que amanece, vuelve tu voz perdi-

da en el ocaso. Voy de prisa a buscarla y solamente en-

cuentro un reflejo de ayer, una quimera, un resplandor

dormido sobre el campo.

En el primer recuerdo que amanece, aparecen los

días venturosos, ante el altar de la cosecha. Aparecen las

piñas maduras y manojos de luz, iluminándolas. Apare-

cen guayabas y duraznos, uvas y mandarinas tornasola-

das. Aparece en mi casa toda la viña del Señor.

En el primer recuerdo que amanece, aparecen los

árboles madrugadores, los que renacen a las cinco y me-

dia, con el gallo del alba.

Renace con tu voz el sueño mío. Un resplandor

dormido sobre el campo. En el primer recuerdo que ama-

nece, me quedo con lo dulce de tus besos, en la primera

gota de rocío.

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Hallazgos

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Cuaderno del Adiós

— 27 —

He recogido días felices

He recogido días felices en mi cesto de flores. He recogido

nubes almendradas, olorosas a frutas maduras, de las que

yo vendía en el mercado. He rescatado horas de vendi-

mia, madreperlas en flor, y las he convertido en tesoros

de otoño, para que no se pierdan nunca.

He recogido vendavales, dentro del cántaro de

agua traído de la fuente. He rescatado torbellinos bajo mi

blusa de domingo. He recobrado sola los sedientos peñas-

cos, que parecían caer a pedazos sobre la tierra prometi-

da.

Y entre tantos hallazgos he encontrado la luna, que

se hallaba escondida entre las hebras de mi cabello.

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— 28 —

Navegante

Navegante en el mar de los olvidos, voy llevando mi

aliento, mi rosa redentora, hasta el confín del universo.

Voy llevando mi barca, por los surcos extraños y desco-

nocidos que parecen llamarme desde lejos. Voy llevando

mi acento hasta el final de la palabra.

Navegante en el mar que no me nombra, voy re-

mando en mi ruta hacia el vacío. Voy remando en mi ru-

ta, hacia las intemperies de la aurora, hacia el círculo

azul atrás del universo, donde no existe nada, sino la

mar y el cielo. Voy remando en mi ruta solitaria, hacia

los vendavales de la tarde.

Navegante en el mar de los olvidos, voy perdida en

las olas de purísima espuma, en el aguamarina de los

atardeceres, en el sol que se muere y que me hiere, y en el

más hondo desamparo.

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— 29 —

La bendición de Dios

La bendición de Dios deja en mi casa un precioso regalo

de aves vespertinas, recién nacidas en el campanario. Es

la noche esperada de las Siete Cabrillas, y de la luna

campesina, adornada y orlada con mantilla de oro.

La bondad de los campos llega a mi casa, con las

primeras flores de la esperanza. Se manifiesta ante el

paisaje con los árboles nuevos, amanecidos en la colina,

con la brisa que baja de la neblina, y con los colibríes de

la fuente.

La bendición de Dios llega a mi casa en las luces

más claras de la mañana. En la tinaja de agua fresca, en

los vinos traídos de la montaña y en los panes de miel y

avellanas que aparecen de pronto sobre el mantel.

La bendición de Dios, embellece los lirios de las en-

crucijadas, para que extiendan su fragancia por todos los

caminos, y su perfume llegue con el viento, hasta el jar-

dín del mundo.

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— 30 —

La bondad de los campos se hace presente, en una

cesta de hierbas aromáticas, que mi esposo ha traído has-

ta la puerta de la cabaña: hierbabuena y tomillo, romero

y albahaca, perejil y cilantro para la fiesta de los domin-

gos…

La bendición de Dios se hace presente en las frutas

maduras, que ahora resplandecen en el pequeño huerto.

En los duraznos y cerezas, las mandarinas y las fresas

que embellecen y nutren la tierra prometida.

La bondad de Jesús deja en mi casa un regalo de sol

y clavellinas.

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— 31 —

Nada más me desprendo

Nada más me desprendo de los días felices, frente al bal-

cón de los enamorados. Nada más me desprendo de las

rosas de enero, prendidas en el pelo de las hadas del mar.

Nada más me desprendo del sol inseparable de las gavio-

tas, y de los deslumbrantes amaneceres, que encienden

sus colores entre los pajonales de la comarca.

Nada más me despido de los recuerdos maravillo-

sos, que me dan el aliento para seguir el rumbo de mi in-

cierto camino. Me despido de rostros que me ayudaron,

secretos compartidos entre nosotros, los que crecimos jun-

tos y envejecimos en la ladera de la montaña.

Nada más me desprendo de las palabras generosas,

de los besos, de las puertas abiertas hacia las magnolias,

de los vinos y mieles de nuestra mesa, siempre dispuesta

para dar de comer a los hijos más tristes del horizonte.

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Nada más me despido de la gloria infinita, de las

tardes azules a la orilla del viento, de la perseverante

melancolía, de tu perfume inolvidable.

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— 33 —

Yo he detenido el fuego

Yo he detenido el fuego del meteoro de oro que cayó en mi

casa, y todavía me quema las dos manos. He detenido el

resplandor del cosmos, y las luces que nacen en cercanía

de las estrellas.

Yo he detenido las esferas girantes, que cercan las

ardientes arenas del desierto, y he detenido la espiral de

incendios, que calcinan la roca de la montaña.

Yo he detenido el bermellón naciente del horizonte,

cuando el sol baja verticalmente, en caída perfecta, sin

importarle el grito del monte quemado, ni el de los pajo-

nales que también sucumben.

Yo me siento capaz de transitar sin miedo sobre ce-

nizas todavía candentes. Parajes asfixiantes, eternamen-

te unidos a columnas de humo y de candela, que no

terminan nunca. Yo me siento capaz de caminar a solas,

sobre las claridades de los astros.

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Yo me siento capaz de encontrar los tesoros de sol-

adentro, y caminar descalza sobre tizones rojos. Chispa-

zos que me toman desprevenida y jamás se apagan.

Yo me siento capaz de deshacer el mundo con mis

manos. Todos los mundos con todos sus soles. Y sin em-

bargo temo a la llama que viene de tus pupilas. Y sin em-

bargo temo a la luz de tus ojos.

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— 35 —

Ya no me importa

Ya no me importa el fuego atrás del horizonte, por donde

voy andando sin detenerme. Solamente me importa que

sigas a mi lado, acompañando mis pisadas, en esta ruta

inesperada, que jamás termina.

Ya no me importan los fracasos, repartidos en cajas

semi destruidas, clasificadas por tamaños, de mayor a

menor. Ya no me importan los anhelos, ni los viejos ca-

prichos que se desvanecieron sobre la arena. Ni tampoco

me importan las lejanas promesas, convertidas en hojas

que se lleva el río, en su camino sin descanso.

Ya no me importa el golpe del cristal en ventanas

del viento, ni el descenso del sol hasta el agua tranquila

del remanso. Solo quiero que tengas mis manos en tus

manos, cuando se acerquen las palabras para el último

adiós.

Ya no me importa caminar a solas por este borde de

la incertidumbre. No me importa sentirme hundida en la

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— 36 —

penumbra, sumergida en los grises de la borrasca. Sola-

mente me importa que juntos compartamos el refugio

más íntimo, el refugio más nuestro de la inmensidad.

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— 37 —

Eternamente escucho

Eternamente escucho el canto vespertino de la sirena.

Transparente y liviano, como velo de novia. De una roca

a otra roca sus canciones de antaño... ¿Las recuerdas?

En la arena sin nombre de días lejanos, solíamos

perdernos para amarnos, entre palmas dispersas y cara-

colas. Entre reflejos de chubascos, recién caídos en el mar.

Eternamente siento que todavía me esperas, en las

laderas altas, custodias permanentes de nuestro encuen-

tro. Cuando ninguno conocía las razones envueltas en

nuestra historia, solamente la luna escarlata, que presi-

día los besos, todos los besos.

Eternamente el mar, que sabe los sonetos más tristes

de las olas, y ampara a los veleros que se alejan - despre-

venidos e indefensos - hacia la inmensidad de la intempe-

rie. Eternamente el mar, en la perseverancia de la

espuma, cuando baja la noche y ella alumbra el camino

silente a la nostalgia.

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— 38 —

Eternamente vuelvo a la quimera, a la ilusión per-

dida en tardes de verano. Y vuelvo al cielo aguamarina,

que parece esconderse de nosotros dos.

Eternamente escucho el canto vespertino de la sire-

na, transparente y liviano como velo de novia. ¿Lo re-

cuerdas tan bien como yo? En la playa que entiende la

soledad de nuestra pena. Eternamente escucho en las

arenas, el canto sin aliento del adiós.

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— 39 —

Permanezco callada

Permanezco callada, pensativa, cuando el campo ama-

nece bajo la lluvia. Es la hora sagrada de los antiguos

cantos y las antiguas ceremonias, entre Dios y la tierra.

Cuando se oye el acento de la verdad profunda, y una

llama de luz cruza el espacio.

Es la hora indicada que tienen las semillas, para

iniciar su ciclo alrededor del viento. Hasta que se con-

vierten en proféticos árboles, turpiales y jilgueros que

dan la vuelta al hemisferio, la vuelta a los confines, en el

preciso instante de la creación del mundo.

Permanezco callada, pensativa, cuando el campo

amanece bajo la lluvia. He de quedar inmóvil y tranqui-

la, hasta hallar los secretos que nunca consigo. Hasta en-

tender los ciclos del milagro. Hasta hallar el prodigio de

la naturaleza, perfección de su esencia, imagen y pureza

en un mágico encuentro de sol y vida.

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Mariela Arvelo

— 40 —

He de quedar callada, sin moverme, hasta entender

sus transparencias, colores y perfumes, sus fogonazos en-

sordecedores, sus mañanas de aves recién nacidas, que

miran abismadas hacia el cielo.

He de quedar callada alrededor del viento. Y cuan-

do viene el sol de la alborada, cuando se anuncia el nuevo

resplandor, para la enmarañada madreselva, la campiña

se adorna con alfombras doradas, de luz tornasolada y

terciopelo.

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Cuaderno del Adiós

— 41 —

Luna de blanca lumbre

Luna de blanca lumbre que me alumbra, en la penumbra

de la lejanía. Ha llegado el momento para la congoja, y

para los recuerdos de envejecidos campanarios, donde

solía permanecer.

He transitado sola esta amargura, sin que nadie

consiga mitigarla. Ha llegado el momento que se había

anunciado para la pesadumbre. Y yo no presentía el pró-

ximo martirio que se haría presente, bajo los vientos de

la montaña.

El horizonte rojo parece que se ha aliado, a este

verdugo de afiladas garras. A puñales clavados, a puña-

les marcados desde entonces, por los designios de la profe-

cía.

Ha llegado la tarde desgraciada, para aquella pa-

loma que se enrumbaba sola hacia las lomas más distan-

tes, atrás de la laguna, atrás de la enramada, atrás de los

linderos del camposanto.

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Mariela Arvelo

— 42 —

Un gavilán remonta mi sendero. Me sigue veloz-

mente desde lejos. Desde el inicio del verano, desde el

inicio de los tiempos que desconocen el final. Fue desig-

nado como mi verdugo y apenas hoy lo reconozco, como

ciclón inesperado. Apenas hoy miro sus ojos de colorado

fuego, que pretenden herirme, hasta despedazarme.

He mirado los ojos del gavilán verdugo. Verdugo

de mi vida y de mi suerte. Soy la paloma sola que él per-

sigue. Luna de blanca sangre me recibe. Luna de blanca

muerte.

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Cuaderno del Adiós

— 43 —

El primero de enero

El primero de enero, inicia un nuevo ciclo de las flores, en

el jardín del Paraíso. Los girasoles iluminan el cielo con

fogonazos amarillos, y hacen girar sus medallones en la

ruta del sol.

El primero de enero, vuelven los arrendajos a la

fiesta del viento, a la fiesta de historias irrepetibles, sobre

los campos. Y los pequeños ángeles del hemisferio, los que

llegan en días luminosos, pintan con sus pinceles, los

arreboles más encendidos.

El primero de enero, nacen los escenarios de los

sueños, y el teatro de la vida abre sus puertas. Y se da el

paso libre a los protagonistas de las comedias y tragedias

que anuncian los carteles de las siguientes temporadas. Se

instalan las estrellas atrás del universo, y un templo na-

carado se levanta, en la cumbre del mundo.

El primero de enero, vuelven las esperanzas a los

remotos caseríos. Vuelve la claridad a la montaña, con

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Mariela Arvelo

— 44 —

sus árboles nuevos, recién iluminados. Y el año nuevo nos

devuelve los mejores recuerdos, y el manojo de flores que

habíamos perdido.

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Cuaderno del Adiós

— 45 —

En el preciso instante

En el preciso instante que se cierra el sepulcro, surge la

claridad entre las piedras. Surge tu voz de aliento, tu pa-

labra. El milagro se cumple y la suerte se pone de mi par-

te… ¡He renacido nuevamente! ¡He logrado de nuevo la

victoria!

Necesito quedarme en el altar de los resucitados, en

la magia instantánea de la memoria, para entender de

cerca, calladamente, cuál ha sido el proyecto de mi vida,

de todas mis vidas. Para entender yo misma, dónde he

vuelto a nacer…

¿En el florido campo de los ensueños? ¿En el frágil

misterio del pensamiento? ¿Entre las sombras y las apa-

riciones, señoras invencibles de la noche? ¿En la intensa

agonía que llevo dentro? ¿En el camino nuestro de la des-

esperanza? ¿En el mismo secreto del desamparo?

En el preciso instante de las preguntas y las con-

tradicciones, surge tu voz de aliento, tu palabra… ¿Dón-

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Mariela Arvelo

— 46 —

de he vuelto a nacer? ¿Acaso entre las gotas de rocío o las

flores de mayo? ¿Acaso en este amor que por ti siento?

Dímelo tú que siempre lo has sabido todo. ¡Por Dios, dí-

melo tú! Necesito entender, para después morir…

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Cuaderno del Adiós

— 47 —

Los árboles de otoño

Los árboles de otoño, estandartes sagrados de la campiña,

no me han mentido nunca. ¡Jamás me han defraudado,

desde el lejano juramento que una vez hicimos!

Si la luna se acuna sobre ellos, en sus ramas más al-

tas, y se queda dormida frente a la puerta de mi casa, es

cosa de los árboles sagrados, maravillas que inventan so-

bre las hojas, porque ellos quieren iluminarme.

Mis dos perros aúllan en un mismo momento, con

la imagen cercana de la luna escarlata, y yo me quedo

ilusionada y agradecida, en los espacios de su luz. Mis dos

perros aúllan, ladran y se desvelan ante la luna bella, re-

clinada y dormida frente a nosotros, como reina suprema

de los astros.

Los árboles de otoño, estandartes sagrados de la

campiña, no me han mentido nunca. Siempre me han

ayudado, en el difícil trance de mi existencia. Siempre

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Mariela Arvelo

— 48 —

me han protegido, ante las fuerzas devastadoras que pa-

recen seguirme, donde quiera que vaya.

Los árboles de otoño siempre me han entendido.

Siempre me han amparado de las fieras del bosque. Y

cuando me despierto en la mañana - como si fuera tiem-

po de primavera - han llenado mi lecho de flores…

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Cuaderno del Adiós

— 49 —

Noche de tanto cielo

Noche de tanto cielo ¡Cómo quisiera conquistarte! ¡Cómo

quisiera descubrir yo misma las regiones profanas, que tú

estás empeñada en esconder!

¡Cómo quisiera distinguir las dimensiones de tu dis-

tancia, cuando levanto las dos manos para tocarte el ros-

tro y solamente encuentro una sombra vacía, anudada a

mis brazos! Únicamente queda la sensación de mar azul,

alborotando mis cabellos. Únicamente queda iluminar el

mundo con la luna de otoño.

Noche de tanta estrella, que solamente existe en

nuestros campos ¡Déjame estar contigo! Déjame recorrer

esos caminos que estaban abiertos, y que ahora se en-

cuentran sellados y cercados, con una altísima muralla.

Déjame imaginar viejos destellos, prendidos al lucero más

cercano, para traerlos a mi casa, y colocarlos en un pe-

queño cielo, improvisado frente a mi ventana…

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Mariela Arvelo

— 50 —

Noche de tanto cielo, será por siempre tuya mi úl-

tima palabra. El silencio se queda, atrapado y vencido

entre los muros del vecindario, y la reja del patio, esa que

tiene los claveles rojos, es el sitio más claro de mi recuer-

do.

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Cuaderno del Adiós

— 51 —

Bajan de enero las palomas

Bajan de enero las palomas, y en el nombre del mar me

purifican. ¡Qué sensación de bienestar y alivio, cuando

entrego mis sueños a una estela de aves, y puedo ver el

círculo de ángeles, alrededor del mar que ya me pertene-

ce!

Tengo deseos de conquistar el mundo, de liberarme

de todos los males, de caminar sin detenerme hacia el

bosque más verde y las flores más rojas del Paraíso.

Tengo deseos de renacer, de empezar otra vez, sin

equivocarme, para sentirme dueña del horizonte, de los

campos dorados que descubrí una vez, desde la altura del

castillo.

Tengo deseos de olvidar la tristeza, de arrancarla

del alma, someterla y lanzarla al vacío, donde se encuen-

tra el pozo de la amargura. ¡Nada quiero con ella! Sola-

mente deseo enterrar su presencia y estar a salvo de su

poderío.

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Mariela Arvelo

— 52 —

Tengo deseos de sumergirme en una fuente de agua

bendita, para que mis anhelos puedan encontrarme, y se

queden conmigo eternamente. Y la ilusión regrese, fresca

y lozana, hasta mi viejo corazón.

Pero nada perdura, y regresa la noche a deshojar

los pétalos. El singular hechizo se ha agotado. Vuelve la

realidad frente a mis ojos. Vuelve la soledad a mi desvelo

¡El tiempo de soñar ha terminado!

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Cuaderno del Adiós

— 53 —

Luz de luna

Luz de luna regresa, cuando vuelven las penas a invadir

mis dominios. Solas noches de enero se aproximan, y allá

vienen los ángeles para acompañarme.

Temerosa he seguido los mandatos más íntimos, los

que provienen de mi instinto, de mi desordenada fanta-

sía, y me he puesto a rezar a la orilla del mar.

El silencio concentra viejos compromisos, viejas

obligaciones por cumplir, viejas promesas muertas, bur-

ladas y botadas al vacío. Y el cielo me responde, a la hora

precisa de mi penumbra.

¡Tantas contradicciones repartidas en las lunas de

enero! ¡Tantas maneras de engañarme, yo misma por mí

misma, en esta dimensión de lo imposible!

¡Tantas veladas tristes de incertidumbre, entre el

acercamiento y el rechazo, de nuestra infortunada reali-

dad! ¡Tantas causas perdidas en la desesperanza! ¡Tantos

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Mariela Arvelo

— 54 —

deseos entregados a las manos del fuego, al azar de la

suerte, a la copa de oro que nos dio el invierno!

Este es el inventario que hoy presento, en signos re-

currentes de mi voz. Mi herencia permanente, resumen

obligado de lo que fue mi vida, hasta esta medianoche

iluminada. Solas noches de enero en ciclos de la muerte.

Luz de luna regresa, en el cuaderno del adiós.

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Cuaderno del Adiós

— 55 —

Este mar que amanece

Este mar que amanece entre nosotros, conoce las historias

pesarosas, de lo que ha sido la vida mía. Me ha escuchado

rezar, en los templos profanos de las montañas empina-

das, y me ha visto seguir adelante, en los días de aban-

dono.

Este mar que amanece, mojándome los labios, es la

primera fuerza de mi palabra. Es la ola infinita que me

sustenta y me levanta sobre los vientos, hasta hacerme

invencible, en mis anchos dominios de arena y sal.

Este mar que amanece, entre las perlas de la ma-

ñana, es una melodía de sol y viento. Es el barco de vela

que me lleva lejos, hasta el recuerdo que se va contigo.

Este mar que amanece entre nosotros, es la fuente

más pura de tus besos. Y la primera marca del sacrificio.

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Mariela Arvelo

— 56 —

Las primeras palabras

Las primeras palabras que pronuncio, las dedico esta

tarde al sol de medialuz de las espigas, el sol de mediavoz

de los remansos.

Las primeras palabras las dedico, a esa esfera ra-

diante y solitaria que no se altera nunca, que sigue eter-

namente cerrándome los ojos, cuando quiero mirarlo sin

esconderme, sin miedo de sus dardos, sin miedo a ence-

guecerme… Y a la vez languidece y se aproxima, como

fruta madura de los huertos, que ha caído en la fuente de

mi patio.

Las primeras palabras las dedico al sol de los mila-

gros, el único capaz de iluminar la senda del destino. El

único capaz de responder a las preguntas que me han

martirizado, desde que fui testigo de mi propia tristeza.

¿Qué ha de importarme el júbilo del mundo, la alga-

rabía de los pájaros, las mañanas abiertas al rocío, si sigo

en el camino de la incertidumbre, en el camino de las vo-

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Cuaderno del Adiós

— 57 —

ces que llaman y llaman sin detenerse y que me empujan

al vacío?

¿Qué ha de importarme el mar de los crepúsculos, el

que marca sus olas en los atardeceres del verano, si sus

colores ya no existen, si sus rosados y violetas ya se han

ido, han desaparecido para siempre, de la línea imprecisa

del horizonte?

Desde que fui testigo de mi propia tristeza, reco-

nozco el trayecto de los rayos más puros, que vuelven y

perduran hasta el ocaso. El sol me ha respondido en esta

tarde íngrima de mar y viento. El sol me ha bendecido.

El sol de las espigas languidece, como la fruta que

ha caído en la fuente del patio. El sol ha sucumbido.

Ofrezco mi canción de despedida al sol de los remansos.

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Mariela Arvelo

— 58 —

Una pena de amor

Una pena de amor que se detiene, en los cristales de la

medialuna. Un lucero encendido sobre la torre del cam-

panario. Un candil apagado en la mesa del cuarto. Una

flor en un vaso lleno de polvo. Una sombra que pasa, que

se va y no vuelve.

Sensaciones que vienen, imágenes confusas que apa-

recen, y luego se diluyen, se hacen transparentes, en la

penumbra del vecindario.

¡Cuántas noches calladas quedan eternizadas en es-

ta pena interminable! ¡Cuántos sueños guardados en el

baúl sagrado de las reliquias! ¡Cuántos viejos recuerdos

traídos por el viento de la nostalgia! Una pena de amor

que se agiganta, cuando cae la tarde.

Una pena de amor, como muestra tangible del

tiempo inolvidable. Una pena de amor como la ausencia

misma… Una pena de amor que representa la primera

plegaria.

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Cuaderno del Adiós

— 59 —

Entendemos la gloria, cuando vuelve la luna reden-

tora, y se queda escondida atrás de las palmeras; cuando

duermen los ángeles, junto a la fuente de agua bendita,

cuando vuelve la pena que jamás se nombra.

Pero nunca entendemos las páginas en blanco del

libro de la vida, las páginas vacías, que nunca más pue-

den llenarse.

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Mariela Arvelo

— 60 —

Una historia de amor

Una historia de amor que permanece, entre los res-

plandores del verano, y sigue floreciendo bajo las piedras,

como mágico signo de eternidad.

Una historia de amor que permanece, entre las

margaritas que no se olvidan y se quedan abiertas arriba

de los cerros, para que el viento las alumbre.

He venido dejando sombras nuestras, pisadas y ca-

ricias, cantos de mar y luna, que vagan por el huerto,

donde nos vimos por primera vez.

He venido dejando mis promesas, y las promesas

tuyas que se unieron en un sagrado compromiso - hecho

con sangre de nuestras venas - de nunca más dejarnos.

Una historia de amor que permanece, a pesar de las

ruinas que nos circundan y nos cierran el paso a todos los

caminos. Una historia de amor que permanece, a pesar

del calvario en que vivimos, a pesar del abismo que se ha

abierto y ha acrecentado la distancia.

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— 61 —

Una historia de amor que permanece, que crece y

resplandece, que se hace fuerte como torre de oro, hasta

que el tiempo la derrumba.

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Mariela Arvelo

— 62 —

El infinito crece

El infinito crece atrás de los peñascos, por donde sale el

sol. Crece en espacios privilegiados de las reliquias, donde

los peregrinos hacen sus ofrendas de gardenias y orquí-

deas, y de frutas silvestres, recogidas de prisa, en la lade-

ra de la montaña.

Se adelanta la aurora con las flores de mayo, con

las luces crecientes que iluminan las líneas del paisaje, y

los jilgueros vuelan llenos de gozo, entre un bosque fron-

doso de preciosos matices.

¿Cómo ver la señal que nos da el cielo, si nunca he-

mos querido reconocerla, ni contemplar de cerca los

grandiosos prodigios de un día luminoso?

¿Cómo ver la señal que nos da el cielo, si cerramos

los ojos y volteamos el rostro, cuando vemos de lejos la

sierra nevada, o la fresca aventura del arroyo?

El infinito crece en maravillas y nos reconciliamos

con la vida, en un instante de oración. El infinito crece

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Cuaderno del Adiós

— 63 —

cada día, y nos reconciliamos con la fiesta de paz en el

crepúsculo, con el Ave María, con las luces sagradas que

se extienden, por las inmensidades del océano.

Nos inclinamos ante el resplandor, en el momento

de la plegaria. Y regalamos flores de la aurora al Padre

Nuestro de la misericordia.

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Mariela Arvelo

— 64 —

Los primeros caminos

Los primeros caminos de la tarde llevan hacia la pena y

el olvido. ¿Cómo puedo quedarme en recuerdos sagrados –

el crucifijo de mi madre, el velón de los santos, la ofrenda

de jazmines, depositada ante el sagrario – mientras yo

permanezco vestida de negro, con el velo de duelo, con el

alma abismada y el corazón lleno de espinas?

Los primeros caminos de la tarde saben de mis ple-

garias. Saben de todas las avemarías que riego por el

campo, para que las semillas den el fruto de antes, el fru-

to necesario para dar de comer a los pequeños huérfanos.

Y la misericordia de la Virgen venga a albergarse en mi

escondido rancho de jornalera.

Los primeros caminos de la tarde reconstruyen el

templo de los peregrinos, que se ven a lo lejos, como mí-

nimos rasgos del paisaje. Reconstruyen el tiempo de las

primeras ráfagas de luz, que cayeron en medio de la ho-

jarasca, y después se esparcieron libremente, entre las

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Cuaderno del Adiós

— 65 —

gotas de rocío. Reconstruyen ausencias insustituibles,

momentos del amor irrepetibles, pisadas estampadas en

el último adiós.

La pena y el camino vagan juntos, en estas soleda-

des del olvido.

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Mariela Arvelo

— 66 —

Una lluvia de azules

Una lluvia de azules sobre mis pies descalzos. Aparece la

dueña de la primavera, con su vestido de margaritas.

Aparecen los lirios alborozados, las macetas doradas, ro-

jos inigualables que engalanan la fiesta, sobre los valles y

las colinas.

Aparecen los duendes madrugadores, buscando fan-

tasías entre la arena de los médanos. Aparece la luna re-

cién acicalada, estrenando una manta bordada,

estrenando escenario sobre los eucaliptos de la montaña.

Los campos amanecen adornando sus valles de ra-

diantes zafiros, y en cada árbol florido hay un renaci-

miento de la esperanza.

Aparece la gloria de los días felices, los retazos de

sol alcanzan los sembrados, la vida que retoña y se hace

luminosa, sobre las cintas de mi vestido.

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— 67 —

Aparece el sonido de todo lo creado. Los pajaritos

cantan canciones olvidadas en la memoria de los campe-

sinos.

Aparecen escenas encantadoras: las pastorcitas

junto a sus rebaños, las aguadoras con sus cántaros, las

lavanderas y la carga de sueños, caminando hacia el

río…

Aparezco yo misma, dejándome llevar por la bue-

naventura, dejándome cubrir por el canto del monte, por

todos los encantos.

Aparezco yo misma, dueña y señora de la primave-

ra. Dispuesta a recibir, como regalo íntimo, una lluvia de

azules sobre mis pies descalzos.

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Mariela Arvelo

— 68 —

Me estremece

Me estremece el incendio del horizonte. Los amarillos y

violetas de la madrugada suelen nublar mis ojos, me

aturden los sentidos, me confunden, y en veces me hacen

sollozar.

¿Son verdaderos los añiles, que van cambiando a

rosas y naranjas? ¿Son ciertos los granates que ahora

percibo con asombro? ¿Los había visto alguna vez, o son

visiones nuevas, escondidas y vagas en la profundidad de

mi desvelo?

¿Son acentos cambiantes, pájaros que huyen, ilusio-

nes que pasan sin detenerse? ¿Son pasiones perdidas,

vueltas al pasado? ¿Constelación de imágenes que llevo

dentro?

Me estremece el hechizo de la montaña. Esa fuerza

magnífica de girasoles que gira con el viento de la auro-

ra.

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Cuaderno del Adiós

— 69 —

Me duele la montaña, cuando la veo tan sola. Y me

estremece el grito de sus entrañas, cuando entierran los

árboles sus raíces, la penetran por dentro, hasta romper-

la entera y destrozarle el corazón.

Me estremezco en el río, en la hondura creciente de

sus caudales, en las aguas primeras del remolino, oscuro

y desafiante, donde sucumben los recuerdos míos, que

fueron maravillas del pasado.

Me estremezco en el signo del desconsuelo, en la go-

ta de luz que nunca encuentro, en la página en blanco de

mi vida, que se encuentra sellada, clausurada… Y en el

anuncio de la despedida, que es el final sin un adiós.

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Mariela Arvelo

— 70 —

Únicamente tú

Únicamente tú, en el centro del mar que no se olvida.

Allá viene la bruma, como trayendo tempestades, ali-

mentando peces recién nacidos, que no saben soñar y no

quieren morir.

La dimensión del mar arde en mis ojos. Me parte la

mirada en minúsculas gotas, donde la sal y el viento lo-

gran desvanecerme.

Los veleros florecen, como campánulas, como novias

de antaño, con sus vestidos blancos de caracolas, y sus

velos abiertos sobre los vientos de la alborada.

Únicamente el mar, en los distintos puntos del en-

tendimiento y la sabiduría de las olas, entre gaviotas de

pausado vuelo, que conducen mis pasos a la nada.

En el centro de Dios, el mar azul. Únicamente tú te

atreves a esperarme, en las eternas aguas de tu velero.

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Cuaderno del Adiós

— 71 —

Nadie sabe el secreto

Nadie sabe el secreto de la nube escarlata donde nace el

relámpago. Nadie entiende los fuegos que ella contiene, ni

la furia creciente que lleva por dentro, cuando la azota

la ventisca. Nadie sabe el secreto de sus deseos reprimi-

dos, de los tizones encendidos, cuando la nube lanza los

flechazos que atraviesan el cielo, hasta quemarlo.

Después viene el estruendo, ocasionado por el fogo-

nazo, el estampido sordo que hace aturdir al mundo, que

estremece las fibras de mis sentidos, me hace desvanecer

y perderme en el tiempo.

Nadie sabe el secreto de los truenos lejanos. Los que

derrumban los castillos y las torres de plata. Los que sa-

cuden los cimientos de la montaña más antigua, y la des-

hacen en el viento hasta pulverizarla, como si fuera un

puñado de arena, lanzado por mis manos al vacío.

Nadie sabe el secreto de la nube escarlata, cuando

se queda seca de repente, cuando se queda fría y muerta,

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Mariela Arvelo

— 72 —

cuando se queda de mentira. Yo misma de mentira, yo

misma fría y muerta, y me entrego al pasado.

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Cuaderno del Adiós

— 73 —

Esta nueva tristeza

Esta nueva tristeza me aprisiona los huesos, de una ma-

nera insoportable. Es como si quisiera devorarme viva y

dejarme sin alma, mendigando y pidiendo limosna en el

portón del templo. Es como si quisiera recoger pedazos de

mí misma, fragmentos inservibles, que han quedado re-

gados, flotando sobre el viento, incorporados a la niebla.

Esta nueva tristeza desatiende mis súplicas, le im-

portuna mi llanto, mi callado sollozo, y va posesionándo-

se de todos mis secretos, de mi sonrisa y días de gozo, de

mis sueños más puros, mis amores, y me los va mostrando

hechos migajas - desvanecidos como yo- sobre la funda de

mi almohada.

Esta nueva tristeza rompe todos los hilos de la so-

brevivencia. Rompe todos los hilos de la vida cumplida de

cualquier manera, de esta historia que acaba, que se ago-

ta, un instante cualquiera de esta noche.

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Mariela Arvelo

— 74 —

Esta luna que nace

Esta luna que nace en el camino, tiene la mansedumbre

del ocaso. Tiene la cruz de mayo en sus pupilas, y un lu-

cerito pálido estampado en la frente.

Esta luna que nace en el camino, adivina mis pasos,

y se adelanta a ellos, para alumbrar penumbras, en mis

días de abandono.

¡Vuelve, pequeña luna! Vuelve conmigo en esta tar-

de íngrima, donde tan solo queda la nostalgia. Ven a

quedarte aquí conmigo, entre las trinitarias amarillas.

Conmigo entre los pinos y los pájaros.

¡Vuelve pequeña luna! Y quédate conmigo en esta

etapa oscura de nuestra travesía. Regresa a estar conmi-

go en mi río que no corre, en mi voz que no canta, en mi

desolación que es infinita, y solamente tú me das aliento.

Esta luna que nace en el camino, viene a decirme

adiós sobre los cerros.

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Cuaderno del Adiós

— 75 —

Constelación de peces

Constelación de peces en la laguna. Una luna escarlata

transita con los vientos hacia el frío horizonte, donde solo

florecen las gotas de lluvia.

Constelación de peces en la laguna. Andan en busca

del lucero, que en veces aparece sobre las aguas. Una lu-

na escarlata los acompaña, alumbrando los cielos, hasta

que logran contemplarlo.

Una luna que nace en la orilla del río y custodia la

barca de los enamorados, por los linderos del más nunca.

Una barca a lo lejos, dejándose llevar aguas abajo

por la suave corriente. La partida secreta de los enamo-

rados. Una luna escarlata que huye con ellos, hacia la

inmensidad y la nostalgia.

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Mariela Arvelo

— 76 —

Esperando el hallazgo

Esperando el hallazgo de los primeros resplandores, me

distraigo mirando hacia el Oriente. Nada se mueve aho-

ra en la fría mañana. Cubro mis hombros con el manto y

me siento a esperar, a la orilla del río.

Una nube instantánea va cambiando de forma, y

empiezo a detallar su gran belleza. La nube es una rosa,

una imagen violeta, una paloma al vuelo, que se acerca y

se aleja de mi lado.

Yo me siento a la espera, en la orilla del río, pero

nada se mueve. Solamente la nube violeta, esa paloma al

vuelo que se aleja y se acerca, sin que yo pueda sujetarla.

Aparecen las luces sobre el río y yo las veo nacer

secretamente, junto a los lirios de agua, blancos y cando-

rosos, que han comenzado a florecer.

Todavía duerme el río y permanece inmóvil. Solo lo

siento respirar. Los árboles lo cubren discretamente, has-

ta dejarlo lleno de metales preciosos, con sus colores irre-

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Cuaderno del Adiós

— 77 —

conocibles. Yo me aparto del río, para no despertarlo y

dejarlo soñar en silencio.

La nube es una rosa, una paloma al vuelo, que se

mete en el agua llena de flores. Y la imagen violeta me

refresca los ojos con las luces y brisa del amanecer.

Esperando el hallazgo me quedo dormida, y me

quedo soñando con la luz de la vida, hasta el día que re-

gresan los resplandores.

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Mariela Arvelo

— 78 —

No me sustento

No me sustento de las gotas de agua, ni de la mar que fue

mi cuna. No me sustento del velero, ni de los marineros

que cuidaron mi sueño. Nada más me sustento de nues-

tra casa, estrenada en el tiempo de la vendimia, olorosa a

conserva recién cocida, a fruta dulce de la madre tierra.

No me sustento de los manantiales de la serranía,

ni de las garzas blancas que han bajado del cielo a beber

agua. Nada más me sustento de las tempranas alegrías

que compartimos juntos, en la ribera de la tarde.

No me sustento de la brisa, que llega hasta la puer-

ta de mi casa, para brindarme estrellas de rocío. Nada

más me sustento de las horas que pasan y que me van

llevando a tu recuerdo.

No me arrepiento de los besos que una vez me dis-

te, ni de aquella tristeza que no comprendiste, ni de aque-

llos reflejos del crepúsculo. Nada más me arrepiento de tu

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Cuaderno del Adiós

— 79 —

lejanía, de este golpe final que no da tregua, y me va

conduciendo hacia el ocaso.

No me arrepiento de las flores muertas, que arran-

co entre las piedras del camino. Nada más me arrepiento

de los versos, de los restos que quedan de mi acento, del

adiós de este amor que se ha perdido.

No me arrepiento del remanso, de las gotas de luz

que lleva hacia el océano. Nada más me arrepiento de los

mágicos fuegos que se han apagado, de las olas del mar

que me han quitado, del brillo del azul que ya no vuelve.

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Mariela Arvelo

— 80 —

Eternamente el sol

Eternamente el sol, entre las hojas secas de la enramada.

Eternamente Dios en mi camino. Eternamente busco la

dirección del horizonte, que se aleja conmigo en mi des-

tierro, hacia el allá del mundo.

Eternamente el sol, que significa el regreso del alba,

hasta mi tierra seca y sola. El regreso del alba hasta las

amapolas de la laguna.

Campanas de cristal parecen anunciar mi regreso

al pasado, a la edad de las piedras preciosas y los jardines

planetarios, cuando los días del universo eran contados

con una sola mano, y la cruz de Jesús era tan sólo una

quimera.

Eternamente el sol, que se quedaba oculto en los

días del diluvio, indefenso y pequeño, y venía a cobijarse

en mi regazo, como niño asustado, para dejar el paso a

los torrentes, ingobernables y vencedores. Eternamente el

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Cuaderno del Adiós

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sol, cuando extiendo las manos para acariciarlo, y alcan-

zo solo restos de azul encendido.

Eternamente el sol, cuando baja a dormir entre los

árboles de la cabaña, y vuelve a cobijarse en mi regazo.

Eternamente Dios en mi camino. Campanas de cristal

parecen anunciarme que he llegado al destierro del olvi-

do.

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Mariela Arvelo

— 82 —

Altas olas

Altas olas florecen en el jardín del viento, y yo juego con

ellas, desde mi barca. Andando y desandando todos los

torrentes, he logrado ubicarme en la roca más blanca de

las sirenas. Desde allí reconozco la realidad de la intem-

perie y de los fríos chubascos.

Aprendo a distinguir entre el agua violenta de la

creciente y el aguamiel que brota de los lagos; entre el

agua dorada que baja en la cascada y la espuma del mar

que me sustenta.

Desde mi barca miro, como la sal marina penetra

en las honduras de mi pequeño reino, y se vuelve castillo

y montaña de oro. Y luego se convierte en una peña de

cristal. Allí se eleva el faro que ilumina los barcos de la

noche, en la solemne calma de la sombra.

En el jardín del viento, andando y desandando to-

dos los torrentes, te he seguido esperando, amado mío. Y

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Cuaderno del Adiós

— 83 —

te miro venir hacia mi barca, entre el agua dorada que

baja en la cascada, donde florecen las altas olas.

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Mariela Arvelo

— 84 —

Con el rojo encarnado

Con el rojo encarnado del crepúsculo, vino la inmensidad

a la montaña. Llegaron los violetas de las horas más

frías, y un rosetón de luz pobló el espacio.

Los amarillos de la lontananza se volvieron presen-

cia, y una estela brillante de cornalinas, dibujó la silueta

de los cielos. Las más leves estrellas se incorporaron al

hechizo y el azul solitario se envolvió en la niebla.

Destellos de cometas aparecieron, señalando sende-

ros para los navíos, y una luna temprana, con su guir-

nalda de doncella, vino hasta el centro de mis dominios,

junto al lucero de la tarde.

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Cuaderno del Adiós

— 85 —

No comprendo el alcance

No comprendo el alcance de los fuegos de agosto. Parecen

concentrarse en el centro del mundo a fin de someterlo,

para quemarlo íntegro, y luego se detienen inexplicable-

mente, callados y tranquilos. Refrescan sus linderos, re-

frescan sus confines y logran suavizarse con la ventisca.

No comprendo el color del horizonte, cuando vuela

el crepúsculo hacia el cielo, con sus violetas y amarillos

extendidos, y los corales caen al agua, a ras de los vele-

ros.

No comprendo el alcance de tu poema. Se detiene en

mi pecho y en mi tristeza, y luego reverdece entre las flo-

res.

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Invenciones

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Cuaderno del Adiós

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He logrado vivir

He logrado vivir entre las hijas del diluvio. Aquellas que

nacieron de los chubascos y encontraron su esencia en el

arrullo de las aguas.

Juntas hemos hallado la tierra prometida, la tierra

presentida desde el inicio de las tempestades, cuando la

luna no existía, y el sol era tan solo un minúsculo signo

en el espacio. Juntas hemos hallado los arroyos de sangre

de la antigua palabra. Juntas hemos hallado los retoños

prohibidos del amor y del mal.

He logrado vivir entre las hijas del diluvio. Juntas

hemos sembrado árboles de incienso, y hemos construido

juntas las primeras moradas, para albergar a nuestros

hijos y para dar cobijo a los parientes, que han venido

llegando de más allá del tiempo, de las viejas vertientes

de seres extraños, irreconocibles, que se extinguieron an-

tes de nacer. Hemos construido juntas las primeras mo-

radas para guardar nuestros enseres. Para reunir a

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Mariela Arvelo

— 90 —

hombres y mujeres. Para guardar manzanas y serpientes

en una sola estancia, en un solo recinto, en un solo convi-

te, de una sola vez.

Desde el monte más alto del Paraíso, hemos ido mi-

rando florecer la vida: los rosales sagrados, los maizales

dorados, las mariposas y azulejos que embellecen el mun-

do y otras constelaciones del incierto universo.

He logrado vivir entre las hijas del diluvio, y he lo-

grado encontrarme con los hijos primeros del torbellino.

Los hombres que nacieron en la intemperie, con los ojos

vendados y las manos atadas a los peñascos.

He logrado vivir entre las transparencias del paisa-

je. Con ellas me desplazo hacia los horizontes más cerca-

nos, y al pozo del invierno, sereno y perfumado, donde

encuentran albergue todos los besos.

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Cuaderno del Adiós

— 91 —

He salido del centro

He salido del centro del relámpago, y llego sin premura

hasta la mar que nace en el crepúsculo. Altas cortes se

instalan en las terrazas del Paraíso, y desde allí recibo

órdenes supremas.

Me instruyen en las artes de los navegantes, para

que los proteja de cualquier diluvio, y les cante canciones

prometedoras. Me instruyen en las artes del sol naciente,

que cubre con su frente mi cuerpo desnudo.

Soy soberana de las islas, de los islotes y altas rocas,

y ya he aprendido a sumergirme en la profundidad de lo

imposible.

He salido del centro de los relámpagos y me voy

navegando hacia el hechizo del invierno. Controlo el ejer-

cicio de los veleros, marco la superficie de los afluentes, y

dirijo el destino de los remansos. Sigo en el compromiso de

las aguas más hondas.

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Mariela Arvelo

— 92 —

Nado hasta fatigarme, hasta que mi figura se hace

de nácar transparente, y me retiro al templo de corales,

antes de ir a dormir. Cuando el día amanece, sigo en el

dulce ciclo de los peces, que nadan en mi entorno. Y a la

hora más tenue de la tarde, espero la llegada de la brisa

divina…

Mi novio navegante ya ha llegado. Ha venido a

buscarme en su barco de vela. Me entrega sus amores y

brillantes tesoros, que extiende con sus manos en oros de

la arena. Mi novio navegante ya ha llegado. En la auro-

ra del mar de los enamorados, él besa, con la brisa, mi

cuerpo de sirena.

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Cuaderno del Adiós

— 93 —

Hoy recordé la historia

Hoy recordé la historia que aquella tarde me contó el

abuelo, cuando me hallaba en el lugar tranquilo…

Centenares de peces se abrían paso, bajo la luna de

la primavera, y sin saber cómo ni cuándo, su reflejo

magnífico los hacía ascender, como si fueran aves pere-

grinas.

Nadie entendía el misterio de aquellos peces-pájaros

que sumergían sus vidas en las aguas fecundas, y nada-

ban veloces entre los remolinos. Y después se elevaban,

¡oh prodigioso hechizo! estrenando su canto y sus picos de

plata, hasta alcanzar el firmamento.

Nadie entendía el portento; nadie lo comprendía, ni

sabía controlar los hilos del embrujo. Nada más una niña

que llegó en el viento, con la mirada fija en la nostalgia,

con la mirada fija en la llovizna que caía y caía.

Una niña callada, abandonada. Una niña salida de

la brisa, que renació en el aire, en las alas de tiempos in-

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Mariela Arvelo

— 94 —

memoriales, cuando los seres de la tierra aún no tenían

nombre.

Esa historia secreta prevaleció en mis sueños. Sue-

ños de aguas azules y de las elevadas serranías. Esa niña

pequeña que conocía el secreto de los pájaros-peces, esa

niña callada, abandonada… esa niña hechizada, era yo

misma.

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Cuaderno del Adiós

— 95 —

Las gacelas doradas

Las gacelas doradas se detienen en las horas tempranas

del horizonte. Ellas han presentido el derrumbe final de

nuestro tiempo, y se van alejando, por los senderos im-

previstos, hacia los montes de nublados velos, recién sali-

dos de la penumbra.

Las gacelas doradas representan las estrellas azules

del universo, las espigas de trigo que nos da el invierno, el

surco del arado, la algarabía de los pájaros y el regreso

del sol, que ya se había perdido en la profundidad de la

montaña.

Las gacelas doradas representan el regocijo de la

naturaleza, cuando se inicia el siclo de las luces más cla-

ras, sobre la torre del campanario. Y regresan volando

las palomas, en su vuelta a la vida, a la hora precisa del

ocaso.

Las gacelas doradas representan el milagro exten-

dido de la siembra, sobre los valles y las colinas. Y las ven

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Mariela Arvelo

— 96 —

alejarse las muchachas del campo, cuando vuelven del

río, con sus cántaros de agua llenos de flores.

Las gacelas doradas justifican una pequeña luz en-

tre las piedras, y el destello que viene de más allá del cie-

lo. Modifican el curso de los vientos, los que vienen del

Norte de los torbellinos, para alejar los huracanes y las

tormentas atronadoras.

Las gacelas doradas justifican la presencia del mar

bajo las olas. Cuidan la transparencia de la rosa blanca,

y el vuelo de las garzas hacia el lago escondido, que

guarda los secretos de la llanura. Y también justifican el

triunfo del amor que no se olvida y ha vuelto a renacer.

Pero ahora se detienen. Las gacelas doradas se de-

tienen en los momentos tristes del recuerdo. Ellas han

presentido la clausura final de mi sendero, la llegada

hasta el templo del olvido. Y se marchan sin verme, en las

horas tempranas del horizonte.

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Cuaderno del Adiós

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La brisa de diciembre

La brisa de diciembre trae recuerdos, vivencias y ense-

ñanzas que siempre han procedido de la primera clari-

dad del mundo. Trae perfumes nacidos en la casona de

las mandarinas y de las matas de ciruelas, llena con las

sonrisas que jamás se marchan.

La brisa de diciembre trae consigo canciones y ro-

mances de los distantes caseríos; profanas romerías de las

aldeanas jubilosas, con sus trajes de fiesta. Juglares ves-

pertinos, tradiciones y danzas, que aparecían en la plaza

del pueblo, con globos de colores, en las cambiantes horas

del crepúsculo.

La brisa de diciembre nos regala luminosos luceros

inesperados. Nos regala arrendajos para los cristales y

trinitarias para los jardines. Y tesoros queridos, testimo-

nio y presencia, de la felicidad incomparable.

Desde la lejanía, mi hermano se aproxima, y me

lleva de prisa, por las inmensidades del cariño. Hay co-

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— 98 —

metas violetas y amarillos que giran y se elevan por se-

rranías del ocaso. A caballo nos vamos. Mi hermano y yo

a caballo, hacia el pasado y la melancolía...

La brisa de diciembre trae mi infancia, mi afortu-

nada fantasía que volaba con alas en el viento. Las misas

de aguinaldo en la capilla del colegio, cantos y nacimien-

tos en la madrugada… Mis retoñadas alegrías, en ese

privilegio del pequeño pueblo.

Y la primera claridad del mundo, que nace y muere

en la casona mía, vuelve esta tarde a bendecirme.

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Cuaderno del Adiós

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Voces de mar adentro

Voces de mar adentro me han llamado, desde profundos

límites del mundo, donde peces dorados y fosforescentes

se confunden con extrañas criaturas, de cambiante for-

ma, nacidas en los tiempos del diluvio.

De prisa me he adornado con esmeraldas y conchas

marinas, y he cubierto mi pelo iridiscente con pañuelo de

algas.

Voces de mar adentro me han juzgado con la ma-

yor dureza, y solicitan mi comparecencia ante los jueces

más severos. Me presento en el sitio convenido en son de

paz, y levanto mis brazos y entrego mis adornos, como

señal de mansedumbre.

Los jueces más severos me miran a los ojos. Me desa-

fían con la mirada. Me acusan de engañarlos. De enlo-

quecer de amor a los viajeros (y a los jueces severos), con

el hechizo de mi canto. Me acusan de envolverlos, cegar-

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Mariela Arvelo

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los y perderlos, en la difusa niebla de la playa, sin libe-

rarlos nunca.

No quiero suplicar ni defenderme. Permanezco ca-

llada, abandonada ante mi suerte. ¡No puedo renegar de

mi destino! Se cumple la justicia de los mares más hondos,

desde profundos límites del mundo.

Me han sentenciado a muerte… Noche de mar

adentro, las estrellas y peces nadan juntos, hacia una

misma eternidad. ¡No quiero renegar de mi fortuna!

Mi cuerpo de sirena ya está yerto… Mi cuerpo de

sirena está extendido, en tumba de corales y de espuma.

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Una fiesta de ángeles

Una fiesta de ángeles, en las inmediaciones de los días

felices. Regresan de sembrar crisantemos silvestres y

manojos de luna bajo los árboles. Regresan de sembrar

frutos y versos, amapolas y vientos en la huerta de Dios.

Han invitado a algunos ángeles pertenecientes a

otras dimensiones, otras constelaciones intransitables,

improvisados paraísos que extienden sus dominios en el

allá del tiempo, un poco más allá de los últimos límites,

profetizados en la palabra.

Una fiesta de ángeles, en las inmediaciones del arco

iris, en el jardín de los claveles encantados, en terraza de

estrellas, que abre su ventanal hacia el verano.

Una fiesta de ángeles de cabelleras ensortijadas y

morenas, y de rostros quemados con los rayos de luz.

La música del cielo, ejecutada por imágenes que

nunca se olvidan, es música de espacios incandescentes,

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Mariela Arvelo

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canto de manantiales, de turpiales y alondras, cuando

regresan a la enramada.

Algunos invitados irrepetibles - los ángeles que lle-

gan de más allá del tiempo - se acercan a la fiesta en ca-

ballos de oro que cruzan las praderas de la inmensidad, y

se empinan y saltan sobre los muros de los siglos.

Con sus faroles encendidos, los ángeles más jóvenes

se apresuran en dar la bienvenida, mientras los ángeles

mayores, los guardianes del alba, reciben a sus huéspedes

en el cielo interior, templo de plata, bordeado de zafiros.

Vi transcurrir la fiesta de los ángeles, desde la

transparencia de una celosía. Pero fui sorprendida en el

balcón más alto del Paraíso, y solo me dio tiempo de

echar a volar. En el balcón del Paraíso, no tuve más re-

medio que salir huyendo.

Vi transcurrir la fiesta de los ángeles, y ellos me

sorprendieron en el balcón más alto. Y en mi premura

por volar huyendo ¡ay profundo dolor de mi destino! se

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Cuaderno del Adiós

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desprendieron cinco plumas, de mi pequeño cuerpo de

ave de paso.

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Mariela Arvelo

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La migaja de pan

La migaja de pan que me dejan los pájaros, basta para

nutrirme. Basta para aliviar los desengaños de mi li-

viano corazón. Y me entrega el aliento necesario que me

conduce, que me deja avanzar hacia el riachuelo, sin ser

aniquilada por el más indefenso de los rayos del sol.

Nadie me reconoce ni comprende el secreto, cuando

vuelvo a la esencia de la muchacha campesina y me visto

con falda de flores de pascua, y me pongo sandalias de

cruzadas cintas, para la Navidad de Nochebuena.

Nadie me reconoce ni comprende el secreto, cuando

conduzco mis ovejas hacia el prado más verde de la co-

marca, y regreso con ellas, tocando mis panderos por la

pradera, cuando cae la tarde en la montaña.

Nadie me reconoce cuando bailo en las fiestas de la

plazuela, y prendo en mi cabello rosas blancas, y después

voy al templo, para llevar los ramos de claveles, hasta el

altar de la virgen morena.

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Cuaderno del Adiós

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Nadie me reconoce ni comprende mi signo. Nadie

ha sabido nunca de este mágico cambio de mi espíritu.

Nadie jamás sospecha los minúsculos cauces de mi orga-

nismo, los mínimos raudales de mis caminos, la diminuta

fuente de mi suspiro, la esencia compartida con el rocío,

donde he nacido como gota de agua.

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Mariela Arvelo

— 106 —

A la margen derecha

A la margen derecha de un río luminoso, se levanta mi

casa. Los forasteros que me han visitado, dicen que en

ella sobra la melancolía, porque se me ha perdido la son-

risa y vivo sometida a la desesperanza.

Mi casa ha resistido todos los ciclos de los vendava-

les. Se encuentra a la intemperie, en el medio de un llano

desprotegido, abierto a los peligros desconocidos y los

desastres devastadores.

Mi casa cambia cada cierto tiempo, con el paso de

luna. Varían los cimientos de su estructura, reconstruye

sus techos y sus paredes y se va a otro lugar, accesible

tan solo para los buscadores de fortuna, que se presentan

en cualquier momento, sin avisarme de su llegada.

Mi casa gira con el viento, con la misma frecuen-

cia de los girasoles, y la puerta central da siempre al ho-

rizonte, que algunas veces me invita a alcanzarlo.

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Cuaderno del Adiós

— 107 —

Yo no tengo vecinos ni vecindario, ni aceras, ni

avenidas, ni calles que se cruzan en la plazuela de la igle-

sia. Ningún pueblo ni aldea viene a quedarse cerca, en

los linderos de mis dominios.

Mi casa está en el medio de la soledad, en el medio

de nada. Y ya me he acostumbrado a huir con ella, cada

vez que se acercan los vendavales, cuando se hacen oscu-

ros los nubarrones y ella propone una nueva mudanza.

Entonces iniciamos la faena: desprendemos los

cuartos y los corredores y las cuatro ventanas que dan al

patio. Desprendemos los arcos, las cornisas, pretiles y pi-

lares, y la pequeña fuente de los duendes alados. Des-

prendemos las cercas y los corrales, desprendemos las

vacas y los terneros…

Y nos vamos al fin, con nuestro cargamento, a la

margen derecha de un río luminoso, donde va a levan-

tarse mi nueva casa. Y procuro esta vez librarme de la

pena y la melancolía, y volver la mirada a la luna del

alba.

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Mariela Arvelo

— 108 —

Si yo pudiera

Si yo pudiera conseguir un momento de paz, en esta en-

loquecida algarabía que me tiene aturdida, volvería a

mis inicios de encantadora de serpientes, y sería poseedo-

ra de todos los hechizos. Olvidaría mis recientes heridas,

el dolor de mis huesos, y me iría cabalgando, atravesando

bosques y desiertos, hasta un lugar profetizado, perdido

entre los riscos, donde solo existiera el paisaje, deslum-

brante y lejano.

Allí estaría tranquila, descansaría sobre los pajona-

les, contemplando el silencio que no se olvida, mientras

arde el lucero de la mañana, para encender la lumbre.

Allí estaría tranquila, dejándome llevar hacia los sueños

incomprensibles, que ahora no logro rescatar.

Si yo pudiera liberarme de este cansancio penetran-

te, de esta desolación que llevo dentro, volvería a mis

inicios como dueña indomable de las planicies, una fuer-

za creciente que domina el ejército de mujeres salvajes,

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Cuaderno del Adiós

— 109 —

capaces de enfrentarse a las bestias temibles, recién lle-

gadas de la edad del fuego.

Si yo pudiera sosegar mi espíritu, regresaría al

momento de los primeros resplandores, cuando se abría el

universo, para darme cabida entre los astros. Regresaría

al instante de las primeras lunas, todas pequeñas e inde-

fensas, que recorrían espacios de imprecisos colores.

Si yo pudiera descorrer el velo que me separa de la

edad de oro, volvería a mis inicios de portadora de ánfo-

ras, originaria de los templos, volvería a mis inicios de

vestal, sacerdotisa iluminada, cuidadora del fuego. Vol-

vería a las hazañas de las divinidades de las aguas, que

indican con sus manos la dirección del viento y la tor-

menta.

Si yo pudiera recobrar el ímpetu, que he venido

perdiendo en tantos campos de batalla, volvería a mis

inicios de damisela de la noche, de encendido vestido en-

carnado, capaz de derrotar a dos mil combatientes, con

el único dardo de mis besos. Regresaría a mis inicios de

soberana de las esmeraldas, en escenario de gitanería, y

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Mariela Arvelo

— 110 —

bailaría para los transeúntes, la danza de la muerte y de

la vida, nacida en los terrones del camino.

Si yo pudiera destronar al tiempo, tomaría para mí

sus atributos y lo haría trabajar a mi servicio. Volvería a

mis inicios de encantadora de serpientes, sobre la tierra

seca y sola. Volvería a mis inicios de portadora de ánfo-

ras que camina hacia el templo. Volvería a mis inicios de

soberana de las esmeraldas, señora del hechizo, dueña del

mundo.

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Cuaderno del Adiós

— 111 —

El cielo se detiene

El cielo se detiene bruscamente, sin pronunciar una pala-

bra, cuando se anuncia el primer juicio.

Los ángeles murmuran, sobre los vendavales de la

montaña, sobre los cataclismos inesperados, sobre las

fuerzas destructoras, porque los condenados justifican sus

culpas, magnifican sus culpas, en un ir y venir de atroci-

dades que han sabido cumplir con la mayor destreza.

En el altar mayor, el Señor los escucha, sin pronun-

ciar una palabra.

Varios milenios pasan. Pasan vidas oscuras, varie-

dades ocultas de los primeros pecadores, mientras los án-

geles se apiadan de los caídos, los que ya se han perdido

entre los lodazales, entre los pedregales, entre los callejo-

nes sin salida, entre los callejones sin aliento, donde tiene

su asiento la penumbra.

Todo se ha detenido. El sol se desmorona y cae en

fragmentos. Revientan truenos en el firmamento. Son los

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Mariela Arvelo

— 112 —

tormentos de los condenados que en el fin de los siglos, se-

rán ajusticiados por última vez.

Páginas de los libros quedan inconclusas, llenas de

interrogantes, de verdades a medias, semi verdades. Que-

dan signos adversos y borrones, sinrazones, palabras sin

sentido que nadie nunca puede descifrar.

Los últimos capítulos del hombre que ha poblado la

tierra son voces de locura, de pisadas oscuras, de penu-

ria, de la más miserable desesperación...

Todo se ha suspendido. El sol se desmorona y cae en

fragmentos sobre los cántaros de agua. Los ángeles se

apiadan de los caídos, los que ya se han perdido, y entie-

rran sus cabezas en el lodo.

Se anuncia entonces el Juicio Final. Cuando se escu-

chan las trompetas, el cielo se detiene bruscamente. Se

parte en dos mitades, se encienden los candiles de los as-

tros y se ven las columnas del Salón del Trono…

Todo se ha suspendido. En la Cruz del altar el Señor

ha sufrido. Sin pronunciar una palabra, en el fin de los

siglos, el Señor nos perdona.

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Cuaderno del Adiós

— 113 —

Amanecen

Amanecen los sapos al descampado y la lluvia comienza

a caer, con una intensidad insospechada. Parece cosa de

otro mundo. Los chorrerones del aguacero parecen cosa

de otro mundo. Llueve torrencialmente, con agua oscura

y turbia, sobre los ranchos de palma marchita. Y las ca-

lles de tierra se van anegando de muerte y de lodo.

Los muchachos del pueblo salen alborozados de sus

viviendas. Nunca han tenido miedo de las habladurías de

los viejos enclenques y las viejitas desdentadas, que pare-

cen brujas. No quieren hacer caso de las advertencias, y

echan a correr sin mirar hacia atrás.

Corren hasta las peñas de la orilla. Se enrollan los

calzones, se quitan las franelas desteñidas, dejan sus al-

pargatas junto al río, y se meten al agua, que pasa la cin-

tura, que les pasa los hombros y les llega hasta el cuello.

Nada sospechan ellos del inmenso peligro que se ha-

ce presente, el peligro que acecha con furia creciente,

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Mariela Arvelo

— 114 —

apenas se sumergen en los pozos más escondidos y pro-

fundos.

- “ … Es que el agua brumosa que desciende a que-

bradas de engañosas pendientes, contamina los ríos” -

afirman los abuelos desesperados - “ …Y los endemoniados

remolinos se hacen ponzoñosos, envenenados y malignos

como el flujo que emana de las serpientes… Es una extra-

ña bestia la que viene, de escamados colmillos en la boca-

za abierta, cuando bajan las aguas emponzoñadas, en

quebradas oscuras de engañosas pendientes…”

Los muchachos se mofan de esos disparates y se

echan a reír. Desde lejos se escuchan sus carcajadas y sus

gritos:

- ¡Vuelve la cantinela de los viejos chiflados…!

- ¡Otra vez con el cuento de la bestia maldita …!

Los muchachos disfrutan del momento. Nunca han

tenido miedo de la vieja leyenda, y nada les preocupa. Se

encuentran divertidos, desprevenidos, inventando

proezas y maromas audaces, las más emocionantes y te-

merarias que están dispuestos a efectuar, colgados de be-

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Cuaderno del Adiós

— 115 —

jucos, en las orillas pantanosas y en las profundidades de

los pozos.

Amanecen los sapos al descampado, cuando arrecia

el torrente , con truenos y relámpagos. En un ir y venir

entre las aguas, los muchachos se asombran de la sinies-

tra oscuridad, como cobija negra y tenebrosa, que de

pronto ha bajado del cerro, hasta tapar el río.

- ¡No te veo ni me ves! Gritan entre ellos

- ¡Parece que nos cae la maldición encima!

- ¡El cuento de los viejos era verdadero!

- ¡El agua negra nos comió los ojos!

Súbitamente surge la espantosa bestia. Escamados

colmillos desde la boca abierta. Escamados colmillos que

se acercan.

Una bestia terrible asciende con las aguas del re-

molino, aguas empantanadas del remolino. Y arrastra a

los muchachos, uno a uno, a la fosa insondable del miste-

rio.

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Mariela Arvelo

— 116 —

El divino tesoro

El divino tesoro del recuerdo, con su barba de hojas y

desgastado traje de viajero, llega con su equipaje, hasta la

puerta de mi casa.

- ¿Dónde puedo alojarme? - me pregunta en voz baja,

con inocente timidez - ¿En el desván de los corotos

viejos? ¿En el escaparate del olvido? ¿Entre las ra-

mas secas de tu patio?

- Ven a ocupar mi casa entera - le digo al oído, mien-

tras lo abrazo - Invade los espacios que tú quieras.

Duerme entre mis cojines, camina libremente por

los corredores, entra en todos los cuartos, como si

fueran tuyos, come en mi mesa todas las mañanas y

comparte conmigo el instante sagrado del anoche-

cer… ¡Ven, amado recuerdo! Merendemos ahora con

dulces de guayabas y de toronjas, y otros sabores

perfumados que tenía mi infancia. Acércate a mi

lado, tómame de la mano y no te alejes nunca…

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Cuaderno del Adiós

— 117 —

El recuerdo se queda, en instancias de gratas me-

morias. Habitando conmigo entre mis cosas , mis rosas,

mis paredes, me devuelve la paz que se me había escapa-

do años atrás. Me devuelve el alivio de sentirme viva, de

tener un pasado en el cual apoyarme, de sentirme segura

de haber sobrevivido, después de tantas noches a la in-

temperie.

El recuerdo se queda en mi pequeña fuente de agua

bendita, junto a los candelabros de la vitrina y el cince-

lado aguamanil de bronce, el que ha pertenecido a la fa-

milia desde los tiempos que no se olvidan. Se queda junto

al cofre de ébano tallado, donde guardo reliquias de los

abuelos, y junto al tinajero rumoroso, que todavía destila

gotas de cristal. El recuerdo se queda junto a mi costure-

ro y mi dedal plateado, el aro de bordar, la aguja de te-

jer…

El divino tesoro del recuerdo, con su barba de hojas

y desgastado traje de viajero, se queda junto al piano de

las más entrañables melodías, entre mis sueños y mis

añoranzas.

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Mariela Arvelo

— 118 —

El recuerdo bendito regresa a mi casa. A la cesta de

mimbre, donde doblaba mis pañuelos, a las fotografías de

los paisajes viejos, a mis muñecas de papel, a mi traje de

novia que guardo todavía. Y a la pena de amor de la

ventana mía, donde me ocupo de hilvanar luceros.

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Cuaderno del Adiós

— 119 —

La cabaña

La cabaña se encuentra entre los pajonales del pensa-

miento. Huyo de mi escondite y camino hacia ella, apar-

tando figuras y molduras del medio - estatuas mutiladas

que se esfuman - para hallar un momento de sosiego.

Descalza, empantanada hasta las rodillas, atravie-

so los ríos y quebradas que obstruyen mi camino. Y me

alejo de mí.

Huele a barro de otoño, a basura quemada entre los

pozos secos, llenos de escombros. Huele a fatiga y miste-

rios insospechados, a recodos prohibidos, a la noche in-

sondable que me cierra el paso con muralla de hierro.

Voy avanzando a ciegas. Extiendo los dos brazos

para alcanzar el equilibrio, para orientarme entre tan-

tas imágenes, tantas visiones irreconocibles que llevo

aquí dentro, sin poder evitarlo, sin poder liberarme de

ellas.

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Mariela Arvelo

— 120 —

Voy avanzando a ciegas, pero al fin he llegado. La

cabaña está aquí. La percibo y la toco con mis dedos. Su

techumbre de palma, que amenaza con caerme encima.

Sus paredes de barro, partidas, resquebrajadas, destroza-

das tan solo por los malos momentos. Y una ventana semi

abierta, que asoma los secretos nunca revelados.

Empantanada hasta las rodillas, retomo mi entere-

za, mi fortaleza íntegra, y derribo la puerta, que es tan

solo un peñasco atascado en el lodo. Entro de lleno a la

oscuridad de la vivienda y me quedo de pie, sin preten-

der moverme.

Lentamente me pongo en cuclillas, cierro los ojos y

me acuesto en el suelo de paja y terrones. Huele a sangre

reseca, a restos de osamenta. Huele a gente vencida, a

martirio infinito que no tiene final. Y me quedo dormida.

Muerta.

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Cuaderno del Adiós

— 121 —

A la sagrada fuente

A la sagrada fuente de la ermita, vienen a madrugar las

muchachas del campo. Desnudas se sumergen en las

aguas heladas, recién caídas de la montaña. Después des-

aparecen. Se pierden en la ruta de los cuentos de hadas, y

no regresan más.

A la sagrada fuente de la ermita, vienen a beber

agua los pastores. Ellos sufren de amores por las mucha-

chas campesinas que no regresan más…

Y los ancianos rubios de barbas amarillas, los que

llevan milenios entre la sombra, se reúnen a hablar, a es-

cuchar, a murmurar a solas sus secretos, a sentir en su

pecho el acento del agua.

A la sagrada fuente de la ermita llegan las vacas y

los bueyes de la comarca. Llegan ovejas y carneros, cus-

todiados por niños pequeños, de calzones mojados, dobla-

dos y enrollados hasta las rodillas. Ellos montan al pelo

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Mariela Arvelo

— 122 —

los bueyes y carneros y se alejan contentos, hacia la tie-

rra prometida.

A la sagrada fuente de la ermita, llegan a beber

agua las palomas y algunos forasteros desconocidos, que

pasan en su ruta hacia lugares nunca imaginados. Se de-

tienen y rezan y se lavan el rostro con el agua bendita,

para después seguir, en busca de un destino lleno de flo-

res.

Yo soy una de ellos. Yo soy la forastera desconocida,

que paso hacia lugares nunca imaginados. A la sagrada

fuente de la ermita, vengo con mi recuerdo a consolarme,

vengo con mi tristeza a redimirme, en las heladas aguas

de la vida, recién caídas de la montaña.

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Cuaderno del Adiós

— 123 —

En la cinta dorada

En la cinta dorada del horizonte, hay pájaros rebeldes,

con alas de acero y picos de plata, y una torre escarlata,

medio destruida por el viento, que es el único templo de

la comarca.

En la torre escarlata residen tres patriarcas, tres

jefes de familia venidos de otros tiempos, de las páginas

bíblicas, quienes viven en paz su penitencia, orando, me-

ditando, arrodillados noche y día ante las ordenanzas

que señala el cielo.

En la torre escarlata se congregan de noche algunos

parroquianos, para escuchar las voces de los sabios an-

cianos, de cabellera descuidada y larguísimas túnicas de

paño violeta, que arrastran por el suelo.

Se dice que vivieron en los días del Mesías, cuando

nadie, ninguno, lo conocía ni lo reconocía… Y que las

limpias manos de los patriarcas fueron por Él tocadas y

bendecidas, junto a un olivo de Jerusalén.

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Mariela Arvelo

— 124 —

Se dice que escucharon la divina palabra del Maes-

tro, y avanzaban tras Él, por las secas colinas del desier-

to y que aprendieron a vivir penando, andando,

predicando, en la pobreza extrema, en la bondad extre-

ma, como lo hizo Jesús.

Pero se desconoce lo de su llegada a la torre arrui-

nada. Una mañana ya estaban allí, compartiendo su pan

y su jarra de vino, con los pocos vecinos que se acercaban

cada noche, y se quedaban en silencio, sentados en el sue-

lo, en los rincones del recinto, para escucharlos predicar.

Yo llegué a conocerles un domingo de otoño, cuando

andaba vagando por el monte, recogiendo migajas que

dejaban los pájaros, sin encontrar qué hacer ni dónde co-

bijarme. Y desde entonces vivo aquí con ellos, en la torre

de antaño, destruida por el viento.

Yo lavo en el arroyo las larguísimas túnicas de pa-

ño violeta, que arrastran y se estiran por el suelo; cocino

los mendrugos que recolecto a diario, cuando me voy va-

gando por el monte, y escucho por las noches a los buenos

ancianos de las sabias palabras.

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Cuaderno del Adiós

— 125 —

Y cuando cae la tarde arriba de mis penas, subo

cien escalones, hasta la última ventana. Y desde allí con-

templo esa cinta dorada del horizonte, donde vuelan de

lejos los pájaros rebeldes, con sus alas de acero y sus picos

de plata.

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Mariela Arvelo

— 126 —

Nos habíamos casado

Nos habíamos casado esa misma mañana del mes de ma-

yo. Cuando amaneció el sol de primavera, nos refugiamos

en la playa, bajo la sombra de una gaviota, e hicimos un

velero para nosotros dos. Éramos tan felices que agrade-

cimos a los cielos por nuestra fortuna, y echamos a co-

rrer, hasta caer rendidos sobre la arena. Después que me

abrazaste me sentí triste, y sin saber por qué, yo me puse

a llorar.

El día se abría esplendoroso y florecía de colores.

Parecían de mentira las casitas rosadas y blancas de los

pescadores, y las aves sagradas, las que venían de la

franja dorada del horizonte, nos señalaban el camino.

Cuando nuestro velero estuvo listo, izaste las dos ve-

las, desataste las sogas atadas a la roca y me ayudaste a

subir al navío… Entonces nos lanzamos a la aventura.

Poca era la distancia que habíamos recorrido,

cuando los nubarrones de la tormenta nos alcanzaron

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Cuaderno del Adiós

— 127 —

con sus señales devastadoras. Como el más bravo de los

capitanes, tú te desempeñaste diestramente por mante-

ner a flote nuestro frágil navío, que ahora parecía hecho

de papel. Pero todo fue en vano. ¡La suerte estaba echada

en nuestro trágico destino!

Poca era la distancia que habíamos recorrido,

cuando los rayos y el vendaval de truenos abrieron sus

tenazas sobre nosotros, y arremetieron contra el velero.

Tú y yo habíamos caído a las aguas profundas.

La tormenta crecía y hacía volar las olas hacia cie-

los distantes. Hacía girar las olas desenfrenadamente,

como en un torbellino de mar y asombro, mientras yo su-

cumbía sin premura, en la penumbra de las aguas.

Estaba dolorida, aniquilada. Me sentía fracturada,

partida en dos mitades. Había perdido la conciencia, no

sabía de mí. Y tú tratabas de salvarme, alzándome en tus

brazos redentores.

Yo me sentía partida en dos mitades. No podía re-

sistir. Mis pulmones se abrieron, como la fruta del gra-

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Mariela Arvelo

— 128 —

nado, y yo sentí el embrujo, el exquisito embrujo de la

muerte.

Tú batallaste mucho más. Me llevaste cargada, has-

ta los restos de nuestro barco, pero el mar te lanzaba lejos

de mí. Entonces pude detallarte. Estabas mal herido. De

tu frente brotaba sal y sangre. De tu boca salía sangre y

miel. Tu pecho estaba roto y agrietado. Podía mirar tus

venas y trozos de tus huesos. Pero seguías vivo, y te em-

peñabas en besarme, en revivirme.

Ya yo había sucumbido. Ya yo no respiraba. Mi

aliento se había ido en las burbujas. Y mi cuerpo flotaba

levemente, bajo el torrente de la inmensidad.

Me abrazaste de nuevo y sentí tu gemido. El mar se

había volcado contra nosotros. En mi cuello y mis labios

tu último suspiro. Habíamos muerto. Concluía la historia.

Nos habíamos casado es misma mañana. Los pesca-

dores y los peces se acercaban hacia la barca de los ena-

morados.

Concluía la historia. Y las aves sagradas, las que

venían de la franja dorada, llevaron nuestros cuerpos, los

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Cuaderno del Adiós

— 129 —

dispersos retazos de nuestros cuerpos, al encantado huer-

to del Monte de la Novia.

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Mariela Arvelo

— 130 —

Me reconozco

Me reconozco entre las ramas secas de los juncales. No

logro comprender cómo he vivido tanto tiempo con los

ojos cerrados, vagando, caminando, sin hallar algún sitio

donde tenderme, donde extender los brazos para sose-

garme y calmar la fatiga.

Me reconozco en la ceniza que baja del cerro y el

monte quemado, y me tiñe de triste el corazón. Crujen los

pajonales con la candela, y huyen los animales al hori-

zonte que ya no quiere recibirlos ni protegerlos.

Me reconozco en la serpiente, que se estira y suspi-

ra en busca de un cariño que nunca llega. La serpiente se

aleja, huyendo del incendio, y se interna en la selva es-

condida y profunda.

Pasan y pasan las carretas, y rompen con sus rue-

das los múltiples terrones y ramazones del camino. Me

reconozco en la mujer enferma que tose y se persigna,

cuando el pecho revienta de pronto y ya ha perdido la

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Cuaderno del Adiós

— 131 —

esperanza. Soy la mujer del carretero que viaja con sus

hijos, hacia el atrás de la montaña.

Hay un ciclón de polvo y humareda que parece

subir al firmamento, sin que nadie consiga detenerlo.

Voy hundida en el fondo de la carreta, haciendo peniten-

cia. Una gota de sol que se detiene en mis atormentados

pensamientos. Me reconozco en el polvo y el viento. Cru-

zamos sobre el puente de la ceniza. Me reconozco en el

agua del río.

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Mariela Arvelo

— 132 —

He regresado

He regresado al tiempo de las enmarañadas madreselvas.

Espejitos ocultos bajo las piedras reflejan el silencio que se

me ve en el alma y que vuelve conmigo, recogiendo los

pasos, desde un lugar distante, que ya he olvidado para

siempre.

En los viejos caminos del destierro, entre tanto de-

sierto que me perseguía, soñaba con praderas de flores

menudas y con aves pequeñas, temerosas, que venían a

anidar en mi ventana.

En los viejos caminos del destierro imaginaba el bri-

llo de la tarde y aquellos resplandores que tenían los

montes, cuando yo era feliz.

Recordaba mañanas azules y encantadas. Recorda-

ba promesas y palomas que habían quedado atrás, en los

cielos lejanos que no tenían nombre.

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Cuaderno del Adiós

— 133 —

He regresado al tiempo de los torbellinos, y vuelvo

hasta el remanso de mi hogar querido, con la emoción

creciente y el corazón entre las manos.

Todo está igual que antes. Nada nunca ha cambia-

do entre los nomeolvides del camino. Me enfrento a mi

pasado con la esperanza de encontrar un rastro, al me-

nos las migajas de luz que me hacen falta, para trazar

mi procedencia, desde el inicio de los siglos.

Espejitos ocultos bajo las piedras reflejan mi espe-

ranza, en la primera tarde del reencuentro.

Me enfrento a la leyenda de mis orígenes, y escucho

a los abuelos que me han reconocido, sin que yo diga una

palabra…

Un anciano infalible, quien ya tenía milenios en

sus ojos cerrados, me relata fragmentos que había guar-

dado para mí, en las aguas del cántaro, traído de la fuen-

te. Sus palabras se escuchan en un lenguaje extraño,

melodioso, que apenas logro descifrar :

“…Los hombres y mujeres del caserío, tus más remo-

tos antepasados, iniciaron su historia con un puñado de

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Mariela Arvelo

— 134 —

esmeraldas en cada mano; una rosa encarnada, prendida

con espinas sobre la frente, y una tristeza oculta, aquí en

el fondo de mi recuerdo…”

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Cuaderno del Adiós

— 135 —

Dejo la calle libre

Dejo la calle libre a los transeúntes. Ordeno mis quehace-

res, mis compromisos y deberes y me dispongo a caminar

a solas, por la orilla del río. Es el día convenido, anotado

hace tiempo en mi cuaderno. La fecha señalada por la

luna del agua.

Mi perro de tres años me sigue los pasos, y en veces

se adelanta para asustar a algún conejo que está saltan-

do por el cerro.

Me detengo en el borde de la mañana. La enramada

de lirios perfuma mi cuerpo, y la prisa del agua, que se

alza en su trayecto sobre piedras rosadas, me devuelve a

los días de la niñez.

Algunos niños corren frente a sus ranchos, que pa-

recen casitas de juguete y mínimos bohíos, donde la gente

apenas cabe. Una niña de trenzas se entretiene jugando

con mi perro, y le lanza un conejo de goma, que mi perro

recibe, alborozado. Pájaros amarillos juegan junto a ellos.

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Mariela Arvelo

— 136 —

Sigo alejándome del pueblo y de los transeúntes que

se quedaron libres en la calle. La niña de las trenzas vie-

ne con nosotros. Ella y mi perro se divierten. Corren y

saltan y se alejan y me permiten quedarme tranquila, a

la orilla del río y la clara corriente.

Avanza el río conmigo con el paso del día, y yo le

voy lanzando flores moradas y bermejas, para verlas flo-

tar sobre las aguas de mi pensamiento.

Ha caído la tarde sobre la montaña. La niña de las

trenzas corre a lo lejos, sin detenerse. Mi perro va con

ella y el conejo de goma los acompaña. Mientras esto su-

cede, el agua y yo sellamos nuestro pacto, que habíamos

jurado años atrás.

Veo los peces azules que me saludan cuando me

quito las sandalias. Me siento en una peña tornasolada y

hundo mis pies y piernas en el agua. Siento la plenitud de

mi existencia. El río me recibe, y me invita a quedarme a

vivir junto a él.

El momento ha llegado. Ha caído la tarde. Veo lle-

gar el reflejo de la luna en el agua. Decido desnudarme,

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Cuaderno del Adiós

— 137 —

mientras dos pájaros azules cruzan sus alas en el allá del

viento. Doblo el vestido sobre la roca, suelto mis trenzas

y me sumerjo en la hondura del río.

Ya no he salido más. No puedo salir más a la in-

temperie de los juncales. Mi perro vuelve, íngrimo y solo.

La niña de las trenzas se ha perdido. Se extravió en la

montaña que no tiene regreso. Y mi perro ha venido a

buscarme, pero no logra su propósito. Ladra y me espera

varias horas. Y cuando sube la luna llena, coge el rumbo

de vuelta hacia el poblado.

El pacto se ha cumplido en luz de la alborada. La

magia se ha cumplido. Soy la niña de trenzas que regresa

a su río. La misma que jugaba frente al bohío. Su destino

es el mío. Pertenezco por siempre a la luna del alba.

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Mariela Arvelo

— 138 —

Quiero dormir

Quiero dormir, soñar y volver al silencio. Quiero volver

al tiempo de los hombres sin habla, los que decían pala-

bras con el pensamiento, con rugidos y gestos, con pisa-

das, con golpes y mordiscos, con señales de lucha

despiadada, que se extendían noches y días, sobre los

charcos y los pajonales.

Guerra a muerte y discordia, de los hombres sin ha-

bla, que se sentía llegar hasta en el fondo de los precipi-

cios.

Quiero dormir, soñar. Quiero volver al tiempo del

más nunca, cuando la inmensidad lo cubría todo, en una

densa selva de amapolas salvajes. Gigantescas especies lo

cubrían todo, y el hombre y la mujer eran tan solo gotas

de agua.

Quiero volver al tiempo de los símbolos, al naci-

miento de las figuras, a los bisontes de las paredes, a los

toros de arcilla, a los tigres con dientes de sable, a las pro-

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Cuaderno del Adiós

— 139 —

fundidades de las cavernas, donde nacieron las constela-

ciones y las fuerzas secretas que poblaron el mundo.

Quiero ser una de ellos, recomenzar desde el princi-

pio, desde la roca viva que yo misma he tallado con cin-

celes y golpes de hacha… Desde la cuenca de los ríos

profundos, que yo he desenterrado de las entrañas de la

tierra.

Quiero ser una de ellos, para ver como nacen las lu-

ces y sombras, en el misterio de los orígenes. Para ver el

ascenso de animales y dioses irreconocibles, pintados en

colores embrujadores, con las flechas clavadas en el cora-

zón.

Quiero volver al tiempo de los hombres sin habla.

Quiero ser una de ellos. Quiero pertenecer a los primeros

bosques de la tierra fecunda - húmedos y oscuros- por

donde no transitan más que los demonios.

Quiero cubrirme el cuerpo con los gruesos abrigos

que me dan las fieras. Quiero hacer mis calzados y vesti-

dos con la piel de la fiera que yo misma he cazado, en la

mañana de la existencia.

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Mariela Arvelo

— 140 —

Quiero reunir mi tribu de guerreros en un espacio

abierto, entre los árboles inmensos que parecen romper la

penumbra. Quiero frotar maderos con todas mis fuerzas,

y soplar las chamizas, y frotar los peñascos hasta ver el

milagro de las chispas de fuego, y producir el fuego en

llamaradas.

Quiero ser para siempre guardiana de la tribu. Pro-

tectora del bosque de los hombres sin habla, que dicen las

palabras con el pensamiento. Quiero ser para siempre la

guardiana del fuego que jamás se apaga. Quiero dormir,

soñar y volver al silencio…

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Cuaderno del Adiós

— 141 —

He llevado mi casa

He llevado mi casa hasta la cima de la sierra nevada. A

los páramos blancos, a los picos más altos y más inaccesi-

bles, donde solo la nieve rige el mundo, y estrena la belle-

za de los inigualables resplandores.

Seres de otras edades me reciben en un palacio in-

abarcable, de hielo purísimo, que se eleva hasta el borde

de los primeros astros.

Reconozco paisajes que vi entre mis sueños, y me

cubro con pieles de las primeras fieras, como lo hacía

aquella vez, junto a los pobladores de las cavernas.

Mi casa se sostiene sobre un peñasco íngrimo, que

sobresale hacia el abismo. Los seres más antiguos vienen

a socorrerme, para que mi vivienda no se caiga, y no

desaparezca entre los bosques siempre inmaculados, que

no florecen nunca. Mi vivienda termina en un altar de

piedra y minúsculas flores de alabastro.

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Mariela Arvelo

— 142 —

Grandes osos muy blancos penetran en mi casa

cuando llega la noche. Y caminan por ella libremente,

con sus enormes patas que me atemorizan. Grandes osos

muy blancos amanecen conmigo, en la más alta cumbre

del universo.

Los halcones regresan, desde las nubes vespertinas

donde se han escondido, y se van concentrando en las

ramas en los alrededores. Sus ojos están fijos en cada mo-

vimiento, en el sacudimiento de los árboles que se encuen-

tran abajo, en el allá de los abismos.

He llevado mi casa hasta la cima de la sierra neva-

da. Seres de otras edades me reciben con ropas de armi-

ño, y guantes adornados con fibras brillantes. No los oigo

decir una palabra, pero ellos me comprenden cuando piso

la nieve, cuando piso el silencio de su palacio de hielo pu-

rísimo, que estrena la belleza de los resplandores, y se

eleva hasta el borde de los primeros astros.

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Cuaderno del Adiós

— 143 —

Aparecen ofrendas

Aparecen ofrendas atrás de la laguna. Aparecen las

tumbas de los antepasados, alineadas y listas para ser

veneradas por las generaciones que nunca llegan.

Aparecen los sables y las cabalgaduras que habían

pertenecido a los doce guerreros, indoblegables e invenci-

bles. Aparecen historias de una edad ya perdida, sacrifi-

cada en el olvido. Y el cielo se oscurece en un instante.

Hay siluetas que pasan sin detenerse, hacia las su-

perficies del ocaso. Hay columnas de humo, elevadas al

viento, que se van apagando y van languideciendo , sobre

los árboles marchitos. Hay tesoros ocultos en la raíz del

arco iris, y de la roja hoguera nace una flor.

Hay pájaros azules sobre los pajonales de la ribera.

Hay serpientes aladas que languidecen, y se dispersan en

el desierto. Hay caminos de fuego extendidos y abiertos a

los dos lados de la montaña, y hay pastores que vuelven,

desconsolados, después de haber perdido su primer amor.

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Mariela Arvelo

— 144 —

Impresiones dispersas que se sienten, arrebatándo-

nos el alma. En un momento que nos marca el tiempo,

únicamente nuestro, cuando la luna se desprende… y cae.

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Cuaderno del Adiós

— 145 —

Los animales

Los animales huyen despavoridos, cuando ruge el volcán

de encendidos diamantes. El fuego sube y sube, a la nube

cercana, y la llena de rocas incandescentes. Es una ima-

gen aterradora de amenaza candente, de pavor y de fu-

ria, que parece venir del infierno.

Los animales más apacibles que han existido en la

faz de la tierra, los corderos de Dios, son los primeros en

darse cuenta del terrible peligro que se hace presente. Los

venados y liebres, las jirafas y cebras, los dromedarios y

camellos de las sabanas y desiertos, corren desesperados

por el mundo, levantando a su paso cerros y tempestades

de polvo y arena.

Los caballos y búfalos, los toros y bisontes, se van en

desbandada por la abierta intemperie, atropellando todo

lo que consiguen a su paso. Corren sobre parajes de incer-

tidumbre, sobre paisajes sofocados por la ceniza, hasta al

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Mariela Arvelo

— 146 —

fin encontrar un refugio apropiado, esperado remanso de

tierra adentro.

Pero los dueños de la selva no perdonan. Los reyes

soberanos de los bosques jamás han perdonado. Los leones

y panteras, los pumas y los tigres, los jabalíes y chacales,

los lobos y los osos y otras fieras terribles, nacidas y en-

gendradas en las profundidades de los árboles, son exper-

tas maestras, en el arte antiquísimo de la venganza. Y

unen sus fuerzas poderosas para atacar al enemigo.

Los dueños de la selva no perdonan. Atraviesan los

montes con un gruñido atroz y temerario, que enmudece

los vientos de la montaña. Los dueños de la selva atravie-

san los ríos de lava, van en pos de su presa, acechan, olfa-

tean, estiman la distancia, agudizan la vista, se relamen

la boca… ¡Saltan sobre el volcán y lo devoran!

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Cuaderno del Adiós

— 147 —

Yo quisiera

Yo quisiera lavarme la cara con agua de lluvia, como lo

hacía en la casa de abuela, poco antes de rezar el rosario.

Yo sabía de memoria los misterios gloriosos, pero

me daban lástima los dolorosos, y le decía a abuelita que

esa noche no quería rezar.

Cuando llovía, los charcos de la plaza parecían

océanos, y yo llevaba mis muñecas a navegar en barcos

de cartón, que fabricaba en el solar, junto a mi hermano.

Los peces de colores, sacados de las cajas del pesebre, eran

de celuloide, y tenían las aletas abolladas, con tanto ir y

venir, año tras año.

Un detestable sapo con verrugas, también de celu-

loide, era el Gran Capitán. Más grande que los barcos,

era dueño y señor de los navíos, y se encargaba de fijar el

rumbo que cada uno debía tomar.

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Mariela Arvelo

— 148 —

El Sapo Capitán, feo y mal encarado, se encaprichó

con mi muñeca más bonita: la Dama Peregrina, que lle-

vaba sombrilla y zapatillas de charol.

El Sapo Capitán atormentaba a mis muñecas con

sus malos modales y chistes de mal gusto, pero a la larga

nos divertíamos, y cada vez que venían los chubascos,

mis amigas y yo íbamos a la plaza para jugar.

Pero una vez llegó un diluvio. De verdad un dilu-

vio. Se escondió el sol por varios días y yo no quise volver

a la escuela, porque me atormentaba la tormenta.

Cuando al fin escampó, y volvió al pueblo la norma-

lidad, nos fuimos a la plaza con nuestras muñecas y

veinte barcos de cartón, con velas desplegadas de papel

lustrillo. La plaza entera era el conjunto de los siete ma-

res. Aparecieron estrellas marinas bajo los bancos, y los

dragones de las aguas se deslizaban tranquilamente en-

tre los anegados cercos de geranios. Mis muñequitas sevi-

llanas, y las muñecas chinas y las holandesas, no

quisieron subirse a los veleros, sino que fueron navegan-

do, sobre los dragones de siete cabezas, quienes las com-

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Cuaderno del Adiós

— 149 —

placían y las llevaban a dorados palacios de las prince-

sas.

¡Pero ella sí! Mi Dama Peregrina se subió a un vele-

ro que tomaba la Ruta de las Perlas, hacia el Oriente. Yo

me despedí de ella cuando la vi alejarse sobre el mar tu-

multuoso de la plaza. Ella me dijo adiós con su manito de

porcelana.

Era la hora de regresar a casa. Mis amigas y yo

buscamos las muñecas, pero la Dama Peregrina no había

regresado al puerto de mi costa, donde había colocado el

faro iluminado, con su gran torre de cartón. ¡De pronto,

allá, lo vi! Vi su velero destrozado. Su pequeño velero es-

taba hecho migajas, pero ella no venía entre los restos del

naufragio. ¿Adónde estaba ella?

El Sapo Capitán parecía sonreír ante mi angustia.

Y de su boca inmensa vi asomarse la sombrillita de mi

muñeca y sus dos zapatillas de charol.

Me fui corriendo a casa. Abracé a mi abuelita y

lloré un largo rato apretada a su pecho. Caminamos con

pena hasta la sala de los santos, prendimos una lámpara

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Mariela Arvelo

— 150 —

de aceite, colocamos las dalias en el florero y recé junto

ella, de memoria, los cinco misterios dolorosos… Los mis-

terios más tristes y dolorosos que pudiera rezar una niña,

ante la muerte de su muñeca.

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Cuaderno del Adiós

— 151 —

He subido al imperio

He subido al imperio de la montaña, para ver desde allí

pasar los cielos. Se adornan ellos con altivos tintes, tona-

lidades deslumbrantes que se destacan claramente de una

nube a otra nube; desde un sol a otro sol. Desde el rojo-

alborada, que se inicia temprano, con el canto del gallo,

hasta el morado-peregrino, unos minutos antes del ano-

checer.

Los cielos de este reino suelen organizarse, agrupar-

se y reunirse, por los suelos y gentes que deben ir cu-

briendo con el paso del tiempo:

Existen cielos blancos de los montes helados, cielos

de los riachuelos, nacidos en el pecho de la serranía; cielos

de las colinas y de los valles hondos, cielo de los peñascos

más escarpados, cielo de las iglesias y la fila creciente de

los peregrinos, cielo de los desiertos y las gacelas encan-

tadas, cielo de los labriegos y los leñadores, cielo de las

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Mariela Arvelo

— 152 —

pastoras que se alejan cantando, y aquel dorado cielo que

tiene mi río …

He subido al imperio de la montaña para alegrar-

me de mi suerte. Y para ser testigo de las luces más sua-

ves, con sus clarísimos matices, que se dispersan de un

lado a otro del horizonte. Y las veo extenderse como

acuarelas mágicas, maravillosas, que nunca más van a

olvidarse.

Al final de la tarde, cuando voy hacia el mar,

cuando regreso al templo de arena fina y de rosados ca-

racoles, los colibríes vienen a mi encuentro, agitando sus

cuerpos de turmalina, y sus pequeños cielos multicolores.

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Cuaderno del Adiós

— 153 —

En la pequeña plaza

En la pequeña plaza del tamarindo, hay una fuente de

agua bendita. A ella llegan en veces los peregrinos, para

beber del agua milagrosa. A ella llegan las jóvenes de la

comarca, para ofrecer guirnaldas, para pedir amores, y

para conseguir la bendición de la diosa fortuna.

A la pequeña plaza del tamarindo llegan siluetas

inesperadas, compradores de ovejas, vendedores de ám-

bar, afiladores de cuchillos, juglares y poetas, y mercade-

res de lejanos confines, con maletas de cuero y pesados

baúles, donde traen tesoros nunca presentidos en esas tie-

rras olvidadas: sedas bordadas con hilo de oro, pequeñas

torres de marfil, tapices de damasco, brazaletes y anillos

que tal vez adornaron a una rubia princesa...

Las muchachas del pueblo ríen de gozo, y en pleno

centro de la plaza contemplan los ropajes inesperados:

llamativos faldones llenos de encaje, y los corpiños ater-

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Mariela Arvelo

— 154 —

ciopelados, ajustados al cuerpo con cordones tejidos y bo-

tones de plata.

Una muchacha embarazada, desprotegida y sola,

bebe unas gotas de agua bendita. Mira la escena desde

lejos y no se atreve a dar un paso hacia delante ni hacia

atrás. Mira la escena y se estremece. Está como clavada

de pies y manos en la pequeña plaza del tamarindo.

Los mercaderes visitantes que han llegado, son dos

mozos delgados, de ojos oscuros y profundos. Se ven igua-

les, exactamente iguales. No puede haber ninguna duda

de que se trata de hermanos gemelos. Visten del mismo

modo, con gruesas mantas color vino tinto. Hacen a un

mismo tiempo los estudiados movimientos, dicen a un

tiempo exacto las exactas palabras, y se quedan callados

en el mismo instante, cuando alguna tristeza cruza por

las esquinas del pensamiento.

“Estoy perdiendo el juicio”, piensa la joven embara-

zada, quien mira fijamente a los recién llegados. Sola-

mente contempla y se estremece. Está turbada, pierde el

equilibrio y se sostiene apenas, tambaleándose, apoyada

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Cuaderno del Adiós

— 155 —

en el tronco del tamarindo. “Ellos dos son él mismo. ¿Cuál

de los dos es él?”

En un mismo momento, como atraídos por una ex-

traña fascinación, los dos hombres voltean y miran a la

joven. Y se van acercando, casi sin moverse, casi flotando

sobre el pavimento de menudas piedras. La reconocen de

inmediato. Nueve meses atrás vinieron a la aldea, y en

esta misma plaza mostraron a la gente el contenido ful-

gurante de sus baúles de madera. Ella estuvo presente esa

mañana inolvidable. Ella también contempló los tesoros.

Ella también estuvo allí…

Se detienen de pronto frente a ella, y le dicen a un

tiempo, en baja voz:

“Yo me llamo Rodrigo, padre de tu hijo, y él llevará

mi nombre…” Y continúan hablando: “Yo soy la realidad

que te acompaña, una sola presencia en la mañana de la

lejanía, cuando te vi por vez primera . He vuelto sin sa-

berlo, sin saber lo del hijo, lo del bien que te ataba de pies

y de manos, lo de la incertidumbre que no cesa…”

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Mariela Arvelo

— 156 —

Súbitamente siento un frío irresistible, una ansie-

dad irresistible y comienzo a temblar. Me desvanezco en

medio de la plaza. Y las muchachas del poblado, las que

reían de gozo, se aproximan ahora, para revivirme. Caen

magnolias del cielo cuando recobro la conciencia.

Tarde esa misma noche nace mi hijo Rodrigo. Dos

jóvenes delgados, de ojos oscuros y profundos se encuen-

tran conmigo. Ha nacido mi hijo. Nunca podré saber

cuál es su padre. Los dos hombres, él mismo, los dos el

mismo hombre, no se separan de mi lado.

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Cuaderno del Adiós

— 157 —

A la puesta del sol

A la puesta del sol, salen los niños de la aldea, corriendo

hacia los parques y veredas, con los brazos alzados por la

alegría, para ver los colores del horizonte. Se reparten

entre ellos, equitativamente, los amarillos y anaranjados

más llamativos, y a mí me dejan el granate y algunos

resplandores del malva-violeta.

Mi crepúsculo existe con colores que invento en las

tardes de enero, cuando me encuentro sola ante la in-

mensidad.

Los niños creen que miento, cuando les hablo de mi

morado intenso, el fucsia, el vino tinto y el más precioso

rojo carmesí, que solamente existe bajo las nubes ensorti-

jadas, que giran y se envuelven sobre mis dedos.

A la puesta del sol, los niños salen a buscar sorpre-

sas, bajo las hojas de los árboles que se han desprendido.

Algunas veces hallan piedrecitas perladas, lisas, brillan-

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Mariela Arvelo

— 158 —

tes y pulimentadas, que guardan en el bolso de sus teso-

ros.

Otras veces encuentran raros insectos, con reflejos

dorados, tornasolados, como si fueran hijos del crepúscu-

lo.

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Cuaderno del Adiós

— 159 —

Una imagen fugaz

Una imagen fugaz, que representa la caída del sol sobre

la roca del desierto. Los beduinos regresan, a lomo de ca-

mellos, agotados y tristes, pesarosos, y se inclinan ante él,

el dios caído.

Una imagen fugaz, que representa una historia so-

ñada. Una historia venida sobre los vientos, cuando co-

nozco madrugadas muy frías, mediodías de fuego, y

recibo el reflejo de un hermoso espejismo.

Aparecen gacelas encantadas, nubes blancas, y mu-

chachas delgadas, semiveladas, improvisan la danza de

las luciérnagas. La más joven de ellas hace acrobacias en

el aire, y se aleja corriendo, con los pies descalzos. La

imagen se dispersa hacia las dunas.

Las sedientas abejas se han posado en la única flor

sobreviviente, amarilla y pequeña, para buscar las mieles

en la frágil corona.

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Mariela Arvelo

— 160 —

De las carpas oscuras han salido los viejos de pesa-

dos turbantes, los jefes de la tribu que necesitan rescatar

la tarde. Se sientan a mirar, a escuchar el silencio; se

sientan a medir el horizonte con la mano extendida. Y

nada dicen, nada, de la profundidad del pensamiento.

Las imágenes pasan, semiescondidas, mientras refle-

jos del oasis, a lo lejos, se dejan observar por alguna ren-

dija. Bajo las hojas de la palmera, a la orilla de un río

imaginario, escribo en mi cuaderno.

Y el sol que se ha caído, el dios vencido, extiende su

promesa hacia la eternidad.

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Cuaderno del Adiós

— 161 —

He seguido la ruta

He seguido la ruta de la brisa del Norte, y ya me desva-

nezco de tanto andar. La primavera marca sus días pri-

meros, sus verdaderos resplandores, sus raudales

diversos, sus comarcas, constelaciones de hojarasca dis-

persas por el viento, y me invita a mirar su nuevo rostro:

Ha llenado de encajes los caminos, ha sembrado

amapolas en la orilla del río, ha adornado los surcos con

guirnaldas, y estrena sobre el campo su perfume de rosa.

He seguido en mi empeño por alzar el vuelo. Los pá-

jaros del monte me acompañan en esta cuenta regresiva

que no tiene comienzo ni final. Ha llegado la hora conve-

nida, y debo decidirme, sin atemorizarme ni dar un paso

atrás.

Los pájaros del monte me dan ánimo y vuelan ade-

lante, hasta la cima de la montaña. Desvanezco de alas y

contengo el aliento, en un esfuerzo extraordinario que

produce el hechizo. Todo parece desvanecerse a un lado

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Mariela Arvelo

— 162 —

mío. ¡Mi conciencia es el vuelo, y hacia allá me dirijo!

Tomo el impulso necesario para liberarme, y me dejo lle-

var…

Me conduce en su seno la brisa del Norte. Voy res-

pirando a medias, voy respirando azules, y encomiendo

mi cuerpo al cortejo de ángeles.

¡He logrado mi intento! ¡Me he elevado!¡He logrado

volar hasta la inflorescencia de los astros, hasta el cielo

dorado, el cielo nacarado, en el jardín del Paraíso!

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Cuaderno del Adiós

— 163 —

El rugido creciente

El rugido creciente de la tormenta entra por mis caderas,

por mis brazos y piernas, por mis cinco sentidos, y no me

deja respirar, ni retomar el ritmo de la conciencia.

A lo lejos se ven las llamaradas de los relámpagos, y

un trueno solitario, seco y sordo, lanza su arremetida

contra mi corazón.

El mar parece enloquecido. Es dueño de su imperio

de venganza, es dueño de las olas que revientan su furia

sobre los riscos, y las inmensas cataratas que de pronto

han llegado, no se sabe de dónde.

Las costas y los cielos se han unido en segundos, en

el gris otoñal que todo lo envuelve. Las costas y los cielos

se han encontrado al fin, en una realidad de torbellino,

que es solamente una quimera. Las costas se disuelven y

desaparecen, en un resto de mar desesperado, ahora le-

jano e irreconocible.

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Mariela Arvelo

— 164 —

Sin entender cómo ni cuándo, la lucha ha termina-

do. El cielo languidece de cansancio. Está pálido, inerte.

El mar ha sucumbido ante su propia inmensidad. Se ca-

lla, desfallece, ante mis ojos asombrados. Los grises y las

sombras lo sumergen en una oscuridad de medianoche.

Y en la orilla del mar que ha sucumbido, cuando me

encuentro en medio de la nada, recojo la tormenta en

llamarada, que azota con su furia mi destino.

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Cuaderno del Adiós

— 165 —

No pretendo explicar

No pretendo explicar las razones exactas de mi pasado.

Tampoco las comprendo. Solamente confirmo que nací en

un poblado de peñascos blancos, donde había fieras nue-

vas y recién llegadas, que subían los peldaños del campa-

nario, hasta encontrarse con los resplandores.

Yo solía vivir en una casa de ladrillos, donde se oía

el repique de las campanas y se veían los girasoles de la

pequeña ermita, allá a lo lejos, en el monte arriba . Me

alimentaba con frutos del bosque y tomaba agua clara de

la vecina fuente. Nada me complacía tanto como mirar

el monte, que se perdía en el Norte, un poco más allá de

mi conciencia.

Vivía sola, completamente sola, acompañada con-

migo misma, conversando conmigo, contándome mis pe-

nas, ayudándome apenas, cada vez que podía. Éramos

una en dos. Un ojo cada una, una mano, una pierna…

Todo lo compartíamos sin reñir ni enojarnos. Era un yo-

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Mariela Arvelo

— 166 —

tú perfecto, inseparable, una armonía sin límites, sin ma-

los entendidos, sin roces ni dobleces, sin palabras hirien-

tes entre las dos.

Temprano en la mañana, cuando se abrían las flo-

res de mayo, subía y subía hasta la ermita de los giraso-

les, le tocaba la puerta a un ermitaño de irritadas voces -

quien custodiaba el pequeño santuario - y él me brindaba

pan de almendras, confitura de piña y una infusión ex-

traña, de rarísimas hierbas, que yo tomaba con descon-

fianza.

Enfermé un día, súbitamente. Sentí vahídos y es-

tremecimiento, y me metí en la cama, temblando de frío.

Conversaba conmigo, con mi yo compañera, con mi otra

yo complementaria, sobre lo mal que me sentía, sobre el

dolor profundo que me nacía en el vientre, e iba ascen-

diendo hacia mi pecho, atravesaba mis costillas, una a

una, hasta partirlas en pedazos y cerrarme de un golpe

el corazón.

El ermitaño de irritadas voces vino a visitarme,

con cualquier excusa que inventó en el momento. Llegó a

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Cuaderno del Adiós

— 167 —

mi casa de ladrillos, interesándose por mi salud, ofre-

ciéndome panes de almendras, confitura de piña y su in-

fusión extraña de rarísimas hierbas. Llegó a mi casa

para visitarme, pero no quise recibirle.

Me acuné al lado mío, me conté historias largas, de

los tiempos antiguos, para distraerme, para aliviar mi

malestar, mi incipiente sospecha sobre el ermitaño; mi

inusitada incertidumbre. Me conté historias largas, para

dejar pasar el creciente quebranto, que se hacía más y

más intenso…

Se habían abierto las flores de mayo. Esa tarde vi-

nieron fieras nuevas, que ya habían encontrado los res-

plandores. Esa tarde bajaron los peldaños del

campanario. Parecía que sabían lo que me estaba suce-

diendo y decidieron ser testigos de mi agonía.

Esa noche llegaron hasta mi casa de ladrillos, se

abalanzaron hacia la puerta y entraron en mi casa. Y

esa noche las fieras me vieron morir.

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Mariela Arvelo

— 168 —

En el claro palacio

En el claro palacio del Oeste, a las cinco y tres cuartos de

la mañana, las hadas se congregan, ataviadas de blanco,

para anunciar con cantos el nacimiento del nuevo día. Y

para demostrar, una por una, progresos alcanzados en el

difícil arte de los encantamientos, a los cuales se han ido

adiestrando, desde el mismo momento de alcanzar la luz.

Principalmente se reúnen para oír en silencio,

atentas y dispuestas, las detalladas instrucciones que les

imparte el Hada Madrina, acerca del embrujo y la aven-

tura mágica que cada una debe realizar, en el transcurso

de la jornada.

Y los pájaros rubios, los que transitan libremente

de una nube a otra nube, cerca del palacio, revolotean

por los alrededores y después se dirigen hacia un espacio

de brisa nueva.

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Cuaderno del Adiós

— 169 —

Las hadas resplandecen, con sus collares de arco iris

que llegan hasta la cintura, y se llenan de bucles los cabe-

llos, a las primeras horas del amanecer.

Su palacio de cuarzo jaspeado, en la orilla más sua-

ve de la pendiente, tiene la inflorescencia de los jardines,

y aromático piso de lavanda y canela. Las lámparas de

incienso, que se encienden temprano en las noches de in-

vierno, brindan destellos puros de los rayos del sol.

Las camas son de almendras, rodeadas de cojines y

las mesas y sillas son moneditas de oro, dispersas y dis-

puestas entre los salones y el naranjo en flor.

En el claro hemisferio de las hadas me siento com-

placida, realizada, en plena posesión de mis dominios. Y

como soy la Hada Madrina, superiora y señora de todo el

palacio, escribo en mi cuaderno los prodigiosos actos que

deben cumplirse, y organizo el horario de los hechizos y

las más destacadas apariciones, de nuestro inusitado ca-

lendario. Además las instruyo en la gracia del canto, en

la magia del viento y en la consagración de las palabras.

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Mariela Arvelo

— 170 —

En el grato universo de hadas hechizadas, doradas

y dormidas, de domingo a domingo engalanadas, así

transcurre mi existencia.

Las hadas más pequeñas me abrazan y me besan,

frente a las lámparas abiertas, cuando elaboro para ellas

varitas encantadas, ensartadas en perlas. Y coso para

ellas alas y faldas primorosas, que usarán esta noche con

encaje de rosas, para la procesión de las estrellas.

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Cuaderno del Adiós

— 171 —

Ansiosa de tener

Ansiosa de tener copos de luna, subo por la montaña de

los días primeros, remonto por la cuesta de la nube más

alta, y alcanzo la verdad que no se olvida.

Me encomiendo a las aves que han estado presentes

en mis vuelos tempranos y peregrinos, donde a veces lo-

graba mis ansiadas victorias. Ellas conocen bien mi com-

promiso inesperado, mi compromiso irrefutable, hacia

mansiones blancas y elevadas, de esplendente luz.

Me encomiendo a los ángeles de unos planetas des-

conocidos, llegados esta noche hasta la gruta de los espe-

jos, hasta la fiesta de la arena, en la orilla del mar. Ellos

me han enseñado a recorrer esferas de árboles azules, por

donde se eternizan los resplandores.

Nada me falta ya, sino el último esfuerzo desespe-

rado, una migaja más en este intento, la ráfaga suprema

de los vientos del Norte, para lanzarme en vuelo, hasta

los límites del universo.

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Mariela Arvelo

— 172 —

Ansiosa de tener copos de luna, subo por la monta-

ña de los días primeros. Y me elevo, me elevo, en la gloria

y la brisa del Paraíso.

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Cuaderno del Adiós

— 173 —

Una migaja de silencio

Una migaja de silencio esparcida en el bosque. Se han ca-

llado los árboles y el viento, mientras los colibríes amari-

llos brillan en el aire, saludando el azul luminoso, que se

asoma y se esconde detrás de las hojas.

Es un bosque pequeño, cotidiano, un bosque compla-

ciente, lleno de nostalgia, habitado tan solo por mis pen-

samientos.

Algo se mueve ahora. Algo sacude los arbustos y me

detengo sorprendida. Aparecen de pronto algunos duen-

decillos de barbas violeta, que me rodean de cerca y me

cierran el paso. No han pronunciado una palabra, pero

se muestran cariñosos, amigables, y me transmiten sus

buenos deseos. No opongo resistencia y sin decir una pa-

labra, me dejo llevar. Pronto lo he comprendido: ellos

quieren guiarme hasta el secreto espacio que yo solía vi-

sitar, en mis lejanas existencias.

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Mariela Arvelo

— 174 —

Una migaja de silencio esparcida en el bosque. Ca-

minamos despacio, entre una fronda virgen, primorosa,

que he comenzado a reconocer. Reconozco el aroma de los

lirios de agua, de la tierra mojada por la lluvia, de la

corteza de los árboles… Los duendecillos de barbas violeta

me guían y acompañan, sin pronunciar una palabra.

Después de varias horas de intensa caminata, el

bosque queda atrás, y entramos al encanto de una suave

pradera. Más allá una neblina con espigas de oro. Y más

allá una aldea, con callejas de piedra, cabañas de made-

ra, leyendas y ficciones en las esquinas.

Los vecinos se asoman a las puertas, para saludar-

me. Los encorvados caballeros se quitan el sombrero y se

me acercan lentamente, visiblemente conmovidos. Y las

pocas mujeres, de rasgos armoniosos y piel morena, se

miran entre ellas, estremecidas por la sorpresa, y cubren

sus cabellos con pañoletas de colores tristes. Después ca-

minan hacia mí, paso por paso, y sin decir una palabra,

me acarician los hombros y las mejillas.

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Cuaderno del Adiós

— 175 —

Los vecinos se asoman a las puertas. Sus rostros

bondadosos se ven cansados, agobiados del peso de las

tormentas, y de los vendavales que los azotan en prima-

vera.

Yo me siento turbada con el reencuentro inespera-

do. La emoción me estremece, y se me anuda la garganta,

con deseos de llorar, cuando los miro detenidamente, uno

a uno. Me reconozco en ellos, en cada uno de ellos. Veo su

luz en mis ojos. Me confundo con ellos, con la sangre de

ellos, con la fe de una raza que he conservado intacta, en

el transcurso de los arreboles.

Los duendecillos de barbas violeta ya se han ido.

Han desaparecido en un instante, sin que me diera cuen-

ta de su partida...

Y ahora me encuentro en un lugar distante y pro-

tegido, en la profundidad de la nostalgia. Alejada del

bosque cotidiano, de lo que fue mi estancia última.

Y permanezco aquí, hoy para siempre. En la aldea

querida de los frecuentes vendavales. En la aldea perdi-

da. En la aldea encontrada. En la neblina con espiga de

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Mariela Arvelo

— 176 —

oro, que guarda la fatiga y guarda los tesoros de mis an-

tepasados.

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Cuaderno del Adiós

— 177 —

El huracán

El huracán revienta, por los abriles de la serranía, y se

lleva con él mis pensamientos. El huracán sacude los ci-

mientos más enterrados del castillo, y los convierte en

polvo y tierra, que se levantan hasta el ocaso.

El huracán penetra en las habitaciones de los prín-

cipes, arrasa con coronas y bastones de oro, con brazale-

tes de esmeraldas, con estolas de armiño, y los lanza al

vacío por la ventana, como si fueran baratijas y hojas de

papel.

El huracán desciende hasta la puerta de mi alber-

gue. Rompe cristales y vitrinas, rompe mis cofres encan-

tados, y se lleva con él lo que quedaba de mi reino.

El huracán asciende ahora, hacia los nubarrones de

la conciencia. El huracán se debilita a la caída de la tar-

de. Y se muere en mis manos, después de tanta destruc-

ción, como brisa marchita y deshojada…

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Mariela Arvelo

— 178 —

En las primeras horas

En las primeras horas de la madrugada, las serpientes

inician su milenario recorrido, por senderos oscuros y

pantanosos, que nadie ha conseguido transitar. Cambian

de piel sin inmutarse, sin hacer ruido, y luego se deslizan

hacia un templo, perdido entre la selva, donde deben

rendirse para hacer penitencia.

A veces las serpientes se detienen a beber agua, en

el sendero Norte de los vientos, y estiran la esperanza, el

infortunio eterno, hasta tocar la eternidad.

Las serpientes descansan bajo los árboles de un bos-

que inesperado, de flores inmensas. Se enrollan y se

duermen, buscando un sueño promisorio, que pueda ha-

cerlas renacer a una mañana venturosa…

Sueñan que son privilegiadas, comprendidas y

amadas por las distintas fuerzas de la naturaleza. Sue-

ñan que los pastores y las ovejas respetan su linaje y su

prestigio, que las aves y fieras les guardan afecto, que las

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Cuaderno del Adiós

— 179 —

pastoras y las lavanderas no les tienen miedo, que los

muchachos del poblado se entretienen con ellas, cuando la

luna empieza a aparecer.

Pero es que muchas veces las serpientes no saben

sus orígenes, no reconocen su pasado incierto, no están al

tanto de un turbio suceso, diseñado con fuego y con san-

gre, desde antes del diluvio. No reconocen los rencores de

antes, la traición y la ira que llevan consigo, el odio inde-

tenible que se genera y crece con el paso del tiempo. Y

vuelven a su esencia inseparable, desde el día del engaño,

hasta el día final.

Las serpientes inician su milenario recorrido, por

senderos oscuros y pantanosos. En las primeras horas de

la madrugada cambian todas de piel, sin hacer ruido. Y

siguen deslizándose hacia el templo selvático donde hacen

penitencia.

Al final de la tarde, arrastran su infortunio hacia

el mismo dolor que llevan siempre, y estiran la esperanza

y la desesperanza, hasta tocar la eternidad.

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Mariela Arvelo

— 180 —

En la sagrada luna

En la sagrada luna del domingo, nace la claridad del ho-

rizonte. Nacen las aves vespertinas, las que vuelan en

veces sobre las colinas, y sobre el campanario de la aldea.

He subido a la torre del campanario. Desde que era

pequeña disfrutaba en subir por los cien escalones de la

escalera de caracol, para mirar el precioso paisaje que

me recibía con los brazos abiertos:

Los rosetones anaranjados de los sembrados, la pla-

cidez del río, los techos alineados de las casitas, y mucho

más allá, en el telón de fondo de la mirada, la inmensa

realidad de la montaña, con sus caminos tornasolados

que casi siempre subían a las nubes.

Y más arriba aún, en el glorioso ascenso que ya ha-

bía emprendido con la mirada, lograba distraerme con la

sagrada luna del domingo, que salía más temprano, para

que yo pudiera contemplarla, y mirarla por dentro, como

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Cuaderno del Adiós

— 181 —

si fuera un cofre nacarado, dispuesto a abrirse para mí,

sin que nadie pudiera impedirlo.

Y fue de esa manera como descubrí, uno por uno,

sus secretos guardados, sus secretos ocultos para todos,

pero que se ofrecían a mí, como don milagroso, el regalo

precioso de la princesa de los astros.

Desde la torre del campanario, miraba fijamente

hacia el lugar exacto donde la luna iba a salir. Y ella

aparecía, dulce y amorosa. Se quitaba con calma el velo

de ir a misa, y se descubría el rostro para que yo mirara

sus transparencias...

En la luna sagrada del domingo había altares de

perlas, y un castillito de cristal, frágil y delicado, que se

abría cada vez que yo se lo pedía. Y había rosales y sen-

deros blancos, adornados con brillo de luciérnagas, por

donde transitaban seres purísimos de alas luminosas.

Entonces pude comprenderlo. Esta luna sagrada del

domingo es el globo radiante de los ángeles, esos seres pu-

rísimos de los senderos blancos, donde la niebla siempre se

ilumina. Los mismos que volaban sobre las colinas y el

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Mariela Arvelo

— 182 —

campanario de la aldea, y venían a cuidarme y guiar mi

camino cuando yo era una niña pequeña.

Entonces pude comprenderlo. Los ángeles regresan

como aves vespertinas e iluminadas. Y la luna sagrada

resplandece y se queda guardada, entre las páginas de mi

cuaderno.

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Cuaderno del Adiós

— 183 —

Vírgenes de verano

Vírgenes de verano que amanecen en la primera clari-

dad del mundo. Son ellas las guardianas de la sabiduría,

las que se encargan de hilvanar los sueños, de descifrar

señales del ensueño y mitigar las penas de los ancianos

visionarios.

Vírgenes de verano que en veces nos visitan, con

sus faldas de encaje y corpiños bordados con hilos de oro.

Vienen de las regiones de las golondrinas, de la tierra sin

gente, donde tan solo viven los espíritus.

Vírgenes de verano que vienen para hablarnos de

un pasado perdido entre los árboles, cuando volvían los

batallones de guerreros, a liberarnos de las cadenas, y las

legiones de ángeles descendían de los cielos para acompa-

ñarnos. Vírgenes de verano que nos hablan de un futuro

dorado, que alguna vez alcanzaremos.

Vírgenes de verano, en la primera claridad del

mundo, desafían el viento del Oriente, y llegan a la fuen-

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Mariela Arvelo

— 184 —

te de la plaza, en su visita de cortesía que nos hacen cada

año, durante el mes de junio, a celebrar la fiesta de la mi-

sericordia.

Allí las recibimos las mujeres del pueblo, con boni-

tos vestidos de muselina, hechos especialmente para la

verbena. Allí las obsequiamos con coronas y anillos de

pedrería y canciones muy viejas, nacidas en las cimas de

las montañas. Allí les recitamos nuestros versos, nuestros

romances de campesinas, y les damos ofrendas de manja-

res y agradables perfumes. Después del homenaje, que

dura varios días, las dejamos partir.

Vírgenes de verano que se van lejos, a las regiones

de las golondrinas, donde tan solo viven los espíritus.

Vírgenes de verano que se marchan, con sus faldas de en-

caje y corpiños bordados con hilos de oro, hacia la más

antigua claridad.

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Cuaderno del Adiós

— 185 —

Viernes Santo

El Viernes Santo vuelve la congoja. La tristeza se alivia

por un instante, cuando logro mirar las amapolas, semi

escondidas entre la hierba; pero viene otra vez la pesa-

dumbre, vuelve el agobio a torturarme, y ese deseo de

gemir, de irme llorando con la Magdalena y todas las

Marías y las avemarías, arrastrándome íntegra, en un

penoso ascenso, hasta la empalizada del calvario.

El Viernes Santo es el día de la pena, de mis angus-

tias plenas, de las miserias sin misericordia; es el día del

sollozo, de los mares de lágrimas que ya jamás van a

calmarse. El Viernes Santo me cubro entera con el manto

negro, y salgo a caminar, empujando mis pasos, uno a

uno, buscando algún alivio entre la multitud que se agol-

pa en las calles y las aceras de Jerusalén. Pero ya nadie

me toma en cuenta. Me ven llorar desesperadamente, me

ven el rostro lleno de heridas, de moretones y rasguños,

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Mariela Arvelo

— 186 —

pero se alejan de mi lado, con su mirada fría de despre-

cio.

El Viernes Santo se estremece el cielo, se estremecen

los techos de mi casa, el piso de mi casa, las ventanas

abiertas a la ventisca. Se estremece mi cuerpo con un es-

calofrío inesperado. Mi espina dorsal cede, se inclina

bruscamente hacia delante y caigo al suelo desvanecida.

El Viernes Santo me levanto con mi manto negro.

Abandono mi cuarto, apago los candiles, abandono los

árboles, las cacerolas de la cocina, las cazuelas de barro,

los manteles y trastos, abandono las cercas, los linderos

exactos de lo que fue mío. Dejo atrás mi hojarasca, mis

túnicas gastadas, mis documentos. Dejo atrás los mejores

momentos, mis ansias de enmendarme, mis deseos de vi-

vir. Y voy dejando atrás los anhelos de antes, los instan-

tes de gozo, mis recordadas alegrías…

Yo me levanto con mi cruz a cuestas, con mis espi-

nas en la frente, con el cuerpo doblado, debilitado de aba-

timiento. Me levanto y me voy al camino de angustias

que sigue la gente. Voy subiendo descalza, cuesta arriba

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Cuaderno del Adiós

— 187 —

subiendo, por esta calle de la amargura, persiguiendo las

huellas que deja Jesús.

En un momento me reconocen. Alguien da la alerta.

Me señalan a gritos con los dedos, con las manos alzadas,

con los peñascos listos para lanzarlos. Me acusan y re-

prochan que soy una de ellos, que estaba siempre junto a

ellos, que bebía de su vino, en la mesa servida, que me

reunía con ellos todas las tardes, que subía con ellos a las

colinas, que yo escuchaba atenta cada palabra del Salva-

dor.

La suerte ya está echada. Me arrastran por el pelo.

Yo recibo con gusto las pedradas, los insultos y azotes, las

bofetadas, los lanzazos que rompen mis costillas.

El Viernes Santo se apagan los luceros de la vigilia,

se queman las luciérnagas en la intemperie, mientras que

el sol difuso se vuelve piedra oscura. Y cae, súbitamente,

sobre la torre del campanario.

Y yo sigo subiendo con la cruz a cuestas, con los

montes a cuestas, los pecados a cuestas, y la pesada carga

de remordimientos, en cada uno de los brazos.

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Mariela Arvelo

— 188 —

Continúo en el ascenso, con la espantosa carga de

malos espíritus, que me atormentan y me desafían, en

este día interminable. Y yo sigo subiendo, con el deseo de

quebrarme los huesos, de partirme los dedos, de arran-

carme las venas y los nervios, hasta quedar sin sangre.

El Viernes Santo todos los peces se salen del agua e

inventan nuevas formas de sobrevivencia. Y se quedan

dormidos en la arena, respirando horizontes en la arena,

a la buena de Dios… Pero al final sucumben, desdichados,

ante el hechizo de los pecadores.

El Viernes Santo se concentra la vida en una sola

muerte.

Se concentran los siglos en una sola muerte.

Se concentran los ríos y montañas, los colores del

cielo, en una sola muerte.

Se concentran los bosques y selvas en una sola

muerte.

Se concentra la noche en una sola muerte.

Se concentran los pájaros en una sola muerte.

Se concentran las fieras en una sola muerte.

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Cuaderno del Adiós

— 189 —

Se concentra el destino en una sola muerte.

Se concentran las lágrimas en una sola muerte.

Se concentra mi muerte en el último adiós.

El Viernes Santo todo se desvanece. Se desvanece el

agua de la fuente, se desvanecen los pastores con sus re-

baños, los alfareros con sus tinajas, se desvanecen los fru-

tos maduros que van al mercado, se desvanece el aire que

nos circunda. Se desvanecen los coros celestes.

Se desvanece íntegra la historia del mundo.

El Viernes Santo las alimañas se reúnen en un túnel

de fuego y en la fogata se sacrifican. Los escorpiones se

resisten y no se arrepienten, pero quedan hundidos en la

ceniza, hasta que sus maldades los consumen.

El Viernes Santo quedan borrados todos los cami-

nos. No hay ruta libre para ninguna parte. No hay ruta

libre para nadie. Norte y Sur es lo mismo, en una inmen-

sa realidad de sombras.

Y yo sigo subiendo con la cruz a cuestas. Mi manto

negro está hecho añicos, tan solo hilachas han quedado,

reventado a pedazos. Me lo han ido arrancando sin mise-

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Mariela Arvelo

— 190 —

ricordia, centímetro a centímetro. Me han desgarrado la

mordaza, mi vieja armadura, me han desgarrado a cu-

chilladas toda la piel.

Y yo en este deseo de irme muriendo tranquilamen-

te, de irme sangrando, consumiendo, de volverme frag-

mentos de mí misma. Y yo en este deseo de estar clavada

con seis clavos, con seiscientos clavos, en los maderos de

esta misma cruz…

El Viernes Santo bajan sin prisa los telones del tea-

tro. El público no logra levantarse. Los hombres y muje-

res se hallan conmovidos, estremecidos. Ni siquiera se

mueven de sus asientos. Están acongojados, con los ojos

nublados, con los dedos crispados, con las uñas clavadas

en la carne, y el corazón partido por el sufrimiento.

Descienden los telones y se apagan las luces. Vienen

algunos a saludarme. Me felicitan por mi actuación, pero

yo nada quiero responderles y me voy alejando. Ya no me

ven. Ya la función ha terminado. Ya la tragedia se ha

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Cuaderno del Adiós

— 191 —

cerrado. Y yo sigo anhelante, con el rostro sangrante, con

las espinas en la frente, en la calle sin gente de Jerusa-

lén…

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Mariela Arvelo

— 192 —

Yo soy la pasajera

Yo soy la pasajera sin retorno. Pasajera de un tren que se

encamina hacia el nunca jamás de la montaña. Veo por

la ventanilla el paso de mis días, y no me queda tiempo

para detallarlos, para identificar con tanta prisa, los dis-

tintos paisajes que llevo dentro.

Puedo ver el momento de la creación del mundo,

cuando los ángeles más viejos recorrían los montes neva-

dos, en busca de recuerdos. Puedo ver el momento de la

creación de la nostalgia, cuando un hilo de luna se perdía

en la noche.

Yo soy la pasajera sin retorno, e inicio la aventura

de reconocerme, de seguirme y seguirme hasta cansarme.

Y me encuentro aturdida, rodando velozmente en bús-

queda de un sueño, el reconocimiento de mí misma, que

no logro alcanzar.

Pasajera del tren, veo mi destino, moviéndose con-

migo hacia el pasado, hacia las maravillas que nunca se

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Cuaderno del Adiós

— 193 —

hicieron, hacia los compromisos que se quedaron en la

nada.

Veo transitar la vida como en diversos escenarios

de figuras inciertas y borrosas, que no consigo reconocer.

Yo me encuentro en el centro de la escena, en esa serie de

capítulos, fugaces e inconclusos, que puedo divisar en lon-

tananza.

Pasajera del tren que no termina, me atrevo a de-

volverme hasta las invenciones recopiladas en mi cua-

derno. Hasta los episodios numerados de una aburrida

novela de entregas; hasta el teatro de pueblo donde yo

usaba mis disfraces, pelucas y caretas para intentar bur-

larme y escaparme de mí, de mi más triste personaje.

Yo soy la pasajera sin retorno. Pasajera de un tren

que se encamina a las aldeas olvidadas, a lugares extra-

ños, irreconocibles, donde encontré la historia de mis

primeros resplandores. Todos ellos unidos a un torbellino

de personas, idiomas y paisajes, montajes y siluetas, vi-

siones y fantasmas que me nublaban el entendimiento.

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Mariela Arvelo

— 194 —

Pasajera del tren que se avecina a este final de via-

je. La sorprendente ruta se termina en los cerros quema-

dos del desierto. Es un lugar que apenas reconozco. En

este caos del mundo. En esta tempestad de sol y arena. En

el nunca jamás de un laberinto, que vuelve en este tren a

acompañarme.

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Cuaderno del Adiós

— 195 —

He recogido restos

He recogido restos del pasado, y los he colocado en mi

carreta, con el mayor cuidado, para llevarlos al campo-

santo. He recogido flores que me diste, margaritas azules

y jazmines, que prendías en mi pelo todas las noches, an-

tes de dormir.

He revisado páginas de nuestra historia y las he co-

locado en la carreta. Aventuras felices que emprendía-

mos juntos, hacia el azul del viento y las aguas del mar.

Hacia el cielo infinito de las aves doradas, hacia los ma-

nantiales encantados, que tan solo nosotros solíamos des-

cubrir.

He rescatado otoños que pasamos juntos, recuerdos

que escondimos entre la hierba, y aquel anillo de luceros

de oro, que eternizaba nuestro compromiso.

He recogido madrugadas en flor, de las que com-

partíamos en primavera. He recogido nubes blancas de

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Mariela Arvelo

— 196 —

las primeras horas de la tarde. He rescatado pedacitos de

cielo, que se caían en el remanso de nuestros encuentros.

He recogido las pisadas, lejanas y marchitas, que

conocían el rumbo de la montaña. He rescatado los adio-

ses de nuestras discordias. He recordado los romances

que me escribiste y salí sollozando, al encontrarme con tu

palabra.

He recogido plenilunios que pasé en tus brazos y

recogí los besos, todos los besos.

Y ahora van como carga en mi carreta, por el ca-

mino polvoriento. Al compás del caballo voy andando, al

compás de la suerte en mi carreta, al compás de mi

muerte en mi carreta, a la solemnidad del camposanto.

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Cuaderno del Adiós

— 197 —

Nada queda de mí

Nada queda de mí, sino el recuerdo de la noche impura,

cuando vinieron los espíritus a levantarme de mi cama,

para hacerme pagar por las promesas no cumplidas, por

mis días de avaricia y rencor.

Nada queda de mí, sino el acecho de las arañas ne-

gras que salían, entre las grietas de los armarios, y se

reían de mí, del grito aterrador de medianoche.

Nada queda de mí, sino la compañía de los fan-

tasmas que descorrían las cortinas, con sus ojos sin ros-

tro, con su rostro sin alma, para observar de cerca mi

desvanecimiento.

Nada queda de mí sino el vacío, que crece y se agi-

ganta cuando pasan las horas, en su ruta infalible hacia

la noche. Solo queda el vacío en estos callejones de mi ca-

sa, donde la vida pasa sin hacer ruido, sin sacudir el pol-

vo de los muebles, sin sacudir las telarañas, sin ni

siquiera acompañarme.

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Mariela Arvelo

— 198 —

Nada queda de mí, sino el abatimiento de los días,

de cada día que pasa sin decirme nada, la incertidumbre

que no cesa, la negación del universo, la asfixia que me

envuelve con la muchedumbre.

Nada queda de mí sino mis confesiones a la tarde,

las viejas esperanzas que quedaron regadas por el campo

y ya no pueden recogerse.

Nada queda de mí sino mi historia, la cual quiso

nacer en el remanso de la caña dulce, y ahora se encuen-

tra abandonada, en la orilla más seca del desierto.

Nada queda de mí sino retazos, restos de los nau-

fragios, restos de mi destino, baúles que se abrieron en el

fondo del mar. Cosas mías que se hundieron y se queda-

ron sepultadas para que nadie nunca pueda rescatarlas.

Nada queda de mí sino mi nombre. Y este miedo

tan largo que me da el olvido.

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Espejismos

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Cuaderno del Adiós

— 201 —

Regresamos a ser

Regresamos a ser pequeños seres, que se mueven y avan-

zan como pueden, arrastrando tristezas por el mundo.

Regresamos a ser coros silentes, en la naciente realidad.

Regresamos a ser formas extrañas, espejismos,

comprometidos con la lejanía. Comprometidos sin reme-

dio con todas las ausencias, que todavía persisten en ro-

dearnos. Abren su propio espacio en los adentros, y se

eternizan en el alma.

Regresamos a ser desgraciados payasos - descolori-

dos y pasados de moda - que se ríen de sí mismos, de sus

propias miserias. Y cubren con sus lágrimas la desabrida

carcajada, que es más bien un sollozo.

Regresamos a estar en un baile de máscaras, dis-

frazados de ángeles y demonios. Danzamos y giramos

hasta desvanecernos, sin saber quiénes somos, ni de dónde

venimos.

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Mariela Arvelo

— 202 —

Regresamos a ser vidas errantes - eternamente uni-

das al pasado - que se van esfumando con el viento. Nos

volvemos migajas llenas de polvo, mínimos elementos de

hojarasca, incorporados al vacío.

Nada vuelve a lo mismo, todo cambia, en parajes

desiertos, desolados, que jamás intentamos reconocer.

Todo vuelve a lo mismo, en este encierro donde nos

encontramos, sin hallar la salida del laberinto.

Todo vuelve a lo mismo. Al mismo tedio ilimitado, a

la misma nostalgia, a la misma añoranza, donde la sole-

dad jamás nos abandona.

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Cuaderno del Adiós

— 203 —

He transitado historias

He transitado historias que no fueron mías. Caminos que

se alteran y se bifurcan hacia desconocidos horizontes.

He pretendido apoderarme de secretos prohibidos, nunca

antes revelados, y he poblado mi vida con pasados que no

me pertenecen.

He descendido a los abismos de seres taciturnos y

atormentados, que gimen y sollozan sin encontrar nin-

gún alivio. Y he logrado elevar el destino, como si fuera

fuente redentora, hasta el sol milagroso del crepúsculo.

He transitado historias que no fueron mías. He ro-

bado siluetas de seres imprecisos y desconcertantes, y me

he posesionado de sus tesoros, de sus castillos y fortalezas,

de sus barcos de vela, que se van navegando hacia el va-

cío, hacia el fin de los tiempos, hacia los ventarrones más

distantes.

He caminado a solas por veredas destruidas. He re-

corrido signos del desamparo, sin ni siquiera un alma pa-

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Mariela Arvelo

— 204 —

ra socorrerme. Me he estrenado en el arte del olvido, y

vuelvo a ti en silencio, como la vez primera.

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Cuaderno del Adiós

— 205 —

Huyo de mí

Huyo de mí esta tarde. No tengo otra salida para li-

brarme de mi propia conciencia, que se encuentra col-

mada de preguntas y de desconcertante incertidumbre.

¿Cómo he de reencontrarme conmigo misma, des-

pués de tanta soledad a cuestas, después de tanto tiempo

sin hablarnos, sin vernos a los ojos ni entendernos? ¿Cómo

he de reencontrarme con mi antigua manera de enfren-

tar la vida, con mi lejana fortaleza, con mi antigua ar-

monía de sol naciente, con mi esencia sencilla de antes?

Con tantas esperanzas de seguir viviendo, entre los tor-

nasoles del crepúsculo … ¿Cómo he de reencontrarme

conmigo misma?

No quiero estar presente cuando me tenga al frente,

a pocos metros de distancia. Conmigo frente a frente, co-

mo en un espejismo. Conmigo y con mi sombra, que no me

desampara, en esta nueva etapa de la contienda. No

quiero estar presente cuando me encuentre y no me re-

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Mariela Arvelo

— 206 —

conozca, cuando me vea a mí misma y me quede pasma-

da en el hallazgo.

¿Quién es esa mujer descolorida, de sombrío sem-

blante, que me mira y me mira con descarada desfacha-

tez? ¿La conocí yo acaso alguna vez? ¿Alguna vez

cruzamos por el mismo camino de piedras y de flores?

¿Alguna vez nos vimos entre la muchedumbre de la calle

o entre los resplandores del verano?

Me niego a responder. Me niego a estar presente en

los avances de este duelo que ya parece inevitable. Me

niego a responder ante el misterio de los tiempos que todo

lo pueden; ante el misterio del destino que nada perdona,

ante esta fuerza destructiva que se me viene encima en

su deseo de aniquilarme. No tengo otra salida, y huyo de

mí esta tarde...

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Cuaderno del Adiós

— 207 —

Nadie

Nadie puede cruzar por el húmedo imperio de la noche.

Por su intrincada red de soledades. Por sus señas y signos

incomprensibles. Nadie.

Nadie puede adentrarse en misterios hundidos,

clausurados, atados con cadenas, en sus enmarañados la-

berintos.

Nadie puede decirnos de sus cadencias quejumbro-

sas, lamentos y gemidos, que se sienten presentes en me-

dio de la nada, desde pozos y huecos subterráneos, donde

están atrapados los moribundos.

Nadie puede decirnos sobre los túneles destruidos,

partidos en fragmentos, que atraviesan la noche de una

celda a otra celda, de un embrujo a otro embrujo, en su

propia y profunda penumbra.

Nadie puede entender los fogonazos repentinos, una

luz que encandila y paraliza la mirada, y deja al descu-

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Mariela Arvelo

— 208 —

bierto, por fracción de segundos, una fila de espectros,

con el rostro curtido por el desengaño.

Nadie puede cruzar por el húmedo imperio de la

noche. Las páginas mohosas de los manuscritos, las que

huelen a siglos que han perdido el nombre, señalan las

honduras inalcanzables, las edificaciones inviolables, las

extensas regiones de muertos vivientes, por donde solo

pueden deambular los sueños.

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Cuaderno del Adiós

— 209 —

Me siento a conversar

Me siento a conversar conmigo misma. Me siento en una

silla al lado mío, con las piernas cruzadas, con elegante

traje de dos piezas, con sombrero y con guantes de pri-

mavera, para al fin conocerme, para darme la mano y

saludarme, para darme las gracias por haber venido, pa-

ra al fin demostrar la complacencia por mi agradable

compañía.

¡Vamos, amiga mía! ¡Baja la guardia y tranquilíza-

te, porque no voy a hacerte ningún daño! No tengas des-

confianza de este encuentro, cuando llega la hora de la

verdad. Amenicemos la tertulia, en esta primorosa confi-

tería, decorada con lujo y buen gusto, tan apropiada pa-

ra las confidencias…

No es tiempo de querellas ni de malos recuerdos, de

traer a la cita los viejos rencores - viejas acusaciones, vie-

jas deudas, estudiadas maneras de confundirnos, de he-

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Mariela Arvelo

— 210 —

rirnos, de humillarnos - que apenas nos permiten respirar

en paz.

¡Vamos, amiga mía! ¡Brindemos esta tarde de la

convivencia y la concordia! ¡Al fin estamos juntas, sin

temor a mirarnos, a sonreírnos a los ojos! ¡Alcemos nues-

tros rostros en honor a la vida! ¡En honor al fracaso y la

victoria! ¡En honor a la gloria que una vez tuvimos y que

las dos vimos partir!

Es tiempo del perdón, de consolarnos, de perdonarte

a ti, que soy yo misma, de reír y llorar, como si nos qui-

siéramos, como si nos amáramos y nos entendiéramos.

Hagamos un esfuerzo al menos esta tarde, amiga

mía, hermana mía, cuando llega el momento de despe-

dirnos, cuando llega el momento de abrazarnos… Cuando

llega el momento de ponernos de pie, antes de dar la me-

dia vuelta, tras el último adiós.

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Cuaderno del Adiós

— 211 —

He encontrado mi reino

He encontrado mi reino en las cosas pequeñas, las que se

hallan dispersas en las arenas, como las caracolas encar-

nadas y las flores menudas que en veces palidecen entre

las piedras.

¿De qué pueden valer las fantasías, las gargantillas

de esmeraldas, los lujosos bordados, en hilo de oro? ¿De

qué me sirve el goce de costosos caprichos, si apenas per-

tenezco a lejanos destellos del pasado?

Una gota de mar es suficiente, para que yo me en-

cuentre en un palacio de marfil, o en una torre de cristal.

Una estrella fugaz me dignifica, como si ya me hubiese

convertido en diosa de los astros, que vuelve y aparece,

entre las transparencias de la sierra nevada.

Me basta con seguir pequeñas huellas, que los pája-

ros dejan en su paso frecuente por mi ventana, en direc-

ción a la ventisca. Me basta con sentir el sabor de la miel

sobre los labios, que una vez conocieron de tus besos.

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Mariela Arvelo

— 212 —

He encontrado mi reino en las cosas pequeñas, lle-

nas todas de gracia. En la espiga del sol entre las peñas,

en este rayo de la luna llena , en la fuente del barrio,

cantarina, y en la mañana campesina que nos da el re-

manso.

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Cuaderno del Adiós

— 213 —

Me estimo

Me estimo y me rechazo constantemente. Me aprecio y

me aborrezco de un día para otro. Me juzgo y me castigo

con la mayor dureza de que soy capaz. Y un momento

después, me mimo y me complazco, como a pequeña niña

consentida, de vida entretenida, regalada por ángeles de

la primera magnitud.

Me recibo y me niego una y otra vez, hasta quedar

rendida por el cansancio y el agotamiento. Aplaudo mis

caprichos, me envanezco de gozo ante mis días afortuna-

dos, premiados, bendecidos. Y a la vez palidezco de ira,

por mis torpes errores. Y rompo los cristales hasta hacer-

los añicos, cuando me veo a mí misma, tan altiva y segu-

ra, tan inocente de mentiras, frente al confesionario del

espejo.

Me estimo y me rechazo con la mayor facilidad,

con rapidez inusitada. Como si se tratara de una persona

ajena, apenas conocida, que no tuviera relación conmigo.

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Mariela Arvelo

— 214 —

Digo y desdigo de mí misma, sin ocuparme en comprobar

mis aseveraciones y negaciones. Sin enmendar mis juicios

temerarios, o corregir los juicios complacientes.

En esta larga lista de alabanzas, en esta intermina-

ble cuenta de reclamos, solo queda un momento para re-

conciliarnos, para lograr alguna tregua.

Nada más un momento. Este momento.

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Cuaderno del Adiós

— 215 —

Me reservo el derecho

Me reservo el derecho de admisión. Algunas veces no me

admito. No me dejo pasar adelante, a las comodidades de

mi casa, a la salita de recibo, al rincón de lectura, a todos

los adentros de mi vida íntima, al calor especial del ho-

gar.

Me reservo el derecho de soportarme. Algunas ve-

ces se me hace imposible tanta impertinencia. Tantas pa-

labras críticas e inoportunas, que salen solas, de

improviso, únicamente para molestarme.

A veces me disgustan las miradas agudas y pene-

trantes, las andanzas curiosas detrás de las cortinas, el

dedo que se pasa sobre los muebles, para dar fe del polvo

acumulado sobre un jarrón. Y los deseos desmesurados de

averiguarlo todo, de investigarlo todo, de decidirlo todo,

cuando yo quiero ser dueña y la señora de mi propio al-

bedrío.

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Mariela Arvelo

— 216 —

Me reservo el derecho de dejarme pasar adelante.

No he escuchado mis ruegos de abrirme la puerta. ¡Me he

negado a escuchar los propios ruegos míos! Y permanezco

afuera, donde debo quedarme sin demostrar enojo, sin

oponerme a la injusticia, empapada de lluvia y tristeza,

con los dedos dormidos, tiritando de frío, expuesta a la

inclemencia de una noche de viento y tormenta.

Mientras tanto, del otro lado de los cristales, en mi

poltrona favorita, junto al fuego encendido de la chime-

nea, disfruto de un buen libro, del placer que me brinda

un cigarrillo, del beso de mis hijos, de la caricia de mis

nietos, y de una humeante taza de chocolate.

Me reservo el derecho de admisión. ¡Y hoy, sintién-

dolo mucho, amiga mía, hoy no me he admitido!

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Cuaderno del Adiós

— 217 —

En veces

En veces me da gusto oír mi voz. Me divierte escuchar-

me, y suelo complacerme cuando me sé explicar debida-

mente, cuando me expreso con palabras correctas, bien

seleccionadas, cuando acierto en alguno de mis comenta-

rios.

“¡He acertado esta vez!” – me susurro entre dientes,

con desbordado regocijo.

¡Otras veces me asombra tanta insensatez! ¡Las in-

significancias colocadas en lugar de honor! ¿Es esa la con-

signa? ¿La norma por la cual debo regirme?

Expresiones vulgares y silvestres que se arrastran,

cansadas, ante la arremetida de la multitud. Esas pare-

cen ser las elegidas. ¡Las sentencias gastadas, fracasadas,

son muchas veces reinas de la historia!

¿Cómo es posible hablar de tantas nimiedades, tanta

acumulación de sinsentido, que brota de los poros libre-

mente, como el agua corriente de los grifos?

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Mariela Arvelo

— 218 —

¡Tantas sandeces juntas que se escriben de pronto en

un solo capítulo! ¡Tanta falta de gracia en los vocablos!

Tanto lugar común en cada uno de mis pensamien-

tos y tantas boberías, naderías sin límites, acumuladas en

el transcurso de la existencia… ¿Cómo podré librarme de

ellos y liberar mis voces de la impureza?

Me atemoriza comprobar las muchas confusiones

que llevo dentro, y los pocos momentos de buena ventu-

ra… ¿Cuál de las dos soy yo? ¿La tonta? ¿La sensata? Por

Dios, ¿cuál de las dos? Soy las dos, sin remedio.

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Cuaderno del Adiós

— 219 —

Tiempos

Tiempos que pasan y regresan hacia el mismo horizonte

por donde transitamos. Tiempos que nada tienen de irre-

petibles, sino que van marcando las mismas sensaciones,

los mismos compromisos que no se cumplen, la misma

realidad de lo que siempre fue, y será eternamente.

Tiempos de luz y sombra en un solo comienzo.

Tiempos reconocidos de extinguidos imperios, que nos re-

cuerdan las hazañas de aventureros y emperadores, los

primeros señores y dueños del mundo. Tiempo para el va-

lor y la derrota, para pensar y prometer lo que jamás va

a realizarse.

Tiempo para el fracaso y la congoja, en el sacudi-

miento de las causas perdidas. Tiempo para el despecho

en la traición abrumadora. Tiempo del desengaño en la

aurora más triste. Tiempo de la victoria y el alivio, en las

blancas mañanas de la buena esperanza. Es el tiempo de

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Mariela Arvelo

— 220 —

paz que significa una rosa temprana, la transparencia

de la mariposa.

Tiempo para el recuerdo y el quebranto de las no-

ches en vela, cuando la soledad nos acompaña y nos en-

vuelve el frío de la lluvia. Tiempo para las penas que

jamás se calman y permanecen vivas en la memoria.

Tiempos para querernos y olvidarnos en una misma

dimensión del cielo. Tiempo desesperado en el amor sin

límite. Tiempo desconocido que nos muestra el cercano

camino hacia el adiós.

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Cuaderno del Adiós

— 221 —

Me parece mentira

¡Me parece mentira tanta soledad! ¿Acaso son así todas

las casas? ¿Acaso caen a pedazos como la mía? Largas

noches he andado con mis mundos a cuentas, llevándolos

encima como fardos, sin esperar una respuesta, sin con-

seguirla ni buscarla, encontrando tan solo mi reflejo, en

los rotos espejos de la conciencia.

¡Me parece mentira tanta soledad! Las callejuelas y

zaguanes se encuentran vacíos. Ni siquiera la sombra de

un ser viviente se ve por las aceras y las esquinas. Nada

se mueve. Los niños de la plaza han desaparecido del ve-

cindario, y las campanas de la iglesia ya no repican. En

este pueblo de fantasmas no me quiero encontrar conmi-

go misma y me encierro en mi cuarto, para no verme.

Nada más me entretengo hilando hilitos de oro, hil-

vanando tesoros que yo había alcanzado en el tiempo en-

cantado de la alegría, bordando nombres y rostros

queridos sobre la funda de mi almohada.

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Mariela Arvelo

— 222 —

Nada más me entretengo en recoger retazos del

pensamiento, esparcidos retazos de mí misma, para así

protegerlos del desamparo y de la intensa lluvia de la no-

che. Nada más me entretengo en la lucha constante por

seguir andando, un paso tras un paso, sin detenerme, en

esta travesía interminable, que no me lleva a ninguna

parte.

Y veo llegar el día. Sobre la misma página del libro,

en la misma ventana de los mismos pájaros, en la misma

mañana del abandono.

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Cuaderno del Adiós

— 223 —

Me parece vivir

Me parece vivir con las manos cortadas, con los ojos

vendados, con la mente dormida, con el cuerpo vencido

por el cansancio.

Me parece perderme entre la gente que va y que

viene sin detenerse, que pasa a mi lado sin mirarme, sin

entender que me siento perdida, que ando sin rumbo.

Me parece vivir abandonada y sola, buscando al-

guna imagen conocida, el rostro de un amigo, un gato, un

pordiosero, algo que me recuerde que sigo viviendo, en

este límite del mundo, donde no pertenezco.

Me sumerjo en un suelo de incertidumbre, de im-

precisos vaivenes y promesas que nunca se cumplen, de

medias verdades, de medias mentiras, que se estiran y

alargan hasta cubrir de polvo el firmamento.

Me parece vivir encerrada en mí misma, encade-

nada a mis misterios, a mis secretos que nada esconden, a

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Mariela Arvelo

— 224 —

los largos abismos de silencio, escuchando tan solo un

murmullo, el ritmo solitario de mi voz.

Me parece vivir en la noche más íngrima. Noche

entera que pasa sin decirme nada, sin orientarme, sin

darme sustento, sin protegerme de mis obsesiones, de mis

sueños ocultos, mis temores, sin ofrecerme albergue ni co-

bijo.

Es difícil seguir en la misma zozobra, sin encontrar

mi sombra en ningún escondite, en ningún monasterio

deshabitado, en ningún hemisferio desconocido, buscando

restos míos en cualquier parte, en cualquier lejanía que

ha perdido su nombre…

Me parece seguir andando sin un rumbo, con las

manos cortadas, con la mente dormida, con el cuerpo

vencido por la incertidumbre.

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Cuaderno del Adiós

— 225 —

He querido

He querido vivir una historia distinta cada cierto tiem-

po. Varias vidas unidas a una sola verdad, que soy yo

misma. De frente y de perfil, en el rincón de los espejos.

Varias lunas que giran alrededor de un mar, algunas ve-

ces intransitable.

He pretendido recorrer el mundo y sus constelacio-

nes más brillantes; he pretendido ser la selva virgen. He

pretendido ser hija de Dios.

En los campos celestes, he encontrado promesas que

una vez yo hice. Caballitos de mar y de montaña me han

conducido por agua y arena, que están situadas no sé

dónde. Caballitos de mar y de montaña me han llevado a

luceros imaginados, sin importar el tiempo de la travesía.

He querido ser alma de distintos milenios, el testigo

perenne, que todo lo sabe y todo lo puede. Habitante in-

saciable de universos cambiantes, imagen de misterios

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Mariela Arvelo

— 226 —

ajenos y prohibidos, que describen la vida y describen la

muerte, en una sucesión de mar y cielo.

He pretendido ser reflejo de la esencia más honda

de las mujeres: solitarias mujeres, abnegadas mujeres, va-

lerosas mujeres de pan y hierro, y otros seres que vagan

en la incertidumbre.

He pretendido hacerme poderosa, irreverente e in-

vencible, y recorrer el cielo en carroza dorada. He grita-

do en el borde del abismo: “¡Déjame el paso libre,

torbellino, que voy hacia el intento de mi nombre!”

He querido elevarme con las aves más puras. He

querido seguir en mi larga jornada, hasta que las arenas

reconozcan mi voz, entre las otras olas del océano.

Pero sobre los sueños que he alcanzado, he preten-

dido rescatar el tiempo, en la sagrada luz de los relám-

pagos.

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Cuaderno del Adiós

— 227 —

Las guaridas

Las guaridas existen para que el hombre oculte sus es-

combros, su misión invencible de venganza, sus lanzas y

puñales desenvainados, sus destructivos resentimientos.

Las guaridas existen, para esconder la desconfian-

za, las armas empuñadas a sol y sombra, la pesada cade-

na de miserias que cada uno lleva, por su angosto y

torcido sendero, hasta el día final.

Las guaridas existen, para esconder las impurezas

acumuladas en los años, para intentar huir de los nuevos

engaños, para librarse del asedio, y vivir escapando de la

furia sin tregua, del castigo, ofrecido en el tiempo del di-

luvio.

Las guaridas existen, para que el hombre encierre

sus tormentos, desgarrados lamentos de moribundo, que

se escuchan a leguas de distancia. Y logre desatarse de la

condena, a la cual se halla sentenciado, desde que llegó al

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Mariela Arvelo

— 228 —

mundo, para ser una imagen fugitiva, que huye de sí

misma, de su propia tristeza.

Después de varias décadas de encierro - siglos pasa-

dos entre la sombra - sale a la luz del sol, esperanzado.

Sale a la luz del horizonte, anhelando un abierto destino,

el tranquilo camino lleno de flores, con el que había soña-

do alguna vez.

Pero vuelve otra vez el desengaño, el ciclo inalte-

rable que no cesa, que se cierra y se abre y se cierra otra

vez. La ilusión desvanece con las vicisitudes del destino.

La esperanza perece y de nuevo sucumbe. Y el hombre

desgraciado emprende su regreso a la guarida, donde le

aguarda el torbellino.

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Cuaderno del Adiós

— 229 —

Caminamos

Caminamos a veces por los valles desiertos del olvido, por

los valles desiertos que no se terminan, y cubrimos la

senda con los sollozos que vamos dejando, en la penosa

romería.

Caminamos y vamos hacia un lugar sin límites,

perdido en lontananza, en el nunca jamás del horizonte.

Caminamos y vamos como dormidos, hipnotizados por el

paisaje, en busca de un tal vez y una esperanza que ja-

más aparece.

¿Qué rumbo he de seguir en este aturdimiento que

hoy me agobia? Voces inalcanzables persisten en buscar-

me y perseguirme. ¿Son voces del delirio que no me ha

abandonado desde el momento mismo del nacimiento?

¿Cuántos nombres sin voz ya me han llamado? ¿Cuántas

veces he andado por el rumbo indeciso, sin jamás ocu-

parme de volver los pasos?

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Mariela Arvelo

— 230 —

Caminamos por calles cubiertas de maleza, de basu-

ra. Por veredas oscuras e irreconocibles, pobladas de fan-

tasmas y de seres extraños, salidos de ultratumba, en el

desvelo de la medianoche.

Caminamos por ruinas que no nos pertenecen, ni

justifican nuestra permanencia junto a los árboles caídos.

Seguimos caminando hacia los callejones del olvido, que

llevan al pasado. Al pasado perdido, lejano y escondido,

entre los nubarrones del ocaso.

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Cuaderno del Adiós

— 231 —

En el nombre del mar

En el nombre del mar he comprendido la dimensión exac-

ta de la desesperanza. La que penetra el alma y la con-

sume, de una manera definitiva.

He entendido el vacío, la hondura irreparable de

los sueños perdidos, el engaño que vino a desplazarlos de

mis atardeceres, cuando no comprendía el paso de los

años sobre la temeraria realidad.

No sirven para nada los sacrificios, las intenciones

redentoras, los deseos de enrumbarme hacia nuevos des-

tinos que me rescaten del sufrimiento. No sirven para

nada las débiles antorchas que me alumbran, en la ruta

final del recorrido.

En el nombre del mar he sucumbido. Me siento de-

rrotada, acorralada. No encuentro la alborada ni los tri-

nos de pájaros, entre tanto silencio que me agobia. No

encuentro una rendija por donde escapar, una sola salida

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Mariela Arvelo

— 232 —

que alivie mis penas, y me permita recoger la historia,

perdida en pajonales de la conciencia.

Es la desesperanza la que se yergue como victorio-

sa. Es la desesperanza la que marca el paso, la que dirige

la contienda. Se apodera de mí, me sacrifica, me devuelve

a la sombra, y me transforma en hoja seca.

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Cuaderno del Adiós

— 233 —

Cuando pasan los años

Cuando pasan los años, la esperanza se vuelve melanco-

lía. Cuando pasan los años, la dimensión del mundo pare-

ce reducirse a tu pequeña casa, tu blusa de domingo, tus

libros y tus flores, tus papeles regados sobre la mesa.

Cuando pasan los años, la dimensión del sol se vuel-

ve cosa mínima: algunos rayos taciturnos que tú dejas

entrar por la ventana, y se quedan allí, cansados y se-

dientos, hasta que les da sueño y se van a dormir.

Cuando pasan los años, las sensaciones se debilitan,

los amores se vuelven agua mansa, lejanas melodías, que

todavía resuenan en tu memoria. Fantasías rumorosas

del río de tu infancia.

Cuando pasan los años, las pasiones de antaño lan-

guidecen, cruzan calladas por tu casa, arrastrando los

pies con desgano, y se quedan sentadas en el patio, bajo

los árboles. Sin hablar, ni reír, ni llorar. Nada ni nadie

las altera, ni las hace salir de su letargo.

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Mariela Arvelo

— 234 —

Cuando pasan los años, vienen a visitarte los ante-

pasados. Los abuelos y los bisabuelos se hacen presentes

un día cualquiera, y se acomodan tranquilamente en la

salita de tu casa, mientras tú arreglas el cuarto de hués-

pedes. Conocen bien el ritmo de tu existencia y no pre-

tenden molestarte, ni interferir en tus asuntos. Tan solo

están presentes, tan solo acompañándote, sin ser vistos ni

oídos por nadie más que tú. Ellos se hospedan en cuartos

asoleados, coloridos, llenos de gracia y luz, que fueron an-

tes de tus nietos. Y se quedan allí, semidormidos, contán-

dote sus sueños, sus desengaños inolvidables.

Cuando pasan los años, la rutina te agobia, te apri-

siona los hombros, te fatiga en el cuello y las espaldas,

hasta debilitarte el corazón. Andas vagando de un lado

para otro, sin hacer nada, sin decir nada, solamente es-

cuchando los pensamientos que ya no quieres escuchar.

Cuando pasan los años, te reconcilias contigo mis-

ma. Te reconcilias con tus errores, con los malos momen-

tos que has sufrido, con la vida que pesa y que no pasa,

con tus sueños perdidos entre la niebla.

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Cuaderno del Adiós

— 235 —

Cuando pasan los años, el tiempo es un enigma y no

sabes a qué atenerte. En veces se hace aliado tuyo, y en

veces enemigo despiadado. Te maneja a su antojo, te cu-

bre y te descubre las caretas que una vez usaste, y un

instante después, cuando menos lo esperas, te ofrece el

brazo, galantemente, para ayudarte a cruzar la calle.

Cuando pasan los años, la eternidad se te hace cor-

ta, insignificante. ¡Ya tú la has recorrido tantas veces,

que te fatiga pensar en ella! Lo grande y lo pequeño no

difieren, son del mismo tamaño. Lo bonito y lo feo han

adquirido el mismo rostro.

Cuando pasan los años, la soledad te pesa sobre los

párpados y te cierra los ojos, sin que tú puedas evitarlo.

Y quedas desvelada hora tras hora, con el alma despier-

ta, con los ojos cerrados, viendo pasar la sombra de lo que

fueron tus añoranzas.

Cuando pasan los años, la luz se hace más tenue. El

vecindario se oscurece porque se apagan los faroles. Los

amigos han muerto, la tiendita de encajes ya no existe…

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Mariela Arvelo

— 236 —

Rezas el novenario para las ánimas en pena, y cuando

nada te hace falta, te echas a llorar.

Cuando pasan los años, el camino se estrecha, hasta

que se hace intransitable para tus pies cansados y dor-

midos. La historia se detiene, en un lugar cualquiera de

la medianoche. Tu vida se detiene. Muy quedamente se

detiene, sin hacerte daño. Tu vida se detiene y la paz te

circunda…

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Cuaderno del Adiós

— 237 —

Miro pasar el tiempo

Miro pasar el tiempo en su barca de oro, y he pretendido

detenerlo, levantando la mano, las dos manos, haciéndole

señales desesperadas... Ilusión pasajera que he tenido, y

que se esfuma al soplo de los vientos.

¡Cuánto duele entender que no se para el tiempo, ni

se retrasa nunca, que sigue eternamente su jornada infa-

lible, hacia el frío de la noche!

¡Cuánta historia se ha escrito en el nombre del

tiempo! ¡Cuántas horas dejadas en el olvido, para que se

murieran en la zozobra! ¡Cuántas palabras dichas en el

momento equivocado, quedaron prisioneras en el tiempo,

sin poder rescatarlas y traerlas de nuevo a su lugar de

origen! ¡Cuántas tardes de llanto se ha llevado el río!

¡Cuántos besos dejados en el ocaso de una primera noche

de verano! ¡Cuántas lunas silvestres se quedaron regadas

con las primeras gotas del rocío!

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Mariela Arvelo

— 238 —

Miro pasar el tiempo en su barca de oro. Avanza

lentamente hacia el nunca jamás desconocido, sin extra-

viar el rumbo, sin alterar su ritmo, mientras yo voy tras

él, pidiéndole una pausa, solicitándole una tregua, ro-

gándole un respiro, para explicarle y suplicarle, para que

entienda un poco mis compromisos por cumplir, mis deu-

das por pagar, mis pobres sueños, todos, que se quedaron

solos en la orilla del mar…

Pero el tiempo no escucha. El tiempo es impasible,

inconmovible. El tiempo no perdona y se me va.

El tiempo se encamina en su barca de oro hacia un

lugar iluminado, donde tiene su templo la eternidad. De

allá viene su voz. Del nunca y el jamás.

De allá viene su voz. El tiempo se libera del nunca

y el jamás. El tiempo hace una pausa para complacerme.

El tiempo va a esperarme. El tiempo se ha rendido a mi

brazo extendido. El tiempo va a esperarme para el últi-

mo adiós.

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Cuaderno del Adiós

— 239 —

Comenzamos a ser

Comenzamos a ser seres errantes que avanzan, dando

lástima, por largos corredores de nuestra propia casa.

Comenzamos a ser pequeñas sombras, que se desplazan

libremente por el ocaso.

Comenzamos a ser notas perdidas de una canción

lejana, de una palabra inesperada, que descifró el enigma

de nuestro pasado, de nuestros universos solitarios, com-

prometidos con el silencio.

Comenzamos a ser una mentira, un recuerdo que

gira y se desplaza en torno a los objetos más queridos, los

que siguen con vida, mientras nosotros nos marchamos, y

desaparecemos lentamente, detrás de las cortinas.

Comenzamos hiriéndonos las manos, los labios y la

frente, con el mismo puñal que hemos alzado, en las re-

giones de los desamparados y los seres sin alma. Y empe-

zamos a huir de nuestro espectro.

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Mariela Arvelo

— 240 —

Comenzamos a ser seres errantes que ya no existen.

Y terminamos siendo esas calladas luces, que vagan e

iluminan el firmamento.

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Cuaderno del Adiós

— 241 —

He pasado la tarde

He pasado la tarde recorriendo historias encantadoras.

Viejos libros de cuentos vuelven a abrirse, y me dejan so-

ñar las vidas transitadas, en distintos fragmentos de mi

existencia. Alegrías diseñadas en el cuaderno de dibujo,

que yo pinté con lápices de colores, sobre el pupitre de la

escuela.

El encuentro conmigo me divierte; hasta parece en-

tusiasmarme y hacerme reír. Me da nuevo coraje, nuevo

aliento, un refrescante soplo de aire nuevo, que llena de

alegría mi corazón y me regala un grato regocijo.

Episodios lejanos han regresado a la memoria, ple-

nos de gracia. ¡Cuánto gusto me da reconocerme y reen-

contrarme junto a tantas hazañas que creí perdidas!

¡Cuántos suspiros recobrados en un solo momento de

felicidad! ¡Cuántas fragancias inolvidables han regresado

a mí! ¡Cuánta risa y ventura entre las callejuelas de la

infancia! ¡Cuánto gozo infinito la vida de familia, los pa-

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Mariela Arvelo

— 242 —

dres y el hermano, los viajes, los abuelos, los trenes y ve-

leros, los transatlánticos, las primeras andanzas sobre el

aire y el mar!

¡Cuántas lunas de enero han cobrado vida! ¡Cuántos

soles de otoño recuperados! Cuántos cielos abiertos de par

en par han regresado a hacerme compañía en esta tarde

maravillosa.

La ensoñación florece durante largas horas y se re-

crea en lagunas encantadas, donde me iba a remar junto

a mi padre…

La sonrisa se queda, como luciérnaga, para dar luz

a la montaña. Al final de la tarde, a la hora del Ángelus,

los recuerdos regresan a su morada.

El presente se muestra bruscamente, sin darme

tiempo a volver del embrujo, donde me encuentro toda-

vía. El presente me obliga a disponer la cena, guardar los

libros y cuadernos y regar los helechos de la ventana…

En el vasto universo de la memoria sobreviene otra

vez el vacío. El embrujo ha marchado. La ilusión se ha

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Cuaderno del Adiós

— 243 —

perdido. El encuentro conmigo ha terminado. Y al final

de la tarde, los preciosos recuerdos vuelven al olvido.

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Mariela Arvelo

— 244 —

Me pregunto

Me pregunto el porqué de las ausencias. Me pregunto el

porqué de la niebla que pasa, arrastrando con todo lo que

más queríamos. De los fríos inviernos, cuando ya se han

marchado los días mejores, y queda solo ausencia alrede-

dor de ti.

Me pregunto el porqué de mi destino. Por qué pa-

dezco este dolor tan hondo. Por qué tanto silencio me ro-

dea. Por qué las nubes grises vienen a instalarse en mi

blusa de otoño y me llenan de frío las entrañas. Por qué

las alegrías se dispersan, huyen y se van lejos, a países

distantes, sin que yo pueda asirlas de la mano, para rete-

nerlas, como si fueran los niños pequeños, mis pequeños.

Me pregunto por qué las ilusiones parece que se es-

fuman, de un día para otro, regresando a la nada de la

conciencia. Y por qué en el extremo del horizonte, donde

estaba la luna de los enamorados, queda tan solo el des-

consuelo, en la forma concreta de una nube de humo.

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Cuaderno del Adiós

— 245 —

Me pregunto el porqué de la nostalgia, el porqué de

las horas vacías, sin voces cantarinas para hablarme, sin

ninguna guirnalda para complacerme. Las mariposas

vienen a explicármelo, en sus mensajes de alas transpa-

rentes, pero se quedan extraviadas ante mi desvelo.

Aparecen los días de verano sobre la enredadera de

mi ventana y yo me siento a solas para contemplarla,

mientras la mece el viento, mientras yo me pregunto…

Le pregunto al cerezo el porqué de tu ausencia, el

porqué de los besos que nunca se olvidan, el porqué de tu

amor que ya no existe. Le pregunto a las flores el porqué

de la vida. Y por qué yo te espero, en esta tarde de sol y

viento.

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Mariela Arvelo

— 246 —

Libre de compromisos

Libre de compromisos he quedado, y sin embargo sigo

atada a los viejos temores, a los viejos rencores, a mis

miedos antiguos y temerarios, a las recias tormentas de

mar adentro, que llevo desatadas en el corazón.

He quedado clavada en un grueso madero, lleno de

espinas, y veo pasar el tiempo en su barca de oro, pero no

tengo fuerzas para detenerlo, para pedirle a gritos que

me espere, que me lleve con él, que ya no quiero estar

aquí, que me acompañe y me conduzca hasta el umbral

del Paraíso.

Libre de toda culpa quisiera encontrarme, para la-

var mis manos en la arena, para arrancar de cuajo todas

las penas, y encontrar el alivio necesario.

Libre de la tristeza quisiera encontrarme, de toda

la injusticia que me rodea, de toda la venganza que ya he

tomado con mis propias manos, de la desesperanza que

sigue conmigo, como si fuera una segunda piel.

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Cuaderno del Adiós

— 247 —

Libre de compromisos he quedado, y sin embargo si-

go encarcelada en un lejano templo, de paredes de piedra

y antiquísima estirpe.

Atada a pies y manos he quedado, en un desenfre-

nado torbellino que me lanza lejos, hasta el allá de la

conciencia. Encadenada a pies y manos a una ansiedad

innecesaria, comprometida a ciegas con la incertidum-

bre. Condenada a la muerte que es mi suerte. Condenada

al silencio y al olvido.

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Mariela Arvelo

— 248 —

Turbios presentimientos

Turbios presentimientos y pensamientos abrumadores,

me llevan por la calle de la amargura. Por pasadizos soli-

tarios y resbaladizos, anegados de bruma, que me hacen

transitar hacia el pasado, que me hacen transitar hacia

el futuro, en un ir y venir de sensaciones desagradables.

De nada vale que yo quiera librarme de ellos, po-

niéndolos a un lado, desplazándolos lejos, tapándoles la

boca con un grueso lienzo, así como se esconde lo inservi-

ble, lo que causa disgusto, lo que no quiero volver a escu-

char.

Pero siguen allí, mortificándome, clavados en mi

frente como dagas de acero, como dardos candentes, em-

peñados en ver mi destrucción.

¡No me persigan más! ¡Váyanse ahora! Ya las mise-

rias las conozco íntegras. Una por una las he conocido, de

mayor a menor. Las malas horas ya las he vivido, tor-

mento a tormento. Bien dosificadas las malas horas, bien

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Cuaderno del Adiós

— 249 —

administradas de sol a sombra, sin un solo momento de

descanso.

Ya se echaron las cartas del desafío. Ya las penas se

echaron sobre la mesa de la taberna. Ya los dados co-

mienzan a rodar sin que ninguno los detenga. Los otros

jugadores me han vencido, y al final he quedado como

gran perdedora en juegos del azar…

¡No me torturen más! ¡Déjenme sola! Ya las cartas

marcadas se han echado, sobre la mesa del destino.

Pero los pensamientos abrumadores no me abando-

nan. Se adueñan de mi mente y de mi espacio, y se apo-

deran de todo lo mío, para después venderlo en la

subasta, en las aceras de los arrabales. Me acosan y me

asedian con sus apariciones repentinas, visiones instan-

táneas de cataclismos, y sombríos presagios. Después si-

guen turbándome, penetran en mi vida y se disuelven en

mi sangre, como copa de vino envenenado.

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Mariela Arvelo

— 250 —

Desandando el camino

Desandando el camino transitado, llego a la superficie de

mí misma, pero no logro hallarme ni entenderme. Me

desnudo y me miro en el espejo, y ya no sé quién soy, ni

hacia cuál rumbo debo dirigirme.

Desandando el camino transitado, devolviendo los

pasos por la misma ribera, me siento desvalida, descon-

certada y sola, porque ya nada reconozco.

¿Viví aquí alguna vez? ¿Tuve en estos lugares mis

primeras visiones, contradicciones y espejismos? ¿Conocí

yo esta gente que ahora me saluda cortesmente, como

buenos amigos, pero veo la malicia en su mirada? ¿Uní

yo mi destino a estos viejos paisajes solitarios, o fue tal

vez mi yo gemela, aquella que transita por mi mente, la

que soñó este mundo desconocido?

Desandando el camino transitado, nada me perte-

nece. Nada tiene la huella de mis dedos, de mi pulgar de-

recho, de mis lejanas sensaciones. Nada tiene la huella de

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Cuaderno del Adiós

— 251 —

mis palabras, perdidas y encontradas en las últimas pá-

ginas de un cuaderno.

Desandando el camino me detengo, en la mitad de

la mañana, tratando de orientarme en un paraje desola-

do, sin cielo ni horizonte. Y la mirada se desprende y se

desplaza sola hacia poblados secos y prohibidos, que nada

pueden importarme.

Nada recuerdo del pasado y me atormentan las in-

terrogantes, las preguntas que me hacen y no sé respon-

der. Me atormenta en el alma ese telón de fondo que todo

lo cierra, que todo lo encubre, y me deja en el teatro va-

cío, aplaudiéndome sola, como mediocre actriz de mi

propia tragedia.

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Mariela Arvelo

— 252 —

En la callada luz

En la callada luz de este desierto, las arenas me queman

la mirada. Se estira el horizonte hasta abarcarlo todo, y

la ventisca de verano entra en mi tienda de campaña,

donde me encuentra desprotegida, hecha jirones, a la

merced de la intemperie.

El calor me embrutece, me debilita el pensamiento

hasta secármelo. Me hace sentir tristeza de mí misma,

me hace tenerme lástima. Me hace sentir este derrum-

bamiento de sol abierto, de mañana caída, donde bebo mi

sangre gota a gota, y conduzco mi cruz hasta el nuevo

calvario.

No necesito el canto de los días felices. No necesito

el alma redentora que ha de venir a liberarme. No nece-

sito cántaros de agua que fueron bendecidos en la lejana

tierra de la profecía.

Nada más necesito ausentarme de mí, vagar sin

encontrar un nuevo rumbo, hundirme en las arenas, has-

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Cuaderno del Adiós

— 253 —

ta las rodillas, y sentir sus tizones en los talones de los

pies.

En la callada luz de este desierto, soy una piedra

seca en la alborada, un carbón en la sombra. Ceniza y

más ceniza que me cubre entera, desde las hebras de los

cabellos, hasta la soledad que me circunda.

Soy la ilusión vencida por el tiempo, el animal heri-

do que se muere de sed, la pena que más duele, el dolor

que se ahonda, el grito más lejano y más temido, en la ca-

llada luz de este desierto.

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Mariela Arvelo

— 254 —

Voy caminando

Voy caminando a solas sobre la tierra prometida. Voy

caminando a solas, hacia el mismo horizonte que me vio

nacer. Voy buscando pisadas de mis pies descalzos, y me

detengo a santiguarme en la cascada de los remolinos.

Paso en silencio para redimirme, con esta cruz a cuestas.

Hoy camino y camino hacia la inmensidad.

¿Quién habría de decirme, en los siglos pasados de

mi existencia, que yo habría de vivir en este límite del

mundo, donde la mansedumbre de los pequeños seres me

darían sustento, sin pedir nada a cambio? Pan de miel y

avellanas han nutrido mi cuerpo desde los días del dilu-

vio. Pan de miel y avellanas por los senderos de la reden-

ción.

Los siglos aparecen y desaparecen, atrás de la mon-

taña de las nieves, en la estela final de los relámpagos. Y

yo consigo descubrirlos, de cara a los imperios más pode-

rosos. Yo consigo mirarlos e identificarlos con sus bande-

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Cuaderno del Adiós

— 255 —

ras, como si fueran dedos de mis manos. Reconozco el

inicio de cada uno de ellos, distingo el resplandor de sus

días gloriosos, y los sacudimientos de su destrucción.

Voy caminando a solas sobre la tierra prometida.

En esta eternidad donde transito, no me hace falta nada.

Nada más una voz en la alborada, la paz de tu mirada,

amado mío. Esa primera voz.

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Mariela Arvelo

— 256 —

Nos hemos limitado

Nos hemos limitado a soportar la vida, como si fuera un

trozo de pan seco, una semilla seca que se muere y cae.

Así, sencilla y seca, elemental, la vida.

Nos hemos limitado a transitar la vida como se be-

be un vaso de agua o una copa de vino, sin hacer el em-

peño por hallar los motivos de su realidad, de su esencia

primera. Ese secreto primordial que regresa a nosotros,

como pregunta impertinente y necia, sin ninguna impor-

tancia.

Se nos dan las tormentas atronadoras, los caminos

de bruma, los cenicientos amaneceres, los crisantemos

amarillos, los montes calcinados por la sequía, y sin em-

bargo no entendemos nada, nada nos importa.

Nos basta detenernos en las esquinas, y recostarnos

en las farolas, sin movernos, para dejar pasar la gente,

los perros y los gatos, para dejar pasar la vida, de un la-

do para otro, sin entenderla.

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Cuaderno del Adiós

— 257 —

Nos hemos limitado a caminar a ciegas, con los ojos

vendados por la incertidumbre, esperando el momento y

la señal precisa para iniciar nuestra jornada. Pero el

momento nunca llega, no queremos que llegue a importu-

narnos, y nos mata el hastío.

La nada representa lo que sentimos, la religión que

profesamos, el deber que cumplimos. Una profunda sed,

una mentira que todo lo envuelve. Un vacío que penetra

hasta los tuétanos, hasta dejarnos huecos, insensibles,

desprendidos de todo, olvidados por todos, flotando va-

gamente en un leve universo que nunca termina.

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Mariela Arvelo

— 258 —

Empeñada me siento

Empeñada me siento en empezar la vida, en comenzar de

nuevo, como si no tuviera tanta desolación acumulada,

tantas vidas a cuestas, después de tantos años. Como si no

tuviera tantas memorias retenidas entre los ojos, tantas

vicisitudes y contradicciones entre pecho y espalda, tan-

tos amaneceres que se volvieron noche de una sola vez.

Empeñada en citarme conmigo misma. Conmigo la

entrevista en un lugar cualquiera de la mañana. Empe-

ñada en hablarme, detallarme de cerca, espiarme, cono-

cerme. Empeñada en seguirme los pasos para ver dónde

huyo, hacia dónde camino, en cuál lugar distante fijo la

mirada.

Empeñada en volver a ser amiga mía, compañera

de juegos de la infancia, mi mejor consejera como lo fui

siempre, mi sostén y consuelo en los muchos momentos de

desamparo…

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Cuaderno del Adiós

— 259 —

Y sin embargo tengo desconfianza de mis propias

palabras, que en veces me parecen engañosas; de las in-

necesarias confidencias que ya no logran interesarme, de

ese afán de seguirme y perseguirme a todas partes… De

mi simple presencia inoportuna.

¿Tengo miedo de mí? ¿Es eso lo que siento? ¿Es ese

sentimiento el que me tiene ansiosa, confundida, incapaz

de pensar como me ordena la cordura? ¿Estoy por siem-

pre huyendo de mis propios temores? ¿Tengo miedo de

hallarme en medio de un tumulto, desde donde no pueda

ser rescatada?

Me daré la respuesta cuando las dos que somos es-

temos frente a frente, de mujer a mujer, y sin mediar pa-

labra, nos demos la espalda.

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Mariela Arvelo

— 260 —

Cuando tú sientes

Cuando tú sientes que no vales nada, bajas los ojos hasta

el suelo, y te avergüenzas de tu vestido roto y tus sanda-

lias desgastadas, llenas de polvo. Bajas los ojos y recuer-

das el pedazo de sol que te quitaron cuando subías a la

montaña, en busca de sosiego.

Cuando tu sientes que no vales nada, te lanzas por

la calle de la amargura, a desandar lo andado, a recoger

cenizas de tus huesos, a recoger fragmentos olvidados,

retazos de tu nombre y de tu blusa de domingo. Y luego

te detienes bruscamente, en el lugar exacto donde fue tu

derrumbe.

Cuando tú sientes que lo pierdes todo, regresas al

instante de tu primera infancia, y vuelves a mirar la ca-

sa del recuerdo - la que se alzaba al frente de la plaza -

donde las margaritas todavía retoñan. Los fantasmas se

ofrecen a llenar el vacío que llevas dentro, y te cuentan

historias de antiguos tesoros.

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Cuaderno del Adiós

— 261 —

Cuando tú sientes que lo pierdes todo, se te viene a

la boca ese sabor amargo, se te nublan los ojos con la nos-

talgia, y te recuestas bajo los sauces, para mirar pasar tu

sombra. Nada queda de ti, sino el reflejo de la luna en el

agua.

Cuando tú sientes que te han olvidado, vuelves a

los cristales de los días felices, y te miras allí, dueña del

mundo: halagada por todos, consentida por todos, rodea-

da de claveles.

Las ventanas abiertas de par en par te permiten

recrearte en los cojines y los sillones de terciopelo, del sa-

lón adornado para recibirte. Te reconoces en la multitud

y levantas la copa en honor a ti misma.

Tú eres el centro de todas las gracias y complacen-

cias. Te reconoces entre la gente que desea acompañarte

y estar a tu lado. Eres tú misma allá, hace tantos años. Te

ves llena de gozo, radiante, iluminada, engalanada con

un traje de organza y una diadema de menudas flores.

Entonces te retiras y te alejas de ti. No quieres que

te vean nunca más. Ya no quieres mirarte ni reconocerte

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Mariela Arvelo

— 262 —

y te vas en silencio, caminando en las sombras del silen-

cio, hasta el triste palacio del olvido.

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Cuaderno del Adiós

— 263 —

Aparta del camino

¡Aparta del camino los malos augurios! Precisas deste-

rrarlos, apartarlos de ti, cuando te nublan la mirada con

una espesa sombra, cuando te cierran las ventanas, y no

te dejan ver una pequeña estrella en el oscuro firmamen-

to.

¡Aparta del camino los presentimientos! Es necesa-

rio disolverlos y tirarlos lejos, como si fueran pájaros de

mal agüero, que buscan condenarnos sin misericordia.

Debemos anularlos cuando se hallan pequeños, recién sa-

lidos de la borrasca, para evitar que crezcan, que se ha-

gan poderosos y que nos emponzoñen el agua de lluvia.

Mala sombra aparece cuando malos augurios se

ramifican a su antojo, cuando se extienden a su antojo y

te quitan el habla. Te cierran la conciencia con su mon-

taña de incertidumbre. Te quitan la razón por un instan-

te, y te van sometiendo, colmándote de culpas, de

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Mariela Arvelo

— 264 —

reprimendas innecesarias, hasta dejar su marca de san-

gre y de polvo.

Mala sombra preside los presentimientos que apa-

recen de golpe, en medio de la nada, en medio de la no-

che, cuando tú te dispones a descansar. Te destruyen el

mundo de un certero lanzazo, te lo rompen y parten en

mil pedazos, y te dejan vencida, arrepentida de tantos

males, arrodillada en tu miseria.

Mala sombra diluye los presentimientos, y los dis-

persa por el cuerpo, como vaso de hiel envenenada. Los

distribuye equitativamente de la cabeza hasta los pies,

hasta que quedas hecha de paja seca, que arde y se que-

ma en un instante.

Aleja del camino los malos augurios, que siguen ins-

talados en tu almohada, susurrando al oído nuevas acu-

saciones, censurando tus actos más elementales, y

presentando ante tu mente una serie de imágenes confu-

sas, que no te dejan respirar en paz. Mala sombra apare-

ce junto a ellos, hasta que te sumergen en un torbellino

que no se detiene…

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Cuaderno del Adiós

— 265 —

Y terminas tu vida tendida en el suelo, derrotada y

rendida, con el vestido desgarrado, y la espada ensartada

en la mitad del corazón.

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Mariela Arvelo

— 266 —

Sé desplazarme

Sé desplazarme libremente por los diversos astros de las

constelaciones, elevados en cumbres jamás profetizadas.

Sé distinguir de lejos el pequeño relámpago de la luciér-

naga. Sé rescatar del lodo un precioso recuerdo, que se

hallaba perdido y olvidado entre tanta maleza circun-

dante… Pero a la vez puedo adentrarme en las fosas os-

curas donde transitan las malas sombras.

Sé recorrer a solas los distintos atajos, los grises ca-

llejones de la conciencia. Sé distinguir a solas la impene-

trable bruma que oculta las acciones imperdonables, las

tretas más perversas, las traiciones más viles que pueden

germinar en los rincones, para estallar después sobre la

arena, como secos peñascos.

Sé descubrir oscuros pasadizos, por donde se desli-

zan las deslealtades, las componendas, las más torcidas

intenciones, que después se abren paso por entre un denso

bosque de pájaros brujos.

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Cuaderno del Adiós

— 267 —

Sé comprender, de una mirada, el juego sucio que se

planifica, jugada a jugada, pieza por pieza, entre los ju-

gadores de la partida. Sé descubrir trincheras escondidas

en los distintos frentes de la guerra. Sé desafiar el miedo

y el peligro. Sé defenderme sola ante un ejército enemigo

que pretende venir a acorralarme.

Sé desplazarme libremente por los diversos astros

de las constelaciones. Y sin embargo me siento indefensa,

acongojada y desvalida ante tu indiferencia, ante tus ojos

taciturnos que no me miran, ante el rayo de luz que tú

nunca jamás vas a brindarme.

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Mariela Arvelo

— 268 —

Soy

Soy tan solo una sombra bajo los árboles. Soy un recuerdo

inútil, el manto negro que me cubre entera y me tapa los

ojos, para que yo no pueda seguir adelante, hacia voces

distantes que todavía me llaman.

Soy la vida que pasa, que se va y se aleja, por los

linderos del más nunca. Soy máscara sagrada y soy el

fuego, soy la nieve que nace en la dispersa orilla de los

siglos. Soy arena quemada en la duna dorada del desier-

to.

Soy misterio y soy viento que jamás se calma, soy la

pena más honda que ha existido, soy la espina clavada

entre mis sienes, soy solo sangre y huesos en un cuerpo

olvidado, soy el dolor del mundo.

Soy el curso del río, la ramazón de los sembrados, el

vendaval de la montaña. Soy la pequeña flor que resucita

cuando Dios amanece, soy la espiga y el pasto. Soy la lu-

na de enero, que enciende los luceros de la mañana. Soy

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Cuaderno del Adiós

— 269 —

la fiera del bosque que se ataca a sí misma, hasta morir

de pena, soy la hierba menuda que los hombres pisan sin

enterarse, soy el día y la noche, la dimensión de luz que

vibra entre los signos de los astros.

Soy el telón de fondo de mi propia existencia, soy la

actriz de mi historia, representada en varios actos, sobre

el escenario. Soy máscara que ríe y máscara que llora.

Soy bufón del castillo y emperatriz de mis comarcas, feli-

cidad y sacrificio. Soy comedia y tragedia de una sola

mirada.

Soy la liebre que huye de mi fracaso. Soy el miedo

que brota de mis adentros. Soy la gota silvestre de la llu-

via, soy el color del mar. Soy la presencia de los nomeol-

vides, cuando los busco entre las hebras de mi cabello. Soy

la constelación de mariposas en los alrededores de la lu-

na, soy el sol de verano que nunca perdona, soy el toro y

el trueno que jamás se calla, soy la furia que nace entre

los muros de la caverna.

Soy el adiós y la victoria, soy la tristeza y el olvido.

Soy el regreso de la madrugada hacia el precioso nido de

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Mariela Arvelo

— 270 —

los besos. Soy el bosque de olivos y la consagración de los

misterios. Soy la naturaleza hecha pedazos. Soy la muer-

te y la vida, soy el tiempo.

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Cuaderno del Adiós

— 271 —

Ángeles que me alumbran

Ángeles que me alumbran vienen a socorrerme en el paso

del río. He llegado hasta aquí, sin conocer la ruta por

donde he venido, sin recordar los puentes que he cruzado,

ni la corriente que me ha conducido en este trance amar-

go. Sin recordar los seres que me dieron asilo dentro del

bosque.

He llegado hasta aquí, sin ninguna propuesta que

me reivindique, sin una enmienda para saldar mis cul-

pas, sin la razón que justifique que yo siga vagando hasta

el fin de los tiempos, desprotegida y sola, por los secos

caminos que nunca terminan.

He llegado hasta aquí, arrastrando los pasos sobre

los tremedales de la tierra. Y la mirada fija en las ondas

de un río, que apenas reconozco. He llegado hasta aquí

sin un recuerdo en la memoria, sin ninguna señal que

venga a esclarecer los oscuros misterios que llevo dentro.

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Mariela Arvelo

— 272 —

Ángeles que me alumbran vienen a socorrerme en

el paso del río. Juntan sus manos para protegerme de las

fieras salvajes que se aproximan desde el monte, y cubren

con sus alas mi desvalido corazón.

Ángeles que me alumbran ven el alcance de mi des-

consuelo, y levantan mi cuerpo sobre las aguas. No consi-

guen librarme de la tristeza, pero al menos me alientan,

y protegen del viento, las páginas guardadas en el cua-

derno del adiós.

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Retazos

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Cuaderno del Adiós

— 275 —

Cartas sin remitente ni destinatario, sin señales

precisas de lugares y sin fechas exactas, para poder fijar-

las en el tiempo. Recortes de hojas sueltas. Empañadas

memorias de amarguras vividas. Retazos de mensajes

que yo encontré una vez, metidos en un sobre de confec-

ción artesanal, mientras hurgaba dentro de un baúl de

libros polvorientos y objetos raros e inservibles. Fue

aquella tarde de diciembre, en la fría casona de alta chi-

menea, al pie de la montaña de los eucaliptos, donde so-

líamos pasar las vacaciones del invierno. En un país sin

horizonte abierto, al otro lado del océano.

Casi todas las cartas se encontraban dañadas y

mohosas, rasgadas o partidas intencionalmente en mi-

núsculos trozos. Eran papeles arrugados, amarillentos e

ilegibles, olorosos a tierra mojada.

Otras cartas se hallaban en mejor estado de conser-

vación. De las pertenecientes a este grupo, escogí algunos

pliegos que parecían más recientes; todos ellos escritos

con pluma fuente, tinta verde esmeralda, y delicada cali-

grafía. Los saqué del baúl con cuidado, casi sin atreverme

a sostenerlos en mis manos. Los saqué con respeto, como

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Mariela Arvelo

— 276 —

cuando se toca algo sagrado. Y aún a sabiendas de que

usurpaba secretos ajenos, aquella misma tarde comencé

a leerlos, a detallarlos con sumo interés.

Me preguntaba quién los habría escrito y a cuál de

las mujeres de la familia habrían pertenecido. ¿Acaso a

tía Mercedes, la que se metió a monja, después de mu-

chos años de sufrimiento? ¿O tal vez a Ia prima Sagrario,

quien tuvo un matrimonio desgraciado que la llevó al lin-

dero de la locura? ¿O a Francisca María, la muchacha

trigueña que murió de amores, en el primer fragmento de

la vida? ¿O a Lola o a Enriqueta?

Me preguntaba a quiénes estaban dirigidas las di-

versas cartas, que tan solo indicaban, en su encabeza-

miento, el número del día y el nombre del mes. Me venían

a la mente cientos de interrogantes… ¿Quién sería aque-

lla amiga traicionera, la mala amiga de la primera carta?

¿Y quién sería aquel hombre, causante del amor desven-

turado? ¿Y por qué las misivas nunca fueron enviadas a

su destino? ¿Y por qué aquel empeño de mantener oculta

la identidad de la remitente, y por qué las guardaron en

las profundidades del baúl...?

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Cuaderno del Adiós

— 277 —

Decidí rescatar del abandono algunas de las pági-

nas que me parecieron más interesantes. Y quise incor-

porarlas a mi cuaderno, para escuchar la voz anónima de

una mujer incomprendida, engañada y dolida, colmada

de amargura, de frustraciones y fracasos, profundamente

humana y solitaria…

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Mariela Arvelo

— 278 —

Diecisiete de junio

No quiero regresar a las falsas promesas que jamás se

cumplen. No quiero convertirme en una pieza más de

esta jugada, envenenada y fraudulenta. No quiero estar

envuelta entre las artimañas que tú misma tejiste, ni

quiero ser la espada que me atraviese el corazón.

¡Ya no quiero escucharte! ¡No te acerques a mí, ni

des un paso hacia delante! No es necesario que sigas fin-

giendo, que pretendas vivir en la inocencia de los ángeles,

ni en esa mansedumbre de las ovejas, cuando conoces

desde siempre la dimensión exacta de la piel del lobo.

No pretendas mentir, ni ocultarte en la sombra,

cuando todos conocen tus andanzas, tus torcidas hazañas

de sanguijuela, las turbias componendas que fabricas a

diario en tu sofisticado laboratorio.

Ya no vale la pena que te excuses. Que regreses de

nuevo a pedirme disculpas, dándote golpes en el pecho,

fingiendo arrepentirte. Ya no quiero que vengas con el

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Cuaderno del Adiós

— 279 —

cuento de siempre, de que lo hiciste sin querer, sin darte

mucha cuenta, confundida, engañada, sin pretender ha-

cerme daño.

¡No quiero que te acerques! Ya no vale la pena que

pretendas venir a visitarme con tu carita bien lavada,

como si nada hubiera sucedido. No vale que me traigas

una cesta de flores y unas galletas finas, importadas de

Francia, para la hora de merienda. No vale que me digas

lo mucho que me estimas, que te gusta mi casa, mi torta

de frambuesas, que te agrada mi estilo y mi manera de

vestir…

¡Anda! ¡No seas hipócrita! Desde que te conozco has

gozado humillándome, lavando tus pecados en los mante-

les de mi mesa, poniéndome tropiezos y zancadillas, go-

zando con mis muertes y caídas, burlándote de mí.

No quiero que repitas esas falsas promesas, porque

ya nada importa ¡Vete y no vengas más! Recoge los clave-

les que una vez me diste. Recoge los abrazos innecesarios

y vuelve a la guarida de donde saliste. Vuelve con las

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Mariela Arvelo

— 280 —

maldades al lugar de origen. ¡Regresa con tu farsa al ni-

do de las víboras!

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Cuaderno del Adiós

— 281 —

Veinticinco de julio

Hoy te escribo la carta de la historia fugaz, para al fin

liberarme de los gritos callados y atormentadores, que he

venido llevando dentro de mí…

Una historia fugaz, una mentira, que vuelve a re-

petirse una y otra vez, como la condición inaplazable, en

esta dimensión de la desesperanza. Y ya no soportamos el

cansancio de sentirnos perdidos, sin entendernos.

Una historia fugaz, una mentira. Comienza en el

dolor de la palabra, en el dolor de la partida, en la herida

más honda de la renuncia, apenas aceptamos el último

fracaso entre nosotros dos.

Una historia fugaz, una mentira, que sigue oscure-

ciendo la existencia, las ganas de vivir en el lucero azul.

Y deja la verdad desvanecida, hecha paja en el viento, en

las horas más tristes de la inmensidad…

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Mariela Arvelo

— 282 —

¡Regresa ahora y escúchame! ¡No permitas que hu-

ya, que me vaya otra vez! ¡No permitas que parta sin an-

tes explicarte la verdad del amor que te he entregado!

Las palabras resuenan en el vacío. Las palabras se

acaban, cuando comienza la llovizna. Cuando truenos sin

nombre azotan la penumbra, y la tormenta lo envuelve

todo.

La tristeza final que no se olvida. Una historia fu-

gaz, una mentira. He quedado escondida entre los ven-

davales de la sombra.

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Cuaderno del Adiós

— 283 —

Nueve de agosto

(Once de la noche)

Ya no quiero vivir entre el frío y la muerte. Ya no quiero

seguir entre el dolor y la desesperanza, en inútil intento

de reconciliarnos, de encontrarnos un día de verano, bajo

los árboles de la ribera, cuando los dos sabemos que ya la

temporada del amor llegó a su límite, y se ha terminado.

Ya no quiero seguir en el cansancio que me da la

espera, en este agotamiento que me corta el paso, vaya

donde vaya. En este agotamiento que me persigue a todas

partes, que controla mi rumbo, hasta dejarme ciega en el

camino.

Ya no quiero seguir hilvanando fracasos, una y

otra vez, como si fueran cuentas de un rosario, las leta-

nías interminables, o la gota de lluvia que cae, y que

vuelve a caer, hasta hacer una grieta sobre la palma de

mi mano.

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Mariela Arvelo

— 284 —

Ya no quiero seguir avivando las brasas del fuego

marchito, irremediablemente aniquilado, el fuego que no

enciende los maderos y es incapaz de calentar mis huesos.

Ya no quiero quedarme hundida en un recuerdo del amor

y del odio, que solamente me hace padecer.

¡Digámonos adiós! Así, sencillamente. Una sola pa-

labra que lo dice todo, cuando ya nos cansamos de men-

tirnos y no somos capaces de encontrar la verdad. Y

mucho menos de aceptarla. Digámonos adiós, sin volver

a las causas ni a los motivos de esta historia que pasa de

prisa, sin dejar rastros, como pasa la brisa de la monta-

ña.

Ha llegado la hora del desengaño. Ya no quiero se-

guir con el alma vacía, esperando el cariño que no vuel-

ve. Digámonos adiós. Cumpliste ya la cuota de venganza

que prometiste, cuando nos vimos por última vez.

Ya no quiero seguir entre el frío y la muerte. El mi-

lagro de azul y la franja de sol que un día me regalaste,

se han convertido en miel amarga.

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Cuaderno del Adiós

— 285 —

Trece de septiembre

No me preguntes más sobre las causas muertas y los ca-

sos perdidos. No me preguntes más sobre las luchas in-

terminables, las luchas desastrosas que no tienen remedio

ni respuesta. No me preguntes más sobre los mandamien-

tos que jamás cumplimos. ¡No me preguntes más!

No me preguntes más sobre aquellas promesas que

nos hicimos, junto a los árboles de otoño, ni sobre el com-

promiso que juramos ante la estrella de la mañana. Pre-

gúntame más bien sobre aquellas palabras huecas y

vacías que todavía resuenan en mis huesos, como el lati-

do de la trompeta en campo de batalla.

No me preguntes más sobre el imperio de la menti-

ra, sobre el mundo poblado de falsedades, sobre el penar

más hondo que una vez compartimos libremente, de mi-

tad a mitad.

No me preguntes más sobre el arroyo de agua fres-

ca que una vez fue tan nuestro. Ni sobre los caminos, olo-

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Mariela Arvelo

— 286 —

rosos a menta y hierbabuena, que recorríamos juntos,

tomados de la mano, en un ir y venir de las luciérnagas.

Lo siento, no es posible. ¡Mientes una vez más! ¡No

seas insensato! No te laves las manos ante nuestra des-

gracia. No vengas a decirme que fue mía la culpa, que yo

produje esta derrota, esta agobiante pesadilla, donde es-

tamos inmersos tú y yo.

Llegamos a la meta con las manos vacías. Perdimos

el camino con perfume de menta y hierbabuena. ¡Los dos

hemos perdido! Perdimos. Nos perdimos. Ya no vale la

pena hacer preguntas, sobre la indiferencia y el adiós.

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Cuaderno del Adiós

— 287 —

Quince de octubre

Hoy te he vuelto a encontrar entre la bruma, después de

tanto cielo que perdimos juntos, después de tanta historia

innecesaria, después de tantos resplandores que desapa-

recieron a la orilla del tiempo.

Hoy he vuelto a callar en mi desierto. Hoy he sido

incapaz de pronunciar una palabra, que pudiera ali-

viarme, al menos un momento, en esta pena que me ago-

bia. Hoy la vida consigue separarnos.

Pretendiste volver hasta el lugar de nuestro en-

cuentro, donde yo te esperaba, pero solo había un pozo de

penuria, una nueva distancia que se ampliaba y nos iba

quitando la posibilidad de comprendernos, el deseo de lle-

gar.

Pretendimos hablarnos, sin reconocernos. Preten-

dimos huir para no dar explicaciones que pudieran sellar

nuestra sentencia. Pretendimos atarnos desesperadamen-

te, a la ilusión desvanecida años atrás. Pero de nuevo

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Mariela Arvelo

— 288 —

vino la borrasca, la sensación de sed, la miel amarga, la

sensación de agobio y el rechazo, el recuerdo final de lo

imposible.

Hoy te he vuelto a encontrar entre la bruma. Apre-

suré los pasos para acercarme a ti, a la pasión devasta-

dora, que me llevó a la muerte. Tú extendiste los brazos,

para estrecharme en ellos, pero yo ya no estaba. Hoy la

vida consigue separarnos y los dos nos perdimos, irreme-

diablemente nos perdimos, entre los callejones de la mu-

chedumbre.

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Cuaderno del Adiós

— 289 —

Tres de noviembre

No vengas a contarme sobre tiempos lejanos y felices. So-

bre el ciclo precioso que ya se ha cerrado. Que se fue y no

vuelve, y queda suspendido en esferas de luz.

No vengas a indagar sobre las causas y las conse-

cuencias de esta ruptura irremediable, porque esta vez

no voy a responderte.

¿De qué nos vale ahora devolver los años y traer los

recuerdos encadenados, reñidos y obligados, hasta la me-

sa del comedor?

¿De qué nos vale ahora sonreír a medias sobre mo-

mentos únicos, irrepetibles, que dejaron tan solo un pu-

ñado de anhelos, versos muertos, atravesados en el alma?

¿De qué nos vale ahora compadecernos de nuestras

miserias? O tratar de enmendarnos, repitiendo oraciones

que juntos recitábamos, en nuestras madrugadas de espe-

ranza.

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Mariela Arvelo

— 290 —

No vengas a informarme sobre la incertidumbre

que nos cierra el paso y no tiene salida ni respuesta. So-

bre los golpes bajos; sobre la grave afrenta que en veces

recibimos sin entender la causa de tanta injusticia.

No vengas a indagar sobre tantos motivos, tantas

vicisitudes lejanas y confusas, que ni yo misma puedo re-

cordar. Ni sobre tanta vida acumulada en los rincones de

la casa, sobre tantos caprichos, sobre tantos capítulos in-

ciertos de lo que fue nuestro romance, de lo que fue nues-

tro cariño.

Sentémonos no más, acompañémonos. Ya todo lo

hemos dicho, una y otra vez. ¿Para qué repetirlo? ¿Por

qué martirizarnos en una nueva fase de la contienda,

cuando los dos sabemos que los dos perdimos?

Sentémonos no más, acompañémonos. La mesa está

servida para la cena. Los cubiertos más finos, los mante-

les bordados… Encendamos las velas del candelabro. Sen-

témonos no más, acompañémonos.

Compartamos las viandas, levantemos las copas,

disfrutemos del vino. Y comamos tranquilos. En silencio.

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Cuaderno del Adiós

— 291 —

Cinco de diciembre

No es preciso que digas que vas hacia los bosques del in-

cendio, para apagar el fuego con tus manos. No es preciso

que mientas sobre las inclemencias del estío y las ventis-

cas que te azotan desde que estamos separados.

Las verdaderas causas de tu infortunio, las cicatri-

ces sobre la frente, son todas las promesas que una vez

me hiciste, los golpes que me diste en el centro indefenso

del corazón.

¡Vamos! ¡No seas cobarde! Acepta de una vez, que

no fuiste capaz de recoger la vida que se nos escapaba

por un cauce abierto.

¡Vamos! Acepta de una vez que preferiste escalar a

la cima de la montaña, para lanzar desde lo alto - como

si fueran piedras lanzadas al río – los dispersos reflejos de

mi recuerdo.

No es preciso que finjas. ¡No justifiques tus mentiras

con nuevos engaños! De nada valen ya tus convincentes

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Mariela Arvelo

— 292 —

argumentos, tus versos y tus cartas. De nada vale ya que

tú me alumbres, con el lucero de la mañana.

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Cuaderno del Adiós

— 293 —

Catorce de enero

(Seis de la tarde)

Te lo pido por Dios y por última vez… ¡No regreses a

verme! No vuelvas más a perturbarme en mis días de si-

lencio. No regreses a hablarme de los árboles secos, ni de

las hojas muertas entre tú y yo.

No regreses a ser un infeliz remedo de ti mismo,

una farsa que crece cuando pasan las horas, un olvido

que llega, y se detiene en el ocaso.

No regreses a verme. No pretendas que borre la

dimensión de los secretos, dimensión del pecado que los

dos cometimos, cuando vivimos del engaño, en aquellos

instantes de la esperanza.

No pretendas que ponga el corazón entre tus ma-

nos, y que yo quede satisfecha y convencida de tu arre-

pentimiento. No pretendas que escuche tus inciertas

palabras - embrujadoras y temerarias - que ya me des-

trozaron una vez.

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Mariela Arvelo

— 294 —

No regreses a verme. He aprendido a vivir sin mis

noches de luna. He aprendido a quedarme con los ojos ce-

rrados, escuchando el acento de mis pensamientos, aquí

en el fondo de la conciencia. He aprendido a quedarme

en el templo dorado de los días felices, y he aprendido a

ampararme y a confortarme, en nuestras dos tristezas

que se juntan.

No regreses a verme. No vuelvas a buscarme. Huye

a la soledad, a la frágil morada donde me has aguardado.

Y no perturbes más los días de silencio, los momentos sa-

grados del recuerdo, ante las rosas de mi propia tumba.

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Cuaderno del Adiós

— 295 —

Veintidós de enero

Cierras los ojos sin reconocerme y te alejas de mí. Cierras

los ojos y te vas, cargado de rencores, como si fuera mía

la culpa de tu silencio. Como si fuera mía la culpa de

quedarnos mudos y de morirnos.

Cierras los ojos y te alejas, cargado de amargura,

como si fuera mía la culpa del incendio del bosque y de la

turbulencia de la ventisca. Me dejas y te vas, sin escu-

char una sola palabra, como si fuera mía la culpa de tan-

tos secretos, de tanto tiempo sin mirarnos ni tenernos

lástima.

Cierras los ojos sin reconocerme y te alejas de mí.

Como si fuera mía la culpa del torbellino que nos lanza

lejos, que nos empuja lejos, irremediablemente, hacia las

inclemencias del vacío.

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Mariela Arvelo

— 296 —

Tres de febrero

Parece que no tengo voz en esta ausencia. Nunca he que-

rido repetir lo mismo y prefiero quedarme callada, hasta

el día del reencuentro.

Cuando te vuelva a ver, te mostraré el camino que

he recorrido, desde el día que partiste sin decirme nada,

y te perdiste en la montaña. Te mostraré los árboles que

sembré contigo, las flores amarillas que corté en el campo

y el universo azul de la mañana, donde siempre te espe-

ro.

Cuando te vuelva a ver, te contaré historias pasa-

das, sobre las multitudes que han llegado al jardín del ve-

rano. Allí hacen penitencia en la presencia de los

ancianos. Se arrodillan y rezan con los ojos vendados, y

ayunan siete días, frente a las ruinas de las murallas.

He salido a llamarlos, a ofrecerles mi mano, mis

vestidos, a brindarles mi techo y mi mesa servida. Pero

ellos se van lejos sin mirarme, van caminando en fila por

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Cuaderno del Adiós

— 297 —

senderos prohibidos. La procesión en fila de las multitu-

des, sin visitarme ni decirme adiós.

Parece que no tengo voz en esta ausencia y prefiero

quedarme callada, hasta el día que regreses a vivir con-

migo. Hasta el día que regreses de la montaña, y vuelvas

a los árboles que los dos sembramos.

Ya no quiero escucharme, y prefiero quedarme ca-

llada. Ya la vida me pesa sin decirme nada, y prefiero

marcharme por senderos prohibidos, siguiéndole los pasos

a las multitudes.

Parece que regresas sin avisarme. Espero tu llega-

da. Cuando te vuelva a ver te mostraré el camino a nues-

tra casa. Te contaré la historia de promesas pasadas. Te

contaré la historia de todos los besos.

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Mariela Arvelo

— 298 —

Veintisiete de febrero

He repetido salmos y oraciones; legendarias palabras que

se pierden, en el extenso laberinto donde me encuentro

prisionera. He caminado a ciegas sobre los filos de in-

mensos peñascos, que solo me conducen al vacío, del que

nunca jamás podrán sacarme.

He repetido voces incomprensibles, que no tienen

sentido ni coherencia, y he repartido falsas promesas, pa-

labras desgastadas por la incertidumbre, como si fueran

panecillos de azúcar, dorados, perfumados, recién cocidos

en el fuego.

He conseguido cartas que me escribiste, cuando me

fui vagando por los caminos que no tienen regreso. Cuan-

do viajé sin olvidarte, a regiones destruidas, desconocidas

y deshabitadas, en busca de un reflejo de la luna de oro.

He repetido salmos y oraciones. He conseguido res-

tos de ilusiones nuestras, en escenarios irrepetibles: pape-

litos escritos a la vera del río, el pañuelo de hilo que me

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Cuaderno del Adiós

— 299 —

diste en la plaza; los pétalos de rosa, cuidados con esmero

entre los pergaminos del misal… Pequeños testimonios del

cariño, versos y margaritas que se cayeron de las manos,

y marchitaron entre las hojas.

He recogido besos que una vez me diste bajo las ar-

boledas del estío, que se encuentran dispersas por el

mundo. Y he colocado nuestros besos en un cofre de ná-

car, junto a joyas y espejos del tocador.

He repetido salmos y oraciones. Y he encontrado mi

historia, esta callada historia que aún persiste, junto a

las cartas que me escribiste, en las horas preciosas que ya

no retornan.

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Mariela Arvelo

— 300 —

Veinte de marzo

(Tres de la tarde)

No he venido a quedarme entre tus cosas, entre tus ra-

mas frescas, tus corales, los panales de miel que me ofre-

cías. Tan solo quiero despedirme de ellas, despedirme del

bosque de los azulejos, despedirme del mar, y dejarme lle-

var hacia la nada.

No he venido a pedirte que regreses. Ya la estación

de amor no representa más que noches en vela. Cobardía

y misterio. El temor de querernos para hacernos daño,

cuando el amor se esfuma entre las piedras.

Los dos tuvimos miedo del fracaso, de la insana pa-

sión que ya no vuelve, y todavía nos pesa sobre los hom-

bros. Los dos tuvimos miedo de los amaneceres luminosos.

Los dos tuvimos miedo de la lejanía.

No he venido a perderme entre tus brazos. No he

venido a salvarme entre tus besos. No he venido a pedir-

te que te quedes, hasta que el sol descienda tras el monte.

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Cuaderno del Adiós

— 301 —

Solo quiero tu mano, acompañándome, en el momento de

mi agonía.

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Mariela Arvelo

— 302 —

Diez de abril

Una historia de amor que reverdece, cuando llegan las

gotas de rocío a bendecir el campo. Una historia de sol

que languidece al filo de la tarde, cuando escribo esta

carta, cuando doblo la carta, y la guardo en el sobre del

olvido. Una brisa que pasa, cuando nada se escucha, a la

llegada de la sombra.

Una historia de amor nacida en el camino, sembra-

da a sol abierto por ti mismo, entre flores dispersas y

mañanas de otoño. Una historia de amor que ninguno

entendía, que nadie presentía sino nosotros dos.

¡Quién iba a imaginar que volveríamos, después de

tanto transitar a solas! ¡Después de tantos versos que es-

cribimos - fragmentos y retazos de la vida- con palabras

dormidas y lejanas!

¡Quién iba a imaginar que entenderíamos las horas

más amargas, que habrían de conducirnos al abismo!

¡Quién iba a imaginar que entenderíamos la marca in-

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Cuaderno del Adiós

— 303 —

confundible del destino, la fuerza inaplazable del último

adiós!

Una historia de amor, cuando llega la lluvia del in-

vierno. Una historia de sol que languidece al filo de la

tarde.

No te escribiré más. ¡Quién iba a imaginar que

aceptaríamos, sin siquiera una lágrima, el instante infi-

nito de amarnos y perdernos!

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Epílogo

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Cuaderno del Adiós

— 307 —

Sabana Grande, 9 de febrero, 2016

En páginas dispersas del cuaderno recogí mis antiguas

hazañas, mis trayectos; diseñé mi regreso de universos

pasados, entretejidos en la niebla. Describí el horizonte

milagroso por donde iban pasando mis días mejores, en-

tre cielos pequeños, que siempre estaban cerca de mi casa,

de la franja de luz que solía iluminarme.

En páginas dispersas del cuaderno describí los espa-

cios, pertenecientes a la lejanía, por donde transitaban

mis recuerdos, mis secretos hallazgos, mis amores, los an-

helados resplandores que veía de lejos. Los senderos abier-

tos hacia la nada.

Han pasado milenios sobre la hierba del camino. Ya

el tiempo se ha cumplido y me apresuro a organizarlo

todo, a recoger las pertenencias que han de quedar a sal-

vo, hasta que yo regrese, hecha de canto y viento, para

llevármelas, intactas, hasta el lugar sagrado de la eterni-

dad.

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Mariela Arvelo

— 308 —

He recogido todos los colores, que se hallaban dis-

persos en la montaña. He recogido mis memorias en la

paloma mensajera. He rescatado el brillo de la tarde, en-

tre los manantiales y la espiga dorada. He reforzado las

murallas que resguardaban mi castillo.

Ya el tiempo se ha cumplido y se mantiene oculto,

entre los jazmineros de la nostalgia. Ya el tiempo se ha

cumplido, entre el sol y la sombra que cubrieron el signo

de mi existencia. El tiempo se detiene en un instante,

muy cerca de mi vera, y me deja pasar hacia praderas de

esmeraldas.

En esta tarde última, he comenzado a caminar

tranquila, ilusionada, por un iluminado laberinto de ve-

redas frondosas, rodeadas de gardenias. Voy moviéndo-

me a solas, desandando escaleras de piedra y galerías del

bosque, por donde transitaron mis abuelos, mientras yo

convivía, con mantilla de perlas, junto a las hijas del di-

luvio. El tiempo se ha cumplido cuando me reconocen mis

antepasados, y se apresuran para recibirme. El tiempo se

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Cuaderno del Adiós

— 309 —

ha cumplido. Desandando el camino de los muertos,

desando los talones de los siglos.

El tiempo se ha cumplido, sin que ninguna de mis

palabras tenga la facultad para evitarlo. Las espaldas se

doblan, pues ya no quieren sostener mis huesos. Los ojos

ya me duelen por tantos resplandores que han recibido.

Ya mi boca se calla después de tantas voces, después de

tantos versos inesperados, después de las plegarias que

rezo en silencio.

Un regreso instantáneo a la vida fecunda: Se perci-

be de lejos el olor de la siembra, en la pradera de los rui-

señores. Pero ya el tiempo se ha cumplido y yo debo

alejarme…

En las últimas líneas de este cuaderno, quiero ofre-

cer mi despedida a los atardeceres encantados, a las aves

de paso, a las noches sagradas en el imperio de la luna, a

la diosa fortuna, señora de la brisa…

Las ventanas abiertas, a la espera del alba y sus pe-

queñas maravillas. Y cuando se detengan las constelacio-

nes para dar la señal de mi partida, la llegada a mi casa

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Mariela Arvelo

— 310 —

del dios de los maizales, la presencia temprana del dios de

las espigas, el sol tornasolado de los manantiales, que es-

parce, con el viento, mis cenizas.

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Cuaderno del Adiós

— 311 —

Índice Introducción ..................................................................................................................... 6

Remanso .......................................................................................................................... 9

Parece que te encuentro ................................................................................................. 11

¿Por qué no vienes? ........................................................................................................ 12

En este deslumbrante despertar ..................................................................................... 14

La música ......................................................................................................................... 15

Año Nuevo ....................................................................................................................... 16

¡No me dejes aquí! .......................................................................................................... 17

Dormida al lado tuyo ....................................................................................................... 19

No consigo escribir .......................................................................................................... 21

Hoy ................................................................................................................................... 23

En el primer recuerdo ...................................................................................................... 24

Hallazgos ........................................................................................................................ 25

He recogido días felices ................................................................................................... 27

Navegante ........................................................................................................................ 28

La bendición de Dios ........................................................................................................ 29

Nada más me desprendo ................................................................................................. 31

Yo he detenido el fuego ................................................................................................... 33

Ya no me importa ............................................................................................................ 35

Eternamente escucho ...................................................................................................... 37

Permanezco callada ......................................................................................................... 39

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Mariela Arvelo

— 312 —

Luna de blanca lumbre .................................................................................................... 41

El primero de enero ......................................................................................................... 43

En el preciso instante ....................................................................................................... 45

Los árboles de otoño ....................................................................................................... 47

Noche de tanto cielo ........................................................................................................ 49

Bajan de enero las palomas ............................................................................................. 51

Luz de luna ....................................................................................................................... 53

Este mar que amanece .................................................................................................... 55

Las primeras palabras ...................................................................................................... 56

Una pena de amor ........................................................................................................... 58

Una historia de amor ....................................................................................................... 60

El infinito crece ................................................................................................................ 62

Los primeros caminos ...................................................................................................... 64

Una lluvia de azules ......................................................................................................... 66

Me estremece .................................................................................................................. 68

Únicamente tú ................................................................................................................. 70

Nadie sabe el secreto ...................................................................................................... 71

Esta nueva tristeza ........................................................................................................... 73

Esta luna que nace ........................................................................................................... 74

Constelación de peces ..................................................................................................... 75

Esperando el hallazgo ...................................................................................................... 76

No me sustento ............................................................................................................... 78

Eternamente el sol ........................................................................................................... 80

Altas olas .......................................................................................................................... 82

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Cuaderno del Adiós

— 313 —

Con el rojo encarnado ..................................................................................................... 84

No comprendo el alcance ................................................................................................ 85

Invenciones .................................................................................................................... 87

He logrado vivir ................................................................................................................ 89

He salido del centro ......................................................................................................... 91

Hoy recordé la historia .................................................................................................... 93

Las gacelas doradas ......................................................................................................... 95

La brisa de diciembre ....................................................................................................... 97

Voces de mar adentro ..................................................................................................... 99

Una fiesta de ángeles ..................................................................................................... 101

La migaja de pan ............................................................................................................ 104

A la margen derecha ...................................................................................................... 106

Si yo pudiera .................................................................................................................. 108

El cielo se detiene .......................................................................................................... 111

Amanecen ...................................................................................................................... 113

El divino tesoro .............................................................................................................. 116

La cabaña ....................................................................................................................... 119

A la sagrada fuente ........................................................................................................ 121

En la cinta dorada .......................................................................................................... 123

Nos habíamos casado .................................................................................................... 126

Me reconozco ................................................................................................................ 130

He regresado ................................................................................................................. 132

Dejo la calle libre ........................................................................................................... 135

Quiero dormir ................................................................................................................ 138

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Mariela Arvelo

— 314 —

He llevado mi casa ......................................................................................................... 141

Aparecen ofrendas ........................................................................................................ 143

Los animales .................................................................................................................. 145

Yo quisiera ..................................................................................................................... 147

He subido al imperio ...................................................................................................... 151

En la pequeña plaza ....................................................................................................... 153

A la puesta del sol .......................................................................................................... 157

Una imagen fugaz .......................................................................................................... 159

He seguido la ruta .......................................................................................................... 161

El rugido creciente ......................................................................................................... 163

No pretendo explicar ..................................................................................................... 165

En el claro palacio .......................................................................................................... 168

Ansiosa de tener ............................................................................................................ 171

Una migaja de silencio ................................................................................................... 173

El huracán ...................................................................................................................... 177

En las primeras horas..................................................................................................... 178

En la sagrada luna .......................................................................................................... 180

Vírgenes de verano ........................................................................................................ 183

Viernes Santo ................................................................................................................. 185

Yo soy la pasajera .......................................................................................................... 192

He recogido restos ......................................................................................................... 195

Nada queda de mí .......................................................................................................... 197

Espejismos ................................................................................................................... 199

Regresamos a ser ........................................................................................................... 201

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Cuaderno del Adiós

— 315 —

He transitado historias .................................................................................................. 203

Huyo de mí ..................................................................................................................... 205

Nadie .............................................................................................................................. 207

Me siento a conversar ................................................................................................... 209

He encontrado mi reino ................................................................................................. 211

Me estimo ...................................................................................................................... 213

Me reservo el derecho ................................................................................................... 215

En veces ......................................................................................................................... 217

Tiempos ......................................................................................................................... 219

Me parece mentira ........................................................................................................ 221

Me parece vivir .............................................................................................................. 223

He querido ..................................................................................................................... 225

Las guaridas ................................................................................................................... 227

Caminamos .................................................................................................................... 229

En el nombre del mar .................................................................................................... 231

Cuando pasan los años .................................................................................................. 233

Miro pasar el tiempo ..................................................................................................... 237

Comenzamos a ser ......................................................................................................... 239

He pasado la tarde ......................................................................................................... 241

Me pregunto .................................................................................................................. 244

Libre de compromisos ................................................................................................... 246

Turbios presentimientos ................................................................................................ 248

Desandando el camino .................................................................................................. 250

En la callada luz .............................................................................................................. 252

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Mariela Arvelo

— 316 —

Voy caminando .............................................................................................................. 254

Nos hemos limitado ....................................................................................................... 256

Empeñada me siento ..................................................................................................... 258

Cuando tú sientes .......................................................................................................... 260

Aparta del camino.......................................................................................................... 263

Sé desplazarme .............................................................................................................. 266

Soy ................................................................................................................................. 268

Ángeles que me alumbran ............................................................................................. 271

Retazos ........................................................................................................................ 273

Diecisiete de junio ......................................................................................................... 278

Veinticinco de julio ........................................................................................................ 281

Nueve de agosto ............................................................................................................ 283

Trece de septiembre ...................................................................................................... 285

Quince de octubre ......................................................................................................... 287

Tres de noviembre ......................................................................................................... 289

Cinco de diciembre ........................................................................................................ 291

Catorce de enero ........................................................................................................... 293

Veintidós de enero ........................................................................................................ 295

Tres de febrero .............................................................................................................. 296

Veintisiete de febrero .................................................................................................... 298

Veinte de marzo............................................................................................................. 300

Diez de abril ................................................................................................................... 302

Epílogo ......................................................................................................................... 305

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Mariela Arvelo nació en Caracas y

es Licenciada en Letras por la Uni-

versidad Central de Venezuela. Su

obra literaria comprende los siguien-

tes títulos: Vitrales, relatos (Men-

ción de Honor Premio Municipal de

Literatura 1976); El Trueno fue una

de mis Tumbas, novela, 1979; Akai-

da, una novela en torno a los waraos

(Mención de Honor, Premio Muni-

cipal de Literatura 1981); Orasimi,

novela sobre los Yanomami (Premio

Municipal de Literatura 1982); Ire-

na 1987, sobre los Barí. Con esta

novela cerró su trilogía indígena.

M.A. es “Honorary Fellow in Wri-

ting” por la Universidad de Iowa, USA y su obra ha sido estudiada en dife-

rentes instituciones de Venezuela y España.

En 2016 se publicó el libro de M.A. El Caballero Andante y La Pluma de

Oro, sobre el periodista y político venezolano, Rafael Arévalo González.

En 2004, la autora publicó la novela Azahara y El Califa, la cual se desarro-

lla en la España musulmana del siglo X, y en 2017 publicó, como el primero

de sus ebooks, la continuación de esta novela: La Sultana Aurora.

Actualmente (2017), la escritora trabaja en un libro de memorias sobre su

padre, el poeta Alberto Arvelo Torrealba.

Los textos del Cuaderno del Adiós, que hoy sale a la luz en formato de

ebook, fueron escritos en un cuaderno (de un solo impulso, como dice la

autora), en el transcurso de dos meses: entre diciembre de 2015 y febrero de

2016. Son poemas en prosa, relatos, reflexiones y cartas que nos hablan - en

el estilo inconfundible de Mariela Arvelo - del amor y la vida, del adios y la

muerte.