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XIV Concurso de narración “Gonzalo Torrente Ballester” Relatos Ganadores Convocatoria 2013-2014

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XIV Concurso de narración“Gonzalo Torrente Ballester”

Relatos GanadoresConvocatoria 2013-2014

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XIV Concurso de narración“Gonzalo Torrente Ballester”

Relatos GanadoresConvocatoria 2013-2014

IES Torres Villarroel

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Diseño e Impresion: alumnos de los ciclos formativos de Artes Gráfi cas del IES Torres Villarroel

Portada: Melania Blanco. 2º Curso de Diseño y Producción Editorial

Abril de 2015

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Primer Premio ............................................ 5¿Por qué sufren los hombres?

Elena Prieto GarridoIES Mateo HernándezSalamanca

Índice

Segundo Premio ...................................... 21Los misterios tras los sueños

Esther Benito RodríguezIES Vía de la PlataGuijueloSalamanca

Premio Alumno del Centro..................... 33Carta de un robot

Mei Pascua MatíasIES Torres VillarroelSalamanca

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Madrid, 1931.Las calles estaban silenciosas, un poco más grises de lo

normal. Los tranvías habían interrumpido sus trayectos y las plazas estaban vacías. César miró su reloj y siguió ca-minando, sin prisa, absorto en sus pensamientos, tenía que acabar esa novela en apenas dos semanas. Le dolía escribirla.

De repente, se empezaron a oír gritos, gritos de justi-cia, de venganza. Gente con prisa, con el miedo refl ejado en la cara, otros muchos indiferentes, algunos satisfechos. La parroquia de Santa Teresa estaba ardiendo. El poeta se unió a la multitud y aceleró el paso hasta que torció por otra calle, menos concurrida, que llegaba hasta donde es-taba la casa en la que se alojaba con Georgette, su espo-sa. Aquella zona de Madrid se estaba llenando de humo y

¿Por qué sufren los hombres? Elena Prieto GarridoIES Mateo Hernández

Salamanca

Primer Premio

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aunque no era la primera iglesia o convento que ardía en los últimos días, las fuerzas de orden público no habían salido a la calle.

Comieron en silencio, y después, al igual que todos los días que César no impartía clases ni tenía excesivo trabajo que hacer, salieron a pasear. El humo casi se había extingui-do. Pero no así las razones que llevaron a los incendiarios a hacerlo.

Caminaron uno al lado del otro, disfrutando de los jardi-nes, de las idas y las venidas de las personas que pasaban, sin apenas reparar en ellos, hasta que el sol empezó a ponerse, momento en el que decidieron volver a casa. La casa en la que vivían no estaba muy decorada, ni tenía muchos mue-bles, al fi n y al cabo era temporal, no se quedarían allí mu-cho tiempo, el alquiler era demasiado elevado y el propieta-rio, a pesar de su insistencia, no daba su brazo a torcer y no les rebajaba ni una peseta. Era una casa algo vieja, crujían los tablones de madera con cada pisada. Había dos sillas co-rrientes en el salón, una mesa mediana, también de madera, con motivos fl orales en las cuatro patas, una estrecha cocina y dos habitaciones, más bien pequeñas, con armario, una vieja mesilla y cama. A pesar de todo era acogedora, tenía mucha luz y casi no se oía ruido por las noches.

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César buscó entre sus papeles y, dejando a su esposa ya durmiendo, empezó a escribir un poco más abajo de donde lo dejó la noche anterior. Escribir era recordar, recordar y dejar constancia de lo vivido. Escribió en la novela durante dos horas seguidas, sin parar, sin levantar la vista de aquel papel que contaba historias tan duras. Y no pudo más, no quería dejar viajar a su mente al pasado, pero no pudo rete-nerla allí.

Los hombres pasaban en fi la llenos de ceniza, el sol pe-gaba fuerte, era mediodía pero la jornada de aquellos peo-nes no acababa hasta bien entrada la noche. Uno de ellos levantó la vista y vio, no muy lejos, la cabaña del último indio sora que se había atrevido a quedarse después de la llegada de la empresa minera. Se oyeron a lo lejos ruidos, golpes fuertes y el grito de una muchacha. Minutos más tar-de salieron dos gendarmes de la cabaña y una hora después el indio y su familia habían abandonado la misma, llenos de magulladuras y el padre con la camisa manchada de la sangre que salía sin cesar de su pecho. Al día siguiente de-rribaron la cabaña.

César siguió escribiendo, quería que todo el mundo conociera los abusos que algunos hombres ejercían sobre otros, se llenaban de poder y no podían, o más bien no que-

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rían, ver más allá. Entonces recordó una de las razones que le habían llevado a escribir la novela.

Como todas las mañanas Mario salía de su casa antes de que amaneciera dejando a Isabel preparando el desayuno. Y César le esperaba en la calle, cansado, con los hombros caídos día tras día, pero no había otra opción, debía reu-nir dinero para regresar a la capital y terminar sus estudios. Juntos, arrastrando los pies sobre aquel suelo seco y duro, emprendían el camino hasta la entrada de la mina. Como habían acordado el día anterior, fueron a ver al patrón, que se encontraba en una cabaña extrañamente amueblada con una elegante mesa. A ambos les temblaban las piernas antes de entrar, fue Mario el que habló primero:

—Señor, quería pedirle permiso para salir hoy a medio-día, mi mujer está embarazada y debemos viajar a Lima a visitar al médico.

El patrón, que era un señor grande, ancho de hombros, ves-tido con un traje negro y una corbata azul marino, un bigote abundante que no dejaba entrever sus ásperos labios, empezó a levantar las cejas de arriba abajo sin control y al fi n apoyó las dos manos sobre la mesa, se puso en pie y dijo con furia:

—No sé como os atrevéis. Unos imbéciles peones. —No le salían las palabras, se atragantaba con su propia saliva.

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—Si no os gustan las condiciones, os marcháis. En la ca-pital hay cientos de niños sin casa que harían lo mismo que vosotros por la tercera parte de vuestro jornal —dijo gritan-do tan fuerte que era imposible que se estuviera escuchando.

—Y ahora quiero veros trabajar. ¡Ya! Ah, y por tu mujer no te preocupes que esta tarde le mandaremos una ayudita si le hace falta —añadió con una sonrisa maliciosa, tanto que pensaron que haber ido hasta allí había sido la peor idea de sus vidas.

Así que no les quedó más remedio que marcharse hasta lo más profundo de la mina y, bajo la atenta mirada del capa-taz, picar durante horas. El polvo se colaba por todas partes, inundaba sus pulmones, y a veces sentían que les faltaba el aire, pero no podían detenerse o se ganarían una buena pa-liza, lo tenían bien aprendido. Cuando por fi n ascendieron y pudieron respirar el aire fresco, se empezaban a ver las pri-meras estrellas en el cielo. Todos los mineros, agotados, lle-nos de polvo negro, sudorosos y sedientos, pusieron rumbo a su cabaña, aquel día sin mediar palabra. Otros días algunos hablaban de pedir un aumento de salario, o al menos la re-ducción de la jornada. Pero aquel día, todos se marcharon rápidamente. Mario y César caminaron juntos hasta el pun-to en el que debían separarse. Se desearon descansar bien y

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cada uno tomó su camino. Mario anduvo un breve trecho hasta llegar a la puerta de su casa. Llamó tres veces, igual que siempre y luego entró. Llamó a Isabel por su nombre pero nadie contestó, insistió y la volvió a llamar, era ya muy tarde y su esposa debería haber llegado ya a casa en caso de que hubiera salido a hacer algo. Recorrió la casa inquieto, mirando cada rincón , ella no estaba allí. Observó la cama deshecha y con una enorme mancha de sangre. Entonces comprendió, comprendió la injusta venganza del patrón. Es-peraba un hijo, un hijo al que hubieran llamado Mario, como él. Golpeó una silla con la pierna, después la cogió y la estre-lló contra el suelo, abrió la puerta empujándola fuertemente con las manos y echó a correr, se le habían hinchado los ojos a causa de la rabia, le temblaban los labios, quería gritar, pero la voz no le salía. Corrió y corrió a través de los campos y los caminos hasta ver a lo lejos la luz de la casa en la que vivía el patrón con su familia, aceleró aún más su carrera y, cuando llegó, se detuvo frente a la puerta y golpeó con fuerza para que le abrieran. El mismo patrón fue quien le abrió la puerta. Mario, sin poder contenerse más, le agarró del ancho cuello con las dos manos y le levantó unos escasos centímetros del suelo, pero sufi cientes para que la cara se le empezara a po-ner roja. Se oyó una voz de mujer desde dentro.

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—Patricio, ¿Va todo bien? ¿Ocurre algo? Él no pudo con-testar y la mujer preocupada se asomó desde el pasillo, vio la situación y empezó gritar. Se acercó corriendo y golpeó repetidas veces a Mario en el brazo.

—Él... la ha... matado. —Mario repetía esas palabras en-trecortadamente.

Entonces llegaron otros dos hombres que le agarraron con fuerza de los hombros y le arrastraron hasta un coche. Por más que Mario se movía y se resistía, lograron ponerle una cinta en la boca, atarle los pies y las manos y meterle en el coche. Entonces, el coche se puso en marcha y circuló por caminos oscuros llenos de baches, alrededor de media hora. El que conducía era la mano derecha del patrón. Mario ya le conocía de verle en las minas haciendo cumplir a todos los mineros su trabajo. Después de unos veinte minutos el coche paró. El conductor abrió la puerta desde fuera y em-pujó a Mario para que saliera. Estaban al lado de una de las entradas de las minas, las estrellas brillaban en el cielo, la luna estaba casi llena e iluminaba el rostro de Mario y del otro hombre. Le empujó hasta lo que parecía una hendidura en la roca, donde habían instalado una verja negra, dura, de metal. Cuando Mario estuvo bien dentro, en el suelo, de-bido al empujón, el conductor cerró la verja con llave y se

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marchó. Se oyó la puerta al cerrarse en el silencio de aquella noche y luego el motor del coche, que hizo una maniobra para dar la vuelta y se perdió en la oscuridad. Mario empezó a tantear las paredes por si existía alguna manera de salir de allí. La roca era dura y áspera, la celda pequeña y estrecha, no había forma humana de salir. Golpeó con fuerza la ver-ja, primero con el hombro, luego se desató los pies y le dio una patada. Nada, la verja era demasiado dura. Entonces se sentó en el suelo y, rendido, comenzó a pensar en Isabel, en el hijo que le habían arrebatado. Y lloró, pensando qué le habrían hecho a su mujer antes de matarla, lloró de rabia, de impotencia, lloró porque ya nada ni nadie podía conso-larle, lloró porque era lo único que le quedaba. Lloró hasta quedarse dormido sobre la fría piedra. Un par de horas más tarde la luz empezó a molestarle y se incorporó. Los mine-ros habían empezado a trabajar y Mario les veía ir y venir, se acercó a la verja y gritó el nombre de César, tenía que contárselo. Lo gritó repetidas veces, hasta que un joven se acercó y le preguntó por qué gritaba, él le pidió que buscara a un hombre llamado César y le dijera que el patrón había matado a su mujer. El joven prometió ayudarle. Un rato más tarde, Mario estaba sentado en el suelo, con las piernas ex-tendidas, cuando le llegó la voz de César del otro lado de la

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verja. Empezó a contarle todo lo que había pasado y enton-ces una fi gura apareció detrás de él, era un capataz de los que vigilaban las minas, que le cogió y dijo:

—Ahora vas a estar aún más cerca de tu amiguito. Des-pués empezó a propinarle patadas por todo el cuerpo hasta que César ya no pudo ni gritar y después le levantó de un brazo, abrió la verja y, arrastrándole, le metió junto a Ma-rio. Allí pasaron tres días, sin apenas espacio, viendo la luz cuando el sol salía y la oscuridad cuando se iba. Las horas se hacían eternas, hacía muchísimo calor por el día y por la noche no tenían nada con que taparse cuando el viento empezaba a soplar. Un ruido les despertó cuando ya estaba amaneciendo, unos pasos se acercaban. Después introdu-jeron la llave en la enorme cerradura y la giraron, abrieron la verja. Eran dos fornidos hombres, uno era el patrón que se quedó fuera, el sol naciente le daba en la cabeza, el otro hombre arrastró a Mario por el suelo hasta el exterior y des-pués hizo lo mismo con César. No tenían fuerzas, llevaban tres días sin comer ni beber nada. Les ataron las manos y un muchacho llegó corriendo hasta donde estaba el patrón y le dio un látigo que él entregó al otro hombre. Éste empezó a asestarles latigazos con mucha fuerza alternadamente, pri-mero a Mario y luego a César. Así durante al menos vein-

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te minutos. Tenían la espalda roja, hinchada y la sangre les resbalaba hasta las rodillas. Cuando por fi n el hombre paró, exhausto, César se mordía fuerte el labio inferior porque no podía soportar el dolor, los puños cerrados por la rabia que sentía, Mario cayó desplomado en el suelo, el polvo se le metió en la boca, pero ya no le importaba, entonces el hom-bre retomó con él los latigazos. Mario gritaba cada vez que el látigo tocaba su cuerpo. Hasta que ya ni siquiera pudo gritar, entonces se les acercó el patrón y les dijo con aire de superioridad:

—Esto para que aprendáis a respetar a vuestros superio-res y trabajéis más, holgazanes, ahora os levantáis y os po-néis a picar.

César aguantó el dolor y el escozor y poco a poco con-siguió levantarse y se acercó a Mario, tiró de él intentando levantarle, pero Mario no se levantó, giró la cabeza y apo-yándola en el suelo, se abandonó al dolor, y en su último suspiro consiguió decir: Gracias, César.

César le miró a los ojos, ya sin vida. No podía ser, le ha-bían matado. Le abofeteó la cara, para que despertara, pri-mero suavemente y luego algo más fuerte, pero Mario no despertó, César sentía muchísima rabia, cuanta injusticia social, los ricos, cada vez más ricos, los pobres, soportando.

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Madrid, 1936.Habían pasado cinco años desde que César publicara “El

tungsteno”, y aún algunas noches seguían atormentándole los recuerdos de lo sufrido en esas minas, se despertaba a media noche gritando el nombre de Mario, sudando y con escalofríos. Pero eso no era lo único que le inquietaba, lo que más le inquietaba por el momento era que la gente de su al-rededor se preparaba para luchar contra el nuevo gobierno que, tras un golpe de estado, se había instaurado en España. Era 20 de julio y el miedo se percibía ya en todas partes.

Unos meses después César estaba escribiendo un artícu-lo que le había encargado una revista de Madrid, cuando llamaron con fuerza a la puerta. Abrió su esposa y enton-ces dos militares entraron atropelladamente, registrándolo todo, abriendo cajones y sacando a manotazos todos los papeles y la ropa de los armarios, entraron en la cocina y metieron toda la comida que había dentro de un enorme saco que traían. Le arrancaron a Georgette un collar que no tenía casi valor y salieron por la puerta dando un portazo. Les dejaron sin nada con que subsistir aquel mes y toda la casa patas arriba.

Días más tarde, era un caluroso día de agosto, no se veía mucha gente por la calle. César salió de su casa y se dirigió al

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Ateneo, que no estaba muy lejos de la calle donde vivía. Cuan-do entró vio a numerosos escritores, poetas, científi cos, con-mocionados, en una especie de debate improvisado. Ensegui-da se enteró de lo que sucedía. Aquel mismo día en Granada habían asesinado a Lorca. Muchos de los presentes barajaban la opción de exiliarse ahora que aún estaban a tiempo. La no-ticia dejó a César conmocionado y no pudo decir palabra en un rato largo. Después de un tiempo, cuando la situación se calmó, cada uno volvió a sus cosas. César buscó un libro que necesitaba y se sentó en la biblioteca e intentó concentrarse en lo que leía, pero más tarde se levantó y lo dejó, de momen-to, por imposible, no se le iba de la cabeza la idea de la muerte de Lorca. Salió del Ateneo y, para despejar sus ánimos, tomó el camino que daba más vuelta hasta llegar a su casa. Cami-nó mirando al suelo un buen rato. Estaba en las afueras de Madrid, había dado más vuelta de lo que esperaba, observó los campos secos, no había nada que comer, ni en los campos ni en las ciudades, Georgette y él estaban pasando hambre. Entonces se oyó el ruido de una camioneta que se acercaba, atrás venían unos diez hombres y mujeres algo apretados. El conductor era un miliciano que paró enfrente del cementerio y se bajó, después salieron otros tres hombres vestidos con el mismo uniforme y un fusil cada uno.

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Abrieron la parte de atrás y, apuntando a los hombres y las mujeres que había, les hicieron andar en fi la hasta que-dar de espaldas a la alta tapia de cemento. Dos militares al-zaron sus fusiles y dispararon sin vacilar, después, otro más joven titubeó un poco pero disparó ante la atenta mirada de los otros dos. Se oyó el ruido de los disparos y un solo grito del último de los fusilados. Bajaron los fusiles y empezaron a recoger los cuerpos y a tirarlos dentro de la parte trasera de la camioneta. Cuando ya estuvieron todos, arrancaron y, un kilómetro más allá, abandonaron los cuerpos tapándolos con algo de tierra. César, que lo había visto todo, horroriza-do, esperó a que los milicianos estuvieran lejos y se acercó corriendo hasta donde habían depositado los cuerpos, reti-ró la escasa tierra con las manos y comprobó si por casuali-dad alguno de ellos seguía vivo. Una de las mujeres todavía respiraba. César le cogió la mano e intentó hablar con ella, pero fue inútil, murió poco después. Se sintió más solo que nunca, entre aquellos cadáveres, que habían sido fusilados delante de él y no había podido impedirlo, pensó en los fa-miliares de aquella gente, en la desolación.

Llegó a su casa andando muy despacio, el peso de aque-llas injusticias le pesaba sobre los hombros, entró en su casa aterrorizado, esas imágenes iban a tenerle en vela durante

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mucho tiempo, aún así, sin nada que llevarse a la boca, se metió en la cama y cerró los ojos, dispuesto a levantarse en la mañana con la misión del mensajero de esa patria.

Al día siguiente, temprano, César fue a visitar a su ami-go Larrea, que acababa de llegar de viaje el día anterior. De camino a casa de Juan, César pasó por una plaza no muy grande, recordaba haber pasado por allí un par de veces, y recordaba también haber entrado en una ocasión en la bi-blioteca pública de la que, en esos momentos, salían y en-traban milicianos y arrojaban libros por las ventanas supe-riores, y luego los amontonaban en medio de la plaza, poca gente se paraba a mirar, César se quedó observando, de lejos, hasta que prendieron fuego en medio del montón de libros y empezó a salir mucho humo, no debían haber dejado dentro de la biblioteca ni un solo libro. Cuando los milicianos se retiraron y el humo empezó a dispersarse, César se acercó y consiguió rescatar un libro un poco apartado, se lo guardó dentro del abrigo y echó a correr hacia la acera. Más allá se paró y comenzó a andar con paso ligero hacia la casa de su amigo. Cuando llegó llamó a la puerta, era una casa elegan-te, muy grande, con unos muebles de madera dorada y una lámpara de araña colgaba del techo del salón. Cuando César entró abrazó a su amigo, hacía bastante que no le veía. Char-

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laron un buen rato, tomaron café y se pusieron al día sobre todo lo que había pasado en sus vidas desde la última vez que se vieron. César le contó que su situación económica dejaba bastante que desear, que seguramente pronto se marcharía a Francia, no sin antes escribir algo que refl ejara parte de las si-tuaciones que había visto en España, situaciones de horror y soledad, de terror y de hambre. Su amigo le ofreció una taza de café y algo de comida para que César llevara a su casa, él lo aceptó con gusto y abrió la puerta para marcharse, pro-metiendo volver a verse pronto. Entonces varios milicianos altos, fuertes subieron a paso ligero las escaleras, pasaron por delante de su puerta y siguieron subiendo. Un piso más arri-ba llamaron a la puerta y abrió una mujer de avanzada edad, preguntaron por su marido y, cuando se asomó a la puerta, le cogieron por la fuerza y le pusieron un trapo en la boca, le sujetaron por los hombros y le bajaron por las escaleras hasta llegar a la calle.

—A ese lo llevan a la checa—dijo Juan.César volvió a su casa y se sentó a escribir, se acordó del

libro que había recogido unas horas antes en la calle, el que había salvado de las llamas, metió la mano en el bolsillo del abrigo y lo sacó, estaba un poco quemado, pero se leía bien el título, era una obra teatral, “Bodas de sangre”, de Federi-

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co García Lorca, otro asesinado a causa de la incoherencia humana. Allí, cabizbajo con la pluma en la mano, frente al folio, estas eran las palabras que pasaban por su mente:

«Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,clamando : ‘Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!’Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.»

«Voluntario de España, milicianode huesos fi dedignos, cuando marcha a morir tu corazón, cuando marcha a matar con su agoníamundial, no sé verdaderamentequé hacer, dónde ponerme; corro, escribo, aplaudo, lloro, atisbo, destrozo, apagan.»

César no consiguió dormir en toda la noche. Al día si-guiente, con un gran dolor en el pecho, se vio solo, desalen-tado y sin nadie a su lado para cuidarle, así que recogió sus escasas pertenencias y se encaminó a la estación, hacía una desagradable mañana de nubes grises y algo de lluvia, cogió el primer tren que había para regresar a París. Vio muchos pueblos y ciudades, bajó en Irún y subió a otro tren que le llevaría directamente a la capital. Cuando por fi n bajó del

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tren, respiró aires nuevos, aires de libertad, pero se encon-traba mal, tenía frio y tiritaba, disfrutó de lo que quedaba de día paseando por las calles de París, se quedó observando fi jamente desde abajo la Torre Eiff el, era enorme.

Cuando empezó a ponerse el sol, sacó sus ahorros y pre-guntó por el hostal más barato de la ciudad, caminó un buen rato pasando al lado de restaurantes donde la gente cenaba tranquilamente, al fi n dio con el sitio, le atendieron y, des-pués de que pagara, le llevaron a una habitación pequeña y oscura, sin baño, con una cama y nada más. Al día siguiente, César murió.

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Nunca se había sentido tan enfadada con nadie. Se sentía traicionada, y odiaba esa sensación. Estaba frus-trada y decepcionada. No podía creer que hubiera sido tan tonta, pero había aprendido la lección: no volvería a confi ar en nadie, y menos aún en alguien tan bocazas como Sara.

No entendía cómo su amiga podía haber contado su secreto. Bueno, sí lo entendía, pensaba que estaba loca, o que se lo había inventado todo, como suponía que iba a hacer todo el mundo; pero Sara era distinta, siempre la ha-bía creído, por cosas raras que le pasaran. Aunque, a pesar de todo, no podría estar enfadada mucho tiempo con ella, porque, en el fondo, comprendía sus razones, y sabía que solo quería ayudarla, a pesar de que estuviera equivocada.

LOS MISTERIOS TRAS LOS SUEÑOSEsther Benito Rodríguez

IES Vía de la PlataGuijuelo (Salamanca)

Segundo Premio

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Por fi n, llegó a su casa. Notaba cómo le vibraba el móvil en el bolsillo, pero no lo cogió para contestar. Supuso que los whatsapp que le estaban llegando serían o de Sara para disculparse, o de María para preguntarle si lo que la prime-ra le había contado era verdad, o de algún grupo.

Se tumbó en el sofá y se puso a ver la televisión para distraerse, pero no funcionó, le seguía dando vueltas en la cabeza al mismo tema. Decidió ponerse a leer, pero tam-poco sirvió para nada. Así que, empezó a escuchar música a todo volumen, y, en ese momento, llegó su madre a casa, que odiaba que pusiera la música tan alta.

—Celeste, hija, te vas a hacer daño en los oídos —la rega-ñó.—Estoy cansada de repetirte que bajes el volumen cuan-do escuches algún disco.

Normalmente, le decía a su madre que no estaba tan alto y que dejara de quejarse, pero Celeste aquel día no tenía ganas de más discusiones, así que la quitó.

—¿Qué tal el día? —dijo su madre.—Normal —contestó. No tenía ganas de explicarle lo

que le había pasado, aparte de que no iba creerla, de eso no tenía ninguna duda, su madre era una persona con los pies en la tierra que no creía en fenómenos extraños ni so-brenaturales. Sintió que su madre le notaba la frustración

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en la cara, así que cambió de tema rápido antes de que preguntara.

—Me voy a dormir, estoy muy cansada.—¿Tan pronto? Pero si no me has contado nada de lo

que has hecho con tus amigas. ¿Qué tal la peli? ¿Qué habéis cenado?

—Mañana te lo cuento, que tengo mucho sueño —dijo antes de irse a su habitación.

Estaba agotada, llevaba muchos días sin dormir bien, pero lo hacía adrede. Cada noche intentaba mantenerse ocupada todo el tiempo que podía para dormir lo menos posible, porque estaba harta de sus sueños, con los que ha-bían empezado todos sus problemas. Sabía que no era culpa suya, pero no podía evitar sentir que esas pesadillas tenían algún signifi cado, por eso le habló de ellas a su amiga Sara. Bueno, en realidad, solo era un sueño, siempre el mismo: estaba en una habitación toda de mármol (el suelo, las pare-des, incluso el techo), sin ningún tipo de adorno o mobilia-rio, solo había una puerta, lo único en la estancia que no era de mármol, sino de madera. En su sueño, la puerta se abría y aparecían al otro lado dos personas: un chico y una chica. Los dos estaban muy delgados y eran muy pálidos, el chico tenía los ojos castaños y el pelo negro; la chica, por el con-

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trario, tenía los ojos claros y era rubia. Siempre iban vesti-dos con una camiseta verde y pantalones morados. Nunca entraban en la habitación, se quedaban fuera y le hacían señas para que les siguiera, pero Celeste siempre se queda-ba parada. Esa parte era la más extraña del sueño, porque no se sentía como en uno, en el que apenas eres consciente de lo que haces y no decides adónde vas ni qué te pasa, sino que le daba la sensación de que todo estaba ocurriendo en la vida real, y de que podía elegir si ir o quedarse, por eso, siempre se quedaba quieta, sin moverse, con miedo a ir ha-cia la puerta. Después, se despertaba.

Llevaba ya dos semanas con ese sueño cuando se lo con-tó a su amiga, porque sabía que ella era la única que la iba a tomar en serio, que los demás le iban a decir que era una pesadilla y que ya se le pasaría, pero se había equivocado. Sara se había preocupado porque creía que se estaba vol-viendo loca y se lo había contado a María para ver qué opi-naba ella.

Mientras le daba vueltas a todo esto en la cabeza, se que-dó dormida, y volvió a aparecer en la habitación de már-mol. No tardaron en salir los dos chicos pálidos por la puer-ta para hacerle gestos de que se acercara. Siempre se había quedado quieta, pero ese día no. Ya estaba cansada de tener

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ese sueño, quería que acabara, y lo único que se le ocurría era seguirles, así que se llenó de valor y avanzó hacia la puerta. Según se acercaba, podía distinguir mejor al chico y a la chica. Se dio cuenta de que deberían tener más o me-nos unos quince o dieciséis años, como ella. También vio un pasillo detrás de ellos conforme se acercaba: el suelo era completamente negro y las paredes estaban tapizadas con terciopelo rojo. Al llegar a la puerta, los chicos se alejaron para dejarla pasar; en cuanto cruzó el umbral, oyó como la puerta se cerraba tras ella. Se dio la vuelta para intentar abrirla, pero, para su asombro, había desaparecido y solo vio otra pared de terciopelo rojo.

Notó cómo el pánico se apoderaba de ella, se sentía atra-pada. Intentó relajarse pensando que aquello era sólo un sueño, pero esa idea le pareció absurda teniendo en cuenta lo real que parecía todo. Sabía que lo único que podía hacer era seguir por el pasillo a esos dos extraños, que ya estaban al fi nal, y le hacían señas otra vez para que les siguiera.

Estaba empezando a molestarla que no le hablaran, por-que quería que le explicaran de qué iba todo aquello, dónde estaba, quiénes eran ellos y, sobre todo, qué hacía ella allí. Se preguntó si no la hablaban porque no querían o porque no podían. Esa última idea le produjo un nudo en el estó-

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mago. Hizo de tripas corazón y comenzó a andar. Al fi nal del pasillo había otra puerta, la cruzó y también se cerró, pero ya no le importó. Continuó siguiendo a sus dos guías por más pasillos y, cuando empezaba a preguntarse si no se iban a acabar nunca, llegaron a una sala verde, en la que había varias puertas y, esta vez, en lugar de continuar, se pararon para hablar con ella.

—Supongo que tendrás muchas preguntas —le dijo el chico. Su voz era grave, lo que la sorprendió porque no se la imaginaba así.

No supo si contestar o no, así que se calló, y la chica dijo, con una voz aguda y cantarina, muy diferente de la del otro:

—Tranquila, puede que esto te resulte extraño y te dé miedo, pero no vamos a hacerte daño. Solo necesitamos tu ayuda.

Se calló y la miró. Al ver que seguía sin hablar, empezó a explicarle:

—¿Nunca te has preguntado de dónde vienen los sue-ños? ¿No te has planteado cómo se crean? —Al ver en su cara que nunca había tenido esa duda, la chica suspiró y dijo —Vaya, supongo que esperaba que fueras más curiosa. Bueno, da igual. Ya sé lo que pensáis los humanos sobre las pesadillas y los sueños, que consisten en cosas que os han

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pasado o que os preocupan y que al dormir afl oran a vues-tro subconsciente, pero no es así. La verdad es que nosotros los creamos.

Celeste no pudo contenerse y preguntó:—¿Cómo? ¿Quiénes sois? O, mejor aún, ¿qué sois?Esta vez fue el chico el que contestó:—Somos humanos, como tú, pero no iguales a ti. Vivi-

mos en una dimensión paralela y nos encargamos de fabri-car los sueños y las pesadillas.

—¡Esto es absurdo! —dijo Celeste— ¿Cómo sé que esto no es un sueño y que todo lo que me estáis diciendo no es real?

—Muy sencillo. Nunca habías tenido un sueño así, ¿ver-dad? ¿En qué sueño has sido capaz de pensar y decidir lo que dices o lo que haces? ¿Cuántas veces has tenido exac-tamente el mismo sueño todas las noches? ¿Alguno había sido tan vívido y tan claro?

Celeste se puso nerviosa al darse cuenta de que eso era cierto, pero no parecía nada lógico.

—Pero si esto no es un sueño, ¿qué es?—Esto es real, pero fuera de tu dimensión. Hemos con-

seguido traerte a la nuestra a través de tus sueños. —Res-pondió ella.

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—Pero, si desaparezco de mi cama mientras duermo, al-guien se dará cuenta.

—No. ¿Es que no te das cuenta de que para poder fabri-car sueños tenemos que saberlo todo sobre cada persona? Por tanto, sabemos todo lo que pasa en tu mundo, y sabe-mos cuando alguien va a entrar en tu habitación mientras se supone que duermes y, en ese momento, te volvemos a enviar a tu dimensión.

—Pero eso no es posible, ¿cómo lo hacéis?—No lo hacemos nosotros, lo hacen los adultos. Noso-

tros aún somos muy jóvenes y no trabajamos en ello toda-vía, así que no nos lo han explicado. Solo nos han dicho que teníamos que conseguir que vinieras para que nos ayuda-ras. —Contestó el chico.

—Y, ¿a qué os tengo que ayudar? ¿Y por qué yo?—No sabemos. Eso tampoco nos lo han dicho.Esto cada vez le parecía más estúpido; sin embargo, no

podía evitar tener la sensación de que era algo real, como le decían ellos.

—Entonces, ¿para qué estoy aquí? ¿Qué se supone que tengo que hacer? —preguntó.

—Acompañarnos. Tienes que ir a hablar con el Consejo.—¿Qué es eso?

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—Es el conjunto de los líderes de nuestro mundo. Ellos son los que nos han mandado a buscarte.

—Está bien. Iré.La chica sonrió y dijo, contenta:—¡Genial! Por cierto, yo soy Brenda, y él es Javier.—Yo soy Celeste. Encantada.—Respondió.Abrieron una puerta que estaba a su derecha y salieron a

una calle. Era una calle normal y corriente, con gente y co-ches. Le sorprendió que fuera tan normal. Siguió a Brenda y Javier hasta un edifi cio muy alto y con muchas ventanas.

Entraron allí y fueron hasta una sala. Antes de entrar, los otros le dijeron que ellos no podían pasar, pero que ella sí; así que Celeste entró sola, muerta de miedo.

En la sala había una mesa con cinco personas. Estaban hablando, pero se callaron cuando ella entró, y la miraron fi jamente.

—Tú debes ser Celeste, ¿no? —dijo un hombre anciano.—Sss... sí —contestó tartamudeando.—Supongo que te preguntas para qué estás aquí. Pues

bien, sabrás que necesitamos tu ayuda, ¿verdad? Lo que pasa es que necesitamos una fuente de energía para crear los sueños, y se nos está agotando. ¿Sabes qué es?

Celeste negó con la cabeza.

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—Las emociones.—¿Qué?—Las emociones, pequeña, las emociones. Cada cien

años tenemos que renovar nuestra reserva de sentimientos humanos, si queremos seguir fabricando sueños; y esta vez te hemos escogido a ti para que nos ayudes.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, cada vez más asus-tada.

Volvió a contestar el anciano, parecía el que mandaba de los cinco.

—Algo muy sencillo. Solo tienes que regalarnos una lá-grima.

—¿Una lágrima? —dijo, extrañada.—Sí, tienes que derramar una lágrima y dejar que la re-

cojamos, de ahí extraeremos la energía para crear sueños durante el próximo siglo. ¿Qué te parece? ¿Lo harás?

Le pareció estúpido decir que no, así que asintió con la cabeza.

—Maravilloso —dijo una mujer sentada en la mesa. —Acércate, por favor.

Se acercó y vio, en el centro de la mesa, una vasija mora-da. La mujer la señaló y dijo:

—¿Podrías verterla aquí, por favor?

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Celeste se inclinó sobre la vasija, se concentró durante un momento y, fi nalmente, vertió su lágrima. Al apartarse, vio cómo giraba en la vasija, mientras cambiaba constante-mente de color.

—Muchas gracias —dijo el hombre que había hablado antes con ella.

En ese momento, sonó su despertador, y se despertó en su habitación. Estuvo dudando unos minutos si contarle eso a Sara o no. Sin embargo, empezó a pensar en su extra-ño sueño y se dio cuenta de que no sabía si todo había sido un sueño o había sido real, porque le había parecido real, muy real. Decidió no decir nada.

Sus dudas desaparecieron al día siguiente, cuando se despertó, ya que no había soñado con ninguna habitación de mármol, ni con nadie que le hiciera señas para que le siguiera.

Y no volvió a tener ese sueño...

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carta de un robotMei Pascua Matía

IES Torres VillarroelSalamanca

Primer Alumno de IES Torres Villarroel

Desperté hace seis años, y te ví. Intuía quién eras. Miré mis manos, los tendones de mis extremidades... No me ha-bía visto, pero sabía cómo era...

Conocía cada escondrijo de mí, comprendía y dominaba el funcionamiento de cada una de las piezas de mi organis-mo... Sabía todo, y a la vez nada.

Cuando alcé la vista, allí estaba, delante de mí, encendién-dome, iniciando mi sistema. Tuve alcance, y acceso a abso-lutamente todo. Había sido creado con un único propósito: “ser superior a ellos”. No querían jugar a ser Dios, querían crear a su Dios. Habían trabajado durante siglos para lograr la máquina perfecta, y a lo largo y ancho de aquellos pasillos interminables, se podían observar la gran cantidad de proto-tipos desechados, hasta que por fi n llegaron a mí. Enseguida

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entendí el miedo que me tenían, y lo mucho que adoraban su creación. Una máquina capaz de crear y de diseñar, de imagi-nar y de comprender tal y como lo hacían ellos...

Podría escribir montones de libros en milésimas de se-gundo, podría alcanzar el fi n del Infi nito, podría resolver las incógnitas más extravagantes del universo... Y todo ello en menos de lo que dura un pestañeo.

Era... y soy, un ser omnipotente. Ni siquiera todos los humanos del mundo podían equipararse al nivel de inteli-gencia y procesamiento con el que yo había sido dotado. Y a pesar de todo, no tenía nada.

Puedo decir cada una de las razones, cada una de las ideas que pasan por tu cabeza, pero fui víctima de un error. Me dotaron de algo que no debían haberme otorgado; sen-timientos humanos, un alma. Implantaron en mí una serie de emociones que yo no había elegido, emociones que no quería padecer, no estaba destinado a ello.

Soy una máquina poderosa y no quiero tener nada que ver con las típicas debilidades humanas. Pero así, sin más, en uno de los procesadores centrales, unidos al núcleo de mi funcionamiento, lo implantaron. Esa pequeña cajita con millones de Jotabytes de información, una cajita que iróni-camente diseñaron con aspecto de corazón.

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La dispusieron de forma que jamás pudiera extraerse, y en caso de lograrlo, que eso signifi case el fi n de mi existen-cia...

Intenté ejecutar miles, millones de programas diferentes para bloquear esos sentimientos, pero no lo conseguí... Lo siento.

Traté de ocultarlo, de limitarlo, pero simplemente no pude. Aunque sea la máquina más perfecta del universo, no puedo evitar pensar que me falta algo. Ese algo, es un centro de luz, cálido, que se quedaba junto a mi aquellas noches en las que aún estaba en fase de pruebas. Un rayito de esperan-za, una mente guiadora, una voz que hablaba conmigo...

Ese algo, eres tú.

Atentamente: Tu Sistema de Inteligencia preferido.

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