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1 UNIVERSIDADE FEDERAL DO RIO DE JANEIRO CENTRO DE FILOSOFIA E CIÊNCIAS HUMANAS ESCOLA DE SERVIÇO SOCIAL PROGRAMA DE PÓS-GRADUAÇÃO EM SERVIÇO SOCIAL Ramiro Marcos Dulcich Piccolo Servicio Social en tiempos de barbarie Dilemas y desafíos del proyecto profesional crítico en América Latina

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UNIVERSIDADE FEDERAL DO RIO DE JANEIRO

CENTRO DE FILOSOFIA E CIÊNCIAS HUMANAS

ESCOLA DE SERVIÇO SOCIAL

PROGRAMA DE PÓS-GRADUAÇÃO EM SERVIÇO SOCIAL

Ramiro Marcos Dulcich Piccolo

Servicio Social en tiempos de barbarie

Dilemas y desafíos del proyecto profesional crítico en América Latina

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Tese apresentada ao Programa de

Pós-graduação em Serviço Social da

Escola de Serviço Social da

Universidade Federal do Rio de

Janeiro, como requisito parcial para a

obtenção de título de Doutor em

Serviço Social, sob a orientação da

Professora Dr. Nobuco Kameyama

Rio de Janeiro 2008

UNIVERSIDADE FEDERAL DO RIO DE JANEIRO

CENTRO DE FILOSOFIA E CIÊNCIAS HUMANAS

ESCOLA DE SERVIÇO SOCIAL

PROGRAMA DE PÓS-GRADUAÇÃO EM SERVIÇO SOCIAL

Autor:

Ramiro Marcos Dulcich Piccolo

Titulo:

Servicio Social en tiempos de barbarie

Dilemas y desafíos del proyecto profesional crítico en América Latina

Banca Examinadora

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Tese submetida ao corpo docente da Escola de Serviço Social da Universidade Federal do Rio de Janeiro – UFRJ, como parte dos requisitos necessários à obtenção do grau de Doutor. Aprovado por:

____________________________________ Orientador: Dra Nobuco Kameyama

____________________________________ 1o Examinador interno: Dr. José Paulo Netto

____________________________________ 2º Examinador interno: Dr. Marildo Menegat

____________________________________ 1º Examinador externo: Dra. Maria Thereza C.G. de Menezes

___________________________________ 2o Examinador externo: Dr. Ronaldo Coutinho

INDICE

PRESENTACIÓN

................................................................................................... 1

CAPITULO 1 – El capitalismo contemporáneo, la particularidad de su crisis y sus formas de sociabilidad ............................................................................... 13

1.1. El socio-metabolismo del capital, su tendencia a la crisis y la necesidad del “control social”: un diálogo con István Mészáros .......................................18

1.1.1. Cuando la producción se torna destrucción .....................................27

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1.1.2. La crisis estructural del capital y las formas adecuadas de “control social”

.........................................................................................................43

1.2. ¿Un “nuevo imperialismo”? un diálogo con David Harvey….......................62

1.2.1. Ascensión histórica de los imperialismos propiamente burgueses (1870 – 1945)

.............................................................................................67

1.2.2. Las crisis capitalistas de súper-acumulación ...................................73

1.2.3. La crisis actual y su naturaleza ........................................................80

1.3. El “capitalismo senil” y sus formas de sociabilidad: un diálogo con Samir Amín

...........................................................................................................84

1.3.1. La crisis en perspectiva histórica .....................................................89

1.3.2. Sobre la crisis actual ........................................................................97

CAPITULO 2 – Sobre los fundamentos de la barbarie contemporánea ...... 104

2.1. Una introducción al debate “ontológico” .................................................. 104

2.1.1. Proceso de producción y reproducción material de la vida social.. 104

2.1.2. Dialéctica del trabajo y sociabilidad ...............................................108

2.2. El capital: una relación social barbarizante ..............................................133

2.2.1. El trabajo en el capitalismo: la crítica de Marx ...............................136

2.3. La “ley” capitalista de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia en la

contemporaneidad y las contra-tendencias del sistema ……………….....169

CAPITULO 3 – La particularidad latinoamericana: Historia, pensamiento y proyecto

emancipatorio .................................................................................. 190

3.1. América en la dinámica capitalista .......................................................... 190

3.1.1. América y los “secretos” de la formación del moderno sistema-mundo

capitalista. Elementos para su historización ............................................191

3.2. Pensamiento crítico en Nuestra América .................................................237

3.2.1. Para una crítica de la “modernidad euro-céntrica” .........................237

3.2.2. Marx y América Latina ....................................................................267

3.3. Nuestra América y su particular unidad problemática ..............................293

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3.3.1. La particularidad de Nuestra América en la contemporaneidad ....301

CAPITULO 4 – El Servicio Social en tiempos de barbarie: Algunas contribuciones

desde la periferia latinoamericana ...................................... 315

4.1. Fundamentos de la génesis profesional: ¿Cuál es el significado social de esta

actividad asalariada? ....................................................................... 318

4.2. Para pensar las determinaciones contemporáneas de la profesión ........346

4.2.1. La particularidad de la “cuestión social” contemporánea ...............347

4.2.2. El Servicio Social y la administración de la barbarie contemporánea

..................................................................................................................366

4.3. Dilemas y desafíos contemporáneos del Servicio Social crítico en nuestra América.....................................................................................................390

4.3.1. El proyecto profesional crítico.........................................................390

ALGUNAS CONCLUSIONES ........................................................................... 416

BIBLIOGRAFÍA ................................................................................................. 426

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PRESENTACIÓN

Si lográramos suspendernos de la fragmentación “fetichista” que rodea

los hechos y fenómenos sociales en nuestra época; si a partir del análisis y

aprehensión de los significados profundos de lo real se consiguieran captar las

determinaciones efectivas del proceso de producción-reproducción del ser

social contemporáneo; si lográramos superar la cada vez más intensa

“mistificación naturalizante” del acontecer social; en suma, si la intimidad del

socio-metabolismo del capital en su fase actual de crisis estructural fuera

desnudada, la escena que podrá observarse es del género de lo “asustador”.

La fisonomía de estos tiempos, comparada con el potencial emancipatorio

disponible objetivamente, puede considerarse, sin dudas, un resultado

altamente perturbador para la humanidad.

La contemporaneidad muestra que los “ideales civilizatorios” pregonados

en fases de “ascenso histórico” de orden social del capital hoy son cada vez

más inviables, puesto que se han tornado decisivamente antagónicos con las

actuales exigencias de la “lógica” que rige su desarrollo. Aquella cosmovisión

progresista, “desarrollista” del capitalismo – que se planteó alternativa ante la

gran crisis capitalista de 1929 – fue progresivamente sustituida una ética

miserablemente particularista, que es el soporte principal del proceso

generalizado de decadencia cultural en curso. Esta, cada vez más

intensamente basada en una “naturalización” asfixiante, busca afanosamente

imponerse como “la” historia, predestinada, pre-fabricada, inevitable; la “única

historia posible”.

En el actual cuadro societario, de “desencantamiento” del mundo

burgués, el recurso a la “naturalización” del acontecer histórico es reforzado y

se torna uno de los procedimientos principales para interdictar la comprensión

reflexiva de las relaciones efectivamente operantes entre el proceso de

“barbarización” de la vida social y la “crisis estructural” del capital. Desde los

poderes dominantes, se busca desesperadamente “deshacer” la unidad

orgánica constituida por las exigencias contemporáneas del proceso de

desarrollo capitalista y la producción de la barbarie.

La recomposición de esta totalidad se vuelve una de las “misiones” de la

crítica social en estos tiempos, cuando los “espacios oxigenantes” estrechan

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sus márgenes, las resistencias parecen diezmadas y las “utopías desarmadas”.

Ante el “desierto” que están tornándose lo real, la reposición de las grandes

preguntas, la recuperación de los significados, las preocupaciones por los

fundamentos, se tornan impostergables; se vuelven reservas estratégicas;

“retaguardias” necesarias para la construcción de un proyecto societario de

auténtica libertad y emancipación humana.

En este contexto, cabe formularse la siguiente pregunta: ¿el capitalismo

contemporáneo conserva energías capaces de integrar, de agregar, a los

crecientes contingentes poblacionales que la agudización de sus tendencias

posiciona históricamente como des-necesarios, o sea, como “población

excedente” estructural? Y si la respuesta es negativa, ¿cómo impacta esa

realidad sobre el significado social que caracterizó la génesis y el desarrollo

profesional y sus modalidades de intervención? ¿En qué medida el Servicio

Social está siendo cada vez más movilizado, más demandado, para funciones

de “administración de la barbarie” contemporánea?

Esta cuestión se encuentra íntimamente relacionada con el significado

social que ha caracterizado la génesis y el desarrollo del Servicio Social como

profesión. El análisis de las actuales requisiciones profesionales del “mercado

de trabajo” revela variaciones sustantivas en lo que se refiere al papel, a la

funcionalidad, que este profesional “es llamado a cumplir”, así como en las

modalidades de realizarlo. Este proceso no se realiza lineal y unilateralmente,

sino que está sujeto a luchas y disputas de sentido que se libran tanto en

niveles macro-societarios, como en otros más localizados y particulares.

Estamos convencidos que la comprensión de las complejas relaciones

existentes entre la presente crisis estructural de la sociedad capitalista – que es

mucho más que una crisis económica clásica, puesto que afecta el conjunto de

la institucionalidad capitalista, especialmente a las formas “político-

democráticas” que el proyecto burgués alguna vez alimentó - y las “respuestas

correctivas” elaboradas “desde el sistema” para enfrentarlas, es una “mediación

reflexiva necesaria” para aprehender los significados de las intervenciones

socio-profesionales1, así como para imprimirles orientaciones conscientes y

1 Entendemos que éstas, en la génesis profesional, encuentran su “significado social” a partir

del tratamiento sistemático y organizado de la “cuestión social” del capitalismo “históricamente ascendente”. Dicho movimiento “ascendente” del orden social del capital es esencial en la

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estratégicas que puedan tornarse contribuciones efectivas al proceso de

formulación y realización de proyectos societarios disruptivos con las actuales

tendencias a la barbarización de la vida social.

Las determinaciones de la “naturaleza” actual de proceso de producción-

reproducción de la vida social capitalista, esto es, la particularidad de la

presente fase socio-histórica, es tematizada en el Capítulo I. En este sentido,

en las últimas tres décadas, particularmente, han surgido muestras claras y

suficientes del tipo de “expresiones” que deben esperarse de la agudización de

la llamada “cuestión social” del capitalismo. Con la entrada del orden social

mundializado en una “nueva fase” de su “progreso” (fase caracterizada por un

progresivo proceso de descomposición societaria, y por una cada vez más

firme tendencia a la “decadencia civilizatoria”; una especie de

“desmoronamiento ético” en las formas de sociabilidad).

Estos son “tiempos amargos”, marcados por la constatación histórica del

“pase a retiro” (definitivo y no “voluntario”) de las grandes promesas de

“progreso social indefinido” y “bienestar general”, de estabilidad, tranquilidad y

felicidad social, otrora agitadas por el capitalismo. Tales promesas, elementos

indispensables para la construcción hegemónica en fases pasadas, se tornan

hoy meras consignas demagógicas absolutamente insuficientes para garantizar

un “pacto social” duradero, base de la “paz social”, como aquella de la pos-

segunda guerra.

Con el Capitulo II procuramos dotar de una mayor densidad lógica y

ontológica el “proceso de barbarización de la vida social” en curso, tratando de

aprehender las raíces de sus procesualidades fundamentales, como condición

de posibilidad para la formulación de “respuestas profesionales llenas de

sentido” puedan contribuir para superar el actual estado de cosas. Partimos del

supuesto que la comprensión efectiva de los nexos que producen la actualidad

histórico social es un objetivo medular para la realización de proyectos

societarios disruptivos con el orden del capital.

Las actuales expresiones de violencia social a nivel “global”; las

conflagraciones militares en gran escala, que parecen afirmarse como un

formación de condiciones de existencia de este profesional, determinando el “significado social” en el momento de su “génesis” histórica.

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fenómeno “necesario” y permanente, que hace al “buen funcionamiento del

orden social” (y ya no episódico y coyuntural); la “exclusión” de millones de

seres humanos - que ya estaban reducidos a mercancías: fuerza humana de

trabajo - de las condiciones indispensables para la reproducción de “su ser”; las

asimetrías históricamente inéditas en el “control del poder” total, de los

recursos naturales y de los bienes producidos socialmente en el ámbito global,

regional y local; la sofisticación alucinante de los dispositivos de “control social”

con sus cargas de “alineación” y “reificación” desdobladas; en suma, el

conjunto de trazos que definen la silueta de la “moderna sociedad

contemporánea”, nos muestran, por retazos, el mundo posible bajo los actuales

parámetros de organización del proceso de producción / reproducción de la

vida social, el que presenta cada vez más marcas de barbarie.

La dinámica contradictoria formada por la actuación de la “ley de la

tendencia decreciente de la tasa de ganancia” del capitalismo, particularmente

en el presente estadio de desarrollo, produce crecientemente una “población

excedente” (el “desempleo estructura”, crónico) que, al consolidarse, provoca

alteraciones significativas en las manifestaciones históricas de la llamada

“cuestión social” (que es la base que justifica la actividad profesional del

Servicio Social, en función de brindar respuestas adecuadas).

El Capítulo III expresa la necesidad de avanzar en la concreticidad

histórica del análisis, desde una perspectiva capaz heurística con potencial

para superar las “formas hegemónicas” en que ha sido pensada América Latina

(nos referimos, especialmente, a la llamada perspectiva “euro-céntrica). Aquí,

nuestra América no es concebida como el “paisaje” donde acontece una

historia creada en otro lugar. La pregunta por la particularidad latinoamericana

se orienta a pensarla como “arena histórica” a ser disputada; como una unidad

en proceso que, a la vez, se alimenta de un proyecto de unidad. El estudio de

esta “unidad problemática” formada por América Latina, es ineludible para

enfrentar la “condición periférica” – cuestión que debe tornarse un eje, un

principio vertebrador, del proyecto profesional critico del Servicio Social

latinoamericano. Nuestra América es entendida aquí, tanto como una

mediación reflexiva, cuanto ontológica; esto es, representa tanto una categoría

con potencial explicativo, como contiene potencial transformador.

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El capítulo IV es la tentativa de señalizar y explicitar teóricamente las

determinaciones a través de las cuales se procesan las actuales tendencias

que buscan “ajustar” la profesión de Servicio Social a la mera “administración

de lo dado”, que procuran restringir los “sentidos” de esta actividad y reducirla a

simple instrumento de la reproducción del orden social. Cada vez más el

Servicio Social es demandado para actuar ante “emergencias sociales” (una

suerte de Servicio Social de “catástrofes”), debiendo reajustar su perfil a las

actuales exigencias de la reproducción sistémica, particularmente en la

implementación de un conjunto de instrumentos encargados de garantizar un

“control social” adecuado.

Sin este punto de partida, o sea, sin visualizar las determinaciones

profundas del actual movimiento de lo real, más allá del empeño y toda la

buena voluntad que pueda tenerse, tales “intervenciones profesionales” corren

serio riesgo de tornarse meros “correctivos funcionales”, necesarios para la

“reproducción sistémica” en su fase actual de desarrollo.2

La tendencia que visualizamos dice que esta actividad profesional tiende

a ser cada vez más convertida en un “coadyuvante indispensables” para el

enfrentamiento de una crisis social “crónica”. En este sentido, una especie de

“bifurcación estructural” en la modalidad de intervención profesional del

Servicio Social se está procesando. La misma se forma, por un lado, por su

actuación en la “reproducción de la fuerza de trabajo” estable e integrada a los

espacios más dinámicos del capital (su “demanda histórica”) y, por otro, su

trabajo – muy creciente, por cierto – con las poblaciones “expulsadas” del

“orden global”.

Podríamos decir que ambos vectores, cada cual a su manera, expresan

el refuerzo de los rasgos socialmente regresivos del actual cuadro civilizatorio.

Mientras por un lado se trabaja en la prestación de “buenos servicios”, “de

calidad”, para mantener la fuerza de trabajo “necesaria” en niveles adecuados

a las exigencias del presente momento histórico, por el otro la intervención

profesional del Servicio Social se asocia con el aumento de las políticas

represivas del sistema, especialmente con la criminalización de la “cuestión

2 También pueden reducirse a la insignificancia social, sea por aisladas o por diluirse, por pulverizarse, en un “todo caótico”, reduciendo el trabajo profesional a un medio (alienado, por cierto) de reproducción inmediata de un individuo que se encuentra cada vez más deshumanizado, pero “empleado”.

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social”, paralelamente a la emergencia creciente de tendencias a la

“asistencialización” de las respuestas para la misma.

Así, tanto en el ámbito “público estatal”, en el “público no-estatal” de las

ONGs, como en las empresas privadas; sea inserto en procesos de trabajo en

“servicios sociales mercantilizados” (Salud, Educación, Previdencia Social,

etc.), o en el área de “recursos humanos” de las empresas capitalistas, a partir

de la creciente adopción de “criterios gerenciales” (de productividad y

flexibilidad) propios del capitalismo neoliberal que pesan cada vez más en la

definición de la orientación de su intervención, los dispositivos represivos del

“control social” son reforzados. Pareciera que por su propia “estructura” la

realidad tiende a restringir los “márgenes de maniobra” sistémicos; dicho

proceso se refracta particularmente en esta categoría profesional, reorientando

el sentido de su actividad, su instrumentalidad parafraseando a Guerra (2007),

hacia el miserable horizonte de “lo posible” que este “capitalismo senil” y en

“crisis estructural” es capaz de ofrecer.

Por otro lado, como un tipo particular de trabajo profesional, en trazos

generales, esta categoría profesional ha corrido la misma suerte que el

conjunto de las actividades realizadas por la “clase trabajadora” (la clase que

vive de la venta su única propiedad: su capacidad de trabajo). Precarización de

las condiciones del trabajo y desempleo de larga duración han sido trazos

definidores de la realidad socio-profesional en las últimas décadas. En este

sentido, la efectiva erosión actual de la “base de sustentación socio-profesional

del Servicio Social” se mantiene, la tendencia será a que las condiciones de

posibilidad para construir respuestas profesionales críticas, colectivas y

“autónomas” se vean dificultadas. En este sentido, las metamorfosis

contemporáneas del capitalismo afectan los márgenes de la “autonomía

relativa” conque cuenta este profesional para la realización de su trabajo.

Íntimamente relacionado con esto se encuentra el refuerzo considerable

los últimos años de la cooptación ideológica y política, tanto por medio de los

mecanismos de “alienación ideo-cultural”, como por la avalancha de “estímulos

materiales” y promesas de éxito en un mundo que parece desmoronarse sin

pausa. Los espacios socio-laborales se constituyen en el eje de esta “nueva

cooptación” vía tipo de inserción en el mercado de trabajo profesional. Dicha

expansión, a su vez, funciona como soporte de la “legitimación social” del

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profesional, en la medida que alimenta la “demanda” del Servicio Social,

reforzando la utilidad social de esta actividad.

En síntesis, el cuadro societario contemporáneo presenta grandes

dilemas y enormes desafíos para los segmentos críticos del Servicio Social en

América Latina, entre los que destacamos las tendencias que buscan tornarlo

un administrador – competente e eficiente desde el punto de vista técnico-

operativo – de la barbarie contemporánea. Con la entrada del sistema en su

“crisis estructural”, dichas tendencias cobran fuerza y ganan espacios de poder,

presionando para restringir la intervención de esta categoría profesional a la

gestión de “lo dado”. El horizonte de la acción tiende a estrecharse, y se abre el

espacio para “naturalizar la estructura” del orden social.

Hemos procurado comprender las determinaciones fundamentales que

particularizan al Servicio Social en el capitalismo contemporáneo en nuestra

América, como condición indispensable para responder a los actuales dilemas

y desafíos que enfrentan sus segmentos críticos. Re-constextualizar el Servicio

Social desde la “particularidad latinoamericana” puede tornarse una consigna

agregadora de los segmentos críticos de este ámbito profesional en América

Latina. Buscamos reunir aquí los que consideramos “dilemas y desafíos”

fundamentales del proyecto profesional crítico del Servicio Social

latinoamericano en estos “tiempos de barbarie”.

Puesto que la práctica profesional se encuentra atravesada por los

intereses en última instancia antagónicos de las clases sociales; y que el

ejercicio profesional es tensionado por las demandas contradictorias de dichas,

los segmentos de trabajadores sociales que asumen los intereses de la clase

que vive de la venta de su fuerza de trabajo se enfrentan con un verdadero

dilema existencial: el de que su “espacio socio-ocupacional” (fuente de su

“salario”) se encuentra determinado por las estrategias de “regulación social”

que la clase hegemónica despliega para renovar la reproducción del orden

societario y, al mismo tiempo, dichos segmentos críticos no admiten y luchan

contra esta intencionalidad original que lo posiciona como un ejecutor (en

menor medida un formulador) de los dispositivos actualmente desplegados

para garantizar el control social.

Hemos partido de la premisa de que el análisis y la búsqueda de

comprensión de las “leyes” que constituyen la sociabilidad contemporánea

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sería el camino adecuado y fértil para proyectar intervenciones - colectivas e

individuales, de largo, medio y corto plazo y alcances - orientadas a alimentar

procesos societarios más allá del capital. Con una escena histórica cerrándose

en las estrechas fronteras de la “inmediatez” y sin garantías sobre la conquista

de los objetivos propuestos, no queda más que continuar remando a contra-

corriente, pensando y renovando formulas que nos permitan seguir librando las

batallas necesarias y las urgentes.

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CAPITULO I

EL CAPITALISMO CONTEMPORÁNEO Y LA PARTICULARIDAD DE SU

CRISIS

Varios autores importantes han afirmado que desde la crisis de 1970

hasta nuestros días, el capitalismo vive una nueva época histórica. La misma

se caracteriza por la activación de ciertos “límites absolutos”, “estructurales”,

que provocan un tipo de funcionamiento del sistema altamente inestable, de

forma permanente; esto es, el sistema se reproduce en medio de crisis

persistentes, cada vez más aguerridas y depredadoras. Dentro de la lógica del

orden social del capital, dichos “límites” emergentes no parecen conformarse

con ninguna respuesta, y los intentos por continuar ampliando su ambiente,

como vía para fugarse hacia delante respecto a sus propias crisis, lo vuelven

crecientemente destructivo en términos civilizatorios. Nos referimos al húngaro

István Mészáros, al norteamericano David Harvey y al egipcio Samir Amin.

Todos ellos, concuerdan que lo verdaderamente “trágico” de esta

historia, es la comprobación factual de que existen actualmente condiciones

capaces de producir la “destrucción total”, histórico-concreta del mundo. El

hecho de que exista la posibilidad y la capacidad efectiva de destruir la

existencia humana en su totalidad, como resultado del propio “desarrollo de las

fuerzas humano-productivas” (aunque alienadas bajo la lógica del capital), no

debe ser naturalizado, ni considerado un dato menor. En este sentido, el

cuadro societario contemporáneo presenta rasgos definidos de “regresión

civilizatoria”.

Diversos aspectos componen la llamada “crisis estructural” del capital;

entre los fundamentales, destacamos: su naturaleza “crónica”, esto es, su

carácter permanente, no ya transitorio o cíclico; la agudización progresiva de su

tendencia a la in-integrabilidad de la fuerza viva de trabajo, o sea, la tendencia

a prescindir cada vez más (aunque nunca completamente) del “trabajo vivo”;

las dimensiones alcanzadas por la incontrolabilidad “global”, general, de su

proceso socio-reproductivo – junto a la amenaza que esto representa, una vez

que el potencial destructivo creado tiene la capacidad de terminar con la vida

en el planeta. Estrechamente ligado a esto, se despliegan los trazos

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destructivos del sistema en su fase actual; esto es, se despiertan los instintos

predatorios del “capitalismo maduro” y en “crisis estructural”.

Para estos autores, estamos en un momento del desarrollo capitalista

donde se han agotado sus posibilidades de resolver sus crisis con “más

capitalismo”. Esto, bajo las actuales condiciones de reproducción socio-

metabólicas, no puede redundar hoy en otra cosa que una aceleración del

proceso de producción de barbarie. La profundización de la dinámica expansiva

del capital como respuesta para sus contradicciones, si bien tuvo momentos

progresivos conviviendo con momentos de barbarie, hoy, sin lugar a dudas, son

estos últimos los que se afirman históricamente.

En esta línea, subestimar o minimizar en el análisis los trazos

destructivos que la reproducción actual del sistema guarda y moviliza, además

de una mistificación muchas veces “conveniente” y sabida, representa la

claudicación y resignación ante este orden social “exhausto”, aceptándolo

como “lo único posible” – lo que en los hechos, no hace más que rendirse a lo

humanamente depredador. En otras palabras, si la profundidad del problema

que tratamos es menospreciada; si se naturaliza el proceso de producción

destructiva actualmente imperante y se alienta el ajuste con el mismo, se opera

funcionalmente para el despliegue y la consolidación de las tendencias de

barbarización social. Este es el “dilema” que presenta esta nueva fase del

capitalismo.

Según estos autores, estamos enfrentando una fase de reproducción

sistémica cualitativamente diferente a la que caracterizó la segunda pos-guerra,

la cual se basó en una expansión “saludable”, fundamentalmente a partir de la

reconstrucción de regiones enteras del mundo, desbastadas por la guerra.

Nuestros días – fruto de esta nueva fase histórica – revelarían “límites

estructurales” que imposibilitan una reproducción controlada del sistema del

capital. Ya no sería posible regular las “pulsiones” de la acumulación

interminable del capital – se han liberado de toda atadura y no admiten límites

–, ni administrarlas “progresivamente”, de modo tal que puedan resultar en un

“avance civilizatório”. Más bien, la actual reproducción de las relaciones

sociales, bajo esta fase del capitalismo, se realiza redoblando sus cargas de

destructividad.

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Podría decirse, en este sentido, que si bien el sistema no se modificó en

lo esencial, la entrada en su fase de “crisis estructural” delimita un suelo

histórico diferenciado, a partir del cual posicionarse proyectivamente. Algunas

décadas atrás, fue posible extraer “concesiones-conquistas” más o menos

significativas al capital (como por ejemplo, ciertos logros relativos en las

condiciones de vida de los trabajadores, derechos sociales), las cuales

resultaron de procesos de lucha social dentro de los límites capitalistas, que

luego se mostraron claramente reversibles.

Desde esta perspectiva, el capitalismo “históricamente ascendente” – de

acuerdo con la fisonomía y la composición específica de esa fase – encontró

condiciones para realizar ciertas “concesiones”, para “asimilar” dichas

conquistas; las integró funcionalmente a su reproducción ampliada,

transformándolas en “ventajas productivas” que renovaron las energías

dinámicas de su proceso “infinito” de auto-expansión. Dichas “ventajas”

también se mostraron reversibles, y a fines de 1960, comenzaron a funcionar

como obstáculos a la “libre acumulación del capital” (Cf. Mészáros; 2002).

De acuerdo con Harvey (2005), esta nueva fase del capitalismo revela

que la auto-expansión productiva dejó de ser una salida segura y tranquila para

“fugarse” de las contradicciones inherentes al desarrollo antagonista de la

acumulación del capital. El estrechamiento de las posibilidades de encontrar

“salidas viables” obliga al sistema global a reaccionar contra cualquier tentativa

de limitar su despliegue. Toda tentativa de contener sus impulsos expansivos

deberá ser contrarrestada3. Según estos autores, el orden social del capital ha

ingresado en una fase reproductiva que se confronta con sus propios límites, lo

cual lo obliga a desmontar todos aquellos dispositivos que buscan administrar y

regular su desarrollo, es decir, que obstaculizan su “libre marcha triunfal”. Este

proceso se efectúa a pesar de los enormes costos humanos que conlleva.

Es descartada, así, cualquier posibilidad de auto-imposición de límites

morales por parte del capital y sus agentes, que puedan actuar como un freno

3 Parece lícito pensar en una auto-expansión que genera, creciente, una pérdida del control de la regulación del complejo societario como un todo. Mészáros se refiere a ello con la expresión “sombra de la incontrolabilidad”, entendida como una manifestación potenciadota de la “crisis estructural del capital” en la contemporaneidad.

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efectivo de las tendencias barbarizantes contenidas y férreamente desplegadas

en su actual fase reproductiva en escala mundial. Las programáticas

societarias que plantean la posibilidad de administrar satisfactoriamente, de

modo estable y duradero, las permanentes y cada vez más violentas

contradicciones sistémicas, en general, no pasan de episodios bien restrictos

en el tiempo. Lo que en verdad hoy se registra es que las reivindicaciones que

apuntan a modificar aspectos o condiciones estructurales, se tornan cada vez

más in-integrables, independientemente de cuan “justas” o “urgentes” puedan

ser.

En esta línea de reflexión, no quedan dudas de que una de las

expresiones más dramáticas de la activación de los límites estructurales del

sistema (junto al desempleo estructural) es la “cuestión ambiental”, la cual no

encontrará condiciones y posibilidades de resolución, ni de regulación seria, en

los marcos del desarrollo del capital. De este modo, cualquier reivindicación

que quiera confrontar los imperativos depredadores cada vez más acentuados

en el sistema, será tratada como obstáculo a remover de cualquier manera, con

los métodos más “adecuados” disponibles.

En este sentido, los autores concuerdan que otro límite fundamental que

expresa la crisis estructural de este orden social es el trabajo humano. Este, sin

dejar de ser el productor de la riqueza social (el sujeto de la producción),

debido a la profundización del capitalismo y sus contradicciones inmanentes,

hoy aparece cada vez más como “no-integrable”, pudiendo tornarse un

elemento “explosivo” para el funcionamiento sistémico: la fuerza de trabajo

humana, particularmente la “superflua”, se constituye como una contradicción

crucial de la actual reproducción sistémica, con nuevas particularidades.

Como sabemos, el capital se alimenta del trabajo vivo;

contradictoriamente, no puede dejar de ejercer sus “ajustes” necesarios sobre

éste a fin de garantizar el ritmo y la escala que el proceso de acumulación

demanda. Así, especialmente desde la gran crisis capitalista de la década de

1970, asistimos a la reversión de las conquistas relativas de la “clase que vive

de la venta de su fuerza de trabajo”, que se expresará como un proceso

monumental de regresión civilizatória para el conjunto del ser social, conocido

bajo el rótulo de políticas neoliberales. Dicho proceso de reversión, que exigió

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el triunfo (a cualquier costo) del capital ante los proyectos societarios

alternativos, representa una respuesta sistémica a su crisis estructural.

En este cuadro nos preguntamos por posibles alternativas. Lejos de la

“perplejidad paralizante”, de la “inacción”, y más allá del “ideo-logicismo

voluntarista”, no buscamos aquí descalificar las luchas históricas de las clases

subalternas, o rechazar toda la experiencia acumulada, ni realizar un juicio

sobre la eficacia política concreta de la conquista de mejoras relativas para los

trabajadores dentro de los marcos capitalistas. Mas bien, tratamos de

comprender la modalidad actual de reproducción socio-metabólica del sistema

y sus niveles de subsunción del trabajo al capital. Dicho trabajo, sin dejar de

ser absolutamente necesario en determinadas proporciones,

contradictoriamente, parece ser “absolutamente” dispensable en otras.

La silueta contemporánea del sistema no puede disimular la presencia

sombría de la “in-integrabilidad”, como un momento constitutivo a largo plazo.

Si esto se confirma, con ello deberá hacerlo la crítica radical – especialmente

un examen de las perspectivas integracionistas o “regulacionistas”, que

guardan una concepción optimista sobre las posibilidades de administración

social de las fases ascendentes anteriores del capitalismo. Si se comparte esta

caracterización general y se confirman las tendencias históricas de la “crisis

estructural” y de la lógica crecientemente destructiva de la respuesta “posible”

del capital a la misma; si se acuerda que en el actual capitalismo en “crisis

estructural” las reivindicaciones por mejoras sustantivas crecientes para las

clases subalternas se tornan cada vez más in-integrables, debe acordarse de

que es necesario realizar una serie de replanteamientos teóricos, políticos y

organizativos de gran envergadura.

Finalmente, es importante marcar un riesgo inminente en este análisis,

con el cual deberá tenerse especial cuidado; o sea, debe tomarse distancia de

cierto evolucionismo lineal que ha permeado persistentemente el pensamiento

de las “izquierdas”, en cuando a la caracterización del funcionamiento del

capitalismo, cuando se enfatiza el hecho de que las crisis persistentes serían,

sin muchas mediaciones históricas, “posibilitadoras” (¿necesariamente?) de

“saltos civilizatorios”, de revoluciones sociales. En verdad, no existe garantía

alguna de un “final de la historia”, mucho menos de un final feliz; lo que existen

son procesos y posibilidades. Y las actuales tendencias de desarrollo socio-

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histórico, más que aproximarnos (necesariamente) de la emancipación,

parecen conducirnos al abismo, pero la historia sigue abierta.

1.1. El socio-metabolismo del capital, su tendencia a la crisis y la

necesidad del “control social”: un diálogo con István Mészáros

¿Cuál es la actual fisonomía societaria?; ¿cómo operan sus trazos

esenciales?; ¿qué formas de sociabilidad crea y reproduce ampliadamente?

Desde una perspectiva crítica, la comprensión efectiva del funcionamiento del

orden social sólo es posible aprehendiendo los procesos y las determinaciones

esencialmente presentes en su producción y desarrollo. Es en la historia

efectiva donde están las bases, los fundamentos, del acontecer social.

Este análisis de la sociedad capitalista contemporánea se centra en una

concepción del capital que no se reduce a los objetos materiales, a las riquezas

sociales. Entendemos al capital como una relación social peculiar,

históricamente determinada, que al imponerse (desigualmente) como relación

predominante en los marcos de la totalidad social, se torna una determinación

fundamental de la vida social en su conjunto, a través de la producción de

formas de sociabilidad correspondientes. En este sentido, el modo de

producción material de la vida social capitalista – que es también una

producción social de la vida material –, hoy consolidado y maduro a escala

mundial, es el “suelo histórico” real y concreto donde se sitúa nuestro análisis.

Partimos de la premisa de que sólo si se logran captar los procesos

efectivos que operan y definen el movimiento de lo real, podrán proyectarse

acciones estratégicas que puedan contrarrestar las actuales tendencias de

barbarización de la sociabilidad contemporánea. Esto significa que el examen

crítico de los elementos fundamentales que caracterizan la contemporaneidad y

la forma específica en que esta se expresa, es un presupuesto ineludible de

todo y cualquier proyecto societario que se precie de alternativo.

El capital: una relación social que no admite límites ni controles y que no

puede dejar de imponer los suyos

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De acuerdo con Mészáros, está presente en la reflexión de Marx la idea

de que existe una lógica inmanente del capital, estrechamente articulada con la

categoría de totalidad. En varios momentos de su obra – dirá este autor –, el

crítico comunista se refiere al capital como una “objetividad expansiva” que

tiende a imponérsele a los hombres, a dominarlos. Para Marx, dicha lógica

inmanente del capital – que atraviesa y determina todo el sistema de relaciones

sociales, definiendo su específico socio-metabolismo – operaría como una

especie de “segunda naturaleza” ante los hombres, imponiéndoles modos

específicos de sociabilidad, de relaciones sociales, constituidos a partir de las

necesidades peculiares exigidas por los intereses del capital, a lo largo de sus

diferentes fases históricas.

Así, la relación social del capital tiene la peculiaridad de constituirse

como un poder sobre los propios hombres; una relación por ellos creada y que

se les vuelve en contra, los enfrenta como algo externo y opuesto que los

domina y los oprime. No es un tipo de relación estructurada de forma tal que

los productores se “realicen”, sino que es una producción alienada, para otros.

La fuerza inmanente del capital empuja a los hombres, no hacia la realización

continuada de sus propios objetivos y finalidades, sino hacia su propio

incremento continuamente expansivo, en escalas cada vez más amplias e

intensivas. La lógica inmanente del capital, fundada en su sed de valorización

permanente, exige y provoca su concentración y centralización, y obliga a sus

personificaciones a hacer todo lo que esté a su alcance para no “arruinarse”. La

lógica de la acumulación del capital, como fundamento motriz del orden

capitalista, determina fundamentalmente la vida social en el periodo histórico

en que su vigencia se objetiva.

No es por otro motivo que la ontología social marxiana, en tanto crítica

radical de la sociedad del capital, introduce como eje central del análisis la

comprensión de las determinaciones efectivas de lo real humano a partir de la

crítica del modo de producción propiamente capitalista de la vida social, el cual

posee una lógica peculiar que guía su desarrollo: la lógica del capital.

Comprender cómo la misma se efectúa en nuestra época permite identificar las

tendencias societarias actuales, y al mismo tiempo, posicionarse en el sentido

de su superación. Esta es la tarea que la historia le seguirá reclamando a la

crítica.

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No obstante, es importante tomar cuidado con “fetichizar” al capital, con

convertirlo en una “entidad teleológica” en sí mismo, con capacidad de

comandar finalísticamente el “destino” histórico de los hombres – como ocurre

en las varias ontologías religiosas o metafísicas del mundo. La idea de una

lógica inmanente, más bien, expresa el peso determinante que el principio de la

totalidad asume en la reflexión marxiana; el peso que ejerce en la

determinación de sus complejos constitutivos.

Marx verifica que en la historia – una vez consolidado el modo de

producción capitalista, una vez afirmado como relación de producción

dominante ante las otras existentes – el capital, por su lógica inherente, se

constituye como una fuerza que tiende a imponerse constantemente, que no

puede retroceder sino al costo de su ruina. Dicha lógica, que es peculiar y

estructura la relación social del capital, es entendida como inconteniblemente

expansiva, concentradora y centralizadora. Este principio heurístico sugiere

aprehender el movimiento del capital como el desarrollo de una tendencia que

se cierra cada vez más sobre sí misma; un sistema con vocación de absorberlo

todo, cuya dinámica restringe cada vez más el espacio que queda “por fuera

del mismo”, y que no consigue “saciarse” jamás. Una forma específica de

organización de la vida social que se estructura a partir de un desgarro

fundamental, de una fractura que no logra curar verdaderamente, sino que

tiende permanentemente a reproducirla de forma más amplia. Esa es la

esencia, la identidad del capital, el trazo que caracteriza a su lógica inmanente.

Mészáros se detiene en esta idea para analizar los aspectos internos de

la misma. Dirá que esta lógica sistémica, que todo captura y a lo que todo debe

ajustarse, incluso y fundamentalmente los hombres – los cuales, según la

expresión de Marx, se transforman en meras “personificaciones” del capital, en

interlocutores subordinados y obedientes al mismo –, ha actualizado sus

expresiones histórico-sociales con la entrada del capitalismo en su fase de

“crisis estructural”. Una de las expresiones más preocupantes, tiene que ver

con los riesgos actuales impuestos por lo que él llama la incontrolabilidad total

del sistema.

Según nuestro autor, la afirmación férrea de la lógica inmanente del

capital, en las actuales condiciones de reproducción sistémica, despierta los

peligros catastróficos de la incontrolabilidad para el conjunto de la sociedad.

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Este proceso incontrolable, de pleno despliegue de la lógica del capital como

tal, es una premisa y un resultado histórico-concreto del propio progreso de las

tendencias capitalistas, del propio “desarrollo” de este tipo histórico de

sociedad. El capital “en último análisis, es una forma incontrolable de control

socio-metabólico”, dirá Mészáros (Cf. 2002: 96; traducción nuestra).

“El capital jamás se sometió a control adecuado duradero o a una auto-restricción racional. Este sólo era compatible con ajustes limitados y, aún así, en tanto pudiese proseguir, bajo una u otra forma, con su dinámica de auto expansión y de acumulación. Tales ajustes consistían en sortear los obstáculos y resistencias encontradas, siempre que este fuese incapaz de demolerlas (...) En gran parte gracias a su incontrolabilidad, el capital consiguió superar todas las desventajas que se le opusieran, elevando su modo de control metabólico al poder de dominancia absoluta como sistema global plenamente extendido. Sin embargo, una cosa es superar restricciones y obstáculos problemáticos, y otra muy diferente es instituir principios positivos de desarrollo social sustentable, orientados por criterios de objetivos plenamente humanos, opuestos a la ciega búsqueda de la auto-expansión del capital” (Ídem: 101; traducción nuestra).

Desde su génesis histórica, el capital se presentó como una potente

fuerza “totalizadora”, a la cual todo debe ajustarse y para lo cual no contaban

las consecuencias socio-ambientales que su afirmación y su progresivo

despliegue pudieran ocasionar. Desde esta perspectiva, el capital no es una

simple cosa material, sino una relación social peculiar e históricamente

determinada. No ha existido antes un sistema más absorbente que el actual,

que haya logrado reducir todo a sus imperativos de lucratividad. Un sistema

social de esta naturaleza, necesariamente tiende a escapar de todo control

humano, y a imponer su lógica expansionista a cualquier costo.

Así, la lógica que mueve al capital porta una tendencia que lo empuja a

superar permanentemente cualquier límite; su viabilidad productiva e histórica,

como orden social particular, depende de esto y no posee “reparos morales” a

la hora de escoger y emplear medios para alcanzar sus fines y realizar su

lógica totalizadora. Esta es una peculiaridad suya y un trazo esencial de su

forma de sociabilidad correspondiente. La potencia de esta estructura

totalizadora que es el capital, lo muestra el enorme vigor que ha demostrado su

proceso continuo y crecientemente expansivo, a lo largo de la historia. En este

sentido, dirá Mészáros:

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“Es verdad que esta característica torna a este sistema más dinámico que todos los modos anteriores de control socio-metabólicos juntos. Sin embargo, el precio a ser pagado por ese inconmensurable dinamismo totalizador es, paradójicamente, la pérdida de control sobre los procesos de toma de decisión” (Ídem: 97; traducción nuestra).

Desde esta perspectiva, en el capitalismo, no sólo los trabajadores

pierden el control sobre el proceso social y se encuentran alienados del mismo;

también lo están los propios capitalistas, quienes se tornan meras

“personificaciones” del capital. Estos últimos, detrás de la ilusoria libertad de

decisión que portan sus transacciones, de su disponibilidad de capitales, en

verdad, son meros representantes del capital; son sus “funcionarios”, y deben

subordinarse a las exigencias de la “valorización infinita”, si es que quieren

conservar sus “privilegiadas” posiciones como poseedores de capital, como

propietarios capitalistas, como miembros de la clase “beneficiada” por el

sistema.

De modo que a los capitalistas, la lógica objetiva del capital se les

impone tan férreamente como a los trabajadores, a pesar de que los papeles

jugados sean antagónicos, y de que los primeros no tengan carencias

materiales elementales como los últimos. La clase formada por los propietarios

capitalistas debe, ante todo, obedecer a los imperativos de la acumulación del

capital. De no hacerlo, del mismo modo en que el moderno capitalismo hace

que todo lo sólido se desvanezca en su aire, verán arruinado su negocio – y

con ello su posición en la estructura asimétrica y antagonista de las clases

sociales constitutivas del sistema del capital. Los titulares de dicha clase, si no

se someten eficientemente a las exigencias colocadas por el despliegue de la

lógica del capital, dejarán de ser propietarios, dueños de “medios de

producción”, debiendo enfrentarse con el capital, relacionarse con el mismo,

como miembros del polo del trabajo, o sea, de los que no tienen otra propiedad

que su fuerza o capacidad de trabajo. Así, desde una perspectiva realmente

genérica, efectivamente universal, es correcto afirmar que los propios

capitalistas también son, a su modo, con su forma, “esclavos del capital”.

Mientras los trabajadores no pueden abandonar la “lucha” por mantener su

condición de existencia en sí, los otros no pueden dejar de hacerlo si quieren

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conservar su condición de existencia como clase poseedora, dominante,

“beneficiaria”.

De esta forma, para el autor, con este modo de control socio-metabólico

específico que es el capital, se articula y se consolida una singular estructura

jerárquica de comando que define la “suerte” de los individuos sociales de

acuerdo a los lugares que estos ocupan en la misma. Por otra parte, dirá,

debido a esta peculiar modalidad – fracturada, antagonista – de organizar la

producción de la vida social del capitalismo, se establece un tipo de relación

entre economía y política inimaginable en periodos históricos anteriores, donde

el Estado moderno estará a su servicio desde el inicio para complementarlo de

manera indispensable en algunos de sus aspectos esenciales (Cf. ídem: 98).

El modo específico de control socio-metabólico del capital se expresa,

ante todo, como un “modo de control” de la “producción social de la vida

material” que establece una radical separación (indispensable para el capital)

entre la producción de los bienes necesarios y su control por parte de los

productores directos. Para este autor, de modo contrario que en las antiguas

comunidades llamadas “auto suficientes”, donde la producción se encuentra

dirigida principalmente hacia el consumo inmediato para la satisfacción de las

necesidades, o sea, donde se producen “valores de uso” (puede pensarse en el

sistema feudal de la Edad Media), en las “unidades económicas del capital” se

produce la pérdida de este vínculo más directo entre la producción material y

su control. Por otra parte, las dimensiones de tal disociación (la producción y su

control), expresa el avance del modo peculiar de control social del capital y de

sus posibilidades de moldear los procesos de sociabilidad (ídem: 101)4.

En la mayor oposición posible a las formas anteriores de comunidades

reproductivas (aquellos “micro-cosmos reproductivos” altamente auto-

suficientes), las unidades económicas propias del sistema del capital, no

buscan ni son capaces de autosuficiencia. Por primera vez en la historia, los

seres humanos se enfrentan a un modo de control socio-metabólico que, para

alcanzar su plena forma madura, tiende a constituirse como un sistema total,

global, demoliendo todos los obstáculos que aparezcan en ese camino. Por 4 A partir de estas premisas históricas, de la existencia de estas condiciones, se abrirá – al ritmo del “progreso” sistémico – la posibilidad de universalización del fenómeno de la alienación y de los procesos de reificación de las relaciones sociales del capitalismo.

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otra parte, los hombres se enfrentan a un poder que nace de ellos mismos,

pero se les enfrenta y los oprime bajo la forma de capital (Cf. ídem: 102).

Según Mészáros, la diferencia fundamental entre las unidades

económicas del capital y los “microcosmos reproductivos auto-suficientes”

consiste en lo siguiente: mientras que en los últimos la producción es para el

consumo directo, en los primeros, la necesaria distancia que deben guardar

esos dos momentos forman un “espacio” donde va a instaurarse un intercambio

de lo producido; dicho ámbito, se constituye como una (falsa) mediación que

articula aquellos momentos (producción y consumo) ya no inmediatos.

Este espacio de la circulación de lo producido, donde los diferentes

productos del trabajo van a intercambiarse, permite que el ciclo producción /

distribución-cambio / consumo, propio del capitalismo, se complete y

reproduzca como tal. La circulación, entonces, es el ámbito donde las

mercancías se realizan como tales, por lo tanto, es esencial para que el

proceso de “valorización” del capital se complete; para que la producción de

plusvalía, la extracción de trabajo excedente, se “realice”5. Así, afirma nuestro

autor:

“Como sistema de control metabólico, el capital se torna el más eficiente y flexible mecanismo de extracción de trabajo excedente (...) es así que el sistema del capital constantemente redefine y extiende sus propios límites relativos, prosiguiendo en su camino bajo circunstancias que cambian, precisamente para mantener el grado más alto de extracción de trabajo excedente” (ídem: 103; traducción nuestra).

Allí se encuentra reflejada la verdadera vocación de nuestro orden

social, su razón de ser.

Con la relación social del capital consolidada como dominante, se

pierden las condiciones de cualquier unidad más o menos inmediata entre

ambos momentos esenciales de la vida de los individuos sociales; mas bien,

dicha unidad se torna crecientemente problemática, conflictiva y contradictoria.

Como consecuencia de ello, aparecen las llamadas crisis de realización de la

producción, que se expresan como súper-producción o sub-consumo, las 5 La liberación de los límites de la auto-suficiencia son muy favorables a la dinámica expansiva del capital. De otra forma el sistema no podría ser caracterizado como movido por la expansión incesante y para la acumulación. Dirá Mészáros: “Al librarse de las restricciones subjetivas y objetivas de la auto-suficiencia, el capital se transforma en el más dinámico y más competente extractor de trabajo excedente en toda la historia” (ídem: 102).

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cuales representan un verdadero “absurdo” para una racionalidad diferente a la

del capital. De modo que, las contradicciones que brotan del despliegue de su

lógica inmanente pueden generar los fenómenos antes citados (súper-

producción”; “sub-consumo”), los cuales expresan la crisis de realización del

capital, cuya peculiaridad está en el hecho de que se producen en medio de la

miseria más salvaje de amplios contingentes humanos. He aquí la

irracionalidad desnuda haciéndose presente. ¿Existe, actualmente, una

paradoja más dramática que esta?

Según el filósofo húngaro, en el socio-metabolismo comandado por el

capital los límites (objetivos y subjetivos) impuestos por la auto-suficiencia

deben ser eliminados; sobre sus ruinas es preciso edificar concepciones

enteramente reificadas, fetichistas, como las que pueden verse reflejadas en la

mistificación que porta una noción como la de trabajo “libre” (contractual) propia

de la sociedad burguesa. Esta, contrariamente a la esclavitud y a la

servidumbre, “absolvería” al capital del ejercicio explícito de la violencia, de la

necesidad de apelar a una dominación forzada, ya que la “esclavitud

asalariada” es internalizada por los propios trabajadores y no precisa ser

impuesta – reimpuesta “externamente” por medio de una dominación política

peligrosamente explícita (a no ser en situaciones grabes de crisis)6.

Es importante destacar que si bien el proceso de superación de la

autosuficiencia permitió un enorme salto en la productividad del trabajo, el

proceso se realiza al precio de la pérdida de control sobre el conjunto del

sistema reproductivo. Esto ocurre, efectivamente, por más que dicha “pérdida

de control” sea imperceptible por largo tiempo, solapada por la permanente

“fuga hacia delante” del capital respecto a sus contradicciones inherentes,

especialmente durante periodos de fuerte expansión.

En este sentido, para Mészáros, la historia del capital muestra que su

imperativo de intensificar cada vez más su auto-expansión redunda

paradójicamente en “pérdida del control” del proceso de “reproducción” –

puesto que en cuanto sea posible sustentar esa expansión se podrá empujar 6 Al instaurar la figura del trabajador asalariado, “libre” y propietario de sí mismo, como la forma específica a través de la cual se efectúan y recrean las relaciones de producción, la sociedad del capital construye la apariencia de una igualdad sustantiva entre los individuos sociales. Aunque su verdad esté apenas en el nivel formal, de la apariencia, dicha forma resultó indispensable para la consolidación y legitimación del orden social comandado por el capital.

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para adelante la precipitación de las crisis, las que hoy, debido a las profundas

dimensiones alcanzadas, nos colocan ante la amenaza (fatal) de la

incontrolabilidad total. Por otra parte, en la contemporaneidad, parece que esto

se ve peligrosamente potenciado por la imposibilidad sistémica de producir un

nuevo movimiento expansivo satisfactorio, a la altura de las exigencias y

necesidades reproductivas actuales (Cf. Mészáros; 2002: 104) y la restricción

de las energías “agregadoras” del sistema, traducidas en la “crisis estructural

de la política” (Cf. Ídem; 2007).

Para este autor, los agudos problemas que actualmente presenta el

proceso de reproducción del orden social del capital deben ser entendidos

como claras expresiones de sus defectos estructurales, resultantes del

afianzamiento de este tipo específico de control socio-metabólico. El

capitalismo contemporáneo, en tanto metabolismo social altamente

desarrollado, demuestra cada vez menos posibilidades de admitir controles y

regulaciones duraderas; su sistema de contradicciones dificulta crecientemente

las posibilidades de administrarlo: un orden social que ve seriamente limitadas

sus posibilidades de regular sus conflictos y contradicciones – tal como lo

demostró en fases pasadas, donde consiguió salir satisfactoriamente de sus

crisis por la vía de expansiones del ambiente capitalista. Estos defectos

estructurales del sistema determinan la emergencia de conflictos que tienen su

raíz en aquella “necesaria” (aunque falsa) separación mencionada, entre la

producción social y su control, así como entre la producción y el consumo,

donde se instala, como fue apuntado, el espacio intermediario (falsamente

necesario) de la circulación)7.

Desde esta perspectiva, la sociedad del capital no admite ni adecua

sus fronteras a ningún límite; más bien, tiende a superar permanentemente

todos los obstáculos que se le presentan; a ampliar sus márgenes de

7 Mientras que para este autor la primera oposición delimita el campo de las clases sociales, esto es, quienes son dominadores (explotación capitalista) y quienes son dominados (explotados por y para el capital), la segunda se refiere a la desigualdad sustantiva en la apropiación de la producción, donde el consumo más desperdiciador y alienante se contrapone a la negación de las necesidades más elementales de millones de seres humanos en el planeta; finalmente, el conflicto inherente a la circulación tiene que ver con la necesidad del capital de expandir esta esfera, mas allá de las fronteras locales y nacionales, de modo de formar una circulación global que de respuestas a las crecientes dificultades de “realización del lucro”, presionado por la competencia inter-capitalista (ídem; 2002: 105).

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maniobra; tiende a resolver sus crisis mediante la fugar hacia otros espacios

todavía no capturados, no saturados por su “lógica inmanente”. Sin

embargo, dialécticamente, no puede dejar de reponer sus propios límites;

no puede eliminar las contradicciones inherentes a su lógica antagonista de

desarrollo. Como una “maldición”, su reproducción implica la reposición de

sus límites inmanentes y los conflictos que hacen a su naturaleza; su

reproducción en escalas cada vez más ampliadas, no puede dejar de

reponer sus contradicciones inherentes de forma cada vez más potenciada.

Finalmente, basta resaltar que los obstáculos que actualmente el

sistema enfrenta para una reproducción más o menos armónica – los

llamados “defectos estructurales” –, lejos de significar un funcionamiento

anómalo e inadecuado, son expresiones de la realización plena de sus

principios rectores. Esto es, sus actuales contradicciones tienen sus raíces

en los antagonismos que están en la base del sistema, los cuales se

potencian con la profundización de su desarrollo, aumentando la intensidad

y complejidad de las crisis.

1.1.1. Cuando la producción se torna destrucción

La producción de bienes como valores de uso, necesarios para

reproducir la vida, se distingue y contrapone a la producción como producción

de valores de cambio, o sea, para el intercambio en el mercado, siendo ésta

última la forma necesaria de la acumulación de riquezas. De modo que la

producción de bienes bajo el régimen capitalista es, primeramente, producción

de valores para el cambio en el mercado y no para la satisfacción inmediata de

necesidades; justamente, esto tiene que ver con la naturaleza del capital de

separar producción, de satisfacción inmediata de necesidades. La producción

bajo las relaciones sociales del capital no busca esencialmente la satisfacción

de las necesidades humanas; no se organiza en función de las mismas,

aunque toda “mercancía” para ser vendida, deba poseer un “valor de uso”; esto

es, debe corresponder con una necesidad – del “estómago o de la fantasía”.

En el marco del capitalismo, la producción de bienes y servicios se

orienta, principalmente, en función de la venta de mercancías – mediatización

necesaria para la valorización del capital adelantado –, y la consecuente

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realización de la plusvalía. El proceso de producción capitalista es, ante todo,

proceso de producción de plusvalía, la cual se torna ganancia efectiva una vez

que la mercancía es vendida en el mercado. Apenas así la plusvalía logra

“realizarse”, el capital logra cumplir sus expectativas y cierra su ciclo de

valorización. Un proceso productivo de tales características, que invierte

medios y fines, puede servir a la permanente elevación y emancipación del

género, entendiendo por esto, la superación de las barreras naturales a través

de la satisfacción creciente de necesidades.

No obstante, para que la producción pueda ser disociada de la

satisfacción inmediata de necesidades, esto es, para que el proceso de trabajo

engendre al mismo tiempo un proceso de valorización del capital invertido, es

prerrequisito ineludible que ocurra la mercantilización de la “fuerza de trabajo”,

o sea, la aparición del trabajo abstracto, trabajo simple, que, medido en tiempo,

determina el valor de una mercancía8. En otras palabras, para que emerja

socialmente la fuerza o capacidad de trabajo como mercancía, sus portadores

(los trabajadores) deben ser despojados de la propiedad de los medios de

producción; esto es, deben ser “liberados” de toda propiedad más allá de su

fuerza de trabajo, quedando obligados a tener que concurrir al mercado (de

trabajo) a vender su única propiedad – su capacidad nerviosa y muscular, o

sea, su propia fuerza corporal – como condición para la reproducción de su

vida y la de su familia.

Si la producción se limitara y rigiera por el consumo, por la satisfacción

directa de las necesidades (como en los sistemas antiguos), no habría crisis de

valorización del capital debido a su inactividad. La relación social del capital

subordina el “valor de uso” de los productos al “valor de cambio”; no los trata

separadamente, los combina “capitalisticamente”. Se instala una dinámica

social donde la producción se determina por la producción misma y en escalas

siempre crecientes, para bajar los costos unitarios y tener suceso en la

8 En la teoría del valor-trabajo de la economía política, el valor de una mercancía está dado por el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirla, o, lo que es lo mismo, por el tiempo de trabajo socialmente necesario que ésta lleva acumulado, objetivado.

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competencia, para así cumplir con los requisitos de la acumulación de riqueza,

que, bajo el ordenamiento capitalista, exige y supone todas estas condiciones9.

Una vez asentada la disociación entre producción y satisfacción de

necesidades sociales, o sea, cuando deja de producirse para el consumo

inmediato, y donde lo que importa es la venta efectiva del producto – porque

sólo de esa forma la plusvalía puede ser apropiada y servir para sucesivas

ondas de acumulación de capital –, se abre la posibilidad de una producción

destructiva10. Esto ocurre cuando la producción social de la vida material deja

de responder a las necesidades sociales, abandonando su potencial

emancipador y civilizatorio, y pasa a estar comandada por la relación social del

capital y su lógica alienada de obtención “obsesiva” de lucros.

En sus Grundrisse, Marx desenvuelve la idea de que el consumo

creciente que el capitalismo naciente y expansivo impelía provocaba un

movimiento inherentemente humanizador, desde que diversificaba el complejo

de necesidades existentes creando otras nuevas, las cuales encontraban

posibilidades de satisfacción con el progreso de las fuerzas productivas

sociales. Este desarrollo de las fuerzas productivas (que no es reductible al

progreso científico-técnico, sino que involucra las capacidades y habilidades

humanas) se revela en permanente ascenso desde los primeros días del

capitalismo, por ser una condición necesaria de la reproducción ampliada del

mismo.

Ya en el Manifiesto Comunista de 1848 el mismo autor veía que la

burguesía, como la clase que encarna los intereses vitales de la sociedad del

capital, no podía desplegarse y afianzarse sin revolucionar permanentemente

las fuerzas productivas, caracterizando como civilizatorio este momento por

llevar a la superación de la escasez.

9 Aumentando la escala, tiende a disminuir el costo unitario de la mercancía, lo que brinda posibilidades de suceso en la competencia en el mercado; esto, secundariamente se vincula con la satisfacción de necesidades humanas, siendo la principal motivación la venta y consecuente obtención de lucros capitalistas a partir de la apropiación de trabajo no retribuido, esto es, de plusvalía.

10 La destructividad del capitalismo y su lógica se expresa desde el momento que subordina valor de uso a valor de cambio. El consumo deja de fundamentarse en el uso y pasa a depender del cambio. Del consumo por la necesidad se pasa al consumo por el consumo mismo; un momento irracional cada vez más fuerte, que coadyuva con la reproducción auto-destructiva.

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Lo importante a resaltar aquí es la diferencia sustancial de nuestra

época histórica con el capitalismo observado por Marx, puesto que se han

procesado cambios sustanciales en las bases de reproducción del sistema a

partir de las metamorfosis que el mismo fue operando a lo largo de su

despliegue histórico. De modo que las condiciones necesarias a la

reproducción sistémica fueron unas en su fase competitiva y expansiva inicial,

se trastocaron y reformularon con el pasaje para la edad imperialista del

capitalismo, y hoy, en su etapa más avanzada de madurez y agudización de

sus contradicciones, son transformadas nuevamente. La idea de metamorfosis

expresa justamente la dialéctica entre transformaciones y continuidades, o

continuidades bajo otras formas11.

La variación estructural emergente en la actualidad de la sociedad del

capital responde orgánicamente por la agudización de las contradicciones

inherentes a su desarrollo, las cuales hoy han alcanzado tales proporciones

que la reproducción del sistema social se realiza al costo de negar la

humanización de cada vez más amplios contingentes humanos en el mundo; lo

que varios autores han convenido llamar “exclusión”, y a lo que nosotros nos

estamos refiriendo como retorno de la barbarie.

De esto puede inferirse que el desarrollo de las fuerzas productivas de la

sociedad, que porta un potencial para la diversificación y ampliación de las

necesidades humanas y satisfacción a través de un consumo creciente, al

operarse, al estar subsumidas en la lógica capital y de su reproducción

ampliada (o acumulación) no redundan en un proceso de humanización

creciente, tal como Marx había proyectado como posibilidad del naciente

capitalismo. Hoy, en la época del capitalismo en crisis estructural, el desarrollo

de estas capacidades productivas socialmente adquiridas se vuelve contra la

propia humanidad, negando su usufructo a millones de seres humanos y

llegando incluso a poner en riesgo la propia vida en el planeta a partir de la

11 Un buen ejemplo de esto puede encontrarse al analizar el desempleo actual y su carácter crónico, siendo que en los marcos de lo que llamamos el capitalismo en su fase expansiva, cuando todavía no había agotado sus estímulos civilizatórios, el desempleo siempre se presenta como momentáneo y susceptible de ser absorbido por nuevas ondas de inversiones productivas del capital. Es ese el ciclo que parece haberse cerrado definitivamente con la crisis estructural del capital.

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depredación interminable de recursos naturales no renovables y la agresión

“suicida” al medioambiente.

Como fue notado, al capital no le interesa la producción en sí, sino más

bien, su auto-reproducción; hoy la misma, lejos de coincidir con una producción

genuina (aquella que humaniza al crear nuevas necesidades, mayor consumo y

mejor calidad de vida) se efectiva como una auto-reproducción destructiva que

deshumaniza más de lo que puede emancipar. Una alternativa racional seria la

reducción de las horas de trabajo, pero el tiempo libre también porta una carga

potencialmente explosiva: la posibilidad de suspenderse de la alienación. En

este sentido, lo que actualmente se conoce como “producción para el

desperdicio” es una consecuencia de la profundización de tal lógica alineada en

el comando de la producción social.

En la obra ya citada de Mészáros, específicamente en el capitulo XV, se

desarrolla la idea de que la tendencia a una “tasa de utilización decreciente” de

los bienes y servicios se viene afirmando cada vez con más fuerza en el

capitalismo maduro. Como respuesta a su propia crisis, el mismo desarrolla un

conjunto de contra-tendencias que ya no apuntan tanto a aumentar

extensivamente la esfera del consumo – al modo del mercado y consumo de

masas, propios de la fase fordista-keynesiana de la segunda pos-guerra –, sino

que estaría predominando una respuesta de intensificación del consumo, de

aumento de su profundidad – recordando que ambas dimensiones no se

excluyen mutuamente, sino que se complementan, siendo que se observa una

primacía de esta segunda estrategia sobre la primera.

Siguiendo a este autor, podría pensarse que el capitalismo, como una

primera respuesta a su crisis de la década de 1970, elabora una tendencia que

busca restringir los mercados de masas, concentrando el consumo en

determinados segmentos sociales y profundizándolo e intensificándolo. Lo

interesante aquí es que con esto se opera una transformación radical del modo

de reproducción del capital, la cual deja de realizarse por la vía keynesiana, y

pasa a hacerlo por la neoliberal. El sistema intentaría reproducirse dando

profundidad a los mercados más dinámicos alimentados por las fuerzas de la

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competencia, creando y manteniendo una masa de excluidos del consumo y

lateralizados de la vida socio-política12.

Ahora, para que esto no provoque el colapso del sistema por una

crisis de sub-consumo, el capital desarrolla una contra-tendencia dirigida

para la producción de desperdicio, que de a poco pasa a convertirse en una

pieza fundamental del sistema en su edad madura. La misma consiste en

reducir la durabilidad de los productos, boicoteando la calidad de los

mismos si es preciso, para así aumentar la demanda, la circulación y el

consumo de mercancías. Al capital no le interesa la alta durabilidad, puesto

que restringe el consumo y lo desacelera. Por esto, en el capitalismo en

crisis estructural se acaba conformando una dialéctica irracional de

producción para el desperdicio, donde el segundo es el momento

predominante de la relación. Este es el núcleo irracional y deshumanizante

de lo que llamamos producción destructiva13.

Contra-tendencias del capital a sus crisis y la producción de barbarie

“El sistema del capital se articula en una red de contradicciones que solo consigue administrar medianamente y durante un corto intervalo, pero no consigue superar definitivamente. En la raíz de todas estas encontramos el antagonismo irreconciliable entre capital y trabajo, asumiendo siempre y necesariamente la forma de subordinación estructural y jerárquica del trabajo al capital, no importando el grado de elaboración y mistificación de las tentativas de camuflarla” (Mészáros; 2003: 19; subrayado y traducción nuestros).

12La solución para la crisis inherente al capitalismo en su edad madura (la súper-producción) por la vía de la expansión del consumo civil, parece haber sido superada. Hoy, puede apreciarse que el capital opta por expulsar fuerza de trabajo (a pesar de los riesgos de contraer el consumo) y lo contrarresta con la caída de la tasa de utilidad y la producción destructiva.(Ver Mészáros; 2002; Cap. 16.2.5: Pag.692). Es importante aclarar que esta tendencia capitalista tardía de profundizar intensivamente el consumo, antes que expandirlo extensivamente, forma parte del elenco de respuestas elaboradas por el capital para sortear su última gran crisis global con centro en la década de 1970 (Ver Mészáros: 2002; Mandel: 1985; Harvey: 1982). Desde entonces, según este pensador húngaro, el capitalismo se reproduce generando y manteniendo una masa enorme de excluidos, los cuales son fundamentales para mantener desarticulada la “vieja clase trabajadora”, neutralizando así la amenaza sistémica, logrando así sumergir todo a la tiranía de lo “único posible” mediante la anulación de alternativas.

13 Son varios los autores que han colocado al complejo industrial-militar como el pilar fundamental de esta producción destructiva y como el ejemplo más dramático e irracional de la misma. El complejo industrial militar es la solución encontrada para la súper-producción. Allí pueden combinarse la máxima expansión con la tasa mínima de utilidad, superándose en la práctica la distinción entre consumo y destrucción.

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En su obra Más allá del capital, Mészáros caracteriza el actual contexto

mundial como una nueva época histórica que expresa la crisis estructural del

sistema capitalista. Estaríamos ante una “nueva fase del capitalismo” donde las

clásicas crisis cíclicas del sistema dejan de ser transitorias y pasajeras (como

en fases de “ascenso histórico” del capital), y pasan a ser permanentes,

constantes en el funcionamiento del sistema. Tal alteración en la naturaleza de

la crisis sería resultante de la agudización del funcionamiento contradictorio del

sistema y expresaría la activación de sus “limites absolutos”. En otras palabras,

el socio-metabolismo del capital en la contemporaneidad enfrenta un conjunto

de “límites absolutos” que amenazan con sumergirlo cada vez más

profundamente en la “crisis estructural”, lo que implica la constitución de las

formas de sociabilidad actuales (Cf. 2002: Cáp. 5).

La expresión crisis estructural evidencia la pronunciada restricción que

actualmente revela el sistema capitalista a la hora de evacuar

satisfactoriamente sus crisis cíclicas. Diferentemente de fases anteriores – dirá

este autor –, su irrestricta dinámica expansiva se ha tornado un serio peligro

para el conjunto de la sociedad, una vez que las posibilidades de garantizar

mejoras en las condiciones de vida de las mayorías sociales (expresada en

leyes civiles y derechos ciudadanos) ha dejado de revelarse compatible con los

requerimientos del capital en su actual fase reproductiva. Esto significa que se

ha operado un cambio cualitativo en el modo por el cual la reproducción del ser

social se efectúa.

El trazo más importante de la actual fase se constituye a partir del

conjunto de límites, obstáculos e imposibilidades sistémicas para “absorber” e

integrar a crecientes contingentes poblacionales – algo que había ocurrido en

el largo periodo inicial y durante todo su “ascenso histórico” – que, a lo largo y

ancho del mundo, flotan en una especie de “tierra de nadie social” y se han

tornado auténticos “inútiles para el mundo”. El conjunto de condiciones que

hicieron posible una “regulación” sistémica eficaz, especialmente con la

constitución de los llamados Estados de Bienestar Social, hoy se estaría

revelando inadecuado para las exigencias de la acumulación ampliada del

capital mundializado. He allí la sustancia de la actual crisis estructural del

capital y las consecuencias socialmente regresivas de sus respuestas.

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Defendemos la tesis de que la variación estructural emergente en la

actualidad de la sociedad del capital responde orgánicamente por la

agudización de contradicciones que son inherentes al desarrollo y la

universalización de su lógica – las cuales hoy han alcanzado tales proporciones

que la reproducción del sistema social se realiza al costo de negar la

humanización de contingentes humanos cada vez más amplios en el mundo.

Esta procesualidad, a la que muchos autores llaman “exclusión social” y que

representa efectivamente una barbarización de la vida social, deja de ser

coyuntural para afirmarse estructuralmente en el funcionamiento del sistema.

Así, queda evidenciado como, bajo los actuales imperativos del capital, la

modalidad asumida por el proceso de reproducción del socio-metabolismo

refuerza sus trazos destructivos predatorios, los que se expresan en las formas

cada vez más violentas y barbarizantes que caracterizan la sociabilidad

contemporánea. Dirá el autor:

“Con el fin de la ascensión histórica del capital, las condiciones de reproducción expandida del sistema fueron radical e irremediablemente alteradas, empujando para el primer plano sus tendencias destructivas y su compañero natural, el desperdicio catastrófico. Nada ilustra mejor ese hecho que el “complejo industrial militar” y su continua expansión [...]” (Ídem; 2003: 22; traducción nuestra).

Desde esta perspectiva, podemos decir que la crisis estructural refleja la

inviabilidad histórica de la solución de la crisis (del capital) vía “evacuación

expansionista”; recurso exitosamente utilizado en fases anteriores. En las

actuales condiciones de madurez del sistema, las exigencias de la valorización

imponen la creación permanente de nuevos mercados para un consumo más

amplio y profundo que esté a la altura del ritmo “febril” que la competencia

ínter-imperialista impone, resultantes de los necesarios y correlativos aumentos

de la escala de producción y de la productividad del proceso de trabajo.

La afirmación de tal dinámica crecientemente destructiva en el

funcionamiento del sistema, como expresión de esta nueva fase de

profundización de sus contradicciones, estaría refleja el agotamiento de sus

impulsos “civilizatorios”, de sus energías emancipatorias. Dirá este filósofo:

“En la situación de hoy, el capital no tiene más condiciones de preocuparse con el ‘aumento del círculo de consumo’, para beneficio del ‘individuo social pleno’ de quien hablaba Marx, sino

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apenas con su reproducción ampliada a cualquier costo, que puede ser asegurada, por lo menos por algún tiempo, por varias modalidades de destrucción. Pues, desde el perverso punto de vista del ‘proceso de realización’ del capital, consumo y destrucción son equivalentes funcionales” (ídem: 22; traducción nuestra).

Estaríamos transitando por una nueva época social, abierta con la crisis

estructural del capital, que es resultante del desarrollo y la profundización de la

lógica antagonista inherente a este sistema. Una época donde se tornan cada

vez más evidentes las dificultades que el orden social enfrenta para

reproducirse; donde las “salidas” que puede ofrecer a sus crisis, se tornan más

restrictas, más limitadas. Estamos ante una realidad social que, lejos de

acercar al género a su realización plena, parece conducirlo hacia “el abismo”14.

En otras palabras, podríamos decir que la escena social que el

capitalismo en su fase de “crisis estructural” nos ofrece es, como mínimo,

asustadora; su trazo más contradictorio radica en el hecho de que la

productividad creciente del trabajo – que hoy alcanza niveles inéditos en la

historia humana, superiores a cualquier otra época histórica – no se dirige

hacia el logro de niveles más elevados de humanización, de civilización, a la

diversificación y satisfacción de las necesidades del conjunto de los individuos

sociales; más bien, el gigantesco desarrollo de las fuerzas productivas operado

por el capitalismo se constituyese como un proceso creciente de destructividad.

Esta modalidad peculiar asumida por el proceso de reproducción social,

resultante de la profundización de su propia lógica y que afecta de diversas

maneras a poblaciones cada vez más extensas, sin dudas, es el núcleo

irracional más dramático y cruel de nuestra época; a través de ella, se expresa

claramente la primacía de la naturaleza destructiva asumida por el proceso de

la producción social de la vida material en la fase madura del capitalismo.

En este cuadro, según el autor, el desempleo se constituye como una

de las expresiones más traumáticas de la “crisis estructural” de la sociedad del

capital; se consolida un tipo de desempleo que es estructural – como un “saldo” 14 Este hecho se revela verdaderamente trágico si se tiene en cuenta la existencia efectiva y la disposición del actual potencial de destrucción, el cual fue producido en el último siglo, al calor del “desarrollo” del orden social capitalista. Dicho potencial destructivo que, como sabemos, llevado al límite, es capaz de acabar con el conjunto de la vida humana, de extinguir la especie, se expresa también en el progresivo “descontrol” ambiental resultante de la depredación infinita de recursos naturales y la agresión suicida al medio ambiente.

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inevitablemente trágico de la actual época societaria. De modo que la

particularidad del desempleo contemporáneo debe buscarse en las

determinaciones que permiten el pasaje de una fase anterior a otra; de un

periodo de acumulación tranquila y evacuación expansionista de las crisis,

hacia otro de desempleo crónico, como expresión de la crisis estructural.

En la raíz de la emergencia de este fenómeno – de este “limite absoluto”,

“estructural” – está el hecho de que para enfrentar las exigencias de la

acumulación y de la expansión lucrativa al calor de una competencia inter-

monopolista cada vez más feroz, el capital globalmente competitivo tiende a

reducir a un mínimo lucrativo el tiempo del trabajo necesario (el costo del

“trabajo” para la producción), y así, necesariamente, tiende a transformar

trabajo en fuerza de trabajo superflua (ahora estructuralmente). Esta respuesta

del capital a su crisis estructural, al final, acaba produciendo recesión, puesto

que el deterioro de los términos del salario reduce la esfera del consumo y se

precipita nuevamente la crisis de súper-producción.

En este sentido, diferentemente de la época de Marx, la regresión

civilizatoria que hoy nos interpela – que supera en determinaciones a la

anterior, aunque sin romper con su esencialidad – tiende a asumir un carácter

permanente y estructural. En este cuadro, la tendencia a la producción de la

barbarie expresa la crisis estructural del capital, y la sociedad se ve obligada a

convivir con ello como con una “enfermedad” crónica, “incurable”. Mistificando

sus determinaciones y omitiendo los antagonismos y nudos irracionales del

orden social, la crisis estructural es naturalizada en el plano ideológico.

Enseguida, el proceso de barbarización de la vida social es naturalizado,

interdictando las líneas reflexivas que puedan venir a contestar, con grados

importantes de radicalidad, dichos procesos.

Por esto, puede afirmarse que el desarrollo de las fuerzas productivas de

la sociedad – que en términos de ampliación y diversificación de necesidades y

de construcción de las condiciones materiales para su satisfacción es portador

incontestable de un potencial civilizatorio fundamental –, al efectuarse bajo los

imperativos del capital y su reproducción ampliada, no redunda en un proceso

de humanización creciente ni de “progreso indefinido” pregonado por el ideario

burgués (aunque relativamente posible en la fase de ascenso histórico del

capitalismo). Hoy, al contrario, las enormes capacidades productivas

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desarrolladas por la sociedad se vuelven contra la enorme mayoría de la

población del planeta, a la cual se le niega la posibilidad de usufructuarla. El

desarrollo de esta estas tendencias sistémicas, considerando el potencial

bélico acumulado – paradigma de un capitalismo afirmado en la producción

destructiva –, ha llegado, por primera vez en la historia, a poner en riesgo

efectivamente la propia existencia de la especie en el planeta.

Desde esta perspectiva, entendemos que es la afirmación férrea de la

lógica alienada que comanda los actuales desarrollos tecno-productivos: la

lógica del lucro, de la “acumulación interminable de capital”. Es esa lógica la

que hace que aquél potencial humanizador, aquel “motor civilizatorio” al que

Marx se refiriera en los Grundrisse de 1857-58, se convierta en un “verdugo”

para cada vez más amplios segmentos de la sociedad, los cuales están

permanentemente en riesgo de ser desechados por no-necesario para el

capital; hablamos de los millones y millones de “inútiles para el mundo” que

pueden tornarse una amenaza si no son adecuadamente “dispersados” y

políticamente desorganizados, verdaderos “residuos humanos” del sistema.

Producción destructiva y naturaleza

Los cálculos estiman que si es universalizado el patrón de consumo

actual de los Estados Unidos el costo sería el agotamiento, más tempranos que

tarde, de los recursos ecológicos del planeta. La “omnipotencia tecnológica”,

uno de los vástagos fundamentales del capitalismo, que no admite límites y

cuyo alcance ha logrado instalar el peligro de la “destrucción total”, hoy se

enfrenta con ciertos “limites naturales” que impiden su despliegue infinito.

La producción destructiva es una característica esencial de la actual fase

capitalista, sea en función de guerras o de producción de mercancías. En

términos ideológicos, ambas dimensiones son legitimadas desde una narrativa

con eje en “lo inevitable”, desde un “pensamiento único”, donde “lo posible”

aplaza cualquier alternativa. Por el lado de la producción, a través de las

ventajas del crecimiento económico; ya por el de la destrucción, a través de la

necesidad de éxitos militares en función de la seguridad nacional y la

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manutención de los negocios15. El resultado de todo esto es el refuerzo de la

potencialidad explosiva de tales contradicciones (Cf. Mészáros, 2002: 987).

La comprensión que Marx tiene del desarrollo de estas contradicciones

medulares del sistema, lo llevan a afirmar que es preciso una reestructuración

radical de la procesualidad específica del socio-metabolismo del capital, esto

es, de la organización del control entre los propios hombres y la peculiar

modalidad de ejercitar el intercambio con la naturaleza. En el capitalismo, dirá

Mészáros, puesto el modo alienado que asume dicho intercambio y el control

social, las fuerzas de la naturaleza son puestas en movimiento de forma ciega

y fatalmente auto-destructiva. En este sentido, no está en discusión solamente

si el actual crecimiento puede ser controlado o no, sino, fundamentalmente,

qué tipo de control social deberá crearse para superar la forma del control del

capital.

En este marco, debe situarse el debate sobre la ciencia y la tecnología,

sobre su funcionalidad y sus raíces sociales y políticas. No se trata de discutir

si utilizaremos o no los productos del desarrollo de las fuerzas productivas

creadas por el capitalismo para resolver problemas de una sociedad

alternativa, más bien, se trata de ver si seremos o no capaces de re-

direccionarlas radicalmente, puesto que hoy se encuentran estrechamente

determinadas y circunscriptas por las necesidades de la perpetuación del

proceso de maximización de las ganancias (Cf. ídem: 989).

Crisis del “mundo del trabajo” y el desempleo estructural

Un trazo determinante de la contemporaneidad del capitalismo maduro

está dado por la tendencia (inherente a la naturaleza del capital) a su

crecimiento y concentración dentro del sistema global, y su siempre creciente

articulación con la ciencia y la tecnología para garantizar tal finalidad. Es

justamente esa dinámica la que, contradictoriamente, tornó anacrónico el tipo

de subordinación socio-estructural del trabajo al capital propio de la fase

anterior, de “ascenso histórico” del sistema. Esto significa que las formas

15 Ver Nota: Bush pide más dinero al Congreso de EUA para mantener las posiciones en la guerra contra Irak (en www.pagina12.com.ar, 22/10/2007).

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tradicionales “jerárquico-estructurales” relativas a la división funcional del

trabajo correspondiente a la fase “fordista-keynesiana” del capitalismo, tienden

a desintegrarse bajo los impactos de las nuevas necesidades de la

acumulación ampliada del “capital” y la siempre creciente socialización del

“trabajo” (Cf. ídem: 990).

Veamos algunas implicancias de estas transformaciones en el “mundo

del trabajo”:

1. En el “capitalismo maduro” se produce una mayor

vulnerabilidad de la organización propiamente industrial contemporánea,

comparada con la del siglo XIX y buena parte del XX. Los propios

avances tecnológicos permiten que menos trabajadores puedan producir

grandes paralizaciones de la producción.

2. Por otra parte, la inter-dependencia entre ramos cada vez

más diversos de la industria, al modo de un sistema ajustado de partes

interdependientes, exige crecientemente “garantías” para la continuidad

de la producción; éstas, que en algún momento funcionaron como

“ramas periféricas”, son superadas por el dominio de los monopolios y

oligopolios. Así, las complicaciones de la producción industrial se

esparcen rápidamente afectando a todo el sistema.

3. El volumen de “tiempo disponible” o “superfluo” crece

constantemente, tornando cada vez más arduo mantener en la

desorganización política y la “ignorancia apática” a amplios segmentos

de la población “excluida” del funcionamiento del sistema. La

precarización de las condiciones de vida de importantes segmentos de

intelectuales, que ven seriamente imposibilidades sus aspiraciones

profesionales de empleo, agudizan este cuadro y la tradicional

subordinación de la mayoría de los intelectuales a la autoridad del

capital comienza a ser cuestionada.

4. El trabajador-consumidor que ocupa un importante papel

para la manutención del curso tranquilo de la producción capitalista

permanece “extraño” ante la definición social del “control” sobre la

producción y la distribución.

5. El capitalismo contemporáneo, en tanto sistema económico

mundialmente articulado, contribuye para la erosión de las estructuras

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tradicionales de estratificación y control social (y político) históricamente

formadas en los diferentes lugares del mundo. Síntomas presentes de

una crisis de hegemonía, expresada en la crisis del Estado “ampliado”,

de “bienestar social”, son los varios estallidos sociales y procesos

revolucionarios de las últimas décadas en curso a lo largo y ancho del

globo. La crisis estructural del sistema y el proceso de descomposición

de las formas de control social tradicionales que desata no parecen estar

acompañados por un nuevo sistema de control efectivo y adecuado a

escala mundial.

El desempleo actual es, ante todo, un fenómeno particularmente

contemporáneo, en el sentido de que sus procesualidades determinantes

específicas difieren en alguna medida de aquellas correspondientes a fases

anteriores del sistema-mundo del capital. Es sabido que el desempleo ha

convivido con el capitalismo a lo largo de toda su historia, desde sus inicios

hasta nuestros días; pero lo que ha cambiado sensiblemente son las

posibilidades de reabsorción de estos crecientes segmentos sociales

“excluidos” del llamado “mundo del trabajo” (formal) del capitalismo en otras

esferas del sistema. De modo que, lo que está en cuestión a la hora de abordar

el problema del desempleo contemporáneo es la capacidad objetiva del

sistema mundo del capital de re-absorber las amplias masas de trabajadores

que ya no son demandados, que ya no son necesarios, para el proceso de

producción de mercancías.

Se trata de interrogarse acerca de las condiciones históricas objetivas

presentadas por la contemporaneidad capitalista para concretar un proceso de

crecimiento económico lo suficientemente sólido como para re-absorber el

desempleo actual. De todas formas, las últimas décadas evidencian que

crecimiento económico no es incompatible con desempleo creciente; más bien,

podría decirse que los altos niveles de desempleo generados sirvieron como

palancas fundamentales para la recuperación de los ritmos de crecimiento

económico y de las ganancias capitalistas. Sucede que, dirá Mészáros, en

tanto el desempleo estuvo asociado al crecimiento económico y al desarrollo

tecnológico fue fácilmente asimilado por el conjunto de la sociedad como un

fenómeno inevitable y pasajero, que expresaba los conflictos propios de una

etapa de transición hacia una fase superior de modernización y progreso social.

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Según este autor, mientras el desempleo estuvo asociado con los

sectores menos desarrollados de una sociedad en transición hacia un estado

más evolucionado, fue relativamente simple justificarlo como parte de los

“costos no deseados” de todo proceso de modernización social; o sea, se

tornaba relativamente simple justificar el desempleo desde discursos de

modernización-conservadora y responsabilización individual por la “propia

inutilidad” para adecuarse a un mundo en transformación permanente, en

“ascenso histórico”. No obstante, una vez que la euforia inicial del progreso y

del crecimiento infinito se estanca; cuando los millones y millones de

“desafortunados”, victimas “inevitables” de un futuro brillante de consumo para

todos, lejos de reducirse progresivamente parecen instalarse en las estructuras

del sistema, el problema aparece en su real dimensión y profundidad. En este

sentido, dirá nuestro autor:

“Fue sistemáticamente ignorado el hecho de que la tendencia de ‘modernización’ capitalista y el desplazamiento de una gran cantidad de trabajo no calificado, a favor de una cantidad bien menor de trabajo calificado, implicaban en ultima instancia la reversión de la propia tendencia: o sea, el colapso de la ‘modernización’ articulado a un desempleo macizo. Este hecho de la mayor gravedad simplemente debía ser ignorado, puesto que su reconocimiento es radicalmente incompatible con la continua aceptación de las perspectivas capitalistas de control social. Pues la contradicción dinámica subyacente que conduce a una drástica reversión de la tendencia de ningún modo es inherente a la tecnología empleada, sino a la ciega subordinación tanto del trabajo como de la tecnología a los devastadores y estrechos límites del capital como arbitro supremo del desarrollo y del control social” (ídem: 1004; traducción nuestra).

De este modo, el “nuevo” desempleo emergente, que es resultante de la

subordinación de la modernización tecnológica y productiva en curso a los

imperativos cada vez más estrechos de la lucratividad de la expansión del valor

de cambio, se constituye como un indicador de la profundización de la actual

crisis estructural del capitalismo (Cf. ídem: 1005). Por lo tanto, muy lejos de ser

un subproducto pasajero del crecimiento económico acelerado, su naturaleza

responde al estrechamiento cada vez mayor de los márgenes funcionales del

sistema. No se trata del subdesarrollo de algunos segmentos sino de la crisis

estructural del capital; no nos enfrentamos con el problema de la “inutilidad” de

individuos que encuentran dificultades para adecuarse rápidamente a los

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cambios, sino con una férrea y necesaria tenencia a la “expulsión” de

significativos segmentos sociales que se han tornado “superfluos” para el

proceso de reproducción de las relaciones sociales capitalistas – tendencia

esta que, desigualmente, afecta al conjunto de la “fuerza de trabajo” disponible,

esto es, al conjunto de los que no tienen otra forma de reproducirse sino es

vendiendo su “capacidad de trabajo”.

La “naturaleza” de la crisis actual

Podríamos pensar junto con Mészáros, que las novedades históricas de

la crisis actual se expresan en cuatro vectores fundamentales, a saber: su

carácter general, universal, en el sentido de que no se restringe a una esfera

particular (financiera, comercial, etc.); su alcance efectivamente mundial, no

restricta a un grupo reducidos de países; su escala extensa de tiempo, en el

sentido de que es permanente en lugar de cíclica; y, el hecho de que su

modalidad de despliegue sea el “arrastre” – aunque esto no puede llevar a

suponer que violentas convulsiones sociales y políticas deban necesariamente

ocurrir en diferentes espacios del sistema socio-metabólico, especialmente

cuando la compleja maquinaria activamente empañada en la “administración de

la crisis” y en la “evacuación” más o menos temporaria de las crecientes

contradicciones pierdan su energía y eficacia (Cf. Mészáros; 2007: 107).

De acuerdo con este autor, en términos generales, una crisis estructural

afecta la totalidad de un complejo social en todas las relaciones con sus partes

constituyentes, como también a otros complejos a los que se encuentra

articulada. A diferencia de una crisis no-estructural, que afecta sólo a algunas

partes el sistema y no pone en riesgo la sobre-vivencia de la estructura

general. Así, la “evacuación” de las contradicciones que forman las crisis sólo

es posible cuando éstas fueran parciales, manejables al interior del sistema,

precisando de algunas reformas para seguir adelante. Las crisis estructurales,

por naturaleza, ponen en cuestión la propia existencia del complejo global,

exigiendo su superación o sustitución por algún complejo alternativo. De modo

que una crisis estructural no expresa límites inmediatos encontrados por el

sistema en su reproducción; mas bien, encarnan los límites últimos de una

estructura global (Cf. ídem: 107).

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Es fundamental partir de reconocer las diferencias entre tipos o

modalidades de crisis. Una crisis social puede ser coyuntural y periódica, o

puede expresar problemas fundamentales. Esta diferenciación es esencial

puesto que delimita el campo de las contra-tendencias que deberán ser

formuladas para enfrentarla. Evidentemente, respuestas coyunturales para

crisis fundamentales redundarán en intervenciones limitadas, parciales y

restrictas.

No obstante, esa distinción no expresa los diferentes niveles de

gravedad de una u otra; una crisis coyuntural, también, puede

tranquilamente ser devastadora en términos de humanidad. De la misma

forma, por el otro lado, el carácter “no explosivo” de una crisis estructural

prolongada (una crisis sin fuertes “tempestades”) puede construir la ilusión

de una “estabilidad permanente” del “capitalismo organizado” y la “eterna”

integración de la clase trabajadora, tan predicadas por los abordajes

“reformistas”. Esta modalidad gradual, más “silenciosa”, de expresión de la

crisis puede llevar a creer en una “estabilización relativa” infinita del

sistema, que muchas veces fortalece a tendencias defensivas, más o

menos paralizadoras. En verdad, la diferencia esencial entre estas radica en

que esta última puede encontrar resolución dentro de los parámetros del

propio sistema, mientras la otra no.

1.1.2. La crisis estructural del capital y las formas adecuadas de “control

social”

Es importante aclarar que por control social entenderemos, junto a

Mészáros, no tanto un proceso unilateral de predominancia continua de un polo

de la contradicción (por ejemplo, el capital) sobre el otro (el trabajo), el cual es

“objeto pasivo” de la opresión. Más allá de los análisis lineales, pensaremos la

cuestión del control social en el capitalismo (especialmente en el

contemporáneo) en el marco del proceso constitutivo y constituyente con base

en las “luchas de clases”, cuyos resultados históricos determinados – siempre

son provisorios y nunca eternos – definen la fisonomía societaria en cada

época y coyuntura. En ese sentido, el tipo y la modalidad asumida por el

“control social” es aquí comprendido como resultante histórico-concreto del

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proceso dinámico y conflictivo de producción-reproducción de las relaciones

sociales instituidas. Así, más que preguntarnos por la necesidad o no del

control y sus funciones, nos preocupa la naturaleza de ese “control social” hoy,

y los dilemas que surgen al abocarse a su crítica.

No se trata de argumentar sobre si estamos o no ante una crisis

“terminal” del sistema capitalista, sino más bien de alertar sobre el hecho de

que las crisis, bajo los actuales parámetros societarios, son incontenibles16. La

pregunta fundamental es si habrá o no válvulas adecuadas y suficientes para el

alivio de las tensiones crecientes esparcidas por todo el mundo.

El proceso tendencialmente creciente de polarización social en curso a

escala planetaria, expresa la actual crisis estructural del sistema. Ante la

misma, se instala la preocupación por la reproducción adecuada del orden

social, para lo cual es imprescindible operacionalizar una serie de instrumentos

y dispositivos destinados a mantener y perpetuar determinadas relaciones

sociales. Las ultimas tres décadas, marcadas por la respuesta (neoliberal) del

capital a su propia crisis, registran una recomposición importante del poder de

los lucros en la sociedad global, así como su predominio sobre el conjunto de

las esferas de la vida humana. La década de 1990, particularmente, evidencia

la mundialización efectiva de la hegemonía capitalista, afianzando la fase

“madura” del sistema.

La respuesta del capital a su propia crisis de mediados de 1970, que

implicó una profunda redefinición del funcionamiento sistémico en su conjunto,

se reveló sumamente eficaz en la recomposición de algunos aspectos

fundamentales del orden social del capital, especialmente en relación con la

recuperación de las tasas de lucros del capital “globalizado”. El capitalismo,

una vez desmoronado el proyecto socialista de la Unión Soviética, se afirma

como “el” orden social “natural”, victorioso, como el mejor y más apto. El

dominio de este último se mostró tan amplio y consolidado en esta década que

se llegó a hablar del “fin de la historia”; de la llegada del reino “puro” de los

negocios capitalistas, sin interferencia “político-ideológicas”, sin luchas de

16 Resulta sumamente preocupante el hecho de que el discurso científico oficial se incline siempre a huir de la explicación profunda de estas contradicciones, permitiendo que las mismas sigan su “libre curso natural” y el sistema se aproxime a una forma de su reproducción con un funcionamiento cada vez más violento, más salvaje y barbarizante.

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clases. Al menos por un momento, buena parte las clases poseedoras llegaron

a imaginar una acumulación interminable, acelerada y tranquila, de su capital a

escala global.

Sin embargo, como las ilusiones no son capaces de resistir el embate de

los hechos históricos, nuevamente la crisis se precipitó, y esta vez lo hizo con

grados más agudos de radicalidad y violencia. La misma evidencia

palmariamente no sólo la crisis definitiva del modelo de acumulación y de

dominación, propio de la segunda pos-guerra, con crecimiento económico

tranquilo, modernización y progreso social, sino también de su ideología

característica y complementar. El proceso real de restricción democrática que

caracteriza la fase neoliberal del capitalismo; el aumento de las protestas y

conflictos sociales y las violaciones crecientes a los derechos humanos

expresan el reforzamiento de los rasgos y tendencias más controladoras y

represivas del funcionamiento sistémico. El neoliberalismo, muy lejos de

significar mayor apertura, mayor democratización y ampliación de los márgenes

de libertad para el conjunto de la sociedad, se materializó como un re-ajuste

severo y necesario de sus dispositivos de control social y de sus “válvulas de

escape”. Los actuales ajustes en las modalidades del “control social”, así como

las tendencias restrictivas que los soportan, expresan amargamente la

presencia de límites absolutos para el sistema y las consecuencias que deben

esperarse de la profundización de sus contradicciones.

De acuerdo con Mészáros, puede verse claramente la importancia

primordial que cobra la cuestión del control social en una formación social

contradictoria y antagonista como es la capitalista, puesto que dicha “función”

se encuentra “alienada” del cuerpo social y es transferida al capital – lo que le

posibilitó reunir a los individuos y organizar sus relaciones bajo un patrón

jerárquico-estructural y funcional, de acuerdo con la mayor o menor

participación de éstos en el control de la producción y de la distribución de “la

riqueza”.

Sin embardo, dirá este autor, la tendencia objetiva inherente al desarrollo

capitalista trae consigo, en todas las esferas, resultados opuestos a los

intereses del capital. Su funcionamiento y despliegue contradictorio hace que

dicho “poder de control” tienda a ser re-transferido al cuerpo social, por más

que sea de una forma irracional, resultante de la propia irracionalidad del

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capital. La contradicción se manifiesta crudamente a partir del proceso de

“pérdida efectiva de control” y de la forma vigente de control socio-metabólico:

el capital, el cual no puede dejar de ser control, puesto que es una forma

alienada del cuerpo social (Cf. ídem: 991).

El poder del capital, lejos de haberse agotado, se fortaleció en las

últimas tres décadas; sin embargo, parece no encontrar condiciones

“adecuadas” para continuar expandiéndose. Según este autor, la

contemporaneidad del capitalismo demuestra que sus contradicciones objetivas

encuentran cada vez mayores dificultades para poder ser contenidas, ya sea

por medio de la represión lisa y llana, sea por medio del suave disciplinamiento

de las políticas burguesas de concesiones y “consensos”. El sistema tendería a

una crisis del “control social” sin precedentes y de alcance mundial, ante la cual

no parece existir solución contundente a la vista.

La relación social del capital librada a sí misma, puesto que opera sobre

la estrecha base del interés individual (la guerra de todos contra todos), es un

“modo de control” por naturaleza incapaz de crear un modo adecuado y

racional de control social. Tan pronto se logran colocar algunos instrumentos

para contener los peligros más devastadores que su desarrollo produce (por

ejemplo, la amenaza de destrucción nuclear o la destrucción irreversible del

medio ambiente), por sus propios impulsos expansivos, el capital buscará

superarlos. En este sentido, un trazo esencial de la fase capitalista

contemporánea está dado por la creciente imposibilidad de imponerle límites.

Más que en cualquier otra época histórica, el funcionamiento del capitalismo

contemporáneo tiende a tornar inviable los intentos de racionalizarlo, de

administrar duraderamente el despliegue de sus tendencias destructivas. Bajo

los actuales parámetros societarios del “capitalismo maduro” la planificación

social del desarrollo, la regulación del socio-metabolismo, se torna cada vez

más inviable (Cf. ídem: 994). La reproducción del sistema bajo tales

parámetros produce fuertes contradicciones, dentro de las cuales se destaca

como un verdadero “límite”, las dificultades para garantizar un tipo de control

social adecuado para la expansión “tranquila” del capital mundializado, puesto

que encuentra serias resistencias y presiones por parte de grupos y segmentos

sociales que luchan por la mera supervivencia. Por otro lado, los conflictos

tienden a tornarse más agudos debido a los estrechos márgenes actuales para

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regular la contradictoria relación entre la necesidad de un “control social

adecuado” y las exigencias de las ganancias capitalistas.

El funcionamiento contradictorio del sistema en su fase de madurez se

expresa en las múltiples dimensiones de la vida social. La masiva producción

de “tiempo disponible”, o de “tiempo libre frustrado”, es actualmente

acompañada por procesos abarcativos de socialización de conocimientos en el

seno de la sociedad, especialmente posibilitados por el desarrollo de los

medios de información y comunicación de masas – los cuales brindan una

amplia cobertura del conjunto de evidencias que muestran la presencia de

aquellas contradicciones –, que permiten (al menos en potencia) una

conciencia más clara de la realidad.

Por otro lado – dirá este autor –, y como producto de las redefiniciones

necesarias de las formas de efectuar la reproducción de las relaciones sociales

propias del capital en su fase de crisis estructural, se registra que importantes

instituciones encargadas de viabilizar el control social se sumergen en la crisis.

Al respecto, deben destacarse las profundas metamorfosis experimentadas por

la religión en general, y la Iglesia en particular, con la aparición de una enorme

variedad de religiones sustitutas. A su vez, se observa la crisis estructural de la

educación, la cual se viene procesando hace un buen tiempo, aunque sin

asumir formas de confrontación espectaculares. Finalmente, tal vez la más

importante, es la crisis de la institución familia, en lo que dice respecto a su

actual proceso de “desintegración”.

En un contexto societario férreamente determinado por los imperativos

del desarrollo capitalista mundializado, donde se busca desesperadamente

convertir todo en mercancía, el debilitamiento y la desintegración de

instituciones vitales para enraizar los mecanismos y dispositivos de control de

la sociedad de clases son considerados “costos” necesarios a pagar para la

manutención del orden social. No hay dudas, para el autor, de que el

capitalismo estaría más legitimado socialmente si todas aquellas debilitadas y

desintegradas formas institucionales de control social, pudieran ser restauradas

(Cf. ídem: 997).

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Redefinición del Estado moderno

El análisis de las correcciones necesarias del capital y del papel del

Estado se torna un marco ineludible para comprender la praxis contemporánea

de los profesionales del Servicio Social. Sí se buscan las determinaciones

fundamentales que conforman la fisonomía histórica de la sociedad del capital

en nuestros días, se verá que el Estado aparece siempre como momento

constitutivo, constituido y constituyente de este ordenamiento societario. El

Estado es un momento “necesario” para el capitalismo; condición indispensable

para la viabilidad de su desarrollo; su forma política por excelencia. Antes que

una “derivación” de la estructura económica, un momento esencial que está en

la propia génesis de toda sociedad estructurada sobre fracturas de clase; un

complemento necesario, imprescindible.

Esto significa que es impensable el capitalismo sin Estado17, sin esta

mediación que conforma la institucionalidad y que comporta dimensiones

jurídicas, ético-políticas, ideológico-culturales, etc. En cada nueva fase del

funcionamiento sistémico del capital ciertos trazos esenciales del orden social

refuncionalizan sus papeles, reconvierten sus modalidades de intervención, y al

hacerlo, muy lejos de resolver sus contradicciones, las repone de forma

potenciada. Con ello, presiona para una necesaria refuncionalización de

actores, modalidades y dispositivos que participan del proceso de reproducción

social en una fase determinada de su desarrollo. De modo que el Estado es

una instancia fundamental; una estructura privilegiada en las metamorfosis

sistémicas.

Con respecto a la naturaleza del moderno Estado capitalista; buscando

develar las determinaciones de su fisonomía actual, dirá Mészáros:

“La formación del Estado moderno es una exigencia absoluta para asegurar y proteger permanentemente la productividad del sistema. El capital llegó al dominio del reino de la producción material paralelamente al desarrollo de las prácticas totalizadoras

17 Lo que no habilita a pensar en la necesidad eterna del Estado. Son bien conocidas las formulaciones de Marx sobre este problema, al menos en el plano de su teoría social, y de su perspectiva con relación a la superación de la sociedad de clases y del Estado, necesidades que se corresponden con la constitución del orden social comunista.

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que dan forma al Estado moderno. Por lo tanto, no es accidental que el cierre de la ascensión histórica del capital en el siglo XX coincida con la crisis del Estado moderno en todas sus formas, desde los Estados de formación liberal-democrática hasta los Estados capitalistas de extremo autoritarismo, desde los regímenes pos-coloniales hasta los Estados pos-capitalistas de tipo soviético. Comprensiblemente, la actual crisis estructural del capital afecta con profundidad todas las instituciones del Estado y los métodos organizacionales correspondientes” (Mészáros; 2003: 106; traducción nuestra).

Según este autor, el Estado moderno se constituye como una estructura

correctiva “compatible” con las exigencias de la reproducción del orden del

capital, cuya función esencial es rectificar, hasta donde los límites de la

acumulación insaciable lo permitan, las contradicciones y conflictos que

constantemente emergen con su funcionamiento, irrumpiendo en la escena

social como expresiones de los antagonismos inherentes a lógica de la

acumulación.

Con relación a la alineación de la producción y su control, que acabamos

de mencionar, el Estado es movilizado para proteger “legalmente” la estructura

jerárquica asimétrica que preside el proceso de la producción material,

trabajando así para la continuidad de la subordinación de la fuerza de trabajo al

capital, cubriéndola con el velo de una relación “justa” y “voluntaria” – de un

“contrato” entre ciudadanos “libres” e “iguales”, de un “acuerdo” entre “pares”.

Desde el punto de vista jurídico-legal, el Estado es una exigencia absoluta para

la reproducción de la relación social del capital, aunque es una falsa mediación

del ser social. Surge como una necesidad material, efectiva del orden social, y,

enseguida, se torna una precondición en función de la reproducción del

sistema, para su articulación continua, para su organización permanente y de

conjunto.

En lo que se refiere a la contradicción del capitalismo entre producción y

consumo, donde, como vimos, la relación se torna mediada por la esfera de la

circulación de las mercancías, el Estado interviene correctivamente buscando

viabilizar el proceso de acumulación del capital; lo hace a partir de una

variedad infinita de instancias y mecanismos, tanto a través de elaboraciones

ideológicas que exaltan la figura del “consumidor individual” y trabajan para la

continuidad y aceleración del ciclo productivo, como también reforzando la

creación de todo tipo de necesidades superfluas, para lo cual no hay más

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límites que los impuestos por la propia naturaleza – en tanto existencia de

recursos naturales disponibles para ser explotados productivamente – desde el

punto de vista del capital.

En este contexto, la clase de los trabajadores – esto es, el conjunto de

los individuos sociales que no poseen más medios de producción que su fuerza

de trabajo y, por ello, se ven obligados a venderla en el mercado – no es

apenas la clase productora, además desempeña un papel de enorme

importancia como consumidores – importancia esta que fue creciendo

paralelamente con la consolidación y la maduración de la sociedad industrial, y

la creciente preocupación con la realización de las mercancías, en función de

las necesidades de la acumulación del capital. Por esto, el consumo de masas

(característica fundamental de la fase fordista-keynesiana del capitalismo) ganó

una enorme importancia para el desarrollo capitalista, especialmente en la

segunda mitad del siglo XX, constituyéndose en la base de sustentación de los

llamados Estados de Bienestar Social.

En aquel momento histórico – que refleja una fase del desarrollo y del

funcionamiento sistémico –, el papel del Estado en construir condiciones para

la realización adecuada de las crecientes mercancías disponibles, se vuelve

vital. Su intervención en la estructuración y administración de la necesidad

sistémica de consumo se torna imperiosa. El Estado prepara y legaliza estas

prerrogativas; sus funciones reguladoras se ajustan a la dinámica variable del

proceso de reproducción socio-económico, complementándolo políticamente de

modo tal de reforzar el predominio del capital ante las fuerzas que podrían

desafiar su poder. Realiza esto, asumiendo la apariencia de un poder neutral

que es llamado a intervenir para “arbitrar” las crecientes desigualdades en la

distribución y el consumo de los bienes socialmente producidos (Cf. ídem: 110).

Por otra parte, el Estado también asume una función fundamental para

el adecuado funcionamiento del capital, desde el papel de “comprador”, de

“consumidor” en gran escala de bienes y servicios privados. Lo hace, tanto

respondiendo a algunas necesidades reales del conjunto de la sociedad, como

también para propagar y fomentar otras absolutamente artificiales e

improductivas – lo irracional de la intervención del Estado en el desarrollo del

complejo industrial-militar, por ejemplo.

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Desde esta perspectiva, cuando se analiza con detenimiento la actual

configuración histórica asumida por el Estado, más allá de las mistificaciones

propias de los apologistas, aparece muy poco nítida la imagen de una instancia

situada por encima de las clases sociales, capaz de “armonizar” los conflictos

“naturales” que emergen en “toda” y cualquier sociedad. Más bien, en esta

nueva fase del capitalismo se explicita muchos más su naturaleza clasista, su

carácter necesariamente complementar del orden social del capital, y más

inconsistentes sus energías para presentar como comunes, como generales,

los intereses particulares de una clase – la dominante. Allí reside la esencia

mistificadora, ilusoria, del moderno Estado capitalista; su mito fundante.

No obstante, dirá Mészáros, no debe descuidarse el hecho de que los

procesos reproductivos materiales del capital y las estructuras políticas y de

comando de su modo particular de control se complementan “armoniosamente”

siempre que no se hiera el nivel de productividad social del trabajo exigido por

el proceso de acumulación. Esto es, los límites que se le imponen para una

“administración social” están en relación con las condiciones generales de cada

fase de valorización del capital. Las posibilidades de existencia de una

intervención del Estado para enfrentar la “cuestión social” del capitalismo – a

través de diversos mecanismos y dispositivos –, por ejemplo, están delimitados

por los niveles de adecuación efectiva que dicha regulación estatal pueda

revelar; por el grado de correspondencia efectiva con la expansión “insaciable”

del capital. Cuando el tipo de intervención estatal deja de ser orgánicamente

complementar y se torna un obstáculo para el despliegue “ciego” de la lógica

del capital, “suenan las campanas” de la crisis y las exigencias de

reformulación, de redefinición, están en la orden del día.

Como fue dicho, el aumento incesante de la productividad del trabajo,

ligado al recalentamiento de la competencia inter-capitalista, demanda la

creación de un espacio cada vez más ampliado para la “circulación” de las

mercancías, en función de garantizar una adecuada “realización” de las

mismas y así completar el proceso de expropiación del “trabajo ajeno” y de

obtención de ganancias. El logro de la mayor unidad posible entre producción y

circulación, en función de garantizar mercados de consumo suficientes y huir

del asedio permanente del fantasma de la crisis de superproducción, hace que

el protagonismo del Estado sea de suma importancia. Según Mészáros, pesar

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de las diversas funciones que el Estado es llamado a cumplir en este ámbito,

tanto dentro de las fronteras nacionales como más allá de las mismas, algunas

se han tornado verdaderamente “in-administrables”. Esto es, por los niveles

actuales alcanzados por las contradicciones sistémicas, se van conformando

verdaderos “campos de batalla” donde el uso de cualquier medio se justifica en

función de imponerse como el más “apto”.

De acuerdo con este autor, uno de los trazos más notables que expresa

los límites efectivos de una regulación socio-metabólica eficaz en la

contemporaneidad, está representado por la contradicción entre “las

estructuras correctivas globales y las de comando político” del sistema,

estructuradas como Estados nacionales – es sabido que, en tanto modo de

reproducción y control socio-metabólico, el capital es irreductible a los

estrechos límites nacionales. Así, la crisis estructural que afecta al Estado

contemporáneo, en sus diversas modalidades de existencia y sus diferentes

experiencias históricas, expresa la imposibilidad de ejercer una efectiva

“gestión global” duradera del sistema, como modalidades de anticiparse, frenar

o revertir las tendencias críticas.

De este modo, existe una relación muy próxima entre estas dos

dimensiones esenciales del funcionamiento reproductivo del socio-metabolismo

del capital: la “sombra de la incontrolabilidad total” y la “crisis estructural” que

afecta al moderno Estado-nación capitalista. El defasaje, el desajuste, la no-

complementariedad del movimiento reproductivo material – efectivamente

mundializado – con las estructuras de comando político nacionales, generan

conflictos y contradicciones crecientes a escala mundial.

El capitalismo contemporáneo parece enfrentarse con el siguiente

dilema: por un lado, precisa mantener un nivel razonablemente elevado de

consumo para las clases trabajadoras en los países centrales, mientras se

aplican programáticas súper-explotadoras y autoritarias en las periferias,

ejecutadas por gobiernos completamente sumisos a los países ricos – las

clases dominantes locales, siempre deseosas de constituirse como asociados

menores –, o ejercidos directamente desde el “centro”. No obstante, estos

patrones diferenciales de consumo eran posibles en la fase de “ascenso

histórico” del capitalismo, la cual, una vez agotada, desarrolla una tendencia

que hace que los hasta entonces “flagelos exclusivos” vividos por los países en

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condición de subdesarrollo – no sólo al nivel material, sino también al político-

democrático, al cultural en general – se hagan sentir y lleguen para quedarse,

también, en los ricos países “centrales” (Cf. Ídem: 112).

Es especialmente en la esfera de la “circulación”, del acceso a

mercados, donde el Estado debe actuar en el ámbito global, en función de los

intereses de sus unidades productivas. Lo hace de manera diferente que en el

plano interno, o sea, una es su política “hacia adentro” y otra “hacia fuera”, con

los otros. En el plano interno, debe articular y administrar sus unidades locales

fragmentadas y contradictorias entre sí, considerándolas como un “único capital

combinado”. Debe orientar la expansión “hacia fuera” de éste, y regular la

acumulación en la propia tierra, de modo de evitar un nivel de monopolización

que llegue a afectar desfavorablemente la “paz interior”. Su funcionamiento se

define a partir de la consideración de las exigencias internas y de la evaluación

de las condiciones generales, siempre desde la perspectiva de la valorización

del propio capital.

Sin embargo, esto no implica que el Estado, necesariamente, sea capaz

de controlar al capital nacional si éste cambia sus exigencias, puesto que su

“necesario” proceso de centralización le impone hacer avanzar a sus

monopolios, también, en el plano interno, desmontando pactos de clase que

otrora se mostraran funcionales a su desarrollo. Diferentemente, en el nivel

global, esto es, afuera de sus fronteras nacionales, el Estado Nación no

encuentra motivos para restringir su actividad en función de la extensión de sus

monopolios locales, dando respuestas así a la sed insaciable de expansión de

la acumulación del capital. Los conflictos inter-Estados; los enfrentamientos

monopolistas al nivel global no demoran en aparecer, determinando serias

consecuencias para la sociabilidad humana, la que se procesa de modo

particular y más salvaje en las periferias del sistema. Dirá Mészáros:

“En el dominio de la competencia internacional, cuanto más fuerte y menos sujeta a restricciones fuera la empresa económica que recibe el apoyo político (y, si fuera preciso, también militar), mayor la probabilidad de vencer a sus adversarios reales o potenciales. Por esto, las relaciones entre el Estado y las empresas económicamente relevantes en este campo es básicamente caracterizado por el hecho de que el Estado asume descaradamente el papel de facilitador de la expansión más monopolista posible del capital en el exterior [...]. En el sistema del capital, el Estado debe afirmar, con todos los recursos a su

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disposición, los intereses monopolistas de su capital nacional – si es preciso, con la imposición de la ‘diplomacia de los cañones’ – delante de todos los Estados rivales envueltos en la competencia por los mercados necesarios a la expansión y a la acumulación del capital” (Ídem: 113; traducción nuestra).

Distintamente, en el plano interno, estas posibilidades se restringen

notablemente, puesto que para garantizar un desarrollo a mediano plazo el

Estado debe conseguir mantener una relativa “estabilidad socio-política”, una

gobernabilidad que limita sus posibilidades de “ajuste interno”, aunque no lo

imposibilita.

Históricamente, se verifica que el sistema de control socio-metabólico

del capital, al estar estructurado sobre intereses antagónicos, los cuales tienen

raíz en la alienación entre producción y su control por parte de los productores

– y de donde derivan otras como producción-consumo, producción-circulación,

etc. –, no puede lograr estabilidad y acumulación “tranquila” más que en

periodos transitorios, en lapsos bien determinados de tiempo. Por otra parte, su

despliegue histórico implica, también, el despliegue de sus contradicciones,

tanto en los niveles locales como globales. Es un tipo de control socio-

metabólico inherentemente “inflamable”, puesto que su modo de organizar las

relaciones sociales se afirma en intereses irreconciliables de clase.

En este sentido, el papel del Estado como “correctivo fundamental” de

los defectos del sistema es imprescindible y debe re-estructurarse

incesantemente, adecuándose a las necesidades de la reproducción sistémica.

A pesar de sus “reconversiones”, el sistema del capital nunca logra más que

éxitos parciales, muchas veces, apenas limitados y coyunturales, al mismo

tiempo que el Estado nunca deja de ser un momento indispensable para la

reproducción del capital. De este modo, mientras el sistema continúe su

marcha “triunfal” antagonista, sus “explosiones” retornarán una y otra vez, y el

“correctivo fundamental”, una y otra vez será llamado en su auxilio.

En este sentido, desde la perspectiva de Mészáros, no es correcto

caracterizar al Estado moderno como una estructura determinada directamente

por las formas socio-económicas; tampoco seria adecuado considerarlo un

instrumento que surge después de que éstas se afirmaron como dominantes,

como una “derivación” de las mismas. Se trata, más bien, de pensar en una

“correspondencia” y “homología” sólo con respecto a las estructuras básicas

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del capital, históricamente datadas, y no de funciones del Estado que derivan

directamente de las exigencias estructurales de la base material. Tales

funciones pueden contraponerse en el curso histórico, puesto que sus

estructuras internas van ampliándose al ritmo de la expansión necesaria y de la

transformación adaptativa del sistema (Cf. ídem: 117). Así, a pesar de la base

común de su constitución interdependiente, la relación estructural de los

órganos metabólicos del capital está minada de contradicciones. Si así no

fuera, estaríamos dentro de una “jaula de hierro”, afirma el autor.

“Las fallas estructurales de control que vimos antes exigían el establecimiento de estructuras específicas de control capaces de complementar – en el nivel apropiado – los constituyentes reproductivos materiales, de acuerdo con la necesidad totalizadora y la cambiante dinámica expansionista del sistema del capital. Así se creó el Estado moderno como estructura de comando político de gran alcance del capital, tornándose parte de la base material del sistema tanto cuanto las propias unidades reproductivas socio-económicas” (Ídem: 119; traducción nuestra).

De este modo, no debe pensarse al Estado como “derivación” de las

estructuras reproductivas materiales (léase las empresas capitalistas), sino

como un complejo que se constituye de forma simultánea y complementaria,

que se retro-alimenta mutuamente con estas estructuras básicas del modo de

control socio-metabólico del capital en el transcurso histórico. La dinámica que

caracteriza el desarrollo de estas estructuras (unidades productivas/aparatos

de comando político) debe ser entendida en términos de co-determinantes y no

de causa-efecto – no de un modo determinista. Esto lleva a quién esté

interesado en visualizar las metamorfosis del sistema de control del capital

(desde sus estructuras básicas de control reproductivo), a analizar en términos

de reciprocidad dialéctica la relación dinámica entre las estructuras de

comando político y las estructuras socio-económicas.

De modo que, dirá Mészáros, el Estado es una “estructura” – no una

“súper-estructura derivada de...” – que no puede ser reductible a las

determinaciones que emanan directamente de las funciones económicas del

capital, puesto que ella es una estructura de amplio comando político (Cf. ídem:

119).

La exigencia básica y estructural del capital, cuya lógica es expansiva,

es lograr realizar la constante extracción de “trabajo excedente” de una forma o

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de otra, atendiendo a los cambios de las circunstancias históricas. Las propias

estructuras reproductivas materiales (las unidades productivas capitalistas) no

tienen la fuerza cohesiva capaz de mantener en una unidad más o menos

armónica, los antagonismos estructurales del sistema; no pueden garantizar

esta finalidad elemental del capital puesto que operan con una dinámica

centrífuga y excluyente. Por esto, el Estado, investido de “autonomía”, se

constituye como una estructura tan necesaria, sin la cual no podría ser

pensado el desarrollo de aquellas. Así, a pesar de todos los intentos y artilugios

“ideológicos” neoliberales para eliminar al Estado – por ser, supuestamente, un

obstáculo para la reproducción del capital –, el modo de producción capitalista

no puede prescindir de su formación estatal adecuada; el modo de control

socio-metabólico del capital es impensable sin esta estructura fundamental

productora de cohesión social (Cf. ídem: 120). Sin esto, a raíz de su

estructuración interna esencialmente desagregadora, se habría descompuesto

hace mucho tiempo.

Vale la pena aclarar que no debe confundirse la estructura de control

político abarcativa (el Estado moderno) con el propio modo de control del

capital, el cual exige que todas sus estructuras de control (políticas y

económicas) sean siempre adecuadas a su reproducción expansiva. El capital

es, según Mészáros, su propia estructura de comando, en la cual la dimensión

política es una parte integrante, de ningún modo subordinada. Dirá este autor:

“El Estado moderno – en la calidad de sistema de comando político abarcador del capital – es, al mismo tiempo, el prerrequisito necesario de la transformación de las unidades inicialmente fragmentadas del capital en un sistema viable, y el cuadro general para la completa articulación y manutención de éste último como sistema global. En este sentido fundamental, el Estado – en razón de su papel constitutivo y permanentemente sustentador – debe ser entendido como parte integrante de la propia base material del capital. Este contribuye de modo significativo no sólo para la formación y la consolidación de todas las grandes estructuras reproductivas de la sociedad, sino también para su funcionamiento interrumpido” (Ídem: 124; traducción nuestra).

Finalmente, es importante destacar en la actualidad, la formación de una

contradicción aguda entre el actual mandato de “irrestringibilidad” inherente a

los impulsos insaciablemente expansivos del capital y una formación de Estado

adecuada a tal imperativo. La estructuración “nacional” del Estado, que se

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articula y complementa con los intereses económicos a él pertenecientes, le

imposibilitan garantizar dicha “irrestringibilidad global” para el capital

mundializado. Así, no existe una formación de Estado lo suficientemente

totalizadora que garantice dicha irrestringibilidad global. Estos, permanecen

nacionalmente limitados en sus funciones e intereses, sin conseguir lograr el

“sueño” más anhelado por el modo de control socio-metabólico del capital: una

formación “total” de Estado; un “Estado capitalista mundial” capaz de corregir

los defectos estructurales del orden social al nivel global, permitiendo la

administración y la regulación de la acumulación interminable del capital en

dicha escala.

Para este prerrequisito, el Estado moderno se ha mostrado

rotundamente insuficiente, no pudiendo impedir el surgimiento de un

descompás entre los desarrollos de las estructuras básicas del sistema

(unidades reproductivas materiales que transbordan “lo nacional”,

internacionalizándose, y formaciones de Estado circunscriptas a las fronteras

nacionales); descompás que no demora en expresarse críticamente de

diversas maneras (Cf. ídem: 130-1).

En síntesis, podríamos decir que el problema de la formación del Estado

– como aparato de comando político abarcativo por excelencia – en la presente

fase del sistema de control metabólico del capital, cobra su real dimensión

cuando se comprenden los fundamentos de la naturaleza “incontrolablemente”

expansiva de este orden social, que no acepta límites duraderos y tiende a

superarlos permanentemente. Su estructura interna lo coloca ante el dilema de

sustentar el ritmo de su expansión o entrar en crisis, a “implodir”, a caer por su

propio peso. Esta procesualidad no implica necesariamente una superación de

las profundas contradicciones civilizatorias que nos aquejan; puede significar,

también, la efectiva inmersión en la barbarie, como el tipo de sociabilidad

contemporánea.

La crisis estructural de “la política” y la “administración de la crisis”

“Cuando un sistema no consigue enfrentar las manifestaciones de disenso y, al mismo tiempo, es incapaz de lidiar con sus causas, en esos periodos no sólo aparecen teorías y soluciones ilusorias, sino también los ‘realistas’ rechazos represivos de toda crítica” (ídem: 997; traducción nuestra).

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El problema del “control social” hoy se ha tornado un verdadero dilema.

La sociedad tolerante y pacífica pregonada por el capital es incompatible con

su lógica de control necesario y unilateral (ídem: 998). La sociedad “liberal” y

“tolerante”, contenido fundamental de la promesa civilizatoria de la burguesía

históricamente ascendente, tolerará hasta el punto que fuera capaz – o sea,

hasta el punto en que la amenaza comience a tornarse efectiva y a

transformarse en un verdadero desafío social para la perpetuación del status

quo.

Desde la perspectiva de Mészáros (2007), las crisis de coyuntura o

periódicas se resuelven dentro de la “estructura política dada”, mientras que las

crisis fundamentales afecta la estructura misma en su totalidad. Esto expresa,

por otro lado, las crisis más o menos frecuentes en la política, por oposición a

la crisis de la propia modalidad de la política, con requisitos cualitativamente

diferentes para su solución (Cf. ídem: 105). Según el autor:

“Nunca está de más resaltar que la crisis de la política en nuestros días no es inteligible sin hacer referencia a la amplia estructura social de la cual la política forma parte integrante. Esto significa que, para esclarecer la naturaleza de la persistente y profunda crisis de la política en todo el mundo hoy, debemos concentrar nuestra atención en la crisis del propio sistema del capital. Pues, la crisis del capital que hoy nos acosa – por lo menos desde el inicio de la década de 1970 – es una crisis estructural totalmente abarcativa” (2007: 106; traducción nuestra).

En este sentido, dada la crisis estructural del capital en nuestros días,

sería totalmente ilógico que la misma no se manifieste en el dominio de la

política, puesto que ésta, al lado del “edificio jurídico burgués”, tiene una

importancia vital para la reproducción del socio-metabolismo del capital. Esta

importancia crucial, según el autor, deviene de que el Estado moderno es la

estructura totalizadora de comando político del capital, necesaria para

materializar algún tipo de “cohesión”, una unidad funcional – aunque

problemática y muchas veces quebrada –, ante la multiplicidad de elementos

centrífugos del sistema del capital (sus unidades productivas y distributivas)

(Cf. ídem: 108).

Dicha “cohesión”, puesto que basada en correlaciones de fuerzas socio-

históricas, tiene una naturaleza mutable; o sea, es siempre transitoria, relativa.

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En los momentos en que esta cohesión se rompe por un cambio en las

correlaciones de fuerzas, debe ser recompuesta de alguna forma, ajustándose

a la nueva relación de fuerza. Para este autor, esa dinámica problemática se

realiza tanto a partir de las fuerzas dominantes de cada país, como en el

ámbito internacional – lo que exige ajustes periódicos en las relaciones de

poder que alteran los Estados particulares del orden global del capital.

En este marco, se instala la pregunta al respecto de si esa dinámica de

ruptura y de recomposición de la cohesión social en la presente fase de crisis

estructural del capital, todavía encuentra condiciones suficientes para

garantizar una efectiva unidad funcional. ¿Pueden seguir realizándose esos

“ajustes necesarios” de las relaciones de poder entre los diferentes Estados, a

cualquier costo? En otras palabras, la “guerra necesaria”, guerra justificada,

hasta aquí utilizada para imponer determinadas relaciones de poder, ¿puede

seguir cumpliendo esa función en la actualidad, especialmente cuando es

sabido que las consecuencias de una Tercera Guerra Mundial, además del

adversario, destruiría toda la humanidad (o a una buena parte de ella)?

Aún refiriéndose a la crisis en la política – o sea, crisis particulares que

se resuelven dentro de los parámetros administrables del sistema político

establecido –, dirá el autor:

“Lo que generalmente se presenta en la normalidad del capital como una gran crisis política se debe, en un sentido más profundo, a la necesidad de producir una nueva cohesión de la sociedad en general, de acuerdo con la relación de fuerzas materialmente alterada – o en alteración [...]. Las instituciones políticas establecidas tienen la importante función de administrar, en el sentido de rutinizar, la forma más conveniente y duradera de reconstruir la cohesión social necesaria, en sintonía con los desarrollos materiales en curso y con la correspondiente alteración de las relaciones de fuerza, activando al mismo tiempo, el arsenal ideológico existente al servicio de tal fin. En las sociedades capitalistas democráticas, este proceso en el dominio político es administrado bajo la forma más o menos contestada de elecciones parlamentarias periódicas” (ídem: 109-110; traducción nuestra)

No obstante, para el autor, la situación es bien diferente cuando

tendencias y desarrollos profundamente autoritarios comienzan a predominar,

no en las regiones subordinadas, sino en el centro mismo del sistema. Esto

expresaría la inviabilidad de “evacuar” las contracciones centrales hacia

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“afuera”: “forma parte de la normalidad del sistema que los países dominantes

intenten exportar – bajo la forma de intervenciones violentas, inclusive guerras

– sus contradicciones internas para otras partes menos poderosas del sistema”

(ídem: 110; traducción nuestra). Sin embargo, hoy esta “vía” no está exenta de

problemas; Estados Unidos, como potencia principal del “nuevo imperialismo”,

debe garantizar y mantener el control sobre el sistema global.

Dados los enormes costos (humanos y materiales) a pagar, ese proyecto

de dominación global acarrea inevitablemente inmensos peligros y resistencias,

no sólo internacionalmente, sino también “internamente”. En este sentido,

imaginar que una “normalización forzada” pueda constituirse en un proyecto de

control duradero es muy limitado. ¿Qué población se resigna “eternamente” a

ser sojuzgada por una nación extranjera? Mucho menos, una cantidad

importante de estas poblaciones simultáneamente. Por otro lado, ¿qué súper-

potencia militar sería capaz de realizar esta tarea de modo sustentable?

Tercero y último: ¿que planeta podría soportar una agresión semejante?

Como fue apuntado, también bajo los impactos del declino de la tasa de

ganancia, el margen de maniobra de la acción política tradicional se ha visto

sensiblemente reducido a la función de ejecutar los dictámenes emanados por

las necesidades más urgentes e inmediatas de la expansión interminable del

capital, por más que tales operaciones sean tergiversadas y presentadas como

de “interés nacional”, y gocen del “consenso” de las clases sociales.

Hasta que punto, hoy las decisiones políticas están subordinadas a las

exigencias del capital monopolista, queda evidenciado en la creciente

“formalidad” que permea ciertos cargos, ministerios completos, fundamentales

para la vida nacional, donde buena parte de sus titulares se ven imposibilitados

de realizar políticas que no se sintonicen con los supremos intereses del capital

trans-nacionalizado. Cualquier intento de autonomía en este sentido,

inmediatamente recibe las presiones de los poderes terrenales reales, que se

alojan bajo la apariencia neutral y técnica de las actividades ejecutivas de los

gobiernos nacionales contemporáneos.

Más demostrativo aún de la captura de espacios socio-estatales

fundamentales por parte del capital, es la ya común designación de

representantes directos de grandes empresas para ejercer altas funciones de

gobierno. En la contemporaneidad, dirá este autor, dado el papel vital que el

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Estado desempeña en la manutención del sistema de producción capitalista –

mucho más en nuestra época, de enorme concentración global del capital – y el

gigantesco poder de los intereses en juego, las formas tradicionales de “control

indirecto” (en el nivel económico) ceden lugar a las formas de “control directo”

de los puestos de comando político por portavoces del capital monopolista. Por

esto, en su fundamentación, la estrategia de construcción del socialismo a

través de la conquista y del “control de los puestos de comando de una

administración asociada” del sistema, se torna cada vez más problemática (Cf.

ídem: 1001).

Para Mészáros, a partir de la crisis estructural del capital y la respuesta

sistémica ensayada para enfrentarla, el espacio y el contenido de la política se

ven seriamente afectados. Se procesa una restricción sustantiva del significado

y del peso histórico de esta dimensión fundamental para la vida social. A pesar

de poseer un vínculo orgánico con la “aplicación de medidas estratégicas

capaces de afectar profundamente el desarrollo social como un todo”, la misma

cada vez más es forzada a reducirse a mero instrumento de manipulación

social, completamente desprovisto de cualquier finalidad más fecunda. Con la

crisis estructural del capital, la política es confinada a la ejecución de

actividades correctivas y de corto plazo en respuesta a las crisis que, cada vez

más sorpresivas y frecuentes, sobrevienen en las diferentes esferas de la

producción-reproducción de las relaciones sociales del capital.

En este sentido, queda claro que para este autor la crisis que

enfrentamos no se reduce simplemente a una crisis política; más bien se trata

de una crisis estructural general de las instituciones capitalistas de control

social en su totalidad. Por otra parte, las instituciones del capitalismo son

inherentemente violentas, puesto que se encuentran edificadas sobre el

principio que habilita a la realización de “la guerra si fallan los métodos

normales de expansión”. El recurso periódico a la destrucción del capital

excedente – incluso a través de los medios más violentos – es una necesidad

inherente al funcionamiento normal de este sistema; funciona como un

momento regresivo que permite la recuperación del sistema de sus crisis y

depresiones.

Es el propio mecanismo del mercado el que inevitablemente trae consigo

graves problemas sociales – asociados al progreso de la acumulación y de la

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concentración del capital – que no encuentran posibilidades de ser

adecuadamente solucionados, siendo posible apenas demorar las crisis.

Puesto que no es posible dilatar indefinidamente la irrupción de las graves

contradicciones que alberga, así como de sus refracciones sociales, el sistema

precisa abrir espacios y crear mecanismos para transferirlas hacia el plano

militar18. Puesto que crecimiento y expansión son necesidades inherentes a la

acumulación ampliada de capital, una vez que los límites locales son

alcanzados no hay más salida que re-ajustar violentamente las relaciones de

fuerzas. En este marco, la función de las instituciones orgánicas al capital (hoy

efectivamente globales) se relaciona directamente con el “combate” a los

obstáculos para la necesaria expansión de sus unidades socio-económicas.

El fortalecimiento del llamado “complejo industrial-militar” – pilar

subsidiario de la expansión del ambiente capitalista, sea (indirectamente) por la

vía de la conquista de territorios “externos”, sea (directamente) por dinamizar la

esfera de la producción-reproducción del capital – es un resultado tan lógico

como peligrosamente complementario al desarrollo capitalista.

Fue la tendencia a la creciente intervención del Estado sobre el conjunto

de las dimensiones de la vida social, propias de la fase anterior del capitalismo,

claramente en función de las necesidades de expansión del capital, lo que

contradictoriamente condujo al actual estado de cosas. De acuerdo con

Mészáros, la intervención del Estado en la regulación de la economía

(capitalista), proclamado como una gloriosa solución en el contexto de pos-

guerra y tan defenestrado por el neoliberalismo, históricamente se ha limitado a

dilatar la explosión de las contradicciones inherentes a este socio-metabolismo.

El cuadro de la crisis del modelo de desarrollo de la segunda pos-guerra, luego

18 Mészáros afirma que la utilización de las grandes guerras como vía para la superación de las crisis capitalista fue un recurso que, sin dejar de potenciar las contradicciones sistémicas inherentes en el largo plazo, se reveló sumamente eficaz para el “re-equilibrio” del capital. Para este autor, las grandes guerras operaron de la siguiente manera en función de dicha finalidad: instalando un clima social de “auto-renuncia”, de necesaria austeridad, lo que permite un reajuste del modo de legitimación del orden vigente, o sea, una mayor “internalización” del mismo; además, repentinamente se impone a las masas un padrón de vida radicalmente mas bajo, el cual es voluntariamente aceptado dadas las circunstancias de un estado de emergencia – lo que, por otra parte, implica que, con la misma rapidez, se extiendan los márgenes de ganancias anteriormente deprimidas. En dichas circunstancias, también, fue posible introducir criterios de racionalización y coordinación en el sistema como un todo; finalmente, las grandes guerras produjeron un inmenso impulso tecnológico a la economía en forma generalizada (Cf. ídem: 1002).

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de algún tiempo, mostró que los “remedios” brindados no hicieron más que

agravar los síntomas. Si las actuales tendencias sistémicas se afirman

históricamente, las contradicciones estructurales lejos de resolverse

continuarán madurando hasta empodrecer.

1.2. ¿Un “nuevo imperialismo”? Un diálogo con David Harvey

¿Adónde nos conducen las actuales tendencias? Harvey, también, parte

de la premisa de que la actual modalidad asumida por el “imperialismo

capitalista” es resultado del pleno desarrollo del socio-metabolismo del capital,

el cual, presionado por su tendencia expansiva inherente, precisa recrear sus

formas. Así, las “políticas imperialistas” de los diferentes Estados, deben

comprenderse en el marco de las necesidades actuales de la valorización del

capital.

Históricamente, dirá este autor, el sistema buscó oxigenar sus crisis a

través de la producción de ampliaciones de su ambiente, de acceso a “nuevos

mercados”, a “recursos naturales”, materias primas, etc. Ocupaciones,

dominaciones, fueron medios importantes en la constitución y reproducción

ampliada del capital. Desde su génesis, el sistema del capital precisó de

“políticas imperialistas”, de controles socio-espaciales desiguales y combinados

(tanto al interior del un país, como al nivel del sistema-mundo), que requieren

algún grado de “administración”, de regulación, por parte de instancias

competentes y con poder suficiente. La acumulación interminable de capital

requiere consigo una acumulación interminable de poder que garantice su

reproducción.

¿Una nueva fase imperialista se consolida en los inicios del siglo XXI?

Este es uno de los interrogantes que Harvey (2005) presenta en sus

recientes estudios sobre “el nuevo imperialismo”. Junto a Lenin, parte de la

premisa de que el imperialismo expresa la maduración y agudización de las

contradicciones inherentes a la lógica de la sociedad del capital,

constituyéndose así como una fase “superior” de ésta. Esto es, el imperialismo

es un movimiento que expresa la tendencia “expansiva” del capital. Las

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contradicciones y las crisis que el sistema produce/ enfrenta en su proceso de

reproducción ampliada, históricamente han sido “evacuadas” o distendidas por

medio de extensiones territoriales.

En la base de estas expansiones – determinadas por el avance de la

concentración y centralización del capital, al calor de la competencia inter-

monopolista – pueden encontrase diversas unidades del gran capital

“presionando” sobre los poderes políticos de cada Estado, para que asuman

“políticas imperialistas”. Las mismas, se vuelven necesarias, insustituibles, para

la “conquista” permanente de “nuevos espacios”, de mayores posesiones

socio-territoriales19 – necesidad de canalización productiva de activos

financieros para dar materialidad a la expansión del capital, alejando los

fantasmas de la crisis de súper-acumulación que periódicamente azota al

sistema, y la amenaza de la “desvalorización” maciza.

Con el progreso de la acumulación, concentración y centralización del

capital, inevitablemente, se instalan una diversidad de disputas y conflictos

entre diferentes Estados nacionales por el control de territorios más allá de sus

fronteras. La lucha inter-imperialista, desde las primeras décadas del siglo XX,

se inscribirá en la propia estructura del sistema. De modo que, producto de las

exigencias de valorización del capital, en contextos de fuerte calentamiento de

la competencia entre los grande grupos monopolistas, han estallado (y

continúan) innumerables conflagraciones bélicas, responsables por la más

monumental regresión civilizatoria que la humanidad haya producido en su

historia20.

De esta manera, la fisonomía que presenta el actual estadio del

capitalismo de los monopolios, que está fundamentalmente determinado por los

impulsos del capital para no quedar “inmovilizado” y desvalorizarse, no pueden

19 Así, las conquistas de territorios, el control de los recursos naturales y humanos, de regiones y países enteros; la exclusividad en el control de ramas y sectores de negocios, entre muchos elementos, son la fuente permanente donde beben los capitales en busca de oxigenar sus crisis.

20 Los ejemplos más ilustrativos de esto son las dos grandes guerras mundiales que la humanidad atravesó en la primera mitad del siglo pasado. De esos cataclismos inter-imperialistas resultaron nuevas configuraciones geográficas; esto es, el reparto de países entre las potencias victoriosas. Así, y con una dinámica signada por la secuencia crisis-expansión-crisis, se crean y renuevan experiencias de dominación colonial y neo-colonial, bajo la influencia exclusiva de una potencia imperialista.

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resolverse dentro de los marcos de este modo de producción, sino a través de

una modalidad que asuma crecientemente formas y prácticas de dominación

de tipo imperialistas; esto es, en la modalidad socio-reproductiva

correspondiente con la actual fase sistémica, tienden a prevalecer los impulsos

destructivos y depredadores. Por esto, estos son tiempos de barbarie.

Al analizar el capitalismo monopolista21 lo que resalta es el papel central

que pasan a jugar los grandes conglomerados económico-financieros, los

monopolios, en la definición del modo de reproducción del orden social en su

conjunto. Estos, buscarán por todos los medios instrumentalizar al aparato

estatal en función de posibilitar las condiciones necesarias para una adecuada

acumulación, particularmente, en contextos de recalentamiento de la

competencia inter-monopolista.

Para Harvey, prácticas imperialistas existieron antes del capitalismo, por

lo que puede pensarse en un imperialismo capitalista, que resulta de la fusión

contradictoria de la política del “Estado moderno” y la del “Imperio”. Se trata, de

un proyecto político societario de actores cuyo poder está basado en el dominio

de territorios y el control de sus recursos (naturales y humanos), y los procesos

moleculares de la acumulación del capital. Estamos hablando de un proceso

político-económico donde prevalece el dominio y el uso del capital (Cf. ídem:

31)22.

La lógica de la acumulación es difusa, molecular, y actúa en todas partes

sin estar sometidas a una discusión pública, como sí lo están las decisiones

importantes que debe tomar un Estado. Estas lógicas, según el autor, se

articulan y complementan para garantizar una adecuada reproducción del

21 Son varios y variados los autores que tematizan dicho pasaje o cambio de fase del capitalismo, coincidiendo en que el mismo se procesa a partir del último tercio del siglo XIX y va incrementándose y reformulándose hasta nuestros días. El imperialismo, como fase mas avanzada del capitalismo llamado competitivo, expresa la entrada en la escena de los monopolios; por esto es también llamado capitalismo de los monopolios. Entre los teóricos clásicos fundamentales podemos destacar a Lenin, Hilferdin, Bujarin, Hobsson, Rosa Luxemburgo, Baran y Sweezy, entre otros.

22 Estas dimensiones económicas y políticas, como unidad problemática, expresan diferentes intereses que involucran a actores con diferentes papeles; el empresario capitalista, por ejemplo, no tiene más interés que la obtención de la máxima ganancia posible, apelando para ello a las armas más convenientes. El “hombre de Estado”, por su parte, cuya función esencial en el capitalismo es velar por los “intereses colectivos” (de varias empresas) de su país en el mercado mundial frente a otros competidores, se mueve en la red de contradicciones tejida por el conjunto de los capitales particulares.

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orden social, cumpliendo un papel fundamental en el establecimiento del

escenario de la acumulación del capital. El Estado, lejos de perder su carácter

intervensionista en el proceso socio-económico, su peso como agente

económico sustancial, lo refuerza y resignifica, gradualmente.

Lo interesante, es que estas dos lógicas contradictorias generalmente no

han sido suficientemente exploradas por las teorías críticas “clásicas” del

imperialismo, las que en general han supuesto un acuerdo rápido entre ellas.

Es claro, para esta perspectiva, que los procesos políticos-económicos son

acompañados por estrategias del Estado y del Imperio, y que los últimos

actúan a partir de motivaciones capitalistas. No obstante, la relación entre

dichas lógicas debe pensarse bien más problemática y no unilateral. Así,

entendemos que el imperialismo capitalista se constituye a partir de la

intersección permanente entre estas lógicas contradictorias, evidenciando la

dialéctica de la realidad, sin unilateralidades (economicistas o politicistas) que

puedan justificarse.

Desde la lógica capitalista, las prácticas imperialistas se relacionan con

la explotación de condiciones geográficas desiguales para realizar la

acumulación de capital. En función del uso de las asimetrías producidas por las

relaciones desiguales de intercambio, las desigualdades provenientes del

efectivo (no ideal) funcionamiento del mercado, adquieren una expresión

espacial y geográfica específica. Esto es, la riqueza y el bienestar aumentan en

ciertos territorios a costa de otros. Relaciones asimétricas de intercambio,

generan y refuerzan maneras desiguales de concentrar riquezas y poder en

ciertos lugares – procesos estos que pueden darse, también, dentro de un

mismo territorio nacional (Cf. ídem: 35). Por esto, una de las funciones

principales del Estado en el imperialismo es mantener un “patrón de asimetrías”

de los intercambios adecuado a las necesidades del capital que debe

representar.

En síntesis, el imperialismo es un momento, una mediación, de las

relaciones de poder entre los diferentes Estados nacionales, en los marcos de

un “sistema-mundo” global de acumulación de capital. En una fase avanzada

como es la actual, la práctica entre las diferentes unidades estatales no puede

dejar de expresarse cada vez más sino en términos imperialistas. Las prácticas

imperialistas son indispensables para el proceso de acumulación del capital,

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puesto que a través de las mismas se pueden mantener y explotar las

“ventajas” (recursos naturales, financieros, geo-políticos, etc.). Por esto, para el

autor, la acumulación interminable de capital requiere consigo – para mantener

y proteger el aumento de sus propiedades – una acumulación igualmente

interminable de poder.

De esta constatación, surge un problema que no es nuevo y que fuera

objeto de análisis de los teóricos del imperialismo a principios del siglo XX,

referido a las posibilidades efectivas de controlar y administrar la combinación

de esta dialéctica, formada por la expansión necesaria y desenfrenada del

capital y las posibilidades de organizarla y regularla globalmente, de modo de

sortear los límites y obstáculos que emergen como resultado de su

contradictoria realización histórica. En otras palabras: ¿en qué estructura global

(G8; ONU; OMC; OTAN) podrá concentrarse un poder suficiente y duradero,

capaz de regular la continuidad ilimitada de la acumulación del capital? ¿O será

que la “ansia ilimitada” de acumulación nos conducirá a la barbarie?

La historia de los grandes imperios y sus caídas muestra el peligro de

esta extensión (necesaria) ilimitada. La “sombra de la incontrolabilidad” de que

hablaba Mészáros.

1.2.1. Ascensión histórica de los imperialismos propiamente burgueses

(1870 – 1945)

En la periodización que realiza de la historia del “imperialismo

capitalista”, Harvey distingue tres grandes momentos cualitativamente

diferenciados: un primer momento del imperialismo capitalista (puesto que

políticas imperiales existieron con anterioridad al capitalismo) que se desarrolla

entre las décadas que van de 1875 a 1945, y se caracteriza por ser un contexto

donde existen imperialismos rivales fundados en Estados nacionales. Mientras

la creciente necesidad de encontrar nuevos mercados para los capitales

excedentes continuaba presionando de varias maneras al poder político de

cada Estado imperialista (en el sentido de una expansión del control

geográfico) la contradicción entre prácticas imperialistas y nacionalismo

burgués no podía resolverse.

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La expresión de este momento crítico del sistema resultó en 50 años de

guerras inter-imperialistas. El mundo fue dividido entre las naciones que

prevalecieron de las conflagraciones, los que impusieron formas coloniales de

relación con el resto, con influencia exclusiva de éstos. Ejemplos claros de esta

re-partición geográfica del globo entre las grandes potencias capitalistas

pueden encontrarse en el Acuerdo de Versalles al fin de la primera guerra

mundial, en África en 1885, con el reparto de Medio Oriente entre Francia e

Inglaterra, etc. En todos los casos, este proceso se tradujo como “expoliación”

salvaje de recursos naturales y humanos en las regiones periféricas,

sustentados desde un discurso ideológico de una supuesta inferioridad racial

de estas poblaciones, que justificaría el genocidio en nombre de la

“civilización”.

Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XX, la creciente

consolidación del modo de producción capitalista a escala mundial a inicios del

siglo XX, el nivel alcanzado en algunos países por el proceso de concentración

y centralización del capital – proceso que se traduce como un conjunto de

intensos impulsos del capital concentrado para expandirse, para quebrar todas

las barreras –, evidenció lo ilusorio de pensar en la posibilidad de un reparto

armónico y estable del territorio periférico entre imperios con influencia

exclusiva que conviven casi paralelamente. La crisis de 1929, es el síntoma

más agudo de esta contradicción – las posibilidades reales de resolver las

crisis de superproducción dentro de imperios “cerrados”, esto es, los impulsos

hacia la expansión del capital –, y acabará desembocando en la II guerra

mundial (1939 – 1945).

De acuerdo con este autor, el periodo comprendido entre los años 1870

y 1945 se caracteriza por la existencia de imperialismos rivales fundados en los

estados nacionales, los cuales funcionan mediante la construcción de la

“unidad nacional”, apelando muchas veces al racismo para tal fin. La amenaza

“externa”, “extranjera”, fue recurrentemente utilizada, tornándose un trazo

cultural de significativa importancia socio-política durante el siglo XX.

Un segundo período (1945 – 1970) se forma desde la segunda pos-

guerra mundial hasta entrada la década de 1970. Allí, la configuración

geopolítica del capitalismo imperialista sufrirá transformaciones sustantivas.

Los Estados Unidos salen victoriosos del segundo conflicto bélico mundial y se

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afirman como potencia dominante, líder en tecnología y en producción, con su

moneda (el dólar) reinando supremo y con capacidad industrial-militar bien

superior a la de cualquier otro país23. En ese contexto, este país reunió las

condiciones para ejercer una política imperialista moderada que buscaba

solapar la opresión. Su predominio era presentado como consecuencia natural

del progreso histórico, para lo cual el “gran hermano” del norte buscó ocultar

sus ambiciones imperiales con la formulación de un universalismo abstracto,

propio de la raíz liberal. Este período del capitalismo de los monopolios se

caracteriza por constituir una forma de imperialismo “leve” o de “baja

intensidad”24.

Las conquistas territoriales de la Unión Soviética y su poder en ascenso

se le enfrentaron, originando la llamada “guerra fría”, la cual (casi sin

dispararos) marcó la trayectoria histórica mundial durante la segunda mitad del

siglo pasado. El “macartismo”, como la ideología estadounidense oficial del

período, censura, reprime y proscribe todo lo considerado “peligroso” para los

“intereses nacionales” de EUA. El “peligro comunista” desafía las bases de la

“seguridad nacional”, por lo cual se justifican sospechas, infiltraciones,

persecuciones, torturas, golpes y terrorismos de Estado. En nombre de la

“seguridad interna”, veremos edificarse verdaderos genocidios en regiones

como América Latina, por ejemplo. El poderío militar fue movilizado una y otra

vez para garantizar la creación o manutención de gobiernos “amigos” en varios

países (son los casos de Irán; Guatemala; Brasil y todo Sudamérica bajo el

23 Diferentemente de la URSS que cargó con el principal costo de la II-Guerra Mundial. La demora de los Aliados por lanzar un segundo frente de ataque en Europa, y así derrotar más rápidamente al poderío nazista (probablemente calculada por EUA e Inglaterra) desgastó mucho el poderío del ex bloque soviético, a pesar de que ganó imperantes territorios con la victoria final sobre Hitler.

24 En este sentido, si es observada la conducta histórica de los EUA puede percibirse que el consentimiento y la cooperación tienen la misma presencia que el uso de la coerción y eliminación del enemigo o de la disidencia. Sin lograr capacidad internacional de movilización de consentimientos y cooperaciones, esto es, sin lograr ejercer un liderazgo que genere ciertos beneficios colectivos, haría mucho tiempo que EUA habría dejado de ser hegemónico. La “cabeza del Imperio” debe actuar de forma tal que, por lo menos, sea creada la ilusión de que las ganancias serán en beneficio de todos; no puede descuidarse esta cuestión a la hora de hablar de liderazgo por medio del consentimiento, o sea, del ejercicio de la hegemonía. Distintamente de lo que algunos creen, esto no anula el momento coercitivo del sistema, más bien, el mismo no precisa ser movilizado para enfrentamientos sociales fuertes; son momentos de relativa paz social que el sistema también demostró posibles dentro de sus marcos contradictorios.

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Plan Cóndor; Congo; Indonesia; Chile; República Dominicana, etc.), pero

fueron derrotados contundentemente en China y Cuba, e insurrecciones

comunistas populares fueron surgiendo a medida que el poder soviético se

consolidaba como potencia mundial.

En este contexto “bipolar”, donde dos formas de sociabilidad diferentes

se confrontan con potencia para vencer, la “política externa” de la principal

potencia capitalista, fue llamada a proporcionar protección económica y militar

a las clases propietarias de todo el mundo, independientemente de la

localización geográfica de actuación del capital. A cambio, dichas clases y

elites político-militares se “alineaban” detrás de EUA en el enfrentamiento

bipolar. Para estos, se trataba imperiosamente de detener el avance del

comunismo en el mundo, sea a través de intervención militar directa (como es

el caso de Irán, en 1953), o mediante otras formas más sutiles. Especialmente

para las naciones europeas, muy próximas de la URSS y desbastadas por la

guerra, fueron brindados fuertes préstamos económicos para reconstruir sus

economías capitalistas.

Fue preciso, además, desmontar los imperios de la fase anterior para

permitir el despliegue del proceso de desarrollo capitalista. Los procesos de

descolonización y la creación de repúblicas independientes fueron seguidos

muy de cerca por el imperialismo, de modo tal de evitar concentraciones geo-

políticas sustantivas, dividiendo en dimensiones controlables los “nuevos”

países-mercados. Para esto, un conjunto de estímulos fue ofrecido a los

“grupos dominantes locales”, siempre bajo la modalidad de acuerdos

bilaterales. Era necesario controlar y hacer funcionar el mundo no-comunista

adecuadamente, para lo cual fue indispensable crear una compleja

“institucionalidad global”. Con los “Acuerdos de Breton Woods”, en 1947, con la

finalidad de lograr estabilidad en el sistema económico-financiero capitalista

mundial son creados el FMI, el BM, el BID y la OCDE.

A partir de entonces, EUA “se hace cargo” de liderar los intereses del

conjunto contradictorio de las clases propietarias y las elites dominantes en

todos los rincones del mundo capitalista. Este país se torna la principal

proyección del poder burgués consolidado del mundo. Con la promesa del

desarrollo económico “eterno” – como medio infalible para producir un consumo

creciente y masivo en todos los países – intentará oponerse a las conquistas

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socialistas en el plano de la llamada “seguridad o protección social”, de la

mejora en la calidad de vida del conjunto de la población. Junto al discurso de

libertad y “progreso civilizatorio”, de paz y prosperidad infinitas – que sería

posibilitado por un crecimiento capitalista y un consumo de masas considerable

–, se despliega una política cultural peculiar a esta fase, que se particulariza en

el cine, en la música, en la literatura y en el conjunto de las expresiones socio-

culturales, tornándose armas fundamentales para la lucha ideológica, de

construcción hegemónica del imperialismo global (Cf. ídem: 53).

Es este el cuadro en que EUA se convierte en la principal máquina de

acumulación de capital, con la particularidad de albergar este desarrollo dentro

de su propio territorio, tornándose un Estado desarrollista por excelencia. Hasta

entonces, descontando algunos minerales estratégicos y el petróleo, o algunas

corporaciones importantes como ITT y la United Fruit, el imperialismo

económico de este país era bastante restricto. Desde la posguerra, sus

inversiones directas serían introducidas por toda Europa y Japón, y en

contrapartida, el mercado estadounidense se abriría para recibir la producción

de éstos. La expansión del contexto “keynesiano”, con fuertes intervenciones

del Estado en políticas anti-crisis, encontraba sus fundamentos en la intensa

dinámica vivenciada por las luchas de clases. Allí, el “trabajo organizado” se

tornó un actor decisivo de la escena política mundial, dando lugar al

surgimiento de las varias experiencias “social-demócratas” (o de Bienestar

Social), especialmente en el “viejo mundo”.

Por otra parte, en el interior del proceso de dirección del imperialismo de

pos-guerra, se establece un grupo de países dominantes cohesionados

globalmente, y una articulación de todas las grandes potencias capitalistas bajo

el liderazgo de los EUA – a fin de evitar guerras “intestinas” y compartir los

beneficios de un capitalismo integrado en las regiones nucleares. Se verifica

una real intensificación del capitalismo. El proceso de concentración y

centralización del capital que esto supuso presionaba para una expansión

geográfica, la cual fue garantizada mediante la descolonización de los países

del llamado “Tercer Mundo” y los planes de “cooperación” del modelo

“Desarrollista”, presentado como meta generalizada para el resto del mundo –

la “Alianza para el Progreso” del demócrata J. Kenedy.

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En el plano interno de los EUA, el creciente poder del trabajo organizado

redundó en mejoras del nivel de consumo para las clases inferiores y el

problema de la sobre-acumulación fue contenido hasta finales de la década de

60. Pero, cuando en la década de 1960 Japón y Alemania comienzan a

contraponerse a EUA, se reaviva la “competencia internacional”. La capacidad

interna de EUA para absorber el capital “excedente” comenzó a declinar dando

lugar al surgiendo de una crisis de sobre-acumulación. La “crisis de

valorización” del capital – por falta de posibilidades de inversiones productivas

– repercutió fuertemente como recalentamiento de la competencia económica

mundial, especialmente desde 1968 a 1974. Como consecuencia necesaria de

esto, fue “endureciéndose” la tolerancia política-democrática de los EUA con

los gobiernos que no colaboraran, no vacilando en recurrir a los medios más

bárbaros que estuvieran a su alcance para no declinar25.

Un creciente proceso de “aprisionamiento” por parte del centro generó

diversas respuestas desde las regiones periféricas y semi-periféricas. Los

procesos de “Liberación Nacional”, las perspectivas anti-dependencia en estas

áreas se acompañan con las luchas sociales de las clases trabajadoras en el

mundo desarrollado. Se procesa un movimiento de mutua alimentación entre la

anti-dependencia y el anti-colonialismo formando la perspectiva “anti-

imperialista”. Este proceso de contestación se multiplicará continentalmente

cobrando dimensiones importantes y una radicalidad “peligrosa”. Los agentes

del capital, que comandan la reproducción del imperialismo, fueron forzados a

formular una “respuesta” capaz de defender las estructuras del orden social.

Para enfrentar los proyectos societarios que apuntaban a una transformación

radical del status quo, el imperialismo capitalista no vaciló en utilizar medios

barbarizantes, como lo muestran claramente las secuelas en la sociabilidad

contemporánea dejadas por los “terrorismos de Estado” que padeció nuestro

continente.

25Los golpes militares que sacudieron a varios países latinoamericanos en este periodo, bajo la organización estratégica del Pentágono Norteamericano; el genocida “Plan Cóndor” que eliminó efectivamente la disidencia en Sudamérica; el terrorismo de Estado sistemático y articulado continentalmente, los cuales tendrán lugar en este periodo, particularmente en América latina, no han sido abordados teóricamente de modo satisfactorio por el llamado “pensamiento social critico latinoamericano”.

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A su vez, como consecuencia de la “Guerra fría” y de las intervenciones

“externas”, se fue consolidando un espacio y un poder creciente en manos del

“complejo industrial-militar”, que aumentaba significativamente su importancia

económico-política bajo el clima social de “amenaza” de guerra permanente. La

exportación de armas, que en poco tiempo remilitarizó el mundo, fortaleció el

crecimiento económico de las industrias de defensa y de guerra. Los gastos

militares crecientes del Estado – necesarios para contener el avance del

poderío de la URSS y a los que se les sumó la guerra de Vietnam – y la fuerte

política estimuladora del consumo interno, resultaron en una crisis fiscal

monumental, ya en inicios de los años 1970. A la misma, se respondió con una

“alucinante” emisión de moneda – que repercutió como presión inflacionaria en

todo el mundo – cuya consecuencia fue la expansión mundial de capital

“ficticio” circulante.

Por otra parte, el creciente poder del trabajo en todos los Estados

nucleares del sistema elevaba considerablemente los “gastos sociales”, así

como los costos del salario, implicando una compresión de las ganancias

capitalistas. De esta forma, la desaceleración se precipitó, y entramos en una

“nueva” crisis. La recuperación industrial de Alemania occidental y del Japón

refuerza la presión sobre EUA. Dólares “excedentes”, que no encontraban

condiciones de inversión rentables, inundan el mercado financiero mundial y

hacen que toda la arquitectura montada desde Bretón Woods se torne

sumamente inestable. No quedó más alternativa que quebrar el patrón de

referencia monetaria dólar-oro.

1.2.2. Las crisis capitalistas de súper-acumulación

Partiendo del examen crítico de la obra más sustancial de Rosa

Luxemburgo, “La acumulación del capital”, donde la autora plantea que el

problema de la crisis en el capitalismo está íntimamente relacionado con la

emergencia de una falta general de demanda efectiva, y que la misma se

expresa como un sub-consumo con relación a los bienes producidos, creando

una tendencia recurrente a la crisis26, Harvey dirá que la teoría de la “sobre-

26 Éstas, son comprendidas como productos del propio despliegue del sistema del capital. En este sentido, el comercio con formaciones sociales más “atrasadas”, “pre” o “no-capitalistas”,

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acumulación” identifica a la “falta de posibilidades lucrativas” como el problema

fundamental desencadenante de las crisis capitalistas.

Así, la falta de una demanda solvente puede ser parte fundamental de

una crisis, aunque no necesariamente unívoca. De acuerdo con su hipótesis, el

defasaje entre oferta y demanda, una vez creado, puede ser “salvado” por

medio de la reinversión, la cual genera su “propia demanda” – tanto de bienes

de capital, como de otros insumos. En este sentido, las expansiones

geográficas del capitalismo, que están en la base de buena parte de la

actividad imperialista, se han demostrado sumamente útiles para contrarrestar

las crisis sistémicas, justamente por el hecho de “crear demanda”.

Desde su perspectiva, las tendencias “expansivas” inherentes al socio-

metabolismo del capital, son vistas como una exigencia de su propia

reproducción. Los reordenamientos geo-políticos, socio-espaciales y socio-

temporales, responden a los impulsos insaciables del capital por mantener el

ritmo de la acumulación, puesto que necesita siempre reproducirse

ampliadamente (Cf. ídem: 117).

Su análisis del proceso de acumulación del capital se afirma sobre la

hipótesis de que los métodos y las formas predatorias, salvajes y fraudulentas

(propias de un momento “originario” o inicial del capital) nunca fueron

definitivamente abandonadas por el mismo, ni podrían serlo. El capitalismo,

muy lejos de realizar el mito del desarrollo por la “libre competencia”, se

estructura a partir de la interacción violenta entre imperios que, para reproducir

su condición, deben apelar constantemente a procesos de barbarización. A

este proceso permanente (no sólo originario) el autor va a llamar de

“acumulación vía expoliación” (Cf. ídem: Cáp. IV)27.

ha proporcionado una “salida” para estabilizar el sistema en estas “tempestades”. El llamado “comercio desigual” entre centros y periferias debió mantenerse para responder a una exigencia permanente del sistema, “más allá de la voluntad” de estas últimas en aceptar tal condición.

27 Para este autor, todas las características de la “acumulación primitiva” que Marx menciona en el célebre capítulo XXIV de El Capital permanecen fuertemente presentes en la experiencia histórica del capitalismo hasta nuestros días. Incluso, algunos mecanismos de la acumulación originaria allí enfatizados fueron perfeccionados, y hoy cumplen un papel más importante que antes. El sistema de créditos y el capital financiero, por ejemplo, se han tornado trampolines fundamentales para el saqueo de países enteros más débiles; el dominio del capital financiero desde la crisis de 1970, el proceso de financierización experimentado, es espectacular por su estilo parasitario, destructivo y des-humanizador. No obstante, siempre de acuerdo con la hipótesis de Harvey, los sucesivos ataques especulativos realizados por grandes empresas y/o

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Esta consiste, según este autor, en “liberar” a un precio muy bajo un

conjunto de “activos” de modo que el capital sobre-acumulado pueda

apropiarse de los mismos y darles un “uso lucrativo”. La “privatización”, por

ejemplo, tan recomendada por el neoliberalismo, sirve de palanca para abrir

espacios todavía no apropiados por el capital, para que éste pueda fugarse de

la amenaza de desvalorización. Lo mismo puede alcanzarse provocando una

“desvalorización intencionada” de activos ya existentes, que son vendidos muy

por debajo de su valor y “reciclados” lucrativamente por el capital “sobre-

acumulado”.

No obstante, para que haya desvalorización se precisa una crisis, la cual

puede ser planeada y administrada en función de estabilizar el sistema –

cuestión en que muy bien se especializaron varias de las “instituciones

globales” en las últimas décadas, bajo el liderazgo del FMI. De modo que,

como resultado del propio progreso de la acumulación capitalista, de los “ciclos

de reproducción”, se produce un “excedente” de capital, o un capital “sobre-

acumulado” que reclama ser invertido, convertirse en “activos”, para así

continuar existiendo como tal. En la actualidad, es dicha exigencia del capital

sobre-acumulado la que impulsa la tendencia a producir desvalorización de

activos existentes para “oxigenarse”28.

Para este autor, una de las principales funciones que actualmente se le

vienen atribuyendo a los Estados neoliberales, en general estrechamente

asociados a las instituciones “globales”, es participar activamente en los planes

de desestabilización de los sistemas financieros, esto es, en la organización de

los procesos de desvalorización de capitales que garanticen la “acumulación

vía expoliación”, y eviten el desencadenamiento de un colapso general del

sistema. Esta es la verdadera función desempeñada por los “organismos

internacionales”; este es el fundamento de los llamados programas de “ajuste

grandes figuras de las finanzas, deben entenderse como la modalidad de vanguardia utilizada en épocas recientes para realizar la acumulación vía expoliación (Cf. ídem: 121 a 123).

28 La analogía con la formación del “ejercito industrial de reserva” tratado por Marx es cristalina, dirá Harvey. De la misma forma que en aquella, valiosos activos son retirados de la circulación y desvalorizados; quedan dormidos hasta que el capital excedente haga un uso productivo de los mismos y le dé nueva vida a la acumulación. La crisis, para resolverse, precisa crear “otro”, un “afuera”, permanentemente (Cf. ídem: 126).

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estructural”, patrocinados por el Fondo Monetario Internacional y el llamado

“Consenso de Washington”. Dirá el autor:

“La acumulación por expoliación se tornó mucho más acentuada a partir de 1973, en parte como compensación de los problemas crónicos de sobre-acumulación que surgieron en el ámbito de la reproducción expandida. El principal vehículo de esa transformación fue la financierización y la orquestación, en larga medida bajo la dirección de Estados Unidos, de un sistema financiero internacional capaz de desencadenar de vez en cuando aumentos más o menos violentos de desvalorización y de acumulación por expoliación en ciertos sectores, o incluso en territorios enteros [...]. Para que todo esto ocurriese, era necesario, además de la financierización y del comercio más libre, un abordaje radicalmente distinto de la manera como el poder del Estado, desde siempre un gran agente de la acumulación por expoliación, debía desarrollarse. El surgimiento de la teoría neoliberal y la política de privatización a esta asociada, simbolizaron buena parte de esta transición” (Harvey; 2005: 129; traducción nuestra).

Por esto, se afirma que la privatización es el “brazo armado” de la

acumulación por expoliación. Junto con la liberalización de los mercados, fue

un pilar fundamental sobre el que se articuló el movimiento neoliberal. Para

ello, fue necesario transformar las políticas del Estado, en función de viabilizar

el proceso. Activos de propiedad estatal o destinados a una utilización pública

fueron lanzados al mercado para satisfacer al capital sobre-acumulado; así,

nuevos campos y actividades lucrativas fueron abiertos para sanar, al menos

por algún tiempo, este problema. Este proceso, una vez lanzado, desató una

enorme presión por la captura de esos activos, llevando la privatización a una

variedad de arenas hasta entonces no subsumidas a la lógica de la valorización

del capital. Según Harvey, puede afirmarse que la privatización es

esencialmente la transferencia de activos públicos productivos del Estado para

empresas privadas, entre los cuales pueden encontrase los recursos naturales,

las tierras, selvas, agua, aire, etc. (Cf. ídem: 131).

Por otra parte, esta re-configuración sistémica acarrea serias

implicancias políticas. En esta línea de reflexión, las formas de organización de

las izquierdas, propias del periodo 1945-1973, se revelan desfasadas para la

actual fase del capitalismo, una vez que la “reproducción ampliada” del primer

periodo cedió lugar a la acumulación vía expoliación, donde la organización

imperialista de la acumulación pasa a desempeñar un papel central,

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tornándose, tal vez, la contradicción primaria. De esto han resultado “nuevas”

formas de resistencia política, con mayor o menor eficacia.

Las batallas contra la expoliación son trabadas en una variedad de

escalas: locales, regionales, globales. El dominio del aparato estatal aparece

cada vez con menos relevancia; los “blancos” de estas “nuevas” resistencias

son difusos, derivados de las formas fragmentarias que asume la acumulación

por expoliación – privatización de servicios públicos aquí; destrucción del

hábitat allí; etc., etc., etc. En este sentido, aunque esta modalidad específica de

reproducción de la acumulación no esté centrada sobre las periferias, es

indudable que algunas de sus manifestaciones más deshumanas ocurren en

esas regiones.

Por otra parte, descuidar la conexión orgánica existente entre

“acumulación expandida” y “acumulación por expoliación” empobrece el

análisis y la estrategia política de las izquierdas. Debe promoverse, según este

autor, la conectividad entre las luchas que están siendo trabadas al interior de

los procesos de la primera, con las que se desarrollan contra el despliegue de

la segunda. El cordón umbilical que une ambas modalidades reproductivas del

capital se encuentra en los “arreglos” financieros impulsados por instituciones

como el FMI y la OMC, apoyados por los poderes de los Estados (Cf. ídem:

146).

Tomando la hipótesis directriz lanzada por Harvey, partimos de la

premisa de que un sistema tan contradictorio e inestable como el capitalismo,

sobrevive por su capacidad de “creación de espacios”, vía políticas

imperialistas. A partir de la crisis capitalista de la década de 1970 se instaló

como crónico el problema de la súper-acumulación en el sistema, afectando

sensiblemente el funcionamiento reproductivo del capital. Las raíces de dicha

crisis están en la creciente dificultad existente para reinvertir productivamente

el capital excedente, resultante de la acumulación, y el problema que debe

resolverse es en dónde y en qué puede ser absorbido dicho excedente. Como

sabemos, varias son las contra-tendencias que pueden desplegar la clase de

los capitalistas para sortear la amenaza recurrente de la desvalorización,

siendo la expansión de sus límites, un recurso constante a lo largo de su

historia.

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En su trabajo “Los limites del capital” (1982), Harvey desarrolla la idea

de los “reordenamientos espacio-temporales”29 como modalidad de respuesta

del sistema del capital a sus contradicciones inherentes y crisis recurrentes,

contradicciones estas que expresan particularmente un estadio determinado

del desarrollo de la acumulación del capital. La acumulación, debido al

funcionamiento de la “ley de la caída tendencial de la tasa de lucros”, tiende a

producir crisis de súper-acumulación. Las mismas, que se expresan como

excedente – tanto de capitales disponibles (sea en la forma de dinero, de

mercancías o de capacidad productiva), como de fuerza de trabajo –, significan

que las posibilidades de combinar lucrativamente estos dos elementos son

frágiles o inexistentes. En estas coyunturas críticas, la expansión geográfica y

la reorganización espacial proporcionan opciones (Cf. ídem: 78).

Si en un territorio determinado (Estado nación o región) existen

excedentes de capital o de fuerza de trabajo que no pueden ser absorbidos

“internamente” de ninguna forma, hay que enviarlos a otra parte. Nuevos

terrenos para la realización lucrativa son necesarios para eludir la

desvalorización, y esto se puede presentar de varias formas: a) como nuevos

mercados, si se trata de capitales excedentes en forma de mercancías, los

cuales serán cambiados por dinero o por otras mercancías; b) si el país que

absorbe el capital excedente no tiene mercancías para pagar puede recurrir a

los préstamos de dinero, o sea, pueden otorgarse créditos a un país para que

compre las mercancías excedentes30. Ambas medidas, en el corto plazo,

ahuyentan el fantasma de la súper-acumulación.

29 Se trata de una salida encontrada para enfrentar las crisis capitalistas, por el adelantamiento, la aceleración del tiempo (previsión) y por la expansión geográfica. La “producción de espacio”, la organización de divisiones temporales nuevas de trabajo, la creación de complejos de recursos nuevos y más baratos, de nuevas regiones como espacios dinámicos de acumulación de capital y la penetración en formaciones sociales pre-existentes por relaciones y armazones capitalistas, son todas importantes maneras que pueden absorber el “capital excedente” y el “trabajo excedente”, según nuestro autor. Las expansiones del capital, sus reorganizaciones, muchas veces amenazan “valores económicos” pre-existentes en el lugar, todavía no realizados. Así, una gran contradicción a repetición y explosiva se genera: muchos capitales ya fijados resisten a su desvalorización, mientras que muchos capitales precisan nuevos espacios de inversión.

30 Según el autor, esto ocurrió con los excedentes comerciales japoneses, los cuales en los años de 1990 fueron absorbidos por los Estados Unidos a través de préstamos japoneses para mantener el consumo yanqui. Por otra parte, una de las tácticas de la industria armamentista norteamericana es hacer que su gobierno preste dinero a algún país para comprar armas a EUA (el caso de Polonia).

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En este sentido, el endeudamiento territorial se tornó un problema

global, una vez que potencias medianas se vieron en serias dificultades para

cumplir sus “compromisos financieros”. Para el autor, el problema de “la deuda”

tiene que ser visto como el aprisionamiento de los países más pobres al circuito

de la circulación del capital; a éstos, se le impone el papel de absorbedores del

capital global excedente. El país que recibe préstamos se desvaloriza; el que

los otorga, la elude “aplicando” el capital excedente. Los recursos de los países

más pobres son saqueados por el mecanismo del “pago de la deuda”. Por otra

parte, agudas contradicciones surgen cuando los “nuevos” espacios dinámicos

creados, comienzan a precisar canalizar “hacia fuera” sus excedentes, por

medio de nuevas expansiones geográficas. En los términos del geógrafo

marxista: el desarrollo interno vigoroso desemboca en la necesidad de buscar

un “reordenamiento socio-espacial” (Cf. ídem: 102).

En este cuadro, según Harvey, la importancia que adquiere el problema

del Estado es medular. Considerado como estructura territorializada donde

operan los procesos de acumulación de capital, por su lógica, el capitalismo

necesita de esta instancia para reproducirse adecuadamente. Por esto la

“institucionalidad burguesa” forma parte indiscutible de su despliegue histórico,

hasta nuestros días. El Estado, ha sido fundamental para la “acumulación

primitiva”; luego, en las experiencias social-demócratas, lo ha sido para

contener la explotación excesiva del trabajo (aunque sin abolir el capital); con

los proyectos “desarrollistas”, a través de una intervención estratégica, los

mismos influyeron decisivamente en la acumulación y más aún al tratarse de

colonialismo, de hegemonía, de políticas imperialistas, etc. De modo que desde

siempre el Estado está en escena, desempeñando un papel fundamental en la

dinámica de la reproducción ampliada del capital (Cf. ídem: 80).

A pesar de esta importancia fundamental, los Estados no son los únicos

actores relevantes. También lo es la unión de varios Estados, los bloques

regionales, regiones metropolitanas, etc., los cuales forman un conjunto

variado, organizado y jerarquizado, de ambientes en los cuales ocurren

concretamente los procesos de acumulación del capital. Los “intercambios” (de

servicios, de bienes, de fuerza de trabajo, etc.) implican cambios de

localización; el flujo formado por estas interacciones humanas, diseña una

“geografía peculiar” que abarca diferentes espacios y tiempos, y que es

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resultado del desarrollo desigual del capitalismo – en la óptica del autor

analizado.

Empujados por la competencia, los capitalistas individuales buscan

obtener ventajas competitivas que les permitan prevalecer en el sistema,

siendo atraídos por los lugares donde los “costos de producción” sean

menores. El capital se ve obligado a atender a dichas ventajas, puesto que es

una modalidad esencial que le permite aumentar su “tasa de ganancia”.

Según este autor, actualmente las ventajas de localización del capital

son tan importantes como las tecnológicas, y muy a menudo, el capital

“excedente” está apuntando a ellas. Hoy, para buena parte de los países

pobres, tornarse un polo atrayente para el capital se constituye en el proyecto

societario. En la lógica minimalista del mal menor, de “lo único posible” (como

si en verdad no quedara otro remedio) muchos países se preocuparon en

ofrecer los mejores privilegios monopólicos para el capital excedente global, el

cual ya no encuentra posibilidades adecuadas para su reinversión productiva

dentro de su territorio. Allí se encuentra la raíz de las políticas imperialistas.

Desde esta perspectiva, los procesos de acumulación son vistos en

“perpetua” expansión, y como esencialmente tendientes al desequilibrio, a la

crisis. Los capitalistas (ya monopolistas) buscarán mantener bajo su control

monopólico los recursos más estratégicos que tengan a su alcance, tanto

cuanto le permitan. El control monopólico de localizaciones estratégicas o de

complejos de recursos fundamentales, es un arma muy importante. En otros

términos, podría decirse que la búsqueda competitiva por lucros, siempre

expansiva, dinamiza tendencias socio-espaciales que, a su vez, chocan con las

fronteras que imponen los monopolios consolidados y operantes. Los

resultados históricos de estas interacciones, esto es, las luchas inter-

imperialistas, van definiendo la fisonomía del sistema a cada momento.

En síntesis, de acuerdo con Harvey, podría decirse que el cuadro

general que tenemos a la vista se configura como un espacio socio-temporal

entrelazado por flujos financieros del capital excedente y conglomerados de

poder político y económico en puntos claves del sistema (N.Y., Londres, Tokio),

que buscan desembolsar y absorber los excedentes de maneras productivas;

concebir proyectos de largo plazo en una variedad de espacios; o usar su

poder especulativo para salir de la amenaza de la súper-acumulación mediante

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la promoción de crisis de desvalorización en territorios vulnerables (Cf. ídem:

113).

Sin embargo, el capitalismo sobrevive no sólo por los “reordenamientos

socio-espaciales” que produce, capaces de re-absorber el “capital excedente”

de manera “productiva”, sino, también, por medio de la organización de

procesos de desvalorización de capitales existentes que, a partir de su

adquisición a bajos costos, son reintegrados a la dinámica de la valorización

infinita, tornándose un remedio correctivo para la crisis.

1.2.3. La crisis actual y su naturaleza

Una “diabólica” alianza entre los poderes del Estado y los aspectos

predatorios del capital financiero forma las garras de un capitalismo de rapiña

que tiene tanto de prácticas “caníbales” y desvalorizaciones forzadas, como de

intentos por alcanzar el desarrollo global armonioso (Cf. ídem: 114).

Entrados los años de 1970, la irrupción de esta nueva crisis sistémica,

con dimensiones más complejas y profundas, era palpable. Las respuestas

elaboradas por el sistema para la misma se constituirán como el periodo de

“hegemonía neo-liberal” del capitalismo, bajo la tutela de EUA hasta nuestros

días. Dicha respuesta – que más que representar una solución duradera,

conlleva la profundización de las contradicciones operantes, en grados cada

vez más agudos – sustentará que debe abandonarse la “base material” de los

valores monetarios; que debe “desmaterializarse” el sistema monetario

internacional. Así se abre paso al proceso de “financierización” global del

capitalismo, con una potenciación fantástica del “fetichismo del dinero” en la

vida social, en casi todo el mundo, especialmente en las regiones más

desarrolladas y de mercados más “profundos”.

En ese cuadrante, debe situarse la emergencia del problema

“energético” del petróleo – de la elevación acelerada y maciza de su precio,

que da origen a la llamada “crisis del petróleo” de inicios de 1970 – que, si bien

puso en seria alerta al sistema en su conjunto, perjudicó más a Alemania y a

Japón que al propio EUA, el cual tenía reservas propias en aquel momento. De

modo que, los Bancos norteamericanos fueron quienes se beneficiaron y

absorbieron los “petro-dólares”, convirtiendo a Nueva York en el “centro”

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financiero mundial. Inmediatamente, uno tras otro, los mercados financieros de

muchísimos países fueron “desregulándose”, adecuándose para recibir y enviar

los flujos de capital (ficticio) que, acalorada y crecientemente, buscaban

“colocación”. La particularidad latinoamericana, en este aspecto, muestra

claramente el papel fundamental de este movimiento sistémico, de búsqueda

desesperada de valorización.

El rápido despliegue, a lo largo y ancho del sistema, de las formas de la

financierización capitalista – resultantes de la inclinación de los negocios de la

burguesía hacia estas actividades –, incide fuertemente en la vida social y en

las formas de sociabilidad humana. Se constituye un nuevo contexto societario,

que expresa el hecho de que la clase y las fuerzas del capital siguen con

iniciativa en medio de la crisis, y no están dispuestas a ceder nada. Por otro

lado, muestra que un trazo esencial de esta nueva fase o período capitalista, es

el tremendo reforzamiento de la alienación social.

Entre tanto, aunque esta “salida financiera” de la crisis no represente

una solución para la misma, se revelará muy eficaz, también, para atacar las

posiciones y organizaciones del trabajo. Las luchas “defensivas” de los

trabajadores para preservar las conquistas del Welfare State – especialmente

en los países del centro – son derrotadas, y la desarticulación político-

organizativa de la clase trabajadora se precipita. Con cada triunfo sobre el

trabajo, el capital financiero pasa más al centro de la escena, llegando a ejercer

un efectivo dominio sobre el conjunto de la clase trabajadora a escala mundial

(especialmente en algunos Estados muy endeudados), que se traduce en

disciplinamiento de las fuerzas rebeldes, “domesticación” de las “clases

peligrosas”31. Estamos aquí, en el terreno de la “administración de la crisis”, o

en otras palabras, de “gestión de la barbarie”.

Por otra parte, es fundamental destacar que el reino de la “especulación

financiera” y del capitalismo de “acumulación flexible”, pilares fundamentales de

lo que hemos conocido como neoliberalismo, fue materialmente posible gracias

al conjunto de transformaciones tecnológicas advenidas con la tercera gran

31 La “deuda externa” en determinados países – especialmente los asociados al FMI – fue usada para reorganizar las relaciones de producción internas de cada país, favoreciendo la mayor penetración de los capitales externos: EUA, Japón, Europa (Harvey; 2005: 59).

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revolución científico-técnica, de la micro-electrónica32 – también llamada

“tercera revolución industrial”–, y políticamente posible por la derrota global del

proyecto de emancipación de la clase trabajadora. Fueron estas bases

tecnológicas revolucionadas y los resultados políticos de las luchas de clases,

las que permitieron que la producción y la acumulación del capital se tornen

más flexibles y con mayor movilidad geográfica (fundamentalmente a partir de

la reducción de los precios del transporte y los subsidios estatales para las re-

localizaciones productivas), haciendo que el sistema experimente una

recuperación (parcial).

De este modo se inaugura el proceso de financierización del capitalismo,

en que actualmente vivimos. La complejidad y relevancia socio-política y

económica de este proceso de “mundialización financiera” en curso, exige que

profundicemos más su análisis crítico, puesto que es un momento esencial del

funcionamiento reproductivo del sistema del capital, en su fase actual de crisis

estructural. Infelizmente, las “consecuencias” sociales catastróficas resultantes

de la respuesta del capital a su crisis, todavía esperan ser comprendidas por

las mayorías sociales en el mundo que las padecen.

Desde la actual coyuntura, y concluyendo esta breve historización,

podríamos decir que, la economía mundial se presenta organizada sobre tres

grandes pilares regionales: el NAFTA (EUA, México y Canadá, queriendo

ampliarse para el ALCA, involucrando todo el continente americano); la Unión

Europea (UE); y la región de Asia (los llamados “tigres” y, fundamentalmente,

China). Estos bloques, según Harvey, funcionan más solidariamente que en

competencia entre sí, dando la apariencia de que las potencias capitalistas han

aprendido las lecciones dejadas por las pasadas guerras inter-imperialistas. No

obstante, como sabemos, esta complementariedad no puede anular

absolutamente la competencia, y es EUA quien sigue apareciendo como el

portador de las mejores posiciones.

32 Las proto-formas de la misma pueden encontrarse en las investigaciones militares desarrolladas por las potencias en el marco de la segunda guerra inter-imperialista y, posteriormente, en el transcurso de la llamada “guerra fría”.

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El “oro negro”

La mayoría de los cálculos coinciden en que las tasas de explotación de

las reservas petrolíferas del mundo vienen superando crecientemente a las del

“descubrimiento”, especialmente desde la década de ‘80. Poco a poco, el

petróleo se está tornando escaso, y muchos de los campos que ya han vivido

su auge se agotarán, tanto en los EUA, como en Canadá, Rusia, China, entre

otras regiones. En este escenario, según los estudios y descubrimientos hasta

hoy disponibles, Oriente medio aparece como la región principal de provisión

de crudo al largo plazo. Todo indica que esta región se tornará cada vez más

importante para el funcionamiento del sistema en su conjunto – así como otros

reservorios considerables como Venezuela o México en América Latina –,

puesto que tanto Europa, como Japón, China y toda esa zona, dependen

vitalmente del petróleo que emana del Golfo del Mar Caspio. Quién logre

ejercer un liderazgo efectivo allí, podrá regular la “canilla global” del petróleo

durante los próximos años.

A finales de la década de 1960, el comando exclusivo de la zona estaba

en manos de EUA; en 1973, el boicot petrolero y la posterior elevación de los

precios del petróleo por la OPEP, junto a la caída del jeque de Irán (que aquel

país había patrocinado en 1953) en 1979, tornaron insustentable la solución

estadounidense de dominio “indirecto”, por medio de representantes locales. El

presidente Carter anuncia la doctrina por la cual EUA no permitirá la

interrupción del flujo de petróleo desde el Golfo, bajo ninguna circunstancia.

Por otra parte, y no menos importante que lo anterior, está la

repercusión global que ha tenido la “implosión” de la Unión Soviética para la re-

configuración del sistema en su conjunto. Con la “caída del muro”, el orden

social del capital remueve una profunda amenaza, y al mismo tiempo, logra a

tiempo ampliar las fronteras territoriales necesarias para la renovación de la

acumulación del capital monopolista, lo que permite amortiguar y reencauzar

las expresiones críticas de superproducción del sistema, que amenaza

permanentemente con paralizar el proceso de valorización del capital.

Finalmente, parece coyunturalmente acertada la idea de Harvey de que

estamos ante un “nuevo imperialismo”, que es expresión de un movimiento de

endurecimiento y de mayor explicitación del papel que los “instrumentos

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estatales anti-crisis”, de “control” social, precisan ejercer para garantizar la

auto-reproducción del sistema como un todo. EUA, como “cabeza de imperio”,

como posición estatal dominante en el mundo, tiene un plus de responsabilidad

en esto, por lo cual es quien más presionado se encuentra a producir

respuestas al “impaciente” e “intolerante” capital monopolista “global”.

Como ya fue mencionado, desde la segunda pos-guerra se habría

constituido un imperialismo “leve” o de “baja intensidad”, que buscaba

reproducirse a través de procesos más o menos consensuales – porque los

ciudadanos norteamericanos se negaban a aceptar políticas contrapuestas a

los valores republicanos y burgueses, propios de la época ascendente del

capitalismo. Las acciones imperialistas efectivazas – que las hubo y muchas –

fueron sigilosamente amortiguadas por la proliferación de los discursos de

libertad, democracia, no-intervención, etc.; las prácticas imperialistas de EUA

no aparecían abiertamente tal como lo hacen hoy. La explícita belicosidad

actual se debe, en parte, a que en la atmósfera pos-11 de septiembre la acción

militar abierta y unilateral se tornó más aceptable al interior de la principal

potencia imperialista, aunque no sin resistencias internas y globales.

1.3. El “capitalismo senil” y sus formas de sociabilidad: un diálogo con

Samir Amín

Por su parte, en su trabajo “El capitalismo senil”, Samir Amin (2005),

sostiene que el análisis del imperialismo no puede restringe a sus dimensiones

políticas, puesto que no es un fenómeno “específicamente” político, exterior a

la vida económica, cultural. Según el crítico egipcio, se trata de un producto de

las lógicas que rigen el proceso de la acumulación del capital. También para

este autor, el capitalismo es un modo de producción que desde su génesis

porta una tendencia a imponerse, una vocación para tornarse un verdadero

sistema mundial; un “instinto de conquista innato”. Desde sus orígenes y como

una condición de posibilidad, este “orden” social ha buscado expandir sus

fronteras, creando y reproduciendo ampliadamente determinadas asimetrías

entre regiones y/o países, estructurando las relaciones entre “centros” y

“periferias” (Cf. ídem: 8).

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Mientras la crítica clásica del imperialismo dentro del marxismo, lo define

como una fase característica del capitalismo maduro (pensamos en Lenin),

para este autor, el sistema del capital es imperialista “por naturaleza”. Al igual

que Harvey, entiende que el imperialismo representa una fase permanente del

capitalismo33. Lo que históricamente ha ocurrido son, según Amín,

metamorfosis en el carácter específico asumido por el imperialismo según las

“especificidades demandadas” por la particular fase de la acumulación que el

capital atraviese – lo que delimita el campo de posibilidades para formular

estrategias de desarrollo. En la perspectiva desde autor, es correcto pensar

que en los últimos cinco siglos han existido distintas modalidades de

imperialismo, las que corresponden a determinadas fases del desarrollo del

modo de producción capitalista, fases que presentan particularidades.

Cabe entonces la siguiente pregunta: ¿cuál es la particularidad del

actual imperialismo? ¿Qué determinaciones operan en el llamado “nuevo

imperialismo”?

Según Amín, dicha especificidad se expresa en el carácter “senil” que

presenta la actual fase del capitalismo. Mientras en las fases anteriores de

expansión sistémica, el carácter de conquista propio del imperialismo

redundaba en una creciente “integración” de regiones y poblaciones situadas

más allá del horizonte del capital34, mientras en su periodo de ascenso histórico

el capitalismo “incorporó” territorios (aunque como colonias) al ritmo acalorado

de intensas luchas inter-imperialistas por dominarlos – lo que supone diferentes

“centros” imperialistas compitiendo y enfrentándose entre sí para lograr las

mejores posiciones dentro de la expansión mundial – y amplió su ambiente, el

“nuevo imperialismo” revierte estas tendencias. ¿En qué sentido?

33 En el punto anterior vimos como Harvey propone pensar el llamado “proceso de acumulación originaria del capital”, tematizado por Marx en el capítulo XXIV de El Capital, como un proceso permanente, no apenas circunscrito al momento “inicial” de creación de las condiciones que posibilitan la afirmación histórica del capital como relación social predominante. Desde esta perspectiva, la “acumulación originaria” sería, al igual que el imperialismo, un proceso que se renueva permanentemente y que hoy se expresa bajo la forma de una “acumulación por expoliación” (Cf. Harvey; 2005).

34 De acuerdo con el autor, las fases anteriores del imperialismo se caracterizaron por la exportación de capitales hacia “territorios conquistados”, lo que implicó la formación de las periferias.

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Las características históricas que definen al “nuevo imperialismo” dicen

respecto a dos órdenes de problemas: por un lado, son cada vez más

evidentes las dificultades que el sistema encuentra para “integrar”. En su fase

actual de “expansión”, el nuevo imperialismo “excluye” en vez de integrar. Por

otra parte, dirá este autor, estamos en presencia de un “imperialismo colectivo”,

que reúne al conjunto de los “centros”. En sus palabras: es el imperialismo de

la “tríada” formada por Estados Unidos - Europa - Japón (Cf. Ídem: 7).

En fases anteriores, conquistando territorios mediante la exportación de

capitales, el imperialismo ejercitaba su vocación constructiva, su capacidad de

absorber era bien mayor que la de expulsar. En las periferias, el proceso se

revestía con la “ilusión del desarrollo”, de la modernización, de la

industrialización, a través de lo cual eran incorporados funcionalmente

contingentes poblacionales significativos al ambiente capitalista – los proyectos

de industrialización de las “burguesías nacionales” periféricas. De esa forma,

se expresaba la dimensión “constructiva” y “civilizatoria” del capitalismo, su

carácter “progresista”. En América Latina, por ejemplo, el capital británico

modernizaba, construía puertos, ferrocarriles. Para Amín:

“[...] el imperialismo de las anteriores fases históricas de la expansión capitalista mundial se basaba en el papel ‘activo’ de los centros, que ‘exportaban’ capitales hacia las periferias para impulsar un desarrollo asimétrico, que podemos definir dependiente o desigual. Sin embargo, el imperialismo colectivo de la tríada y, en particular, el de ‘centro de centros’ (los Estados Unidos), ya no funciona de esta manera. Los Estados Unidos absorben una fracción considerable del excedente, generado por la comunidad internacional, y la tríada deja de ser una exportadora importante de capitales hacia las periferias. El excedente sustraído por la tríada bajo diferentes formas, ya no constituye la contrapartida de nuevas inversiones productivas. El mismo carácter parasitario de este modo de funcionamiento del sistema imperialista es un signo de senilidad” (ídem: 9).

Todo indica, dirá este autor, que el capítulo de esta expansión

constructiva del capital se ha cerrado. Los flujos de ganancias transferidos de

los centros a las periferias son cada vez menos significativos, ocurriendo cada

vez más lo inverso. Aquella expansión generalizada, que mundializó

efectivamente al capitalismo, hoy estaría redefiniéndose y concentrándose en

los centros – cuestión que refuerza la asimetría con las periferias.

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Tal redefinición involucra al conjunto de las relaciones contradictorias

entre las dimensiones constructivas y destructivas inherentes al socio-

metabolismo del capital y su desarrollo. La acentuación radical de las últimas

caracteriza la fase actual. Dirá el autor:

“[...] hemos llegado a un punto en que, para abrir un nuevo sector de la expansión del capital (la modernización de la producción agrícola), se debe destruir, en término de personas, sociedades completas [...]. La dimensión creadora de la operación representa solo una gota en el mar de la destrucción que genera. Se puede concluir que el capitalismo entró ya en su fase senil descendente, pues la lógica que rige este sistema ya no es capaz de asegurar la más elemental supervivencia de la mitad de la humanidad. El capitalismo se convierte en barbarie, invita directamente al genocidio. Por esta razón, es más necesario que nunca sustituirlo por otras lógicas de desarrollo, con una racionalidad superior” (ídem: 13)

De acuerdo con su argumentación, las dimensiones destructivas del

sistema se encuentran articuladas alrededor de un eje esencial constituido a

partir de los procesos de “expansión de los mercados” y de “mercantilización de

todas las cosas” – una verdadera hipertrofia de la alineación mercantil. El

despliegue del orden del capital implica la mercantilización creciente del ser

humano, de sus capacidades inventivas y artísticas, de la salud, la educación,

las riquezas naturales, de la cultura, la política. Para Amín, una

mercantilización de todo está produciendo actualmente la triple destrucción del

individuo social, de la naturaleza y de pueblos enteros (Cf. 2005: 261).

En la contemporaneidad, desde el punto de vista de la gestión del

sistema mundial, pueden apreciarse las enormes dificultades para administrar

los procesos crecientemente destructivos que la reproducción sistémica

produce, reclamando verdaderos esfuerzos colectivos para contener el

potencial destructivo disponible, el cual, como dijimos, cuenta con la fuerza

necesaria como para poner en riesgo la propia sobre-vivencia de la especie –

siendo que, obviamente, las “poblaciones periféricas” son especialmente

afectadas por la actual destructividad sistémica. Por esto, la “fase senil del

capitalismo” crea la exigencia política de una gestión colectiva que regule la

destructividad creciente con que el sistema se reproduce – donde cada vez

más estructuralmente se apela a las guerras, que se tornan un trazo

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permanente de lo real –, aunque, inmediatamente, se evidencien las enormes

limitaciones que encuentra para lograrlo duraderamente.

En este sentido, la actual fase del capitalismo (“senil” o de “crisis

estructural”) no puede vivirse sino como un clima de renovada violencia. Una

violencia particular, según nuestro autor, que se ejercita menos entre los

propios centros (como ocurriera en las crisis inter-imperialistas pasadas, que

desembocaron en las dos grandes guerras mundiales), y más entre éstos y el

resto del mundo (Cf. ídem: 17). Mientras en las fases anteriores de la

acumulación la polarización social global se basaba en la relación centros

industriales/periferias no industrializadas, hoy se establece a partir del control

de los recursos monopolizados de las condiciones fundamentales de

producción-reproducción de la vida social. El “centro” está constituido por los

poseedores de dichos monopolios, quienes asimétricamente se relacionan con

las periferias ya industrializadas, aunque siempre subordinadas a aquellos35.

En esta línea, la senilidad se manifiesta, también, en la sustitución

creciente del modelo anterior de “destrucción creadora” por uno de “destrucción

no creadora”, que expresa el pasaje de un “capitalismo en expansión” hacia

uno en “contracción”. Estaría llegando el momento, en que las tendencias

destructivas, asociadas al actual modo de reproducción sistémica, prevalecen

ante las que aseguran su legitimidad, a través de sus dimensiones

“constructivas”. Nos encontramos en ese punto, donde la continuación de la

acumulación en los marcos de las relaciones sociales capitalistas y bajo las

nuevas bases tecnológicas, se torna un verdadero genocidio.

Actualmente, más de la mitad de la población, se ha vuelto inútil,

estructuralmente excedente. Así,

“La polarización a escala mundial, inherente a la expansión mundial del capitalismo, constituye la dimensión más dramática de las destrucciones asociadas a la historia de los últimos cinco siglos: cien millones de indios de América y otros tantos africanos exterminados para ‘poner en marcha’ el sistema. Pero la acumulación salvaje no fue solamente ‘primitiva’; sus formas se renovaron constantemente [...]. Hoy hemos alcanzado un estadio tan avanzado de la polarización que hemos llegado al punto de

35 El autor se refiere especialmente al control de la tecnología y del poder financiero; al control de los recursos naturales; de los medios de comunicación de masas y de las armas de destrucción masivas.

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que la mayor parte de la población del globo se ha vuelto ‘superflua’ para las necesidades del capital [...] una planificación cínica de la destrucción de los ‘inútiles’ (para el capital) mediante el hambre, las endemias, el SIDA y las guerras ‘tribales’” (ídem: 263).

Por otra parte, contradictoriamente, esto refleja la existencia de

condiciones objetivas para resolver las necesidades fundamentales del

conjunto de la humanidad. Pero, como sabemos, la lógica societaria imperante,

muy lejos de orientarse hacia la aplicación de los avances científico-técnicos en

función de permitir la reducción sensible del “reino de las necesidades”

humanas, inhibe dichas potencialidades de emancipación, llegando en la

actualidad a sumergir el proceso de la vida social en la creciente barbarización

(Cf. Ídem: 20).

1.3.1. La crisis en perspectiva histórica

Desde la perspectiva de Samir Amín, el siglo XX cerró con una

atmósfera parecida a la vivida a finales del XIX, la llamada “Bella Época” – que

efectivamente lo fue para el capital. Al final de siglo XX, al igual que un siglo

atrás, los burgueses – ahora los de la “tríada”, constituida por las potencias

europeas, los Estados Unidos y Japón – entonan un himno a la gloria de su

triunfo definitivo; las clases trabajadoras de los países centrales dejan de ser

“clases peligrosas” y se insta a los pueblos del mundo a aceptar la “misión

civilizadora” de los occidentales (Cf. 2005: 17).

La economía política de aquella “época bella” naciente – habiendo sido

dominada por los grandes clásicos Smith y Ricardo, y luego recibido la “crítica

corrosiva de Marx” –, proclamaba a viva voz el triunfo de la primera gran

“globalización liberal” de finales del siglo XIX. En ese contexto, surgió una

generación de pensadores que se ocuparán de fundamentar que el capitalismo

es un orden social “insuperable”, y que el “mercado” es la forma “natural” que

debe asumir la regulación de la sociedad. La ideología liberal triunfante,

afirmando el equilibrio producido por el mercado, es capaz de garantizar el

optimum social que permite estabilidad y democracia efectiva, construye un

“capitalismo imaginario” donde son solapadas las reales contradicciones del

sistema (Cf. ídem: 19).

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A partir de 1896, luego de décadas de expansiones, crisis y de intensas

luchas sociales, las bases técnicas del modo de producción son

revolucionadas. Se procesa la llamada “segunda revolución industrial” (de la

electricidad y la combustión) que va a tornarse el eje vertebral de una

renovación vigorosa del proceso de crecimiento económico de las potencias

más desarrolladas del sistema. En ese contexto, se constituyen los primeros

grandes oligopolios industriales y financieros. Esta salida de la crisis, de la

mano de la segunda revolución industrial, da pié a los “ideólogos del capital”

ante el estremecimiento de los movimientos y organizaciones de los

trabajadores, que son fuertemente tensionados a abandonar la radicalidad de

sus reivindicaciones, a sustituirla por “ambiciones más modestas” y “realistas”,

y a colaborar con la gestión del sistema.

Este triunfo, que aparecía como final y que abriría una “bella época” sin

fin para la sociedad, no llegó a sostenerse por más de dos décadas. La

dominación férrea de la lógica del capital en el conjunto de la vida social, esto

es, el liberalismo y sus leyes infalibles de mercado, lejos de resolver los

problemas y contradicciones del sistema, los intensificaba y agudizaba. Bajo el

deslizamiento ideo-político de los partidos y sindicatos de trabajadores, podían

oírse tenuemente las voces de un movimiento social disgregado, confundido,

vacilante, inflamable y explosivo, permeable a proyectos societarios

alternativos.

Este triunfo del capital, y su resultante en la amplificación de la

intensidad de sus procesos de concentración y centralización, por su parte,

acabará recalentando la competencia inter-capitalista, imprimiendo una

intensificación de sus contradicciones que llevará a una creciente “militarización

de las relaciones entre los Estados”, impulsada por los capitales que los

sustentan. Según el autor, en el propio seno de la “Bella Época” se incubaban

enormes conflictos nacionales e internacionales que van a desaguar en las dos

grandes guerras mundiales del siglo pasado – las cuales pueden ser

interpretadas como una única gran guerra mundial, con dos momentos

fundamentales.

De acuerdo con esta periodización, el periodo comprendido entre 1914 -

1945 se caracteriza por la lucha de “sucesión” de la hegemonía británica entre

Estados Unidos y Alemania (la llamada “guerra de los 30 años”) y el intento de

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construcción del socialismo en la URSS. En los países capitalistas centrales,

tanto en los victoriosos como en los derrotados de la primera guerra, los

esfuerzos son para restaurar la “utopía liberal”. Se sigue manteniendo el orden

colonial por medio de la violencia y se liberaliza la economía.

Resultados positivos aparecen durante un breve periodo, con

crecimientos aceptables de la economía – gracias al ensayo de nuevas formas

de organización de la producción y gestión de la fuerza de trabajo (como el

“fordismo”), que sólo van a generalizarse a finales de la segunda guerra

mundial – y una “primera globalización” del sistema financiero, que, no

obstante, se derrumbará dramáticamente a finales de la década de 1920. Así,

la década de 1930, hija de la crisis de 1929 y el preludio de la segunda guerra

mundial, no es un “bello” recuerdo para el occidente capitalista.

Por su parte, la URSS, que había transitado toda la década de 1920 a la

expectativa de la revolución en occidente, asumía su aislamiento y se

embarcaba en una serie de planes de desarrollo que le permitirán

efectivamente revertir su “atraso”. Se planificó y se centralizó el proceso de

acumulación con resultados elevados de crecimiento económico, comandado

desde un Estado progresivamente despótico. En pocos años el sistema

socialista soviético, acelerando la “acumulación extensiva”, logró industrializar

buena parte del enorme país y consolidó su poderío militar, lo que le permitió

vencer al nazismo que había tomado cuenta de buena parte de Europa. Para la

década de 1960, el desarrollo científico-técnico de la Unión de Repúblicas

Socialistas Soviéticas bastaba para poner fin al monopolio atómico

estadounidense.

Con el fin de la segunda guerra mundial, según nuestro autor, se

inaugura una nueva etapa del capitalismo (1945-1975) cuya particularidad sería

la complementariedad de los tres grandes proyectos societarios de la época: a)

el proyecto representado por el Estado Benefactor o Providencia en occidente;

b) los proyectos de construcción nacional burguesa tardía en buena parte de

las periferias del sistema (desarrollismo); c) el proyecto soviético, de

“capitalismo sin capitalistas”, relativamente autónomo de aquel sistema. Los

tres serían a su manera, proyectos sociales de “desarrollo”36. Las derrotas del

36 El problema del desarrollo, teorizado desde inicios del siglo pasado, se torna un tema dominante a la hora de dar respuestas a las contradicciones explosivas del sistema del capital.

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fascismo y del viejo colonialismo posibilitaban el ascenso reivindicativo de las

clases populares y de los pueblos oprimidos, lo que se cristalizaría como un

complejo sistema de mediaciones y formas de regulación de la reproducción de

las relaciones sociales capitalistas. El capitalismo re-ajustó su funcionamiento

para enfrentar las nuevas exigencias de su reproducción – y con esto lo

hicieron las condiciones socio-históricas.

En este sentido, dirá este autor, tanto el pensamiento social en general,

como en particular las teorías económicas dominantes desde la segunda

posguerra – que buscan legitimar los desarrollos nacionales auto-centrados del

Estado Benefactor en occidente, y el socialismo real del Este, pasando por las

modernizaciones de la periferia –, como también el proceso de efectiva

“mundialización negociada” que lo acompañó, en gran medida, se inspiraron en

las obras de Marx y de Keynes. Este último, ya había dirigido su crítica al

liberalismo con motivo de la crisis mundial de 1929, siendo desoído por las

fuerzas políticas mayoritarias favorables al capital. Las nuevas relaciones de

fuerza surgidas de la posguerra, más favorables al trabajo, posibilitarán las

políticas del Estado Benefactor y tornarán insignificante el liberalismo. Por otro

lado, Marx dominará en todo el campo del socialismo.

La crisis que emerge a partir de 1968 y llega a 1975, expresó claramente

la erosión y el posterior hundimiento de las estructuras en que se había basado

la prosperidad anterior. Desde entonces, y hasta nuestros días, se procesa una

reestructuración capitalista que desmonta los pilares de la fase “dorada” de

posguerra y procede a la instauración de un nuevo “orden” mundial que, en

realidad, se asemeja más a una suerte de “caos global”, donde momentos

profundamente barbarizantes se objetivan, renuevan y generalizan sobre el

conjunto de la vida social, definiendo los trazos de la damnificada sociabilidad

contemporánea.

Las políticas que constituyen la programática neoliberal – que es la

forma asumida por la respuesta del capital a su última crisis –, según Amín, no

Se torna una especie de “patrón de regulación” del movimiento del ser social capitalista, que será hegemónico a partir de la segunda posguerra. El mismo, se impuso tanto en el polo capitalista del mundo, como en el proclamado “mundo socialista”. Esta centralidad escénica del desarrollo, también, puede ser leída históricamente como reflejos de la derrota del socialismo revolucionario que marcara a fuego el inicio del siglo XX, y se expandiera hacia bastas regiones del mundo; de la desvirtuación de su proyecto histórico.

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representan una estrategia “positiva” de “expansión” del capital. Más bien, sólo

se proponen administrar la crisis, “dosificarla”. Y no podría ser de otro modo,

puesto que la espontaneidad característica de la dominación “libre” e inmediata

del capital, ante la ausencia de instrumentos de defensa y de regulación de la

explotación del trabajo, impuestos por las luchas de las clases subalternas,

nunca puede conducir a una gestión pacífica del mundo. Se reinstala el “mito”

de que el mercado, o sea, los intereses inmediatos del capital, por sí mismos y

liberados a su propia lógica, serían capaces de regular, de administrar, de

equilibrar la vida social. De esta forma, “la preocupación por el desarrollo se

deja de lado” y se forma un amplio consenso, especialmente en la década de

1990, sobre la idea de que el capitalismo (entendido como “libre mercado”)

representaría un horizonte insuperable, y, en consecuencia, el futuro se

inscribiría en el cuadro de los principios que rigen su reproducción. Afirma

Amín:

“El periodo de progreso y las visiones sociales de desarrollo de la posguerra permitieron transformaciones económicas, políticas y sociales gigantescas en todas las regiones del mundo. Estas transformaciones fueron el producto de las regulaciones sociales impuestas al capital por las clases obreras y los pueblos, y no, como pretende afirmar la ideología liberal, el resultado de la lógica de la expansión de los mercados. Pero estas transformaciones fueron de tal amplitud que definieron un nuevo marco para los desafíos que deben afrontar los pueblos en los albores del siglo XXI” (2005: 26).

En este sentido, toda la crítica marxiana de la economía política se

vertebra sobre un eje fundamental: el carácter que asume la reproducción del

sistema económico del capital nunca tiende, por sí mismo, a la realización de

cualquier equilibrio. Más bien, para Marx, es inherente a la lógica de este

sistema, un desplazamiento que va de desequilibrio en desequilibrio, de

manera imprevisible. La “competencia” entre capitales, que define al

capitalismo, suprime cualquier posibilidad de equilibrio general duradero. Para

este autor, el capitalismo es sinónimo de inestabilidad permanente. La misma

no deriva directamente de supuestas “leyes de la historia”; antes, debe ser

entendida al calor de las luchas sociales entre las clases, así como de los

conflictos entre Estados y entre capitales; en otras palabras, no puede ser

pensada por fuera de la política.

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Desde esta perspectiva, el pensamiento social burgués es economicista,

porque enuncia sus fundamentaciones a partir de la naturalización de las

legalidades de la economía, como si ésta fuera una esfera autónoma, como si

pudiera existir una ciencia (económica) “pura”. La alienación social que el

pensamiento social burgués produce se basa en el reemplazo del análisis del

funcionamiento real del orden social, por el “mito” del mercado auto-regulador

de la sociedad, que por su propia lógica tendería a un equilibrio general.

Procediendo así, pretendiéndose una teoría “pura”, el pensamiento liberal

construye su mundo imaginario (Cf. ídem: 43).

Por su parte, Keynes “reinó” en la mayoría de los centros capitalistas

durante buena parte de la segunda mitad del siglo pasado. Aunque sus

preocupaciones no apuntaban a las determinaciones últimas de las

contradicciones del sistema, y por tanto, no se proponían superarlas, se

constituyó como portavoz de una crítica severa a la versión liberal (más pura)

del capitalismo. Comprendía bien lo absurdo del discurso liberal dominante;

demostró que los mercados librados así mismos no son auto-reguladores, lo

cual es totalmente correcto. Este economista inglés, observo sensatamente

que el mercado, puesto que fundado en decisiones de operadores y no en

leyes objetivas, no conduce (necesariamente) a ningún equilibrio, sino que,

contrariamente, tiende permanentemente a la inestabilidad, por lo cual debe ser

regulado por el Estado.

De acuerdo con Amín, el capitalismo es siempre liberal cuando puede

serlo; esto es, mientras las relaciones de fuerzas sociales no lo obliguen a

adaptarse a exigencias diferentes de las que se expresan en la búsqueda del

provecho inmediato máximo e individual. Pero, nunca es duradero, porque

nunca produce lo que dice realizar; por el contrario, encierra a la sociedad en

sucesivas crisis de acumulación. Escribe el autor egipcio:

“Esta forma de socialización ‘a través del mercado’, si bien permitió una prodigiosa aceleración del desarrollo de las fuerzas productivas, también agravó sus caracteres destructivos. Es un modelo de socialización que tiende a reducir a los seres humanos a la condición de ‘gente’, sin otra identidad que la de ‘consumidores’ en el plano económico, y la de ‘espectadores’ – igualmente pasivos – (y no ya ciudadanos) en el plano político” (ídem: 71).

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Por esto, desde la perspectiva de este autor, el concepto de desarrollo

es, por naturaleza, una noción crítica para el capitalismo, que no puede ser

reducida a la idea burguesa de crecimiento económico al interior del sistema

del capital. El contenido de la idea de desarrollo depende esencialmente de la

relación entre las fuerzas sociales que lo determinan; del contenido del

proyecto societario de las fuerzas que lo hacen posible. La experiencia histórica

dicta que si esas relaciones de fuerzas son desfavorables al desarrollo; si el

capital está en condiciones de imponerse unilateralmente como proyecto

societario, las posibilidades de derrocarlo son sumamente complicadas, lo que

exigirá esfuerzos heroicos de creación (Cf. ídem: 29).

Para este autor, el desarrollo (como proyecto societario) busca atenuar

la “polarización” intrínseca al capitalismo (la abundancia y escasez modernas),

tanto a nivel “interno” de los países (las clases), como entre éstos. Así, el

desarrollo se tornará uno de los grandes temas de estudio de la teoría social,

haciéndose presente durante buena parte del siglo XX. El capitalismo,

polarizador por naturaleza, y hoy mundializado, mantiene una relación crítica

con el desarrollo, el que aparece como un concepto crítico del primero. El

problema del desarrollo, así entendido, se inscribe en el horizonte de

construcción de otra sociedad, alternativa a la del “puro” mercado; una

sociedad “pos-capital” (Cf. ídem: 63).

Es en este sentido, apenas, que desarrollo y democracia pueden

tornarse convergentes. Esencialmente, la lógica de mercado es divergente con

procesos de democratización de la vida social. Libertad sin igualdad, es

sinónimo de salvajismo, dirá Amín “es la barbarie” (ídem: 64). La democracia,

“puede y debe transformarse en el fundamento de una socialización

completamente diferente. Una socialización capaz de restituirle al ser humano

total su plena responsabilidad en la gestión del conjunto de los aspectos de la

vida social, económica y política”. Y agrega: “Así como el socialismo no puede

concebirse sin democracia, la democratización, a su vez, implica que su

conflicto con la lógica capitalista inscriba el progreso en una perspectiva

socialista [...] no existe socialismo sin democracia; no hay posibilidad de

progreso democrático fuera de la perspectiva socialista” (Ídem: 71).

El actual re-despliegue del imperialismo, que es la respuesta formulada

para enfrentar su crisis, renueva los términos del conflicto, de la polarización

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entre centros y periferias. Así, para profundizar la comprensión de la enorme

complejidad de esta crisis – según el autor egipcio – se debe entenderla desde

el foco del análisis de las relaciones de fuerzas sociales constituidas, reales y

operantes en la historia, en dos niveles fundamentales: 1) el que expresa los

conflictos entre las fuerzas del trabajo y las del capital en cada país; y 2) el que

expresa los conflictos entre sistemas nacionales diferentes que participan del

sistema mundial.

De modo que la crisis estructural del capital y su respuesta, alteraron

sustancialmente la polarización clásica entre centros y periferias, que desde la

primera revolución industrial se centraba en la oposición entre países

industrializados y no industrializados – estos últimos, como portadores de

recursos naturales y productores de materias primas. La misma, se alteró

sustancialmente formando una diversidad de situaciones y posiciones

particulares. Los procesos de modernización e industrialización efectuados por

vastas regiones de la periferia – ya sea alimentado por proyectos de

descolonización y desarrollo nacional, como de construcción del socialismo –

provocaron la emergencia de países con grados medios de desarrollo (semi-

periferias, países en vía de desarrollo, entre otras denominaciones). Es preciso

distinguir este hecho, puesto que hoy, dentro de la misma periferia se

encuentren expresiones de primera línea y otras marginales respecto al

sistema (Cf. ídem: 26).

Estas relaciones (centros-periferias), más que un producto directo que

deriva naturalmente de la lógica del mercado, en verdad, establece el marco

donde dicha lógica opera; donde ésta se crea y recrea. Con otras palabras, son

las relaciones sociales y su dinámica las que gobiernan la evolución de las

estructuras de los mercados, y éstos, desde ningún punto de vista son

demiurgo de la Historia. El capitalismo sólo se aparta de su lógica intrínseca,

de su rumbo endógeno, si las fuerzas opositoras, negadoras, contestadoras, se

revelan lo suficientemente fuertes como para imponerle ciertos ajustes, ciertos

límites. Sólo con resistencias efectivamente operantes, que amenacen y

dificulten su reproducción, puede obligarse al capital a asimilar y reparar en

determinadas reivindicaciones sociales, las cuales nunca podrían surgir como

resultantes “naturales” del despliegue de la lógica del capital unilateralmente

realizada, plenamente plasmada.

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Finalmente, es importante destacar la afirmación del pensador egipcio,

referida a la “contemporaneidad capitalista” como una fase del capitalismo

maduro, vertebrada sobre una actualización y una redefinición de las formas de

la polarización social hoy mundializadas (centro/periferia), a partir de la

situación monopolista de cinco aspectos que se han vuelto esenciales para la

vida social por parte de algunos países. Estos cinco monopolios son: el dominio

de la tecnología; el control de los flujos financieros (los grandes bancos,

compañías de seguro, fondos de pensión); el acceso a los recursos naturales

estratégicos; el dominio de los medios masivos de comunicación; y el control

de armas de destrucción masiva.

1.3.2. Sobre la crisis actual37

De acuerdo con el análisis de Amín, a partir de 1968-1971, el derrumbe

de los tres modelos de acumulación regulada propios de la posguerra,

desencadenó una crisis sistémica que presenta como característica distintiva

su carácter “estructural”. Dicha crisis, en muchos aspectos se asemeja a la de

finales del siglo XIX: las tasas de inversión y crecimiento caen a la mitad, el

desempleo se masifica y el pauperismo se acentúa. Desde 1970 hasta hoy, el

PBI global cayó de 5% anual a 2,9 %, y el aumento de las exportaciones de los

países de la OCDE, de 9 % en 1960, se eleva a 22% en 1996. La caída del

crecimiento repercute en las finanzas públicas a partir de la baja en la

recaudación fiscal, lo que lleva a “recortes” del “gasto público”. El déficit se

colma con la creación de “deuda pública”, y el “juego de seducción” con los

inversores (internos y externos). En trazos generales, el resultado global del

proceso se presenta como una hipertrofia financiera global.

Al igual que en épocas anteriores, la crisis actual se desarrolla en los

marcos de una nueva revolución industrial (la “tercera”, también llamada

revolución científico-técnica) que transforma profundamente las formas de

organización de la producción y la gestión de la fuerza de trabajo, y produce

37 Se trata de aprehender las tendencias estructurales del sistema, que lo marcarán en el largo plazo, sin confundirlas con los cambios coyunturales. La preocupación es por captar lo que será de larga duración en los marcos de esta nueva crisis de acumulación que graba esta fase de transición.

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una desarticulación de las formas organizativas históricamente constituidas por

los trabajadores, haciéndoles perder la eficacia política en la lucha. Para este

autor, más particularmente, la actual crisis (estructural) expresa el agotamiento

“expansivo” del capitalismo histórico. El mismo habría agotado sus

posibilidades reales de producir una nueva fase de ascenso histórico del

capitalismo, de retomar el vigor necesario para garantizar la reproducción de la

acumulación en la escala hoy imperante.

De modo tal que el sistema, hoy se revelaría incapaz de realizar una

nueva fase de expansión mundial, capaz de desatar un “progreso” amplio y

compartido por todos, inclusive desigualmente. La caracterización de la crisis

actual como estructural se refiere, justamente, a los límites alcanzados para

continuar expandiendo el capitalismo, en otras palabras, de resolver los

problemas del capitalismo con más capitalismo. Por otra parte, vale recordar

que dichos límites son alcanzados como resultado del progreso, de la

consolidación y profundización de la propia lógica contradictoria que está en la

base del sistema.

El trazo que caracteriza a esta fase del capitalismo, dirá este autor, está

representado por la “senilidad del capitalismo”. Ésta, muy lejos de significar

armonía, equilibrio natural producido por el mercado (tal como pregonan los

apologistas), se efectiviza como un verdadero proceso de renovación y

fortalecimiento de los momentos de violencia en el sistema, a los que éste se

ve obligado a recurrir cada vez más sistemáticamente para permanecer, para

resistir en el tiempo, en fin, para reproducirse. Los discursos tranquilizadores

(liberales o reformistas moderados) que minimizan este salto de cualidad en la

reproducción sistémica, tienden a descuidar la comprensión de la profundidad y

del alcance de las actuales transformaciones en curso en el mundo

contemporáneo.

El capitalismo de nuestros días, el “nuevo imperialismo”, sin romper

con los rasgos esenciales de la sociedad del capital, expresa de modo

particular las contradicciones producidas por el despliegue de su lógica. Las

expresiones de la crisis estructural, sus refracciones, tienden a

profundizarse, a potenciarse, a tornarse permanentes en la vida social. Más

que discursos tranquilizadores, se precisa radicalizar la crítica. No como

apego melancólicamente dogmático a tesis de “otros tiempos”, sino como

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renovación, como re-actualización de la teoría a la realidad y su

movimiento.

Consideramos, entonces, que la crisis estructural presenta elementos y

trazos nuevos, cuya evolución seguramente marcarán el futuro. Su

particularidad38 se constituye por la profundización de las contradicciones que

emanan del propio desarrollo de las fuerzas productivas en curso en el

capitalismo39, el que es productor y producto de las sucesivas revoluciones

tecnológicas engendradas por el sistema, que al realizarse históricamente,

produce fuertísimos impactos sobre el conjunto de la vida social. Uno de los

principales impactos se relaciona con el conjunto de metamorfosis que

atravesó a las formas de organización de la producción y a las relaciones

sociales en general desde que tuvo inicio, hace más de tres décadas. Los

fenómenos que encarnan estas transformaciones sistémicas se parecen cada

vez menos con “avances civilizatorios”, y cada vez más con un “retorno de la

barbarie”.

La actual revolución científico-técnica, como toda revolución con ese

carácter, reordena los modos de organización de la producción y del trabajo, el

cual parece estar tornándose un “bien escaso”; se estaría asistiendo al “fin del

trabajo”. Consecuentemente y como frutos de las revoluciones productivas, se

altera la composición de las clases sociales y de sus formas de organización.

Afirma el autor: “la nueva revolución tecnológica – en sus dos vertientes

principales, la informática y la genética – parece permitir, al mismo tiempo, un

ahorro del trabajo directo y de las instalaciones (por lo menos en lo referente al

volumen total de las inversiones). Pero exige otra división del trabajo total

empleado, más favorable al trabajo calificado” (ídem: 3).

38 Situamos una expresión medular de la crisis actual, que define su particularidad, en la crisis del “mundo del trabajo” y su manifestación contemporánea más dramática: el desempleo estructural, entendiéndolo como un fenómeno inmerso y determinado por el proceso más general de desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad, las que, operando bajo los actuales imperativos de organización societaria de la producción de riqueza social, se traducen en “tiempo libre frustrado” para masas sustanciales de la población del planeta, con sus consecuentes expresiones de barbarización de la vida social.

39 Fuerzas productivas estas que, hoy, se tornan cada vez más destructivas, como bien puede comprobarse si se observa la producción de arsenales de armas nucleares con capacidad para destruir la totalidad de la especie humana; los riesgos incalculables que provoca los “avances” de la bio-genética; la cuestión ambiental y su depredación suicida, entre otros síntomas descontrolados de nuestra época.

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Presionadas por tales transformaciones, las formas socio-organizativas

consolidadas son descompuestas, y nuevos sistemas organizativos son

reconstruidos a partir de la ruptura con los modelos anteriores. En estos

momentos de la transición – dirá el autor –, se refleja la inclinación de las

relaciones sociales de fuerza a favor del capital. Es esto lo que produce la

revolución tecnológica en curso, la cual alberga un enorme potencial

emancipatorio para liberar a los individuos, pero, por la peculiar lógica que la

preside, acaba tornándolos más prisioneros de la opresión, de la explotación,

que sustenta a este orden social. La revolución tecnológica significa que se

puede producir mayor riqueza con menos trabajo. Desde nuestro punto de

vista, el llamado “fin del trabajo” expresa, fundamentalmente, que las

condiciones para la superación del capitalismo están presentes y maduras.

Pero, el capital, esencialmente, no puede existir sino en relación con el trabajo

vivo, o mejor, con la explotación de éste.

Por esto, dirá Amín, la contradicción se expresa en el hecho de que:

“En el mundo del capitalismo real, el trabajo no puede ser utilizado por sí solo, sino por el capital que lo domina, pues le suministra ganancias, en la medida en que la ‘inversión’ resulta rentable. Pero este proceder, al excluir del trabajo una cantidad creciente de trabajadores potenciales (y privándolos, en consecuencia, de cualquier ganancia), condena al sistema productivo a contraerse en términos absolutos y, de todos modos, a desarrollarse a un ritmo de crecimiento muy inferior al que permitiría la revolución tecnológica” (Ídem: 4).

En este sentido, al encontrarnos con la polémica sobre el “fin del

trabajo”, o del “tiempo libre”, es común la presencia de una perspectiva

“ilusoria” del desarrollo tecnológico, que lo fetichiza, lo mistifica. Dicha

perspectiva sostiene que la afirmación de las actuales tendencias a reducción

del trabajo vivo, al final, mecánicamente y por sí misma, podría transformar la

realidad en un sentido superador (en el sentido de una aufhebung). El

capitalismo continúa existiendo efectivamente; el desarrollo científico-técnico

actual se desarrolla a su favor; no puede pensarse separadamente. El

resultado en términos de sociabilidad es lo que algunos autores han

denominado “tiempo libre frustrado”. Este, que responde a la actual tendencia

que convierte en superfluos a grandes contingentes del mundo, es el terreno

donde germina la barbarie capitalista contemporánea.

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El discurso de los apologistas proclama que la fuerte reducción del

trabajo total es posible gracias a la utilización de las nuevas tecnologías; mas

específicamente, gracias a la elevada productividad lograda. Pero, en el

funcionamiento real del sistema esta “economía del factor trabajo” se traduce

en una brutal reducción de la masa de trabadores utilizados por el capital (la

“exclusión”). La tesis de los partidarios del capitalismo afirma que los excluidos

de hoy podrán trabajar mañana, gracias a la expansión de los mercados. En

esta lógica, hoy como ayer, en el fordismo, los puestos de trabajo suprimidos

por el aumento de la productividad del trabajo serán compensados por nuevos

puestos, en otras ramas, generados por la expansión general (Cf. idem: 6).

De acuerdo con Amín, esta tesis sólo puede ser creíble y básicamente

viable, si prevé la intervención del Estado como gran regulador. Como dijimos,

el mercado es “fuente de exclusión”; solo reconoce y se interesa por la

demanda solvente. El mercado, dirá este autor, pone en funcionamiento un

sistema regresivo que excluye cada vez más, que concentra la producción

sobre una cada vez más “restricta” demanda solvente. De esta manera,

siempre se tiende a la crisis de superproducción. Este autor afirma que a partir

de 1945 el Estado intervino para contrarrestar los efectos del espiral regresivo,

haciendo uso del “contrato social”, que permitió una nueva relación entre la

fuerza de trabajo y el capital. Dicho contrato permitió, además, la expansión de

los mercados: el Estado ya no era sólo el instrumento unilateral del capital, sino

también el instrumento de compromiso social. Es por esta razón que en el

capitalismo, el Estado democrático sólo puede ser un Estado regulador social

del mercado (Cf. ídem: 6).

La fase actual (de la crisis estructural) del capitalismo deja márgenes

muy estrechos para reivindicaciones “progresivas” de carácter reformista,

siendo que hoy, las mismas, para “integrar” efectivamente y no administrar la

“exclusión”, deben ser auténticamente radicales, deben ir a la raíz del

problema. No existe suficiente margen de maniobra en el actual funcionamiento

del sistema, lo que pronto lleva a enfrentamientos con la estructura de la

propiedad privada, que es desde donde se realiza el control y la utilización de

las nuevas tecnologías en beneficio exclusivo del capital oligopolio. De modo

tal que, el enorme potencial que la revolución científico-técnica en curso

alberga, sólo podrá ser canalizado humanamente si es reorientado y

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encuadrado en los marcos de otro tipo de organización de la sociedad, de otro

tipo de producción material de la sociabilidad. Dentro de los actuales

parámetros societarios, cuyos horizontes son definidos por el capital, la enorme

productividad alcanzada por el trabajo, o sea, las posibilidades sustantivas de

reducción del reino de las necesidades humanas del conjunto, de

emancipación, se tornan su opuesto, y conducen a una barbarización de la vida

social.

Se trata de una dialéctica operante en el capitalismo, que no es “nueva”,

donde potencialmente existen las condiciones para reducir sustancialmente el

“tiempo” y el lugar que ocupan la producción de las condiciones materiales para

la satisfacción de las necesidades del ser social (el llamado “reino de la

necesidades”). No obstante, esta reducción, al operar a través de una lógica

alienada y alienante, aleja, inhibe estas posibilidades emancipatorias, haciendo

que se tornen su contrario: deshumanización y degradación social.

Por esto, puede afirmarse que el proceso de disgregación política de las

fuerzas del trabajo, contradictoriamente, se vuelve un resultado y un

presupuesto del proceso de reproducción ampliada del capital. Es a través del

mismo que el capital obtiene “oxígeno” para efectuar los ajustes de cuentas

necesarios para su valorización permanente. Sin embargo, para este intelectual

egipcio, la metamorfosis de la clase trabajadora genera nuevas

determinaciones en ese sujeto colectivo; la irrupción de los movimientos de

mujeres y de grupos que militan contra la destrucción ambiental que amenaza

al planeta en su totalidad, son expresiones significativas que se muestran como

avances efectivos del movimiento social. No obstante, la fragmentación, la

heterogeneidad y la despolitización son las expresiones más complicadas de

resolver, resultantes de las metamorfosis contemporáneas que viene

experimentando el trabajo.

En este sentido, en tanto la gestión económica de la crisis continúe

apuntando a la “desregulación” y al “libre” mercado; a liberalizar los precios y

salarios; a reducir el “gasto” público (particularmente los servicios sociales) y a

privatizar, aquellos problemas, muy lejos de resolverse, se agudizarán. La

expresión “desregulación”, en realidad, encubre una regulación unilateral de los

mercados, ejercida por el capital dominante. Es justamente a dicha gestión de

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la crisis, en los diferentes ámbitos y niveles que atraviesan el ser social, a la

que llamamos aquí de administración de la barbarie. Según el autor:

“La gestión de la crisis, fundada en una alteración brutal de las relaciones de fuerza a favor del capital, coloca nuevamente las recetas del liberalismo en posición de imponerse [...]. La crisis se hace manifiesta en el hecho de que las ganancias obtenidas de la explotación no encuentran salidas suficientes en inversiones rentables competentes para desarrollar las capacidades de producción. La gestión de la crisis consiste pues en encontrar ‘otras salidas’ a ese excedente de capitales flotantes, a fin de evitar que se desvaloricen masiva y velozmente. La solución de la crisis implicaría, en cambio, modificar las reglas sociales que gobiernan el reparto del ingreso, el consumo, las decisiones de inversión; es decir, otro proyecto social – coherente – diferente del que se ha fundado sobre la base de la regla exclusiva de la rentabilidad” (ídem: 31).

En este sentido, la mundialización capitalista exige que la

administración de la crisis opere en ese nivel. Al mismo tiempo, la gestión

adecuada del gigantesco excedente de capitales flotantes implica la sumisión

de la maquinaria económica al criterio exclusivo de la ganancia. En función de

esto, se implantan los llamados procesos de “desregulación” de los mercados

nacionales; las tasas de interés elevadas; las privatizaciones; en fin, todo el

elenco de “recomendaciones” neoliberales que, en conjunto, constituyen una

política que responde a las necesidades de la valorización del capital

ofreciéndole “posibilidades” para los “capitales excedentes”.

En ese contexto, bajo amenazas de super-acumulación, las inversiones

y aplicaciones financieras se tornan verdaderos canales de “fugas hacia

adelante”, “salidas” temporales, para la crisis del capital. Por la vía de este

“capital ficticio”, fue posible alejar, al menos por algún tiempo, el fantasma de la

desvalorización masiva de capitales excedentes (súper-acumulados)40.

Lo cierto es que la administración neoliberal de la crisis, al mismo

tiempo, fue catastrófica para las clases trabajadoras en general, y rindió

buenos frutos al capital. Por el mismo proceso creó miseria, degradación y

barbarización de la vida social, y generó una acumulación abundante de

40 El autor afirma que es posible tener una idea de las enormes dimensiones de este capital ficticio si se toma en cuenta que la cifra del comercio mundial es del orden de 3 billones de dólares anuales, y la de los movimientos internacionales de capitales flotantes, del orden de los 80 billones, o sea, casi 30 veces más importante (Cf. ídem: 32).

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riquezas para algunos – los que se beneficiaron y vivieron efectivamente una

“globalización feliz”. Sin embargo, esta última no fue la realidad de la enorme

mayoría de la población del planeta, que efectivamente vio entumecer su

calidad y las expectativas de vida. Podemos concluir, entonces, que la actual

“gestión de la crisis” no representa una salida duradera para la reproducción

del socio-metabolismo del capital.

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CAPITULO II

SOBRE LOS FUNDAMENTOS DE LA BARBARIE CONTEMPORÁNEA

2.1. Una introducción al debate ontológico. El proceso de producción y

reproducción material de la vida social

Partimos de la idea directriz de que la producción-reproducción

material de la vida, que se realiza socialmente, implica la producción y

reproducción ampliada de relaciones sociales, en un determinado tiempo

histórico.

“Siendo el trabajo la actividad vital específica del hombre, éste mediatiza la satisfacción de sus necesidades por la transformación previa de la realidad material, modificando su forma natural, produciendo valores de uso. El hombre es un agente activo, capaz de dar respuestas a sus carecimientos a través de la actividad laboral. Como agente activo amplía incesantemente el círculo de objetos que pueden servir a la actividad vital humana, sea para su consumo directo, sea como medio de trabajo. Vive en un universo humanizado, producto de la actividad humana de generaciones precedentes: de objetivaciones de sus experiencias, facultades y necesidades” (Iamamoto; 2001: 40; traducción nuestra).

Con base en la concepción marxiana de historia, puede afirmarse que

para que exista vida social es preciso que sean producidas las condiciones

materiales básicas e indispensables para la vida de los seres efectivamente

existentes. Esto significa que para que podamos hablar de historia (que

siempre es historia social), ciertas necesidades elementales para la vida

humana deben ser satisfechas. Este hecho “natural”, la producción-

reproducción del ser social – el “momento fundacional” –, generalmente es

desconectado de los análisis sociales, como si fuese algo dado, pre-

determinado e inmodificable. Así, el análisis del ser social es des-economizado.

El análisis histórico del modo particular en que el proceso de producción-

reproducción de la vida material se realiza es un momento fundamental para

comprender efectivamente las determinaciones que configuran una época

histórica. Puede afirmarse, entonces, que la existencia efectiva del ser social

supone, como condición necesaria e ineliminable suya, que sean producidos

los medios que permitan satisfacer las necesidades elementales para la vida

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humana – desde las más básicas como comer, beber, vestirse, tener

habitación, hasta las más elaboradas. De modo que, dicho proceso de

producción, por medio del cual se satisfacen las necesidades vitales y se

produce la vida social propiamente, es el presupuesto ineliminable de toda

historia41. Por esto, otorgamos aquí una centralidad ontológica al proceso de

producción material de la vida social, puesto que, según Marx y Engels, ese es

“el primer hecho histórico”.

Desde la dialéctica marxiana, esta producción para la satisfacción de

necesidades, engendra relaciones de cooperación entre los individuos en el

acto de producir, a fin de facilitar y hacer más efectivo el proceso de

apropiación de la naturaleza, de transformación y adecuación de la misma a las

necesidades humanas. En este sentido, la producción material de la vida social

es, al mismo tiempo, un modo de producción social de la vida material. Esto es,

el proceso de producción y reproducción de la vida social, a partir de las

interrelaciones entre los individuos que “trabajan”, crea “lazos”, relaciones

sociales.

El desarrollo del “proceso de producción” para satisfacer las

necesidades – que es socialmente realizado – va creando nuevas necesidades,

esto es, desencadena un proceso ascendente de ampliación y complejización

de las mismas, a través del cual, también, son creadas nuevas formas de

relaciones sociales, de cooperar, para poder satisfacerlas. Entre tanto, el

aumento de la población crea nuevas necesidades, que demandan nuevas

producciones que las satisfagan, y permite una dinámica socialmente creciente

– siempre en función de satisfacer necesidades. Así, el reinicio permanente de

ese momento primario se da en una escala ampliada y crecientemente

compleja, como un conjunto de actividades cada vez más humanamente

realizadas, esto es, cada vez más socialmente elaboradas.

41 Es apenas en este sentido “ontológico” que, desde la perspectiva marxiana, debe entenderse la “prioridad” del momento de la producción material (luego denominada producción económica) en la vida social, sin olvidar ni descuidar que a través del mismo, también y concomitantemente, se producen formas históricamente determinadas de relaciones sociales que lo hacen efectivo; relaciones sociales que se crean en el proceso de organización de esta producción material en función de hacerla más efectiva -más productiva podríamos decir- pero que, enseguida, van mucho mas allá de estas, aunque sin abandonar jamás ese “suelo” material.

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Desde esta perspectiva, la producción material de la vida social, es, por

el mismo proceso, producción social ampliada de la vida material y,

considerada de forma in-interrumpida, constituye el denominado proceso de la

reproducción social. La producción-reproducción de la vida social – proceso por

el cual se satisfacen necesidades y se crean otras nuevas – es producción y

reproducción de relaciones sociales. A esta dialéctica se refiere Marx cuando

esboza la idea de que los hombres hacen su historia, y ésta es, justamente, la

historia de su auto-producción-reproducción; producción esta que se realiza

socialmente y se expresa a través de formas históricamente determinadas42.

En este sentido, en la perspectiva de Marx, el proceso de producción-

reproducción del ser social es esencialmente histórico; es un proceso dinámico

y contradictorio que va asumiendo diversas formas histórico-concretas en cada

época. Aunque sea una condición ineliminable y eterna para la existencia del

ser social, las formas sociales que asume, las relaciones sociales específicas

que este “proceso productivo” engendra, y a partir de las cuales se organiza y

desarrolla, constituyen un complejo contradictorio y conflictivo que se encuentra

sujeto a constantes reformulaciones históricas.

A través de dicho proceso de “reproducción ampliada” de la sociedad,

que es fruto de la actividad laborativa de los propios hombres bajo

determinadas condiciones históricas, la sociedad va ampliando también sus

capacidades para apropiarse de la naturaleza, de transformarla cada vez más

adecuadamente a sus fines. El conocimiento sobre la causalidad natural y sus

legalidades, necesario para poder transformar lo real natural, se torna más

sistemático, al mismo tiempo que se “acumulan las experiencias” producidas en

la relación socio-metabólica humanidad-naturaleza. Este proceso se constituye

en el palco del “desarrollando las fuerzas y capacidades productivas” de la

sociedad.

42 La noción de producción material de la vida no debe ser comprendida reducida a la producción de los bienes materiales necesarios para la vida social. Con esta categoría nos estamos refiriendo a la producción de la existencia real, efectiva, objetiva del ser social, que involucra tanto la producción del conjunto de bienes materiales socialmente necesarios para la satisfacción de las necesidades, como también, y por el mismo proceso, la producción de la existencia efectiva, real, del conjunto de relaciones sociales (económicas, de género, ideológicas, políticas, etc.) engendradas y posibilitadas por tal proceso. Entendemos por producción material, junto a Marx, la producción de la existencia efectiva de lo real.

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El modo contemporáneo de organizar la producción-reproducción social

de la vida material, de realizar el socio-metabolismo con la naturaleza, porta la

cualidad de engendrar crudas contradicciones que, en el transcurso del

desarrollo histórico, llegan a afirmarse como verdaderos antagonismos. Dichos

antagonismos florecen en el seno del actual orden social como productos

resultantes de las contradicciones inmanentes a su “lógica inherente” y peculiar

de regir el proceso general de producción-reproducción de la vida social: la

lógica del capital.

Así, la contradicción mas visiblemente irracional y más catastróficamente

des-humanizadora que emerge en nuestra contemporaneidad con una potencia

destructiva que se multiplica a raíz de su propio “progreso” es la que se forma

con el desarrollo alcanzado por las “capacidades sociales productivas” – que,

ciertamente, bien podría satisfacer ampliamente las necesidades (por lo menos

las elementales) de todos los individuos sociales del planeta – y el tipo

específico de relaciones sociales – bajo la “lógica” del capital, productoras de

alineación –, mediante las cuales aquél se hace efectivo. La modalidad de

organizar la producción material de la vida social, bajo el capitalismo, no tiene

por finalidad resolver las necesidades de la vida de las mayorías sociales, más

bien, en la contemporaneidad, es nítida la tendencia que las sumerge

“globalmente” en el pauperismo y en niveles “alucinantes” de alineación, hoy

imperantes. Esta tal vez sea la verdad de la tragedia de nuestro tiempo

histórico.

Es esta la contradicción más desesperadora de nuestra actualidad

social; las fuerzas “fetichizantes” de la “naturalización” cuidan celosamente que

su núcleo irracional no sea desvendado y, así, evidenciada su auténtica

monstruosidad. Sin embargo, se torna cada vez más complejo oscurecer esta

conflictiva relación alienada y alienante – entre el desarrollo creciente de las

fuerzas productivas y el tipo de relaciones sociales – que, en los marcos de la

sociedad capitalista madura, en “crisis estructural”, se torna la base objetiva del

proceso de producción de “barbarie” contemporánea. La superación de esta

relación contradictoria, antagónicamente estructurada – puesto que

subordinada a la lógica disociadora inmanente del capital – y responsable por

la “alineación social”, es prerrequisito para frenar el actual avance de la

barbarie de este tiempo, retirando los velos mistificadores con los que es

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presentada, para tornar visible su racionalidad catastrófica que no admite

límites.

2.1.2. Dialéctica del trabajo y sociabilidad

Según el estudio de Infranca y Vedda (2004),

“Si bien el proyecto de una ontología se delinea en György Lukács durante la década de 1960, el interés por una concepción marxista fundamental – es decir: sustentada en una lectura más profunda de los fenómenos sociales, más directamente orientada a la búsqueda de categorías y principios fundamentales – había aparecido en Lukács ya en los inicios de la década de 1930 cuando, en Moscú, tuvo acceso y oportunidad de leer los Manuscritos económico-filosóficos de Marx, escritos en 1844, que solo fueron publicados por primera vez en 1932” (2004: 15).

Como la gran mayoría de los marxistas de su generación, Lukács no se

había encontrado hasta allí con la “obra de juventud” de Marx, con “ese

tratamiento precioso de la ‘Fenomenología hegeliana’ intrínsecamente

combinado con la critica de la economía política”. Es a partir de entonces que

comienza a procesarse un “viraje ontológico” en la reflexión lukacsiana, que lo

acompañará y ocupará hasta el fin de sus días, a mediados de 1971. Aquellas

“preocupaciones ontológicas” despertadas en las primeras décadas del siglo

XX se hacen más fuertes, una vez que son dados por concluidos sus estudios

sobre Estética y se ocupa en formular los trazos generales del sistema

categorial de su edificio filosófico más osado y ambicioso: una Ética. Mientras

se disponía a escribirla, Lukács siente la necesidad de definir más

precisamente el “sujeto” que debiera asumir un comportamiento ético; así, de

este modo, nace la determinación de trabajar sobre una ontología del ser

social, como paso previo a dicha Ética (Cf. ídem: 10).

Del mismo modo que Marx en su momento se vio obligado a ajustar las

cuentas con la tradición teórica que marcara su primera fisonomía intelectual –

el “idealismo objetivo” de la filosofía hegeliana –, valiéndose para esto de la

aproximación con el materialismo de Feuerbach, Lukács en los años 1960 se

propone ajustar cuentas con el marxismo que le es contemporáneo, el cual, a

esa altura, se encontraba “nadando” en una profunda crisis (tal vez la más

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profunda que haya registrado), primando en su interior una lógica de

pensamiento férreamente reduccionista y rígidamente mecanicista que da el

tono y demarca a buena parte de las experiencias socialistas en ese cuadrante

del siglo XX.

En este contexto, Lukács parece estar convencido de que la tarea

prioritaria de la crítica socio-histórica es activar el “renacimiento del marxismo”,

reconstruir su potencial revolucionario. Para tanto, con la Ética en el horizonte,

se aboca a la formulación de una “ontología del ser social”, concibiéndola como

un momento introductorio, que pueda exponer la “peculiaridad” de lo humano,

de lo social, más allá de las teorizaciones mistificadoras hegemónicas – tanto

en sus vertientes más naturalistas y evolucionistas, como de las religiosas y

metafísicas en general.

La perspectiva teórico-filosófica de Lukács se inscribe dentro de los

marcos teórico-ideológicos abiertos por la inflexión que la obra de Marx y

Engels representó para el pensamiento social, y en varios momentos enriquece

de determinaciones aquella obra, la profundiza (así como Gramsci y otros lo

hacen en otros sentidos).

En el capítulo de la “ontología” dedicado al “trabajo”, a partir de la

preocupación ontológica y apoyándose en la teoría social marxiana, Lukács

desarrolla la tesis que lo concibe como categoría fundante del ser social; como

“fenómeno social originario”43. Allí, puede apreciarse la polémica teórica

establecida con otras corrientes filosóficas, especialmente con los sistemas

idealistas, tracendentalistas, aunque también con corrientes del llamado

materialismo vulgar – un materialismo “estrecho”, desde el punto de vista de la

dialéctica –, que tienden a naturalizar el proceso de la producción-reproducción

del ser social. Lukács construye este marco teórico de referencia a partir de la

formulación marxiana inicial, aunque enriqueciéndola de determinaciones –

particularmente en el análisis del momento fundante del ser social, su génesis

histórica.

Según estos autores, probablemente habría que atribuirle a Engels la

mayor insistencia en el tratamiento reflexivo del problema ontológico en 43 Pero, ¿en qué sentido? ¿En el de afirmar que el trabajo es la categoría primera y más importante del ser social? ¿Quiere decir, acaso, que categorías como praxis, por ejemplo, son secundarias o menos relevantes que aquella? Simplemente, no.

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general, y de esta cuestión en particular, puesto que en varios momentos se

dedica y realiza contribuciones sustanciales (aunque no siempre sus resultados

hayan quedado libre de problemas teóricos). Lukács re-trabaja el aporte

engelsiano en la ontología, mostrando la presencia de ciertas tendencias

evolucionistas que permean su análisis y que limitan la potencia heurística de

su intento. En este sentido, podría decirse que la concepción lukacsiana sobre

el trabajo, expresada en este capítulo de la ontología, es formulada a partir de

una perspectiva binocular: de un lado, el filósofo húngaro se atiene a dichos

trabajos de Engels, buscando problematizar sus límites y de ello alimentarse44;

por otro lado, recuperará los momentos (por cierto no muy asiduos) en que

Marx se ocupa del tema, buscando la profundización de los mismos45.

Otro aspecto relevante de la ontología de Lukács es que la relación con

Hegel asume un valor primordial; y lo hace a partir de otorgarle centralidad a la

categoría mediadora del trabajo. Dirá Infranca:

“Cuando el trabajo se convierte no sólo en principio-fundamento de la sociabilidad y de la historicidad, punto de observación del ser social en su totalidad, la ontología dialéctica hegeliana proporciona las principales categorías de una articulación teórica de ese tipo. En ese contexto, Marx no es dejado de lado; sin embargo, se acentúan esos elementos característicamente hegelianos del pensamiento marxiano [...]. Lukacs hace subir a la superficie la herencia hegeliana de la reflexión de Marx” (2005: 30)

En el capítulo V del El Capital, tratando del “proceso de trabajo” y el

“proceso de valorización”, Marx sitúa al “trabajo” como una condición

ineliminable y eterna de la vida social. En dicho pasaje de su obra magna,

define el “proceso de trabajo” como un metabolismo necesario y elemental para

la existencia del ser social, que se constituye en la relación hombre y

naturaleza. En dicho capítulo, inicialmente Marx se refiere al “trabajo” en tanto

productor de “valores de uso” para la satisfacción inmediata de las

necesidades; lo llama “trabajo útil” o “concreto”. En un segundo momento,

44 Nos referimos especialmente a los trabajo Dialéctica de la Naturaleza, Anti-Dhüring y al ensayo sobre El papel de la mano en la transformación del mono en hombre, de Frederik Engels.

45 De Marx, especialmente en los Grundrisse de 1857-58, El Capital, publicado en 1865 y los llamados Manuscritos económico-filosóficos, de 1844. También trata este tema en el manuscrito sobre La Ideología alemana, escrito junto a Engels en 1845-46 y en la Critica al programa de Gotha.

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piensa esta categoría más desarrollada históricamente, más compleja, o sea, al

trabajo, además, como productor de “valores de cambio”; lo llama “trabajo

abstracto” o “simple”. Esta distinción conforma una “dialéctica del trabajo”

propiamente marxiana, donde las dimensiones anteriormente mencionadas

forman una unidad contradictoria históricamente determinada.

Es preciso, no obstante, detenerse un momento para pensar los sentidos

y alcances de la afirmación lukacsiana, para evitar interpretaciones distantes de

las pretensiones originales. La afirmación del trabajo como condición eterna,

ineliminable para la vida social, tiene un significado rigurosamente lógico sobre

lo ontológico en el ser social y, por esto, abstracto y genérico. No se trata del

proceso de trabajo en su forma capitalista, típicamente asalariado, alienado,

alienante, donde se impone el “trabajo abstracto”, sino del proceso metabólico

necesario realizado por la humanidad en todos los tiempos históricos, que

permite su producción-reproducción. Tal afirmación se refiere al papel

fundamental de esta categoría ontológica en el proceso de producción de las

condiciones necesarias para la satisfacción ampliada de las necesidades

humanas.

La dimensión lógica sobre lo ontológico será básicamente recuperada

por Lukács en su ontología. Dirá el filósofo:

“[...] con la consideración que aquí realizamos del trabajo como elemento aislado, se consuma una abstracción; la socialización, la primera división del trabajo, el lenguaje, etc., surgen sin dudas del trabajo, pero no en una sucesión temporal puramente determinable, sino simultáneamente, de acuerdo con la esencia. Es, pues, una abstracción sui generis la que aquí realizamos; en el plano metodológico, es de carácter similar a aquellas abstracciones que hemos trabajado detalladamente en el análisis de la estructura especulativa de El capital de Marx. Su primera resolución tiene lugar ya en el segundo capítulo, en la investigación del proceso de reproducción del ser social” (Lukács apud Infranca y Vedda; 2004: 59).

Por esto, es pertinente advertir sobre los riesgos de incurrir en

extrapolaciones de los niveles del análisis (concretos y abstractos) de las

categorías (el trabajo, en este caso); más bien, se trataría de entender

dialécticamente los diversos momentos de una unidad problemática. De modo

que, las categorías más simples, que corresponden al nivel más abstracto del

análisis, expresan la generalidad de un fenómeno determinado; su contenido

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esencial, si se quiere; mientras que las más concretas, históricas y

multiformemente complejas, expresan la terrenalidad, la forma específica de

realización de un fenómeno tal.

De modo que, aquella formulación marxiana, tanto de El capital como de

la Ideología alemana, será un pilar fundamental de la teorización de Lukács

sobre el papel del proceso de trabajo como proceso esencial que posibilita la

emergencia de un tipo determinado y específico del Ser: el ser social; procesos

éstos cuya génesis se localiza en el peculiar metabolismo conformado a partir

de la relación singular entre “sujeto-objeto”, exclusiva del mundo social,

constitutiva y constituyente del mismo. Una peculiar combinación de causalidad

-teleología posibilitadora del “salto ontológico” que diferencia lo meramente

natural y lo social.

Así, como capítulo introductorio de la Ética, buscando delimitar la

génesis del sujeto capaz de portarla, esta fundamentación lukacsiana del ser

se propone contribuir con una cosmovisión que permita la aprehensión - lo más

objetiva posible – de las efectivas determinaciones que están en la base de la

producción histórica del ser social. Dirá Infranca:

“La utilización categorial de la problemática del trabajo en Hegel y Marx, por parte de Lukács, unida a una inteligente reformulación de algunos conceptos de la Metafísica de Aristóteles, imprime al concepto de trabajo un sello de gran valor especulativo. Desde las primeras reflexiones sobre el tema del trabajo y sobre su importancia, emerge su valor fundante respecto del ser social” (2005: 30).

Decíamos, entonces, que en la década de 1960, fundamentalmente

motivado por los dramáticos resultados de las primeras experiencias

societarias inspiradas en la teoría social marxista – especialmente en su

expresión más acabada: la experiencia de la Unión de Repúblicas Socialistas

Soviéticas (URSS), también conocida como “socialismo real” –, Lukács está

convencido de la necesidad de “volver a las fuentes” de la teorización social

crítica. No tiene dudas que el inicio de la recomposición teórico-política del

proyecto emancipatorio pasa por corregir y superar los límites encontrados en

las recientes experiencias históricas. Para esto, e intensamente durante los

últimos años de su vida, se aboca a la tarea de reponer, de recolocar, de

redescubrir los pilares elementales que conforman el cuerpo del llamado

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materialismo histórico, entendido como la síntesis más rica, de mayor fidelidad

al objeto, más fecunda, para comprender y transformar la realidad a partir del

comando conciente de sus legalidades.

Con esta finalidad, el filósofo deberá recolocará las grandes cuestiones

de la historia, tratando de “revivir el marxismo”, de “resucitarlo”, de refundarlo y

devolverle su potencia crítico-revolucionaria, emancipadora. Su obra Hacia una

ontología del ser social puede ser considerada la última gran contribución de

Lukács en este sentido. Desde nuestra perspectiva, el mérito de su reflexión

ontológica consiste justamente en esa pretensión de captar el proceso efectivo

de producción-reproducción del ser social, a partir de una elaboración capaz de

“superar” los tratamientos tracendentalistas y naturalistas. Evidentemente una

pretensión de este tipo no estuvo exenta de críticas y de problemas, incluso

hasta de sus más cercanos discípulos: la llamada Escuela de Budapest.

Por otra parte, Lukács es consciente de los peligros que acarrea plantear

el problema de la “génesis”, del “principio”, en filosofía; de los riesgos siempre

presentes de caer en una concepción metafísica, trascendente, substancialista,

del mundo. Tiene claro que, a diferencia de los intentos de explicación de la

“génesis” que se fugan de lo real, el punto de partida correcto debe consistir en

el reconocimiento de la imposibilidad gnoseológica de aprehender todos los

momentos por los cuales se objetivó el pasaje del ser natural al ser social. Este

reconocimiento de los límites, dirá el filósofo húngaro, resulta preferible antes

que la actitud general que en la historia de la filosofía se ha tenido ante este

problema, que se ha pretendido resolver desde diversas arbitrariedades

reductivas. Más que construir una explicación dogmática o mistificadora para

argumentar dicho “pasaje”, hablará de un “salto” ontológico. Dirá Infranca:

“Toda reconstrucción es una interpretación, dado que resulta aproximativa, teniendo en cuenta que el pensamiento no puede desandar el irreversible curso de la historia. En definitiva es la historia que nos dice qué podemos observar y qué no; y ninguna reconstrucción puede ser exhaustiva. Entonces el salto puede ser entendido como el momento necesario del pasaje desde una forma de ser a otra cualitativamente distinta, pero el carácter histórico de ese mismo salto impide reconstruir su dialéctica interna sino después que ha tenido lugar, recién cuando ha dado vida a una forma de ser. Es decir, cuando estamos frente a las consecuencias de su haber sido” (ídem: 33).

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Un “salto ontológico” a partir de su propia actividad productiva

Como dijimos, son nítidas las influencias ejercidas por Marx y Engels en

la ontología lukacasiana. Por el lado de este último, podría decirse que sus

preocupaciones por la génesis del ser social, por las determinaciones

fundamentales de este tipo peculiar de ser, por el pasaje de lo natural a lo

social, lo llevan a colocar al trabajo en el centro del “proceso de humanización”,

como promotor de la sociabilidad y del lenguaje.

Dirá que a diferencia de los animales, donde la reproducción se

desarrolla sin provocar alteraciones en el medio donde viven, adaptándose

cada vez mejor al mismo pero sin modificarlo, lo social – lo humano, el “mundo

de los hombres” – se reproduce ampliadamente. Por esto, la reproducción

social no se reduce a la mera reproducción de las condiciones naturales dadas,

sino que su fundación representa justamente el establecimiento de una

distancia relativa con respecto a lo “puramente natural”, aunque sin

abandonarlo jamás. No se trata de una separación, de una disociación entre lo

social y lo natural; más bien, se trata de una relación peculiar entre ambas

dimensiones constitutivas de una forma particular del ser46.

Partiendo de la premisa marxiana según la cual un estado más primitivo

puede ser reconstruido en el pensamiento a partir de uno superior, a través del

análisis de sus tendencias de desarrollo, Lukács se pregunta por el proceso de

constitución, de creación del ser social, del complejo de la sociabilidad,

entendiendo esto como un tipo específico de ser, como una forma peculiar de

la existencia. Su punto de partida es la búsqueda de las determinaciones que

posibilitan la transformación – el llamado “salto” ontológico – de un estadio del

ser: el “ser orgánico”, a otro cualitativamente diferente: el “ser social”.

El capítulo sobre el trabajo trata los procesos genéticos de dicho “salto”

ontológico, de esa transformación cualitativa y estructural del ser donde el

estado inicial contiene dentro de sí determinadas condiciones y posibilidades

46 Es justamente esta distancia relativa, este alejamiento de su base natural ineliminable, lo que marca y posibilita el proceso de humanización del ser orgánico. Este es el “salto” cualitativo que se produce a través del proceso de trabajo y que funda el ser social, expresa una distinción fundamental y estructural que permite hablar de un nuevo tipo de ser que ya no se produce y reproduce bajo las legalidades propias y específicas del ser orgánico, aunque nunca pueda abandonarlas definitivamente.

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del posterior y más elevado; no obstante, el último no se desarrolla como una

continuidad simple y rectilínea del primero. La ruptura con la continuidad

normal de la evolución es lo que constituye la esencia del “salto”, y no el

surgimiento temporalmente súbito o paulatino de la nueva forma del ser (ídem:

60). Lukács es contrario a cualquier tendencia a un evolucionismo, a cualquier

naturalismo o trascendentalismo.

Pero, ¿porqué atribuirle al “trabajo” un papel tan esencial en ese “salto”

ontológico que funda el ser social? El filósofo húngaro entiende que las otras

categorías de esta forma específica del ser ya tienen un carácter social, esto

es, suponen la aparición del trabajo como categoría operante en lo real. Sólo el

trabajo tiene un claro carácter intermediario, pensará Lukács, y se constituye

como una relación peculiar entre hombre y naturaleza. Desde esta perspectiva,

el “trabajo humano” nace en el marco de la lucha por la existencia, en el

proceso de satisfacción de necesidades; todos sus estadios históricos son

producto y reflejan la “auto-actividad” del hombre. Es una actividad

propiamente humana que define al ser humano; es productora del mismo. Por

medio del “trabajo” un ser orgánico producirá un “salto” cualitativo que permite

la emergencia del complejo original que conforma lo propiamente humano.

Lukács con base en Marx, pensará al proceso de producción de “valores

de uso” – aquellos productos del trabajo que el hombre utiliza apropiadamente

para la reproducción de su propia existencia – y al “trabajo útil”, como el

responsable por mediar el intercambio entre el hombre y la naturaleza,

permitiendo así la “auto-reproducción ampliada” de la vida de los hombres. Por

esto, el trabajo será considerado el fenómeno social originario; el “primer hecho

histórico”; un posibilitador del ser social.

En este sentido, para Lukács, es en el “proceso de trabajo” donde surge

la posibilidad de realizar en el ámbito del ser natural una posición teleológica47,

47 Es importante remarcar aquí la distinción de contenidos que Lukács realiza a la hora de hablar de teleología. El mismo advertirá que tanto Aristóteles como Hegel reconocen teleología en el trabajo, pero a partir de atribuirle teleología a la realidad misma, en sí. Para los filósofos de la trascendencia, la materia en estado natural comporta una teleología; esto es, se reconoce una finalidad en la realidad en sí, mientras que en la perspectiva lukacsiana, la teleología es una categoría reservada pura y exclusivamente al ámbito del ser social, y sólo posible de desarrollo en los marcos socio-humanos. Concebir teleología en la naturaleza y en la historia implica afirmar que éstas tienen una finalidad, están volcadas para un objetivo, un destino; e, inmediatamente, su existencia, su movimiento y su desarrollo deben tener un autor conciente. Por esto, la atribución de teleología más allá de los límites de la actuación socio-humana es una piedra angular de las ontologías religiosas (Cf. Ídem: 63).

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permitiendo así la creación de una nueva objetividad. En ese cuadro, el

“trabajo” es colocado como “modelo” de toda praxis social, como praxis

originaria, por medio del cuál siempre son transformadas en realidad – material,

en última instancia – determinadas “posiciones teleológicas”. Para el filosofo

húngaro, en tanto forma originaria en el ámbito del ser social, esta categoría

puede servir para comprender las formas más complejas y evolucionadas que

fueron desarrollándose con la generalización creciente de este hecho elemental

(Cf. Lukács; 2004)48.

El hombre es un ser que trabaja; que domina la naturaleza través de la

aplicación adecuada de “posiciones teleológicas” para transformarla de

acuerdo con sus necesidades; que crea y transforma la materia para satisfacer

sus necesidades y forma un proceso ampliado de reproducción de su género.

Diferentemente, el ser en estado de naturaleza, es pura “causalidad”; puro en

sí, que se desarrolla continuamente con independencia de la “conciencia” que

el hombre tenga de sus legalidades. El ámbito de la causalidad es el espacio

del ser inorgánico y del ser orgánico, siendo sólo potencialmente la base de

formación del ser social. El “trabajo” es la mediación que permite el “salto” del

ser orgánico – puro estado de naturaleza – al ser social, puesto que permite la

materialización de posiciones teleológicas, las cuales no se encuentran en el

ámbito del ser natural – tanto inorgánico como orgánico. La “teleología”, por su

parte, es peculiar del ser social y posibilita el “salto ontológico” a lo social-

humano.

Al final del “proceso de trabajo”, dice Marx, aparece un resultado que ya

estaba presente idealmente desde el inicio en la mente del ejecutor. El

trabajador no efectúa sólo un cambio de forma en la materia natural, sino que

imprime en ésta su propio fin, el cual se constituye como la ley determinante de

su modo de actuar y al cual subordina su voluntad. El fin, así, es un elemento

activo sobre el estado natural que opera objetivamente (Cf. Marx; 1980: Cap.

48 Creemos importante rescatar el alerta que el propio Lukács señala en cuanto a los límites desde los cuales considerar al trabajo como praxis originaria o modelo de la praxis social. Dirá el filósofo: ”Así es que el trabajo se convierte en modelo de la praxis social en la medida en que en ésta – aún cuando a través de mediaciones muy diversificadas – se realizan siempre posiciones teleológicas, en última instancia, de orden material. Naturalmente que – según veremos luego – este carácter modélico del trabajo para la acción humana dentro de la sociedad, no debe ser exagerado en forma esquemática” (Lukács; 2002: 62)

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V). El hombre domina la naturaleza a través del “proceso de producción”; la

evolución del mismo indica el grado de desarrollo alcanzado en el dominio

sobre el mundo natural y su legalidad. Además de transformar la naturaleza, el

proceso de producción transforma al propio hombre – que también es

naturaleza. El trabajo, en la perspectiva lukacsiana, es también “modelo de la

praxis social”, la que expresa un estadio mas evolucionado de aquella praxis

originaria, fundadora.

En esta línea de análisis, la relación entre teleología y causalidad49, su

coexistencia activa y dinámica se constituye en la primera característica

específica del ser social. La primera sólo puede funcionar si es “puesta” por un

sujeto; en cambio, la segunda puede operar como “puesta” o no. Esto quiere

decir que puede funcionar como causalidad en sí, independientemente de la

voluntad humana. Es en el “proceso de trabajo” donde se transforma la

causalidad en sí en causalidad “puesta”.

Diferentemente de las filosofías especulativas y en el camino ya

señalizado por Marx, Lukács le atribuirá a la teleología una naturaleza “puesta”

porque todo proceso teleológico implica una finalidad, y para tanto, es

necesario una conciencia que establezca un fin. El acto de establecer

finalidades (“poner” teleológico) adquiere un carácter humano-productivo, por el

cual la conciencia da inicio y guía un proceso real (siempre relativamente).

De acuerdo con Infranca,

“El fin puesto en el trabajo es para Marx, así como para Lukács, el momento en que el ideal se convierte en un elemento fundamental de la realidad social-material, en cuanto determina la serie causal de las determinaciones del ser. Es el momento en que Marx retoma el momento ideal y lo repone en el interior de su perspectiva materialista. El rol de la teleología aparece enfatizado por el hecho de que ésta, a través del trabajo y su función de principio en relación con lo social, se convierte en el elemento fundante de la sociabilidad; por lo tanto, la génesis de la sociedad reside también en el pensamiento del hombre” (2005: 39).

49 La causalidad es el ámbito de lo natural; de lo que no es social; la materia tal como es en sí misma, regida por las leyes de la materia en su naturaleza. El hombre es ser natural que se hace historia; es ser natural pero regido por una legalidad que no es puramente causal; lo social significa la construcción de una legalidad propia, diferente de la del orden puramente causal. Esta legalidad propia del ser social es auto-producida y va mas allá de la mera adaptación instintiva al medio, aunque impensable sin su base en el ser orgánico, naturaleza ineliminable de esa forma de ser.

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Marx afirmará que ese es el único lugar donde se puede demostrar la

presencia de teleología, como un momento efectivo de la realidad material.

Cualquier trabajo sería imposible sino fuese precedido por un determinado

“poner teleológico” que determina el proceso en todas sus fases; esto es,

cualquier actividad propiamente social es impensable sin una finalidad, sin una

intencionalidad. Así, el trabajo es entendido, básicamente, como el proceso de

objetivación de una finalidad sobre una materialidad natural; como una finalidad

puesta, objetivada, materializada. Su característica fundamental reside en su

capacidad de objetivar, de tornar real finalidades; de materializar posiciones

teleológicas.

Buscando una síntesis dialéctica de teleología y causalidad, Marx se

aboca a la tarea de superar tanto a las perspectivas metafísicas – que

proclaman la superioridad de la teleología sobre la causalidad – como a las

posiciones del materialismo pre-marxiano, que rechazan la posibilidad de una

teleología operante. Hasta Marx, “teleología” y “causalidad” se presentan como

polos irreconciliables. En la obra marxiana la categoría de teleología, el

momento ideal, se torna humanamente operante y restricta al “trabajo” –

diferentemente de Aristóteles y de Hegel, que reconocen teleología en el

trabajo, aunque no como una condición exclusiva de éste –, en el sentido de

distinguirla de cualquier metafísica u ontología religiosa50.

Por su parte, Lukács, refiriéndose al hecho de que Marx limita la

teleología al trabajo, a la praxis humana – excluyéndola de todas la otras

formas del ser –, dirá que de ningún modo su significado se restringe. Por el

contrario,

“Su importancia se torna mayor cuanto se toma conciencia de que el grado más alto del ser que conocemos (el ser social) se constituye como tal, se eleva del nivel en que está basada su existencia para tornarse una nueva especie autónoma, gracias al efecto real que ejerce lo teleológico. Gracias a dicho efecto se eleva de la vida orgánica y se convierte en un nuevo modo de ser independiente. Sólo puede hablarse racionalmente de la existencia del ser social, dirá Lukács, si concebimos que su génesis, su diferenciación respecto de su base, el proceso de tornarse algo autónomo, se basa en el trabajo, es decir, en la

50 Según Infranca, “Hegel habría captado correctamente los nexos causales fundamentales del ser social y su carácter teleológico, sólo que los habría insertado en un sistema jerárquico de categorías, privilegiando así el aspecto lógico y no lo concreto del trabajo” (2005: 36).

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continua realización de posiciones teleológicas: aquí reside el secreto, el fundamento del ‘hacerse humano’” (ídem: 67-8).

Emerge a partir de allí una forma peculiar de concebir estos dos

momentos de lo real, los cuales serán comprendidos en términos de una

existencia concreta, real, permaneciendo contrapuestos, aunque dentro de un

proceso unitario cuya movilidad es fundada justamente en la interacción de

estos opuestos. Para que dicha interacción se torne real, la misma actúa de tal

modo que la “causalidad”, sin ser alcanzada en su esencia, también se torna

una “causalidad puesta”, no abandona su legalidad, sino que ésta se

metamorfosea a partir de la efectividad de las “posiciones teleológicas”. O sea,

se torna una causalidad “socialmente tratada”, “trabajada”, humanamente

“puesta”.

Al respecto Lukács recupera el ejemplo de Aristóteles sobre la

construcción de una casa, donde ya se encuentra presente la idea

revolucionaria de pensar una idealidad alterando una materialidad, y donde un

“fin pensado” transforma la realidad material, introduciendo en la realidad algo

material que representa, frente a la naturaleza, algo cualitativa y radicalmente

nuevo. Dirá este filósofo:

“La casa es algo tan materialmente existente como la piedra, la madera, etc. Sin embargo, en la posición teleológica surge una objetividad totalmente diversa de los elementos. A partir del mero ser en sí de la piedra o de la madera no es posible ‘deducir’ una casa por medio de una continuación inmanente de las propiedades de aquellas., de las legalidades y fuerzas que en ellas actúan. Es necesario para ello, el poder del pensamiento y la voluntad humanos, que ordenan material y facticamente esas propiedades en un contexto, por principio, totalmente nuevo. En esa medida, Aristóteles fue el primero en reconocer ontológicamente el modo de ser de esa objetividad que no puede ser imaginada a partir de la ‘lógica’ de la naturaleza” (ídem: 69).

En este sentido, una finalidad, si pensada correctamente, puede

transformar la realidad material; o sea, puede proyectarse una idealidad con

pretensión de modificar la naturaleza que, en relación con las cadenas

causales presentes – que deberían tornarse “puestas” –, da como producto

algo cualitativamente distinto, radicalmente nuevo. Surge así una objetividad,

diferente y más rica que los elementos primitivos. Según esta perspectiva, es la

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síntesis peculiar formada por teleología y causalidad el fundamento histórico de

la génesis del ser social.

En el mero ser en sí de las cosas, en sus legalidades naturales, no

existe un desarrollo inmanente capaz de transformar sus propiedades

materiales en un producto útil; o sea, no existe “teleología” en la naturaleza en

sí. Para esto es necesario que el poder del pensamiento, seguido de la

voluntad humana, domine las propiedades (naturales) de la causalidad y las

organice de acuerdo con la finalidad, posibilitando la producción de una forma

totalmente nueva. El dominio de las legalidades naturales – de la causalidad –

no implica que la efectividad de dichas legalidades se anule. Más bien, significa

que puede hacerlas funcionar bajo el dominio de una determinada posición

teleológica – el proceso que transforma la causalidad natural en causalidad

“puesta”. Se trata de pensar el vínculo inseparable entre estas dos dimensiones

esenciales del ser social constitutivas del socio-metabolismo entre hombre-

naturaleza.

Para avanzar en el análisis de la teleología, Lukács recurre al trabajo de

Hartmann de 1951, donde este autor, a partir de la distinción introducida por

Aristóteles al respecto del proceso de trabajo entre el momento de “pensar” y el

de “producir”, establece una diferenciación al interior del primer momento

aristotélico. Hartmann distinguirá dos actos en el momento de “pensar”: la

posición del fin y la elaboración de los medios; esto es, de un lado la

formulación de la finalidad y, de otro, la búsqueda de los medios. Tal distinción

tiene valor, según Lukács, porque permite entender el proceso de trabajo – y,

en particular, su significado en la “ontología...” – puesto que allí se muestra la

vinculación indisoluble entre aquellas dos categorías en sí contrapuestas, y que

consideradas abstractamente, se excluyen entre sí: causalidad y teleología.

En este sentido, la búsqueda de los medios para realizar la finalidad

implica el conocimiento adecuado de las legalidades vigentes en el nivel de la

causalidad. Además, tanto la finalidad como la elaboración de los medios no

pueden efectivarse si la realidad en estado natural no es susceptible de ser

modificada, esto es, si el ser natural permanece siendo un sistema de

complejos cuya legalidad continúa operando con total indiferencia ante las

aspiraciones e ideas del hombre. De modo que, dirá Lukács, la búsqueda de

los medios para la realización del fin propuesto tiene una doble función: por un

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lado, evidenciar aquello que en sí mismo gobierna los objetos en cuestión, y,

por otro, descubrir en ellos aquellas posibles conexiones causales, aquellas

nuevas posibles funciones que, una vez organizado concientemente su

movimiento, es capaz de tornar objetivo el fin teleológicamente puesto (Cf.

ídem: 70).

La posición del fin, o finalidad, se define a partir de las necesidades

sociales, y está llamada a satisfacerlas, y únicamente se torna realidad si en la

búsqueda de los medios se consigue transformar la causalidad natural en

“causalidad puesta”. Para Lukács, este es el punto en que el “trabajo” se

vincula al pensamiento científico, y su desarrollo es justamente aquello que

hemos llamamos búsqueda de los medios51. Este proceso de selección de los

medios más adecuados para la efectivación de la posición teleológica,

desarrollado en la preparación del proceso de trabajo, se realiza con una

tendencia a la autonomización que provocará la emergencia del pensamiento

orientado para la ciencia, que más tarde se conformará en las ciencias de la

naturaleza o ciencias naturales (Cf. ídem: 73).

Dirá Lukács:

“A partir de la tendencia intrínseca a la investigación del medio en la preparación y realización del proceso de trabajo, surge, pues, el pensamiento científicamente orientado, y emergen luego las diferentes ciencias naturales” (ídem: 77).

En síntesis, la naturaleza es un constante tornarse otro de formas

concretas in-interrumpidas, y el trabajo la forma finalísticamente producida que

funda, por primera vez, la especificidad del ser social. La novedad con respecto

a las anteriores formas del ser (inorgánicas y orgánicas) consiste en la

capacidad de realización adecuada, ideada y proyectada de posiciones

teleológicas. Así, la realización se torna una categoría medular de la nueva

forma del ser, al mismo tiempo que la conciencia deja de ser un “epifenómeno”.

Dirá el filósofo húngaro:

51 Los fines deberían regular la búsqueda de los medios, pero en la historia, podemos ver claramente como esta subordinación no se produce sin conflictos. Si son considerados los procesos de trabajo en su evolución histórica, puede verse que esta relación tiende a invertirse. La búsqueda de los medios adecuados (investigación de la naturaleza, la ciencia y su progreso) tiende a convertirse en el principal elemento de garantía de obtención de los resultados del proceso.

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“Sólo en el trabajo, en la posición del fin y de sus medios, consigue la conciencia, a través de un acto conducido por ella misma, mediante la posición teleológica, ir más allá de la mera adaptación al ambiente – en la que se incluyen también aquellas actividades de los animales que transforman la naturaleza objetivamente, de manera involuntaria –, y consumar en la propia naturaleza cambios que para ella resultan imposibles e incluso impensables. En la medida, pues, en que la realización se convierte en un principio de naturaleza transformador, innovador, la conciencia (que ha aportado el impulso y la orientación para ello) puede ser, en el plano ontológico, algo más que un epifenómeno. Mediante esta constatación, el materialismo dialéctico se diferencia del mecanicista. Pues este sólo reconoce como realidad objetiva a la naturaleza en su legalidad” (ídem: 80-81).

Con el desarrollo del trabajo la relación entre las propiedades naturales y

las posibilidades humanas de su utilización, se tornan más amplias. El hecho

de que las categorías naturales puedan ser crecientemente modificadas,

humanizadas, marca el proceso de distanciamiento de las mismas de su

carácter puramente natural. Se les introduce y se las combina con otra

legalidad, trasformando aquel movimiento rígido, mecánico y auto-referenciado,

propio de la naturaleza. Así, el movimiento de la “causalidad puesta”, propio del

ámbito del ser social, resulta del dominio, del control adecuado de la legalidad

natural, de la subordinación de las categorías naturales a determinantes

posiciones teleológicas. Naturaleza y trabajo, medio y fin, conforman el proceso

de humanización.

Lukács destaca la inseparable interdependencia de estos actos, en sí,

heterogéneos – pero que en su nueva vinculación ontológica constituyen el

“complejo del trabajo”, como apuntamos, el antecedente de la praxis social. Por

un lado, está el acto que busca el “reflejo” lo más preciso posible de la realidad

en cuestión y, por otro, la posición que con esto se vincula para alcanzar las

cadenas causales que hacen posible realizar la posición teleológica. Estas dos

formas de consideración de la realidad, dirá Lukács, heterogéneas entre sí,

conforman el fundamento y la peculiaridad ontológica del ser social (ídem: 82).

Por otra parte, es importante remarcar que la adopción, por parte de este

autor, de la categoría de “reflejo” muestra nítidamente la relación con

Aristóteles. La “teoría del reflejo”, criticada en 1923 en su obra Historia y

conciencia de clases y recuperada en la Estética, ocupa un lugar central en la

Ontología. Es entendida como una actividad gnoseológica productora y

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producto de los “procesos de trabajo”, que es fundamental por permitir el

distanciamiento de lo puramente natural. Es medio y condición fundamental del

despliegue de las capacidades del ser social.

El “reflejo” es siempre reflejo ideal en el sujeto conciente, pensante, de la

realidad. Sólo a partir de esta relación aparece la posibilidad de una

reproducción ideal52 – más o menos correcta y mediante actos de conciencia –

de lo real. Esto quiere decir que el sujeto, en relación con la naturaleza, puede

apropiarse espiritualmente de los objetos, conocerlos y representarlos

idealmente, tiene la especial capacidad de reproducirlos en su conciencia. Esa

relación entre sujeto y objeto tornada consciente es, desde la perspectiva

lukacsiana, un producto necesario del proceso de trabajo y la base para la

existencia del modo de ser específicamente humano.

Es importante destacar que este “reflejo” de la realidad, esta

reproducción ideal de la materialidad, se distingue de la realidad misma; se

configura como una “realidad” propia de la conciencia que, por sí misma, no

puede crear una nueva realidad objetiva; más bien, lo que puede crear es una

nueva forma de objetividad, pero no de realidad. De este modo, no puede

atribuirse a la reproducción ideal el mismo estatuto que a la realidad en sí. Esto

significa que el “reflejo” no puede ser considerado como idéntico a lo real. El

ser y su reflejo en la conciencia conforman dos momentos diferentes,

heterogéneos, siendo esta una característica fundamental del ser social –

puesto que estos momentos son estrictamente idénticos en los niveles

anteriores del ser (ídem: 84)53.

Así, dirá Lukács, el “reflejo” tiene una naturaleza contradictoria: por un

lado, se opone al ser, es “reflejo” del mismo y no el propio ser; por otro lado, al

mismo tiempo, es el medio a través del cual surgen nuevas objetividades en el 52 Para Lukács, esta reproducción ideal es siempre y bajo todas las circunstancias, reproducción en la mente de la materialidad objetiva, y nunca creación de la realidad. Lo real existe independientemente del reflejo que tengamos – correcto o erróneo – del mismo. Lo que no implica que la ontología lukacsiana inhiba el carácter de categoría objetiva operante del reflejo – ahora sí, correcto –, al interior de la formulación de la posición teleológica, en el proceso de trabajo.

53 Es por medio de la formación de esta conciencia, de la posibilidad de dicho “reflejo” ideal de lo real, que el hombre opera el “salto” y sale del reino animal. Pero, es también esta no-identidad del “reflejo” y “lo real”, la que abre espacio para una representación errónea del propio real. Así, las representaciones nunca pueden constituirse como “copias idénticas” de lo real.

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ser social, por medio del cual se realiza la reproducción del ser social en el

mismo nivel o en uno más alto. De este modo, la conciencia que refleja la

realidad adquiere un carácter de posibilidad – de potencia diría Aristóteles –,

que no es suficiente para la creación de una nueva realidad, aunque totalmente

necesaria. Estrictamente el “reflejo” no es directamente un ser, pero es una

condición decisiva para el desarrollo del ser social (ídem: 85). Dirá Lukács:

“La transición desde el reflejo como una forma particular del no ser, hasta el ser activo y productivo de la posición de conexiones causales, ofrece una forma desarrollada de la dynamis aristotélica que podemos definir como el carácter alternativo de toda posición en el proceso de trabajo. Este carácter emerge por primera vez en la posición del fin del trabajo [...]. Cuando los resultados del reflejo no existente se cristalizan en una praxis estructurada en términos de alternativas, a partir de aquello que sólo existe de manera natural, puede surgir algo existente en el marco del ser social [...] es decir, surge una nueva forma de objetividad de ese ser existente total y radicalmente nueva” (ídem: 88).

La capacidad humana de colocar finalidades en la causalidad natural; de

elegir y buscar los medios más adecuados; de escoger entre alternativas, es

una capacidad propia de la conciencia. Las “alternativas”, en los términos del

filósofo, sólo pueden desarrollarse partiendo de la existencia de un sistema de

reflexión sobre la realidad. Así, sólo cuando los actos de conciencia se

solidifican en una praxis estructurada en función de “alternativas” es que puede

producirse en la materia natural algo que la supere en tanto ser en sí – por

ejemplo, la utilización de una piedra como instrumento cortante o su

transformación en tal. Esto es, algo natural en sus propiedades cobra una

objetividad radicalmente nueva al ser incorporado a un orden causal diferente.

De modo que, en el “proceso de producción” – en el trabajo –, no sólo la

finalidad ideada es “puesta”, sino que las cadenas de causalidades que la

realizan en el proceso de objetivación también se transforman en cadenas de

causalidades “puestas”; esto es, se vuelven una causalidad que, además de

conservar su legalidad natural inmanente, se hayan subordinadas a una

legalidad social, en los marcos de la realización de las finalidades. Están aquí

los fundamentos del proceso de humanización de la naturaleza.

Puede decirse, que la posición teleológica es, contradictoriamente, un no

ser en potencia. Existe en tanto posibilidad, y sólo puede hacerse realidad a

través de la decisión, basada en “alternativas”, de ejecutarla y de la ejecución

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misma. Así, no debe diluirse el espacio existente entre posibilidad y realidad

(ídem: 93). Por otra parte, las alternativas concretas en el “proceso de trabajo”

significan una elección entre lo correcto y lo erróneo, develando el carácter

marcadamente cognitivo del proceso de humanización. Las “alternativas” no

pueden ser sino concretas, esto es, la elección concreta acerca de las mejores

condiciones de realización con que cuenta la posición de un fin. Son decisiones

sobre y bajo condiciones concretas. De modo que, ese proceso cognitivo es

insuprimible en el ámbito del ser social; es condición de posibilidad de la

sociabilidad. Puede decirse que el proceso de producción material de la vida

social engendra el conocimiento científico para su auxilio.

La “alternativa” es la categoría por medio de la cual el “reflejo” de la

realidad – ese sistema de reflexión – se torna un vehículo del acto de “poner

finalidades”. En este sentido, vimos como la ideación, el proyecto ideal, sólo

existe como posibilidad – es un no-ser – que sólo puede convertirse en real a

través de las decisiones, fundadas en diferentes “alternativas”, de ejecutarlos.

A su vez, la decisión de realizar el modelo ideal implica elección de

“alternativas” dentro del proceso de búsqueda de los medios más adecuados

para realizar la “posición teleológica”. El dominio de las “alternativas” – que se

complejiza con el desarrollo del ser social – se torna esencial porque permite el

pasaje de la posibilidad a la realidad. En síntesis, las “alternativas”, que ponen

en movimiento los procesos de ejecución material a través del trabajo, pueden

efectuar la transformación de la mera potencialidad – la dinamys aristotélica –

en un ser efectivamente existente.

Pero, además, las “alternativas” – que dicen respecto a la decisión sobre

las mejores condiciones para realizar una finalidad concreta – están

determinadas por las necesidades singulares que el producto debe satisfacer.

Es el proceso social real, en donde emergen tanto las “finalidades” como la

“búsqueda de los medios”, quién determina el espacio de las preguntas y

respuestas posibles, de las “alternativas” factibles de ser objetivadas.

De acuerdo con Lukács, en la existencia de la “alternativa” se revela el

espacio de las elecciones, de las decisiones (que, a su vez, son funciones de la

conciencia específicamente humana); por esto, en la existencia de las

respuestas elaboradas por el ser social, basadas en “alternativas”, se

encuentra el germen de la “libertad”. Esto quiere decir, que la “libertad” emerge

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por primera vez como un hecho posible y real, en estado germinal, en el

momento de la “selección de alternativas”, al interior del proceso fundante del

trabajo, o sea, de la producción social.

En síntesis, desde esta perspectiva, el ser social se define como un ser

que “se pregunta” y que da respuestas, las cuales permiten la superación

ampliada de su mera reproducción epifenoménica. Tales respuestas son

siempre respuestas a necesidades (“del estómago o de la fantasía”) que se

desarrollan teniendo como suelo ineliminable las condiciones socio-históricas

existentes. La realización práctica de estas “respuestas”, como vimos, se funda

en decisiones, en elecciones entre diferentes “alternativas”, o en caminos

posibles para satisfacer las necesidades. Estas elecciones entre diversas

“alternativas” – que constituyen respuestas sociales al contexto –, a su vez,

reciben el influjo de ciertos “valores”, se alimentan de determinados procesos

valorativos que soportan la edificación de las respuestas humanas.

De modo que, las experiencias productivas del hombre son el marco

donde estos “procesos valorativos” se generan, los cuales vuelven a incidir en

las futuras experiencias de producción. De esta forma, el “valor” ingresa en el

“proceso de trabajo” y opera en el momento de las elecciones entre

“alternativas” que se presentan. Según Lukács, los “valores” influyen en la

finalidad (Cf. Infranca; 2005: 70).

El valor que surge de la producción, inicialmente, se soportará en el

carácter inmediatamente útil de las “alternativas” para la producción del objeto

que va a satisfacer la necesidad. En los estadios menos desarrollados del ser

social, dirá Lukács, cuando la relación hombre–naturaleza es aún socialmente

poco mediada, dicho valor se funda esencialmente en la utilidad inmediata de

una decisión para obtener los productos necesarios para la satisfacción de las

necesidades, para producir un “valor de uso”. No obstante, la cuestión cambia

sustancialmente cuando, a partir del desarrollo creciente del complejo del ser

social, el proceso de trabajo, de producción de bienes y servicios, se torna más

mediado y complejo (Lukács llega a hablar de una “segunda naturaleza” para

hacer referencia a esto), y el “valor” deja de corresponder a la utilidad

inmediata en función de la satisfacción inmediata de las necesidades. En el

capitalismo, por ejemplo, el “valor” corresponderá y estará en función de la

producción de “valores de cambio”, estableciéndose una mediación social

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artificial entre la “producción” y la “satisfacción” de necesidades, que articula la

totalidad social imponiendo su legalidad en la reproducción societaria.

Según la interpretación de Lessa (2002) sobre este aspecto de la

ontología lukacsiana,

“Los valores y los procesos valorativos son parte integrante y fundamental del proceso de elección de los medios y evaluación de los fines y de los productos objetivados [...] de modo análogo a la teleología y al reflejo, los valores y los procesos valorativos sólo pueden venir a ser al interior de la compleja relación entre teleología y causalidad que funda al ser social [...]. En ese contexto, los valores y procesos valorativos que devienen por el desarrollo de la sociabilidad da origen a complejos y mediaciones sociales que, aunque fundados por el trabajo, ya no se identifican apenas con este. La Ética, la estética, la moral, las costumbres, el derecho, etc., surgen y se desarrollan teniendo por fundamento al trabajo, pero tienen por momento predominante en su desarrollo el complejo proceso de la reproducción social como un todo” (2002: 151; traducción nuestra).

Hemos tratado hasta aquí, al trabajo, al proceso de producción material

de la vida social, en su forma originaria, en tanto momento fundante y

mediación del intercambio orgánico entre hombre y naturaleza. Las

transformaciones que el “trabajo” y su evolución provocan en los propios

sujetos, tiene como premisa esta forma originaria. Vimos, también, cómo en los

procesos de satisfacción de las necesidades y en la búsqueda de los caminos

para hacerlos, se interpone el trabajo como mediación. En este primer

momento de impulso a la satisfacción ampliada de las necesidades, se revela

la naturaleza cognitiva que emerge en el ámbito del ser social, desde el

momento que tiende a prevalecer un tipo de comportamiento que se aleja del

puro instinto biológico en sí, y emerge un comportamiento consciente que

tiende a superar la mera espontaneidad adaptativa. Así, el “salto” consiste en la

emergencia del “espacio de la producción” como mediación entre las

necesidades y los procesos elaborados para la satisfacción de las mismas.

El trabajo y la “posibilidad” de emancipación humana

Como vimos, el ser social tiene la peculiaridad de dar respuestas a sus

necesidades; respuestas que van más allá que su reproducción en sí,

residiendo allí el punto central de su transformación interna, la cual consiste en

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llegar al dominio conciente sobre sí mismo. A pesar de todas las creaciones del

hombre que lo separan de las barreras naturales, la conciencia no puede

prescindir del proceso vital del cuerpo; estas dos esferas del ser están

indisolublemente ligadas en el ser social. Es impensable el ser de la conciencia

sin el ser simultáneo del cuerpo; puede existir cuerpo sin conciencia, pero no a

la inversa. Un alma, como sustancia autónoma al modo del idealismo, no es un

ser, no puede existir. La “reproducción”, desde esta perspectiva, es el vínculo

del sistema más complejo con la existencia en sí.

Es a través del trabajo y su desarrollo que se produce la humanización

del ser. Aparece allí, por primera vez, algo que no existe en la naturaleza en sí:

la libertad, que surge del carácter “alternativo” que comportan las posiciones

teleológicas. Desde el momento que la conciencia decide qué finalidad irá a

establecer y de qué manera irá a transformar las series causales corrientes en

“puestas”, surge un complejo dinámico que no encuentra paralelo en la

naturaleza; esto es, para Lukács, lo que permite la génesis efectiva de la

libertad. Ésta, se constituye como aquél acto de conciencia que da origen a un

nuevo ser; su raíz está en la decisión concreta entre diversas posibilidades

concretas. Hasta que las intenciones de transformar no se realizan o tienden a

hacerlo, los deseos, los proyectos, no asumen el estatuto de auténtica libertad

– separar la concretud de la elección hace que se torne una especulación

vacía; la libertad “formal” o “burguesa”, por ejemplo.

En esta línea, mientras más conocimientos de las series causales y sus

comportamientos se tenga, más libertad el individuo podrá ejercer como

demiurgo de su desarrollo. Toda “posición de un fin”, toda realización de una

finalidad que da origen a algo nuevo en el ser social, es un acto naciente de

“libertad”, una vez que los medios y los modos de satisfacer una necesidad no

son ya efectos de “cadenas causales naturales”, espontáneas, y sí resultados

de acciones decididas y ejecutadas concientemente. No obstante, este acto de

libertad, siempre determinado por las necesidades, es mediado por las

relaciones sociales presentes en cada momento histórico. En esta perspectiva,

la libertad no es abstracta sino concreta, y representa un determinado campo

de acción que expresa decisiones al interior de un complejo social concreto, en

el cual operan tanto fuerzas naturales como sociales.

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En general, los abordajes filosóficos parten de una antítesis entre

necesidad y libertad, donde la segunda, es la superación de la primera, su

eliminación. Para Lukács, la necesidad – del orden de lo natural, de la

causalidad – no modifica su legalidad por más que sea conocida o

reflexivamente elaborada. Más bien, dicha legalidad natural es incorporada en

una teleología y trasformada así en “legalidad natural “puesta”, residiendo allí

implícita la libertad. El problema que aquí se presenta es que se puede conocer

y dominar muy bien la causalidad, y no resultar de esto, directamente, mayores

niveles o grados de libertad. De modo que, debe ser introducida una nueva

mediación: la “posibilidad” de la libertad, puesto que el conocimiento de la

realidad, el “reflejo” ideal de lo real, no necesariamente es puro y transparente,

sino que se encuentra distorsionado por el complejo de ideas particular

existente.

Objetivación, Exteriorización y Alienación

Estas categorías son importantes para entender las determinaciones

fundamentales que particularizan el escenario social contemporáneo. El

concepto de objetivación es usado por Lukács para referirse al proceso de

producción por medio del cual una teleología determinada se relaciona con el

mundo natural y su legalidad propia, y lo torna “causalidad puesta”, dando

origen a lo nuevo en el ámbito del ser social. Recordemos, también, que este

proceso de objetivación del sujeto y de subjetivación del objeto, a partir de la

peculiar relación entre teleología y causalidad que se establece en el proceso

de trabajo, implica la captura reflexiva de las “legalidades causales” por parte

del sujeto formulador de “posiciones teleológicas”. Esta exigencia del proceso

de trabajo, esta condición para convertir la causalidad en “puesta” y lograr

realizar la finalidad (que, como vimos, en última instancia busca satisfacer una

necesidad), se explicita históricamente como una tendencia de desarrollo de “lo

humano” hacia niveles más avanzados.

La exigencia del trabajo para transformar objetos meramente naturales

en productos útiles, capaces de satisfacer necesidades, produce también la

transformación del sujeto agente de ese proceso. Al conseguir dominar cada

vez más ampliamente las “barreras naturales” que se le imponen, el hombre se

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supera a sí mismo. Por esto, el proceso de trabajo, de producción de lo nuevo,

es colocado como “fundante”, como motor del proceso de producción-

reproducción ampliada de la vida social. Este proceso esboza una tendencia

peculiar y fundamental hacia la genericidad humana, la universalidad genérica

que es el ser social54.

Por otro lado, con exteriorización Lukács se referirse “a la acción de

retorno de todo ente objetivado sobre su creador” (Lessa; 2002: 137). A

diferencia de la alienación o extrañamiento (entfremdung, en alemán), que son

obstáculos socialmente puestos a la plena explicitación de la genericidad

humana, la exteriorización (entausserung), corresponde a los momentos en los

cuales la acción de retorno de la objetivación (de lo objetivado) sobre el sujeto

productor, permite momentos crecientemente genéricos en los procesos de

individuación. Ambos, (exteriorización y extrañamiento), son efecto del retorno

de las objetivaciones sobre la individuación, pero con la distinción fundamental

de que el efecto del retorno sobre el sujeto de la alienación obstaculiza el

proceso de humanización, el pleno desarrollo de lo humano, mientras que la

exteriorización constituye un momento efectivo de auto-construcción del género

humano (Cf. ídem: 137).

Según Lessa, para Lukács las objetivaciones del ser social siempre

implican exteriorizaciones y sólo bajo determinadas condiciones socio-

históricas se tornan alienaciones. Esta es la distinción esencial que el filósofo

húngaro establece con la concepción hegeliana de exteriorización – entendida

como esencialmente negativa, puesto que significa una “pérdida del espíritu”.

En la ontología lukacsiana, la exteriorización tendrá un carácter positivo e

indisociable de los procesos de objetivación, puesto que éstos implican la

creación, por parte del sujeto que trabaja, de algo objetivamente diferente de él.

El sujeto que produce crea un otro que, en el propio proceso de producción, se

distancia y adquiere una objetividad relativamente independiente de su creador,

lo que posibilita el acto de retorno del producto sobre su productor.

En este sentido, dirá Lessa: 54 Esta cuestión es tratada por Marx en el capítulo V de El Capital, cuando explica cómo el “proceso de trabajo”, en el capitalismo, es “instrumentalizado” por el proceso de “valorización de capital”, posibilitando el fenómeno de la alineación. También pueden encontrarse aproximaciones en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 y en las Tesis sobre Feuerbach de 1845.

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“Al constituir el objeto en cuanto ontológicamente distinto del sujeto, la objetivación y el producto de ésta resultante exhiben una autonomía relativa frente al sujeto agente – y esa autonomía relativa es el fundamento ontológico último de las diversificadas acciones de retorno de lo objetivado sobre los individuos” (2002: 141; traducción nuestra).

La naturaleza de este retorno y sus efectos sobre el individuo social nos

interesan aquí, puesto que determinan la cualidad (la positividad o negatividad)

que resulta del proceso de producción-reproducción del ser social, bajo

determinadas condiciones socio-históricas. Por esto, para Lukács, toda

objetivación nacida del “proceso de trabajo” implica exteriorización55 (para

Hegel esto es siempre “alienación”), y sólo bajo condiciones particulares se

realiza historicamente como alienación.

Hemos esbozado sumariamente, la dialéctica propia que caracteriza al

“proceso de producción material de la vida social”, al “proceso ontológico de

trabajo”, como proceso continuo y creciente de objetivaciones. Éstas, de

acuerdo con la naturaleza de las relaciones sociales que intervienen en su

procesualidad, producen al ser social aunque no necesariamente lo hacen en

un sentido del desarrollo pleno de sus potencias. Más que eso, y dependiendo

del contenido de los “procesos valorativos” adoptados que son sus

fundamentos, las objetivaciones pueden exteriorizarse produciendo alienación

en los sujetos productores; esto es, pueden tornarse obstáculos al pleno

desarrollo de sus capacidades, pueden redundar en alienación del productor.

Así, “entre el desdoblamiento de las potencialidades materiales socio-genéricas

y su efectivización en el interior de formaciones sociales dadas, se interpone

una desigualdad que compone el suelo genético de los fenómenos sociales

que Lukács denominó extrañamientos” (ídem: 151; traducción nuestra).

En este sentido, podría decirse que el capítulo sobre Alineación, siendo

uno de los menos explorados de la Ontología del ser social, es tributario de uno

de los que podrían considerarse los problemas centrales de la teoría social

marxiana y de la ontología lukacsiana, a saber: las relaciones existentes entre 55Es importante señalar la observación de Lessa sobre la distinción que marca Lukács entre objetivación y exteriorización, siendo que es una distinción que no es efectuada por Marx. Según este autor: ”En Lukács, objetivación y exteriorización se distinguen en cuanto momentos de una procesualidad en sí unitaria: el trabajo. La objetivación corresponde al momento de transformación teleológicamente orientada de lo real, y la exteriorización al momento de retorno de la objetivación y de lo objetivado sobre el individuo agente” (ídem: 141; traducción nuestra).

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el complejo de problemas formado por el trabajo, en términos ontológicos

fundamentales, y el fenómeno social de la alienación. Según la investigación de

Lessa sobre esta obra del “Lukács maduro”, puede observarse que “entre el

complejo de la alineación y el trabajo se interpone una densa malla de

mediaciones sociales que desempeñan un papel decisivo en su

consubstanciación en cada momento histórico” (idem: 154; traducción nuestra).

Para Lukács, las alienaciones se desarrollan mas allá de los límites de la

relación hombre-naturaleza, situándose principalmente en las relaciones entre

los propios sujetos entre sí. En este sentido, es un fenómeno propiamente

social cuya procesualidad se efectiviza en el ámbito más complejo de la

“totalidad social”, justamente en el proceso de reproducción de dicha totalidad.

Pero, no debe perderse de vista que este complejo, que tiene mucho que ver

con la formación y el desarrollo de los procesos valorativos, no puede dejar de

estar presente en el momento de la “producción”, del “trabajo”, que realizan los

sujetos. Para el filósofo, las alienaciones son determinaciones objetivas del

mundo de los hombres, que se desarrollan más allá del ámbito del “trabajo”,

esto es, de la relación sociedad-naturaleza.

Por otra parte, siempre según Lessa, a pesar de que los valores sólo

puedan existir como momento de una posición teleológica, como elemento de

determinación del “poner teleológico”, no es menos verdad que ellos poseen

una existencia real en el ser social, se hacen presentes y actúan

concretamente, por más que los seres humanos no tengan conciencia de ello.

En la ontología lukacsiana, la acción efectiva de los valores en la reproducción

social apenas es posible cuando ellos son incorporados a las “posiciones

teleológicas” que se inscriben en los procesos de “objetivación”. De modo tal

que, sin inserción efectiva en la praxis social, los “valores” carecen de toda

existencia social efectiva.

Es bueno recordar que el ámbito de la reproducción social, como

categoría totalizadora que expresa las interrelaciones y contradicciones

dinámicas de los complejos que forman el ser social, es un complejo y una

síntesis de “actos teleológicos”, los cuales, de hecho, se conectan a la

aceptación o rechazo de un valor (ídem: 154-55). De acuerdo con este autor,

en la perspectiva de Lukács, los valores componen un complejo social

específico que, como todo complejo, posee un inevitable carácter de totalidad,

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siendo movido u obstaculizado por actos sociales teleológicamente puestos. La

síntesis históricamente determinada de dichos actos teleológicos singulares, el

proceso de la reproducción social, determina la realización de valores.

Queda evidenciado, entonces, que desde la ontología lukacsiana, sin los

procesos de objetivación inherentes al trabajo no habría posibilidad para el

surgimiento de valores, aunque éstos están lejos de ser exclusivamente

determinados por el proceso de trabajo. Los valores, más bien, se crean y

recrean en el contradictorio movimiento de la reproducción social, “siendo la

alteración del contenido histórico concreto de cada situación lo que funda la

génesis de los valores y de los procesos valorativos para cada momento”

(ídem: 161).

De modo que, los “procesos valorativos” que las continuas posiciones

teleológicas comportan, que se sintetizan constituyendo el complejo más

general de la reproducción social, en cada momento, tienen una estrecha

relación con los fenómenos sociales de la alineación. Esto ocurre, por el hecho

de que, de los procesos de elecciones alternativas al interior de las posiciones

teleológicas para la creación de lo nuevo, pueden resultar tendencias de

desarrollo pleno del género u obstáculos al mismo. El complejo de los valores,

con su dinámica propia, interviene activamente en la “reproducción” cuando

inserto en una praxis social, orientando la misma hacia procesos sociales de

“alienación” o hacia una plena “exteriorización”. Así, los “valores” se tornan

determinaciones del modo específico de reproducción social, tanto de las

“alienaciones”, como de las emancipaciones genéricas.

Con la llegada de la sociedad burguesa, la contradicción interna de la

esfera de los valores entre lo particular y lo universal, alcanza una profundidad

inédita en la historia de la sociabilidad, donde los intereses del hombre burgués

son tomados como los valores universales, transformándose en pesados

obstáculos para un desarrollo “no alienado” de las formas de sociabilidad.

Evidentemente, esto ocurre porque la reproducción, en el capitalismo, se

realiza a partir de antagonismos que fracturan la relación individuo-sociedad.

2.2. El capital: una relación social barbarizante

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¿Cuál es el significado del trabajo en la sociedad del capital? ¿Cuál es

su forma peculiar? Comprender las transformaciones societarias en general y

las contemporáneas, implica un análisis minucioso de las metamorfosis de las

formas del trabajo; éste es un presupuesto fundamental de cualquier análisis

sustancial de lo real. Un tipo particular de trabajo es propio del capitalismo y

predomina – bajo diversas formas – hasta nuestros días: el trabajo asalariado.

Entender sus actuales metamorfosis, pensar la posibilidad de su gradual

extinción, requiere situarlo en el marco del conjunto de contradicciones

inherentes a la lógica societal del capital, que derivan de su peculiar forma de

organizar la producción material de vida social.

Partimos de la premisa de que la complejidad contradictoria que mueve

la dinámica de la metamorfosis contemporánea del llamado “mundo del

trabajo”, es el resultado de la profundización de las contradicciones inherentes

al sistema capitalista, a partir de su entrada en una fase de “crisis estructural”.

La emergencia del llamado desempleo estructural se torna la expresión más

dramática que ilustra la dinámica crecientemente depredadora que el sistema

asume en la contemporaneidad, en escala global. En ese cuadro, se debe

situar el papel de los actuales “ajustes” sobre el trabajo para la reproducción

adecuada del sistema, particularmente en ésta, su fase madura.

Mucho se ha dicho y escrito en las últimas décadas sobre la “crisis del

mundo del trabajo”, de la “sociedad del trabajo”, del “fin del trabajo”, entre otras

denominaciones utilizadas para referirse a este problema. Estas expresiones

hacen referencia y buscan explicar la emergencia contemporánea de un

fenómeno que no es nuevo, pero que hoy se presenta con trazos renovados: el

fenómeno social del desempleo. El mismo, aparece como una “pesadilla”

anunciadora de una “nueva” época social donde el trabajo (“formalmente”

asalariado) se torna un “bien escaso”, un privilegio de algunos. Cada vez más

la irrupción de este verdadero “drama social” muestra que no estamos ante un

fenómeno pasajero; o sea, no es el mismo desempleo que hemos conocido,

que ha existido en fases pasadas del capitalismo. El fenómeno que hoy nos

interpela es de otra naturaleza, aunque tenga la misma raíz.

En el marco histórico constituido por la llamada “crisis estructural del

sistema del capital” – como vimos en el capítulo anterior (Mészáros: 2002) – y

la respuesta por éste formulada para no sucumbir en la misma, el desempleo

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crece paralelamente a los saltos tecnológicos y no dejará de hacerlo. Parece

tratarse, definitivamente, de un fenómeno que no es temporario, sino que llega

para quedarse. No se trata de una situación coyuntural que afecta

temporariamente a algunos segmentos de la población. Más bien, expresa el

ingreso a una nueva época societaria, caracterizada por la pérdida de las

capacidades “agregadoras” del sistema, el cual no logra reproducirse sin

producir una “super-población excedente”, “excluida”, que se afirma como

estructural. Esta “población sobrante”, no encuentra ya condiciones para ser

integrada de forma satisfactoria al proceso de reproducción del socio-

metabolismo imperante; ha dejado de ser “necesaria” – incluso como “fuerza de

trabajo” –, puesto que el sistema ha aumentado en forma “alucinante” la

productividad del trabajo social.

Puede afirmarse, entonces, que esta población puede ser considerada,

cada vez más, como “superflua” – desde el punto de vista de la reproducción

social bajo los parámetros del capital, son individuos sociales que “sobran”, que

“están de más”56. En este marco, se instala la polémica actual sobre la “crisis

del trabajo”, y de las diferentes propuestas para enfrentarla surge un conjunto

de respuestas, “salidas”, para ese “flagelo” contemporáneo. El desempleo

estructural se instala en los análisis sociales como un trazo fundamental,

determinante de la configuración actual de la ”cuestión social” a escala mundial

– aunque siempre presente con particulares modos de expresarse en el

sistema.

En este sentido, desde nuestra perspectiva, abordar la cuestión del

trabajo y sus metamorfosis contemporáneas implica aprehender los procesos

que lo producen, superando las visiones naturalizantes que “fetichizan” el

desarrollo científico-técnico, y lo tornan el único “responsable” por el problema

de la “exclusión”. Desde un discurso modernizador, se nos invita a aceptar el

56 Es importante remarcar que cuando hablamos de desempleo estamos pensando en la imposibilidad de reproducir la vida por medio de la relación social asalariada, la forma “propia”, legal, “natural” que el capitalismo ofrece para tal efecto. Entonces, cuando hablamos de población excedente nos referimos a una población que encuentra obturada la posibilidad de reproducir su ser orgánico a través de la forma “clásica” del orden social del capital: el trabajo asalariado. Evidentemente, la permanencia y cronificación de este fenómeno evidencia que la crisis a la que hacemos referencia (la crisis estructural) es inédita históricamente, y expresa la potenciación, en tanto elevación a un nivel superior, de las contradicciones inherentes del sistema, una y otra vez oscurecidas por la ideología dominante, la cual no es otra cosa que las ideas de la “clase” dominante.

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proceso “natural” de “obsolencia humana” que actualmente afecta a dos

terceras partes de la población a escala mundial. Las presentes reflexiones

buscan contribuir para superar estas lecturas.

En este contexto, se impone la pregunta: ¿qué está pasando con el

trabajo? ¿Estamos, efectivamente, ante su ocaso? Para responderla,

partiremos de su historización.

2.2.1. El trabajo en el capitalismo: la crítica de Marx

Época de burguesía triunfante; de “soberanía de la razón”, donde la

miseria obrera, ya muy visible, se asocia con la carencia de virtudes de cada

uno. En esos tiempos de monarquía burguesa (Luis Felipe en Francia), la

otrora “superioridad racial” es ahora “superioridad espiritual”. En las rebeliones

esporádicas aparece más la ira que la razón; se destruye con mayor frecuencia

a las máquinas antes que a sus propietarios. Mientras que en Inglaterra se ve

el nacimiento de un movimiento sindical razonable, en el resto de Europa se

continúa luchando más contra el pasado.

El atraso alemán; la efervescencia política remanente de la revolución

jacobina en Francia; el desarrollo industrial-comercial de Inglaterra, son

algunos de los trazos fundamentales que caracterizan el contexto inmediato

que alimenta la reflexión de Marx de este periodo. Su esfuerzo se dirigirá a

comprender la sociedad tal como ella es, buscando superar las “filosofías

clásicas”, tanto las especulativas – hegemónicas, con Hegel a la cabeza –,

como las igualmente parciales y limitadas empiristas o materialistas “pasivas”,

del tipo Feuerbach57.

Alemania es, en ese tiempo, un pueblo económicamente y políticamente

subdesarrollado. La burguesía renana se inquieta cada vez más con el

crecimiento del IV Estado, fenómeno ya percibido en todos los países más

adelantados de Europa occidental. Actuando como redactor en la Gazeta

Renana, Marx tendrá contacto con un poder bien más real que el de los libros;

57 Recordemos que Marx comparte algunos años de formación con Feuerbach, en el ala izquierda de los Jóvenes hegelianos. Inmediatamente después, romperán esta alianza teórica con la ruptura con el grupo de los hermanos Bauer y con las Tesis sobre Feurbach de Marx, de 1845-6.

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se vera enfrentado por las fuerzas que le dan vida a este poder y detrás de él

se ocultan. Censurado y desempleado, ahogado en el idealismo hegeliano,

emprenderá una revisión de sus ideas a la luz de Feurbach, de quién luego

tomará distancia.

En el contexto de esta revisión critica de Marx – que se tornara una

ruptura filosófica del mayor alcance – el hombre real ahora aparece como

siendo el producto singular de la sociedad; la ciencia del hombre es la ciencia

de la sociedad. Así, afirmará que para conocer el hombre de nuestro tiempo es

necesario conocer la sociedad del presente. Y es, justamente, el conocimiento

de esta sociedad lo que Marx va a buscar a París, en 1843. En este momento,

Paris es el centro de reunión de los activistas proletarios que, aún con oscura

conciencia, tratan de destruir la sociedad existente. La ciencia nuclear de esta

sociedad es la economía política, que estudia la producción y la distribución de

la riqueza. Marx descubre esta ciencia en Paris, y de ese impacto surgen “los

manuscritos”.

El hombre aparece en esta ciencia en sólo una de sus facetas: como

“creador de riqueza” y movido, exclusivamente, por un cálculo racional –

inteligente y astuto –, sin profundidad ni horizonte, incapaz de trascender el

estrecho interés individual. Un cálculo realizado por la “inteligencia” pero no por

la “razón” – distinción del idealismo alemán. El correlato necesario de este

hombre económico es el hombre mercancía.

La rebelión de Marx contra la “economía política clásica”, en verdad va

contra la filosofía oculta detrás de ella. La criticará en nombre de otra filosofía

que rechaza esa concepción pasiva de hombre. No está preocupado con una

nueva economía, sino con un pensamiento que va mucho más allá de esta

ciencia positiva de la modernidad. Se trata, para Marx, de elaborar una síntesis

inédita históricamente en la teoría social, la cual alberga la exigencia de una

praxis que la realice, que la torne materialidad social, liberando así a la

humanidad de las cárceles que la reducen, oprimen y barbarizan. En este

sentido, teoría y praxis en Marx no pueden ser pensadas separadamente.

Reducir la teoría social marxiana a una mera comprensión cabal del mundo – a

una epistemología –, significa omitir el hecho de que, justamente, la potencia

de su reflexión reside en que dicha comprensión es, ante todo, una condición

necesaria para una transformación radical de los contenidos de la praxis social,

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orientándolas en un sentido verdaderamente humano. En este sentido, se trata

de lograr que el proceso social de producción de la vida material coincida con

el pleno desarrollo humano genérico y de los individuos sociales agentes.

Escritos a sus 26 años de edad, los “manuscritos de economía y

filosofía” expresan esta concepción más generalista y totalizadora de Marx.

Aunque olvidados y menospreciados por más de 80 años – especialmente

por la interpretación economicista de la teoría social de Marx, para la cual

los males del capitalismo son males económicos que generan las

condiciones que harán saltar el sistema; interpretaciones estas que

convierten al hombre ya no en predicado del espíritu, auque sí en predicado

de la economía –, las reflexiones que contienen se constituyen como una

idea original de la relación hombre–naturaleza; esto es, una original

concepción de la Historia.

Habiendo descubierto la “critica de la economía política” a través de los

“Esbozos...” de Engels de 1843, la cual “tomaba como dado lo que debía

explicar”, tratará del “trabajo alienado” en el final del primer manuscrito – en el

marco de la crítica a la naturalización de las categorías, operada por la

economía política, especialmente por Smith –, afirmando:

“Partimos de un hecho económico actual. El obrero es más pobre cuanto más riqueza produce; cuanto más crece su producción en potencia y en volumen. El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuanto más mercancías produce. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas” (Marx; 1969: 105).

Por esto, afirmará que, en la época de la encomia política – léase de la

sociedad capitalista –, la realización del trabajo se presenta como des-

realización del trabajador. Este, mientras más objetos produce, más poderoso

se torna el mundo extraño que crea frente a sí, y más pobre se vuelve él mismo

y su mundo interior; esto significa que mientras más produce es menos dueño

de sí mismo, menos “señor” de sí. Esto ocurre, para Marx, porque el objeto

producido, el producto del trabajo, no pertenece al trabajador, y su producción

se convierte en un poder extraño que se le enfrenta como “un otro hostil” que lo

domina.

Inmediatamente, Marx aclara que la alienación no se presenta sólo en

relación con los resultados de su producción, con los productos del trabajo; se

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expresa también con relación a la actividad productiva misma, esto es, en el

acto de la producción, puesto que el producto no es más que el resumen de su

actividad. La “alienación” de su actividad productiva, de su esfuerzo nervioso y

muscular, consiste en que ésta no le pertenece, le es impuesta desde el

exterior y dirigida contra él, su actividad vital, su propia vida personal, como

algo que no le pertenece en el trabajo (ídem: 110).

Una tercera determinación de la alienación del trabajo se expresará en la

relación del hombre con su ser genérico, que consiste en la capacidad de

elaborar su existencia con conciencia, lo cual le posibilita ir más allá de la mera

reproducción de sus necesidades inmediatas, le permite pensar en la vida del

género, de la especie a la cual pertenece y, por ende, hacer de ella un objeto.

Recordemos que por esta peculiaridad aparece, en el ámbito del ser social, la

posibilidad de la libertad. En el trabajo alienado, dirá Marx, se invierte esa

relación y el hombre hace de su actividad vital un simple medio para su

existencia particular, tornando la producción de la vida genérica un medio de la

vida individual. El hombre, al alienarse de su ser genérico, se aliena de sí

mismo. Escribe Marx:

“El trabajo alienado (1) convierte a la naturaleza en algo ajeno al hombre, (2) lo hace ajeno de sí mismo, de su propia función activa, de su actividad vital, también hace del género algo ajeno al hombre; hace que para él la vida genérica se convierta en medio de la vida individual (...) el trabajo, la actividad vital, la vida productiva misma, aparece ante el hombre sólo como un medio para la satisfacción de una necesidad, de la necesidad de mantener la existencia física. La vida productiva es, sin embargo, la vida genérica. Es la vida que crea vida. En la forma de la actividad vital reside el carácter dado de una especie, su carácter genérico, y la actividad libre, conciente, es el carácter genérico del hombre. La vida misma aparece sólo como medio de vida” (ídem: 111).

El trabajo – como actividad vital del género, productora del mismo,

creadora del peculiar metabolismo con la naturaleza que permite ampliar los

límites que ésta impone, controlar su legalidad –, convertido en trabajo alienado

en la sociedad burguesa, se torna animalización del trabajador, se torna

deshumanización y des-realización de su agente.

Por último, y como consecuencia inmediata de las formas de alienación

anteriores, Marx trata de la alienación del hombre respecto del hombre. Si el

hombre se enfrenta consigo mismo, se enfrenta también al otro, con el

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producto del trabajo y el propio trabajo del otro. En la relación social del trabajo

alienado, cada hombre considera a los demás según la relación en la que él se

encuentra consigo mismo en tanto trabajador (ídem: 113).

La teorización anterior sobre los diferentes aspectos de la alienación en

la sociedad capitalista, si son formulados en términos histórico-concretos y

observados desde los propios presupuestos de la economía política, nos remite

a la pregunta siguiente: “si el producto del trabajo me es ajeno, se me enfrenta

como un poder extraño, entonces ¿a quién pertenece?” (ídem: 114). La

respuesta no es sorprendente: no podría pertenecer más que a otro hombre

que no es el trabajador, quién asume el mismo lugar y papel que el objeto

alienado. Así, si el trabajador se relaciona con su actividad como con una

actividad no libre, impuesta y forzada, se está relacionando con ella como con

una actividad al servicio de otro, bajo las órdenes y necesidades de otro. Esto

quiere decir que las “alienaciones” existen apenas en las relaciones prácticas

concretas, no son meros estados del espíritu. La alienación se realiza a través

de la relación práctica, real con los otros hombres. Dirá Marx:

“[...] mediante el trabajo alienado no sólo produce el hombre su relación con el objeto y con el acto de la propia producción como con poderes que les son extraños y hostiles, sino también la relación en la que los otros hombres se encuentran con su producto y la relación en la que él está con estos otros hombres. De la misma manera que hace de su propia producción su des-realización, su castigo; de su propio producto su pérdida, un producto que no le pertenece, y así también crea el dominio de quién no produce sobre la producción y el producto. Al alienarse de su propia actividad posesiona al extraño de la actividad que no le es propia” (ídem: 115).

De este modo, Marx concluye planteando que la propiedad privada, uno

de los conceptos fundamentales de la economía política, surge como el

producto – y no la causa, aunque esta relación después se transforma en una

interacción recíproca –, el resultado de la alienación del trabajo, no siendo una

categoría “natural”, eterna. Marx delimita el complejo proceso concreto de

aparición de esa categoría medular del capitalismo, que es consecuencia

necesaria del trabajo alienado, de la relación externa del trabajador con la

naturaleza y consigo mismo. Así, se devela el secreto de la propiedad privada:

el de ser producto del trabajo alienado, y, a la vez y por el mismo proceso, el

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“medio” por el cual el trabajo se aliena. La propiedad privada, desde la inflexión

crítica marxiana, es la realización de esta alienación.

Del mismo modo, el salario que recibe el trabajador – que se constituye

con relación a la magnitud del costo de su reproducción en tanto fuerza de

trabajo – es tan sólo una consecuencia necesaria de la alienación del trabajo.

Para el trabajador, dirá Marx, el trabajo no aparece como un fin en sí, sino

como el medio de obtener el salario, esto es, al servicio del salario. De modo

que propiedad privada y salario son categorías que sólo existen porque existe

la alienación del trabajo; desapareciendo ésta, no hay necesidad de existencia

de aquellas.

Por ser su trabajo forzado y no voluntario, el trabajador, en vez de

afirmarse en éste, se niega, se aliena. El trabajo así, deja de ser una actividad

productiva para la satisfacción ampliada de las necesidades, pasa a convertirse

en “el medio” para satisfacerlas. El trabajo, que para Marx es actividad vital –

porque el hombre tiene la capacidad de producir y reproducir su propia vida, de

hacer de su existencia un objeto –, con la forma histórica asumida bajo el

capitalismo, se convierte en un simple “medio” para la reproducción de la mera

existencia física de sus agentes. Así, la esencia misma del trabajo, en tanto

posibilitador de su desarrollo como especie, tiende a ser negada,

constituyéndose como un complejo que obstaculiza el pleno despliegue de las

capacidades humano-genéricas, en los marcos de una producción y

reproducción social alienada.

Desde esta perspectiva, la producción material de la vida social, bajo el

capitalismo, se efectiva con base en la explotación. La “propiedad privada”,

como dijimos, no es el punto de partida sino el producto de la “alineación del

trabajo”; es la consecuencia necesaria del trabajo alienado, de la relación

externa del trabajador con la naturaleza y consigo mismo. La servidumbre

humana, piensa Marx, está contenida en la relación del trabajador con su

producción. De modo tal que, queda claramente evidenciado que el problema

no es el “trabajo” en sí, puesto que en sí es una dimensión civilizatória que

implica humanización, y que es ineliminable como mediación en la relación

metabólica entre el hombre y la naturaleza. El problema fundamental es la

forma histórica que asume y bajo la cual se organiza y realiza; o sea, el

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problema está en la forma específica del entramado de relaciones sociales en

el cual se inscribe y desarrolla, y a la que llamamos sociedad del capital.

Luego de esta sumaria introducción, con base en los manuscritos de

economía y filosofía de 1843-44 de Marx, profundicemos el análisis de este tipo

histórico de sociedad: la sociedad del capital.

La relación social del capital y su finalidad: la ganancia

Desde la perspectiva de la “crítica de la economía política” fundada por

Marx, el orden social de capital es imposible sin el trabajo humano, así como

cualquier sociedad lo es. La peculiaridad de la relación social del capital

consiste en que el proceso de producción se organiza en función de la

explotación del trabajo vivo, de la apropiación de trabajo ajeno, en la alienación

del producto del trabajo. Así, la relación con el trabajo vivo es constitutiva del

capital, es su sustancia, no puede existir ni reproducirse sin ésta. El capital

depende vitalmente de la relación con el trabajo vivo, más precisamente, de la

explotación del mismo.

La utilización, la puesta en funcionamiento de esta mercancía – la fuerza

o capacidad humana de trabajo –, que posee la cualidad especialísima de

rendir más valor de lo que cuesta, permite al capitalista apropiarse de un “plus-

trabajo” que, al “realizarse” en la circulación, se transforma en un “valor

excedente” (con relación a su costo), en una “plus-valía”. La diferencia entre el

costo y el rendimiento de la capacidad humana de trabajo, una vez que es

puesta en funciones, permite la creación, según la critica marxiana de la

economía política, de un nuevo valor y una plusvalía.

Como resultado del proceso de producción capitalista de mercancías,

que implica siempre consumo de fuerza de trabajo por parte del capital, nos

encontramos con un valor mayor al que fue invertido al inicio del proceso

productivo. Esta diferencia de valor es la sustancia de la apropiación del trabajo

por parte de los propietarios de las condiciones del proceso de producción

capitalista. Esta diferencia, este plus-trabajo – o trabajo no remunerado –

apropiado por el capitalista, es la base material de la plusvalía, la cual se

realiza con la venta de la mercancía en el mercado. En este sentido, dirá Marx:

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“[...] el valor de la fuerza de trabajo y su valorización en el proceso de trabajo son, por tanto, factores completamente distintos [...] el factor decisivo es el valor de uso específico de esta mercancía, que le permite ser fuente de valor, y de más valor que el que ella misma tiene. He aquí el servicio específico que de ella espera el capitalista. [...] El poseedor del dinero paga el valor de un día de fuerza de trabajo: le pertenece, por tanto, el uso de esta fuerza de trabajo durante un día, el trabajo de una jornada. El hecho de que la diaria conservación de la fuerza de trabajo no suponga más costo que el de media jornada de trabajo, a pesar de poder funcionar, trabajar, durante un día entero; es decir, el hecho de que el valor creado por su uso durante un día sea el doble del valor diario que encierra, es una suerte bastante grande para el comprador, pero no supone, ni mucho menos, ningún atropello que se cometa contra el vendedor [...]” (Marx; 1980: 155).

De modo que, la entrada en escena de la plusvalía – en los marcos de la

producción y del intercambio de mercancías en el mercado bajo el capitalismo

–, expresión de valor del “plus-trabajo expropiado” al productor directo por el

propietario de los medios de producción o de dinero – que significa la

capacidad de obtener aquellos –, representa el predominio histórico de la

relación social del capital en la producción-reproducción de la vida social.

Relación social esta que supone la existencia del trabajador “libre”, la reducción

del trabajador a fuerza de trabajo.

El plus-trabajo es, ante todo, trabajo no remunerado al trabajador por el

patrón, objetivado en mercancías que para realizarse como valor y convertirse

en plusvalía, deben ser vendidas en el mercado para su consumo. Así, la

mercancía (M) se metamorfosea y se convierte en dinero (D), aunque sin

alterar su valor, el que experimenta un cambio de forma “necesario”. El “trabajo

no retribuido” al trabajador bajo la forma de salario y objetivado en mercancías,

es llamado de “trabajo excedente” desde la teoría del valor-trabajo de Marx,

puesto que excede el valor del costo de la mercancía “fuerza de trabajo”.

En este cuadro, comprender la lógica predominante de la producción-

reproducción de la vida social – donde la producción para la satisfacción de las

necesidades sociales se realiza a través de una relación basada en la

apropiación no retribuida de una parte del trabajo empleado, lo que significa

una relación de explotación de los trabajadores – permite entender la forma

histórico-social concreta bajo la cual el “valor” es producido y apropiado bajo el

capitalismo por una clase: la clase capitalista. A raíz de la reproducción

continua de dichas relaciones de producción se configura, pues, una formación

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societaria cuya dinámica está basada en relaciones sociales de “explotación

del hombre por el hombre”, a través del ejercicio del trabajo. Dicha relación

expresa la “naturaleza” peculiar del capital.

En este sentido, bajo el modo capitalista de producción, dicha

producción se orienta, antes que todo, a la producción de “trabajo excedente”;

de plus-trabajo que, en términos de valor, toma la forma de plusvalía. Este

proceso de trabajo – que es, además y fundamentalmente, proceso de

valorización – se efectiviza por medio de la producción de mercancías, las

cuales se tornan el “vehículo” del valor, e instrumentos indispensables para la

realización del proceso como un todo. La dinámica del desarrollo capitalista –

respecto a las formas que el capital va creando y adoptando en su conflictivo

proceso interminable de valorización –, estará signada por esta finalidad última:

la producción y apropiación de plus-valía, como fruto de la apropiación

creciente de trabajo objetivado no retribuido al trabajador. Aquí se define el

contenido del capital, su finalidad y su razón de ser.

“Productividad” del trabajo bajo el comando del capital

Como la extracción de plus-trabajo es el objetivo principal de la relación

social del capital, éste establece una lucha sin fin con el trabajo en función de

reducir permanentemente su costo y aumentar el “trabajo excedente”. El capital

hace esto apelando a los mecanismos generadores de plusvalía “absoluta” –

prolongando “extensivamente” cuanto sea posible la duración de la jornada de

trabajo –, así como a los que posibilitan la plusvalía “relativa” – creando formas

diversas de intensificar la productividad del trabajo, reduciendo el valor de la

fuerza de trabajo con relación al producto total de valor que es capaz de

producir. Estas dos formas de extraer trabajo excedente, expuestas por Marx

en El capital, pueden combinarse (hoy más que nunca, debido a la

“flexibilización” de la producción) a los fines de maximizar la apropiación de

plusvalía, en las proporciones correspondientes con los niveles y registros del

proceso de acumulación del capital. En las condiciones de competencia inter-

capitalista hoy existentes, este imperativo elemental del capital, su “fuente de la

vida” – la producción y acumulación de plusvalía –, se ve crecientemente

presionado a superar sus propios límites, a crecer infinitamente, para no

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148

fenecer en la arena mundializada del capitalismo monopolista, en su fase de

crisis estructural.

Los constantes intentos de los capitalistas por disminuir la dimensión

correspondiente al “trabajo necesario”, o sea, el tiempo que el trabajador ocupa

de la jornada para reproducir su propio costo como un “medio” de la producción

– costo que se expresa en el salario –, se fundamentan en el interés de ampliar

la parcela correspondiente al “trabajo excedente”, o sea, el tiempo de la jornada

de trabajo que el productor no recibe remuneración alguna por su actividad

laborativa.

El desarrollo histórico registra el hecho de que, en la medida en que el

capitalismo se va consolidando como modo de producción de mercancías, va

revisando y reformulando sus formas y sus métodos de producción, de acuerdo

con las exigencias impuestas por el proceso de valorización. Inicialmente, el

capital produce sobre una base técnica que no es la más adecuada a sus

intereses. Se trata de una base técnica heredada de otros modos de

producción que coloca límites al desarrollo pleno de las formas sociales

“propiamente” capitalistas, que se irán consolidando a lo largo del “progreso”

del capitalismo histórico. Así, la base técnica del “artesanado”, punto de partida

de la producción capitalista, se “subsume” apenas “formalmente” al capital, y no

“realmente” (Cf. Marx: Capítulo VI Inédito).

La base técnica del “artesanado”, se caracteriza por el dominio completo

del trabajador sobre el proceso de trabajo: domina el ritmo de la producción; la

organización de la misma; es indispensable en un proceso de producción que

depende completamente de su destreza; que se organiza teniéndolo como

centro; adecua el proceso de trabajo a su voluntad y parecer. Pero, esta

situación está muy lejos de ser la más conveniente para las finalidades del

capital, puesto que coloca demasiados obstáculos al proceso de acumulación

capitalista. Por esto, Marx denomina “subsunción formal” del trabajo al capital a

esta relación productiva del artesanado, y la entiende como la forma propia de

la transición del régimen de producción feudal al capitalismo58.

58 Allí, el trabajador se encuentra subordinado al capital por el régimen de propiedad privada de los medios de producción; no puede reproducirse sin éste último. El trabajador no posee otra propiedad que su fuerza de trabajo, estando obligado a venderla al capital para subsistir. Igualmente, todavía la base técnica de la producción permite que resulte indispensable para efectivar la producción; su destreza, la cualidad de su fuerza de trabajo, son elementos vitales

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Por otra parte, la modalidad posible para la apropiación de trabajo ajeno

sobre esta base técnica – el artesanado – es bajo la plusvalía “absoluta” o

“extensiva”, o sea, ampliando la proporción del “trabajo excedente” vía

prolongación de la duración temporal de la jornada de trabajo. No existe allí,

todavía, otra forma de incrementar la explotación del trabajo, en tanto no sean

transformadas las relaciones bajo las cuales se organiza el proceso de

producción de mercancías – cuestión que se afirmará mucho más con el

desarrollo de la “gran industria” capitalista, cuando el capital logra subsumir

realmente al trabajo y crear unas formas que le corresponden plenamente.

De esto puede deducirse la incomodidad con la que el capital se

reproduce actuando sobre formas de organizar la producción que no le son

propias, y donde el trabajo tiene tanto poder en el proceso; así como también,

las respuestas que ofrecerá para superar estos malestares que pretenden

ponerle frenos. En la medida que se va acumulando, que se van consolidando

sus emprendimientos, y su lógica se va asentando mundialmente como

dominante, el capital no demora en enfrentar dicho “poder del trabajo” sobre el

proceso productivo. Intentando reducir sus influencias, circunscribir sus

posiciones, el capital busca por todos los medios debilitar el poder del trabajo

para imponer sus propias formas. En su intento de superar los límites

impuestos por aquella base técnica heredada, va desarrollando estrategias en

el sentido de ampliar y complejizar las formas de la explotación del trabajo, y, a

través de esto, aumentar su “ganancia”.

El ímpetu “tremendo” del capital por adecuar todas las condiciones del

proceso productivo a su lógica centrípeta, lo lleva a buscar métodos más

eficientes, modalidades más productivas de organizar el proceso de trabajo.

Pronto descubre que la actuación simultanea de un gran número de

trabajadores en el mismo local para producir una misma especie de mercancía,

es un arma importante, que además de optimizar y economizar recursos

productivos, consigue una potencia productiva mayor de la fuerza de trabajo

humana.

de la producción en este estadio de desarrollo. La situación irá variando a medida que el capital cría formas de producción cada vez más autónomas del trabajador, justamente en función de reducir su poder de definición y su importancia.

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Esta cooperación59, no significó una transformación de la base técnica;

más bien, implicó un montaje más colectivo de las formas de producir

mercancías, vigente en los inicios del “capitalismo histórico”. Con la

cooperación cada trabajador sigue produciendo de la misma forma (elaborando

la totalidad del producto), pero, ahora, comparte la infraestructura y los insumos

con otros trabajadores semejantes.

Este pasaje, será llamado por Marx como cooperación simple:

“A jornada coletiva tem essa maior produtividade ou por ter elevado a potencia mecânica do trabalho, ou por ter ampliado o espaço em que atua o trabalho, ou por ter reduzido esse espaço em relação à escala da produção, ou por mobilizar muito trabalho no momento crítico, ou por despertar a emulação entre os indivíduos e animá-los, ou por imprimir às tarefas semelhantes de muitos o cunho da continuidade e da multiformidade, ou por realizar diversas operações ao mesmo tempo, ou por poupar os meios de produção em virtude de seu uso em comum, ou por emprestar ao trabalhador individual o caráter de trabalho social médio. Em todos os casos, a produtividade específica da jornada de trabalho coletiva é a força produtiva social do trabalho ou a força produtiva do trabalho social. Ela tem sua origem na própria cooperação. Ao cooperar com outros de acordo com um plano desfaz-se o trabalhador dos limites da sua individualidade e desenvolve a capacidade de sua espécie” (Marx, 1994:378).

Concomitante con el despliegue y la afirmación mundial de las

relaciones capitalistas, se extenderá la “cooperación” y permanecerá, bajo muy

diversas modalidades, hasta nuestros días. Podríamos decir que, desde los

inicios de la modernidad, esta “forma” se irá capitalizando y formará parte de

todas las modalidades de organización de la producción social, hasta nuestros

días, donde actúa en los más diversos modelos productivos de “subsunción

real” del trabajo al capital.

De modo tal que, se abrirá una fase del capitalismo caracterizada por la

irrupción de la manufactura60, donde los trabajadores del mismo o de distintos

oficios son concentrados en un mismo local para producir cooperadamente, o

sea, “combinadamente” un mismo producto, participando de las diferentes

59 Es importante aclarar que la cooperación es un presupuesto de cualquier forma de producción de mercancías, persistiendo bajo diversas formas en los desarrollos posteriores de la organización productiva del capital. La cooperación, como principio en el proceso productivo, es perfectamente compatible y necesaria para las formas de producción de mercancías.

60 Remitimos al Capítulo XII de El Capital: “División del trabajo y manufactura”, de Marx.

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fases de su elaboración. El capitalista logra un control mucho mayor de la

producción – en sus aceptos técnicos, especialmente –, le imprime más unidad

y dirección al proceso capitalista de trabajo. La manufactura representa una

forma novedosa de producir plusvalía “relativa”, puesto que desarrolla las

fuerzas productivas del trabajo, permitiendo producir más en menos tiempo –

consiguiendo por esa vía abaratar el precio unitario de las mercancías, facilitar

su “realización” y ampliar el proceso de acumulación de capital.

Sin embargo, la aplicación históricamente creciente del modelo de la

manufactura, que revoluciona tanto el proceso de trabajo – en la división social

y técnica –, como la forma de realizar el valor, representa una clara “regresión”

para los trabajadores, quienes se ven cada día más despojados del control que

tenían sobre el “proceso” de producción.

La división del trabajo; la especialización de las tareas; la sofisticación

de las herramientas adaptándolas a tareas parciales y específicas; el mayor

aprovechamiento de los “ritmos” de producción (homogeneización y

repetitividad sistemática de ciertas operaciones); la sujeción del trabajador a la

tarea y a la herramienta (para que no pierda tiempo trasladándose de lugar),

entre otros, son todos elementos que posibilitan una optimización en la

utilización productiva de la fuerza de trabajo. Por otro lado, este aumento de la

productividad del trabajo social implica un rebajamiento del costo relativo de la

fuerza de trabajo. Si el trabajo, al final de la jornada, arroja un producto de valor

mayor que antes, su costo relativo (con relación al producto total) cae.

La división creciente del trabajo y la especialización de las tareas hacen

que el proceso de producción se distinga en varias fases, en las cuales los

trabajadores son distribuidos para realizar determinadas funciones,

conformando un “trabajador colectivo” que es combinación de varios trabajos

parciales simultáneos. Esta división del trabajo genera, también, mayor

especialización. Con esto se gana en productividad y economía de recursos, y

las operaciones sobre el objeto se tornan más eficaces por el

perfeccionamiento de las herramientas y la destreza física del productor. En

estas condiciones se produce un salto muy significativo de la productividad del

trabajo, como producto de su creciente socialización.

Sin embargo, no serán las formas manufactureras de inicios del

capitalismo las más adecuadas para el capital; no serán lo suficientemente

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complementarias ni lo suficientemente “orgánicas”, como para satisfacerlo. La

manufactura es señalada por Marx como fase de “subsunción formal” del

trabajo al capital, puesto que las bases del proceso productivo todavía se

afirman en una dependencia fuerte del trabajador. Éste, aunque parcializado y

cada vez más embrutecido, en esta fase de las relaciones de producción,

todavía conserva un poder de control sustancial sobre los instrumentos de la

producción, restringiendo los márgenes de la alienación del proceso de trabajo.

De este modo, al alcanzar cierto grado de su desarrollo, los mismos

límites impuestos por la base técnica de la manufactura se tornan

incompatibles con las necesidades de la valorización del capital. El avance

registrado en la utilización de máquinas en la producción, posibilitada por la

parcelación de las tareas que lleva a la automación, pone fin a la “actividad

artesanal”, propiamente manual, como principio que rige la producción. Esto

permite, por otra parte, corroer las bases materiales de las resistencias que

ponen límites al “imperio real del capital”.

Ya entrada la fase de la gran industria capitalista, el capital consigue

finalmente, subordinar realmente al trabajo a sus necesidades en el proceso de

producción, lo que le permite amplificar la producción de plusvalía. La

“revolución industrial” de la maquinaria representa la capacidad de sustitución

de la fuerza viva de trabajo frente al comando de la herramienta; ahora su tarea

se restringe a controlar su buen funcionamiento. El productor se torna, cada

vez más, un supervisor.

De modo que, el régimen de producción montado sobre la base técnica

de la maquinaria es el más propicio para la producción capitalista. La finalidad

del empleo de “maquinarias” en la lógica del capital, como todo desarrollo de

las fuerzas productivas del trabajo bajo sus parámetros, consiste en producir y

extraer plusvalía. Es esto, efectivamente, lo que en la fase de “la gran industria”

capitalista puede ser ampliado – tanto “extensiva” como “intensivamente”. Al

tratar el empleo propiamente capitalista de la máquina, Marx capta la finalidad

mezquina que subyace a su aplicación social; logra ver el lado oscuro de este

“progreso”:

“Esse emprego, como qualquer outro desenvolvimento das forças produtivas do trabalho, tem por fim baratear as mercadorias, encurtar a parte do dia do trabalho da qual precisa o trabalhador para si mesmo, para ampliar a outra parte que ele dá

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gratuitamente ao capitalista. A maquinaria é meio para produzir mais-valia” (Marx, 1994: 424).

En su análisis sobre la aplicación capitalista de la maquinaria, Marx

devela que su incorporación al proceso productivo implica alimentar una

contradicción monumental para el sistema, una contradicción que irá creciendo

y que siempre lo acompañará. La misma consiste en que la “tasa de plusvalía”

puede ser efectivamente aumenta haciendo disminuir la cantidad de

trabajadores “empleados” – léase, explotados –, pudiendo afectar el volumen

de los lucros.

La base técnica constituida a partir de la aplicación de máquinas en el

proceso productivo, tiende a autonomizarlo del trabajador, tornándolo más

objetivo con relación a éste. Esto le permite al capital consolidarse y ampliar

enormemente las fronteras de su régimen, logrando una “subsunción real del

trabajo al capital” que marca el predominio indiscutible del régimen

específicamente capitalista en la producción-reproducción de la vida material

de la sociedad.

Si, como fue mencionado, en la manufactura la fuerza viva de trabajo (el

hombre-mercancía) era el centro del proceso de trabajo, en la fase capitalista

de la “gran industria”, de la incorporación creciente de maquinarias en la

producción, este centro es ocupado, justamente, por los instrumentos de

trabajo. En este sentido, según Teixeira:

“Realmente, só com o advento da grande industria, o capital pode se impor como sujeito autônomo diante do trabalho, pois essa forma de produção de mercadorias opera uma completa des-subjetivação do progresso do trabalho, pois nela são os meios de produção que empregam ao trabalhador e não ao contrario, como ocorria na cooperação simples e na manufatura. É essa inversão que vai permitir ao capital controlar salários, porque agora a produção de máquinas, equipamento e instalações, isto é do capital constante, pode substituir ao trabalhador por meio de um incremento crescente de mecanização do processo do trabalho. Noutros termos, o crescimento do emprego do capital constante é maior que o de capital variável, da força de trabalho” (Teixeira, 2000: 72).

De este modo, la manufactura contribuye con la producción de plusvalía

no sólo porque baja el costo de la fuerza de trabajo – desde el momento que

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reduce el valor de las mercancías que forman el costo de la fuerza de trabajo61

–, al aumentar la productividad social del trabajo en determinadas ramas de la

producción, sino, también, porque en sus primeras aplicaciones – cuando

todavía es una “innovación” particular de algún capitalista – potencia al trabajo,

elevándolo encima de la productividad social media. Este trabajo potenciado

permite que el capitalista pague el costo diario de la fuerza de trabajo con una

parcela menor de valor de su producto diario. Esta es una situación transitoria

que goza el capitalista que posee el monopolio de la innovación productiva, que

durará el tiempo que tarde dicha innovación en generalizarse en la producción

social capitalista, elevando así la productividad social media del sistema.

Durante el tiempo que dure esta situación transitoria, el capitalista se apropiará

de lo que Marx denominó “súper-lucros”.

La idea de súper-lucros significa que, partiendo de la ley según la cual el

valor se determina por el tiempo de trabajo socialmente necesario para la

producción de un determinado producto, aquellos capitalistas que posean

métodos nuevos, productivamente superiores a la media social del trabajo,

estarán en condiciones de abaratar sus mercancías y venderlas, durante algún

tiempo, a un precio menor que el de sus competidores. Sus mercancías ahora

contienen menos tiempo de trabajo incorporado gracias a la productividad

potenciada del trabajo, lo que le permite al capitalista obtener condiciones

excepcionales para la realización de estas mercancías durante el tiempo que

dure la “situación de monopolio de la innovación”.

El capitalista podrá gozar de esta situación excepcional durante el

tiempo que demore la generalización de la innovación productiva en el

ambiente capitalista; esto no tarda demasiado en ocurrir - debido a los impulsos

cada vez más violentos de la creciente competencia inter-capitales dure -,

provocando la elevación del grado medio de productividad del trabajo social,

haciendo que los súper-lucros regresen al lugar de “lucros medios”62.

61 El valor de cambio de la fuerza de trabajo se determina por el valor de los medios de vida necesarios para el sustento del trabajador medio. La masa de estos medios puede considerarse una magnitud constante, pudiendo variar por diversos motivos, el “valor” de dicha masa de medios de vida. Remito al Capítulo XX de El Capital.

62 Es importante aclarar que en la Idea marxista de súper-lucros, el producto total de valor de la jornada normal de trabajo no aumenta (como ocurre con el aumento de la intensidad de trabajo), sólo se distribuye en una cantidad mayor de productos. El remanente que se obtiene con la “realización” de las mercancías producidas en esta situación extraordinaria hace que el

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En este sentido, la idea de súper-lucros no puede ser pensada por fuera

del marco de competencia capitalista, puesto que ésta es quién empuja a los

capitalistas individuales a una incansable búsqueda de estrategias capaces de

aumentar la lucratividad media. Así, el desequilibrio, la desigualdad, se tornan

elementos centrales posibilitadores de estas ventajas competitivas que

redundan en ”súper-lucros”. Desigualdades y desequilibrios que pueden ser de

orden geográfico, productivos, de amplitud y profundidad de mercados, de

poder tecnológico. Resulta interesante el aporte de Ernest Mandel al respecto:

”No caso “puro” de aumentos contínuos na composição orgânica do capital e no desenvolvimento incessante de novas técnicas e tecnologias, que Marx anteviu mas que se apresento em sua forma plenamente desenvolvida apenas no capitalismo tardio da atualidade, as diferencias no nível de lucro despontam a partir da concorrência entre capitais e da condenação inexorável de todas a firmas, ramos industriais e áreas que se deixam ultrapassar nessa corrida e que, por isso, são forçadas a ceder uma parte de sua “própria” mais-valia aos que a lideram. O que é esse processo, senão a produção permanente de firmas, ramos industriais e regiões subdesenvolvidas?[...]A própria acumulação de capital produz desenvolvimento e subdesenvolvimento como momentos mutuamente determinantes do movimento desigual e combinado do capital. A falta de homogeneidade na economia capitalista é um desfecho necessário do desdobramento das leis do movimento do próprio capitalismo.”(Mandel,1985: 58)

En el análisis del economista, se destacan tres modalidades

fundamentales de obtención de “súper-lucros” presentes en el desarrollo

histórico del capitalismo. Una primera modalidad, correspondiente a la época

del “capitalismo competitivo”, donde el énfasis está en la yuxtaposición regional

de desarrollo y subdesarrollo, y el ejemplo más acabado es la relación

históricamente capitalista que ha tenido la industria y la agricultura. Una

segunda variante correspondiente a la etapa del “imperialismo clásico”, donde

la desigualdad internacional se procesa entre Estados imperialistas y

subdesarrollo en las “colonias” y “semi-colonias”. Y una tercera forma, ya

propia del “capitalismo tardío”, que se realiza como una yuxtaposición global

industrial de desarrollos en sectores dinámicos, y subdesarrollo en otros. Este

valor que la fuerza de trabajo representa para el capital sea menor. En este sentido, aunque el aumento de la productividad del trabajo no se dé en los sectores de producción correspondientes a los medios de vida del trabajador, o sea, no abarate directamente el valor de la fuerza de trabajo, ésta disminuye indirectamente con relación al “retorno” obtenido por el producto total.

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proceso se da básicamente en los países imperialistas, pero también, de modo

secundario, en las semi-colonias. Estas formas – que son fuente de súper-

lucros – coexisten en el tiempo, conformando un complejo dinámico de

producción e intercambio.

En este marco, Mandel trabaja sobre una idea de “transferencia de valor”

en la base de los súper-lucros. La misma pretende explicar que, en la carrera

por la obtención de súper-lucros, se procesa una transferencia de plusvalía de

unas empresas hacia otras, más desarrolladas productivamente. Esto ocurre

porque, desde la teoría marxista del valor, en la esfera de la circulación no hay

creación de valor, apenas distribución del valor creado antes en la producción.

Tenemos, que al mismo tiempo que una empresa está beneficiándose con

“súper-lucros”, otra, menos desarrollada, se está apropiando de una ganancia

que está por debajo de la “media”. Este proceso que tiene bases en una

competencia desenfrenada que lo impulsa, repercute en el proceso de

concentración y centralización cada vez más potente de los capitales

concurrentes beneficiados. Finalmente, este proceso implica una tendencia al

aumento de la “composición orgánica del capital”, afectando negativamente la

evolución de su “tasa de ganancia”.

Esta lógica de la innovación en función de los “súper-lucros”, determina

la dinámica de progreso de los métodos y modalidades de producción de

mercancías bajo el capitalismo, imponiendo su ritmo ante cualquier obstáculo

que se presente. La profundización de esta lógica desata una dinámica que se

potencia cada vez más con la profundización de la competencia inter-capitales,

llevando a sucesivas revoluciones y metamorfosis en las formas de organizar la

producción material; en la estructuración del proceso productivo; en la gestión

de la fuerza de trabajo – siempre buscando maximizar la explotación de sus

recursos invertidos.

Las diversas formas históricas creadas a los fines de la producción

capitalista de mercancías, responden a ese constante movimiento del capital

por revolucionar las fuerzas productivas y aumentar su lucratividad. Las

reorganizaciones que sufre el modo de producir mercancías, son frutos de la

necesidad de adecuación de la base técnica material a la valorización del valor

– y no las innovaciones técnicas científicas las que determinan la dinámica del

capital. El tipo específico de relaciones de producción capitalistas es el que

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exige el permanente progreso de las fuerzas productivas del trabajo. El

aumento de la productividad no tiene una lógica inmanente, propia, que lo

llevaría a dar “saltos” – como pretende atribuírsele –; su desarrollo se explica a

partir de las exigencias de la disputa competitiva inter-capitalista. Así, la

dinámica del progreso de la productividad del trabajo debe entenderse dentro

de la subordinación de dicho proceso a la lógica de la acumulación del capital.

De modo tal que, con la afirmación de las relaciones sociales

propiamente capitalistas, los métodos de organización del trabajo, las

innovaciones tecnológicas que van minando el proceso productivo, pasan a

ocupar un papel central en la lucha por la ampliación de la extracción de

plusvalía. Este conjunto de innovaciones, que aumentaron enormemente la

capacidad productiva del trabajo social, se expresa como fuerzas productivas

del capital; son apropiadas por el mismo, fortaleciéndolo y consolidándolo – al

mismo tiempo que representa empobrecimiento y deshumanización segura

para el productor directo, para el trabajador realmente subsumido.

Acumulación y fuerzas productivas del trabajo

En el tratamiento teórico que Marx da a la acumulación del capital,

especialmente en el capitulo XXIII de su obra prima, dirá que la misma no

consiste en otra cosa que el permanente reinicio del ciclo productivo, la

necesaria reproducción de la producción material de la sociedad, la cual,

también, es reposición de las contradicciones inherentes al modo de

producción en una escala cada vez más ampliada. Dicha reproducción implica

el reinicio incesante del ciclo de producción de mercancías, ciclo que no sólo

reproduce el capital en tanto acumulación de cosas, sino que reproduce

también la relación social que lo constituye: la relación capital-trabajo

asalariado. Esto es, no sólo se reproduce el capitalista – en tanto poseedor de

las condiciones de producción – como comprador de mercancías para producir

otras mercancías, sino, también, el trabajador se reproduce bajo la forma de

vendedor de su fuerza de trabajo – como asalariado. Según Rosdolsky:

“El proceso capitalista de producción, considerado en su interdependencia o como proceso de reproducción, pues, no sólo produce mercancías, no sólo produce plus-valor, sino que produce y reproduce la relación capitalista misma: por un lado el

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capitalista, por el otro el asalariado [...]” (Marx apud Rosdolski; 1989: 296).

La acumulación implica, entonces, el reinicio del proceso productivo en

escalas cada vez más amplias, lo que, bajo el capitalismo, significa la

reproducción del proceso de producción y apropiación de plusvalía. Una parte

de la misma deberá ser reutilizada, reinvertida como capital para la compra de

nuevos medios de producción y fuerza de trabajo – condiciones indispensables

en todo proceso de trabajo bajo parámetros capitalistas. La reinversión

productiva de una parte de la plusvalía como capital para la renovación del

ciclo productivo anterior, es lo que Marx denomina “acumulación de capital”

(Marx; 1980: 525). Ésta, una vez superada la inversión inicial – que Marx llamó

“acumulación originaria de capital”63 – se realiza siempre sobre la base de la

plusvalía apropiada por el capitalista en los ciclos de valorización anteriores.

De acuerdo con la intensidad del ritmo de la acumulación de capital, en

los grados y niveles en que se da, se determina el volumen de inversión

necesario para el reinicio del ciclo productivo. Este volumen de inversión se

constituye de acuerdo al grado de intensidad de la competencia inter-capitales,

y marca el volumen de trabajo excedente o plusvalía necesaria para garantizar

la acumulación. Esta dinámica de producción y acumulación de capital, explica

las diversas estrategias a que el capital ha apelado para tornar más productivo

el trabajo, con la finalidad de obtener la masa de plusvalía necesaria para

satisfacer las exigencias de la acumulación, y así poder garantizar las

inversiones que el re-inicio del ciclo impone – bajo las específicas condiciones

de la competencia.

La dinámica propia de la reproducción del capital – bajo el influjo de la

competencia –, más aún, de su acumulación en escala ampliada, exige la

expansión constante de las inversiones de plusvalía como capital – base de la

acumulación –, para lo cual es indispensable obtener niveles suficientes de la

misma. Esta dinámica está marcada por la competencia entre varios capitales

de un mismo ramo que aspiran a la realización de sus mercancías;

competencia que se desarrolla teniendo como telón de fondo el precio de las

mismas en el mercado. Para Marx: 63 Remito a Marx, Capitulo XXIV de El capital.

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“[...] la lucha de la competencia se libra por el abaratamiento de las mercancías. La baratura de las mercancías depende, en igualdad de circunstancias, del rendimiento del trabajo y éste de la escala de la producción. Según esto, los capitales más grandes desalojan a los mas pequeños [...]” (Marx; 1980: 571).

La necesidad de aumentar al máximo la fuerza productiva del trabajo,

demanda fuertes inversiones en métodos y máquinas herramientas, aptas para

ello. Por otra parte, el aumento de la fuerza productiva del trabajo – producir

más en menos tiempo – demanda, también, un mayor volumen de materias

primas y auxiliares necesarios para la producción, y con esto, el valor de la

masa de inversiones de capital que será requerido para dar inicio al proceso

productivo. El incremento de la productividad del trabajo se torna un

instrumento esencial para garantizar las condiciones de reproducción ampliada

del capital en una determinada fase histórica de su desarrollo. En este sentido,

“É apenas deste ponto de vista, isto é, dentro do conceito de dependência do progresso das forças produtivas em relação à acumulação de capital, enquanto reprodução ampliada das relações capitalistas, que podemos circunscrever rigorosamente o alcance do conceito de ‘progresso técnico’ no pensamento marxista. Isto porque Marx, ao estabelecer a dependência necessária entre o progresso das forças produtivas e a reprodução das relações de produção, efetua as conexões indispensáveis entre produtividade do trabalho e lei do valor, na sua forma capitalista. Produtividade do trabalho, em suma, máximo de produtos com mínimo de trabalho; daí, o maior barateamento possível das mercadorias. Independentemente da vontade de tais ou quais capitalistas, isto se converte em uma lei do modo capitalista de produção. Esta lei somente se realiza implicando outra, ou seja, a de que não são as necessidades existentes que determinam a escala de produção, senão que, pelo contrario, é a escala de produção – sempre crescente – que determina a massa do produto. O objetivo é que cada produto contenha o máximo possível de trabalho não pago, e isso só se alcança graças à produção pela própria produção” (Marx, apud Belluzzo; 1980: 91).

El aumento del grado social medio de productividad del trabajo se

traduce en el hecho de que el trabajador, en el mismo tiempo y con un mismo

grado de intensidad de trabajo, convierte en productos una cantidad mayor de

medios de producción. Dicho proceso es constantemente impulsado por el

recalentamiento de la competencia entre los capitalistas de un mismo ramo

productivo. De acuerdo con el ritmo de la productividad del trabajo y la

acumulación del capital, crecen los capitales en cantidad y calidad, y con esto,

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su repulsión mutua en la competencia. La intensificación de la competencia

inter-capitales conduce a una “carrera” por incorporar las últimas innovaciones

tecnológicas y de organización del proceso productivo, las que permiten dar

saltos de productividad a las empresas capitalistas. Dirá el mismo autor:

“A acumulação não é, portanto, uma questão de escolha individual. Trata-se de uma necessidade engendrada pela própria competição: uma luta em que os capitalistas procuram excluir-se uns aos outros do mercado. O progresso técnico é a arma utilizada por esses senhores para se esmagarem mutuamente. Mediante a introdução de inovações procuram rebaixar suas custos e aumentar suas margens de lucro, sendo combatidos pelos demais” (Belluzzo;1980: 92).

El proceso denominado por Marx concentración del capital, es un

producto directo de la acumulación ampliada del capital que, de acuerdo con

los niveles de expansión del modo de producción capitalista, implica la

necesidad de colocar mayores inversiones de capital en la producción, que

permitan estar a la altura de la competencia inter-capitalista y sobrevivir a ella.

Para llevar a cabo las necesarias innovaciones se requiere un volumen

aceptable y creciente de acumulación que lo garantice, lo que, a su vez,

requiere un nivel aceptable de plusvalía apropiada disponible. Así, la

productividad creciente del trabajo – y la creciente apropiación y conversión de

plusvalía en capital para el nuevo ciclo productivo – se torna palanca del propio

aumento de la acumulación y concentración de capital, además de una

condición de existencia para los propios capitales. Siguiendo al autor:

“Todos os métodos de potenciação da força social produtiva do trabalho que brotam desta base são, ao mesmo tempo, métodos de produção redobrada de mais-valia ou de produto excedente, o que, por sua vez, é o elemento constitutivo da acumulação. São, por tanto, métodos de produção de capital com capital, ou métodos destinados a acelerar seu processo de acumulação” (Marx apud Belluzzo; 1980: 99).

De este modo, la “acumulación” ampliada permite la “concentración”, o

sea, el aumento y fortalecimiento de los capitales ya existentes. La

“centralización” de los capitales, según Marx, se forma a partir del proceso de

fusión de los capitales existentes. Producto de la voraz competencia que no

tiene “marcha atrás”, los capitales más grandes absorben a los más pequeños;

se produce una “expropiación” entre los propios “expropiadores”; los

capitalistas se expropian entre sí. Una vez alcanzado ese nivel de desarrollo

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del modo de producción capitalista, cuando la competencia se torna un

elemento decisivo en la trayectoria de los capitales – llevando a la

concentración y centralización creciente de los mismos – las necesidades de

reproducción de los capitales y las condiciones para efectuarla se complejizan

cada vez más. La intensificación de la competencia se traduce en una lucha

incesante por abaratar las mercancías – vía incremento de la productividad del

trabajo –, formándose un complejo proceso que tiende a incorporar

crecientemente “trabajo muerto” y a expulsar del proceso productivo “trabajo

vivo”. Así,

“A reversão constante de mais-valia o capital adota a forma de um aumento de volume do capital investido no processo de produção. Por sua vez, este aumento funciona como base para ampliar a escala de produção e os métodos a esta inerentes de reforçamento da força produtiva do trabalho e de produção acelerada de mais-valia [...]. Estes dois fatores econômicos determinam, pela relação complexa de estímulo que se imprimem reciprocamente, a alteração que se opera na composição técnica do capital e que faz com que o capital variável vá-se reduzindo continuamente à medida que aumenta o capital constante” (Marx, apud Belluzzo; 1980: 99).

Ahora, en aquel proceso de recomposición del capital, que da como

resultado niveles crecientes de productividad del trabajo, se verifica la

tendencia al aumento constante del “capital constante” (C.c.), con relación al

“capital variable” (C.v.) – el trabajo vivo necesario para poner en movimiento el

proceso de trabajo64. En este sentido, la “critica” marxiana de la economía

política llama a este proceso aumento de la “composición orgánica del capital”

(COC), la que se expresa siempre a través de una tendencia a la caída de la

demanda de “fuerza de trabajo”. Esta tendencia, para Marx, expresa el

crecimiento del volumen de capital invertido en “medios de producción” y

materias primas con relación al invertido en fuerza de trabajo, que decrece. La

parte del capital invertida en materias primas y auxiliares y medios de

64 Según Marx, capital constante son aquellos elementos que participan del proceso productivo en la forma de medios de producción y materias primas y auxiliares, siendo que dichos elementos no tienen la propiedad de crear valor, pero su valor es trasmitido al producto nuevo a través del proceso de trabajo. Por otro lado, el elemento fuerza de trabajo tiene la cualidad de trasmitir el valor que costó al producto nuevo, pero, además de ello, crea más valor. Es por esta característica especial de la mercancía fuerza de trabajo (crear valor) que Marx da el nombre de capital variable, porque aquel factor en el proceso productivo tiene la cualidad especialísima de modificar su valor original.

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producción – el (C.c) –, en las condiciones de la producción y acumulación

capitalista aquí consideradas, tiende a aumentar más aceleradamente que la

parte invertida en “fuerza de trabajo” – en capital variable (C.v).

También, los despliegues de estas tendencias de concentración del

capital producen variaciones en su “composición técnica” (C.T.C), que es quien

registra la proporción en que la “capacidad de trabajo” logra convertir los

“medios de producción” y las “materias primas” en otros productos. La

composición técnica mide las proporciones en que se distribuye la inversión

total del capital en “capital constante” (C.c) y “capital variable” (C.v). Dirá Marx:

“[...] además de reforzar y acelerar los efectos de la acumulación, la concentración amplía y acelera al mismo tiempo las transformaciones operadas en la composición técnica del capital, permitiendo aumentar el capital constante a costa del variable y reduciendo, como es lógico, la demanda relativa de trabajo [...]” (Marx; 1980: 573).

Si se piensa el proceso de acumulación capitalista bajo la misma “base

técnica”, con el mismo grado de productividad del trabajo – y misma (C.T.C.) –,

se verifica que el capital invertido en la compra de fuerza de trabajo (C.v.) para

poner en movimiento el proceso de producción-valorización del capital crece en

la misma proporción que el capital invertido en medios de producción y

materias primas – el (C.c). O sea, bajo una misma “base técnica” el proceso de

acumulación ampliada del capital se corresponde con otro proceso proporcional

de expansión de la población trabajadora necesaria.

Pero, como ya fue mencionado, las transformaciones en la “base

técnica” del capitalismo se transforman permanentemente en función de

aumentar la productividad del trabajo y ganar mejores condiciones de

realización para sus mercancías; y, como consecuencia de este logro del

capital – en tornar más productiva la fuerza de trabajo –, ahora, una cantidad

menor de trabajo vivo logra movilizar una cantidad creciente de medios de

producción y materias primas. El volumen de estos últimos crecen más

rápidamente que el de la “fuerza de trabajo” necesaria para ponerlos en

funcionamiento en el proceso de producción. Así, es demandada una mayor

inversión en “capital constante” (C.c) y una correlativa disminución del “capital

variable” (C.v) necesario; esto es, una disminución de la demanda de “trabajo

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vivo” para el proceso de producción material de la vida social. Según la crítica

marxiana, la “lógica inmanente” del capital se expresa en que:

“[...] el proceso de acumulación de capital no sólo determina un incremento cuantitativo y simultáneo de los diversos elementos reales que forman el capital, sino que el desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo social, al que obedece ese incremento, se traduce también en una serie de cambios cualitativos, que hacen variar a saltos la composición técnica del capital, cuyo factor objetivo aumenta progresivamente en relación con el factor subjetivo [...]. Por tanto, en la medida en que el incremento del capital hace que el trabajo sea más productivo, disminuye la demanda de trabajo en relación con su propia magnitud [...]” (Marx; 1980: 567).

Nos vemos, entonces, ante una dinámica contradictoria que está en la

base de la relación de producción capitalista, que modela las relaciones

sociales y define tipos de sociabilidad adecuadas a la lógica de su desarrollo.

Dinámica esta signada por la aplicación de los diversos métodos para

incrementar constantemente la productividad del trabajo en función de ampliar

la magnitud de la plusvalía obtenida al final del proceso – necesaria para

mantener los niveles de inversión exigidos por los parámetros de la

competencia inter-capitales –, y que se realiza reduciendo proporcionalmente la

“fuerza viva de trabajo”, necesaria en el proceso productivo. De modo tal que,

en la medida que la lógica de la acumulación permite saltos productivos

incesantes, produce también una reducción proporcional de la población

trabajadora necesaria al capital. Surge una “súper-población” relativa a las

necesidades de la producción de mercancías en el capitalismo, una “población

excedente” – según las necesidades de la acumulación, concentración y

centralización, exclusivamente del capital.

El desarrollo de la acumulación de los capitales al interior del sistema,

que conduce a variaciones constantes de la “composición técnica del capital”

(C.T.C) en función de aumentar la productividad del trabajo al extremo, y así

abaratar y asegurar la realización de las mercancías, implica más productos

con menos trabajo, lo que representa – o, mejor, podría hacerlo – un “progreso”

fantástico para la humanidad. Sin embargo, en el capitalismo, el aumento de la

productividad se traduce en una disminución creciente de la “fuerza de trabajo

humana” necesaria desde el punto de vista del capital, generando una

“población excedente”. Históricamente, la misma, experimentaba esta situación

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contradictoria de una forma transitoria, por algún periodo de tiempo, siendo

que, en general, volvía a ser absorbida en otros ramos productivos o por

temporadas.

Hoy, como expresión más dramática del grado de destructividad que

asume la reproducción sistémica que sufre el recalentamiento de sus

contradicciones estructurales, la población “dispensable” del proceso

productivo se tornó estructural, esto es, crónicamente permanente. Dirá Marx:

“[...] la acumulación capitalista produce constantemente, en relación a su intensidad y a su extensión, una población obrera excesiva para las necesidades medias de explotación del capital, es decir, una población remanente o sobrante [...] al producir la acumulación de capital, la población obrera produce también, en proporciones cada vez mayores, los medios para su propio exceso relativo [...]” (Marx; 1980: 574).

Así, es propio de la naturaleza de la lógica inmanente de la producción y

acumulación del capital, tender a la reducción continúa y acentuada del “trabajo

vivo” en el proceso de producción, aunque sin poder eliminarlo totalmente. El

capital “adoraría” no tener que pagar salarios ni lidiar con los “conflictos

operarios”, pero no puede hacerlo puesto que depende vitalmente de la

existencia de aquél como tal; quiere autonomizarse completamente pero lo

necesita profundamente. En este sentido, un conocido estudioso de Marx, dirá:

“El modo de producción basado en el capital sólo es posible porque el capital puede apropiarse constantemente de plus-trabajo. Pero el plus-trabajo sólo existe en relación con el trabajo necesario, o sea, sólo en la medida en que éste existe. Para poner plus-trabajo, pues, el capital debe poner continuamente trabajo necesario, pero asimismo debe eliminar aquel trabajo en cuanto necesario, para ponerlo como plus-trabajo. Por ello es su tendencia crear la mayor cantidad de trabajo posible, así como es igualmente su tendencia reducir el trabajo necesario al mínimo [...]” (Rosdolski; 1989: 283).

Como dijimos, entonces, el desarrollo del proceso de acumulación de

capital, por su propia legalidad interna, va creando una “superpoblación

relativa” que Marx llamó, también, como “ejército industrial de reserva” – desde

el punto de vista de las necesidades del capital, es el resultado lógico del

“progreso” del modo de producción capitalista y su ley del valor, de la

acumulación, concentración y centralización del capital. Ahora, es importante

destacar que esta posición de “excedente” de la fuerza de trabajo no significa

que no participe, que esté efectivamente “excluida” de la dinámica societaria. Al

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contrario, “contribuye” a partir de esta situación de población excedente con el

proceso de reproducción de las relaciones sociales capitalistas en los niveles

de desarrollo históricamente alcanzados. El “ejecito industrial de reserva” es,

en la formulación de Marx, un elemento completamente inserto en la dinámica

del sistema, que presiona para el aumento de la productividad del trabajo y

hacia la baja de los salarios de los trabajadores “activos” y la aceptación de

condiciones menos favorables de trabajo.

En la raíz de esta contradicción estructural de la lógica del Capital se

encuentra la finalidad última y primera del capital: aumentar la producción y

apropiación de plusvalía. Para esto, resulta de gran ayuda el aumento de la

competencia al interior de la propia clase trabajadora – en el mercado de

trabajo –, puesto que de esta forma se logra subsumir más ampliamente al

trabajo a sus necesidades. La presión que ejercen los trabajadores inactivos o

“excedentes” contra los “activos”, le permite extraer más plusvalía y mejores

condiciones para la producción. Para Marx:

“[...] el exceso de trabajo de los obreros en activo engrosa las filas de su reserva, al paso que la presión reforzada que ésta ejerce sobre aquellos, por el peso de la concurrencia, obliga a los obreros que trabajan a trabajar todavía más y a someterse a las imposiciones del capital. La existencia de un sector de la clase obrera condenado a la ociosidad forzosa por el exceso de trabajo impuesto a la otra parte, se convierte en fuente de riqueza del capitalista individual y acelera al mismo tiempo la formación del ejercito industrial de reserva, en una escala proporcionada a los progresos de la acumulación social [...]” (Marx; 1980: 580).

De modo que, muy lejos de estar “excluidos” de la escena social, estos

trabajadores “excedentes” lo están de un modo muy particular. Ello se

caracteriza por los efectos que esta contradicción del capital produce desde el

momento que coloca como excedente para la producción a camadas cada vez

más amplias de la población. A su vez, en el capitalismo, la fuerza de trabajo

apenas puede reproducirse respondiendo a una necesidad del capital – la

necesidad de “emplear” fuerza viva de trabajo. Así, en la formación de las

relaciones capitalistas, el trabajador primero es expropiado de toda propiedad –

es “liberado” – excepto la de su propia “capacidad” de trabajo; es transformado

en trabajador asalariado, o sea, reducido a vendedor de su fuerza viva de

trabajo. Una vez que el sistema logró un determinado grado de desarrollo, el

trabajo humano reducido a mercancía es sustituido crecientemente del proceso

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de trabajo, como consecuencia del “progreso” de la lógica societal dominante,

inhibiendo sus posibilidades básicas de reproducción.

Llegado a este punto de la contradicción del capital, se le torna muy

difícil legitimarse como “civilizatorio”, puesto que no puede parar de elevar el

ritmo que amenaza a la gran mayoría de los individuos que están bajo su

hegemonía, con “estar de más” – que es muy similar a “no ser”. Desde esta

perspectiva teórica, esta idea de población “excedente” para las necesidades

del capital – como un producto de la propia dinámica de la acumulación

capitalista – se constituye en la sustancia que da cuerpo al fenómeno social del

“desempleo”, en la contemporaneidad capitalista. Si el “desempleo” no

corresponde exclusivamente al contexto actual – siendo un efecto de la

tendencia intrínseca al desarrollo del modo de producción de desarrollar las

“fuerzas productivas sociales” –, en el presente expresa de forma “explosiva” el

recalentamiento de las contradicciones inherentes a la relación del capital. Esto

quiere decir que, en las actuales condiciones reproductivas de competencia

inter-capitales, la profundización de las contradicciones y los conflictos que

surgen del proceso de “acumulación ampliada de capital” hacen que el

“desempleo”, hasta entonces ocurrido, asuma ahora una profundidad y

complejidad distinta y original; una forma que, de presentarse como

“transitoria”, aparecerá como “crónica”, con una presencia permanente.

En relación con la formulación clásica de Marx, el fenómeno

contemporáneo de la “súper-población relativa” como un ”ejército industrial de

reserva” – a disposición para ser explotado cuando el capital lo demande – se

complejiza y profundiza. El “ejército de reserva” no deja de cumplir sus

funciones como tal, especialmente en la presión sobre los salarios y sobre las

“condiciones objetivas de trabajo” de los trabajadores “activos”, pero tiende a

no ser “re-incorporado” en algún otro momento, a quedar “parado”. Esta

“autonomización” creciente del capital respecto del trabajo, en términos de

ganancias capitalistas, opera positivamente, pero, paralelamente recalienta

ciertas contradicciones del sistema que lo tornan inestable y cada vez más

“explosivo”.

De modo que, la relación social del capital es orgánicamente la

“contradicción en proceso”, la cual se expresa, también, como una “tendencia a

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la caída de la tasa de ganancia” del capital65. El funcionamiento de esta

tendencia refleja, también, el contradictorio modo de desarrollo del sistema del

capital, el cual se organiza antagónicamente, generando desigualdades

crecientes. El proceso de acumulación, cuya lógica interna tiende a producir

desempleo, expresa sus límites contradictorios en la generación de una

“tendencia decreciente de la tasa de ganancia” del capital, en la medida que

avanza el proceso “natural” de acumulación, concentración y centralización del

capital66.

Al reducir el volumen de “capital variable” (C.v), de fuerza humana de

trabajo, se reducen las fronteras de la esfera de apropiación de plusvalía – el

trabajo puesto en funciones – en proporción con el volumen total de capital

invertido al inicio del proceso. O sea, la reducción relativa de la “fuerza de

trabajo” necesaria tiende a hacer caer la apropiación “absoluta” de plusvalía,

con relación al volumen total de capital invertido. Al reducirse la “masa” de

“fuerza de trabajo”, también, se reducen con ello, las posibilidades de

extracción de plus-trabajo, o sea, el volumen de plusvalía, por más que pueda

aumentar su “tasa”. Esta última, deberá aumentar más rápidamente de lo que

decrece la “masa”, para que el volumen de la plusvalía no se reduzca también.

En el libro III de El Capital, organizado por Engels tras la muerte de Marx, se

puede leer:

“Este aumento del volumen de valor del capital constante – aunque sólo exprese remotamente el aumento que se opera en cuanto a la masa real de los valores de uso que materialmente forman este capital – va acompañado por el abaratamiento progresivo de los productos. Cada producto individual de por sí contiene ahora una suma menor de trabajo que en otras etapas anteriores de la producción, en que el capital invertido en trabajo representaba una proporción incomparablemente mayor con respecto al capital invertido en medios de producción. Por tanto, como la masa total de trabajo vivo añadido a los medios de

65 Desarrollada por Marx y editada en el libro III de El Capital, que consiste en explicar cómo el propio progreso en escala ampliada de la acumulación de capital provoca una tendencia a la caída en la tasa de lucro del capital, medida en relación con el capital total puesto en movimiento.

66 Es fundamental para la comprensión de esta tendencia intrínseca al desarrollo de la producción capitalista (una vez que el trabajo está realmente sometido al capital), tener clareza para distinguir entre las nociones de tasa y masa o volumen. De hecho, el aumento de uno puede ser acompañado por la caída del otro, o sea, la caída tendencia de la tasa de lucro puede ser acompañada de un aumento en el volumen de los lucros. Así, ambas nociones son distintas.

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producción disminuye en proporción al valor de éstos, disminuye también el trabajo no retribuido y la parte de valor en que toma cuerpo, en proporción al capital total empleado. O bien, es una parte alícuota cada vez menor del capital total invertido la que se convierte en trabajo vivo y que, por consiguiente, este capital total absorbe cada vez menos trabajo sobrante en proporción a su magnitud, aunque pueda crecer al mismo tiempo la proporción entre la parte no retribuida del trabajo empleado y la parte pagada. El descenso relativo del capital variable y el relativo aumento del capital constante, aunque ambas partes crezcan en términos absolutos, sólo es, como queda dicho, una manera distinta de designar la mayor productividad del trabajo” (Marx; 1980:234/238).

La “tasa de ganancia”, que consiste en la relación entre el volumen de la

plusvalía y el “capital total” invertido, tiende a reducirse a medida que aumenta

la composición “técnica” y “orgánica” del capital. A medida que el “capital

variable” (C.v) disminuye con relación al “capital total” (C.T), tiende a disminuir

la “tasa de ganancia” – aunque pueda aumentar su volumen. Para Marx:

“Como la masa de trabajo vivo empleada disminuye constantemente en proporción a la masa de trabajo materializado, de medios de producción consumidos productivamente que pone en movimiento, es lógico que la parte de este trabajo vivo que no se retribuye y se materializa en la plusvalía guarde una proporción constantemente decreciente con el volumen de valor del capital total invertido. Y esta proporción entre la masa de plusvalía y el valor del capital total empleado constituye la cuota de ganancia, la cual, tiene, por tanto, que disminuir constantemente [...]” (Marx; 1980: 235).

La afirmación de dicha tendencia en la reproducción del sistema, hace

que a medida que progresa la acumulación capitalista, se tornen necesarias

mayores inversiones en “capital constante” (C.c) para mantener “activa” la

misma cantidad de “capital variable” (C.v) que antes; y dicha necesidad es

proporcional al grado de productividad alcanzado por el trabajo. Puede verse,

entonces, cómo, bajo las condiciones de producción del capital, el desarrollo de

la productividad del trabajo redunda en la creación de una “súper-población

relativa”, “excedente”, “superflua” para las necesidades del Capital. Si la

disminución del “capital variable” (C:v) va de ½ a 1/6, gracias a que el trabajo

triplicó su fuerza productiva, sería necesario triplicar igualmente la inversión en

“capital constante” (C.c), de forma tal de poder mantener ocupada la misma

cantidad de fuerza de trabajo que antes. Dirá Marx:

“[...] a medida que disminuye relativamente el capital variable, es decir, a medida que se desarrolla la fuerza productiva social del trabajo, se necesita una masa cada vez mayor de capital total

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para poner en movimiento la misma cantidad de fuerza de trabajo y absorber la misma masa de trabajo sobrante. Por consiguiente, en la misma proporción en que se desarrolla la producción capitalista se desarrolla la posibilidad de una población obrera relativamente sobrante, no porque disminuya la capacidad productiva del trabajo social, sino porque aumenta [...]” (Marx; 1980: 243).

Una vez más, el crítico más implacable que ha tenido la economía

política, desvenda el carácter contradictorio inherente a la relación social del

capital. En la medida que es aumentada la productividad media del trabajo

social – como exigencia de la acumulación, presionada por la competencia –, la

“tasa” de ganancia tiende a caer; la magnitud del “capital variable” (C.v) –

espacio de la extracción de plusvalía – se comprime con relación a la magnitud

del “capital constante” (C.c), y, más todavía, con relación al “capital total” (C.T).

Este proceso sucede, aunque al interior de la dinámica, la “tasa” de plusvalía

experimente un aumento. Dicho aumento, amortigua la realización de la “ley”

de la “caída de la tasa de ganancia” y la convierte en una “tendencia”67.

Si consideramos el ejercicio analítico de Marx en El capital, y partimos

de un (C.c) = 60, y un (C.v) = 40, obteniendo una “tasa” de plusvalía de 100 %,

obtendremos una plusvalía = 40. Pero si ahora, bajo otra “base técnica” y

habiendo logrado una mayor productividad del trabajo, contamos con un (C.c) =

80 y un (C.v) = 20 y, manteniendo la misma “tasa” de plusvalía, obtenemos una

plusvalía = 20. En este ejemplo, disminuye tanto la “tasa de ganancia” – con

relación al capital total invertido –, como la “masa” de ésta – con relación al

ciclo productivo anterior. Una vez aquí, el capital intentará contrarrestar la

tendencia a la caída de la ganancia, vía aumento de la “tasa” de plusvalía.

La propia exigencia de apropiar más plusvalía lleva al capital a tener que

enfrentar otra de aquella derivada, formada por un rendimiento negativo de la

67 Según Belluzo: “[...] a tendência ao declínio da taxa de lucro, à medida que avança o processo de acumulação, não exclui, mas, ao contrario, supõe, não só um aumento (obvio) da massa dos lucros, como também da taxa de mais-valia [...]. Mas, de outra parte, ambos os fenômenos implicam numa aceleração do processo de acumulação e, em conseqüência, numa elevação continuada da composição orgânica do capital, o que tende, dinamicamente, àqueles dois efeitos. A acumulação capitalista evolui, assim, impulsionada pela tensão de dois movimentos paralelos que atuam em sentido oposto sobre a taxa de lucro. Assim, a tendência ao declínio da taxa de lucro não é senão a forma apropriada do modo de produção capitalista exprimir o progresso da força produtiva social do trabalho e, por isso mesmo, é a manifestação, por excelência, da natureza contraditória do processo de acumulação de capital” (Belluzzo; 1980:102).

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“tasa” de ganancia. Esto se constituye como un ciclo “perverso” del cual el

capital no puede escapar. Intenta incansablemente adecuarse a sus

contradicciones, superarlas, aunque apenas consigue amenizar sus efectos. En

el intento del capital de huir de sus contradicciones, de fugarse hacia delante

de ellas, como diría Holloway, el capital elabora contra-tendencias, a través de

las cuales enfrenta sus propios límites y los recoloca, los repone

potenciadamente. Para este economista escocés:

“Las contradicciones de la producción de plus-valía relativa le imponen al capital la necesidad constante de reorganizar o reestructurar las relaciones sociales sobre las cuales se basa su existencia – un proceso de reorganización que pone en operación a las tendencias que actúan en contra de la caída de la tasa de ganancia. En alguna medida éste es un proceso continuo, pero la anarquía inherente al capital asegura que no pueda ser un proceso planeado y racional, sino desarrollado esencialmente a través de un proceso de fiera competencia, donde los capitalistas se enfrentan como ‘hermanos hostiles’ como respuesta a la crisis de rentabilidad” (Holloway;1994: 101).

La agudización de las contradicciones inherentes al sistema, desemboca

en “crisis” periódicas y paralizaciones del proceso de producción y de

acumulación del capital. Para este autor:

“La crisis de acumulación resulta de la incapacidad de la tasa de plusvalía de aumentar lo suficientemente rápido como para contra actuar sobre el efecto ejercido por el aumento en la composición orgánica del capital [...]” (ídem: 102).

Esta oscilación en la tasa de ganancia repercute en el desarrollo ulterior

del ritmo de “valorización” y de “acumulación” del capital. La dinámica impuesta

por la competencia a los capitales los obliga a ser más productivos – si quieren

sobrevivir al pleito –; les exige producir más y más, lo que acaba generando

desajustes en las diferentes esferas del proceso de acumulación como un todo.

La “producción por la producción” misma, donde prima elevar la escala para

bajar costos y no las necesidades efectivamente existentes, acaba generando

“crisis” cíclicas de “súper-producción” que paralizan catastróficamente al

sistema, haciendo sentir la potencia incontrolable de las expansiones y

contracciones de la producción de mercancías y de plusvalía68.

68 Al respecto, dirá Belluzo: “Marx formulou a teoria da queda tendencial da taxa de lucro em estreita correlação com os movimentos cíclicos do capitalismo [...]. Isto porque o próprio processo de acumulação, ao ampliar a massa de novos capitais, cujos elementos materiais são mais eficientes e mais baratos, determina, simultaneamente, a depreciação periódica do capital

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Retomando a Mandel (1985), en el capítulo que dedica a las llamadas

“ondas largas” del capitalismo, dirá que en los periodos de “oscilación

ascendente” de la acumulación, tanto la “masa” como la “tasa” de la ganancia

aumentan, haciendo crecer el “ritmo” y el “volumen” de la acumulación. Sucede

lo contrario, dirá Mandel, en los periodos de “depresión”, en las “ondas largas

recesivas” del capital. Si bien en las fases de “expansión” se registra una

aceleración de la acumulación, esto llega a un punto en que se torna difícil

“valorizar” la masa total del capital acumulado. La caída de la “tasa” de lucro

es, según este autor, el indicador más claro de la llegada a este punto. La idea

de “súper-acumulación” dice al respecto del hecho de que una parte del capital

acumulado sólo puede ser invertido a una “tasa” de ganancia inadecuada.

Por otro lado, en las fases de “depresión”, el capital es desvalorizado y

parcialmente destruido en términos de valor. Se invierte menos capital que el

monto efectivamente exigido para expandirse bajo la misma “tasa” de la fase

anterior. La plusvalía producida, si se la compara con la de la fase anterior, es

menor. Pero, esta misma sub-inversión y desvalorización del capital permiten

volver a elevar la “tasa” media de ganancia de todos los capitales acumulados,

lo que lleva, nuevamente, según Mandel, a intensificar la producción y la

acumulación. Desde este análisis, la totalidad del ciclo capitalista aparece

como un encadenamiento de “acumulación acelerada”, “súper-acumulación”,

“acumulación desacelerada” y “sub-inversión”. El aumento, la caída y la

revitalización de la “tasa” de ganancia corresponden tanto a los movimientos

sucesivos de la acumulación como la comandan69.

Como fue esbozado más arriba, la trayectoria del modo de producción

capitalista se caracteriza por la creación permanente de contra-tendencias

existente. A mesma lei que compele ao capital a uma valorização progressiva acaba impondo a necessidade de sua desvalorização periódica, fenômeno que se exterioriza através de súbitas paralisações e crises do processo de produção” (Belluzzo; 1980: 106).

69 Mandel realiza una periodización con base en lo que entiende como ondas largas en la historia del capitalismo, las que aparecen como una sucesión de períodos de aproximadamente 50 años, que estarían expresando la dinámica cíclica del capitalismo. Las ondas largas reflejan profundas transformaciones en el modo de producción, capaces de determinar periodos de ascenso, generalización, desaceleración y estancamiento de las innovaciones, las inversiones y la acumulación. Cada una, a su vez, puede dividirse en una fase inicial de auge y acumulación acelerada, y una segunda fase, donde la transformación productiva general ya ocurrió, y los lucros comienzan a declinar, la acumulación desacelera su ritmo y aumenta el capital ocioso.

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destinadas a atenuar los efectos de las contradicciones que el propio sistema

genera y reproduce ampliadamente. Por esto, es muy importante el estudio de

las “leyes” de funcionamiento del capital, pero evitando el riesgo de caer en

lecturas deterministas de la realización de estas “leyes” y las crisis que de

estas podrían derivar70. En la perspectiva de la “dialéctica marxiana”, las “leyes”

siempre se plasman bajo la forma de tendencias de desarrollo.

En este sentido, puede verificarse la existencia de una variedad muy

grande de posibles combinaciones para recomponer los niveles de la “tasa” de

ganancia; de modo que, esta tendencia a decrecer no se constituye como una

realidad inevitable a ser alterada. La articulación específica de todos los

elementos que integran el proceso de producción y de realización del valor, es

en un movimiento capaz de dar respuesta a dicha “tendencia decreciente” que

se estructura como una contra-tendencia a esta caída. La obtención de

“materias primas” más baratas; la extensión mundial de los mercados de

consumo; los procesos “alucinantes” de monopolización de ramas completas

de la producción; la dinámica “febril” de las innovaciones científico-

tecnológicas; las escalas cada vez más elevadas de producción y,

fundamentalmente, el “ajuste” sobre el valor de la fuerza de trabajo, son todos

espacios donde el capital busca incansablemente recomponer el nivel de sus

“lucros”. Es en este contexto – y más específicamente en el del “capitalismo

tardío” analizado por Mandel – que emerge el “fenómeno social del desempleo

estructural”, como una expresión resultante de las oscilaciones de la “tasa de

ganancia” y de los “esfuerzos” de capitalistas por recomponerla en niveles

adecuados.

70 En este sentido, es importante aclarar que se trata de tendencias de desarrollo y no de leyes fijas e inevitables que se realizan históricamente de modo inexorable. Son “leyes” que rigen el funcionamiento del socio-metabolismo del capital, pero que se realizan como tendencias. De acuerdo con Marx, “generalmente, en toda la producción capitalista, es sólo de manera aproximada e intrincada – a través de oscilaciones continuas de las cuales nunca es posible determinar la media – que la ley general se impone como tendencia dominante [...]” (Marx apud Fischer, 1970: 75). Y este autor acrecienta: “También las leyes naturales son expresión de una probabilidad máxima. Las leyes del movimiento social tienen un carácter de tendencia. Un acontecimiento no tenía forzosamente que ocurrir de la manera que ocurrió [...]” (Fischer; 1970:75).

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2.3. La “ley” capitalista de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia

en la contemporaneidad y las contra-tendencias del sistema

Podemos partir de reconocer, junto con Katz, que:

“La tasa de ganancia es un indicador central para diagnosticar si una nueva fase del capitalismo ha comenzado. Los índices de recuperación en el corto plazo son numerosos, pero un juicio sobre la tendencia en el largo plazo requiere incorporar otros elementos de análisis, ligados a la mundialización y a la lucha de clases. El marco teórico de la ley de Marx y su interpretación contemporánea en una sentido débil, fluctuante y en periodos históricos es una pieza central de esta caracterización” (Katz; 2000: 19).

Podría pensarse que el principal aporte de esta “Ley”, desarrollada por

Marx en el libro III de El Capital, organizado y editado por F. Engels en 1894,

algunos años después de la muerte del célebre “crítico de la economía

política”, radica en su contribución para el esclarecimiento de algunos aspectos

fundamentales del funcionamiento contradictorio del sistema capitalista, que

para nosotros son determinantes en la fase contemporánea de la sociedad del

capital.

Existen distintas caracterizaciones de la “Ley”, de acuerdo con el

enfoque analítico desde donde se mida el juego de articulaciones entre las

diferentes variables que interactúan conformando el proceso de producción

material, propio del orden socio-metabólico del capital. Junto a la exposición

clásica de Marx sobre el tema – basados en el análisis del aumento de la

“composición orgánica del capital”71 –, podemos encontrar a lo largo y ancho de

la “tradición marxista”, interpretaciones que afirman la supremacía de ciertos

elementos como los catalizadores de la crisis, como los responsables

fundamentales por la precipitación de la misma dentro los parámetros del

capital.

71 En el Libro I de El Capital, especialmente en el capitulo XXIII, referido al proceso de acumulación del capital, Marx desarrolla el análisis del proceso inmanente por el cual se efectúa la tendencia al crecimiento del capital constante en detrimento del capital variable, a partir, claramente, del aumento de la productividad del trabajo y sus beneficios para el proceso de acumulación como un todo. A este resultado histórico, que es peculiar del capitalismo, de su modo predominante de organizar la producción material de la vida social, Marx llama de proceso de aumento de la composición orgánica del capital, y está en la base del desarrollo de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia a que nos estamos refiriendo, como es responsable por la precipitación de las crisis de súper-producción que cíclicamente han azotado al capitalismo.

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El significado de dicha “ley” ha sido y continúa siendo objeto de intensas

y áridas polémicas en el seno de esta corriente, reuniendo y desafiando a los

más lucidos estudiosos del funcionamiento lógico e histórico del orden social

que rige nuestra época. Encontramos allí, tanto planteos relacionados con las

crisis de sobre-acumulación – cuyo desencadenante se asocia con las

crecientes dificultades que el capital encuentra al buscar aumentar

ilimitadamente la “tasa de plusvalía” –, como perspectivas que colocan el

énfasis en las variaciones del salario y en la importancia del “capital variable”

para el consumo de las mercancías – perspectivas volcadas hacia la

distribución. La naturaleza de las crisis, específicamente de la contemporánea,

continúa representando un enorme desafío para la investigación y la

teorización de la crítica.

Desde nuestra perspectiva, es importante resaltar que no entendemos

esta “Ley” operando hacia una indefectible declinación gradual de la “tasa de

ganancia”; más bien como un análisis de dos movimientos opuestos: tal

tendencia opera tanto hacia la caída como hacia la atenuación de la

disminución de los beneficios. Marx plantea que la “ley” se refiere a un

movimiento intrínsecamente descendiente de la tasa de ganancia que es, ante

todo, tendencial, puesto que se realiza de forma “contra-restada”, atenuada,

“contra-tendenciada”. Para Marx, todas las “leyes históricas” se desarrollan, se

realizan tendencialmente, lo que, por otra parte, no significa indeterminismo

absoluto, o puro relativismo.

La llamada “Ley” de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia

explica un movimiento que es resultado interno del proceso de acumulación.

No se trata de un acontecimiento contingente ni de un episodio coyuntural.

Responde, más bien, a un patrón de desarrollo que se basa en el impulso

creciente al aumento de la productividad, a la innovación tecnológica, a la

competencia entre empresas monopólicas globales, entre otros elementos

fundamentales del actual funcionamiento sistémico. Estamos tratando de una

tendencia que es inherente al progreso capitalista, puesto que el aumento de la

composición orgánica del capital y la caída de la tasa de ganancia se presentan

como procesos contradictorios que se retro-alimentan mutuamente, y entran en

conflicto. Las variables que pueden operarse al interior del proceso de

producción y de valorización del capital son múltiples, y pueden afectar el

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conjunto de los elementos que participan, sea en magnitud, sea en porcentual

– o sea, en términos de tasa y de masa.

De acuerdo con Katz, el objetivo central de la “Ley” parece radicar no

tanto en una demostración sobre la inestabilidad del capitalismo, de su carácter

irregular y desequilibrado y desequilibrante; más bien, este análisis busca

mostrar cómo esa naturaleza desequilibrada desemboca periódicamente en

una crisis estructural, y sus consecuencias de desvalorización del capital. Para

este autor, el principio que está en la base del análisis de Marx sobre esta “ley”,

parte de la premisa de que la ganancia, el lucro, surge exclusivamente del valor

creado por los trabajadores asalariados en el acto de la producción, los cuales

a través de máquinas y de materias primas, son capaces de “transferir” el valor

de éstas, y además, crear un “nuevo valor” (una plusvalía) en la fabricación del

producto. Para Marx, el origen de la ganancia radica en la extracción de

plusvalía y no en la acción autónoma de los instrumentos de producción, dirá

este autor (ídem: 11 y 12).

El análisis de Marx muestra claramente el desarrollo contradictorio que

caracteriza el proceso de acumulación capitalista. Ilustra cómo el propio

despliegue del capital lleva al descenso de la tasa de ganancia; cómo este

proceso se engendra con medidas inicialmente destinadas a producir el efecto

contrario. Las “personificaciones del capital”, los capitalistas, al producir

innovaciones buscando aumentar sus beneficios inmediatos, acaban

provocando la reducción general del volumen de trabajo vivo ocupado en la

producción, haciendo que, en última instancia y contra la voluntar de los

inversores del capital, se vea problematizada la rentabilidad global del capital.

Los impulsos para escapar a la tendencia decreciente de la tasa de ganancia

llevan al capital a funcionar en niveles contradictorios más profundos y

desestabilizadores, de compleja y difícil resolución. Sobre el análisis marxiano,

afirmará este autor:

“Finalmente expuso las contradicciones que genera el incremento de la producción junto a la simultánea reducción de la tasa de ganancia. Al multiplicarse el número de mercancías enviadas al mercado con decrecientes posibilidades de generar beneficios también se retrae la inversión y aumentan las dificultades para valorizar el capital. En un momento este desequilibrio desencadena la súper-producción de mercancías y la sobre-acumulación de capitales que no encuentran colocación lucrativa. Estalla la crisis y durante este colapso se evidencia que la propia

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acumulación es la causa de la depresión y que el límite del capital es el capital mismo. Partiendo de esta evaluación, Marx definió que la contracción tendencial del beneficio constituye la ley más importante de la economía política” (Katz, 2000: 3).

De acuerdo con el análisis marxiano, la compulsiva competencia obliga a

los capitalistas a contrariar sus propios intereses en el largo plazo. La

búsqueda de mayores beneficios individuales genera un incremento de la

composición del capital y desemboca en la caía de la tasa de ganancia. Sin

embargo, la “ley” tendencial no significa ninguna secuencia inexorable de

descalabros que conducen a un colapso del capitalismo, aunque marca una

contradicción que permanentemente opera socavando este orden societario.

En este sentido, la “lógica ciega del capitalismo”, alienada de una inteligencia

colectiva que controle racionalmente la producción, es responsable por los

padecimientos que soportan los trabajadores. La “anarquía” del mercado, tan

elogiada por los neoliberales de hoy, nunca podrá conducir a una efectiva

emancipación, ni abre horizontes de desarrollo para la humanidad. De forma

contraria, lo que se observa es un aumento dramático de los efectos que las

crisis sistémicas dejan sobre la amplia mayoría de la población mundial.

Dicha “ley” es concebida como un trazo esencial del capitalismo

desarrollado, bien ilustrada por Marx a través del ejemplo británico de su

época, otorgándole un papel especial al “comercio exterior” como fuerza

contrarrestante. Es importante remarcar que, si bien la creciente

internacionalización de la economía – intensificada en la ultimas décadas –

amplía los alcances del declino tendencial de la tasa de ganancia, la crisis de

desvalorización que la misma conlleva se constituye como un proceso que se

gesta principalmente en los países avanzados, para enseguida extenderse al

conjunto de la periferia.

Los altos volúmenes de inversión de capital requeridos y los exigentes

avances en la productividad del trabajo, ambos expresiones del aumento de la

composición orgánica del capital, se localizan principalmente en los países

centrales de la economía capitalista. “Solo en estas regiones aparece el exceso

de capitalización que caracteriza a la sobre-acumulación” (ídem: 16), pero los

efectos de este desequilibrio son sentidos más significativamente en las

periferias. Las grandes depresiones internacionales tienen efectos devastado-

res sobre la periferia. La crisis se transfiere hacia las regiones

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“subdesarrolladas”, a través de una serie de mecanismos comerciales (precios

de las materias primas, por ejemplo), financieros (deudas y tasas de intereses;

fuga de capitales) e industriales (restricción de las inversiones externas).

Pero el drama de la periferia capitalista está muy lejos de terminar aquí.

Si bien éstas reciben con mayor crudeza los impactos de la crisis de

desvalorización, en las épocas de recuperación de la tasa de lucros, también

costean gran parte de la misma. Según Katz, realizan esta compensación de la

tasa de ganancia por la triple vía de producir materias primas que abaratan el

“capital constante”; de utilizar salarios bajos que disminuyen el “capital variable”

y de instalar condiciones para la explotación de la fuerza de trabajo que elevan

la “tasa de plusvalía” (tanto en forma absoluta, como relativa). Dirá este autor:

“[Una] diferencia cualitativa existe entre el funcionamiento de las economías avanzadas y las dependientes. En el primer caso, las fuerzas motrices de la expansión y de la crisis son internas (en su totalidad o en escala considerable), mientras que en el segundo son externas. Por eso, es tan determinante en el ciclo de un país periférico el precio y la demanda de sus exportaciones, el nivel de ingreso o salida de los capitales foráneos, el grado de endeudamiento externo y la capacidad de repago de los intereses. En los países atrasados, la evolución de la tasa de ganancia depende más del papel complementario que cumple la economía periférica para un país central – como proveedor o como mercado para ciertos bienes – que de su propio proceso de acumulación [...]. En la periferia se combinan los impactos externos de la declinación tendencial de la tasa de ganancia con las consecuencias internas de un conjunto de contradicciones derivadas de la fragilidad del mercado interno” (Katz; 2000: 17).

Si se piensa en la contemporaneidad, el estudio de la trayectoria de la

tasa de lucro ha estado presente a la hora de caracterizar la fase

contemporánea del capitalismo. El análisis de su evolución de largo plazo ha

contribuido históricamente a comprender las determinaciones de las fases de

prosperidad que sucedieron a las grandes crisis del capitalismo, y ha ilustrado

las características nucleares, los pilares organizacionales de las relaciones

sociales de producción. En ese sentido, el diagnóstico de su estado actual se

torna un problema de primer orden en el ámbito de la “critica de la economía

política”. La posición más correcta al respecto nos parece estar representada

por autores como Shaikh, quien ubica el inicio de esta recomposición a

comienzos de la década de 1980, aunque aclara que se trata de un

restablecimiento parcial que sólo adquiere notoriedad porque la crisis que lo

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precedió fue de enorme envergadura. Chesnais, por su parte, que postula la

perdurabilidad de una “larga fase de agonía” del capitalismo, admite que más

de dos décadas de aumentos constantes de la tasa de explotación del trabajo

han permitido una restauración parcial de la rentabilidad capitalista (ídem).

Si se observa la contemporaneidad neoliberal del capitalismo desde el

foco marxiano de la “ley” al declino tendencial de la tasa de ganancia, puede

apreciarse nítidamente el comportamiento de dos variables que componen este

indicador: la tasa de plusvalía se incrementó y el capital variable se abarató.

Sin embargo, es bien más complicado precisar cual ha sido la evolución del

“capital constante” y el movimiento real de su desvalorización. Según Katz,

implica establecer en qué medida ha primado una “acción depuratoria” de

capitales desvalorizados o el traspaso al ámbito privado de los potencialmente

lucrativos – que significan una efectiva revalorización –, y en qué medida lo ha

hecho una “revalorización artificial” de capitales en quiebra por medio del

“rescate” financiero de sus Bancos o de determinados Estados nacionales

(ídem: 18). Según este autor:

“La rentabilidad ha sido ficticiamente recompuesta a través del socorro estatal en todos los picos de crisis de la década de 1990. Frente a situaciones verdaderamente delicadas, los gestores de la política económica (sean liberales, neoliberales o anti-liberales) no han dudado en apagar el fuego con fondos públicos [...]. Este intervensionismo ha originado un serio cuestionamiento al FMI en la elite de la clase dominante y un intenso debate estratégico sobre la forma de encarar las próximas crisis. Los salvatajes transfieren a los Estados el costo del rescate de los capitalistas en quiebra, manteniendo elevado el stock de la deuda pública en todos los países” (Katz; 2000: 19).

Las iniciativas del capital para revertir las tendencias negativas que su

propio desarrollo genera, conducen a la explicitación cada vez más cristalina de

su lógica destructiva. Al ser la explotación del trabajo el “fundamento” de su

existencia, será allí que procurará fundamentalmente (aunque no solamente)

una “salida” que le permita recuperar su lucratividad. La monumental

recomposición actual del “ejército industrial de reserva” es expresión del intento

del capital por recomponer sus ganancias.

No obstante, es pertinente remarcar que este proceso social como un

todo no se realiza linealmente, sin contradicciones. El mismo implica conflictos

y luchas. En el proceso de definición de las condiciones de la producción –

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entre estos, especialmente, la determinación del valor de la fuerza de trabajo

como mercancía – intervienen fuertemente los conflictos entre los intereses del

capital y del trabajo. Esto es, la situación de los trabajadores se define no sólo

por las necesidades del capital, sino en el marco de una lucha de clases con

intereses divergentes, que disputan en función de imponer los suyos.

“O mecanismo inerente ao modo de produção capitalista, que normalmente conserva dentro de limites o aumento no valor e no preço dos salários, é a expansão ou reconstrução do exército industrial de reserva ocasionada pela própria acumulação de capital, isto é, pelo aparecimento inevitável, em períodos de alta salarial, de tentativas no sentido de substituir em grande escala a força de trabalho viva por maquinaria” (Mandel, 1985: 106).

De modo que, el actual proceso de precarización general de las

condiciones de existencia de la clase que vive de la venta de su fuerza de

trabajo y de la realización del mismo, expresa el intento del capital por salir de

su última gran crisis de mediados de 1970. La profundización de su conflicto

estructural – inherente a su lógica – que toca sus “limites absolutos”, le

demanda una respuesta contundente. Las dimensiones altamente destructivas

que caracterizan la actual respuesta del capital a su propia crisis evidencian la

gravedad del problema; la intensificación de las crisis tiende a profundizar la

agudización del sistema y sus contradicciones; el capital no puede responder a

su crisis estructural sino con más capitalismo.

“Fin del trabajo” y “barbarie moderna”

Como vimos, el orden social del capital se estructura de manera

antagónica. Por tanto, es una premisa ineludible de su funcionamiento continuo

garantizar permanentemente las condiciones de subordinación del trabajo al

capital; y cualquier tentativa de modificar esta relación estructural es un límite.

Así, cuanto más se profundiza su desarrollo, más deben ser reforzados los

mecanismos que viabilizan su funcionamiento y, por lo tanto, más estrechos se

tornan los márgenes de “ajustes aceptables”. A este proceso corresponde el

principio tan difundido en las últimas décadas de que “no hay alternativa”, el

“pensamiento único”. El fin de su “ascenso histórico” activó sus “límites

absolutos”, lo que se traduce como una creciente dificultad para evacuar

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satisfactoriamente sus contradicciones y hace aflorar su poder destructivo (Cf.

Mészáros: 2002)72.

Por otra parte, es curioso observar que muchas de las actuales

“contradicciones explosivas” fueron constituyentes positivos para su expansión

y su avance histórico. Tanto los Estados nacionales, como la cuestión de la

“igualdad”, la “libertad”, el dominio creciente de la naturaleza, el desarrollo de

las fuerzas productivas sociales, la generalización de la fuerza de trabajo

lucrativamente sustentable, otrora pilares fundamentales de su expansión, hoy

no encuentran condiciones para continuar cumpliendo ese papel. Bajo las

actuales condiciones de desarrollo sistémico, estos complejos se han tornado

verdaderos impedimentos que obstaculizan, cada vez más, una reproducción

saludable del orden social. En este contexto, la amenaza de la

“incontrolabilidad total” se presenta como una sombra que cubre todos los

aspectos objetivos y subjetivos de la vida social.

Según Mészáros, la más problemática de estas contradicciones

generales del sistema del capital se conforma a partir de la imposibilidad de

imponer regulaciones a sus “unidades económicas” y de la necesidad de

introducir importantes restricciones. En este cuadro, el poder del Estado debe

ser movilizado constantemente y reajustado de acuerdo con las necesidades

del contradictorio funcionamiento sistémico. Sin embargo, no puede perderse

de vista que el éxito de cualquier medida correctiva para la crisis estructural

está en relación con las capacidades de las clases subalternas de re-articularse

internacionalmente y de dar respuestas teóricas y políticas a los actuales

desafíos abiertos por la crisis (ídem: 217 y ss.).

El “desempleo estructural”, crónico, es una de las contradicciones más

explosivas del capital en la contemporaneidad. El modo como ha sido

enfrentado este problema ha sido, por un lado, reforzando implacablemente la

72 La activación de estos “límites absolutos” está íntimamente relacionada con la ley del valor del capitalismo. Es una resultante de la misma y corresponde plenamente a su maduración, al agotamiento de su fase de ascenso histórico. Podría decirse que, dialécticamente, dicha fase progresista se agota porque el socio-metabolismo del capital alcanza sus límites absolutos, insuperables bajo sus parámetros. Desde esta perspectiva, según Mészáros, cuatro complejos de contradicciones pueden ser distinguidos; los cuales se retroalimentan mutuamente, formando el cuadro societario actual. Estos son: la transnacionalización del capital y los Estados nacionales; la “cuestión ambiental”; el problema de la “igualdad sustantiva” (de su imposibilidad); el “desempleo crónico” (ídem: 227).

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subordinación del trabajo al capital y, por otro, negando la profundidad de esta

contradicción. La respuesta del capital a su propia crisis implicó la intervención

en todos los niveles que hacen a la continuidad de su proceso de acumulación

ampliada, y los remedios utilizados no hacen más que agravar el problema.

Son respuestas que buscan un mayor disciplinamiento y eficiencia del trabajo,

redundando en una creciente precarización de la “fuerza de trabajo” en todos

los países capitalistas del mundo, y en la emergencia del desempleo

estructural. La “globalización”, para este autor, tiende a agravar la situación,

especialmente en el centro capitalista, puesto que se acelera la tendencia a

nivelar las “tasas diferenciales de explotación” de la fuerza de trabajo en las

distintas regiones del mundo.

Reprimir a la fuerza de trabajo en nombre del aumento de la

productividad, de la eficiencia en el mercado y la competitividad internacional,

si bien provocó una recuperación parcial y temporaria del nivel de las

ganancias capitalistas, no representa una salida satisfactoria para la crisis

estructural. Dichas medidas, puesto que deprecian el “poder de compra

general” en el sistema, no logran resolver el problema de la “recesión global” a

través del cual se podría producir una recuperación “saludable”. De modo tal

que, para superar las dificultades de la acumulación y de la expansión lucrativa,

el capital globalmente competitivo tiende a reducir a un mínimo los costos del

“tiempo necesario” de trabajo, y así, necesariamente, convierte a porciones

significativas de trabajadores en “fuerza de trabajo superflua”. Al hacer esto,

atenta contra las condiciones vitales de su propia reproducción ampliada (ídem:

225 y ss.).

En este cuadro, ¿cuál es el significado actual del desempleo? Existe una

vertiente, muy difundida por cierto, que podría ser llamada de “apologética”,

donde éste “emergería” y se extendería en la actualidad, debido al “desarrollo

natural”, a la evolución de las sociedades modernas. Para ésta, los parámetros

socio-históricos son naturalmente determinados por una voluntad ajena a los

hombres, superior, por lo que se imponen como límites a los que la sociabilidad

debe ajustarse. Así, las relaciones sociales específicamente capitalistas se

tornan inevitables, eternas, y sus contradicciones – cada vez más destructivas

– se perpetúan abonando el proceso de barbarización de la vida social en

curso.

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Sin embargo, el significado real del desempleo actual debe ser buscado

en la maximización de las ganancias capitalistas en la contemporaneidad del

socio-metabolismo mundializado del capital, el cual efectúa su reproducción

con grados crecientes de destructividad humana. Por esto, el desempleo es

expresión de la propia lógica que rige este ordenamiento societario, una

consecuencia del desarrollo de sus contradicciones, el cual es presentado

como el “único posible”.

Puesto que el capitalismo contemporáneo es incompatible con una

planificación abarcativa, en un contexto de aumento de los conflictos sociales

resultantes de la intensificación de la explotación, requiere que los problemas

sean “naturalizados”, “despolitizados”, para justificar y legitimar el ajuste de las

mayorías sociales a las exigencias del proceso de reproducción siempre

ampliado del capital. El uso cada más recurrente de “amenazas” de crisis, de

factores “externos” que pueden desestabilizar un funcionamiento crónicamente

endeble, preparan el terreno para mantener el orden social73.

Uno de los principales mecanismos para naturalizar el desempleo ha

sido la argumentación del desarrollo tecnológico; a partir del mismo, la idea de

un “desempleo natural” cobra fuerza. Las determinaciones estructurales bajo

las cuales opera el desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo – la

dinámica real – son ignoradas. Ante la imposibilidad de enfrentar

“progresivamente” esta contradicción – este “límite estructural” –, las

personificaciones del capital que están al comando no encuentran otra

alternativa que mistificar las causas y desorganizar cualquier intento de

transformación radical del orden. Así, hoy puede apreciarse claramente cómo

las respuestas sistémicas (los neoliberalismos de allá y de acá) al desempleo,

paradójicamente, han consistido en tornar aún más precaria la fuerza de

trabajo y tornar “criminales” a los que se oponen a la irracionalidad imperante.

Una vez que dicha “naturalización” – esta operación ideológica contra-

insurgente, alienante y despolitizadora – es superada y se avanza en la crítica

73 El discurso apologista plantea que el desempleo actual será reabsorbido por nuevas industrias en expansión, especialmente del sector de servicios. La exaltación de la “capacitación” y de los “micro-emprendimientos productivos” complementan y refuerzan aquella mistificación, una vez que se afirma la tendencia de desaceleración de la economía global. Es esta misma recesión, a su vez, la que presiona para bajar permanentemente – hacia el mínimo vital – el costo de la fuerza de trabajo, imponiendo su “flexibilización”.

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teórico-política, las dimensiones gigantescas de dicha irracionalidad quedan

evidenciadas. La idea de “población en exceso”, “gente que sobra”, cuando,

paralelamente, grandes cantidades de recursos de todo tipo son

desperdiciadas para realizar “buenos negocios”, es una muestra de ello. Más

que “exceso de población”, dirá Mészáros, lo que tenemos es “trabajo

superfluo”. Esto es así, puesto que las masas sociales expulsadas del proceso

de trabajo, no necesarias para la producción – un proceso que se desarrolla en

todos los campos de la actividad –, están lejos de ser redundantes en tanto

“consumidores” – lo que asegura la auto-valorización del capital (ídem: 322).

El sistema del capital, reconociendo el alcance de sus “límites

estructurales”, no tiene más alternativa que administrar, de la mejor manera

posible, su crisis crónica, y precisa convencer de que “no hay otra alternativa”.

En esta lógica, por ejemplo, propone enfrentar el desempleo creciente

“flexibilizando la fuerza de trabajo”, puesto que si no se ofrecen “estímulos”

para las inversiones, la economía nunca crecerá, y con esto el desempleo no

tendrá condiciones de ser enfrentado. Así, puede verse nítidamente cómo la

crisis estructural del capital, el agotamiento de sus energías civilizatorias, le

impide “prometer” una situación estable y progresiva. En este sentido, la

desarticulación de las organizaciones de los trabajadores son procesos

necesarios que evidencian la reducción de los márgenes de maniobra del

sistema del capital, al entrar en crisis estructural en la década de 197074.

El retroceso de las “fuerzas del trabajo”, que tiene serias consecuencias

políticas para la manutención del “desempleo estructural”, se relaciona con los

márgenes de “inestabilidad tolerable” del sistema, los cuales presionan para

que las políticas económicas de los países que están bajo su órbita, sean

ajustadas a sus prerrogativas.

Por otra parte, mientras la dinámica de expansión y de acumulación

lucrativa se mantuvo, la amenaza del desempleo fue latente. Durante los varios

74 En este sentido, de acuerdo con Mészáros, las estrategias de la clase trabajadora para obtener “logros defensivos” fueron históricamente situadas, tornándose inviables a largo plazo. La fase de expansión global del capitalismo, de “acumulación tranquila”, que permitió creer en la posibilidad de instaurar el socialismo a través de reformas graduales al interior de las propias estructuras capitalistas parece cerrarse con la “crisis estructural”. Según el autor, parece que dejó de haber “espacio” para “logros sustantivos” para el trabajo, razón por la cual muchas de las “concesiones-conquistas” de la fase anterior debieron ser derrumbadas y el Estado Social fue muerto (ídem: 330).

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siglos de ascenso histórico del capitalismo el “ejército industrial de reserva” no

representó una amenaza fatal para el sistema, más bien era un elemento

“saludable”. Mientras las contradicciones sistémicas y los antagonismos podían

ser administrados por la vía de transferencias expansionistas, los niveles del

desempleo podían ser considerados temporarios. Esta situación cambia

radicalmente cuando esta “acumulación tranquila” sufre una disrupción

importante, que, con el paso del tiempo, se tornó una “crisis estructural”

potencialmente devastadora. En este sentido, cuando las contradicciones

internas ya no pueden ser “evacuadas” con grandes guerras (puesto que está

la amenaza de la destrucción total en juego) u otros recursos de ese tipo75,

entonces, el desempleo estructural se torna un límite absoluto, insuperable;

una amenaza explosiva para el sistema en su conjunto y no sólo para algunos

países “pobres”.

Dos problemas fundamentales detonan el mito de la globalización: por

un lado, las masas gigantescas de ganancias generadas por medio de la

explotación obscena de trabajo barato en el “tercer mundo” son un elemento

esencial de la “salud” general de las transnacionales dominantes que viven en

el corazón del sistema. El proceso no podría efectuarse si los obstáculos

“proteccionistas” – proteccionismo que sí ejercen los centros capitalistas – de

estos “pobres países”, no fuesen removidos. Por otro lado, la libre circulación

de bienes y mercancías por el “mercado global”, no abarca la mercancía

“fuerza de trabajo”, la cual, inexplicablemente, es cada vez más obstaculizada

para circular libremente por el sistema y de gozar de las ventajas de la “aldea

global”.

En síntesis, podría decirse que la dinámica interna antagonista del

sistema del capital, en su afán de reducir a un mínimo mundial el “tiempo de

75 Según Mészáros, en el pasado las guerras representaron una “válvula de escape” para el capitalismo, puesto que permitían una drástica realineación de las fuerzas y creaban condiciones para que la expansión del sistema se renueve – aunque por periodos limitados. Esa “estrategia” hoy encuentra límites importantes (la propia supervivencia humana, por ejemplo). Según el autor, la experiencia histórica demuestra que las guerras fueron trabadas no por falta de alimentos o para reducir la “súper-población”. Antes que ello, han servido y sirven para dinamizar ciertas economías férreamente basadas en la “industria bélica”. La intervención del Estado en la economía (programática keynesiana) y las posibilidades de construcción de un Estado de Bienestar social están directamente asociadas al papel del complejo industrial-militar. De modo tal que, las guerras son endémicas para un orden social antagónicamente estructurado desde la raíz (ídem: 334).

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trabajo necesario” (en función de optimizar los lucros), actualmente se afirma

como una tendencia devastadora para la humanidad, que transforma, por todo

el planeta, un tercio de la población trabajadora en “fuerza de trabajo

superflua”. Contradictoriamente, la realización de esta tendencia intrínseca de

la concentración y de la centralización del capital hace que la multiplicación de

esta “población excedente” represente una carga potencialmente explosiva

para el sistema – tanto por la creación de un suelo fértil para la organización

política de estas masas de “excluidos”, como por la amenaza de una caída

significativa del “poder de compra” en los países desarrollados, producto del

colapso del pleno empleo (ídem: 342).

El desempleo crónico, dirá Mészáros, actúa como un verdadero “cáncer”

que desestabiliza la sociedad al crear situaciones indeseables como: el

aumento de la tasa de criminalidad, especialmente de jóvenes; la multiplicación

de “acciones directas” cada vez más “extra-parlamentares”; el aumento de

diversas formas de violencia social, de grande agitaciones sociales, todas

cuestiones asociadas a la imposibilidad de vivir indefinidamente con la

sensación de estar a merced de las circunstancias.

La barbarie contemporánea

Con respecto a la barbarie, si indagamos su utilización en la historia de

las ideas, debemos recordar que esta noción ha estado presente en el

pensamiento social desde hace varios siglos y en los marcos de diferentes

procesos “civilizatorios”, con un significado que se refiere a determinados

conflictos que surgen en los procesos sociales a lo largo del curso histórico

registrado. En términos generales, podría decirse que fue utilizado para

denominar a los “extranjeros”, a los “inferiores”, en fin, a los “otros”. En la

modernidad capitalista, particularmente, la idea aparece insistentemente en los

procesos de “colonización” de las periferias, de incorporación de estas regiones

al sistema mundo del capitalismo naciente, para referirse a las poblaciones

“originarias” de América.

En el campo de la izquierda (marxista y no marxista) particularmente, la

noción aparece enfáticamente en la obra clásica de Marx y Engels de 1848, El

Manifiesto Comunista, para referirse a determinados momentos críticos que

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azotan cíclicamente al sistema capitalista. También aparecerá a inicios del siglo

XX, para referirse al gran “dilema” del mundo contemporáneo contenido en la

consigna lanzada por Rosa Luxemburgo (socialismo o barbarie), en el contexto

de los acontecimientos que determinaron la primera guerra imperialista mundial

y sus catastróficas consecuencias humanas (Cf. Menegat; 2005: 32).

En este sentido, podría decirse que dentro del campo del marxismo –

que incluye la obra marxiana – específicamente, la barbarie es utilizada con

significados diferentes. Pueden encontrarse momentos donde la noción hace

referencia a una coyuntura peculiar de “crisis”, que se expresa como

“destrucción de fuerzas productivas”, ante la imposibilidad de superar las

contradicciones colocadas por el tipo de las relaciones sociales; esto es, sirve

para designar un momento históricamente determinado – determinadas crisis

donde “emerge” o retorna la barbarie. Por otra parte, también, ha sido utilizada

en la caracterización general de todas las civilizaciones hasta hoy, en las

cuales y como un producto necesario de su estructura antagónica, la barbarie

es un momento permanente, “estructural”, diríamos, de un complejo de

relaciones sociales fracturado por clases sociales. De modo que, sería lícito

pensar que en Marx, la barbarie aparece tanto como un resultado de la lógica

estructurante del capitalismo – que, aunque presente en toda la “pre-historia”

humana, retorna en ciertos momentos de agudización de las contradicciones

sociales, o sea, un fenómeno social que “emerge” y se generaliza en

determinados contextos de “crisis” –, como un proceso permanente, en tanto la

sociedad continúe inhibiendo el desarrollo de sus potencialidades

emancipatórias.

De acuerdo con el análisis de Menegat (2005), puede construirse un hilo

entre las formulaciones de los redactores del Manifiesto Comunista y las de

Rosa Luxemburgo. A pesar de situarse en contextos bien diferenciados – los

primeros, ante la inminencia del estallido de la crisis y de movimientos

revolucionarios del proletariado de la Europa de 1848 (que serán derrotados), y

la alemana, ante la primera gran crisis imperialista del capitalismo –, el

escenario vivido por la revolucionaria “espartaquista” había sido ya esbozado

tendencialmente por Marx, especialmente en El Capital, cuando trata el

movimiento de la acumulación, concentración y centralización del capital, como

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lógica inmanente de este sistema de producción. En ambas formulaciones la

barbarie refiere al mismo proceso.

De modo que, la barbarie que amenaza al mundo capitalista en la

Europa de 1848 tiene el mismo fundamento que aquella que “retorna” en la

primera guerra inter-imperialista: de ser el resultado de las contradicciones

inherentes al desarrollo del régimen social del capital. No obstante, es

interesante rescatar según este autor, que Rosa enfatiza la posibilidad de que

esta barbarie propia del capitalismo, pueda afirmarse de un modo “estructural”,

permanente, “si la guerra continúa hasta las últimas consecuencias”

(Luxemburgo, apud Menegat; 2005: 27; traducción nuestra). En este sentido,

estos usos de la barbarie, más que oponerse de modo rotundo, guardan

relaciones de continuidad y de diferenciación. Es, justamente, en ese espacio

que trataremos de situar la “barbarie moderna” contemporánea, la cual es

correspondiente con la fase de “crisis estructural” del sistema del capital.

Tal vez, el significado más adecuado a nuestros fines sea el que se

encuentra en El Manifiesto Comunista de 1848. Allí, la idea que domina el

concepto es la de “crisis”, que se sitúa en una concepción bien más amplia y

abarcativa sobre la dinámica peculiar e histórica propia de la sociedad del

capital. Si se sigue esa obra, puede verse que las “crisis” del sistema, a partir

de su estructuración antagónica, producen “necesariamente” regresiones a la

barbarie, que se expresan fundamentalmente en la “destrucción de fuerzas

productivas”; son las “crisis de superproducción” del capitalismo. Las mismas,

imponen una dinámica “destructiva” para estabilizarse y reiniciar su ciclo. De

modo tal que el sistema, de tiempo en tiempo, necesitará sumergir a un

porcentaje determinado de la población en la barbarie. Ésta, se torna un

elemento que, aunque regresivo en términos civilizatorios, es funcionalmente

necesario para la reproducción contradictoria de este orden social.

Allí reside justamente la peculiaridad de la barbarie capitalista, en el

hecho de que se efectúa como una destrucción social necesaria para la

reproducción del mismo sistema – y no para la formación de “otro” que ocupe

su lugar y lo sustituya. De modo que, si dicha “regresión” a la “barbarie” es un

trazo propio del capitalismo, necesario y funcional a su reproducción, estamos

ante el hecho histórico irracionalmente inédito de que, por primera vez, la

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“destrucción de fuerzas productivas” forma parte del propio modo de

producción. Dirá este autor:

“Se trata de exceso de civilización, entendida ésta como el desarrollo de las fuerzas productivas, que son constantemente revolucionadas, como parte del proceso de valorización y acumulación del capital. Para que tal proceso no sea interrumpido, es necesario que, de tiempo en tiempo, se destruyan parte de esas fuerzas productivas, llevando a la sociedad a momentáneas regresiones. Esa fase bárbara del capitalismo no es más que un elemento necesario para su continuidad y, diferentemente de los periodos anteriores, es la primera vez que la destrucción de fuerzas productivas forma parte del mismo modo de producción – lo que demuestra la irracionalidad de esta estructura social. La valorización del capital, como forma abstracta de sociabilidad, se torna cada vez más, por la necesidad de su realización, una forma irracional de asociación, inmediatamente, del punto de vista del conjunto de la humanidad, y no apenas del capital, bárbara” (Menegat: 2005: 32; traducción nuestra).

Siguiendo esta línea de reflexión, según Menegat, actualmente se

estaría procesando una metamorfosis del concepto de “barbarie” del sistema

del capital. La misma puede rastrearse a través de los estudios sobre la

“naturaleza” actual de las crisis, o sea, cuando en el contexto del capitalismo

nacientemente y “expansivo”, las “crisis” (inevitables del sistema) tenían un

carácter cíclico y temporario; eran “crisis” que se superaban en algún momento

formando ciclos – aunque dentro de los propios parámetros capitalistas. Hoy, la

reproducción contemporánea del sistema exige tanto como supone los

momentos de “crisis”, pero con un carácter más continuo y sistemático –

permanente diríamos –, “estructural”. Y esta metamorfosis de la “barbarie

moderna” representa una tendencia resultante de la crisis del sistema como

totalidad, no de algunas “partes” “atrasadas” del mismo. Por esto, aunque las

expresiones contemporáneas de la “barbarie moderna” se presenten

ampliamente pulverizadas, aparentemente sin conexión con los procesos

societarios generales, deben reconocerse sus inocultables raíces en la lógica

que rige el “todo” social capitalista.

En este sentido, si a mediados del siglo XIX la “epidemia” de la “crisis de

superproducción” significa un “retorno momentáneo” a la “barbarie”, debido a la

destrucción de fuerza productiva (ídem: 26 y ss.), la “crisis” de nuestros días

(que es “estructural”) representa no sólo un retorno momentáneo, sino una

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amenaza permanentemente presente, que tiende a anclarse en la cotidianeidad

de nuestras vidas. Dirá Menegat:

“En ese sentido, hubo cambios en la manifestación de la ‘regresión a la barbarie’ que pueden ser observados en el desarrollo histórico más reciente del capital, permitiéndonos hablar de una tendencia permanente a la barbarie – no más momentánea –, con trazos conceptuales más nítidos que los de periodos precedentes. Esos trazos pueden ser entendidos a partir del contexto en el cual se da hoy la valorización del capital, que ha divido a todos los países del mundo en nichos de incluidos y legiones de excluidos, trayendo las formas de una regresión que va de las manifestaciones de la cultura de nuestra época hasta el debate de la política, en donde el irracionalismo vuelve a irrumpir con una desenvoltura no imaginada en las primeras décadas pos-II Guerra Mundial” (ídem: 27; traducción nuestra).

Otra distancia histórica que re-significaría este concepto en la actualidad,

según este autor, se constituiría a partir del hecho de que, hoy, es insuficiente

explicar la “barbarie” contemporánea apenas a partir de aquella noción de

destrucción de fuerzas productivas durante las “crisis” sistémicas de “súper-

producción”. Las expresiones actuales de la “barbarie” no se restringen ni se

reducen a las crisis “clásicas” del capitalismo, sino que, se dan en dosis

menores y se esparcen por la cotidianeidad bajo múltiples formas “destructivas”

y de “violencia”. Seguramente, la más dramática de estas expresiones en el

actual nivel de “civilización” – junto a la creciente e incontrolable destrucción

ambiental en curso –, se constituya por la “expulsión” de enormes contingentes

humanos del proceso de producción material de la vida, de trabajo, que bajo el

capitalismo, es la única forma que la gran mayoría de la población mundial

(despojada de medios propios de producción y, por ende, obligada a vender su

fuerza de trabajo para poder reproducirse básicamente) se realiza bajo la forma

de la compra-venta de fuerza de trabajo. En este sentido, la llamada “población

excedente” para las necesidades del capital, expresa la sustancia

contemporánea de la barbarie, correspondiente al capitalismo en su fase de

“crisis estructural”.

En esta línea, si el desempleo actual es un producto del desarrollo de la

lógica de la acumulación del capital, y si la misma llegó a un nivel de

profundización de sus contradicciones inherentes que le obliga “dispensar”, a

tornar “superfluos”, a sectores cada vez más amplios de la población – los que

quedan sin espacios ni medios para reproducirse socialmente –, podemos

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pensar que “desempleo estructural” y “barbarie” son, en la actual fase del

capitalismo, dos momentos intrínsecamente relacionados, donde la

“descomposición sistémica” que uno expresa en el ámbito de la producción –

stricto sensu –, la evidencia el otro en el ámbito de las formas de sociabilidad y

de la cultura. Tanto el “desempleo estructural” como la “barbarie” perpetua se

refieren a la “crisis” del capital; ambos son productos de la misma.

Decir que el sistema, en su actual estado reproductivo, genera

inevitablemente desempleo como una condición para su “funcionamiento

adecuado”, es reconocer que produce barbarie. De modo que, en el capitalismo

en “crisis estructural”,

“[...] el ser humano no se reconoce en sí mismo más allá de la esfera cada vez más restricta de su reproducción. Ocurre la cristalización de una forma de existencia social que, a pesar de sus contradicciones, incorpora esa des-substancialización como un momento constitutivo, reduciendo así las capacidades de superación. La inmovilización de los aspectos creativos de la vida social, producida a partir de la propia lógica de valorización del capital, que, vale repetir, se realiza como una fase crecientemente bárbara, impele a todos a una aceptación pasiva de ese proceso, creando con esto, un círculo vicioso del cual no salimos, sino que apenas entramos en niveles más profundos de destrucción” (ídem: 34; traducción nuestra).

Entonces, ¿a dónde nos conducen las actuales tendencias del desarrollo

capitalista? ¿Hasta dónde deberá crecer la escala de producción y hasta dónde

diversificarse el consumo? ¿Hasta dónde podrá llegar el proceso de

acumulación y centralización de capital? ¿Qué dimensiones llegaran a tomar

los monopolios? ¿Hasta dónde será llevada la alineación social que interdicta

las posibilidades de ver la ciega irracionalidad que conduce nuestras vidas?

Estos, así como muchas otros, son los grandes dilemas de estos tiempos.

El contexto actual presenta una escena donde la dinámica

expansivamente contradictoria del capital viene convirtiendo a la búsqueda de

ganancias en un proceso altamente destructivo para la humanidad. El

desempleo, como una expresión clara de la crisis estructural, se torna un trazo

de destructividad impreso al interior de la sociabilidad contemporánea. La

población excedente para las necesidades del capital, que no posee otros

medios para reproducirse que no sea su capacidad de venta como mercancía

“fuerza de trabajo”, es una expresión concreta de la “destructividad” que el

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sistema necesita ejercer para reproducirse. No hay detrás de este fenómeno

social ningún misterio, ni finalismo. El “desempleo estructural” actual,

posiblemente en crecimiento, es producto de la lógica desarrollada del capital,

que ha alcanzado sus limites absolutos76.

Nos queda claro que la relación social del capital es estructuralmente

contradictoria. No logra sobrevivir sino lucha constantemente contra los límites

que se le presentan, pero no logra reproducirse sin recolocar potenciadamente

sus contradicciones. El capital es un sistema que no consigue superar sus

contradicciones; las resuelve parcialmente hasta que nuevamente lo azotan,

con fuerzas redobladas. La actual reestructuración del capital, que es la

respuesta a su última crisis aguda, se expresa como una tremenda ofensiva del

capital sobre el poder del trabajo, buscando – una vez mas – en la “súper-

explotación”, el “antídoto” para calmar su “agonía”. Dicha ofensiva del capital,

en este contexto, tuvo como blanco principal las posiciones (político-

organizativas) del trabajo, en tanto clase social antagónica donde realizar el –

no poco conflictivo – “ajuste”.

Pero, la historia no es la historia unilateral del capital o de su “clase”; la

historia del capital expresa la historia de la relación de lucha entre las clases

fundamentales de la sociedad capitalista. Cada una de sus fases y re-

estructuraciones, según esta perspectiva, representa un resultado – siempre

histórico y, en ese sentido, provisorio – de las correlaciones de fuerzas políticas

históricas entre dichas “clases”. En este sentido, de las luchas entre “capital” y

“trabajo” que tuvieron su apogeo en la década de 1960, no resultó la

instauración de un proyecto hegemónico del “trabajo” contra el “capital”, mas

bien, fue este último quien, sobre la base de derrotar el proyecto histórico del

primero, ofreció una respuesta victoriosa a su crisis. Esa respuesta se presenta

en la superficie como una reorganización general del ciclo reproductivo,

manteniendo inalterados los fundamentos esenciales del sistema del capital.

76 Dos de estos límites absolutos, que se expresan como tendencias destructivas, son particularmente graves y merecen ser resaltados una vez más: por un lado, la destrucción y precarización de la clase que vive de la venta de su capacidad de trabajo – reducidos a fuerza humana de trabajo – y, por otro, la degradación acelerada y creciente del medio ambiente, producto de un socio-metabolismo irracional con la naturaleza – el cual se efectúa por medio de aplicaciones científico-técnicas volcadas a producir mercancías para el proceso de “valorización” del capital.

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En este contexto de “lucha de clases”, y por su naturaleza dependiente

del trabajo, el capital busca incansablemente nuevas y más eficaces formas de

explotar al trabajo, de extraer “trabajo excedente”. Su naturaleza dependiente

del trabajo se expresa en la contradicción abierta que, por un lado, hace todo lo

posible para debilitarlo y minimizarlo, pero, por otro, no puede existir sin él. En

este sentido, nos dice Holloway:

“En el capitalismo la clase dirigente se ve impulsada constantemente, en su tarea de obtener plusvalía relativa, a extraer del proceso de producción a la clase cuya explotación es la precondición esencial de su propia existencia; con ello debilita constantemente sus propias bases. Esto mismo se manifiesta como una tendencia de la composición orgánica del capital a aumentar, y consecuentemente como una tendencia de la tasa de ganancia a disminuir [...]” (Holloway; 1994: 99).

De modo que, el capital como relación social, no se reproduce sin

trabajo vivo, y tampoco, puede hacerlo adecuadamente sin reducirlo y rebajarlo

a lo más mínimo. Por esto, dicha relación social es eminentemente conflictiva,

implica una lucha entre clases, incesante.

Detrás de la actual omnipotencia del capital, de su poder casi absoluto

para subordinar al trabajo, puede percibirse su fragilidad. Las sucesivas re-

estructuraciones a que debe someterse para persistir desarrollando su lógica

centrípeta, son manifestaciones de sus profundas limitaciones y de su

dependencia del trabajo. Aquello que hoy aparece como una fortaleza sin

límites es, en verdad, una expresión cada vez más violenta y destructiva de su

“dependencia vital”, de su debilidad. Por más que consiga subsumir al trabajo a

las formas más bárbaras y brutales – irracionales en este estado del “progreso”

–, no puede prescindir de él, no puede eliminarlo. Por más que lo niegue, no

existe sin él. Dirá Holloway:

“El único poder social es el trabajo, pero el trabajo está dividido contra sí mismo. La división del trabajo es un conflicto constante, un conflicto entre el trabajo y sí mismo, o más bien entre el trabajo y su forma enajenada, como capital – lo que llamamos lucha de clases [...]. El capital depende del trabajo para su existencia. Esta dependencia es al mismo tiempo la contradicción del capital y la lucha de clases. La dinámica del capitalismo es la dinámica de la dependencia del capital respecto del trabajo, una dependencia que se expresa en la fuga constante del capital hacia delante en el intento incesante de liberarse de la dependencia, en la búsqueda eterna del dominio perfecto, de la subordinación total del trabajo” (Holloway; 1994: 33).

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Desde esta perspectiva, esta dependencia vital del “capital” para con el

“trabajo” constituye también el poder de este último; es su potencial

transformador en la historia; pues, no puede haber capital sin trabajo, pero si

puede existir trabajo sin capital.

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CAPITULO III

LA PARTICULARIDAD LATINOAMERICANA

(Historia, pensamiento y proyectos emancipatorios)

3.1. América en la dinámica capitalista

¿Por qué el estudio de América Latina como particularidad histórico-

social?

Nos preguntamos por las determinaciones propias de la constitución de

los peculiares sistemas de mediaciones operantes en “América Latina”. Se

busca comprender las implicancias socio-históricas de la “condición periférica”

de Nuestra América, lo cual supone el conocimiento de su papel en la

formación del “moderno sistema-mundo” capitalista, así como en su fase

actual. Podríamos decir que es a partir de la necesidad de explicar “qué

somos”, nuestro ser precisamente así. El análisis de la particularidad nos

permite, ante todo, conocer el conjunto de determinaciones y posibilidades

efectivas, histórico-concretas, donde se sitúan y desenvuelven nuestras

experiencias de vida. Entonces, ¿qué somos? Y ¿qué puede y qué debiera

hacerse para dejar de ser lo que somos?

Entendemos que el nivel de análisis de la particularidad latinoamericana

– como síntesis dialéctica de universalidad y singularidad – debe ser lo

suficientemente inacabado y aproximativo para no caer en “falsas

explicaciones” del fenómeno “latinoamericano”. Nos referimos a dos perspecti-

vas diferenciadamente unilaterales de entender América Latina, que derivan de

las limitaciones de una generalización excesiva, bastante estática, que

homologa todas las realidades singulares de Nuestra América. Dicha

perspectiva, trabaja con la idea de América Latina como un “todo homogéneo”

– sea por su condición periférica, sea por la “unidad” dada por el proceso de

conquista y colonización, especialmente en el ámbito cultural -, donde los

conflictos y asimetrías del continente y sus contradicciones internas tienden a

ser solapadas. Dicha perspectiva, muy presente en nuestro acontecer histórico,

simplifica la complejidad que esta “unidad” comporta, mistificando peligrosa-

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mente – quitando bases materiales –, el análisis de la particularidad latinoame-

ricana y su carácter eminentemente problemático.

La otra cara de esta moneda, en oposición a esta perspectiva, es la

exaltación lineal de las especificidades, la apología de los particularismos, la

primacía determinista, la “tiranía” de lo singular. Este abordaje, también muy

frecuente en la teoría social predominante, igualmente limitado que el anterior

pero de forma opuesta, impide establecer las mediaciones efectivas de lo real,

las determinaciones, y así captar sus recíprocas relaciones. En este sentido, si,

a través del pensamiento, quiere efectivamente re-componerse la particularidad

“latinoamericana” como fenómeno vivo, ambas perspectivas precisan ser

“superadas” – en el sentido hegeliano de avanzar-conservando77.

3.1.1. América y los “secretos” de la formación del moderno sistema-

mundo capitalista. Elementos para su historización

Cuando la producción de riqueza es destrucción de humanidad

“Las penas y las vaquitas se van por la misma senda,

las penas son de nosotros;

las vaquitas, son ajenas”

(Atahualpa Yupanqui)

Existían por lo menos dos grandes motivaciones para emprender una

aventura tan improbable y arriesgada como fue el viaje que acabó con el

“descubrimiento” de América. Antes de zarpar rumbo mar adentro, Cristóbal

Colón había tomado contacto con los escritos de Marco Polo que hablaban de

“Cipango”: una región formada por más de trece mil islas en el mar de la India, 77 Es importante remarcar que dicha comprensión histórico-dialéctica de la particularidad latinoamericana, y del contenido peculiar de su “unidad”, no es más (ni menos) que una representación ideal de lo real. Esto es, no es la génesis, la creación del propio real, como en Hegel, por ejemplo, sino su elaboración teórica, pensada; es la re-construcción ideal de lo real a través del pensamiento. En este sentido, queda claro que, desde nuestra perspectiva, la producción de conocimiento sobre la realidad; la comprensión del movimiento efectivo de la misma, es una condición necesaria para transformar la objetividad, aunque no es suficiente. Es necesaria, puesto que sin el dominio reflexivo de las legalidades que conforman lo real no pueden establecerse finalidades transformadoras efectivas, o sea, posiciones teleológicas “adecuadas” a lo real; pero, no es suficiente, porque dicha proyección precisa “realizarse”. Tal pasaje no se efectúa en forma automática, ni mecánicamente, más bien, debe ser entendido como un proceso conflictivo donde la idea inicial, al objetivarse, se altera sustancialmente; al tornarse más concreta, se enriquece.

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riquísimas en oro y perlas preciosas, y cuyas minas nunca se agotan. Algunos

expertos en el tema, aseguran que los relatos de Marco Polo se refieren al

Japón, y destacan la riqueza en especies de esta zona que contaba con

enormes cantidades de pimienta blanca y negra, tan codiciados como la sal

para la conservación de las carnes en invierno. Cuando el almirante y sus

marineros llegaron a las playas de las Bahamas por primera vez, creyeron

estar pisando las primeras islas de aquel enorme archipiélago descrito por

Marco Polo. Pocos años después, el propio Colón moría creyendo haber

llegado a las puertas de “Cipango”.

Por otra parte, varios de los relatos de aventuras de navegantes

portugueses afirmaban la existencia de vastos territorios navegando al Oeste.

Pruebas más concretas de esto, menos fantásticas, constituían los trozos de

madera curiosamente talladas y algún que otro cadáver extraño traído por el

mar. Estas evidencias palpables y el mito de “Cipango” convencieron a los

reyes de España para financiar la expedición, puesto que, de tener éxito, les

permitiría acceder a las especies y productos que llegaban desde el Oriente sin

la intermediación de los onerosos revendedores. Sumado a esto, el afán por la

posesión de metales preciosos, que servían de medio de pago en el comercio

mundial en ascenso, fue una motivación fundamental para lanzarse a la

travesía.

Para la Corona, 1492 eran tiempos de ascenso, de reconquista. La unión

de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla intentaba acabar con el

desgarramiento de sus dominios, que venían siendo seriamente amenazados

por los árabes desde hacía un buen tiempo. Paralelamente al “descubrimiento”

de América – “aquella equivocación de grandiosas consecuencias”, en palabras

de Galeano –, se recuperaba Granada, último reducto de los “bárbaros” en

suelo español. Habría sido esta larga “guerra santa” de reconquista (que duró

varios siglos), la que había casi vaciado las bóvedas del tesoro real. España

necesitaba plata.

Esto quiere decir que la Iglesia y la religión cristiana desempeñaron un

papel crucial en este proceso. La conquista no podría haber sido tan “eficiente”

sino hubiera contado con la tradición militar de las cruzadas de la Castilla

medieval. Las espadas, con cruces grabadas en sus empuñaduras, eran

bendecidas por las autoridades eclesiales, al mismo tiempo que la reina Isabel

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se tornaba madrina de la “Santa Inquisición”. De modo que la Iglesia católica

no vaciló en otorgar el carácter “sagrado” de la conquista de América, ni en

nombrar a Isabel “dueña y señora” del Nuevo Mundo, que ensanchaba el reino

de Dios sobre la tierra.

El “descubrimiento” y conquista de América por españoles y portugueses

combinó la propagación de la fe cristiana con el despojo y el saqueo de las

poblaciones nativas. Europa extendía sus brazos queriendo abarcar el mundo

todo. La aparición de un Nuevo Mundo, repleto de riquezas, tesoros, con una

belleza natural deslumbrante, aires y aguas límpidas y gentes tan mansas

como los pájaros, empujaba fervientemente al mar innúmeros capitanes,

hidalgos y caballeros, soldados pauperizados y buscadores de tesoros.

Efectivamente, había oro y plata en grandes cantidades en América; Hernán

Cortéz, lo declaraba con entusiasmo a España en 1519, cuando tomaba

posesión del tesoro azteca de Moctezuma. Quince años después, llegaba a

Sevilla el gigantesco rescate del tesoro que Francisco Pizarro arrancara al Inca

Atahualpa, antes de estrangularlo y cortarle la cabeza.

Centro América, por su parte, había hecho años antes su “contribución”

a la modernidad. Las primeras expediciones del almirante genovés, habían sido

pagadas con los tesoros allí capturados. La población de esta región,

prontamente dejó de rendir tributos a los nuevos amos, puesto que

prácticamente se extinguió; sepultada en las minas, trabajando en los

lavaderos de oro, o en los campos por extenuación. Para anticiparse al destino

impuesto por los “nuevos” opresores blancos, muchos indígenas llegaban a

matar a sus propios hijos para luego suicidarse en masa.

Al “descubrimiento” del nuevo mundo le siguió un acelerado proceso de

conquista, el cual se desarrolló en sucesivas etapas. La corona portuguesa

recibía a África de manos del Papa, mientras que todos los territorios

descubiertos y por descubrir en América eran concedidos a Isabel, la católica.

Sin embargo, un tratado firmado en 1494, le permitía a Portugal ocupar tierras

en el nuevo continente. Martín Alonso de Souza, en 1530 funda las primeras

poblaciones portuguesas en Brasil, al tiempo que los españoles ya habían

avanzado bastante en la conquista de estos territorios. En la segunda década

del siglo XVI, las naves de Hernán Cortéz partían rumbo a México, mientras

que en 1523 Pedro de Alvarado se lanzaba a la conquista de centro América.

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Completando el cuadro de la conquista, en 1533, Francisco Pizarro entraba

triunfante al corazón del Imperio del Sol, apoderándose del Cuzco. En 1540,

Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama y fundaba Santiago de

Chile (Galeano; 1973: 24).

Las poblaciones nativas de América contaban con una enorme

diversidad; existían tanto astrónomos como tribus caníbales; desde pueblos

con altas culturas, hasta salvajes que vivían en la “edad de la piedra”. Mientras

la civilización que llegaba del otro lado del océano vivía la explosión creadora

del renacimiento, ninguna de las culturas existentes en América en ese

momento conocía el hierro, ni el arado, el vidrio o la pólvora. América aparecía

así, como una creación más de la naciente época moderna. De acuerdo con

Galeano, este desnivel en el desarrollo de ambos mundos explica la relativa

facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas más elaboradas.

Para tener una idea de la disparidad de fuerzas, basta recordar que

Tenochtitlan, la capital de los aztecas, que contaba con una población cinco

veces mayor que la de Madrid en el momento de la conquista y duplicaba la de

Sevilla, cayó ante las fuerzas de Cortéz que llegaba con no más de 600

hombres, 16 caballos, 32 ballestas, 10 cañones de bronce y algunos pocos

arcabuces, mosquetes y pistolas. Por su parte, Pizarro entró en Cajamarca con

poco más de 180 soldados y 37 caballos, encontrando un ejército de

aproximadamente 100 mil indios. Sin lugar a dudas, los indígenas fueron

derrotados también por la sorpresa. Moctezuma, rey de los aztecas, creyó que

el Dios Quetzalcoatl era quién llegaba por el este; era blanco y de larga barba.

Similar apariencia tenía Viracocha, el Dios bisexual de los Incas. También, el

Este era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas. Este breve párrafo

de Galeano es esclarecedor:

“Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con sabiduría y refinamiento, la técnica de la traición y la intriga. Supieron aliarse con los tlaxcaltecas contra Moctezuma y explotar con provecho la división del imperio incaico entre Huascar y Atahualpa, los hermanos enemigos. Supieron ganar cómplices entre las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares, una vez abatidas, por el crimen, las jefaturas indígenas más altas” (Ídem: 26).

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199

Pero además, los conquistadores se sirvieron de otras armas: los

caballos y las bacterias, por ejemplo. Unos pocos caballos cubiertos de

atributos de guerra, lograban dispersar eficazmente a masas enormes de

indios, sembrando el terror y la muerte. La viruela, el tétano y otras

enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, también le dieron muerte a

muchos nativos que, indefensos, morían facialmente. Sus organismos no

oponían resistencias a las nuevas enfermedades. Según estimaciones, la

población nativa que pereció ante el primer contacto con los europeos es la

mitad de la que existía al momento de la llegada de los conquistadores (Ídem:

28).

El ansia por el oro y la plata, desde el inicio, se reveló el motor principal

de la conquista. Antes de que Pizarro le cortara la cabeza a Atahualpa, le

arrancó un rescate inmenso estos metales preciosos. Luego, marchó sobre la

ciudad sagrada de los Incas, donde sus soldados se deslumbraron por las

bellezas allí albergadas. Sin embargo, esto no impidió que saquearan

salvajemente los templos, las residencias reales, especialmente el Koricancha:

el “Templo del Sol”. Forcejeando entre ellos, cada uno buscando llevarse una

buena parte de aquel monumental tesoro, los soldados pisoteaban las joyas y

las imágenes; golpeaban los utensilios de oro y plata fina contra el suelo para

darles una forma mas apropiada para el traslado; arrojaban al fuego preciosas

piezas para convertirlas en barras facialmente manipulables. Las placas que

cubrían el templo del Sol, los asombrosos árboles, pájaros y figuras de tamaño

natural, forjados en oro y plata, y otros objetos del jardín fueron reducidos a

barras de oro y plata, para mejor ser trasladadas a Europa.

España y Europa...

A mediados del siglo XVI, fueron descubiertas las fértiles minas de plata

de Potosí, en lo que hoy es Bolivia. Paralelamente, progresos en la

manipulación química del mercurio, que posibilitaban una mejor explotación de

los metales, acabaron provocando una especie de boom de la plata que,

enseguida, se extendió al oro. El flujo de la plata alcanzó dimensiones

gigantescas, y llegó a representar, a mediados del siglo XVII, prácticamente el

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200

100% de las exportaciones minerales de la América hispánica. Según cifras

oficiales, la plata transportada a España en poco más de un siglo y medio era

tres veces mayor que el conjunto de las reservas europeas.

Pero esta enorme contribución al progreso ajeno, no era capitalizada por

España: “España tenia la vaca, pero otros tomaban la leche”, en palabras de

Galeano. El tesoro que provenía de América, inmediatamente después de ser

depositado en los cofres de la Casa de Contratación de Sevilla, migraba a

manos de los acreedores del reino, en su gran mayoría, extranjeros. La Corona

estaba hipotecada, y cedía por adelantado todos los cargamentos de plata a

los banqueros alemanes, genoveses, flamencos y españoles. Por otra parte, en

1543, casi el 60% de los impuestos recaudados en el reino eran destinados al

pago de las deudas reales, siendo apenas una ínfima porción de la plata

americana efectivamente incorporada a la economía española.

Al mismo tiempo que la Corona habría varios frentes simultáneos de

guerras religiosas; que la aristocracia española crecía y se dedicaba al

despilfarro; que se multiplicaban los curas y los guerreros, los nobles y los

mendigos; que el precio de los artículos aumentaba aceleradamente junto a las

tasas de interés del dinero; la industria de este país no podía acabar de nacer.

Existen documentos que nos permiten saber que, a finales del siglo XVII,

España sólo controlaba una pequeña proporción del comercio con sus

posesiones coloniales de ultramar (apenas el 5%), quedando la enorme

mayoría del mismo en manos de holandeses y flamencos; franceses y

genoveses; ingleses y alemanes: “América era un negocio europeo” (Ídem: 37).

Carlos V, penúltimo monarca de la dinastía de los Hamburgo, gobernaba

rodeado por un séquito de flamencos rapaces a los que extendía

salvoconductos para sacar oro y plata de España en mulas, a los que

recompensaba con obispados, arzobispados, títulos y hasta las primeras

licencias para el tráfico de esclavos. Empeñado en la persecución del demonio

en todas partes, quemaba el tesoro proveniente de América en guerras

religiosas difusas e interminables. Pero fue su hijo, Felipe II, el verdadero

abanderado del exterminio de la herejía. Fue este quien puso en marcha la

maquinaria infernal de la Inquisición en escala mundial, una vez que el

protestantismo calvinista se había instalado en Holanda, Inglaterra y Francia, y

los turcos eran la amenaza del regreso de Alá. Los maravillosos objetos de oro

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y plata, arrancados del arte americano desde México hasta Perú, eran

arrojados en los hornos para sustentar “gastos” de la maquinaria que, también,

hacia arder en la hoguera purificadora a los herejes.

“[...] los capitalistas españoles se convertían en rentistas, a través de la compra de los títulos de deuda de la Corona, y no invertían sus capitales en el desarrollo industrial. El excedente económico derivaba hacia cauces improductivos: los viejos ricos, señores de horca y cuchillo, dueños de la tierra y de los títulos de nobleza, levantaban palacios y acumulaban joyas; los nuevos ricos, especuladores y mercaderes, compraban tierras y títulos de nobleza. Ni unos ni otros pagaban prácticamente impuestos, ni podían ser encarcelados por deudas. Quien se dedicara a una actividad industrial perdía automáticamente su carta de Hidalguía” (Ídem: 39).

De modo que, aquel reino de vastos latifundios estériles, con una

economía enferma, más que un país que se proyectaba sobre las tendencias

históricas progresivas, parecía marchar “a contramano de la historia”. El

mercado de consumo que su aristocracia parasitaria brindaba, se constituía

como un “coto de caza” sumamente interesante para las verdaderas naciones

ricas y pujantes de Europa; éstas sí lograban capitalizar las riquezas

arrancadas por los españoles y portugueses en América.

Las derrotas militares sufridas por España en Europa, la obligaron a

hacer importantes tratados comerciales con Francia, Holanda, Inglaterra.

Aumentó sustancialmente el tráfico marítimo entre el puerto de Cádiz y los de

estos países. Se calcula que, cada año, cerca de mil naves descargaban en

España las manufacturas producidas por otros, quienes se llevaban a cambio

plata y oro de América y lana española, la cual, una vez que pasaba por los

telares extranjeros, retornaba, ya tejida por los polos industriales más

desarrollados, al mercado español, cuyos comerciantes monopolistas no

hacían mas que remarcar sus precios y enviarlas al Nuevo mundo para ser

finalmente consumidas. Queda claro que, en el ámbito histórico europeo de la

época, España ocupaba un lugar lateral.

Su crisis y decadencia continuarían progresivamente con el paso de las

décadas. Para tener una idea, cuando en 1558 Muere Carlos V, España

contaba con 16.000 telares en Sevilla; cuarenta años después, cuando muere

su sucesor Felipe II, apenas restaban 400. Los siete millones de ovejas de la

ganadería andaluza se reducían a dos millones. Por otro lado, el duque de

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Medinaceli contaba con 700 criados y 300 eran los sirvientes del gran duque de

Osuna. Concomitante con esto, en el ámbito cultural, se prohibía leer libros

extranjeros y estudiar en el exterior, puesto que la amenaza moderna tocaba

las puertas.

El siglo XVI representó la época del pícaro, del hambre, de las

enfermedades. Con el hambre aparecieron en masa los mendigos, tanto

españoles como extranjeros. Ya 1700 nos muestra un régimen en plena

decadencia; con una aristocracia que, a pesar de todo, no quería parar de

crecer y una población reducida dramáticamente a causa de las epidemias. La

quiebra era completa; es el fin de los Hamburgo. Los Borbones presentaron

una apariencia más moderna, pero sin lograr que el clero detenga su ritmo de

crecimiento y que la población improductiva frene su potente desarrollo. Los

latifundios y los mayorazgos seguían vigentes, al igual que el oscurantismo.

Villa Imperial de Potosí: éxtasis y agonía

“Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes”78

Al otro lado del atlántico, en Potosí, la plata sirvió para levantar templos,

palacios, monasterios; motivó la tragedia y la fiesta; derramó sangre y vino;

encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz

marchaban juntas en la conquista y el despojo colonial. Para arrancar la plata

de América se dieron cita en Potosí los capitanes, los caballeros, los apóstoles,

los soldados y los frailes. Convertidas en piñas y lingotes, las vísceras del cerro

rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa.

Potosí contaba con 120.000 habitantes en 1573, cuando era

verdaderamente la vena yugular del virreinato y el manantial de la plata de

América. Apenas 30 años después de que surgiera, la Villa Imperial tenía la

misma población que Londres, Madrid, Roma o París. Un nuevo censo en 1650

declaraba que la ciudad contaba con 160.00 habitantes, y quedaba ubicaba

dentro de las ciudades más grandes y ricas del mundo.

78 Inscripción del escudo de la Villa Imperial de Potosí, hecho a pedido del emperador Carlos V, como señal de gratitud por las riquezas que entregaba (Galeano; 1973: 32).

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Sin embargo, la historia de Potosí no había comenzado con la llegada de

los españoles. Antes de la conquista, el inca Huayna Cápac tenía conocimiento

del cerro hermoso (Sumaj Orcko) pudiendo contemplarlo cuando, enfermo, fue

llevado a unas termas curativas. El tamaño del cerro, sus tonalidades rojizas,

su imponencia y majestuosidad dejaron estupefacto al inca, quién enseguida

sospechó que aquel gigante de forma cónica casi perfecta seguramente

albergaría cuantiosas piedras preciosas y ricos metales, que servirían para su

antigua pretensión de sumar nuevos adornos al Koricancha (Templo del Sol) en

Cuzco79.

Las creencias relatan que, una vez que los mineros indígenas se

aprestaron a comenzar los trabajos de extracción de plata del cerro, una voz

fuerte como un trueno que parecía venir de las profundidades de la montaña

les habría impedido proseguir, diciendo que era Dios quien había reservado

estas riquezas para otras gentes, que “vienen de más allá”. Los indios huyeron

y el Inca abandonó el cerro. Cuando llegaron “los de más allá” a las tierras del

inca Huayna Capac, éste ya había muerto. Apenas los conquistadores

comprobaron la abundancia y la facilidad de plata pura que el cerro ofrecía, se

desató la avalancha española y la riqueza fluyó.

Ya en 1556, poco más de diez años después del descubrimiento de la

plata del cerro rico, la recién nacida Villa Imperial festejó la coronación de

Felipe II durante veinticuatro días. Los buscadores de tesoros afluían a sus pies

febrilmente, haciendo brotar rápida y desorganizadamente, una ciudad a los

pies del cerro. Potosí pasó a ser el nervio principal del reino, según el virrey

Hurtado de Mendoza. A comienzos de 1600, la ciudad contaba ya con más de

30 Iglesias muy bien ornamentadas; mas de 30 salones de juego, varias

escuelas de baile; salones y teatros, etc. En 1579, ya existían en Potosí, para

enojo de varias autoridades eclesiales, varios prostíbulos donde concurrían

asiduamente los mineros ricos. En 1608, las fiestas del santísimo sacramento

se festejaron con seis días de comedias y seis noches de máscaras; ocho días

de toros y tres de saraos; dos de torneos y otras fiestas (Ídem: 34).

79El oro y la plata que los incas extraían de las minas no salían de los límites del reino; no eran utilizados con fines de comercialización, sino para adorar a los dioses.

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En enorme medida, el saqueo de los territorios conquistados y

explotados fue posibilitador de la emergencia de una nueva época histórica en

la evolución de la economía de las sociedades; en las formas de estructuración

de las relaciones de producción de la vida material de la sociedad. La

incorporación de América y sus grandiosos tesoros al sistema-mundo

emergente, impulsó la fuerte expansión del mercantilismo, y con éste el

intercambio desigual, en una escala mucho más mundializada. De acuerdo con

los estudios económicos de Mandel (1980), es notable como la gigantesca

masa de capitales que aparecen con América repercute en Europa,

estimulando el “espíritu” moderno de industria y financiando la multiplicación de

las manufacturas que estarían en la base de la revolución industrial.

Como contra-cara de esto, al mismo tiempo que esa gigantesca

acumulación de capitales en Europa, especialmente en los principales polos,

permitía el desarrollo industrial moderno de estas áreas, impedía que en las

regiones víctimas del saqueo, dicho “progreso” pudiera tener lugar.

“Las colonias americanas habían sido descubiertas, conquistadas y colonizadas dentro del proceso de la expansión del capital comercial. Europa tendía sus brazos para alcanzar el mundo entero. Ni España ni Portugal recibieron los beneficios del arrollador avance del mercantilismo capitalista, aunque fueron sus colonias las que, en medida sustancial, proporcionaron el oro y la plata que nutrieron esa expansión [...]. A la rapiña de los tesoros acumulados sucedió la explotación sistemática, en los socavones y en los yacimientos, del trabajo forzado de los indígenas y de los negros esclavos arrancados del África por los traficantes” (Galeano; 1973: 44).

El veloz crecimiento del comercio mundial exigía ser correspondido con

el aumento de los medios de pago, disponibles para soportarlos. Enormes

cantidades de oro y plata fueron necesarias para lograr el tremendo dinamismo

adquirido por el tráfico de mercaderías. La economía colonial, más

abastecedora que consumidora, se estructuraba de acuerdo con las

necesidades del mercado europeo y su servicio. Las colonias latinoamericanas

exportaban hasta cuatro veces más de lo que importaban (incluidos aquí los

esclavos, alimentos y artículos de lujo); sus estructuras económicas nacieron

subordinadas al mercado externo, centradas en torno del sector exportador, el

que acabó concentrando las rentas y el poder. Podría decirse que América fue

una presencia determinante para el parto exitoso del capitalismo. Desde el

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inicio, desde la etapa de los metales, hasta el posterior suministro de alimentos,

cada región produjo lo que en Europa se esperaba de ella. Los mercados del

mundo colonial surgieron como meros apéndices del mercado interno del

capitalismo que irrumpía (Ídem: 44).

La explotación de la fuerza de trabajo nativa en América: o el sistema

productivo colonial se alimenta del genocidio del indio

En 1581, hasta el propio Felipe II denunciaba, hipócritamente, claro, el

genocidio indígena que se estaba llevando a cabo en el “nuevo mundo”. “Su”

feudalismo venía siendo corroído, paradójicamente, por causa del ingreso en el

escenario mundial de las riquezas descubiertas y traídas desde América. Tanto

la Corona española como la portuguesa, parecían morir al ritmo de la

expansión del naciente “mercantilismo capitalista”. Este proceso originario del

capitalismo exigía en América la formación de una enorme y extensa fuerza

social de producción, de un potente trabajo colectivo: una suerte de

“proletariado externo” que viene a complementar y a dar impulso a la economía

europea. El vigor que el naciente sistema-mundo capitalista exigía, implicó una

explotación de la fuerza humana de trabajo que acabó representando el

monumental genocidio de las poblaciones nativas. De acuerdo con Galeano:

“La esclavitud greco-romana resucitaba en los hechos, en un mundo distinto; al infortunio de los indígenas de los imperios aniquilados en la América hispánica hay que sumar el terrible destino de los negros arrebatados de las aldeas africanas para trabajar en Brasil y en las Antillas. La economía colonial latinoamericana dispuso de la mayor concentración de riqueza de que jamás haya dispuesto civilización alguna en la historia mundial. Aquella violenta marea de codicia, horror y bravura no se abatió sobre estas comarcas sino al precio del genocidio nativo” (ídem: 58; subrayado del autor).

Para tener una idea de las profundas dimensiones de este hecho

histórico, basta recordar que el México pre-colombino contaba con una

población de 37 millones al momento de la llegada de los conquistadores –

más o menos la misma cantidad que las poblaciones andinas –, y Centro

América con 12 millones aproximadamente. Esto significa que, a la llegada de

los conquistadores América contaba, por lo menos, con casi 100 millones de

habitantes. Apenas un siglo después de ocurrido el llamado “encuentro de

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culturas”, la población total del nuevo mundo se veía alevosamente reducida a

3,5 millones de habitantes. O sea, el genocidio representó la desaparición de

más del 95% de la población.

La contundencia de estas cifras, ofrecidas por el rico estudio del

brasilero Darcy Ribeiro, contradice abiertamente las varias declaraciones de la

Iglesia en la época, la cual evaluaba como “mejor” y más “libre” la vida de los

indios en América80. A pesar de estas “santas” impresiones, crecían

diariamente los que, ante los tribunales, reivindicaban la condición de mestizo,

para salvarse de ser enviados a los pozos, o que los vendieran y revendieran

una y otra vez en el mercado (Ídem: 59 y ss.).

A pesar de que ya en 1619 se informaba que el promedio de vida de los

trabajadores indígenas de las minas (que tenían contacto con mercurio), era de

4 años, todavía en 1631, Felipe IV ordenaba continuar con la explotación.

Mientras que las minas de mercurio eran exclusivamente explotadas por la

Corona, las de plata lo eran por empresarios privados. Se calcula que el Cerro

Rico de Potosí, en 300 años, consumió 8 millones de vidas. Los indios,

arrancados de sus tierras comunales, eran “arriados” hacia el cerro, junto con

sus mujeres e hijos. Eran perseguidos como animales para que rindan como

fuerza de trabajo en las minas. De cada 10 indígenas que iban para el cerro,

solo volvían 3. Sabían muy bien que en el cerro los esperaban “mil muertes”.

Tratados como animales salvajes, eran diariamente arrojados a las bocas del

cerro, quien los consumía productivamente, por lo menos, por 4 años. Luego,

deberían ser renovados, reemplazados por otros para que el proceso de

extracción de metales preciosos – con el cual se estaba revolucionando el

sistema mundial –, no se detuviera81.

Si se estudia lo que significó el régimen de la mita, se podrá tener una

noción aproximada de la barbarie presente en la génesis del sistema mundo

80 Es importante recordar que, estos procesos efectivos de exterminio aborigen, eran contradecidos por las “Leyes de Indias”, las que, jurídicamente, sancionaban la igualdad de derechos de indios y españoles. Estas leyes de Indias, como se verá enseguida, no eran más que “letras muertas” en América.

81 Según el estudio del argentino Sergio Bagú, es seguro que en las minas han sido arrojados millares de indios escultores, arquitectos, ingenieros, astrónomos, confundidos entre una multitud de esclavos. La habilidad técnica no era de interés para la realización de un trabajo bruto como el de la extracción mineral.

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capitalista. La “mita” era, literalmente, una trituradora de indios. El empleo del

mercurio para la extracción de la plata envenenaba; hacía caer el cabello y los

dientes, y provocaba temblores incontrolables. Los humos y gases emanados

por las miles de fogatas que cada noche iluminan desde las laderas del cerro

rico, donde, aprovechando el viento, se forjaba la plata, habían hecho que no

restara prácticamente vegetación o sembrados en 20 kilómetros a la redonda

del cerro.

Pero, a pesar de estos hechos palpables, las justificaciones ideológicas

del proceso no faltaban, ni se hacían esperar. La vida que tenían los paganos

nativos del nuevo mundo era merecida por ofender a Dios.

“Se transformaba a los indios en bestias de carga, porque resistían un peso mayor que el que soportaba el débil lomo de la llama, y de paso se comprobaba que, en efecto, los indios eran bestias de carga. El virrey de México consideraba que no había mejor remedio que el trabajo en las minas para curar la ‘maldad natural’ de los indígenas. Juan Ginés de Sepúlveda, el humanista, sostenía que los indios merecían el trato que recibían porque sus pecados e idolatrías constituían una ofensa a Dios. El conde de Bufón afirmaba que no se registraba en los indios, animales frígidos y débiles, ‘ninguna actividad del alma’” (Ídem: 62).

De igual modo que se distribuían las tierras conquistadas en el nuevo

mundo, los colonizadores se distribuían a los indios. Desde 1536, los nativos

eran entregados en “encomienda”, junto con su descendencia, por el término

de dos vidas: la del encomendero y la de su heredero inmediato. Poco menos

de un silgo después, en 1629, el régimen fue extendido a tres vidas, y en 1704

a cuatro. Esto ocurría, a pesar de que el Santo Padre Paulo III reconociera, en

1537, a los indios como “verdaderos hombres”. Sin embargo, la historia de esta

monumental opresión no está exenta de resistencias y contestaciones por parte

de los explotados.

En el Perú de 1781, y liderados por el inca Tupac Amaru, los indígenas –

“combustible” del sistema productivo colonial – sitiaron el Cuzco. Cacique

mestizo, descendiente directo de los emperadores incas, encabezó el

movimiento revolucionario indígena de mayor envergadura. Luego de entrar

triunfante en la plaza de Tungasuca, condenaba a la horca al corregidor real

Antonio Juan de Arriaga, al mismo tiempo que disponía la abolición de la “mita”

de Potosí, la cual había diezmado las poblaciones andinas en los socavones de

la plata del Cerro Rico. Pocos días después, y con la rebelión hecha un viento

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que propaga el fuego, José Gabriel Condorcarqui, “Tupac Amaru”, decretaba la

liberación de los esclavos – hecho que se repetiría algunos años después con

la revolución de los “jacobinos negros” en la isla de Haití, antes de aquellos

sucesos –, abolía los tributos e impuestos y anulaba el “reparto” de mano de

obra india bajo cualquiera de sus formas. Eran millones y millones los

indígenas que se sumaban al cacique guerrillero para “morir bajo sus órdenes”.

Ernesto Che Guevara habría afirmado: “es mejor morir de pie que vivir

arrodillado...”

Luego de ser traicionado por uno de sus jefes, y habiendo hecho “que la

tierra tiemble” por algunos momentos, el líder de la rebelión andina es

entregado a las autoridades reales, encadenado, en el Cuzco. Una vez que les

fueran aplicados – junto al hijo y a su mujer, Micaela Batidas – los

monumentales suplicios por todos ya conocidos y registrados por toda la

historiografía “seria”, fue decapitado y enviada su cabeza al pueblo donde la

insurrección habría comenzado. Suerte similar habrían corrido sus

extremidades, mientras que el torso habría sido quemado en el Cuzco (Ídem:

67).

En el México de los curas rurales Hidalgo y Morelos, el movimiento

revolucionario tenía características bien menos mesiánicas que las del altiplano

andino. Con cuna en la Iglesia de Dolores, el hasta entonces apacible Padre

Miguel Hidalgo, llamaba a los indios a luchar por su liberación. Sólo algunas

semanas después, más de 80 mil hombres lo seguían, amparados por la virgen

india de Guadalupe. Con su ejército armado de machetes, ondas, picos, arcos

y flechas, el movimiento revolucionario se proponía poner fin a los tributos, y

“re-partir” las tierras de Guadalajara; enseguida decretaron la libertad de los

esclavos y avanzaron sobre la Ciudad de México.

Una vez que fuera militarmente derrotado, el Padre Hidalgo fue fusilado

por las fuerzas enemigas. Aunque la revolución encontró pronto otro líder que

la “encabece” en el sacerdote José Morelos, y logró extenderse hasta abarcar

un basto territorio, el movimiento es finalmente derrotado y fusilado su referente

máximo. Algunos años después, la “Revolución mexicana” resultaría un

beneficioso negocio para los españoles, tanto para los nacidos en el viejo como

en el nuevo mundo (Ídem).

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En Bolivia, hasta la revolución de 1952, los indios fueron considerados

bestias de carga de los blancos europeos. Confinados al éxodo permanente,

empujados hacia las zonas más pobres y áridas, a medida que la civilización

capitalista se extendía, “los indios padecían la maldición de la riqueza de la

tierra que habitaban”. Allí donde se encontraran minas y/o tierras fértiles, la

vida de las comunidades aborígenes era vorazmente engullida por el afán de la

producción de riquezas. Por su parte, en el Uruguay y la Patagonia argentina,

los indios fueron sistemática y planificadamente exterminados. Se los acorraló

de bosques y desiertos para que entorpecieran el avance de las pujantes

haciendas ganaderas, y de lo que luego sería llamado “el granero del mundo”.

De acuerdo con Galeano, las matanzas indígenas que comenzaron con

Colón, nunca cesaron. En Brasil, hasta unas décadas atrás, se desató una

nueva y más moderna cacería de indios, en la floresta más enorme que existe:

la Amazona. A finales de la década de 1960, y haciendo uso de los servicios

prestados por la dictadura miliar que dio el golpe en 1964, comenzaron a llegar

a Brasil hombres y empresas de los Estados Unidos, entusiasmados con las

condiciones de posibilidad de realizar una “nueva” conquista; idea que no tardó

en despertar la codicia de grupos propiamente “brasileros” que, no menos

eufóricos, se asociaron sin vacilar (Ídem: 75).

Desde hace 500 años, y hasta nuestros días, la enorme mayoría de los

indios que han conseguido sobrevivir al exterminio sistemático, son víctimas del

orden económico-social imperante a escala mundial. Participan del mismo

desde el triste papel de ser los más explotados de los explotados.

“Villa Rica de Ouro Preto: la Potosí de Oro”

A diferencia de la América española, Brasil no parecía contener metales

preciosos. Desde su “descubrimiento”, y por más de dos siglos, el chao

brasilero se había resistido a entregar sus tesoros a los portugueses. Durante

los primeros periodos de la colonización, la actividad económica principal fue la

explotación de la madera del Palo Brasil. Inmediatamente, comenzaron a

aparecer las extensas áreas dedicadas a la explotación del azúcar, en el

nordeste del país.

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Por otra parte, las poblaciones nativas de estas regiones no

conformaban lo que podría llamarse una “gran cultura”, como la andina; la de

México y la de centro-América. Más bien, eran pueblos dispersos, que no

conocían los metales. Fueron los portugueses quienes, por su propia cuenta,

debieron descubrirlos. La búsqueda del oro implicaba incursiones en territorios

extremamente bastos, en su gran mayoría en posesión indígena. La empresa

colonial debía abrir el paso y, para ello, precisaba conquistar los territorios y a

sus habitantes.

En este “negocio”, en una de esas incursiones exploratorias, andando en

la dirección del río San Francisco, los bandeirantes de São Paulo advierten la

existencia de oro en pequeñas cantidades en bancos de ríos y riachuelos.

Escarbando un poco en las arenas de éstos, podían encontrase pepitas de oro

de tamaños interesantes, hecho que señalizaba la existencia del metal precioso

debajo de la superficie. Esto inmediatamente motivó que tanto las búsquedas

como los métodos de extracción se multiplicaran y se perfeccionaran. De esta

manera, hace su entrada en la escena moderna la región de Minas Gerais, en

Brasil: la mayor cantidad de oro hasta entonces descubierta en el mundo, que

fuera extraída en el menor espacio de tiempo. Fue, sin dudas, por esto que

Ouro Preto, entonces, se tornó la comarca más importante de aquel país (Cf.

Ídem: 78).

Se calcula que, a lo largo del siglo XVIII, la producción de metal en Brasil

supera el volumen total del oro que España habría extraído de sus colonias,

durante los dos siglos anteriores. La potencia e intensidad desatada con los

descubrimientos mineros, puede verse si se toma en cuanta el hecho de que,

este país, en 1700, contaba con, aproximadamente, 300 mil habitantes, y que,

apenas un siglo más tarde, su población se había multiplicado más de diez

veces. Además, se estima que llegaron a estas tierras (ahora sí, riquísimas), a

lo largo del siglo XVIII, aproximadamente, 300 mil portugueses. Por otra parte,

la cifra de negros esclavizados traídos del África – como fuerza de trabajo –

hasta el fin de la esclavitud, asciende a 10 millones. Este es el Brasil que se

configura a partir del llamado “ciclo del oro” (Cf. Ídem: 79).

Mientras el anterior “ciclo del azúcar” se organizaba teniendo a San

Salvador de Bahía como eje, el “ciclo del oro” lo desplazó hacia el Sur,

tornando a Río de Janeiro, a mediados del siglo XVIII, el centro político-

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211

económico de la región. Como resultado de la avalancha desatada de mineros

buscadores de tesoros, Ouro Preto se convierte en ciudad en 1711. Apenas 25

años después, se decía que el poder de los comerciantes de esta ciudad era

incomparablemente mayor que los más flamantes y prósperos mercaderes de

Lisboa. Por el poder de sus riquezas, escribe el autor uruguayo, la Villa Rica de

Ouro Preto es la piedra preciosa del Brasil: la Potosí del oro.

Al igual que en el altiplano boliviano, la riqueza de Ouro Preto era, en

buena medida, arrojada al derroche. Igual que en Potosí, los lujos, las fiestas

de varios días y semanas, los adornos suntuarios, eran canales habituales de

las riquezas febrilmente arrancadas de la tierra. El cultivo de la misma se tornó

algo poco interesante para los nuevos habitantes, en su enorme mayoría,

interesada en la minería. Se llegó a la escasez de algunos alimentos

elementales por este motivo, en medio del “precioso auge extractivo”. Al igual

que las comunidades andinas, los esclavos del Brasil quemaban sus días en

los lavaderos de oro, donde comían, dormían, y la “organización de la

producción” atrofiaba sus huesos. Las enfermedades corrientemente y

contraídas fácilmente a causa de las paupérrimas condiciones de vida y/o

trabajo, comenzaron a ser vistas como una “bendición del cielo” que acortaba

las penurias.

Pero, la explosión provocada por el oro del Brasil, no sólo incrementó la

importación de esclavos; además, absorbió buena parte de la mano de obra ya

existente, ocupada en la explotación de la caña de azúcar y del tabaco en otras

regiones del país. El hambre de los esclavos en Ouro Preto no podía evitar

provocar la escasez de mano de obra en la agricultura. Trabajando en las

minas, los negros – incluso los de Guinea, que resultaron ser los más vigorosos

– no duraban más de 7 años de trabajo continuo en las minas.

En 1703, a través de un tratado firmado con Inglaterra, Portugal

concedía a esta potencia beneficios comerciales, en tanto, por su parte y como

retribución, habría su mercado para los vinos portugueses. Por su parte, éstos

se comprometían a hacer lo mismo con su mercado y los de sus colonias para

las manufacturas británicas, las cuales no se pagaban, justamente, con vinos,

sino con el oro del Brasil. De modo que, y al igual que sucedía con España y la

plata de Potosí, el oro extraído en América y llevado a Europa, no permanecía

mucho tiempo en suelo portugués; más bien, este era un puerto de paso. Pero,

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además, este intercambio desigual con Inglaterra, que abortaba las

posibilidades de industrialización, incluso incipiente, tanto en Portugal como en

Brasil, permitió la concentración y profundización de las inversiones en el

sector manufacturero inglés (Cf. Ídem: 85). Este proceso, acabó posibilitando el

traslado del centro financiero de Ámsterdam a Londres. Sin esta acumulación

de reservas metálicas, monetarias, Inglaterra no hubiera podido enfrentar, mas

tarde, a Napoleón.

Por su lado, sólo templos oscuros y finas obras de arte quedaron como

testimonio del esplendor de Ouro Preto. Condenados a la pobreza en función

del progreso ajeno, los pueblos de estas zonas debieron arrancar sus

alimentos de las empobrecidas tierras ya vaciadas de metales preciosos. En

nuestros días, los territorios de Minas Gerais, así como los del nordeste, son el

reino del latifundio, altamente productivo y parasitario.

Cuando el Azúcar no endulza...

Si bien la búsqueda de metales preciosos fue el motor primero de la

conquista de América, el azúcar representó, por casi tres siglos, el producto

agrícola colonial de exportación por excelencia. Habría sido el propio almirante

Colón, en su segundo viaje, quien trajera las primeras raíces de la caña y las

plantara con suceso en las antillas. El azúcar era un producto altamente

codiciado por los europeos; sólo se cultivaba en algunas pequeñas zonas del

mediterráneo y de África, o podía comprarse a precios elevados a los

comerciantes de Oriente. Los cañaverales del nordeste brasilero, luego los de

las islas caribeñas, la costa peruana y Veracruz, ofrecían condiciones propicias

para la explotación a gran escala del llamado “oro blanco” (Cf. Ídem: 89).

Aparecen así las “grandes plantaciones”, fruto de la plantación

“extensiva” de caña de azúcar, como una empresa movida por la búsqueda de

ganancias en función de la demanda creciente del mercado europeo. Para tal

finalidad, fue necesaria la disponibilidad de brazos plantadores, los cuales eran

encontrados en África en buenas cantidades. Innumerables legiones de

esclavos fueron traídas a suelo americano como mano de obra gratuita para

producir el largo ciclo del Azúcar en América Latina, que, al igual que la fase

del oro y la plata, generaron momentos de éxtasis en algunas zonas donde se

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dio su auge y, posteriormente, profundas agonías cuando llegó el cansancio de

la naturaleza por el monocultivo82. Dirá el escritor uruguayo: “Cuanto más

codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae

consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea”(Ídem: 92).

Por otra parte, el ciclo del azúcar representó un estímulo fundamental

para el desarrollo industrial de naciones como Holanda, Inglaterra, Francia y

Estados Unidos. En dichas “plantaciones”, según Galeano, se combinaban tres

edades históricas distintas en una misma unidad económico-social: el

mercantilismo, el feudalismo y la esclavitud; y lo hacían teniendo su eje de

articulación en el mercado internacional, “quien estaba en el centro de la

constelación de poder que el sistema de plantaciones integró desde temprano”

(ídem: 90). Es de la plantación colonial, subordinada a las necesidades

extranjeras (y en muchos casos, financiada desde afuera), de donde proviene

el latifundio que llega hasta nuestros días.

“A fines del siglo XVI, había en Brasil no menos de 120 ingenios, que sumaban un capital cercano a los dos millones de libras, pero sus dueños, que poseían las mejores tierras, no cultivaban alimentos. Los importaban, como importaban una basta gama de artículos de lujo que llegaban, desde ultramar, junto con los esclavos y las bolsas de sal. La abundancia y la prosperidad eran, como de costumbre, simétricas a la miseria de la mayoría de la población, que vivía en estado crónico de sub-nutrición” (Ídem: 94).

Mientras que las colonias españolas brindaron metales preciosos, el

azúcar fue relegado a segundo plano, cultivándose sólo en algunas zonas

propicias. No es el caso de Brasil. Este país, que desde los inicios había

negado al conquistador los tesoros minerales que albergaba en su seno, hasta

mediados de 1600 fue el principal productor mundial de azúcar. Esta empresa

necesitaba movilizar permanentemente enormes cantidades de brazos para la

producción del recurso, y las poblaciones nativas tempranamente se

82 “Al integrarse al mercado mundial, cada área conoció un ciclo dinámico; luego, por la competencia de otros productos sustitutivos, por el agotamiento de la tierra o por la aparición de otras zonas con mejores condiciones, sobrevino la decadencia [...]. El nordeste era la zona más rica de Brasil y hoy es la más pobre” (Ídem: 91). Pero, esto no ocurrió apenas con el azúcar; también fue el caso, nos recuerda este autor, del cacao en Venezuela, por ejemplo; del algodón en Maranhão; de las plantaciones de caucho del Amazonas; de los desbastados bosques del quebracho colorado en el norte argentino y en Paraguay; del café y de las plantaciones de frutas del Brasil, Colombia, Ecuador y los pobres países centroamericanos.

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demostraron insuficientes para cumplir con este mandato de la explotación. Los

indígenas que habitan la actual región que ocupa Brasil (que no eran grandes

culturas como la inca o la maya, sino que se mostraban relativamente

pequeñas y dispersas si comparadas con aquellas) habían sido “quemados”

productivamente en los trabajos forzados del inicio de la conquista. Fueron

gentes del África, cazados en sus tierras y traídos como esclavos al “nuevo

mundo”, quienes brindaron la energía humana necesaria a esta empresa

colonial en franca expansión.

Puede decirse que la sociedad colonial brasilera se constituyó como

fruto del ciclo del azúcar, que floreció en Bahía y Pernambuco, hasta que el

descubrimiento del oro de Minas Gerais trasladara el eje económico para

aquella región. Dicho desplazamiento no ocurrió sin antes haber mutilado, a

través del monocultivo de la caña, los suelos donde fueron establecidos los

grandes ingenios y plantaciones. Las amplias regiones húmedas del litoral

nordestino, de tierras fértiles, ricas en humus y sales minerales; los frondosos

bosques que se extendían de Bahía hasta Ceará, formando un área muy

propicia para el cultivo de alimentos de muy diverso tipo, se transformaron,

gracias a la plantación extensiva de caña, en una tierra estéril, de hambre. El

“nordeste” de Brasil es, en la actualidad, una de las regiones más pobres del

continente, aunque “de sus tierras”, dirá Galeano, “brotó el negocio más

lucrativo de la economía agrícola colonial en América Latina” (ídem).

Por su parte, y a medida que el ciclo del azúcar se expandía por el

continente, las Antillas fueron sucesivamente incorporadas al mercado mundial

como productoras. La división internacional del trabajo que nutrió el desarrollo

del capitalismo, esclavizó a estas islas (muchas, hasta nuestros días) en la

producción del “oro blanco”. A principios de 1700, en la isla de Jamaica, los

esclavos de la caña eran diez veces más numerosos que los colonos blancos;

“también su suelo se cansó en poco tiempo (...) En la segunda mitad de ese

siglo, el mejor azúcar del mundo brotaba del suelo esponjoso de las llanuras de

la costa de Haití” (ídem: 99), la entonces colonia francesa llamada Saint

Domingue.

La explotación de esta isla requería una enorme cantidad de brazos para

ser movilizada. Según puede comprobarse, en 1786 llegaron a la colonia 27 mil

esclavos, y al año siguiente, 40 mil; en 1791, estalla una revolución. La rebelión

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de los esclavos incendia las extensas plantaciones, provoca enfrentamientos

en bastos territorios y empuja al mar a los soldados franceses. Se desarrolló

una larga y sangrienta guerra que acabó en la derrota de los “jacobinos negros”

en los primeros años del 1800, al tiempo que Inglaterra se tornaba la potencia

marítima sin contestación. Luego de la crisis de Haití, el precio del azúcar en el

mercado mundial subió enormemente, lo que insufló el auge azucarero de

Cuba, ultrapasando al café. La isla de Cuba rápidamente se convirtió en el

principal proveedor de azúcar del mundo, razón por la cual, ya para 1806,

había duplicado los ingenios y la productividad.

Por el año de 1762, cuando fugazmente los ingleses se apoderaron de

La Habana, Cuba contaba con una economía rural básicamente estructurada

sobre la producción de tabaco en pequeñas plantaciones y la ganadería. La

Habana, donde podía verse un considerable desarrollo de las artesanías,

poseía una fundición importante que le daba la capacidad para fabricar

cañones, y contaba con el primer astillero de América Latina, capaz de

construir en gran escala buques mercantes y navíos de guerra. En sólo once

meses bajo el control inglés, fue introducida en Cuba una cantidad de esclavos

que, “normalmente”, hubiera llevado 15 años. Desde esa época, la economía

cubana era reestructurada en función de los intereses extranjeros ligados al

ciclo del azúcar que dominó casi dos siglos, y motivara la reflexión de José

Martí: ”El pueblo que confía su subsistencia a un sólo producto, se suicida” (Cf.

Ídem: 105).

Desde entonces y hasta 1959, cuando los insurgentes de la Sierra

Maestra tomaron el poder en Cuba, el azúcar marcó los caminos de su historia;

poniendo y sacando dictadores, dando o negando trabajo a los obreros, decidía

la prosperidad y la profundidad de las crisis. Hasta la revolución, Cuba vendía

casi todo su azúcar en Estados Unidos, de donde importaba automóviles,

máquinas y productos químicos, papel y ropa, arroz y frijoles, ajos y cebollas,

grasas, carne y algodón. El país del azúcar importaba casi la mitad de las

frutas y las verduras que consumía, siendo que una tercera parte de la

población activa tenía trabajo permanente. Su desarrollo industrial había

resultado muy pobre y lento, concentrando en La Habana más de la mitad de

su producción. En palabras de Galeano:

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“El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia, Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía del nordeste de Brasil y de las islas del caribe y selló la ruina histórica de África. El comercio triangular entre Europa, África y América, tuvo por viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones del azúcar” (Ídem: 119).

Por su parte, en África occidental, las distintas tribus se combatían entre

sí para aumentar sus prisioneros de guerra, esto es, su reserva de esclavos

para el tráfico mundial. Aunque eran colonias bajo el dominio portugués, éstos

eran meros intermediarios en el tiempo del auge de la trata de negros;

intermediaban entre los capitanes negreros de otras potencias y los “reyes”

africanos. Fue Inglaterra, hasta que se le tornó un obstáculo, quién más se

benefició con la compra-venta de carne humana (ídem: 120).

La esclavitud moderna

“La resurrección de la esclavitud greco-romana en el nuevo mundo no realizó el milagro de multiplicar panes y peces,

pero sí fábricas, bancos y ferrocarriles, justamente no en los países

donde eran ‘sacados’ los esclavos”. Galeano, Las Venas Abiertas de América Latina.

Desde los inicios del siglo XVI hasta finales del XIX, varios millones de

africanos atravesaron el océano Atlántico. No se sabe efectivamente cuantos

fueron los infelices, puesto que morían en grandes cantidades en la “travesía”;

sin embargo, una cosa es clara: fueron muchos más que los inmigrantes

europeos que llegaron a estas tierras para “hacerse la América”. Desde el norte

hasta el sur, los esclavos levantaron los edificios y las casas de sus amos, así

como extrajeron las riquezas para que éstos la reenviasen a Europa;

sembraron y cosecharon la caña de azúcar, café y tabaco, el cacao;

recolectaron el caucho, el algodón, y todo producto que pueda tener una buena

inserción en el comercio mundial. Se pregunta nuestro autor: ¿A cuántas

Hiroshimas equivalieron sus exterminios sucesivos? (Ídem: 121).

Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica

en expansión, a cambio de las cuales entregaban los cargamentos de esclavos

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a los capitanes negreros. Se abastecían, además, de armamentos y

aguardiente para emprender las próximas cacerías en las aldeas. Aquellos que

lograban sobrevivir al hambre, las enfermedades y el hacinamiento de la

travesía, eran exhibidos en harapos en las plazas públicas, luego de haber

desfilado encadenados y semidesnudos por las callejuelas de los poblados

coloniales. A los que llegaban demasiado exhaustos, sin una buena imagen, se

los lustraba con sebo para mejor lucirlos ante los ojos de los compradores,

quienes hacían sus ofertas y pagaban en dinero en efectivo o pagarés a tres

años. Los esclavos que llegaban muy enfermos, eran dejados morir en las

orillas de los muelles. Según cálculos de Caio Prado Jr., hasta principios del

siglo XIX, habían llegado a Brasil entre 5 y 6 millones de africanos; para

entonces, Cuba ya era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido,

antes, todo el hemisferio occidental (apud Galeano; 1973: 121-2).

Los barcos salían de regreso a Liverpool llevando diversos productos

tropicales, entre los cuales se destacaban las materias primas utilizadas por las

manufacturas y las industrias pujantes de Europa. Para tener una idea de la

importancia de este comercio con las colonias, basta decir que, para

comienzos de 1700, las tres cuartas partes del algodón que era hilado en las

textiles inglesas provenía de las Antillas (aunque, más tarde, serían las trece

colonias las principales abastecedoras: Georgia y Louisiana); ya en 1750, más

de 120 refinerías de azúcar producían en ese mismo país. Allí, 10 grandes

empresas controlaban dos tercios del tráfico, al paso que Liverpool inauguraba

un nuevo sistema de muelles, para soportar el aumento de la cantidad de

barcos, los que eran construidos más largos y con mayor calado. La “trata de

negros”, ese negocio monumental, operaba como el principio básico, como el

resorte principal de la máquina que pone en movimiento cada rueda del

engranaje (Ídem: 123). De acuerdo con este autor:

“Con fondos del comercio negrero se construyó el gran ferrocarril inglés del oeste y nacieron industrias como las fábricas de pizarras de Gales. El capital acumulado en el comercio triangular – manufacturas, esclavos, azúcar – hizo posible la invención de la máquina a vapor: James Watt fue subvencionado por mercaderes que habían hecho así su fortuna” (ídem: 124; subrayado del autor).

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A pesar de su papel fundamental en la dinámica originaria del sistema,

no impidió que a principios del siglo XIX Gran Bretaña se tornara la principal

impulsora de la campaña anti-esclavista. La industria inglesa se veía ante la

necesidad de ampliar los mercados y su poder de compra, en función de

colocar sus cada vez más numerosas mercancías. Para ello, fomentó, a escala

internacional, la generalización del régimen de salarios. Esto provocó que, las

regiones donde se mantuvo la mano de obra esclava en la producción del

azúcar, mejoraran sus ventajas comparativas, ofreciendo el producto a costos

más bajos. Por otro lado, el precio de los propios esclavos subió

sustancialmente, aumentando enormemente las ganancias de los capitanes

que se dedicaban a la “trata de negros” en los lugares donde permanecía la

esclavitud (Brasil y Cuba fundamentalmente).

Para Inglaterra, las islas del caribe habían resultado mucho más

importantes que las del norte de América. Mientras que a las primeras se les

prohibía fabricar cualquier cosa que no fuera necesidad de la metrópoli, las

segundas tuvieron un trato muy diferente, lo que permitió su industrialización

relativa y su temprana independencia política. También aquí, en la “Nueva

Inglaterra”, la trata de negros dio origen a gran parte del capital que sirvió para

la revolución industrial en Estados Unidos de América. Por los años 1750, eran

muy comunes los viajes del Norte hasta el África. Los barcos llevaban ron para

cambiarlo por esclavos que, de regreso, serían vendidos en el Caribe o

cambiados por la materia prima que, finalmente, volvería a las Trece colonias

para ser destilada y convertida en ron, culminando del ciclo. Según nuestro

autor: “con capitales obtenidos de este trafico de esclavos, los hermanos

Brown, de Providence, instalaron el horno de fundición que proveyó de

cañones al general George Washington para la guerra de la independencia”

(ídem: 125). Y, más globalmente:

“Las plantaciones azucareras del Caribe, condenadas como estaban al monocultivo de la caña, no sólo pueden considerarse el centro dinámico del desarrollo de las ‘trece colonias’ por el aliento que la trata de negros brindó a la industria naval y a las destilerías de Nueva Inglaterra. También constituyeron el gran mercado para el desarrollo de las exportaciones de víveres, maderas e implementos diversos con destino a los ingenios, con lo cual dieron viabilidad económica a la economía granjera y precozmente manufacturera del Atlántico Norte” (Ídem: 125).

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Volviendo a la esclavitud en América, puede decirse que la primera

sublevación de esclavos se produce ya en la segunda década del siglo XVI,

nada más y nada menos que por parte de los esclavos de Diego Colón, hijo del

almirante. La misma terminó con el ahorcamiento de los rebeldes, cuyos

cuerpos quedaron colgados a lo largo de los varios caminos del ingenio.

Rebeliones se sucedieron en las islas azucareras del caribe. Más de dos siglos

pasarían hasta que, nuevamente, Haití aparecería en el centro de la escena.

Los esclavos escapaban a las zonas altas, donde la cimarronada buscaba el

retorno a las raíces. En lo alto de las montañas reconstruían la vida africana;

cultivaban para su alimentación, recreaban sus rituales religiosos; adoraban

sus dioses; recuperaban sus costumbres. Según Galeano, hasta no hace

muchos años, el pueblo de Haití creía que el arco iris señalaba el rumbo de la

vuelta soñada a Guinea (Cf. Ídem: 126).

Otro tanto podría decirse de las comunidades fundadas por los djukas,

en la Guayana Holandesa. Formadas por descendientes de esclavos huidos

hacia los bosques, estas aldeas han sobrevivido desde hace tres siglos,

conservando santuarios, danzas y ceremonias similares a las celebradas en

Ghana. La primera gran rebelión de los esclavos de la Guayana se produjo un

siglo después de la fuga de los djukas. Del mismo modo que en el ingenio de

Diego Colón, los holandeses recuperaron las plantaciones y los líderes fueron

quemados públicamente.

Brasil brinda otro ejemplo ilustrativo. Un tiempo antes del éxodo de los

djukas, los esclavos cimarrones de este país habían fundado el “reino negro de

los Palmares”, en el nordeste. Después de haber resistido victoriosamente a lo

largo del todo el siglo XVII a las innumeras incursiones militares (holandesas y

portuguesas) mandadas para eliminarlo de raíz, de haber desafiado a los

ejércitos de estas potencias con sus tácticas guerrilleras, en 1693 cae el otrora

refugio invencible. El reino libre de los Palmares se organizaba como un

Estado, al igual que los varios que existían en África durante ese siglo. Con sus

jefes siendo elegidos entre los más hábiles y sagaces, y en pleno ascenso del

monocultivo de la caña en extensas plantaciones, en los Palmares reinaba el

poli-cultivo. Sirviéndose de la experiencia ancestral y la que habían adquirido

en América, en este reino de negros libres se desarrollaba una vasta diversidad

de cultivos de alimentos. No es por casualidad que la destrucción de los

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cultivos apareciera como táctica principal de las tropas coloniales empeñadas

en recuperar estos hombres para el trabajo. Sobre el reino libre de Palmares,

dice Galeano:

“La abundancia de alimentos en Palmares contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las zonas azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la libertad la defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad de la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro [...] para la batalla final, la corona portuguesa movilizó el mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires. Dos años después, el jefe Zumbí, a quienes los esclavos consideraban inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo acorralaron en la selva y le cortaron la cabeza. Pero las rebeliones continuaron” (ídem: 128).

En 1888 es abolida la esclavitud en Brasil, aunque el latifundio continuó

intacto. El auge del caucho en la Amazona atrajo, hasta finales del siglo XIX, a

más de medio millón de “nordestinos” que por, sus promesas, allí emigraron.

Desde entonces, este éxodo continuó, insuflado por las sequías del sertão y la

expansión de los latifundios azucareros. Luego del auge del caucho, el

itinerario de la supervivencia cambió de rumbo hacia el centro y el sur de Brasil.

Pero, así como los brazos “nordestinos” levantaron las empresas del caucho y

del café, su disponibilidad también representó un gran caudal de mano de obra

barata para los gobiernos, los que se sirvieron de ella para las grandes obras

públicas. De esta forma fue posible, por ejemplo, levantar la ciudad de Brasilia,

“de la noche para el día”, en el medio del desierto. Una vez acabada la ciudad

más moderna del mundo, la mano de obra fue arrojada a la periferia de la

misma, formando un cinturón de pequeñas ciudades satélites, donde millares

de “nordestinos” están siempre dispuestos al trabajo, aceptando las sobras y

desperdicios de la flamante capital.

Algo similar ocurrió algunas décadas atrás, en este mismo país, con

motivo de las obras de infraestructura y las explotaciones en la selva

amazónica. Cada campesino (“nordestino” y sin tierra) que se sumaba a

construir la faraónica carretera “trans-amazónica”, que atravesaría la selva

abriendo una vena hasta Bolivia, recibiría 10 hectáreas de tierra para su

subsistencia. Allí sí, en medio de la selva y lejos de todo, “se produciría la

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reforma agraria”. En el nordeste, donde 15 mil individuos poderosos detentan la

mitad de la superficie total de esa basta región y mientras existen cerca de una

decena de millones de campesinos sin tierra, no. De modo que, una vez más,

los infelices flagelados del nordeste, ante renovadas promesas de progreso, a

golpes de machete, “abren campo” para que se extienda el latifundio, no sólo

para propietarios nacionales sino, también, extranjeros (Cf. ídem: 133).

Aproximadamente un siglo antes, allá por 1878, grandes contingentes

del nordeste se marchaban, río adentro, hacia el corazón de la Amazona,

llamados por el descubrimiento de las propiedades del caucho. Para entonces,

la población total de Ceará era de 800 mil habitantes, de los cuales 120 mil

emigraron hacia la selva, logrando finalmente llegar a destino menos de la

mitad. El hambre y las enfermedades desconocidas eran los principales

verdugos de estas victimas. Los que, venciendo la fiebre, tenían la “suerte” de

llegar, eran recibidos por un duro trabajo, no muy diferente al del esclavo,

pagado “en especie”. Se sabe que ese intercambio desigual entre el trabajador

y su empleador (proveedor) siempre implicó deudas y más deudas para el

primero, a causa de la capacidad monopolista de fijar precios del segundo. Así,

aunque trabajara esta el límite de sus energías físicas, el consumo de los

artículos necesarios para realizar su reproducción (aguardiente incluida)

costaba más; su deuda con el patrón siempre crecía y, con ella, su

dependencia y subyugación.

Desde 1840, cuando se descubre el procedimiento que torna al caucho

un material flexible y resistente a los cambios de temperatura, tomará fuerza la

explotación y producción de este líquido viscoso que abunda en la selva

amazónica. Pocos años después de ese descubrimiento de las propiedades del

caucho, se revestían de goma las ruedas de los vehículos. Con el surgimiento

de la industria automotriz en Estados Unidos y en Europa, la demanda mundial

por goma creció vertiginosamente. Si en Brasil, en 1890, el árbol de la goma

proporcionaba una décima parte de sus ingresos, sólo 20 años después era

responsable por el 40%; las ventas alcanzaban a las del café que, para 1910,

estaban viviendo un momento de auge comercial. A su vez, la región que

producía el grueso del caucho brasilero era la zona del Acre, que este país

había arrebatado militarmente a Bolivia.

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“En 1849 Manaus tenía cinco mil habitantes; en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del caucho edificaron sus mansiones de arquitectura extravagante y decoración suntuosa, con maderas preciosas de Oriente, mayólicas de Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses” (Ídem: 136).

Pero, pasada la primera década del siglo XX, el colapso de este negocio

brasilero se precipitó. Su precio internacional se redujo a una cuarta parte,

como producto de la introducción de enormes cantidades del material al

mercado mundial, proveniente de otras regiones, muy especialmente de

Malasia, lo que hizo volar por los aires el celoso monopolio que Brasil había

gozado hasta el momento. Para 1919, de ser el principal proveedor de caucho

del mundo, Brasil pasa a abastecer la octava parte del consumo mundial de

este producto, y medio siglo después, compra del extranjero más de la mitad

del caucho que necesita (Cf. Ídem: 137). La prosperidad amazónica pareció

esfumarse en esos años, hasta que la ocupación de Malasia por los japoneses,

durante la segunda guerra mundial, dejó desesperadas a las potencias

“aliadas” por abastecerse de goma, generando un nuevo ciclo de auge del

caucho en la selva. Una vez más, el ciclo de prosperidad arrastraría tras de sí a

millares de personas provenientes de las zonas más pobres del Brasil. Se

calcula que, esta vez, fueron 50 mil los derrotados por las pestes y el hambre,

los ganados por la muerte (Cf. Ídem:138).

Por otra parte: “Para 1970, de América Latina provenía más de la quinta

parte del algodón que consumía la industria textil mundial. Brasil, ocupaba

entonces el quisto lugar en el mundo como productor de algodón” (Ídem). Así,

para fines del siglo XVIII, el algodón se había convertido en la materia prima

por excelencia de las industrias europeas. La industria textil de Inglaterra, como

ejemplo más clásico, en treinta años multiplicó por cinco el volumen de sus

compras de esta fibra natural. La “revolución industrial” impulsaba fuertemente

la industrialización de la fabricación de tejidos, a través de la mecanización

creciente del proceso de producción de mercancías. Este cuadro propició que

el algodón, planta nativa de América, se viera potentemente deseado por los

mercados europeos.

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La siesta del Puerto de São Luis de Maranhão, se vio bruscamente

alterado por la irrupción eufórica del negocio del algodón; los esclavos negros

afluían sin cesar a las plantaciones del norte brasilero, al tiempo que cerca de

200 barcos zarpaban cada año rumbo a Europa, llevando millones de libras en

materias primas textiles. De acuerdo con la investigación de Galeano, el

agotamiento de las extracciones de oro y diamantes en el Sur, que marca la

crisis de la economía minera a fines del siglo XIX, proporcionó mano de obra

esclava en abundancia para la explotación algodonera. Brasil revivía, ahora

desde el Norte. “El puerto floreció”, y no apenas económicamente; llegó a ser

llamada la “Atenas” de Brasil por su poesía refinada y su belleza estética. Pero

con la prosperidad y los progresos llegó, también, el hambre a Maranhão; nadie

ya se interesaba o se ocupaba en el cultivo de los alimentos.

Pasado el tiempo del auge, y confirmando una vez más la ley de hierro

que azotara a Potosí, Ouro Preto, Salvador de Bahía, entre otras tantas

tragedias socio-económicas sufridas por “nuestra América”, el colapso se

precipitó abruptamente. La producción en gran escala en el Sur de los Estados

Unidos, sobre tierras más fértiles y con mejores máquinas, bajó los costos un

300%, dejando a Brasil fuera de cualquier competencia. Al igual que sucedió

con el caucho, fueron las condiciones políticas externas provocadas por la

guerra de secesión en la “Nueva Inglaterra”, las que le permitieron

experimentar un nuevo, aunque muy corto, ciclo de auge. Según Galeano,

durante el periodo 1934 y 1939, la producción algodonera brasilera se

incrementó a un ritmo impresionante, llevando el volumen de toneladas de 126

mil a 320 mil. Ante esto, Estados Unidos arrojó sus reservas al mercado,

derrumbando el precio del producto, y la ruina nuevamente se apoderó del

algodón de Brasil.

El café tuvo peso sustancial en el mercado internacional. Desde 1950,

América Latina se constituye como el gran abastecedor de la sustancia

estimulante, responsable por la producción de las 4/5 partes de lo que se

consume en el mundo. Brasil era, hasta hace unas décadas, el mayor

productor de café del mundo. Cuando el ciclo del café se arraigó en ese país, a

inicios de 1800, los tiempos de prosperidad del algodón del norte y del azúcar

del nordeste, se habían agotado. El eje económico se trasladaba hacia el Sur,

hacia las extensas plantaciones de café, llevando con ella la mano de obra

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esclava que quedaba ociosa en aquellas regiones ayer prósperas y hoy

decadentes. Además de trabajo esclavo, el café utilizó mano de obra

inmigrante de Europa, que tributaba la mitad de sus cosechas al señor/

propietario de la tierra que trabajaba. La escasez de “brazos baratos” – léase,

esclavos negros –, además de obstaculizar la extensión cafetalera hacia el

interior del sur y sudeste brasilero, hacía elevar enormemente el precio de los

mismos.

Ya en la virada del siglo XIX para el XX, los cálculos de contables de los

latifundistas cafetaleros, especialmente de las regiones de Río de Janeiro y

São Paulo, los convencieron de que resultaba más económico instaurar

salarios de subsistencia que comprar y mantener fuerza de trabajo esclava.

Brasil demoró hasta 1888 la abolición de la esclavitud; desde entonces, en sus

intactas estructuras latifundiarias y hasta nuestros días, se combinan formas de

trabajo serviles, de tipo feudal, con trabajo asalariado. Al igual que en otras

regiones tomadas abruptamente por el auge de algún ciclo, la devastación

natural resultante del monocultivo extensivo pronto se hizo presente. El

latifundio cafetalero se desplazaba como un “mar de café”; pronto cubrió un

área enorme que ocupaba una buena parte del sur del país. Luego de la

primera guerra mundial, este latifundio se vio beneficiado para crecer. La

voracidad de los señores de la tierra por aprovechar la coyuntura determinó la

prohibición del cultivo de alimentos por cuenta propia a los trabajadores de sus

plantaciones. Si deseaban hacerlo, desde entonces debieron pagar ese

“derecho” con trabajo sin remuneración.

Sin embargo, el principal beneficiado con este ciclo de prosperidad del

café, no es el latifundista de Brasil; el país productor se beneficia mucho menos

que el consumidor. En palabras de nuestro autor:

“Así como la United Fruit ejerce el monopolio de la venta de bananas desde América Central, Colombia y Ecuador, y a la vez monopoliza la importación y distribución de bananas en Estados Unidos, son empresas norteamericanas las que manejan el negocio del café, y Brasil sólo participa como proveedor y como víctima. Es el estado brasileño el que carga con los stocks, cuando la sobre producción obliga a acumular reservas” (Ídem: 153).

Según datos del mismo autor, en el cuadrante de los años 1970, en

Estados Unidos el café proporcionaba trabajo a ¾ millón de personas, quienes

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ganaban salarios infinitamente mayores que los pobres productores brasileros,

colombianos, guatemaltecos, salvadoreños o haitianos. El café arrojaba más

recursos a los cofres estatales europeos que los que dejaba en manos del país

productor: “en este reino del absurdo organizado, las catástrofes naturales se

convierten en bendiciones del cielo para los países productores. Las

agresiones a la naturaleza levantan los precios y permiten movilizar las

reservas acumuladas” (Ídem: 155).

El sistema estalla de contradicciones por todos lados; la producción por

la producción misma, mecanismo esencial para acelerar la acumulación, deriva

en superproducción y derrumbe de los precios. En muchas oportunidades,

sucede que por producto de la irracionalidad que mueve la producción y el

intercambio de los bienes y servicios, es “conveniente” (en términos de

ganancias capitalistas) formar stocks para defender precios. Así, esta

formación de reserva de producto acaba malográndolo, mientras que en otras

regiones del mundo es desesperadamente demandado.

Por su parte, Centro América, que se había ahorrado mayores daños

sobre la productividad de sus tierras hasta 1850, no pudo evitar ser presa del

ciclo de auge internacional del café. Para 1880, de sus recién nacidas

plantaciones provenía 1/6 de la producción mundial. Este producto se tornó el

engranaje que incorporó definitivamente esta región de América al mercado

internacional. Primero los ingleses; luego los alemanes y los norteamericanos,

los compradores se sucedieron, y del procesó floreció una “burguesía nativa

del café” que, buscando afianzar su primacía económica, irrumpe en la escena

política del país, tras las banderas liberales y de la independencia (en 1870, se

produce la revolución liberal de Justo Rufino Barrios). Al igual que la

experiencia histórica de la gran mayoría de “Nuestra América”, la producción de

esta zona se basó en lo que afuera se esperaba de ella; se orientó hacia

“fuera” y de esto dependió vitalmente. La especialización agrícola generó un

tremendo afán por la apropiación de tierras y la necesidad de “brazos”. Así

nace el latifundio centroamericano que llega hasta la actualidad, y lo hace bajo

las banderas de la libertad de trabajo (Cf. Ídem: 161-2).

Una vez mas, las comunidades indígenas fueron expropiadas de las

“tierras comunes”. En el mismo momento y con el mismo acto, se las privaba

de los medios elementales para producir y satisfacer sus necesidades más

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básicas. La acumulación originaria se estaba desarrollando en Centro América,

a través de las plantaciones extensivas del café, y en función de la sed del

mercado mundial. Todo un conjunto de dispositivos coactivos fueron

desplegándose para sustentar el ciclo de auge. Los campesinos eran forzados

a vender sus tierras; los indios, luego de expulsados y despojados de la “madre

tierra”, morían de cansancio en las “grandes plantaciones”; fueron

reinstaurados los mandamientos coloniales, el reclutamiento forzoso de la

mano de obra y las leyes contra la vagancia.

Ciertos trazos liberales, especialmente el salario, buscaban modernizar

las relaciones del trabajo, pero el trabajador asalariado, más temprano que

tarde, terminaba como propiedad de los empresarios del café. A pesar del

tremendo auge experimentado en los inicios, nada cambió para las

condiciones de vida de la masa trabajadora. Esto obstaculizó, así como en

muchas otras regiones y países de la periferia, la formación de un mercado

interno. El monocultivo extensivo del café desalentó la diversificación de la

producción (fundamentalmente agrícola) en Centro América.

“[...] el latifundio y el minifundio constituyen, juntos, la unidad de un sistema que se apoya sobre la cruel explotación de la mano de obra nativa. En general, y muy especialmente en Guatemala, esta estructura de apropiación de la fuerza de trabajo aparece identificada con todo un sistema de desprecio racial: los indios padecen el colonialismo interno de los blancos y los mestizos, ideológicamente bendito por la cultura dominante, del mismo modo que los países centroamericanos sufren el colonialismo extranjero” (Ídem: 163).

Los procesos de la “Independencia nacional”

Habían sido verdaderamente populares los ejércitos que, en los campos

de América, pelearon contra las fuerzas españolas en el amanecer del siglo

XIX. Sus filas estaban compuestas por masas de desposeídos que,

infelizmente, la historia no retribuyó. “La independencia”, según Galeano:

“No los recompensó: traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ella se reabrió una época de cotidiana desdichas. Los dueños de la tierra y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras se extendía la pobreza a las masas populares oprimidas [...] los cuatro virreinatos del imperio español saltaron en pedazos y múltiples países nacieron como esquirlas de la unidad nacional pulverizada. La idea de ‘nación’ que el patriciado latinoamericano

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engendró, se parecía demasiado a la imagen de un puerto activo, habitado por la clientela mercantil y financiera del imperio británico, con latifundios y socavones a la retaguardia [...]. Se pusieron de moda las más altisonantes consignas republicanas de la burguesía europea: nuestros países se ponían al servicio de los industriales ingleses y de los pensadores franceses. Pero, ¿qué ‘burguesía nacional’ era la nuestra, formada por los terratenientes, los grandes traficantes, comerciantes y especuladores, los políticos de levita y los doctores sin arraigo?” (Galeano; 1973: 177).

Los procesos independentistas en América Latina trajeron prontamente

sus constituciones, sus principios liberales, pero no de la mano de una

burguesía creadora, como la europea o la norteamericana. Las burguesías en

“Nuestra América” habían nacido como meros instrumentos del capitalismo

internacional, en el lugar de colonias abastecedoras de materias primas y

alimentos a las potencias que, industrializándose, desarrollaban su “ascenso”

histórico. Los grupos “burgueses”, comerciantes, usureros, que quedaron con

el control del poder político en la independencia, no tenían demasiado interés

en impulsar las manufacturas locales. Para sus socios, los dueños de la tierra,

la “cuestión de la tierra” no existía sino en función de sus propios beneficios

inmediatos (el caso de Brasil es paradigmático). Sobre el despojo se consolidó

el latifundio (Cf. ídem: 178).

Sin embargo, este resultado histórico que confirma la tragedia

económica, social y nacional en América Latina, no era un “destino” reservado

por la “historia universal” para estos pueblos “atrasados” o “sin historia”, en las

palabras del célebre maestro de Marx. Toda una historia de traiciones, de

agudas luchas sociales y guerras civiles, estuvieron en la base de los procesos

de independencia, que terminaron en el desgarramiento de “Nuestra América”;

en una pulverización mezquina, inmediatista y sin horizonte, de lo nacional.

Desgarrada por sus nuevas fronteras, América Latina, se consagra al

monocultivo y se condena a la dependencia.

Son ejemplos históricos cristalinos, los resultados políticos, sociales y

económicos del proceso de independencia de Sudamérica, encarnado por

Simón Bolívar: el libertador. En México, el proyecto independentista de Hidalgo

y Morelos también fue derrotado. Bien al Sur, el caudillo José Artigas, al frente

de un ejército popular, impulsó la revolución agraria en los territorios que hoy

son ocupados por Uruguay y las provincias argentinas de Santa Fe, Corrientes,

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Entre Ríos, Misiones y Córdoba, durante gloriosas campañas, desde 1811 a

1820. Artigas proponía sentar las bases, económicas, políticas y sociales, de

una “patria grande”, a lo largo y ancho del antiguo triunvirato del Río de La

Plata, constituyéndose, quizás, en el más lúcido e importante jefe federal que

peleó contra el centralismo del puerto de Buenos Aires. Luchó contra fuerzas

españolas y portuguesas; fue derrotado por la alianza entre Río de Janeiro y

Buenos Aires, instrumentalizados por el imperio británico. La oligarquía,

coherente con su historia, apenas percibió el peligro que algunas de las

reivindicaciones del caudillo libertario traerían para sus propiedades, cambió de

lado, le quitó su respaldo y lo enfrentó hasta derrotarlo. Así moría la radicalidad

de aquél proyecto independentista.

Lanza en mano, seguían a Artigas, en su mayoría los paisanos pobres,

los gauchos trashumantes, indios que veían en esa lucha la recuperación de la

dignidad, esclavos que ganaban su libertad incorporándose al ejército de la

independencia. La ocupación del territorio de la Banda Oriental por las fuerzas

españolas y portuguesas en 1811, con la complicidad de Buenos Aires, obligó

a emigrar al norte la población de Uruguay. Allí en el norte, José Artigas recibía

a los contingentes de desplazados, organizaba su gobierno y dictaba las

primeras leyes para las varias comarcas que controlaba desde su campamento

de Paysandú. Desde allí fue lanzada la primera reforma agraria del continente,

que se aplicaría en la Banda oriental durante un año. La oligarquía no tardó en

llamar a las fuerzas portuguesas y abrirles las puertas de Montevideo para que

“la salvara”. Según el autor uruguayo, el código agrario de 1815: tierra libre,

hombres libres, a pesar de las influencias reformistas de Carlos III, fue la más

avanzada y gloriosa constitución de cuantas llegarían a conocer los uruguayos

(Cf. ídem: 180). Contenía disposiciones especiales para evitar la acumulación

de tierra; siendo que para la década del ’70 del siglo pasado, en el campo

uruguayo, quinientas familias poseían más de la mitad del total de territorio, y

controlaban las ¾ partes del capital invertido en la industria y en la banca

(Ídem: 182).

Pocos años después, en 1823, el Imperio británico festejaría sus triunfos

alrededor del mundo. Los economistas y calculadores desplazarían progresiva-

mente a los caballeros feudales, convirtiéndose en las figuras protagónicas de

esta nueva época socio-económica que se habría. La derrota de Napoleón

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había puesto de fiesta a Londres, y la Pax Británica se esparcía sobre el

mundo. América Latina, a pesar de las independencias nacionales, continuaba

atada al poder de los “señores de la tierra” y de los comerciantes enriquecidos

en los puertos comerciales, que pagaban con el subdesarrollo del país sus

beneficios. Las ex-colonias españolas y Brasil representaban interesantes

mercados, tanto para la industria textil inglesa como para los préstamos de

libras a intereses.

A medida que la revolución industrial, con la máquina a vapor y los

telares mecánicos a la cabeza, avanzaba en Inglaterra; que los bancos y las

fábricas se multiplicaban; que los motores a combustión interna modernizaban

la navegación marítima hacia los cuatro puntos cardinales, la expansión

industrial inglesa se desataba mundialmente. En este cuadrante:

“La economía británica pagaba con tejidos de algodón los cueros del Río de La Plata, el guano y el nitrato de Perú, el cobre de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones industriales, los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las inversiones, alimentarían, todo a lo largo del siglo XIX, la pujante prosperidad de Inglaterra” (Ídem: 270).

Pero, el comercio con América ya era controlado por Inglaterra antes del

inicio del ciclo de la independencia. España hacía mucho tiempo había dejado

de mantener el monopolio comercial con sus colonias, e Inglaterra había

logrado introducir, por medio y por debajo del contrabando de esclavos, una

buena cantidad de sus productos. De este modo, la revolución de 1810 no

representó otra cosa que el reconocimiento político de ese estado de cosas.

Los ingleses venían intentando controlar el área a través de clásicas

expediciones militares, habiendo triunfado en el caribe, ocupando el territorio

de Trinidad, se dieron cuanta que no sería nada fácil continuar esas campañas

de conquista una vez que fueron derrotados en Buenos Aires, en 1806 y 1807.

Esas derrotas evidenciaron la ineficacia de dicha vía; vendría el turno de la

diplomacia neo-colonial, de los mercaderes y de los banqueros. Este aire liberal

en las colonias independizadas, el reino del libre cambio, permitía a Inglaterra

abarcar 9/10 del comercio de la América española; el negocio era monumental,

y había que cuidarlo de las amenazas (Cf. Ídem: 270-1).

Desde entonces, Inglaterra debió formular una política rigurosa, que

atendiera a tres órdenes de problemas que se interrelacionaban. Por un lado,

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se debía favorecer, por todos los medios, al comercio inglés en el continente,

segundo, había que impedir que América Latina cayera en manos francesas o

estadounidenses; finalmente, había que controlar que los nacientes países

independientes no transitaran hacia un jacobinismo, que no se radicalizaran.

“Cuando se constituyó la Junta revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810, una salva de cañonazos de los buques británicos de guerra la saludó desde el río [...]. Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones que dificultaban el comercio con extranjeros; doce días después, redujo del 50% al 7,5% los impuestos que gravaban las ventas al exterior de cueros y sebo. Habían pasado seis semanas desde el 25 de mayo cuando se dejó sin efecto la prohibición de exportar el oro y la plata en monedas, de modo que pudiera fluir a Londres sin inconvenientes. En septiembre de 1811, un triunvirato reemplazó a la Junta como autoridad gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos abolidos, los impuestos a la exportación y a la importación” (Ídem: 271).

El libre cambio era el escenario más propicio para el enriquecimiento de

los negocios portuarios; florecían los puertos que vivían de la exportación, del

intercambio (desigual) de productos. Concomitantemente a que se enriquecían

dichos grupos, se arruinaban las incipientes manufacturas locales, abortando

cualquier posibilidad de formación de un “mercado interno”. Las industrias

domésticas, de muy bajo nivel técnico, que habían surgido en los intersticios

del mundo colonial, habían sufrido un pequeño auge en la época de

relajamiento de las cadenas con la metrópoli, en las vísperas de la

independencia. Fue justamente esta industria germinal la que se frustró con la

libre competencia; ésta, inundando con mercaderías provenientes de la

industria europea, ahogó las manufacturas textiles y la producción colonial de

alfarería y objetos de metal de los artesanos. Según Galeano: “Los vaivenes

posteriores en las políticas aduaneras de los gobiernos de la independencia

generarían sucesivas muertes y despertares de las manufacturas criollas, sin la

posibilidad de un desarrollo sostenido en el tiempo” (1973:272).

Antes que la independencia trasladara a Buenos Aires el centro de

gravedad de la vida económica y política de la Argentina, en detrimento de las

provincias del “interior”, aquella zona era la menos poblada y atrasada del país.

A principios de siglo XIX, según este estudio, vivían en Buenos Aires, Santa Fe

y Entre Ríos, apenas una décima parte de la población total. Lentamente, y con

métodos rudimentarios, se había desarrollado una industria local en el Centro y

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en el Norte. En Santiago del Estero y Tucumán (actuales pozos de pobreza),

existían talleres textiles, fábricas de carretas de buena madera, se producían

cigarros y cigarrillos, cueros y suelas. Catamarca producía lienzos de todo tipo,

paños finos; Córdoba fabricaba ponchos, frazadas, zapatos y artículos de cuero

para diversas actividades del trabajo, en buenas cantidades; se había logrado

un desarrollo industrial interesante en la región. En Corrientes estaban las

curtiembres y talabarterías más importantes; de Mendoza provenían millones

de litros de vino de excelente calidad y, de San Juan, más de 350 mil litros

anuales de aguardiente (Cf. Ídem: 275).

Los agentes del comercio inglés, pronto copiaron los modelos de los

ponchos y de los artículos de cuero y los fabricaron en grandes cantidades en

su desarrollada industria textil, utilizando las materias primas llevadas de los

países a los que luego volverían elaboradas. El precio de estos productos era

entre 3 y 4 veces menor que los producidos por la joven industria heredada de

la colonia. De este modo, el libre cambio abortó, siempre, cualquier posibilidad

de desarrollo en la periferia del sistema. La miseria no tardó en llegar a las

provincias del “interior” argentino, las que se levantaron contra la tiranía del

Puerto de Buenos Aires. Los mercaderes habían tomado el poder arrebatado a

España y, a costa de la miseria del resto del territorio, el comercio les permitía

adquirir los más finos artículos producidos en las diferentes latitudes del

mundo. A cambio, Argentina exportaba cueros, sebo, huesos, carne salada,

entre otras especies. El libre cambio hacía crecer y desarrollaba a los

ganaderos de la provincia de Buenos Aires. Luego de un breve tiempo, los

productos ingleses habían inundado la joven nación (Cf. Ídem: 276).

Lo mismo ocurría en Brasil con los productos ingleses, especialmente

después de firmado el Tratado de Comercio y Navegación de 1810, donde los

productos ingleses importados eran gravados con una tarifa menos que los

portugueses. De acuerdo con los relatos del entonces embajador de Estados

Unidos en Río de Janeiro, James Watson Webb:

“En todas las haciendas del Brasil, los amos y sus esclavos se visten con manufacturas del trabajo libre, y nueve décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario para todas las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos de lujo o de uso práctico, desde el alfiler hasta el vestido más caro [...] Gran Bretaña suministra a Brasil sus

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barcos a vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas las ciudades, le construye las vías férreas, le explota las minas, es su banquero, le levanta las líneas telegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles, motores, vagones [...]” (apud Galeano; 1973: 277).

De modo que, la lucha del “libre cambio” contra el “proteccionismo”

expresaba el juego de intereses y las fuerzas en pugna presentes en el ciclo de

guerras civiles argentinas, a lo largo del siglo XIX. A partir de la “revolución de

mayo” y de la “independencia”, Buenos Aires, que para entonces no contaba

más que con cuatrocientas casas, se apodera de la nación. Por ser el “único

puerto”, la totalidad de las mercaderías que entraban y salían debían pasar por

él. La primacía porteña se impuso al resto de las provincias a partir del

monopolio de la renta aduanera, de los bancos y de la emisión de moneda;

prosperaba vertiginosamente a costa de la producción de las provincias.

Además, más de la mitad del excedente apropiado por este “centro”, eran

utilizados para gastos militares en la guerra contra esas mismas provincias, las

que acaban financiando su propio exterminio. Bajo esta dinámica contradictoria

se forma el Estado-nacional de Argentina. Con centro en el Puerto de Buenos

Aires, los comerciantes nativos (asociados a los compradores extranjeros de

materias primas y alimentos) desarrollaron un país a su imagen y semejanza.

Con la independencia reducida a tamaña mezquindad, la manutención del

cuadro histórico no podía haber costado menos ríos de sangre que los que

efectivamente costó.

Pero, resultaría sumamente didáctico resaltar la importancia que el cuero

rioplatense adquiría en el mercado internacional, en una época donde la

química no había conseguido crear el plástico, y los materiales sintéticos no

existían. Por otra parte, la fértil llanura del litoral argentino era un escenario

más que propicio para la producción ganadera en gran escala. Cuando en

1816, se descubre un nuevo método que permite conservar indefinidamente los

cueros por medio de un tratamiento de arsénico, las estancias y los saladeros

de carne se multiplicaron en la región. Las carnes de las pampas argentinas

comenzaron a viajar por el atlántico, hacia el norte. Los impactos en el plano

interno de este ciclo que se abría no se hicieron esperar sobre la población; los

precios de la carne subieron, producto de la grabación impositiva al “consumo

interno”. Para aprovechar al máximo el escenario ventajoso para la exportación

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de carne, y con una demanda externa en ascenso, debía reducirse al mínimo el

consumo interno. Esto generaba conflictos sociales.

Los “gauchos”, por ejemplo, que acostumbraban a cazar libremente los

novillos de cualquier campo, dándole a cambio, al dueño del campo, sólo el

cuero del animal, debieron ser insertados en los engranajes de la producción.

Debieron ser perseguidos y combatidos para lograr someterlos a la nueva

dependencia de tipo servil. Según nos informa este investigador, en 1815 por

decreto se establecía que todo hombre de campo que no tuviera propiedades

sería reputado, legalmente y con papeles, “sirviente”. A la vez, por el mismo

decreto, los “vagos” serían incorporados forzosamente a los batallones de

frontera de las guerras. Así se completaba la tragedia de los criollos pobres que

habían dado su sangre en los ejércitos patriotas de la independencia. Pero esta

desgracia histórica no significa que el gaucho no haya resistido con enorme

valentía a esas férreas tendencias. Desposeído de todo, salvo del coraje y la

gloria, ese gaucho combatió contra los ejércitos bien armados de Buenos Aires.

Tomando una vez más a Galeano:

“La aparición de la estancia capitalista, en la pampa húmeda del litoral, ponía a todo el país al servicio de las exportaciones de cuero y carne y marchaba de la mano con la dictadura del puerto librecambista de Buenos Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la derrota y el exilio, el más lúcido de los caudillos que encabezaron el combate de las masas criollas contra los mercaderes y los terratenientes atados al mercado mundial, pero muchos años después todavía Felipe Varela fue capaz de desatar una gran rebelión en el norte argentino porque, como decía su proclama: ‘ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos’. Su sublevación encontró eco resonante en todo el interior mediterráneo. Fue el último montonero; murió, tuberculoso y en la miseria, en 1870. El defensor de la ‘Unión Americana’, proyecto de resurrección de la Patria Grande despedazada, es todavía un bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho, para la historia argentina que se enseña en las escuelas” (Galeano; 1973: 286-7).

Luego de algunas décadas de guerras civiles, con la unidad nacional

desgarrada, Juan Manuel de Rosas, en 1835 y al frente del gobierno nacional,

intenta reconstruir dicha unidad a través de algunas medidas de tinte

proteccionista referente a la ley de aduanas. Se buscaba proteger y desarrollar

las insipientes industrias regionales; se promovía la conformación de un

mercado interno más extenso e intenso. Los efectos de las medidas

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prontamente se hicieron notar hasta 1852, cuando la derrota de Rosas en

Caseros frente a los ejércitos de Urquiza, lo derribó del poder absoluto que

montara en Buenos Aires.

Ya desde 1845, cuando los buques de guerra ingleses y franceses

destruyeron a tiros de cañón las cadenas atravesadas en los ríos internos más

importantes de Argentina (como medidas que buscaban protegerse de la

penetración económica de esos países), las condiciones para la consolidación

de un proyecto más auto-centrado comenzaron a verse seriamente

cuestionadas. A la invasión extranjera siguió el bloqueo, el cual puso de

manifiesto la inmadurez alcanzada por la industria nativa para sustentar la

totalidad de la demanda interna. El proteccionismo se venía resquebrajando.

Rosas expresaba claramente los intereses de los estancieros ganaderos de la

provincia de Buenos Aires, y no existía ni se había creado una burguesía

industrial en las principales ciudades, capaz de impulsar el desarrollo de un

capitalismo nacional prolífico. Cualquier política industrial sustantiva, para tener

éxito y vigor, debería enfrentarse e imponerse ante el latifundio exportador, el

que nunca dejó de ocupar el centro de la vida económica. Rosas nunca dejó de

representar a los intereses de la aristocracia estanciera de la provincia de

Buenos Aires (Cf. Ídem: 288).

Apenas unos años después de que Rosas fuera derrocado y enviado al

exilio, en la gran Bretaña, donde pasaría pobre sus últimos días, el prócer

argentino Domingo Faustino Sarmiento, junto a otros escritores liberales, veían

en los campesinos pobres de las pampas los vestigios del atraso, la

permanencia de la barbarie frente a la civilización encarnada por la ciudad. En

1861 le escribía al presidente Bartolomé Mitre: “No trate de economizar sangre

de gauchos, es lo único que tienen de humano. Éste es un abono que es

preciso hacer útil al país [...]. No somos ni industriales ni navegantes, y la

Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras

materias primas” (apud Galeano; 1973: 291).

En 1862, Mitre desata una campaña de exterminio contra las provincias

y sus últimos caudillos alzados; para tal, nombra a Sarmiento director de la

guerra, quien dirige las tropas hacia la matanza de esos “animales bípedos de

tan perversa condición” (refiriéndose a los gauchos), a lo largo y ancho del

norte argentino. El “general de los llanos”, el riojano “Chacho Peñaloza”, que

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comandaba uno de los últimos reductos rebeldes contra el puerto de Buenos

Aires, era el blanco principal de tal campaña militar. Se cuenta que le cortaron

la cabeza y la clavaron, en exhibición, en la plaza de Olta. Hoy, los campesinos

riojanos, del alto y de la llanura, huyen de sus aldeas por el hambre; viajan

hasta Buenos Aires a ofrecer sus brazos baratos, y acaban engrosando las

villas miserias de la nueva metrópoli.

La formación del moderno Estado capitalista en “América Latina”

“Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen mas que trincheras de piedra” (José Martí: Nuestra América, 1891).

La formación del estado-nación moderno supone un territorio

determinado y un poder central que pretende organizar y ejercer el control

sobre las poblaciones que allí habitan. Este espacio territorial precisa ir

estabilizándose bajo su nueva forma; precisa poder constituirse como un poder

estable y centralizado, luego de haber triunfado frente a otros rivales que

disputaban ese espacio.

Los Estados-nación modernos, inicialmente, se gestan en Europa a

partir de la emergencia de algunos pocos núcleos políticos que conquistaron su

espacio de dominación y se impusieron sobre los diversos y heterogéneos

pueblos e identidades que los habitaban. En algunos casos – España, por

ejemplo – la experiencia registra la expulsión de los territorios de poblaciones

consideradas “no-deseadas”, las cuales son excluidas de la formación de la

nueva identidad socio-espacial; fueron “limpiadas” de la historia. Por otro lado,

el proceso de centralización estatal que los antecedió fue paralelo a la

“dominación colonial”, que comenzó con América, permitiendo que esos

primeros Estados centrales europeos se constituyan, al mismo tiempo, como

“imperios coloniales”. Puede afirmarse que, en la formación de los modernos

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236

Estados-nación capitalistas se combinan la “colonización interna”, en su

territorio, con la “colonización imperial”, o externa”, de pueblos que tenían otras

identidades y habitaban otra región geográfica. De modo que, el control

territorial de estos Estados-nación, agentes de la “colonialidad” del sistema, se

extiende bien más allá de su propio territorio nacional. Pero, la centralización

del poder político, no obstante, no es suficiente para realizar un proceso de

relativa homogeneización de una población dispersa y muy heterogénea; no

basta para producir una identidad común y una lealtad a la misma.

Tomando la experiencia europea, Francia debe considerarse el caso

más exitoso de nacionalización efectiva, mientras que España sería el menos.

¿Por qué? Porque, de acuerdo con Quijano (2000), España, que en sus inicios

era más rica y poderosa que sus pares, expulsó a musulmanes y a judíos en si

intento de formación como Estado-nación, dejando de ser productiva y

próspera, pasando a convertirse en una correa de transmisión de los recursos

de América a los centros emergentes del capital financiero mercantil (Holanda,

Inglaterra, Francia). A diferencia de estas potencias emergentes, España

quedó sumergida en una estructura señorial de poder y bajo la autoridad de

una monarquía y una Iglesia represivas y corruptas, que, más que dedicarse a

la disputa por el mercado mundial y el control del capital comercial y financiero,

se abocó a la expansión de su poder señorial por Europa.

Así, podría decirse que el colonialismo interno y los patrones señoriales

de poder político y social demostraron ser fatales para la efectiva

“nacionalización” de España. Ese tipo de poder no sólo fue incapaz de sostener

las ventajas de su vasto y rico imperio colonial sino que imposibilitó cualquier

democratización del control del poder, tanto en su territorio como en sus

colonias (ídem: 228).

Francia, contrariamente, democratizando radicalmente las relaciones

sociales y políticas, evolucionó hacia una efectiva “nacionalización” de los

pueblos que habitaban su territorio, al inicio tan heterogéneos como los de

España. Todos los casos de exitosa nacionalización registran la similar

experiencia de un importante proceso democratizador de la sociedad, como

condición básica de su organización política en un Estado-nación moderno

(Ídem: 229).

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237

Deteniéndonos en la experiencia de América, pueden encontrase

diferencias y similitudes entre sus áreas británicas e hispánicas. Las primeras,

desde el comienzo vivieron la ocupación violenta de su territorio. Antes de la

Independencia norte-americana (la Revolución Americana), el territorio

ocupado era muy pequeño y los indios no habitaban allí, o sea, no había

colonización. Cuando es creado el nuevo Estado nación llamado “Estados

Unidos de América del Norte”, los indios no figuraban dentro de esa nueva

identidad; eran considerados extranjeros y más tarde, sus tierras eran

conquistadas y ellos casi exterminados. Sólo después de esto, los

sobrevivientes fueron encerrados en la sociedad norteamericana como “raza”

dominada.

De esta forma, dicho proceso de nacionalización, de democratización

socio-política, excluía a ciertos grupos, los cuales no estaban autorizados a

participar de la vida política. Luego de su viaje por esas tierras, Toqueville

afirmaría que allí estaba justamente el límite principal del enorme proceso de

nacionalización de la joven república de Estados Unidos. Ésta, al mismo tiempo

que ofrecía rápidamente ciudadanía, participación política, derechos civiles a

los inmigrantes blancos que llegaban para poblarla. Discriminaba y excluía de

dichos derechos a los “indios” y a los “negros”.

Por su parte, algunos países del Cono Sur (Chile, Argentina y Uruguay)

presentan, a primera vista, características más o menos similares – en cuanto a

sus formaciones como modernos Estados-nación – a las de Estados Unidos.

Los “indios”, una población poco dispuesta a convertirse en trabajadores

“capitalísticamente” explotados, no fueron incorporados en la “sociedad

colonial”. En estos países, además, los “negros” fueron una población

minoritaria durante todo el periodo colonial, en comparación con otras regiones

dominadas por españoles o portugueses. Al igual que las clases dominantes de

Estados Unidos, aquí se consideró necesario conquistar los territorios que

ocupaban los “indios”, y el exterminio de éstos fue la forma encontrada para

homogeneizar la población nacional para facilitar el proceso de formación del

Estado-nación moderno. En Argentina y en Uruguay, este proceso de

expropiación y exterminio fue concluido a finales del siglo XIX, y estos países

atrajeron a millones de inmigrantes europeos, consolidando la apariencia de

“blanquitud” de sus sociedades.

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238

No obstante, la diferencia fundamental de estos países del Sur con

Estados Unidos consiste en la distribución de la tierra que fue realizada. La

extrema concentración de la tenencia de la tierra – especialmente de aquellas

conquistadas a los “indios” – hizo imposible cualquier democratización de las

relaciones sociales entre los propios “blancos”. Más que una sociedad

democrática, basada en un Estado democrático, en Argentina se constituyó

una sociedad y un Estado-nación oligárquicos, que sólo fue desmantelado

parcialmente luego desde la II Guerra Mundial (Ídem: 231). El antiguo

“Virreinato del Río de La Plata” sólo emergió a fines del siglo XVIII como un

área próspera del mercado mundial, y en el siglo siguiente propició una masiva

inmigración de diferentes espacios de Europa, hasta tal punto que, por ejemplo,

Buenos Aires, para finales del siglo XIX, estaba formada por un 80% de

inmigrantes de origen europeo.

Estos inmigrantes, al llegar, no encontraban en estas pampas una

estructura social y política bien consolidada. Al mismo tiempo que aquí no los

esperaba una identidad para acogerlos, rechazaban cualquier cercanía con la

población indígena. Así, tardaron mucho tiempo en formar una identidad

nacional propia, culturalmente diferente de la europea. Hasta entrada la

segunda década del siglo XX, la enorme mayoría se consideraba un “europeo

exiliado en estas salvajes pampas” (Ídem: 232). En Chile y Uruguay, la

concentración de la tierra fue igualmente fuerte, pero la diferencia se marca en

que los inmigrantes europeos encontraban una sociedad, un Estado, una

identidad ya suficientemente densas y constituidas, a las cuales incorporarse y

con las cuales identificarse.

De acuerdo con la hipótesis de Quijano (2000), la formación del Estado-

nación en el Cono Sur latinoamericano se llevó a cabo no a partir de un

proceso de “descolonización”, de democratización de las relaciones sociales,

sino a base de la eliminación, de la exclusión de una parte de la población. Por

esto, la democracia alcanzada por el Estado-nación en estas áreas no podía

ser, de ninguna forma, estable. Para este autor, la “colonialidad del poder” –

que tiene en sus raíces la idea de “raza” –, que resulta de la “perspectiva euro-

céntrica”, provocó que la burguesía señorial latinoamericana haya sido

enemiga de la democratización social y política, como condición de la

formación de la nacionalidad y del Estado. De este modo, la trayectoria hacia la

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239

“nacionalización”, en nuestra América, se ha revelado imposible de ser

completada (Ídem: 233). Lo que equivale a reconocer el carácter conservador

que constituye a los procesos de conducción “por lo alto” de los momentos de

transformación social y de constitución del propio Estado (con exclusión de las

clases subalternas de compromisos estables), configurando determinadas

particularidades al dominio de clases en estas formaciones económico-

sociales.

En el caso de Brasil, los “negros” eran esclavos y la mayoría de los

“indios” eran pueblos que habitaban la Amazona, considerados “extranjeros”

por el nuevo Estado-nación. En países como México o Bolivia, donde la

población estaba constituida por una enorme mayoría de indios, negros y

mestizos, los procesos de “descolonización” del poder y las relaciones sociales

recorrieron un buen trecho, hasta ser contenidas y posteriormente derrotadas,

quedando bajo el control de la minoría “blanca” de la nueva estructura de

poder: el Estado-nación. Así, los procesos de “nacionalización” de estos países

fueron limitados y muy parciales.

Seguramente, las dos primeras derrotas fundamentales de estos

procesos más democráticos, característicos de la formación más “clásica” del

moderno Estado capitalista, se constituyan con la rebelión de Tupac Amaru,

con los (“indios”) Incas del Perú, en 1780, y la Revolución de los “Jacobinos

negros” de 1802 en Haití. Desde entonces, en todas las demás colonias

ibéricas, los grupos dominantes tuvieron éxito en evitar la “descolonización” de

la sociedad, sin dejar de luchar por la independencia nacional y el control de

ese Estado “independiente”. El problema, en verdad, está en el hecho de que

estos Estados no pueden ser considerados ni “nacionales”, puesto que

representan los intereses de la minoría “blanca” y no de los otros grupos – a

veces claramente mayoritario –, ni mucho menos “democráticos”, puesto que

se fundan en la dominación colonial de “indios”, “negros” y “mestizos”. De este

modo, se forma una aparente paradoja de “Estados independientes” y

“sociedades coloniales” (Ídem: 234).

Esta “minoría blanca” en el control de los Estados independientes, no

tenía ni sentía ningún interés común con los “indios”, “negros” y “mestizos”. Sus

privilegios, justamente, siempre se basaron en su dominación/explotación, lo

que impedía la formación efectiva de un interés nacional entre conquistadores y

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conquistados, entre “blancos” y “no-blancos”. Esto hacía que, mientras que en

Europa y Estados Unidos la relación del capital se expandía como eje

articulador de la economía y de la sociedad, el “Señorío blanco”

latinoamericano estaba imposibilitado de hacerlo por la inviabilidad de la

formación de un mercado de trabajo “asalariado” que les permitiera “acumular”

las enormes cuantías de capital comercial que controlaba. La “libertad” del

trabajo destruía la servidumbre, un trazo esencial de su señorío.

De modo que, más que seguir el camino de los Estados que se estaban

modernizando, estos capitales se canalizaban en consumo suntuoso de

mercancías producidas en Europa por parte del “señorío latinoamericano”.

Éste, ya era dependiente de la burguesía europea; se identificaba más con sus

intereses. La “colonialidad del poder” los llevaba a percibir que sus intereses

sociales eran iguales a los de los otros “blancos” dominantes en Europa y en

Estados Unidos; pero, a la vez, esa realidad no les permitía desarrollar sus

intereses sociales al modo de sus pares europeos (ya capitalistas industriales),

y les impedía convertir su “capital comercial” (producido a través de la

servidumbre, la esclavitud, la reciprocidad, etc.) en “capital industrial”. Liberar a

los siervos y esclavos, convertirlos en asalariados y crear el mercado interno

nacional, implicaba el fin de la dominación colonial. Y, sin la realización de sus

“tareas históricas”, la elite dominante latinoamericana no tenía otra posibilidad

más que convertirse en socia menor, dependiente, de las burguesías europeas.

La subordinación parecía obedecer más a una comunidad de “intereses

raciales” (Ídem: 236).

Esto significa, de acuerdo con Quijano (2000), que la “colonialidad del

poder”, basada en la idea de “raza” como instrumento de dominación, ha sido

siempre un factor limitante de los procesos de construcción del Estado-nación

en América Latina. El grado de esa limitación, hasta la actualidad, depende de

la proporción que representan las “razas” colonizadas al interior del territorio

nacional, de la densidad de sus instituciones socio-culturales. Por esto, en esta

clave de interpretación, la “colonialidad del poder”, establecida sobre la idea de

“raza”, se constituye, como un problema fundamental de la llamada “cuestión

nacional”.

De acuerdo con esta hipótesis, en América Latina las clases sociales

tienen “color”; la explotación requiere dominación y la “raza” es un instrumento

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muy eficaz para tales fines. Los procesos de Independencia nacional, sin

descolonización de la sociedad, no representan más que una rearticulación de

la colonialidad sobre nuevas bases institucionales. Desde entonces, a ya más

de 200 años, se viene luchando por avanzar en este proceso de

“nacionalización efectiva” y “democratización” de nuestros Estados y

sociedades, como único medio de lograr una “homogeneización” nacional entre

los grupos de existencia social europeas, nativos, africanos y no-europeos. Lo

que se ha podido avanzar en términos de derechos civiles y políticos, en la

necesaria distribución del poder en las últimas cuatro décadas, viene siendo

arrasado por el proceso de reconcentración del control del poder en el

capitalismo mundial.

3.2. Pensamiento crítico en Nuestra América

3.2.1. Para una critica de la “modernidad euro-céntrica”

Tal vez, las investigaciones históricas del inglés Fernand Braudel,

especialmente sus estudios de 1949 sobre El Mediterráneo y el mundo

Mediterráneo en la Época de Felipe II, sean uno de los intentos más

importantes por rescatar las “particularidades” históricas presentes en la

escena mundial en la génesis del orden social capitalista. En ese marco,

preocupado en rescatar los procesos particulares, este autor acuña el concepto

de sistema-mundo, desde una clara reivindicación del punto de vista de la

totalidad. Confrontándose con las perspectivas lineales, evolucionistas de la

historia, Braudel buscará explicar la formación del moderno sistema-mundo

capitalista a partir de las peculiares relaciones entre sus múltiples

procesualidades particulares (Cf. Gruner: 2005).

Su obra fundamental: Le Temps du Monde, de 1979, contiene los

presupuestos teóricos de lo que denomina economías mundo, y la distinción

conceptual entre éstas y la economía mundial. Mientras la primera expresión es

utilizada para referirse a la totalidad del mundo, geográficamente considerado –

léase el mercado mundial capitalista –, la segunda estará reservada para

señalar cualquier región particular del planeta, orgánicamente unida por

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242

determinados vínculos de intercambio, económicamente autónoma y capaz de

auto-abastecerse (ídem).

De acuerdo con sus estudios, el mundo pre-capitalista revela la

existencia de diferentes economías-mundo conviviendo “paralelamente”, sin o

con escasas relaciones entre sí. En este sentido, podría decirse que existían

economías-mundo pero no una economía mundial, en tanto “sistema mundial”.

El mundo pre-moderno no presenta un sistema-mundo con vocación de

mundialización, de universalización. Esto ocurrirá con (y “gracias” a) América,

con su “descubrimiento”, conquista y colonización. De modo que ésta tiene un

protagonismo central en la formación del ámbito histórico donde germina el

sistema capitalista. Por esto, a partir de América, “gracias” a su “contribución”

al desarrollo de la modernidad capitalista y de sus consecuencias en todos los

ámbitos de la vida, la historia se unifica, se torna la historia (Cf. Quijano; 2000).

Esta distinción es importante porque permite captar la diferencia cualitativa

existente entre el sistema-mundo capitalista y sus predecesoras economías-

mundo o sistemas-mundo. Es decir, la peculiaridad del capitalismo83.

En tanto régimen de producción-reproducción material de la vida social,

y por su lógica inherente, la misma reside en el hecho de que éste se

constituye como el primer orden social que ha tenido éxito real en

mundializarse efectivamente. O sea, es la primera economía-mundo con

capacidad para absorber, en su ascenso histórico, al conjunto de los “sistemas-

mundo” que se presentaban como sus contemporáneos, y combinarlos

desigualmente en una estructura de poder y de producción. La economía-

mundo capitalista en germen, originariamente situada al norte de Italia: el

“mundo mediterráneo” (objeto del análisis de la primera obra citada de

Braudel), se transformará en la primera economía mundial. El sistema-mundo

que logró transformarse plenamente en sistema mundial.

83 A partir de la transición al modo de producción capitalista, y a medida que se asienta como dominante, casi todos los rincones del planeta comenzarán a formar parte de un complejo de relaciones que iría a integrarlos como totalidad. De este modo, ”gracias a América”, el conjunto de las diferenciadas economías-mundo pre-existentes, se articularían de un modo particular, pasando a ser unidades productoras-reproductoras de una nueva y pujante unidad compleja. Hasta entonces, dirá Quijano, la historia no podía ser pensada como una totalidad compleja, abierta, auto-determinada, constituida a partir de una combinación peculiar entre sus partes constitutivas.

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243

Inspirado por estos estudios históricos y preocupado por cierta lógica

“positivista” y “lineal” infiltrada en el llamado “pensamiento crítico”, se encuentra

el trabajo de Immanuel Wallerstain. Este pensador rescata la “teoría del

sistema-mundo” de Braudel como “clave heurística” capaz de explicar el

surgimiento del “capitalismo histórico”, más allá de las perspectivas

reduccionistas y/o evolucionistas muy presentes en el pensamiento social de

nuestro continente – incluso en el llamado “progresismo” y en la “izquierda”. En

síntesis, podría decirse que el centro de las preocupaciones de Wallerstain

(aunque no es una exclusividad suya) está en una teoría capaz de explicar la

génesis histórica del capitalismo más allá de las perspectivas “euro-céntricas”

dominantes en la teoría social.

Para el autor, tal perspectiva de análisis es visiblemente parcial y

mistificadora, puesto que esconde las determinaciones efectivas de lo social

concreto, una vez que su concepción de totalidad resulta de la “prolongación”

histórica del desarrollo particular de alguna de sus partes al conjunto. Esto es,

se critica la presencia de una lógica y un movimiento de generalización lineal,

de imposición forzada, de una particularidad como universal – lo que tiende a

eliminar las contradicciones efectivamente operantes en la procesualidad

histórica, proyectando una imagen distorsionada, formal y superficial de lo real.

De acuerdo con el análisis de Wallerstain, este evolucionismo lineal que

porta la perspectiva “euro-céntrica” se revela claramente en la concepción (por

cierto, falsa) que considera el desarrollo del centro del sistema como el estadio

civilizatorio más avanzado, al que los países o regiones “atrasadas” deben

llegar si quieren subirse en el “tren de la historia”. Este problema va más allá de

lo heurístico; el llamado euro-centrismo tiene implicaciones políticas.

La crítica al “pensamiento euro-céntrico” se basa en el hecho de que la

perspectiva evolucionista perpetúa una visión unilateral del proceso histórico,

unidimensional y lineal, que opera interdictando las posibilidades crítico-

reflexivas de la totalidad, obturando las posibilidades de captar la efectividad

del desarrollo desigual y combinado subyacente, propio del sistema-mundo del

capital.

A través de esta operación teórico-ideológica, la historia del centro ha

sido “extendida” al resto – particularmente a las periferias –, que debe vivenciar

su historia al modo de una réplica, problemáticamente demorada, de la historia

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del centro (en el mejor de los casos; en el peor, serán considerados regiones

“bárbaras”).

De modo que, la crítica al carácter euro-céntrico de la teoría social

hegemónica tiene fundamentos ontológicos profundos para Nuestra América,

mucho más allá que una estrecha reivindicación “provinciana” o “particularista”,

tan en boga en estos tiempos. En este sentido, lejos de cualquier rechazo a “lo

europeo” en general, como muchas veces se piensa, se busca romper con

aquélla peculiar concepción de historia que, como fue dicho, no es un mero

análisis equivocado sin consecuencias prácticas. Como acabamos de señalar,

su función ideo-política se estructura en función de legitimar lo dado – sea

justificando los “excesos inevitables” (los “costos necesarios del progreso”), sea

para construir hegemonía en torno de una determinada cosmovisión del

mundo.

El relato histórico euro-céntrico parte del supuesto de que la base de la

hegemonía europea en la génesis de la modernidad capitalista se debe a

ciertos atributos “exclusivos” de esta región, indiscutiblemente “buenos” y

“civilizatorios” para la humanidad, “superiores” a los de cualquier otro pueblo o

cultura existente. Europa es, para el relato euro-céntrico, efectivamente el

centro del mundo. La convicción en esta “superioridad”, de ser lo más

avanzado, irá consolidando un tipo “abstracto” de universalismo que se tornará

un pilar ideológico fundamental para la manutención del sistema como un todo.

Las invenciones de la moderna Europa, son válidas, necesarias y deben ser

deseadas por cualquier comunidad o cultura que se pretenda civilizada. Así, la

“civilización occidental” se torna la civilización, y el desarrollo se concibe como

el proceso por medio del cual todas las culturas deben “alcanzar” la

modernidad europea occidental, léase capitalista.

En este sentido, Quijano (2000) entiende que el euro-centrismo produce

una “colonialidad del saber y del poder”, puesto que es un complemento

necesario de la dominación económico-material del sistema mundo capitalista.

El capitalismo lo requiere para legitimarse ideológicamente, para justificar su

posición de polo dominante ante todo lo exótico, lo primitivo, lo bárbaro. Para

este autor, es en el proceso de consolidación del centro capitalista como poder

dominante, para legitimar la opresión necesaria del “otro”, que se diseña la

perspectiva euro-céntrica. La misma, se torna rápidamente un elemento

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ideológico importante de la modernidad capitalista, porque presenta una lectura

de la historia a la medida de las exigencias del poder hegemónico – el cual

necesitaba complementar su expansión, como modo de producción dominante,

con una legitimación ideológico-cultural84.

Así, en nombre del “progreso” y de la civilización occidental, y bajo la

“oportuna” bendición de la “Santa Iglesia Católica”, los más terribles genocidios

y etnocidios que la historia de América registraron, “debieron” ser realizados.

De esta forma, así como la civilización (la modernidad capitalista) “debía”

inculcarse a los “bárbaros”, el progreso (capitalista moderno) debe imponérsele

al mundo “atrasado” (Cf. Gruner; 2005: 7-8 y ss.).

En síntesis, la perspectiva euro-céntrica considera que el centro es como

el punto cúlmine de la historia; su conclusión necesaria. Se imagina la

expresión más “alta”, más acabada de un proceso civilizatorio que se había

iniciado con los griegos y con ellos se completaba. El lugar de la totalidad

dinámica, rica en contradicciones, era ocupado por una parcialidad (el centro)

que se proyectaba como la civilización universal de aquella historia “necesaria”.

Dicha proyección seudo-universalista impuesta como real “verdadero”, rellena

los cimientos (falsos) del edificio capitalista moderno.

Contrariamente a esto, la perspectiva que orienta nuestra reflexión

pretende edificarse desde un punto de vista efectivamente totalizador; una

perspectiva mundo-céntrica, podría decirse. Esto es, no se trata de despreciar,

el papel particular jugado por Europa en la formación del sistema mundo

capitalista. Más bien, la cuestión es situarlo históricamente, desde un punto de

vista que recupere el movimiento efectivo de la totalidad dinámica – el sistema-

mundo del capital –, para desde allí explicar las relaciones efectivas

establecidas con sus particularidades, y el papel de cada una de éstas en su

formación histórica.

En este sentido, dirá Gruner:

84 Como consecuencia de dicha legitimación del sistema-mundo capitalista se impone, por la vía de una filosofía euro-céntrica de la historia, una noción unilateral del “progreso”, desde la cual se ha buscado justificar la “barbarie” contenida en el proceso de colonización de las periferias – “barbarie necesaria” (los “costos inevitables de todo avance civilizatorio”), indispensables para el establecimiento de las condiciones propias del régimen capitalista de producción.

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“La estructura de la génesis del capitalismo es sincrónica: articula tiempos históricos diferentes en una simultaneidad que hemos denominado ‘desigual y combinada’; por otro lado, la génesis de la estructura del nuevo sistema-mundo capitalista es dialéctica: no es que hay ‘formaciones’ preexistentes que, por x razones, se ponen en relación, sino que es la relación la que explica el propio origen de esas formaciones, por ejemplo, como ‘centros’ y ‘periferias’” (ídem: 9).

El punto de vista de la totalidad, en su dinámica contradictoria, permite

comprender los papeles asignados / asumidos / construidos por las diferentes

particularidades. Nos interesa pensar América Latina a partir del análisis de

esta “totalidad”, la cual contiene una infinidad mayor de determinaciones que la

“historia de los vencedores”. De modo que, para un pensamiento desde la

periferia latinoamericana, la superación del euro-centrismo comienza por el

examen crítico de su propia alineación, con la “auto-reflexión crítica” sobre su

identidad, lo que implica comprender el papel de estas regiones en el

“desarrollo” histórico total. La lucha ideológica para la superación de nuestra

propia “colonialidad” del saber y del poder de que habla Quijano, impuesta

como regla en el pensamiento latinoamericano en los últimos 500 años, es una

precondición indispensable para pensar (con “cabeza propia”) en una

emancipación efectiva.

Por esto, darle la palabra a nuestra América significa recomponer el

pensamiento de la totalidad contradictoria constituida por el sistema mundo

capitalista, como punto de partida de nuestra propia auto-comprensión. Trabar

esa lucha, sin concesiones, se torna estratégico para las fuerzas críticas (tanto

del centro, como de las periferias), puesto que es más necesario que nunca

dejar de ser lo que somos, para ser cada vez más lo que queremos ser.

Del capitalismo “idílico” al “capitalismo histórico”

Desde este punto de vista, entendemos que la llegada de los

conquistadores a las costas de nuestro continente, hace ya más de cinco

siglos, da inicio a un impresionante proceso social esencialmente caracterizado

por ser el primero en presentar un carácter verdaderamente “universalizante” –

aunque no en realizarlo plenamente. El “descubrimiento” del América (el otro)

permitió, además del no sin bastante cinismo llamado “encuentro de culturas”,

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la génesis de lo que se convertiría en el proceso civilizatorio más agregador de

la historia. Por primera vez se presentan las condiciones objetivamente

necesarias para la realización universal del ser social.

En otros términos, con el llamado “descubrimiento de América”, su

conquista y colonización, comienza a diseñarse un orden social que, desde sus

primordios, muestra enormes impulsos de expansión. Auto-alimentándose de

sus energías productivas, progresivamente va cobrando una fuerza y un vigor

suficientes para constituirse en sistema-mundial. El impulso adquirido por las

nuevas relaciones (destacándose las económicas); la emergencia y el

desarrollo de nuevas ideas y modernos valores; la multiplicación geométrica del

área comercial, de “los negocios” – el llamado Comercio Atlántico o Triangular

–, son todos momentos que, indudablemente, están presentes como

determinaciones fundamentales en la génesis del socio-metabolismo del

capital.

Será como resultante del peculiar relacionamiento establecido con

América y África, que algunas regiones, luego países, de lo que más tarde será

conocido como Europa (Occidental), se constituirán en los centros dinámicos

del nuevo sistema-mundo. En este sentido, puede afirmarse que América

desempeña un papel fundante para la “nueva época” societaria que se abre

para la humanidad. Un nuevo universo de ideas, de valores, de relaciones y de

prácticas implicará la mutación general del conjunto de las referencias

societarias. Nace la modernidad y, junto con ella, emerge el modo de

producción capitalista.

Según el análisis de Casullo (1993), lo que podría llamarse “condición

moderna”, inicia su itinerario con el llamado Renacimiento, en los siglos XV y

XVI, y es formulado como una “ideología” que exalta la libertad y la

individualidad creadora. Valientes incursiones hacia territorios del saber hasta

entonces prohibidos por el poder teocrático son realizadas, generando

radicales transformaciones que serán preanunciaciones de la nueva y

revolucionaria cultura burguesa. La emergencia del individuo; de un sujeto

camino a su autonomía de conciencia frente al tutelaje de Dios; del “libre

albedrío”; del poder de decidir y transformar a voluntad; de la experimentación

científica frente a los dogmas eclesiales; del conocimiento humanístico de la

naturaleza, regido por ansias de aplicación, de utilidad y hallazgo de verdades

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terrenales, etc., todos esos trazos constitutivos de la naciente modernidad,

implicarán un trastrocamiento radical del ambiente socio-cultural de las

regiones involucradas (Casullo: 1993)85.

Sin embargo, el siglo XVII comenzará a mostrar, en el propio centro de

la modernidad, la emergencia de problemáticas que van a anticipar las crisis

propias de la nueva época, las cuales, como vimos, son resultantes del propio

desarrollo de las contradicciones inherentes al sistema-mundo capitalista y

moderno. Será ese, un siglo de intensas revoluciones en Inglaterra, las cuales

terminarán siendo más tarde el trasfondo motivador del llamado “Siglo de las

Luces”86.

Por otra parte, paralelamente, se va constituyendo la perspectiva euro-

céntrica de la modernidad, la cual, de acuerdo E. Dussel (2000), se basa en la

“confusión” (generalmente intencionada) de universalidad abstracta con

mundialidad concreta realizada por los dictámenes del capital, productora y

responsable por el pleno capitalismo que vivimos87. En este sentido, cuando

hablamos de la existencia efectiva de una modernidad capitalista, se buscan

evidenciar justamente las contradicciones refractadas por la legalidad peculiar

85De acuerdo con Casullo, la modernidad nos trae un itinerario sustentado en los principios de autonomía moral del hombre, que cuestiona toda autoridad externa cercenadora de sus potencialidades. A partir de ese nuevo estado de conciencia sobre la historia nacen las visiones del progreso espiritual de la humanidad y se da la recuperación del hombre para una historia que, desde ahora, se define en la tierra – gracias al descubrimiento y confianza en la calidad emancipatória de la razón. Son promovidas las ideas sobre el progreso, sobre la posibilidad de emancipación, sobre el sujeto que genera significados; lo histórico deja de ser un paréntesis irracional, leído desde una “oscura racionalidad divina”.

86 Para este mismo autor, la Revolución Inglesa había traído la experiencia de democratización del orden social a través de la secularización de la política. Por su parte, el racionalismo filosófico francés, con su sueño “enciclopedista” reformador y su esclarecimiento, por medio de la articulación de las ciencias, las artes, la técnica y el trabajo, nos convence de que es el presente – y ya no el pasado clásico – la edad de oro del espíritu.

87 En sus estudios críticos sobre la génesis histórica de la modernidad y sus relaciones con América Latina, el filósofo Enrique Dussel (2000) afirma que la teoría social hegemónica sobre la constitución histórica de la modernidad casi siempre acepta como cuadrante el esquema (mistificador) de interpretación basado en la secuencia lineal: Renacimiento italiano - Reforma e Ilustración alemana – Revolución burguesa Inglesa y Francesa; esto es: Italia en el siglo XV; Alemania en el XVI-XVIII); Inglaterra en el XVII; Francia en el siglo XVIII. Tales interpretaciones históricas, porque se basan en indicaciones puramente “europeas” para explicar la génesis de nuestra época societaria, forman parte de la visión “euro-céntrica” de la historia. La misma, puesto que afirmada sobre fenómenos exclusivamente internos de Europa, considera que su desarrollo posterior no precisa más que el análisis del “centro” para ser explicado. Del resto, esto es, la enorme mayoría socio-geográfica del mundo, que forma las periferias del sistema, no debe esperarse más que una repetición tardía de la trayectoria de los más “desarrollados”.

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del capital – la cual, por esencia, implica límites insuperables para la

materialización de varios de los postulados modernos fundamentales. Más que

un “tipo ideal” de modernidad, pensamos en una “modernidad histórica”,

concreta y en proceso, que contiene y puede superar al orden social capitalista,

en los marcos de una historia que está abierta e inconclusa88.

Desde la perspectiva de Dussel (2000), se trata de realizar

históricamente, efectivamente, la modernidad; de radicalizar sus fundamentos y

efectivar sus principios; de rescatar el núcleo racional que se encuentra en la

profundidad de lo moderno y convertirlo en historia real; de reorientar su actual

desarrollo hacia una emancipación auténtica, hacia la verdadera universalidad

del ser social.

En este sentido, se entiende que el universalismo moderno ilustrado, en

verdad, presenta intenciones de confrontar y desplazar el imperio de los

particularismos y de los privilegios, propios del orden pre-capitalista; por esto,

va a enfrentarse tanto a las posiciones de la aristocracia, como de la Iglesia.

Por ejemplo, las nociones de ciudadanía, igualdad civil, derechos civiles

universales, promulgados por la Revolución Francesa, así como la propia idea

de Estado-nación, son identidades que trascienden los particularismos del

parentesco, del status feudal. Sin desconocer sus límites – claramente

evidenciados en episodios como la revolución de Haití de inicios de siglo XIX –,

podría decirse que la clásica revolución de la burguesía francesa (ciertamente

heredando muchos elementos de la inglesa) es portadora de un universalismo

emancipatório que la trasciende, esto es, que no cabe en los estrechos límites

del capitalismo histórico bajo los cuales se realiza – cuestión que, a la vez, abre

la posibilidad de la crisis, o sea, de su re-apropiación, profundización y

88 Por otra parte, esto no debe inducir a pensar en términos de un “optimismo” histórico sin bases materiales, como si la historia, en sí misma y necesariamente, se desarrollaría, evolucionaría hacia grados más elevados de emancipación humana. Actualmente, y desde sus inicios, el sistema del capital y su socio-metabolismo peculiar han demostrado una enorme capacidad de destrucción, esto es, han desarrollado potentes tendencias destructivas e irracionales (baste con observar las dimensiones catastróficas del potencial destructivo de la industria bélica en nuestros días, que presenta efectivamente la amenaza de la destrucción total; o la “suicida” e inevitable – desde los cuadrantes del capital – depredación del medio ambiente, especialmente en las ultimas cuatro décadas). Por esto, decimos que no hay determinismos inexorables en la historia social; no existen movimientos progresivos “necesarios”; no hay linealidad civilizatória históricamente ascendente, ni progreso emancipador garantizado.

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radicalización por fuerzas más democráticas y revolucionarias que la propia

burguesía.

Por su parte, en la Inglaterra del siglo XVIII, distintamente de la Francia

de la Ilustración, se está gestando el capitalismo industrial sobre la base de su

ideología característica: la del “desarrollo” – no precisamente el de la

humanidad, sino, de la “propiedad privada”. La preeminencia de valores como

productividad y ganancias; el desarrollo técnico visto como clave para el

progreso; los influjos desatados por la revolución industrial, entre otros

procesos, implicarán la subordinación de todos los valores humanos a la lógica

capitalista, encontrando tal vez su formulación teórica más importante y

sistemática en la obra de Locke.

Así, con la consolidación del comercio atlántico y su desigual

combinación peculiar, se presentan las condiciones para dar unidad a la

historia mundial, como una historia. Esto es, dicho proceso es entendido como

un momento fundamental, fundacional de la época moderna, que se

desarrollará y definirá momentos históricos diversos. Una segunda etapa o

momento en la modernidad podría reconocerse. El mismo está

fundamentalmente caracterizado por la Revolución industrial del siglo XVIII y la

Ilustración, que profundizan y amplían el horizonte abierto a finales del siglo

XV. A partir de entonces, paulatinamente Inglaterra capitaliza los remanentes

del llamado comercio triangular (Europa – América – África) y se coloca,

progresivamente, como potencia hegemónica – desplazando a España y

Portugal, subordinándolas a la condición de “semi-periferias”. Así, al calor del

desarrollo de la industria y de la acumulación capitalista, Inglaterra asumirá el

“comando” de la historia, reinando desde la segunda mitad del siglo XIX, hasta

los preludios de la segunda guerra mundial.

No obstante, el proceso se realiza de modo contradictorio. Según

Quijano (2000), las determinaciones que acompañan la consolidación del

capitalismo como orden social totalizante, expansionista, implicará, por el

mismo movimiento histórico, que dichos procesos sociales se efectúen en los

marcos de relaciones sociales de explotación y dominación, abriéndose un

campo de conflicto por los medios, los fines y los límites de esos procesos.

Para los dominadores, son el capital y el mercado quienes determinan

esos límites y legitiman los medios empleados. Para los explotados y

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oprimidos, es verdad que la modernidad generó un horizonte de liberación de

las relaciones y estructuras de dominación, aunque también lo es que generó

las condiciones para profundizar esas mismas estructuras de explotación. Así,

desde esta perspectiva, la modernidad se configura y está atravesada por los

conflictos producidos por intereses sociales divergentes y antagónicos de las

clases, por lo que concordamos que todo concepto de modernidad es

necesariamente crítico, ambiguo y contradictorio.

En este marco, puede afirmarse que la modernidad en América Latina,

más que un estado que nos llega tardíamente en el siglo XIX, irrumpe y tiende

a imponerse en estas pampas desde el inicio mismo del sistema-mundo del

capital, con el proceso de “acumulación originaria”. Desde esta perspectiva, la

historia mundial es entendida como un acontecimiento que nos absorbe y

supera, y cuyo “centro” – tanto hoy, como en su origen – precisa reproducir esa

“condición de periferia” del otro, en lo posible otorgándoles el papel de

participante sordo, ciego y mudo de la escena. Por esto, así como sin

“descubrimiento” y conquista de América no puede explicarse la formación de

la modernidad capitalista, de igual modo, la particularidad de la modernidad

latinoamericana no puede comprenderse sino desde ésa específica fisonomía

histórica – resultantes del papel impuesto / asumido en el sistema mundo del

capital –, en tanto modernidad periférica.

Si por un lado la modernidad tiene un núcleo racional fuerte, que eleva a

la humanidad de su “minoría de edad”, por otro, es portadora también de un

proceso irracional que se oculta a sus propios ojos. La civilización moderna

históricamente hegemónica, dirá Dussel (ídem), que se considera abiertamente

superior, sentirá la “obligación moral” de civilizar a los primitivos, a los

bárbaros. Si hay resistencias al avance civilizatório, en ultima instancia, es

legítimo apelar a la violencia, la cual queda plenamente justificada con la

guerra justa colonial, por ejemplo89.

89 El civilizador, como héroe, inviste a sus victimas con el carácter de un sacrificio redentor, que no significa otra cosa que la culpabilización del “bárbaro” que se resiste al proceso civilizador. Así, la “Modernidad” aparece no sólo como inocente, sino, además, como plenamente emancipadora. Desde este carácter “civilizatório” absoluto de la Modernidad, se interpretan como inevitables los “sacrificios” (costos) de la modernización de los pueblos “atrasados”, inmaduros, para usar el lenguaje de la naturaleza; de las otras razas “esclavizables”, del otro sexo por ser “débil”.

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Llegado a este punto, si se pretende la superación de la modernidad

histórica (capitalista), será necesario asumir y dar voz al otro, al lado oculto

pero indispensable de la relación; la cara negada, victimada, que, antes de que

sea demasiado tarde, debe saberse víctima inocente (ídem). Cuando es

negada críticamente la inocencia de esta modernidad capitalista se descubre

su otra cara, oculta pero esencial, el mundo periférico colonial, el indio

sacrificado, el negro esclavizado, la mujer oprimida, la cultura popular alienada,

o sea, las víctimas del lado irracional de la modernidad histórica, y su

realización parcial se torna su verdadero “drama existencial”.

En síntesis, la modernidad capitalista porta un carácter contradictorio

intrínseco, y va a tejerse como un proceso que combina trazos efectivamente

emancipatórios con otros verdaderamente “barbarizantes”. Gradualmente, va a

consolidarse “globalmente”, dando lugar a indiscutibles progresos, aunque sin

lograr superar un tipo de universalización que podríamos caracterizar como

truncada. En otras palabras, no obstante sus “avances civilizatorios”, el proceso

se realiza produciendo momentos significativos de barbarización de la vida

social, resultado del propio desarrollo de las relaciones sociales propiamente

capitalistas. La civilización moderna “libera” al individuo, pero no a todos ellos;

va a producir bienes más ampliamente que ningún otro modo de producción de

la historia; sin embargo, enormes contingentes humanos continuarán muriendo

a causa de la miseria más paupérrima y la súper-explotación de la fuerza de

trabajo.

Por otra parte, cabe alertar aquí sobre lo problemático de operar una

“identificación absoluta” entre capitalismo y modernidad, puesto que dicha

operación tiende a solapar la especificad del capitalismo. En este sentido,

según Wood (1998), el capitalismo emerge apenas como uno de los resultados

históricos posibles del acontecer socio-humano. Lo que se pierde al identificar

capitalismo y modernidad, es la problematización de que el primero se

configura como una oportunidad y no como una necesidad histórica. Una visión

del desarrollo histórico, como sucesión de etapas, omite y minimiza, según la

autora, la distinción profunda entre sociedades capitalistas y no-capitalistas. La

dialéctica de lo desigual y combinado se diluye y el capitalismo real se torna

“invisible”.

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La complejización del concepto de modernidad, permite dar tratamientos

de análisis diferenciados (modernidad/capitalismo) y específicos, pudiendo

negar algunos de sus elementos, aunque no necesariamente rechazarlo como

un todo (ídem). Muchos de los principios del proyecto de la Ilustración, para la

autora, serían más pertinentes a una sociedad no-capitalista; muchas de sus

posturas tienen raíces en formas sociales de propiedad no capitalistas y formas

sociales de organización que no se encuentran determinadas por la esencia

capitalista de máxima ganancia.

Desarrollo desigual y combinado: base fundante de la relación del capital

En sus estudios sobre el moderno sistema-mundo capitalista

Wallernstain sostiene que éste emerge como resultado histórico concreto de la

crisis Feudal en Europa, al mismo tiempo que marca una discontinuidad

esencial con dicho orden social. Procesualidades engendradas al calor de tan

novedosas y concretas peculiaridades históricas fueron las que posibilitaron

que Europa occidental se alzase como polo hegemónico mundial entre los años

1450 y 167090. Para el autor, luego de la expansión (tanto poblacional, como de

las redes comerciales internas) experimentada por el sistema feudal en los

años 1150 a 1300, en el periodo 1300 a 1450 se produce un profundo

retroceso de su ciclo económico que provoca una crisis severa en ese sistema.

La “salida” encontrada para dicha crisis se constituirá en el “sistema-mundo

capitalista”, a partir del desarrollo de determinadas condiciones pre-existentes.

Así, el moderno sistema mundo representa un “salto cualitativo” respecto a los

sistemas mundo que le precedieron, los cuales son sus antecedentes históricos

inmediatos.

Uno de los trazos que funda su peculiaridad, y que está en la génesis de

la modernidad capitalista, se forma con la metamorfosis de la división del

trabajo en la propia Europa. Este proceso, íntimamente concatenado con la

crisis del sistema feudal, supuso la expansión de los límites geográficos del

sistema y el desarrollo de nuevas y diferentes formas de control de la “fuerza 90 Según el autor, es importante resaltar, que el sistema feudal no podría ser considerado “más desarrollado” que el llamado “mundo islámico” de la época, el cual poseía una dinámica mucho más rica que el “pesado” feudalismo.

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de trabajo”, así como la no menos importante creación de maquinarias

estatales relativamente fuertes en los estados de Europa occidental91.

Entre fines del Siglo XVI y principios del XVII, consolidándose como la

primera formación económico-social de la historia que logra vincular las

regiones más distantes del mundo, el capitalismo crea las condiciones para la

estructuración de una extensa división internacional del trabajo, de la cual

derivarán relaciones desiguales entre las diferente regiones, como también, de

las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo internas a cada región,

donde cada una de las “formas de control” del trabajo se constituye como la

más adecuada posible al tipo específico de producción de que se trate. En la

misma medida, los sistemas políticos se ven condicionados por el lugar que

cada región ocupa en el naciente sistema mundial.

En su análisis, Wallerstain distingue cuatro grandes regiones

constitutivas del moderno sistema mundo, con especificidades según su

posición en la totalidad; estas son: a) centro: formado por las regiones que más

se beneficiaron de la nueva economía mundo92; b) periferia: éstas se sitúan en

el otro extremo del sistema, sin gobiernos centrales fuertes o bien dominadas

por otros Estados93; c) semi-periferia: situadas en un lugar intermedio entre los

dos extremos anteriormente anotados, estas regiones representaron o bien

centros en decadencia, o bien periferias emergentes94; d) áreas externas: se

91 Para Gruner, el nuevo sistema mundo se diferencia cualitativamente de los anteriores por el hecho de no estar subordinado o dirigido por un único centro político; mas bien, el centro del nuevo sistema mundo alberga varios Estados – europeos occidentales - como polos de poder político (2005: 11).

92 Según este autor, en el periodo de formación del moderno sistema mundo, fue Europa nord-occidental (Holanda, Inglaterra y Francia, luego, ya en el siglo XX, Estados Unidos) la que se desarrolló como el centro del nuevo sistema mundo (España y Portugal cumplen más un rol indirecto que decisivo, ubicándose como semi-periferias). Por otra parte, los Estados de esta región desarrollaron fuertes gobiernos descentralizados, extensivas burocracias y grandes ejércitos mercenarios, lo que permitió a sus incipientes burguesías locales obtener el control sobre el comercio internacional creciente, extrayendo así excedentes de productos y de capitales para su propio beneficio.

93 Su papel en la división mundial del trabajo era básicamente el de exportadores de materias primas, y allí la producción se realizaba bajo formas altamente coercitivas – por ejemplo: la esclavitud. El centro se apodera de gran parte de su excedente a través del intercambio desigual. Las dos grandes áreas periféricas del naciente sistema mundo moderno está constituido por América Latina y el Caribe y Europa Oriental, más especialmente Polonia.

94 Ejemplos aquí, como ya marcamos, son España, Portugal, Italia, el sur de Alemania y el sur de Francia. Los dos primeros expresan intentos fracasados de predominio sobre el mercado

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trata de zonas que participan muy marginalmente del comercio mundial y

conservan sistemas económicos más o menos autónomos95.

Es importante recuperar esta perspectiva, puesto que permite observar

las peculiarmente asimétricas relaciones en las que el “centro” se constituye

como tal a partir de la “periferización” del resto del mundo. Un tipo determinado

de relaciones entre las regiones, donde el centro sólo puede tornarse tal en la

justa medida que convierte en periféricas a las otras. El examen de esta

relación asimétrica esencialmente constitutiva de la dinámica desigual y

combinada del sistema, ilumina la complejidad de ese proceso que muchas

veces es presentado como unilateral, centrado en el desarrollo endógeno de

determinados Estados nacionales.

Este tratamiento permite pensar la particularidad de América Latina

desde la genética conformación del moderno sistema mundo. La particularidad

seminal de estas regiones se formaliza a partir de su temprana incorporación

subordinada al sistema capitalista, hecho que puede explicar la introducción de

formas de producción no capitalistas o precapitalista, características en su

estructura social inicial. En este sentido, el “capitalismo histórico” desarrolló

relaciones específicas capitalistas en los Estados “centrales” – aunque en

modo relativo y con descompases – implantando, al mismo tiempo y como

condición de su propia existencia, modalidades de explotación de la fuerza de

trabajo no capitalistas o pre-capitalistas en la periferia. Así, desde el inicio, el

capitalismo histórico fue desigual y combinado.

En este sentido, dirá Gruner:

“La paradoja es que, ‘dialécticamente’, esa ‘periferización’ se llevó a cabo a costa de las lógicas no-capitalistas de las sociedades ‘pre-modernas’, que fueron incorporadas a la lógica de la

internacional, lo cual les impidió efectuar eficazmente el proceso de acumulación originaria, terminado en el paradójico papel de semi-periferias explotadoras de periferias, e indirectamente explotadas por el centro.

95 En cuanto a África y Asia, de la primera puede decirse que ocupa un papel variable según la región que se trate. Hasta fines de 1700, en que el continente africano en su conjunto comienza a ser plenamente incorporado como periferia colonial, puede decirse que el norte islamizado cumple un rol importante como semi-periferia en el comercio del mediterráneo; por el lado de las costas occidentales, estas “ofrecen” algunas materias primas pero fundamentalmente fuerza de trabajo esclava para la explotación en la periferia americana. Por otra parte, en la hipótesis de Wallerstain, el “lejano oriente” asiático es considerado como área externa, mientras que el cercano oriente islámico lo es como semi-periferia del centro decadente (Gruner; 2005: 13).

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producción de mercancías ya siempre como periferias subordinadas, como predestinados ‘perdedores’. Para una gran parte del mundo, pues, la incorporación al capitalismo, lejos de representar un progreso, significó una monumental regresión tanto en el campo ‘económico’ como socio-cultural” (Gruner: 2005: 16).

No obstante, limitarnos a establecer una dinámica basada en la

contraposición de amplios bloques homogéneos del tipo “centro” vs. “periferia”,

no es suficiente. Es imprescindible incorporar en el análisis la perspectiva de

clase96. En este sentido, según Gruner, en la perspectiva del sistema-mundo la

lucha de clases no queda relegada a un “momento secundario” del análisis, en

detrimento de las relaciones centro-periferia. Más bien, la dinámica de la lucha

de clases se complejiza y complementa a partir de las determinaciones

impuestas por las relaciones coadyuvantes entre centros y periferias97.

En este marco, no puede olvidarse la importancia que cobró el debate

sobre el carácter “feudal” o “capitalista” del colonialismo en América en buena

parte del pensamiento crítico latinoamericano, especialmente durante la

segunda mitad del siglo pasado. De acuerdo con Gruner, es posible pensar que

un sistema capitalista en su conjunto, integrara a su funcionamiento “partes” no

propiamente capitalistas, esto es, espacios societarios con relaciones de

producción no-capitalistas. Este sería el contenido de la noción marxiana de

“formación económico-social”, la cual busca reflejar dicha “articulación” de

formas diferentes de efectivar la producción material de la vida social, aunque

96 En este sentido, es sabido que existe una polémica en torno de lo irreconciliable o lo complementar de la perspectiva de clase y la teoría del sistema mundo; nuestra hipótesis es que ambas perspectivas pueden ser complementadas en función del enriquecimiento del análisis.

97 El capitalismo histórico, en su desarrollo, ha mostrado que “las clases dominadas del país dominado están en lucha simultánea contra la fracción de su propia clase dominante que más se beneficia con la relación colonial, y con las clases dominantes del “centro”; al mismo tiempo, fracciones de las clases dominantes “periféricas” puede desarrollar conflictos “secundarios” con las clases dominantes “centrales”, conflictos que en el siglo XIX son el trasfondo de la mayoría de los procesos independentistas, que en muchos casos se llevaron a cabo en beneficio de otras clases dominantes “centrales” (las inglesas en lugar de las españolas, por ejemplo). Por otra parte, ciertas fracciones de las clases dominadas del “centro” pueden desarrollar intereses objetivos a favor de la explotación a nivel internacional – ya que el flujo de capitales periferia / centro, así como los términos del intercambio favorable al centro, pueden contribuir a mejorar el nivel de vida de muchos trabajadores “centrales”, con lo cual, dando mayor complejidad, en el sistema-mundo en su conjunto existen conflictos “intra-clase” tanto dentro de las clases dominantes, como también de las dominadas” (Cf. ídem:18).

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bajo la hegemonía de una de ellas98. No obstante, las periferias en sí no

pueden ser consideradas propiamente capitalistas.

Esto significa que el capitalismo histórico, entendido como un orden

social esencialmente antagonista, supone la existencia de las colonias. Éstas

no expresan la falta de capitalismo o la ausencia del mismo; más bien es la

forma específica que asume su presencia porque no existe “exterioridad” al

sistema-mundo del capital. Por otra parte, que las relaciones de producción en

la periferia no sean capitalistas no implica que el socio-metabolismo dominante

en el conjunto no lo sea (ídem: 10).

Lo que efectivamente estuvo en la base de la formación del moderno

sistema mundo, como dijimos, fue un desarrollo desigual y combinado de

relaciones de producción. La esclavitud, así como cualquier otra forma “extra-

económica” de control de la fuerza de trabajo para la extracción de excedente,

fue necesaria para brindar una mano de obra masiva a la producción extensiva

de mercancías para el mercado mundial en ascenso. El régimen colonial en

América Latina, dirá Gruner, que pertenece ya a la historia del capital,

posibilitará el capitalismo plenamente desarrollado. El control de la fuerza de

trabajo mediante relaciones de producción “no-capitalistas plenamente

desarrolladas” fue una necesidad de esa fase acumulativa del capital99.

Por otra parte, es importante no perder de vista que el proceso no se

reduce a lo económico. La dimensión ideológico-cultural y religiosa jugaron un

papel sumamente importante, que contribuyó a hacer más “desigual y

combinado” el desarrollo de la totalización del sistema. Para Gruner, el efecto

objetivo del proceso terminó siendo la producción de una modernidad erigida

sobre la “barbarie retrógrada de la esclavitud” (ídem: Clase V: 20).

98 El sistema del capital, a escala mundial, supone la existencia del “sistema colonial” como una parte (especializada y dependiente) del sistema mayor, el cual articula diferentes relaciones de producción funcionando en forma subordinada al modo de producción dominante. La trasformación en dominante del modo capitalista de producción se realizó por medio la combinación desigual de la producción a través del sistema económico mundial, las relaciones metrópolis / colonias, y del Estado (Cf. ídem: 13).

99 Dirá este autor: La división del trabajo hace a la expansión del sistema colonial. Esta, no sólo es compatible sino que resultó imprescindible para el desarrollo desigual y combinado del capital. Solo en el siglo XX estas relaciones pre-capitalistas (o no-capitalistas) se tornaron un obstáculo para el propio desarrollo del capitalismo (Cf. ídem: 14).

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En este sentido, al contrario de las perspectivas endogenistas, el

régimen del capital aquí es entendido no tanto como reemplazo completo de

las relaciones de producción “extra-económicas” (“coercitivas”, “forzadas”) por

el trabajo asalariado, sino, más bien, como la combinación óptima (para el

capital) entre ambas modalidades de control de la fuerza de trabajo100. El

trabajo esclavo de los africanos producía el azúcar que, una vez realizada en el

mercado mundial, se transformaba en ganancias europeas101. Por esto,

podemos hablar de una “esclavitud moderna”, la cual, a diferencia de la antigua

(griega o romana), está en función de la economía-mundo capitalista en

ascenso, por lo que su naturaleza cambia sustantivamente. La transformación

introducida por los europeos en la esclavitud “clásica”, podría decirse que

consiste en el tránsito de una lógica estrictamente cultural a una estrictamente

económica y moderna.

Como dijimos, el socio-metabolismo del capital es un modo de

reproducción de la vida en su totalidad, no sólo de sus aspectos estrictamente

económicos. El mal llamado “encuentro de culturas” (que, en verdad, significó

un etnocidio monumental al que se sumó el genocidio provocado por el

exterminio físico de las guerras de conquista y el trabajo forzado/esclavo) forma

parte constitutiva del mismo. En este sentido, es sabido que la desorientación

cultural fue un arma importante para el sometimiento de la población a la

explotación del trabajo, por lo cual las determinaciones culturales se

encuentran muy presentes en la trayectoria particular de las relaciones sociales

100 La perspectiva aquí adoptada, no niega la existencia de una relativa pero efectiva autonomía de las “situaciones locales”; lo importante, no obstante, es verificar el papel jugado por dichas localidades en la configuración desigual y combinada del sistema-mundo. En este sentido, la crítica que podríamos dirigir al “estructuralismo” dice al respecto de “derivar” de lo macro la trayectoria de lo micro – una especie de “exogenismo”, en tanto unilateralidad opuesta al endogenismo.

101 Se sabe que antes de la esclavización masiva de africanos – uno de los mayores genocidios que registra la “historia moderna” –, los colonizadores intentaron otras estrategias (especialmente esclavitud o semi-esclavitud de indígenas y utilización de mano de obra europea), las cuales no impidieron que para 1560 el sistema de trabajo esclavo se impusiera como fuente casi exclusiva de trabajo manual. Este se impuso por la imposibilidad en términos productivos de satisfacer la demanda de mano de obra con brazos europeos y por la crisis de la población “local”, diezmadas por las guerras y por las pestes. En Brasil, por ejemplo, sólo desde 1580 se masifica la esclavitud africana; hasta entonces, eran los indígenas los explotados y lo fueron mayoritariamente hasta entrado el siglo XVII. Para 1630, dirá nuestro autor, la mayoría africana en las plantaciones de Brasil era abrumadora.

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“locales” – que resaltan, por ejemplo, en el caso de Haití. De modo que, debe

entenderse a la colonización, y, por su intermedio, a la conformación del

sistema mundo del capital, como un “socio-metabolismo integral”,

parafraseando a Mészáros.

En síntesis, desde esta perspectiva, esclavismo, capitalismo colonial y

modernidad, constituyen una solidaridad lógica que está en la base del sistema

mundo capitalista desde sus orígenes. Modernidad aquí entendida como el

carácter peculiar de una forma histórica de totalización de la vida humana;

capitalismo, como una forma o modo de reproducción de la vida económica del

ser humano – esto es, una forma de llevar a cabo el conjunto de actividades

dedicadas a la producción, circulación y consumo de los bienes producidos.

Entre modernidad y capitalismo existen las relaciones propias de una

totalización completa e independiente y una parte de ella, dependiente suya,

pero que le impone su manera particular de totalización. El capital, la lógica

intrínseca del proceso de acumulación, logró imponerle a la naciente

modernidad su manera peculiar de totalización y, allí, el sistema esclavista afro-

americano no sólo estuvo incluido, sino que fue un resorte fundamental (ídem:

20).

De modo que, “descubrimiento”, conquista y colonización; usurpación y

control del territorio; genocidios, etnocidios, exterminio de culturas, de lo

“bárbaro”, son procesos fundamentales para la incorporación de vastos grupos

poblacionales en las corrientes civilizatórias del capitalismo moderno. Riquezas

naturales extraídas; proceso de acumulación primitiva de capital para Europa;

abastecimiento mundial de materias primas; grandes narrativas sobre la

humanidad; modernizaciones; políticas para alcanzar el progreso y garantizar

el orden; entre otros muchos, son todos elementos que dicen al respecto de

cómo se articuló la modernidad en nuestro continente. En general, es la historia

de un trágico paralelo entre discurso y realidad102.

102La modernidad reunió en un mismo espacio y tiempo latinoamericano irrupciones industrialistas y mundos indígenas; seducción, engaño y saqueos de los poderes extranjeros; culturas populares y racionalidades dominantes; colonialidad del saber; apariencias de desarrollo sobre contextos “poco humanizados”. Pensar la modernidad desde sus sombras, desde sus “eslabones más débiles”, desde sus configuraciones negadas, es comprender la existencia desde el inicio de una modernidad oprimida, dominada, servil y explotada.

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En síntesis, puede decirse entonces, que se inicia con América un

universo de nuevas relaciones materiales y subjetivas en escala, por primera

vez mundial. A partir de allí, un nuevo espacio/tiempo se constituye material y

subjetivamente. La expansión, consolidación y profundización del mercantilis-

mo, la sucesiva concentración de capital, el auge del nuevo mercado (todo

asociado al “espíritu” del cambio histórico), exigirán, necesariamente, la

desacralización de las jerarquías y de las autoridades; demandarán el

desmantelamiento de las estructuras e instituciones correspondientes. Será en

este contexto convulsivo que la emergencia del individuo adquiere sentido. Se

torna necesario un espacio propio para pensar, dudar y decidir, el cual irá

corroyendo las prescripciones sociales fijadas por la fuerza de la tradición.

La polémica sobre el “carácter” de la formación económico-social

latinoamericana

Como dijimos, desde mediados del siglo pasado una ardua polémica ha

recorrido toda América Latina e involucrado a pensadores de diversas latitudes

y perspectivas. La misma reza sobre el problema de la “naturaleza” del modo

de producción imperante en nuestro continente, a partir de su conquista y

colonización. Esto es, se buscaba comprender el carácter de las relaciones

sociales en América, a partir de entender el papel que desempeña, como área

fundamental sobre las que se montó el “sistema colonial” – momento éste que

marcó la transición histórica al orden social capitalista.

La periferia latinoamericana, como particularidad, ha sido y sigue siendo

objeto de intensas polémicas. Las mismas giran, esencialmente, en torno de la

caracterización de sus relaciones sociales. Pueden encontrarse perspectivas

variadas de entender el colonialismo latinoamericano, destacándose aquella

que lo ve como un tipo de feudalismo, que surge como producto de la herencia

colonizadora trasladada a estas tierras a partir de la conquista. Esta, tal vez

sea la perspectiva de interpretación histórica que más se ha afirmado en el

pensamiento social en general103.

103 Puede encontrarse allí, un autor como Sarmiento – quién, bien entrado el siglo xix, así caracteriza al sistema colonial, especialmente español –, que pondrá el énfasis en los aspectos

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261

De modo que, hasta mediados del siglo pasado América Latina fue

mayoritariamente caracterizada como una región feudal, atrasada, donde las

condiciones históricas necesarias al capitalismo no estaban suficientemente

desarrolladas. A partir de mediados del siglo XX, una serie de elaboraciones

teóricas realizadas sobre nuestra América nos proponen pensarla desde una

perspectiva no lineal, no evolucionista, esto es, no euro-céntrica104.

Sólo a mediados del siglo XX, el debate sobre el carácter feudal o

capitalista de América Latina se instala con fuerza, congregando a pensadores

no solamente latinoamericanos, sino de todas las latitudes. Desde la década de

1940, Caio Prado Jr., cuestiona fuertemente y desde la raíz, el supuesto

carácter feudal de la periferia latinoamericana. Desde una perspectiva crítica de

las concepciones hegemónicas dentro del campo del pensamiento marxista,

busca comprender la lógica en la que se inscribe la reestructuración de la vida

económica y las relaciones sociales locales de la región, entendiéndolas como

un proceso “necesario” de subordinación del continente al papel de proveedor

de materias primas y excedentes económicos para el mercado mundial en

expansión, de una Europa que ya atravesaba el auge del capitalismo comercial

(Cf. Gruner; clase IV: 4).

Sin dudas, dicho autor es precursor en la problemática de la

particularidad del sistema colonial latinoamericano. La cuestión pasa por

comprenderlo como un momento fundamental del sistema capitalista naciente,

aunque las relaciones sociales de producción locales no reflejen las

características “más propias” del mismo. Su análisis esboza claramente la idea

de un ordenamiento socio-económico e ideo-político no-capitalista, funcional,

necesario y subordinado al desarrollo del sistema mundo del capital. Este

debate, intenso en el campo de las izquierdas, tendría consecuencias políticas

inmediatas, según la orientación en que se resolviera, puesto que esta

“jurídicos” y “políticos” particulares de la formación social latinoamericana, relegando a un segundo plano los de naturaleza socio-económica.

104 Anclados en la teoría social crítica, dicha perspectiva procura recuperar analíticamente las condiciones de cada realidad particular, y trazar estrategias (más o menos radicales) de transformación social. Es a esta perspectiva que llamamos de pensamiento histórico-crítico latinoamericano.

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caracterización fundaba la táctica y la estrategia de muchos partidos y

movimientos revolucionarios.

El debate se potencia especialmente en la década de 1960. Allí, no

puede dejar de mencionarse el papel que la “Teoría de la Dependencia” de la

CEPAL, bajo la dirección de Raúl Prebich, tendrá para la comprensión de la

particularidad latinoamericana. La idea central pasa por la constatación de que

el “atraso” de la periferia no es un problema endógeno de estas zonas, ajeno y

contrapuesto al orden del capital, en otras palabras, que no se trata de “falta

capitalismo” en estas zonas; más bien, éste existe en la modalidad más

conveniente para su desarrollo desigual y combinado total. De esta manera,

son precisamente esas zonas “feudales” y “aisladas”, para la CEPAL, las que

permiten ver – si es superado el evolucionismo mistificador formalizado en la

filosofía euro-céntrica de la historia – la verdadera esencia de las cosas en

Nuestra América.

En esta línea, para Gruner, el desarrollo desigual y combinado del

sistema mundo capitalista explica no sólo que la existencia de zonas

“atrasadas” no es una cuestión “anómala” del capitalismo, sino que son

condición de posibilidad del desarrollo del gran capitalismo “central” (Cf. ídem:

6). El desarrollo desigual y combinado del capitalismo y el colonialismo, genera

tiempos históricos y espacios geográficos igualmente desiguales, donde la

desigualdad es un efecto de la combinación, pero bajo la dominación del modo

de producción hegemónico. (Cf. ídem: 7).

Una esclavitud moderna: trazo característico de la particularidad

latinoamericana desde su génesis

Como vimos anteriormente, entre 1450 y 1640, a partir de la centralidad

del comercio atlántico – que impulsa el comercio y la industria para la

formación del capital “europeo” –, un nuevo sistema-mundo emerge. A caballo

de una nueva división internacional del trabajo, cualitativamente diversa a las

anteriores, se van constituyendo (desigual y combinadamente) “centros”,

“periferias” y “semi-periferias” en el sistema, cada una con formas específicas

de ejercer el control de la fuerza de trabajo y con una posición e incidencia

específica en el funcionamiento del sistema. La forma peculiar que dicho

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control asume en la periferia latinoamericana (que se compone por la “vieja”

periferia española, a las que enseguida se le sumarán las “nuevas” colonias

portuguesas) es la del “trabajo forzado”, mayoritariamente esclavo. Éste, desde

el inicio, se estructuró como una “producción hacia fuera”, hacia el mercado

mundial, y a partir de una función orgánica que fortalecía al “centro” – a la cual

se adaptaron siempre bien “nuestras burguesías locales”, hasta hoy.

De acuerdo con la investigación histórica, existen innumerables indicios

para afirmar que, ya en el propio “descubrimiento” de América, existían claras

motivaciones empresariales por parte de los conquistadores. La estrategia que

prevaleció fue la de estructurar completamente la vida económica y el conjunto

de las relaciones sociales “locales” en función de la “explotación mercantil”

hacia el mercado mundial. En la misma medida que la colonización avanzaba,

y con ella la subordinación orgánica del continente a la “producción de materias

primas” para un mercado mundial en expansión, Europa vivía un auge

comercial inédito en cualquier otra época histórica105.

El papel del comercio esclavista106 en la provisión del capital necesario

para financiar el proceso es históricamente innegable. La industria naviera

inglesa y holandesa, junto a la “industria esclavista” – donde los esclavos

africanos eran comprados con manufacturas inglesas y trasladados a las

plantaciones americanas para producir azúcar, algodón, café, etc., y cuyo

procesamiento creaba nuevas industrias en Inglaterra – permitieron una

expansión enorme del capitalismo. Progresivamente estas colonias, en función

del mantenimiento de “amos y esclavos”, se tornarían un mercado adicional

razonable para aquellas manufacturas107. En este sentido, puede afirmarse que

105 En este sentido, como decíamos, la dialéctica del desarrollo desigual y combinado del sistema mundo capitalista explica no sólo la existencia de zonas “atrasadas”, sino que éstas existen como condición de posibilidad del desarrollo capitalista central. Por otra parte, el capitalismo, en tanto sistema socio-metabólico expansivo y modo de producción hegemónico, productor y producido por dicho “desarrollo desigual y combinado”, tiende a reponer tales “desigualdades” como efectos de su peculiar combinación (Cf. Gruner; 2006: Clase IV).

106 A diferencia de la antigüedad, la esclavitud moderna fue de carácter “comercial”, y llegó a transformarse en un modelo para los intercambios internacionales, desde el siglo XVI hasta el XIX.

107La producción mediante explotación del trabajo esclavo generó un nuevo mundo también para el consumo. Se calcula, por lo menos, entre 15 y 20 millones los cautivos esclavizados trasladados de las costas de África para América entre 1500 y 1870 (Cf. Gruner; 2005, Clase V: 4 y ss.).

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el imperio británico se constituyó sobre la base de un poderío naval y comercial

construido sobre “cimientos africanos” (Cf. ídem: Clase V: 4).

En el plano ideo-cultural, la organización racional de la producción –

como vimos, desde el inicio en función del mercado mundial – fue

complementada con la formulación de una ideología que buscaba justificar la

modalidad que asumía el proceso. Se buscó afanadamente legitimar la

colonización. Para tal efecto, en nombre de la civilización, fueron utilizados

todos los recursos capaces de justificar la barbarie108.

En este contexto emerge el racismo propiamente moderno, el cual va a

tornarse un pilar fundamental de justificación de la esclavitud. Ningún otro

sistema histórico produjo una identificación tan nítida entre esclavitud y raza. El

colonialismo moderno, para Gruner, tuvo que crear una ideología – como falsa

conciencia – para justificar la esclavitud (antes vista como “natural”), puesto la

incongruencia explícita entre la proclamada modernidad de la colonización y la

barbarie contenida en la institución esclavista tan generalizada en América

(ídem: 12)109.

Desde esta perspectiva, la llamada “economía atlántica” – en tanto

fundamento de la formación del nuevo sistema mundo capitalista – se afirmó

sobre la base de un sistema esclavista (el más grande de la historia),

caracterizado por su gran escala y destructividad, así como por la utilización de

“métodos burgueses” de gerenciar los negocios. Los registros indican que las

magnitudes del trabajo excedente obtenido por medio de la explotación del 108 Aquí, el capital es entendido como una relación social - y no como una “cosa” - que excede al propio capitalismo (a las relaciones de producción propiamente capitalistas) e que incluye el ámbito de lo político, lo cultural, lo institucional, en fin, una relación social que atraviesa el conjunto de vida social. Por otra parte, el Estado es entendido no tanto como mera “super-estructura”, sino como intrínsecamente constitutivo, como orgánico, al socio-metabolismo del capital. En tanto organizador jurídico-político por excelencia; como regulador de las relaciones de clase y administrador del excedente y de la plusvalía, así como responsable por el ejercicio de la represión cuando aparecen conflictos vinculados a la distribución (Cf. ídem: 11). En este sentido, el Estado jamás fue “ajeno” al capital; los Estados modernos son una exigencia que ya está presente en los procesos de “acumulación originaria” descritos por Marx.

109 Desde esta perspectiva – que entiende el proceso genético del capital como una articulación (desigual y combinada) entre esclavitud en la periferia y modernización capitalista en el centro –, fueron las necesidades objetivas de la lógica de la acumulación del capital las que plantearon la solución esclavista como “inevitable” y requirió de una elaboración justificadora que racionalizara la enorme paradoja, a saber: como pueblos que supuestamente detestaban la idea de esclavitud fueron los que más sistemáticamente la aplicaron a otros. Así, dirá el autor, se construye el mito “racial”, ese “constructo mental” que, en el plano imaginario, irá a resolver las contradicciones irresolubles en el plano de la realidad (Cf. ídem: 15 y 16).

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trabajo esclavo en América, no tiene precedentes históricos: un esclavo

necesitaba trabajar sólo un día para reproducir su fuerza de trabajo; el resto de

la semana, todo su trabajo era “ganancia” del amo (Cf. ídem; clase V: 8)110.

En síntesis, a diferencia de la perspectiva “euro-céntrica”, entendemos

que los orígenes del sistema-mundo del capital no están separados de la

barbarie esclavista. Esta, no es un “resabio arcaico” del pasado o una

anomalía, sino una necesidad de la mundialización del capital durante todo un

largo periodo (Cf. ídem; Clase V: 7).

Las plantaciones esclavistas españolas, con la inicial esclavización de

indígenas, contribuyeron modestamente al “comercio atlántico” durante los

siglos XVI y XVII. Sus pares, las portuguesas de Brasil, los hicieron sólo desde

las ultimas décadas del siglo XVI. Sin embargo, el verdadero despegue del

sistema esclavista, se registra a principios del siglo XVII, cuando el monopolio

ibérico de tal “empresa” es puesto en jaque por el creciente poderío de

Holanda, Inglaterra y Francia. Esa coyuntura, atravesada además por las

guerras entre católicos y protestantes, dará lugar para que estas nacientes

potencias mundiales se queden con buena parte de la “iniciativa privada” en

América – no siempre al amparo de sus respectivos Estados nacionales. En

este sentido, desde 1650, la dinámica de la plantación para el sistema mundial

se multiplica progresivamente, apoyada tanto sobre el trabajo esclavo

crecientemente africano, como en los últimos avances del comercio

(especialmente holandés) y de las manufacturas – especialmente inglesas

(ídem)111.

110 Además, dirá Gruner, el comercio de esclavos utilizaba un complejo y “moderno” conjunto de dispositivos económicos (créditos, permutas, etc.). Las mercancías producidas por los esclavos confirió un enorme poder económico disputado entre los comerciantes, los banqueros, los terratenientes, los propietarios de esclavos, los Estados, etc. La organización del trabajo esclavo a gran escala para la producción y el intercambio mundial requirió la construcción de un andamiaje que, progresivamente, redundó en “modernización” capitalista (Cf. ídem; Clase V: 8).

111 El sistema como un todo se consolidó sobre la determinación de la lógica inherente al socio-metabolismo del capital y su expansión frenética. Dicha lógica obligó a los empresarios a ajustar su comportamiento a las reglas (instrumentales) de la racionalidad burguesa. Así, reflexiones del tipo: “si me rehúso, por reparos morales, a utilizar esclavos, otros lo harán y mi negocio se arruinará”, al calor de una competencia insaciable, producen como un trazo característico, la tendencia a obligar a cada uno a imitar al otro para no quedar afuera del sistema.

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Como fue mencionado, la sociedad colonial – con la esclavitud africana y

el sistema de plantación – no fue una mera extensión del naciente capitalismo

europeo, sino un factor decisivo para su propio surgimiento. El sistema de

plantaciones es la principal institución económica de las colonias. Con su

producción volcada mayoritariamente para la exportación y férreamente

dependiente de importaciones “centrales”, las plantaciones funcionaron como

verdaderas correas de transmisión entre la sociedad “local” y la acumulación

del capital a escala mundial112. El socio-metabolismo del capital, tiene en esta

época su materia nutricia en el azúcar, el café, el tabaco, de las plantaciones

esclavistas americanas (Cf. 2005; Clase VI: 3).

En este contexto, a partir del conjunto complejo y heterogéneo de

elementos sociales peculiares al proceso de constitución latinoamericano, entre

fines del siglo XVII y principios del XVIII, se fue configurando una especie (más

o menos definida) de “clase plantadora” colonial, la cual, por supuesto, no

podía ser más que “blanca”. Ya en el ocaso del régimen colonial clásico, éstos

grupos nativos dominantes no vivían más en las colonias de la periferia. Para

las “oligarquías agrarias” latinoamericanas, se trataba de hacer dinero lo más

rápido posible e ir a gastarlo en “la buena vida” que proporcionan los bienes de

lujo en los “centros”113. Lo paradójico aquí radica en el hecho de que el dinero

que esta aristocracia utiliza para atender sus lujos, no fue adquirido a partir de

una organización y una lógica propiamente burguesa.

Ahora, ¿por qué la explotación colonial basada en la economía de

plantación se basó en fuerza de trabajo esclava y no en “trabajadores libres”?

Para Gruner, esto se debió a motivaciones estrictamente económicas de los

plantadores y los comerciantes que descubrieron que la producción basada en

la explotación racial era la más adecuadas que cualquier otro modelo a sus

objetivos. El plantador de azúcar, o de café, estaba comandado por una

112 Estas sociedades que se fueron constituyendo a partir de la utilización de mano de obra esclava para una producción estructurada en dirección del comercio en el mercado mundial, las llamadas “sociedades de plantación”, el conjunto de la vida social se ordenaba hacia “afuera”.

113 En las colonias, los valores “aristocráticos” eran reproducidos con dinero burgués. Allí, en función de su incipiente existencia y el menor número de sus componentes, las clases poseedoras presentaban una mayor fluidez; obviamente, había más movilidad social que en los centros. Por otra parte, la experiencia histórica revela que la fluidez era mayor entre ingleses, franceses y holandeses, que en España y Portugal.

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empresa de mucho mayor envergadura que le demandaba permanentemente;

el trabajo esclavo proporcionaba la mejor solución (Cf. ídem; Clase VI: 9).

A finales del siglo XVII (1680-1690), se producirá un reordenamiento

productivo en estas “plantaciones”, especialmente en las inglesas y las

francesas del Caribe. El proceso de producción se complejiza, unifica y totaliza;

se forman grandes unidades y el plantador, muchas veces, alcanza a vender él

mismo el producto. A partir de entonces, además de productores, los

plantadores comenzarán a desempeñar funciones comerciales114. Es

interesante observar que, a menudo, una parte de las ganancias eran

reinvertidas en la expansión de la “empresa”, bajo diversas formas –

tecnología, por ejemplo. En esta trayectoria, más tarde va a inscribirse el

proceso de la “primera industrialización” en el continente. Así, según este autor,

el sistema de la “plantación” en América pertenece tanto a la manufactura,

como a la agricultura comercial (Cf. ídem: 15)115.

Las grandes “plantaciones” en América se establecieron con el propósito

conciente de servir al mercado europeo. Como dijimos, la enorme mayoría de

su producción se exportaba y fuertes importaciones manufactureras se recibían

de Europa, así como se “importaban” esclavos de África – son estos los pilares

del llamado comercio triangular, o atlántico, que fundamentó la consolidación

del sistema mundo capitalista como hegemónico. El intercambio de Europa

occidental con las plantaciones esclavistas fue, durante toda una época,

decisivo para el proceso de acumulación a escala mundial; el más equilibrado y

eficiente para una expansión acumulativa recíproca (Cf. ídem: 19).

114 La “nueva” plantación esclavista va a significar un impulso enorme para la acumulación de capital. A fines del siglo XVII, en medio de un contexto crítico del comercio mundial en general que llevada algunas décadas, la dinámica de la economía colonial sirvió como una gran palanca para que la naciente economía capitalista se expanda y consolide. La producción que aquí se efectúo en un contexto semejante, como dijimos, articuló los horrores “civilizados” de la súper-explotación del trabajo remunerado y los horrores “bárbaros” de la esclavitud y la servidumbre.

115 Para Gruner, se trata de una unidad de producción integrada y sumamente compleja, que ya puede ser calificada de “moderna”. Por ejemplo, en el caso de la caña, una vez que era traída al ingenio, era abordada desde una verdadera división industrial del trabajo. Simplificación y repetición de tareas; coordinación entre diferentes categorías de trabajadores, entre otras semejanzas, hacen que pueda comparársela con una rudimentaria fabrica moderna. No obstante, advierte el autor, es verdad que Marx no considera que las plantaciones sean propiamente capitalistas – puesto que no se basan en el asalariamiento -, pero esto no puede llevar a suponer que éstas sean ajenas al modo de producción capitalista (Cf. ídem: 19).

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El régimen de trabajo forzado implicaba que el promedio de vida de los

jóvenes recién llegados a las plantaciones de azúcar sea de siete años (según

“registros oficiales”, de los “amos”). Para el plantador, la súper-explotación era

una conducta racional y necesaria. Allí, las inversiones de capital, muchas

veces obtenidas a través de modernos créditos con altas tasas de interés,

obligaba a los plantadores a preocuparse con la productividad del trabajo para

no quebrar; por esto, las rebeliones no podían ser admitida bajo ningún

aspecto.

“Colonialidad del poder” y relaciones sociales en América Latina

Según el análisis de Quijano (2000), dos procesos históricos

convergieron y se asociaron para la constitución de América como una región

periférica del naciente sistema mundo capitalista. Por un lado, la utilización, por

parte de los conquistadores, de la idea de “raza”116, que remitía a una supuesta

diferenciación de estructuras biológicas que permitía ubicar a unos (los

descubiertos conquistados) en una situación natural de inferioridad respecto de

los otros. Por medio de la idea moderna de “raza” fueron clasificadas las

poblaciones de América, extendiéndose luego al mundo entero, en función de

las relaciones de dominación que el nuevo patrón de poder mundial exigía. Por

otra parte, la emergencia del moderno sistema mundo tendía a articular a todas

las formas históricas de control del trabajo, recursos y productos en torno del

capital y del mercado mundial (Quijano; 2000: 202).

Para el autor, la formación de relaciones sociales fundadas en la idea de

raza, produjo en América identidades sociales nuevas (indios, negros y

mestizos), y al mismo tiempo redefinió otras. Así, términos como “español” o

“portugués”, luego europeo, que hasta entonces referían a una procedencia

geográfica, cobraron una connotación racial con respecto a las nuevas

identidades. En la medida en que las relaciones sociales configuradas a partir

de la colonización eran de dominación, dichas identidades fueron insertadas en 116 Según este autor, esta idea, este “constructo mental” no ontológico, en su sentido moderno, no tiene historia conocida antes de América y fue, primeramente, aplicada para referirse a la diferencia de rasgos existentes entre los conquistadores y los conquistados; esto es, fue inicialmente aplicada a los indios. Mas tarde, sería utilizado el “color” como el rasgo más visible para la clasificación racial.

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una estructura de jerarquías y lugares sociales que el nuevo patrón de poder

colonial imponía. De este modo, la idea de “raza” se convirtió en el criterio

fundamental para la distribución de la población en los diferentes rangos y

lugares en la estructura de poder de la nueva sociedad.

De modo que, las formas históricas de control del trabajo (esclavitud,

servidumbre, pequeña producción mercantil, reciprocidad y asalariamiento,

etc.) que se hicieron presentes en América, se diferenciaban cualitativamente

de sus formas anteriores por el hecho de que todas ellas, ahora, se

encontraban incluidas en el nuevo sistema-mundo capitalista. Estos es, todas

estas formas, desde diferentes lugares, estaban articuladas a la nueva

estructura socio-productiva: el capitalismo. En la perspectiva de Quijano (2000),

la formación de América está caracterizada, desde el inicio, por la asociación

estructural de aquellas dos determinaciones: la clasificación racial de las

poblaciones, se ensamblaba con el control del trabajo y sus frutos,

conformándose como una división racial del trabajo.

En las áreas de conquista española tempranamente se decidió el cese

de la esclavitud de los indios, ante el peligro inminente de su total exterminio,

siendo su enorme mayoría confinados a la servidumbre. En cambio, “los

negros”, fueron sistemáticamente reducidos a la esclavitud hasta bien entrado

el siglo XIX. Los españoles y portugueses, por su parte, como “raza

dominante”, podían recibir salario, ser comerciantes, artesanos o agricultores

independientes, pero apenas los nobles participaban de los altos puestos de la

administración colonial, civil y militar (Ídem: 204-5)117.

En cuanto a la entrada de América al escenario mundial, puede decirse

que, a partir de la conquista, el control del oro, la plata y los productos, fruto del

trabajo gratuito de indios, negros y mestizos, las regiones de Europa –

ventajosamente ubicadas sobre el Atlántico – lograron una posición decisiva

para disputar el control del tráfico comercial mundial. La “monetarización”

progresiva del mercado mundial que los metales preciosos arrancados de

América permitía, así como el control de vastos recursos, posibilitó que esta 117 Si bien puede constatarse que desde el siglo XVIII, en la América hispánica, los mestizos (hijos de españoles e indias), que eran un segmento social extendido en la sociedad colonial, comenzaron a participar de los mismos oficios y actividades que ejercían los europeos que no eran nobles, la división racial del trabajo al interior del capitalismo colonial moderno se mantuvo a lo lardo de todo el periodo colonial (Cf. ídem).

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región de la Europa occidental fuera controlando progresivamente la red de

intercambio comercial pre-existente, la cual se extendía por todo el oriente

hasta China. A la vez, esto les permitirá el control y la concentración del capital

comercial, el control del trabajo – como vimos, por la vía “acumulación

originaria” – y los medios de producción en una escala cada vez más mundial.

Estas posiciones progresivamente fueron consolidándose con la expansión de

la dominación colonial europea sobre las más diversas poblaciones del mundo

(Cf. ídem: 206).

De este modo, y gracias al control del tráfico comercial mundial y por

éste impulsados, los grupos dominantes con sede en las zonas del Atlántico

fomentaron un nuevo proceso de urbanización en esos lugares; intensificaron

el comercio entre ellos, permitiendo la formación de un mercado regional

crecientemente integrado y monetarizado. La emergencia de esta nueva

región, constituía, a la vez, la creación de una nueva “identidad geo-cultural”:

Europa, la cual venía a desplazar la hegemonía del Mediterráneo y las costas

ibéricas hacia las costas del Atlántico Nor-occidental.

Sin embargo, dirá Quijano (2000), este “euro-centramiento” del

capitalismo mundial, en sí mismo, no explica porqué fue allí donde se

concentró, hasta pasada la mitad del siglo XIX, la relación de producción propia

del capital: el trabajo asalariado. Entonces, ¿por qué el resto de las regiones y

poblaciones incorporadas al nuevo mercado mundial, colonizadas o en curso

de colonización bajo dominio europeo, permanecían bajo relaciones “no-

asalariadas” de trabajo – aunque, desde luego, ese trabajo y sus productos se

articulan en una cadena de transferencia de valor y beneficios controlada por

Europa occidental? ¿Por qué en las regiones no-europeas el trabajo asalariado

se concentraba entre los blancos? Y ¿por qué, tal concentración de la relación

de producción asalariada y, sobre esa base, de la producción industrial

capitalista se restringe a Europa, si nada existe en el capitalismo que implique

la “necesidad histórica” y si, posiblemente, hubiese sido más beneficioso para

los colonizadores?

Para este autor, la respuesta debe buscarse en otra parte de la historia.

Esto tiene que ver con el hecho de que, desde el comienzo de América, los

colonizadores asociaron el trabajo no-pago o no-asalariado con las razas

dominadas; éstas, tanto indios, negros y aún mestizos, al ser inferiores, no

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merecían de retribución monetaria alguna. Estos seres inferiores, considerados

fuerza de trabajo desechable, fueron forzados a trabajar hasta la muerte, lo

cual se constituyó en el fundamento del vasto genocidio de los indios en las

primeras décadas de la colonización. Dirá el autor:

“La clasificación racial de la población y la temprana asociación de las nuevas identidades raciales de los colonizados con las formas de control no pagado, no asalariado, del trabajo, desarrolló dentro de los europeos o blancos la específica percepción de que el trabajo pagado era privilegio de los blancos. La inferioridad racial de los colonizados implicaba que no eran dignos del pago de salario. Estaban naturalmente obligados a trabajar en beneficio de sus amos” (ídem: 207).

Esta cuestión parece no haber quedado definitivamente sepultada en un

“pasado bárbaro”, como una “enfermedad infantil” del capitalismo. Más bien,

parece reponerse hoy vigorosamente, cuando se observa la “naturalidad” con

que se paga por el mismo trabajo salarios menores para las “razas inferiores” y

más altos a los “blancos”, especialmente en los países centrales – aunque no

exclusivamente. De modo que, según Quijano (2000), puede pensarse en la

presencia de una “colonialidad” del control del trabajo que determinó una

distribución socio-geográfica del capitalismo; una suerte de “división

internacional (racial/colonial) del trabajo”, que concentra en Europa el trabajo

propiamente asalariado. Esto no puede perder de vista, para el autor, que el

capital, en tanto relación social de control del trabajo asalariado, era el eje en

torno del cual se articulaban todas las demás formas de control del trabajo, que

lo hace dominante sobre todas las otras formas y da el carácter de capitalista al

conjunto de la estructura de control del trabajo.

3.2.2. Marx en América Latina

En el Capitulo XXIV de su obra magna: El Capital, Marx se detiene a

analizar el proceso a través del cual se gestan las condiciones indispensables

para la existencia del modo de producción capitalista. Con el foco de la critica

apuntando hacia algunos presupuestos fundamentales de la llamada

“economía-política clásica”, cuyos exponentes más destacados en el centro del

capitalismo eran Adam Smith y Ricardo, que “toma como dado lo que debería

explicar”, se propone analizar el “traumático” proceso de constitución del capital

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como relación social predominante de la sociedad; como determinación

esencial del orden social.

Es el propio método de análisis quien lo conduce a buscar en la

sociedad feudal europea las “proto-formas” de las relaciones capitalistas. Marx

está convencido de que los elementos genéticos necesarios para la formación

de la nueva sociedad deben estar presentes ya en los marcos de la disolución

del antiguo régimen, y son desdoblamientos de aquellos aunque un

ordenamiento cualitativamente distinto. Así, el modo capitalista de producción,

su estructura económica, sus premisas y elementos necesarios, emerge de las

ruinas de la estructura económica feudal.

En este capitulo, inicialmente el autor recuerda que ni el dinero ni la

mercancía en sí son “capital”, como tampoco lo son los medios de producción

ni los artículos de consumo de por sí. Será preciso que estos se conviertan en

tal, que sean convertidos en tal. Para tanto será necesario que existan un

conjunto de condiciones y circunstancias concretas, que podrían resumirse en:

la peculiar relación entre clases diferentes de poseedores de mercancías; por

una parte, los propietarios de dinero, medios de producción y artículos de

consumo, deseosos de valorizar la suma del valor de su propiedad mediante la

compra de fuerza ajena de trabajo; por otra parte, el otro polo de la relación, los

vendedores de dicha fuerza de trabajo, los “trabajadores libres”. Libres, dirá

Marx, en un doble sentido: que no son directamente medios de producción,

como los esclavos, los siervos, etc.; y, libres de medios de producción

“propios”, por ejemplo, como el trabajador que vive de su propia tierra. (Cf.

Marx 1980: 655 y ss.)

De modo que, el modo de producción capitalista supone la separación

entre los productores, los trabajadores, y la propiedad sobre las condiciones de

realización de su trabajo. Una vez consolidada, la lógica de esta producción

mantiene ese divorcio, reproduciéndolo en escalas cada vez mayores. Así. Dirá

Marx, “el proceso que engendra el capitalismo solo puede ser uno: el proceso

de disociación entre el obrero y la propiedad sobre las condiciones de su

trabajo”, el cual, por una parte, convierte en capital los medios sociales de vida

y de producción, mientras que, de la otra parte, convierte a los productores

directos en “trabajadores asalariados”. De modo que la llamada acumulación

originaria no es mas que el proceso histórico de disociación entre el productor y

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los medios de producción, y se llama originaria porque forma la prehistoria del

capital y del régimen capitalista de producción (Cf. ídem).

Para poder disponer de su persona, esto es, para convertirse en fuerza

de trabajo, el productor directo debía liberarse de la sujeción a otra persona,

sea como esclavo, siervo de la gleba, etc. También, era necesario liberarlo de

las trabas productivas impuestas por la base técnica artesanal heredada del

antiguo régimen, con todas sus reglamentaciones limitantes del trabajo. En

este aspecto, nos dirá Marx, el movimiento histórico que convierte a los

productores libres en trabajadores asalariados representa una liberación –de la

servidumbre y la coacción gremial- para los mismos, siendo este aspecto el

que solamente recuperan nuestros historiadores burgueses para mostrar, de

modo “idílico”, apologético y unilateral, el carácter emancipatorio del moderno

sistema mundo de capital.

Pero, si es observada la otra cara de los hechos, vemos que estos

trabajadores emancipados de la Europa que se está convirtiendo en el centro

dominante del primer sistema-mundo verdaderamente mundial, apenas logran

convertirse en vendedores de sí mismos, una vez que son despojados de todos

los medios de producción y de todas las garantías de vida que las viejas

instituciones feudales les aseguraban. De modo que aquel monumental

proceso de expropiación, que está en la base de la génesis del modo de

producción capitalista y que se constituye como una “acumulación originaria”

necesaria para el establecimiento del sistema del capital, muy lejos de ser

idílico fue inscripto con sangre y fuego en la historia de la moderna sociedad

capitalista.

Así, refiriéndose particularmente al proceso de emergencia del

capitalismo, con centro en Europa, escribe Marx:

“El proceso de donde salieron el obrero asalariado y el capitalista, tuvo como punto de partida la esclavización del obrero. En las etapas sucesivas, esta esclavización no hizo mas que cambiar de forma: la explotación feudal se convirtió en explotación capitalista. Para explicar la marcha de este proceso, no hace falta remontarse muy atrás. Aunque los primeros indicios de producción capitalista se presentan ya, esporádicamente, en algunas ciudades del Mediterráneo durante los siglos XIV y XV, la era capitalista solo data, en realidad, del siglo XVI. Allí donde surge el capitalismo hace ya mucho tiempo que se ha abolido la servidumbre y que el punto de esplendor de la Edad Media, la existencia de ciudades

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soberanas, ha declinado y palidecido” (Ídem: 656; subrayado del autor).

Evidentemente, la naciente clase capitalista debió, también, enfrentar y

subordinar a las antiguas clases dominantes; por ejemplo, los capitalistas

industriales para poder llegar a tales debieron desalojar tanto a los maestros de

los gremios como a los señores feudales, en cuyas manos se concentraban las

fuentes de la riqueza. El ascenso de la burguesía, lejos de ser un desarrollo

“natural” de la historia, es el fruto de una lucha victoriosa contra el régimen

feudal y sus privilegios y, también, contra los gremios y las trabas que estos

imponían al desarrollo de la producción y a la “libre” explotación del hombre por

el hombre.

En la formación de este conjunto de condiciones peculiares que hacen a

la relación social del capital, debe ser destacado y enfatizado el papel

cumplido, en todos los países y regiones – aunque con variadísimos

situaciones y en diferentes momentos históricos, por la expropiación de la

“tierra” de sus productores directos. La expulsión de sus tierras a los

productores directos, provocó la necesaria “esclavización” de los mismos al

mercado de trabajo, viéndose reducidos a “fuerza de trabajo”, estando

obligados a venderse al capital como condición para reproducirse él junto a su

familia. A través de este proceso forzado y salvaje, el régimen de producción

capitalista garantizó su principal presupuesto: la existencia de la mercancía

más especial de todas, aquella que posee la cualidad única de rendir más valor

del que cuesta: la “fuerza de trabajo”.

Este proceso de tránsito del modo de producción feudal al capitalista, en

Europa, no se realizó de un día para otro; mas bien, se fue constituyendo y

ampliando lentamente, en la justa medida en que las nuevas relaciones de

producción iban consiguiendo sobre ponerse a las antiguas, derrumbando sus

instituciones y creando las suyas propias. Varios siglos debieron pasar para

que el sistema del capital se consolide y comience a caminar con sus propios

pies, expandiéndose gradualmente hasta instalar su peculiar relación social en

todos los rincones del mundo.

En este sentido, es importante recordar que el estudio que Marx realiza

en el capítulo que estamos tratando, se refiere específicamente a la

experiencia vivenciada por Inglaterra, la cual es caracterizada por nuestro autor

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como “clásica” en términos del desarrollo concreto de “acumulación originaria”

de condiciones indispensables al funcionamiento de las relaciones capitalistas.

Allí, el proceso que sentó las bases para el nuevo régimen de producción se

constituyó a partir de diversos mecanismos e instrumentos – a veces legales,

muchas otras de pura coerción - desplegados para producir la ruptura de la

vieja estructura económica, su régimen de propiedad de la tierra y el tipo de

relaciones que organizaban la producción; también, la ruptura debía producirse

en las ciudades, donde el la producción “artesanal” impedía liberar las energías

“productivistas” de que el capital se alimenta.

De esta forma, fueron necesarias innumeras persecuciones y

represiones para lograr constituir el llamado “mercado de trabajo” capitalista.

En otras palabras, este proceso de expropiación de los medios de producción a

los propietarios directos, fundamento de la llamada “acumulación originaria”, se

efectivó como una monumental “regresión a la barbarie” para la inmensa

mayoría de los productores, la decadencia y recicle de las antiguas clases –

tanto algunos pequeños propietarios de tierras que se convierten en

arrendatarios, como de varios maestros artesanos que se tornan capitalistas,

como de segmentos feudales que se adaptan al nuevo orden de cosas,

incluyendo la Iglesia- y el triunfo y sus beneficios para la naciente clase

capitalista. En la letra de Marx:

“La depredación de los bienes de la Iglesia, la enajenación fraudulenta de las tierras de dominio público, el saqueo de los terrenos comunales, la metamorfosis, llevada a cabo por la usurpación y el terrorismo más inhumanos, de la propiedad feudal y del patrimonio del clan en la moderna propiedad privada: he ahí otros tantos métodos idílicos de la acumulación originaria. Con estos métodos se abrió paso a la agricultura capitalista, se incorporó el capital a la tierra y se crearon los contingentes de proletarios libres y privados de medios de vida que necesitaba la industria en las ciudades” (Ídem: 672; subrayado del autor).

Como puede apreciarse, la violencia fue el trazo dominante en todo el

periodo de transición, cuando el capital todavía no está lo suficientemente

sólido como para andar por sí mismo. Es esta debilidad la que le impide

consolidarse sin apelar a los métodos más bárbaros a su alcance. El capital

debía ir creando sus condiciones de existencia, lo que implicaba destruir las del

antiguo régimen, pero su estructura era muy insuficiente para hacerlo sin apelar

a grados extremos de violencia contra las poblaciones que no querían perder

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sus costumbres, sus medios de producción, sus territorios, etc. El capital se vio

obligado a forzar este proceso y lo hizo “persiguiendo a sangre y fuego a los

expropiados, a partir del siglo XV”. Dirá Marx al respecto:

“Los contingentes expulsados de sus tierras al disolverse las huestes feudales y ser expropiados a empellones y por la fuerza de lo que poseían, formaban un proletariado libre y privado de medios de existencia, que no podía ser absorbido por las manufacturas con la misma rapidez con que se los arrojaba al arroyo. Por otra parte, estos seres que de repente se veían lanzados fuera de su órbita acostumbrada de vida, no podían adaptarse con la misma celeridad a la disciplina de su nuevo estado. Y así, una masa de ellos fueron convirtiéndose en mendigos, asaltantes y vagabundos; algunos por inclinación, pero los más, obligados por las circunstancias. De aquí que, a fines del siglo XV y durante todo el XVI, se dictasen en toda Europa occidental una serie de leyes persiguiendo a sangre y fuego el vagabundaje. De este modo, los padres de la clase obrera moderna empezaron viéndose castigados por algo de que ellos mismos eran victimas, por verse reducidos a vagabundos y mendigos” (Ídem: 672-3).

De este modo, luego de ser violentamente expropiados y expulsados de

sus tierras y muchos de ellos convertidos en vagabundos, los antiguos

campesinos son encajados a “sangre y fuego” en la disciplina que exigía el

sistema del trabajo asalariado europeo. Durante la génesis histórica de la

producción capitalista, dirá Marx, la burguesía que va ascendiendo, pero que

aún no ha triunfado del todo, necesita y emplea el poder del Estado para

regular salarios, para alargar la jornada de trabajo y mantener al obrero

subordinado, constituyéndose como un factor esencial de la “acumulación

originaria”. Pero, evidentemente, este modelo originario, basado en una

enorme violencia, que es el trazo mas destacado de su génesis, es revela

completamente insuficiente para las aspiraciones del capital.

En la trayectoria de la producción capitalista, una vez superada esta fase

originaria, puede verse como se va conformando una clase trabajadora que a

fuerza de costumbre, de educación, de tradición, se somete a las exigencias de

este régimen de producción como a las más lógica leyes naturales, dirá Marx

(Ídem: 676). Con la consolidación del sistema, la propia organización de la

producción vence todas las resistencias; “la existencia de una superpoblación

relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de trabajo a tono con las

necesidades de explotación del capital, y la presión sorda de las condiciones

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económicas sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero. La

violencia extra económica, todavía se emplea de vez en cuando, pero sólo en

casos excepcionales” (ídem)118.

Siguiendo el ejemplo “clásico” de Inglaterra, puede apreciarse que si

bien la formación de la clase capitalista en el campo, representada en la figura

del “arrendatario” de tierras -que explota su propio capital empleando trabajo

asalariado y con una parte del producto excedente paga al propietario de la

tierra- fue un proceso que llevó varios siglos, y cuyo ritmo de acumulación

estaba dictado fundamentalmente por las demandas provenientes del “mercado

interior” de bienes y artículos básicos de consumo, el cual se difundía al ritmo

de la expropiación de los productores directos de sus medios de producción, y

a lo que inmediatamente se agregará los grandes “descubrimientos” del siglo

XV, lo mismo no ocurrió con el capitalista industrial. Si bien es cierto que

algunos pequeños maestros artesanos y otros tantos pequeños artesanos

independientes se convirtieron en pequeños capitalistas que, luego,

incrementando la explotación del trabajo asalariado acrecentaron sus capitales

y se tornaron señores capitalistas, la evolución de esta clase no es tan lineal.

Para Marx, la Edad Media había legado dos tipo de capitales, dos

formas de capital: el capital usurario y el capital comercial. Según este autor, el

régimen feudal en el campo y el régimen gremial en la ciudad impedían al

dinero capitalizado en la usura y en el comercio convertirse en capital industrial.

Dichas barreras desaparecen con la caída de las fuerzas feudales y la

expropiación de los productores directos. Las nuevas manufacturas eran

construidas ya en los puertos marítimos de exportación, o en lugares del

campo bien alejados del control de las antiguas ciudades y de su régimen

gremial. El capital industrial comienza así a constituirse, a abrirse paso a

“sangre y fuego”, a imponerse como relación social de producción dominante.

Pero, por otra parte, no caben dudas que esta transición no puede ser

explicada ni comprendida efectivamente circunscribiendo apenas el análisis al

área estrictamente europea. Este es, sin dudas, el problema principal que

enfrentan los análisis llamados “euro-céntricos”, los cuales portan un 118 Es importante destacar el hecho de que desde el siglo XVI hasta 1825, año de la abolición de las leyes anti-coalicionistas, las coaliciones obreras son consideradas como un grabe crimen. Será solo en 1871 que el parlamento vota legalizando las tradeuniones. (Cf. Ídem: 678)

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“endogenismo” que restringe sensiblemente el complejo de determinaciones

operantes en la base de los procesos históricos, tornándolos reduccionistas;

este problema del “euro-centrismo”, tan caro a la tradición de “izquierda”

generalmente ha devenido en “progresismo lineal”, esto es, en evolucionismo

mecanicista. Volveremos a esto en el próximo punto.

En efecto, el proceso nada “idílico” de “acumulación originaria” a que nos

estamos refiriendo, cuyas diversas etapas, siempre según Marx, tienen su

centro, cronológicamente, en España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra –

siendo en esta ultima donde a fines del siglo XVII se sintetiza el “sistema

colonial”, el “sistema de la deuda pública”, el “moderno sistema tributario” y el

“sistema proteccionista”, estuvo, desde el primer momento, basado en la “mas

avasalladora de las fuerzas”. En este sentido, dirá Marx: “El descubrimiento de

los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio,

esclavización y entierro en las minas de la población aborigen, el comienzo de

la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente

africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los

albores de la era de producción capitalista”. (Ídem: 688) De modo que, la

“barbarie” se constituyó, desde el inicio, como un trazo característico de la

génesis de este modo de producción.

El llamado “sistema colonial” hacía prosperar aceleradamente el

comercio y la navegación hacia todos los rincones del mundo. Como resultado

del mismo, encontramos un proceso crecientemente arrollador de acumulación

de capital en el centro del naciente sistema-mundo. La dominación a “sangre y

fuego” de las colonias y los volúmenes enormes de riquezas de allí extraídas

eran los elementos fundamentales que posibilitaban dicha expansión de las

relaciones del capital. “El botín conquistado fuera de Europa mediante el

saqueo descarado, la esclavización y la matanza, refluía a la metrópoli para

convertirse aquí en capital” (Ídem: 691) A su vez, las colonias brindaban

mercados para las manufacturas en expansión del centro, posibilitando una

acelerada acumulación que, además, se favorecía enormemente por el

régimen del monopolio propio del “sistema colonial”.

El papel fundamental jugado por el “sistema colonial” se relacionaba, en

el periodo manufacturero, con el hecho de que la primacía en el comercio –

cada vez mas mundializado- permitía la supremacía industrial en los espacios

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centrales de la acumulación. Mas tarde, con el afianzamiento de las relaciones

propiamente capitalistas, esta relación se invierte, y la supremacía industrial es

la que permite el dominio comercial.

Por otra parte, el “sistema de la deuda pública”, que tiene como agente

principal a los nacientes estados de Europa, se constituye como una palanca

decisiva del proceso de “acumulación originaria” en estos países. El Estado de

naciente sistema mundo capitalista, desde el inicio, lleva el sello de la

alienación. Con el surgimiento de este sistema de la deuda pública, que el

Estado debe garantizar por medio de sus ingresos y que, a su vez, engendra a

los modernos bancos como sus instrumentos ejecutivos esenciales, se crea el

“sistema tributario” moderno, que tiene su eje de acción en los impuestos sobre

los artículos de primera necesidad, los que se encarecen notoriamente. Marx

destaca también el “sistema proteccionista” -al que caracteriza como “un medio

artificial para fabricar fabricantes”- y las “guerras comerciales” como vástagos

del verdadero periodo manufacturero que se desarrollaron en proporciones

gigantescas en los años de infancia de la “gran industria” (Cf. ídem: 694).

A modo de síntesis, puede decirse que la “acumulación originaria del

capital” significa la expropiación del productor directo, esto es, la destrucción de

la propiedad privada basada en el trabajo. En oposición a la propiedad social,

la propiedad privada existe allí donde los instrumentos e trabajo y las

condiciones externas del mismo son propiedad de “particulares”, pero su

carácter cambia sustancialmente según estos particulares sean personas que

trabajan o que no lo hacen. La propiedad privada del trabajador sobre sus

medios de producción, nos dice Marx, es una condición necesaria para el

desarrollo de la producción social y de la libre individualidad del propio

trabajador.

Un régimen basado en estas características supone la distribución de la

tierra y de los demás medios de producción, esto es, excluye la concentración

de los mismos. También, excluye la cooperación, la división del trabajo dentro

de los procesos de producción, el dominio social sobre la naturaleza, el libre

desarrollo de las fuerzas sociales productivas, etc. Sólo es compatible con los

estrechos límites de una producción primitiva, elemental de la sociedad, por lo

cual no tiene sentido reivindicarlo hoy ni querer generalizarlo.

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Podría decirse que este régimen encuentra sus figuras clásicas en el

campesino que trabaja su propia tierra y el artesano que maneja su instrumento

como un virtuoso. La destrucción de estas figuras sociales, como condición

necesaria para la transición al capitalismo, significó la reunión de una enorme

variedad de pequeñas propiedades en pocas propiedades gigantes, siendo

esta, como vimos, la sustancia del proceso de “acumulación originaria”. De su

destrucción, florece la transformación de los medios de producción individuales

desperdigados en medios concentrados de producción. Así, la transición de

unas relaciones de producción a otras cualitativamente distintas se constituye –

por lo menos en el ejemplo “clásico” de Europa Occidental- como un proceso

por medio del cual la propiedad privada fruto del propio trabajo y basada en la

compenetración del trabajador individual e independiente con sus condiciones

de trabajo, es devorada por la propiedad privada capitalista, basada en la

explotación de trabajo ajeno, aunque este sea formalmente libre (Cf. Ídem:

699).

Una vez que este proceso resulta en la consolidación de las condiciones

necesarias para el “natural” funcionamiento del régimen capitalista de

producción, esto es, una vez que los trabajadores se convierten en asalariados

y sus condiciones de trabajo en capital, la marcha del proceso de acumulación

hace que la expropiación tome una forma nueva. Como vimos en el capitulo

anterior, la lógica de la acumulación del capital lleva a que la expropiación,

ahora, se realice entre los mismos capitalistas, a través de un proceso en

donde pocos capitalistas absorben a muchos, provocando un nivel mayor de

“centralización” del capital. Al respecto de esta dinámica inherente a la relación

social del capital, proyecta Marx:

“Paralelamente con esta centralización del capital o expropiación de muchos capitalistas por unos pocos, se desarrolla en una escala cada vez mayor la forma cooperativa del proceso de trabajo, la aplicación técnica conciente de la ciencia, la explotación sistemática y organizada de la tierra, la transformación de los medios de trabajo en medios de trabajo utilizables sólo colectivamente, la economía de todos los medios de producción al ser empleados como medios de producción de un trabajo combinado, social, la absorción de todos los países por la red del mercado mundial y, como consecuencias de esto, el carácter internacional del régimen capitalista. Conforme disminuye progresivamente el número de magnates capitalistas que usurpan y monopolizan este proceso de transformación, crece la masa de la miseria, de la opresión, del esclavizamiento, de la

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degeneración, de la explotación; pero crece también la rebeldía de la clase obrera, cada vez más numerosa y más disciplinada, más unida y más organizada por el mecanismo del mismo proceso capitalista de producción. El monopolio del capital se convierte en grillete del régimen de producción que ha crecido con él y bajo él. La centralización de los medios de producción capitales y la socialización del trabajo llegan a un punto que se hacen incompatibles con su envoltura capitalista (...) Ha sonado la hora final de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados” (ídem: 699).

Sin dudas, por otra parte, esta proyección de Marx precisa ser

problematizada en nuestros días, una vez que el régimen de producción

capitalista se encuentra en su fase de madurez y la “astucia de su razón” se

demostró muy efectiva a la hora de sobrellevar las contradicciones generadas

por el despliegue de su lógica. Sin embargo, más allá de cualquier

determinismo histórico, de cualquier finalismo lógico de la historia, creemos que

las condiciones subyacentes al análisis marxiano de la acumulación del capital,

o sea, la contradicción ineliminable entre el desarrollo de las fuerzas

productivas sociales y su “envoltura” capitalista- continúan siendo la médula

explosivamente contradictoria de este orden social, aunque esté hoy muy claro

que, para su superación histórica, se precisará la intervención de un sujeto

colectivo que la lleve a cabo, el cual, como quedó bien demostrado en la

experiencia política de los últimos dos siglos, está cada vez mas lejos de ser

una consecuencia lógica “necesaria” del desarrollo capitalista.

Así, concluye Marx, la propiedad privada capitalista es la primera

negación de la propiedad privada individual, basada en el propio trabajo. Pero,

la producción capitalista engendra las condiciones para su segunda negación:

“la negación de la negación”. Esta, en la proyección marxiana, no restaura la

propiedad individual ya destruida, sino una propiedad individual que recoge los

progresos de la era capitalista: es una propiedad individual basada en la

cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los medios de

producción producidos por el propio trabajo (Ídem: 700).

Con relación a este proceso de transformación de las estructuras

materiales socialmente producidas que da sentido a toda la formulación

marxiana, varias han sido – y continúan siendo hoy – las polémicas y las

controversias. Una de ellas, protagonizada por el propio Marx, decía al

respecto de la concepción de proceso histórico que el célebre comunista

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sostenía; la existencia o no en su teoría de una “legalidad” que rige el

movimiento histórico -del tipo de la “filosofía de la historia” hegeliana-, la cual

iría desarrollándose ampliadamente hasta abarcar todas la áreas del mundo y

se reflejaría como la expansión del modo capitalista de producción. Desde una

tal perspectiva, lineal y desarrollista, que no pensamos sea la de Marx aunque

sí la de muchos grupos de “marxistas”, las llamadas sociedades atrasadas

deberían pasar por las sucesivas etapas que pasaron las naciones

desarrolladas, repitiendo tardíamente aquél modelo europeo “clásico” de

desarrollo.

Es justamente sobre esta cuestión que, luego de la publicación del libro I

de El Capital, se genera una polémica entre los llamados “populistas rusos” y el

propio Marx en torno del capítulo XXIV sobre la “acumulación originaria”.

Sucintamente, los rusos interpelan a Marx sobre algunas afirmaciones allí

vertidas119 –también pueden encontrarse otras en textos de combate como El

Manifiesto de 1848- al respecto de si la trayectoria histórica propia de la Europa

Occidental –objeto del análisis de Marx en el capítulo citado- debía

reproducirse inexorablemente en el resto de las regiones del mundo,

específicamente en Rusia. Lo que podría traducirse de la siguiente manera:

siendo Rusia un país “atrasado”, donde las relaciones capitalistas son muy

embrionarias y el proceso de acumulación originaria está muy lejos de ser

completado, ¿se puede realizar la revolución socialista sin pasar “primero” por

el capitalismo?¿Son éstas condiciones capitalistas afirmadas “necesarias” para

el pasaje al socialismo? Estos interrogantes serán decisivos y dividirán aguas

en la escena política Latinoamérica a lo largo de todo el siglo XX, siendo

justamente por esto tan importante retomarlos críticamente hoy a la hora de

pensar nuestra América desde ella misma.

Sin entrar mucho en esta ardua polémica120, bástenos con mencionar

algunos de sus nudos nucleares. El problema de los populistas rusos era si,

119 Es importante rescatar que en la edición francesa de El Capital, de 1875, se incluyen ya ciertas correcciones a este respecto, donde el fragmento que decía “[...] todos los países de Europa Occidental recorren el mismo movimiento” es corregido por la afirmación de que “Sólo en Inglaterra, y es por eso que tomamos este país como ejemplo, dicha expropiación reviste su forma clásica” (Ver Dussel; 1990: 256).

120 Un rico desarrollo de la misma puede encontrase en Enrique Dussel: El último Marx (1868-1882).

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para abrazar el socialismo, debían, primero, destruir las “comunidades rurales”

que eran propias del régimen agrario precapitalista imperante en Rusia, o si,

“sin conocer todos los tormentos del sistema capitalista” podrá recoger todos

sus frutos por el camino de desarrollar sus propias peculiaridades históricas”;

esto es, si dichas comunidades rurales podían servir como puntos de partida de

una transición al socialismo. A esto, Marx responde que: “El capítulo de mi libro

que versa sobre la acumulación originaria se propone señalar simplemente el

camino del que, en la Europa Occidental, nació el régimen económico

capitalista del seno del régimen feudal.” (Marx apud Dussel; 1990: 254) Y,

continúa Marx: “mi critico – Chernishevski – quiere convertir mi esbozo histórico

sobre los orígenes del capitalismo en la Europa Occidental en una teoría

filosófico-histórica sobre la trayectoria general a que se hallan sometidos

fatalmente todos los pueblos, cualquiera que sean las circunstancias históricas

en que ellos concurran.”(ídem: 255)

Mas tarde, en febrero de 1881, cuando hacia ya varios años que Marx

estaba dedicado a estos temas, llegará de Ginebra la carta de Vera Zasúlich

expresando: “...no ignora usted que su Capital goza de gran popularidad en

Rusia (...) En los últimos tiempos hemos solido oír que la comuna rural es una

forma arcaica que la historia, el socialismo científico, en una palabra, todo

cuanto hay de indiscutible, condenan a perecer. Las gentes que predica esto se

llaman discípulos por excelencia de usted: “marxistas” (...) nos interesa su

opinión al respecto y el gran servicio que nos prestaría exponiendo sus ideas

acerca del posible destino de nuestra comunidad rural y de la teoría de la

necesidad histórica para todos los países del mundo pasar por todas las fases

de la producción capitalista” (ídem: 257).

Se sabe que Marx escribió cinco textos, cuatro de los cuales fueron

borradores de respuesta a la carta de Vera Zasúlich. Marx responde que sus

investigaciones en El Capital no daban argumentos ni a favor ni en contra de la

cuestión de la comunidad rural rusa, puesto el grado de abstracción en que el

análisis se sitúa en dicha obra. Para llegar a determinados problemas

concretos era necesario un detallado desarrollo de las categorías que permitan

construir las mediaciones teóricas necesarias. Desde una perspectiva política,

es claro en la carta el apoyo a los “populistas rusos” –que eran convictos de las

posibilidades de las comunidades rurales como “punto de apoyo” de una

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transición al socialismo- con los cuales Marx mantenía contacto hacia varios

años, especialmente a través de Danielson. En varias expresiones Marx se

manifiesta a favor del pasaje de la propiedad comunal a la propiedad socialista,

sin desconsiderar los límites concretos de las mismas, “todas las miserias que

la oprimen”, pero rechazando cualquier supuesta unilateralidad del proceso

histórico; cualquier fatalidad histórica.

Esta polémica con los revolucionarios rusos, desarrollada en sus últimas

décadas de vida y alimentada por las sucesivas derrotas del movimiento

operario en los países capitalistas desarrollados, muy especialmente luego del

resultado político de la “Comuna de París” de 1871, permitió clarificar un

problema fundamental: los sistemas económicos históricos no siguen una

secesión lineal en todas partes del mundo. Europa Occidental no es la

anticipación del proceso por el cual han de pasar obligatoriamente los países

“atrasados” – núcleo duro de las ideas del “desarrollismo”. En el mismo

momento, se abría la posibilidad de pensar en varias vías del desarrollo

histórico, de acuerdo a las particularidades de cada región y,

fundamentalmente, a la posición ocupada en el sistema-mundo.

Finalmente, este problema nos interesa porque estuvo muy presente en

América Latina durante el siglo pasado. La pregunta sobre la existencia o no de

las condiciones “objetivas” para la revolución socialista, de las etapas que era

necesario transitar, de la necesidad de desarrollar el capitalismo como

precondición del socialismo, todos temas que ganaron un protagonismo

enorme, el cual, muchas veces, fue resuelto a favor de una perspectiva

“evolucionista”, lineal, como una evidencia la “invasión positivista” sufrida por

buena parte de marxismo latinoamericano. De modo que, a la hora de pensar

nuestra América y su transformación radical no podemos subestimarlos ni

dejarlos olvidados como parte de una pasado sordo, ciego y mudo.

El pensamiento histórico-crítico en nuestra América

Se trata de recuperar, redescubrir, reconstruir - desde una perspectiva

crítica, con base en el materialismo histórico - las intersecciones, los nexos y

mediaciones existentes dentro del amplio y heterogéneo campo llamado

pensamiento crítico latinoamericano. Este, se gestó al calor de los procesos

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productivos y las luchas desarrolladas en nuestras sociedades a lo largo de la

historia moderna. Fue fecundado por las experiencias históricas revolucionarias

de Europa, aunque con la preocupación de no quitar la vista de las concretas

condiciones de la realidad, de modo de no caer en una visión lineal y supra-

histórica de “lo latinoamericano”121.

Dicho pensamiento crítico o libertario en América latina, remonta sus

raíces históricamente más cercanas a figuras como Bolívar y Martí122, entre

otros, y solo más tarde se encontrará y complementará con el marxismo, tanto

a través de representantes nacidos en sus países de la tralla de un Mariátegui

o un Guevara, como del marxismo de todas las latitudes, particularmente por

aquélla vertiente paradójicamente adjetivada como “marxismo crítico” (Cf.

Casas; 2006: 93) En este sentido, desde Gramsci hasta Mao; de Lénin a

Trotski, pasando por los avatares de la III Internacional comunista en su poco

más medio siglo de existencia, muchos han sido las intersecciones y los nexos

propiciados por el particular sistema de mediaciones que envolvieron a la

experiencia teórico-política de liberación en latino-América en los ultimo dos

siglos (desde los procesos de independencia que acabaron en la formación de

los Estados nacionales); por esto, resulta sumamente complejo reconstruir las

diversas influencias de que se nutre y despliega el llamado pensamiento crítico

en América Latina.

Se parte del supuesto de que, particularmente, existe un “marxismo

latinoamericano” (sobre todo a partir de Mariátegui y otros) que puede

121 Entendemos aquí a América Latina como una unidad contradictoria, una particularidad, cuya dinámica es resultado de un complejo de determinaciones que, dialécticamente, la contienen y la superan. Por otra parte, esta unidad de diversos que es “nuestra América”, en su desarrollo histórico concreto, lanza determinaciones sobre el proceso total y sobre las realidades singulares. Así, lejos de una mera nomenclatura, y más lejos aún de una especie de apología de cualquier regionalismo, “nuestra América” se torna un momento concreto (esto es, no una mera idea) del proceso histórico; una realidad particular, viva y operante. Su proceso histórico se efectiva de acuerdo con las condiciones y circunstancias que hacen de América latina una “particularidad” histórico-social. Es en este preciso sentido que hablamos de la necesidad de recuperar y reconstruir el pensamiento crítico y genuino latinoamericano; no por un localismo estrecho, sino por fidelidad al objeto de análisis: la actualidad del capitalismo en América Latina, y los desafíos que presenta para la profesión de Servicio Social.

122 Algunos autores sostienen que los antecedentes históricos del pensamiento latinoamericano de la emancipación pueden remontarse al Siglo XVI, con las declaraciones del Padre Bartolomé de las Casas, en México, que denunciará enfáticamente el exterminio de la población nativa en los marcos de la colonización de América, antes los convenientemente ensordecidos oídos de la Corona y la Iglesia españolas.

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vincularse a una tradición crítica de pensamiento - amplia y heterogénea pero

con una unidad – que se desarrolló en América Latina y expresó a través de

diversas formas históricas. Al pensamiento surgido de las teorías subyacentes

y operantes en sus luchas emancipatorias llamamos pensamiento crítico o

teoría crítica latinoamericana, que recién en el siglo XX recibirá la contribución

del marxismo. Este, de manera decisiva, se tornará una herramienta

fundamental en la búsqueda de transformar la realidad particular de estas

tierras, a partir de comprender sus específicas experiencias socio-históricas -

como diría G. Lukács, contribuyendo decisivamente para la comprensión “del

ser precisamente así” de las mismas.

Numerosas experiencias de luchas sociales latino-americanas recibirán

influencia del marxismo (el genuinamente crítico, y no el dogmático)123, el que

confluirá con las vertientes del pensamiento de la emancipación en América.

Seguramente, el ejemplo emblemático de esto es el ciclo de luchas por la

“Segunda Independencia”, que se desencadena en los marcos de la segunda

posguerra mundial, y en nuestra América se particulariza en la Revolución

cubana de 1959. En este sentido, la forma correcta de plantear el problema de

las relaciones, nexos e intersecciones, entre el “pensamiento crítico

latinoamericano” (fruto del acumulo político-cultural construido en las

experiencias de luchas sociales, de las luchas de clase en América) y el

materialismo histórico consistiría en entenderlos como momentos

complementares, que se retroalimentan y de ninguna manera son excluyentes

ni antagónicos124.

Es este, entonces, un pensamiento crítico que nutriéndose de la teoría

social marxiana y la tradición marxista (destacándose aquellos que se

preocuparon con los problemas de las revoluciones en la periferia del sistema),

precisa avanzar más que eso; precisa reactualizar, revisar, muchas cuestiones

123Dirá Casas, así como el llamado pensamiento crítico latinoamericano, libertario o de emancipación, no se limita al campo del marxismo, no puede considerarse a todo y cualquier marxismo formando parte del pensamiento crítico.

124 Desde nuestra perspectiva, cualquier formulación que pretenda colocar en términos (necesariamente) antagónicos esta relación teórico-filosófica y de cultura política en América Latina, estará condenada al reduccionismo en el pensamiento, no logrando captar la concretización histórica del principio dialéctico, la justa relación, entre el problema de una unidad (latinoamericana) y la efectiva diversidad que en ella se hace presente.

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de la experiencia histórica y redefinir estrategias y modalidades de creación en

lo real; es apenas en este sentido esencial que se precisa ir más allá de los

clásicos, y no por una ansiedad de “lo nuevo”.

En este sentido, si observamos la experiencia histórica latinoamericana

propiamente dicha, vemos que se ha reunido bajo el nombre de Primera

Independencia a los procesos políticos y las luchas sociales acaecidas en el

continente desde finales del siglo XVIII e inicios del siguiente, que expresaban

el agotamiento del “sistema colonial” característico del amanecer moderno de

América. En el transcurso de estas luchas por la independencia se encuentran

presentes una diversidad de corrientes teórico-ideológicas que, en mayor o

menor medida, o bien repetían y extrapolaban modelos los extranjeros en boga

(es dable recordar que muchos procesos de independencia nacional fueron

patrocinados por las propias potencias extranjeras en ascenso histórico;

especialmente Inglaterra en América), o bien se combinaban con ideas

surgidas de los procesos singulares, de acuerdo con el examen de las

condiciones socio-históricas concretas y con proyectos de genuina

independencia.

No fueron pocas las experiencias donde la dinámica de las

circunstancias específicas provocó la emergencia de ideas que, si bien nunca

estuvieron precisamente formuladas, no eran una mera repetición

“conveniente” de los modelos socio-políticos y económicos engendrados en

Europa o Norte América125. En este sentido, pueden reconocerse, en la

experiencia histórica latinoamericana, pensamientos – muy desiguales, por

cierto – que buscaban hacerlo desde un “nosotros mismos”, o desde una

independencia mucho más efectiva, auténtica, genuina y radical, que la

resultante históricamente en la gran mayoría de las naciones americanas; una

universalidad más verdadera.

Si tomamos el ejemplo de Haití – la antigua isla de Santo Domingo que

fuera una importante colonia del imperio francés –, puede decirse que la

“revolución de los jacobinos negros”, donde se decide abolir la esclavitud y la 125 En este sentido, es importante reforzar la idea de que los resultados históricos no son inexorables; no están predeterminados. La Historia, no obstante las probabilidades, las tendencias dominantes en lo real, está abierta a la dinámica de las fuerzas sociales presentes, que portan intereses, formulan proyectos societarios y se mueven políticamente en función de los mismos.

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servidumbre en la alborada del siglo XIX, acabará masacrada (por la

emancipatoria “revolución francesa”) por poner en cuestión el carácter

oligárquico y elitista que los proyectos de Independencia latinoamericanos

querían mantener y que finalmente lograron. Otros ejemplos son las luchas de

Hidalgo y Morelos en México o las de José Artigas en las “Provincias unidas del

sur”, y pueden encontrarse fuerzas libertarias en todos o casi todos los

procesos independentistas. Por otro lado, estos episodios de lucha social no

anula que, en algunos países de nuestra América, los procesos de

independencia hayan asumido una “conducción por lo alto” más transparente, o

que desde el inicio hayan sido diseñados a la medida de las elites.

Durante el periodo de la Primera Independencia, merecen destacarse El

Plan del argentino Mariano Moreno, la figura emblemática de Simón Bolívar y la

férrea actitud independentista de Morelos, entre otros. De acuerdo con el

estudio de Casas (2006), Bolívar fue reclamado por figuras revolucionarias de

enorme relevancia en la historia de nuestra América, como Francisco Bilbao,

José Martí, Fidel Castro y Ernesto Guevara, entre otros, y actualmente, ha

recobrado potencia con el desarrollo de la “revolución bolivariana” en

Venezuela. Además de gran militar, estadista y pensador, el libertador se

revela un buen escritor; su potencia consiste en que logró conjugar la claridad

conceptual y doctrinaria con una clara visión estratégica, basada en principios

progresistas de organización política y democrática, pero anclado en un fuerte

realismo político que le permitió adaptarse a los vaivenes del proceso de la

independencia. Tuvo una visión americana, aunque meridional, afirma Casas

(ídem: 99)126.

126 Cabe mencionar aquí, el artículo que Marx escribiera sobre Bolívar, 1858, titulado “Bolívar y ponte” (remitimos, para esta polémica, al trabajo de José Arico: Marx y América Latina, de 1982). Según Casas, allí el libertador es retratado a partir de residuos de cierta concepción hegeliana de los “pueblos sin historia” y un anti-bonapartismo prejuicioso que hicieron ver al latinoamericano como una especie de monarca autoritario; un Napoleón en la periferia. Dicho artículo, que es sin dudas lateral en la obra marxiana, abonó al desencuentro de las tendencias revolucionarias al interior de llamado pensamiento crítico, generando divisiones y falsos antagonismo, siempre bien aprovechados por las clases dominantes de aquí de mas allá. Por otra parte, tampoco concordamos con las perspectivas no-marxistas o pos-marxistas que ven en dicho artículo una “clara y cristalina” muestra del euro-centrismo del pensamiento de Marx. Si se tiene una lectura del conjunto de la obra marxiana, que tome en cuenta los análisis de tipo político y otros textos donde aborda la cuestión nacional y colonia o, mas específicamente, la polémica por la caracterización de las comunas rurales en Rusia, puede verse que este supuesto euro-centrismo de Marx no es más que un artilugio ideológico más para amputar de la realidad latinoamericana la perspectiva revolucionaria inaugurada por el célebre alemán.

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Según el análisis de Retamar (2004), una vez consolidado el proceso de

Independencia, podrían identificarse dos grandes vertientes del pensamiento

político-cultural en América presentes en el nacimiento de los Estado-nación en

el continente, que lo acompañaron en su desarrollo histórico a lo largo de todo

el siglo XIX y buena parte del XX. Podría decirse que estas dos vertientes

buscaban modelar la constitución inicial de nuestros países y se oponían, se

enfrentaban, en intensas luchas ideológico-políticas de las que una salía

victoriosa. En este cuadro, la vertiente triunfadora, que se volvió dominante, se

proponía diseñar una patria según las necesidades del criollo, esto es, de los

europeos nacidos en América. Así, según este autor, la cosmovisión que

prevalece y se instala como “oficial” en la historia estaría caracterizada

esencialmente por “el diseño de la patria del criollo” (Cf. Retamar: 2004: Clase

II).

Referencias fundamentales de esta vertiente de pensamiento, que es

expresión del proceso particular latinoamericano, serían el “gran prócer”

argentino Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi y Esteban

Echeverría; el venezolano Andrés Bello; el chileno Victorino Lastarria; el

cubano José Antonio Saco; el mexicano Justo Sierra, entre otros; todos ellos

grandes pensadores, hombres de letras, “grandes fundadores de pueblos”,

preocupados por diseñar coherentemente “patrias a la medida del criollo”

(ídem). Para A. Casas, estos pensadores:

“Asumen la derrota del ideal latinoamericanista y jacobino de varios de los líderes independentistas, y en no pocos casos la ‘celebran’. Se proponían diseñar patrias propias, que se imaginaron como homólogas o como versiones transatlánticas de los países europeos del capitalismo central, o también, progresivamente, otros se identificaron con el modelo político y cultural de Estados Unidos (como Sarmiento y Alberdi). De ahí el anhelo, en varios de estos pensadores, de estimular la inmigración blanca, europea, y el haber facilitado la condición neo-colonial que usufructuaron las nuevas metrópolis, como fundamentalmente Inglaterra. Aquí la patria dejaba de ser América, como para Bolívar, y pasaba a ser cada nación particular, con un anhelo claramente europeizante-occidentalizante, con base en aquellos modelos mas o menos importados acriticamente (Casas; 2006: 101).

Otro trazo determinante que caracteriza a esta vertiente de pensamiento

(que, es bueno aclarar, no es homogénea; esto es, deben distinguirse

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concepciones racistas como las de Sarmiento o, por momentos Alberdi, con

Bello, por ejemplo, que tiene una visión más amplia de lo americano) esta dado

por el hecho de que es en su campo donde se instalará la “célebre” polaridad

civilización o barbarie, presentándose, naturalmente, como expresión de la

primera ante lo “atrasado”, lo “salvaje”, lo “bárbaro”.

La segunda vertiente de pensamiento que destaca Retamar (2004), que

estuvo muy presente en el proceso de la Primera Independencia pero resultó

derrotada, podría resumirse en: “o inventamos o erramos”; está representada,

principalmente, por figuras como el venezolano Simón Rodríguez (maestro de

Bolívar), el chileno Francisco Bilbao127, entre otros, que rechazaron

enfáticamente “la gran hipocresía de cubrir todos los crímenes y atentados con

la palabra civilización”, refiriéndose al expreso pedido de gentes “civilizadas”

como Sarmiento, por ejemplo, de exterminio de indios y gauchos de estas

tierras. Lejos de cualquier “provincianismo autóctono”, o cualquier

“particularismo anacrónico”; de cualquier “anti-occidentalismo estrecho” o “anti-

modernidad”, estos pensadores van a constituirse en “puente ideológico-

cultural y político” entre el jacobinismo y el latino americanismo de algunos

líderes de la Primera Independencia, especialmente de Bolívar - más tarde de

José Martí, Rodó, Vasconcelos, hasta Césaire.

No cabe en este trabajo un desarrollo más profundo de los fundamentos

de esta perspectiva crítica fundante de lo que aquí estamos llamando

“pensamiento histórico-crítico latinoamericano”; baste apenas con este párrafo

de Bilbao para graficar la radicalidad de que el mismo era portador:

“Colonización, inmigración, gritan los políticos. ¿Porqué no colonizáis vuestra tierra con sus propios hijos, con vuestros propios hermanos, con sus actuales habitantes, con los que deben ser sus propietarios y poseedores? (...) La conquista otra vez se presenta. Las viejas naciones piráticas se han distribuido el Continente y debemos unirnos para salvar la civilización americana de la invasión bárbara de Europa.”(Bilbao apud. Casas; ídem: 102)

127 Remito al lector al texto de Bilbao: “Iniciativa de la América”, de 1865, donde podrá apreciarse muy claramente la contraposición de este pensador con concepciones como las de Sarmiento, por ejemplo; o con el propio modelo de los Estados Unidos del Norte de América. En pocas páginas Bilbao desarrolla su crítica al “modelo civilizatorio” que se ha consolidado con la Primera Independencia.

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La consolidación de los proyectos de patrias “a la medida de criollo”,

como resultado de la Primera Independencia en América, consolida aquella

matriz ideológica cultural que, para las últimas décadas del siglo XIX, ya se

verá fundida con las concepciones liberales y positivistas que la hegemonía

inglesa traería consigo a nuestro continente. Para finales de siglo, el

positivismo ya ha penetrado hondamente en el pensamiento

hispanoamericano, aunque conviviendo con un insipiente y tímido socialismo

de cariz utópico. Por su parte, el liberalismo procurará homogeneizar las

“sociedades civiles” latinoamericanas, tornándose - por medio del reformismo

liberal - una fuerza importante en el proceso de transición hacia las relaciones

sociales específicamente capitalistas.

De acuerdo con Casas, fueron fundamentalmente dos los obstáculos

que impidieron que este reformismo liberal abriera lugar a una revolución

democrático-burguesa y a un desarrollo nacional autónomo en América latina;

por un lado, la pérdida de dirección del bloque liberal, por parte de las

pequeñas burguesías y las capas medias, que termina en manos de un “neo-

latifundismo agresivo”. El segundo, fue la expansión del imperialismo - ahora

norteamericano - a partir de los años 1880. Estos vectores conforman el

cuadrante histórico que marcará la reflexión y la acción política de pensadores,

movimientos y organizaciones de nuestra América a finales del siglo XIX e

inicios del XX (Cf. ídem: 103).

Sin dudas, uno de los más altos puntos del pensamiento histórico-crítico

del latinoamericano es el cubano José Martí. Según Casas, un hombre de

letras que supo combinar la aguda reflexión con la praxis política; sus

concepciones se fundamentaban en un contenido fuertemente anti-imperialista,

latinoamericanista y democrático popular (Cf. Ídem: 104). En su célebre ensayo

de 1891: “Nuestra América”, puede encontrase evidencias preciosas de la

calidad de su pensamiento, la lucidez con la que denuncia el peligro de

mantenerse en el “extranjerismo” en que estaban sumergidas las elites

gobernantes e importantes segmentos de las recientemente creadas naciones

latino-americanas.

Anti-racista por excelencia y contrario a la polaridad “sarmientina” entre

“civilización y barbarie”, Martí se ocupa sabiamente de los problemas derivados

de la implantación de modelos políticos y sociales foráneos, extrapolados a

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nuestra particular realidad sub-continental. Para él, se trataba de una batalla

por recuperar las propias raíces de nuestros pueblos, de erguir a Nuestra

América sobre bases políticas auténticamente democráticas que hagan causa

común con los oprimidos, incorporando efectivamente al indio, al negro, al

campesino; la creación genuina debía tomar el lugar que ocupaba la copia, de

la imitación; la unidad de los pueblos de nuestra América se torna

indispensable para enfrentar el mayor peligro que la amenaza de muy cerca: el

imperialismo norteamericano en ascenso. Martí observó, con impar lucidez, la

vigorosidad de las tendencias expansionistas del imperialismo norteamericano

y las consecuencias para nuestra América, y desde allí exaltó la necesidad de

una Segunda Independencia de la América española.

Otra referencia insoslayable de esta vertiente crítica latinoamericana es

José Carlos Mariátegui (1894-1930), unánimemente considerado uno de los

primeros y más relevantes representantes del marxismo en América Latina. Al

igual que Martí, Mariátegui es un gran escritor crítico de la realidad que lo

circunda; centrará sus preocupaciones en comprender las condiciones

particulares en que deben pensarse y desarrollarse los proyectos societarios y

las estrategias políticas de transformación de las estructuras de la opresión y la

explotación en América Latina, muy especialmente en su país: Perú.

Desde las primeras décadas del siglo XX, y junto a otros pensadores de

la revolución en nuestra América – como el chileno Emilio Recabarren; los

cubanos Martínez Villena y Julio Mella; Emilio Frigoni en Uruguay y el

“anarquismo peculiar” de González Prada en Perú –, hasta su temprana muerte

en 1930, cuando apenas contaba con 36 años, Mariátegui intentará pensar las

circunstancias socio-históricas propias de nuestras naciones para, a partir de

allí, revolucionarlas en un sentido emancipador; el contenido de dicho proyecto

societario de Mariátegui, claramente, está inspirado en el socialismo. Al mismo

tiempo, en URSS se están gestando las bases de lo que sería conocido como

“marxismo oficial”, una vez que el proceso de stalinización de la III Internacional

experimentara un despliegue implacable que posibilitó una presencia y un

protagonismo fuerte en los procesos políticos latinoamericanos a lo largo de

buena parte del siglo pasado128.

128 Su estancia “obligada” en Europa, le permitió profundizar y acrecentar su formación teórico-ideológica. El contacto directo con la realidad política de Italia -país donde residió durante esos

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Este revolucionario peruano muere en el amanecer de dicho proceso,

aunque divisando claramente las tendencias que lo empujaban. Del conjunto

de reflexiones contenidas en su obra, pueden inferirse posiciones teórico-

políticas bien diversas a las asumidas por los Partidos Comunistas

Latinoamericanos desde 1930, cuando comenzaron a moverse dentro la orbita

controlada por la III Internacional Comunista ya stalinizada. Como es sabido, la

complicación de las revoluciones en la Europa occidental desarrollada - que

para Lénin era determinante fundamental de las posibilidades históricas de

avance del proceso revolucionario en la naciente República de los Soviets, y la

muerte prematura del principal líder bolchevique en 1924, junto con las

complicaciones político-organizativas derivadas de tal hecho trágico, tuvieron

una importancia decisiva para la consolidación de aquellos sectores

conservadores en la dirección política del proceso.

De modo que, al momento de la muerte de Mariátegui, las primeras

señales claras del agotamiento de aquellas energías civilizatorias que

irrumpieron en todos los ámbitos de la vida social, muy especialmente en el

mundo de las ideas, desde inicios de siglo, comenzaban a evidenciarse. La

revolución en “occidente” no prosperó, más bien retrocedió en aquellos tiempos

de ascendencia histórica de los fascismos en Europa; la revolución soviética

también se estancó, no obstante sus increíbles niveles de “crecimiento”

económico, que convirtieron a la URSS en una súper-potencia mundial,

especialmente en el plano militar, justamente, a partir del afianzamiento de

Stalin en las riendas del PCUS.

En este sentido, y aunque parezca una redundancia, decimos que el

marxismo de Mariátegui es “creador”. Se forja en aquellos años dorados de la

crítica marxista y bebe de ellos. Fue ese “mirador crítico del marxismo” lo que

años de exilio y que vivía intensas jornadas de luchas sociales -, donde la emergencia, como protagonista central en el escenario político nacional, del proletariado industrial del “rico y desarrollado” norte italiano confirmaba las tendencias históricas desarrolladas por la crítica teórica marxiana al desarrollo de la acumulación capitalista. Mariátegui vivencia y se nutre de ese excepcionalmente rico proceso de formulación teórico-política que, amamantado por la revolución de los bolcheviques de 1917 en Rusia, reunía a figuras con pensamientos de una envergadura como la de un Lénin, un Gramsci, una Rosa de Luxemburgo, un Lukács, entre muchísimos otros fundamentales. El marxismo de Mariátegui se forja, justamente, en ese ambiente histórico, donde la creación de la III Internacional responde a un movimiento auténticamente revolucionario; donde las energías emancipatorias de la primera revolución socialista triunfante de la historia estaban más vivas y fértiles que nunca.

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le permitió formular en tan precisos y preciosos términos, con una efectividad

histórica en el análisis que pocas volvió a repetirse en el pensamiento critico

latinoamericano, “El problema del Indio” en América - especialmente en el

Perú de los incas.

Para él, por otra parte, la “burguesía” latinoamericana había llegado muy

tarde a la escena histórica, lo que las condenaba a la dependencia y la

sumisión con respecto del poder económico-político y militar del imperialismo.

En el contexto del modo de producción capitalista, dirá, los países de nuestro

continente están inevitablemente destinados a ser dominados por el

imperialismo y los monopolios internacionales. La única alternativa para

escapar de tan perversas relaciones es tomar el camino del socialismo (Cf.

Casas; 2006: 109).

Su libro más importante, los “Siete ensayos de interpretación de la

realidad peruana”, es considerado el primer análisis marxista de un país

latinoamericano. Allí Mariátegui desarrolla una hipótesis sobre nuestra América,

referente al hecho de que, en Perú, nunca existió una burguesía progresista en

el ámbito nacional, con una naturaleza liberal y democrática.129 Por esto, para

el amauta, la revolución en América Latina solo puede tener un carácter

socialista, y deberá incluir y combinar objetivos agrarios y anti-imperialistas,

puesto que no hay espacio ni posibilidades de desarrollo de un capitalismo

independiente. De modo que, para este autor, en las periferias del capitalismo,

es el socialismo quién debe cumplir la “misión” histórica que, según el modelo

clásico de la Europa occidental, le cabría a la típica burguesía revolucionaria.

Por esto, Mariátegui no alimenta las concepciones de la revolución “por etapas”

que primó en la gran mayoría de los Partidos Comunistas latinoamericanos,

especialmente desde la década de 1930.

En el ensayo titulado “El problema del Indio”, de los “Siete Ensayos para

la interpretación de la realidad peruana” de 1952, dirá que “todas las tesis

sobre el problema indígena que ignoran o lo eluden como problema económico

y social, son otros tantos ejercicios teoréticos estériles condenados a un

absoluto descrédito” (Mariátegui; 1952: 35). Para el amauta, las causas de la 129 Esto podría extenderse a muchos otros países del continente, menos a aquellas experiencias más clásicas, donde logró conformarse una “burguesía nacional” más consistente, como podría ser el caso de Argentina.

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tragedia indígena deben ser buscadas en la economía del país y no en los

mecanismos administrativos, jurídicos o eclesiales, ni en las “razas”, ni en

condiciones culturales o morales. El problema del Indio en el Perú (y podría

extenderse a otras regiones de América) no es un problema moral, más bien

sus raíces profundas se encuentran en el régimen de propiedad de la tierra.

En el prologo que realiza al libro “Tempestad en los Andes” de Valcárcel,

ese “vehemente y beligerante evangelio indigenista” (ídem: 39), Mariategui

desarrolla su punto de vista ante este peculiar problema en América Latina.

Dirá que “la reivindicación indígena carece de concreción histórica mientras se

mantiene en un plano filosófico o cultural. Para adquirir realidad, corporeidad,

necesita convertirse en reivindicación económico-política. El socialismo nos ha

enseñado a plantear el problema indígena en otros términos. Hemos dejado de

considerarlo abstractamente como un problema étnico o moral para

reconocerlo concretamente como problema social, económico y político. Y

entonces, lo hemos sentido por primera vez, esclarecido y demarcado”. (ídem)

Confrontando abiertamente con la concepción liberal burguesa, que trata

al problema del indio como un problema “racial”, con reflejos culturales y

morales, según la cual éste no podría ser resuelto mediante un hecho político o

una reforma estructural (puesto que ello no garantizaría que los vicios y las

malas costumbres indígenas se transformen inmediatamente, o sea, colocando

la cuestión como un problema moral o cultural), Mariategui contestará que la

miseria moral y material de la “raza” indígena aparece como consecuencia del

propio régimen económico y social que sobre ella pesa desde la conquista. Al

“feudalismo” colonial siguió el “gamonalismo” en Perú; esto es, el régimen de

los grandes latifundistas o grandes propietarios de tierras, a los que se suman

un conjunto de funcionarios, intermediarios y “parásitos” y donde, no pocas

veces, hasta el indio analfabeto se pone a su servicio. Para nuestro autor, el

factor central del fenómeno está en la hegemonía de la gran propiedad semi-

feudal en lo político y en el mecanismo del Estado. Por consiguiente, afirmará

el amauta, si quiere acabarse con esta “cuestión” que muchos han querido

comprender apenas en la superficie, es sobre ese factor que debe

concentrarse la actuación (Cf. ídem: 41).

La independencia, la formación de la república, podría haber acabado

con el “gamonalismo” por medio de la aplicación de los principios liberales del

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capitalismo, pero esto tampoco ocurrió en Perú. Allí, como en tantos otros

procesos de independencia de América Latina, esos mismos principios

progresistas fueron saboteados por los grupos que “debían” aplicarlos. No fue

por otra cosa que el liberalismo durante más de un siglo fue importante para

liberar al indio de la servidumbre en que se hallaba preso; servidumbre esta

que era completamente complementar con la estructura latifundista propia de

nuestro continente. Por esto, dirá el marxista latinoamericano, el pensamiento

revolucionario no puede ser ya liberal en América Latina, sino socialista. El

desarrollo del capitalismo internacional en América había llegado a un punto en

que no era posible ser nacionalista o revolucionario sin ser socialista; esto,

porque no existe ni ha existido jamás en el Perú una “burguesía” progresista,

con sentido nacional, que se profese liberal y democrática, que inspire su

política en los postulados de su doctrina (Cf. ídem).

El régimen de propiedad de la tierra inviabilizaba, de hecho, cualquier

legislación de protección al indígena. El trabajo gratuito, y aún el forzado, muy

bien prohibidos por “ley escrita”, se encontraban, sin embargo, todavía muy

vivos dentro del latifundio. Algunos años antes que Mariátegui, González Prada

había afirmado claramente que la “cuestión del indio” era, antes que

pedagógica, económica y social, relacionada directamente con el problema de

la propiedad de la tierra. De esto modo, quedaría claro para el amauta que la

experiencia de todos los países que han salido de regímenes de “tipo feudal”

muestra que el derecho liberal, civil, individual de las personas, solo puede

funcionar efectivamente a partir, justamente, de la disolución de los “feudos”.

Mariátegui tiene muy claro que tratar al problema indígena como una

cuestión étnica, naturalizándolo, significa alimentar la dominación y la

explotación imperialista. Defiende la idea de que “el concepto de las razas

inferiores sirvió al occidente blanco para su obra de expansión y conquista”.

Dirá que: “esperar la emancipación indígena de un activo cruzamiento de raza

aborigen con inmigrantes blancos, es una ingenuidad anti-sociológica,

concebible solo en la mente rudimentaria de un importador de carneros

merinos” (ídem: 44).

3.3. Nuestra América y su particular unidad problemática

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297

“El movimiento del singular al universal y viceversa es siempre mediatizado por el particular; éste es un miembro intermediario real, tanto en la realidad objetiva cuanto en el pensamiento, que la refleja de un modo aproximativamente adecuado” (Lukács; 1978: 112; traducción nuestra).

Algunas preguntas resultan fundamentales para una argumentación no

mistificadora sobre América Latina:

¿Existe un pensamiento crítico latinoamericano? Si la respuesta es

afirmativa: ¿a partir de cuales coordenadas teórico-ideológicas se conforma

dicha vertiente de pensamiento que reclama expresar “genuinamente” la

historia social de nuestra América? Y, fundamentalmente: ¿porqué es

necesario recuperarlo, re-crearlo, para la comprensión del presente?

Finalmente: ¿cómo se posiciona el amplio y heterogéneo campo llamado

marxismo con relación a esto?

Desde nuestra perspectiva, entendemos al llamado pensamiento crítico

latinoamericano como el proceso histórico de formulación teórico-ideológica

que, basada en determinados principios metodológicos, se presenta como

propuesta explicativa para comprender las determinaciones particulares de los

procesos que conforman la existencia del ser social latinoamericano. América

Latina aquí, es considerada como realidad particular, portadora de un ser

precisamente así que es históricamente determinado. Veamos cuáles son los

fundamentos de esta afirmación.

Partamos por declarar que, para resistir a la crítica, este pensamiento

debe fundamentar debidamente la unidad de análisis que propone, con

rigurosidad analítica y coherencia lógica. Desde nuestra perspectiva,

entendemos que la unidad de América Latina se crea y recrea a partir de las

mediaciones particulares que presentes en los diferentes momentos históricos,

que están de acuerdo con las características específicas y las resultantes de

las luchas sociales protagonizadas por las distintas fuerzas políticas actuantes

en un escenario socio-histórico determinado. En este sentido, una

recomposición critico-dialéctica de la particularidad latinoamericana, este

pensar sobre y desde “nuestra América”, esencialmente se constituye como

una respuesta a la llamada perspectiva euro-céntrica, tan presente en la

manera hegemónica como ha sido pensada.

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Desde este panorama general, vamos a detenernos ahora en aquellos

“principios metodológicos” mencionados, fundamentales para comprender

nuestra América, en su contradictoria y compleja existencia concreta. Así,

comencemos preguntándonos qué tipo de unidad representa nuestra América

representa. En primer lugar cabría decir que es una totalidad viva y en proceso,

constituida esencialmente por la unidad de diversos. Por tanto, no puede ser

tratada como “identidad”, como unidad abstracta, dada y acabada; de hacerse,

se corre el riesgo de una generalización superficial y forzada de ciertos trazos

particulares de la realidad; de una homogeneización unilateral que produce una

“ilusión de universalidad” (o una universalidad ilusoria)130.

En este sentido, desde nuestra perspectiva, la dialéctica parece ofrecer

las claves más adecuadas para este tipo de análisis. Según Lukács:

“No es casual, evidentemente, que la crítica de Marx a Hegel se concentre sobre el problema de lo universal. No solo porque se trata de una categoría del pensamiento científico (y el marxismo, que funda un nuevo tipo de ciencia cualitativamente superior, debe necesariamente determinar con exactitud los conceptos centrales de la ciencia y eliminar cualquier posibilidad de ser confundido con la seudo ciencia del idealismo y de la metafísica), como también porque la definición errónea de la categoría de la universalidad tiene una función importantísima en la apología del capitalismo” (Ídem: 84).

Como dijimos, cuando pensamos a nuestra América lo hacemos desde

la idea de “unidad en proceso”; una unidad problemática que, a través de nexos

y determinaciones, de una dinámica contradictoria que vincula sus momentos

constitutivos, es creada y recreada permanentemente como totalidad, como

unidad de diversos. Al respecto, dirá el filósofo:

“El método dialéctico de Marx – en el cual la historia, la sociedad y la economía son representadas como un proceso unitario indisociable (manteniéndose firmemente la prioridad de la base económica) - es una intensa polémica contra esta unilateralización abstracta de sectores parciales artificiosamente divididos, contra la exclusión de las reales mediaciones económicas y sociales, contra la disolución artificiosa y sofística de las contradicciones” (Lukács; 1978: 94).

130 Para el problema de la “falsa universalidad” remito al lector a la crítica que el joven Marx realiza, ya en 1843, de la obra de Hegel: Filosofía del Derecho, publicada bajo el titulo de “Critica a la Filosofía del Derecho de Hegel”. También, ver la Introducción a dicha obra.

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Un elemento importante a la hora de plantear los términos de la unidad

latinoamericana es la consideración de la experiencia histórico-política

acumulada en el continente, fruto de intensas y permanentes luchas sociales,

lo que, además, ha ido forjando diversas culturas políticas. Así, primariamente,

puede decirse que se trata de una unidad que no niega la efectiva existencia de

diferenciaciones en su interior, de modo que no puede ser tratada como una

unidad homogénea, o sea, como una “identidad”. Esto es importante de ser

explicitado, porque en la experiencia histórica de América Latina

frecuentemente ha germinado una especie de “mitología sobre lo

latinoamericano”; una generalización muy ligera y superficial; una ecualización

de las particularidades y las singularidades; en fin, una inhibición del particular

– también con finalidades apologéticas.

De acuerdo con esto, el “latino-americanismo abstracto”, en tanto

mitología o ideología (en el sentido marxiano de falsa conciencia), consistente

fundamentalmente en sustentar la existencia de una identidad latinoamericana

en sí sin fundamentar el proceso genético que la determina como tal. Por esto,

se torna una operación que tiende a mistificar, a ideologizar las circunstancias

históricas efectivas y que puede llegar a provocar resultados opuestos a los

proclamados, sobrando ejemplos de cómo este problema se ha hecho presente

a lo largo de la historia latinoamericana. Sería más justo hablar de la existencia

de “identidades” (en plural) en América Latina, las cuales, a su vez, en un plano

de análisis más elevado de abstracción, formarían – a través de múltiples

nexos y mediaciones – una unidad (aunque nunca estática, armónica, ni

homogénea).

Entendemos importante problematizar esta distinción, especialmente en

la actual coyuntura socio-histórica y política de nuestro continente, puesto que

el proceso ideológico que tiende a homogeneizar América Latina saltando de lo

singular (individual) a lo general (común) – esto es, desconociendo lo particular

–, es la típica operación ideológica del “universalismo abstracto” de tipo

burgués, a que las clases dominantes han recurrido una y otra vez para

recomponerse de sus crisis cíclicas, tanto en América Latina como en el centro

del sistema. Así, la unidad de la que hablamos es una unidad histórica y en

proceso; no está dada a priori, ni acabada. Es un tipo de unidad problemática

que revela tanto trazos esenciales en común (que la unifican), al mismo tiempo

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que alberga singularidades irrepetibles, peculiaridades, que la diferencian;

todas son fruto de un sistema de mediaciones históricamente determinado que

las realiza.

Este carácter problemático de la unidad latinoamericana se vuelve es un

desafío fundamental para los proyectos emancipatórios en nuestra América,

especialmente para aquellos cuyas estrategias suponen su unidad política.131

En este sentido, dirá Lukács:

“La aproximación dialéctica en el conocimiento de la singularidad no puede ocurrir separadamente de sus múltiples relaciones con la particularidad y con la universalidad. Estas ya están, en sí, en el dato inmediatamente sensible de cada singular, y la realidad y la esencia de este solo puede exactamente comprendido cuando estas mediaciones (las relativas particularidades y universalidades) ocultas en la inmediaticidad son puestas a la luz [...]. Por esto, es claro que esta aproximación al singular en cuanto tal presupone el conocimiento más desarrollado posible de las relativas universalidades y particularidades; o sea, que el singular, por lo tanto, precisamente como singular, es conocido tanto más seguramente y de un modo más conforme a la verdad cuanto más rica y profundamente fueren iluminadas sus mediaciones con el universal y el particular” (ídem: 106-7; traducción nuestra).

Como fue dicho, hablar de nuestra América como una unidad, implica

reconocer la existencia de una amplia variedad de circunstancias y

problemáticas típicas de cada país o región. Existen experiencias históricas

singulares que son totalmente extrañas en otras áreas del continente; un

latino-americanismo concreto, que se proponga superador de las visiones

sobre-ideologizadas del ser latinoamericano, no puede ser algo que ya está

dado a priori; más bien, se encuentra inmerso en un proceso de

construcción históricamente situado y tensionado por los impactos de sus

contradicciones.

Desde ese ángulo podría decirse que forjar una “identidad”

latinoamericana, como un lugar común socio-cultural que venga a potenciar las

luchas por la emancipación humana en nuestra América, se torna fundamental

a la hora de resistir a las actuales tendencias conservadoras dominantes, y

mucho más para revertirlas y encaminarlas hacia otro horizonte. La

131 Entendemos que esta cuestión es de suma importancia para nosotros, puesto que aquí se encuentran actualmente varias tendencias teórico-políticas del llamado Proyecto ético-político profesional del Servicio Social en nuestra América (cuestión que vemos más de cerca en el próximo capítulo).

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construcción de dicha identidad nunca podría realizarse sobre la base de la

anulación de las varias identidades (particulares y singulares) que la componen

y determinan, por lo que, como dijimos, se constituye como unidad

problemática132.

El problema del latino-americanismo místico, abstracto, es que al no

captar las auténticas determinaciones de nuestra América, no logra nunca

constituirse como un auténtico y efectivo proceso de emancipación, con la

radicalidad y efectividad necesarias para tal fin. Antes, el mismo,

históricamente se ha revelado “funcional” a las readaptaciones que el sistema

permanentemente precisa efectuar para garantizar su reproducción dentro de

parámetros aceptables. Esto, porque el anti-imperialismo si no está vinculado a

un proyecto que trascienda el capitalismo, puede tornarse un enorme problema

para la izquierda libertaria. La historia de las luchas de emancipación de

nuestra América muestra que el anti-imperialismo fue fácilmente reversible.133

En este sentido, el problema de la “unidad política” latinoamericana es

de una densidad y complejidad enorme. Del mismo modo que las diversas

identidades socio-culturales existentes en América Latina forman una unidad

problemática (donde se desarrolla un proceso socio-histórico que tiene solo

“posibilidades” de acabar en un nivel superior de universalidad, como por

ejemplo un una “identidad latinoamericana”, aunque no “necesariamente” esto

debe suceder), los diversos países de “nuestra América” pueden ser pensados

a partir de la formación de una “unidad política”. La misma, no está dada

inmediatamente, más bien es una unidad potencial, en potencia, que necesita

132 En ese sentido, el análisis del proceso de la “revolución bolivariana” en curso en Venezuela puede ayudar en esta reflexión. Es transparente como su máximo dirigente, preocupado por forjar dicha unidad, se encarga de alimentar la idea de una identidad latinoamericana (pensada como una unidad socio-cultural). Chávez resalta la necesidad de crearla como condición de la liberación de “nuestra América”, de su unidad política. Hace esto, justamente, trayendo al presente las experiencias históricas de luchas de estos pueblos, con sus líderes, mártires, héroes, epopeyas; etc. El apelo recurrente a Bolívar, a José Martí, a Mariátegui, al Che Guevara y a Fidel Castro, son proyectadas, desde la memoria histórica de las luchas por la emancipación trabadas en América Latina, e instaladas en el campo general de batalla de las ideas, donde éstas se juegan y conjugan con la cultura política de los diferentes países de “nuestra América”.

133 Un ejemplo meridiano de esto puede encontrarse en la polémica abierta, en el seno de los movimientos insurreccionales de izquierda de todo el continente, con la creación del APRA en Perú, cuyo máximo referente: Haya de la Torre, acabaría siendo candidato a la presidencia de ese país apoyado por el imperialismo norteamericano.

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ser reconstruida, recompuesta, tanto cultural como políticamente. Para tanto,

es imprescindible el proceso de reactualización teórica de la particularidad

latinoamericana que aquí proponemos.

Veamos un poco más de cerca los elementos de esta unidad potencial.

Si partimos de la premisa de que hoy, en América Latina, todos los procesos de

emancipación política y social se enfrentan con los mismos antagonistas: las

clases dominantes nativas y el imperialismo134, podemos afirmar que este es

un trazo que unifica, que teje la unidad de nuestra América. El mismo se

inscribe a partir de la constatación ontológica de que todos los procesos que

buscaron y buscan realizar la emancipación política y social (humana) siempre

debieron enfrentar este mismo y principal obstáculo. No obstante, a pesar de

sufrir una subordinación univoca, la unidad política latinoamericana está muy

lejos de ser simple o inmediata135.

En los años 1970, por ejemplo, no ocurrió lo mismo en Guatemala que

en Chile. Esto es, las mediaciones que hacen que esos procesos se refracten

de forma peculiar en cada país son distintas, pero, en todos esos procesos

(aunque las formas nacionales varíen; aunque el sistema de mediaciones

políticas y económicas sea distinto) los antagonistas son representados

siempre por los mismos grupos y segmentos sociales: las clases dominantes

locales y su estrecha asociación con las del imperialismo. Es esto lo que da

una base común y permite entender la existencia de una unidad

latinoamericana – aunque con diferencias; se trata de una unidad en proceso;

una “unidad para sí”.

En este sentido, lo que ha caracterizado a los Estados latinoamericanos,

en sus diferencias y diversidades (donde el Estado chileno es diferente al

uruguayo; el argentino al hondureño, y donde estos, a la vez, han variado a lo

134 Como venimos sugiriendo a lo largo de este trabajo, esta es una categoría completamente actual. Esta claro que el imperialismo no puede pensarse tal como Lénin lo teorizó en la segunda década del siglo XX; no obstante, los elementos centrales de dicho análisis siguen presentes hasta hoy. Cuando hablamos de que hay un “nuevo imperialismo” en la contemporaneidad, lo concebimos como re-actualización de aquél, del clásico. Por otra parte, aquí, en América Latina, el frente imperialista esencial (no es única ni exclusiva, pero es esencial) es aquella representada por el imperialismo norteamericano.

135 Por ejemplo, la constitución de nuestros Estados nacionales no siguieron el mismo patrón; esto es, la articulación de clases que se condensa en cada formación nacional es diferente; la forma en como el Estado interviene y es palco de la lucha de clases también lo es.

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largo del siglo XX), es la existencia histórico-efectiva de los antagonistas a su

emancipación - por más que la expresión concreta de las luchas de clases se

desarrolle de forma particular, de acuerdo con la experiencia socio-histórica y la

cultura política de cada país. Por esto, pede concluirse en que la unidad política

potencial de nuestra América está determinada por el hecho efectivo de que se

encuentra frente a los mismos grupos de intereses antagonistas.

Llegado a este punto, enfrentar el “mito latinoamericanista” – la creencia

de que hay una “identidad latinoamericana” – y, al mismo tiempo, reafirmar la

existencia de su potencial unidad política, son cuestiones compatibles y

complementares, que se refieren a niveles o planos diferenciados del análisis.

No obstante, esta unidad latinoamericana en potencia precisa ser re-

actualizada por la investigación teórica, por la elaboración cultural, por la

construcción política, etc. Dicho proceso es necesario porque en la medida en

que la historia de nuestros Estados nacionales es diferente; en la medida en

que las formaciones económico-sociales latinoamericanas tienen

características particulares que no pueden ser ecualizadas, es preciso

descubrir en cada momento histórico y en cada una de ellas, cómo los sujetos

políticos colectivos están articulándose. Desde una condición periférica, esto

requiere atender tanto a aquellos grupos que protagonizan la dominación

burguesa en cada país, como captar las vinculaciones externas que en cada

momento histórico establecen con el imperialismo.

Decíamos que la unidad política potencial de nuestra América residía en

el hecho de que todos sus países y regiones vivenciaban la opresión – por

cierto cada vez más refinadamente bárbara y salvaje - del imperialismo. Dicho

régimen, aquí entendido como fase avanzada o madura del capitalismo, si bien

oprime a todos los países que conforman nuestra América, lo hace

diferentemente; o sea, oprime a todos, pero bajo la misma forma. Según el

análisis que A. Cuevas, podríamos decir que las diferencias fundamentales que

determinan desarrollos desiguales del capitalismo en diferentes regiones y

países de nuestra América, tienen que ver con:

� Si la formación de nuestros Estados nacionales respondió o no a

una demanda de movimientos populares;

� ¿Cómo fue tratado en este marco el problema de la esclavitud?

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Esto porque el resultado del primer caso, afectará la constitución del

poder político; mientras que el trato de la esclavitud, afectará en la forma como

las nacientes naciones periféricas del capitalismo van a integrarse al mercado

internacional y, por tanto, como será la relación entre el imperialismo y las

nuevas economías. Nuestra América actual es enteramente diferente de

aquella de 40 años atrás, aunque todos los problemas y los obstáculos a la

emancipación política y social que allá estaban puestos no fueron superados

aún. La historia no paró en América, ni estamos peor que hace 30 años,

simplemente la lucha por la emancipación política y social de los pueblos

latinoamericanos continua en la orden del día.

En este sentido, puede afirmarse que el triunfo de las fuerzas de la

“restauración capitalista”, a finales de la década de 1960, se realiza en el

escenario latinoamericano como un proceso relativamente homogéneo de

degradación del ambiente social, particularmente a través de la aplicación del

conjunto de “contra-reformas” neoliberales. En los últimos 30 años, sin dudas,

la geografía del hambre y del pauperismo se esparció rápidamente a lo largo y

ancho de nuestra América. Dicha homogeneización “regresiva”, no obstante,

contradictoriamente produjo cierta interlocución entre las diferentes “culturas

políticas”, aunque no una homogeneización ni unificación de las mismas.136

Solo se producen interacciones, diálogos entre estas culturas. Por esto, el

desafío del pensamiento histórico-crítico en nuestra América consiste en

recrear, en reproducir, en recomponer los nexos de la unidad latinoamericana.

En síntesis, decimos que, sin dudas, puede considerarse que América Latina

constituye una totalidad, en la cual pueden encontrarse singularidades y

particularidades. Lo que le da un carácter de totalidad al conjunto latinoamericano,

siempre incluyendo al Caribe, es la predominancia del modo de producción capitalista

en su territorio y la relación que ha mantenido y mantiene hasta hoy con el

imperialismo; lo que llamamos de unidad es esa totalidad. Las singularidades, son

aquellas cuestiones específicas de cada país, propias y peculiares de cada uno,

136 En Argentina, por ejemplo, la hiperinflación facilita y permite aplicar planes de ajuste recesivos a finales de la década de 1980; tales procesos desarticulan, desagregan el “tejido social”, y estos procesos son los que forman y re-forman la “cultura política” de cada país.

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irreductibles a los otros. Por su parte, las particularidades se constituyen por aquellos

procesos macroscópicos que se concretizan diferentemente en cada país o región137.

Es por la existencia ontológica de este movimiento dialéctico en “nuestra

América”, que el análisis de lo particular latinoamericano, lo singular y lo universal, se

vuelve un recorrido ineludible para todo y cualquier pensamiento que se precie de

crítico. Puesto que los sistemas de mediaciones estatales, políticas y económicas en las

diversas regiones de “nuestra América” son distintos, demarcan particularidades; la

dialéctica de lo universal y lo particular permite efectuar los pasajes reflexivos

necesarios para una comprensión efectiva de lo real, esto es, que permiten aprehender lo

concreto como síntesis de sus múltiples determinaciones ontológicas. La relevancia de

este problema está en el hecho de que un análisis adecuado de lo real es condición de

posibilidad de una transformación consciente, esto es, humanizadora.

El “análisis concreto de las situaciones concretas”, para fraseando a

Lénin, en “nuestra América” encuentra en la dialéctica de lo singular, particular

y universal un arma eficaz la comprensión de su papel en la dinámica

capitalista y, a partir de esto, de las condiciones históricas presentes y las

posibilidades futuras. El objeto esencial del pensamiento critico latinoamericano

esta pautado por el problema de la comprensión, lo más adecuada posible - en

el sentido de fidelidad teórica a lo real -, de las condiciones objetivas existentes

en el actual escenario histórico y las posibilidades de realización de su proyecto

emancipatorio.

3.3.1. La particularidad de Nuestra América en la contemporaneidad

Desde una periodización general del acontecer latinoamericano del

último siglo, buscando apenas marcar los períodos socio-históricos más

relevantes a partir de los cuales podría interpretarse la historia contemporánea

de América Latina – atentos especialmente a las mutaciones experimentadas

137 En los años 60 del siglo pasado, hubo una enorme polémica sobre los modos de producción, y fue colocado un problema fundamental, a saber: ¿Cómo pensar la esclavitud en Brasil, por ejemplo, o en América, siendo que es instaurada para producir mercancías? Las relaciones capitalistas en ese Brasil de esclavitud, imperial, tienen un modo particular de realización. De este modo, deben entenderse tanto las leyes generales que rigen el capitalismo, como también la forma como ellas se refractan en las particularidades históricas; como adquieren especificidad histórica. Esta cuestión es muy importante para enfrentar la complicadísima relación entre universalidad, particularidad y singularidad.

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por el imperialismo y sus formas de ejercer la dominación política, así como a

los procesos de resistencia que ha encontrado –, el siguiente recorrido somero

colabora en la comprensión (aunque no totalmente) del marco de cualquier

realidad histórica “nacional” del continente. Se pretenden presentar aquí

algunas continuidades fundamentales que recorren toda América Latina;

continuidades éstas que, como vimos, permiten pensarla como una “unidad”,

sin negar su diversidad.

Partiendo del análisis de la trayectoria del imperialismo en el mundo y,

especialmente, su particular “realización” en nuestro continente, podrían

marcarse cuatro grandes períodos desde 1880 a nuestros días. Momentos

éstos que reflejan las profundas transformaciones que el “sistema-mundo” -del

que ya habláramos en el primer trabajo- experimentó en su proceso de

expansión, consolidación, maduración y, si se nos permite el término,

“putrefacción”; son, además, momentos o fases que, lejos de responder a la

exclusiva voluntad del capital de expandirse, en general se configuran como

respuestas que éste debe elaborar para enfrentar su cada vez más traumática

reproducción. Así, el análisis de las transformaciones de las formas asumidas

por el imperialismo en América Latina contiene también las ricas experiencias

de resistencia política gestadas en nuestro continente que, sin ser victoriosas la

gran mayoría de las veces, determinan básicamente los destinos de la

dinámica de aquél.

A este período histórico corresponden los procesos de constitución del

imperialismo – como fase superior del capitalismo en la formula de Lénin –, sus

ascensos y sus crisis; de creación de la empresa monopólica y, con ella, de la

dinámica monopolista del capitalismo; las nuevas y más complejas relaciones

con el Estado, a partir de la “ampliación” de sus funciones y reformulación de

sus modalidades o “patrón de intervención” en lo social, etc. A este período,

como dijimos, también corresponden resistencias, revueltas, revoluciones de

indios, de campesinos, de obreros y estudiantes, cuyas acciones casi siempre

terminan chocando con las fuerzas represivas militares – tanto nacionales

como extranjeras- y, a menudo, son destruidas o dominadas por las clases

gobernantes y las potencias hegemónicas. Estas luchas se re-editan, se

recrean históricamente y en forma heterogénea, hasta ser “reabsorbidas” por

alguna otra forma que el imperialismo encuentra: ya sea comprando a sus

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líderes, a las burguesías locales, a las clases medias o, también, dichos

movimientos contestatarios suelen acabar en mejoras parciales para algunos

segmentos corporativos de la población – segmentos de trabajadores o clases

medias – que detentaban peligrosamente un potencial desestabilizador.

Pueden registrarse en esta historia momentos donde el neo-colonialismo

y sus formas de dominación se resquebrajan peligrosamente; estos se

producen en las “grandes crisis”, donde las alianzas “populares” reivindican

soluciones globales, aspiran al control del poder en el país y encaminan la

lucha de liberación o soberanía nacional hacia el socialismo. Este proceso, sin

dudas, supone una conciencia histórica de la opresión imperial, una

organización y una política con raíces en las masas.

Retornemos un poco entonces a la cuestión de las variaciones sufridas

por la intervención del imperialismo (norte-americano) en América Latina, en el

período que nos ocupa. Proponíamos pensar en cuatro momentos, más o

menos diferenciados, para analizar dichas variaciones: a) un primero que iría

de 1880 a 1933; b) otro que iría de 1934 a 1959; c) un tercero que iría de 1960

hasta aproximadamente 1973; y d) finalmente un cuarto que iría de esa fecha

hasta nuestros días. Tal vez podría pensarse que fundamentalmente desde

2001 se habría iniciado otro período.

Una caracterización bien general del primer período nos muestra,

primeramente, a un Estados Unidos llevando a cabo una política de expansión

marítima y ocupación militar en América Latina. La “revolución mexicana” – de

1910 a 1917 – será la primera gran rebelión popular en nuestro continente, que

se potenciará con las repercusiones de la Revolución bolchevique de 1917;

ante esto, la respuesta de imperialismo (ya norteamericano) será a través de

una política que combine negociación – cuando las fuerzas “rebeldes” locales

muestran “disposición”138 – con represión, cuando se consideraba la situación

como de “gran peligro”.

138 Las negociaciones con los líderes de los procesos de lucha social son una constante en la historia del continente; a través de las mismas, dichos líderes lograban beneficios particulares, tanto para sí mismos, como para sus sectores. Estos líderes mantenían su poder ante las masas otorgando algunas concesiones -permitidas por la negociación con el imperialismo-, al mismo tiempo que se reservaban el uso de la fuerza represiva del Estado (las Fuerzas Armadas) para los casos en que la vía cooptadora no tuviese efectividad.

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Esta es una modalidad de intervención imperialista en América Latina

que se origina en este periodo, donde “a la política del ‘garrote del primer

Roosevelt, el presidente Howard Taft le agregó la ‘diplomacia del dólar’”

(Casanova; 1978). Este estilo cobró mayor relieve luego de la primera Guerra

Mundial y fue un indicio de un “reformismo social” y una “política de masas” que

se desarrollaron más plenamente luego de las crisis de 1929, especialmente en

aquellos países donde el movimiento obrero había alcanzado mayor peso

político y mostrado una combatividad peligrosa. La respuesta imperialista

consistió en la combinación – en general con “socios nativos” – de represión,

negociación y concesiones.

Durante el segundo periodo, de 1934 a 1959, el gobierno de Estados

Unidos buscó consolidar su hegemonía en América Latina mediante una

“penetración pacífica” que consistió básicamente en dos niveles: el de la

integración económica del “sub-continente” a su dinámica -coadyuvando para

fortalecerla- y el de la coordinación militar de las fuerzas dentro de un “sistema

panamericano”. Este cambio coincide con los orígenes y desarrollo del

“capitalismo monopolista” y la reformulación de las funciones del Estado139. En

los países donde la pequeña y mediana burguesía logró unir sus fuerzas con

las masas, se dio un desarrollo de un “capitalismo nacional”. Allí, las

organizaciones de masas se propusieron proyectos dentro de los límites del

capitalismo140.

Por otro lado, es el momento en que las divisiones, las crisis ideológicas,

personales, la persecución y satanización del dísenos dentro del progresismo y

la izquierda comienzan a hacerse un “hábito”. Esta cuestión será muy bien

observada por el imperialismo, quién hará de ello su arma fundamental para

neutralizar los movimientos. Este proceso fue facilitado, en gran parte, por la

pobreza teórica general que complicaba aún más la cuestión de definir los 139 La necesidad de enfrentar los efectos de la crisis de 1929 exigía una mayor intervención del Estado en las inversiones, la producción, los gastos sociales, etc. Dicha política permitió una leve recuperación económica y acrecentó las bases sociales democráticas de las clases gobernantes latinoamericanas, fundamentalmente en países donde la fuerza del movimiento obrero y de las clases medias logró imponer los cambios necesarios para no seguir sufriendo la dureza de la crisis y no ser militarmente sometidos.

140 Estos se caracterizaron por atender a reivindicaciones de los diversos sectores populares y políticos anti-oligárquicos en el campo y anti-imperialistas en la ciudad. Las nacionalizaciones de recursos naturales fue una marca del período.

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“marcos de alianzas”; los trabajadores y las clases medias, en este periodo, se

van inclinando cada vez más hacia una practica política reducida a obtener

concesiones “inmediatas”, que les permite mantenerse en la cúpula del poder;

se cae en un “tacticismo”. En ese marco, la acumulación de fuerza política se

torna superficial, momentánea; las autocríticas y la búsqueda de errores son

entonces muy pobres.

La formación de “bloques nacionalistas”, con apoyo basado en una

alianza de la burguesía industrial con movimientos populares, en algunos casos

llegó a enfrentar la división del trabajo impuesta por los monopolios a los

países coloniales. La formulación de las políticas de “sustitución de

importaciones” fue una expresión de las tensiones provocadas por la entrada

en escena de estas fuerzas “autonomistas nacionales”. Se proponían alcanzar

la industrialización, se teñían de antiimperialistas y comenzaban a molestar y

preocupar seriamente al imperialismo norteamericano.

La nueva política imperialista del otro Roosevelt (Franklin), fue llamada

de “buena vecindad” y durante la Segunda Guerra fue complementada con otra

llamada de “defensa hemisférica” ante el fascismo, la cual se consolida con la

declaración de “guerra fría” al “campo socialista” y el inicio de la lucha contra el

“comunismo internacional”. Algunos estudios hablan de esta política como de

“penetración pacífica”, porque la intervención militar abierta va siendo sustituida

por la encubierta: guerra contra el nazi-fascismo (Cf. Casanova; Op. Cit.).

El poder creciente de aquellos procesos nacionalistas más o menos

“anti-imperialistas” – que llegaron a entorpecer la actuación de algunos

monopolios en la región –, el clima genera de lucha anti-fascista y el ascenso

de las “demandas internas” en el propio Estado Unidos, forzaron al

imperialismo a “tolerar” estos procesos, no pudiendo salir inmediatamente al

salvataje de los intereses económicos de los monopolios afectados. Una vez

finalizada la Segunda Guerra, donde ya puede apreciarse claramente el avance

del poder estadounidense en América Latina – lo mismo ocurrió al final de la

primera guerra – que llega a convertirse en el mayor comprador y vendedor del

continente141, se inicia una “nueva” ofensiva destinada a atacar

141 El imperialismo inglés logró mantener cierta preponderancia -fundamentalmente económica- solamente en el “Cono Sur”.

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simultáneamente los procesos “autonomistas” (anti-imperialistas) – tolerados

en los años anteriores – y a perseguir a las organizaciones y fuerzas

comunistas que habían conseguido la “legalidad” en los años anteriores, en el

marco de la Alianza contra el Eje nazi-fascista. Desde la declaración de

“Guerra Fría” contra el ex-aliado “comunista”142 en 1947 y la creación de la

OEA al año siguiente – que “legalizaba” la dependencia latinoamericana con

una retórica de “no-intervención” y “democracia”-, el imperialismo tendió a

privilegiar la “intervención asociada”, aunque en algunos casos debió mantener

las intervenciones más “clásicas”, justificadas por la defensa de un “mundo

libre”.

En la década de 1950, el imperialismo asume una nueva ofensiva143, en

la cual se inscribe la mutación de la “empresa monopólica” y sus repercusiones

en todos los ámbitos del Estado. La constitución de la “empresa transnacional”

se difunde alterando las anteriores formas de organizar las relaciones de las

empresas con los aparatos estatales de los países dependientes; ahora, estos,

serán subordinados a los intereses de las “transnacionales”: la versión más

ampliada del capital monopólico144. Conducidas por gerentes-políticos y

tecnócratas –los cuales, muchas veces, se creerán más importantes que los

propios dueños-, exportarán sus plantas a los países periféricos donde

encontrarán mano de obra a muy bajos costos.

La ideología “desarrollista” es propia de este “proyecto” de “libre

empresa”, que ilusiona con sus promesas de fuertes inversiones y “asistencia

técnica” para “desarrollar a América Latina” (especialmente en ciencia y

tecnología). Préstamos, inversiones privadas, donaciones, ayuda técnica,

142 El aliado contra los nazis, unos pocos años después era considerado por Churchill el principal enemigo. Se pone en vigencia la doctrina Truman de “ayuda mutua” para un “mundo libre”: también conocida como “Guerra Fría”. Desde 1947 EUA determinó que toda ayuda económica y militar sólo se justificaba por la “amenaza del comunismo internacional”.

143Ahora, los “movimientos populares” vuelven a contar con el apoyo de los comunistas –“neutralizados” en los marcos de los “frentes populares”contra el nazi-fascismo- quienes los caracterizan como posibilitadores de “revoluciones burguesas”, al estilo de las europeas.

144 La “sustitución de importaciones” cae en manos del capital norteamericano; las grandes empresas de ese país se adueñan de las latinoamericanas, asocian subordinadamente a los antiguos propietarios o bien los emplean. Paralelamente, el imperialismo inicia una nueva expansión industrial en el continente a través de las auto-motrices, los electrónicos y el plástico (Cf. Ídem).

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convenios militares, OEA, amenaza continental, anti-comunismo, son el elenco

de una política de “modernización” de aquella de “conquista pacífica”. Por otro

lado, es en este periodo donde se registra la penetración cultural de los EUA en

el resto del continente más agresiva de todos los tiempos. Esto se reflejará

fuertemente en los marcos teóricos y en las escalas de valores de nuestras

sociedades –tanto de los grupos gobernantes locales como de las masas-,

permitiendo que a finales de la década de 1950 sea claro el auge de la

hegemonía norteamericana en el continente y en el mundo.

Este periodo revela también una crisis del nacionalismo y del

reformismo145. A fines de los ’50 existía un clima ideológico muy diferente al de

los años ’20, cuando los gobiernos nacionalistas aparecían como una

esperanza bastante extendida entre las capas medias, los intelectuales, los

campesinos y la mayoría de los trabajadores. Estos proyectos ya no podían

asegurar la resolución de los problemas fundamentales de nuestros países,

como ser: “independencia” y “justicia social”. Gran parte de la base social

originaria de esos proyectos daban muestras de gran deterioro, al mismo

tiempo que las “burguesías nacionales” cada día se integraban más a al capital

monopolista y al imperialismo. Por otro lado, conforme creció la clase

trabajadora, fueron produciéndose nuevas diferenciaciones en su interior y

entre estos y los trabajadores del campo; lo mismo ocurrió entre empresas

pequeñas y grandes. Los procesos de urbanización propios de la “edad

industrialista” comienzan a dar como fruto la formación de “cinturones de

miseria”, habitados fundamentalmente por un sub-proletariado “disponible” para

ser súper explotado.

Con el fin de la “guerra fría” en 1959 y el acuerdo de “coexistencia

pacífica”146, cuando pocos ya dudaban de la decadencia del “nacionalismo anti-

145 Las grande familias oligárquicas y los viejos “caudillos” habían cedido ante la burguesía; los trabajadores asalariados predominaban ya ante los serviles; la clase obrera industrial esta más sólida; todo esto indicaba un debilitamiento de las condiciones propicias para las propuestas reformistas, al mismo tiempo que las “mejoraba” para el socialismo.

146 Sería muy interesante aquí un examen al respecto de la definición de los marcos de alianzas políticos de los partidos de izquierda, especialmente los vinculados a la “Tercera Internacional” - tanto en este período de pos-guerra fría como en anterior de alianza contra el nazi-fascismo- para observar la influencia de la geopolítica mundial en los procesos de los países latinoamericanos. Podremos encontrar allí una rica fuente de contradicciones históricas ejemplares para pensar la contemporaneidad.

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imperialista” en América Latina; con la agitación comunista neutralizada y con

la gran mayoría de los opositores al imperialismo pensando en luchas a muy

largo plazo, ocurrirán, según G. Casanova (1978), dos hechos fundamentales:

uno que desafía la estabilidad del imperialismo y otro que altera la historia de

América Latina; el primero, en 1957 y 1958, consiste en el estallido de la crisis

mundial capitalista que arrojó 10 millones de desempleados y que finalmente

fue controlada; el segundo, en 1959 y 1961, la “Revolución cubana” y su

declaración de “socialista”, la cual fue incontenible.

Desde el punto de vista de las resistencias populares, en este período

pueden distinguirse tres momentos fundamentales: a) la década de 1935 a

1945: caracterizada por un reagrupamiento de las fuerzas “democráticas”

contra el nazi-fascismo: los llamados “frentes populares”; b) de 1945 a 1947,

donde, en medio de un clima social general antifascista, y una vez acabada la II

Guerra, se “distribuye” el mundo y el comunismo crece sustantivamente,

especialmente en Europa; y c) de 1947, cuando Estados Unidos declara la

“Guerra Fría” a la URSS ante la inminencia de su crecimiento, hasta 1959 que

comienza la “coexistencia pacífica”147.

El tercer periodo que consideramos, habría sido abierto por el proceso

de la Revolución cubana en 1959 que el imperialismo se vio obligado a

“aceptar”, luego de haber intentado “todo” para derrumbarla sin obtener más

logros que fortalecerla.148 Surge en América Latina un entusiasmo creciente por

identificar todo movimiento de liberación con el proceso cubano; si bien el

reformismo y el nacionalismo continuaron en la escena política, lo hicieron con

una vida efímera, con éxitos muy parciales y dolorosas derrotas finales. Por

147 Desde la Conferencia de Río en 1947 y la creación de la OEA un año después, Estados Unidos desata una ofensiva en el continente contra el “peligro de una intervención “extra-continental”y el “peligro” de una “conspiración comunista internacional”; desde allí, atacó a todo el campo anti-imperialista, acusando de “comunistas” a sus líderes. Por su parte, los “partidos comunistas” tendieron a apoyar a estos movimientos anti-imperialistas a pesar de la poca simpatía de sus líderes.

148 Según G. Casanova, la Revolución cubana es resultado de la historia latinoamericana anterior y la propia historia de Cuba. Se tuvo muy presente lo sucedido en Guatemala y en Bolivia a principios de la década de 1950. La cuestión de las mediatizaciones políticas “integradoras” de los procesos de resistencias, no se habían dado en Cuba como sí en otros países del continente. Todos los intentos nacionalistas progresistas y reformistas habían fracasado rotundamente y terminado en la corrupción de sus líderes. Por otro lado, Cuba contaba con uno de los PC mejor dotados teórica y políticamente desde los años ’20. (Cf. Casanova; Op. Cit.)

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otro lado, todas las luchas de liberación y todas las luchas de clases tuvieron

en mente ese aquél “heroico” proceso histórico; desde 1959 la historia de

masas de América Latina fue tan intensa y rica como sólo lo había sido en las

luchas por la independencia contra España.

De modo que desde 1959 hasta mediados de la década de ‘70 se

desarrollarán una enorme variedad de experiencias y movimientos políticos de

masas, organizaciones de liberación, etc., en escala continental. La crisis de

las propuestas dentro de los límites del capitalismo – en su versión nacionalista

desarrollista y reformista – dejaba “fuera de juego” a las clases medias

progresistas como idóneas para conducir el proceso, como mediadores entre

los intereses bi-polares, lo que acababa empujando para la radicalización del

proceso hacia el socialismo149. La nivelación hacia abajo, esto es, el

empobrecimiento del conjunto de los trabajadores y las capa medias,

“homogeneizaba” las condiciones de vida de la clase. Desde 1961, la historia

de la liberación en América Latina se planteó más claramente anti-capitalista.

En torno de Cuba surgió un gran movimiento revolucionario con nuevas

características de organización y nuevas expresiones ideológicas. Un punto

digno de destacar es la intensa polémica que abren los “nuevos”

revolucionarios con respecto a las relaciones mantenidas con los “antiguos”

partidos comunistas. Nunca se había discutido tanto sobre la estrategia y la

táctica de la revolución latinoamericana. Varias reuniones fueron realizadas

para articular las fuerzas revolucionarias en el continente, destacándose

especialmente la “tri-continental” de 1966 en Cuba. Allí, la liberación de los

pueblos se planteó como una lucha anti-imperialista y anti-capitalista; la

liberación nacional se concibe vinculada a la revolución social; la lucha del

proletariado como coincidente con la liberación de los “pueblos” de Asia, África

y América Latina. Las crisis y las divisiones comenzarían sólo unos años

149 Es indispensable remarcar aquí el surgimiento –por todas partes- de focos o movimientos guerrilleros, a partir de la experiencia de la revolución cubana. R. Arismendi, secretario general del PC uruguayo, fue uno de los pocos que intentó -dentro de las estructuras orgánicas- comprender estas expresiones como “un fenómeno de ese tiempo”, e imaginaba la revolución latinoamericana como un fenómeno histórico en que, a la hora final, habrían existido guerrillas, luchas políticas e insurrecciones. La “voluntad de hacer la revolución” había variado en los años 60 y los partidos comunistas se vieron enfrentados a estas nuevas energías despertadas por la experiencia cubana, inspiradas en sus líderes, que en general superaban los textos clásicos.

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después, con la consolidación de la “ofensiva contra-insurgente del

imperialismo”; a partir de entonces, los movimientos guerrilleros del “tercer

mundo” dejaran de recibir el apoyo de los partidos comunistas.

Paradójicamente, como afirma nuestro autor, la historia de las masas en

todo este periodo histórico es de encuentro y desencuentro entre estas y las

organizaciones revolucionarias; etapa de acción creadora y de repetición; de

actos heroicos y duros fracasos; de fuertes disensos teóricos, de “internas”

políticas, estrategias, etc., pero también de acumulación de fuerzas y

experiencias políticas. Infelizmente, los revolucionarios de los `60 entraron en

la escena de la revolución anti-capitalista con un conocimiento del “marxismo-

leninismo” que había comenzado en los años `20 y se detuvo, desvió o

empobreció desde la década de 1930150.

Así, en un escenario latinoamericano donde crece la contestación al

imperialismo, este reordena en todos los campos su actividad, ahora más

“contra-revolucionaria” que nunca. Se produce un replanteamiento de la política

continental del imperialismo norteamericano en lo que se refiere al campo

ideológico, al político, al cultural, al militar y al económico. Fue el presidente J.

Kenedy quién, a principios de los años 60, planteó la nueva estrategia imperial

para América Latina, que encontraba en el “enemigo interno” (creado) la causa

de todo mal, definido en documentos militares, policiales y técnicos en general

como el propio “pueblo”151. Desde entonces, la amenaza ya no será más

exclusivamente externa, sino que pasará a buscarse internamente en cada

país del continente.

La “administración Kenedy” organizará la contra ofensiva en dos frentes:

por un lado, militarmente: a través de la “Acción Cívica”; por otro lado,

buscando dar respuestas en el terreno “social” con la “Alianza para el

150 Resulta muy interesante la caracterización de Pablo González Casanova al respecto del surgimiento de las acciones heroicas en relación con las “dudas” sobre la procedencia de clases de los revolucionarios que venían de la pequeña burguesía; por otro lado, el mismo autor nos dice que de la pobreza teórica general – sobre la coyuntura histórica y sobre el carácter de la “nueva” fase de lucha de liberación- surgió el apremio de actuar: el voluntarismo.

151 Sin dejar de reconocer a la URSS como el enemigo principal, el imperialismo reorganiza las Fuerzas Armadas para el enfrentamiento del “enemigo interno”, o sea, los campesinos, los trabajadores y las clases medias de América Latina que se revelaban contra el sistema imperante. Se aplica la Doctrina del general Maxwel Taylor de enfrentamiento al “enemigo interno” en una guerra de contra-insurgencia.

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Progreso”. Durante toda la década de 1960 proliferan las intervenciones, las

invasiones y las dictaduras militares sustituyen a varios gobiernos civiles –

tendencia que se mantendrá en los ’70; en este sentido, más que “reformista”,

la doctrina Kenedy se mostró fuertemente intervencionista. El presidente

Johnson complementará la “Doctrina Kenedy” con otra que otorgaba a Estados

Unidos el derecho a intervenir en cualquier país de América Latina en caso de

que su gobierno “pierda el control de la situación”152; no podía permitirse otra

Cuba!

Ya en 1969, con Nixon como presidente, el imperialismo se ve obligado

a reconocer el fracaso rotundo de la propuesta de “Alianza para el Progreso”

que se proponía “competir socialmente” con el socialismo – especialmente de

Cuba- y sus logros en esta materia; paralelamente y cada vez más claramente,

a partir de los ’70, el imperialismo norteamericano se prepara para basarse

“fundamentalmente” en la represión.153 Desde 1973 se puso en funcionamiento

la “guerra fría” inter-continental; es el auge de la política de desmantelamiento

de las instituciones democráticas y se institucionalizan los gobiernos con base

en el “terrorismo de Estado”. La CIA y sus “misiones encubiertas” en América

Latina, llegaron a movilizar más de 11.000 miembros para implementar

políticas “desestabilizadoras”, las que rápidamente se convirtieron en un

elemento fundamental de la llamada “contra-revolución preventiva”.

Podría concordarse con nuestro autor en que la liberación de Vietnam

pone en jaque el poderío del imperialismo, quién responderá implacablemente,

sólo unos meses después, con el Golpe de estado en Chile – que derroca el

gobierno de la “Unidad Popular” y asesina al presidente socialista Salvador

Allende en septiembre de 1973. De modo que una nueva sujeción de América

Latina, todavía más profunda, pagará los costos financieros y político-militares

152 González Casanova (1978) nos recuerda las declaraciones del antiguo secretario del Departamento de Estado norteamericano para América Latina: Thomas Mann, quién sostenía en 1962 que” EUA no haría una diferencia automática entre ‘democracias representativas’ y ‘gobiernos surgidos de los golpes militares’; una clara ‘oferta’ para los Pinochet, los Videla de turno, y una enorme contradicción con la iniciativa de la “Alianza para el Progreso”.

153Probablemente, las experiencias de la “Unidad Popular” en Chile y del “Frente Amplio” en Uruguay a inicios de la década de 1970 deban ser pensadas como intentos revolucionarios de retomar el camino de las “luchas políticas legales”. Junto con la caída de la U.P. se dio la del F.A. y, a fines de 1973, el fascismo reinaba en aquellos dos países que habían alcanzado un grado elevado de “democratización” dentro de un “sistema parlamentario” de partidos.

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de aquella derrota. La creciente fuerza represiva del imperialismo parecía

corresponder con la pérdida de su hegemonía en el mundo, al mismo tiempo

que las clases dominantes de América Latina carecerán de recursos para

combinar represión y concesión.

En 1973-74, una “nueva” y fuerte crisis económica mundial, más intensa

que la de 1929, sacude al imperialismo. La política del “terror” de Estado, que

en los países latinoamericanos continuará hasta entrada la década de ’80, será

articulada con un retorno de los discursos sobre “la crisis” que irán

compartiendo el campo con los de la “guerra al enemigo interno” – casi siempre

presentado como “instrumentalizado” por el “comunismo internacional”.

Toda la década de ’70 se constituirá como un momento profundamente

tenso y contradictorio de definición de la lucha de clases – la cual venía

acumulando fuerzas sustantivas ya a partir de finales de la década de 1950.

Tanto para la crisis económica como para el conflicto político de una “lucha de

clases” profundizada, el imperialismo ensayará una nueva respuesta en todos

los niveles, que terminará imponiéndose en todo el mundo hasta nuestros días:

es el proyecto neoliberal – “cajoneado” desde finales de la II Guerra por no

encontrar condiciones satisfactorias para su aplicación. Las políticas

neoliberales tendrán una primera “prueba piloto” en el “laboratorio chileno”,

donde en el ‘73 se había tenido que cortar hasta las raíces el proceso popular

por medio de una de las dictaduras más feroces que enfrentó la historia

latinoamericana. Si el ensayo neoliberal en Chile “prosperaba” sería una “luz

verde” para avanzar en el resto de los países donde se habían experimentado

procesos similares, especialmente el ascenso del conflicto político de clases.

En este sentido, Chile fue un modelo en varios aspectos.

El neoliberalismo, que irá gradualmente uniformando las realidades

sociales de América Latina, explayándose durante los ’80 y llegando a “reinar”

en los ’90, será portador también de las retóricas de la transición a la

democracia; de necesidad de cambios, de modernización productiva “furiosa”,

de pragmatismo y superficialidad. La crisis y sus discursividades aportarán para

el “acabado” final del proceso de fragmentación social del campo popular

iniciado con el “terror” de Estado de las dictaduras. Algunos países comenzar

más tarde a experimentar un regreso al camino “legal”, con la “normalización” o

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reapertura de la “institucionalidad”, una vez que había sido erradicado el peligro

de subversión del orden.

En el plano económico-social se registra un avance enorme de la

empresa transnacional en el control continental de recursos, en el sometimiento

de las economías y Estados nacionales a sus préstamos – las “deudas

externas” dan varios “saltos mortales”154 –, los salarios y las condiciones de

vida de los trabajadores en general continúan en “caída libre”; el Estado es

desmontado en lo que toca a la “seguridad social” y refuncionalizado para

actuar en una realidad cada vez más global, tanto en lo financiero –donde el

capital financiero es quién marca el ritmo-, como en lo militar –manteniendo las

Fuerzas Armadas como “colaboradoras” de las “misiones de paz” de Estados

Unidos: el “espíritu” de la ONU.

El avance de las “recetas neoliberales” en el continente tiende a re-

homogeneizar las realidades diversas de cada país, en el sentido de que es la

gran mayoría de la población la que ve deteriorada sus condiciones de vida –

sin desconsiderar las diferentes condiciones nacionales en las que se aplican

los principios neoliberales y la particularidad de los resultados a los que se

arriba por dicha aplicación. El desmonte general de derechos sociales, el

desfinanciamiento del “área social”, la emergencia de un desempleo estructural

– tanto por la re-estructuración productiva con base en una conversión

tecnológica en la producción, como por la especulación financiera que inhibe

inversiones “productivas” –, la unilateralización exacerbada de las “libertades”

del individuo, el relativismo y el generalizado descomprometimiento ético-

político – traducido como los ya mencionados “posibilismo” u “oportunismo” –

marcarán las últimas tres décadas en América Latina.

El profundo “reflujo” de los movimientos revolucionarios y de liberación

hará explícito el triunfo imperialista en la lucha de clases y evidenciará las

154 La cuestión de la “deuda externa” – que en algún momento Fidel llamó de “eterna” – hasta ahora no fue satisfactoriamente tratada y merece una reflexión particular y profunda. La misma se viene configurando como uno de los instrumentos fundamentales (y “legales”) de perpetuar la dominación imperialista, en su versión más “fetichizada”: el reino del capital financiero. Existen varios estudios a los que puede recurrirse para aproximarse del problema y su dramática actualidad; para un análisis general de la “deuda” están las conferencias de Fidel Castro en los ’80 y, para el caso especialmente argentino, está el “juicio a la deuda externa” iniciado por Alejandro Olmos, que brinda un rico material acerca del funcionamiento de esa “trágica enfermedad” de nuestras economías.

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dimensiones de la “derrota histórica” impuesta a los proyectos emancipatorios

radicales en los ‘70. Esta tendencia cobra un impulso mucho mayor a finales de

los ’80 con la “crisis terminal” del “socialismo real” y la caída del Muro de Berlín.

A partir de allí, el “pensamiento único” dictará las reglas del juego y se

anunciará la “muerte de las ideologías” y de las alternativas al capitalismo. El

capital dinero se torna más central y poderoso que nunca.

Tenemos algunos indicios para pensar que desde inicios del nuevo siglo,

cuando la ideología neoliberal ya no logra legitimar sus “estragos sociales”, un

nuevo periodo histórico se abre en América Latina. Sus antecedentes más

esenciales serían la nueva crisis económica del imperialismo - y sus crecientes

dificultades para “controlarla” – y el ascenso de la lucha política y de las masas

en varios países del continente, fundamentalmente las “oxigenantes”

experiencias de acumulación de fuerzas en Venezuela, México, Brasil,

Argentina, Uruguay, Bolivia, Haití, El Salvador y Chile – contando, obviamente,

con la resistencia de Cuba.

De modo que, solo a finales de los ’90, cuando la acumulación de

fuerzas políticas se renovó – ahora a partir de la “resistencia” al neoliberalismo

– y se mostró básicamente suficiente, puede decirse que los conflictos sociales

cobraron un vigor y una potencia suficiente como para hacer “revivir” o

“despertar” nuevamente y en forma tibia las “ilusiones” de transformación

social. El inicio del siglo XXI representará una especie de manifestación

contundente del “retorno de lo reprimido”, aunque (deseamos que sea) para

escribir “otra historia”. A partir de esto, entendemos que podría estarse

abriendo una nueva fase de la lucha de clases en Argentina, particularmente en

armonía con cierto clima anti-imperialista de la coyuntura sudamericana,

minado de contradicciones, pero con el saludable reaparecimiento de sujetos

políticos colectivos que hacen “vibrar” la escena nacional en un momento

histórico de “tenso equilibrio” del imperialismo.

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CAPITULO IV

EL SERVICIO SOCIAL EN TIEMPOS DE BARBARIE

Algunas contribuciones desde la periferia latinoamericana

Partimos de la hipótesis de que el Servicio Social es, en la

contemporaneidad, una actividad profesional cada vez más demandada para

trabajar con el complejo de dispositivos e instrumentos destinados a

“administrar” el actual proceso de barbarización de la vida social. Las actuales

expresiones críticas de la “cuestión social”, consecuencias del desarrollo del

sistema socio-metabólico del capital y su lógica inherente, revelan que el grado

de desarrollo de las contradicciones capitalistas hoy produce, necesariamente,

refracciones particularmente regresivas en términos civilizatorios. Por esto, hoy

más nunca, estos son tiempos de barbarie.

Partiremos de situar la actividad profesional en los marcos de la totalidad

social contemporánea, como una especialización del trabajo colectivo inserta

en la división social y técnica del trabajo de la sociedad capitalista madura,

buscando captar posibles metamorfosis en su significado social. Partimos de la

siguiente pregunta: ¿cómo este tipo peculiar de trabajo (asalariado / alienado)

participa – como uno entre varios dispositivos – del proceso de reproducción de

las relaciones sociales contemporáneas, donde se afirman las tendencias a la

barbarización de la vida social?155

Tal como venimos analizándolo, uno de los interrogantes principales que

vertebran nuestro trabajo se refiere a si el capitalismo contemporáneo,

conserva todavía energías suficientes capaces de integrar, de agregar, de

incorporar de alguna forma, a los crecientes contingentes poblacionales que la

actual modalidad de realización del proceso de reproducción de las relaciones

sociales expulsa, como resultado de su plena realización como orden

societario, a partir de la agudización de sus contradicciones inherentes. En

otros términos, el orden social del capital, ¿conserva, efectivamente, energías

155 Desde la perspectiva marxiana, se entiende por reproducción de las relaciones sociales “la reproducción de la totalidad del proceso social; la reproducción de determinado modo de vida, que envuelve el cotidiano de la vida en sociedad: el modo de vivir y de trabajar, de forma socialmente determinada, de los individuos en sociedad. Envuelve la reproducción del modo de producción” (Cf. Iamamoto & Carvalho; 1986: 71; traducción nuestra).

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civilizatórias capaces de ofrecer una salida “progresiva” para las

contradicciones sociales que emanan de su actual crisis estructural?

Es este un interrogante fundamental, puesto que lo está en duda sobre

el funcionamiento actual del capitalismo dice al respecto de sus posibilidades

reales para desatar y mantener movimientos sustanciales de agregación social,

una vez que el mismo viene evidenciando férreas tendencias a expulsar, a

“excluir”, crecientemente masas y masas de la humanidad, a través de diversas

modalidades. Este problema muestra su real dimensión en este estudio al

relacionarse con el “significado social” que caracterizó la génesis y el desarrollo

del Servicio Social profesional. Nos parece que allí reside una de las

determinaciones fundamentales a través de la cual operan las metamorfosis

contemporáneas de la sociedad del capital sobre el Servicio Social,

específicamente en lo que se refiere a la “mudanza” cualitativa del papel social

que es llamado a cumplir y de la modalidad que éste asume.

Como sabemos, el significado social de esta profesión se desprende de

la dinámica de las relaciones (conflictivas siempre) entre las clases, de éstas

con el Estado (la política) en sociedades nacionales en contextos coyunturales

específicos, y por la mediación del tratamiento de la llamada “cuestión social”.

El Estado, así, representa una mediación fundamental en la reproducción de

las relaciones sociales y, con éstas, de la reposición de las contradicciones

más íntimas del sistema, en niveles cada vez mas superiores. Ante ellas, que

son la base real de la llamada “cuestión social”, deberá estar preparado para

responder adecuadamente, en función de cumplir eficientemente su misión de

garantizar las condiciones de reproducción sistémica en la actual escala de

existencia.

El Estado, en los marcos del capitalismo en su fase monopolista inicial,

responde a través de una estrategia que busca la “institucionalización” del

conflicto social de clase, de su regulación y administración; su “internalización”

(Cf. Netto; 1992). Lo hace, fundamentalmente, a través de la ejecución de

políticas y servicios sociales que cumplirán, para los trabajadores, el

contradictorio objetivo de promover efectivamente su reproducción, en tanto

fuerza de trabajo, integrándolos cada vez más orgánicamente al sistema de

explotación administrada. El Estado en aquella fase expansiva – especialmente

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aquellos del capitalismo central –, se ocupa de legitimar la dominación,

institucionalizando la subordinación del trabajo por diversos medios.

Contradictoriamente, dicha “internalización” de la “cuestión social”, su

tratamiento regulador para mantenerla dentro de parámetros aceptables,

representa mejoras en las condiciones inmediatas de la vida de los

trabajadores (de algunos segmentos), que es donde se encuentran las bases

de legitimación que la lógica del capital ha logrado al interior mismo de sus

victimas explotadas, a lo largo del siglo XX.

Lo interesante a observar aquí es que, en la actualidad, la intervención

del Estado en la reproducción regulada del proceso de humanización-

deshumanización capitalista del trabajador – cuidando de la reproducción de la

fuerza de trabajo para abastecer diariamente al capital –, viene afirmando

crecientemente la tendencia que demanda al Servicio Social en la

administración de la “fuerza de trabajo estructuralmente superflua”, la cual ya

no está integrada y cada vez tiene menos espacio para estarlo.

El refuerzo de estas tendencias – que no son nuevas para la profesión

de Servicio Social, pero que se reponen hoy con otra fuerza – se constituye

como un trazo peculiar que caracteriza a las intervenciones de esta profesión

ante las llamadas “refracciones” de la “cuestión social” en nuestros días.

De este modo, lo que hoy se registra es una bifurcación estructural en la

intervención profesional, a partir de la variación del contenido de la demanda

estatal. Esto se presenta como un doble movimiento en la modalidad estatal de

intervención ante la “cuestión social” que, por un lado, se dirige para regular a

los que todavía están “adentro” (los que son tratados, aún como “necesarios”)

y, por el otro, se apunta a administrar – con los menores costos económicos

posibles – los que, probablemente, jamás volverán a “entrar” – el problema de

la “exclusión social”.

Se piensa aquí al Servicio Social como una actividad profesionalizada,

asalariada, que participa de la división social y técnica del trabajo en la

sociedad capitalista tardía, a través de la ejecución – y, en menor mediada,

formulación – de políticas sociales, las que se organizan como “servicios

sociales” y programas, que tienen como función prioritaria – al lado de un

conjunto de otras disciplinas e instrumentos – la reproducción de la fuerza de

trabajo (Cf. Mota; 1995), presupuesto indispensable del proceso de producción

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y expropiación del valor bajo las relaciones sociales capitalistas. Lo que cabe

preguntarse es por las alteraciones que esta política ha sufrido, como

consecuencia del establecimiento de una fuerza de trabajo estructuralmente

excedente, propia de esta nueva fase del capitalismo.

Pero, la trayectoria que hoy marca el quehacer profesional parece

transitar una curvatura que la lleva del trato sobre la reproducción de la fuerza

de trabajo a la “administración de la barbarie”; trayectoria que es expresión de

las reformulaciones que afectaron al Estado y a las políticas sociales bajo el

neoliberalismo. Así, puede verificarse una tendencia cada vez más afirmada a

la movilización de los recursos humanos profesionales para lo que podríamos

llamar de “administración de la barbarie”, que es expresión de la metamorfosis

sufrida por las modalidades anteriores de intervención sobre las mayorías

sociales trabajadoras.

Cabe analizar, entonces, dicha metamorfosis en la intervención sobre la

“cuestión social” del capitalismo, cuyo contenido puede ser aprehendido

siguiendo la crítica de la economía política. Con relación al estudio del primer

caso, podemos decir que existe “acumulación” teórica; ahora, con respecto al

segundo, el estado de las artes allí está debajo de lo suficiente, y es a lo que

estamos apuntando con la idea de administración de la barbarie

contemporánea.

4.1. Fundamentos de la génesis profesional: el significado social de esta

actividad asalariada

Al interrogarnos por el origen del Servicio Social, buscando comprender

efectivamente a qué se debe su existencia, es preciso partir del análisis del

contexto socio-histórico en que se sitúa. Desde una perspectiva crítica, las

bases socio-históricas que posibilitan la emergencia del Servicio Social

profesional se asientan en los procesos sociales promovidos por el desarrollo

global del capitalismo industrial y la consecuente expansión urbana, con la

intensificación de los conflictos sociales y luchas de clases, con la expansión y

consolidación de la burguesía y del proletariado industrial, y del tejido de

relaciones que establecen con el aparato del Estado (Cf. Iamamoto & Carvalho:

1986; Netto: 1992). En ese contexto, de afirmación hegemónica de la fusión

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entre capital industrial y financiero (fusionados) en el sistema-mundo

capitalista, las agudas dimensiones desestabilizadoras asumidas por la

“cuestión social” posibilitan la emergencia de esta especialización del trabajo

colectivo, con la finalidad de “ejecutar” políticas.

En ese marco histórico, que presenta un determinado grado de división

social del trabajo, se procesa la génesis de esta profesión. En tanto actividad

profesional asalariada, será contratada – fundamentalmente en los ámbitos

públicos, aunque no exclusivamente – para participar del proceso de

producción-reproducción de las relaciones sociales capitalistas. Esto es, su

emergencia responde a la exigencia de elaborar respuestas adecuadas a las

necesidades indispensables para el funcionamiento adecuado del sistema. En

esta dirección:

“El desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones engendradas en ese proceso, determinan nuevas necesidades y conflictos que pasan a exigir profesionales especialmente calificados para su atención. La ‘cuestión social’ se torna la base de justificación de ese tipo de profesional calificado [...] ésta no es otra cosa que la expresión condensada del proceso de formación y desarrollo de la clase obrera y su ingreso en el escenario político, exigiendo su reconocimiento político. Es la expresión de la contradicción entre proletariado y burguesía potenciado, que pasa a exigir otro tipo de intervención, más allá de la caridad y la represión” (Iamamoto; 1997: 91-2).

No obstante, dicha génesis no pode deducirse mecánicamente de la

existencia de la “cuestión social”, como si esta última fuese “natural”, inscripta

en el destino divino de la historia. Esta emergencia debe ser particularizada,

comprendida en su contexto histórico: el tránsito del capitalismo competitivo al

monopolista (Cf. Netto: 1992). Allí, un cambio cualitativo en el funcionamiento

sistémico se produce, el cual expresa un grado mayor de su maduración y crea

las condiciones que hacen posible una “ampliación progresiva” de espacios de

sociabilidad, una “complejización” de los sistemas de mediaciones que regulan

el socio-metabolismo. En este cuadro, la “cuestión social” se torna la base

(“materia prima”) de esta intervención profesional, por la mediación de sus

“refracciones”.

Según Iamamoto, se parte del supuesto que el Servicio Social se afirma

profesionalmente como una especialización del trabajo colectivo, inscripto en la

división socio-técnica del trabajo, al constituirse en expresión de necesidades

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históricas derivadas de la práctica de las clases sociales en el acto de producir

sus medios de vida y de trabajo, de forma socialmente determinada. En este

sentido, el significado social de esta profesión depende de la dinámica

establecida por las relaciones de “clases” y las luchas sociales en sociedades

nacionales, en contextos y coyunturas específicas. De modo tal que, son las

relaciones entre las fuerzas sociales las que están en la base del significado

social de la profesión. La naturaleza de estas relaciones, determina el conjunto

de los aparatos estatales forjados para enfrentar la “cuestión social”. Es en la

implementación de políticas sociales, y, en menor medida, en su formulación y

planificación, que participa el Servicio Social (Cf. Iamamoto; 2003: 221).

El Estado capitalista, que desde siempre tendió a enfrentarse y a

“excluir” a las clases dominadas, a partir de este contexto no puede

desconsiderar sus necesidades e intereses, puesto que lo que empieza a estar

en cuestión, cada vez más fuertemente, es el problema de construir su propia

“legitimación”. De no hacerlo, de no cuidar los problemas de la construcción de

hegemonía, no podrían sostenerse con grados relativos de estabilidad los

presupuestos del régimen social, viéndose obligado a apelar más intensamente

al ejercicio de la coerción “externa”. De lo que se trata ahora es de asegurar la

“reproducción de lo dado desde adentro”, con el despliegue de un conjunto de

dispositivos que funcionan más orgánicamente. Para el despliegue “global” de

las relaciones sociales “contractuales”, que caracterizan la modernidad

capitalista, se debe construir el “escenario social” propicio.

El resultado contradictorio de esta procesualidad se refleja en el hecho

de que, por la presión de las clases subalternas, el orden social (a través de la

redefinición de su instancia de intervención por excelencia: el Estado) se ve

obligado a incorporar (aunque subordinadamente) a su materialidad, algunas

reivindicaciones de las clases trabajadoras – claro, siempre que no afecten los

intereses de la clase capitalista como un todo. Dicha dinámica contradictoria

puede ser aprehendida desde una dialéctica que recupere el proceso de

concesión-conquista que está en la base de la misma.

Esto es, el ordenamiento socio-histórico del sistema del capital produce

una serie de metamorfosis donde el Estado se vuelve permeable a

determinadas demandas de las clases subalternas. Absorberá estas

demandas, buscando refuncionalizarlas, esto es, tornarlas funcionales a su

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reproducción ampliada, ubicándolas como pilares de un nuevo “pacto” de

dominación. Por esto, desde una perspectiva crítica, son las particulares

relaciones sociales (de clase) las que explican la necesidad y la funcionalidad

del Estado en las diferentes fases del desarrollo capitalista, y no a la inversa,

tal como postula el pensamiento burgués.

Aquí, el Estado es comprendido como resultado de correlaciones de

fuerza; como expresión de los procesos de producción y reproducción de las

contradicciones sociales inherentes al capitalismo.

Es en este proceso socio-histórico particular, donde emergen las

condiciones que posibilitan la demanda de una intervención social más

sistemática y organizada, más planificada y coherente, para el enfrentamiento

de la “cuestión social”, especialmente por parte del Estado, que emerge y

encuentra su significado el Servicio Social. A éste, le será encomendada la

tarea de trabajar en función de “absorber”, de integrar, de “institucionalizar” los

conflictos sociales que amenazan la “paz social” (léase la acumulación del

capital). Se deben neutralizar las posibilidades de que los mismos se organicen

autónomamente y amenacen el orden.

Así, en función de regular, de administrar, el conflicto social cada vez

más extendido, de mantenerlo dentro de límites tolerables, asistimos a la

formulación estratégica de las llamadas políticas sociales, las cuales nacen con

la “misión” de corregir los desajustes, los defectos que puedan aparecer, a

través del establecimiento de una gama de prestaciones de servicios. Para esta

“noble misión” serán demandados agentes especializados, profesionales que

materialicen, de modo peculiar, tales finalidades.

Sin embargo, lo importante a destacar es que el orden monopolista, al

internalizar la “cuestión social”, desarrolla una tendencia a eclipsar

ideológicamente las raíces de la misma. Para poder abordarla en sus

manifestaciones y exteriorizaciones, la fragmentará en una variedad infinita de

“problemáticas sociales” que reclamarán abordajes de distintas actividades

especializadas encargadas de “ofrecer respuestas”. Así, como resultado, la

“cuestión social” tiende a ser despolitizada y retirada de la óptica de la lucha de

clases. Este proceso se refuerza con la “individualización moralizadora” y la

“psicologización” de los problemas sociales – cuya modalidad de

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enfrentamiento de las refracciones de la “cuestión social” se da vía estrategias

de ajuste de la personalidad (Netto; 1992).

En síntesis, nuestra premisa en este análisis es que el Servicio Social,

en tanto profesión inscripta en la división socio-técnica del trabajo (como

tendencia predominante) emerge con el mandato de actuar en la dinámica

conflictiva del orden capitalista, específicamente en la formación de

condiciones adecuadas al proceso complejo de “reproducción” del mismo. Así,

inmerso en la dinámica contradictoria de esta sociedad, participa de la

reproducción de la vida social desde un lugar y con una funcionalidad

determinada; funcionalidad ésta que siempre expresará la naturaleza

contradictoria originaria de esta actividad.

De modo tal que, encontrará su funcionalidad en el tratamiento del

conjunto de crecientes dificultades que el capitalismo genera y debe enfrentar

para reproducirse ampliadamente. Es una profesión creada para intervenir en

la construcción de un equilibrio siempre tenso entre intereses antagónicos, en

última instancia, los del capital y los del trabajo. Así como a otras profesiones,

se le demandará intervenir sobre aquel conjunto de condiciones referentes a la

construcción de bases político-económicas necesarias para dotar al orden

social de legitimidad (Cf. Iamamoto; 1997).

Es sabido que, desde el inicio, el ejercicio profesional se desenvuelve

fundamentalmente relacionado con las condiciones de vida las poblaciones que

viven de la venta de su fuerza de trabajo: la clase trabajadora, interviniendo en

la búsqueda de mejoras. En este sentido, se configura como una profesión

integrada al proceso de creación de condiciones que optimicen, que reordenen

el proceso de producción-reproducción de la fuerza de trabajo como tal y, por

esta mediación, de las condiciones necesarias a la extracción de plusvalía

(medula de la acumulación del capital). Desde este punto de vista, podría

decirse que es una profesión que interviene junto a otras, sobre el conjunto de

condiciones (materiales, ideológicas, políticas, organizativas, etc.) que son

indispensables a la reproducción de las relaciones sociales capitalistas.

Puesto que actúa especialmente sobre las condiciones de vida de las

clases trabajadoras, también puede ser considerado un dispositivo, una

herramienta, útil para trabajar en la formulación e implementación de

“anticipaciones estratégicas” a los conflictos sociales que puedan representar

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peligros para la reproducción del orden social156. Se le demandará,

específicamente, intervenir en el proceso de reproducción de la clase

trabajadora por la vía de la ejecución de servicios y políticas sociales. De este

modo, dos dimensiones de la intervención profesional (económica y política)

están indisolublemente ligadas en la realización de su trabajo, son

complementarias y se refuerzan mutuamente. En las palabras de Iamamoto:

“El Servicio Social surge como uno de los mecanismos utilizados por la clase dominante para el ejercicio de su poder en la sociedad, instrumento este que debe modificarse constantemente según las diferentes características asumidas por la lucha de clases [...] aparece como una alternativa a las acciones caritativas tradicionales, dispersas, en la búsqueda de atribuirle una ‘nueva racionalidad’ y mayor eficacia en el enfrentamiento de la ‘cuestión social’” (Iamamoto; 1997: 92).

Por su parte, Netto (1992) dirá que pensar la génesis del Servicio Social

desde una perspectiva critico-dialéctica significa comprender su particularidad,

la cual es portadora de elementos de continuidad y de ruptura con respecto a

las formas anteriores, “tradicionales”, de intervención en la “cuestión social”.

Para este autor, las continuidades son evidenciadas al analizar el tipo de

intervención que este profesional realiza – la modalidad técnico-operativa de

intervención profesional –, el cual, en lo inmediato, no sufrió variaciones

sustantivas si se compara con las formas de caridad y filantropía preexistentes

a su profesionalización. No obstante, importantes rupturas se registran con

respecto a la nueva funcionalidad socio-política.

A partir de allí, dirá este autor, por más que persista en la imaginación de

los profesionales la representación de una actividad “autónoma”, que realiza

valores propios, que actúa apenas determinada por su moral personal y de

acuerdo exclusivamente con su voluntad, en verdad, ocurre que son

“instrumentalizados” en una estrategia abarcativa de reproducción societaria,

que los determina y encuadra en un conjunto de actividades e intervenciones

profesionales, cuya dinámica general, organización, recursos y objetivos,

apenas parcialmente puede ser controlado por ellos. De modo tal que, la 156 Es Netto (1992) quien desarrolla la idea de que las políticas sociales, también, pueden ser explicadas como anticipaciones estratégicas del capital; es importante rescatar el cuidado de este autor al no perder de vista la comprensión dialéctica de este proceso, donde la centralidad se coloca en la dinámica del conflicto social entre las clases.

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profesionalización del Servicio Social significa, elementalmente, que su

funcionalidad social ahora es impuesta por “instancias superiores”, muchas

veces con criterios y principios distintos a aquellos que regían las llamadas

“proto-formas”.

En este complejo entrecruzamiento de determinaciones, desde la

perspectiva mencionada, se explica el Servicio Social, formando parte de una

respuesta sistémica bien más amplia, movilizada por la clase de los capitalistas

(con fuerte eje en el Estado) para contener el “ascenso de las luchas sociales”

protagonizadas por los trabajadores. Así, funcionando como “anticipaciones

estratégicas”, son creadas un conjunto de políticas, instrumentos y dispositivos

destinados a la “regulación” de los conflictos crecientes que emanan de las

desigualdades sociales existentes; son creadas las políticas sociales.

El carácter contradictorio de las mismas, se refleja en el hecho de que,

por un lado, expresan la materialización de conquistas de las clases

subalternas en el seno del Estado (los derechos sociales, la ciudadanía), pero,

al mismo tiempo, se tornan una robusta fuente de legitimación del socio-

metabolismo capitalista, creando la apariencia de neutralidad del Estado y de la

posibilidad, a través del mismo, de “administrar” aceptablemente las relaciones

antagonistas entre las clases sociales. El Estado consolida y refuerza su

imagen de agente regulador que, a través de modernizadas formas de

intervención racional sobre la sociedad – o sobre sus aspectos más

problemáticos, las refracciones de la “cuestión social” –, se propone la tarea de

equilibrar el desarrollo asimétrico del sistema.

En este cuadro, las políticas sociales emergen como “base de

sustentación funcional-ocupacional” del Servicio Social; de éstas depende su

ocupación y su fuente de “ingresos salariales”. La edad monopolista del

capitalismo repone sobre nuevas bases sus contradicciones inherentes y las

potencia. Así, el proceso contradictorio por medio del cual el Estado, al buscar

legitimidad política a través del juego democrático, se torna permeable a las

demandas de las clases subalternas (las cuales, algunas veces, logran imponer

sus “intereses” y reivindicaciones más o menos inmediatas), se constituye

como una cuestión estratégica a ser comprendida (Cf. ídem).

La contradictoriedad de este proceso se manifiesta en el hecho de que,

aunque representando en términos generales un movimiento de “integración

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efectivo” de estos segmentos sociales a un orden que los explota y los oprime,

al mismo tiempo y por el mismo movimiento, las clases subalternas logran

materializar en el seno del Estado burgués ciertos intereses propios, en tanto

clase, de acuerdo con la fuerza y la proyección política presentada, de su grado

de elaboración político-estratégica para enfrentar las luchas de clases, etc157.

En este sentido, puede afirmarse que la funcionalidad atribuida a la

intervención profesional – lo que determina su trazo contradictorio incontestable

–, resulta (aunque desigualmente) tanto de las demandas del capital como de

las necesidades de los trabajadores. Esto es, participa y refuerza tanto los

mecanismos de la explotación del trabajo como, al mismo tiempo y por la

misma actividad, da respuestas a determinadas necesidades vitales de los

trabajadores. Por esto, la intervención profesional se encuentra siempre

tensionada y polarizada por los intereses – en última instancia antagónicos,

incluso en los breves periodos registrados de “acumulación tranquila” – del

capital y del trabajo, puesto que participa en la reproducción de las relaciones

sociales que los encarnan.

El Servicio Social: un tipo particular de trabajo

Desde la perspectiva crítica, la comprensión del significado social, de la

funcionalidad, de la instrumentalidad, en fin, de la “naturaleza” de nuestras

intervenciones, re-creadas por las mutaciones de su “demanda social” en los

distintos momentos históricos, pasa por entender las diversas modalidades

creadas para atender a las refracciones desestabilizadoras que emanan con la

“cuestión social” capitalista. Como vimos, esta especialización del trabajo

colectivo fue creada por la demanda de dar respuestas a las manifestaciones

histórico-concretas derivadas del despliegue antagonista del sistema, a partir

de la implementación de “políticas sociales” dirigidas a la clase trabajadora,

bajo ciertos parámetros socio-estatales de intervención.

157 En este sentido, los “servicios y políticas sociales” conquistados por los trabajadores funcionan contradictoriamente como conquistas históricas del movimiento de los trabajadores y como legitimadores del orden monopolista. Esto es posible, puesto que los trabajadores comienzan a reconocerse (mas o menos relativamente) en el Estado que los ejecuta, a partir de lo cual se construye la apariencia de ser el representante de los intereses del “conjunto” de la sociedad. O sea, es solapado el carácter clasista de la misma a partir de la intervención de un “mediador” idealmente neutral que garantiza los pactos entre los diversos “grupos” sociales.

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En este sentido, esta actividad profesionalizada determina la existencia

de un trabajador asalariado, cuya inserción en el mercado pasa por la relación

de compra-venta de su fuerza de trabajo (“especializada”) a “organismos

empleadores” estatales o privados, y por su dependencia del “salario”, tiende a

materializarse como alineación para el trabajador (social). En tanto meros

propietarios de una fuerza de trabajo calificada, no dispone del conjunto de

medios necesarios para realizar su reproducción, debiéndose aferrar a esta

mercancía especial que pasa a determinar la forma que asume su actividad. El

proceso de trabajo del asistente social, por las características socio-históricas

que definen su forma, no está fundamentalmente definido por el portador de la

“capacidad de trabajo”, sino que se encuentra alienado de éste.

Se trata de un trabajador especializado que se encuentra bajo las

mismas determinaciones que el resto de los trabajadores asalariados,

necesitando vender diariamente su fuerza de trabajo a cambio de un salario,

sujeto a los vaivenes del mercado de trabajo. Esta condición de trabajador

asalariado, como forma social asumida por su actividad, imposibilita pensarla

como una práctica que cuenta con una autonomía “todopoderosa” e irrestricta,

sin limitaciones para establecer finalidades que orienten la actividad.

Está condición de dependencia opera obligando al profesional a entregar

su producción al empleador, quién tiene el derecho de utilizarla según sus

intereses, durante una jornada establecida. Por esto, estas determinaciones

pesan sobre su actividad y restringen significativamente la autonomía del

ejercicio – aunque no absolutamente158. Es el espacio de esta autonomía

relativa, que es históricamente determinado y se modifica según las

condiciones sociales en cada momento.

Al respecto, dirá Iamamoto:

158 Por las propias característica de su trabajo, el Asistente Social preserva una relativa autonomía en la definición de las prioridades y de las formas de ejecutar su trabajo, puesto que el control ejercido sobre su actividad es diferente al que está sometido un trabajador en el ámbito de la producción de mercancías. Esa autonomía relativa germina en la propia naturaleza de ese tipo de especialización del trabajo, puesto que trabaja con sujetos de determinados segmentos del complejo de relaciones sociales, y no con objetos materiales. Su trabajo, mayoritariamente, no se organiza en función de la producción de mercancías, ni de la transformación de la materia natural; su trabajo se sitúa predominantemente en el campo político ideológico, el que responde a una “legalidad” que es social e históricamente determinada (Iamamoto; 2003: 119-120).

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“La posibilidad de reorientar el sentido de sus acciones para rumbos sociales distintos de aquellos esperados por los empleadores [...] deriva del propio carácter contradictorio de las relaciones sociales que estructuran la sociedad burguesa. En estas se encuentran presentes intereses sociales distintos y antagónicos que se refractan en el campo institucional, definiendo fuerzas sociopolíticas en lucha para construir hegemonías, definir consensos de clases y establecer nuevas formas de control social vinculadas a ellas” (ídem: 120; subrayado de la autora).

Así, necesariamente, existe la dimensión política de trabajo del asistente

social, la que, por otra parte, abre la posibilidad de enfrentar las tendencias a la

alineación (propia de esta “actividad asalariada”), a su instrumentalización por

parte de un orden que se impone como natural. Y esta dialéctica ocurre, por

más que las alienaciones que derivan del trabajo asalariado no sean

eliminadas. En este cuadro de determinaciones, se trata de disputar la

dimensión creadora del trabajo, apuntando a interferir en la dirección social de

nuestra actividad, como una lucha a ser librada diariamente. Para tanto, es

fundamental captar, en la particular configuración socio-institucional donde el

Servicio Social se inserta y desarrolla su actividad profesional, las condiciones

de posibilidad efectivas para establecer finalidades socio-profesionales

históricamente viables y coherentes.

Entendemos que el intento por comprender la actividad profesional como

un trabajo apunta a superar las perspectivas “endogenistas” y a reconocer las

determinaciones que pesan sobre la intervención del Asistente Social, lo que se

relaciona con el problema de los límites que el actual contexto impone a la

intervención y que son parte constitutiva de su quehacer.

Desde estas coordenadas, las “correlaciones de fuerzas” y las

hegemonías en las instituciones empleadoras; las partidas presupuestarias

asignadas; la naturaleza de las políticas sociales, de los programas y proyectos

a ejecutar; la configuración particular de la “cuestión social” y sus refracciones,

entre otros elementos del universo de esta especialización del trabajo colectivo,

se constituyen en determinaciones fundamentales que definen el “proceso de

trabajo” de este profesional. El mismo, debe ser pensado más allá de sí mismo

e inscripto en el proceso más general del cual es parte determinada y

determinante; nunca aislado ni absolutamente “auto-creado”.

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Desde esta perspectiva, el Servicio Social se concibe como un tipo

peculiar de trabajo. Esta “reconceptualización” propiciará una inflexión en la

reflexión teórica de esta profesión, abriendo camino hacia la comprensión del

papel asignado-asimilado por los “trabajadores sociales”, a lo largo de su

experiencia histórica. La ubicación en la totalidad social de la particularidad

profesional, desde la dialéctica materialista, imprimiría a segmentos

importantes de esta categoría – especialmente en América Latina – una

profundidad inédita en términos del análisis crítico de la profesión sobre sí,

creándose ricas “auto-reflexiones” de la profesión159.

No obstante, caracterizar la actividad profesional en general como

trabajo tiene sus problemas, los que merecen por lo menos una rápida mención

aquí. A la hora de pensar esta intervención profesional inscripta en “procesos

de trabajo” determinados históricamente, debe admitirse que, mayorita-

riamente, este profesional no produce mercancías propiamente dichas – por

más que, cada día más, su actividad es absorbida por la esfera “privada” de la

valorización capitalista, que hoy satura todos los ámbitos de la vida social. Este

tipo de trabajo permanece, fundamentalmente, en la órbita institucional estatal

burguesa.

El análisis que hace Marx del trabajo y su proceso (especialmente en el

capítulo V de El capital), parte de reconocer la existencia de dos puntos de

vista diferenciados, no disociados entre sí. Por una parte, existe el proceso de

trabajo en cuanto producción de “valores de uso”, de objetos útiles; por otro

lado, existe bajo la forma de “proceso de valorización” de capital, o sea, de

producción de plusvalía.

El trabajo asume diferentes formas históricas en la sociedad, de acuerdo

con el tipo de relaciones sociales establecidas. En la sociedad capitalista,

particularmente, el trabajo (en tanto capacidad humana, actividad productiva

159 Tal perspectiva, sin ignorar su heterogeneidad, hoy presenta contribuciones que enriquecen las ya clásicas investigaciones y los análisis de las décadas de 70 y 80. Los estudios recientemente elaborados sobre “reestructuración productiva”, la cuestión del trabajo en este capitalismo maduro, los apuntes sobre las metamorfosis societarias y las formas actuales de sociabilidad; la reconversión de los aparataos estatales del capitalismo en crisis estructural, explicitado en el conjunto de “contra-reformas” neoliberales que buscan adecuarlo al recalentado funcionamiento del sistema mundo del capital, entre muchos otros importantes trabajos disponibles, se inscriben en el cuadro general de captar las determinaciones fundamentales de éste quehacer profesional en particular.

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que posibilita producir los bienes necesarios para la satisfacción ampliada de

las necesidades) se torna una mercancía más, asumiendo la forma de “valor de

cambio”. Dirá Iamamoto:

“Considerar los procesos de trabajo donde está inserto el Asistente Social exige necesariamente pensarlo desde esta doble determinación: la del valor de uso y la del valor, o sea, como proceso de producción de productos o servicios de cualidades determinadas y como proceso que tiene implicaciones en el ámbito de la producción o distribución del valor y de la plusvalía [...] siendo la mayor parte del trabajo del Asistente Social realizada en el aparato estatal, no existe siempre una conexión entre trabajo y producción de valor. Si esta conexión puede ser identificada en los procesos de trabajo en las empresas capitalistas, no ocurre lo mismo en la esfera de la prestación de servicios públicos, donde la conexión que se pueda establecer pasa por la distribución de una parte de la plusvalía social metamorfoseada en fondo público” (ídem: 125; subrayados de la autora)160.

En este marco, se sitúa el debate sobre el carácter “productivo” o

“improductivo” de la actividad profesional, y encuentra insumos teóricos

fundamentales en el llamado Capítulo VI Inédito, de El Capital de Marx. Allí, se

define al “trabajo productivo” como aquella actividad que participa directamente

en la producción de valor y de plusvalía. Puesto que el trabajo del Asistente

Social mayoritariamente – aunque de ninguna manera exclusivamente – se

sitúa en el ámbito de la distribución (y no de la producción) de valor y plusvalía,

no puede ser tratado como “productivo”; es, fundamentalmente, un trabajador

improductivo desde el punto de vista del capital.

Sin embargo, esto quiere decir que el mismo no sea útil y necesario para

la reproducción de las relaciones sociales; pero no sería productivo. Según la

crítica marxiana de la economía política, aunque necesario en términos de la

totalidad del proceso de la vida social, el mismo es improductivo y forma parte

del conjunto de instrumentos dedicados a garantizar las condiciones necesarias

160 Dirá Iamamoto: “tanto en los procesos de trabajo organizado por el aparato del Estado, en el espacio de la prestación de servicios sociales, como en las ONGs, los productos o servicios producidos no están sometidos a la razón del capital [...] o sea, de la productividad y de la rentabilidad del capital inicialmente invertido. Se encuentran sometido a la racionalidad del Estado que es socio-política, orientada para la colectividad [... hecho que no implica desconocer que el estado representa la condensación de fuerzas presentes en la sociedad, disponiendo de un nítido carácter de clase” (ídem: 126).

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a la “re-producción”, en el ámbito de la distribución del valor socialmente

producido.

Por su parte, la intervención profesional que se inserta en Empresas

privadas, por ejemplo, que son movidas por la finalidad principal de la ganancia

y se centran en la lógica de la producción capitalista, puede considerarse,

efectivamente, como formando parte de un trabajo productivo, puesto que

participa junto a otros trabajadores del “trabajador colectivo” del proceso de

producción/realización de plusvalía. Esta actividad del Asistente Social, aunque

el mismo no intervenga directamente en el proceso de transformación material

de la mercancía, es productora de capital.

Por esto, Iamamoto dirá que el Asistente Social se inserta en “procesos

de trabajo”, de naturaleza variada, cuya homogeneización lleva a reducir el

análisis de su significación socio-productiva. Pensar la actividad profesional

inserta en procesos de trabajo, tiene que ver con precisar la naturaleza de la

misma en relación con su funcionalidad sistémica concreta. Para la autora, no

se trata de un proceso de trabajo del Asistente Social, sino, más bien, de su

inserción en “procesos de trabajo” (ídem: 130).

La “cuestión social” en la dinámica capitalista

La premisa es que la llamada “cuestión social” se constituye como el

conjunto de expresiones resultantes del despliegue dinámico de la

contradicción molecular del sistema del capital: capital / trabajo. Distintas fases

históricas de reproducción de la última, producen diferentes modalidades de

expresión de la primera. De modo que, un tratamiento riguroso de la “cuestión

social” no puede estar disociado del análisis de las configuraciones históricas

particulares asumidas por la subsunción del trabajo al capital, ni de la “arena”

de disputa entre proyectos societarios basados en intereses más o menos

particulares.

Según la perspectiva de Netto (2003), la utilización de la expresión

“cuestión social” – determinación fundante de la profesión –, data de las

primeras décadas del siglo XIX. Con este concepto se buscaba denominar al

fenómeno social más notorio e incómodo que vivenciaba la pujante Europa

occidental moderna de la época, fruto de la acentuación de su desarrollo. El

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mismo surgía como un efecto de aquello que luego fue llamado “primera

revolución industrial”; nos referimos al fenómeno del pauperismo.

Dicho fenómeno, relativamente novedoso, era sufrido específicamente

por la clase trabajadora, y su peculiaridad radicaba en el hecho – inédito

históricamente – de que las necesidades de amplias masas de seres humanos

aumentaban en razón directa al aumento de las riquezas y fuerzas productivas

sociales disponibles. Esto es, en el contexto de consolidación del capitalismo

industrial competitivo, la emergencia del “pauperismo” en amplias capas de la

población trabajadora – especialmente en los países desarrollados – se

producía como un proceso concomitante y contradictorio con el aumento de la

“masa” de bienes de consumo disponibles para la satisfacción de tales

necesidades.

Para este autor, la particularidad de la llamada “cuestión social” se

define por el hecho de que la misma no es resultante de la “escasez” de

recursos, propia de las sociedades con un relativamente bajo desarrollo de sus

fuerzas productivas, sino que surge en medio de la creciente abundancia de

bienes de consumo disponibles. Por esto, lejos de ser un fenómeno “natural” de

sub-consumo, es un conflicto que responde a la lógica específica de

organización de la vida social bajo los dictámenes del capital, vale decir, el

monopolio de los medios de producción material de la vida social en manos de

un segmento, de una clase (minoritaria) de la sociedad161.

Esta contradicción, propia del orden social capitalista y su régimen de

acumulación – que está en la base de la emergencia del fenómeno social del

pauperismo – no tardará en expresarse en los niveles de las “luchas sociales y

políticas” entre las clases sociales, con intereses antagónicos y beneficios

asimétricos.

Según este autor, fue precisamente esta profundización del conflicto

socio-político – con base en el desarrollo de la acumulación capitalista – y la

presencia efectiva de la posibilidad de subversión del orden burgués, lo que

161 Para comprender la anatomía efectiva de la llamada “cuestión social”, su carácter de corolario necesario del desarrollo capitalista, remitimos al lector al análisis marxiano de la “Ley general de la acumulación capitalista”, el cual se encuentra en el Capitulo XXIII del libro I de El Capital, de 1867.

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hará que al pauperismo se lo empieza a llamar “cuestión social”162. Se trataría,

entonces, de una operación ideológica especialmente destinada a ocultar las

relaciones orgánicas existentes entre “acumulación capitalista” y “producción

del pauperismo”. A través del mismo, se pretende “des-economizar” el análisis

social; oscurecer la base material del conflicto societario estructural, el cual

deriva de la propia lógica de producción/reproducción de las relaciones sociales

bajo parámetros capitalistas. Las comillas, dirá el autor, pretenden señalizar

justamente ese carácter mistificador que lo caracteriza.

“El desarrollo capitalista produce necesariamente la ‘cuestión social’ – diferentes fases capitalistas producen diferentes expresiones de la ‘cuestión social’ [...]. El análisis de conjunto que Marx ofrece en El Capital revela brillantemente que la ‘cuestión social’ está básicamente determinada por el trazo propio y peculiar de la relación capital/trabajo – la explotación. Sin embargo, la explotación apenas remite a la determinación molecular de la ‘cuestión social’ [...]. El análisis marxiano permite situar con radicalidad histórica la ‘cuestión social’, esto es, distinguirla de las expresiones sociales derivadas de la escasez en las sociedades que precedieron al orden burgués” (Netto, 2003: 63-4).

De modo tal que, con la difusión de esta expresión se busca “naturalizar”

y, así, “despolitizar” las causas estructurales del conflicto social del cual la

“cuestión social” es expresión. Una vez naturalizada la “cuestión social”, se

legitiman propuestas de “enfrentamiento” basadas en acciones moralizadoras.

La concepción que allí subyace es una que busca combatir las manifestaciones

de la “cuestión social” sin tocar los fundamentos de la sociedad burguesa.

Contestando a esto, la perspectiva crítica sostiene que la base del

conflicto social propio del sistema capitalista consolidado debe ser reconstruido

a partir del examen de la lógica general de la acumulación capitalista y del

procesamiento socio-político desatado en cada coyuntura histórica de la “lucha

de clases”. Así, “cuestión social” y “contradicción capital / trabajo” no pueden

ser consideradas idénticas; más correcto es pensar en esta última como el

núcleo fundante de la primera, como su condición de existencia. De la misma

162 Aquí, distintamente de los análisis hegemónicos sobre el tema, “cuestión social” no es entendida como sinónimo de “pobreza”, como simple carencia de medios materiales de vida. Por otro lado, tampoco es aprehendida apenas como conflictos o luchas sociales. Más bien, pensamos que son los conflictos y problemas creados por el progreso de las relaciones sociales específicamente capitalistas. Esa procesualidad social progresivamente contradictoria precisa ser atendida y administrada, reorientándola en función de las necesidades de “la reproducción” del ser social, en el presente estadio de su desarrollo.

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forma, la relación entre pobreza (o pauperismo) y “cuestión social” tampoco lo

es; existen mediaciones que operan entre estos procesos y que requieren ser

tomadas en cuenta.

En este sentido, es interesante el aporte de Pereira (2003) al plantear

que la utilización de la expresión “cuestión social” hace referencia a un proceso

bien más complejo y elaborado que la mera explicitación de las carencias

materiales. Para esta autora, el uso de la expresión supone / exige la existencia

de una “elaboración política” de las necesidades producidas por la lógica

objetiva de la acumulación capitalista. Hablar de “cuestión social” supone la

existencia de condiciones para la transformación de las “necesidades” y

carencias en “cuestiones”, lo que no es lineal, sino que supone una elaboración

política de las necesidades sociales, y se crea un ámbito donde proyectos

societarios son producidos por los sujetos productores en función de

satisfacerlas y superarse. Sin esto, según la autora, no podría existir una

“cuestión social”; más bien, lo que existiría seria una “cuestión social” en estado

“latente” o en potencia.

Desde esta perspectiva, solidaria con la anterior, la llamada “cuestión

social” no es un resultado directo de la acumulación del capital. Es, ante todo,

el “conflicto socio-político” determinado por la elaboración – más o menos

radical – de las contradicciones del sistema163. El proceso de producción/

reproducción de la “cuestión social” asume trazos y expresiones particulares en

la contemporaneidad, por lo que se impone la pregunta: ¿cuáles son las

“particularidades históricas” del funcionamiento sistémico que redimensionan la

producción / reproducción de la “cuestión social” hoy?

También, por su parte, Iamamoto dirige la crítica a las perspectivas de la

teoría social que tratan a la “cuestión social” como disfunción, como

“enfermedad social” que “amenaza” el orden y la cohesión. Muchas veces se

habla de “nueva cuestión social”, que resulta de la inadecuación e indisposición

de los antiguos métodos de “gestión de lo social” a partir de la crisis del “Estado

Providencia”. La problemática y los programas hegemónicos tienden a ser 163 Para la autora, la falta de fuerzas sociales y políticas con presión efectiva para incorporar en la agenda “pública” los grandes problemas sociales y exigir su solución, determinan que hoy no tengamos – se refiere a su país – enfrente propiamente una “cuestión social” explícita, sino una incómoda y complicada “cuestión social” latente, cuya explicitación se convierte en el principal desafío de las fuerzas progresistas (Cf. Pereira In Borgianni; Guerra; Montaño; 2003).

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reducidos al problema de cómo organizar una gestión más eficiente del

conflicto y del desequilibrio social (inevitable) en los marcos de la sociedad

constituida (y “eternizada”).

Desde esta perspectiva, la llamada “cuestión social” es parte constitutiva

de las relaciones sociales capitalistas y debe ser entendida como expresión de

las desigualdades sociales, como contra-cara del desarrollo de las fuerzas

productivas del trabajo en la sociedad capitalista. Su comprensión implica

analizar el proceso de producción y acumulación de capital, y sus efectos sobre

el conjunto de los sectores y segmentos de la clase que vive de la venta de su

fuerza de trabajo – lo que está en la base de la creación de políticas sociales

públicas para enfrentarlas (Cf. Iamamoto; 2003: 58).

Si se entiende que el proceso de producción material de la vida social

capitalista es una forma históricamente determinada del proceso de producción

en general – que es también producción de relaciones sociales –, caracterizada

especialmente por basarse en una peculiar relación antagónica entre los

intereses del capital y del trabajo (por la explotación del trabajo por parte del

capital a través de sus personificaciones respectivas, en función de la

producción de mercancías y de la apropiación de lucros), la llamada “cuestión

social” no puede ser efectivamente explicada sino en los marcos y como

resultado de tal dinámica.

La sociedad capitalista, dirá Iamamoto, dispone de dos características

esenciales que la particularizan. Una, se refiere al hecho de que la mercancía

es el carácter predominante y determinante de la forma que asumen los

productos del trabajo social (la propia capacidad de trabajo aparece como una

mercancía); la otra, dice al respecto de que la producción de plusvalía es la

finalidad determinante de la producción. Para la producción ampliada de la

misma, se impone la necesidad de reducir al mínimo el precio de costo de este

factor productivo, lo que torna a este mecanismo una poderosa palanca para

intensificar la fuerza productiva del trabajo – que se presenta como fuerza

productiva del capital, es capitalizada por el mismo.

Existen, así, vínculos orgánicos que articulan el desarrollo del proceso

de la producción capitalista y de su acumulación ampliada, y la emergencia del

conjunto de expresiones sociales críticas que constituyen la llamada “cuestión

social”. La tendencia inmanente del capital a producir una “súper-población

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excedente” (según las necesidades de su valorización), como resultado del

propio progreso de su lógica, es, para nosotros, la sustancia que permea el

conjunto de refracciones que expresan la “cuestión social” hoy.

En este sentido, no se trata tanto de un problema de “mala distribución”

del producto social, o de una distribución injusta. El núcleo de la cuestión está

en la forma peculiar de organizar la producción material bajo los parámetros del

capital o, si se quiere, del tipo de distribución (desigual) de los medios de

producción material de la vida social; un acceso clasistamente diferenciado a

éstos. Dirá la autora:

“La cuestión social dice al respecto del conjunto de expresiones de las desigualdades sociales engendradas en la sociedad capitalista madura, impensables sin la intermediación del Estado. Tiene su génesis en el carácter colectivo de la producción, contrapuesto a la apropiación privada de la propia actividad humana – el trabajo –, de las condiciones necesarias a su realización, así como de sus frutos. Es indisociable de la emergencia del ‘trabajador libre’ que depende de la venta de su fuerza de trabajo como medio de satisfacción de sus necesidades vitales” (Iamamoto; 2003: 65; traducción nuestra).

Capitalismo monopolista y ampliación del Estado

Partiendo de la premisa de que el capital, por sí mismo, es incapaz de

lograr ninguna forma relativamente estable de auto-reproducción, es necesario,

para avanzar en el análisis de la contemporaneidad sistémica y sus

determinaciones sobre el Servicio Social, tratar más detenidamente la

mediación fundamental constituida por el Estado.

De acuerdo con Netto (1992), el trazo que caracteriza principalmente al

capitalismo en su fase monopolista es que la forma de organizar la vida social

se encuentra deliberadamente destinada a garantizar un nivel adecuado de las

ganancias capitalistas, especialmente a través del control de los mercados (Cf.

Netto: 1992; Sweezy: 1977). La organización monopólica se configura como

una contra-tendencia para contrarrestar el aumento de la composición orgánica

del capital, esto es, para preservar y aumentar la tasa de ganancia. Sin

embargo, la activación de estas contra-tendencias no implica que puedan

resolverse duraderamente (mucho menos eliminarse) las contradicciones

inherentes del sistema, puesto que, la solución monopolista arrastra consigo

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los conflictos inherentes al orden del capital. El capitalismo, en su “edad

monopolista”, repone sobre nuevas bases las contradicciones de la

acumulación y valorización del capital.

Por esto, dirá este autor, se precisan crear mecanismos de intervención

extra-económicos que posibiliten el adecuado funcionamiento del sistema. De

tal exigencia general, entre otras, derivará una refuncionalización y un

redimensionamiento del espacio de intervención social y extra-económico por

excelencia de este socio-metabolismo: el Estado. De este modo, dentro del

conjunto de transformaciones societarias procesadas en la coyuntura histórica

signada por el pasaje del capitalismo de su fase competitiva a la monopolista,

puede visualizarse una suerte de ampliación del Estado, puesto que son

alteradas sus funciones económico-sociales y redimensionadas las bases de

representación política.

En el capitalismo, el Estado juega un papel extremadamente importante,

particularmente en lo que toca a la producción y reproducción de las

condiciones necesarias para el funcionamiento del orden social. Históricamente

ha realizado esta función de diversas formas y a través de diferentes

modalidades de intervención en la sociedad. Lo que especialmente nos

interesa analizar del desempeño del Estado es el problema del enfrentamiento

de las manifestaciones más “desestabilizadoras” del orden, la llamada

“cuestión social” – entendiendo a ésta, como expresión de las luchas de clases

– del capitalismo moderno, en contextos y coyunturas determinadas.

Específicamente en la sociedad capitalista, el Estado inicialmente es una

institución cuya finalidad se restringe a garantizar “externamente” el

funcionamiento adecuado del orden social. A través de la intervención del

mismo, se buscarán gerenciar los conflictos producidos por la dinámica propia

del orden capitalista, como dijimos, basada en el antagonismo entre intereses

individuales y colectivos. Para esto, el Estado asume la apariencia de ser una

instancia supra-histórica y neutral, habilitado a garantizar un efectivo arbitrio del

conflicto social entre las clases y sus diferentes segmentos. El Estado se

presenta como una instancia dedicada a preservar las garantías del orden

social y velar por su adecuado funcionamiento. A partir de dicha apariencia de

exterioridad, procura construir su legitimidad, presentándose como juez

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imparcial, como autentico representante de los “intereses universales”; se

presenta como universal verdadero.

Este Estado, a lo largo del desarrollo histórico, será cada vez más un

espacio privilegiado a partir del cual se buscará abordar los conflictos políticos

que emergen recurrentemente en el seno de la sociedad, y que son expresión

de las luchas entre las clases sociales. En la medida en que el capitalismo se

va consolidando, que se expande y profundiza, con él lo hacen sus

contradicciones; en la medida en que la lucha de clases asciende a la

superficie de la vida social, siendo el avance político-organizativo de la clase

subalterna una determinación fundamental, se hace necesario la creación de

instrumentos cada vez más sofisticados, adecuados para el enfrentamiento de

las amenazas de politización de la “cuestión social”.

Llegado un momento dado del desarrollo capitalista industrial moderno,

donde la acumulación de los conflictos sociales y el recalentamiento de las

contradicciones tornan altamente inestable al sistema, la clase dominante,

obligada a “responder estratégicamente” a la amenaza de la “cuestión social”,

se vuelca a la creación de una modalidad de intervención más efectiva que las

“viejas” formas de ayuda y de contención de los pobres – las a-sistemáticas y

espontáneas filantropía y beneficencia –, así como de la pura represión.

Dichas “formas de ayuda”, comienzan a mostrarse seriamente limitadas

para garantizar la estabilidad duradera del despliegue capitalista, en un

contexto mundial que se polariza crecientemente, con la emergencia de

movimientos sociales contestatarios provenientes de las clases subalternas, a

los cuales van sucediéndose, con más o menos radicalidad, determinadas

conquistas, desde mediados del siglo XIX. Los mismos, luego de contundentes

derrotas, cobrarán un nuevo y enorme vigor a inicios del siglo XX, resultando

derrotados una vez más.

En este marco contradictorio, donde se combinan momentos de

acumulación tranquila con otros de alta conflictividad, ante la presencia efectiva

de fuerzas que amenazan las propias estructuras capitalistas, la clase

dominante formula una sofisticada e integral respuesta estratégica, la cual se

constituye en un complejo de instrumentos y dispositivos destinados a

“regular”, a “administrar” los conflictos sociales inherentes a la lógica de

reproducción del sistema. Así, con la creación de tales dispositivos en función

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de promover el desarrollo económico e intervenir en las desigualdades sociales

(para evitar que éstas se traduzcan en luchas políticas desestabilizadoras que

vengan a comprometer su reproducción), se produce históricamente lo que

llamamos ampliación del Estado (fordismo-keynesiano).

No obstante, para que tal modalidad particular de regulación por parte

del Estado sea posible, son indispensables ciertas premisas históricas. El

proceso de concentración y centralización monopolista – efectivado en las

primeras décadas del siglo XX – y el proceso de “ampliación” y re-

funcionalización del Estado burgués – especialmente de los países centrales,

aunque no exclusivamente –, se constituyen como un momento histórico

complejo y contradictorio, que no puede ser comprendido si se recae en

posiciones unilaterales. El tránsito del capitalismo de su fase competitiva a la

monopolista – imperialista, en términos leninistas –, objetivado a través de

procesos integrales de refuncionalización económica-política y cultural, significó

un cambio radical en la organización de la vida social.

La férrea tendencia a la diferenciación social producida por el propio

desarrollo del capitalismo en su fase industrial se procesa generando severos

conflictos socio-políticos – lo que demanda la revisión y reformulación del tipo

de organización societaria –, que tratará de sobrellevar y “administrar” de

diversas maneras, especialmente una vez que quedan claras las dificultades de

resolver adecuadamente, de forma duradera, tales contradicciones inherentes

al sistema. En este cuadro,

“El Estado pasa a intervenir directamente en las relaciones entre el empresariado y la clase trabajadora, estableciendo no sólo una regulación jurídica del mercado de trabajo, a través de la legislación social y laboral específicas, sino ‘gerenciando la organización y prestación de los servicios sociales’, como un nuevo tipo de enfrentamiento de la cuestión social” (Iamamoto & Carvalho; 1986: 77; traducción nuestra).

Con esto, busca resaltarse la particular procesualidad que permite la

metamorfosis del orden social en su conjunto, entendida como resultante de la

propia potencia expansiva, de las energías para el crecimiento, ampliamente

demostradas por el sistema en dicha inflexión histórica.

Por otra parte, dicho proceso, más que significar el refuerzo unilateral del

orden capitalista – por más que allí se encuentre la tendencia que predominó

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en la experiencia histórico-concreta – representó, ante todo, la respuesta del

conjunto de las clases dominantes frente al ascenso de los conflictos sociales y

las luchas de clases.

De tal modo que, es poco dialéctico reducir ese proceso apenas a una

victoria del capital sobre los trabajadores – y si lo es, no puede negarse que es

apenas una victoria parcial –, como si el resultado histórico pudiese ser

prefijado por alguna “teleología todopoderosa”; como si hubiera estado inscripto

a priori en la historia. Eso nos dejaría muy cerca de ciertas posiciones

“aparentemente radicales” que afirman que el proletariado por “naturaleza” es

revolucionario, o bien, reformista. Desde nuestra perspectiva, puesto que la

historia social es abierta a resultados posibles, aunque objetivamente siempre

existen probabilidades, los tiempos históricos no están pre-destinados.

De acuerdo con Netto, esta intervención más sistemática del Estado

ante las violentas manifestaciones de la “cuestión social”, aunque en función de

la preservación de los intereses del gran capital monopolista, no se realiza

como un proceso lineal, puramente mecánico, donde la clase trabajadora

representa el papel de objeto pasivo en la integración societaria al capitalismo,

éste visto como un “horizonte insuperable”. Lejos de esto, su procesamiento

contradictorio, también, marca conquistas (mas o menos parciales y

significativas) para las clases trabajadoras. Para el autor: “la madurez política

del proletariado y de sus organizaciones de clase, tiene uno de sus indicadores

en la comprensión del potencial contradictorio de las políticas sociales” (Netto;

1992: 30; traducción nuestra).

La cuestión se tensa cuando se reconoce el hecho de que, con la

reorganización capitalista que acompaña el tránsito de la fase competitiva

inicial a la imperialista, amplios sectores de las clases trabajadoras –

especialmente en el “centro” – logran materializar importantes conquistas en el

Estado, a través de la institucionalización de derechos sociales, como resultado

de sus luchas reivindicativas, al mismo tiempo, sin desconsiderar que el precio

de tal “inclusión negociada”, es aceptar el mundo burgués y la explotación

capitalista del trabajo164.

164 Por otra parte, cabe la pregunta por la posibilidad actual de una modalidad tal de resolución de las contradicciones sistémicas. Si bien se mostró muy eficiente en aquél momento agudo de crisis, donde se llegó a poner realmente en riesgo la continuidad del orden, no alcanzó a tocar

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Desde el punto de vista de la totalidad social, es con el periodo histórico

caracterizado por la asociación del capital financiero y el industrial – que marca

el pasaje del capitalismo competitivo al monopolista (o al imperialismo) –,

ocurrido entre las tres últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX,

que se produce una enorme concentración de capitales capaces de promover

una segunda revolución industrial, y de crear las condiciones históricas que

posibilitan un nuevo modo de intervención estatal en la sociedad, de una

naturaleza cualitativamente distinta a las anteriores165.

En este marco, son elaboradas las teorías reformadoras del capitalismo,

donde se le atribuye un protagonismo inédito al Estado en el enfrentamiento de

la “cuestión social”, reforzándose su orgánica funcionalidad al sistema. Como

resultado, se registra que tanto la intervención como la propia materialidad del

Estado se tornan más complejas y sofisticadas, con la fase monopolista del

capitalismo.

Esta profunda metamorfosis experimentada por el Estado moderno –

donde, al mismo tiempo que mantiene algunas de sus funciones básicas,

desarrolla otras nuevas – y la nueva modalidad asumida por sus intervenciones

(en tanto agente administrador y regulador de la sociedad por excelencia),

contradictoriamente, crea la posibilidad para que las clases subalternas, por

medio de diversos procesos político-organizativos, logren materializar algunas

reivindicaciones y conquistar derechos. Esta forma de intervención sobre la

“cuestión social” (más allá de la represión), a partir de la consolidación mundial

del capitalismo industrial y su pasaje a la fase monopolista, se trazaba como

las bases esenciales generadoras del desequilibrio, las cuales no fueron eliminadas. Sólo fueron alargados los márgenes de maniobra donde las contradicciones inherentes a la lógica del capital podían funcionar algún tiempo más. Por esto, aquella “salida” no podía ser más que transitoria, desmoronándose luego, cuando el sistema necesitó “ajustarse” nuevamente, pero esta vez sin tanta capacidad de “absorber” los conflictos que su lógica produce.

165 Desde finales del siglo XIX, y como respuesta a la crisis económica, el capitalismo inicia su segunda revolución industrial. Esta consiste fundamentalmente en la sustitución de la máquina a vapor por las eléctricas o las movidas a combustión; la creación de la radio-comunicación, la electrónica, la aerodinámica, etc. Con base en la “línea de montaje se desarrolla la producción en masa para un consumo masivo. Se producen así, ganancias crecientes de productividad y una gran expansión del excedente económico” (Cf. Abreu; In Borgianni; Guerra; Montano; 2003). Esta nueva organización del capitalismo, esa coyuntura histórica, permitirá efectuar ciertos niveles de redistribución de la riqueza, aunque por un tiempo bien reducido y no sin crisis, amortiguando las luchas de clases e intentando integrarlas orgánicamente al cuerpo institucional estatal.

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horizonte la construcción de “consensos sociales” entre las clases, procuraba

dotar de legitimidad al Estado burgués seriamente cuestionado, amenazado,

por la intensificación de los antagonismos y las luchas sociales.

Fue a partir de esta “respuesta estratégica” del conjunto de las clases

dominantes que, por primera vez en su historia, la sociedad del capital

consiguió efectivamente grados significativos de estabilidad, de “acumulación

tranquila”, especialmente en los países “centrales” – al menos por algún

tiempo. Podría afirmarse que esta forma de Estado (ampliado), correspondiente

con el momento de auge expansivo del capitalismo, de aceleración y

consolidación de su ascenso histórico, centra sus preocupaciones en el logro

de la “integración” social, de la “cohesión” del todo, como contra-tendencia más

efectiva para enfrentar sus propias contradicciones - y, claro, a toda “amenaza”

de instauración de otro modo de organización de la vida social alternativo al

capital.

Sin embargo, esto no puede llevarnos a pensar que la intervención del

Estado se origina en esta fase. Por el contrario, desde los propios orígenes,

esta instancia tuvo un papel fundamental en la emergencia del sistema mundo

del capital. El Estado siempre intervino en el capitalismo; y este último es

impensable sin el primero. Originariamente, la intervención del Estado se

limitaba a garantizar las condiciones llamadas “externas” de la producción

(estaba “fuera de la fábrica” y “fuera del mercado”), apenas superando muy

ocasionalmente esta frontera. Esto determinaba que, en esa fase, el tipo de

intervención sobre los conflictos emergentes del movimiento contradictorio del

orden capitalista – léase, su intervención sobre las manifestaciones de la

“cuestión social” – se caracterizase por trazos marcadamente a-sistemáticos y

emergenciales, dispersos y episódicos.

Distintamente, en su fase monopolista, el Estado además de preservar

las “condiciones externas” de la producción166, incide en la organización de la

dinámica económica desde adentro167, y lo hace de forma continua y

166 Se entiende por condiciones “externas” aquellas que dicen respecto a las bases que sustentan el orden social del capital, particularmente, la existencia de propietarios y no propietarios de medios de producción; esto es, la garantía por la reproducción de las condiciones que posibilitan la valorización del capital.

167 En el capitalismo competitivo, la “cuestión social” era objeto de intervención estatal en la medida en que la conflictividad de la movilización de los trabajadores amenazaba el orden

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sistemática (Cf. Netto; 1992). El eje de su intervención en dicha fase, pasa por

contribuir activamente en el logro de un nivel adecuado de ganancia del

capital168.

Puede afirmarse, entonces, que la refuncionalización del Estado en el

contexto del capitalismo monopolista se explica por la agudización de las

dificultades que enfrenta la reproducción ampliada del capital. Éste, una y otra

vez amenazado por los conflictos sociales que emergen como resultado de su

funcionamiento contradictorio, buscará construir fuerzas que puedan operar

como contra-tendencias para las crisis, para lo cual comenzará a exigir una

estructuración más sutil, menos espontánea, más profunda, planificada y

abarcadora de su instancia complementar más avanzada: el Estado.

Así, en el capitalismo de los monopolios, tanto por el refuerzo de las

exigencias de la acumulación como por la consolidación política de los

trabajadores y su proyecto de clase, la reproducción socio-metabólica del

sistema se realizará a través de nuevos mecanismos, buscando ampliar el

mínimo de estabilidad social. Esto es, con la entrada en su fase monopolista,

para garantizar un funcionamiento adecuado a la tasa de ganancia, el

capitalismo precisa redefinir estructuralmente su organización buscando,

además, recomponer su legitimidad. Con esta trayectoria, se dice, el

capitalismo internaliza la “cuestión social” y pasa a tratarla de forma

sistemática, organizada, planificada. Esto es, la enfrentará de forma estratégica

a través de diversos dispositivos de intervención, creados con la función de

responder eficazmente a las múltiples manifestaciones que emanan de aquella

– dispositivos sociales y políticas diseñadas y ejecutadas por agentes

específicos, entre los cuales, el Servicio Social.

social, o, al límite, se veía amenazada la afluencia de fuerza de trabajo al mercado. De una u otra forma, la intervención estatal se presenta allí como una intervención desde el “exterior” de la producción, no está internalizada por el funcionamiento capitalista; no están creadas todavía las condiciones que hacen indispensable una intervención estatal en lo social, más orgánica al funcionamiento del sistema.

168 La reposición de las contradicciones propias de la acumulación y valorización del capital en la “edad monopolista” del capitalismo, hace que éstas se presenten más agudizadas y violentas. Por esto, el orden capitalista debe reconfigurarse permanentemente para dar respuestas a los conflictos que su desarrollo genera. Se crean así, diversos mecanismos económicos, ideológicos y políticos que, activados al interior del todo social, funcionan como contra-tendencias a las tendencias críticas del capital. Estas respuestas, por la agudización de las contradicciones y los complejos de problemas, se tornan cada vez más sofisticadas.

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En síntesis, podemos decir junto a Netto (1992) que, con la entrada en

su fase monopolista, el capitalismo tiende a ordenar la vida social de forma que

ningún intersticio de la misma (tanto la vida pública, como la privada) escape

de su influencia. La tendencia manipuladora que le es propia desborda el

terreno estricto del espacio de la producción (la fábrica, la empresa) y pasa a

intervenir en la circulación, en el consumo, en fin, en todos los ámbitos de la

vida social, produciendo una “inducción comportamental” que se esparce por la

totalidad societaria buscando penetrar la existencia de los individuos,

moldeando su sociabilidad, adecuándola a las exigencias reproductivas del

socio-metabolismo del capital. De esta forma, para el autor, es la propia

cotidianeidad la que pasa a ser administrada169.

Las políticas sociales del “capitalismo organizado”

Entendemos, junto a Behring (1998), que la “Ley del valor” es

constitutivamente histórica; tiene la capacidad de expresar las relaciones

sociales de producción (capitalistas) en un determinado periodo histórico. Hoy,

la misma se materializa en la combinación de la producción/extracción de

plusvalía absoluta y relativa, que son obtenidas a través del aumento

“extensivo” e “intensivo” (combinados) de la “utilización productiva”

(explotación) del trabajo humano vivo. Dicha combinación, al tener como

finalidad “suprema” el aumento de la “productividad” del capital, su efectividad,

paradójicamente provoca una intensificación sin precedentes de los “procesos

de trabajo”. En otras palabras, a partir de dicho aumento de las capacidades

socio-productivas creadas por la humanidad, bajo la actual organización de la

producción material de la vida social, el proceso de reproducción del ser social

parece orientarse hacia la barbarie (Cf. ídem: 164).

De acuerdo con esta autora, la gran crisis capitalista de 1929-1932, que

es el ápice de un largo periodo “depresivo”, hace que la burguesía pierda

confianza en los “automatismos” infalibles del mercado. El conjunto de

169 De acuerdo con este autor, lo privado no desaparece sino que se metamorfosea, producto del ingreso de la organización monopólica en ese ámbito. Así, la mercantilización universal de las relaciones sociales cobra nuevo impulso por medio de los servicios que se crean e invaden lo privado.

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camadas de la clase capitalista comienza a percibir lo complicado de tener que

enfrentar otra crisis similar la de 1929, con esa intensidad y extensión, en un

escenario mundial donde, pese a sus inmensas limitaciones, la Unión Soviética

y el “comunismo” parecían consolidarse. Así, la “contestación burguesa” al

liberalismo – la “revolución keynesiana” – se inspiró en los resultados

demostrados por el New Deal norteamericano, como respuesta a la traumática

crisis capitalista de 1929.

Esa respuesta del capital a su crisis consistió en la articulación de un

complejo de medidas “anti-crisis” capaces de prevenirlas, buscando revertir el

ciclo económico cuando este muestre señales de agotamiento o de mal

funcionamiento. Se buscaba regular los ciclos de reproducción del capital,

evitando las crisis. Se pensaba que era posible estabilizar al sistema capitalista

y administrar reguladamente su despliegue (el “crecimiento” en el capitalismo,

un verdadero “fetiche”), a través del control y organización del ciclo económico.

Esto, y la proclama de la “intervención del Estado”, rompe la ortodoxia liberal y,

preparando el terreno de un cambio ideológico, de valores, se legitima la idea

de contener (vía intervención estatal) la depresión de la “demanda”, esto es, del

consumo. Recordemos, dirá la autora, que la misma es expresión de la

“especulación empresarial”, desde el momento que los capitales evalúan que

obtendrán, por tal operación, un “retorno” inferior al esperado. Así, la

especulación económica se encuentra en la raíz de estas desestabilizaciones.

Con tales medidas, se buscaba amortiguar los efectos de las crisis

cíclicas de “súper-producción”, “súper-acumulación” y “sub-consumo”,

intrínsecas al movimiento de producción-reproducción del capital. Se creía que

con la implantación de las mismas se podría reducir las intensidades y los

daños de las crisis. Será justamente en este contexto donde emergen las

políticas sociales, acompañadas de una serie de medidas que se encuadran en

el marco de la política keynesiana de elevar la “demanda global” a partir de la

acción del Estado, a partir de la “planificación económica”; la intervención en la

relación capital-trabajo a través de la política salarial y el control de precios; la

política fiscal; la oferta de créditos y de tasas de interés (Cf. ídem: 166).

Ahora, ¿cuál es el papel de la política social en el conjunto de

estrategias y técnicas anti-cíclicas – canalizadas a través del poder público –

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que buscan contener la caída de la tasa de ganancia del capital, a partir del

“control” sobre el “ciclo del capital”?

Sabemos que, a partir de 1929, formando parte del conjunto de contra-

tendencias del capital a su lógica crítica inmanente, surgen y crecen los

“seguros sociales” como expresiones de un nuevo patrón de “protección

social”. Inicialmente, como repuesta a presiones de los trabajadores, las

mismas emergen para enfrentar el desempleo, la invalidez, las enfermedades,

la vejez, buscando superar la caridad y la beneficencia privadas. Son creadas

“Cajas” para cubrir las pérdidas; se crean fondos para paliar todo tipo de

pérdida de salario. En este marco, va instalándose una concepción de

Seguridad Social, al mismo tiempo que un sentimiento “de clase” impregnará

los análisis y los programas de las organizaciones de trabajadores – las cuales

trababan de evitar por todos los medios la producción de un “sub-proletariado”

que pese sobre el salario (Cf. ídem: 167).

El Estado (“gestor anti-crisis”) implementará sistemas nacionales de

Seguridad Social cuya enorme mayoría estarán sustentados menos a través de

contribuciones “progresivas” sobre las ganancias, y más por contribuciones de

los propios trabajadores, por la vía del descuento obligatorio. Por otra parte, el

volumen de dinero que estos fondos representan, muchas veces, es utilizado

(“desviado”) por el Estado para financiar diferentes modalidades y dispositivos

“anti-crisis” – es, de hecho, una especie de “préstamo” de los trabajadores al

Estado que, en última instancia, acaba también produciendo la baja de la

“demanda total”.

Para la Escuela Regulacionista, la política social es un componente

básico de la “relación salarial” que busca regular la reproducción de la fuerza

de trabajo. El “seguro de desempleo”, por ejemplo, así como el conjunto de los

Programas de transferencia de ingresos, las diferentes modalidades de

“subsidios, son formas de la política social que buscan evitar la caída brusca

del consumo.

En la inmediata pos-II Guerra, con la multiplicación de los presupuestos

nacionales para la industria militar – para no perecer en la llamada “guerra fría”

–, las políticas sociales verán una ampliación y generalización significativa,

tornándose “el modelo de desarrollo” social que marcará el periodo de “los

años de oro” del capitalismo. Ahora, es importante resaltar que esa redefinición

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de las funciones y de las modalidades de intervención del Estado no limita su

alcance a “lo social” (a través de los “seguros” y las políticas sociales), sino que

lo desborda ampliamente – por ejemplo, al financiar ciertas inversiones de la

actividad económica privada, a través de los subsidios para la compra de

equipamientos, entre otros.

A pesar de su éxito relativo, como dijimos, la “estrategia keynesiana”

encontró límites estructurales. En el análisis de esta autora, la búsqueda de

“súper-lucros” – que impulsa el proceso de innovación tecnológico y su

generalización –, sumado a la ampliación de la resistencia política de los

trabajadores y a la intensificación de la “monopolización” del proceso de

concentración del capital, son determinaciones fundamentales que asisten al

nacimiento de la “nueva depresión” que se declara a finales de 1960. El mar de

“deudas” y el galope de la inflación se tornaron agravantes de las

contradicciones propias del capitalismo y precipitaron su crisis estructural

(ídem: 169).

4.2. Para pensar las determinaciones contemporáneas de la profesión

¿En qué medida las profundas metamorfosis que afectan al Servicio

Social en la contemporaneidad expresan la profundización de las

contradicciones inherentes al socio-metabolismo del capital? ¿Qué tipo de

sociabilidad es creada por el capitalismo en la fase actual de la crisis

estructural? Al buscar respuestas a estas preguntas, la escena social actual se

revela asustadora. Una vez que el capitalismo triunfó, en tanto proyecto

societario, y se mundializó efectivamente, la producción destructiva parece

afirmarse en detrimento de las energías “civilizatórias” y la barbarie se instala

como momento permanente de la vida social.

En respuesta a su crisis estructural, el llamado neoliberalismo emerge y

se afirma históricamente a partir del triunfo mundial del proyecto societario del

capital, tomando cuenta de casi todo el planeta. A partir de la derrota impuesta

a los movimientos sociales críticos del status quo, los proyectos emancipatórios

viven tristemente su desagregación, muchos de los cuales van a redefinir sus

contenidos a la luz de la realidad producida por los “nuevos” tiempos.

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El “pacto social” parece imposible para la actual voracidad de las

sociedades de mercados; las diversas “flexibilizaciones” aplicadas a partir del

ideario neoliberal, han redundado en un severo deterioro de la vida social de la

enorme mayoría de la población del mundo, que se traduce en muertes “antes

de tiempo”. El significativo retroceso político de los proyectos emancipatórios

dificulta la consolidación de experiencias “más allá del capital”, las cuales, por

su parte, son referencias necesarias para pensar formas de sociabilidad

alternativas históricamente viables.

El proyecto profesional crítico del Servicio Social precisa investigar la

evolución de estas tendencias, que ponen en juego su “naturaleza”, su

significado social-histórico, su funcionalidad socio-técnica y política. De allí la

necesidad de realizar un análisis crítico sobre los principales dilemas y desafíos

profesionales para el futuro próximo, de indagar los nexos entre dichas

transformaciones profesionales y la presente crisis estructural del capitalismo.

En síntesis, se trata de situar históricamente al Servicio Social en el contexto

capitalista contemporáneo para, desde allí, comprender los principales dilemas

que lo desafían.

4.2.1. La particularidad de la “cuestión social” contemporánea

Podemos afirmar junto a Iamamoto, que, el problema está en: “[...] congelar las categorías analíticas en la búsqueda in gloriosa de su ‘aplicación’ a la realidad, en lugar de concebirlas como resultado necesario de un movimiento de la razón crítica para la aprehensión del proceso histórico en su multi-dimensionalidad, re-elaborándolo en la esfera del pensamiento mediante el recurso de la abstracción, traduciéndolo como concreto pensado, imprimién-dole inteligibilidad” (Iamamoto; 2003: 71).

Son varios los autores en el ámbito del Servicio Social, que vienen

alertando sobre la necesidad de actualizar el análisis y la comprensión de la

“cuestión social”, en tanto basamento objetivo de la demanda profesional. De

acuerdo con la autora citada, hoy presenciamos una renovación de la vieja

“cuestión social”, la cual está inscripta en la propia naturaleza de las relaciones

sociales capitalistas. Bajo otras formas, la nueva “cuestión social” expresa la

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variación de las condiciones socio-históricas que están en la base de su

proceso de producción-reproducción.

En esta línea, el actual contexto de “globalización” económico-financiera,

de la producción y de los mercados, de las formas de la política y de la cultura,

bajo el predominio del capital financiero internacional, imponen profundas

alteraciones en las bases históricas que mediatizan la producción-reproducción

de la llamada “cuestión social”, particularmente en los países periféricos (ídem:

67-68). Entonces, ¿cuáles son estas nuevas mediaciones históricas que

reconfiguran la “cuestión social” en la contemporaneidad, en esta nueva fase

de la acumulación capitalista?

Diferentemente de la enorme mayoría de los análisis sociológicos de la

“cuestión social”, aquí la misma es entendida como un resultado (y expresión

objetiva) de la maduración de las contradicciones inherentes al sistema-mundo

del capital, como un conjunto de manifestaciones histórico-concretas de las

mismas. Partimos de la premisa de que el trazo distintivo fundamental que

presenta la llamada “cuestión social” en nuestros días, está estrechamente

vinculado al corriente proceso de barbarización de la vida social. La “cuestión

social” contemporánea se particulariza al expresar las contradicciones

renovadas del sistema del capital, las cuales emanan de su fase en crisis

estructural. La premisa es que dicha producción de barbarie se constituye

como la sustancia que particulariza la “cuestión social” de nuestros días170.

Debido a su potencial desestabilizador y “explosivo”, la misma viene

siendo objeto de serias preocupaciones en el conjunto de las clases

dominantes, de las diferentes latitudes del mundo. El problema de buscar una

administración “adecuada”, satisfactoria, para estos efectos “no-deseados” del

funcionamiento sistémico, cobra destaque en las agendas gubernamentales.

Así, descifrar la “cuestión social” contemporánea se torna imprescindible,

preguntarse por cómo enfrentar de modo eficaz sus trazos barbarizantes, cómo

y qué “gestionar” en medio de lo que aparece como un proceso (desigual y

combinado) de desmoronamiento de un conjunto de valores societarios que

operaban como pilares fundamentales, como cimientos del orden burgués. O 170 Recordemos que la barbarie de nuestra época comporta la trágica paradoja, la triste cualidad, de ser resultado del propio progreso, del estado de mayor maduración, de más plena realización del modo de producción capitalista, y no una “falla”, una anomalía, del mismo.

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sea, ¿cómo “administrar” una crisis infinita que, como un espiral descendente,

sumerge la humanidad en la barbarie? Esta realidad no es sólo el duro

presente que desafía a los países periféricos, también resulta uno de los

dilemas principales de los países capitalistas desarrollados.

En esta perspectiva, Iamamoto (2003: 69 y ss.) señala cuatro vectores

principales que mediatizan las transformaciones societarias en curso y

reconfiguran la llamada “cuestión social”, determinando hondas redefiniciones

para la profesión de Servicio Social. Primeramente, se destaca el proceso

macro-societario sufrido por el sistema-mundo del capital en su fase de crisis

estructural, caracterizado por la acentuación de la financierización global de la

economía capitalista – una característica distintiva del funcionamiento sistémico

en los últimos 30 años, que responde y resulta de la peculiar respuesta

elaborada por el sistema para su crisis.

Dicha financierización del capitalismo, favorecerá las inversiones

especulativas en detrimento de las productivas, lo que implicará

resquebrajamientos en las condiciones y en la amplitud del empleo, y el

consecuente recalentamiento de la llamada “cuestión social” – lo que se verá

agravado, además, con las restricciones derivadas sobre las políticas sociales

públicas.

En segundo lugar, aunque no menos importante, se destaca el proceso

de re-estructuración de la producción capitalista, que básicamente consiste en

la transición del llamado patrón fondista-keynesiano para lo que Harvey (1993)

ha llamado “acumulación flexible”. Este proceso de flexibilización de la

producción – que afecta al conjunto de las relaciones sociales y que forma

parte del elenco de respuestas estructurales del capital a su propia crisis –

implica severas transformaciones en los procesos de trabajo, en el mercado de

trabajo, en las reglamentaciones y derechos sociales, en el consumo de los

diferentes segmentos sociales, etc.

Las formas y la profundidad de la lucha sindical se ven seriamente

resentidas en ese contexto de recesión económica y alza del desempleo. El

aumento de la competencia en un mercado “globalizado” exige una carrera

incesante por la reducción de costos de producción (lo que no siempre va

acompañado de un aumento de la calidad), en función de abaratar las

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mercancías y viabilizar su realización, repercutiendo sobre la clase que vive de

la venta de su única propiedad: su capacidad de trabajo.

Reducción de salarios; precarización de las condiciones de ejercicio del

mismo; alto índice de desempleo “estructural” debilitan las luchas sindicales.

Así, bajo el manto del neoliberalismo, en su “auge”, nos hemos cansado de ver

cómo eran desmontadas conquistas y derechos – conquistados a través de

luchas históricas del movimiento de los trabajadores –, en función de

“oxigenar”, de recomponer, el nivel de las tasas de ganancias del capital,

ofreciéndole condiciones más propicias para re-vigorar su proceso de

acumulación ampliado. De este modo, la re-estructuración productiva del

sistema del capital – como dijimos, en respuesta a su propia crisis – se torna

una mediación histórica que redefine la llamada “cuestión social”,

particularizando sus formas de expresión en la contemporaneidad.

En tercer lugar, cabe señalizar las radicales metamorfosis que sufre el

Estado moderno del capitalismo con la aplicación de la programática neoliberal.

La intervención estatal se vuelca abiertamente al servicio de los intereses

privados, favoreciendo casi exclusivamente al conjunto de las clases

dominantes. Se proclama la reducción de la intervención del Estado ante la

“cuestión social” en función de no interferir en el “libre funcionamiento auto-

regulador del mercado”, así como el recorte de los “gastos sociales” estatales –

léase, políticas sociales públicas – como salida para alejar los fantasmas de la

crisis fiscal y la inflación. El resultado, dirá Iamamoto (ídem: 70), es un férreo

proceso de privatización de “lo público”.

Finalmente, es importante resaltar cómo todas estas transformaciones

societarias afectan las propias formas de la sociabilidad. El mercado y su

racionalidad – pragmática, productivista, competitiva, que exalta la rentabilidad

y la eficiencia (en términos capitalistas) –, erigido como el regulador más apto

de la vida social, es responsable por la creación de una sociabilidad basada en

una mentalidad utilitarista-individualista.

Las tendencias hacia la “naturalización” del proceso social son

acentuadas y complementadas con los llamados moralizantes para el ejercicio

de una solidaridad tan abstracta y a-histórica, como inocua en el

enfrentamiento del recrudecimiento de las necesidades sociales. En un clima

de “malestar acostumbrado”, reforzado por la in-certeza y la desesperanza, las

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relaciones sociales predominantes en la contemporaneidad – subordinadas a

las leyes cada vez más ciegas del mercado – constituyen un tipo de

sociabilidad cimentada sobre la triste realidad del individuo aislado.

En la actualidad del capitalismo, el crecimiento industrial ya no genera

empleo; la reestructuración productiva en curso, se constituye como una

contra-tendencia que inhibe las energías de la “inclusión social” real. Resulta

suficientemente claro el hecho de que el desarrollo industrial hoy, se efectúa

sin una ampliación sustantiva y significativa del empleo formal, esto es, de las

relaciones contractuales de trabajo propias del capitalismo históricamente

ascendente. Entendemos que este es el núcleo problemático que está en la

base del proceso actual de degradación de la vida social que afecta a mas de

las ¾ partes de la humanidad. Desde nuestra perspectiva, allí reside

precisamente la dinámica contradictoria propulsora de las tendencias

crecientemente bárbaras emanadas por el sistema; es ese proceso irracional,

ciegamente deshumanizador, el que en la actualidad se coloca como médula

de la barbarización societaria “naturalizadamente” en curso.

La victoria del pensamiento reaccionario en nuestros días puede verse

claramente cuando nos convencemos de que las relaciones formales de trabajo

se tornan un peso muerto para el dinamismo económico, por lo que es preciso

desmontarlas, flexibilizarlas. No logra verse que en la base de este

pensamiento, está la idea de que aún la industrialización implica ampliación de

empleo y puede serlo en escala masiva. Por otra parte, está subyacente la idea

de que la urbanización y las relaciones formales-contractuales de trabajo son

posibles y necesarias. Es esto, justamente, lo que el capitalismo ya no logra

garantizar. La precipitación de su última gran crisis, en la primera mitad de la

década de 1970, ha implicado un constante “hundimiento” en la crisis

estructural.

Las refracciones contemporáneas de la “cuestión social” – “materia

prima” u objeto de la intervención profesional – son el reflejo de las implicancias

de allí surgidas. Esto equivale a decir que dichas refracciones, a través de

diferentes formas, no expresan otra cosa que el desmoronamiento gradual de

las condiciones de reproducción “regulada”, expansivas e integradoras, que el

socio-metabolismo del capital logró construir en su fase inmediata anterior. Por

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esto, pretender reinstaurar los modelos industrialistas anteriores a 1970 se

tornaría “reaccionario”.

Estado neoliberal en la periferia latinoamericana

Por su parte, el Estado, si analizado histórico-concretamente, no asume

la misma fisonomía en todos los países de las diversas zonas del mundo; los

Estados de los países desarrollados, por ejemplo, asumen formas muy

diferentes a los de las periferias. Se trata, justamente, de captar las

particularidades históricas que el Estado asume, las que, al mismo tiempo,

expresan formas históricamente determinadas de organizar la subordinación

del trabajo al capital.

Si observamos la configuración estatal que complementó a la

implantación del neoliberalismo en los países del capitalismo central, veremos

que dista mucho de la de las regiones “subdesarrolladas”. Mientras que en el

centro capitalista el pasaje del Welfare State para el Estado neoliberal – que

implica el desmonte de consensos, de la construcción de compromisos sociales

–, coincide con una política monetarista y de subsidios a las nuevas industrias

en desarrollo y con una Seguridad Social de mayor selectividad (en cuanto a

sus políticas educativas, asistenciales), en las periferias, los procesos de

“ajuste estructural” implementados “sin anestesia” han provocado impactos

societarios catastróficos.

La respuesta a la actual industrialización destructora de fuerza de trabajo

humana – que crea una masa de “parias” estructurales y que no hacen más

que agudizar la mencionada “cuestión social” – se limita al enfrentamiento de

las manifestaciones sociales más críticas de la crisis estructural, por medio de

la generalización de programas asistenciales, dentro del conjunto de

dispositivos desplegados para contener a los “excluidos estructurales”

indispensables para “administrar la barbarie” en curso. La afirmación de la

actual tendencia a restringir la Seguridad Social a la Asistencia – que viene

siendo fuertemente denunciada en Brasil por la categoría profesional –,

tornando esta última la respuesta principal ante las refracciones de la “cuestión

social” contemporánea, es funcionalmente adecuada y compatible con las

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políticas neoliberales; un complemento necesario para neutralizar las

manifestaciones más “explosivas” que aquella produce.

Si parece imposible restituir el modelo productivo industrial de pleno

empleo, también parece inviable reconstruir el llamado “Estado de Bienestar

Social”, propio del capitalismo central de la segunda pos-guerra. El capitalismo

contemporáneo parece ya no soportar aquel tipo de tributación social en que se

basara aquella “regulación macro-societaria”, ni admite planificación duradera

que represente un freno a la libre acumulación monopolista del capital. Desde

esta perspectiva, el “Estado de Bienestar Social”, en tanto modelo de

regulación de la economía por la política, habría sido históricamente superado.

El relativamente corto tiempo en que vigoró esta “tendencia sistémica al

bienestar” (o la minimización de las manifestaciones más crueles de la

explotación capitalista de la fuerza humana de trabajo), que corresponde y

expresa una fase tremendamente expansiva del capitalismo en escala mundial,

esencialmente, se constituye como un complejo sistema de mediaciones que

busca efectuar una reglamentación política sobre algunos dominios del capital.

Es justamente a esto que el capital hoy se torna impermeable.

Por su parte, el Estado “neoliberal”, mínimo para “lo social”, ha

demostrado que no consigue contener y regular los conflictos socio-políticos

que emanan del avance de la acumulación global del capital, en su fase de

mayor maduración de sus contradicciones inmanentes. El llamado desmonte

del Estado, especialmente en América Latina, lejos de llevar hacia una

prosperidad creciente para las mayorías sociales, diferentemente de producir

escenarios sociales de mayor tranquilidad, tal como se esperaba, en verdad

significó un auténtico proceso regresivo para la vida social, un verdadero

proceso de barbarización de estas sociedades. De las promesas de progreso,

de civilización, no quedan más que lejanos ecos.

Al contrario de lo pregonado por los apologistas neoliberales, por sus

séquitos y sus adeptos, el balance histórico de su efectivización sobre buena

parte de la población del planeta (desigual y combinadamente), se revela

verdaderamente trágico. La tan celebrada caída del Muro de Berlín, que

removía el gran obstáculo para la paz y el desarrollo infinito del capitalismo, en

vez de apaciguar las crisis y de producir niveles crecientes de emancipación y

felicidad social, sumerge al conjunto de la humanidad en angustiantes

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preguntas acerca de las peligrosas tendencias que están marcando el futuro de

la humanidad, las que se presentan con contradicciones y limites difíciles de

controlar dadas las actuales exigencias reproductivas del socio-metabolismo

del capital. El mismo, mientras más crece, mientras más devora los espacios

que quedan “por fuera”, más salvaje y violento se torna. En síntesis, con la

crisis estructural del capital – en función de dar respuesta a la misma – es

alterada radicalmente la modalidad de intervención socio-estatal ante las

expresiones de la “cuestión social”.

Por esto, es imprescindible partir del reconocimiento de cómo el conjunto

de políticas que constituyen la programática neoliberal ha transformado a

Nuestra América en los últimos treinta años. En este sentido, el conjunto de

trasformaciones societarias operadas en la enorme mayoría de los países

latinoamericanos desde la década de 1970, estructuradas en el marco de la

respuesta del capital a su aguda crisis de esos años y reunidas bajo el nombre

de “modelo neoliberal” – impulsado por los organismos internacionales de

crédito, como “un nuevo plan que nos permitiría superar (de una vez por todas)

el sub-desarrollo –, redundaron en una verdadera catástrofe societaria para las

mayorías sociales del continente, sumergiéndolas en procesos de

“barbarización” de la vida social que se arrastran hasta nuestros días.

Son dramáticamente evidentes las secuelas provocadas por la

aplicación férrea del recetario neoliberal en Nuestra América desde la gran

crisis de la década de 1970. Como respuesta, emerge el neoliberalismo, cuya

significación socio-histórica para nuestros pueblos se revela como un

monumental proceso socialmente regresivo. El neoliberalismo, ontológicamente

analizado, representa la “violencia necesaria” del sistema antagonista del

capital, a la cual debe recurrir para enfrentar los límites crecientes que

encuentra para reproducirse, para mantener sus lucros en niveles adecuados.

Más de 30 años de políticas neoliberales en el continente, preanuncia el papel

reservado para países periféricos como los nuestros, ante las nuevas y más

potentes crisis capitalistas que vendrán.

Concomitantemente, dicha “catástrofe social” provocada por las políticas

neoliberales, especialmente en la década de 1990, contradictoriamente,

proporcionó la emergencia de diversas fuerzas sociales, grupos y sectores de

clase, que se disponen a resistir las envestidas del imperialismo, en sus

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diversas tácticas y expresiones nacionales. Lo que viene vivenciando América

Latina en los últimos tres lustros, es un claro proceso de emergencia y

explicitación de las luchas sociales; un auténtico movimiento de re-ascenso de

los conflictos y las luchas a lo largo y ancho de todo el continente. A su vez,

esto ocurre luego de la fase de terror de Estado que, desde las décadas de 60,

70 y parte de 1980, fuera aplicada por las elites dominantes locales, en

estrecha asociación con el imperialismo norteamericano, para contener la

radicalización y la progresividad alcanzada por las luchas de liberación.

Este ascenso del ciclo de luchas sociales – pos-terrorismo de Estado y

pos-neoliberalismo – se difunde continentalmente, provocando procesos de

unificación e identificaciones. La unidad de la resistencia al imperialismo, en su

moldura neoliberal, se presenta cada vez más claramente como el nexo más

claro que define la unidad de Nuestra América, con capacidad (real y potencial)

para amortiguar y, tal vez, revertir el genocidio económico que azota a la región

desde su génesis y, particularmente, en las últimas tres décadas.

Debe quedar claro, entonces, que el neoliberalismo no es apenas un

modelo injusto de acumulación económica y distribución de la riqueza, el cual,

con la sola existencia de “voluntad política” gubernamental, fácilmente y en

cualquier momento, podría ser reemplazado por otro. El neoliberalismo es, ante

todo, el resultado histórico de los grandes enfrentamientos sociales y políticos

que conmocionaron el mundo en las décadas de 1960 y 1970, que portaban

una carga de explosividad asustadora para la manutención del orden social. Y

es la fase “posible”, “necesaria” del capitalismo contemporáneo, en crisis

estructural; es la forma adecuada a las actuales condiciones del sistema del

capital, en su actual estado de reproducción metabólica. No es, como nos han

querido hacer creer, una nueva etapa más avanzada que expresa la evolución

natural de la sociedad, el progreso. El neoliberalismo es la sociedad “posible”

del capitalismo en “crisis estructural”; se configura como la respuesta a la crisis

de valorización, teniendo para esto que vencer las posiciones más críticas de

las fuerzas que pretendían superar la explotación del hombre por el hombre,

como su médula.

Por otra parte, pensar al neoliberalismo como una fase histórica de

regresión social – que en América Latina se expresa de modo particularmente

crudo, como en el resto de la periferia del sistema –, que homogeneiza la

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región mediante la producción del pauperismo, no debe ser entendido como un

proceso mecánico, que se repite idénticamente en cada uno de los países

latinoamericanos. Evidentemente, existen particularidades locales, nacionales,

regionales; existen diversas experiencias de aplicación de las recetas del

“Consenso de Washington”, que determinan tiempos y profundidades de las

“contra-reformas” operadas, y despiertan diferentes reacciones socio-políticas

contestatarias.

Entretanto, digamos que nos interesa detenernos en las tendencias

unificadoras producidas por esta fase social regresiva del capitalismo. Esto,

porque esta fase neoliberal revela un proceso que profundiza los problemas de

la periferia, puesto que es allí donde el sistema intenta obtener “oxígeno” para

respirar en sus crisis de desvalorización. Es en las periferias del sistema donde

primeramente se descarga el peso destructivo y cada vez más violento de las

crisis del capital; sobre éstas han sido realizados históricamente los “ajustes

estructurales” necesarios para la renovación del vigor de la acumulación y la

recomposición de la tasa de lucros. El problema que nos acucia es que las

exigencias de valorización del capital monopolista están exigiendo una

barbarización efectiva de la vida social en América Latina.

En este sentido, la comprobada contundencia del “fracaso neoliberal”

como “promesa civilizatória” coloca en pauta la necesidad de brindar

alternativas. Hoy podemos encontrar en América Latina procesos sociales y

fuerzas de resistencia a los procesos de la expansión insaciablemente

imperialista del capitalismo maduro, laboratorios de experiencias pos-

neoliberales que se presentan cuestionando firmemente aquellas bases de

organización socio-económica y política. En “nuestra América” se vienen

procesando agitadas jornadas de lucha social, las cuales se expresaron

intermitentemente en el periodo pos-dictaduras militares y fueron ganando

intensidad al ritmo de una nueva fase de agudización de las contradicciones

sistémicas y de alcance de la activación de sus “limites estructurales”171.

171 Podemos encontrar ejemplos muy claros de esto en la “revolución bolivariana” de Venezuela, así como en la victoria política de los pueblos andinos en Bolivia; y Cuba que forma parte de este bloque. Hoy, también podrían contarse Ecuador y Nicaragua – la última, a pesar de sus contradicciones.

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También se desarrollan experiencias más moderadas, más graduales y

menos radicales, que no representan una “adecuación tranquila” al orden

social, pero que tampoco pretender romper con el mismo172. Existen, además,

Estados-nacionales muy influenciadas por los intereses imperialistas de EUA,

que se estructuran, a través de sus elites en el poder, como socios menores173.

Finalmente, del imperialismo, en su fase actual, podríamos esperar, para

el futuro inmediato, la materialización de una dialéctica que no es nueva en la

región; la misma se caracteriza por el endurecimiento del control, por parte de

los grupos dominantes del capitalismo, sobre la periferia, aunque no sin

contestaciones más o menos contundentes por parte de “los de abajo” del

mapa.

Las “ruinas” de la Política Social

Dentro del conjunto de instrumentos de control social redefinidos para

garantizar la reproducción de las actuales relaciones sociales, se destacan las

políticas sociales. Éstas, son entendidas como productos resultantes de las

contradicciones de este orden social, cuyas formas histórico-específicas

asumidas se encuentran determinadas por las correlaciones de fuerzas

políticas entre las clases sociales, en coyunturas y territorios particulares. Así,

el análisis de las metamorfosis experimentadas por las mismas – y por el

conjunto de prácticas que se congregaron a su alrededor en la fase anterior del

sistema, donde vivenciaron su auge – se torna ineludible.

Criterios de selectividad en la atención a derechos conquistados – fruto

de intensas luchas sociales – son instituidos como procesos concomitantes con

la transferencia para la esfera privada de la “responsabilidad” por la

172 Podemos contar aquí los casos de Brasil, Argentina, Chile, Uruguay. Pensamos que Paraguay puede oscilar entre este grupo de países y el anterior.

173 Nos referimos a Estados como Colombia, Perú, Guatemala, Honduras, Costa Rica, Panamá, Puerto Rico y El Salvador. Aquí, actualmente, puede apreciarse la preocupación norteamericana por la pérdida del “control” territorial de su periferia, especialmente puede verse en su política de seguridad hemisférica – la llamada doctrina Bush – y sus movimientos diplomáticos y comerciales más astutos. Es interesante recordar que desde el 1 de julio de 2008, la IV Flota de Marina de Estados Unidos reanudó sus operaciones en América Latina, especialmente en la zona del Caribe (Cf. Le Monde Diplomatic Brasil: “O imperio Contra-ataca”; Junio 2008).

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362

satisfacción de las necesidades sociales. Una parcela significativa de la

prestación de servicios sociales es transferida del Estado para una abstracta

“sociedad civil”, que representa el “reino de la libertad de mercado”. Esto,

afecta seriamente el espacio socio-ocupacional de varias categorías

profesionales, entre estas, el Servicio Social.

El patrón neoliberal de respuesta a las demandas sociales, que contiene

y supera a las políticas sociales, se diferenciará cualitativamente del fundado

en los “derechos sociales”, propio de los llamados Estados de Bienestar Social.

Las políticas sociales universalistas de otrora, fundamentalmente de

responsabilidad pública-estatal, son redefinidas a partir de criterios como

focalización (emergencial) y descentralización (recorte de gastos vía

evacuación de competencias hacia otras instancias de la sociedad). Ambos

apuntan a la reducción de los “gastos” públicos (e incluso, son funcionales a la

manutención del precio de la fuerza de trabajo por debajo de su valor); ambos

son acompañados y refuerzan la idea de que las demandas (necesidades)

sociales son responsabilidad exclusiva de los portadores, quedando en el

espacio de la auto-ayuda y la ayuda mutua, la resolución de las mismas (Cf.

Soares: 2000; Montaño: 2006).

Esta metamorfosis de la respuesta socio-estatal a la llamada “cuestión

social”, se efectúa a través de dos modalidades fundamentales: por un lado,

varias actividades y competencias situadas en la órbita de la “esfera pública-

estatal” son trasferidas a una variedad enorme de organizaciones de la

“sociedad civil” (las ONGs); por otro lado, la atención de determinadas

necesidades – especialmente aquellas con más potencial de rentabilidad,

salud, educación, previsión social – es directamente mercantilizada174.

Así, con la privatización de las políticas sociales ocurre, una progresiva

mercantilización de la atención a ciertas necesidades sociales potencialmente

lucrativas, así como la evacuación de varios programas y servicios sociales –

antes de responsabilidad pública-estatal –, hacia esa nebulosa “sociedad civil”:

el artificio del “tercer sector”. Los servicios sociales son mercantilizados; son

subsumidos a la lógica de la valorización del capital. Dejan de expresar 174 Lo que implica que el trabajo profesional – por más que permanezca inalterada su forma útil, en tanto trabajo concreto – vea reformulado su significado social. El resultado socio-histórico de esta actividad profesional cambia, según se inscriba bajo la lógica del interés privado o del público.

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“derechos conquistados” y son arrojados al mercado, al circuito de compra-

venta de productos y servicios. La mercantilización de estas actividades hace

que los “derechos sociales” muten a “derechos del consumidor”, al mismo

tiempo que el dinero pasa a intermediar la prestación de los otrora servicios

sociales públicos. La respuesta a la “cuestión social” paulatinamente deja de

basarse en el reconocimiento de los “derechos” históricamente conquistados, y

pasa a ser una actividad filantrópica o voluntaria. Dichos procesos afectan en

sus cimientos el significado social “clásico” de la profesión de Servicio Social,

aunque no alteran radicalmente su esencia.

Así, lo que está en el fondo de esta metamorfosis (de la respuesta socio-

estatal de la clase dominante ante la “cuestión social” del capitalismo

contemporáneo, donde se destaca particularmente la reformulación de las

“políticas sociales”) es la búsqueda desesperada del capital por exonerarse de

las pesadas cargas “sociales” que agotaron sus energías propulsoras en la

fase anterior y lo hundieron en su última gran crisis de valorización de la

década de 1970. Esto es, el deslindamiento de la responsabilidad pública-

estatal por los efectos no deseados del desarrollo natural de la sociedad en

esta fase de su evolución (la llamada “cuestión social”), como proceso

concomitante con la individualización de las necesidades sociales.

Retiradas de la órbita del Estado, trasferidas al mercado o al “tercer

sector” (“publicización”), las políticas sociales son “privatizadas”. La

descentralización administrativa (transferencia de responsabilidades a “lo

local”), un eje de la reforma gerencial del Estado neoliberal, cierra el cerco

neoliberal sobre las políticas sociales públicas y universalizantes. Esta nueva

funcionalidad atribuida a las políticas sociales por el neoliberalismo, se

caracteriza por la primacía de programas asistenciales de carácter

emergencial, focalmente dirigidos a los más pobres. En este aspecto, según

Montaño (2006), el nuevo trato de la “cuestión social” evidencia una respuesta

dual: por un lado, ofrece servicios sociales de calidad a quienes pueden

consumirlos en el mercado (dinamizando la economía); por otro, desde un

Estado “mínimo” para “lo social” o de entidades filantrópicas del “tercer sector”,

se ofrecerán precarios servicios momentáneos, para la población carente. Para

este autor, el neoliberalismo crea una triple modalidad de intervención sobre la

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“cuestión social”: estatal, filantrópica y mercantil, en un proceso que combina

motivaciones ideológicas, económicas e políticas (Cf. ídem: 250 y ss.).

De acuerdo con Montaño, el llamado “tercer sector” es un fenómeno

resultante de la re-estructuración del capital, pautada por los principios

neoliberales que buscan individualizar y moralizar el problema. La emergencia

y expansión creciente del mismo expresa la necesidad del capitalismo en su

fase contemporánea de des-responsabilizar al Estado por la respuesta a la

“cuestión social”, exonerando directamente al capital de las llamadas “cargas

sociales” e, indirectamente, abaratando la fuerza de trabajo a partir de la

flexibilización del “mercado de trabajo”. En el neoliberalismo, como resultado de

las correlaciones de fuerzas políticas entre capital y trabajo – esto es, de las

luchas de clases –, lo público se “arrodilla” ante lo privado (Cf. ídem: 257).

De modo que, dos ejes fundamentales pueden explicar la metamorfosis

que afecta a las políticas sociales: por un lado, el proceso de mercantilización

al que son sometidas desde la aplicación de las “recetas neoliberales”; y, por

otro, el proceso de asistencialización que han sufrido. El primer elemento

remite a cuestiones tales como: ¿cómo hacer retroceder al capital en este

sentido? ¿Es posible seguir pensando en términos de derechos sociales

universales? ¿Es viable históricamente hacerlo? Por su parte, el segundo

aspecto refiere, no sólo al problema de cómo enfrentar la fragmentación, la

focalización y el clientelismo político que suponen, sino también, las profundas

transformaciones que se observan en la base histórica de sustentación de las

políticas sociales – nos referimos a sistemas de protección social determinados

y articulados al mercado de trabajo, hoy tendencialmente en crisis.

Del “Estado social” al ascenso del Estado penal de nuestros días

Analizar la doctrina penal del Estado, el porqué de su aplicación en

nuestra región, de sus métodos, sus consecuencias, exige, primeramente,

situarla en el contexto socio-histórico que le da sentido, en tanto política de

Estado. Dicho contexto, que tiene como rasgo fundamental la escalada del

empobrecimiento de amplias regiones del mundo, está caracterizado por la

precarización y el deterioro creciente de las condiciones de vida de millones de

individuos en el planeta que la padecen. El aspecto fenoménico de este

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proceso, las formas histórico-específicas asumidas por las tendencias

barbarizantes del sistema, se encuentran suficientemente registradas y

documentada por las investigaciones – especialmente, en las últimas dos

décadas – que evidencian las dimensiones catastróficas provocadas por la

implantación de las políticas neoliberales en distintas regiones del mundo, y de

modo particular en América Latina.

Según la Organización de Estados Americanos (ONU), en la década de

1980 la pobreza afectaba aproximadamente al 38% de los latinoamericanos;

casi cuatro de cada diez habitantes de esta región estaban bajo la llamada

“línea de pobreza” a inicios de los '80. Ya para 1990, el Proyecto Regional de

este organismo para “superación de la pobreza” estimó que 270.000.000

latinoamericanos (62%) se encontraban por debajo de aquella línea. Es decir,

para este sub-continente, la década de 1980 significó una regresión civilizatoria

monumental, cuyo trazo predominante es el avance arrollador de la pobreza.

En la década de 1990, esta tendencia se mantuvo en alza y, además,

experimentó un proceso de degradación de su calidad – o sea, ha crecido entre

los pobres, el sector de los pobres extremos –; éstos, a mediados de 1990, son

más de la mitad de todos los pobres. La pobreza no es “mal moral”; quien es

pobre se muere antes.

Desde nuestra perspectiva, entendemos este aumento (en cantidad y

calidad) de la “pobreza”, de la “exclusión social”, particularmente en las

regiones y países periféricos, como parte del proceso macro-societario

caracterizado por el derrumbe del modelo “fordista-keynesiano” de

organización de la vida social – modelo surgido en la segunda pos-guerra en el

“mundo capitalista”, en los marcos de una estrategia global del capital para

responder al avance de “los socialismos” en el mundo, especialmente el chino y

el soviético. En este sentido, el agotamiento de dicho patrón (así como su

derrumbe y posterior reemplazo por modalidades más flexibles y versátiles de

organizar las relaciones sociales) y la respectiva reorientación de las políticas

del Estado – tanto en “lo social”, como en lo económico, lo político-cultural, lo

militar –, implican un reordenamiento general de la vida social.

La evaporación de las condiciones capaces de garantizar el “pacto

social” entre las clases – que estructurara esta fase socio-reproductiva del

capital, consiguiendo controlarlo – llevó consigo a los programas “regulacio-

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nistas”, “distribucionistas”, que por décadas, habrían conseguido conciliar

“desarrollo económico” y “paz social”, a través del establecimiento de políticas

sociales con ciertos nivel de distribución del ingreso, un ascendente consumo

de masas, en fin, mejoras relativas de las condiciones de vida para el conjunto

de la clase trabajadora. Allí, el Estado se comprometía relativamente con el

“bien común” – siempre dentro de los límites tolerables por la valorización del

capital – y procuraba, con su intervención, garantizar la satisfacción de las

necesidades básicas de sus “ciudadanos”, constituyéndose, por ese camino, en

una palanca importante del “progreso” social.

Sin embardo, como vimos, hacia comienzos de la década del 1970,

diversos factores de orden económico, político y militar, van a conjugarse para

producir la ruptura del equilibrio (de poder) internacional, consolidado en la

inmediata segunda pos-guerra mundial, alrededor de la hegemonía de EEUU.

La “integración” de los trabajadores en los países nucleares del sistema

capitalista; su absorción política por el Estado burgués – trocada por la

estabilidad que brinda la certeza de una “prosperidad infinita” – se tornó

temiblemente onerosa para el capital; una modalidad socio-reproductiva muy

costosa y cada vez menos rentable. A esto se suman los distintos procesos de

“Liberación Nacional” en varios países de la región, que se constituirán como

conflictos con potencial suficiente como para poner en jaque dicha hegemonía.

El avance de los proyectos de liberación, de autonomía económica y política,

se tornan serias amenazas para el orden social, dificultando aún más la

recuperación de la tasa de ganancia capitalista que demostraba señales de

extenuación, al mismo tiempo en que se configura un escenario que permite el

avance político de la clase que vive de la venta de su única propiedad (su

capacidad de trabajo) en el mercado: los trabajadores.

Dicho avance político de los sectores del trabajo se tradujo en el logro de

“derechos sociales” y políticos: conquistas que provocan una distribución más

equitativa del producto social y mejoran sustancialmente las condiciones de

vida de las mayorías sociales. Ante esta situación, los intereses capitalistas

reaccionan en forma contundente y drástica, intentando revertir, por todos los

medios, su retroceso socio-político. Distintos “golpes” de Estado serán

comandados por las Fuerzas Armadas de varios países latinoamericanos,

todos ellos aliados y/ o subordinadas a los intereses del imperialismo

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norteamericano, y bajo su coordinación. La Doctrina de Seguridad Nacional

brinda los principios ideológicos que serán utilizados para justificar la más

terrible política de exterminio político, que nuestros países hayan sufrido en su

historia.

El “terrorismo de Estado” se instrumentará en buena parte de los países

de Nuestra América, sin reparar en los costos humanos que las atrocidades

cometidas significan para esas sociedades. La ola de Golpes Militares forma

parte de la estrategia implementada para restablecer la correlación de fuerzas

políticas en la región, amenazadas por las luchas revolucionarias sostenidas

por los pueblos que buscan su liberación. El saldo tristemente cristalino ha sido

el de un verdadero genocidio – perfectamente planeado –, bajo la excusa de

eliminar la “subversión comunista” (el enemigo anterior al actual: el

fundamentalismo terrorista). Bajo “sospecha”, miles y miles de personas son

perseguidas, detenidas-retenidas, torturadas, desaparecidas, ejecutadas u

obligadas a exiliarse. En todos los casos, la herencia dejada por las dictaduras

militares de las décadas de 1960, 1970 y 1980 en América Latina, es de miles

de desaparecidos, de exiliados políticos y/o económicos, y, lo más grave, una

sociabilidad fracturada sin remedio que, por los efectos del terror vivido, se ha

fragmentado hasta producir un individualismo peligrosamente exacerbado.

Desde esta perspectiva, el terrorismo de Estado y su trágico saldo, son

entendidos como momentos indispensables para el restablecimiento de la

actual correlación de fuerzas entre las clases sociales, en función de la

recomposición de la tasa de lucro del capital. Esto es, una respuesta del capital

a su crisis estructural que se asienta en el desmonte de conquistas históricas

de los trabajadores, en la captura de sus organizaciones y en el “quiebre”

ideológico de sus referencias ético-políticas.

Como dijimos, en muchos países del continente, el terrorismo de Estado

fue la vía utilizada para implantar el “terrorismo económico” propio del

neoliberalismo. Este, tendrá al desempleo como mejor aliado – final de línea de

un recorrido que comienza con la flexibilización y precarización creciente de la

fuerza de trabajo “estabilizada” hasta llegar al desempleo estructural. Las

actuales condiciones “flexibles” del trabajo – presentadas por los “apologistas”

como “más libres” – no serían posibles sin la existencia de un segmento

importante de la población directamente desempleada y sin acceso a la

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satisfacción de sus necesidades básicas. Como consecuencia de esto, la

contradicción capital/trabajo parece desplazarse hacia el interior de la propia

clase que vive de la venta de su fuerza viva de trabajo. Saturado de fuertes

influjos ideológicos, el proceso se materializa como una “guerra de pobres

contra pobres” que permite los actuales niveles de sometimiento del trabajo al

capital – la contradicción efectivamente principal.

De modo tal que, el neoliberalismo se consolida sobre las ruinas del

desmantelado “Estado keynesiano”; las políticas sociales crecientemente

“universalistas” que materializaban derechos “ciudadanos” y llevarían al

“Bienestar Social” son sustituidas por acciones emergenciales, insuficientes,

focalizadas, con las que se propone enfrentar el “flagelo” de la “exclusión

social”. La hipertrofia de la Asistencia Social que de allí resulta es

complementada con un refuerzo del conjunto de dispositivos y mecanismos de

control social, que expresan la intensificación de los trazos predominantemente

represivos que ha adquirido el funcionamiento del sistema-mundo del capital.

Al mismo tiempo, se opera un traspaso ideológico de las nociones de

“derecho” a las de “servicios” sociales – proceso que responde por la tendencia

creciente a la mercantilización de los otrora “derechos conquistados”. El sujeto

de derecho, en el neoliberalismo, tiende a tornarse un consumidor de servicios

en el mercado, por los cuales debe pagar. El cumplimiento de los derechos y la

satisfacción de necesidades se convierten en un problema de cada individuo,

por lo que cada uno debe resolverlas con los medios que tenga a su alcance.

La intervención del Estado neoliberal en “lo social” apunta, en este contexto, a

atenuar los efectos más extremos, “explosivos” y desestabilizadores, del

proceso de acumulación “infinita” del capital.

“Tolerancia 0”: la doctrina jurídico-penal del Estado neoliberal175

De acuerdo con Waquant (2000), son claras las motivaciones que

provocan la redefinición del papel del Estado en la presente fase del

capitalismo maduro: 175Esta es una modalidad de respuesta jurídico-penal que consiste en controlar, detener, palpar en la calle, y en espacios públicos y visibles, a cualquier persona que pueda “parecer sospechada” de un crimen o un delito.

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“[…] a la manera de un buen padre de familia, que durante mucho tiempo actuó de manera tolerante, el Estado deberá adelgazar y elevar la seguridad, endureciéndose […] existen lazos orgánicos entre el debilitamiento y retroceso del área social del Estado y el despliegue de su brazo penal. Quienes militaban a los cuatro vientos a favor del Estado mínimo, en cuanto a su intervención en la regulación del proceso económico y la preservación de la fuerza de trabajo, hoy exigen con igual fervor más Estado para la seguridad social amenazada. Más Estado penal para contener las consecuencias sociales de la desregulación del trabajo asalariado y el deterioro de la protección social […]” (Waquant; 2000: 22).

Desde la perspectiva del sociólogo francés, a la hora de pensar las

reorientaciones contemporáneas que viene sufriendo la política del Estado, lo

sustantivo es el traslado que se registra de “lo social” a “lo penal”. El programa

neoliberal de desregulación y extinción del espacio público, es complementado

por el ascenso de un Estado penal. La criminalización de la pobreza es el

complemento indispensable de la imposición del trabajo asalariado precario,

altamente inestable y mal pago.

Así, en el contexto de la crisis estructural del capital, la recuperación de

su tasa de ganancia no se produce sin un crecimiento vertiginoso de las

desigualdades sociales y del pauperismo – cuestiones que alimentan la

desesperación, la segregación y la violencia social, que son algunos de los

soportes del Estado de “inseguridad social” actual. A pesar de ello, William

Bratton, ex jefe de la policía de Nueva York, y arquitecto de las recetas ultra-

represivas de la llamada “Tolerancia 0”, afirmó que es “forzado” relacionar

directamente el problema del desempleo estancado actual con el vertiginoso

aumento de los delitos y los grados de violencia con que los mismos son

cometidos. Para el director de la Empresa de Seguridad Privada First Seguriti,

“la causa del delito es el mal comportamiento de los individuos y no las

condiciones sociales”176.

Lo cierto es que Bratton no hace más que inspirarse en la “nueva doxa

penal” implantada por muchos gobiernos neoliberales en el mundo, que postula

una fractura radical y definitiva entre las “circunstancias sociales” y el “acto

delictivo”. “Tenemos que corregir esta tendencia insidiosa que consiste en

atribuir el delito a la sociedad más que al individuo. Los delincuentes son los

176 Cf. Nota del Diario La Nación, Argentina, del 17/01/2000.

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responsables del delito, no la sociedad”, dirá Bratton (apud Waquant: ídem).

Estos principios, basados en una visión ultra-individualizante y liberal de la

justicia social y penal, son los soportes ideológicos de las actuales políticas

hiper-represivas de Tolerancia 0.

Este “modelo de disciplinamiento social” presentado como paradigmático

fue implementado en Nueva York, incluso antes de los ataques terroristas del

11 de septiembre de 2001. Aunque muchos letrados sostienen que el precio

que se paga por la disminución del delito es demasiado elevado (téngase en

cuenta la elevación significativa del presupuesto y del número de policías; un

aumento notable de las denuncias por abusos y violencia policial; el

crecimiento de la cantidad de personas detenidas; la desconfianza y el temor

creciente de la población de los barrios pobres; el notable deterioro de las

relaciones entre la comunidad y la policía), la Tolerancia 0 es presentada como

el “remedio” adecuado para enfrentar las actuales “patologías sociales”. “Es

posible disminuir rápidamente la delincuencia”, pregona Bratton; en Nueva York

“sabemos dónde está el enemigo, son esos individuos sin techo que acosan a

los automovilistas detenidos en los semáforos para ofrecerse a lavar su

parabrisas a cambio de una moneda; los pequeños revendedores de drogas;

las prostitutas, los mendigos, los vagabundos y los autores de graffiti” (Cf.

ídem: 29). A estos grupos – constituidos también por porciones de sub-

proletariado – que representan una amenaza a la “gobernabilidad” del orden

social, apuntan estas políticas.

Según las investigaciones de Wacquant, se comprueba que no tener

trabajo, no sólo aumenta en todas partes la probabilidad de sufrir una

“detención preventiva” por averiguación de antecedentes y de mayor duración,

sino que, además, para un mismo tipo de infracción, un condenado sin empleo

es puesto entre rejas con más frecuencia – en vez de otras reparaciones u otro

tipo de penas. Con el neoliberalismo, el encierro de los “elementos”

sospechadamente desestabilizadores, su aislamiento, adquiere estatus de

política de seguridad y protección social.

Para este autor, de los varios estudios realizados sobre la utilización de

la técnica de “Tolerancia 0”, todos han mostrado que, en un altísimo porcentaje,

la enorme mayoría de tales operativos “preventivos” carecen de una

justificación consistente y clara. Así: “[...] aunque no sea su vocación, o no

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371

tenga la competencia ni los medios para ello, de aquí en más, la policía debe

encargarse de la tarea que el Trabajo Social va dejando de hacer” (ídem ).

4.2.2. El Servicio Social y la administración de la barbarie contemporánea

A partir de la entrada del sistema capitalista en su fase de crisis

estructural, una nueva modalidad de organizar la reproducción de la vida social

es diseñada. La misma, expresa la alteración sustancial de algunos parámetros

fundamentales del orden social, emergiendo fenómenos sociales “nuevos”, que

demandan respuestas.

El patrón fordista-keynesiano, como paradigma estructurante del “mundo

capitalista”, parece desmoronarse por su propio peso, sumergiendo el sistema

como un todo en la crisis, la cual clama por “respuestas históricas”. El modelo

de regulación social del conflicto que brota del antagonismo inherente al orden

social del capital y a las consecuencias objetivas de su desarrollo histórico – el

cual había logrado una “paz social” (basada en la idea de bienestar general) a

partir de la negociación entre las clases –, parece tornarse un peso muerto

para el capital contemporáneamente reconfigurado, el cual naufraga hace más

de tres décadas en la desaceleración progresiva “de su tasa de lucros”.

La recaía del capital en esta crisis estructural demanda la redefinición de

elementos medulares del sistema, dentro de los que se destaca

prioritariamente el “ajuste” (de cuentas) con el trabajo, “fuente última de su

existencia como capital”. En este sentido, de la respuesta histórica elaborada

por el conjunto de las clases capitalistas para enfrentar la crisis de rentabilidad

de su capital – y para cuya implementación deberá re-funcionalizar su instancia

de intervención social más importante: el Estado – resulta un conjunto complejo

de transformaciones societarias profundas, que emergen como expresiones de

la re-estructuración del proceso de producción, distribución, intercambio y

consumo, peculiar del socio-metabolismo del capital, en términos de Mészáros.

El llamado “mundo del trabajo” y su “crisis” actual, en tanto expresión del

proceso de “ajuste de cuentas” del capital con el trabajo, se presenta como una

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determinación fundamental de la producción de la sociabilidad contemporánea

– aunque de ningún modo la única.

La programática neoliberal es la forma con que se presenta la respuesta

social del orden del capital para enfrentar su última gran crisis “orgánica”. Dicha

respuesta, aunque comandada por determinados segmentos de una clase

dominante que no es homogénea, favoreció al conjunto de la misma. El

neoliberalismo, como sustituto de la lúgubre modalidad keynesiana de

respuesta a las crisis cíclicas, es hasta hoy la respuesta predominante del

capital a su “crisis estructural”. Ello implica la redefinición y el establecimiento

de un conjunto de nuevos dispositivos, valores e instrumentos, tendientes a

“flexibilizar” el proceso de producción capitalista – y la explotación de la fuerza

de trabajo –, removiendo las pesadas reglamentaciones y burocracias del

otrora llamado “capitalismo organizado”.

En este marco, el instrumento de intervención en la regulación del

conflicto de clases por excelencia del capitalismo – el Estado – precisó ser

reconvertido, en función de cumplir con las nuevas funcionalidades exigidas por

el proceso de reproducción de las relaciones sociales, en la actual fase del

desarrollo del sistema. Para enfrentar su crisis, precisó realizar un conjunto

importante de transformaciones societarias, dentro de las cuales cobra

notoriedad la creación de un tipo de intervención socio-estatal adecuada al

momento histórico. La misma, hoy, tiene por finalidad principal, mucho más que

resolver, “administrar” el proceso creciente de “polarización social”, de

profundización de las desigualdades sociales, de destrucción de fuerza de

trabajo (que es destrucción de humanidad y, por tanto, barbarización de la vida

social). Esta realidad, como fue sugerido, resulta del desarrollo del propio

“capitalismo real”; es fruto del pleno despliegue de su dinámica (contradictoria y

antagonista).

A su vez, impactada por las transformaciones societarias producidas a

raíz de la re-estructuración del capital, la llamada “cuestión social” – expresión

que busca despolitizar el antagonismo estructural del orden social del capital:

los conflictos y luchas entre las clases –, renueva sensiblemente sus formas de

expresión anteriores. Esta “cuestión social” renovada, más que negar

esencialmente a la anterior – cuando el capitalismo logró realizar progresivas

concesiones en los marcos del paradigma fordista-keynesiano –, la repone

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sobre otras bases, sobre nuevas determinaciones históricas. Éstas se

constituyen a partir de (y reflejan) un funcionamiento sistémico que está en

estado senil, en crisis estructural. Estas nuevas bases sociales son expresión

del hecho de que algunos “límites absolutos” del sistema se han activado.

En este sentido, la búsqueda de la particularidad de la “cuestión social”

contemporánea, es una tarea fundamental. La misma se constituye a partir del

conjunto de impactos provocados por la recomposición del capital en curso,

asentada en el eje del ajuste del trabajo. Éste, en tanto forma “natural” de

realizar la reproducción del ser de la enorme mayoría del planeta, se torna “un

bien escaso”, privilegio de pocos. La recomposición de la tasa de ganancia del

capital, a esta altura del desarrollo capitalista, implica – como tendencia, y no

como ley “natural” – la generación y consolidación de una población

estructuralmente excedente. La misma, a diferencia de la fase “gloriosa” del

capitalismo de la segunda pos-guerra, deja de ser “necesaria” para la

reproducción del orden social como totalidad. La “exclusión” se instala como un

fenómeno cada vez menos temporario y más permanente. La respuesta

histórica elaborada por el capital para hacer frente a su crisis estructural,

basada en el ajuste del trabajo, genera una masa creciente de individuos “no

necesarios” – aunque muchas veces funcionales.

Estas masas de “parias” en aumento, diseminadas globalmente por el

sistema – no solo en las periferias –, se tornarán el principal desafío (a

controlar) para el nuevo rostro neoliberal del capitalismo. Así, la producción de

esta población estructuralmente excedente – un verdadero proceso explícito de

barbarización de la vida social, de individualidades sociales frustradas,

mutiladas – y su consolidación (socio-histórica, cultural, espacial) se torna una

determinación fundamental que renueva la llamada “cuestión social”, y

actualiza sus manifestaciones, sus refracciones. Tales conflictos, resultantes

particulares de la producción destructiva característica del capitalismo maduro,

demandarán formas adecuadas, renovadas y eficaces de enfrentamiento – lo

que, a su vez, implicará una redefinición singular de las modalidades e

instrumentos pre-existentes de organizar y viabilizar el proceso de la

reproducción material de la vida social.

La “nueva” modalidad de intervención socio-estatal – correspondiente a

la fase de crisis estructural del capital – sobre las secuelas renovadas de la

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“cuestión social” buscará administrar, contener, gestionar las secuelas sociales

producidas por el actual estado reproductivo del sistema del capital. El proceso

de re-producción ampliada del capital, hoy, no puede efectivizarse sin generar

un saldo destructivo creciente. La diariamente creciente destrucción de fuerza

de trabajo humana – la “producción de barbarie” como residuo del

funcionamiento “normal”, saludable, del sistema –, se torna un trazo

permanente de la escena social contemporánea, un fenómeno que la

contemporaneidad del funcionamiento sistémico no puede dejar de producir.

Para la administración de esta “nueva” dinámica contradictoria será

tensionada y demandada la actualización del Servicio Social, cuyas formas y

condiciones específicas de trabajo, requerirán ser adecuadas a tal fin. En ese

contexto, dicha tendencia – que atraviesa las varias dimensiones que

componen el ámbito profesional – se torna una determinación fundamental,

ineludible, para toda reflexión profunda sobre los dilemas y desafíos actuales

del proyecto profesional crítico. Entendemos que por lo menos tres grandes

ejes atraviesan a la profesión – provocándole hondas “metamorfosis en sus

perfiles”, en sus directrices fundamentales – y adquieren capacidades

explicativas importantes a la hora de analizar la naturaleza de las

transformaciones profesionales contemporáneas.

Por un lado, la alteración de su demanda socio-histórica, a partir del

refuerzo de los trazos represivos en las formas de “control social”; además de

esto, la restricción de su autonomía relativa en la organización de su proceso

de trabajo, producto de la re-estructuración productiva del capital y sus formas

de sociabilidad correlativas; por ultimo, los desafíos de un proyecto profesional

que se pretende crítico en tiempo de barbarie. Estos ejes funcionan como

determinaciones, como atravesamientos macro-societarios, para la profesión.

¿Variación de la demanda socio-histórica de la profesión?

Partimos, junto a Iamamoto, de la premisa de que:

“Es importante destacar este movimiento de la práctica profesional como producto de la historia y de los agentes que a ésta se dedican y que disponen de una autonomía relativa en la construcción de respuestas repetitivas o innovadoras frente a las demandas que le son históricamente presentadas [...]. El reconocimiento de la historicidad de la profesión implica

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considerar el trabajo profesional como una práctica en proceso, en constante transformación; hecho éste que deriva fundamental-mente de las modificaciones sucedidas en las formas de expresión y en la profundización de las contradicciones sociales en momentos y contextos históricos determinados (Iamamoto; 1997: XXIX; subrayado nuestro).

¿Cómo la intervención profesional se ha visto cada vez más

“aprisionada”, más limitada y restringida, por las exigencias de continuidad de

la acumulación de capital? Desde esta óptica, puede explicarse porqué son re-

significados muchos de sus principios, así como radicalmente alteradas sus

condiciones de ejercicio profesional, en un marco donde son trágicamente

disueltos los proyectos societarios alternativos y los horizontes político-

ideológico donde pueden proyectarse otros tipos de finalidades.

Partimos de la premisa de que, en el ámbito del Servicio Social, lo que

se afirma históricamente como predominante en la respuesta del capital a su

crisis estructural – respuesta que llega hasta nuestros días – es una demanda

por un tipo de intervención social más sofisticadamente dirigida a ejercicios de

“gestión de la crisis”. En otros términos, las últimas décadas han revelado

nítidamente un movimiento, una metamorfosis, en la demanda socio-histórica

de este profesional, la cual cada vez más está siendo determinada por

exigencias de “contención socio-política” y de “control social”. Este fenómeno,

se constituye como un trazo que particulariza dicha metamorfosis de la

“demanda profesional”, fundamentalmente en el espacio “público”, estatal.

Esto significa que, cada vez más, el Servicio Social está siendo

demandado para un quehacer “controlador”; de él se exigirá aptitud para operar

algunos de los diversos y sofisticados instrumentos diseñados para efectivizar

adecuadamente el necesario proceso de control social, propio del orden

capitalista. En función de crear y mantener las condiciones necesarias a la

reproducción (hoy más compleja) de la sociedad del capital, se afirma esta

tendencia histórica (aunque no como “ley” inexorable), que implicará hondas

resignificaciones del espacio socio-profesional del Servicio Social.

Nos referimos a este proceso, que en su unidad afecta severamente al

conjunto de la categoría, con la idea de la emergencia de una variación

sustantiva en la demanda socio-histórica de esta profesión, que busca tornar

esta actividad un dispositivo funcionalmente eficaz, capaz de intervenir

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376

adecuadamente en la administración contemporánea del proceso de

reproducción de las relaciones sociales. Tal es, de acuerdo con nuestra

premisa, el trazo renovado que expresa la actual demanda socio-histórica por

este profesional. Esto no induce a decir, definitivamente, que dicho trazo se

impone sin respuestas, sin reacciones y contestaciones (más o menos

radicales) por parte de los diferentes segmentos profesionales. Una vez más,

es preciso recordar los riesgos de caer en análisis deterministas que reduzcan

la dinámica contradictoria de lo real a un movimiento mecánico (“necesario”).

En este cuadro, pueden ser entendidas las severas metamorfosis

sufridas por el Servicio Social, que van en el sentido de adecuarlo a la “nueva

demanda” sistémica, la cual, según nuestra hipótesis, le reserva el papel de

gestor – técnicamente capacitado, claro – de un conflicto social cada más

indescifrable y persistente. La profesión de Servicio Social, junto a otras que

actúan crecientemente en la contención y regulación de los conflictos socio-

políticos, deberá moldar un profesional apto para cumplirla, capaz de

satisfacerla, dentro de límites más estrechos que en la fase anterior “fordista-

keynesiana.

El llamado significado social del Servicio Social, desde el inicio, estuvo

pautado por las necesidades de efectuar una “regulación” adecuada – desde el

punto de vista del capital – de los conflictos sociales, en función de la

reproducción de las relaciones sociales establecidas (“naturalmente”). A partir

de nuestra caracterización de la crisis actual, nos preguntamos: ¿en qué

medida esta “actividad especializada” (básicamente asalariada en los espacios

estatales), está siendo demandada, cada vez más, para la “gestión de la

barbarie” contemporánea, una vez que la misma es insuperable bajo los

actuales parámetros socio-reproductivos del capital?

¿Es real la presencia de esta “nueva” demanda socio-histórica

atravesando el espacio profesional? ¿Puede verse cómo la misma tiende a re-

convertir su instrumentalidad, a resignificar su sentido, a re-funcionalizar su

intervención en el sistema, posicionándolo como un eslabón más de la cadena

de actividades necesarias a la reproducción social bajo los actuales

parámetros? Las condiciones impuestas para efectuar la misma, en la actual

fase de “crisis estructural”, requiere cada vez más enérgicamente un conjunto

de dispositivos y ejecutores de actividades capaces de administrar el proceso

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de barbarización contemporánea, resultante del propio “progreso” del sistema

capitalista.

Sin embargo, es importante resaltar que la relación de esta tendencia

controladora, impresa en el nivel macro-societario, con el Servicio Social no es

inmediata, ni directa; no es una relación mecánica. A través de diversas

mediaciones, se efectiva el proceso de metamorfosis societaria actualmente en

curso, cuya radicalidad atraviesa multiformemente al Servicio Social. Estas

determinaciones, en conjunto, forman el elenco de determinaciones que el

sistema desenvolvió como respuesta a su crisis estructural – lo que, a la vez,

marcó su entrada en lo que Amín (2005) llama de su fase senil. Ésta, que en

otro lado hemos llamado de programática neoliberal, porta como una de sus

características esenciales, la necesidad de redefinir el papel del Estado y de

reconvertir su funcionamiento en el proceso de la reproducción social.

Una nueva arquitectura institucional para el Estado es reclamada a viva

voz; éste debe limitar (cuando no anular directamente) varias de sus

intervenciones societarias. El tipo de intervención ante los conflictos sociales,

ante la “cuestión social”, debe adecuarse finamente a las exigencias de la

reproducción socio-metabólica del sistema. Es en este cuadro amplio donde

pueden encontrase las determinaciones fundamentales que actualmente

condicionan el espacio profesional del Servicio Social. En otras palabras, sólo a

partir de la historia pueden captarse los fundamentos efectivos que operan para

definir los actuales impulsos de resignificar y refuncionalizar esta categoría.

Entendemos, que las transformaciones que viene experimentando esta

profesión en las últimas décadas – situadas en el contexto neoliberal, como

respuesta del capital a su crisis estructural –, expresan una férrea tendencia a

“adecuarlo” y, bajo diferentes mecanismos, a re-funcionalizarlo de modo que

esté a la altura de las actuales demandas de la reproducción sistémica. Esto no

quiere decir, en absoluto, que el conjunto de la intervención profesional se vea

hoy restricta a la “administración” del proceso creciente de barbarización de la

vida social. Lo que queremos resaltar, más bien, es que ésta se presenta,

predominantemente, como la demanda asignada por las “instancias

empleadoras”, en buena parte del continente y del mundo177.

177 No se niegan los análisis críticos “clásicos” sobre el significado social de esta profesión (Iamamoto & Carvalho; 1982), sobre su funcionalidad social (Netto; 1992), o sobre su

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Por otra parte, no se trata de que el Servicio Social cesa totalmente de

participar en actividades y funciones que tienen por objeto la “reproducción de

la fuerza de trabajo” (todavía) necesaria para el capital. Más bien, se trata de

mostrar el peso de la actual demanda para intervenir sobre los segmentos

socialmente “excedentes”, “excluidos” estructuralmente. Si estos segmentos no

fueren debidamente dispersados (políticamente desorganizados), podrían

mostrar un elevado potencial desestabilizador que puede tornarse “explosivo” e

“ingobernable” – haya visto de las rebeliones latinoamericanas protagonizadas

por diversos segmentos de las clases subalternas que, en los últimos lustros,

buscan contestar las condiciones de vida y de trabajo miserables en las que se

encuentran.

El conjunto de redefiniciones fundamentales en la modalidad de

intervención procesada sobre la “cuestión social”, repercute fuertemente en el

ámbito profesional, en los siguientes aspectos: el cambio cualitativo en la

modalidad de reproducción sistémica a partir de la crisis estructural del capital;

el fenómeno de refuerzo incontestable de los aspectos represivos del sistema –

nos referimos a su necesidad estructural de organizar una contra-insurgencia

permanente, una penalización de la pobreza-cárceles de la miseria, una

doctrina de la “guerra social”.

Sobre el cambio cualitativo complementario registrado en la modalidad

de intervención ante la llamada “cuestión social”, hemos analizado la tendencia

a la asistencialización y a la privatización de las políticas sociales (sea por la

vía de la mercantilización y financierización de aquellos servicios rentables

capaces de ofrecer “oxigeno” a la crisis estructural del capital, sea por la

emergencia de un “tercer sector” funcional al desmonte de lo público); su

transformación en mecanismos residuales de “control social” emergencial;

como expresiones concretas de los dispositivos movilizados para enfrentar el

actual proceso de barbarización de la vida social “por fuera del Estado”, desde

la propia “sociedad civil”.

Estas redefiniciones expresan la necesidad de materializar las funciones

de desorganización política de la clase trabajadora – organización de la instrumentalidad (Guerra: 2007). Por el contrario, se pretende complementarlos y re-actualizarlos, situándolos en el presente contexto socio-histórico, el cual expresa una fase cualitativamente distinta del funcionamiento sistémico.

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dispersión política de las clases subalternas y el refuerzo de la alienación social

– y de neutralizar los efectos potencialmente “explosivos” que derivan del

proceso de desagregación social en curso.

Sin embargo, contradictoriamente, la experiencia histórica muestra que

este sistema precisa “vitalmente” de legitimación, siendo que su funcionamiento

“normal” supone la existencia de grados mínimos de “confianza” para posibilitar

los “contratos”; precisa mostrar grados mínimos de racionalidad. La propia

modernidad sobre la que está montado, lo imposibilita de funcionar de forma

durable, bajo políticas anacrónicas o inadecuadas (como las tiranías, por

ejemplo, típicas de modos de producción históricamente superados); precisa

crear formas ideo-políticas pertinentes.

Es fundamental, por esto, no desconsiderar que el diseño de estrategias

de enfrentamiento a las manifestaciones más críticas de la “cuestión social”

está siempre tensionado por proyectos societarios en disputa, emergiendo

como su resultante histórico. Así, frente al cuadro societario antes descrito,

podría decirse que una desafiante contradicción se yergue, localizada en el

problema de la finalidad profesional – de defender derechos sociales

conquistados, políticas universalistas y acceso a la ciudadanía – que se

confronta con las actuales tendencias sistémicas a la privatización y

mercantilización de la resolución de necesidades sociales. Inmediatamente,

esto se torna un verdadero dilema para las condiciones del ejercicio de la

actividad profesional del Servicio Social (Cf. Iamamoto; 2003: 75 y ss.).

Como vimos, las condiciones en que se inscribe el ejercicio profesional

son indisociables de las formaciones particulares asumidas por el Estado. La

re-funcionalización de la instancia por excelencia dedicada a la reproducción de

las relaciones sociales dadas, estuvo acompañada por la redefinición de las

estrategias y acciones dirigidas a contener la “cuestión social”, entre las cuales

cobran destaque las políticas sociales. La afirmación de la tendencia a la

privatización de la resolución de necesidades implica una variación esencial en

la modalidad socio-reproductiva del sistema como un todo.

Puede afirmarse, que en la contemporaneidad, el ámbito profesional se

ve severamente tensionado por la metamorfosis de su demanda socio-histórica

en dos direcciones fundamentales: por un lado, hacia lo que venimos llamando

como de “gestión y administración de la barbarie” (la “administración del

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proceso de barbarización de la vida social en curso, el cual es resultado de la

actual modalidad socio-reproductiva del sistema del capital), interviniendo,

especialmente desde el ámbito privado de las empresas capitalistas, en función

de crear condiciones adecuadas para el proceso de producción y valorización

del capital – que cada vez más se caracteriza por una producción destructiva.

A su vez, este cuadro se ve reforzado y complementado por el corriente

proceso de asistencialización de las políticas sociales, y de redefinición de tales

políticas otrora “de responsabilidad públicas”, en el sentido de su privatización.

Estas profundas alteraciones en la respuesta a la “cuestión social”, donde los

principios que sustentaban la anterior modalidad son reemplazados, implican

“temblores” en las bases que sustentan el trabajo profesional (las políticas

sociales), imponiendo profundas redefiniciones a esta actividad178.

Nos volvemos a preguntar: ¿existe, efectivamente, una variación

sustancial en la llamada “demanda social” de esta profesión? La misma, ¿se

expresa como un conjunto de tendencias restrictivas, históricamente

regresivas, que emergen como resultado “natural” del funcionamiento del

sistema capitalista en su actual estado de “desarrollo”? Y más, ¿en qué medida

estos momentos de “regresión” social, de barbarización de las formas de

sociabilidad, representan límites insuperables del actual estadio del proceso de

“reproducción” de las relaciones sociales en los moldes capitalistas? Esta

cuestión es de gran relevancia, puesto que nos interroga respecto al posible

agotamiento civilizatorio de este socio-metabolismo.

Y si esto se afirma históricamente como tendencia predominante de lo

real, ¿qué implicaciones tiene para las diferentes dimensiones que componen

el ámbito profesional?

Si la llamada “cuestión social” contemporánea, tanto en general, como

en América Latina en particular, se caracteriza por refractar la presencia

permanente y creciente de todo tipo de hechos de violencia que emergen como

síntomas agudos de la crisis estructural de la sociedad, resulta probable que a

los fines de su contención y administración “adecuada” sean demandados

178 Las políticas sociales, aquí, no son concebidas como “externas” a la actividad profesional, sino como elemento constitutivo de la misma; como mediaciones históricas efectivas del quehacer profesional. Para una profundización en estos aspectos, remito al lector a Soares; 2001; Montaño, 2006; 322 y ss.).

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diversos dispositivos (profesionales o no) funcionales al proceso de “control

social” que la reproducción sistémica requiere; entre estos, se sitúa de modo

particular el Servicio Social.

Si la respuesta es positiva, ¿en qué medida es “aceptada”, resistida,

disputada, “reformulada estratégicamente” (entre otros posicionamientos

posibles), la actual demanda socio-histórica que, como venimos argumentando,

cada vez más férreamente se orienta y reduce a la “administración de lo dado”?

Inclusive porque sabemos que la historia no es lineal; o sea, una cosa es

“administrar” la expansión y el crecimiento y otra, por cierto muy diferente, es

“administrar” la decadencia de un ordenamiento civilizatorio históricamente

agotado por su propia maduración – con los peligros que acarrearía aceptar

como insuperable, muchas veces sin conciencia del hecho, el horizonte (cada

vez más estrecho) del socio-metabolismo del capital.

¿En qué medida puede lograrse hoy en América Latina y en el mundo, la

marcha conjunta de crecimiento capitalista y “re-distribución” de la riqueza

socialmente producida? ¿El capital, por si mismo, puede organizarse para

realizar estas tareas en función de su “auto-control”, o dicho impulso debe

provenir de “afuera” del mismo? ¿Quién o qué hoy podría considerarse por

fuera del socio-metabolismo del capital? ¿De qué fuerzas socio-políticas

estaríamos hablando? ¿Se podrá “marchar con ellos” (como lo hicieron algunos

segmentos en la “reconceptualización”) y hasta donde? ¿Cuáles son los

“intersticios” que podrían considerarse válidos para formular una respuesta

alternativa para este capitalismo maduro en descomposición?

¿Desde dónde re-fundar lo político? ¿Cuáles son las fuentes que

abastecen al proyecto profesional crítico? ¿Qué tipo de aproximación con el

pensamiento crítico “latinoamericano” registra?

¿Hasta qué punto un discurso muy genérico sobre una supuesta

retomada del crecimiento y una posterior llegada del “alivio” al malestar

creciente está sustentando la creencia de que el sistema aún soporta ser

controlado y “racionalizado”, “re-reformado” y “humanizado”? Y, ¿cuál sería la

instancia (el sujeto, digamos) que garantizaría esa unificación estratégica del

capital: el G8; la ONU; la OMC? ¿A partir de que fuerzas se revertiría este

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“capitalismo salvaje” neoliberal y se re-construiría ese “capitalismo

sustentable”, pregonado por cierto “neo-keynesianismo” en estas “pampas”179?

Re-estructuración del capital y ámbito profesional

Desde otro ángulo, ¿cuáles son las implicancias de la llamada “re-

estructuración productiva” del capitalismo para la profesión de Servicio Social?

Y ¿cuáles las medicaciones, los nexos, necesarios para aprehenderlas?

De acuerdo con Mota & Amaral (2006), las nuevas modalidades de

subordinación del trabajo al capital, también, traen importantes implicancias

para la profesión de Servicio Social. El análisis crítico del actual contexto de

crisis y de sus crecientemente violentas manifestaciones sociales – las

refracciones de la “cuestión social” –, debe ser entendido como resultante del

proceso de “recomposición”, de “restauración” económica del capital, en curso

desde la década de 1970. Como vimos, formando parte del conjunto de

transformaciones societarias producidas por la “respuesta del capital a su

crisis” están las redefiniciones de su “ambiente” de intervención política. El

mismo, es alterado en función de garantizar las condiciones necesarias para el

proceso de la reproducción. Para las autoras, el desafío es comprender la

profundidad, el carácter integral de la crisis sistémica actual, para allí identificar

las mediaciones que la conectan con el Servicio Social y su intervención.

Si partimos, junto con las autoras, de la premisa de que dicha

recomposición del capital, al determinar un conjunto de cambios en la

organización de la producción – especialmente en las modalidades de “gestión”

y “consumo” de la fuerza de trabajo –, produce importantes impactos en las

diversas “prácticas sociales” que participan del proceso de “reproducción”

(material y espiritual) de los trabajadores – ámbito privilegiado de actuación del

Servicio Social, espacio socio-ocupacional por excelencia de esta profesión –,

las nuevas modalidades de producción-reproducción social de la fuerza de

trabajo son objetos indispensables de investigación para este profesional.

Desde esta perspectiva, por la mediación del “mercado de trabajo”, la re-

estructuración capitalista en curso impone un conjunto de alteraciones en los

179 Ver nota del diario Pagina 12, abril de 2008.

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“perfiles profesionales”, una re-funcionalización de “procedimientos operaciona-

les”, que provocan una redefinición de sus “competencias técnicas”. En otras

palabras, se opera una verdadera variación de la “demanda profesional”180.

Puesto que las profesiones son históricamente determinadas por las

necesidades sociales de cada tiempo – siendo esto lo que posibilita su

“institucionalización” –, para conquistar su “legitimación social” deben revelarse

útiles para la sociedad, esto es, deben demostrarse capaces de responder a

determinadas necesidades sociales – lo que, a su vez, se constituirá como

“fuente” de su demanda. Como un indicador entre varios otros, la actual

configuración del mercado de trabajo profesional permite identificar las

necesidades que subyacen a las actuales demandas profesionales (ídem: 26).

Según las autoras, este recorrido es fundamental porque permite

comprender las “reales necesidades” existentes entre el proceso de re-

estructuración productiva y las “nuevas requisiciones” emergentes en el

“mercado profesional”. El desafío es, entonces, identificar el conjunto de

necesidades (políticas, sociales, materiales, culturales), tanto del capital como

del trabajo, que están en la fundación de la actual re-funcionalización del

ejercicio profesional.

Por otra parte, las actuales condiciones de reproducción del capital – con

eje en la re-estructuración productiva del trabajo181 –, afirman, imponen la

180 Este proceso, muchas veces traducido como una suerte de aggiornamento, de sintonizar al Servicio Social con los “nuevos tiempos”, se efectúa tanto a través de alteraciones en las “condiciones” del trabajo profesional – que delimitan el campo de lo posible en la intervención –, como por la emergencia de “nuevos problemas sociales” que movilizan a la búsqueda y formulación de “respuestas profesionales” innovadoras, tendiendo a ampliar las “competencias” del Servicio Social. Esto es, el proceso no necesariamente se realiza como un “ajuste” mecánico, como una “re-funcionalización” pura; contiene también el espacio de formulación, de la creación de respuestas profesionales, a partir de la elaboración de proposiciones teóricas, políticas, éticas y técnicas, cualificadas para enfrentar los actuales desafíos (ídem: 25). No obstante, para ello, es preciso desarrollar la investigación y comprender la realidad contemporánea, superando el derrotismo, donde “nada puede hacerse”.

181 En el actual contexto de crisis, según Mota & Amaral (2006), la re-estructuración productiva y la reorganización de los mercados son iniciativas inherentes al restablecimiento de un “nuevo equilibrio”; proceso este que exige la redefinición del papel de las fuerzas productivas para la recomposición del ciclo de reproducción del capital, que afecta al conjunto de las relaciones sociales. La “respuesta del capital a su crisis” consiste en una re-estructuración de los capitales (fusiones; entrelazamiento industrial-financiero; nuevas relaciones de fuerza en el mercado mundial; formación de oligopolios) y la transformación de los “procesos de trabajo” (reordenamiento de la producción de plusvalía; emergencia de nuevas formas de reproducción del “trabajador colectivo”).

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modificación de las reglas de sociabilidad pre-existentes, propias del “ascenso

histórico” del capitalismo. A la crisis del llamado “patrón fordista” le seguirá la

irrupción de las premisas de “flexibilidad” que, para concretizarse

adecuadamente, requerirán una “reforma intelectual y moral”, otra “cultura del

trabajo”, o sea, una racionalidad ético-política diferente, compatible con la

sociabilidad requerida por el capital en la contemporaneidad. Las nuevas

prácticas “flexibles” que, a partir de la formación de “grupos semi-autónomos”,

buscan reducir al mínimo la intervención del trabajo vivo en el proceso de

producción, requiere una nueva cosmovisión de mundo, o sea, otra manera “de

vivir, de pensar y de sentir la vida”182.

En este cuadro socio-histórico, la clase de los trabajadores, además de

sufrir los impactos del desempleo, la precarización de los salarios y de los

sistemas de protección social, registra profundas fracturas en sus formas

históricas de organización – especialmente con la proliferación de iniciativas

cada vez más pragmáticas e individualizadas de enfrentar esta especie de

“crisis social perpetua”. El proceso es posible con la “neutralización”, de

“licuación” (cuando no de eliminación) de las luchas de las clases subalternas,

que prepara el terreno para la “adhesión pasiva” al orden social – a diferencia

de la adhesión “activa”, fruto de la “incorporación” real de la nueva racionalidad,

que redunda en efectiva “integración” al orden –, lo que, según las autoras en

una clave gramsciana, no es otra cosa que la “destrucción activa” de una

personalidad histórica, a través de la gestación de una “nueva clase

trabajadora”, con una “nueva cultura” (Cf. ídem: 28).

Como producto de las nuevas necesidades del proceso de la

acumulación de capital, crece la heterogeneidad y la fragmentación del

“trabajador colectivo”, la cual puede distinguirse al menos en dos grande

182 Afirmar que el proceso en su conjunto, expresa una nueva situación de la subordinación del trabajo al capital, significa sustentar la perspectiva de que las transformaciones experimentadas en el “mundo del trabajo”, más que un resultado inevitable del desarrollo y del progreso técnico, responden a un reordenamiento económico y político exigido por la actual fase socio-reproductiva del capital. Sirva esta asertiva, también, para alertar sobre los riesgos de caer en cualquier “determinismo tecnológico” a la hora de analizar las metamorfosis sociales contemporáneas. En síntesis, podemos decir que en el conjunto de contra-tendencias desplegadas por el capital para responder a su última gran crisis se inscribe, particularmente, la brutal intensificación de los “métodos de trabajo”, como palanca dinamizadora del desarrollo de las fuerzas productivas (Cf. ídem: 31).

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segmentos: los trabajadores que son “empleados estables”, generalmente por

el gran capital, y los trabajadores “excluidos” de dicha “estabilidad”, los

“desestabilizados” que no tienen “empleo formal”. Estos últimos, sujetos a un

nuevo modo funcional de “inclusión” económica, no forman parte ya de la

estructura “interna”, permanente, fija, de las empresas, y experimentan una

sociabilidad cuya característica predominante es la “inseguridad”, la

“inestabilidad” y la “desprotección”183.

Como vimos, la radical racionalización del proceso productivo que

intensificó “salvajemente” la potencia del trabajo vivo, representó un aumento

monumental de la masa de “valor” y de “plusvalía”, y posibilitó una

recuperación (aunque parcial184) de la tasa de ganancia del capital. Sin

embargo, el proceso en su conjunto se materializó como fragmentación y

debilitamiento de sus “actores centrales”: los trabajadores. Para éstos, las

transformaciones societarias advenidas con la “respuesta” del capital a su

última gran “crisis estructural”, significó una “regresión civilizatoria” sustantiva,

que los obligó a retroceder a posiciones cada vez más “defensivas”, que

hipertrofian las dimensiones “económico-corporativas” de sus reivindicaciones

e interdictan las condiciones para sustentar un movimiento más “autónomo”,

como “clase para sí”185.

Por otra parte, vimos que este conjunto de transformaciones societarias

advenidas de la respuesta del capital a su crisis estructural implicó el re-

183 Uno de los mecanismos más eficientes utilizados para viabilizar este proceso de re-estructuración productiva del capital, que ha provocado hondas transformaciones del “mundo del trabajo”, ha sido el de la “terciarización” de “capacidades productivas” del gran capital hacia empresas de menor porte: con esto, el capital logra “externalizar” costos de producción y riesgos en escalas considerables. Por otro lado, este proceso es responsable por el enorme impulso y estímulo al “trabajador autónomo”, de la “auto-gestión”, presentado con el discurso de mayor “libertad” de este tipo de trabajo “flexibilizado”, a “domicilio”, sin vínculos formales, libre de burocracias y de “protección social” (ídem: 32).

184 Remito al interesante trabajo del economista paquistaní Anwar Shaik, Valor, acumulación y crisis (2006).

185 Desde la perspectiva de Mota & Amaral (2006), el despliegue histórico de este proceso, más que conducir al (más o menos ansiado) “fin del trabajo”, ha producido una enorme ampliación del “universo” de constitución y reproducción del trabajo colectivo, especialmente a través de una re-actualización de las “formas de explotación”. Esto ha significado, que las dimensiones de la subsunción real y formal del trabajo al capital se ampliaron; o sea, ahora un universo mayor de individuos es explotado por el capital aunque muchos de ellos se consideren “más libres”, “más autónomos”, y adhieran activamente al “nuevo orden mundial” (ídem: 37).

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direccionamiento de la intervención social del Estado, particularmente de sus

mecanismos de regulación del ámbito de la producción y de la gestión – estatal

y privada – de la fuerza de trabajo. Esta redefinición se materializa en un

conjunto de medidas de “ajuste” económico y “contra-reformas” institucionales,

donde se destacan los procesos de “privatización” de empresas y servicios

sociales públicos, el desmonte de “derechos laborales” y la creciente

naturalización de la “super-explotación” del trabajo186.

Según las autoras, estas operaciones deben leerse como resultados de

la búsqueda del capital por “re-mercantilizar” la fuerza de trabajo, desmontando

el escudo de reglamentaciones legales (léase “derechos sociales”) que

pesaban sobre los contratos de trabajo. La industria de “producción flexible”

precisa la “desregulación”, la flexibilización de los controles ejercidos por el

Estado sobre las condiciones de uso de la fuerza de trabajo. Es justamente por

esto que se explica la supresión de varios mecanismos de protección social,

otrora “admitidos” por el funcionamiento sistémico. La escena social

contemporánea muestra como el discurso de la “humanización del trabajo”, del

“derecho al trabajo”, viene cediendo terreno a los “compromisos” del trabajador

con la empresa y sus clientes, con la calidad del producto, de la productividad y

competitividad de las empresas en las que trabajan.

En este sentido, concordamos con las autoras en que la actual fase de

reproducción del capital le imposibilita respetar el “derecho” a una “ciudadanía

plena”. En la contemporaneidad, el sistema del capital no consigue sustentar

efectivamente la propia ciudadanía burguesa, ni siquiera en el plano formal. De

modo que, la reestructuración productiva no se restringe a un nuevo modo de

organizar la producción, sino que desborda el ámbito de la empresa capitalista

e involucra las nuevas formas de sociabilidad, a partir de la redefinición de un

conjunto de relaciones, de lógicas e instancias institucionales, que no están

directamente vinculadas al “mundo de la producción” (ídem: 39).

Diferentemente de la fase anterior, donde se registraron momentos

intensos de “progreso social” – a partir de la “internalización” de las demandas

186 Para esto, es fundamental que las políticas de protección social sean transferidas de la responsabilidad estatal hacia el “tercer sector” – quedando su implementación en manos de las ONGs –, y que la negociación individual sustituya a las “convenciones colectivas” en el funcionamiento del mercado de trabajo.

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sociales por el sistema, a través del Estado –, lo que el paradigma neoliberal

exige sin concesiones es la inmediata “externalización” del trato a la “cuestión

social”, dejándola (nuevamente) librada a las iniciativas de la “sociedad civil”,

donde el Estado no debe llegar (o hacerlo de forma residual e punitiva) y donde

el mercado reina. La satisfacción de las necesidades sociales, ahora, será

responsabilidad del individuo que las padece, quién podrá acudir al mercado

para satisfacerlas (en caso de contar con poder de compra), o será objeto de

los cada vez más elementales programas de asistencia social públicos, propios

del neoliberalismo.

En síntesis, puede decirse que con la entrada del sistema en su fase de

crisis estructural, la modalidad de intervención socio-estatal sobre las

manifestaciones (cada vez más “explosivas”) de la “cuestión social” es

reformulada. La funcionalidad social de varios instrumentos destinados a

materializar la reproducción del “orden” social es redefinida. La modalidad de

intervención socio-estatal sobre las manifestaciones de la “cuestión social”

propia del capitalismo (especialmente en los centros) de la segunda pos-

guerra, fundada en el reconocimiento de “derechos sociales” de ciudadanía,

muta a partir de una “des-responsabilización del Estado al respecto187.

En este sentido, pueden distinguirse distintos tipos de “demanda

profesional”, sea provenientes de empresas y “servicios privados”, sea de

espacios “públicos” – vale recordar que el “tercer sector” es considerado por

sus ideólogos como “esfera pública no estatal”. Esto es, el proceso de

redefinición de la demanda profesional se particulariza en diferentes procesos

de trabajo en que el profesional se inscribe188.

187 En este sentido, fueron radicalmente alterados los fundamentos de la gestión de la “cuestión social”. Los mismos, hoy se orientan por el principio de que debe contenerse el desborde de la barbarie en curso, la cual debe ser administrada adecuadamente. Esto implicó diseñar una nueva modalidad, una nueva estrategia, de enfrentamiento a la “cuestión social”. Mientras que gestión implica un proceso de decisiones políticas, la administración es el gerenciamiento de las decisiones ya adoptadas.

188 En relación con la “crisis del trabajo”, el Servicio Social viene siendo cada vez más requerido para desarrollar tareas de “capacitación”, de “recalificación” de la fuerza de trabajo, para la “re-inserción de los desempleados en el mercado; esta ha sido una demanda manifiesta en los últimos anos. Muchos profesionales han ingresado a trabajar en las complejas redes de las “alternativas al desempleo”, en la “creación de empleo”, promoviendo la “auto-producción”, el “emprendedorismo”. También, desde el espacio público y privado, proliferan un conjunto de intervenciones profesionales volcadas a la “re-mercantilización” del “trabajo doméstico” que afecta directamente la composición y la dinámica familiar (Cf. ídem: 40).

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Investigando los impactos de la reestructuración productiva sobre el

ámbito profesional, particularmente en los procesos de trabajo en grandes

empresas, Cesar (2006) revela como el reordenamiento de las relaciones de

producción capitalista ha redefinido las orientaciones y las requisiciones para el

Servicio Social189. Para la autora, los ejes principales de dicho re-

direccionamiento son las nuevas modalidades de gestión de la “fuerza de

trabajo”, basadas en la construcción de un nuevo “comportamiento productivo”

del trabajador, a partir de principios de “confiabilidad” y comprometimiento

personal con la empresa190.

Dentro de las principales “nuevas estrategias” que las empresas vienen

desarrollando se destacan los “programas participativos” que promueven

“incentivos” y apuntan al envolvimiento de los trabajadores con el aumento de

la “productividad”. En este sentido, también, son aplicados dispositivos de

“ampliación de beneficios sociales”191, administrados por la empresa, siendo

que todas estas estrategias contemplan la actuación profesional.

Para enfrentar la competencia mundial con éxito, la empresa capitalista

precisó “readaptar” su funcionamiento, lo que implicó la necesidad de crear una

“nueva” cultura del trabajo que, paralelamente al “descarte” de los “no-

necesarios” o de los “gastos improductivos”, exige cada vez más la “integración

189 Nos referimos a la investigación realizada en dos grande empresas del Estado de Río de Janeiro, Brasil, que según la autora “reflejan la tendencia más general de los procesos de reestructuración industrial en ese país, el cual presenta como trazos marcantes principales las fusiones e incorporaciones, la descentralización de la producción de los grandes oligopolios capitalistas, por la formación de una enorme, diversa y muchas veces precaria ‘red de proveedores’; por la ‘apertura económica’, además de la adopción de las ‘nuevas tecnologías’ y de las políticas de ajuste y reducción de personal” (Cesar; 2006: 117; traducción nuestra).

190 La “flexibilización” del trabajo se da con base en la “racionalización de la producción” y en la “intensificación del ritmo” de trabajo, esto es, en la cantidad de operaciones en un mismo tiempo. Estos principios, en la lógica de las políticas de “gestión”, son objetos de las estrategias empresariales para desarrollar su “competitividad” y triunfar en el “mercado” globalizado. Así, emerge una nueva forma de “consumo de la fuerza de trabajo”, mediada por el uso de las “nuevas tecnologías” y por la diseminación de un nuevo éthos del trabajo. La misma se relaciona con la introducción de la “polivalencia” y la “multifuncionalidad”, en buena medida posibilitada por la creciente sustitución de la “electromecánica” por la “microelectrónica”, por la creciente “informatización” del “proceso de producción” y la institucionalización de las transformaciones en la división social y técnica del trabajo (ídem: 118 y ss.).

191 Esto forma parte, según la autora, de la “nueva modalidad de reproducción material” de la fuerza de trabajo, que se vincula estrechamente con la “naturaleza cualitativa” del “contrato de trabajo” y con el desempeño individual-grupal de los trabajadores, alcanzando la esfera de los “derechos sociales” (Cf. ídem: 120).

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orgánica” del trabajador a la empresa, a través de dichos “incentivos” a la

“cooperación” para cumplir las “metas” de productividad. Como vimos, esta

tendencia al “aumento de la productividad” implica reducción de “puestos de

trabajo”, lo que se traduce en “precarización” de las condiciones de trabajo, su

“intensificación”, así como aumento del desempleo.

En el contexto de consolidación de la estrategia de segmentación del

colectivo operario, mediado por un mayor control sobre del desempeño y la

reducción de “puestos de trabajo”192, se procesa una variación significativa en

las políticas de formación de “recursos humanos” de grandes y medianas

empresas capitalistas – escenario particular de actuación del llamado Servicio

Social de Empresas. Del mismo modo que los “beneficios extra-salariales”, los

“incentivos a la productividad” son importantes instrumentos para provocar la

adhesión del trabajador a las metas de productividad de las empresas. Muchas

veces dicha “motivación” involucra al trabajador en la planificación de la

producción – la idea de que para tener éxito en el mercado y sobrevivir a sus

exigencias es preciso que “todos” pongan lo mejor de sí, o sea, que dueños y

empleados “se unan” y enfrenten la competencia global193.

Así, para la autora, la “horizontalización” de las relaciones de producción

impuesta por la actual reestructuración productiva del capital ha significado que

los trabajadores han asumido por su cuenta la “administración cotidiana” de su

proceso de trabajo; una tendencia al “auto-control” de la producción que en

nada amenaza la “normal” evolución reproductiva del orden social. La contra- 192 También contribuye a la consolidación de esta fragmentación, a la división entre “trabajadores estables” y “trabajadores precarios” el sistema de “beneficios” e “incentivos”. La concesión de “beneficios” está directamente ligada, no sólo a la realización de una “actividad específica”, sino al tipo y a la calidad de la inserción del trabajador en sectores más o menos estratégicos de la producción. Para los trabajadores “contratados temporariamente”, para los “sub-contratados”, además de percibir salarios más bajos, encuentran más restricto el acceso a “beneficios”. El acceso a tales beneficios, tampoco constituye “derechos contractuales” para los “trabajadores estables”; al contrario, su existencia depende más del aumento de la “productividad” (ídem: 121).

193 El discurso “gerencial” habla de que los trabajadores forman parte del proceso de toma de decisiones de la empresa, a través de la implementación de los “programas participativos” y de “sugerencias” para mejorar la calidad de los productos y servicios. Éstos, buscan incansablemente producir un “consentimiento pasivo” de los trabajadores, de modo de ajustarlo a las “necesidades” de la empresa. No obstante, es claro que esta “participación” se restringe al ámbito de la producción, de la ejecución de operaciones, haciendo que el proceso productivo se torne cada vez más eficiente, aunque sin alcanzar efectivamente los espacios de dirección, de formulación, de los proyectos.

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cara de esta “autonomía” parece ser una “subordinación consentida” del

trabajador a la empresa.

Estas metamorfosis de la empresa capitalista, que implican nuevas

determinaciones en la organización y en la dinámica del trabajo, imponen

importantes variaciones en la intervención de los trabajadores de las áreas de

“recursos humanos”, entre ellos, los del Servicio Social. Éstos, son cada vez

más demandados para trabajar en la “integración”, en la “adhesión” del

trabajador a los “objetivos” de la empresa. La demanda es trabajar en función

de la exigencia del capital de “consustanciarse” con el trabajador para viabilizar

su reproducción ampliada – lo que requerirá la adopción de “nuevos” modelos

de gestión de “recursos humanos”. Para nuestra autora:

“El Asistente Social, por el reconocimiento de su trabajo integrador, es llamado a actuar en el área de Recursos Humanos para satisfacer ‘necesidades humanas’, contribuyendo para la formación de la sociabilidad del trabajador, de modo de colaborar con la formación de un comportamiento productivo compatible con las actuales exigencias de las empresas. Estas exigencias sugieren que el Servicio Social es considerado por las empresas como instrumento promotor de la adhesión del trabajador a las nuevas necesidades de éstas. Para esto, sus demandas tradicionales son refuncionalizadas bajo el ‘manto’ de la innovación y la modernidad” (Cesar; 2006: 126; traducción nuestra).

En el “discurso gerencial” el Servicio Social es demandado para

intervenir sobre los obstáculos a la productividad, especialmente sobre las

condiciones de naturaleza “psico-social” no relacionadas “directamente” con el

proceso de trabajo; así, es fundamentalmente sobre la “vida privada” del

trabajador que esta actividad profesional se efectúa. No obstante, al lado de

esta “función tradicional” del Servicio Social en empresas, es posible identificar

“nuevos papeles” y “requisiciones” para este profesional – como es el caso de

los “asesoramientos” a “instancias superiores” de dirección, en el tratamiento

de cuestiones que escapan al “ámbito fabril”.

La investigación realizada por la autora constata que las empresas

continúan demandando un trabajo de “cuño asistencial” y “educativo” junto al

empleado y a su familia. Se busca responder a los problemas sociales de los

trabajadores, asociados tanto con carencias materiales como con

“comportamientos” y “conductas inadecuadas” para el proceso de producción,

que afectan su productividad en el trabajo. Es notorio, en este sentido, cómo

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tales cuestiones antes estaban asociadas a un “discurso humanitario” de la

empresa, y hoy se reponen asentadas en el principio de la “conveniencia” del

equilibrio y la “cooperación” entre las partes; un nuevo ethos del trabajo que

propone la imposible consubstanciación entre capital-trabajo194.

Por otro lado, se observa la permanencia del accionar profesional en la

prestación de “servicios sociales” – una demanda “tradicional” que tiene que

ver con “concesión de beneficios”, establecimiento de “criterios de elegibilidad”

y estudio socio-económico –, siendo que “nuevas” exigencias van a interferir en

tales actividades, tales como la disponibilidad de la empresa, la optimización y

racionalización de los recursos y la inclusión de las evaluaciones de

desempeño, como criterio para el consumo de determinados servicios.

Para la autora, los “problemas de los trabajadores” han pasado a ser

objeto de consideración en las evaluaciones de desempeño – hecho que revela

una nueva utilización del trabajo del Servicio Social. Si bien la “actividad

pedagógica”, educativa, del profesional permanece, se altera sustancialmente

el modo de socializar y utilizar las informaciones producidas, las que son

articuladas por una nueva racionalidad técnica e ideo-política que permea las

políticas de administración de recursos humanos. Así, la actuación profesional

se ve que cada vez más mediada por funciones gerenciales. A raíz de esto, el

Servicio Social ha ido asumiendo crecientemente papeles de “asesoramiento

de gerentes”, “cargos de confianza” (ídem:127).

Con este proceso una doble alteración se produce; por un lado, dicho

“asesoramiento” implica un distanciamiento objetivo del profesional respecto al

trabajador; por otro, también su saber profesional es apropiado y utilizado por

la “gerencia” en función de sus metas y objetivos. De este modo, el conjunto de

transformaciones que la reestructuración del proceso de trabajo engendra y

que alteran el “trabajo profesional” en las empresas, en términos generales,

consiste en:

194 Las nuevas exigencias del capital para el “proceso de trabajo” imponen que el trabajador sea capaz de analizar, tomar decisiones, controlar situaciones inesperadas y, al mismo tiempo, debe tener buena capacidad de comunicación y de trabajo colectivo, porque la “naturaleza colectiva” del trabajo y la “autonomía” creativa se tornan elementos intrínsecos al propio modo de organizar el trabajo. De esto deriva el hecho de que el capitalista se vea obligado a promover, a “motivar”, el desarrollo de la subjetividad del trabajador, a producir un tipo de sociabilidad del trabajo, basada en una “cooperación” de nuevo tipo. Para tal efecto, como vimos, será necesario producir una “nueva cultura del trabajo” (ídem: 138).

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• Un redimensionamiento del uso de la información profesional – el cual pasa tanto por el control de su utilización por parte de la gerencia, como por la participación en la definición de “metas” para el control del trabajo, integrados al planeamiento general de la empresa;

• La introducción de una nueva racionalidad técnica, subordinada a principios de “eficacia” y “eficiencia” - esto implica una mayor “racionalización” del trabajo del Servicio Social y una redefinición de objetivos, adecuándose a los intereses de la empresa;

• El desarrollo de “programas participativos” – con la incorporación de la “filosofía” de la “calidad total”, el trabajo profesional es impelido a aceptar las prerrogativas de la innovación permanente, en “beneficio de todos” (el capital con el aumento de los lucros; el trabajo con el aumento de su calificación profesional);

• Una ampliación del sistema de beneficios e incentivos – estos sistemas son realineados reviendo la compatibilidad entre el desempeño en la función y su remuneración “indirecta” (el “estudio social” es apuntado como el instrumento más requerido para administrar los beneficios, puesto que implica definir criterios para determinar si el trabajador merece o no el “beneficio”);

• Las asesorías a las gerencias – referidas especialmente a orientaciones sobre el tratamiento de problemas del trabajador que interfieren en el trabajo (ídem: 129 y ss.).

Además de estas nuevas “requisiciones” profesionales, puede notarse

una creciente demanda para actuar sobre problemáticas advenidas del propio

trabajo – ahora intensificado, sujetado a las exigencias impuestas por la “nueva

racionalidad gerencial” que domina el “mundo de los negocios” –,

fundamentalmente asociadas a la “inestabilidad” del empleo (y en los

“ingresos”), tales como el stress, diversos tipos de “fobias”, síndrome de

pánico, etc. Así, con la emergencia de estas “nuevas patologías” del trabajo, se

re-actualiza la intervención profesional en las áreas de “seguridad en el

trabajo”, relacionada con la prevención de “accidentes de trabajo” y con las

necesidades de recreación de los individuos sociales. Proliferan las

experiencias profesionales en “programas comunitarios”, otros relacionados

con “adicciones”, así como de relaciones familiares (ídem: 132).

Por otra parte, las empresas vienen desarrollando diversas actividades

relacionadas con la “evaluación” de la perfomance individual de los

profesionales. El “discurso gerencial”, que exige una calificación técnico-

operativa permanente y una valorización de determinadas conductas, no exime

al Servicio Social de tener que funcionar bajo tales parámetros. Las “gerencias”

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de estas empresas demuestran, según la autora, que están realmente

preocupadas con la definición de los perfiles profesionales, esto es, cuentan

con propuestas acerca de cómo el Servicio Social debe operar en ese ámbito

para lograr un desempeño en el trabajo que corresponda con las expectativas

de productividad y calidad de la firma195.

Por otro lado, un conjunto de elementos evidencia una variación

sustantiva en las “condiciones de trabajo” profesional, tales como: la

intensificación del trabajo – aumento de la cantidad de “atenciones” y de la

amplitud y variedad de las demandas profesionales –; la racionalización del

trabajo – se trabaja sobre aquello que es considerado “esencial” de acuerdo

con las “metas de productividad” y “calidad” fijadas (el profesional se aproxima

del “suelo de la fábrica” para averiguar cuales son los problemas y elaborar

respuestas adecuadas según las expectativas de la “gerencia”) –; reducción de

los puestos de trabajo profesionales – puede significar el “despido” sin

reemplazo o la absorción de sus tareas específicas por otros profesionales

“polivalentes” –; inestabilidad e inseguridad – producidas especialmente por la

reducción de los puestos de trabajo, la expansión de las precarias modalidades

de “subcontratación”, el deterioro de los salarios y el “corte” de “beneficios

sociales” (ídem: 136).

Por todo lo expuesto, puede inferirse que las actuales requisiciones

profesionales en estos ámbitos apuntan a desarrollar un trabajo sobre la

articulación adecuada de la “disciplina productiva” del trabajador y el “sistema

de recompensas” (materiales y simbólicas) y “motivaciones”, dispuestos por la

empresa. Por allí pasa la “nueva” demanda profesional, especialmente en el

área de “recursos humanos”, de las grandes empresas del capitalismo

contemporáneo.

195 De acuerdo con la autora, el “perfil comportamental” exigido – o sea, el “patrón de conducta” adecuado – podría resumirse en los siguientes requisitos básicos al Servicio Social: a) debe estar apto para “responder preguntas”, “aclarar dudas” y “resolver” problemas, para lo que debe conocer bien la totalidad del funcionamiento de la empresa; b) debe tener “competencia”, que significa poseer “agilidad”, organización y exactitud en la ejecución de actividades; c) debe trabajar generando un “clima positivo”, un ambiente agradable, receptivo, limpio y confortable, para que el “cliente” se sienta tranquilo; d) debe tener una predisposición al “trabajo colectivo”, a la “cooperación”, asumiendo las “responsabilidades grupales” por los objetivos de la empresa; e) debe demostrar un “esfuerzo extra”, esto es, una espíritu creativo al servicio de la firma, más allá de las metas que esta establezca (Cf. ídem: 133).

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En este contexto se explica la redefinición de la dimensión técnico-

instrumental de este profesional que, siguiendo de cerca los criterios de

“racionalización” del trabajo del “capitalismo maduro”, determinarán una

importante alteración de criterios y de organización de su actuación. La nueva

racionalidad gerencial, especialmente desarrollada en el ámbito de la gran

empresa capitalista, supera los límites estrictos de la producción para

internarse en el conjunto de dispositivos e instituciones político-sociales y

culturales. En ese marco, para responder ante la “nueva demanda socio-

histórica”, el Servicio Social re-actualizará su arsenal técnico y operativo196. El

“sistema de evaluación de desempeño”, que puntúa según los

comportamientos y conductas, se ha tornado una de las principales demandas

empresariales para contratar al Servicio Social.

4.3. Dilemas y desafíos contemporáneos del Servicio Social crítico en

nuestra América

4.3.1. El proyecto profesional critico

Podemos afirmar junto con Iamamoto, que:

“Si la profesión es socialmente determinada por las circunstancias sociales objetivas, las cuales confieren una dirección social predominante a la práctica profesional – condicionando o aún superando la voluntad y conciencia de sus agentes individuales –, también es producto de la actividad de los sujetos que la construyen colectivamente, en condiciones sociales determinadas” (Iamamoto; 2003: 222; subrayado de la autora).

Como sabemos, el debate sobre los proyectos profesionales es reciente;

no lleva mas de dos décadas en la profesión. Conforme el análisis de Netto

(1996), en Brasil, donde se encuentra en un nivel de formulación avanzado (si

es comparado con el resto del continente), la construcción del proyecto

profesional crítico (o proyecto ético-político) se inicia en las décadas de 1970 y

196 Los profesionales de Servicio Social también participan de los “programas de capacitación” y “desarrollo” motorizados por la empresa, cuyo objetivo central consiste en capacitar al “recurso humano” dentro de los parámetros de las modernas teorías de “gestión empresarial”, adecuándolo al “perfil polivalente”, flexible y multi-funcional requerido para el “trabajo en equipo” pautado por las “metas” de “calidad total” de las firmas (Cf. Ídem: 145).

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1980, sobre la base del enfrentamiento y de la crítica al conservadurismo en la

profesión; se enraíza partir de allí, sobre la base de la crítica de las demandas

liberales y conservadoras del Servicio Social.

En este contexto, debe situarse la polémica actual sobre los dilemas y

desafíos que enfrenta el pensamiento crítico y el proyecto emancipatorio en

América Latina; polémica esta que, como vimos, tiene una interlocución fluida

en el ámbito del Servicio Social, a partir especialmente de la irrupción del

Movimiento Latinoamericano de Reconceptualización del Servicio Social a

mediados de la década de 1960. Por primera vez en el ámbito profesional, las

concepciones conservadoras tradicionales que marcaron su génesis eran foco

de una crítica que buscaba ir a la raíz, evidenciando la complicidad histórica de

esta profesión con el orden social dado.

Como dijimos, es desde entonces que se manifiesta una voluntad

colectiva explícita de constitución de un Proyecto Ético-Político profesional a

escala latinoamericana – aunque no necesariamente restricto a ésta.

Formulado desde una perspectiva que no puede desconsiderar las

particularidades históricas de cada formación social – así como tampoco las del

proceso de constitución de la profesión – enfrenta el gran desafío de

comprender con profundidad la actual dinámica sistémica, “materia prima” que

acaba definiendo las demandas sociales a que da respuesta.

Por esto, dicho proyecto profesional se constituye a partir de las

determinaciones generales que presenta la actual fase del desarrollo capitalista

– en la región como un todo y para cada país o grupo de países en particular.

Es dentro de esta dinámica societaria, y como resultado de las “correlaciones

de fuerzas” políticas, que se desenvuelven los procesos y actividades que

sustentan (con más o menos capacidad) la formación de “proyectos

profesionales”, los que pueden corresponder o no con el proyecto

históricamente dominante.

En este sentido, el estudio de la historia profesional muestra claramente

la presencia (que llega a nuestros días) de diferentes proyectos profesionales,

que van desde una sintonía perfecta con el orden social dado, hasta una

radical negación del mismo. De modo que, es muy importante el

reconocimiento de que el ámbito profesional se encuentra fuertemente

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tensionado por estos atravesamientos societarios en general, y de los de esta

categoría en particular.

El legado de la “reconceptualización”

Caracterizado como un “fenómeno típicamente latinoamericano”,

conducido por los sectores que dominan la oposición al tradicionalismo

profesional, el movimiento latinoamericano de reconceptualización del Servicio

Social significó un momento fundante para la explicitación y consolidación del

proceso de “revisión crítica” del propio Servicio Social en el continente; esto es,

significó una crítica radical de la profesión, de sus fundamentos socio-

históricos, de su funcionalidad social, de sus modalidades técnico-operativas,

de la orientación socio-política de sus intervenciones, etc..

Son ampliamente reconocidas hoy al interior del ámbito profesional las

funciones de adaptación, de orientación del individuo para vivir en sociedad, de

disminución de los conflictos, de movilización de recursos y de asistencia, de

orientación para inducir determinados cambios sociales y comportamentales,

de ejecución de ciertas técnicas de “ayuda”, caracterizando la emergencia de

del Servicio Social. Actualmente, es bastante común depararse con abordajes

de la génesis histórica de esta actividad profesional anclados en esta

perspectiva. No obstante, es preciso recordar que hasta entrada la década de

1960 el Servicio Social era mayoritariamente asumido con un carácter empirista

y a-sistemático, que prácticamente no colocaba en cuestión su razón de ser.

En este sentido, podría decirse que solo en los marcos del llamado

proceso de reconceptualización latinoamericano del Servicio Social,

especialmente a inicios de la década de 1970, en Sudamérica –, se plantea la

perspectiva de entender la emergencia de esta profesión en relación con el

proceso (necesario a la reproducción) de “negación” del antagonismo de clase,

de enfrentamiento de sus efectos más nocivos, propio del modo de producción

capitalista. Con el movimiento de reconceptualización, se busca evidenciar el

“compromiso” precoz de este profesional con el “camuflaje” y/o disminución de

los conflictos sociales producidos por el “progreso” capitalista; de allí deriva su

contradicción misma. No obstante, dirá un “clásico” reconceptualizador: “La

negación de la contradicción ha llevado al Servicio Social a no ver su propia

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contradicción: pretender servir a un hombre abstracto en una sociedad que

destruye al hombre concreto” (Faleiros; 1972: 26).

El llamado proceso de reconceptualización en América Latina funciona

como una mediación que articula diversos segmentos profesionales en varios

países de Nuestra América, especialmente cuando cuestiones como el

“imperialismo”, la “dependencia” y la liberación, comienzan a ocupar

paulatinamente el centro de la escena; dichas cuestiones van a infiltrarse

inconteniblemente en el ámbito profesional latinoamericano y le provocarán

severas transformaciones; es a partir de entonces que, en el ámbito del

Servicio Social, América Latina se coloca como problema, como mediación

lógica e histórica para comprender la condición de periferia y aspirar a

transformarla efectivamente.

De modo que, encontramos en el movimiento latinoamericano de

reconceptualización un antecedente importante de la búsqueda y construcción

de la unidad para sí de Nuestra América, entendiéndola como fundamental en

el camino hacia su emancipación; como una determinación imprescindible de

todo proyecto societario libertario y, por ende, del proyecto profesional crítico.

Sin dudas, el contexto de intensas luchas sociales en el continente – que

rompían la ilusión de un capitalismo “eterno”, que creció al amparo de esos

años dorados del capitalismo de pos-guerra – no es un mero telón de fondo

que acompaña a dicho movimiento; más bien, lo atraviesa y determina

profundamente. El conjunto de las llamadas “ciencias sociales” atravesó por un

proceso auto-crítico similar, donde los parámetros explicativos, las funciones y

papeles sociales, y la necesidad de ofrecer respuestas nuevas a los renovados

problemas sociales impulsaban a la crítica de lo históricamente instituido (Cf.

Iamamoto: 2003: 224).

En ese contexto, las teorías “exógenas” serán puestas en jaque, por su

complicidad con la opresión en el continente. La búsqueda del pensamiento

social latinoamericano, por otra parte, expresa el intento de reconciliación con

la propia historia. Las causas de la dependencia del continente, los caminos

para superar la condición de periferia del capitalismo central de Nuestra

América, emergen como las grandes cuestiones a analizar. Los impulsos

renovadores llegan a la Iglesia y a los centros universitarios de formación,

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donde es calurosamente acogido por el movimiento estudiantil mundialmente

agitado.

Sensibles al contexto socio-histórico latinoamericano, diferentes

segmentos del Servicio Social impulsan la más amplia revisión jamás operada

en la relativamente corta historia de esta profesión. Esta, desde su inicio,

asume un claro perfil de denuncia, de crítica societaria y auto-crítica

profesional, al mismo tiempo que se propone construir un “Servicio Social

nuevo” en América Latina, fuertemente anclado en la comprensión de la

historia de este continente, capaz de contribuir efectivamente en la creación de

nuevas formas de sociabilidad a partir del propio protagonismo de los sujetos

colectivos (Cf. ídem: 226).

A pesar de que su unidad se fundase en el enfrentamiento al

tradicionalismo profesional, este movimiento no fue unitario ni homogéneo.

Según la autora, en función de las génesis sociales diferenciadas entre los

diferentes países y de la vinculación ideo-política de sus principales

protagonistas con diferentes matrices teóricas y proyectos societarios, el

movimiento de reconceptualización se cristaliza, dialécticamente, como una

unidad de diversos, como una unidad problemática197. Tal problematicidad se

manifiesta tanto en las formas ejercer la crítica y formular las propuestas, como

en el contenido atribuido a “lo nuevo”. Las tensiones internas al movimiento –

que lo marcaron desde sus inicios – quedan reflejadas en el siguiente párrafo:

“A pesar de haber sido gestado en medio de la política desarrollista y de haber sido tributario de sus parámetros teórico-

197 Sobre la particularidad del proceso de reconceptualización del Servicio Social en Brasil, dirá la autora: “El debate que acontecía en la misma época en Brasil no fue ajeno a esas preocupaciones; sin embargo, sus expresiones son aisladas, hecho que no compromete su importancia. Por estar en un sentido contrario a la ‘ideología oficial’ estas ideas tuvieron una difusión comprometida, además de que se plasmaron como una expresión política y profesional minoritaria en el colectivo de los Asistentes Sociales [...]. El eje central del debate brasileño hasta la primera mitad de los años 70, se diferencia radicalmente de las temáticas centrales de la reconceptualización en la mayor parte de los países latinoamericanos. En Brasil, el enfrentamiento con la herencia de la reconceptualización se dará de forma tardía en medio de la crisis de la dictadura [...]” (Iamamoto; 2003: 235-6). En este sentido, podemos afirmar que, en Brasil particularmente, el encuentro entre la herencia crítica del movimiento latino-americano de reconceptualización se produce, sustancialmente a partir de la década de 1980, fuertemente motivado por el clima de luchas sociales por la reapertura de las instancias democráticas de esa sociedad, obturadas a partir del golpe de 1964. Es esta característica peculiar (de ocurrir en medio de un régimen represivo, dictatorial) lo que explica la predominancia de las perspectivas más moderadas y sistémicas en la participación brasilera del movimiento de reconceptualización. Este hecho determinante, definirá la singularidad de la reconceptualiza-ción en Brasil.

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analíticos, el movimiento de reconceptualización a partir de la década de 70 se encuentra fuertemente marcado por la presencia de análisis y propuestas profesionales con nítida inspiración marxista, creando una brecha con sus propias producciones iniciales” (Iamamoto: ídem: 229).

En este marco, ¿cuáles son las fuentes que abastecen el proyecto

profesional crítico del Servicio Social? ¿Cuál es el pensamiento crítico que

emerge con la reconceptualización?

Primeramente, debe reconocerse que uno de los filtros fundamentales

que intervienen en esta primera aproximación del Servicio Social con el

pensamiento social crítico es el de las organizaciones y partidos políticos

históricamente actuantes en la escena socio-política de la época. Este hecho,

según la autora, frecuentemente implicó una relación de “identidad” entre la

“praxis política” y el “trabajo profesional”, enfatizando la dimensión política de la

intervención, instando a los profesionales a asumir un compromiso histórico

con las clases oprimidas de Nuestra América. Sin embargo, toda esta voluntad

política no se tradujo mecánicamente como conciencia teórica profunda del

conjunto de determinaciones que subyacen a la intervención profesional. Para

esto es necesario una interlocución con el conocimiento acumulado y un arduo

trabajo de elaboración intelectual, condiciones que no estaban presentes en la

emergencia histórica de la reconceptualización (Cf. ídem: 230).

La primera aproximación del Servicio Social latinoamericano al marxismo

se caracterizó por la carencia del estudio y comprensión de esta teoría social

critica desde sus fuentes genuinas. Esto quiere decir que la misma se operó,

predominantemente, a partir de manuales de divulgación del pensamiento

marxiano, especialmente los autorizados por el “marxismo oficial” de la ya

stalinizada Tercera internacional. Por otra parte, la apropiación superficial y

utilitarista, en función de exigencias práctico inmediatas, de las obras de Lenin,

Trotski, Mao y Guevara, entre otros, marcaron todo el proceso y constituyeron

lo que fue llamado como el “marxismo sin Marx”, abriendo el espacio para que

ocurra una “invasión positivista” del marxismo de la reconceptualización (ídem:

231).

En este cuadro, las contradicciones entre propósitos políticos sostenidos

y los recursos teóricos para comprender la red de mediaciones que los

determinan no demoraron en emerger; la distancia entre las pretensiones

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radicales de transformación y los resultados histórico-concretos obtenidos se

torna angustiante. Así, un discurso marxista pasa gradualmente a convivir con

una teoría ecléctica, resultando en la incapacidad de efectivar las intenciones

declaradas. Para la autora, el movimiento de reconceptualización se vio

prisionero de la coexistencia de una “ética de izquierda” y una “epistemología

de derecha”.

El llamado “fatalismo” en la profesión, así como el y “mesianismo”198,

serían el resultado de una práctica profesional vaciada de historicidad. Ese

cuadro histórico, en su conjunto, favorecerá ampliamente la cooptación de

intelectuales pretendidamente críticos, los cuales, aunque con un sincero

“malestar” ante la situación, pasan a convivir en ella y, cada vez más aislados,

a aceptarla como una maldición trágica que no los dejará en paz.

En síntesis, entendemos que el movimiento de reconceptualización

latinoamericano, con sus límites y potencialidades, se constituye como un

antecedente inmediato del proyecto profesional critico en la actualidad. El

balance crítico del primero es indispensable y debe estar contenido en la

formulación y construcción del segundo. En ese marco, el problema del

carácter de la “unidad latinoamericana” abordada en el capítulo anterior se

vuelve seminal. Estrechamente vinculado a esto se encuentra el problema de la

formulación de un pensamiento efectivamente histórico-critico en América

Latina, que inspire, oriente y alimente el proyecto profesional. En este sentido,

entendemos que recomponer teórica y políticamente la unidad de nuestra

América se ha tornado el principal desafío en este ámbito.

Sin embargo, es fundamental remarcar que los proyectos societarios se

distinguen de los proyectos profesionales. Como todo proyecto, ambos se

presentan como una anticipación ideal de una finalidad que se quiere alcanzar;

implican valores que los fundamentan, así como también elecciones de los

198 El primero, partiendo de una naturalización de la vida social, esto es, de una historicidad al margen de las voluntades humanas, denunciará la “perversión innata” que caracteriza a esta profesión, ligada a las redes de un poder omnipotente que no deja margen alguno de autonomía al profesional; este, está fatalmente condenado a materializar la voluntad histórica de la clase dominante. Por su parte, el mesianismo, súper-estimando la voluntad (más o menos aislada) de los sujetos de la profesión, no reparan en los condicionamientos, en las determinaciones efectivas, que operan en el movimiento de la intervención profesional; esta perspectiva tiende idealizar las condiciones y las posibilidades materiales que ofrece lo real-histórico (Cf. Iamamoto; 2003: 233).

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medios para lograrlos, entre otras cuestiones esenciales. Los proyectos

societarios se diferencian sustancialmente de los proyectos profesionales,

fundamentalmente por el nivel de amplitud y de totalización que implican.199

Por otra parte, aunque los proyectos profesionales son también

colectivos, no tienen esa amplitud. Según Netto (2003), los mismos se

desarrollan en una escala menor y también prefiguran una imagen ideal, un

proyecto, pero de la profesión. Los proyectos profesionales también exigen

valores y legitimación social; delimitan sus objetivos y funciones; formulan los

requisitos para su ejercicio; dictan normas para el comportamiento de los

profesionales; establecen las bases de su relación con los usuarios de los

servicios sociales que presta, con otras instituciones y con las instituciones

públicas (especialmente el Estado) y privadas.

Al igual que los proyectos societarios, los proyectos profesionales son

estructuras dinámicas que responden a las alteraciones del sistema de

necesidades sociales sobre las cuales opera la actividad profesional; esto es, a

las transformaciones económico-culturales, al desarrollo teórico-práctico de la

propia profesión y a los cambios en la composición social del colectivo

profesional. O sea que, su dimensión política es atravesada tanto por la

relación con los proyectos societarios (esencialmente de clase) como por las

pugnas internas al propio campo profesional, por hacer prevalecer un proyecto

con determinadas orientaciones y no otro.

Así como en la sociedad entran en disputa proyectos societarios

contrapuestos, al interior del ámbito profesional existen disputas en torno de la

orientación que debe asumir el proyecto profesional del Servicio Social en cada

momento histórico. El espacio profesional está muy lejos de ser homogéneo al

respecto de las concepciones y compromisos con los proyectos societarios, lo

que se traduce como sustentación o rechazo de tal o cual proyecto en el

interior del ámbito profesional.

En este sentido, uno de los límites o tensiones fundamentales que hoy

deben reconocerse en los proyectos profesionales que van a contra-mano del 199 De acuerdo con Netto, Entendemos al proyecto societario como aquél que comportante una propuesta integral para el conjunto de los ámbitos por los que se expresa la vida social; estos, pueden pensarse en escala nacional, regional, continental o universal. Son propuestas para el conjunto de la sociedad; comportan una “imagen ética ideal” de la sociedad a ser construida, los valores determinados que la fundamentan, y privilegian medios para concretizarla.

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proyecto societario hegemónico, según Netto200, se centra en el problema del

mercado de trabajo profesional y las atribuciones/papeles profesionales

requeridos. Es éste, sin dudas, el mecanismo de ajuste y disciplinamiento hoy

más efectivo para garantizar el proceso de “reproducción de lo dado”, esto es,

para mantener la adecuación funcional de las prácticas profesionales a las

exigencias sistémicas renovadas, a partir de la nueva fase de crisis estructural

del capital201. La condición ineludible del trabajo asalariado, dependiente de las

oscilaciones del mercado de trabajo, es el gran nudo, el eslabón más delgado,

el punto más difícil de responder, cuando nos proponemos reflexionar sobre los

desafíos contemporáneos del proyecto crítico en el ámbito del Servicio Social,

particularmente en Nuestra América.

Evidentemente, esta contradicción existencial se coloca como un límite

que no puede ser resuelto desde el interior mismo de este colectivo profesional,

por más que se consiga la elaboración más intrincada y estratégica que pueda

existir; por más inteligentes que puedan ser los cuadros que “conspiran”. Esta

cuestión, vital para la propuesta de un proyecto profesional crítico, se

constituye como uno de los puntos fundamentales que articulan

recíprocamente proyecto profesional y proyecto societario. Sobre éste debe

profundizarse el análisis, puesto que es una contradicción estructural del

proyecto ético-político del Servicio Social, un verdadero dilema existencial.

En conclusión, entendemos que la contradicción entre el avance del

proyecto profesional crítico y la vigencia del proyecto societario neoliberal sirve

de muestra de los enormes desafíos que enfrenta una formulación eficaz del

primero a escala continental, la cual no puede ser pensada aisladamente de la

suerte y de las condiciones de las fuerzas socio-políticas que disputan

proyectos societarios en los diferentes países de nuestra América, así como en

la totalidad del sistema-mundo.

200 Netto (2003) sustenta la idea de que, en la relación proyectos profesionales/proyectos societarios, es común que el hegemónico en la sociedad tienda a predominar dentro de la profesión, aunque muy bien pueden ocurrir descompases y enfrentamientos entre ambos.

201 Con mayor autonomía política-económica, el profesional tiene mejores condiciones para intervenir a partir de sus propios valores éticos, y no de los impuestos unilateralmente por el empleador – como es cada vez más corriente.

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Por esto, la profundización de la resistencia contra el neoliberalismo

expresa la conciencia cada vez más clara de la necesidad de unir a los que lo

padecen y enfrentan. Al mismo tiempo, también posibilita y demanda la

constitución del proyecto profesional crítico en escala continental. Un proyecto

societario que se proponga la emancipación humana es portador de valores

radicalmente diferentes a los imperantes actualmente, y precisa ser

materializado por medios alternativos a la “miserable racionalidad instrumental”

que, en estos tiempos, ha sido fetichizada hasta el absurdo.

De modo que, la construcción de un proyecto profesional crítico en

América Latina hoy, debe abocarse a dos ordenes de problemas esenciales, a

saber: la recuperación radical, en el plano del pensamiento, del proceso socio-

histórico de formación de “nuestra América” en la dinámica capitalista – y la

comprensión del significado estratégico de su unidad latinoamericana en el

enfrentamiento del “nuevo imperialismo” y del conjunto de contra-tendencias

civilizatórias regresivas, barbarizantes, que su manutención actualmente exige

–; y la lectura urgente de las luchas sociales actualmente desarrolladas en el

continente, que expresan los embates entre los diferentes proyectos societarios

presentes en la escena social contemporánea – lo que implica, proyectar el

colectivo profesional crítico en el entramado de relaciones de fuerza que

conforman la sociedad como una totalidad histórica.

Actualidad de los proyectos societarios

De acuerdo con Gruner (2007), abocarse hoy al tema de la política es

estrictamente inseparable de un debate sobre la actualidad del pensamiento.

Se trata de replantear las desventuras del pensamiento crítico desde un

espíritu interrogativo, sin que esto impida ciertas asertivas. Es más que notorio

cómo, en las últimas décadas, el conjunto mayoritario de vertientes que

conforman el llamado pensamiento critico ha ido abandonando paulatinamente

la discusión de lo ético-político – que no es lo mismo que abandonar la política

–, espacio en el cual debía y podía ser creada una sociedad alternativa a la del

capital.

Los “socialismos reales” – o, más precisamente, su estrepitosa implosión

– evidenciaron las enormes dificultades y complejidades que una empresa de

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tal envergadura exige, lo que coadyuvó un proceso de “pérdida de voluntad” de

los intelectuales de la sociedad para enfrentar la importantísima cuestión de re-

fundar lo político – en tanto territorio histórico donde son creadas las

condiciones de re-fundación del “lazo social”. La certeza de esa necesidad no

implica necesariamente que dicho lazo ya no exista, sino más bien, que existe

bajo una modalidad bárbara; la que impone la sociabilidad del capital. El

capitalismo no ha destruido el lazo social, más bien ha producido lazos

terriblemente perversos, muy difíciles de “reanudar” desde una lógica diferente

(Cf. Gruner; 2007: 9).

Siguiendo a este autor, podemos afirmar que, actualmente, a diferencia

de algunos años atrás – donde la forma asumida por la “frustración” del

pensamiento crítico, luego de la derrota histórica de su proyecto societario,

llevaba la marca de la fragmentación de cariz más o menos “pos-moderno”,

como los estudios culturales, la teoría pos-colonial, entre otras expresiones –,

el llamado “pensamiento crítico” se sumerge en una crisis de su propio

“régimen de producción”, lo que le impide estar a la altura de las exigencias

históricas. Y se sabe que el pensamiento, aún el más pretendidamente crítico,

entra en pánico ante el borde de lo absolutamente real, que ya no parece

reconocer ningún tipo de mediación (ídem: 10).

La lógica del capital es, por excelencia, “despolitizadora”. La modernidad

capitalista, especialmente a partir de la “decadencia ideológica de la

burguesía”, opera una reducción de lo político a la política, o sea, a la técnica;

así, el triunfo de la economía política, en tanto proyecto societario de clase,

implicará cierto “silenciamiento de lo político”. Con la consolidación de la

economía política del capital y sus formas propias de sociabilidad, el

pensamiento dominante dará por hecha a la sociedad y trabajará desde una

naturalización de la misma, con lo que se descuidan los nexos más profundos

productores de lo real. Lo político es cada vez más reducido a la política,

mientras que ésta lo es progresivamente, a poco más que un momento

administrativo fundamental de la sociedad (ídem: 11).

Según este autor, el capital no está hoy preocupado con

racionalizaciones o justificaciones; conciente de la “activación de sus límites

absolutos”, aquellas le interesan cada vez menos. Parecería que el capital es

capaz de asimilar cualquier monto de pensamiento crítico que se le propine;

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como si controlara efectivamente los propios “medios de producción” de éste.

Lo que se ha conocido como “pensamiento único”, no significa que se piense

una misma cosa, sino que se pueda pensar cualquier cosa, siempre que no

obstaculice el despliegue insaciable del capital. En este sentido, el ejercicio de

la crítica tiene que ver con poner en crisis las formas dominantes del

pensamiento, en la estera de otro modo de producir ideas.

La triste confirmación de la hipótesis de que el capital ya no conserva

energías civilizatorias capaces de producir un nuevo ideario (históricamente

viable) que pueda detener y revertir sus actuales tendencias destructivas,

productoras de barbarie – una vez que, desde nuestra perspectiva, el socio-

metabolismo hoy se ha tornado “incontrolable” – implica que dicha tarea deberá

ser hecha por las fuerzas de oposición al orden social vigente, ancladas en un

pensamiento crítico, de resistencia. Ahora, para lograr hacerlo de “otro modo”,

para pensar de “otra manera”, es preciso re-localizarse en los marcos del

socio-metabolismo; es necesario repensar los terrenos adecuados y posibles,

las arenas, donde dar la disputa de ideas y donde no darla (Cf. ídem: 12).

Es difícil, hoy, decir qué segmentos importantes de la población se

plantean seriamente la revolución; como sabemos, esta ha dejado de ser una

inspiración efectiva de la enorme mayoría de los individuos socales. La clase

obrera internacional (lo que queda de ella) hace mucho ha dejado de

referenciarse en ello, lo que acabó colocando en crisis a la teoría que lo

proponía como el sujeto histórico por excelencia de la emancipación humana.

La emergencia de “nuevos movimientos sociales”, a pesar de su diversidad y

multiplicidad, ninguno de ellos por sí mismos, ni una muy hipotética articulación

de todos, cuestiona de manera decisivamente revolucionaria al socio-

metabolismo del capital (Cf. ídem: 13).

Entonces, para este autor, repensar y re-fundar lo político implica un

doble esfuerzo, de desnaturalizar las “verdades” de las personificaciones del

capital (la idea de no hay alternativa), y fundamentalmente, imaginar el

funcionamiento de las posibles alternativas, “de esa re-anudación del lazo

social sobre otro metabolismo”. Esa anticipación ideal, ese proyecto societario

alternativo y emancipador, sólo puede gestarse en dialogo con las fuerzas

sociales capaces de ponerlo en práctica.

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De acuerdo con esta perspectiva, ante la derrota, el fracaso o la retirada

del ideal revolucionario clásico – tanto el de la burguesa “democracia

universal”, como el del llamado “socialismo real” –, representada en el plano del

pensamiento por las teorías del “fin de las grandes narrativas” y del

advenimiento de los pequeños y fragmentados relatos, los espacios vacíos

dejados están siendo crecientemente ocupados por una multiplicidad de

variantes del discurso ético-religioso202. Por eso, el autor entiende que los

actuales fundamentalismos (que “justifican” masacres tras masacres de civiles)

son fenómenos contemporáneos, típicamente “pos-modernos”, que represen-

tan una respuesta – ciertamente muy equivocada – a la crisis estructural del

capital:

“Los neo-fundamentalismos son una huida hacia delante en una situación de vacío de la lucha de clases al nivel mundial, en el contexto de una auto-colonización del mundo que requiere la subordinación total de las ‘otras culturas’ al socio-metabolismo dominante [...] por ‘vacío de las luchas de clases’ no queremos decir en absoluto, como pretendía el discurso dominante, que la ‘contradicción principal’ Capital – trabajo haya sido en modo alguno ‘superada’ – entre otras cosas, porque sin ella el capitalismo sencillamente no podría existir –; lo que queremos decir es que por complejas razones históricas ya no se expresa en las ‘formas clásicas’, y que hoy los sectores organizados del trabajo no apuntan a ninguna ‘revolución’” (Gruner; 2007: 17).

Este “giro” ético-religioso que se abre paso ante la crisis de los proyectos

societarios alternativos al capital – la afirmación de la religión capitalista de la

ganancia, ese “monoteísmo totalizador”, en palabras del autor –, en sus

vertientes más “progresistas”, se coloca como contrapartida del anterior intento

fracasado de totalización, de universalización capitalista (la llamada

“globalización), y consiste en una igualmente idealista convocatoria a una

“tolerancia” infinita de las diferencias que, la mayoría de las veces, pierde de

202 Para Gruner (2007), la religión que ha calado más hondo en el funcionamiento objetivo de todas y cada una de las prácticas humanas en toda la historia es la “religión del capital”. Lo ha hecho gracias a su capacidad no sólo de crear objetos sino, fundamentalmente, de producir sujetos para aquello objetos. ¿O acaso no es fundamentalismo defender la actual organización de la vida (y muerte) del capital con el argumento de que “no hay otra salida”?, se pregunta este autor. Esta religión hoy, ya no apela siquiera a la persuasión ni a la construcción ideológica de consensos; la misma, que parece haber perdido todas sus “energías utópicas” y sólo interesarse por las “conductas reproductivas”, ya no trata de persuadir y su lema es obligar a repetir hasta normalizar. Así, estaríamos ante un tipo de religión que ni siquiera reclama “obediencia”, puesto que no contempla opciones: vivir en el socio-metabolismo del capital es ya obedecer. Para completar, esta es una religión mundial.

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vista la materialidad objetiva de las desigualdades sociales. Este vigor de la

ética-religiosa asume la forma de un “nuevo progresismo”, cada vez más

volcado a lo inmaterial, que se conforma como un neo-humanismo abstracto –

fuertemente aferrado a una “ilusión democrática” – impotente a la hora de

formular respuestas históricas alternativas (ídem: 17).

En cuanto al pensamiento occidental, desde el fin de la 2º Guerra, el eje

de las esperanzas de la revolución se desplaza fuera de las fronteras europeas

hacia la periferia del sistema: hacia el llamado Tercer Mundo. La cada vez más

insalvable “derrota de la revolución” que procede impactará sobre el

pensamiento crítico europeo, tensionándolo hacia la des-materialización de sus

categorías, lo que significará la pérdida de efectividad histórica del mismo.

Paralelamente al aumento de los problemas emergentes en el proceso de

“superación” del capital (no apenas del capitalismo), el “pensamiento crítico

occidental” se refugiará en el terreno de la filosofía, de la cultura, alejándose

cada vez más de la critica de la economía política.

Evidentemente, ello implicaría cierto exceso subjetivista, cierto

voluntarismo, como punto de fuga de las enormes limitaciones impuestas por la

materialidad dura y cruda del socio-metabolismo del capital y su despliegue

incansable. En síntesis, según el autor, el repliegue de las esperanzas en la

revolución mundial influyó decisivamente para que el llamado “pensamiento

crítico” proceda a la sustitución de lo real por el concepto (ídem: 23). Este es el

proceso que está en la base del “giro ético-religioso” que tiende a

desmaterializar el pensamiento crítico y a ocupar el vacío de lo político.

En este sentido, la crisis estructural del capital tiene vínculos orgánicos

con la emergencia de “un discurso ético-religioso que elige ignorar los limites

que lo político le pone a sus pretensiones de nuevo ‘universalismo’” (ídem: 30).

Los límites de este pensamiento están en su impotencia para reconocer los

“particulares concretos”, que son la propia materia de lo político.

Pero, ¿tendremos condiciones suficientes de enfrentar este desafío?

Primeramente, hay que decir que el pensamiento que informe al proyecto

societario de emancipación (en el sentido material e inmanente de Utopía),

debe partir de un claro posicionamiento sobre el punto de vista, lo que implica

una toma de posición. Por todo ello, dirá nuestro autor, urge “subordinarse a un

nuevo modo de producción del pensamiento, un modo ‘periférico’, ‘lateral’,

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presidido por una voluntad de retorno de Lo Político, que hoy solamente puede

empezar a operarse en y al margen del agotado socio-metabolismo del Capital”

(ídem: 31).

Y, fundamentalmente, ¿tendremos tiempo suficiente para hacerlo?

Según nos dicen los “especialistas”, en términos estrictamente ecológicos, si el

capital continúa con su auto-destructiva marcha triunfal es probable que el

planeta no resista mucho más de medio siglo – un siglo, como mucho. En

términos militares – centrales, actualmente en el ámbito de la política –, a

juzgar por el arsenal nuclear disponible por distintas “potencias”, el tiempo

podría ser bien menor. La tranquilidad llega cuando se advierte que un “suicidio

de la humanidad” es poco probable puesto que, como lo demuestra la

experiencia histórica, hasta ahora, en momentos críticos, ha prevalecido la

razón civilizatoria. Hasta ahora ha sido así.

Tal vez, lo que podría ser marcado como una diferencia cualitativa entre

la presente fase sistémica y las anteriores, es el hecho de que las

personificaciones del capital toman conciencia del agotamiento de las “energías

civilizatorias” del socio-metabolismo, y junto con ello, de la instalación

estructural de dosis crecientes de barbarización de la vida social, las cuales

deberán ser administradas de alguna forma. El capital, al entrar en su crisis

estructural, abandona cualquier “ilusión de auto-reforma” que pueda resolver o

frenar sus crisis recurrentes.

Desde la perspectiva del autor, al tiempo que las “ilusiones” del capital

se asentaban en la formulación de un Estado de Bienestar Social – donde el

pacto de clases redundaba en progreso social infinito –, que adquiriría

dimensiones crecientes de desarrollo que desbordaría los límites de los países

centrales y “gotearía” hacia el “Tercer Mundo”, las del anti-capitalismo lo hizo

en la perspectiva de que, a muy corto plazo, se produciría una revolución

mundial que, definitivamente, disolvería la alineación social de una vez por

todas, poniendo fin a la “pre-historia de la humanidad”, abriendo la puerta de su

verdadera historia (Cf. ídem: 32).

Por otra parte, se encuentra la llamada “crisis del sujeto” de la teoría

social crítica – que emerge como el resultado de las correlaciones de fuerza

sociales entre las clases –, y puede ser leída en el ámbito profesional como la

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contradicción formada por la “dimensión política” de toda actividad y la

“autonomía relativa” en su realización, en un contexto histórico caracterizado

fundamentalmente por la derrota de los proyectos emancipatórios a escala

mundial; derrota esta, todavía muy reciente.

En el ámbito de lo que podría hoy llamarse de “crítica latinoamericana”, o

pensamiento histórico-critico latinoamericano, es poco conocida la figura de

Montaigne, uno de los primeros “filósofos” que ya en 1580 advirtió la

mistificación que rodeó la colonización de América, que delató al racismo

propiamente moderno que emergía con el llamado – hoy, no sin una buena

dosis de cinismo – “encuentro de culturas”. Un siglo antes que Descartes,

Montaigne estaba filosofando sobre la gestación del sujeto “moderno”, desde

una perspectiva bien diferente a la del “padre de la razón moderna”.

Según este autor, tuvo expresiones realmente “fuertes”, al afirmar, por

ejemplo, que el “verdadero ‘canibalismo’ (el que se les impuso a los ‘salvajes’)

es una potencialidad permanente en el corazón mismo de la llamada

‘civilización’, que es la que realmente se está tragando a las culturas ‘salvajes’”.

Esto equivale a decir que “lo que la civilización occidental llama ‘el Otro’, el

‘ajeno’, no es tal cosa, sino la parte maldita de la propia cultura occidental, la

que ella no quiere reconocer como producto de su propio ‘salvajismo’ [...] una

bien material tensión inmanente a su propia lógica, a su propio logos” (Gruner;

2007: 34). Por esto, podría decirse que la “cuestión del sujeto” está colocada

desde el inicio en América Latina; se trata de conocerla y recuperarla como

subsidio para la formulación ético-política contemporánea.

Para este autor, el debate de las ultimas décadas sobre “el sujeto” se ha

visto una y otra vez obturado por la primacía de una lógica binaria, dicotómica,

que polarizaba sin restricciones las posiciones presentes en disputa; la

perspectiva “moderna” y la “pos-moderna”. Tal polarización está centrada de un

lado, sobre el “sujeto pleno” cartesiano, sujeto “universal abstracto”, des-

historizado y, por eso, “eterno” – lo que no le quita el mérito de reconocer el

sujeto –, y de otro, un sujeto tan “posmodernamente” atomizado y difuso que ni

siquiera es un sujeto vacío – puesto que esto supondría la posibilidad de ser

llenado de contenido en algún momento –, sino mas bien un “no-sujeto” (ídem:

36).

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Entonces, ¿cómo se supera este dilema? A partir de la recuperación, de

la recomposición – teórica, social y política – del sujeto que no es “ni pleno”, “ni

disuelto”. Hay que partir de escuchar a ese “tercer (otro) sujeto” (ídem: 37).

Este puede ser encontrado en los “intersticios de la historia”, generalmente

silenciados por la historia oficial de los vencedores. De acuerdo con el autor,

existe otro relato de la modernidad, una perspectiva crítica de la propia

modernidad (o auto-crítica) que niega – negación que no rechaza

absolutamente todo lo moderno, más bien denuncia su parcialidad, su falsa

universalidad – esa versión “oficial” de la historia. Esto es, bajo la historia de los

vencedores hay otra historia; es ésta la que debe ser rescatada para pensar el

proyecto societario de emancipación, así como el sujeto capaz de realizarlo

históricamente – antes de que sea demasiado tarde, claro.

Volver a pensar la cuestión del “sujeto” en Nuestra América es

imperioso. La polémica debe transitar por la recuperación crítica de esa “otra

versión silenciada” de la historia, la de los derrotados, la cual debe buscarse

desde los orígenes mismos del llamado “pensamiento occidental”. Esa

“modernidad otra”, surge con la constatación de “una realidad dividida contra sí

misma”; “la modernidad es una fractura”, dirá Gruner (2007: 38). Así, “el sujeto

dividido, vale decir, ni entero ni diseminado, nos fuerza a instalarnos en el

centro del conflicto, de la fractura, de la falla” (ídem: 39). En medio de la actual

crisis socio-cultural y política, el sujeto producido por las formas de sociabilidad

capitalistas no puede ser más que fracturado; por ello, ese reconocimiento se

constituye como punto de partida para teorizar la contemporaneidad y para

actuar.

Es claro que las reflexiones del autor no significan que el llamado

pensamiento crítico latinoamericano deba abandonar o rechazar de plano toda

la gran tradición del pensamiento crítico producida en la modernidad europea;

sino que, justamente por nuestra propia historia estamos en una situación

privilegiada para emprender ese diálogo conflictivo y ríspido con nuestra propia

y desgarrada historia socio-cultural. Dicho “desgarramiento” debe ser tomado

como punto de partida para pensar a contracorriente de la historia. Así, podrá

surgir ese sujeto crítico, que será sujeto recuperado y recreado en los

intersticios del socio-metabolismo del capital, en su actual fase de desarrollo.

Con todo, advierte el autor, no debe pasarse por alto que esto, en los tiempos

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actuales, no pasa de ser una estrategia defensiva ante el avance avasallador

de las tendencias barbarizantes que se explayan por el conjunto de la vida

social. Se está todavía muy lejos de poder materializar iniciativas “autónomas”

del capital, efectivamente, alternativas a su lógica.

El dilema de superar la actual demanda socio-histórica

Partiendo de la hipótesis de que existen nexos efectivos y operantes entre

la actual modalidad socio-reproductiva y la redefinición de “significado social”

de nuestra profesión, hemos establecidos tres ejes explicativos, tres

atravesamientos fundamentales, para analizar y comprender las metamorfosis

contemporáneas experimentadas por el Servicio Social en los marcos de las

actuales transformaciones societarias del sistema-mundo del capital.

Entendemos que estos tres atravesamientos son determinaciones macro-

societarias contemporáneas fundamentales que “pesan” sobre esta profesión.

Por un lado, la alteración de lo que llamamos su demanda socio-histórica,

especialmente a partir del refuerzo de los trazos represivos de las formas e

instrumentos de operacionalización del “control social”. Por otro lado, aunque

estrechamente vinculado con lo anterior, encontramos una sustantiva

restricción en los “márgenes de maniobra” del profesional, o sea, en la

autonomía política relativa de la actividad profesional. Un estrechamiento de

los márgenes profesionales para efectuar la organización de su proceso de

trabajo. Esto, como producto de la re-estructuración productiva del capital y sus

formas de sociabilidad correlativas. Hicimos esto, en la búsqueda de identificar

los principales dilemas y desafíos que se le presentan al proyecto profesional

crítico del Servicio Social en nuestra América, en estos “tiempos de barbarie”.

Desde esta perspectiva, entendemos que en tanto los “proyectos

societarios alternativos” continúen frágiles y políticamente inconsistentes, la

demanda estatal hacía la profesión será cada vez más requerida para

actividades de “control social”, para lo cual son intensificados los dispositivos

de “ajuste” en los varios niveles de la sociabilidad. En este sentido, el Servicio

Social es tensionado a convertirse en un profesional cada vez más demandado

para actual y accionar los diversos dispositivos de los planes y programas

destinados a “administrar la barbarie” contemporánea.

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Esta nueva “demanda sistémica” para el profesional, relativamente

“legitimada” (naturalizada) en la sociedad, es siempre determinada por las

relaciones de fuerzas históricamente presentes en una coyuntura específica -

relaciones éstas que expresan el estado en que se encuentra la lucha de

clases hoy realmente mundializada. Como fue dicho, la “naturaleza” de esta

demanda - que impacta sobre el conjunto de dispositivos profesionales - se

explicita históricamente como una tendencia a “adecuar”, a “ajustar”, a

“aggiornar” a estos profesionales por medio de la reorganización de su

actividad salarial según parámetros “productivistas”.203

Las expresiones particulares de la crisis estructural del sistema han

implicado hondas metamorfosis en las formas que refractan la “cuestión social”.

Con la entrada del sistema en su crisis estructural, crónica, el conjunto de los

dispositivos destinados a viabilizar el proceso de - entre ellos, el Servicio Social

– requiere ser reorganizado, readaptado a la nueva realidad sistémica. En este

cuadro, son redefinidas las estrategias de enfrentamiento a los conflictos

sociales, propios del al capitalismo, destacándose el refuerzo de los trazos

represivos del sistema del capital. Así, la funcionalidad del Estado y su

modalidad de enfrentamiento de las llamadas refracciones de la “cuestión

social” son reconvertidas y, con ello, el contenido de las políticas sociales.

De modo que, en este complejo cuadro de mediaciones donde la crisis

deja de ser un momento pasajero y sus expresiones se tornan cada vez más

estructuralmente violentas, y donde las modalidades anteriores de regulación

del conflicto inherente al capitalismo - vía integración salariada - dejan de ser

viables históricamente; donde el Estado inhibe sus funciones de “garante del

bienestar común”, reconvirtiendo su accionar en función de las exigencias de la

reproducción ampliada del capital, y donde, paralelamente, se refuerzan los

aspectos represivos y alienantes del “control social”, el Servicio social sufre los

203 Podemos afirmar que dichas tendencias a reformular el “perfil profesional”, están

íntimamente asociadas a una variación sustantiva de la demanda socio-histórica de esta profesión – que determina la “base de sustentación socio-ocupacional”. Las tendencias a la “adecuación” de los saberes y competencias profesionales – especialmente en los últimos veinte años en casi en toda América Latina -, al aggiornamiento de la actividad profesional, responden por dicha alteración de la “demanda social”, la cual, a su vez, expresa las nuevas exigencias colocadas por el proceso de reproducción social capitalista en su fase actual de crisis estructural.

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intentos de redefinir su “significado social” hacia lo que hemos denominado

administración de la barbarie.

Así, si nuestra hipótesis se sustenta, la crisis estructural del sistema

determina ondas transformaciones en el significado y funcionalidad social de

esta profesión - a partir de la redefinición de su demanda socio-histórica; en

sus modalidades de intervención – a partir de las mutaciones ocurridas en las

“mediaciones” que la sustentan: las “políticas sociales” del “capitalismo

organizado”; finalmente, aunque no menos grabe, impone severas mutaciones

en las condiciones de asalariamiento de este profesional.

El capital, en respuesta a su crisis, ensaya un conjunto de

reestructuraciones que afectará integralmente el ámbitos de la vida social.

Dicha re-estructuración, en el ámbito de la producción, se traduce en un

conjunto de nuevas imposiciones al trabajo, en función de ajustarlo a las

actuales exigencias de la valorización del capital, que debilitarán severamente

sus posiciones. El Servicio Social que, en tanto especialización del trabajo

social, como vimos, no es ajeno a ese contexto, verá trastocado algunos de sus

principios fundamentes y bases materiales.

La “necesaria” re-estructuración productiva del capitalismo lo afectará tanto

precarizándo sus condiciones de asalariamiento, “flexibilizándolas”, como en el

plano de la organización de su actividad propiamente dicha, presionándolo para

que se adecue a la nueva “respuesta sistémica” a la “cuestión social”, que

comporta una nueva modalidad de intervención socio-estatal ante sus

refracciones. Esto porque, como vimos, en tanto trabajo asalariado, inscripto en

la división socio-técnica del trabajo, la actividad del Servicio Social es un

trabajo alienado; lo es, fundamentalmente, porque no es el profesional quien

define y organiza su actividad; quien lo hace es el gobierno del Estado.

También, podríamos decir que su “producto” (si se lo puede llamar así) es para

otro.

Por otro lado, quedó esbozado que la crisis estructural del capital y sus

determinaciones sobre la re-configuración del Servicio Social puede también

apreciarse analizando el proceso sistémico de ajuste sobre la clase que vive de

la venta de su fuerza de trabajo, cuyas consecuencias pueden verse reflejadas

en las profundas metamorfosis experimentada por la “cuestión social”, así

como en el tipo sistémico de respuesta a la misma. En este sentido, se

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registran restricciones importantes de los “márgenes relativos” de actuación

autonómica del profesional. En otras palabras, el conjunto de re-

estructuraciones capitalistas en curso inciden directa y negativamente en

dimensión política de esta actividad profesional.204

Por tratarse de un trabajo básicamente asalariado, esa pérdida de

“autonomía política” se verá reforzada al retro-alimentarse con una restricción

en su “autonomía económica” – léase, estabilidad salarial. Este doble proceso

impacta sobre la “base de sustentación socio-ocupacional” produciendo una

verdadera crisis en el ámbito profesional. Dicha procesualidad se desarrolla en

los marcos de una redefinición importante de la modalidad de intervención

sobre la “cuestión social”, una vez que las políticas sociales características de

la fase de ascenso histórico del capitalismo prácticamente fueron

desmontadas. Así, la cooptación consentida levanta vuelo.

Por su parte, la crisis del proyecto societario alternativo abre espacio para la

consolidación de una “subordinación sutil a lo dado”; una adecuación

minimalista a los nuevos tiempos del reino de “lo posible”. Allí, el alivio de lo

extremo se generaliza como mediación eficaz para mantener el satus quo y

que nada cambie. Si el orden de cosas es naturalizado por las conciencias de

los individuos sociales, todo seguirá su absurdo “cauce natural” y la categoría,

mayoritariamente, se verá administrando la barbarie Es justamente a esto,

desde nuestra perspectiva, el principal dilema del proyecto profesional crítico

en la América Latina contemporánea; la búsqueda de superarlo, una vez

comprendidas sus dimensiones, se torna un desafío gigantesco.

Esto es, entendemos que el principal dilema que emerge con las radicales

transformaciones del Servicio Social en la contemporaneidad del capitalismo

periférico, podría resumirse en el enfrentamiento a las crecientes tendencias

que actualmente están presionándolo para que se cristalice como una actividad

profesional adecuada al trabajo de “administración del orden social

establecido”, el cual, como intentamos mostrar, se caracteriza por el

incremento gradual y sostenido de sus trazos barbarizantes. Esto significa que

204 El Servicio Social ve seriamente afectado en su “autonomía (política) relativa”, la cual es históricamente determinada, esto es, dinámica, abierta a posibles ampliaciones. Con el “re-ascenso de las luchas sociales”, por ejemplo, con el “re-encendimiento” de la “cuestión social”, dichos márgenes son redefinidos.

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esta profesión está siendo cada vez más demandada – tanto por diversas

instancias institucionales del Estado, del sector privado, como también del

“público no-estatal” – para participar en la ejecución de un conjunto de

instrumentos, políticas y programas destinados a “administrar la barbarie”

contemporánea. Estos, como puede apreciarse, cada vez menos apuntan a

constituirse como resoluciones efectivas para las actuales expresiones de la

“cuestión social”.

El desafío de recomponer (teórico, ética y políticamente) la unidad

latinoamericana

Como vimos, es cierto que un conjunto de problemas se presenta a la

hora de tratar América Latina o nuestra América como “unidad de análisis”.

Estos, responden por una dialéctica entre “identidades” y “diferenciaciones”

presente en la realidad continental, y muchas veces se torna “lugar común” la

recaída en la unilateralidad (“excepcionalismo” o “exotismo”/ ”generalismo” u

“homogeinismo”). Desde nuestra perspectiva, se propone pensar América

Latina, o el “latinoamericanismo”, no como una identidad homogénea, sin

distinciones - de trazos culturales, experiencias socio-económicas y políticas

idénticas, etc. -, sino como una unidad viva que posee particularidades.

Vimos que esta unidad está básicamente determinada por los

innegables vínculos socio-históricos comunes que comparte; los mismos tienen

raíces en su particular experiencia histórica, la cual data ya de más de 500

años. En este sentido, puede afirmarse que el carácter unitario de nuestra

América se revela en su “condición de periferia” del sistema-mundo capitalista,

la posición que trágicamente ocupa desde un primer momento. No obstante,

esto no significa (mucho menos exige) la negación de las singularidades de las

diferentes formaciones sociales que integran nuestra América.

Se trata, desde nuestro punto de vista, de captar a nuestra América como

una “unidad en proceso”; como un “proceso de unidad”, que no niegue las

singularidades sino que se constituya a partir de éstas, estructurado a partir de

determinadas relaciones sociales radicalmente diferenciadas de las actuales -

caracterizadas por la opresión de la “colonialidad del saber / poder”, en la

expresión de Quijano, y de la explotación de clase, en términos marxianos. Se

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trata, de aprehender la particularidad latinoamericana, lo que implica pensar

América Latina como un proceso de construcción de una unidad de diversos,

que por compartir historias, necesidades y posiciones subalternas en el

usufructo del desarrollo de las fuerzas productivas sociales, porta una

potencialidad para contribuir a la afirmación de un proyecto y una experiencia

societaria alternativa a la actual.

En este marco, resalta la pregunta por las actuales condiciones de

posibilidad para la constitución de esta unidad en proceso: el proyecto

latinoamericano de unidad para la emancipación humana.

En este sentido, dijimos que el conjunto de trasformaciones societarias

operadas en la enorme mayoría de los países latinoamericanos desde la

década de 1970, estructuradas como respuesta del capital a su propia crisis,

impulsadas especialmente por los “Organismos Globales” de crédito, etc.,

como el programa que permitiría superar los problemas contemporáneos,

significó una verdadera catástrofe societaria para las mayorías sociales del

continente, sumergiéndolas aún más profundamente en la barbarización de la

vida social, hasta nuestros días.

Son dramáticamente evidentes las secuelas de la aplicación férrea del

recetario neoliberal en nuestra América, particularmente desde la gran crisis de

la década de 1970 hasta hoy. En respuesta a la misma emerge el

neoliberalismo, cuya significación socio-histórica para nuestros pueblos se

revela como un monumental proceso socialmente regresivo. En este sentido,

podría afirmarse que el neoliberalismo, ontológicamente analizado, representa

la “violencia necesaria” del sistema antagonista del capital, a la cual debe

recurrir para enfrentar los límites crecientes que encuentra para mantener sus

lucros en niveles adecuados. Por otro lado, los más de 30 años de políticas

neoliberales en el continente, preanuncia el papel reservado para países

periféricos ante las nuevas y más potentes crisis capitalistas.

Concomitantemente, dicha “catástrofe social” provocada por las políticas

neoliberales, especialmente en la década de 1990 y contradictoriamente,

proporcionó la emergencia de diversas fuerzas sociales, grupos y sectores de

clase, que se disponen a resistir las envestidas del imperialismo, en sus

diversas tácticas y expresiones nacionales. Lo que viene vivenciando América

Latina en los últimos tres lustros es un claro proceso de emergencia y

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explicitación de las luchas sociales; un auténtico movimiento de re-ascenso de

los conflictos y las luchas a lo largo y ancho de todo el continente.

Lo curioso es que esto ocurre luego de la implantación de los terrorismos

de Estado que, desde las décadas de 60, 70 y parte de 1980, barbarizaron la

vida de buena parte de las sociedades latinoamericanas. Estas “dictaduras del

gran capital”, sin excepción, fueron implementados por las elites dominantes

locales en estrecha asociación con el imperialismo norteamericano, para

contener la radicalización y potencialidad alcanzada por las luchas de

liberación en nuestra América.

Es real que este ascenso de luchas sociales - pos-terrorismo de Estado y

¿pos-neoliberalismo? – en la contemporaneidad se viene difundiendo

continentalmente y generando, aunque tímidamente, procesos de unificación e

identificaciones. La unidad de la resistencia al imperialismo, en su moldura

neoliberal, se presenta cada vez más claramente como el nexo, el “cordón

umbilical”, que delinea la unidad de nuestra América. Está por verse las

capacidades reales y potenciales que la misma logrará para amortiguar y/o, en

el mejor de los casos, revertir el genocidio económico que azota a la región

desde su génesis.

Queda claro, entonces, que el neoliberalismo no es apenas un “modelo

injusto” de acumulación y distribución de la riqueza, el cual, con la sola

existencia de “voluntad política” (gubernamental), fácilmente y en cualquier

momento podría ser reemplazado por otro. Es, ante todo, el resultado histórico

de los grandes enfrentamientos sociales y políticos que conmocionaron el

mundo en las décadas de 1960 y 1970, portadoras de una radicalidad

amenazadora para el orden social del capital. Es la fase “posible” y “necesaria”

del capitalismo contemporáneo en crisis estructural; la forma más adecuada a

las actuales condiciones reproductivas del sistema en su fase actual. En

síntesis, el neoliberalismo representa la sociabilidad “posible” del capitalismo

en crisis estructural; configurado como la respuesta a la crisis de valorización,

deberá, para esto, vencer a las posiciones y las fuerzas que pretendan superar

el actual estado de cosas - la explotación del hombre por el hombre, por

ejemplo -, o que opongan resistencias a su “despliegue infinito”.

Si pensamos al neoliberalismo como una fase histórica de regresión social

que se expresa de modo particularmente crudo en América Latina, puede

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decirse que dicho proceso produjo ciertos grados de “homogeneización” de

esta región – aunque las bases se encuentren en la producción del

pauperismo. No obstante, esto no puede ser entendido mecánicamente, como

un proceso que se repite idénticamente en todos los países latinoamericanos.

Efectivamente, existen particularidades locales, nacionales, regionales, etc.;

diversas experiencias de aplicación de las recetas del “Consenso de

Washington”, distintas fuerzas y segmentos sociales, las cuales experimentan

diferentes reacciones socio-políticas e imponen tiempos y profundidades

relativas a las “contra-reformas” recomendadas por el imperio.

Por otra parte, dichas tendencias unificadoras con bases regresivas

producidas por la fase actual del capitalismo revelan una tendencia a que los

problemas típicos de la periferia se profundicen, puesto que es allí donde el

sistema buscará primeramente “oxigenar” sus crisis de desvalorización. Es en

las periferias donde inicialmente se descarga el peso cada vez más destructivo

y violento de las crisis capitalistas; sobre éstas, fundamentalmente, han sido

realizados históricamente los “ajustes estructurales” necesarios para la

renovación del vigor de la acumulación y la recomposición de la tasa de lucros.

En síntesis, el nudo principal del problema está en que las exigencias de

valorización del capital monopolista en su estado de mayor madurez exigen,

como condición de su reproducción, la barbarización real y efectiva de la vida

social, particularmente en las periferias del sistema mundo y, dentro de éstas,

en América Latina.

En este sentido, la creciente imposibilidad de garantizar sus “promesas

civilizatórias” básicas, impone como necesidad ofrecer respuestas alternativas.

Hoy podemos encontrar en América Latina procesos sociales y fuerzas de

resistencia a los procesos de la expansión insaciablemente imperialista del

capitalismo maduro; laboratorios de experiencias pos-neoliberales que se

presentan cuestionando firmemente aquellas bases de organización socio-

económica y política. Actualmente, en nuestra América se están procesando

agitados ciclos de lucha social y política.205 Tanto experiencias radicales, como

205 Podemos encontrar ejemplos muy claros de esto en la “revolución bolivariana” en curso en Venezuela, así como en la victoria política de los indígenas en Bolivia – Cuba esta en este bloque. También podrían contarse Ecuador y, tal vez, Nicaragua.

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más moderadas, graduales y ambiguas.206 Existen, por otra parte, Estados-

nacionales muy influenciadas por los intereses imperialistas de EUA, que se

estructuran, a través de sus elites en el poder, como “socios” menores.207

Finalmente, podríamos esperar del imperialismo para el futuro inmediato la

materialización de una dialéctica que no es nueva en la región; la misma se

caracteriza por el endurecimiento del control sobre la periferia, gestionado por

los segmentos locales dominantes asociados a los intereses del gran capital

internacional capitalismo, aunque no sin contestaciones (más o menos

contundentes, organizadas y radicales) por parte de “los de abajo” del mapa.

En esta contemporaneidad, tan rica en contradicciones como desafiante para la

acción crítica, nos propusimos reflexionar sobre los principales dilemas y

desafíos del Servicio Social crítico en nuestra América.

206 Podemos contar aquí los casos de Brasil, Argentina, Chile, Uruguay.

207 Nos referimos a Estados como Colombia, Perú, Costa Rica, Guatemala, El Salvador, Honduras, Panamá, Puerto Rico. Aquí, actualmente, es donde puede palparse la preocupación norteamericana por la perdida del “control” territorial de su periferia, especialmente puede leerse estudiando su política de seguridad hemisférica y sus movimientos diplomáticos y comerciales.

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ALGUNAS CONCLUSIONES

Partiendo de la premisa de que el socio-metabolismo del capital hoy ha

alcanzado sus límites estructurales, puede afirmarse que lo verdaderamente

angustiante de la situación es que esto ocurre en medio de una notoria

fragilidad del campo de las alternativas capaces de contraponerse con grados

relativos de suceso al sistema. Este es, sin dudas, el síntoma más evidente de

la crisis de los proyectos emancipatórios; o sea, los proyectos societarios no

capitalistas, lejos de escapar a la crisis contemporánea, están totalmente

imbuidos ésta; están completamente determinados por estos tiempos de

barbarie.

Como dijimos, la realidad de la periferia latinoamericana revela que la

“globalización civilizatoria” prometida por el capitalismo maduro – otro intento

truncado de universal concreto – no logra materializar sus promesas más

elementales; no puede, por ejemplo, explicar su imposibilidad de “globalizar” la

mercancía fuerza de trabajo – como lo revelan los miles de muros fronterizos

actualmente alzados para evitar “la libre circulación del capital”.208

En este sentido, la imposibilidad sistémica de asumir un conjunto

creciente de explosivas contradicciones, se refracta indeleblemente sobre las

formas de sociabilidad, otorgando una nueva particularidad a la “cuestión

social” contemporánea.209 Lo curioso de esta crisis es que un conjunto de

elementos y procesualidades que en fases anteriores funcionaron como

palancas impulsoras del sistema, hoy se han tornado límites infranqueables; lo

que ayer permitiera el éxtasis, hoy motiva la agonía. 210

208 Como vimos, el capital precisa mantener territorios diferenciados para la “ultra-extracción” de plusvalía y la obtención de “súper-lucros” (Mandel: 1980), el cual siempre apeló al desarrollo “desigual y combinado” para optimizar su funcionamiento.

209 Tanto la “cuestión ambiental”, como la profundización de la “miseria endémica”, expresan los límites estructurales del sistema del capital. Esta última, además de producir toda clase de enfermedades, actúa como multiplicador de las formas de violencia social, de marginalidad y de degradación moral, y se constituye en un trazo marcante de la “cuestión social”. Otros fenómenos sociales preocupantes como la delincuencia, la drogadicción, la inmigración “ilegal”, la “explosión demográfica “en las grandes urbes (la hiper-trofia urbana), son fuentes de más miseria y violencia social. Un perverso espiral que conduce a la barbarización de la vida social, que parece asumir trazos más notorios de decadencia.

210 Sin embargo, sería un reduccionismo atribuirle a la lógica inmanente del capital la responsabilidad exclusiva por el despliegue histórico, más allá de que el resultado refleje la plena realización de sus tendencias. Sabemos que el proceso se realiza con resistencias, con

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La época trazada por el “ascenso histórico” del capitalismo parece

cerrada. Asistimos al ocaso del tiempo en que se imaginaba un desarrollo

ilimitado de las “fuerzas productivas”, infinito; hoy, sin dudas, los impulsos del

capital por reproducirse implican niveles crecientes de destructividad.211 Las

agresivas pulsiones de expansión, generadas por su afán de crecimiento y su

sed insaciable de poder, imposibilitan la “regulación tranquilamente” de sus

tendencias más depredadoras, ni ejercer una “administración” general y

adecuada del socio-metabólico. Así, en el contexto de un “orden” social que se

torna incontrolable, vemos caer, una tras otra, hasta las tentativas más nobles

de humanizarlo.

Como dijimos, uno de los síntomas más agudos de la crisis capitalista

contemporánea, que explicita la predominancia de sus tendencias destructivas

y se torna una de las manifestaciones más preocupantes de la “cuestión social”

en la actualidad, está constituido por el fenómeno ampliamente conocido como

la “exclusión social”. Esta, causa directa de la degradación material y moral de

tres cuartas partes de la población del planeta, alimenta a las diversas y cada

vez más generalizadas formas de “violencia social” emergentes. Así, la

formación de mega-ciudades y su transformación en gigantescas villas miserias

– una hipertrofia urbana tardía resultante de la “decantación” de los millones de

“inútiles para el mundo” –, ha sido el palco de la emergencia de toda una gama

de “nuevos” racismos y “problemáticas” difíciles de comprender y de enfrentar.

La “guerra infinita” lanzada por la mayor potencia imperialista de la

historia contra los “enemigos externos” e “internos” que no “colaboren”,

fundamentada en la doctrina de la “guerra preventiva permanente”

implementada por el actual gobierno de los Estados Unidos – G. W. Bush - contradicciones, con conflictos, y que las luchas (largamente asimétricas, siempre) han servido para estirar y redefinir permanentemente los límites del sistema – o, como mínimo, para demorar sus efectos más destructivos.

211 Como fue mencionado, es importante no “naturalizar” grado extremo de peligrosidad que han adquirido estas tendencias destructivas del sistema capitalista contemporáneo, las cuales cuentan con capacidad para poner en riesgo la propia existencia de la especie. Por otro lado, vimos que este tipo de “desarrollo de las fuerzas productivas” es producto de la plena realización de las tendencias inherentes a este socio-metabolismo. Esto es, no es por causa de “errores”, de “mala administración”, o de “injusta distribución” que su funcionamiento es anómalo; más bien, obstáculos estructurales, frutos histórico-concretos de la realización plena de su lógica inherente.

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(siempre alimentada por cualquier pretexto fundamentalista), se constituye

como una verdadera “fuga hacia delante” de sus contradicciones y debe ser

comprendida como una “necesidad” del actual proceso socio-metabólico; como

una exigencia impuesta por la crisis estructural.

Esta vigencia de la doctrina de “guerra preventiva” – una “guerra infinita”

contra un enemigo igualmente infinito, difuso, realizada tanto en términos

militares como económico-sociales, culturales, etc., o sea, a lo largo y a lo

ancho del campo de la sociabilidad contemporánea – expresa la imposibilidad

del capitalismo de ceder espacios, esto es, la restricción de sus márgenes de

maniobra. La naturaleza de su crisis, como vimos, no le admite no tener “todo

el control”.

Paulatinamente, junto al avance de sus contradicciones hacia sus límites

estructurales, la construcción de ese otro “externo” comienza a requerirse al

“interior” de los centros mismos del sistema.212 Esto se realiza a través de un

proceso que tiende a restringir realmente las libertades individuales. Un

proceso de recorte de las libertades sociales, de la “vida pública”, a partir de un

control y una vigilancia cada vez más absorbente y permanente. Esto, a pesar

de que en muchos lugares existan formas “democráticas” (generalmente

vaciadas de contenido, o sea, formales, con poca legitimidad social.213

En este contexto, plantear una “re-distribución” más equitativa de las

riquezas producidas; una ampliación de la “cobertura” de protección y de

seguridad social, o la afirmación de “derechos sociales”, así como la demanda

por un control nacional-estatal efectivo de las empresas transnacionales, sino

quiere reducirse a una expresión de deseo debe dimensionar la profundidad del

problema. Nunca antes en la historia de la sociedad humana se había formado

una polarización social tal amplia y profunda, paralelamente al potencial

productivo más contundente ya creado por la humanidad. El resultado palpable

212 La “guerra contra el terrorismo” lanzada inmediatamente después del 11 de septiembre de 2001, y que recientemente se cobró más vidas en el ataque “ilegal” del Estado colombiano (hay pruebas de que “fuerzas” de otros Estados habrían participado del bombardeo) sobre líderes fundamentales de la supuesta guerrilla “terrorista” de las FARC-EP en territorio de Ecuador, es un momento necesario para justificar la “estructura de comando” del capital, ante la disolución de su Otro por excelencia: el comunismo – especialmente el soviético.

213 No hay dudas de que la consigna que marcó fuertemente pasajes importantes de la rebelión argentina de este inicio de siglo: “¡Que se vayan todos!” es un símbolo de esto.

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de la realización de esta paradoja es un verdadero genocidio, donde el 20 % de

la población mundial concentra y consume el 80 % de la riqueza social

producida, hundiendo en la barbarie al resto de la humanidad.

Pretender detener la “caída de la tasa de ganancia” mediante la re-

construcción de un hipotético Estado de Bienestar Social – que, además, se

reveló efímero al enfrentarse con los límites estructurales del capital – parece

poco viable. Por esto, desde inicios de la década de 1970, el capital debió

recular en términos civilizatorios, debió hacer “retroceder” las posiciones de las

clases trabajadoras para desmontar buena parte de sus “conquistas” que le

habrían permitido mejoras en sus condiciones materiales de vida. La promesa

de un “bienestar infinito” y para todos hoy cada vez encuentra menos

significado.214

Por otra parte, como vimos, las respuestas del capital a su crisis

estructural no pueden eludir el ajuste sobre sus fuentes de rendimiento: el

“trabajo vivo”, y dicho ajuste, en este estado del “desarrollo de las fuerzas

productivas” (del capital), no puede significar otra cosa que desprotección de

(cada vez más) amplios segmentos de la clase trabajadora, lo que ha dado

lugar a la explosión de formas de protesta y resistencia diversas y

fragmentadas, tanto en el centro como en las periferias. El hecho de que dichas

manifestaciones no logren constituirse como alternativas efectivas es otro

problema, sin dudas más complicado.

De modo que, la gravedad de la crisis capitalista contemporánea exigió una

redefinición del modo de realizar la “reproducción” sistémica y, particularmente,

una reformulación de la “modalidad de intervención social” que corresponda

funcionalmente con la fase de desarrollo del socio–metabolismo. Este proceso,

no obstante, no se efectiva sin luchas sociales y políticas, sin disputas entre

“proyectos societarios” formulados por las clases sociales y sus segmentos,

214 Las personificaciones del capital, los capitalistas, concientes de los síntomas de agotamiento, perciben claramente que su propia supervivencia está en juego. Al aparente agotamiento de recursos no renovables, se suma el monumental desarrollo tecnológico creado, que transforma las formas de extracción de sobre-trabajo existentes, lo que finalmente lleva a una caída de la tasa de ganancia – la cual sólo será atenuada por la instalación de una súper-explotación del trabajo en las periferias, que produce una “regresión civilizatoria” que se materializa a través de un perverso desarrollo desigual y combinado del ser social.

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tanto en los ricos países del capitalismo “céntrico”, como en los eternamente

“en vías de desarrollo”.

En un contexto como este, para lograr el “buen funcionamiento” del sistema

y contrarrestar con suceso las tendencias a la crisis, la modalidad general de

reproducción del sistema, el patrón reproductivo, se torna anacrónico debiendo

ser revisado; ante estas “crisis estructurales”, el sistema procurará respuestas

funcionales que pueden resultar en re-estructuraciones más o menos integrales

de la organización de la vida social.215 Esto es justamente lo que está

ocurriendo desde finales de la década de 1960, cuando emergen los primeros

síntomas de una nueva y severa crisis sistémica en el capitalismo.

Como fue observado, la re-estructuración que el capitalismo ha emprendido

en estas décadas, que es responsable por el tragedia social en curso, expresa

el agotamiento de sus energías “agregadoras”, de los “impulsos progresistas” y

civilizatorios que caracterizaron los pasajes de su “ascenso histórico” como

socio-metabolismo particular. En este cuadro buscamos situar el análisis de las

actuales expresiones de la “cuestión social”, su particularidad histórica, junto a

la imposibilidad de formulación de “respuestas progresivas” para la crisis.

Ante estas señales de “agotamiento”, el capitalismo busca respuestas

adecuadas, formula contra-tendencias a sus contradicciones. En medio de este

cambio cualitativo en el funcionamiento sistémico, cuando las “reservas

civilizatorias” del orden social del capital parecen exhaustas, debe buscarse la

sustancia de la actual configuración histórica de la “cuestión social”, cuya

particularidad se define en relación con la afirmación histórica de la tendencia a

la barbarización de la vida social. Desde esta perspectiva, la respuesta del

capital a su crisis estructural, lejos de haber resuelto las contradicciones las ha

potenciado.

En cuanto al Servicio Social como tipo particular de trabajo profesional,

podría decirse que, en trazos generales, ha corrido la misma suerte que el

conjunto de las actividades realizadas por la “clase trabajadora” (la clase que

vive de la venta su única propiedad: su capacidad de trabajo). Precarización de

215 En este sentido, la “crisis estructural” tienen una naturaleza diferente que las “crisis de coyuntura”, puesto que de las mismas generalmente resultan transformaciones profundas en el conjunto de la vida social.

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las condiciones del trabajo y desempleo de larga duración han sido trazos

definidores de la realidad socio-profesional en las últimas décadas.

Si la efectiva erosión actual de la “base de sustentación socio-

profesional del Servicio Social” se mantiene, la tendencia será a que las

condiciones de posibilidad para construir respuestas profesionales críticas,

colectivas y “autónomas” se vean – mas o menos gradualmente - restringidas.

En este sentido, las metamorfosis contemporáneas del capitalismo afectan los

márgenes (siempre relativos) de “autonomía” para la realización de su

profesional.

Íntimamente relacionado con esto se encuentra el refuerzo considerable

los últimos años de la cooptación ideológica y política, tanto por medio de los

mecanismos de “alienación ideo-cultural”, como por la avalancha de “estímulos

materiales” y promesas de éxito en un mundo que parece desmoronarse sin

pausa. Los espacios socio-laborales se constituyen en el eje de esta “nueva

cooptación” vía tipo de inserción en el mercado de trabajo profesional. Dicha

expansión, a su vez, funciona como soporte de la “legitimación social” del

profesional, en la medida que alimenta la “demanda” del Servicio Social,

reforzando la utilidad social de esta actividad.

En un contexto de desagregación creciente como el actual, donde la

“cuestión social” adquiere formas y expresiones difíciles de descifrar y enfrentar

progresivamente, cierta reapertura relativa de espacios profesionales operó

fuertemente en el sentido de alejar el debate de las cuestiones de fondo,

imponiendo una especie de “minimalismo” socio-humano, con eje en “lo

posible”. Este proceso minimalista, logrando presentar “tímidos progresos” en

lo inmediato, aparece como un periodo que expresa una “mejoría social

relativa”, especialmente en aquellas sociedades que se precipitaron

macizamente en la crisis.

El paradigma de “lo posible”, así como la resignación fatalista, no logra

eludir aquello que podría caracterizarse como el “dilema existencial” de buena

parte los profesionales del Servicio Social, a saber: el de aceptar el presente

como un momento de muy lenta recuperación social de “la larga noche”

neoliberal, por lo cual hay que estar preparado para convivir con las actuales

“formas posibles de sociabilidad”, aprendiendo a respirar un clima de calma

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feroz permanente. A esto Menegat (2006) llama cooptación consentida, la cual,

no está de más recordarlo, nos desafía diariamente a todos.

Como dijimos, los procesos civilizatorios que emergieron de la realización

histórica de sus pulsiones inherentes hoy más bien se presentan como

“regresiones a la barbarie” para la enorme mayoría de la población del mundo.

Con cada vez menos margen de tolerancia, producto de las restricciones

sociales crecientes que reflejan los límites insuperables de la civilización

contemporánea, estos apologistas eluden cualquier análisis más o menos

profundo de las contradicciones sociales – lo que derrumba cualquier

argumentación racional sobre de lo real y permite que se instale la barbarie.

Ante esto, los “ideólogos” del gran capital, especialmente su segmento más

conservador, desde una especie de sabia resignación de clase, buscan

imponer la idea de que los actuales tiempos son “lo posible” a realizar

históricamente; trabajan afanosamente para reducir, para contener e inhibir, el

horizonte de la emancipación humana. Las precarias condiciones en que se

encuentran las que podrían considerarse experiencias societarias “alternativas”

al capital – anti o pos-, capitalistas, etc. -, formas de sociabilidad más ricas,

refuerza la tendencia que induce a la “aceptación realista” del status quo, a

fugarnos de la profundidad de lo real a partir del ejercicio de una “sabia

resignación”.

Por esto, la responsabilidad histórica de ofrecer respuestas socio-políticas

superadoras en estos tiempos de barbarie, cada vez más recae, sobre las

fuerzas que luchan por una auténtica emancipación humana. Enfrentar las

actuales interpelaciones societarias, ciertamente, es un desafío gigantesco.

Con pocas certezas sobre el éxito del producto, solo nos calma la tranquilidad

de saber que el proceso es infinitamente más rico que el resultado, siempre.

Por esto, creemos que esta tentativa se justifica y encuentra pertinencia.

En síntesis, podríamos decir que el dilema fundamental que hoy enfrenta

el proyecto profesional critico tiene que ver con el tipo de respuesta que el

mismo pueda elaborar ante la actual tendencia de su demanda socio-histórica

hacia la contención y administración de la barbarie contemporánea – ésta,

entendida como el trazo peculiar presentado por la llamada “cuestión social” en

nuestros días. Las creencias sobre las posibilidades efectivas de “mejorar” el

capitalismo, de humanizarlo, de re-imprimirle un carácter “progresista”,

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“distribucionista”, hoy se confrontan con la dura materialidad de las actuales

tendencias y hechos históricos.

En este contexto, el “pensamiento crítico” es, en el ámbito del proyecto

profesional crítico del Servicio Social, heurísticamente hablando, una pieza

fundamental. En buena medida, de él dependerá la orientación de sentido

asumida por el perfil de esta categoría profesional en el futuro. Este último,

como dijimos, es resultante de las disputas y relaciones de fuerza que lo

atraviesan y determinan socio-históricamente.

Otro desafío importante es comprender la profundidad de la actual

situación de esta categoría profesional, en los marcos de la crisis de la clase

trabajadora en la periferia latinoamericana. Allí deben buscarse las raíces de

las actuales determinaciones históricas que pesan sobre esta actividad

asalariada. El análisis del avance de las tendencias que definen el perfil de

estos trabajadores de “lo social” hoy (el tipo de profesional que se demanda en

el mercado de trabajo, los contenidos del proceso de formación profesional, así

como los fundamentos y principios que actualmente soportan sus formas de

organización política.216

Por todo esto, podemos decir que esta nueva fase sistémica presenta

como trazo distintivo una nueva modalidad de realizar el proceso de

reproducción social cualitativamente diferente de la anterior, marcada por un

proceso de “agregación social” de las diferentes camadas sociales - incluso en

buena parte de las “periferias” –, orientada a “institucionalizar”, a integrar, a

“armonizar” las reivindicaciones de los movimientos o organizaciones socio-

políticas en lucha con las exigencias de la valorización y acumulación del

capital. Las capacidades otrora demostradas para “incorporar” contingentes a

su ambiente, de desplegar tendencias absorbentes, integradoras, parecen

impotentes hoy.

De modo que, las condiciones objetivas con que cuenta actualmente el

socio-metabolismo del capital para enfrentar sus crisis – esas que lo azotan

cada vez más intensidad y frecuencia – y formular respuestas históricas 216 Tal vez pueda pensarse en que la lucha colectiva por avanzar en la “reglamentación” de la actividad profesional en los países latinoamericanos que aún no la viven, a partir de la construcción de proyectos profesionales sólidos y cualificados – a partir de una democracia progresiva, participativa -, es una disputa indispensable para hacer avanzar el Servicio Social critico en nuestra América.

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“progresistas”, socialmente “agregadoras”, se revelan insuficientes para el

tamaño del problema - en este sentido se habla de agotamiento de las

“energías civilizatórias” del capitalismo, como lo demuestra sus dificultades

para reproducirse socialmente con grados sustanciales de legitimidad. Las

crecientes dificultades que enfrentar para legitimar las consecuencias sociales

más violentas y retrógradas de sus “necesarias” políticas de conquista, prueban

que las posibilidades efectivas de cumplir sus promesas de desarrollo y

bienestar general han quedado reducidas a discursos mistificadores,

fetichizantes, cada vez más apartados del “ser precisamente así” de lo real.

En estas coordenadas históricas, los “monopolios” de la información –

los medios masivos de comunicación capturados por el capital – no cesan de

mostrar (no sin una buena dosis de deformación) como los impulsos de la

expansión de las ganancias se tornan más agresivos y expansivos, colmando

de violencia los diversos ámbitos y territorios de la vida social. Puesto que las

tendencias históricas principales del actual contexto evidencian la

consolidación estructural de procesos de barbarización de la vida social de

amplios sectores de la población mundial, el problema de la formulación de las

alternativas históricas al presente orden de cosas se impone.217

Intentamos aquí dejar evidenciado la profundidad y complejidad de los

límites y los desafíos que actualmente encuentra el llamado proyecto

profesional crítico del Servicio Social para constituirse y consolidarse en la

configuración socio-política particular de América Latina. Entre los limites y

obstáculos, fundamentales a superar para avanzar en esta marcha “contra la

corriente”, quisimos destacar el que se forma por el problema del “mercado de

trabajo profesional”, especialmente a partir aumento del grado y de la

intensidad de la dependencia del trabajador al capital para su reproducción

como individuo social; esto, evidentemente, se relaciona con el problema de la

restricción de los márgenes de autonomía relativa para dar instrumentalidad al

trabajo profesional. Hoy, continúa siendo imprescindible analizar las

217 Dentro de éstas, algo que se destaca en América Latina en estos días podría caracterizarse como una especie de re-actualización de la respuesta “desarrollista” (o neo-desarrollismo) para enfrentar la crisis actual. Algo que especialmente interpela a dicha “alternativa” se refiere a la cuestión de las posibilidades efectivas de formulación de una “respuesta progresiva” duradera, una nueva salida integradora, para el actual proceso de “morbidez” social que signa nuestra contemporaneidad.

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condiciones bajo las que se realiza la venta de nuestra capacidad de trabajo, o

sea, cómo se conforma el proceso de trabajo profesional.

En este sentido, puesto que la práctica profesional se encuentra

atravesada y tensionada por los intereses en última instancia antagónicos de

las clases sociales; puesto que el ejercicio profesional se ve atravesado por las

demandas contradictorias de éstas clases, aquellos segmentos de

“trabajadores sociales” que asumen como propios los intereses de la clase que

vive de la venta de su fuerza de trabajo – de las victimas de la lógica cada vez

mas deshumanizante y barbarizante del capital -, un verdadero dilema

existencia se yergue ante los mismos: el hecho de que depender de un su

espacio socio-ocupacional determinado por las estrategias de “regulación

social” que la clase hegemónica despliega para renovar la reproducción del

orden societario y, al mismo tiempo, no admitir la intencionalidad original que

está en la naturaleza de los dispositivos de administración social con los que

opera su intervención.218

En este cuadro general, buscamos captar particularmente los impactos

recibidos por esta categoría profesional, desde una perspectiva que no

desconsidere el potencial que la misma porta para formular respuestas frente a

los escenarios históricos. En este sentido, en términos generales, entendemos

que a pesar de los enormes avances producidos por los segmentos críticos de

esta categoría - especialmente en las ultimas cuatro décadas, desde el

“movimiento latinoamericano de Reconceptualización” – las tendencias que

buscan reducir al Servicio Social a un mero administrador de la “cuestión

social” del capitalismo (hoy en crisis estructural) se han renovado, han

recobrado vigor, y vienen ganado importantes espacios dentro del “territorio

profesional”.

Sin embargo, como fue afirmado, esto no puede derivar en una negación

absoluta (“excesivamente pesimista”) de las experiencias profesionales que

durante todo este tiempo, con mayor o menor grado de éxito, desde los

intersticios del socio-metabolismo del capital, vienen realizando el intento de

vincular su actividad profesional con la producción de relaciones y procesos 218 Este es el gran dilema presente a superar por el proyecto profesional critico, en el terreno teórico-metodológico, en el político-organizativo, como en el de la intervención técnico-operativa.

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sociales alternativos al status quo, anclados en proyectos societarios que

buscan trascender los límites estructurales del actual modo de organización de

la vida social y la consecuente destrucción de vidas humanas que la

manutención del mismo supone y conlleva.

Hemos partido de la premisa de que el análisis y la búsqueda de

comprensión de las “leyes” que constituyen la sociabilidad contemporánea

sería el camino adecuado y fértil para proyectar intervenciones - colectivas e

individuales, de largo, medio y corto plazo y alcances - orientadas a alimentar

procesos societarios más allá del capital. Con una escena histórica cerrándose

en las estrechas fronteras de la “inmediatez”, a contra-corriente, hay que

continuar remando, pensando formulas para continuar librando las batallas

necesarias.

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