Derecho y Barbarie II

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E l homenaje exagerado es una mala cos- tumbre que suele llevar al fanatismo de la falacia de autoridad, al encadenamien- to infinito de ideas reproducidas (muchas veces mal reproducidas) y a una cultura de glosadores irreflexivos que nada tienen para decir cuando no encuentran el precedente adecuado. En este sentido, quisiéramos apartarnos del tradicional homenaje y del lugar común de todos los recono- cimientos con plena convicción de que la necrofi- lia que nos rodea y en la que estamos inmersos, nos impone serios límites al momento de hablar de los muertos. Louk Hulsman no era nuestro amigo. Ninguno de quienes hacemos Derecho y Barbarie lo co- nocía, tan sólo habíamos leído algunos de sus tra- bajos, asistido a sus conferencias y recordábamos con exactitud el clásico ejemplo de los amigos y el televisor con el que solía graficar los mecanismos alternativos de resolución de conflictos. Esta cir- cunstancia de ajenidad, debería servir para valorar mucho más este relato. Durante el mes de mayo de 2008, Hulsman se encontraba en Buenos Aires con motivo de un Congreso; sin mediadores o conocidos en co- mún que nos facilitaran el acceso, lo abordamos desprevenido explicándole lo inexplicable, que un grupo de estudiantes intentaba sacar una revista de la que existía tan sólo un número, que debería haber un segundo número en algún momento y que sería fantástico poder entrevistarlo vía co- rreo electrónico, dado que nuestra imprevisión y espíritu horizontal aún no nos habían dado la posibilidad de confeccionar entre todos una lista de preguntas con la que pudiésemos comenzar un diálogo. La respuesta afirmativa no produjo nuestra sorpresa, después de todo, no es difícil acceder a recibir correos electrónicos que bien pueden nunca ser contestados. Por el contrario, la sorpresa se fundó en la forma que adquirió la respuesta: Louk tenía en su billetera una plan- cha con pequeños y prolijos stickers en los que aparecía su dirección de correo electrónico, la di- rección de su casa y su número telefónico. Louk no sólo accedía a ser entrevistado por nosotros, sino que generaba toda una industria al servicio de este tipo de contactos. Una mirada atenta, en realidad develaría que esto era sumamente razo- nable; aquel hombre de sandalias y saco arrugado por sus viajes en avión era, fundamentalmente, un militante. Según decía, el abolicionismo antes que corriente teórica, era movimiento político, que, en consecuencia, debía ser sostenido por militantes políticos, sujetos dispuestos a intervenir en la rea- lidad con el propósito, no de describirla y explicar- la, sino de modificarla radicalmente. Nuestra disciplina, inexistente, hizo que la ela- boración de las preguntas demorara más de lo ra- zonable y no fue sino hasta cuatro meses después de nuestro primer encuentro que llegamos a inte- rrogarlo. Queríamos, de algún modo, confrontar con su propuesta abolicionista, arrinconarla, en- frentarla con sus contradicciones, no por que le fuésemos hostiles, sino por que sólo poniéndole obstáculos y permitiendo que los superara se nos representaría como la propuesta plausible que consideramos que es. Con este fin, le pregunta- mos por el posicionamiento del abolicionismo en la definición de determinadas situaciones como conflictivas, es decir, si el abolicionismo debería tomar (usando el ejemplo de los amigos) la ro- tura intencional del televisor como una situación conflictiva dada, o si también, debería intervenir en su definición, en su recorte, identificando que no todo es conflicto y que el acto de decir “esto es conflicto”, es un acto de poder, determinado por relaciones de poder sobre las que, quizás, el abolicionismo deba decir algo. También lo cues- tionamos acerca de su idea de “transformación de situaciones conflictivas en situaciones positivas” y, en especial como funcionaría ese mecanismo en situaciones de graves y masivas violaciones a los derechos humanos como, por ejemplo, el caso ar- gentino de la última dictadura. Louk nos contestó inmediatamente que las preguntas lo entusiasmaban, que estuvo pensan- do bastante en ellas y que cuando concluyera con una serie de viajes, entre ellos la visita a su her- mano que vive en Francia, según explicó en una conversación telefónica, nos enviaría las respues- tas correspondientes. Luego, algo avergonzado, nos pidió disculpas por haber escrito las respues- tas durante algún viaje, en un desprolijo papelito que perdió. A quienes lo vimos alguna vez, no nos cuesta imaginarlo escribiendo en un papeli- to, guardándolo en su billetera, quizás junto con la plancha de stickers y, finalmente, extraviándolo para siempre. Poco tiempo después de esa con- versación, en la que decidimos que la entrevista se haría pensando en el tercer número de esta revis- ta, Louk Hulsman murió. Consideramos que la anécdota de esta en- trevista jamás realizada merecía alguna mención, pero creemos que por encima de esto, Louk me- rece un reconocimiento especial. Su condición de militante abolicionista lo ubicó en un lugar singular, puesto que eso significa enfrentar, con plena conciencia de las dificultades, a quienes sostienen que lo estrictamente necesario debe quedar subordinado a los límites de lo supuesta- mente posible. En este sentido, queremos señalar que no cabe reducir a Hulsman a una suerte de hombre naïve, que no entiende que sus pro- puestas tal vez estén bien para Holanda, pero que en los países del margen con sus sistemas increíblemente violentos se vuelven absoluta- mente ridículas. Por nuestra parte, admitimos que se pueda discutir si es la violencia penal el único gran problema en el ejercicio de la vio- lencia estatal, o si pueden existir mecanismos no violentos de organización social; sin embar- go, no podemos dejar de admirar a quien con la convicción de que el sistema penal es uno de los grandes problemas, dedica su vida militante a abolirlo. Otra singularidad, quizás más casual, ubica a Louk en un lugar destacado. Su primera aproxi- mación a lo que luego sería su concepción del Estado y del sistema penal, se produjo en un campo de concentración bajo el régimen nazi. Esto además de tener el encanto romántico de constituirlo en víctima y enemigo del “mal radical”, tiene una importante significación en su ser de hombre de las ciencias penales. Son relativamente comunes los casos de hombres del derecho que a partir de su condición de operadores jurídicos relevan los problemas, las inconsistencias, la violencia del sistema penal y, en consecuencia, reaccionan en su contra. En cambio, el relato y la perspectiva de quien es cosificado por el sistema penal nos es más extraño, más desconocido. Los hombres del derecho, aún los que mejor enfrentan al puni- tivismo, suelen ser abogados, jueces, fiscales. Rara vez son presos. Cabe, entonces, destacar al Louk-preso, que en el campo ubicó al estado en un lugar del que nunca lo correría, fundan- do así las primeras impresiones de un abolicio- nista. Editorial

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Raffin, Zaffaroni, Boron, Dri

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Page 1: Derecho y Barbarie II

El homenaje exagerado es una mala cos-

tumbre que suele llevar al fanatismo de

la falacia de autoridad, al encadenamien-

to infinito de ideas reproducidas (muchas veces

mal reproducidas) y a una cultura de glosadores

irreflexivos que nada tienen para decir cuando

no encuentran el precedente adecuado. En este

sentido, quisiéramos apartarnos del tradicional

homenaje y del lugar común de todos los recono-

cimientos con plena convicción de que la necrofi-

lia que nos rodea y en la que estamos inmersos,

nos impone serios límites al momento de hablar

de los muertos.

Louk Hulsman no era nuestro amigo. Ninguno

de quienes hacemos Derecho y Barbarie lo co-

nocía, tan sólo habíamos leído algunos de sus tra-

bajos, asistido a sus conferencias y recordábamos

con exactitud el clásico ejemplo de los amigos y el

televisor con el que solía graficar los mecanismos

alternativos de resolución de conflictos. Esta cir-

cunstancia de ajenidad, debería servir para valorar

mucho más este relato.

Durante el mes de mayo de 2008, Hulsman

se encontraba en Buenos Aires con motivo de

un Congreso; sin mediadores o conocidos en co-

mún que nos facilitaran el acceso, lo abordamos

desprevenido explicándole lo inexplicable, que un

grupo de estudiantes intentaba sacar una revista

de la que existía tan sólo un número, que debería

haber un segundo número en algún momento

y que sería fantástico poder entrevistarlo vía co-

rreo electrónico, dado que nuestra imprevisión

y espíritu horizontal aún no nos habían dado la

posibilidad de confeccionar entre todos una lista

de preguntas con la que pudiésemos comenzar

un diálogo. La respuesta afirmativa no produjo

nuestra sorpresa, después de todo, no es difícil

acceder a recibir correos electrónicos que bien

pueden nunca ser contestados. Por el contrario,

la sorpresa se fundó en la forma que adquirió la

respuesta: Louk tenía en su billetera una plan-

cha con pequeños y prolijos stickers en los que

aparecía su dirección de correo electrónico, la di-

rección de su casa y su número telefónico. Louk

no sólo accedía a ser entrevistado por nosotros,

sino que generaba toda una industria al servicio

de este tipo de contactos. Una mirada atenta, en

realidad develaría que esto era sumamente razo-

nable; aquel hombre de sandalias y saco arrugado

por sus viajes en avión era, fundamentalmente, un

militante. Según decía, el abolicionismo antes que

corriente teórica, era movimiento político, que, en

consecuencia, debía ser sostenido por militantes

políticos, sujetos dispuestos a intervenir en la rea-

lidad con el propósito, no de describirla y explicar-

la, sino de modificarla radicalmente.

Nuestra disciplina, inexistente, hizo que la ela-

boración de las preguntas demorara más de lo ra-

zonable y no fue sino hasta cuatro meses después

de nuestro primer encuentro que llegamos a inte-

rrogarlo. Queríamos, de algún modo, confrontar

con su propuesta abolicionista, arrinconarla, en-

frentarla con sus contradicciones, no por que le

fuésemos hostiles, sino por que sólo poniéndole

obstáculos y permitiendo que los superara se nos

representaría como la propuesta plausible que

consideramos que es. Con este fin, le pregunta-

mos por el posicionamiento del abolicionismo en

la definición de determinadas situaciones como

conflictivas, es decir, si el abolicionismo debería

tomar (usando el ejemplo de los amigos) la ro-

tura intencional del televisor como una situación

conflictiva dada, o si también, debería intervenir

en su definición, en su recorte, identificando que

no todo es conflicto y que el acto de decir “esto

es conflicto”, es un acto de poder, determinado

por relaciones de poder sobre las que, quizás, el

abolicionismo deba decir algo. También lo cues-

tionamos acerca de su idea de “transformación de

situaciones conflictivas en situaciones positivas” y,

en especial como funcionaría ese mecanismo en

situaciones de graves y masivas violaciones a los

derechos humanos como, por ejemplo, el caso ar-

gentino de la última dictadura.

Louk nos contestó inmediatamente que las

preguntas lo entusiasmaban, que estuvo pensan-

do bastante en ellas y que cuando concluyera con

una serie de viajes, entre ellos la visita a su her-

mano que vive en Francia, según explicó en una

conversación telefónica, nos enviaría las respues-

tas correspondientes. Luego, algo avergonzado,

nos pidió disculpas por haber escrito las respues-

tas durante algún viaje, en un desprolijo papelito

que perdió. A quienes lo vimos alguna vez, no

nos cuesta imaginarlo escribiendo en un papeli-

to, guardándolo en su billetera, quizás junto con

la plancha de stickers y, finalmente, extraviándolo

para siempre. Poco tiempo después de esa con-

versación, en la que decidimos que la entrevista se

haría pensando en el tercer número de esta revis-

ta, Louk Hulsman murió.

Consideramos que la anécdota de esta en-

trevista jamás realizada merecía alguna mención,

pero creemos que por encima de esto, Louk me-

rece un reconocimiento especial. Su condición

de militante abolicionista lo ubicó en un lugar

singular, puesto que eso significa enfrentar, con

plena conciencia de las dificultades, a quienes

sostienen que lo estrictamente necesario debe

quedar subordinado a los límites de lo supuesta-

mente posible. En este sentido, queremos señalar

que no cabe reducir a Hulsman a una suerte de

hombre naïve, que no entiende que sus pro-

puestas tal vez estén bien para Holanda, pero

que en los países del margen con sus sistemas

increíblemente violentos se vuelven absoluta-

mente ridículas. Por nuestra parte, admitimos

que se pueda discutir si es la violencia penal el

único gran problema en el ejercicio de la vio-

lencia estatal, o si pueden existir mecanismos

no violentos de organización social; sin embar-

go, no podemos dejar de admirar a quien con

la convicción de que el sistema penal es uno de

los grandes problemas, dedica su vida militante

a abolirlo.

Otra singularidad, quizás más casual, ubica a

Louk en un lugar destacado. Su primera aproxi-

mación a lo que luego sería su concepción del

Estado y del sistema penal, se produjo en un

campo de concentración bajo el régimen nazi.

Esto además de tener el encanto romántico

de constituirlo en víctima y enemigo del “mal

radical”, tiene una importante significación en

su ser de hombre de las ciencias penales. Son

relativamente comunes los casos de hombres

del derecho que a partir de su condición de

operadores jurídicos relevan los problemas, las

inconsistencias, la violencia del sistema penal

y, en consecuencia, reaccionan en su contra.

En cambio, el relato y la perspectiva de quien

es cosificado por el sistema penal nos es más

extraño, más desconocido. Los hombres del

derecho, aún los que mejor enfrentan al puni-

tivismo, suelen ser abogados, jueces, fiscales.

Rara vez son presos. Cabe, entonces, destacar

al Louk-preso, que en el campo ubicó al estado

en un lugar del que nunca lo correría, fundan-

do así las primeras impresiones de un abolicio-

nista.

Editorial

Page 2: Derecho y Barbarie II

DERECHO Y BARBARIE E. Raúl Zaffaroni El crimen de estado como objeto de la criminología

Marcelo Raffi n

Posdictadura y derechos humanos. En torno de las incapacidades de la praxis jurídica de asumir la fundación de un nuevo orden

Atilio A. Boron

El legado de Gramsci

Rubén Dri

Las muertes de Dios según Hegel

Diego Conno

Política, Comunidad y Vida. El pensamiento biopolítico de Roberto Esposito.

Alexis Alvarez Nakagawa

Violencia legítima y legítima defensa (cuatro cuestiones en torno a una intuición benjaminiana)

BARBARIE Y DERECHO

LIBROS

Valeria Tentoni Notas sobre El Arte, ejercicio de crueldad de Georges Bataille

Mauro Benente

¿Qué es la propiedad? de Pierre Joseph Proudhon

Claudio López

No hay mejor defensa que un buen ataque: comentario a “Defendiendo a la humanidad” de George Fletcher y Jens Ohlin

CINE

Lucas Arrimada Sus ojos en tus ojos. Notas introductorias sobre cine y derecho

TESTIMONIOSTalleres de educación popular en cárceles: refl exiones sobre la necesidad de articular un discurso crítico con una práctica social alternativa

Derecho y Barbarie somos:

Lucas Guardia | Juan Cordero Nieto | María Eleonora Feser |Ana Clara Piechestein | Alexis Álvarez Nakagawa | Mauro Benente | Santiago Ghiglione

Diseño y diagramación:

Azul De Fazio

Contacto y carta de lectores:

[email protected]

La revista no se reserva los derechos sobre esta publicación.

Impreso en abril de 2009 en los talleres gráfi cos de impresos La Imprenta: Salto 175, Avellaneda, Bs. As., Argentina.

Sumari

Page 3: Derecho y Barbarie II

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DERECHOYBARBARIE

DERECHO Y BARBARIE

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EL CRIMEN DE ESTADO COMO OBJETO DE LA CRIMINOLOGÍA

1. Tanto la atención científica como la comu-nicación social no pueden hacer otra cosa que concentrarse sobre campos limitados y por ello, irremisiblemente, pierden de vista o dejan en se-gundo plano lo que queda excluido de su foco de atención. En el caso de la comunicación social, esto genera la llamada indiferencia moral: todos saben de la existencia de hechos atroces, pero se omite cualquier acto al respecto, no existe desin-formación sino negación del hecho.

Respecto de esta última, se ha escrito lo si-guiente: Los hechos del 11 de setiembre de

2001 son quizá uno de los más fuertes ejem-plos de indiferencia moral. Ese día el mundo occidental se afligió colectivamente por la pérdida de 3.045 personas en los ataques al World Trade Center de New York y al Pentágo-no en Washington. No obstante, no hay duda de que pocas de esas lágrimas fueron vertidas por las víctimas de la “economía global”, que murieron ese mismo día: 24.000 personas que murieron de hambre; 6.020 niños que murie-ron de diarrea o 2.700 niños que murieron de sarampión3.

No se trata, de manera alguna, de minimizar un crimen aberrante comparándolo con otro, sino de destacar la banalización de la destrucción coti-diana de miles de vidas humanas ante el silencio indiferente del mundo, como si fuese el inevitable resultado de un curso natural o, más aún, como si no sucediese (negación).

Pero, como vimos, la indiferencia moral res-ponde a un fenómeno que es común tanto al conocimiento público (medios masivos) como al científico. Por ende, también afecta a la ciencia y, por supuesto, ésta incluye a la criminología.

Hace años que Stanley Cohen llama la atención acerca de este lamentable fenómeno en el campo criminológico con respecto a los crímenes de es-tado4. Este autor profundizó luego muy inteligen-temente la investigación de la indiferencia moral de la opinión pública5, pero no se interna en las causas de la indiferencia moral de los científicos, es decir, de la criminología misma.

Si bien los hechos que caen bajo la indiferencia, por lo general tienen lugar fuera de los países cen-

trales, el etnocentrismo es insuficiente para expli-carla. En un mundo cuya comunicación crece en forma exponencial, nadie ha dejado de tener noti-cia de los genocidios del siglo XX6, desde el todavía oficialmente negado de Armenia7 hasta otros en curso en el momento actual.

Descartada la explicación monocausal por vía del etnocentrismo, por no resultar admisible en un momento globalizado en cuanto a la comuni-cación, no es difícil comprobar que así como exis-te un mundo de significados y valores en el que nos sentimos seguros y que se pone en duda con la noticia del crimen de estado aberrante, también toda comunidad científica entra en pánico cuando se enfrenta a preguntas que hacen temblar sus límites epistemológicos, dando lugar a una sensa-ción de disolución del saber que le incumbe y del que se siente muy segura y protegida dentro de las murallas de su horizonte de proyección con-sagrado.

Es comprensible el vértigo del científico social ante un campo que, al menos en apariencia, se le vuelve inconmensurable. En definitiva, quizá sea éste el mayor obstáculo que halla el avance del conocimiento en cualquier campo del saber. Toda revolución científica significa una alteración del horizonte de comprensión y, por ende, un nuevo paradigma, en el que no están seguros los cultores que siempre se manejaron con el anterior paradigma.

2. Por cierto, el análisis del crimen de estado evoca el reclamo de planteamientos macrosociológicos, donde el terreno científico se torna resbaladizo. Intuitivamente parece reclamar la reinstalación del debate de la criminología crítica8, según el paradigma que desplaza el centro de atención de la disciplina desde el delincuente hacia el sistema penal9.

No obstante, creemos que esta discusión, pese a ser de importancia capital, oscurece el ver-dadero problema del crimen de estado, que es el gran desafío para la criminología del siglo XXI10. La criminología no puede eludir el tema, dada la for-midable gravedad de los hechos y la victimización masiva.

Sea cual fuese el paradigma científico en que cada quien se apoye, lo cierto es que sería despre-ciable un saber criminológico que ignore el crimen que más vidas humanas sacrifica, porque esa omi-sión importaría indiferencia y aceptación. El cien-tífico no puede alejarse de la ética más elemental de los Derechos Humanos.

Pero existe otra razón a la que en este mo-mento le urge una respuesta: menos aún se pue-de eludir el tema en tiempos de terrorismo. Más allá de que no existe un concepto aceptado de te-rrorismo y de que se abusa de la expresión, lo que objetivamente puede verificarse es que vivimos una época en la que la vulgarización de las técni-cas de destrucción facilita la comisión de crímenes masivos e indiscriminados contra la vida y la inte-gridad de las personas, que provocan justificada alarma y consiguiente reclamo de prevención.

No obstante, desde las medidas racionales de prevención –que nadie discutiría seriamente- es fácil el desplazamiento hacia la quiebra de la regla del estado de derecho y, a su vez, de ésta al cri-men de estado.

Dependiendo del contexto conflictivo y de otras circunstancias, estamos asistiendo a despla-zamientos hacia el crimen de estado que no necesariamente alcanzan esa meta, pero que van acercándose peligrosamente a ella.

Ningún crimen de estado se comete sin ensa-yar un discurso justificante, y el riesgo en tiempos de terrorismo es que la prevención de crímenes de destrucción masiva e indiscriminada, si bien, fuera de toda duda, es imprescindible, pase rápi-damente a ser la nueva justificación putativa del crimen de estado. Con ello los protagonistas de estos crímenes de destrucción masiva e indiscri-minada habrían obtenido el resultado que se pro-pusieron.

3. Para ocuparse del crimen de estado la cri-minología no requiere enredarse desde el inicio en una cuestión epistemológica. Como en todo tema relativamente nuevo –no en la realidad pero sí en la investigación científica-, debe comenzarse inge-nuamente y, para ello, nada mejor que comenzar por los elementos que provienen de la crimino-

El crimen de estado como objeto de la criminología1

| E. Raúl Zaffaroni2

1 Este trabajo es la versión castellana de la exposición presentada en “The Stockholm Criminology Symposium”. Estocolmo, junio de 2006. Lo dedicamos a la querida memoria del ilustre amigo y penalista chileno, Prof. Dr. Eduardo Novoa Monreal.

* Este texto fue reproducido también en: Da Rocha, Joaquín P., La balanza de la justicia., Bs As, Ad-Hoc, 2007, pags., 241 a 254 y en Bercholc, Jorge; dir. [et al], El Estado y la emergencia permanente., Bs As, Lajouane, 2007, 225 a 240 (N. del Ed.).

** Este trabajo, junto a otro titulado “La dismisura del male. Il diritto di fronte ai crimini di massa” publicado en el libro homenaje al Prof. Jorge de Figueiredo Dias (Coimbra, 2008), fueron especialmente tenidos en cuenta por el jurado independiente que, desde el Centro de Criminología Jerry Lee de la Universidad de Pennsylvania en Philadelphia, otorgó el 4 de febrero de este año, el “Premio Estocolmo de Criminología

2009” al Prof. Raúl Zaffaroni, (N. del Ed.)

2 Director del Departamento de Derecho Penal y Criminología, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.

3 Simon Pemberton, A theory of moral indifference: Understanding the production of harm by capitalist society, en “Beyond Criminolgy. Taking harm seriously”, editado por Paddy Hillyard, Christina Pantazis, Steve Tombs and Dave Gordon, Londres, 2004, p. 67.

4 Stanley Cohen, Human Rights and crimes of the State: the culture of denial, en “Australian and New Zealand Journal of Criminology”, 1993, p. 97; reproducido en “Criminological Perspectives. Essential Readings”, editado por MacLaughlin, Muncie, Hughes, Londres, 2005, p. 542.

5 S. Cohen, States of Denial.Knowing about Atrocities and Suffering, Polity Press, Oxford, 2001.

6 Una visión de conjunto en Yves Ternon, L’État criminel. Les Génocides au XXe. Siecle, París, Seuil, 1995.

7 En detalle, Vahakn N. Dadrian, The History of the Armenian Genocide. Ethnic Conflict from the Balkans to Anatolia to the Caucasus, Berghahn Books, Oxford, 1995.

8 Sobre ello, en su momento: Ian Taylor, Paul Walton and Jock Young, The New Criminology. For a Social Theory of Deviance, London, 1973.

9 No pretendemos tampoco negar su vigencia, demostrada con sus últimos aportes y su propia autocrítica: Kerry Carrington and Russell Hogg (Ed.), Critical Criminology. Issues, debates, Challenges, Willan Publishing, Devon, 2002.

10 Puede verse el nuevo planteamiento de Wayne Morrison, Criminology, Civilization and the New World Order, oxford, 2006.

Page 4: Derecho y Barbarie II

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DERECHOYBARBARIE

DERECHO Y BARBARIE

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EL CRIMEN DE ESTADO COMO OBJETO DE LA CRIMINOLOGÍA

logía clásica de mediados del siglo XX. Por otra

parte, parecen ser los que en principio ofrecen

mayor utilidad y, paradójicamente, a partir de ellos

se plantean los mayores problemas epistemológi-

cos en la materia.

Cabe observar, como regla más general, que

las cuestiones epistemológicas que se encuentren

al final del camino son útiles para el avance del co-

nocimiento, en tanto que las que se plantean al

comienzo y pretenden que su solución sea un re-

quisito previo a toda investigación, suelen ser un

obstáculo.

Para eludir los obstáculos y llegar a los proble-

mas, o sea, para no poner los bueyes detrás del carro, proponemos comenzar por insistir en algo

bastante obvio: el crimen de estado siempre pre-

tende estar justificado.

Ante esta verificación empírica y con el material

teórico disponible, no puede menos que apelarse

a quienes han llamado la atención acerca de las

justificaciones de los infractores en el campo cri-

minológico11 y, por ende, emprender una atenta relectura de la teoría de las técnicas de neutra-

lización de Sykes y Matza en clave de crímenes

de estado. Por otra parte, esa relectura resulta

aconsejable a partir de otro dato de fácil verifica-

ción: los actores de los crímenes de estado no en-

frentan los valores corrientes en sus sociedades,

sino que pretenden reforzarlos.

Aunque corrieron mares de tinta en el último

medio siglo de la criminología, es sorprenden-

te que se haya soslayado la relectura en clave de

crimen de estado12 del breve y denso escrito de

Sykes y Matza, enunciado originariamente en clave

de delincuencia juvenil13. En definitiva, no pasa de

ser un punto de partida bastante clásico: se trata

de analizar el comportamiento de los protago-

nistas de los delitos, de sus autores, instigadores,

cómplices y encubridores y, por cierto, también

de la opinión pública, y preguntarse cómo fun-

ciona para este análisis la teoría de las técnicas de

neutralización y en qué consisten cuando están

referidas a este género de crímenes.

4. La teoría de las técnicas de neutralización

se enunció en el campo de la delincuencia juvenil

como una reacción frente a la posición de Albert

K. Cohen, quien pretendía ver en ella una simple

inversión de los valores dominantes en las clases

medias14, con lo cual asignaba muy poca creativi-

dad valorativa a los estratos sociales más desfavo-

recidos de la sociedad.

Esta teoría debe considerarse un ulterior desa-

rrollo de la teoría de Sutherland, en el sentido de

que la conducta criminal es resultado de un pro-

ceso de aprendizaje15.

Partía de la observación de que los infractores

respondían a las demandas de la sociedad amplia

y no pretendían introducir un nuevo sistema nor-

mativo ni eran parte de una subcultura con un

sistema completo de valores. Reconocían también

límites valorativos que se traducían en selecti-

vidad victimizante (no robar en el propio barrio,

no hacerlo a la iglesia de la misma religión, etc.) y

afirmaba que no es verdad que los infractores ju-

veniles no experimentan sentimientos de culpa o

de vergüenza en algún momento y tampoco que

considerasen inmorales a quienes se someten a

las reglas y valores dominantes.

Señalaron que ignorar los vínculos de los infrac-

tores con el sistema de valores dominante impor-

taba reducir al joven delincuente a un gangster

duro en miniatura, es decir, acabar haciendo una

caricatura y no una descripción.

Sykes y Matza afirmaron en su momento que

el problema más fascinante es por qué los seres

humanos violan las leyes en las que ellos mis-

mos creen.

Explicaron este fenómeno mediante la consta-

tación de que raras veces las normas sociales que

sirven como guía a la acción asumen la forma de

un imperativo categórico, no condicionado y váli-

do para cualquier circunstancia: ni siquiera la pro-

hibición de matar tiene este alcance, pues cede

en la guerra.

Por ende, las normas que guían la conducta

tienen una aplicación condicionada por razones

de tiempo, lugar, personas y demás circunstancias

sociales, con lo cual puede afirmarse que el siste-

ma normativo de una sociedad se caracteriza por

su flexibilidad, pues no se trata de un cuerpo de

normas vinculantes en cualquier circunstancia.

Como corolario de todo lo anterior sostuvieron

que muchas formas de delincuencia se basan

esencialmente en una extensión no reconoci-

da de las defensas para los crímenes, en la for-

ma de justificaciones a la desviación percibidas

como válidas por el delincuente, pero no por

el sistema legal o la sociedad más amplia16.

Podría pensarse que lo que ellos llamaron téc-

nicas de neutralización no serían más que las

viejas racionalizaciones trabajadas por los psicó-

logos como mecanismos de huída17, pero las ra-

cionalizaciones se construyen después del hecho,

en tanto que estos mecanismos de ampliación

de la impunidad operan ex ante sobre la motiva-

ción, con la ventaja de no romper frontalmente

con los valores dominantes, sino que los neutrali-

zan sin mayores costos para la propia imagen del

infractor. La circunstancia de que los mismos ar-

gumentos que se erigen en técnica de neutraliza-

ción (motivacionales) puedan usarse en ocasiones

como racionalizaciones a posteriori no quita valor

a la anterior distinción.

5. Si bien en el caso de los criminales de estado

las técnicas de neutralización ofrecen particulari-

dades, no es menos cierto que éstas no quiebran

el esquema general trazado por los autores de

medio siglo atrás.

Con mayor razón que en el caso de la delin-

cuencia juvenil es verificable que el crimen de

estado es producto de un aprendizaje y de un

entrenamiento, incluso profesional y en ocasiones

de larga práctica política, científica o técnica.

Así como el joven delincuente manifiesta su

indignación porque su falta de habilidad lo llevó a

ser aprehendido y juzgado, sintiéndose una vícti-

ma de su propia inhabilidad en comparación con

otros que hacen cosas peores, el criminal de es-

tado se considera un mártir sacrificado por su in-

genuidad y buena fe política o por el oportunismo

o la falta de escrúpulos de quienes le quitaron del

poder18.

En alguna medida –muy limitada por cierto-

sus agentes admiten excesos o consecuencias

no deseadas, aunque las consideran inevitables.

Presentar al criminal de estado como un suje-

to que niega todos los valores dominantes y no

siente ninguna culpa ni vergüenza, lleva a la inve-

rosímil y tranquilizadora imagen del psicópata. El

crimen de estado es un delito altamente organi-

zado y jerarquizado, quizá la manifestación de cri-

11 En este sentido corresponde ampliar los intentos de Stanley

Cohen, 1993, cit.

12 Constituye una excepción a esta regla la contribución cit.

de Stanley Cohen.

13 Gresham M. Sykes and David Matza, Techniques of

neutralization: a theory of delinquency, en “American

Sociological Review”, 1957, 22, p. 664-670; reproducido en

McLaughlin/Muncie/Hugues, op. cit,., p. 231-238.

14 Albert K. Cohen, Delinquent Boys. The Culture of the

Gang, Free Press, New York, 1971.

15 Edwin H. Sutherland – Donald R. Cressey, Criminology,

Lippincott, New York, 1978, p. 80 y ss.

16 Lo que estos autores llamaron unrecognized extension

of defenses es lo que en la técnica del derecho continental

europeo se llamaría extensión no reconocida de causas de

justificación, de inculpabilidad o de excusas absolutorias.

17 V. J. Laplanche – J-B. Pontalis, Vocabulaire de la

Psychanalyse, París, 1968, voz rationalization.

18 Los jerarcas nazistas sostenían que se los juzgaba sólo porque

habían perdido y los autores de los crímenes colonialistas de

Argelia imputaban su fracaso a la traición del Gral. Charles de

Gaulle.

19 Cfr. Wolfgang Kallwass, Der Psychopat, Kriminologische

und strafrechtliche Probleme (mit einer vergleichenden

Untersuchung des Entwufs 1962 und des Alternativ-

Entwurfs), Berlin, 1969.

minalidad realmente organizada por excelencia. La

pretensión de atribuirlo a una supuesta psicopa-

tía es demasiado absurda, pues ni siquiera los más

firmes defensores de este discutido concepto psi-

quiátrico admiten tan alta frecuencia social19.

La idea ingenua y simplista del crimen de es-

tado como producto psicopático no pasa de ser

un vano intento de calmar la propia alarma ante

la revelación de que alguien análogo a uno mis-

mo puede cometer semejantes atrocidades. La

tesis de que el criminal de estado es diferente y

enfermo, es una reacción común frente a ésta y

a otras formas de criminalidad grave y aberran-

te, explicable psicológicamente, pero inadmisible

como válida en la ciencia social.

La particularidad de los criminales de estado

de todos los tiempos respecto de su vinculación

con los valores dominantes es que fueron siem-

pre mucho más allá que los infractores juveniles

de Sykes y Matza, pues sostuvieron que su misión,

lejos de negar estos valores, era la de reforzarlos y

reafirmarlos. Con demasiada frecuencia estos cri-

minales pretenden estar predestinados a superar

las crisis de valores que denuncian, a reafirmar

los valores nacionales, a defender la moral pú-

blica y la familia, a sanear las costumbres, etc. El

criminal de estado casi siempre se presenta como

un moralista y como un verdadero líder moral.

Page 5: Derecho y Barbarie II

10

DERECHOYBARBARIE

DERECHO Y BARBARIE

11

EL CRIMEN DE ESTADO COMO OBJETO DE LA CRIMINOLOGÍA

Los criminales de estado ni siquiera suelen re-

chazar frontalmente los principios que imponen

límites racionales al ejercicio del poder del estado,

sino que más bien lamentan que no puedan ser

respetados en las circunstancias en que ellos ope-

ran desde el poder y en ocasiones pretenden ser

los restauradores de las circunstancias que per-

mitirán volver a respetarlos o bien de otras que

los realicen más plenamente. Ni siquiera en este

aspecto puede decirse que rechacen los valores

dominantes. Aunque destruyen las repúblicas suelen hacerlo en nombre de su fortalecimiento o restauración.

La selectividad victimizante –que responde a la aceptación de pautas dominantes- se mani-fiesta más claramente en los criminales de estado,

pues nunca su ataque se dirige contra los de su

propio grupo, salvo cuando los conside-

ran traidores o se plantean pugnas

de poder hegemónico o purgas como las nazistas o stalinistas de los años treinta.

La selectividad victi-

mizante del criminal de

estado es mayor o me-

nor según la naturaleza

del conflicto en que se

produce el hecho. Si se

trata de un contexto

de guerra colonial o de

violencia interétnica, es

obvio que la selectividad

recaerá exclusivamente

contra los colonizados y

nunca contra los del propio

grupo colonizador, salvo cuan-

do éstos denuncien o persigan

sus crímenes (traidores); fue el caso

de la fijación de la OAS contra Jean-Paul Sar-

tre. En lugar, si el conflicto es interno, los grupos

se definen políticamente. El círculo victimizado

está mucho más demarcado en los crímenes de

estado que en los que tomaron en cuenta los au-

tores de la teoría.

La hipótesis sostenida por Sykes y Matza, en el

sentido de que los infractores no rechazan ma-

sivamente los valores dominantes, sino que am-

plían ilegalmente las causas de justificación y de

inculpabilidad o las excusas absolutorias, resulta

más claramente verificable, porque las técnicas de

neutralización son más evidentes en los crímenes

de estado que en los comunes. Si alguien puso

en duda en su momento la tesis de estos autores

respecto de la delincuencia juvenil de los rebel-des sin causa norteamericanos de mediados del

siglo pasado, no cabe ninguna duda respecto de

los criminales de estado, pues la verificación es

simple y basta con leer sus discursos y alocuciones

públicas.

Además, ésta neutralización por ampliación de

los permisos y disculpas, que en el caso de los in-

fractores juveniles tiene bajos costos para la pro-

pia imagen, en el caso de los criminales de estado

obliga a mucho más que a salvarla o no dañarla.

En efecto, la magnitud del crimen de estado

no permite que éste se cometa sólo salvando de

mayores daños la propia imagen, sino que requie-

re mucho más: demanda que ésta se exalte,

llevando a los criminales a considerarse

héroes o mártires. La integridad psí-

quica del criminal de estado re-

quiere semejante exaltación.

Esto hace que el crimi-

nal de estado, mediante la

técnica de neutralización,

sufra un proceso de ex-

trañamiento o aliena-

ción que por lo general

es irreversible, pues la

propia exaltación im-

pide reconocer a pos-

teriori la naturaleza

aberrante de sus críme-

nes. Es muy difícil el arre-

pentimiento sincero de

tales aberraciones sin caer

prácticamente en un desmo-

ronamiento de toda la estructu-

ra de la personalidad.

Por lo general, si consideramos como

criminales de estado a los responsables que lideran

esos crímenes y no a los simples subordinados, lo

cierto es que si no exaltasen su personalidad has-

ta considerarse héroes o mártires por efecto de

la técnica de neutralización y, por ende, pudiesen

reconocer la magnitud de su injusto, sufrirían un

verdadero derrumbe de su personalidad. El cos-

to dañoso para su personalidad sería total. Esta es

una característica diferencial muy importante res-

pecto de los infractores descriptos por los autores

de la teoría.

6. Sykes y Matza distinguieron cinco tipos ma-

yores de técnicas de neutralización como amplia-

ciones no reconocidas legalmente de causas de

impunidad (justificación, inculpabilidad o no pu-

nibilidad) : (a) negación de la responsabilidad; (b)

negación de la lesión; (c) negación de la víctima; (d)

condenación de los condenadores; (e) apelación a

lealtades más altas.

(a) En principio, en el crimen de estado suele

negarse el hecho mismo, como en los casos de la

negación turca del Genocidio Armenio o del Holo-

causto por parte del nazismo, o sea, directamente

afirmar que los hechos no ocurrieron o no fueron

como se los describe.

No es esta la negación de la responsabilidad

como técnica de neutralización, pues ella es la de-

fensa primaria de cualquier delincuente y, en este

sentido no ofrece particularidades, salvo en cuan-

to a la magnitud de los hechos y a la grosería de

la negación.

La negación del hecho es una simple táctica

defensiva, pero el actor sabe que los hechos exis-

tieron. Se trata de una táctica que coexiste muchas

veces con la verdadera técnica de neutralización,

porque no es incompatible con ella, dado que la

negación del hecho se dirige a quienes lo juzgan,

en tanto que la negación de la responsabilidad se

dirige a la propia conciencia del autor.

La verdadera técnica de neutralización por ne-

gación de la responsabilidad tiene lugar cuando

los criminales de estado afirman que sus hechos

no fueron intencionales, sino simplemente inevi-

tables.

Se apela a esta técnica cuando se afirma que

en toda guerra hay muertos, que en todas se hace

sufrir a inocentes, que son inevitables los errores,

que los excesos no pueden controlarse, etc.

La negación de la responsabilidad apelando a

descargarla en otros y mostrándose como puro

producto del medio o de las circunstancias es mu-

cho más rara en el crimen de estado.

A diferencia del infractor juvenil, que puede

atribuir su conducta a condicionamientos de fami-

lia, del barrio, de la pobreza, etc., el criminal de es-

tado que pertenece a la cúpula del poder rara vez

puede explotar este desplazamiento de responsa-

bilidad, aunque puede hacerlo el personal subal-

terno, como fue el caso de los médicos nazistas

que cooperaron en la eliminación de enfermos

psiquiátricos20 o del personal militar de la frontera

de República Democrática Alemana21, alegando el

condicionamiento de su formación en regímenes

autoritarios. De cualquier modo, es frecuente la

negación de la responsabilidad atribuyéndola a las

circunstancias extraordinarias en que deben ac-

tuar y que fueron provocadas por otros.

(b) La negación de la lesión en sí misma es

directamente inviable en los crímenes de estado,

dada la magnitud masiva del daño. La única forma

de apelar a esta neutralización es admitiendo la le-

sión, minimizándola en lo posible y esgrimiendo

una pretendida legítima defensa con la intención

de negar la condenación moral del crimen.

Siempre esta técnica de neutralización se com-

bina con la precedente y con la siguiente: se redu-

ce la responsabilidad, se niega a la víctima y con

ello también se reduce o niega la lesión.

(c) La negación de la víctima es la técnica de

neutralización más usual en los crímenes de esta-

do. Las víctimas eran terroristas, traidores a la na-

ción, fueron los verdaderos agresores, el crimen

de estado no fue tal sino la legítima defensa ne-

cesaria, etc. No deja de ser frecuente que el hos-

tigamiento hacia un grupo produzca una reacción

agresiva que sea la base de la ulterior negación de

la víctima. Hace muchos años que se puso de ma-

nifiesto que muchas de las conductas agresivas de

los miembros de un grupo estigmatizado son re-

sultado de los comportamientos estigmatizantes

del otro grupo, especialmente si es mayoritario y

discriminador22.

La justificación de la tortura, basada en la im-

posibilidad de contener las agresiones de las vícti-

mas, es una clásica técnica de neutralización por

vía de la negación de la víctima.

Además, las víctimas del crimen de estado

siempre son mostradas por sus victimarios como

inferiores, sea biológica, cultural o moralmente,

según la naturaleza del conflicto en que se come-

te el crimen.

(d) La condenación de los condenadores es

una técnica de neutralización bastante frecuente

en los crímenes de estado, especialmente cuando

se dirigen contra pacifistas, disidentes o adversa-

rios políticos. Ex post suelen emplearse en (α los

llamados procesos de ruptura, en que el crimi-

nal desautoriza moralmente a sus juzgadores, y

(β también cuando reconoce la competencia de

éstos –no rompe con el tribunal- pero desautoriza

moralmente a quienes lo redujeron a la condición

de procesado.

En el primer caso el procesado se niega a de-

clarar ante el tribunal y si lo hace es usando el pro-

ceso como tribuna política. En el segundo caso

se somete al tribunal, pero en su discurso acusa a

quienes traicionaron su confianza o la de la nación,

a quienes son hipócritas porque todos hicieron lo

mismo, o porque los impulsaron y los aplaudieron

en su momento, o les rindieron pleitesía, etc.

20 V. Alice Ricciardi von Platen, Il nazismo e l’eutanasia dei

malati di mente, Firenze, 1993.

21 V. Giuliano Vassalli, Formula di Radbruch e diritto

penale. Note sulla punizione dei “delitti di Stato” nella

Germania postnazista e nella Germania postcomunista,

Milano, 2001; Rodolfo Luis Vigo, La injusticia extrema no es

derecho (De Radbruch a Alexy), Buenos Aires, 2004.

22 Cfr. por ejemplo, Gunnar Myrdal, Value in social theory,

A selection of essays on methology, London, 1958.

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DERECHOYBARBARIE

DERECHO Y BARBARIE

13

EL CRIMEN DE ESTADO COMO OBJETO DE LA CRIMINOLOGÍA

(e) La apelación a lealtades más altas es la

neutralización por excelencia en los crímenes de

estado. La invocación de pretendidos deberes de

conciencia o lealtades a ídolos o mitos es la carac-

terística más común de las técnicas de neutraliza-

ción en estos crímenes.

No hay crimen de estado en que no opere una

técnica de neutralización de carácter mítico, aun-

que no se invoquen falsamente religiones. Todos

los valores superiores que se invocan son míticos;

(α) algunos lo son por sí mismos (la raza superior o la

utopía futura), (β) otros son perversiones aberran-

tes de valores positivos (nación, cultura, democra-

cia, republicanismo, religión, derechos humanos,

etc.). A la categoría de perversiones de valores po-

sitivos pertenece la técnica de neutralización más

común en el último tiempo: la seguridad.

7. Sykes y Matza verificaron estas técnicas de

neutralización en los infractores juveniles, pero

son más fácilmente verificables, con las particula-

ridades anotadas, en los criminales de estado.

Pero la criminalidad de estado presenta una

característica diferencial que la criminología no

puede pasar por alto: en tanto que los infractores

juveniles elaboran sus técnicas de neutralización

recibiendo elementos en forma predominante

por tradición oral o creándolos en el in-group,

la neutralización de valores en la criminalidad de

estado es mucho más sofisticada, alcanzando ni-

veles de teorización importantes.

Aunque nunca son racionales desde un punto

de vista filosófico y muchas veces su irracionalidad

es manifiesta, como en el caso de la raza aria su-

perior23, en cualquier caso se trata de una elabora-

23 Arthur de Gobineau, Essai sur l’inegalité des races

humanines, París, 1967; Houston Stewart Chamberlain, Die

Grundlagen des neunzehnten Jahrhunderts, München,

1938; Alfred Rosenberg, Der Mythus des 20. Jahrhunderts,

München, 1943.

24 Jakob Sprenger –Heinrich Krämer, El martillo de las

brujas, Valladolid, 2004.

25 V. David Brion Davis, O problema da escravidao na

cultura occidental, Rio de Janeiro, 2001.

26 James McCearney, Maurras et son temps, París, 1977.

27 Su defensa de esta imputación puede verse en: Carl

Schmitt, Risposte a Norimberga a cura di Helmut

Quaritsch, Laterza, 2006.

28 R. Garofalo, Criminologia, 2ª ed. italiana, Torino, 1891

29 K. Binding – A. Hoche, Die Freigabe der Vernichtung

lebensunwerten Lebens, Leipzig, 1920.

30 Filippo Grispigni – Edmondo Mezger, La riforma penale

nacionalsocialista, Milano, Dott. A. Giuffré, 1942.

31 Francisco Muñoz Conde, Edmund Mezger y el Derecho

penal de su tiempo. Estudios sobre el Derecho Penal del

Nacionalsocialismo, 4ª ed., Valencia, 2003.

ción que no hace el propio criminal, sino que suele

configurar una ideología criminal, en el sentido

de un sistema de ideas bastante elaborado.

Pocas dudas caben acerca de que el libro

en que por vez primera se expuso un sistema

integrado de criminología etiológica, derecho

penal y procesal penal y criminalística como

un todo orgánico, fue una enorme técnica de

neutralización usada profusamente en la Europa

medieval y moderna para sacrificar a muchas miles

de mujeres y reafirmar el patriarcado24. Menor

elaboración teórica tuvieron las neutralizaciones

que legitimaban la esclavitud25, pero igualmente

no eran producto de los importadores de esclavos

ni de sus propietarios.

Promediando el siglo pasado, una terrible téc-

nica de neutralización cundió entre los estamentos

militares a partir de una elaboración francesa de los

mandos durante las guerras de Indochina y Argelia,

que llegó directamente a América y que también

fue expandida por la administración norteameri-

cana, conocida como doctrina de la seguridad

nacional. Esa técnica de neutralización operó efi-

cazmente en las dictaduras latinoamericanas que

cometieron los peores genocidios del siglo.

Cabe preguntar si los escritos de Rosenberg en

tiempos del nazismo o de Charles Maurras en los

del proceso Dreyfus26 pueden ser considerados de

modo diferente desde esta perspectiva. En algún

sentido, escritos muy determinantes de politólo-

gos como Carl Schmitt27 asumen el mismo carác-

ter. Pocas dudas pueden caber hoy, releyendo la

Criminología de Garofalo28, de que éste no pasa de

ser un manual sintético de técnicas de neutraliza-

ción para crímenes de estado, de que la construc-

ción del concepto de vidas sin valor vital de Karl

Binding29 fue un elemento de neutralización en

el exterminio de enfermos terminales y mentales

del nazismo, de que la afirmación del catedráti-

co de Milán en el sentido de que la esterilización

y las teorías racistas del derecho nazista eran las

creaciones más revolucionarias del derecho penal

de todos los tiempos30 era la glorificación de los

mayores crímenes de estado de su tiempo o de

que la elaboración del concepto de extraños a la

comunidad31 del catedrático de Munich era una

técnica de neutralización de las masacres de los

campos de concentración.

Todo esto demuestra que las técnicas de neu-

tralización de los crímenes de estado tienen mu-

cho más nivel de elaboración que las empíricas y

contradictorias de los infractores juveniles que es-

tudiaban Sykes y Matza a mediados del siglo.

No son improvisadas ni elaboradas por los pro-

pios protagonistas, sino por teóricos especializa-

dos en el trabajo de fabricación de esas técnicas,

con frecuencia dotados de un arsenal académico

importante y en ocasiones impresionante.

Mientras Sykes y Matza publicaban su trabajo

sobre la base de observaciones a infractores ju-

veniles en tiempos de los rebeldes sin causa, los

mandos militares franceses enviaban comisiones a

Page 7: Derecho y Barbarie II

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15

EL CRIMEN DE ESTADO COMO OBJETO DE LA CRIMINOLOGÍA

América que llevaban a neutralizar en los oficiales

superiores de las fuerzas armadas todos sus va-

lores positivos32, en forma que los convertiría en

pocos años en reales genocidas.

No puede desdeñarse esta característica y mu-

cho menos el problema que ella genera en la cri-

minología.

es un claro aporte a la neutralización de los valo-

res de quienes lo hacen o al reforzamiento de la

neutralización intuitiva con pretendidos recursos

científicos.

El comportamiento de estos refinadores de

técnicas de neutralización no puede ser indife-

rente a la criminología. Desde un punto de vista

jurídico-penal es posible que no puedan ser con-

siderados instigadores y, además, en muchos ca-

sos no podrían serlo en modo alguno porque con

frecuencia operan sin dolo, pero esto no es obstá-

culo a la necesidad de investigarlos criminológica-

mente, desde que son claramente determinantes

de conductas de criminalidad masiva.

Por ende, la criminología debe abarcar en su

horizonte de proyección discursos ideológicos (fi-

losóficos, jurídicos, políticos, tácticos, etc.).

Esta es sin duda la tarea que atormenta a quie-

nes se asoman al tema, porque con ello parece

perderse el límite epistemológico de la criminolo-

gía y se teme su disolución en el terreno pantano-

so de las ideologías.

Sin duda que el siglo XX nos deja un instrumen-

to que no puede ser omitido en cuanto a su vital

carácter orientador en la cuestión valorativa, que

son los documentos internacionales de Derechos

Humanos. No obstante, creemos que ni siquiera

es menester llegar a eso en todos los casos, pues

basta con orientarse hacia la prevención de los crí-

menes de estado.

En este sentido, el planteo es mucho más sim-

ple de lo que parece a primera vista: si lo que se

pretende es contribuir a evitar estos crímenes,

es obvio que la criminología debe ocuparse de

los discursos que los fomentan mediante el

refinamiento de técnicas de neutralización y,

por ende, debe ser objeto de estudio de la cri-

minología el comportamiento de los teoriza-

dores que fabrican esos discursos y de quienes

los difunden por los medios masivos.

No obstante, no puede negarse que abre un

panorama de investigación completamente nue-

vo y muy amplio, pero constituye el desafío de la

criminología ante la amenaza de que una nece-

sidad preventiva se convierta nuevamente en el

pretexto para una técnica de neutralización que

lleve a nuevos crímenes de estado.

Además, no sólo los discursos políticos se vuel-

ven objeto de la criminología por esta vía, sino que

el derecho penal y la criminología misma pueden

adquirir ese carácter. La conducta de los penalis-

tas y criminólogos y sus elaboraciones deben ser

objeto del propio estudio criminológico, en la me-

dida en que sean susceptibles de convertirse –o

directamente constituyan- técnicas de neutraliza-

ción para criminales de estado-. 32 Cfr. Marie-Monique Robin, Escuadrones de la muerte. La

escuela francesa, Buenos Aires, 2005.

8. Lo señalado plantea dos cuestiones: (a) En

principio, pone de manifiesto que al encarar el

crimen de estado la criminología no puede ser

ideológicamente neutral ni mucho menos. (b) En

segundo término, hace objeto de estudio de la

criminología a las ideologías y al comportamiento

de los ideólogos.

En cuanto a la pretendida neutralidad, ésta

se hace añicos con la verificación de que muchas

elaboraciones teóricas y académicas, abundantes

discursos políticos y jurídicos (y también crimino-

lógicos) pasan a ser técnicas de neutralización y,

por ende, un objeto de estudio frente al que la

criminología no puede proclamar neutralidad al-

guna.

Si a ningún criminólogo se le ocurriría declarar-

se neutral frente a la elaboración de un infractor

juvenil que argumenta apelando a la negación de

la víctima porque es un negro, tampoco hay razón

alguna para hacerlo frente a la elaboración de un

académico que sostenga lo mismo. Tan negación

de la víctima de carácter racista, homofóbica, sexis-

ta, etc., puede ser la del infractor juvenil como la

del académico. El mayor nivel de elaboración no le

resta ningún carácter esencial a la última, sino que,

por el contrario, le agrega mucha mayor eficacia.

Un homicida juvenil que niega a su víctima en

razón de que pertenece a una raza inferior, sólo

se distingue de un académico que sostiene la in-

ferioridad de esa raza en sus trabajos en que este

último no mata personalmente, pero su discurso

10. En síntesis:

(a) El horizonte de proyección de la crimino-

logía debe abarcar el estudio de los discursos

políticos, filosóficos, antropológicos, etc., desde

la perspectiva de su eventual contribución a las

técnicas de neutralización de valores para los cri-

minales de estado.

(b) También –y en especial- debe ocuparse del

comportamiento de los penalistas y de sus discur-

sos, tanto por lo que legitiman como por lo que

omiten frente a los crímenes de estado.

(c) En este sentido puede afirmarse que la cri-

minología mantiene su distancia del derecho pe-

nal, pero lejos de que éste le marque sus límites

epistemológicos como lo pretendía el neokantis-

mo, se trata de que ésta vigile con suma atención

los que aquél pretende marcarle.

(d) Lo anterior no exime a la criminología del

análisis de la función neutralizadora de valores que

cumple la comunicación social en los crímenes de

estado y de la que pueden cumplir las propias

teorías criminológicas. .

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DERECHO Y BARBARIE

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POSDICTADURA Y DERECHOS HUMANOS

Notre héritage n’est précédé d’aucun testament**

René Char

Introducción Uno de los interrogantes claves que se plan-

tean a la hora de organizar una transición hacia un régimen democrático (lo que implica siempre una

contraposición con un régimen anterior de signo

contrario sea éste una dictadura de carácter civil,

militar o de ambos, un estado de conflicto armado

o cualquier forma de organización “autocrática”),

es el que concierne a los términos de dicho pro-

ceso, es decir, a las rupturas y continuidades que

puedan establecerse con el régimen anterior. Se

trata de una pregunta que apunta a decidir cuál

será el grado de cambio que se pretende introdu-

cir con las nuevas formas políticas respecto de las

anteriores o, dicho a la inversa, hasta qué punto

el nuevo régimen político puede y/o quiere pre-

tender la fundación de un orden completamente

nuevo o una recuperación de las formas previas.

La respuesta que distintas experiencias socio-his-

tóricas han dado a esta pregunta respondió a un

número de variables entre las que gravitan de

manera determinante, el grado de legitimidad del

régimen anterior y en particular, de los nuevos y

viejos actores, cuál es el alcance de sus capacidades

y hasta qué punto han arraigado prácticas y “tradi-

ciones” autoritarias (valores, creencias, prejuicios,

odios, amores, etc.) en desmedro de democráti-

cas frente al nuevo régimen que se pretende ins-

talar y construir, con sus actores, sus capacidades

y sus prácticas y “tradiciones”.

El caso de la Argentina posdictatorial no ha es-

capado a esta lógica. La pregunta sobre los térmi-

nos de la transición estuvo en las mentes de todos

aquellos que imaginaron el cambio de régimen y

naturalmente también de aquellos que tuvieron

que implementarlo.1

La aporía del mal radical

y la banalidad del mal

Una pregunta específica en el caso argenti-

no, aunque en modo alguno limitada a él, fue la

de saber qué hacer con lo que el discurso polí-

tico-jurídico denomina “violaciones a derechos

humanos”, práctica que el régimen dictatorial de

1976-1983 había transformado en uno de los ejes

de su política represiva. Es la pregunta que Car-

los Nino, uno de los hacedores de la transición, se

planteó muy concretamente y expuso en su obra

Juicio al mal absoluto. Los fundamentos y la his-

toria del juicio a las juntas del Proceso (1996).2

Nino abre su libro con las siguientes preguntas,

respuestas y declaraciones de principios: “¿Cómo

enfrentar el mal? ¿Cómo responder a violaciones

masivas de derechos humanos? ¿Cómo hacerlo

cuando son cometidas desde el Estado o por quie-

nes cuentan con el consentimiento y la tolerancia

de sus gobiernos? Frente a semejantes atrocida-

des, quienes tomen el poder (un nuevo gobierno

o fuerzas extranjeras de ocupación) deben deci-

dir si enjuiciarán o castigarán de alguna forma a

los miembros del gobierno anterior o del ejército

vencido por la comisión de tales actos. El ejemplo

más famoso de enjuiciar y castigar lo constituyen,

por supuesto, los juicios de Nüremberg luego de

la Segunda Guerra Mundial. Suele ocurrir que los

gobiernos democráticos apenas instalados deben

decidir, además, si utilizarán las nuevas normas

penales democráticamente sancionadas en contra

de los miembros del régimen autoritario anterior

por las violaciones masivas de derechos humanos

que han cometido. Esta decisión se vuelve espe-

cialmente complicada en tiempos de transiciones

democráticas como las ocurridas en los años 70

en Europa del Sur, en los 80 en Latinoamérica y

en los 90 en Europa Oriental. Más allá de cómo

los nuevos gobiernos tratan de hecho las violacio-

nes de derechos humanos cometidas antes de su

advenimiento al poder creo, y argumentaré en lo

que sigue, que alguna forma de justicia retroacti-

va por violaciones masivas de derechos humanos

brinda un sustento más sólido a los valores de-

mocráticos.”3

A renglón seguido, Nino retoma la conceptua-

lización de las violaciones masivas de derechos hu-

manos bajo la categoría de mal para desarrollarla

en una línea teórica que se reclama heredera de

las contribuciones de Arendt y Kant con la noción

de “mal radical”. Nino es sumamente escueto en la

presentación de esta ascendencia teórica. Arendt

elaboró la categoría de mal radical o absoluto para

pensar las acciones que habían conformado la

política de persecución y exterminio del régimen

nazi y que desembocaron en la shoá. En Los orí-

genes del totalitarismo (1948-51), obra en la que

analiza los monstruos de la política moderna (anti-

semitismo, imperialismo, totalitarismo), la filósofa

sostiene que el mal radical se produce cuando se

consigue tornar a las personas superfluas, quitar-

les su espontaneidad, tornarlas totalmente previ-

sibles. Ello tiene lugar bajo regímenes totalitarios

pero también, advierte Arendt a cotidiano en los

regímenes democráticos, en la medida en que

“con el aumento de la población y del desarraigo,

constantemente se tornan superfluas masas de

personas si seguimos pensando nuestro mundo

en términos utilitarios. […] Las soluciones tota-

litarias pueden muy bien sobrevivir a la caída de

los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes

tentaciones, que surgirán allí donde parezca im-

posible aliviar la miseria política, social o económi-

ca en una forma valiosa para el hombre.”4 Arendt

complementa su noción de mal radical con las de

mal banal y banalidad del mal, por las que entien-

de la incapacidad de juicio reflexivo, es decir, la

posibilidad de ver un igual al momento de prever

las consecuencias de la acción que se va a realizar,

así como la incapacidad de percibir el carácter ex-

traordinariamente malo de las acciones que son

tales. El mal entonces deviene algo inscripto en el

orden de las cosas, deja de tener profundidad, se

banaliza; en una palabra, se vuelve común y co-

rriente y pierde su especificidad.

La relación entre Kant y Arendt es entonces

clara: se trata de construir una teoría de la acción

a partir del juicio kantiano intersubjetivo sobre la

base de sus desarrollos de la ley moral y el impe-

rativo categórico.

Nino propone entonces aplicar la construcción

arendtiana a las violaciones a derechos humanos

cometidas por las dictaduras del Cono Sur. El in-

tento, creo, es válido a condición de señalar que

no es el único que podemos ensayar y subrayando

su límite: la aporía a la que nos enfrenta, puesto

que el problema del mal, en estos términos, es

un problema sin solución definitiva, irremedia-

ble, pero por esto mismo, con la potencialidad

de forzarnos a una toma de posición. El malestar

provocado por la aporía se explica porque su na-

turaleza reside en un enfrentamiento de absolu-

tos, dos esquemas morales que se oponen por ser

inconmensurables. Sin embargo, la aporía de los

absolutos sin solución encierra la virtualidad de su

contrario: la búsqueda de respuestas, nunca defi-

nitivas, que permitan afirmar los valores que han

sido eliminados.

Posdictadura y derechos humanos En torno de las incapacidades de la praxis jurídica de asumir la fundación de un nuevo orden

| Marcelo Raffin*

* Profesor e investigador de la Universidad de Buenos Aires, en grado y posgrado, en las Facultades de Ciencias Sociales, Derecho, Filosofía y Letras y en el Ciclo Básico Común. Se formó en filosofía, derecho, sociología y traducción en las Universidades de Buenos Aires y de París, donde se doctoró en filosofía. También es diplomático de carrera del Ministerio de Relaciones Exteriores de la Argentina. El autor desea agradecer a la Revista Derecho y Barbarie la invitación a participar de este número.

** Nuestra herencia no está precedida por ningún

testamento.

1 Estas preocupaciones, entre otras, signaron la materia La justicia retroactiva en el Cono Sur: transiciones

democráticas y jurisdicción internacional (Departamento de Filosofía del Derecho de la Facultad de Derecho de la UBA, a mi cargo, durante los años 2000 a 2004) y los

libros La experiencia del horror. Subjetividad y derechos

humanos en las dictaduras y posdictaduras de Cono Sur y

El tratamiento del pasado. Las respuestas de la transición

posdictatorial a las violaciones de derechos humanos de la

dictadura 1976-1983. Estas experiencias posibilitaron un

fructífero espacio de discusión, reflexión y aprendizaje

compartidos acerca de estas y otras cuestiones.

2 Recuérdese que Nino escribe este libro en inglés con el

título Radical Evil on Trial como parte de su trabajo en la

Universidad de Yale, desde donde abre un enriquecedor

debate con otros académicos de los Estados Unidos que

se ocupan de estos mismos problemas, en particular con

Diane Orentlicher. El libro fue publicado póstumamente

por la Universidad de Yale en 1996 y al año siguiente en

castellano, con traducción de Martín Böhmer, uno de

sus discípulos.

3 NINO, Carlos S., Juicio al mal absoluto. Los fundamentos

y la historia del juicio a las juntas de Proceso, Buenos

Aires: Emecé, 1997, p. 7.

4 ARENDT, Hannah, The Origins of Totalitarianism, San

Diego-New Cork-London, Harvest Book-Harcourt Inc.,

p. 459.

Page 9: Derecho y Barbarie II

18

DERECHOYBARBARIE

DERECHO Y BARBARIE

19

POSDICTADURA Y DERECHOS HUMANOS

Los problemas de la justicia retroactiva

Ahora bien, uno de los aspectos centrales de

las preguntas y respuestas que giran en torno de

las transiciones posdictatoriales refiere a la “justi-

cia retroactiva”, expresión que apunta a designar

la situación particular en que se decide proceder

a una práctica de justicia institucional con herra-

mientas que provienen de regímenes de signo

diferente y de marcos institucionales diferentes.5

Se trata de una pregunta que ha signado ciertas

prácticas político-jurídicas del siglo 20 y que cons-

tituye, por definición, una aporía y la fundación

de un nuevo orden político. Son estas dos carac-

terísticas centrales del problema, las que la praxis

jurídica descarta o no quiere o no puede asumir al

momento de poner en funcionamiento sus meca-

nismos y figuras. Son estas las características que

han sido dejadas de lado, más particularmente, al

momento en que fueron planteadas algunas de

las dudas, críticas y objeciones a la experiencia del

juicio a las juntas militares en la Argentina o cada

vez que se rehabilita el debate acerca de qué ha-

cer con las violaciones cometidas por el régimen

dictatorial en distintas instancias.

Resulta claro que la así denominada “justicia ex

post facto” ha acarreado problemas a los princi-

pios fundamentales del derecho penal moderno,

empezando por la vulneración del principio de le-

galidad y de su corolario de irretroactividad de la

ley penal y siguiendo por la de la garantía del juez

natural, a lo largo del siglo 20 y en la Argentina.

Pero, ¿en qué contexto plantea el derecho estas

vulneraciones? ¿En qué términos sustenta la línea

de continuidad de un régimen para pretender su

validez? Si se sostiene la plena vigencia de estos

principios hay que recordar que ellos se despren-

den de un contexto muy particular como es el del

Estado de derecho que implica la plena vigencia

de los derechos humanos y de un régimen demo-

crático, cuestiones que el así denominado “Pro-

ceso de Reorganización Nacional”6 había no sólo

desconocido sino negado por completo y ello por

definición, puesto que se trataba de un gobierno

de facto que había sido emplazado luego de un

golpe de Estado a un gobierno constitucional y

por práctica específica, puesto que se trata de un

régimen que hace de las violaciones a los derechos

humanos el eje de su política represiva signada por

el terror ejercido desde el Estado. Lo que muchas

voces vienen repitiendo en el ámbito jurídico des-

de las experiencias fundacionales de Nüremberg y

Tokio, es una pretendida “continuidad” de normas

y principios respecto de un vacío fáctico. ¿Cómo

puede haber continuidad cuando hay ruptura?

¿Cómo se puede pretender la continuidad cuando

se trata justamente de regímenes de signo opues-

to, uno autoritario y el otro democrático, que se

definen por una negación excluyente?7

Teniendo en cuenta las diversas experiencias de

“justicia retroactiva”, a la pregunta acerca de si se

violan los principios de legalidad e irretroactividad

de la ley penal y la garantía de juez natural, debe-

remos convenir en que ello es así, pero no olvide-

mos que se trata de una aporía, en la medida en

que no cabe posibilidad fáctica de establecer las

relaciones de causalidad que nos imponen dichos

principios (empezando por las normas jurídicas y

los mecanismos institucionales hasta alcanzar el

marco del régimen político). Pero lo que es más

grave aún, es que el derecho no logre hacer suya

la realidad de la fundación de un nuevo orden

político, que avasalla con fuerza arrolladora cual-

quier argumento en contrario. La fundación de un

nuevo orden político no es más ni menos que el

ejercicio del poder constituyente de toda acción

revolucionaria que fija, según su propia Weltans-

chauung –visión del mundo-, sus principios.

5 Adviértase que toda práctica de justicia institucional es

siempre “retroactiva”, es decir, posterior a la acción que da

lugar al ejercicio de la jurisdicción.

6 Cabe hacer notar la carga semántica de la denominación

que se atribuye el gobierno de facto como “Proceso de

Reorganización Nacional” respecto de su proyecto socio-

político: se trata, pretendiendo inscribirse en la línea de lo

que había hecho el patriciado nacional poco más de cien años

antes aunque guardando diferencias con él (“Proceso de

Organización Nacional”), de reorganizar la “nación argentina”

(el orden nacional, los valores occidentales y cristianos, la

esencia de la argentinidad) que había sido “desorganizada”

y corrompida por elementos foráneos y contrarios a ella,

como era la ideología de los así denominados “subversivos”

que pretendían pues, a sus ojos, “subvertir” un mentado

orden histórico y natural de la sociedad argentina.

7 Uno de los aspectos fundamentales de esta relación a nivel

jurídico en la Argentina, lo constituye la así denominada

“doctrina de facto”, elaborada nada más ni nada menos

que por la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN)

en particular desde los años 1930 y repetida a lo largo

de las décadas siguientes aunque con modifi caciones a

partir de la última transición posdictatorial, por la que se

convalida la continuidad institucional entre regímenes de

facto y democráticos. En este sentido, ver, por ejemplo,

las Acordadas de la CSJN del 10 de septiembre de 1930 y

del 7 de junio de 1943. A mayor abundamiento, cf. BIDART

CAMPOS, Germán, La doctrina de facto, cap. XLV del tomo

II del Tratado de Derecho Constitucional Argentino,

Buenos Aires; Ediar, 1986 y sus tímidas críticas a la doctrina.

8 ARENDT, Hannah, On Revolution, London & New York:

Penguin Books, 1990, p. 204.

9 ARENDT, Hannah, The Human Condition, Chicago and

London: The University of Chicago Press, p. 246.

El ejercicio del poder constituyente

y la fundación de un nuevo orden

Hannah Arendt se ocupó muy especialmente

de la cuestión de la fundación de un nuevo orden

en Sobre la revolución (1963). Arendt sostiene

que las revoluciones son los únicos acontecimien-

tos políticos que nos confrontan directa e inevita-

blemente con el problema del comienzo, y sobre

todo, de un nuevo comienzo de un orden socio-

político. De ahí que las revoluciones nos confron-

ten con el problema del fundamento de todo

orden político, es decir, con el problema de la le-

gitimidad del orden, que remitirá, antes que nada,

a la necesidad de legitimar su fundación. Se trata,

en términos filosóficos, del problema del absolu-

to, el de la producción de un nuevo origen y un

nuevo comienzo. Arendt analiza, en particular, las

dos experiencias revolucionarias fundantes de la

modernidad política: la estadounidense (1776) y la

francesa (1789) y señala que la revolución estado-

unidense legitimó el ejercicio del poder constitu-

yente en su propio acto de fundación, es decir,

no sacó más legitimidad que de sí misma (de ahí

su modernidad por oposición a un fundamento

trascendente sea el “Dios de la naturaleza” o las

verdades evidentes por sí mismas). La revolución

estadounidense instituyó una autoridad median-

te el acto de fundación. De ahí que, para Arendt,

sea “inútil la búsqueda de un absoluto con que

romper el círculo vicioso en el que queda atrapa-

do inevitablemente todo comienzo debido a que

“este absoluto” reside en el propio acto del co-

mienzo mismo”8.

Arendt refuerza esta concepción de la fun-

dación de un nuevo orden (novus ordo sae-

clorum), con sus ideas sobre la acción humana,

llave de acceso a la política, y el nacimiento. En

La condición humana (1958), en el capítulo de-

dicado a la acción, Arendt sostiene que la facul-

tad de la acción implica siempre el comienzo de

algo nuevo y en este acto, la interrupción del ciclo

natural, biológico y automático que lleva inexora-

blemente del nacimiento a la muerte, “como una

advertencia siempre actual de que los hombres,

pese a que deben morir, no nacieron para morir

sino para comenzar”9. Aquí Arendt compara a la

acción, al contrastarla con el movimiento cíclico

natural de la vida de los seres vivientes, con un

milagro. La facultad de la acción está ontológica-

mente enraizada en la natalidad, es decir, en el

nacimiento de nuevos hombres y en el nuevo co-

mienzo y, sobre todo, en las posibilidades de sus

acciones futuras.

En este sentido, conviene aclarar que el poder

constituyente es la definición misma de lo políti-

co, toda la vitalidad e ilimitación que la institución

Page 10: Derecho y Barbarie II

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POSDICTADURA Y DERECHOS HUMANOS

de la praxis política implica10, y que la categoría no

se restringe al limitado sentido que le asignan la

ciencia jurídica y el constitucionalismo. Antonio

Negri se abocó muy particularmente al análisis de

los alcances y límites del concepto (en una obra

que lleva ese nombre, The Constituent Power,

1994) y como él mismo explica “en la radicalidad

de su fundamento y en la extensión de sus efec-

tos, entre democracia y soberanía, entre política y

Estado, entre potencia y poder”11. Negri sostiene

que el poder constituyente es la contracara de la

democracia y, como tal, constituye un concepto

en crisis en tanto categoría jurídica en la medida

en que es subordinado a la función representativa

o al principio de soberanía. El poder constituyen-

te, como la democracia, resiste, por definición, la

constitucionalización. Por lo tanto, ante esta para-

doja, lo mejor es aceptar la crisis y de esta manera

captar mejor la naturaleza del concepto como au-

sencia, como vacío, como deseo, una antiutopía,

es decir, “una desbordante actividad constitutiva,

entendida como la utopía, pero sin ilusión, llena

por el contrario de materialidad”12.

Nada hay que impida entonces un nuevo régi-

men, sino el empuje y las capacidades de las fuer-

zas revolucionarias, pero, llegados a este punto,

será necesario plantear cuáles serán las concesio-

nes que el nuevo régimen desea realizar con todos

lo actores en juego, con sus “tradiciones” (valores,

creencias, prejuicios, odios, amores, etc.), con las

propias y con todo aquello que acarrea tras de sí

y en sí y en el marco del mundo en el que vive. Lo

cual quiere decir que todo nuevo régimen puede

hacer cualquier cosa pero, en tanto y en cuanto

quiera ser considerado democrático, no deberá

traspasar los límites de aquello que en el espacio

contemporáneo se concibe como un régimen de-

mocrático y un Estado de derecho.

10 En este mismo sentido, cf. también, entre otras,

las posiciones de Cornelius Castoriadis (La institución

imaginaria de la sociedad, 1975) y Claude Lefort (Ensayos

sobre lo político, 1986).

11 NEGRI, Antonio, El poder constituyente. Ensayo sobre

las alternativas de la modernidad, Madrid: Libertarias/

Prodhufi , 1994, p. 18.

12 Ibídem, p. 34.

ARENDT, Hannah, Los orígenes del totalitarismo, Bar-celona: Planeta-De Agostini, 1994; La condición hu-

mana, Barcelona-Buenos- México : Paidós, 1983;

Sobre la revolución, Madrid: Alianza Editorial, 1968.

BARCESAT, Eduardo, Aportes para una teoría de la

transición de la excepcionalidad institucional al Es-

tado de Derecho (Ensayo formulado a propósito de

la ruptura de la ideología de la “seguridad nacional”), en Derecho al derecho. Democracia y liberación, Buenos Aires: Fin de siglo ediciones, 1993.

GARRETÓN, Manuel, Los derechos humanos en los

procesos de democratización, en JELIN, Elizabeth y HERSHBERG, Eric, (coordinadores), Construir la de-

mocracia: derechos humanos, ciudadanía y sociedad

en América Latina, Caracas: Nueva Sociedad, 1996.

KRITZ, Neil J., Transitional Justice. How Emerging De-

mocracies Reckon with Former Regimes, Washing-ton, D.C.: United States Institute of Peace Press, 1995.

MALAMUD GOTI, Jaime, Terror y justicia en la Argen-

tina. Responsabilidad y democracia después de los

juicios al terrorismo de Estado, Buenos Aires: Edi-ciones de la Flor, 2000.

MINOW, Martha, Between Vengeance and Forgive-

ness. Facing History after Genocide and Mass Vio-

lence, Boston: Beacon Press, 1998.

NEGRI, Antonio, El poder constituyente. Ensayo so-

bre las alternativas de la modernidad, Madrid: Liber-tarias/Prodhufi, 1994.

NINO, Carlos, Juicio al mal absoluto. Los fundamen-

tos y la historia del juicio a las juntas del Proceso, Buenos Aires: Emecé, 1997.

RAFFIN, Marcelo, La experiencia del horror. Sub-

jetividad y derechos humanos en las dictaduras y

posdictaduras de Cono Sur, Buenos Aires: Editores del Puerto, 2006; “El tratamiento del pasado”. Las re-

spuestas de la transición posdictatorial argentina a

las violaciones a derechos humanos de la dictadura

1976-1983, Buenos Aires: Editores del Puerto, 2007.

RINESI, Eduardo, Política y tragedia. Hamlet, entre

Hobbes y Maquiavelo, Buenos Aires: Colihue, 2003.

SANCINETTI, Marcelo, Derechos humanos en la Ar-

gentina post-dictatorial, Buenos Aires: Lerner, 1988.

Epílogo

Las desconexiones e incongruencias de la

praxis jurídica que se acaban de examinar, la dejan

completamente inválida, ciega y sorda, caminando

a tumbos por un mundo que, en muchas oportu-

nidades, desnuda con toda evidencia lo espúreo,

interesado y parcial de sus discusiones.

Revisar algunas de las cuestiones fundamen-

tales que marcan la construcción de un orden de-

mocrático, es decir, el pasaje desde un régimen

político (autoritario) a otro (democrático), esto es,

de una transición a la democracia, constituye tam-

bién un acto y un ejercicio de memoria. Ella tam-

bién es fundamental a la hora de la construcción

democrática y del ejercicio de la política. Puesto

que sin memoria es imposible cualquier proyec-

ción e institución de una subjetividad plena. ¿Por

qué es importante la memoria? Para ser. Sin me-

moria y sin historia, no podemos ser. Pero estas

cuestiones ameritan otros debates específicos. .

Bibliografía sugerida:

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EL LEGADO DE GRAMSCI

“¡Hay que lograr que ese cerebro deje de fun-

cionar!”, exclamó entre la desesperación y la im-potencia el fiscal del régimen fascista ante la corte que estaba juzgando al fundador del Partido Co-munista Italiano. La corte, naturalmente, obedeció a su mandato y lo condenó a veinte años, cuatro meses y cinco días de prisión y a pagar una con-siderable suma de dinero en concepto de multa. Allí pasaría los restantes once años de su vida sólo para ser liberado pocos días antes de su muerte, el 27 de Abril de 1937, cuando múltiples enferme-dades agravadas por la falta de cuidado médico, habían minado irreversiblemente su salud. Su lar-ga agonía en las mazmorras del fascismo revela no sólo la bajeza moral del régimen sino también el talante ético de su víctima. Es bien sabido que en múltiples ocasiones Mussolini le hizo saber a Gramsci -con quien había compartido en los años de la Primera Guerra Mundial algunas actividades en el marco del viejo Partido Socialista Italiano (principalmente en el diario Avanti!)- su decisión de conmutar su pena y dejarlo marchar al exilio, a condición de que el prisionero hiciera llegar su pedido de clemencia. Gramsci se negó terminan-temente a semejante humillación, pagando con

su vida la ejemplar coherencia de su conducta.

La preocupación del fiscal del régimen era más que comprensible, no así su perversa conclusión. Preocupación comprensible, decimos, porque sin duda Gramsci fue una de las más importantes ca-bezas teóricas del marxismo en el siglo veinte, a la altura de las más encumbradas, y comparable tan sólo con Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburg y tal vez, aunque esto sería motivo de arduas polémicas, con algunas pocas más. Pero hay una calificación muy importante: los tres arriba mencionados pertene-cían a una zona marginal del capitalismo europeo: Rusia y Polonia. Gramsci, en cambio, pensaba al marxismo y la revolución desde uno de los países que, en cierto modo al menos, se localizaba en el núcleo esencial del sistema capitalista. Es cierto que, tal como lo demostrara el propio Gramsci, en realidad no había una Italia sino al menos dos: el Norte próspero e industrial, con una influencia que llegaba hasta Roma y luego el Mezzogiorno; el Sur arcaico y tradicional, esa “inmensa disgrega-ción social”, en palabras del propio Gramsci, que le

otorgaba a Italia una fisonomía muy especial en el concierto de los capitalismos de la época. Si el Pie-monte y la Lombardía, con sus cabeceras en Turín y Milán, eran un reflejo latino del mundo industrial que agitaba la vida cotidiana en buena parte del Norte de Europa, la estructura social que se confi-guraba de Roma hacia el Sur tenía muchísimo más que ver con la periferia capitalista latinoamerica-na que con lo que acontecía de Roma al Norte. Pese a ser un hombre del Sur, a Gramsci, nacido en Cerdeña, le tocó pensar y actuar el marxismo allí donde Marx había dicho que debía producir-se la revolución socialista: en aquellas naciones en donde el capitalismo hubiera alcanzado su mayor desarrollo. Gramsci es, por lo tanto, el gran teórico marxista de la revolución en Occidente.

Para honrar tan ambicioso programa, nuestro autor tuvo que ser, al mismo tiempo, uno de los más lúcidos analistas de las estructuras económi-co-sociales y políticas de los capitalismos avanza-dos. Si Lenin, Trotsky y Rosa tenían siempre como telón de fondo las particularidades del desarrollo capitalista en Rusia –o en Polonia- y, al mismo tiempo, de su atraso con relación a otros países europeos, Gramsci siempre tuvo como horizonte de sus aportaciones los desarrollos experimenta-dos en los puntos más altos de la civilización del capital: referencias a la situación de Francia, Ale-mania e Inglaterra son constantes a lo largo de toda su obra así como a los Estados Unidos, algo que difícilmente encontramos en muchos autores de la tradición marxista. Esta permanente mirada hacia los capitalismos más desarrollados era im-pulsada por algunas preguntas a las que habría de dedicarle casi toda su vida: ¿por qué fracasó la re-volución en Occidente? y ¿cuál podrá ser el futuro del socialismo en Occidente?

No sólo su locación geográfica en el corazón capitalista europeo diferencia a Gramsci de sus predecesores “orientales”. Como lo subraya Perry Anderson en su Consideraciones sobre el mar-

xismo occidental, Gramsci es un teórico de otra generación y pertenece a otra época histórica. Le-nin había nacido en 1870, Rosa en 1871 y Trotsky en 1879. Gramsci, en cambio, es de 1891 y corres-ponde a una cohorte en la cual se incluyen Lukács (1885), Korsch (1886) y Walter Benjamin, nacido en

1892, fundadores, según el historiador británico, del “marxismo occidental.” Es decir, que cuando estalla la Revolución Rusa, Gramsci era un joven de veintiséis años que, hastiado del marxismo reseco, acartonado, convertido en un inofensivo catecismo redactado por el pontífice máximo de la Segunda Internacional (y de su partido guía, la socialdemocracia alemana), Karl Kautsky, escribe alborozado al confirmarse la noticia del triunfo de los soviets en Rusia un artículo cuyo tí-tulo lo dice todo: “La revolución contra ‘El Capital’ ”. ¿A qué se refería Gramsci con este título? A la versión de ese libro popularizada por el partido socialdemó-crata alemán y de la cual se “deducía” la imposibilidad abso-luta de una revolu-ción socialista en la periferia del capita-lismo. Y en caso de que tal monstruosa aberración tuviese lugar lo más conve-niente para el avance de la revolución mundial era abortar el proceso lo antes posible. Lo que ya era, el gobierno de los Soviets, “no podía ser”, porque el libro, según su erudito intérprete, decía que de-bía ser otra cosa.

El joven Gramsci se rebela contra tamaña in-sensatez. Había llegado a Torino en 1911, a la edad de veinte años, para estudiar en la Facultad de Le-tras de la Universidad de esa ciudad. Allí comien-za a desplegar una intensa actividad política en el marco del Partido Socialista y tiempo después, una vez producida la Revolución Rusa, en un grupo político denominado L’Ordine Nuevo (El nuevo orden) integrado, entre otros, por Palmiro Togliatti, quien luego sería el Secretario General del PCI, y otros jóvenes radicalizados como An-gelo Tasca y Umberto Terraccini. En 1921 Gramsci se encontraría entre los fundadores del PCI. De

*Lic. en Sociología, Magíster y Doctor en Ciencia Política. Profesor Titular de Teoría Política y Social (I) y (II) de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Director del Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales. www.atilioboron.com

inmediato asumiría un trabajo en el Secretariado de la Internacional Comunista que, entre 1921 y 1924 lo llevaría a vivir en Moscú y Viena. En 1924 regresa a Italia y es elegido Secretario General del PCI y al año siguiente diputado del Parlamento Italiano que ya funcionaba bajo las severas restric-ciones impuestas por el régimen fascista desde sus primeros años. A fines de 1926 es encarcelado bajo la absurda acusación de “haber querido ins-

taurar por la vio-lencia la república de los Soviets” en Italia, sometido a un proceso ju-dicial viciado de nulidad absolu-ta y condenado, como decíamos al principio, a una reclusión que ter-minaría con su

vida.

Si bien la producción de Gramsci con an-terioridad a su encarcelamiento es importante,

de lejos, el corpus principal de su obra es el que intermitentemente logra escribir, bajo las peo-res condiciones que puedan imaginarse, durante sus años en las cárceles fascistas. Pero no todo el tiempo, porque como lo expresa en su denso epistolario, sus privaciones, enfermedades y de-presiones lo obligaban a largos períodos de pasi-vidad en donde no hallaba fuerzas ni siquiera para leer. Pero sus célebres Cuadernos constituyen un aporte teórico de fundamental importancia. Es-critos y reescritos varias veces en unos cuadernos escolares, con una letra pequeña, casi diminuta, los Cuadernos contienen sus reflexiones sobre

El legado de Gramsci| Atilio A. Boron*

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EL LEGADO DE GRAMSCI

una amplia diversidad de temas y arrojan luz so-bre algunos de los problemas más importantes

del capitalismo contemporáneo. A la muerte de

Gramsci, estos manuscritos iniciaron una increíble

peripecia que tendría como etapas más significa-

tivas la España desgarrada por la Guerra Civil y la

Unión Soviética en-

frascada en la gue-

rra a muerte contra

el nazismo. Finali-

zada la guerra estos

preciosos escritos

emprenderían len-

tamente el retorno

a Italia donde, al

cabo de unos diez

años, comenzaron

a ser publicados

por Einaudi, una

editorial comercial

de Turín, porque el

Partido Comunista

Italiano, temeroso

de irritar a los custo-

dios del dogma que

sentaban sus reales

en Moscú con la di-

fusión de las ideas

de un pensador tan

“heterodoxo” como

Gramsci, se abstu-

vo de publicarlo en

Editori Riuniti, la

principal editorial

del partido. Es decir,

solo unos quince

años después de la

muerte de Gramsci

esos manuscritos

comenzaron a ver

la luz pública bajo

la forma de libros

compilados por un

colectivo de notables intelectuales dirigidos por

Palmiro Togliatti, a la sazón Secretario General del

partido italiano, con títulos precisos e índices te-

máticos muy específicos.1 Pero lo cierto es que

Gramsci jamás escribió esos libros sino una enor-

me serie de notas, o “notitas” (noterelle) como a

él le gustaba llamarlas, en donde volcaba sus re-

flexiones sobre hechos de los que lograba infor-

marse, los recuerdos de su época de estudiante, o

de las poquísimas informaciones sobre la situación

de las sociedades capitalistas a las que podía tener

acceso desde la cárcel. Notas que muy a menudo

contenían advertencias como “afirmación no su-

ficientemente controlada o probada” o “primera

aproximación al tema”, para dejar en claro que se

estaba en presencia de un pensamiento en cons-

trucción bajo las peores condiciones imaginables.

El infortunio editorial de tan excelsa produc-

ción teórica ha sido notable. Es casi un milagro

que no hubiera terminado convertido en cenizas

en la hoguera de sus carceleros fascistas o en la

de los custodios de la pureza del dogma. El periplo

recorrido por esos 33 cuadernos, apretujados en

una destartalada valija y recorriendo el dantesco

escenario que se extendía desde los Urales a los

Pirineos, provoca asombro todavía hoy. Grams-

ci sufrió una doble

censura: la de sus

carceleros fascistas y

la de los burócratas

del estalinismo que,

al igual que hicieran

con Mariátegui en-

tre nosotros, jamás

le perdonaron al

italiano su fidelidad

a las enseñanzas de

Marx, Engels y Lenin

y su rechazo a las

imposturas intelec-

tuales y políticas del

estalinismo. Los pri-

meros le impedían

a Gramsci acceder a

la producción teóri-

ca del pensamiento

socialista o marxista,

o enterarse de las

novedades y las no-

ticias de su tiempo a

las que se asomaba

por la dudosa vía

del rumor o, sobre

todo, leyendo algu-

nas revistas como

Civiltá Católica, que

informaba de algu-

nos de los hechos

de este mundo con

evidente parcialidad.

Sin embargo, era el

alimento que nece-

sitaba una mente

lúcida como pocas, audaz como casi nadie, para

bajo tan adversas condiciones producir la contri-

bución teórica más importante al marxismo en el

período posterior a la Primera Guerra Mundial y,

muy especialmente, desde la muerte de Lenin en

1924. Los segundos, a su vez, se prodigaron en

impedir la difusión de su pensamiento una vez

que su genio creador se apagara. Los principales

temas abordados en esos Cuadernos pertene-

1 Recién en 1971 el PCI publicaría en Editori Riuniti la obra

de Gramsci. Los títulos de los libros eran: Il materialismo

storico; Gli Intelletualli; Il Risorgimento; Note sul

Machiavelli; Letteratura e vita nazionale; y Passato e

Presente. En 1976 verían finalmente la luz los Cuadernos,

tal cual Gramsci los escribió. Fueron publicados, en el apogeo

de la hegemonía intelectual que el PCI había conquistado

en Italia, bajo la dirección de un gran estudioso del tema:

Valentino Gerratana, Editori Riuniti.

cen al corazón mismo de la teoría marxista de la

política y la cultura. Debemos a Gramsci una ela-

boración sobre el “estado ampliado” del capita-

lismo contemporáneo, un estado de clase (algo

que escamotean las lecturas socialdemócratas de

Gramsci) que sintetiza en su seno los tradiciona-

les mecanismos de la dominación y la coerción,

con los renovados dispositivos de la domina-

ción ideológica que Louis Althusser incluyó bajo

el nombre de “aparatos ideológicos del estado”.

Nuestro autor desarrolla asimismo una concep-

ción materialista de la hegemonía, que contrasta

vívidamente con algunas teorizaciones contem-

poráneas, como las de Ernesto Laclau y Chantal

Mouffe, para quienes la hegemonía es un etéreo

juego de “significantes flotantes” totalmente re-

movidos del sórdido materialismo de la sociedad

civil, para decirlo con una expresión muy usual en

los análisis de Marx. Gramsci también aporta nue-

vas hipótesis sobre los intelectuales y su función

política en la perpetuación del dominio de clase;

nos habla de los impactos que los desarrollos tec-

nológicos, como el fordismo, tienen sobre la so-

ciedad americana, desde la moral sexual hasta la

política; y también sobre la “revolución pasiva” y el

transformismo, como rasgos sobre los cuales se

asienta una transformación capitalista que se pro-

duce sin revolución burguesa, algo de suma im-

portancia para América Latina. Las crisis políticas y

la valorización de la función educativa y organiza-

tiva del partido político de las clases subalternas,

ese “príncipe colectivo”, es otro de los temas que

motivaron de su parte profundas reflexiones. Con

razón algunos autores llaman a Gramsci el teórico

de las super-estructuras, por la concentración de

su labor en el examen de estas cuestiones a las

cuales el marxismo de su tiempo, dominado por

el economicismo, no le había asignado la impor-

tancia que efectivamente tenían.

En sus numerosos escritos, Gramsci plasmó

una concepción metodológica del marxismo su-

peradora de los esquematismos en que la “filoso-

fía de la praxis” (como él designaba al marxismo

en su afán por sortear la censura carcelaria) había

caído tanto a manos de la social democracia ale-

mana como de la Tercera Internacional. Sería una

tarea imposible resumir en unas pocas líneas la

vastedad de su rico pensamiento que abarca casi

todos los aspectos de la vida social. Como vimos

más arriba, Gramsci fue un teórico político y un

filósofo, un crítico cultural y un internacionalista;

también un fino sociólogo cuyos análisis sobre el

Mezzogiorno italiano o sobre la vida cotidiana y

los usos, costumbres y creencias populares de

la sociedad norteamericana -muy especialmente

del modo en que el fordismo se expande desde

la fábrica hasta abarcar y modelar casi todas las

formas de la sociabilidad-, son hasta el día de hoy

piezas obligadas de referencia en cualquier estu-

dio sobre el tema.

Page 13: Derecho y Barbarie II

26

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27

EL LEGADO DE GRAMSCI

Quisiera concluir con una reflexión final, perti-nente especialmente para un público como el de

esta revista. Al hablar de los aspectos teóricos y prácticos del economicismo, Gramsci decía que el

liberalismo como filosofía económica y política se

basaba en un error teórico fácilmente detectable:

la tendencia a reificar una distinción entre socie-

dad política y sociedad civil que, siendo eminente-

mente metodológica, se convertía en orgánica u

ontológica y, a partir de la cual, el estado en cuan-

to sociedad política y la sociedad civil devenían

en “cosas” separadas, en “esferas institucionales”

distintas y separadas entre sí. Una distinción mera-

mente metodológica, decía Gramsci, se transmuta

en una separación ontológica entre esferas socia-

les aisladas, rompiendo la unicidad y totalidad de la

vida social. Ese desliz es congruente con la imagen

que la sociedad burguesa proyecta de si misma:

un conjunto de átomos individuales y de “partes”

separadas, cada una con su propia lógica y “leyes

de movimiento” y en donde los imperativos de

una, la economía, debe prevalecer sobre todas

las demás. El economicismo se convierte, para-

freaseando a Engels, en una verdadera religión de

la burguesía toda vez que sitúa a los imperativos

de la acumulación por encima de cualquier otra consideración. En los últimos tiempos, esta con-

cepción se expresó en el debate político argentino bajo el mandato de la “gobernabilidad”: cualquier gobierno debía garantizarla, para lo cual era nece-

Obras de Gramsci2

Notas sobre la revolución rusa (1917) La revolución contra el capital (1917) La poda de la historia (1919) La Internacional Comunista (1919) El Estado y el socialismo (1919) Un partido de masas (1921) El Partido y la masa (1921) El Partido Comunista y la agitación obrera en curso (1921) Enseñanzas (1922)

La crisis de la pequeña burguesía (1924) Necesidad de una preparación ideológica de la masa (1925) La situación interna de nuestro Partido y las tareas del próximo Congreso (1925) La situación italiana y las tareas del P.C.I. (1926) Carta al Comité Central del Partido Comunista

Soviético (1926)

Espontaneidad y dirección consciente (1931) Los 32 Cuadernos de cárcel no fueron escritos en

vistas a una publicación, pero cuando fueron publi-

cados por la casa editora Einaudi, se ordenaron en

seis volúmenes:

El materialismo Histórico y la filosofía de Benedetto Croce (1948) Los intelectuales y la organización de la cultura (1949) El Risorgimento (1949) Notas sobre Maquíavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno (1949) Literatura y vida nacional (1950) Pasado y Presente (1951)

2 Nota del editor

sario reconciliar la política con las necesidades de la economía. Bajo el capitalismo esto significó, lisa y llanamente, subordinar la democracia, la justicia o la igualdad a la primacía de la ganancia y los bien-hechores impulsos del mercado.

La base teórica y metodológica de esta engañi-

fa está en esa visión fragmentada de la vida social

que Gramsci criticó con simpar elocuencia. En el

plano académico esta reificación tuvo por conse-

cuencia legitimar los saberes parciales y compar-

timentalizados: una ciencia económica para “la

economía”; una ciencia política para el “estado y la

sociedad política”; una sociología para la “sociedad

civil”, el “derecho” para las normas, y así sucesiva-

mente. De este modo una correcta visión de la vida

social en toda su compleja interrelación se vuelve

imposible. Peor aún: se arranca de raíz cualquier

posibilidad de elaborar un pensamiento crítico y

emancipatorio, dado que sin una visión integrada

y totalizante de la vida social lo que existe, en su

irreductible fragmentación, es lo único que puede

existir. En este “pensamiento único” entronizado

como el “sentido común” epocal (otra categoría

gramsciana) cualquier referencia a la construcción

de una buena sociedad, es rápidamente desterra-

da del discurso político y descalificada como una

ingenua y romántica utopía de incurables soñado-

res. El marxismo de Gramsci es uno de los mejores

antídotos contra ese chantaje. .

Page 14: Derecho y Barbarie II

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29

LAS MUERTES DE DIOS SEGÚN HEGEL

Quien ha puesto en circulación el tema de la muerte de Dios es Nietzsche, pero antes Hegel se había referido al tema, desarrollándolo en dos

contextos diferentes, de modo que podemos ha-

blar de las dos muertes de Dios según Hegel. El

primer contexto se refiere al momento histórico de la destrucción de la polis y el advenimiento del imperio romano, y el segundo, al momento de las primeras comunidades cristianas. Ambos acon-tecimientos tienen determinados ejes comunes, pero presentan también notables diferencias.

La primera muerte de Dios

En el siglo IV AC. ya no sólo había pasado el

momento de florecimiento de la polis, sino que

ésta se hallaba en franca disolución. El individuo particular que hasta el momento se encontraba completamente inserto en la totalidad del pueblo, se acababa de desligar del mismo, celebrando su completa libertad individual en la comedia. Expe-rimentaba “un bienestar y un sentirse bien de la conciencia, tales como no se encontrarán nunca

ya fuera de esta comedia” (Hegel, 1973, p. 433).

Pronto habría de experimentar el individuo la fal-

sedad de su situación, pues detrás de su alegría se

escondía la más desoladora desgracia.

En la polis el individuo se encontraba en su

ethos, es decir, en su ámbito, en su hábitat, en el

cual su vida, completamente integrada al demos,

tenía plenitud de sentido. Al desprenderse del

demos, queda aislado, en el aire. Al primer senti-

miento de libertad le sigue el del vacío, para llenar

el cual se entrega al estoicismo, buscando en una

razón universal el sentido perdido. El consiguiente

fracaso lo vuelca al escepticismo, cuya conclusión

es la conciencia desgraciada, verdadero reverso

de la conciencia feliz expresada por la comedia.

“Es la conciencia de la pérdida de toda esen-

cialidad en esta certeza de sí y de la pérdida

precisamente de este saber de sí, de la sustancia

como del sí mismo, es el dolor que se expresa en

las duras palabras de que Dios ha muerto –Gott

gestorben ist-” (Hegel, 1973, p. 435). La aparición

del individuo por sobre la totalidad del demos que

le daba contenido y sentido significa la pérdida de

la sustancia, es decir, del contenido. El individuo

queda vacío.

“Es el dolor que se expresa en las duras pala-

bras de que Dios ha muerto”. El contenido de

esta muerte de Dios, anterior a la muerte del Dios

cristiano, significa que el mundo se desencanta,

que los dioses han callado, que sus leyes ya no

sirven, que no se cree más en los oráculos, que

“las estatuas son ahora cadáveres cuya alma vivifi-

cadora se ha esfumado, así como los himnos son

palabras de las que ha huido la fe” (Ibidem).

Los griegos no eran monoteístas, de mane-

ra que la expresión aquí empleada por Hegel, no

hace alusión a la creencia sobre la existencia fác-

tica de Dios o de los dioses. Apunta directamente

al significado del símbolo “Dios” o “dioses”. La vida

del ser humano no se reduce a cuestiones econó-

micas, a comer, vestirse y abrigarse, sino que se

expande en un mundo cultural donde se ubica el

sentido.

Dios o los dioses representados por estatuas,

celebrados en himnos, consultados sobre el des-

tino tanto particular como general de la polis, ex-

presan ese sentido sin el cual es imposible la vida.

Cuando ellos desaparecen, porque ya no hablan,

el mundo se desencanta. En lugar de ser un es-

pacio cualitativo, en el cual vale la pena vivir, pasa

a ser meramente cuantitativo, matemático, cuya

grandiosidad aterra, como lo experimentara Pas-

cal en el siglo XVII.

La destrucción de la polis va unida a la muerte

de Dios, o viceversa, la muerte de Dios va unida a

la destrucción de la polis. Es la totalidad dialéctica

de práctica y conciencia, práctica y teoría, prácti-

ca y filosofía, práctica y religión. Ninguna socie-

dad subsiste cuando los valores que la sustentan

vienen a menos y viceversa, cuando las prácticas

creativas de la sociedad languidecen, sus valores

se esfuman.

Es ésta una realidad histórica de la que siem-

pre fueron conscientes las potencias dominantes.

Para dominar a un pueblo es necesario destruir

sus valores, sus creencias, su fe, en una palabra,

su cultura. Mientras estas realidades culturales es-

tén vivas, el pueblo tendrá las fuerzas suficientes

para resistir.

“Las estatuas son ahora cadáveres cuya alma

vivificadora se ha esfumado”, dejaron de ser sím-

bolos vivientes de la trascendencia, en los que los

devotos se sentían expresados. Los “ilustrados”

criticaban estas devociones porque juzgaban que

se adoraba un pedazo de mármol o de madera,

pero el devoto nunca se detuvo en la expresión

material, siempre fue más allá, viéndose a sí mis-

mo en el símbolo.

Las estatuas no eran cadáveres, no eran sim-

plemente un pedazo de materia, sino que estaban

dotadas de vida poderosa y luminosa. La confianza

en esa vida, trátese de Zeus, Hera o Palas Atenea,

era la confianza en sí mismo que el devoto pasaba

a tener por intermediación del símbolo. Siempre

que un pueblo creyó en sus mitos, en sus dioses,

en sus héroes, tuvo la fuerza necesaria para crear,

para crecer, para luchar por su libertad.

De esta manera, comenta Hegel refiriéndose

a la muerte de Dios en el siglo IV, “el destino no

nos entrega con las obras de este arte su mundo,

la primavera y el verano de la vida ética en la que

florecen y maduran, sino solamente el recuerdo

velado de esta realidad” (Hegel, 1973, p. 436). Las

obras de arte en la época de esplendor de la polis

estaban llenas de vida, expresaban los valores y las

creencias que hacían de la polis una maravilla de

creatividad, de amor por la libertad, de fuerza para

el combate.

Esas mismas obras, como pueden verse, por

ejemplo, ya sea en el Museo Vaticano o en el mu-

seo del Prado, se encuentran privadas de vida.

Sólo nos recuerdan como una realidad lejana, el

contexto en que ellas fueron producidas. Sólo una

débil rememoración de la vitalidad de un pueblo

que se expresó de esa manera. Esas obras, otrora

seres vivientes, ya no son más que materia para la

investigación de científicos e historiadores que las

toman simplemente como “hechos”.

Todas las culturas tienen en su base mitos

fundantes cuyas narraciones entrelazan y estruc-

turan los grandes símbolos de esas culturas. Los

dominadores de todos los tiempos, los invasores,

siempre lo supieron. Para lograr el cometido de

la dominación siempre ha sido necesario destruir

los mitos, desorganizar los símbolos de la cultura

Las muertes de Dios según Hegel | Rubén Dri*

* Filósofo, Teólogo y Profesor consulto de la Facultad de

Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

a dominar. Esto está claro en la dominación que ha

ejercido el cristianismo sobre numerosas culturas.

El caso que más nos interesa es el de América.

En este continente había innúmeras culturas que

expresaban los valores y creencias de otros tantos

pueblos. Mientras estas culturas estuvieron vivas,

mientras sentían que sus dioses les hablaban, tu-

vieron la fuerza necesaria para resistir cualquier

invasión. El invasor español y cristiano procedió a

desarticular sus símbolos culturales. Con esta des-

articulación los pueblos perdieron su identidad,

sus dioses ya no les hablaban y, con ello, decayó el

ánimo de la autodefensa.

La manera de resucitar de su muerte conlle-

va la necesidad de recuperar sus tradiciones, sus

dioses, sus símbolos que, de hecho, pervivieron

camuflados detrás de los símbolos del opresor. Es

así como la Pachamama de los pueblos andinos

se camufló en las Vírgenes morenas. Estrategia

de supervivencia. Con la plena resurrección de sus

símbolos, de sus religiones, resucitan los pueblos.

Es el proceso que se está dando en América.

La segunda muerte de Dios

La segunda muerte de Dios acontece en el

cristianismo. Como se sabe éste se encuentra cen-

trado en la figura de Jesús de Nazaret, el Cristo.

Mientras Jesús vivió su misma presencia corporal

era un velo que impedía ver en él la divinidad. Para

que esto fuera posible era necesaria la muerte del

particular. De hecho, sólo después de la muerte

de Jesús los discípulos descubren en él al Cristo,

al Hijo de Dios.

Page 15: Derecho y Barbarie II

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LAS MUERTES DE DIOS SEGÚN HEGEL

Según la representación “la esencia divina se ha reconciliado con su ser-ahí mediante el acae-

cer de la propia enajenación de la esencia divina mediante su acaecida encarnación humana y su muerte” (Hegel, 1973, p. 454). Según la doctrina cristiana, Dios se hizo hombre, reuniendo en una misma persona la naturaleza divina y la humana. Esto es narrado, nos dice Hegel, como si fuera un acaecer, un acontecimiento histórico, cuando en realidad es un devenir del espíritu o concepto.

Éste se desarrolla dialécticamente desde el universal abstracto hacia el individual o universal concreto, pasando por el particular. El particular no es un individuo histórico, sino un momento de la autorrealización del espíritu. El acontecimiento en donde) Dios se hace hombre, no es tal, sino que “en sí”, naturaleza humana y naturaleza divina nunca estuvieron separadas.

El paso del universal al particular es una ne-gación, una muerte que debe dar paso a una se-gunda negación o muerte. Sólo desapareciendo el particular puede el universal recuperarse plena-mente como universal concreto. En este caso el particular está representado por un hombre, Je-sús de Nazaret. “En sí”, en él se encuentra el uni-versal, la divinidad, pero ésta no puede aparecer hasta que ese particular desaparezca.

Aquí es necesario tener presente la diferencia entre el ámbito de la representación y el del espí-

ritu. Éste último no puede ser representado por-que se encuentra más allá de toda objetualización. Pero el ser humano siempre necesita pasar por la representación. Ésta no puede concebir que el hombre es Dios, que lo humano es divino. Nece-sita representárselo, tomarlo como un aconteci-miento histórico y, en consecuencia, aleatorio.

Por ello, en el ámbito de la representación, el momento de la particularidad del espíritu aparece como la muerte del hombre particular, Jesús de Nazaret. En el ámbito del espíritu, en cambio, se trata de la muerte de la particularidad y, en conse-cuencia, la aparición de la universalidad.

De esta manera, Hegel expresa dialécticamente la experiencia hecha por los discípulos de Jesús de Nazaret según la narración evangélica de Lucas (Lc 24, 13-35) Una pareja desilusionada por la muerte de Jesús vuelve a su casa en la localidad de Emaús. En el camino se les hace presente Jesús resucita-do, pero ellos no lo reconocen. Llegados a Emaús entran en la casa y “una vez que estuvo en la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. En ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero ya había desaparecido”.

La presencia del particular, del hombre Jesús, es un velo que impide reconocer la divinidad. Ésta que está “en sí” en el hombre, en este caso en Je-sús de Nazaret, pero en realidad en todo hombre, no pasa al “para sí”, a los discípulos no se les abren los ojos, si el particular no desaparece. Los discí-pulos lo reconocen cuando Jesús parte el pan, es decir, en la comensalidad, el momento de máxima unión de la comunidad.

Esta desaparición de la particularidad es la se-gunda muerte Dios o, en realidad, la verdadera muerte de Dios. Esa muerte es “la muerte de su lado natural o de su particular ser para sí” (Id. p. 454). Desparece físicamente. El cuerpo, momento objetual del espíritu, momento en el que el espíri-tu, en cierta forma, hace pie, deja el vacío. Queda el espíritu solo, absoluta negatividad, es decir, ne-gación de toda objetualidad.

“La muerte de esta representación contiene al mismo tiempo la muerte de la abstracción de la

esencia divina que no se pone como sí mismo. Esta muerte es el sentimiento doloroso de la con-ciencia desgraciada de que Dios mismo ha muer-

to. Esta dura expresión es la simple expresión del saber de sí mismo más íntimo, el retorno de la conciencia a las profundidades de la noche del yo = yo, que no diferencia ni sabe ya nada, fuera de ella” (Id. p. 455).

El espíritu o sujeto o autoconciencia, es irre-presentable porque es la negación de todo objeto. El sujeto no es objeto, pero no puede ser sin obje-to. Basta para entender esto pensarse a sí mismo. La propia realidad espiritual o autoconciencia es

irrepresentable porque sólo los objetos son repre-sentables. Ahora bien, si desparece el momento objetual de la autoconciencia o espíritu, de éste no se percibe más que una “noche”.

Dios es el espíritu por excelencia. El ser huma-no necesita de la representación, que implica el momento de la objetualidad. Por eso a Dios se lo representa con la figura del ser humano. El cuer-po humano es su vehículo pero también su velo. La conciencia debe traspasar ese velo para que aparezca el espíritu sin interferencias, sin rastro de objetualidad. Al desaparecer el momento ob-jetual queda sólo el espíritu, noche profunda, en la medida en que no hay manera de lograr una representación. Es la muerte de Dios.

Es la muerte del Dios-objeto, del Dios repre-sentado, del Dios-sustancia, del Dios-algo, del Dios-ente y la resurrección del Dios-sujeto univer-sal que es vivido en la comunidad. Es la muerte del “hombre divino singular” y su resurrección como “hombre divino universal, la comunidad”. De esta manera lo expresa Hegel: “Así como el hombre divino singular tiene un padre que es en sí y solamente una madre real, así también el hombre divino universal, la comunidad, tiene por padre su propio obrar y su saber y por madre el amor eterno que se limita a sentir” (Hegel, 1973, p. 456).

Hegel recurre a la narración evangélica según la cual Jesús nace de María que es la madre “real”, siendo José un padre solamente “en sí”, pues, al no participar en la gestación no pudo pasar al “para sí”. Esto le sirve a Hegel para reflexionar sobre la concepción “del hombre divino universal”, es de-cir, la comunidad, la cual tendría como padre a “su propio obrar, es decir, el padre aquí es real, no ha quedado en el “en sí”. La madre, por su parte es el amor, en otras palabras, el sentimiento amoroso. Queda en el “en sí” en la medida en que no pasa a la conceptualización propia de la filosofía.

El sentido que en la primera muerte de Dios se encontraba en las estatuas, en los himnos, en los cánticos, ahora se encuentra en el sentimiento co-lectivo de la comunidad. Ésta es Dios, es decir, ésta es divina. Es allí donde se “siente” a Dios, sentido de los sentidos. La primera muerte es una trage-dia. Ese Dios muerto debe resucitar. La segunda muerte, por el contrario es necesaria. El Dios-obje-to debe morir para resucitar en la comunidad. .

Buenos Aires, 30 de enero de 2009

Bibliografía Hegel G.W.F.(1973), Fenomenología del Espíritu, ed.

Fondo de Cultura Económica, México.

Page 16: Derecho y Barbarie II

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DERECHO Y BARBARIE

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POLÍTICA, COMUNIDAD Y VIDA

Se pueden tomar casi todos los términos, todas las

expresiones de nuestro vocabulario político y abrirlos.

En su centro se encontrará el vacío.

Simone Weil, Escritos históricos y políticos .

La lengua no puede pronunciar el nombre

del que sufre.

Sólo hay locura en el nacimiento de la palabra.

Oscar del Barco. Poco, pobre, nada.

1. Entre tú y yo, un abismo, un vacío, un silen-

cio. Nadie mira, nadie escucha, nadie siente. Entre

tú y yo, la muerte. Como si el nosotros fuera apla-

zado por el espíritu de un mundo desgarrado. Un

mundo que llora, y que sangra precisamente allí,

en lo abierto. En aquello que de abierto hay en

nosotros. Pero en esa distancia, nuestros cuerpos

se tocan, y se cruzan. Se entrelazan. Y se salvan. Se

aman. Se lastiman. Se hieren. El dolor, mi piel, tu

carne. Y en ese instante un ardor, el cuerpo que-

ma. Y luego el frío, la soledad, el abandono.

Ya no hay todo ni parte. Ni tierra, ni mar. Solo

flujos, fluidos, virtualidades. No hay más número.

La ciudad se hace polvo. Y desaparece. De pronto,

un hombre tiembla ante la evidencia del temor a

su propio rostro. Una desnudez que estremece.

La angustia. No hay camino, solo viaje. Ulises sin

Itaca. Aquella ruta ya no conduce a ningún lado,

porque no hay principio ni fin, ni origen ni destino.

Estamos como en tránsito. A la deriva. Y la nada

asoma su rostro, y todo lo borra. Y todo lo cubre.

El extranjero llega y reclama los dones de la hos-

pitalidad. ¿Acaso no somos todos extranjeros en

una tierra de nadie? Sin ley, sin justicia, sin perdón.

A la espera de un tiempo por venir. De un tiempo

que no llega. Demorados en la espera. Porque ya

está aquí, llegando. Y sin embargo, también allí, en

cada pliegue, en cada umbral, en los intersticios,

en ese “entre” que ya somos, un desierto nos aco-

ge. Entre tu y yo, una comunidad, una vida.

¿Qué significa pensar la comunidad? ¿Qué im-

plica afrontar el riesgo de volver a pensar la idea

de comunidad, luego de la caída de los llamados

“socialismos reales” y ante la evidente crisis del pa-

radigma individualista neoliberal? Nuestro tiempo

es un tiempo de crisis. Los procesos de globali-

zación económica, política y cultural, han puesto

de manifiesto la precariedad de lo social contem-

poráneo. Terrorismo, conflictos interculturales,

migraciones masivas, refugiados, peligros medio-

ambientales, son tan solo algunos de los princi-

pales fenómenos que afectan nuestro mundo

común, hasta el extremo de que aquello que se

pone en juego en la actualidad es la misma idea de

“mundo-en-común”. Es por tal motivo que este

texto pretende ser una contribución, o podríamos

decir una insistencia, en sostener la cuestión de la

comunidad como nuestra pregunta más urgente.

2. Tal como afirma Fistetti, el de comunidad es

un concepto “polisémico” que a lo largo de la tra-

dición ha recorrido un camino sinuoso plagado de

disputas teóricas y batallas políticas. Sin embargo,

esta polisemia que el término lleva consigo, como

una sombra imposible de borrar, no ha impedido

que la cuestión de la comunidad se haya conver-

tido en la categoría fundamental del pensamiento

político, hasta el punto en que es posible sostener

una cierta identidad entre política y comunidad.

¿Qué otra cosa expresa la pregunta por el sentido

de lo político, sino acaso una interrogación radi-

cal sobre nuestro modo de vida en común, sobre

nuestra vida compartida? En este sentido es que

en los últimos años se ha abierto un campo de

reflexión novedoso respecto de su tematización

por la filosofía clásica y moderna, que al recuperar

la cuestión heideggeriana del Mit-sein (con ser) y

aquella del étre-avec (ser-con) elaborada por Batai-

lle, deconstruye el discurso metafísico junto con

su léxico categorial (Estado, soberanía, ciudadanía,

individuo), al interior del cual el concepto de co-

munidad ha sido forjado. Así lo ha entendido una

de las voces que con mayor insistencia ha abona-

do un camino en esta dirección. Nos referimos al

filósofo italiano Roberto Esposito. Al comienzo

de su libro Communitas. Origen y destino de

la comunidad, Esposito sostiene que la comuni-

dad aún mantiene un borde impensado, un lado

oscuro que ha obstruido la filosofía política al in-

tentar nombrarla. Porque la comunidad no es voz

ni palabra. No es verdad, razón, orden ni paz. Y

por eso, ella es incomunicable, inconfesable (Blan-

chot), inoperante (Nancy), inaccesible y, por lo tan-

to, siempre por venir (Agamben). Comunidad es

silencio, locura, dolor, muerte. Es un desgarro en

el corazón del individuo que coincide con lo más

profundo de nuestra intimidad (Pardo).

Este umbral no iluminado por la filosofía po-

lítica tradicional es lo que el filósofo italiano ha

denominado como lo impolítico1. Aquí radica para

el autor el problema fundamental de la relación

entre filosofía política y comunidad. Si lo político

coincide con la conflictualidad irreductible de un

mundo común y con ello del alma humana, el in-

tento de la filosofía política de cancelar, o al menos

de ordenar simbólicamente ese conflicto, anula al

mismo tiempo lo específicamente político. Por

eso es que lo impolítico, en este sentido, no debe

ser entendido como un concepto o una catego-

ría, ya que si lo fuera estaríamos atrapados en el

mismo horizonte del que se pretende desvincular.

Podríamos decir, siguiendo a Esposito, que lo im-

político es un punto de vista, un modo de mirar y

dejarse penetrar o atravesar a su vez por lo polí-

tico, en su irreductibilidad, en su diferencia, afir-

mándola como diferencia. El concepto que aquí

nos interesa para comprender esta cuestión es el

de representación, ya que lo impolítico adquiere

sentido justamente por oposición a ella. Tanto la

representación católica-romana del bien en poder,

como la hobbesiano-moderna expresada en la re-

lación representante-representado, lo impolítico

se mide por su grado de no representación. Dicho

de otra manera, lo impolítico es lo irrepresenta-

ble porque aquello irrepresentable es lo político

mismo. Y la comunidad, por lo tanto, no puede

traducirse al léxico filosófico político debido a su

constitutiva (im)politicidad.

Efectivamente, todas las filosofías políticas

contemporáneas de la comunidad – y no solo

ellas, ya que podríamos rastrear el origen del pro-

blema por lo menos hasta Platón-, el neocomuni-

tarismo americano, las éticas de la comunicación,

la sociología organicista, la tradición comunista,

son presas de esta imposibilidad radical. Imposi-

bilidad de pensar verdaderamente la comunidad,

inscripta en la singular paradoja en la que han caí-

do todas las filosofías dirigidas a ella, al identificar

lo común precisamente con su opuesto, lo pro-

pium (propio). Ya sea que se la considere como un

“atributo” que comparten determinados sujetos

Política, Comunidad y Vida El pensamiento biopolítico de Roberto Esposito

| Diego Conno*

* Licenciado en Ciencia Política, UBA. Docente de Teoría

Política Moderna, Fac. Cs. Soc., UBA. Becario doctoral Conicet,

con un proyecto de tesis sobre la cuestión biopolítica en la

teoría política contemporánea.

1 Ver Categorías de lo impolítico, trad. Roberto Raschella,

Buenos Aires, Katz ed., 2006.

Page 17: Derecho y Barbarie II

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DERECHOYBARBARIE

DERECHO Y BARBARIE

35

POLÍTICA, COMUNIDAD Y VIDA

individuales, o bien como una “sustancia” produ-cida por la unión de ciertos sujetos, el resultado es siempre el mismo: la comunidad así entendida es

vista “como una cualidad que se agrega a su na-

turaleza de sujetos, haciéndolos también sujetos

de comunidad.” (Communitas, 23) Es un “pleno”

o un “todo”. Un “bien”, un “valor” o una “esencia”.

En esta clave de lectura, lo común es definido por

la identidad de los elementos –territoriales, étni-

cos, lingüísticos- que la constituyen. En tal caso,

el punto de contacto de todas estas elaboraciones

es que la noción de comunidad se ha tejido so-

bre el trasfondo de la categoría de sujeto. Es, sin

embargo, a partir de una deconstrucción de este

entramado metafísico, que otro pensamiento de

la comunidad es posible.

3. Así es como la noción de comunidad elabo-

rada por Esposito se ubica en un registro radical-

mente distinto. Leyendo a contrapelo la filosofía

política moderna Esposito suspende su léxico, y a

partir de una indagación etimológica del concepto

de comunidad, reconduce la cuestión a su matriz

ontológica. Es a través de una recuperación del

significado etimológico del término latino com-

munitas que es posible una re-semantización de

la noción de comunidad. La primera indicación

que Esposito nos presenta es que el sustantivo

communitas al igual que el adjetivo communis

hacen referencia a aquello que no es propio. Tal

como afirma el filósofo italiano “en todas las len-

guas neolatinas, y no sólo en ellas, común (com-

mun, comune, common, kommun) es lo que no

es propio, que empieza allí donde lo propio ter-

mina” (Communitas, 25-26) Para luego continuar

acentuando su carácter plural, puesto que lo co-

mún es lo referente a todos, o cuando menos a

los muchos. Es público y general en contraposi-

ción a privado y particular. Es lo colectivo y por lo

tanto de todos. Sin embargo, y este es el punto

que Esposito rescata, hay un segundo significado

que revela el carácter constitutivamente polémico

del concepto de comunidad. Es el que se refiere

al término munus, y que connota una cualidad o

condición social, distanciándose así de la oposición

público/privado para vincularse con la idea de de-

ber. En este sentido, el vocablo munus contiene

tres significados heterogéneos: onus, officium y

donum, de los cuales este último es el de mayor

complejidad semántica. La inscripción de los dos

primeros en la idea de deber es bien clara. Hacen

referencia a una “obligación”, “función”, “cargo”,

“empleo”, “puesto”. En cambio el don, suele vin-

cularse con la idea de una acción libre y voluntaria.

En este caso, la particularidad del don implicado

en el término munus se expresa en su sentido de

obligatoriedad: “es un don que se da porque se

debe dar y no se puede no dar”. (Communitas,

28) De esta manera el munus manifiesta su carác-

ter negativo, ni posesión ni ganancia, sino pérdi-

da, sustracción, cesión. “El munus es la obligación

que se ha contraído con el otro, y requiere una

adecuada desobligación” (Communitas, 28). De

este modo se rompe el dispositivo de intercambio

que ha caracterizado con todo a la filosofía política

moderna, para vincular la cuestión de la comuni-

dad con la problemática del don.

Pero entonces, ¿qué es lo común? ¿Es posi-

ble y, más aún, deseable hablar de un “algo” o de

una “cosa” en común? ¿No es precisamente el ca-

rácter positivo de la “cosa” lo que ha conducido

en el siglo XX a los regímenes más atroces, ya sea

a favor de una única sustancia constituida por la

raza en el caso del nazismo, o de una esencia des-

alienada para el stalinismo? Aquí, la radicalidad del

planteo de Esposito. No hay ninguna cosa positiva,

ningún bien, ninguna propiedad, ningún interés

que tengan en común los miembros de una co-

munidad. Ningún atributo, sustancia o esencia.

Sino más bien una carga, un encargo, una deuda,

una falta. Más que una comunidad de algo, una

comunidad de nada, o lo que es lo mismo, nada

de comunidad. Comunidad entonces, insustancial

e inesencial. Dicho de otra manera, en un sentido

que mantiene cierta afinidad con todas las imá-

genes del delito fundacional en el que se asienta

toda comunidad, desde el relato bíblico de Adán y

Eva hasta el mito de la horda primitiva narrado por

Freud en Totem y Tabú, sin olvidar el asesinato

de Abel a manos de Caín, o aquel más próximo

de Remo a manos de Rómulo que diera origen

a Roma, la comunidad siempre está en falta, co-

rroída por el miedo (Hobbes), acechada por la cul-

pa (Rousseau). Es por eso que precisa de una ley

(Kant) para salvarla de su trágico destino. Hay una

falla constitutiva “de” y “en” nuestra vida compar-

tida, en nuestra “con-vivencia”. De este modo, la

comunidad se desvincula de una ontología posi-

tiva que bajo muy distintos enfoques ha plantea-

do la filosofía política moderna, pero también la

clásica, para apoyarse en una ontología negativa.

Communitas es efectivamente, “el conjunto de

personas a las que une, no una <<propiedad>>,

sino justamente un deber o una deuda. Conjunto

de personas unidas no por un <<más>>, sino por

un <<menos>>, una falta, un límite que se con-

figura como un gravamen, o incluso una moda-

lidad carencial, para quien está <<afectado>>, a

diferencia de aquel que está <<exento>> o <<exi-

mido>>.” (Communitas, 29-30). El discurso de

la communitas toma así distancia de la dialéctica

público/privado para inscribirse en un nuevo hori-

zonte de sentido: la bipolaridad communitas-im-

munitas. Si común es aquel que tiene la obligación

de realizar una función o saldar una deuda, por

el contrario inmune es el que al negar el munus

del que forma parte está dispensado de tal obliga-

ción. La identidad común- propio es así cancelada

y desplazada por el par común-impropio. Lo que

caracteriza a lo común no es en verdad lo propio,

sino más bien lo impropio, o más exactamente lo

otro. La comunidad manifiesta entonces, su ca-

rácter especular respecto de la subjetividad. No

hay una comunidad de los sujetos, porque ella es

precisamente lo que socava la misma subjetividad.

Es lo otro del sujeto, su reverso, su no ser nin-

gún sujeto. En efecto, no hay sujeto de la comu-

nidad porque ella es “la expropiación de la propia

sustancia que no se limita a su “tener”, sino que

implica y corroe su mismo “ser sujetos”. (Nihilis-

mo y Política, 38) En tal caso, es posible sostener

que el grado de intensidad de la comunidad no

acompaña el proceso de individuación sino que es

inversamente proporcional al mismo.

La comunidad así entendida es el “con”, o el

“entre”, vale decir, un modo de relación que al

tiempo que nos vincula con los otros destruye

nuestra propia identidad, altera nuestra subjeti-

vidad, instaurando una distancia respecto de no-

sotros que hace que cada uno no sea idéntico a

sí mismo, y por ello nos hace ser “diferentes”. O

mejor, en un sentido que conduce a una nueva

ontología de la comunidad, el ser mismo como re-

lación. La cifra de la comunidad entonces, ya no es

la identidad sino la diferencia. Es por eso que la co-

munidad nunca es nuestra, siempre es de otros.

De los otros. Pero una diferencia tal que debe ser

contenida y cancelada para su salvaguarda. Pre-

cisamente porque la comunidad no es reunión,

asociación o comunión sino exposición y exterio-

rización de lo interno. “No calienta y no protege.

Al contrario expone al sujeto al riesgo más extre-

mo: el de perder, con su propia individualidad, los

límites que garantizan su intangibilidad por parte

del otro. De resbalar repentinamente en la nada

de la cosa” (Nihilismo y Política, 40), o sea, en la

muerte.

De ahí, como nos recuerda Esposito, la intui-

ción de la filosofía política de que la cuestión de

la comunidad se toque con aquella más extrema

Page 18: Derecho y Barbarie II

36

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37

POLÍTICA, COMUNIDAD Y VIDA

y más oscura de la muerte. Este es el punto de

contacto también entre comunidad y nihilismo, o entre comunidad y nada. No porque el nihilismo venga a devolver el sentido originario de la comu-nidad sino porque por el contrario, manifiesta el síntoma de este desvío que atraviesa nuestra mo-dernidad política: la negación de la nada. Exacta-mente, como bien advierte Espósito, el nihilismo “no es la expresión sino la supresión de la nada-en-común”, (Nihilismo y Política, 39), y por lo tanto de la comunidad.

Así lo ha entendido quien fuera el fundador del nihilismo político moderno. Naturalmente nos referimos al filósofo inglés Thomas Hobbes.

Es la negatividad originaria de la condición natural

del hombre la justificación de un orden soberano

cuya eficacia radica en la capacidad de cancelar el

munus que la communitas comparte. Como ya es

bien conocido, la igualdad natural del hombre ra-

dica en la posibilidad de que cualquiera pueda dar

muerte a cualquiera. Es este don de muerte el que

precisa ser inmunizado. Que haya sido Hobbes, el

primero en dar cuenta de esta problemática que-

da evidenciado por el hecho de ubicar el carácter

originario del miedo. “El miedo no solo está en el

origen de la política, sino que es su origen, en el

sentido literal de que no habría política sin mie-

do.” (Communitas, 56) Es frente a esta necesidad

intrínseca del concepto de comunidad y de toda

comunidad política realmente existente, que se

levantan todos los dispositivos inmunitarios des-

tinados a cancelar, o cuando menos frenar, aquel

munus originario que nos acomuna.

4. Ya desde el comienzo de Immunitas. Pro-

tección y negación de la vida. puede leerse que

la inmunidad no es simplemente lo contrario u

opuesto a la comunidad sino su contraparte, su

contrapunto semántico y político que la precisa

y la requiere. Si la comunidad expresa un com-

promiso de donación hacia el otro, la inmunidad

es la exoneración o dispensa de tal obligación. Si

la comunidad remite a algo general y abierto, la

inmunidad expresa lo cerrado y particular de una

situación no-común y por lo tanto propia. Si la

comunidad es riesgo, contagio y contaminación

recíproca que hace que el sujeto ya no sea dueño

de sí mismo y por eso se altere y devenga otro;

la inmunidad es la seguridad, asepsia, y profilaxis

necesarias para mantener al individuo lejos del

contacto con los otros y con lo otro de sí mismo,

a salvo en los confines de su propia identidad.

De esta manera se presenta la Inmunidad como

protección ante un peligro, una amenaza. El peli-

gro que implica nuestra propia naturaleza, nuestra

vida en común. El contagio y la contaminación son

vistos como aquello que perfora, lacera, destruye

tanto la vida individual como colectiva. Disloca las

identidades sembrando a su interior una diferen-

cia. Sin embargo, lo problemático no es tanto el

miedo al contagio sino su expansión y prolifera-

ción a todo el campo social, a todos los planos

de la vida. Tenemos entonces, ante el peligro o la

amenaza a lo común, el surgimiento de un dispo-

sitivo de seguridad, una defensa, una barrera de

protección y de contención: lo inmune.

Aquí el término inmunidad debe ser apre-

hendido en toda su complejidad. En efecto, la

Immunitas tiene dos vectores de sentidos: uno ju-

rídico-político, y otro médico biológico. El primero

hace referencia más específicamente al problema

de la comunidad y el segundo, podríamos decir, al

de la vida.

En el sentido jurídico-político el concepto de

Inmunidad se define por su carácter de privación o

negación. Es la negación del munus. El inmune es

el que no le debe nada a nadie. Es aquel que está

exento de la obligación del munus y por lo tanto

está dispensado. Sin embargo, tal como indican

los diccionarios, la immunitas no es solo dispensa

sino también privilegio. La inmunidad es del orden

de lo excepcional y de lo particular. Es aquello que

no sigue la generalidad. Es lo no común, y por lo

tanto propio, solo de algunos. O más precisamen-

te es lo anti-común, lo anti-social. Es la ruptura de

todo vínculo, de toda relación horizontal.

En su sentido médico biológico, la Inmunidad

aparece así como una “condición de refracción

de un organismo ante el peligro de contraer

una enfermedad contagiosa.” (Immunitas, 16)

El punto clave que a Esposito le interesa marcar

es el pasaje de la inmunidad natural a la adquiri-

da. Es decir, la idea de que inducir activamente, y

de manera controlada, algunas dosis de la misma

infección o del mal que se quiere eliminar, contri-

buye a inocular o neutralizar sus efectos nocivos.

La inmunidad no es por lo tanto una acción origi-

naria, sino más bien, una respuesta, una reacción

ante un peligro primero.

Se constituye de esta manera una relación in-

disoluble entre protección y negación de la vida.

Para que la vida pueda seguir siendo lo que es,

debe introducir a su interior algo que de alguna

manera la niega. Acá se inscribe la antinomia o

aporía fundamental de la modernidad que Espo-

sito rastrea en una genealogía de varios discursos:

derecho, teología, antropología, política, biología.

El paradigma de la inmunidad le permite al autor

superponer estos discursos, borrar sus fronte-

ras, y posicionarlos sobre una misma problemá-

tica que nos mete de lleno en una cuestión solo

ligeramente descentrada. Aquella inaugurada por

Foucault hace ya más de treinta años con el nom-

bre de biopolítica.

Lo que niega este dispositivo securitario es

fundamentalmente aquello que es más que vida,

lo que la excede, podríamos decir, su potencia

vital. Estamos en condiciones de decir entonces

que el problema mayor de la biopolítica, es decir,

su negatividad, no es solo la relación entre vida

biológica y política, ni tampoco una imbricación

que confunde sus términos, sino la reducción de

la vida a su mera conservación. Podemos así trazar

la serie política-inmunidad-biopolítica como eje

constitutivo de la modernidad. Acá es importante

marcar que el hecho de que la vida ocupe un lugar

central en el campo político es algo que podemos

encontrar ya en el mundo clásico. Basta recordar

la relevancia respecto de la política de nacimientos

operada en la antigua Grecia. La novedad de la di-

námica moderna es justamente la eliminación de

toda mediación entre política y vida. La biopolítica

es precisamente la anulación de toda forma de

vida, reduciéndola a sus elementos biológicos.

5. En Bíos. Biopolítica y Filosofía, Esposito

vuelve a insistir en la necesidad de un nuevo an-

damiaje conceptual a partir de la imbricación vida

– poder. Los acontecimientos contemporáneos

dan cuenta de una doble tendencia, dos procesos

convergentes. Una creciente imbricación entre

política y vida biológica, y una deriva mortífera.

Una biopolítica y una tanatopolítica. Acá Esposito

recupera la pregunta de Foucault: “¿por qué, al

menos hasta hoy, una política de la vida ame-

naza siempre con volverse acción de muer-

te?” (Bíos, 16) Dicho de otra manera: ¿Por qué la

biopolítica se transforma en tanatopolítica? Para

Esposito, Foucault no da una respuesta clara al

respecto. Por el contrario abre dos líneas de in-

vestigación que habilitan, en el debate político

contemporáneo, dos modos divergentes y opues-

tos de comprender el problema de la biopolítica.

Una lectura negativa (Agamben), y una positiva o

afirmativa (Hardt y Negri). El problema radica pre-

cisamente en una incertidumbre respecto de dos

dimensiones del problema: Una incertidumbre o

ambivalencia del significado, y una incertidumbre

o ambivalencia de su periodización. La tesis de

Espósito es que el paradigma de la Inmunización,

es decir, la protección negativa de la vida, y de la

comunidad, permite pensar la relación entre bio-

política y tanatopolítica en un mismo horizonte de

sentido, vinculando a la vez biopolítica y moderni-

dad. Como bien afirma nuestro autor, no es que

no existan poderes sobre la vida en la antigüedad

y el medioevo. La novedad de la biopolítica es su

íntima vinculación con la cuestión de la conser-

vatio vitae. Esposito presenta de esta manera,

no solo una sistematización de la problemática

biopolítica, sino también y al mismo tiempo, una

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POLÍTICA, COMUNIDAD Y VIDA

clave de lectura novedosa de nuestra modernidad política. Tanto de la realidad efectiva, como de

las categorías de análisis para comprender dicha

realidad. Así es como los conceptos centrales de

la filosofía política: soberanía, propiedad, cuerpo

político, libertad, nación, sacan a la luz su eminen-

te constitución biopolítica. Sin embargo, tal como

sugiere Esposito, es recién con el totalitarismo que

la biopolítica moderna adquiere toda su relevancia

y significación. En especial con relación al proble-

ma planteado por Foucault por el cual la política

amenaza la vida. Es con el totalitarismo nazi que

la política se biologiza plenamente y la biopolítica

se convierte en tanatopolítica. De esta manera se

lleva hasta el extremo la lógica inmunitaria hasta el

punto de vincular la vida de la nación con la pro-

ducción de muerte de una parte del pueblo, pero

que implica en la misma medida la muerte de toda

la nación. Muerte por un exceso de inmunización.

El totalitarismo, desde esta perspectiva, no es

un desvío respecto del proyecto moderno sino su

extremo cumplimiento que pone de manifiesto

la dialéctica negativa entre comunidad e inmuni-

dad. La inmunidad conserva la comunidad y a su

vez la vida, pero de un modo que la despotencia

y frena su desarrollo. La salva pero también la so-

mete al riesgo de implosión. Como lo expresa en

la contemporaneidad el auge de los dispositivos

de seguridad que llevan a un riesgo mayor aquello

que querían defender generando su propia des-

trucción.

6. Llegados a este punto, formulemos una ul-

terior y última pregunta. ¿Cuál es la relación entre

biopolítica y comunidad? ¿Qué significa pensar la

comunidad biopolíticamente? Este es el umbral

de reversibilidad de la biopolítica. Su posibilidad

afirmativa que coincide con una restitución de la

comunidad. Dirigiéndose contra sí misma a la ma-

nera de una autoinmunidad, la dinámica inmuni-

taria produce un efecto contradictorio y se abre

a una posible transformación. Así como ocurre

en los procesos biológicos de tolerancia inmuni-

taria, donde un trasplante de órganos introduce

un cuerpo extraño al interior de otro cuerpo, o

en el nacimiento, que como ya lo había señalado

Hannah Arendt, introduce algo nuevo al mundo,

los sistemas inmunitarios de la sociedad pueden

lograr un punto de inflexión que permitan re-

componer la relación con la communitas y con el

munus que ella lleva dentro. Este es, en efecto,

el núcleo que permite evidenciar el proyecto más

general de Espósito, que solo en parte ha sido de-

sarrollado, y que reclama un trabajo común: “no

tanto pensar la vida en función de la política, sino pensar la política en la forma misma de la vida.”(Bíos, 22) Este es el camino también, in-

concluso por cierto, que recupera y actualiza la

interrogación por el sentido de lo político, aunque

ella manifieste el carácter imposible de toda co-

munidad. Es esta misma imposibilidad la que lejos

de intentar realizarse en una nueva forma política

debe más bien pensarse en su constitutiva im-

posibilidad radical como el contenido vacío de la

democracia. Vacío, no porque no signifique, sino

precisamente porque aquello que significa es una

ausencia o una provisoriedad del sentido. El vacío

es en suma, “el ser mismo de la comunidad ex-

puesto al propio cambio.” Porque la comunidad

no está allí, ni aquí. La Comunidad no es “el lugar”

del sentido, como lo sugiere Nancy. Ni siquiera po-

dríamos decir que es “un lugar”. La comunidad es

justamente la ausencia de lugar, un “no lugar”. El

“no lugar” de nuestra existencia siempre compar-

tida y abierta al otro. A los otros. Al otro que hay

en el “yo” o en el “tu”, o mejor aún, a lo otro que

hay ya desde siempre en “nos-otros”. .

Bibliografía de Roberto Esposito citada:Communitas. Origen y destino de la comunidad (trad. de Carlo R. Molinari Marotto), Ed. Amorrortu,

Bs. As., 2003.

Immunitas. Protección y negación de la vida (trad. de Luciano Padilla López), Ed. Amorrortu, Bs. As., 2005.

Bios. Biopolítica y filosofía (trad. de Carlo R. Molinari Marotto), Ed. Amorrortu, Bs. As., 2006

Categorías de lo impolítico (trad. de Roberto Raschella), Ed. Katz, Bs. As., 2006.

Espósito, Roberto, Galli, Carlo y Vitiello, Vicenzo (comps.) Nihilismo y Política, (trad. Germán Prósperi), Bs. As.,

Ed. Manantial, 2008.

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VIOLENCIA LEGÍTIMA Y LEGÍTIMA DEFENSA

“En última instancia, el derecho consiste en esto:

una violencia a la violencia

por el control de la violencia”

R. Esposito2

Acerca de una intuición fundamental Este trabajo parte de una de tantas intuicio-

nes benjaminianas: la relación indubitable entre

violencia y derecho. Es mi ¿modesta? intención

echar luz sobre la relación entre violencia y dere-

cho, su maridaje histórico, su relación dialéctica o

más bien su imbricación perenne. Veremos aquí,

que la violencia constituye y conserva derecho,

pero también, que lo amenaza desde su interior.

Seremos testigos de un fenómeno extraño. El

derecho, en un movimiento desesperado de in-

ternalización de su afuera, absorberá su propia

negación y generará la anomia dentro del nomos:

nacerán así los espacios de excepción.

La pregunta será entonces ¿Cómo es que el

derecho interioriza su negación? ¿Cuál es el me-

canismo por el cual logra internalizar una violencia

más allá del derecho y a su vez cómo justifica tal

accionar? La respuesta queda, por ahora, en el tin-

tero. Sin embargo, adelantamos que creemos po-

der encontrar una respuesta, tal vez preeliminar,

en una institución del derecho mismo: la legítima

defensa.

Primera cuestión:Violencia y derecho, constitución y conservación del orden

En 1921 W. Benjamin escribe un ensayo titu-

lado “Para una crítica de la violencia”. En éste, el

autor de ascendencia judeo-alemana esboza una

intuición no menos que polémica3: la violencia se

encuentra tras todo el orden del derecho en sus

orígenes y conservación; en palabras del autor

“toda violencia es, como medio, poder que esta-

blece y mantiene el derecho”.4

Benjamin distinguirá entre dos formas de vio-

lencia -Gewalt- en cuanto al derecho: por un lado

la violencia fundadora, que será aquella que ins-

tituye y establece derecho y, por otro, la violencia

conservadora, que mantiene, conserva y asegura

la permanencia y aplicabilidad del mismo. Sin em-

bargo, Benjamín no tiene la simple intención de

insistir en la conexión que existe entre norma y

violencia, cosa que ya se encuentra en el centro

de toda una tradición de pensamiento realista5, “la

novedad radical del punto de vista de Benjamin

reside justamente en reconocerlos como modali-

dades, o figuras, de una misma sustancia -Gewalt-

que adquiere sentido precisamente a partir de su

superposición”.6 Es que en definitiva, “la violencia

no se limita a preceder al derecho ni a seguirlo,

sino que lo acompaña- o mejor dicho lo constitu-

ye- a lo largo de toda su trayectoria con un movi-

miento pendular que va de la fuerza al poder y del

poder vuelve a la fuerza”.7

Segunda cuestión: el temor del derecho y su negación

Pareciera ser que hay algo que el de-

recho teme más que a nada, algo que

produce en su organismo una reacción, un

estremecimiento, un escalofrío tembloroso: la

violencia en cuanto tal, fuera de su orden y con-

trol. Es así que el derecho monopolizará la violen-

cia, la tomará a su exclusivo servicio, por temor

a ella, asumiendo entonces la sustancia de la que

se quiere proteger. Benjamin dirá “podría tal vez

considerarse la sorprendente posibilidad de que

el interés del derecho, a monopolizar la violencia

de manos de la persona particular no exprese la

intención de defender los fines del derecho, sino,

mucho más así, al derecho mismo. Es decir, que la

violencia, cuando no es aplicada por las correspon-

dientes instancias de derecho, lo pone en peligro,

no tanto por los fines que aspira alcanzar, sino por

su mera existencia fuera del derecho”.8

Lo que se hace evidente aquí es que “lo que

amenaza al derecho no es la violencia sino su

‘afuera’. El hecho de que exista un afuera-del-de-

recho. Que el derecho no abarque todo; que algo

escape a su alcance”.9

La pregunta será entonces ¿qué es lo que el

derecho teme de esta violencia por fuera del de-

recho? “¿Cuál es la función que hace de la violen-

cia algo tan amenazador para el derecho, algo tan

digno de temor?” La respuesta “debe buscarse

precisamente en aquellos ámbitos en que, a pe-

sar del actual orden legal, su despliegue es aun

permitido”.10 Es decir, debemos dirigir la mirada a

aquellos espacios, a aquellos rincones del ordena-

miento donde la violencia es permitida más allá de

sus fronteras, en donde con un movimiento de

asimilación el derecho admite en su seno la vio-

lencia, la incorpora, y así la sitúa en un más acá de

las mismas.

Como ámbito, en su despliegue, la huelga se

nos presenta como un ejemplo paradigmático. La

violencia de la huelga es permitida por el derecho,

Violencia legítima y legítima defensa (algunas cuestiones en torno a una intuición benjaminiana)1

| Alexis Alvarez Nakagawa

1 Le agradezco a Mauro Benente por las valiosas críticas que

le formulara a este trabajo y a Santiago Ghiglione por las

sugerencias y correcciones que le realizara a este escrito.

2 Esposito, Roberto, Immunitas, Protección y negación de

la vida, Amorrortu, Bs As, 2005, p. 48.

3 Decimos que es una intuición porque Benjamin no se

preocupara en ninguna parte del ensayo por explicar lo que

afi rma. Es decir, se trata de una afi rmación a priori, tal vez

irreductible, de la cual el autor partirá y a partir de la cual

sacará conclusiones y derivaciones. Lo que nos interesa en

este punto, es esta intuición fundamental (porque funda,

constituye el ensayo) y no muchas de las derivaciones que

benjamín sacará a partir de ella (sobretodo las relativas a la

violencia mítica y divina).

4 Benjamin, Walter, Para una crítica de la violencia y otros

ensayos, Iluminaciones IV, Taurus, Madrid, 1991, p. 23.

5 En la cual se pueden situar Píndaro y Maquiavelo, entre

otros.

6 Esposito, R., Immunitas, Protección y negación de la

vida, Amorrortu, 2005, p. 46

7 Ibid

8 Benjamin, W., Para una crítica de la violencia y otros

ensayos, Iluminaciones IV, op.cit., p. 26 y 27.

9 Esposito, R., op. cit., p. 47.

10 Benjamin, W., Para una crítica de la violencia y otros

ensayos, Iluminaciones IV, op cit. P. 27.

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VIOLENCIA LEGÍTIMA Y LEGÍTIMA DEFENSA

aunque de forma limitada. Y el derecho permite esta huelga limitada, porque le teme a la violencia de la huelga sin control, a la huelga más allá de

todo limite, a la violencia de la huelga revoluciona-

ria. De esta manera, el derecho asimila lo que más

teme, y de esta manera lo controla en su seno. El

derecho asimila la huelga, la permite bajo ciertos

reparos, la direcciona bajo ciertos carriles, para así

evitar la violencia mayor de la huelga revolucio-

naria. Pero ¿qué es lo que teme el derecho de la

violencia más allá de sí, de la violencia de la huelga

sin control? “Lo que teme el estado, esto es, el

derecho en su mayor fuerza, no es tanto el crimen

o el bandidaje (…) el

estado tiene miedo

de la violencia fun-

dadora, esto es,

capaz de justificar,

de legitimar o de

transformar relacio-

nes de derecho, y

en consecuencia de

presentarse como

teniendo un dere-

cho al derecho”.11

Pero, es aquí

donde se nos pre-

senta la mayor para-

doja del derecho. En

este juego de per-

misión-asimilación el

derecho absorbe, en

sí mismo, aquello que lo amenaza. El orden jurídi-

co incorpora algo contrario a su propia lógica, a su

propia estructura que se sustenta en el monopo-

lio de la fuerza, admitiendo en su seno, la violencia

de los trabajadores, es decir, violencia externa y

extraña al derecho. Es aquí, en este punto, donde

el derecho incorpora su propia negación. Es aquí

donde el orden se convierte en paradoja, donde

Benjamin con buen olfato dice “hay algo corrom-

pido en el corazón del derecho”.12

Lo que amenaza al derecho pertenece enton-

ces ya al derecho, es derecho del derecho. En el

movimiento de asimilación el orden jurídico se

niega a sí mismo, a su lógica, a su estructura, e

internaliza las fuerzas de su propia destrucción.

Porque en definitiva, en el seno de la huelga con-

trolada, late, se despliegan, las fuerzas de la huel-

ga revolucionaria, de la violencia incontrolada, de

la violencia fundadora. Por tanto es en el derecho

donde se suspende la lógica del mismo. En su pro-

pio interior se abre un espacio anómico, un espa-

cio de excepción a las reglas que él establece.

La guerra es otro ejemplo de la aporía inter-

na del orden jurídico. “La violencia guerrera que

se parece al ‘bandidaje’ fuera de la ley, la violencia

pirata o de robo, se despliega siempre en el inte-

rior de la esfera del derecho. Es una anomalía en

el interior de la juridicidad con la cual parecería

romper”.13 La guerra trae en su lógica una violen-

cia que se sitúa por fuera del orden jurídico, en su

exterior. Pero el derecho, al incorporar el derecho

de guerra trae para sí, internaliza, algo que lo nie-

ga. Aquí también vemos que se abre un espacio

de no derecho, dentro del derecho.14

Tercera cuestión: estados de excepción y disciplinas

Con los ejemplos de la huelga y la guerra, Ben-

jamin nos muestra lo paradójico del derecho, que

encierra dentro de sí, dentro de su estructura, ele-

mentos que llevan a su propia negación. Es esto

lo que esta “podrido”, “corrompido”, dentro del,

en el corazón del,

derecho. El de-

recho concede el

derecho a su ne-

gación.

Sin embargo,

la total negación

del orden jurídi-

co se encuentra

en el Estado de

Sitio que se pre-

senta como la

excepción total,

la excepción de

las excepciones,

el estado de la

excepción15. Este

implica, lisa y lla-

namente, la sus-

pensión de todo

el orden jurídico; su anulación desde su interior.

Pero, ¿a quién se le reserva tal derecho que

niega el derecho en su conjunto?

Ya a mediados del siglo pasado, Carl Schmitt,

definía al poder soberano como aquel capaz de

decretar el estado de excepción y así suspender el

orden jurídico.16 Es que en determinadas situacio-

nes-Schmitt es un buen ejemplo- el pensamiento

jurídico puso en evidencia, con algo de descaro,

la estructura del orden. Él necesita para su pervi-vencia enmascarar su realidad de funcionamiento, velar sus mecanismos y engranajes. El derecho es el instrumento que él elige para su aceptabilidad,

es la máscara que enseña, que encuentra, para

ocultar sus mecanismos de funcionamiento. Sin

embargo, para que el velo no caiga, es necesario

que el mismo orden legal se excepcione. De esta

manera se cierra el circulo: la ley se excepciona, y

la excepción es ley.

Es que, en el fondo, como intuye Benjamin en

la octava tesis sobre el concepto de la historia,

la excepción es la norma17. Nuestras comunidades

políticas se pueden considerar constituidas de ex-

cepción y norma; norma enmascaradora y excep-

ción latente. El poder necesita, para sustentarse,

armar un espacio, o mejor, espacios, de anomia,

de ajuricidad, donde los actos del propio poder

no se rijan por los principios del derecho. De esta

manera, el derecho es negado para afirmarse. Se

niega el derecho para sustentar el orden, el orden

que en definitiva el mismo derecho consagra. Es

como si el derecho fuera la vestal de los sacrificios

que el orden exige, en momentos donde peligra

su propia existencia.

De esta manera, los espacios de excepción

dentro del nomos, no son más que una faceta de

la excepcionalidad del funcionamiento del poder.

Podríamos decir que en realidad los estados de

excepción legales no son más que el reflejo de un

poder anómico más espectral. Los estados de ex-

cepción juegan, se concretizan, cuando este po-

der de excepción espectral se torna insuficiente

para mantener el orden.

Agamben observa que el campo de concen-

tración – que se presenta como la apoteosis del

estado de excepción- es el espacio en el cual es

posible observar las relaciones de poder desnudas

de todos sus elementos enmascaradoradores. Sin

embargo, fue Foucault quien vio con mayor cla-

ridad este poder espectral que se extiende tras

todo el manto de ilusiones, y sobre todo de dere-

chos y garantías de tinte igualitario que presentan

nuestros ordenamientos jurídicos. Las técnicas dis-

ciplinarias que se ciernen sobre nuestras comuni-

dades políticas crean espacios de excepcionalidad,

de suspensión de la norma, un contraderecho,

que asegura un ejercicio de poder por fuera de la

ley y que en definitiva coadyuva al mantenimiento

del orden.

11 Derrida, Jacques, Fuerza de ley, El fundamento místico

de la autoridad, Tecnos, 1997, p. 89 y 90.

12 Etwa morsches im Recht., en el original. La traducción es

de Derrida. No tomo la traducción del texto que hasta ahora

seguimos que dice “hay algo corrompido en el derecho”)

por considerar mucho más expresiva la de Derrida, J., op.

cit, p. 98.

13 Derrida, J., op cit,, p 99.

14 Tanto la huelga como la guerra, tienen la potencialidad,

eventualmente, de fundar derecho.

15 El término “estado de excepción” lo tomo de la pluma

de Agamben. Es decir, con este término denoto un estado

entre la anomia y el derecho. Un espacio donde la norma

sigue vigente pero no se aplica, y lo que se aplica no es

norma vigente. Un espacio, en definitiva, de “anomia-

legal”. Sin embargo, lo que aquí me interesa no es la

fenomenología del estado de excepción sino cómo es que el

derecho incorpora el instituto del estado de sitio -que abre

un espacio de violencia por fuera del derecho-, y de esta

manera, al igual que con la huelga y la guerra incorpora lo

que niega su propia lógica. De este modo, este trabajo se

centra en la violencia anómica y sus formas de incorporación

al derecho, fenómeno que sucede tanto en la huelga y en

la guerra, como en el estado de excepción agambeniano –

fuerza que se aplica, pero no está vigente- (para el concepto

de “estado de excepción” ver, Agamben, G., Homo sacer,

El poder soberano y la nuda vida, Pre-textos, Madrid,

1995 y también Agamben, Giorgio, Estado de excepción,

Adriana Hidalgo, Bs As, 2005).

16 En palabras del propio Schmitt “es soberano quien decide

el estado de excepción” (Schmitt, C., “Teología política I”, en

Aguilar, O. (comp.), Carl Schmitt, teólogo de la política,

FCE, Méjico, 2001, p. 23.- el resaltado es mío).

17 Benjamin, W., “Tesis de filosofía de la historia”, en Discursos

interrumpidos, Taurus, Madrid, 1979, p. 182.

En palabras del filósofo francés: “Históricamen-

te, el proceso por el cual la burguesía ha llegado a

ser en el curso del siglo XVIII la clase políticamente

dominante se ha puesto a cubierto tras la insta-

lación de un marco jurídico explícito, codificado,

formalmente igualitario, y a través de la organi-

Page 22: Derecho y Barbarie II

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VIOLENCIA LEGÍTIMA Y LEGÍTIMA DEFENSA

zación de un régimen de tipo parlamentario y re-presentativo. Pero el desarrollo y la generalización de los dispositivos disciplinarios han constituido la otra vertiente, oscura, de estos procesos. Bajo la forma jurídica general que garantizaba un sistema de derechos en principio igualitarios había, subya-centes, esos mecanismos menudos, cotidianos y físicos, todos esos sistemas de micropoder esen-cialmente inigualitarios y disimétricos que consti-tuyen las disciplinas.”18

Por este poder disciplinario nuestras socieda-des quedan insertas entre la excepción y la nor-ma: “Es preciso más bien ver en las disciplinas una

especie de contraderecho. Desempeñan el papel

preciso de introducir unas disimetrías insupera-bles y de excluir reciprocidades […] en el espacio y durante el tiempo en que ejercen su control y hacen jugar las disimetrías de su poder, efectúan una suspensión, jamás total, pero jamás anulada

tampoco, del derecho.”19

18 Foucault, Michel, Vigilar y Castigar, Nacimiento de la

prisión, Siglo XXI, Bs As, p. 225.

19 Ibid, p 225 y 226 (las cursivas son mías).

20 No utilizo el término legítima defensa en su acepción legal. Es decir no me refi ero a la construcción dogmática de la legítima defensa propia del derecho penal liberal-burgués. Lo que trato de designar con este termino es el espíritu, el elemento fundamental, de lo que la construcción ético-jurídica denota. Según ésta, la legítima defensa es una violencia justifi cada por una violencia anterior. Es que no sería conveniente acotarnos a una legítima defensa, siendo que ésta excede en su génesis al derecho moderno-burgués. Ésta no es un invento de los sistemas jurídicos modernos, sino que se encontraba presente en otros desarrollos religiosos y éticos de tiempos pasados.

21 La cita es de Agamben, G., en Homo sacer, El poder

soberano y la nuda vida, op cit., p. 213.

22 Foucault, M., Vigilar y Castigar, Nacimiento de la prisión, op cit., p 202.

23 Elden, Stuart, “La peste, el panóptico y la policía”, Revista Nueva Doctrina Penal, N° 2004/B, Bs As, 2004, pp. 509 525.

Cuarta cuestión: incorporación y justifi cación de la anomia por la legítima defensa

Deberíamos preguntarnos, ahora, cuál es la lógica por la cual se incorporan al derecho estos espacios de anomia. En otros términos, cuál es el mecanismo por el cual el derecho incorpora tanto a la guerra como a la huelga, y en definitiva al estado de sitio, en su seno.

La huelga nos dice Benjamin, por más pasiva que ella sea siempre comporta violencia, en todo caso la violencia del chantaje. Sin embargo, esta violencia es violencia a otra violencia. Es la res-puesta violenta de los trabajadores a la violencia primera de la patronal. De manera que el dere-cho incorpora la violencia que amenaza su orden como violencia a otra violencia. Es este el modelo, es esta la lógica retórica y discursiva que el dere-cho sigue. Lo mismo sucede con la guerra. El de-recho de hacer la guerra, sólo se patentiza como derecho a la respuesta violenta de otra violencia. Es decir, para que la guerra sea legítima, debe me-diar una violencia anterior.

Vemos por tanto, que la lógica de la interiori-zación es la lógica de la defensa a la violencia, y la lógica de la defensa a la violencia es la lógica de la legítima defensa20.

Y lo mismo sucede con el estado de sitio. El art. 48 de la Constitución de Weimar- en la que luego se basaría la Verordnung zum Schutz von Volk

und Staat nazi-, rezaba así: “El Presidente del Rei-ch podrá, cuando la seguridad y el orden públicos se hallen gravemente perturbados o amenazados, adoptar las medidas necesarias para el restableci-miento de la seguridad pública, con el auxilio de las fuerzas armadas si fuera necesario. A este efec-to puede suspender temporalmente los derechos fundamentales contenidos en los artículos […]”21.

De este modo, cuando se halle amenazado el orden, cuando la violencia ponga en peligro al estado, el soberano cuenta con la facultad de suspender los derechos, para así, restablecer el or-den. De esta manera, la negación-suspensión- del derecho se legitima por su conservación, y en úl-tima instancia por la preexistencia de una violencia que lo amenace.

Vemos, entonces, que la lógica por la cual se legitiman los espacios de excepción y por la cual se incorporan los mismos al orden legal, es la misma tanto en la huelga como en la guerra y en los esta-dos de sitio. Sin embargo, cabe hacer notar que, el espectro de la disciplina, poder que se encuentra en los límites de la excepción, también, se justifi-ca e incorpora, de alguna manera, como legítima defensa. Defensa a la peste. Según Foucault los modelos disciplinaros surgen, se basan, en las for-mas de controlar el estado de emergencia ante la peste. En palabras del propio Foucault “Para hacer funcionar de acuerdo con la teoría pura los dere-chos y las leyes, los juristas se imaginaban en el

estado de naturaleza; para ver funcionar las disci-plinas perfectas, los gobernantes soñaban con el estado de peste”.22 Y en definitiva defensa de las pestes. Según Elden23, “la figura del leproso es una figura simbólica: las figuras reales eran habitual-mente los mendigos, los locos, los delincuentes”. La disciplina, espectro tras el derecho, se incorpo-ra así como medio de defensa social, medio de contrarrestar la violencia previa de la peste, del crimen.

Page 23: Derecho y Barbarie II

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VIOLENCIA LEGÍTIMA Y LEGÍTIMA DEFENSA

24 Antecedente histórico, del estado de sitio moderno, en la lex romana.

25 Mommsen, Theodor, Romisches Staatsrecht, Akademis-

che Druck,Graz, 1969, vol. I, pp 687 y ss (cit. Agamben, G. Estado de excepción, op cit., p. 88).

26 Balibar Étienne, Violencias, identidades y civilidad, Gedisa, Bs As, 2005, p. 114.

27 En este sentido, podemos parafrasear a Derrida y decir que, los estados de excepción no son más que “una anomalía

en el interior de la juricidad con la cual pacerían romper”.El término parecería indica aquí que la ruptura no se produce

realmente. Sin embargo, esto no excluye la existencia de una

anomalía, una paradoja en el orden interno del derecho.

Es por ello que, no hablamos aquí de contradicción, sino

de algo que sin contradecirse no deja de ser anómalo,

paradójico.

28 De alguna manera, derecho y legítima defensa se

identifi can, en tanto la aplicación del primero garantizaría el

sobrevenir de la segunda. De este modo, toda violencia por

fuera del derecho, tan sólo puede ser incorporada al mismo,

en tanto y en cuanto, se produzca su conversión en legítima

defensa.

que, si es cierto lo que decimos, si es cierto que

el derecho en su funcionamiento normal siem-

pre recurre al artilugio de la legítima defensa, que

toda violencia por fuera del derecho deba incor-

porarse a él, por este mismo medio, por medio de

la legitima defensa27. De esta manera, la legítima

defensa se convierte en la bisagra, en el punto de

unión, de la violencia legal y de la violencia anómi-

ca. Ambas juegan dentro de un mismo orden dis-

cursivo, ambas se justifican con la misma retórica

de la violencia a la violencia28.

Todo lo dicho nos debería llevar a indagar, en-

tonces, un poco más acerca de esta construcción ético-jurídica de la legitima defensa y su relación

con las formas de justificar la coacción –normal

o de excepción- en nuestro derecho moderno.

En este intento, deberíamos observar antes que

nada, cómo es que la tradición jurídica cooptó di-

versos elementos que a la sazón fueron utilizados

para enmascarar esta aporía interna del derecho,

para hacer menos evidente, su evidente parado-

ja. Y deberíamos tener siempre presente que este

modelo discursivo de la legítima defensa ha acom-

pañado y acompaña, cual rocinante, a cada acto

de poder violento que necesita de razones. .

A modo de conclusión El modelo de la legítima defensa, es decir la

violencia contra otra violencia anterior (ya sea la

patronal, el ataque exterior, la peste), es el modelo

retórico-discursivo, la construcción que se repi-

te como justificativo, para legitimar los espacios

de excepcionalidad (anomia) y a la vez incorpo-

rarlos dentro del espacio jurídico. Mommsen vio

claramente esto al describir el Iustitium24 roma-

no como una legitima defensa del Estado, decía:

“como en aquellos casos urgentes, en los cuales

la protección de la comunidad decae, cada ciuda-

dano adquiere un derecho de legítima defensa,

de allí que existe un derecho de legítima defensa

inclusive para el estado y para cada ciudadano en

tanto tal, cuando la comunidad está en peligro y la función del magistrado viene a faltar”.25

Ahora bien, ¿Por qué el poder necesita justi-

ficar su violencia anómica por el recurso de la le-

gítima defensa? ¿Por qué es que la excepción se

instala como defensa a otra violencia anterior?

Las respuestas, tal vez, las deberíamos buscar

en las prácticas discursivas y en los modos por las cuales se intentó, alguna vez, justificar la violencia. Todas ellas parecen convergir en una sola respues-ta: la única forma de justificar un acto violento -ya

sea legal o no- es como respuesta a otro acto violento previo.

En este sentido, Balibar nos dice que: “Cuan-to más oímos a historiadores, filósofos, juristas, politólogos discutir con respecto a la violencia, mayor es nuestro convencimiento de que el prin-cipal -acaso único- esquema lógico y retórico que sirve para legitimar la violencia es el de la con-

traviolencia preventiva”26. La legítima defensa

se presenta así como la mascarada retórica que

necesariamente debe acompañar cada acto de

violencia. De esta manera, la legítima defensa es el

núcleo duro, el modelo discursivo paradigmático del ejercicio del poder violento.

En este sentido, pareciera ser que todo el or-den del derecho se mueve con la cadencia, de la legítima defensa. De esta forma, el derecho busca

incesantemente la violencia anterior a su violencia

–venidera o presente- ¿Qué son los tribunales sino

grandes maquinarias de establecer quién es el pri-

mer atacante? ¿Qué son, sino usinas productoras

de la justificación de la coacción futura? De este

modo, el derecho sólo coacciona legítimamente a

quién atacó primero. La coacción civil o penal sólo

sobrevendrá después de descubrir la verdad de

lo sucedido: el problema es que la búsqueda del

derecho es unidireccional; la única verdad que le

interesa al derecho es la de quién es el agresor

y quién la víctima, quién agredió primero y quién

sufrió el ataque. No será de extrañar entonces

Page 24: Derecho y Barbarie II

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NOTAS SOBRE “EL ARTE, EL EJERCICIO DE LA CRUELDAD”

LIBROS

Georges Bataille, nació en Francia en los albores del siglo XIX. Miembro del movimiento surrealista hasta entrar en conflicto con Breton, perteneció al Círculo Comunista Democrático y fundó más tar-

de el Colegio de Sociología Sagrada junto a Roger

Caillois y Michel Leiris. Fue el fundador, también,

de las revistas Critique, Documents, y Acéphale

(la que también compuso una sociedad secreta),

y su obra se compone tanto de novelas y poesías,

como de escritos críticos y filosóficos.

Su pensamiento tiene como eje a la experien-

cia, en un rechazo rotundo (lo que llama “horror”)

del mundo cerrado, de lo que anotaba como “de-

bilidad del moralismo”. La experiencia, para Bataille,

se erige en única autoridad; y es por eso que mu-

chos de sus escritos han sido catalogados como

exposiciones de su propio yo a la experiencia mis-

ma. De hecho, Jean-Paul Sartre dijo de La Expe-

riencia Interior de Bataille, que era un “ensayo

mártir”. En esta inteligencia, Bataille llegó a decir

que la filosofía no era otra cosa que “ponerle un

traje a lo que existe, un traje matemático”.

El texto que nos ocupa, ha sido publicado re-

cientemente en una recopilación del trabajo de

este pensador que Adriana Hidalgo Editora rea-

lizó bajo el nombre de La felicidad, el erotismo

y la literatura. En este libro, además del ensayo

que le da nombre, se hacen sitio escritos tan es-

tructurales para la obra de Bataille como La au-

sencia de mito, La Guerra y la Filosofía de lo Sagrado, El Soberano, o El erotismo, Sostén de

la Moral –donde también vincula placer y horror,

como en este escrito que tomamos ahora, dicien-

do que “…no podemos gozar sino a condición

de seguir sintiendo vergüenza.”1 - ente muchos

otros.

“El arte, ejercicio de crueldad” fue original-

mente publicado en 1949, y abre diciendo que

“El pintor está condenado a complacer”2, indi-

cando que desde el inicio el artista no puede bajo

ningún concepto generar aversión con su obra,

salvo que exponga el horror para alejar al público

de éste –el aura de Benjamin: “la manifestación

irrepetible de una lejanía”3 , en una negociación

subterránea entre el placer, el horror, la obra y la

fulgurante necesidad de repregunta. Anota Ba-

taille que si bien el cuadro

puede contener, suponga-

mos, un suplicio, no es el

enmarcado en aquél su-

plicio el juez, es decir, no

es quien vaya a intentar

“amonestarnos”, sino que

nos ubicaremos frente al

objeto-arte desde aquella

lejanía que nos exime del

cuadro del que, justamen-

te, somos testigos. Enton-

ces la atracción y el interés

se debatirán con cualquier

horror posible, surgiendo

como vector el elemento

placer.

Bataille va a decir que el arte, si bien se ha li-

berado del servicio al sacrificio religioso de otrora,

permanece atado a la representación de lo repug-

nante. Ejercita un paralelo entre las paradojas de

la fiesta, de la emoción y del sacrificio, para decir

luego que una de las fallas de este mundo es la

última de esas paradojas, la del sacrificio.

Propone que la conducta que de niño se tiene

ante el mundo se corresponde con una de cons-

tante estado de sospecha; y que en la adultez

aquello se trueca hacia una sensación de posesión

del mundo y los objetos del mundo –y las ideas del

mundo y de los objetos del mundo– que detienen

en el ser aquél ejercicio de desconfianza, pueril e

ingenuo, el cual permite –en “sólo un pequeño nú-mero de nosotros”, dice el autor– descubrir (toda-vía) aquella esquirla del universo: la que llama “cruel costumbre del sacrificio”. Desde este panorama, anota, la imagen del sacrificio de Jesuscristo en la cruz permanece entre nosotros como una de las más notables expresiones de la crueldad en el arte. Luego indica que el sacrificio funciona como un señuelo; en este sentido, Bataille está advirtiendo que luego de aquella fascinación que genera, difícil es reponerse hacia un estado reflexivo. El sacrificio, entonces, enceguece, encandila.

En este sentido, el Jesús crucificado duplica la cruz; es la cruz sobre la cruz, es él mismo la cruz. Podríamos traer a Foucault cuando en Las

Meninas se pregunta por el espejo de la pintura, “¿Cómo podríamos evitar ver esta invisibilidad que está bajo nuestros ojos, ya que tiene en el cuadro mismo su equivalente sensible, su figu-ra sellada?”4. Es en este juego de duplicidades, de espejismos, donde se abre el abismo, la herida, el tajo en el bastidor. La inquietud que genera aque-lla latencia, aquella apertura que no cierra, sino que disloca el círculo.

La destrucción y el consumo en el arte no se-rían, por caso, más que expresiones modernas de aquel resabio de inercia de sacrificio, la herencia –por ejemplo en el arte plástico-. “Lo que siempre se espera es una fulguración que consume”5 va a decir Bataille, pero esa destrucción siempre será moderada, acota, ya que el deseo es también mo-derado, de un peligro que no se presente “dema-siado grave”6. Porque, como ya dijo, el sacrificio es un señuelo, y entonces el público estará some-tido, como un pez y un anzuelo, al juego latente de la tanza; es en esa tensión donde se ubica la potencia de la crueldad, y no en el filoso –concreta y definitivamente filoso- anzuelo (la imagen total del suplicio, por ejemplo), ni en el obtuso y en-ceguecido pez. Es en la tanza donde la crueldad resuelve la caza o no.

Pero, ¿por qué caemos en morder el anzuelo? ¿Por qué “picamos”? Y entonces Bataille vuelve a aquello que había propuesto; por el retazo de “sensación de farsa” que nos queda desde niños, por esa insistencia: todavía no terminamos de aprehender el universo, y entonces: “Lo que nos atrae en el objeto destruido […] es que tiene la capacidad de revocar –y arruinar- la solidez del sujeto”; “lo que esperamos desde la infan-cia es el trastorno del orden en que nos aho-gamos”.7

Finalmente, el sujeto se debate entre aceptar el universo sin preguntas, deteniendo la ingenui-dad en el límite que permita tolerar sin continuar la interrogación –alejarse, más y más, del cuadro, caminando de espaldas a él– o ceder a la trampa, pero de todas maneras, llegando a un vacío idén-tico; ya que como anota Bataille, de continuar hasta el final siguiendo el señuelo –de navegar el río tras en anzuelo y finalmente abrir la boca para morderlo– lo que quedaría por destruir sería el sujeto. No habría otra manera de exiliarnos del campo de ambigüedad que tanto nos inquieta. La misión del arte será entonces la de generar un minúsculo rapto, un instante apenas en el que, al exponernos lo terrible, la cercanía de la muerte nos silbe su aliento álgido en la cara, en un juego insondable con los límites, para devolvernos lue-go al plácido terruño que es la confianza despre-venida de nuestra (falsa) sensación de propiedad del universo. .

1 Bataille, Georges. “La Felicidad, el Erotismo y la Literatura”. Adriana Hidalgo Editora. Buenos Aires. Año 2008. Página 377.

2Bataille, Georges. Obra citada, página 117.

3 Benjamin, Walter en “La Obra de Arte en la época de su

reproductibilidad técnica”. Editorial Taurus. 1976.

4 Foucault, Michel. Las Meninas, en “Las Palabras y las

Cosas”. Página 14. Siglo XXI Editores. 2002. Buenos Aires.

5 Bataille, Georges. Obra citada, página 120.

6 Ídem nota 3.

7 Bataille, Georges. Obra citada, página 124.

Notas sobre El Arte, ejercicio de crueldad de Georges Bataille

| Valeria Tentoni

Page 25: Derecho y Barbarie II

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LIBROS

¿QUÉ ES LA PROPIEDAD?

En el primer número de Derecho & Barba-

rie comenté, junto a Claudio López, el libro El

anarquismo frente al derecho publicado por

la editorial Anarres. Allí decíamos que aquel tra-

bajo podía ser tenido como una excelente intro-

ducción al ideario anarquista. Continuando este

sendero, nada lineal por cierto, es que arribamos

al primer libro en el que un autor se reconoce

anarquista. ¿Qué es la propiedad?, editado por

libros Anarres, y disponible en forma gratuita en

http://www.quijotelibros.com.ar/anarres.htm,

motivo de este breve comentario.

Pierre-Joseph Proudhon nace el 15 de enero

de 1809, en Besançon. Luego de dedicarse a la-

bores rurales, comienza a trabajar como tipógra-

fo y en 1833, luego de un paso fugaz por Paris,

se incorpora a la imprenta de los Gauthier. Tres

años más tarde, junto a dos amigos, establece

una imprenta y trabajando como imprentero, es

que escribe su primera obra, un anexo a la obra

de Bergier titulado Elementos primitivos de la

lengua. En 1838 Proudhon liquida la imprenta y

en 1839 obtiene una beca otorgada por la Acade-

mia de Besançon, gracias a un concurso ganado

con una obra titulada: Discurso sobre la utilidad

de la celebración del domingo en relación a la

higiene, a la moral, a las relaciones de familia y

de sociedad. Allí Proudhon dirá que toda ganan-

cia obtenida de un tercero sin su consentimien-

to es un robo, algo sobre lo que profundizará en

¿Qué es la propiedad? Investigaciones sobre el

principio del derecho y del gobierno, obra apa-

recida en 1840. Nada he dicho de los estudios de

Proudhon en la Universidad, de sus cátedras. No

es que lo haya olvidado, Proudhon era peón de

campo, obrero, y autodidacta.

En el primer capítulo de la obra, Proudhon

esbozará la que sea, tal vez, su expresión más

conocida: la propiedad es un robo. Es intere-

sante destacar que muy rápidamente, y antes de

entrar en asunto, el autor francés plantea su mé-

todo –que será en función del objeto de estudio

(PROUDHON, 2007:19)-, lo que da la pauta que es-

tamos ante un pensador moderno.1

En esta parte se presentan numerosos argu-

mentos, quizás no del todo sistematizados, pero

sin lugar a dudas, los elementos más atractivos

se refieren a su concepción sobre los sucesos en

Francia en 1789 y la relación entre propiedad e

igualdad. Respecto al primer asunto, Proudhon,

escinde las nociones de revolución –que se pro-

duciría cuando nuestras ideas cambian radicalmen-

te- de la de progreso –que alude a una extensión

o modificación de nuestras ideas- (PROUDHON,

2007:33). Así, afirma, teniendo en cuenta que no

se han abolido la soberanía ni la propiedad privada

sino que se han repartido en un mayor número,

que los sucesos acaecidos en Francia a partir de

1789, no se corresponden con la categoría de re-

volución sino con la de progreso (PROUDHON,

2007, 34-38).2

En cuanto al segundo asunto dirá que –y este

será a un eje que travesará gran parte de la obra- los

argumentos que sostienen la propiedad concluye

en la igualdad, no son otra cosa que la negación de

la propiedad (PROUDHON, 2007, 38-39).

En el segundo capítulo, Proudhon arreme-

terá contra la noción de propiedad aportada por

el derecho romano y retomada por el código na-

poleónico: usar y abusar de las cosas3. A partir de

aquí cobrará relevancia la distinción entre propie-

dad –que aludirá a un uso, abuso y cobro de algún

tipo de interés- y posesión –que aludirá al hecho

de ser administrador de un bien o instrumento

para la producción- (ANSART, 1971: 39-40). Proud-

hon dirá que si bien el discurso legitimante erige el

derecho de propiedad como un derecho natural,

presenta notables diferencias en relación a los de-

rechos naturales de igualdad, libertad y seguridad:

el derecho de propiedad sólo existe en potencia

para la mayoría de los ciudadanos; es susceptible

de transacciones; admite restricciones y no es ab-

soluto (PROUDHON, 2007:45-52). Además, y con

un potente argumento, asevera que mientras la

libertad y seguridad del rico no se molestan con la

libertad y seguridad del pobre –sino que pueden

complementarse-, el derecho de propiedad del

primero debe defenderse de las ansias de propie-

dad del segundo (PROUDHON, 2007:48).

Por otro lado, se dirá que sólo si se tiene a la

ocupación como fundamento de la propiedad,

podrá justificarse la posesión (PROUDHON, 52-66).

Esto es así porque si asumimos que todo hombre

tiene derecho a la ocupación y el número de ocu-

pantes varía constantemente, es imposible consa-

grar un derecho de propiedad (PROUDHON, 2007,

75-76). Asimismo, destaca que tampoco puede

tenerse a la ley civil como fundamento de la pro-

piedad ya que su inspiración fue la igualdad –por

lo que la ley civil sólo podría justificar la posesión-

(PROUDHON, 2007: 66-75).

Si bien el tercer capítulo pretenderá impug-

nar al trabajo como causa eficiente del derecho

de propiedad, Proudhon criticará también otros

postulados. Dirá que: como la tierra –al igual que

el agua y el suelo- es indispensable para la vida,

es insusceptible de apropiación (PROUDHON,

2007:83); el consentimiento no justifica la propie-

dad porque no puede renunciarse al trabajo ni a

la libertad –y en tal caso la renuncia debiera ser

recíproca- (PROUDHON, 2007:84); la propiedad no

puede adquirirse por prescripción porque no se

puede poseer a título de propietario y el derecho

de posesión es universal, entre otros argumentos

(PROUDHON, 2007:85-91).

Cuando Proudhon dice analizar el trabajo, se

ventilan numerosos argumentos interesantes,

pero los más atractivos pueden reducirse a dos.

Por un lado, aprueba que el trabajador se haga de

los frutos, pero no del suelo: la propiedad del pro-

ducto no supone la propiedad del medio4. Por otro

lado, postula lo que se ha dado en llamar teoría de

la fuerza colectiva5, entendiéndola como la fuerza

que resulta de la cooperación entre los individuos

y que sería inexistente sin ésta. Dado que esta

fuerza colectiva no es retribuida por el capitalista

(PROUDHON, 2007:101), es posible hablar de una

explotación del hombre sobre el hombre, consis-

tente en “que el salario del trabajador no excede

nunca de su consumo ordinario y no le asegura el

salario de mañana, mientras que el capitalista halla

en el instrumento producido por el obrero un ele-

mento de seguridad para su porvenir” (ROSEMBUJ,

1979:26-27). Finalmente, Proudhon postulará que

en la sociedad todos los salarios debieran ser igua-

les, básicamente, porque todos somos deudores

de la sociedad (PROUDHON, 2007: 104-127)–y en

definitiva la retribución debiera estar limitada tan-

to por el aporte realizado a la sociedad como por

la riqueza que ésta reporte-.

¿Qué es la propiedad? de Pierre Joseph Proudhon

| Mauro Benente

1 Esta característica también se percibirá en la confi anza

depositada en la ciencia como móvil de progreso que

atraviesa varios pasajes de la obra de Proudhon, y también

estará presente en la de otros anarquistas como Kropotkin

[1842-1921]. Así el autor ruso veía un progreso en el

maquinismo –producto por excelencia de la ciencia aplicada-

y en su colectivización el goce de alimentación y vestido para

todos (KROPOTKIN, 2005:65-97), así como la liberación de la

mujer de las tareas domésticas (KROPOTKIN, 2005:123-128).

Para los caracteres de pensamiento moderno, ver PARDO

(2000) y para el método como garantía del conocimiento

válido en el marco de la modernidad, ver RIVERA (2003).

2 Dentro del pensamiento del siglo XIX que puede

denominarse revolucionario, los sucesos de Francia de 1789

fueron vistos como un proceso que se “quedó a mitad de

camino”. Así, en el Manifi esto Comunista, se alude al carácter

revolucionario de la clase burguesa, pero se sostiene que

el proceso se detuvo cuando los intereses de esta clase

hubiesen comenzado a ser perjudicados (MARX - ENGELS,

1998:13-42)

3 Como destaca Ansart, es esta noción de propiedad la que

Proudhon intentará demostrar que es irracional e imposible

(ANSART, 1971:39)

4 A mi entender, la construcción argumentativa que lo lleva

a tal aseveración padece una falacia de petición de principio.

Dice Proudhon: “apruebo que el trabajador haga suyos los

frutos; pero no comprendo cómo la propiedad de éstos

puede implicar la de la tierra. El pescador que desde la orilla

del río tiene la habilidad de coger más cantidad de peces

que sus compañeros, ¿se convertirá por esa circunstancia,

en propietario de los parajes en los que ha pescado?”

(PROUDHON, 2007, 94).

En la tarea de averiguar si la apropiación del producto implica

la apropiación del medio, Proudhon asume aquello que

está intentando averiguar: que la apropiación de los peces

(productos) no supone la apropiación del paraje (medio).

5 Así D´AURIA (2007a: 18-19).

Page 26: Derecho y Barbarie II

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DERECHOYBARBARIE

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53

LIBROS

¿QUÉ ES LA PROPIEDAD?

El capítulo cuatro puede que sea el más im-

pactante de su obra, ya que intentará demostrar

matemáticamente la imposibilidad de la propiedad;

a lo largo de la obra Proudhon intenta demostrar

las contradicciones del discurso legitimante del

derecho de propiedad, y en este capítulo acudi-

rá a la autoridad de los números para hacerlo. Al comienzo del capítulo Proudhon aclara nueva-

mente qué ataca cuando propone un embate al

derecho de propiedad y la asimila con el derecho

de albarranía (PROUDHON, 2007:130-133), que po-

demos decir que designa todos los casos en los

cuales –arriendo tratándose de tierras, alquiler

tratándose de casas, renta tratándose de capitales

inmovilizados, etc.- la propiedad permite la apro-

piación del trabajo ajeno (ROSEMBUJ, 1979:27). Si

bien nuestro autor intenta probar la imposibilidad

de la propiedad a través de 10 proposiciones, en

esta breve reseña, debiera decirse que compro-

bado que no puede consumirse más de lo que se

produce, sólo puede haber individuos que por ser

propietarios viven del trabajo ajeno en la medida

en que lo producido alcance para la subsistencia

de quienes trabajan y la de los zánganos (PROUD-

HON, 2007:140-147). Empero, si todos quisieran

ser propietarios y vivir del trabajo ajeno, la propie-

dad se autodestruiría.

En el capítulo quinto, Proudhon intentará

descubrir por qué queremos la propiedad –aun

siendo ésta odiosa e imposible- y por qué no sa-

bemos realizar la igualdad (PROUDHON 2007: 185,

205). El autodidacta oriundo de Besançon inten-

tará descubrir en qué nos diferenciamos de los

animales en nuestra socialización. En el primer

grado de socialización no hay diferencias: tanto el

hombre como el animal se acercan a sus prójimos

magnéticamente (PROUDHON, 2007:185-190).

En el segundo grado, el de la justicia -entendida

como “reconocimiento en el prójimo de una

personalidad igual a la nuestra” (PROUDHON,

2007:190)- hay igualdad en el plano del pensa-

miento, pero sólo el humano puede tener una idea

sobre ella. Esta sentencia abre la distinción entre el

humano y los demás animales: mientras que en

su labor el trabajador se encuentra en constan-

te intercambio de ideas con el prójimo, entre los

animales no hay comunicación y cada uno realiza

su labor sin esperar la cooperación del prójimo

(PROUDHON, 2007:196-197). Ahora bien, en este

contexto, el error que nos ha llevado a consagrar

la propiedad tiene como origen la facultad de re-

flexión que tienen los individuos, la que puede lle-

varlos a comportamientos egoístas (PROUDHON,

2007:205- 211). Proudhon dirá que no es posible

un gobierno ni una administración pública que no tenga como fundamento a la propiedad (PROUD-HON, 2007:226) y concluirá el capítulo con un em-bate a la idea de comunidad –por ese entonces asociada al estatismo de Louis Blanc [1811- 1882]6- y con diez puntos que podrían entenderse como una suerte de “ingeniería constitucional anarquis-ta” –si es que esto no es una contradicción-. .

6 Proudhon afi rma que puede que el hombre quiera someterse a la ley, servir a la patria, pero debe hacerlo cuando le plazca; quiere ser útil por raciocinio, no por mandato imperativo (PROUDHON, 2007:213-214). Una crítica similar al comunismo estatista pareciera presentarse en Stirner. Guérin afi rma que “según Stirner, para el comunista sólo existe el trabajador como tal; es incapaz de ver más allá, de pensar en el hombre, en el ocio del hombre. Descuida lo esencial: permitirle gozar de sí mismo como individuo después de cumplida su tarea como productor. Stirner entrevé, sobre todo, el peligro que implica una sociedad comunista, en la que la apropiación colectiva de los medios de producción conferiría al Estado poderes mucho más exorbitantes que los que posee en la sociedad actual” (GUÉRIN, S/D:49)

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Page 27: Derecho y Barbarie II

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LIBROS

NO HAY MEJOR DEFENSA QUE UN BUEN ATAQUE

Para George Fletcher y Jens Ohlin cuatro he-

chos recientes han revelado la existencia de una

falta de comprensión del concepto de legítima defensa aplicado al derecho internacional: la inva-sión norteamericana en Afganistán, la ocupación de Irak también por parte de los Estados Unidos, la incursión militar israelí en el Líbano en 2006 y la guerra civil en Darfur. Tal vez esta lista de hechos -a la que podríamos añadir, sin demasiado temor a una oposición por parte de los autores, el re-ciente ataque del Estado de Israel a la franja de Gaza- refleje el principal mérito de Defendiendo a la Humanidad (Hammurabi 2009), su oportunismo. De la academia al café, de la oficina al noticiero, en menor o mayor medida, con mayor o menor pre-cisión y agudeza, se discute sobre estos hechos y aparece, en forma explícita o no, la pregunta acer-ca de la legitimidad del uso de la fuerza por parte de un estado. La obra que comentamos propone inmiscuirse en esta discusión desentrañando los alcances de la legítima defensa en las relaciones interestatales.

Alguna aclaración sobre los autores que tal vez pueda arrojar luz a la decisión de comentar un li-bro con un título tan particular. George Fletcher es conocido en nuestro medio por sus investiga-ciones en materia de derecho comparado; parti-cularmente por su intento de llevar las ideas de la dogmática penal continental (especialmente la alemana) al ámbito del derecho anglosajón, traba-jo que se vio plasmado en el ya clásico Rethinking Criminal Law (Little Borwn, 1978)1. Jens Ohlin fue alumno del Profesor Fletcher en la Universidad de Columbia donde se doctoró en filosofía.

El argumento central de los autores es que la falta de comprensión del concepto de legítima defensa en el derecho internacional puede ser so-lucionada utilizando los principios desarrollados en torno a este instituto en los distintos ordenamien-tos jurídicos nacionales. De este modo, toman los lineamientos desarrollados en torno a este insti-tuto del derecho penal por las jurisprudencias y doctrinas locales (especialmente las de Alemania y Estados Unidos) e intentan adaptarlos a los con-tornos propios del derecho internacional.

Esta peculiar decisión metodológica es justi-ficada a partir de que tanto los individuos como los estados “…son agentes libres, capaces de deliberar, de tomar decisiones y pueden ser res-ponsabilizados por sus acciones”. Conscientes de lo problemático que es afirmar que un estado es un agente moral individual2 los autores proponen postergar la discusión y partir del hecho de que así son tratados en el ámbito del derecho inter-nacional.

Sin lugar a demasiada duda, la lectura de esta obra estará condicionada por la postura que adop-te el lector frente a la metodología propuesta. In-cluso podríamos decir que la falta de una mínima simpatía hacia ella hará ciertamente escabroso el trayecto hacía su conclusión. En nuestro caso el esfuerzo imaginario orientado a encontrar cir-cunstancias que permitan emparentar, tal como propone el libro, las relaciones entre individuos y los vínculos entre estados en las sociedades mo-dernas, nos lleva a la sospecha de que quizás haya una manera más atractiva de reconstruir la analo-gía propuesta. Tal vez si pensáramos a las relacio-nes entre individuos en las sociedades modernas, no como un vínculo entre pares iguales y autó-nomos, sino como relaciones de sometimiento de unos sobre otros, y supusiéramos que el ordena-miento jurídico reproduce, constituye o enmasca-ra esta circunstancia, podríamos pensar también que esta específica forma de vincularse se repite en las relaciones entre estados. En este sentido, se podría sostener, tal vez guiados por cierta mirada conspirativa-imperialista, que las relaciones entre estados son relaciones de sometimiento de unos sobre otros y que el derecho internacional repro-duce, constituye o enmascara esta circunstancia. En cualquier caso, este modo de emparentar unas relaciones con otras poca utilidad hubiera repor-tado para la propuesta de trabajo que ensayan los autores y tampoco está exenta de muchas de las críticas que puedan hacerse al que ellos sostie-nen.

De acuerdo a Fletcher y Ohlin en el derecho internacional el uso de la fuerza sobre un estado sólo se encuentra permitido en dos circunstan-cias: ante una resolución del Consejo de Seguri-dad de la ONU que lo autorice o como defensa

frente a un ataque. Es sobre esta última situación que enfocan su atención. Su análisis toma como punto de partida los artículos 2.4 y 51 de la Carta de las Naciones Unidas. El primero prohíbe el uso de la fuerza contra cualquier Estado y el segundo reconoce el derecho a la legítima defensa frente a un ataque armado.

De modo bastante exhaustivo la obra inten-tará, en primer lugar, desentrañar los principios que rigen a la legítima defensa en los sistemas penales internos de cada estado. Para ello presta-rá singular atención a los desarrollos doctrinales y jurisprudenciales del medio anglosajón y germa-no. En esta tarea se detendrán en el renombrado caso “Goetz”, de gran trascendencia en el mundo anglosajón3. Las reflexiones en torno a este caso, que ya habían sido plasmadas en un trabajo previo por parte de Fletcher4, servirán de referencia per-manente a lo largo de toda la obra. Este proce-so les permitirá reconstruir los seis principios que para ellos rigen la reflexión en torno a la legítima defensa: la existencia de un ataque evidente, ile-gitimo e inminente al que se responde con una defensa necesaria, proporcional e intencional.

A partir de estos elementos tratarán de re-flexionar sobre incidentes bélicos reales, intentan-do determinar si ellos pueden ser encuadrados en un uso legítimo de la defensa o si, por el contrario, constituyeron un acto de agresión. En este ejerci-cio, pondrán a prueba las categorías propuestas en hechos recientes como las invasiones norte-americanas en Afganistán e Irak, pero también en acontecimientos más remotos como la llamada crisis de los misiles cubanos o la guerra de los seis días.

En el capítulo VI los autores explorarán la po-sibilidad de que el derecho a defenderse legíti-mamente de un ataque no pertenezca sólo a los Estados sino también a lo que ellos entenderán como pueblos o naciones. La postura que adoptan en este sentido cobra trascendencia dentro de su sistema, pues si las naciones tienen este atributo los estados, o incluso otras naciones, podrían rea-lizar una incursión militar justificada en uso de los autores llaman “legítima defensa colectiva”, ya sea que la agresión hacia la nación auxiliada provenga

No hay mejor defensa que un buen ataque: comentario a “Defendiendo a la humanidad” de George Fletcher y Jens Ohlin

| Claudio López*

* Médico cirujano, ex secretario general del grupo anarcosindicalista de Laferrere “Los panaderos de

Kropotkin”, circunstancialmente miembro auxiliar de la revista Derecho y Barbarie.

1 Quizás esta circunstancia explique la particular propuesta de trabajo desde la que se desarrolla la obra que comentamos.

2 Ya es sufi cientemente problemático predicarlo respecto de un sujeto individual.

3 En 1984 en el subterráneo de la ciudad de Nueva York Bernhard Goetz fue abordado por 4 adolescentes de color, uno de los cuales le pidió cinco dólares, ante esta circunstancia Goetz sacó un revolver 38 Smith & Wesson y disparó contra los cuatro jóvenes, ninguno murió pero uno quedó paralizado de por vida. En el juicio Goetz fue absuelto de los cargos de asalto y tentativa de homicidio, y condenado por una infracción legal vinculada con el arma que portaba.

4 Ver Fletcher George, “A Crime of Self-Defense: Bernhard Goetz and the law on Trial”, University of Chicago Press, Chicago, 1988.

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LIBROS

NO HAY MEJOR DEFENSA QUE UN BUEN ATAQUE

de un enemigo externo o del propio estado que

la alberga. Estos conceptos serán utilizados para analizar conflictos recientes y actuales como los de Rwanda, Kosovo y Darfur.

De especial interés resulta el capítulo VII dedi-cado al análisis de las doctrinas de los ataques pre-ventivos y las guerras anticipatorias. La reflexión respecto a este tema girará entorno a la noción de inminencia. Para plantar la discusión en este lugar deberán primero sortear un importante obstáculo y es que el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas exige para habilitar una defensa legítima que haya ocurrido un ataque armado5. Una vez más los autores se hacen cargo de la dificultad y ofrecen una respuesta. Según ellos “…nadie puede proponer racionalmente una doctrina de la legíti-

ma defensa que se encuentre limitada únicamen-te a atacar después de haber sido aplastado por

bombas o misiles nucleares guiados”. Aun cuando

el argumento no haya sido planteado con la mejor

buena fe la respuesta todavía podría ser afirma-

tiva, sí alguien puede hacerlo y de hecho lo hizo

(racionalmente o no) cuando redactó el artículo 51

de la manera en que lo hizo. Tal vez se podría agre-

gar que nadie puede pensar que un cuerpo legal

que pretende establecer relaciones pacíficas en-

tre los estados admita que se puede atacar a otro

estado por el sólo temor de ser atacado, porque

lejos de fomentar la paz se estaría incentivando las

acciones bélicas. En cualquier caso, la admisión de

la inminencia como correctivo del ataque efectivo,

no necesariamente justifica los ataques preventi-

vos en cualquier caso y, de hecho, tampoco lo ha-

cen los autores en esta obra.

La sensación al finalizar un primer recorrido

por “Defendiendo a la Humanidad” es que son más nuestras diferencias que nuestras coincidencias.

En un artículo publicado en esta misma edición de la revista se ha dicho que “(l)a guerra trae en su lógica una violencia que se sitúa por fuera del orden jurídico, en su exterior. Pero el derecho, al

incorporar el derecho de guerra trae para sí, in-

ternaliza, algo que lo niega. Aquí también vemos

que se abre un espacio de no derecho, dentro del

derecho”6. Tal vez esta paradoja pueda explicar las

dificultades de pensar las acciones bélicas de los

estados en términos normativos y los problemas

en establecer acuerdos al respecto. Si bien es cier-

to que similares contradicciones emergen frente

al ejercicio de la violencia individual legal éstas

se agudizan en el caso de las acciones estatales;

pues aún cuando las acciones individuales defen-sivas puedan llevar una violencia potencialmente fundante de derecho, todavía hay espacio para

afirmar que no constituyen un desafío al derecho

sino su reafirmación. En cambio la violencia esta-

tal en general, pero en particular la ejercida contra

otro estado, pareciera ser siempre un acto pre-

tendidamente soberano y con capacidad de fun-

dar derecho, aún cuando (o precisamente porque) pretenda reafirmar la vigencia del (su) derecho (soberano). .

5 La versión en inglés dice “…if an armed attack occurs…”

que fue traducida al castellano como “…en caso de ataque

armado…”.

6 Alvarez Nakagawa, Alexis, “Violencia legítima y legítima

defensa (cuatro cuestiones en torno a una intuición

benjaminiana)”.

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SUS OJOS EN TUS OJOS

CINE

“Formas que se encaminan

hacia la palabra

con más precisiónuna forma que piensa

que el cine haya sido hecho ante todopara pensar”.

Jean-Luc Godard, Historia(s) del cine.

“Originada por el hacedor de vértigos,

inscrita en los muros de la casa negra,

una palabra inmola,

a la de ojos feroces”.

Alejandra Pizarnik, Una palabra.

1. La palabra. Una palabra. Los mejores libros

que leí, los mejores profesores que tuve, mis me-jores amigas y amigos, las personas increíbles que conocí, la música que descubrí, los lugares que vi-sité, me cambiaron la vida. Lo mismo me pasó con

las mejores películas que vi. El cine te puede cam-biar la vida. No hay duda de eso. Ese poder trans-formador, de intereses, de preferencias, es propio de los mejores films de la historia del cine. Imagen en movimiento que revoluciona en una alianza es-tratégica de sentimientos y pensamientos, razo-

nes y -las mejores- sinrazones que le dan sentido al

seguir pensando, sintiendo, experimentando, que

es una invitación a la reflexión apasionada y apasio-nante. Dejarse sorprender por el cine es un pro-ceso deliberativo, que genera diálogos, construye puentes, abre horizontes para explorar nuevos mundos, cambiar los conocidos, hacer los nuevos. Ese cine puede ser ejercicio de indagación, de inte-rrogación y auto-cuestionamiento, para ponerse a prueba, para encontrar las preguntas correctas, las que nos hagan arder en fuego intenso, para mirar en lugar de leer, para un sentir reflexivo, para pen-sar desde los ojos, para poner nuestros ojos fuera de nosotros, para tomar otros prestados. Puede ser verbo y una ética aplicada al mirar, para hacer

ver, ver distinto. La palabra y la imagen unidas en

la acción, para la acción. Una acción -y en ella una omisión- responsable y consciente, innovadora-mente tradicional y una mirada, varias miradas, puestas en un tiempo y un espacio, pero despla-zadas de todo contexto, fusionadas en la pantalla, impresas en la retina, proyectadas para provocar,

para expresar los mundos de la vida. Todo eso y más puede ser el cine. Cambio es la palabra y, a la vez, una palabra en acción.

2. Muchas ficciones. El derecho puede ser considerado una gran fábrica de ficciones. Fábrica ficticia que fabrica ficciones y teorías para esas fic-ciones, que hace derechos con palabras (Austin). Constituciones, leyes, sentencias, las normas en general y las teorías que se supone las fundamen-tan sólo existen si las transformamos en acción. Si las llevamos con nosotros, en nuestro actuar y así superan, sobre todo en nuestra tradición con-tinental de derecho escrito, la mera letra, vacía de sentido, fría, opaca, distante de la Ley. El derecho es verdadero si y sólo si pensamos que es verda-dero y si lo traducimos al lenguaje sin palabras de la práctica social. Por obra de quienes lo toman en serio, lo practican, lo ejercen, lo defienden, lo expanden, gracias a sus guardianes practicantes, a los protectores cotidianos de su vigencia, el dere-cho, existe.

Nacido -supuestamente- de un contrato social hipotético, con teorías políticas que intentan jus-tificarlo (de Hobbes a Rawls) y ocultar la violencia fundacional, en su máxima expresión, de los mo-mentos constituyentes (Arendt, Benjamin o Co-

ver), el derecho moderno no puede explicar sino a través de ficciones y argumentos de autoridad

porqué está ahí y se nos impuso con su ilegítima legalidad, que se convierte, tantas veces, en vio-lencia sistemática, límites irrazonables y opresivo autoritarismo.

El mejor derecho supera la mera ficción, y se parece a la mejor ficción cuando es práctica,

cuando esa ficción es generalizada y se diluye su

frontera con la realidad. Frontera que, de existir,

es bien porosa, nada hermética. Así como no nos

pueden gustar las películas que no vimos, no nos

puede gustar el derecho escrito que no es prácti-

ca social. Eso sería como disfrutar de la lectura de

un guión y pensar que vimos la película. El cine y

el derecho son prácticas, son fragmentos de rea-

lidad ficcionalizada, si no se viven como tales tien-

den a morir en el olvido, a vivir sólo en nuestras

mentes.

Lo falso depende de lo verdadero, la ficción

de la realidad, y viceversa. El engaño está ahí, ante

nuestros ojos, en las mismas reglas que nos pre-

senta el autor, como Orson Welles en F for Fake

(1974), con sus juegos del lenguaje. Engaño con-

sentido, eso también puede ser el cine. Pero hay

que estar atentos de evitar el autoengaño, por-

que como diría Wittgenstein (1995:176): “nada es

más difícil que no engañarse”. En esa línea, mu-

chos minimalistas del derecho penal, por ejemplo,

creen que pueden engañar al poder, a ese poder

punitivo en el que la mayoría son operadores pri-

vilegiados. El peligro consiste en que ese engaño

se transforme en autoengaño. Mientras dan clases

de abolicionismo supremo, intentando minimizar

-como operadores- la lesividad y la irracionalidad,

pueden estar legitimando (mínima pero suficien-

temente) el poder, el dolor, la misma irracionalidad

que -supuestamente- limitan. El engaño está en

nosotros. Nadie nos puede engañar mejor, ni una

película, ni un argumento persuasivo, ni una sen-

tencia definitiva, que nosotros mismos.

3. Construir reflejos. La literatura, el teatro y

el cine comparten con el derecho su carácter de

reproducción de imaginarios y ficciones sociales

(Marí: 1993). A veces, ficciones proféticas. A veces

anuncia, a veces denuncia. Otras veces presencia.

En un primer momento refleja la realidad, en un

segundo momento la construye y en un tercer

momento la reemplaza, se convierte en ella, pero

los momentos son tres y uno al mismo tiempo.

No se pueden diferenciar. Es un espejo con mu-

chas caras, muchos reflejos, y tantas interpreta-

ciones como intérpretes haya.

El derecho, a pesar de que muchos lo postu-

len -por conveniencia, por pereza o por convic-

ción- no es un contenido pétreo, inmodificable,

es resultado de una actividad creativa, de una ins-

piración colectiva, siempre sujeto a reconfigura-

ción, fuerzas interpretativas siempre en pugna, en

el régimen de la circulación de los discursos, en

el conflicto de las interpretaciones. Como el cine,

el derecho también puede ser (aunque no siem-

pre eso ocurra) una construcción social inmersa

en una práctica colectiva de inter-subjetividades,

incluso generacionalmente ligadas. Estos son los

momentos en los cuales el derecho, junto a la

moral y a la política (como postulará Nino:1997 y

de forma ligeramente diferente Habermas:1998)

pueden construir bases para edificar legitimidad

legal, una moral social que en la práctica democrá-

tica del debate más inclusivo posible resulte una

verdad inter-subjetiva, contingente pero sólida,

inherentemente frágil como toda creación huma-

na pero honesta, que sea reflejo de las diferentes

esferas de autogobiernos privados y públicos en

debate perpetuo, en tensión constante.

4. Pocas verdades. Shakespeare escribía tea-

tro, literatura, historias para sus contemporáneos,

pero reflejó situaciones atemporales, universales.

Ahora, uno lo lee, lo presencia en una obra de tea-

tro o lo admira en una imagen que se solapa con su

siguiente en, por ejemplo, modernas (re)versiones

cinematográficas de Hamlet (Polanski:1971),

Macbeth/Othello/Chimes at Midnight (We-

lles:1948, 1952, 1966), Ran (Kurosawa:1985), Sue-

ños de una noche de verano (Bergman:1955) o

Sus ojos en tus ojos.Notas introductorias sobre cine y derecho ( I )

| Lucas Arrimada1

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SUS OJOS EN TUS OJOS

CINE

The Tempest (Jarman: 1979) y puede encontrar,

una minima moralia, grandes pero limitadas

verdades (Jackson:2000). El cine puede proyectar

y construir verdades, pero sobre todo le resulta

más fácil -y factible- desnudar, desenmascarar lo

peor: la codicia, la bajeza, la traición y la hipocre-

sía. Puede mostrar lo que a través de palabras es

muy difícil definir: lo radicalmente injusto, el mal

extremo, lo terrible en su máxima potencia. Lo ra-

zonable rara vez puede determinarse, vivimos en

el desacuerdo sobre lo razonable, un desacuerdo

razonable, esperable. Debemos esperar el disenso

entre razones, no el consenso (Rawls). Pocas veces

sabemos claramente qué es bueno, bello, justo,

correcto. No sabemos qué es el bienestar pero,

por el contrario, sí el malestar. En ese contraste,

lo que sí sabemos, es lo que es irrazonable en

extremo, y esto puede ser criterio para designar

lo incorrecto moralmente: genocidio, subordina-

ción, esclavitud, desapariciones, hambre, pobreza

y explotación, en un listado extenso; sí sabemos:

son injusticias radicales. Y así, la imaginación

puesta en imágenes puede ayudar-

nos a graficar, como ejercitando

una herramienta pedagógica,

las pocas verdades -nada in-

significantes- que en ese

extremo encontramos.

5. Tod@s hacemos

cine. El cine no es una

representación, aclara

Deleuze (2005), es una

mirada, imagen en mo-

vimiento, imagen en el

tiempo, para ser mirada.

En sí misma una interpre-

tación. Godard sostiene que

el “travelling”, el trabajo de la

cámara, es una cuestión moral.

Una decisión política: “…el único/ gran problema/ del cine/ me parece que es/ dónde y por qué/ comenzar un plano/ y dón-

de / y por qué/ terminarlo” (Godard, 2007:185).

El pensamiento cinematográfico existe por-

que dialogamos con esas ficciones que la pantalla

proyecta. Las más superficiales películas pueden

tener una lectura vivificante de los más inteligen-

tes espectadores. Las más lúcidas películas, las

más logradas, pueden vivir en la incomprensión

de ojos autistas, insensibles. Sin embargo, estas

últimas pueden conspiran secretamente contra la estupidez y despertar inquietudes, dudas, pueden dinamitar las certezas de la racionalidad cotidiana, generadora de todas las banalidades del mal.

Para Deleuze “el mecanismo” de hacer cine, la toma y los negativos, es muy parecido a “el me-

canismo” humano del mirar y recordar (Marrati, 2004:105). Vivir y vivir el cine, es indistinto. Cada uno es director de su propia vida, parafrasean-do al director de Blow up (1966), Michelangelo Antonioni (2002:45), para mí, hacer cine es vi-

vir: mirando, recordando, recortando, actuando, omitiendo, editando y por supuesto, modificando el guión en el montaje, hacia atrás y hacia delan-

te. Hasta que la cinta se acabe. Pensar y pensar

el cine, no tienen diferencias. Nuestros ojos, no-

sotros, somos la cuarta pared del cine. Hacemos

cine sin saberlo.

6. Peligros y riesgos. Después del teatro de

Bertolt Brecht, Antonin Artaud, Henrik Ibsen o

Samuel Beckett, después de ver una película de

Lars Von Trier, de Luis Buñuel, Hans Jur-

gen Syderberg o Pier Paolo Passolini

uno tiene que quedar preocupa-

do, conmocionado, consciente

que algo “ahí afuera”, de esa

sala de teatro, de ese cine,

está muy mal. El cine nos

aleja de la ficción diaria y

nos eyecta sin paracaídas a

la realidad. Nos despierta

de la alienación, es terre-

moto del habitual estado

de somnolencia. Es raro

que una clase de cualquier

facultad de derecho nos

produzca esa sensación. En-

tramos y salimos igual de dor-

midos, igual de apáticos, igual de

insensibles. Nunca uno se retira con

la sensación de indignación, conmoción,

de necesidad de cambiar las cosas, con ganas

de construir algo diferente y sobre todo con he-

rramientas para hacerlo, con el músculo cerebral estimulado, listos para el desafío de la praxis vivifi-

cante. Y eso sucede, extrañamente, en los cursos,

en las materias, en los que hay más necesidad de

trabajo, de construcción, de concreción o de pro-

tección de derechos, de llevarlos a la práctica.

Los profesores repiten ficciones que ni siquie-

ra ellos se toman en serio, que ni ellos comple-

tamente entienden, ni pretenden entender. En el

peor de los casos, castigan a quienes los critican,

temen de forma patética el pensamiento diferen-

te, silencian el debate, monologan en el sinsenti-

do, censuran los diálogos y reaccionan premiando

la obsecuencia, el respeto a una tradición de es-

tudio memorístico, repetitivo. Esto consolida una

tendencia, impuesta por la inercia histórica, de pa-

sividad, silencio y complicidad con el status quo

y refuerza los incentivos que generan esas prácti-

cas. A veces, en el “mejor” de los casos, se generan

“diálogos”, falsos diálogos, que no se comunican

sino con sus dobles, como espejos atrapados en

sus reflejos, formulando preguntas que incluyen

sus respuestas, como jugando con dados marca-

dos, donde sabemos qué números saldrán.

A pesar de eso, desde el llano en llamas, desde

el derecho, podemos ver esas prácticas en la ex-

periencia cotidiana, en la calle, en cualquier lado.

Y en el cine como parte de esa realidad en la que

estamos. Es por eso que el deber crítico, reflexi-

vo, hacia el derecho, desde el derecho, hacia sus

consecuencias, hacia sus prácticas nefastas, hacia

sus omisiones lesivas, hacia el poder que expresa

y cómo éste se distribuye, es un desafío siempre

inconcluso, siempre vigente tanto en las aulas

como en las diferentes esferas de los operadores

del derecho. La actividad del profesor difícilmente

podría ser legitimante en un contexto de radicales

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Wittgenstein, Ludwig (1995), Aforismos, Espasa-Calpe, Madrid.

injusticias -como nos toca vivir, sufrir- y si la aca-

demia legal quiere tener una actitud académica

moderna, contemporánea -y no medieval-, su fin,

su misión, sus objetivos serán la crítica sistemática

y metódicamente constructiva (Habermas: 1990).

“No vengo a abolir nada/ por el contrario/ a per-

feccionarlo”, Godard señala la forma de hacerlo.

Estudiar derecho, pensar el derecho, vivir el de-

recho, si lo hacemos en serio, es riesgoso. Es más,

siempre fue riesgoso y siempre lo será. “Ya es hora

de que el pensamiento/ vuelva a ser lo que es/

en realidad/ peligroso para el pensador/ transfor-

mador de lo real” (Godard, 2007: 156). Ello, como

siempre, no dependerá de palabras, ni de estas, ni

de ninguna. Dependerá de nosotr@s, depende de

la acción, del compromiso y la intensidad del vivir

de los ojos que esto acaban de leer. .

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SUS OJOS EN TUS OJOS

TESTIMONIOS

1. PresentaciónDesde mediados del año 2008, un grupo de es-

tudiantes, ayudantes de cátedra1 y graduados de

universidades estatales, participamos de un pro-

grama de extensión universitaria llevado adelante

por el colectivo La Cantora2 en diversas cárceles

de la provincia de Buenos Aires. Invitados a parti-

cipar en ese espacio como talleristas, tomamos

contacto con la práctica de educación popular

intramuros, desarrollando un taller de alfabeti-

zación jurídica y derechos humanos en la Unidad

Nº 31 SPB, de Florencio Varela. La experiencia se

extendió hasta fines de noviembre, y contó con

la asistencia de decenas de personas privadas de

la libertad, entre estudiantes de distintos niveles

y presos de “población”3. El taller se caracterizó

por la metodología de educación popular, la ac-

tiva participación de compañeros del colectivo La

Cantora que se encuentran privados de su libertad

dentro del establecimiento y la reflexión perma-

nente sobre la temática de los derechos humanos

a partir de las experiencias concretas del encierro.

De este modo, el espacio pretendía recuperar la

voz de los detenidos, y con ello su dignidad, con-

formándonos colectivamente como sujetos críti-

cos, autónomos y democráticos.

Lo que sigue a continuación son algunas re-

flexiones –aún en proceso de discusión y elabo-

ración colectiva- sobre la experiencia desarrollada,

que intentan sintetizar ciertos aprendizajes y orien-

tar la práctica futura. Partimos de la intuición de

que no existe un discurso verdaderamente crítico

sin un correlato en una práctica social alternativa,

como tampoco puede existir ésta última sin un

discurso que la explique y le de proyección.

2. Seguridad sin cárceles El último avance de la derecha, bajo el rótulo

de neoliberalismo –o neoconservadurismo-

, ha naturalizado la existencia del par dialéctico

seguridad/inseguridad, donde ambos términos

adquieren nuevos significados, reduciéndose el

segundo exclusivamente al delito –peor aún, a

ciertos delitos-.

Las “inseguridades” más profundas, determi-

nadas por la precariedad del trabajo, la pauperiza-

ción de la educación, la carencia de alimentación

adecuada de amplios sectores de la población, la

falta de servicios elementales de salud, etc., son

reemplazadas por una “inseguridad” cuyo único

significado es el accionar de los “enemigos” de la

sociedad (internos o externos). Esta mutación de

significados es reforzada por monstruosas cam-

pañas mediáticas, montadas sobre hechos de vio-

lencia existentes, que magnifican una sensación

redituable de peligro y miedo.

Esta manera de definir la “inseguridad” deter-

mina los mecanismos de intervención –estatal o

no- sobre el problema. El único mecanismo que ha

quedado en pie es la reproducción de un discurso

punitivo, exacerbado en períodos electorales, que

sólo atina a responder con más violencia. Así, las

cárceles se parecen cada vez más a los campos de

concentración: son depósitos de personas, luga-

res de no derecho, máquinas de deshumanizar. Ya

ni siquiera esconden su función detrás de discur-

sos re. Su fracaso como institución para el control

de la criminalidad es rotundo, aunque paradójica-

mente funcional: los muros de las prisiones siguen

en pie y son cada día más gruesos.

Ante esta realidad, cruel y cotidiana, la aca-

demia se encierra dentro de sus propios muros.

Adentro, en las aulas, se diserta sobre derechos

humanos; afuera, en las cárceles, el sistema penal

continúa llevando adelante su lento genocidio. So-

bre la realidad, las castas de tecnócratas guardan

un cómodo silencio, que oculta a veces su direc-

ta complicidad como engranajes de la maquinara

punitiva.

3. Razones para intervenir Consideramos necesaria y posible una resigni-

ficación del binomio seguridad/inseguridad, que

revalorice los mecanismos que permitan disminuir

la inseguridad social (acceso al trabajo, educación,

salud, etc.) y reduzca hasta la eliminación los me-

canismos de intervención punitivos (en nuestro

caso histórico concreto, la cárcel). Estos objetivos

sólo pueden ser pensados a condición –y como

parte de- un proceso de cambio más amplio y

profundo de la estructura social y económica im-

perante.

En este contexto, la convicción de que una

formación profesional crítica carece de sentido

de no ser aplicada a la realidad que se pretende

modificar, exige una intervención directa a partir

de una praxis alternativa al discurso hegemóni-

co. Ello implica, a su vez, la necesidad de pensar

la Universidad -principal productora de discursos

legitimantes y formadora de operadores del siste-

ma penal-, como un elemento fundamental a ser

transformado a través de una intervención activa.

4. Ámbitos de intervención De acuerdo a lo que venimos sosteniendo, en

tanto colectivo, es fundamental la intervención

simultánea en dos ámbitos diferentes, pero con-

comitantes:

El campo de actuación concreta del sistema

penal, la cárcel, donde la violencia e irracionalidad

se manifiesta con mayor crudeza. Allí la interven-

ción alternativa se torna imprescindible, tanto por

la necesidad de una contención inmediata de la

catástrofe punitiva, como por el valor de la expe-

riencia directa que otorga insustituibles elemen-

tos de análisis para la comprensión de la realidad

del sistema penal y la construcción de un discurso

crítico. Por el momento, nuestra principal herra-

mienta de intervención en este ámbito son los

talleres de alfabetización jurídica y derechos hu-

manos intramuros. La propia experiencia irá reve-

lando otros instrumentos posibles, en función de

nuestros saberes y capacidades específicas y las

necesidades concretas que se presentan.

Por otra parte, el campo de producción

ideológica y formación de los operadores del

sistema penal, la academia, se constituye en el

segundo ámbito de transformación. Desenmas-

carar su actitud esquizofrénica –discurso pseudo

crítico por un lado, actitud colaboracionista con el

sistema de exclusión por el otro- exige una inter-

vención activa. Los mecanismos de incidencia son

variados: desde la participación y organización de

clases públicas, jornadas y congresos que sirvan

para reflexionar críticamente sobre la problemá-

tica; la publicación de investigaciones, informes,

denuncias, etc. sobre la realidad penitenciaria;

o la colaboración con organizaciones que litigan

casos de sistemáticas violaciones a los derechos

humanos en el ámbito carcelario. Finalmente,

concebimos como necesaria consecuencia de

esta intervención, la disputa de los espacios ins-

titucionales de la Universidad, fundamentalmente

en las aulas, que hasta el momento son ocupados

mayoritariamente por los sostenedores del status

quo.

5. Cómo intervenir Somos muchos los que sentimos la necesidad

de rebelarnos contra la crueldad organizada. Sin

embargo, muchas veces no logramos pasar de

este sentimiento y nos vence la impotencia. Su-

perar formas de violencia institucionalizada histó-

ricamente no es una tarea fácil. Requiere, según

creemos, cambios profundos en nuestra sociedad.

Eso refuerza nuestra convicción de que la única

forma de lograr esos objetivos es a través de la

participación. Somos conscientes que la actividad

que hacemos es esencialmente política, aunque

no aspiramos a constituir una nueva agrupación

universitaria. También creemos que nuestra acción

sólo podrá tener un sentido trasformador –y no

meramente testimonial- en la medida que logre

articularse con las experiencias de otras organiza-

ciones que tiendan a los mismos objetivos. En este

sentido, esta modesta participación en Derecho y

Barbarie –cuyo espacio agradecemos y valoramos

enormemente-, es un pequeño pero importantí-

simo paso que nos acerca y nos permite caminar

juntos. Aspiramos a la construcción de esos con-

sensos amplios para seguir avanzando4. .

1 Participan de la experiencia ayudantes de cátedra y

ex alumnos de la comisión “Historia del pensamiento

criminológico”, a cargo de Iñaki Anitua. Para más información

ver www.catedrahendler.org.

2 Para más información sobre el Colectivo La Cantora ver

www.lacantora.org.ar.

3 Así se denomina en la jerga penitenciaria a los pabellones

destinados al alojamiento de personas privadas de libertad

que no tienen acceso a estudios avanzados o universitarios.

4 Si te interesa contactarte con nosotros escribinos a

[email protected].

Talleres de educación popular en cárceles: refl exiones sobre la necesidad de articular un discurso crítico con una

práctica social alternativa Participantes del taller de educación popular

en la Unidad 31 SPB de Florencio Varela