Los Cuentos Que He Querido Escribir-Juan Carlos Orrego

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  CUENTOS QUE HE QUERIDO ESCRIBIR JUAN CARLOS ORREGO

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Obra literia del escritor antioueño Juan Carlos Orrego.Excelentes cuentos, con la literatura como fondo y escritos con gran sentido del humor.

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  • CUENTOS QUE HE QUERIDO ESCRIBIR

    JUAN CARLOS ORREGO

  • NDICE

    Ms ac de la tumba de Jorge Isaacs

    La mujer que hablaba dormida

    Historia de un escritor y un laberinto

    Rayuela

    En el metro

    Un lector en el infierno

    Memorias de un comprador de libros

    Domin

    Los cuarenta ladrones y Al Bab

    Cuentos que he querido escribir

    ndice para consultores

    MS AC DE LA TUMBA

    DE JORGE ISAACS

    Enamorado de carrera yo, pero

    especialista en amores equivocados

    Gesualdo Bufalino

    Cuenta la historia que un hombre llamado Jorge Isaacs escribi alguna vez una novelita sentimental

    que jams fue entendida por sus coterrneos. Bueno, esto de que jams fue entendida por sus

    coterrneos no lo cuenta, en realidad, la historia; lo digo yo, Ricardo Pea, un bibliotecario de segunda,

    cuarentn y abstrado, coterrneo de Jorge Isaacs.

  • Don Jorge fue un hombre verstil: incursion en poltica, vivi con los indios del Magdalena y estuvo

    en la selva hmeda del Dagua planeando carreteras. Y miren ustedes: tambin escribi una novela. En

    ella, un tal Efran -que tambin estuvo en las selvas del Dagua- llega a su tierra luego de un largo periplo

    por Europa, y slo para conocer la tumba de su amada; porque ella, la inocente Mara, muri, y, creo yo,

    del susto que le produjo el estar enamorada. Pero, qu ms podra habrsele ocurrido a un hombre

    que estuvo en la selva asediado por los pegajosos rigores del trpico? Creo que cuando escribi la

    novela, Isaacs todava estaba imaginndose a los negros del Dagua haciendo el amor con los tapires.

    Quiz por ello su genio no pudo dar con un mejor final para Mara.

    Pero son stos estriles devaneos: yo soy un hombre de otro siglo y tengo fijo mi pensamiento en

    otras cuestiones; es decir: no en indios, no en selvas, no en tapires; sin embargo, s en mujeres.

    Entonces es el mismo asunto... aunque creo no equivocarme suponiendo que a las mujeres de este siglo

    ya no las matan los pnicos del amor. O quin sabe.

    Empec recordando a Jorge Isaacs porque, justamente, ayer conoc su tumba: un monumento

    blanco con la forma de un hombre de enorme bigote. Hay tambin por ah un ngel -o mujer?-

    reclinado; en una losa situada a la espalda del escritor hay un poema que a nadie interesa, acaso conde-

    nado a ser olvidado una vez ledo, pues ocurre que slo ponen sus ojos en l los dolientes que un negro

    azar arrastra hasta el Cementerio San Pedro... Pero de nuevo me escapo de lo que quiero contar; eso

    suele ocurrirme continuamente a m, un hombre con palabras flotantes en la cabeza.

    Vi la tumba porque estaba en el cementerio; estaba en el cementerio porque pasaba por ah y

    quise entrar a curiosear entre los mausoleos (jams he podido corregirme de mi mana de leer epitafios).

    Pero por qu pasaba por ah? Deambulaba entre los lodazales de la carrera Bolvar, sin rumbo deter-

    minado, quiz tratando de esconder mi cabeza bajo la sombra del viaducto del metro. Porque esto s es

    seguro: tena que esconder mi cabeza de alguna forma, pues en ella moraba Margarita; y Margarita,

    spanlo de una vez, es un pensamiento prohibido, mi pensamiento prohibido. Sepanl de una vez dira el

    listo Martn Fierro, ese hombre heroico que cambi las mujeres por las moscas y la suciedad de la

    pobreza. Pero a qu esta anotacin? Hablo como si quisiera distraerme. Debe ser que Margarita sigue

    metida en mi cabeza. No, no debe ser apenas: de hecho, ella es lo nico que hay en ella, junto con las

    palabras flotantes que antes mencion.

    Conoc a Margarita un da cualquiera, hace meses, y no tengo exactitud en mi recuerdo porque

    entonces ella no fue para m ms que una de las tantas mujeres de este siglo. Y continu sindolo

    justamente hasta la madrugada de ayer, cuando me despert azorado creyendo escuchar un cantar de

    gallos (clangor de gallos hubiese dicho don Toms Carrasquilla, quien tambin dorma en esta ciudad).

    Gallos en el barrio Prado Centro?, tal fue la pregunta necia que me hice cuando an no despertaba

    completamente. Necia y ridcula la pregunta, por supuesto, pues cualquier enciclopedia -obra de

  • referencia- puede testificar la distribucin universal de las gallinceas: en cualquier lugar puede haber un

    gallo, as como una botella de cerveza, una mujer o un hombre asustado. S, un hombre asustado,

    porque eso era lo que me ocurra: me haba despertado el sobresalto de descubrir que de repente

    comenzaba a amar una mujer, sbitamente, sin ms precedente que el desentendimiento en que yo

    haba vivido durante el poco tiempo en que ella estuvo trabajando en la biblioteca.

    Dnde estar Margarita en este momento? O, ms bien, que estara haciendo ayer, a la

    madrugada? Tal vez durmiendo su sueo de mueca de ojos grandes en una cama con sbanas blancas,

    bajo un techo cualquiera de la ciudad de Medelln. Acaso estara abrazando un oso de felpa o un almo-

    hadn. O quizs haya muerto, y en ese justo instante de la madrugada estaba agonizando. Pero no, eso

    es improbable: as vaya contra el espritu de esta poca, quiero que en sta, mi historia, slo mate a las

    personas el pnico del amor, de la misma forma que Isaacs, un hombre del siglo pasado, decidi la

    muerte de Mara. Y s, s que vivo en tiempos de vanguardia, pero ah! qu ms puedo pensar? que

    ms, si los gallos de la madrugada ya han cantado a los cuatro vientos mi invulnerabilidad?

    Hace ya una dcada que empec con la desatinada mana de enamorarme. Pero sepan mis lectores

    que lo que aqu llamo amor no es ms que la accin de pensar reiteradamente en una mujer de la que no

    conozco mayor cosa. Suele ocurrir as: conozco a alguna y, de repente, me encapricho. Siento una

    pasin inextinguible, la cual alimento constantemente con fbulas y novelones mentales en los que me

    imagino como el amante reconocido de la mujer (razn tena Machado cuando deca que el amor es verte

    una vez y pensar haberte visto otra vez). Invento encuentros y dilogos fantsticos en mi cabeza,

    mientras que en otro apartado de mi interioridad no hago ms que lamentarme de un cruel destino que

    se opone a la realizacin de mis quimeras. No obstante, semanas o meses despus, as tan sbitamente

    como nace, muere el amor. Luego llega otra mujer y... en fin, el ciclo vuelve a repetirse. Y, cranme, sera

    soportable si la melancola que me consume en esos momentos fuese tambin ficticia, o slo

    parcialmente; pero no: su mordida duele ms que una culpa.

    Cuando conoc a Juliana y formalic con ella la relacin que hasta el presente existe, pens que el

    estpido ciclo del amor melanclico haba terminado. Me cre libre de l. Llegu a pensar -loco y

    jactancioso- que si el sufrido corazn de Lugones existiera an, irremediablemente se colmara de

    envidia al conocer mi logro. El poeta argentino haba escrito que el amor no es cosa grata; antes

    ridiculiza e importuna, y exprime en llanto cruel lo que no mata, y yo crea haber burlado esta fatal

    sentencia refugindome en la candidez de un querer por costumbre. Porque eso es Juliana, costumbre,

    as en principio yo viera en su figura y sintiera hacia ella mucho ms de lo que antes haba visto y sentido

    con las otras. Ocurra empero que el destino, al parecer por nica vez, haba dictaminado complacer mis

    aspiraciones, y as los novelones imaginarios comenzaron a materializarse alrededor de Juliana. Muy

    pronto el torrente de la pasin se extingui y me puso a las puertas de, como ya dije, una vida

  • neutralizada por la costumbre. Pero, horror de los horrores!: a pesar de la existencia de Juliana, el ciclo

    del estpido amor melanclico se reactiv. Tard en hacerlo, lo s, mas, qu gan? Mi mana, probando

    su arraigamiento, no desapareci, sino que apenas disminuy su frecuencia. Y heme aqu hoy, perdido

    para la lucidez, llenando papeles con palabras torpes, entregado a la prosa insulsa de un bibliotecario,

    pensando con inevitable insistencia en Margarita, en esa Margarita que se revolcaba ingenua entre sus

    paales cuando yo ya terminaba mi bachillerato.

    Mirando el ngel del monumento funerario de Isaacs record mi tribulacin. Pens que, por lo

    menos, ese ngel slo intentaba apaciguar el ltimo sueo del excursionista del Dagua. En eso pens,

    recuerdo exactamente con cules y cuntas imgenes. Pero pens igualmente en Juliana, y tambin vi en

    ella un heraldo del cielo: slo que ya no era un ngel dulce, sino un terrible ngel vengador, un ngel con

    espada dispuesto a cercenar mi pobre gaznate de infiel (uno de los heraldos negros que nos manda la

    Muerte, como escribi Vallejo). Porque, a diferencia del pasado, esta reaparicin del ciclo del amor

    melanclico me converta en un hombre desleal. Desleal, por supuesto, para Juliana, en el caso de que se

    enterara de todo lo que pasaba por mi cabeza; yo slo me tena como un estpido: senta querer

    recobrar mi libertad de hombre sin compromisos slo para, inmediatamente, ansiar perderla en el abrazo

    de otra mujer. Y esa mujer era -es- Margarita, un ngel con grandes ojos negros de mueca.

    Nada hay tan necio como que una mujer, para ganarse a un hombre de por vida -como si ello

    representara un botn inmenso-, se someta a los tormentos de nueve meses de preez. No s cmo el

    saber popular consagr un chantaje semejante. Porque si hay algo claro es que un hombre -o, al menos,

    un hombre como yo- puede ser atrapado sin que sea necesaria la mediacin de un lazo carnal tan

    costoso: yo, por ejemplo, me siento ligado a Juliana por lazos eternos; y esto -que no digo en tono de

    florilegio potico- se da sin que ella tenga que llevar en su vientre la ms mnima partcula de mi simiente.

    Simplemente, esta mujer ha utilizado conmigo la sagacidad de ser increblemente buena. Es todo. Yo, un

    pusilnime hombre de biblioteca, difcilmente podra huir de esa relacin; y no precisamente porque

    Juliana colme todas mis aspiraciones -que ni siendo Scherezade lo hara-, sino porque mi poquedad de

    sedentario, mi pasividad de meditador, no me permiten tener con ella ni altercado ni reclamo, ni nada

    que pueda serle desagradable. Yo, con la simpleza de un hombre de la edad de piedra, pienso slo esto:

    ella es buena conmigo; yo tengo que ser bueno con ella; no puedo causarle dao ni dolor; si ella quiere

    que est a su lado, debo hacerlo, as mi espritu desee expandirse en otras cosas. Naufrago entonces en

    medio de un vendaval de moralidad, sin poder anteponer a mi testaruda conciencia ninguna conviccin

    razonable que pueda sacarme de mi estancamiento de caracol. La bondad basta para amargar mi vida.

    Abominable, no? Ya ven que un hombre postmoderno tambin es poca cosa.

    Despus que sal del cementerio decid dar a mis pasos un rumbo concreto, pues tanto deambular

    ya se me haba hecho insoportable. Pens que lo mejor era regresar a la biblioteca, donde no faltara

  • alguna tarea por terminar. Cuando sala, una viejecita increblemente flaca y descolorida me pidi que

    rezara una oracin para el eterno descanso de las nimas. Sin esperar mi respuesta -los mayores

    siempre asumen que uno es devoto- me alarg un papel arrugado donde se lean algunos salmos.

    Mientras oraba pens con angustia en el hecho de que, an muerto, uno tuviese que depender de la

    gestin de otros. Y esos otros, malhaya suerte de los difuntos!, somos nosotros, los vivos insignificantes.

    De qu puede servirle a un alma condenada -pensaba yo mientras abordaba un Circular Coonatra 300-

    la plegaria de un hombre sin libertad? Acaso si esa alma en pena fuese la de Margarita...

    Subirme al Circular y precipitarse un aguacero fue todo uno. Gan uno de los asientos del fondo del

    pasillo y de inmediato corr el vidrio de la ventanilla, pues las goteras ya empezaban a golpear sobre el

    cuero rojo de la silla. Mientras miraba el estallarse de las goteras contra el pavimento, comenc a

    preguntarme con un dejo de horror si no estaba deseando, de alguna manera, que Juliana desapareciera

    de mi vida. Prontamente evit este pensamiento, pues record un cuentecito que impresion mucho a

    don Jorge Luis Borges, La pata de mono, de W.W. Jacobs. rase -as comienzan los buenos cuentos de la

    infancia que nunca deb dejar-... rase, pues, un amuleto hecho con la pata de un mono al que se le

    podan formular deseos (al amuleto, se entiende); una familia pide al talismn una fuerte suma de dinero,

    pero la obtiene en la forma de una pliza mortuoria que la fbrica donde trabajaba el hijo paga despus

    de su horrenda muerte. Nuestros deseos por fin se cumplen de manera de persuadirnos de que ms vale

    no desear nada, escribi el buen viejo de Bioy Casares en una de sus novelas fantsticas. As que no me

    atrev a darle ms vueltas al asunto. Sin embargo, la imagen de Juliana segua perturbndome el

    entendimiento: ella, como el ngel vengador, blanda la espada de la fidelidad burlada. Porque han de

    saber que mi culpa manitica lleg hasta los hervores del exceso: yo no haca otra cosa que mortificarme

    por una infidelidad que era slo mental, pues Margarita no era ms que un fantasma en mi cabeza.

    Maldije a la Iglesia por aquel invento del pecar de pensamiento, palabra, obra y omisin. Sent tambin la

    angustia de ser yo mismo (eso lo dijo un trovador). Finalmente -ya dije que en mi cabeza slo hay

    palabras flotantes- mi razn slo pudo ofrecerme un consuelo literario: record al postergado Florentino

    Ariza, que aunque se acostaba con las putas y viudas de Cartagena de Indias, se jactaba de la fidelidad

    que le guardaba a Fermina Daza.

    Mucho ms tarde, cuando me sent en mi escritorio, y an despus del momento en que, ya en mi

    casa, me entregu al sueo, el tropel de mis pensamientos se mantuvo apaciguado. En algunos

    momentos volv sobre mis ficciones y obsesiones, s, pero las ms de las veces de una manera divertida,

    casi ldica. En algn momento record un rostro pretrito, el de una mujer que alguna vez hice participar

    en el ciclo. Ni siquiera saba cmo se llamaba, y an as la idealic. No se me olvida que, puesto que me

    pareci horrible confiar un amor platnico al anonimato, invent un nombre para mi musa siguiendo el

    consejo pstumo de un sabio de mi abolengo. Este hombre, prendado como yo de la magia de una

  • desconocida, se persuadi de que sta se llamaba Nora. As, basndome en los ojos rasgados, la nariz

    afilada y la palidez de mi amante imaginaria, prontamente deduje que se llamaba ngela.

    De esto hace unos diez aos, y volv sobre este episodio porque, no ha muchos das, me top

    impensadamente con esa mujer. Vesta pantaln y chaqueta azul oscuro; caminaba a unos tres metros

    de m, paralelamente; el brillo infernal del sol acrecentaba su lividez natural. De pronto se volte y con

    voz chillona me pregunt si saba la hora. Yo, con la frialdad de un autmata, consult mi reloj y le avis

    con un susurro la inminencia del medioda. Ella agradeci y sigui su camino con gran rapidez, dndome

    la espalda. De inmediato se removi una insignificante y relegada neurona en mi cabeza y, slo entonces,

    advert que era ella. Era ella, indudablemente, y me haba hablado; diez aos atrs hubiese sido el

    paroxismo. Esta evocacin me llev a una conclusin tranquilizadora: pens que la obsesin por

    Margarita correra la misma suerte y que, quizs en un futuro increblemente prximo, tendra

    oportunidad de pisarle los zapatos mientras abordramos al mismo tiempo un vagn del metro,

    ignorndonos mutuamente. Slo este pensamiento conjurador permiti mi dulce sueo de anoche.

    Pero hoy es otro da. Como el sol, el tormento se ha levantado nuevamente. Al despertar, Margarita

    era otra vez un pensamiento doloroso. Con el mpetu de un cuchillo que rompe la piel, la incertidumbre

    me invada nuevamente. Deseaba, con un frenes rayano en lo patolgico, conocer lo que ella estara

    haciendo en ese mismo momento. Con poca hambre y escasa lucidez desayun dos huevos tibios con

    pan y, mientras contemplaba las contorsiones del vapor que se escapaba del caf, pensaba en la clase

    de alimento que ella estara comiendo a esa misma hora o, si era que haca otra cosa, cul sera. As

    como mezclaba un poco de leche en el mar del caf de mi taza, as mismo combinaba mis especulaciones

    ociosas con un nmero exagerado de ridculas fantasas: me vea compartiendo con Margarita una

    sbana sudada de amor, blanca y resplandeciente a la luz de la maana; ella, durmiendo a un costado,

    confiada en medio de su imperturbable desnudez; yo, despierto, recostado en la cabecera de la cama,

    fumando un cigarrillo con la impavidez de un amante saciado (escena cinematogrfica). Y un sinfn de

    imaginaciones del mismo y descalabrado talante.

    Pronto, sin embargo, el tamao de mi ridiculez fue tal que despert de todo ensimismamiento,

    entregndome a un agitado ir y venir a travs de todos los cuartos de mi casa. Entonces conceb un plan

    descabellado: llamarla. Era fcil: saba su nmero telefnico. Pens: Tanto si me contesta con el aire de

    sorpresa molesta de quien recibe una llamada tan inesperada como si se alegra de or una voz tambin

    por ella adorada en silencio, sabr a qu atenerme: o me despeo en el barranco del despecho o llevo

    mi pasin imbcil hasta sus ltimas consecuencias. Haba tomado el tubo del aparato cuando un asomo

    de lucidez se manifest ya en sus ltimos estertores. Me cruc de brazos y reconsider la situacin. Me

    dije: Hace dos meses que no la veo y, mientras la vi, mi relacin con ella fue tan superficial y

    desinteresada como la que puede existir entre dos empleados de biblioteca que s-lo cruzan dos o tres

  • palabras en todo el da, y eso para preguntarse dnde est Shakespeare o cmo poner los sellos

    distintivos al nuevo ejemplar de Taras Bulba. Si la llamo, obviamente pensar que se trata de un asunto

    laboral, porque seguir escuchando mi voz como la de su jefe inmediato y no como la de Ricardo Pea.

    Si, por un misterioso azar, sinti alguna vez cualquier tipo de simpata por m, los dos ltimos meses ya

    habrn tenido ocasin de extinguir hasta la ms nfima chispa de cualquier sentimiento; entonces ver en

    mi llamada un sarcasmo del destino y me atender con sorna y displicencia. En todo caso, lo inesperado

    de mi llamada provocar en ella alguna sorpresa y, lgicamente, en tales circunstancias reaccionar con

    prevencin frente a la ms ingenua de mis cortesas.

    Sabrn los que han perdido su tiempo leyendo buenos libros que esa concatenacin de

    apreciaciones lgicas en torno a posibles reacciones de una persona que interesa fue desarrollada con

    maestra por un pintor asesino, Castel, el protagonista de El tnel, enamorado hasta la paranoia de una

    tal Mara Iribarne (o acaso todo amor es, forzosamente, paranoia?); Fernando Vidal, otro engendro

    sabatiano, aplic toda su insana inteligencia a la tarea de perseguir ciegos por las callejuelas de Buenos

    Aires. Teniendo presente todo esto, y un tanto halagado por ese sucinto descubrimiento de sentido

    comn en mi interior, desech mi plan y decid -inconscientemente- aplazar mi aturdimiento para las

    horas de oficina.

    Las horas de oficina: es decir, stas. Horas fras, srdidas, tormentosas. Han regresado todos los

    recuerdos, infinitamente melanclicos, y han avivado las fantasas, irrevocablemente desatinadas. Mi

    cerebro se desespera, porque quiere y no puede copular con todas las ideas e imaginaciones que lo

    invaden; ellas pasan, raudas, provocativas, y l, loco, estira sus manos: aqu, all; se vuelve, pero no

    logra quedarse con nada. Ni siquiera un hombre como Ireneo Funes -ese que, empleando todo un da,

    poda recordar exactamente todo lo que haba hecho el da anterior-, ni siquiera l, engendro de Borges,

    podra poner orden a la confusin reinante en mi cabeza.

    Durante la ltima hora he intentado tomar el telfono cuatro veces. Pero en sendas ocasiones la

    irresolucin me ha hecho desistir de todo propsito, derribndome con pesadez en mi silln de

    funcionario mediocre. S, mediocre, eso es: un bibliotecario mediocre. Un pobre hombre rodeado de es-

    tantes, entrepaos y libros. Un alucinado que recuerda, con el espejismo de la vivencia, los episodios de

    los libros. Porque son muchos los libros que ha ledo y ha credo. Y a la mesa de su cabeza se sientan,

    confundidos, todos los personajes que han llenado sus momentos de lectura; o momentos de

    marginalidad, que es lo mismo. Y recuerda todo. Recuerda al ave negra posada sobre la tumba de Mara,

    y a Efran alejndose rpidamente sobre su caballo. Recuerda esa centenaria novela antioquea en que

    el cortejo de Martn Gala hacia Pepa Escandn termina jubilosamente en un altar. Recuerda a Alicia

    pariendo el hijo de Arturo Cova. Recuerda a Lelio de Higinio, el vaquero de Guimares Rosa, haciendo de

    su sentimiento por una mocita del Paracatu la perfeccin del amor platnico. Recuerda a Teresa Batista,

  • rendida de amor en el saveiro de Januario Gereba, all en la ltima pgina de una novela de Jorge

    Amado. A Durn y Mara Elvira, amndose y haciendo cursi el final de un cuento lgubre de Horacio

    Quiroga. Al Coronel Aureliano Buenda, confesando sin rubor su amor por Remedios Moscote, una nia

    de trece aos. Al prncipe Hamlet, renunciando con resignacin al amor de la dulce y sin par Ofelia. A los

    novios de Manzoni, Renzo y Luca, oponiendo su amor contra las barbaridades del cruel Don Rodrigo. A

    Alonso Quijano, el hombre de lanza en astillero, confiado a su loco amor por la campechana porqueriza

    Aldonza Lorenzo. Al siniestro amante de Berenice, que en un colmo de pasin roba los dientes de su

    amada muerta. Al inspido Meursault, defraudando a Marie Cardona al decirle que no tiene importancia si

    se aman o no. Al pobre Manrique becqueriano, enamorado de un rayo de luna. Los recuerda. Los

    recuerdo. Claro, ellos, los personajes. Ellos, siguiendo el curso de tramas amorosas ya definidas de an-

    temano. Amores resueltos desde siempre y para siempre. Por los siglos de los siglos. Desde la mujer que

    muere de amor hasta la que goza con desparpajo su pasin; desde el mrtir hasta el triunfador, todos

    estos amores literarios cumplieron con un camino unvoco, sin alternativas, definido. Amores que eran o

    no eran, pero resignados y confinados a sus posibilidades, a su nica posibilidad de ser. La tumba le

    arrebata Mara a Efran, y por doloroso que ello sea para un mortal, lo nico que queda por hacer es

    asumirlo, no decir ms, voltear la pgina, cerrar el libro, abrir el siguiente...

    Pero, ah! los amores terrenales! los que nos agobian a nosotros, los seres de carne y hueso!

    Slo estn definidos en su inconstancia: vagos, irresolutos, inciertos, indecisos, mixturados, impuros.

    Qu puedo hacer yo, un hombre que, por pasarse su existencia leyendo, no se prepar para afrontar

    las defecciones de la vida real? No soy un personaje: mi mundo son los das, no las pginas. Soy Ricardo

    Pea, y estoy metido en una biblioteca, donde hay cosas que puedo tocar y personas que puedo

    escuchar. Pero, a pesar de eso, en este momento pienso que soy como ese monumento blanco -se que

    tiene la forma de un hombre de enorme bigote-, y que en mi cabeza hay un poema que a nadie interesa.

    Sbitamente, con desespero, busco el telfono, pero no lo veo: slo veo a Margarita, con sus ojos

    grandes, desvanecindose entre un arrume de libracos. No puedo hacer otra cosa ms que, como un

    autmata, sonrer con complicidad a este dulce fantasma.

  • LA MUJER QUE HABLABA DORMIDA

    I.

    Cunto vale la vida de un hombre? Muchas veces lo he pensado pero, por supuesto, nunca he

    pretendido resolver tal asunto. Me ocurre lo que a muchas personas: para tranquilizar ese extrao afn

    de probarme a m mismo que soy inteligente, me formulo constantemente interrogantes ostentosos que

    tienen que ver con aquellas cosas que la gente llama profundas, pero... resolverlos? Creo que mi

    vanidad, como la de todos, se conforma apenas con la inicial y sugestiva exhibicin de interrogantes.

    Uno podra decir, si la intencin es la de parecer moderno, fatalista y poeta, que la vida de un

    hombre no vale nada, o decir muy poco; pero entonces eso sera una forma modesta de decir lo

    mismo.

    Verdad es que no pretendo resolver nada: nunca tiene uno necesidad de probarse las propias

    convicciones, sean stas explcitas o no. Slo dir que si algo distingue la vida de los hombres, eso es el

    azar.

    Dicen que cada uno se comporta segn un destino sealado; quiz sea verdad, pero, como cada

    quin ignora cul es el camino que le corresponde, todos piensan que puede ser de varias formas. As

    pues, el azar no es ms que la cuestin probabilstica de que nuestra ya prevista e inevitable suerte

    puede -o pudo- ser cualquiera.

    Desde la poca y silla en que ahora me encuentro, pienso que el destino de Jesucristo era,

    insalvablemente, la crucifixin; pero l, en su momento, quiz pens en la posibilidad de que Pilatos

    mandara al diablo toda la intriga urdida por el sanedrn y ordenara su libertad. Vista retrospectivamente,

    toda existencia puede equipararse con la idea de un destino, pero, en su momento, toda existencia es

    azar. Esto es claro, o por lo menos me parece claro hoy, despus de haber ledo los escritos de intimidad

    de un hombre difunto: hasta tal extremo de curiosidad he llevado mis atributos de cuidador de casas

    deshabitadas. Ruego a los escrupulosos su perdn y, de concedrmelo, su atencin en todo lo que

    sigue.

    II.

    Despus de la muerte de Enrique Valencia, la secuela de lo desgarrador y lo ominoso hizo que su

    mujer y su hija abandonaran precipitadamente la residencia familiar, ubicada en una de las arborizadas

    cuadras de la carrera Venezuela, en cercanas del crucero con la calle Urab. Das despus, ante la

  • rotunda negativa de la seora de regresar a su casa, la compaa de seguros consigui que se

    autorizara mi estada permanente all en calidad de cuidador: teman que los cuantiosos bienes de la

    familia fueran robados, pues gentes de ese sector de Prado Centro hablaban de la presencia de des-

    conocidos merodeando por los alrededores de la casa. Concretamente, el director de la compaa me

    alert sobre un tipo de tez blanca y chaqueta negra que durante los tres das anteriores a mi instalacin

    en la residencia Valencia haba consumido incontables cafs con leche en una cafetera vecina.

    Un martes en la noche se produjo mi arribo a la casa. Se trataba de una vieja pero slida

    construccin, agradable tanto por lo espaciosa como por lo iluminada: lmparas y bombillas propagaban

    su luz hasta los ms ocultos rincones; antigedades, cuadros, muebles, electrodomsticos y lujos en

    general se disponan con prodigalidad y tino, haciendo justicia a lo que una residencia de Medelln

    requiere para parecer la de un acaudalado tpico, y, as mismo, justificando el temor de que pudiese ser

    atacada por delincuentes.

    Despus que hube inspeccionado todo el edificio que se me confiaba, me instal en una habitacin

    que, ubicada en el entrepiso de un recodo de las escaleras, dominaba desde sus discretas ventanas -en

    forma de claraboyas- toda la escena exterior. Ni esa primera noche ni durante el torrente de das que se

    sucedieron pude ver al supuesto maleante de la chaqueta negra. Solamente recuerdo haber visto, creo

    que al tercer da de mi estada, a un hombrecito delgado y mal afeitado que pretenda destrozar a

    puetazos un telfono pblico que haba a cien metros de la mansin; me extra porque, habiendo

    estado vigilndolo largo rato, me pareci que echaba con regularidad vidas y furtivas miradas a la casa

    Valencia.

    En general, puedo decir que nada ocurri de particular durante el tiempo que guard la casa.

    Dorma hasta tarde, preparaba un parco desayuno con las existencias de la nevera y la despensa, lea

    horas y horas tumbado en un cmodo silln de la sala y despus, hacia las cuatro de la tarde, sala al

    centro de la ciudad a comer algo y charlar con algunos amigos. Cerca de las siete regresaba -a veces

    acompaado, por supuesto-, hallando todo en el ms completo orden. De ah y hasta ms o menos las

    dos de la madrugada encontraba diversas cosas en qu ocuparme: reanudar la lectura, conversar por

    telfono, mirar el televisor, escudriar los armarios y cajones de la alcoba matrimonial, fisgonear en el

    diario de adolescencia de la nena de la casa o, en el mejor de los casos, hacer el amor con alguna

    convidada. Tales disfrutes se realzaban en mi conciencia -al punto insano de parecer ya mofas o

    jugarretas crueles- cada vez que pensaba que an tendran que pagarme por hacer todo aquello.

  • III.

    La tarde del tercer viernes despus de mi instalacin me avisaron que a partir del da siguiente

    deba abandonar la casa, pues era preciso que prestara de otra manera mis servicios a la compaa. Esa

    tarde, recuerdo, lea yo las pginas finales de La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi. Un tanto disgustado

    ante la necesidad de poner fin a mi sibartica vida de vigilante, mis sentimientos arribaron a un extremo

    de clera cuando descubr que al libro le faltaban algunas pginas: el relato se cortaba bruscamente en

    la pgina 92, cuando apenas empezaba la verdadera agona del protagonista. Fastidiado, me levant y

    fui hasta los estantes de la biblioteca del difunto seor Valencia, pensando encontrar las hojas restantes

    entreveradas en alguna parte, factiblemente en el espacio dejado en la fila de libros por el volumen que

    yo haba sacado.

    En efecto, all estaban, slo que en compaa de algo ms: un escrito de algunas cuartillas

    cuidadosamente dobladas, mecanografiadas y firmadas por Enrique J. Valencia (hecho que llama la

    atencin: prevea l un pstumo descubrimiento de su obra?). Sin duda haban estado todo el tiempo

    dentro del libro de Tolstoi, y al retirarlo yo del estante, el legajo se haba cado, arrastrando consigo las

    pginas culminantes de La muerte de Ivan Ilich. Dispuesto a volver a la novela sin prdida de tiempo,

    dirig una rpida mirada al primer prrafo del escrito. Pero entonces ya no me fue posible dejarlo, pues

    Valencia -acaso inconscientemente- daba inicio a su perorata con un irresistible prrafo que hasta el

    mismo Marcel Proust hubiese envidiado, y que azuz mi curiosidad de una forma francamente morbosa.

    El texto comenzaba as:

    Hace siete aos mi mujer, que habla dormida, pronunci entre un sartal de incoherencias la

    palabra muerto. Nunca, hasta entonces, haba podido descifrar el ms mnimo de sus gorjeos. Era

    Jueves, 15 de septiembre; en la madrugada del da 18 muri Pedro Valencia, mi to.

    Con avidez -acrecentada, indudablemente, por la conciencia de saberme leyendo las pginas de un

    muerto-, di cuenta del escrito. En esencia es como sigue.

    IV.

    Enrique Valencia habla de su to con una reverencia casi sobrenatural, como la que slo puede

    inspirar un dios. De entrada admite que la figura del viejo Valencia ejerci sobre l un influjo definitivo, y

    habla de aquella muerte como de un verdadero rito de iniciacin:

  • Luego de que Pepe muri, luego de que yo lo vi amoratado e inmvil dentro del atad, se form

    en m la idea de que haba quedado algo por hacer; tanto as que, al poco tiempo, me convenc de

    que irremediablemente yo habra de ser otro por causa de esa muerte.

    Con ese algo por hacer, Enrique se refiere a la necesidad de continuar la vida intelectual de

    Pedro, un hombre de letras, dedicado durante treinta aos, con brillantez, al placer impune de la

    literatura:

    Me pareca lo ms estpido, lo ms inconsistente del mundo, pensar en el hecho de que Pepe

    hubiese dejado en su biblioteca centenares de libros que no haba ledo; y este desconsuelo se hizo

    irresistible cuando, pudiendo birlar a la vigilancia de sus hermanos una carpeta con escritos inditos,

    descubr que Pedro haba dejado inconclusa una decena de cuentos donde la frescura de los

    sustantivos y la precisin de los eptetos maravillaban.

    Consciente de que deseaba hacer de su vida de contador la vida de un intelectual; consciente, en

    fin, de que deseaba ser un nuevo y redivivo Pedro Valencia, Enrique comenz por acercarse a los libros

    que en vida haban sido de aqul. Pero, por supuesto, quien cree amar la literatura pronto advierte que

    ser nicamente lector es una conducta casi que parasitaria:

    Entonces me obligu a producir, a escribir algo. Era fcil: tena la historia, la cual no poda ser

    otra que la de la muerte de Pepe.

    Muerto en el fragor de una noche violenta en la vecina ciudad de Bello, Pedro se convirti, para su

    gente, en un doloroso enigma: noche de ebriedad, palabras necias del tipo si a m me pasara algo,

    taberna a la que nunca haba entrado; un revlver, un disparo, rumor de suicidio, testimonio de un amigo

    al que alguna vez Pedro confes la tentacin de aplicarse arsnico...

    Sin duda, tena yo material suficiente para escribir una historia... slo tena que entretejer, con

    palabras buscadas pacientemente, un relato que confundiera la crnica con la imaginacin. Pensaba

    que todo logro se fundaba en saber mantener un clima de expectante ambigedad.

    Preparando su obra, Enrique recuerda el agorero murmullo de su mujer:

    Antes que pensar que ese precedente poda llegar a convertirse en un magnfico pretexto para

    hacer literatura, sent la horrible sensacin del terror, porque hasta entonces no me acordaba de eso.

    Entre ese jueves en que Diana habl desde el sueo y el momento de la muerte de Pepe, yo no

    pens en nada que no fuera mi cotidiana vida entre el debe y el haber. Pero despus, cuando

  • retrospectivamente pude ver la ligazn indivisible de la causa y el efecto, mis nervios conocieron

    una edad del pnico hasta ese entonces embrionaria. Dor-mir con Diana se hizo tortuoso, porque

    cada vez que comenzaba a farfullar sus disparates, yo, para evitar la formulacin de otra horrible

    profeca -o, ms bien, para evitar escuchar esa formulacin-, bloqueaba mis odos con las manos y la

    almohada.

    Ese temor supersticioso hace presa fcil en Enrique, hasta el punto de entorpecer la redaccin de

    su historia:

    Sobrepasada la quinta pgina del manuscrito, ya nada poda hacer sino interrogarme

    constantemente sobre aquello de la premonicin. Intilmente me repeta a m mismo: Qu tiene que

    ver en todo esto ese anticipo del destino? Por qu esa revelacin? Cmo pudo ser posible? No

    quise consultar el asunto con Diana, habitual receptora de mis ocurrencias, porque me avergonzaba

    el hecho de que ella viera en m una paranoia que yo ya empezaba a sentir.

    Cansado de su preocupacin, en la cual vea su propia estupidez y que quiz no era ms que un

    sucedneo de la vida sosa y negligente que crea haber dejado atrs, Enrique discute con un compaero

    de trabajo el asunto de la revelacin del destino del viejo Pedro Valencia:

    Pens en Martn, en contrselo todo: estaba seguro de que su sentido comn me pondra a

    salvo de lo que, dentro de mis especulaciones, fuera insulso. Pareci gustarle el proyecto de la

    historia. En cuanto a lo del funesto pronstico de Diana, slo dijo: Ah, Quique... y vos qu penss?

    El destino siempre se revela!. En ese momento cre entender lo que me deca.

    Pasado algn tiempo, Enrique Valencia descubre que, en realidad, su vida en la literatura es ya un

    hecho inobjetable:

    Slo viva para leer un libro tras otro, de los cuales sola hacer reseas y escribir comentarios

    de todo gnero... Me senta en la cima de la elocuencia cuando poda escribir, de mi propia invencin,

    un prrafo sobre algn autor. Con fruicin y rigor trataba, por ejemplo, temas como el existencialismo

    satisfecho de Camus o la fantasa frustrada en la obra de Bioy Casares (...)

    Como todo lector asiduo que aproxima su pasin al cuadro patolgico, yo slo tena tiempo

    para leer: nunca hubo un minuto extra para el trabajo, y aun el tiempo para Diana y Anglica pocas

    veces rebas la medida racional que yo le asign para beneficio de mis lecturas. Cada vez que

    evocaba la figura de Pepe no poda menos que sentir un profundo y reverente agradecimiento: yo no

    conceba cmo, si no por su influjo involuntario, habra podido acceder al mundo maravilloso de los

  • libros. Sin embargo, por intenso que fuese ese agradecimiento, no haba podido evitar que, junto con

    mis preocupaciones sobre la revelacin del destino, el proyecto de escribir la historia de su muerte se

    hubiese ido al diablo. Con una lgica simplista y, casi dira, primitiva, yo pensaba que cada minuto

    empleado en escribir era un minuto perdido para descubrir nuevos autores y mundos. A veces, es

    cierto, sufr horribles vacos: me vea como un estpido y vulgar devorador de libros; siempre logr

    producir en m una reaccin de enfado el comentario que me acusaba de ser una criatura de esa

    especie. Pero mal que bien me sobrepona, y lograba deshacerme de esa sensacin de fatiga que

    ocasionalmente me produca la sucesin de los libros ledos y por leer. Pensaba que, como fuera, mi

    destino era ms feliz que el de los hombres que mataban -y matan- sin tregua en esta ciudad, cuya

    primavera es en realidad una espantosa alucinacin. Pero yo no me preocupaba demasiado por eso:

    incluso pude llegar a escuchar de nuevo, sin temor, los susurros nocturnos de Diana.

    V.

    Muy poco dura la tranquilidad -o la relativa tranquilidad, ms bien- que exhibe Valencia en las

    anteriores lneas, pues cierta noticia que escucha en el lugar menos pensado vuelve a ponerlo a merced

    de todos sus terrores. En las lneas que siguen -y que dejar correr por s mismas, omitiendo mis sosas

    pretensiones de sntesis- puede vislumbrarse todo el descalabro operado en su universo mental:

    Hace dos aos, un joven mesero de una taberna de la parte cntrica de Bello me refiri una

    historia, completamente desconocida para m, acerca de la muerte de Pepe. No recuerdo cmo o por

    qu yo haba dicho ser su sobrino; entonces fue cuando el muchacho dijo algo relacionado con un

    piano. Un piano?, pregunt; Claro, dijo l, A don Pedro lo mataron por un piano; Un

    piano?, segua repitiendo yo y, ms que a l, a m; adivinaba en esa alusin algo macabro, tanto as

    que, por fijar mi entendimiento en la imagen del piano, no caa en la cuenta de que, por primera vez,

    alguien hablaba con seguridad de la muerte de Pepe como un homicidio, y no como un suicidio.

    Segn el muchacho... John? Jonathan?... segn l, pues, Pedro se encontraba completamente

    borracho en El Portn, el cafetn que sola frecuentar. Hubo un altercado entre dos personas acerca

    de un disco que hicieron sonar en el local. Pedro, sintindose magnnimo en medio de su em-

    briaguez, se par y, tambalendose, se acerc a los dos sujetos con el nimo de conciliarlos. Sin

    embargo, siendo propio de todo ebrio olvidar prontamente sus fines y evolucionar bruscamente en

    sus emociones, el hecho fue que Pedro irrumpi en improperios contra el administrador del local,

    argumentando que la msica era pesada e indigesta. El dependiente, tambin bajo los efectos del

  • alcohol, no vacil en injuriar a Pepe. Los hechos que siguieron a este alegato fueron confusos; el

    caso fue que, no teniendo otra cosa en qu descargar su ira, Pepe la emprendi a patadas contra un

    piano costossimo que el propietario de El Portn haba adquirido recientemente y que entonces

    decoraba el lugar. Luego de esto Pepe huy. El administrador, sofocado por la irritacin y el miedo -

    preva los reclamos justos de su patrn por la destruccin de aquel mueble-, tuvo la brillantez de

    elucubrar la ms precipitada y absurda de las venganzas en contra de Pepe: no haba ste caminado

    muchos pasos ms all del cafetn cuando un matn arrogante, codiciando una miseria ofrecida por el

    administrador, sala en pos de l. En La Ostra, una taberna a la que Pepe -inocente de su destino-

    entraba por primera vez, tuvo lugar el fin: el mercenario le dio alcance y, apoyando un revlver sobre

    su cabeza, le dispar dos veces.

    Qued impresionado. No pude resistir esa amarga verdad de la estpida muerte de Pedro:

    Muerto por una nada, me repeta constantemente, y creo que mientras llegu a casa no atin a

    decirme algo ms ingenioso o, por lo menos, ms tranquilizador. No soport mucho tiempo estarme

    callado, y as se lo cont todo a Diana. Aunque no esperaba nada de ella -le haba hablado slo por

    desahogarme-, me sorprendi su nico comentario: Ah, s, qu tristeza... pero es que ahora matan

    por nada. Eso dijo, bastante tranquila, y luego se fue.

    Desde entonces, todo ha vuelto a ser terrible. Han vuelto a asustarme los susurros de Diana al

    dormir. Han vuelto mis preocupaciones acerca del destino; me espanta la fragilidad de la vida: un

    hecho nimio puede llegar a convertirse en la muerte misma. Miles de veces me he devanado los sesos

    con cuestiones absurdas, de imposible respuesta: Por qu Pepe pate el piano? Por qu se

    encontraba ah? Por qu pusieron a sonar aquel disco?. Martn, con quien habl de esto, me dijo

    con una tranquilidad que slo logr indignarme: Enrique: slo ocurre lo que ocurre, lo que tiene que

    suceder. Pero no slo l lo dijo: la gente, toda, est convencida de lo mismo.

    Sigo leyendo, es cierto. Pero cuando no lo hago, me angustio: pienso que cualquier acto que

    cometa, por insignificante que parezca, puede llevar el curso de mi vida haca una muerte fcil y

    sbita. Comprar el peridico, regaar a Anglica, planear una salida con Diana o hacerle el amor un

    sbado o un domingo, abrir un grifo, regalarle un tabaco a Martn... Me parece que todas esas

    minucias llevan impreso un fatal e indeleble sello, que cada uno de esos actos representa una posi-

    bilidad de muerte: slo es menester que en el giro de la ruleta la esfera se encaje en el

    compartimento preciso. Y entonces uno morir.

  • VI.

    ...Hace dos semanas -no s cuntas veces lo he hecho ya- cont la historia de la muerte de

    Pedro a un cuado suyo, con quien no hablaba desde haca por lo menos cinco aos. No pareci

    impresionarse mucho, y slo dijo, con cierta satisfaccin de razonamiento lgico, algo parecido a

    esto: Claro, as tuvo que ser... Vos... Ah, no, vos no estuviste... Ve, Enrique: cuando sacamos los

    restos de Pepe para llevarlos al osario, nos preocupamos por examinar el crneo destrozado, y s, se

    vean en l dos orificios pequeos... Los forenses dicen que si son pequeos, entonces son de

    entrada de la bala... Y mir lo que me ests contando: la cosa encaja, pues. Yo entonces haba

    pensado que era raro que un suicida se disparara dos veces, y menos estando borracho. Dicho

    esto, se ri. Iracundo, quise contestar algo a su estpida sorna, pero Diana, influida por lo dicho,

    record la muerte de un joven ocurrida hace pocos das en una esquina aledaa a la casa. Entonces

    comenz a hablar de eso, y yo reprim mi arrebato. Despus no habra lugar pa-ra decir nada.

    VII.

    ...Anteayer ocurri algo terrible. Con la poca lucidez que me queda he tratado de explicrmelo

    racionalmente, para no ceder a la fuerte impresin de impotencia y locura que est a punto de

    inutilizarme de una vez por todas.

    El martes lleg Anglica del colegio contando que haba sido asesinado un conocido suyo, un

    amigo de otros das. Se trataba de un suceso triste a todas luces: el joven -un tal Lucas- recin haba

    salido de la crcel tras un largo encierro. Sentado en una mesa, en un establecimiento nocturno,

    mientras beba un brandy celebrando su primer sbado de libertad y mientras, de seguro, pensaba

    en su futuro hijo -a nacer por estos das-, la muerte lo haba golpeado sbitamente con cuatro

    impactos inapelables. Yo, escuchando a mi hija, slo haba atinado a pensar como un enajenado: Y

    si no hubiese estado pensando en su hijo?. Diana, sabr Dios qu, tambin pareci quedarse

    pensando. No s en realidad qu pudo haber pensado, pero quiero creer que hace dos das, cuando

    dormida dijo claramente matar, lo haca como producto de la sugestin, y no como otra nueva y

    fatal profeca. Todo ocurri inesperadamente: no alcanc a tapar mis odos y, con un pnico que

    ahora no podra describir, escuch claramente lo que dijo. Entre bisbiseos dijo eso, matar.

    Han pasado dos das. La muerte anunciada por la nueva profeca est prxima a ocurrir. Han

    coincidido la esfera y el espacio predestinado en la ruleta. Un destino anunciado, un destino visionado

  • debe cumplirse. Tena razn Martn cuando deca que el destino siempre se revela. Ya se ha revelado,

    y no slo en las palabras entrecortadas de Diana, sino en el ir y venir de todos los das: en mi ir y

    venir, por ejemplo. Pero no en el vaivn que me lleva de Garca Mrquez a Borges, sino en el ir y

    venir de esquina a esquina, de muerto en muerto, de asesinato en asesinato, de vida truncada en

    vida truncada. Porque en mi caso, mucho ms all de la literatura estaba el mundo, estaba la ciudad,

    estaban los hombres; estaba el destino, mi destino, que se ha revelado en la muerte de los otros.

    Anglica no est en casa. Diana duerme. El hecho sbito y nimio ya ha ocurrido... Y, tal vez, no

    es otro que yo mismo, el otro Pedro.

    Es el fin del manuscrito, interrumpido en ese punto por una rbrica firme y azul. Acaso poco

    despus de estamparla -o acaso slo despus de mucha angustia y vacilacin-, Enrique Valencia, en su

    cama, al lado de su esposa dormida y ajena a todo horror -pero tal vez ronroneando alguna cosa-,

    decidi asumir por propia mano el destino que crea labrado para l, slo para l.

    HISTORIA DE UN ESCRITOR Y UN LABERINTO

    Finalmente llegu a convencerme:

    No tena nada que decir.

    Roberto Arlt

    La hoja en blanco, aprisionada entre los dispositivos de la mquina, esperaba. En ese momento era

    yo uno ms de los que miran desconcertados un papel vaco pensando qu malhadada es la vanidad de

    creerse escritor. En la parte derecha de la mesa estaba la tacita de caf, vaca; la haba trado haca

    pocos minutos para ir alternando los tragos a medida que fuera escribiendo la historia, pero durante el

    desconcierto e impaciencia del cmo empezar me haba terminado el caf en un instante, casi sin darme

    cuenta. Y la hoja, con un algo de insolencia, continuaba muda.

    Instintivamente me levant de la mesa y fui hasta el estante de los libros, creyendo -vanamente,

    como siempre- que el leer ttulos y nombres ayudara a mi musa. Llevaba la mirada de un lado para otro,

    repasando las palabras consabidas, y era tanta la frecuencia con que incurra en esta operacin que ya

    no lea los nombres de los autores y las obras, sino que slo los presenta o los adivinaba, asumiendo

  • por lectura el mero hecho de verificar la familiaridad en la disposicin de las letras. Mil veces lo haba

    hecho, porque, en idnticas circunstancias, mil veces haba estado en este mismo lugar. Sin embargo,

    esa vez ocurri lo impensado.

    Con resignacin haba tomado algunos libros y haba revisado los ininteligibles mamarrachos que, a

    modo de anotaciones, haba escrito al margen de pginas que me haban resultado de algn inters.

    Pensaba que quiz de esa manera, si no para una historia, al menos hallara alguna idea con la cual

    desarrollar un ensayo; incluso, tal vez bajo esta forma encontrara mi vanidad un mayor aliciente para la

    escritura. En esto me hallaba cuando ech mano a El Anticuario, de Henri Bosco. Cuando ya me dispona

    a escudriar en la doble pgina que me haba deparado el azar, escuch un ruido como de resortes en

    torsin que pareca venir de la parte posterior del estante. Me llam la atencin la nitidez del quejido me-

    tlico, pues no se compaginaba con la posibilidad de que fuera producido por alguna otra cosa que

    estuviese ocurriendo en ese mismo momento, casualmente, en la casa vecina, que era lo que haba al

    otro lado del muro de mi biblioteca. Durante un largo instante estuve paralizado en medio de las conjetu-

    ras; el libro en la mano derecha, abierto en una posicin incmoda, perda por culpa de mi distraccin la

    feliz y esperada oportunidad de ser ledo alguna vez.

    Como no se produjo ningn otro hecho inesperado que diera ms precisin a mis imaginaciones, se

    me ocurri acercarme al hueco dejado por el libro recin retirado y escudriar en el vaco. Para mi

    sorpresa, comprob que el espacio vaco no tena la oscuridad que yo esperaba: por la pequea

    abertura se alcanzaba a observar un fondo grisceo, bastante retirado de mi punto de observacin como

    para suponer que se trataba de la misma pared de la biblioteca. Un impulso nacido en la intriga me hizo

    derribar a manotadas todos los libros del entrepao. Entonces, ya en la ms inmensa y ratificada

    sorpresa, me vi ante un recinto espacioso y en penumbra cuya desolacin haca pensar en un otro

    mundo que, crea yo, no poda pertenecer a la casa vecina ni, mucho menos, a la ma.

    Pero s perteneca a mi casa, porque luego de quitar la mayor parte de los libros me encontr con

    que el hueco se prolongaba tras la totalidad de los entrepaos, en un permetro que corresponda

    exactamente al de mi estante. Aunque, por ms que intent, no consegu correr el armatoste de madera,

    ca felizmente en la cuenta de que por el entrepao destinado para los ms altos volmenes -en mi caso,

    para la Historia de la Literatura y el Atlas lingstico de Colombia- bien podra deslizarme. Tal era mi

    asombro ante este descubrimiento que olvid por completo mi inveterada propensin al temor. Antes

    bien, luego de haber trepado en un banquito que yaca a la mano me precipit con una cierta fruicin por

    el espacio ms amplio del estante desocupado y me dej caer sobre el piso de la extraa sala.

    Contra mi primera impresin, el recinto no estaba completamente vaco: hacia el muro que por unos

    diez metros se hunda a mi derecha (yo me encontraba de espaldas a mi biblioteca) se encontraba una

    mesa mediana en cuyo centro se adivinaba una especie de jarrn; ms all, en la esquina que formaba el

  • muro sobre el cual se encontraba mi estante -es decir, el agujero de acceso a la extraa cmara- con la

    pared de ese fondo derecho, se distingua un cilindro de regulares proporciones que haca pensar en los

    recipientes para basura que uno encuentra en los bancos o edificios lujosos, cuya abertura se encuentra

    no arriba sino por un lado del tubo. No se vean ms objetos, y las paredes, lo advert a pesar de la

    penumbra, eran del mismo color de la biblioteca. Sin pensarlo, me acerqu a la mesa. Extraamente

    (pero entonces no me detuve a pensarlo) actuaba sin cautela; por el contrario, me dominaba una

    especie de desenfadado regocijo que llevaba mi curiosidad -o era llevado por ella- hacia un confn de

    sensaciones inimaginables.

    Haba tanto polvo y suciedad sobre la mesa que retir con una contraccin violenta la mano

    inquisitiva. La limpi en mi ropa y sin reserva alguna la estir hacia el jarrn central: ms all del polvo

    se adivinaba la superficie lisa y deliciosa de la cermica barnizada; lo golpe con un impulso que cre

    tenue, pero ante los amenazadores tambaleos decid dejarlo quieto. Me cruc de brazos y por algunos

    minutos revis con desconcertados giros de la cabeza toda la sala: ni en las paredes ni en el oscuro piso

    se advertan ms objetos. Entonces, como si lo hubiese olvidado, di un giro precipitado y me acerqu al

    cilindro. ste era en efecto una papelera de banco. Me llam la atencin su fijeza, pues a pesar de un

    gran esfuerzo no pude moverla de su sitio; sin embargo, el eco de unos golpecitos que di contra el

    cuerpo metlico revel su vaco. Para cerciorarme, met la mano por la abertura y alcanc a tocar el

    fondo fro y limpio: efectivamente, estaba desocupada. Al retirar la mano, los nudillos del meique y el

    anular chocaron contra algo que se pronunciaba sobre las paredes internas de la papelera. Palp

    detenidamente y descubr que se trataba de un interruptor. Al accionarlo, se encendi una lmpara de

    luz blanca que no haba advertido en el techo.

    La iluminacin daba un efecto extraordinario: a pesar del polvo que la cubra, la sala resplandeca y

    se presentaba ntida en todos sus contornos a lo largo de objetos y esquinas. Pude observar

    detalladamente paredes y suelo y, con una simultaneidad prodigiosa, mientras pensaba que por su

    disposicin el cuarto deba tener un acceso en alguna parte del piso, descubra hacia el ngulo

    noroccidental una especie de cuadriltero delimitado por surcos ms pronunciados que los que

    comnmente separaban las baldosas; pens de inmediato, y con razn, en una escotilla. Al pararme

    sobre ella pude comprobar que se mova con alguna vacilacin; me hice a un lado, y luego de inclinarme

    examin sus bordes. Comprend que deba improvisar alguna suerte de palanca para introducirla por las

    ranuras que la limitaban, pues su disposicin no permita pensar en otro tipo de procedimiento para

    abrirla. Me llev la mano derecha al bolsillo dem del pantaln y extraje las llaves de la casa y la

    biblioteca, que, como amantes fieles, permanecan ligadas por una misma argolla. Con un mediano

    esfuerzo pude levantar la tapa, y cuando por la torcedura de las llaves sta empezaba a descender

    nuevamente, logr poner las yemas de los dedos a modo de ventosas y detenerla; despus de tomar un

  • poco de aire y asimilar algn ardor que se originaba bajo las uas, levant completamente la tapa.

    Contra toda presuncin romntica, ningn gozne quejumbroso se hizo or. Asombrado, observ que un

    espacio iluminado se abra a mis pies.

    Durante los ms inmediatos y fugaces instantes tuve una fuerte sensacin de vrtigo: a mis pies

    comenzaba un vaco que slo se interrumpa unos quince metros ms abajo, en un piso de cemento

    desnudo completamente distinto del que ahora ocupaba. Por la pared que se iniciaba junto a la escotilla

    descendan regularmente unos arcos en varilla metlica que hacan las veces de escalera. Luego de la

    vacilacin inicial me descolgu por la abertura y baj rpidamente al nuevo compartimento. Era ste

    mucho ms amplio que el que ahora se encontraba sobre mi cabeza: el muro del fondo -el del costado

    oriental- se encontraba a unos veinte metros de donde yo estaba, y hacia mi izquierda y derecha las

    paredes no estaban propiamente inmediatas. Slo la pared occidental se daba por prolongacin de su

    anloga del recinto anterior. El color de las paredes era el mismo, pero ahora aparecan nuevos

    elementos: se presentaban tres puertas a cada lado y una al fondo; algo en ellas -quiz su color, quiz la

    rusticidad de sus tablas- haca figurrselas pesadas sobremanera. El extrao apremio que me

    embargaba hizo que me desesperara ante las mltiples alternativas, pues ya lejos del asombro slo

    senta la necesidad de continuar mi exploracin, la cual, imaginaba, deba llevarme hacia un lugar

    culminante en explicaciones y sentidos para todo este increble descubrimiento.

    Entonces fue cuando record a Borges. En un recodo de su ms ingenioso cuento, un personaje

    suyo se encuentra recorriendo una desconocida maraa de caminos; ante la necesidad de llegar

    rpidamente a un lugar determinado, razona que el doblar siempre por la izquierda le llevar al centro

    del laberinto. As, sintindome respaldado por esta ficcin, me dirig a la primera puerta que se vea a

    mano izquierda. No tena ningn tipo de picaporte: slo bastaba empujar para hacerla girar. Lo hice, y

    una vez del otro lado me vi en una galera estrecha cuyas paredes en piedra desnuda slo parecan

    interrumpirse en otra puerta que se vea unos veinte metros ms al fondo. La iluminacin corresponda al

    mismo ambiente blanquecino que haba observado desde el primer cuarto, y se generaba en unas

    lmparas redondas fijadas regularmente en un techo que tambin era de piedra. Tom un poco de

    aliento y segu adelante. A mis espaldas, y a la manera de los dispositivos de los bancos, la puerta re-

    trocedi suavemente y retorn muda a su posicin inicial.

    Cuando ya llegaba a la puerta del fondo comprob que al lado derecho, contigua a aqulla, se

    encontraba otra puerta disimulada por un umbral largo y deprimido. Su aspecto semiclandestino me hizo,

    en primera instancia, dirigirme hacia ella, pero pronto record mi estrategia borgiana y me encamin

    hacia la puerta que haba vislumbrado desde el principio de la galera. La accion como la anterior y me

    encontr en una cmara rectangular de unos diez metros cuadrados. En el centro haba una especie de

    tmulo en la misma piedra de los muros; ni en la pared del frente -es decir, la norte- ni en la occidental

  • haba puertas; stas, en nmero de dos, se encontraban sobre el muro de mi derecha, esto es, el

    oriental. Las separaba cerca de un metro y medio. Luego de examinar superficialmente el tmulo -de un

    metro de alto, convexo y slido en apariencia- tom el camino de la puer-ta que se hallaba ms al norte.

    Al trasponerla descend por unas estrechas gradas que, encerradas en un corto tnel, iban a dar contra

    una pared que se destacaba a un nivel no muy inferior del que yo proceda. Esta pared corra a lo largo

    de un corredor de techo bajo que se extenda a izquierda y derecha. Los dos fondos se presentaban

    indescifrables por la oscuridad que los ocupaba, pues la luz pareca que iba decreciendo gradualmente a

    medida que se avanzaba por cada extremo; de esto deduje que el lugar al que haba desembocado deba

    ser la parte central de esa estrecha galera, aunque nada particular en l daba fuerza a mi suposicin.

    Slo entonces se me ocurri que tal vez la luz habase ido menguando gradual e imperceptiblemente a

    medida que yo iba pasando de una cmara a otra. Sin embargo, no quise formularme ninguna

    explicacin; slo dobl por donde lo prescriba mi mtodo, sintiendo vivamente el deseo de llegar al

    rincn donde me sera dado descifrarlo todo. Sospechaba que en alguna parte deba hallarse una clave.

    Sumamente largo era el nuevo corredor; tanto, que no fui capaz de hacerme una idea aproximada

    de la distancia que camin por l. Slo puedo decir que en algn momento llegu por un costado a un

    recinto amplio, en cuyo fondo se apreciaban no ya puertas sino tres aberturas contiguas en forma de

    arcos, separadas apenas por columnas. Como en los anteriores compartimentos, la piedra dominaba en

    la confeccin de las paredes. Aunque algo difusa, la luz permita un examen detallado de todo el espacio;

    si desde atrs haba credo ver el fondo como una oscura boca de lobo, ello slo se deba al contraste

    entre la luz relativamente intensa al pie de las gradas y la fresca penumbra de esta nueva habitacin,

    bastante alejada, por lo dems, del lugar por el que yo haba desembocado. Segu en la direccin norte y

    cruc por los arcos. Ms all de ellos la luz segua disminuyendo. De inmediato escuch un leve sonido

    de agua corriente. Llamada mi atencin por el rumor del cauce, mir hacia todos lados tratando de

    romper la oscuridad de los fondos ms alejados y ubicar la fuente. El rumor iba y vena, y cuando

    desapareca me dejaba sumido en un profundo desconcierto que, a medida que pasaba el tiempo y no

    lograba yo corregir mi desubicacin, iba formando en m la sensacin de suspenso inquieto con que

    alguna vez le el Informe sobre ciegos de Sbato: all donde Fernando Vidal, husmeando en los stanos

    de una morada extraa, termina internado en una oscura caverna que lo conduce hacia un lugar

    impensadamente srdido y surrealista.

    Permaneca parado, apoyado en una de las columnas de los arcos, mirando para todos los lados y

    aguzando hasta el dolor los sentidos ms orientadores. Al frente se adivinaba una pared larga y

    cncava, siendo un punto ubicado bajo el umbral de la segunda de las aberturas arqueadas ms o

    menos el centro del crculo que resultara de la proyeccin del arco formado por la pared. De piedras

    mucho ms grandes que las que haba visto, sta no revelaba puerta alguna en toda su superficie. Hacia

  • la izquierda de donde yo estaba, y partiendo del extremo dem del arco, se adivinaba una suerte de co-

    rredor de no mucha extensin, pues en su parte final se entrevea un sistema mltiple de puertas. Hacia

    mi derecha se esbozaban los contornos de una habitacin relativamente ancha, de tal suerte que la

    pared arqueada estaba ms pronunciada hacia la izquierda. En las paredes de la habitacin de la

    derecha se vean unos manchones rectangulares que a primera vista se me antojaron como puertas.

    De improviso se me ocurri que el sistema de tomar siempre el camino de la izquierda no estaba

    conducindome al centro del laberinto sino hacia su periferia. Otra idea acudi a mi mente que me acerc

    mucho ms a la conviccin de que haba cometido un craso error al aplicar el mtodo borgiano: al

    adoptar el sistema de doblar siempre a la izquierda deba llegar uno al centro del laberinto, pero siempre

    y cuando no se empezase el recorrido en el centro mismo. Yo supona haber accedido al sistema por su

    periferia, pero nunca se me haba ocurrido que bien poda no ser as: no deba olvidar que la segunda

    sala que encontr tena una disposicin bastante regular y que a ella convergan ordenadamente

    mltiples puertas (tres en cada uno de los lados ms largos; una al fondo; pero no recordaba haberme

    cerciorado si a mis espaldas haba una puerta homloga a sta), y que si pude llegar hasta ella haba

    sido porque descend desde un nivel superior, nivel que quiz no correspondiese al laberinto pro-

    piamente dicho, pues, no haban sido construidos los ms famosos ddalos en un solo plano? Era

    cierto: la nocin clsica de laberinto implicaba el atrs, el adelante, la derecha, la izquierda... pero, el

    arriba y el abajo? Entonces, yendo mucho ms all, me plante lo siguiente: No es natural que a un

    laberinto se acceda por arriba -o por abajo: para el caso daba lo mismo-; pero si a ste se accede por

    arriba, es quiz porque no hay otra forma de hacerlo; es decir que para el nico plano en que est

    construido (asumiendo que la escotilla de acceso existe slo por la necesidad fsica de entrar al laberin-

    to, pero que ni estructural ni conceptualmente hace parte de l), el laberinto est encerrado en s mismo,

    es unidad cerrada. Yo haba descendido unas gradas, era cierto, pero lo que haba bajado no era

    significativo: el nivel inferior no era tan profundo como para suponer sobre l ningn sistema de galeras

    ni el desarrollo de otros ramales del ddalo. Acto seguido me encontr ante la idea de que, al ser finito y

    cerrado, quizs el laberinto no condujera a ninguna parte; que si haba algn recinto especial en el cual

    rebosaran las claves o los descubrimientos fantsticos, ste sera precisamente el recinto central: pero

    entonces yo ya habra estado all y no haba visto nada. Con algo de horror -por primera vez- record el

    laberinto de Asterin: el espacio de l era finito, pues posea un sistema de galeras que se repeta

    catorce veces en una distribucin simtrica; sin embargo, al ser igual cada sistema, nunca se saba con

    precisin dnde se estaba, pues el primero poda ser el quinto o el undcimo, y la puerta bien poda

    estar lejos o cerca, a la derecha o la izquierda, y al llegar a otro sistema se repetan los mismos

    interrogantes, porque no poda nadie precisar en qu sentido haba avanzado o si en verdad lo haba

    hecho. Es decir, que por ser tan perfectamente finito, un laberinto poda ser, para su vctima,

  • virtualmente infinito; y sa sera la perdicin eterna, la condenacin absoluta, el errar sin trmino (con

    espanto me lo dije: el no entender nada).

    Cuando el desespero pareca ser ya mi nica realidad, me vino a la cabeza una oleada de

    pensamientos escpticos, plenos de una subjetividad que echaba por tierra las magnificencias -o

    abismos?- del pensamiento lgico-matemtico. Pens que no tena ningn argumento para suponer que

    este laberinto que recorra estuviese formado por simtricas repeticiones; que slo me haba internado

    por uno de los sistemas de galeras -si es que en realidad las galeras se disponan segn sistemas

    organizados- cuya forma particular no probaba por s misma ninguna de las teoras con que me haba

    devanado los sesos; que, en todo caso, en los pocos pasillos que haba recorrido se encontraban

    estructuras que rompan la uniformidad de las paredes ptreas y las puertas en madera, pues las

    columnas, el tmulo o la corriente de agua podan constituir, todas o alguna, una estructura central plena

    de revelaciones o significados profundos que simplemente haba que desentraar con algo de paciencia;

    particularmente me tranquiliz la idea de que el agua siempre era cambiante, que no poda someterse a

    ninguna regla de uniformidad estructural. Adems, y mucho ms diciente que todo lo anterior, me

    sorprend en la ligereza de haber asumido como laberinto una construccin de la que no tena sino un

    conocimiento muy limitado.

    Me ocupaba en estas cavilaciones cuando, por cuestin de instantes, cre ver cruzar una sombra

    por el fondo de la habitacin que se abra a mi derecha; digo sombra queriendo dar a entender con la

    mayor exactitud el sentimiento que elabor en ese momento, pero es claro que en el contexto de lo

    oscuro las sombras equivalen a fosforescencias o a claridades tenues y mviles. En un principio

    permanec petrificado por la sorpresa, pero no bien comprend que esa aparicin poda ser el objeto

    significativo que presenta inmerso en el misterio del laberinto, emprend una precipitada carrera hacia el

    lugar por el cual haba desaparecido, esto es, uno de los manchones que haba entrevisto antes en las

    paredes de esa habitacin y que acertadamente haba asumido como puertas.

    No pensaba en la posibilidad de tropezar o chocar con algn objeto que se confundiese en la

    sombra; simplemente, corra con el cuello rgido y los prpados fruncidos, en un intento por descifrar

    rpidamente el camino que deba seguir. Al salir de la habitacin donde haba credo ver la aparicin me

    encontr en una galera ancha y oscura, que despus de unos veinte metros en lnea recta iba

    describiendo curvas a izquierda y derecha, alternativamente. A lado y lado del pasillo se disponan ms

    puertas, pero la profunda conviccin de haber dado con un vaso conductor importante me empujaba a

    seguir de largo sin reparar en ninguna bifurcacin. Despus de un buen trecho recorrido en la ms

    vacilante carrera, me encontr atrapado en una gruesa oscuridad, amn de que, sin advertirlo

    oportunamente, la galera se haba ido angostando en grado sumo: con los brazos flexionados poda

    tocar las dos paredes laterales a un mismo tiempo, y mi cabeza rozaba las piedras del techo. Entonces,

  • en un acceso impetuoso de miedosa cordura, fren la marcha y comenc a retroceder de espaldas,

    cuestionando con la nica frialdad de que era posible hasta qu punto tena razn para asumir que en

    efecto haba visto moverse algo.

    Cuando, por creerlo ms conveniente, daba un giro de 180 grados que me permitiera seguir

    retrocediendo de frente, di un paso en falso y me despe por un lado del corredor que haba credo

    completamente emparedado. Aterric de costado, en medio de un violento sacudn que me dej

    anonadado durante un par de minutos. Al incorporarme comprend que no me sera posible regresar por

    donde haba tropezado, pues hasta donde poda palpar -no vea absolutamente nada- los muros eran

    macizos y rectos, y no saba a ciencia cierta cun alto se encontraba el borde del despeadero como

    para intentar trepar hasta l. Entend que slo poda seguir hacia adelante, aunque la oscuridad que me

    envolva no me permita decir en qu direccin sera aquello. Con manotadas de ciego comenc a

    avanzar, ceido a la pared que top a mi derecha; como en ese momento me invada ya un profundo

    terror -haba perdido la ubicacin y la senda que en caso de premura me llevaran sin problema hasta la

    biblioteca-, olvid toda lgica borgiana y respond slo a mi instinto, el cual, como en la mayora de las

    personas, se apoya siempre en el lado diestro. Adems, ya no tena sentido esa estrategia, pues una vez

    pasada por alto una sola alternativa de camino hacia la izquierda, todo el procedimiento perda su

    sentido; y yo haba seguido la sombra por mi derecha.

    No s cuantos pasos ms hacia adelante (en verdad hacia adelante?) la pared terminaba y

    evolucionaba hacia la derecha. Gir por all sin preocuparme qu podra haber por otros lados, porque ya

    definitivamente era presa de la zozobra, y slo atinaba a preguntarme por qu haba sido tan necio al

    suponer que en el laberinto haba algo que deba encontrar o saber. Mi nico deseo era abandonarlo

    todo, pero para mi desventura me haba salido del camino que ya conoca y en el que, quiz como Teseo,

    haba desenvuelto el ovillo de la memoria. Chocando con muros y manoteando la oscuridad avanc por

    cualquier parte y de cualquier forma, pues el temor se haba hecho intolerable estimulado por la

    sensacin de haber escuchado en algn recodo una suerte de dbiles gruidos.

    No s cunto tiempo dur mi extravo. Slo puedo decir que en algunos momentos sub gradas, y

    que no me top con ninguna puerta en medio de la oscuridad. Esto finaliz cuando, al doblar por una

    galera que slo poda palpar, entrev a la distancia una cierta claridad, la cual pareca ser la terminacin

    de un largo y angosto corredor que se iniciaba en el lugar donde yo estaba. Corr por l una distancia de

    unos treinta metros, y al doblar en ngulo recto me vi ante una estructura semejante, slo que esta vez

    la luz era mayor y al final pareca brillar una lmpara. A su vez, esa nueva vuelta me puso ante un tercer

    corredor que se distingua por su plano inclinado (ascendente segn mi situacin) y por una puerta que

    lo remataba a la distancia. La luz era casi tan difana como la de los primeros compartimentos

  • recorridos, aunque quiz slo se trataba de una falsa idea dictada por mi larga permanencia en las

    tinieblas.

    Al otro lado de la puerta haba una sala espaciosa y cuadrangular sembrada con otras puertas, una

    en cada pared. Como ya haba olvidado por completo a Borges, tom por la que estaba al frente. Por all

    desemboqu a un cuarto todava ms espacioso, en el cual se vean dos montculos en piedra similares al

    que haba topado antes, as como una polvorienta mesa metlica de amplias proporciones apoyada

    sobre la pared de mi izquierda. Haba tres puertas: dos en la misma pared junto a la que descansaba la

    mesa -la cual se hallaba en el intermedio-, y otra en la pared del fondo, orientada hacia la esquina donde

    mora el muro de la derecha.

    No s si por encontrarme de nuevo bajo la luz o si por haber hallado nuevos objetos, pero lo cierto

    fue que volv a sentir la necesidad de registrar el laberinto hasta encontrar ese algo que, senta, deba

    ser muy revelador. Pens, con algn facilismo, que el secreto estaba en no abandonar los pasillos

    iluminados, que simplemente se trataba de seleccionar el camino correcto, distinguible de otras

    alternativas por el grado de la iluminacin. Sin embargo, no haba desechado del todo el sentimiento de

    temor que antes me dominara, y las partculas que an quedaban en mi interior me hacan,

    simultneamente a la aventura, desear tambin la fuga. Confiado a un conservador instinto, tom por la

    segunda puerta de la izquierda, esto es, la que se hallaba en el intermedio de las otras. Por all me

    intern en una galera estrecha que unos diez metros ms all remataba en una ensima puerta, sin

    ninguna otra alternativa de eleccin. Al abrir all, me top con una pared que, inmediata, bordeaba un

    camino perpendicular al que yo segua. Al lado derecho de donde estaba, el nuevo corredor se

    interrumpa en una puerta contigua a la que yo an sostena. Hacia la izquierda, a distancia de unos

    veinte metros, se vea otra puerta. Como la precedente, tambin era sta una galera estrecha, aunque la

    iluminacin mejoraba notablemente. Una sensacin de reconocimiento cruz por mi mente, y al verificar

    que el umbral que me circundaba era amplio y hundido en el muro, llegu a estar casi seguro de que se

    trataba del tercer compartimento en el que haba estado desde el principio, y que la puerta de la

    izquierda deba conducirme a la sala a la que haba bajado desde la escotilla. Olvid de inmediato

    cualquier afn de descubrimiento y torc gauche.

    Efectivamente, llegu otra vez a la segunda sala, slo que no por la puerta que esperaba -la

    primera a la izquierda de la escalerilla-, sino por la tercera a mano derecha. El pnico que sent al

    verificar que s era posible que el laberinto fuera simtrico por repeticin de sistemas me hizo desdear

    todo intento de nueva exploracin; con rapidez llegu hasta la escalerilla y comenc la escalada.

    Mientras ascenda pens -y no s por qu no se me ocurri que tal vez se tratara de otra

    escalerilla, y que ira a parar tras de otra biblioteca- que, indudablemente, el laberinto tena que poseer

  • algn sentido, o, mucho ms que eso, que deba conducir a alguna otra parte que no fuera un desolado

    compartimento; que, ya que alguien tena que haberlo hecho, era forzoso pensarlo con un objetivo,

    funcin o culminacin. El quid de la cuestin estaba en seleccionar el camino correcto, en sortear las

    posibilidades estriles que, a medida que se abran las puertas, se multiplicaban considerablemente, casi

    que como en una funcin exponencial. Yo, simplemente, haba elegido el camino errado, haba dado los

    giros y vueltas no prescritos para el logro del objetivo, haba seleccionado las vas que no conducan a

    recovecos de alguna significacin. Tuve la ilusin de conseguir algo y me trac un plan para lograrlo,

    pero mis acciones y decisiones sobre la marcha hicieron vana cualquier esperanza, pues me enca-

    minaron por una senda sin llegada; o quiz con ella, pero en todo caso extenuante y difcil, una llegada

    precedida por una posibilidad inmensa de confusin, slo sorteable por el espritu humano una vez en

    cada cien, mil o infinitos intentos. Porque la perdicin, lo vea con claridad, era la alta frecuencia con que

    se presentaba el momento de tomar una decisin entre mltiples alternativas.

    En medio de estos pensamientos -que son raudos cuando apenas se estn gestando en la cabeza-,

    llegu a la primera salita de todo el sistema. Mir hacia todos lados antes de escurrirme por el espacio

    medio del estante, como si esperara encontrar all una primera y ltima clave para la comprensin de

    todo el misterio, o como si, al menos, quisiera toparme con el gesto de reprensin y burla de un

    hechicero que, ante mi consternacin, se desvaneciera irremediablemente en una nube de polvo. Pero

    nada de esto haba: slo una mesa, un jarrn, una papelera y un estante desnudo por el que inme-

    diatamente comenc a deslizarme.

    Al otro lado, imperturbable, esperaba la mquina de escribir, y amortajada en ella permaneca la

    hoja vaca. Llegu hasta la mesa de trabajo y me dej caer pesadamente sobre la silla. Sob las teclas,

    respir profundo. No quera fracasar de nuevo, no otra vez en lo mismo. Porque haba sido eso: haba

    sido como escribir una novela.

    RAYUELA

    I.

    Acabbamos de hablar de pintura, creo, cuando no s por qu alguno de los dos toc el tema de

    Onetti. No lo recuerdo bien, pero me parece que dije lo que siempre digo en estos casos: que el

    uruguayo goza engaando al lector en fin, e imagino que mencion algunos ttulos -los mismos de

  • siempre!- pretendiendo, con torpe vanidad, hacerle saber al profesor que yo era un lector, si no

    excelente, por lo menos no del comn. Entonces fue cuando l lo dijo. Inicialmente, me invadi cierto

    sentimiento de lstima, pero despus, cuando hube analizado lenta y concienzudamente quin era la

    persona que estaba all platicndome, no pude sentir otra cosa que no fuese una profunda incredulidad.

    Porque l, desempolvando sus lentes con un gesto desidioso, como quien por alguna razn se ve

    obligado a decir algo obvio, dijo:

    -Pero es claro que la obra cumbre de Onetti es Rayuela, cierto?

    Antes de responderle, despus que hube sopesado y combatido mis ms inmediatas impresiones,

    no vi otro camino distinto a pensar que se trataba de una broma. Entonces, cuando ya me felicitaba por

    haber contenido la instintiva correccin -porque, en el ambiente de la chanza, habra sido una gran

    torpeza rectificar lo que, con obviedad, el profesor haba falseado deliberadamente-, l sigui hablando

    con seriedad y algo de afectada poesa:

    -Nada hay ms profundo que Rayuela, nada: absolutamente nada... Es, para m, la ms concisa

    radiografa del ser y el sentir humanos, la introspeccin ms...

    -Profe -interrump, cuando ya haba comprendido que se trataba de una increble e injustificada

    confusin-: Profe, Rayuela no es de Onetti...

    Y decid callarme, pues esperaba que esa mitad de la aclaracin fuera suficiente para reactivar los

    resortes que, en la memoria del profesor, haban sufrido momentneamente algn tipo de atasco.

    Adems, me pareca incmodo en grado sumo tener que decir la trivialidad de que Rayuela haba sido

    escrita por Julio Cortzar. Despus de un silencio de desconcierto durante el cual slo atin a mirarme

    con extraeza y a mesarse la barba, el profesor continu:

    -Cmo que no?... Claro! Hombre, Juan, Rayuela es de Juan Carlos Onetti.

    -Cmo va a ser, profe -y entonces no tuve otro remedio que decirlo-: Rayuela es de Julio Cortzar.

    -No, no, nunca, Juan: es de Onetti.

    -Profe, crame -segu, no sin sentir un profundo bochorno-: yo no es que piense que es de

    Cortzar, sino que estoy seguro. Se lo digo porque es as; no s usted por qu est tan confundido.

    Vacil por un instante, mientras segua mirndome con cierta perplejidad. Luego, con voz muy

    suave, anot:

    -Pues, hombre Juan, vas a tener que revisar eso, porque Rayuela no puede ser de Cortzar. Yo s

    lo que te digo.

    En m se form de nuevo, aunque ya en una forma mucho ms intensa, el sentimiento de lstima

    que antes me embargara. Con cansancio -pues, aunque odiaba esa tarea, me senta en la obligacin de

    defender una verdad tan preclara-, insist:

  • -No, no: yo soy el que sabe qu est diciendo. Ahora en su casa, profe, se fija en su libro y ve que

    el autor es Cortzar. No puede ser de otra forma... Es tonto jurarlo, pero, si es necesario, le juro que las

    cosas son as. Crame.

    El profesor segua mirndome, aunque ya no con asombro, sino con la pasiva inquietud con que

    uno mira un orificio en la pared por el que se ha escabullido algn animal. Despus de algunos

    segundos, dijo con una entonacin que a m se me antoj salomnica:

    -Bueno, habr que revisar entonces, aunque yo estoy seguro de... -hizo un nuevo silencio y

    continu:- No, no, en realidad eso es lo que menos importa: es indiferente quin la haya escrito. Lo que

    yo te quera decir era que...

    Y se enzarz en un tremendo discurso acerca de las genialidades de un tal Oliveira, mientras que

    yo, atendiendo intermitentemente a su chchara, senta que dentro de l slo exista el pesar de saberse

    un viejo desmemoriado, un necio senil y demente. Por mi parte, tampoco poda sentirme bien:

    reprochaba al destino el haberme sealado la engorrosa tarea de hacer entender a este hombre bueno -

    en otro tiempo brillante- que ya estaba acabado.

    II.

    El incidente haba ocurrido en la maana, en algn momento de asueto mientras estuve en la

    Facultad atendiendo los asuntos relacionados con mi prxima graduacin. Concluidas todas las

    diligencias, retorn a mi apartamento con la ilusin de poder entregarme la totalidad de la tarde a la lec-

    tura de los Cuentos del Don de Mijail Sholojov, labor que, a mi pesar, haba visto interrumpida

    continuamente en medio de mis idas y venidas entre bancos, notaras y otras oficinas.

    Durante el viaje en el autobs repas una y otra vez la escena de la conversacin con el profesor,

    preguntndome repetidas veces por las razones de una confusin tan pueril en la memoria de un

    hombre culto y humanista, dedicado por espacio de ms de cuarenta aos al ejercicio y estudio del arte y

    las letras. Con sorpresa, advert que lo crea mucho ms docto en literatura por el mero hecho de ser un

    escultor, ya que en esas cuestiones, pensaba, poda confiarse ms en el testimonio de un artista sensible

    que en el de un mecanizado profesor de literatura -de sos que slo parecen conocer Mara y El lazarillo

    de Tormes-. Me resultaba inadmisible que un hombre que hablaba con propiedad de autores tan

    recnditos como Hilario Ascasubi o Enrique Amorim insistiera en el yerro de adjudicar a Juan Carlos

    Onetti una novela que no era suya, y mucho ms en el caso de Rayuela, que para el hombre de letras

    ms comn es tan identificable como la Biblia o Don Quijote.

  • En stas y otras cavilaciones llegu al apartamento, donde algunos sucesos imprevistos -cuenta de

    cobro de servicios pblicos a un lado de la puerta; bote de la basura revolcado por el consabido gato-

    hicieron que me olvidara por completo de ese asunto.

    Despus de un almuerzo no muy prdigo y de un pesado remedo de siesta me encamin hacia la

    biblioteca dispuesto a cumplir con el plan que me haba trazado, aunque bien es verdad que para

    entonces vea en esta actividad ms una imposicin que la realizacin de un placer largamente deseado;

    y era que, como ocurre tan frecuentemente al lector empedernido, senta que esas horas con tanta

    anticipacin pensadas y planeadas para los libros eran en verdad momentos de somnolencia, aburricin

    y, en fin, de querer hacer otra cosa. As que, a los pocos minutos de abrir los Cuentos del Don, abandon

    la lectura y me dirig nuevamente al estante, donde permanec como un enajenado contemplando por lar-

    go rato los lomos de los volmenes, tratando de interesar mi atencin en algn ttulo o nombre que fuera

    de real eficacia contra mi creciente estado de pesadez.

    De repente, record otra vez la conversacin con el profesor. Instintivamente llev mis ojos hacia mi

    ejemplar de Rayuela, que, algo descuadernado, encabezaba el entrepao de los volmenes verdes de la

    Historia de la Literatura Latinoamericana. Creo que esboc una sonrisa de simptica compasin

    mientras sacaba el libro de su lugar y lo abra por cualquier parte. Escudri en la pgina 292, all donde

    se lea ser una especie de mono entre los hombres, para despus, con un movimiento al azar de los

    dedos y la mirada, encontrarme ante el Hay que luchar contra eso. / Hay que reinstalarse en el

    presente de la pgina 92, captulo 21. Comenzaba ya a leer algo sobre Una foto de Mondrian cuando

    mis dedos se deslizaron e involuntariamente abrieron en la segunda hoja -no numerada- de todo el

    volumen, all donde, para mi indescriptible asombro, se lea, ms arriba de RAYUELA, el nombre JUAN

    CARLOS ONETTI. De inmediato me ocup el horror.

    Mil veces revis esa pgina y la cubierta, cerrando y abriendo los ojos repetidamente, con violencia:

    mil veces me encontr con JUAN CARLOS ONETTI / RAYUELA. Era para no creerlo (es ms: era hasta para

    no creerse). Revolqu el volumen por todas sus pginas: era el mismo libro, con La Maga, Oliveira y

    Rocamadour, que en mi cabeza figuraba como escrito por Julio Cortzar. Las pginas pasaban de aqu

    para all en un abaniqueo furioso, pero sin novedad alguna; en la tercera pgina se lea: Juan Carlos

    Onetti, 1963 . Saba que no estaba soando; confiaba en no estar loco; era imposible que fuera una

    broma; slo pens: Me perd.

  • III.

    Esa frase Me perd se form en m extraamente, como una especie de pensamiento sinttico

    anticipado, como la revelada conclusin de una serie de cavilaciones en cadena que slo iban a

    comenzar en ese momento; como si un extrao instinto me mostrara la sentencia a la que slo llegara

    despus por el camino de mis propios razonamientos.

    Lo que se me ocurri, hice e intent despus de mi increble descubrimiento se vio matizado y

    arrollado en todo momento por el asombro, la inquietud o como quiera que pueda definirse mi sorpresa

    horrorizada. Sin embargo, para no entorpecer el relato de lo que sigue, no redundar ms en la des-

    cripcin de ese estado anmico, sino que asumir que lo que sigui lo ejecut con la nica asistencia de

    mi razonamiento objetivo.

    Una vez que hube constatado que el autor del libro que sostena en mi mano no era otro, segn lo

    all impreso, que Juan Carlos Onetti, me di a la tarea de revisar otros volmenes de mi coleccin, pues

    desde ese momento se form en m una conviccin que ya no habra de abandonarme durante todas mis

    pesquisas, y era la de que, si haba ocurrido un evento excepcional, lo ms seguro era que ste no fuese

    el nico; de haber sido obligado a sustentar en un trabajo de tesis mis ocurrencias de ese momento, no

    hubiera tenido otro recurso que citar al parlanchn Facundo Cabral, all donde dice que Si hay uno hay

    dos.

    Entonces, deca, me ocup en revisar otros libros del estante, pero no encontr nada distinto a lo

    que haba en mi memoria: el Michael Kohlhaas segua siendo de Kleist; Jos M Arguedas haba escrito

    Los ros profundos, Graham Greene El poder y la gloria, y, en fin, todo estaba como deba ser.

    Que ningn otro libro salvo Rayuela apareciese con un autor errado me hizo pensar en la

    posibilidad de que fuese slo mi ejemplar el que acusara tal defecto, y aunque crea estar seguro de, en

    el pasado, haber ledo incontables veces sobre la cubierta el nombre de Julio Cortzar, de todas maneras

    tena claro que una equivocacin consiste justamente en ver lo que no es: que si hasta el da de hoy

    haba estado equivocado era porque haba credo ver precisamente Julio Cortzar en vez de Juan

    Carlos Onetti -que era lo que, con seguridad, poda leerse entonces en el libro-. Embebido en estas

    perogrulladas de la lgica, era consciente en todo caso que lo que buscaba era un error en mi ejemplar,

    porque, como fuera, estaba seguro de que Rayuela haba sido escrita por Cortzar.

    Sin embargo, resultaba altamente sospechoso el hecho de que, si se trataba de un error en mi

    Rayuela, justamente ese mismo da hubiese ocurrido el incidente con el profesor. Entonces se me ocurri

    que, siendo