Lepp Ignace Las Aberraciones Del Mundo Crisiano

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Ignace Lepp LAS ABERRACIONES DEL MUNDO CRISTIANO Editorial Fontanella

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Ignace Lepp

LAS ABERRACIONES DEL MUNDO

CRISTIANO

Editorial Fontanella

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Pensamiento n. 15

Ignace Lepp

LAS ABERRACIONES DEL MUNDO

CRISTIANO

1i BARCELONA, 1968

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Traducido al castellano por Rajael Andreu, del original francés, Le monde chretien et ses malfafons, publicado por Aubier, éditions Mon­taigne, Paris.

1.a edición : marzo 1966 2.a edición : diciembre 1966 3.a edición : julio 1968

Depósito Legal : B. 28.612 - 1968 N.° de Registro : 1.281 - 66

Impreso por : Biblograf, S. A. Paseo de Carlos I, 136 - Barcelona

Printed in Spain

© Copyright by Fontanella, S. A. -1966

Escorial, 50 - BARCELONA -12 A Denyse y Jacques Oettinger

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Introducción

Muchos novelistas, antes y después de Bernanos, han hecho del sacerdote el héroe de sus libros. Algunos han lo­grado captar muy bien el drama del ministro de Dios en un mundo cada día más alejado de Él. No es mi propó­sito corregir ni completar la obra de los novelistas.

Tampoco pretendo volver a trazar con objetividad ab­soluta la condición del sacerdote en el mundo de hoy. Dado que elegí el sacerdocio tardíamente, después de ha­ber pasado los años de mi juventud en un ambiente poco propicio a Dios y a la religión, es lógico que no conciba yo el sacerdocio y su modo de ejercerlo de la misma ma­nera que los sacerdotes nacidos y formados en un medio cristiano.

En el primer volumen de mi Itinerario de Karl Marx a Jesucristo, me esforcé en describir lo más fielmente posible mi conversión al comunismo, mi vida de militante, mis de­cepciones al contacto con la realidad soviética. Mi ingreso

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en la Iglesia de Cristo tuvo lugar en un gran arrebato de entusiasmo. Creía haber descubierto al fin aquello que, va­namente y sin saberlo bien, había buscado en el comu­nismo.

Poco a poco, fui dándome cuenta de que la realidad católica no era del todo conforme a la idea que yo me había hecho. Ingenuamente, había creído que las relacio­nes entre los cristianos serían una especie de prefiguración del Reino de Dios. Ahora bien, muy pronto advertí que ha­bía un auténtico abismo entre la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, y el mundo cristiano.

No concibo ni he concebido nunca a la Iglesia como una entidad puramente espiritual. Al tener que cumplir su misión en el tiempo y sobre la tierra, es indispensable que tome el aspecto de un cuerpo. Éste sólo puede fabricar­se con los materiales que le proporciona el mundo. No ha podido sorprenderme, por tanto, el hecho de que la Igle­sia posea unas instituciones bastante parecidas a las de cualquier otra sociedad humana, de que tenga asimismo sus funcionarios y sus leyes. ¿Puede uno escandalizarse sin fa­riseísmo de las imperfecciones y debilidades humanas? El propio Hijo de Dios, al encarnarse, ¿no se había ligado del todo a la condición humana, a excepción del peca­do? Conoció las fatigas del trabajo y del camino, los su­frimientos morales y físicos e incluso la agonía de la muer­te- Su humanidad no era la de un hombre abstracto. Por la lengua, la cultura, las costumbres y sin duda también por el físico, Jesús pertenecía al pueblo judío tal como era en ese momento preciso de su historia. ¿Podía ocurrir de otro modo en el caso de la Iglesia? Lo esencial es que

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lo humano no llegue a suprimir ni a ocultar lo divino, sino que lo envuelva siempre.

a « »

Nadie me había advertido de que, además de la Igle­sia, existía también el mundo cristiano. Sólo a fuerza de años fui tomando mayor conciencia de su compleja y de­cepcionante realidad. Si no he tenido por qué lamentar mi adhesión a la Iglesia, es preciso confesar, en cambio, que no he podido adaptarme al mundo cristiano. Por el con­trario, cuanto más profundizaba mi cristianismo, más me alejaba de dicho mundo.

El mundo cristiano resulta de la simbiosis, más o me­nos lograda, entre la Iglesia y una civilización dada. Ge­neralmente, los mismos cristianos ignoran lo que, en sus convicciones y reacciones, procede en verdad del cristia­nismo, y lo que es mero producto de la civilización, del medio sociológico al que pertenecen. Creen de buena fe obrar como cristianos cuando en realidad obran como fran­ceses, como alemanes, como occidentales, o, más modesta­mente aún, como burgueses.

Al principio, el recién convertido, al no distinguir en­tre el mundo cristiano y la Iglesia, se esfuerza por adap­tarse a aquél. Lo logra más o menos bien; en cuanto a mí, no lo he conseguido nunca. Con sorpresa, he podido comprobar que este mundo apenas vale más que los otros y, con referencia al ideal a que aspira, sus insuficiencias son todavía más notorias. Lo más grave es que la mayoría de aquellos a quienes defrauda el mundo cristiano creen haber sido engañados por la Iglesia. Me parece extremada-

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mente importante, para la Iglesia, insistir sobre el hecho de que no debería ser confundida con ningún mundo, aun­que se llame cristiano. Los mundos cristianos nacen y de­saparecen, mientras que sólo la Iglesia posee la promesa de durar hasta el fin de los tiempos.

e o s

En ciertas épocas de su historia, la Iglesia parece ha­ber informado la vida de sus miembros con una fuerza tal que él mundo constituido por éstos podía verdadera­mente decirse cristiano. Poco a poco, a medida que se des­cristianizaba la civilización occidental, la influencia de la Iglesia en la vida cotidiana de este mundo fue disminuyen­do, si bien no ha cesado de creerse y de llamarse cristiano. Lo más desconsolador es que la Iglesia no escapa del todo a la influencia del mundo cristiano. ¿Podía ser de otro modo?

Es cierto que la Iglesia, en su esencia espiritual, tras­ciende todas las civilizaciones, todas las fronteras geográ­ficas, sociológicas, culturales, psicológicas. Pero los hom­bres que la componen y que hablan en su nombre se solidarizan en complicidad con el mundo al que pertene­cen por sus orígenes y su formación. Creen a veces lu­char únicamente por la gloria de Dios, y en realidad sólo combaten por la pervivencia de un cierto mundo, que, en la mejor de las hipótesis, no pasa de ser uno de los mun­dos cristianos posibles. Así ocurre cuando la jerarquía y los portavoces de la Iglesia se pronuncian en favor de deter­minado régimen político, de una forma de propiedad, de una filosofía o de una concepción científica.

* * *

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Que nadie vea en estas cuartillas el menor ataque a la Iglesia de Cristo, a la que pertenezco y a la que, con la gracia de Dios, deseo pertenecer hasta el fin de mis días. No tengo el menor interés en engañar a los magis­trados y a los inquisidores. Ni Vichinsky ni Torquemada encarnan mi ideal del héroe. No soy el justo que acusa, sino simplemente un cristiano que duda y se interroga.

Las páginas que doy aquí a la imprenta no constitu­yen la totalidad del "Diario de un sacerdote"; creerlo, se­ría como tomar el árbol por el bosque. El lector no hallará aquí reflejo alguno de las satisfacciones muy gran­des que he encontrado en la Iglesia. Poco diré de los mu­chos cristianos que he tenido la suerte de conocer y cuya vida se conforma punto por punto con las exigencias del Evangelio. Como indica el título de este libro, sólo he reu­nido aquellos pasajes de mi Diario que guardan relación con el mundo cristiano y sus imperfecciones. No todo en el mundo cristiano son imperfecciones, y — digámoslo una vez más— el mundo cristiano no es la Iglesia.

Soy consciente de las dificultades que presenta la pu­blicación de este libro. Los que gustan de las simplifica­ciones y de las generalizaciones apresuradas tal vez saquen unas conclusiones que discreparán, en gran parte, de las mías. He dudado mucho antes de decidirme. Pero muchos lectores de mi Itinerario de Karl Marx a Jesucristo me han escrito pidiéndome que publicase el relato de mi experien­cia como cristiano. La mayoría de éstos son sacerdotes, re­ligiosos o religiosas, dirigentes de Acción Católica. Pien­san que sería conveniente para aquellos que siempre fue­ron católicos saber cómo los ve quien comparte su fe en Cristo, sin pertenecer a su mundo. Tal ha sido igualmente

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él deseo expresado por la mayoría de los críticos cristianos de mi Itinerario.

Pienso, sin embargo, que si los conflictos y las dificul­tades de que voy a tratar fueran rigurosamente personales, no me hubiera nunca decidido a su publicación. Pero he podido comprobar a menudo que muchos cristianos se sien­ten tan incómodos ante el mundo cristiano como yo mis­mo. No se trata ya de conversos. Muchos sacerdotes y laicos, desde siempre miembros de la Iglesia, chocan cada día dolorosamente con esta pantalla que constituye el mun­do cristiano para la irradiación del Evangelio.

Un amigo, eminente teólogo dominico, a quien he des­crito el contenido de este volumen, me ha insistido en los peligros de una presentación del cristianismo, como la mía, "rigurosamente sociológica e incluso fenomenológica" que corre el riesgo de no ser comprendida por el lector que olvida que lo esencial es siempre el plano de la fe. El Padre tiene razón, pero es precisamente la naturaleza del tema elegido quien ha impuesto la forma que ha to­mado el libro. Tal vez algún día tenga ocasión de com­pletarlo con otro volumen, que muestre la eterna juven­tud de la Iglesia, la presencia siempre activa del Espíritu Santo en ella. Pues, lo más maravilloso es precisamente que, a pesar de las traiciones y debilidades del mundo cris­tiano, la Iglesia vive siempre y está siempre en trance de renovarse.

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15 de julio.

El tren avanza hacia el sur, en dirección a Marsella, ciudad designada por la Providencia como el primer cam­po de mi actividad sacerdotal. Sólo Dios sabe cuál será mi actividad. Desearía consagrarla al servicio de la clase obrera, con la que estoy en deuda, sin la cual probable­mente nunca hubiera roto mi concha de intelectual ego­céntrico ni hubiera llegado al sacerdocio. Pero, ¿conozco sus necesidades espirituales? Desde hace algún tiempo me doy cuenta de que, durante mis diez años en el partido comunista, milité más por el Ideal que por el hombre concreto. La felicidad de los hombres sólo podía realizarse según las recetas marxistas-leninistas; ¡ tanto peor si el hom­bre-obrero no las aceptaba o era aplastado bajo las rue­das de la Historia!

Durante estos últimos años de mi preparación al sacerdocio, he descubierto el valor infinito de cada alma. Ciertamente, hoy, al igual que cuando mi primer contac­to con el cristianismo, no me apasiona la salvación indi-

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vidual. Mi propia felicidad celestial no me interesa ni pro­bablemente será capaz de prometer al pecador arrepentido la salvación de su alma. Lo único que cuenta, en reali­dad, es el destino colectivo de la humanidad, y también el de toda la Creación. Con razón el gran Orígenes se veía incapaz de aceptar que, el día de la Parusía, de la realización definitiva de la obra de Dios, una sola alma, un solo ser, pudiera faltar a la llamada, sin admitir con esto un fracaso lamentable de la obra redentora de Cris­to. Y sin embargo, esta colectividad, esta comunidad sería una abstracción de no ser la suma de los destinos indivi­duales. Es necesario, por tanto, que me interese particular­mente por cada ser que el Señor me envíe.

27 de julio.

El padre B., bajo cuya dirección hago mi aprendiza­je sacerdotal, destaca tanto por su celo apostólico como por su piedad. ¡Lástima que no lo haya conocido unos años antes! Un compañero me contó que hace años él militaba en la vanguardia del movimiento de renovación pastoral, que ya tuve ocasión de admirar en Lyon, en la parroquia de Saint-Alban, con el buen P. Rémilleux: ce­remonias en francés, acción católica, etc. Hoy, B. conde­na sin indulgencia sus entusiasmos de antaño. Postula una religión moralizadora; se ha vuelto muy tradicionalista en liturgia; sus preferencias lo encaminan más hacia las obras de piedad (tipo "Hijos de María" y Congregación del San­tísimo Sacramento) que hacia la J.O.C., antes objeto de todos sus esfuerzos.

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Lo que más me sorprende son las condenas que B. di­rige a mansalva contra la filosofía y la teología modernas. Según él, ninguno de mis admirados maestros de la Uni­versidad católica de Lyon es digno de crédito. Yo mismo he oído de sus labios que el P. de Lubac (¡el P. de Lu-bac, autor del incomparable Catolicismo, el hombre más in­teligente y más justo que he podido encontrar!) no es sino un peligroso heterodoxo.

. Cuando ayer, el P. Louis Richard, de paso por Marse­lla, me vino a ver, según este criterio hubiera debido im­pedirle la entrada en mi casa, pues acaso sea él también sospechoso de herejía...

Al día siguiente de mi llegada, B. vino a echar un vis­tazo a mi biblioteca. Las obras completas de Bergson y de Blondel le han inquietado. Desde entonces siempre me pone en guardia contra los "errores diabólicos" de estos dos pensadores. Sin embargo, gracias a Bergson se desper­tó en mí una curiosidad que facilitó luego mi abertura al mundo espiritual. En cuanto a Blondel, creo que ha dado la síntesis más completa del pensamiento cristiano, estableciendo unas bases muy sólidas para una apologéti­ca del cristianismo, capaz de llegar al hombre culto de hoy.

Lo más sorprendente es que el padre B. no ha leído ni a Bergson ni a Blondel y sólo ha hojeado la obra ca­pital del P. de Lubac. Desde luego, no voy a reprocharle el que no sea un filósofo. Aunque encuentro siempre las satisfacciones más profundas en lo intelectual, desde hace muchos años sé también apreciar al hombre de acción. Pero, ¿con qué derecho juzga y condena lo que ignora? Este hombre, tan escrupuloso y honesto en otros terrenos,

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¿cómo puede obrar con tan poca honestidad en el plano intelectual?

28 de julio.

Me acaban de dar la explicación del extraño compor­tamiento del padre B. Hallándose en plena crisis moral, durante la guerra, se sintió deslumhrado por V., ex jesuíta español, que pasaba por iluminado, fundador de una casa de ejercicios en algún lugar del Dróme. Éste conseguía allí numerosas conversiones, hablando con insistencia del peca­do y del infierno, hasta contagiar incluso a los ejercitantes la sensación de que veían realmente el fuego del infier­no. V. condenaba cuanto hay de moderno en el mundo y en la Iglesia. En esta singular casa de ejercicios, la céle­bre encíclica antimodernista de Pío IX, Syllabus, sería se­guramente tan celebrada como los Evangelios. Es allí don­de se originaría anticipadamente la condena de Teilhard de Chardin, de Henry de Lubac, de Yves Congar, sin ha­blar de Bergson y de Blondel. Ni siquiera Maritain es visto con buenos ojos, por haber creído necesario adaptar el to­mismo a la mentalidad del hombre del siglo xx. ¡Cómo si no fuera evidente que el siglo xx ha caído bajo el do­minio de Satán!

Desconozco tal ambiente y lo siento muy lejano al mío. Hasta el presente, me he mantenido sobre todo en relación con católicos que, lejos de condenar el mundo moderno, admiran sus valores y tratan de cristianizarlos. Los profe­sores de la Universidad católica de Lyon, los jesuítas de Fourviére, los dominicos de Latour-Maubourg, Mounier,

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Folliet, Maritain, "Jeunesse de l'Église", "Esprit", el grupo Thomas More concentrado en Lyon, los hombres que he tenido oportunidad de conocer en torno a la Chronique So-ciale... tienen aproximadamente la misma concepción del cristianismo y de su misión en el mundo. Es cierto que el P. Richard me había hablado de los integristas, de su odio por todo esfuerzo de renovación cristiana. Pero has­ta estos últimos días yo tenía de todo esto un conocimien­to puramente teórico. ¡Y de pronto me veo en pleno me­dio integrista!

3 de agosto.

El señor R., presidente de la Unión parroquial, vuel­ve del retiro dado por el padre V. Está muy turbado. Ha visto cómo algunos feligreses iban a C. por mera curiosi­dad o por dar gusto a su párroco y cómo los trastornaban las palabras violentas del predicador. Pero, ¿cómo no sen­tirse a disgusto ante cierta puesta en escena, como ocu­rrió, por ejemplo, en la conferencia sobre el infierno, de­lante de una calavera, en una sala oscura?

No es la primera vez que R. asistía al retiro dado por el padre V. Había ido también un año antes, poco después de la muerte del cardenal Verdier. Me cuenta que, durante su célebre y según parece particularmente "eficaz" sermón sobre el infierno, el padre V. tendió de pronto las ma­nos, adoptó su más bella pose de actor visionario y gri­tó : "¡Lo veo... lo veo... lo veo quemarse en el infierno!" Tras algunos minutos, entre el silencio y la consternación del auditorio, añadió: "¡Veo aquí delante al cardenal Ver-

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dier quemarse en el infierno!" Según parece, el crimen del anciano arzobispo de París consistía en haber simpatizado demasiado, en 1936, con la política social llevada a cabo por el gobierno del Frente Popular del señor León Blum. A mí me cuesta trabajo creer esta anécdota, pero varios ejercitantes me la han confirmado.

Sé también, y además tampoco el propio padre B. lo oculta, que el padre V. y sus discípulos mezclan en un mismo saco a comunistas, socialistas, demócratas cristianos. ¡Todos son "rojos" y, por tanto, reos de condenación!

8 de septiembre.

La señora F. me dice: "¿Se ha fijado qué estupenda muchacha es nuestra Monette? Estudiante de medicina, por las mañanas, antes de ir a misa, hace media hora de me­ditación. Al anochecer todavía hace una visita al Santísi­mo Sacramento. En el hospital, se preocupa de que nin­gún enfermo muera sin haberle asistido el sacerdote. En la parroquia, se ocupa mucho de las jóvenes; trata siem­pre de hacer el bien..."

Desde luego, estoy algo perplejo por el cúmulo de vir­tudes reunidas en una sola persona. No sé qué espíritu de contradicción me hace responder: "Sí, he advertido la piedad y el celo de Monette... Pero, para ser del todo admirable, sólo le falta una cosa.

"—¡No le falta nada! "—Sí. Le falta haber tenido el capricho, la pasión,

hacia un muchacho informal. Si después de haber experimen-

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tado su debilidad, volvía a Dios, Monette sería entonces, sin duda, admirable."

¿He hecho bien escandalizando a una piadosa cristiana como la señora F.? Empiezan a molestarme estas buenas almas que no sienten por los pecadores más que una piedad condescendiente. Decididamente, estos últimos me resultan más simpáticos.

30 de septiembre.

He recibido a Clara por mediación de un amigo de Lyon. Israelita, asegura que desearía convertirse al catoli­cismo. Desde hace tres días le enseño el catecismo, pero estoy seguro que no es la religión lo que le interesa.

Esta tarde he conseguido por fin ganarme su confian­za. Me confiesa que necesita la fe de bautismo, una fe de bautismo fechada hace varios años, para escapar a las per­secuciones antisemistas y obtener eventualmente el visado de entrada para algún país sudamericano.

Le explico que no me está permitido bautizarla en es­tas condiciones, ya que para mí el bautismo no es una sim­ple formalidad administrativa. Y esto me da pie a hablar por vez primera de la religión a Clara que me escucha con verdadera atención.

A pesar de no bautizarla, le prometo conseguirle lo que desea. ¿Por qué no? ¿No es legítima una pequeña men­tira por escrito cuando se trata de salvar una vida hu­mana?

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25 de octubre.

Clara ha vuelto a verme, nos hemos seguido viendo muchas veces este mes. Ella tiene su fe de bautismo y yo mismo he ido al consulado de uno de estos países oficial­mente católicos de América latina, a fin de obtenerle un visado de entrada. Pero ahora, cuando ya no está preocu­pada por salir de una situación tan peligrosa, se muestra vivamente interesada por la religión de Cristo. Ha mani­festado tantos deseos de iniciarse, que me quedo maravi­llado ante la acción del Espíritu Santo obrando sobre ella. Hoy soy yo quien debe instarla a que reciba el bautismo lo más pronto posible, antes de que tome el barco la se­mana próxima. Naturalmente, aún convendría esperar al­gún tiempo, de forma que pudiera prepararse mejor para el gran misterio de su incorporación a Cristo. Pero yo la bau­tizaría mañana, si el obispo diera su consentimiento.

S de diciembre.

Durante el entierro, la iglesia estaba llena de gente. Por su particular aburrimiento, se notaba que estos hombres y estas mujeres no solían frecuentarla, que había sido nece­saria la muerte del pariente, del amigo, para entrar allí. ¿Qué les hemos dado para que sientan la presencia de Dios, para que la ceremonia a la que asisten no tome para ellos la significación de una simple formalidad, de una "si­mulación", según dicen ellos?

Se ha celebrado la misa. Se ha cantado, en latín, el Libera; han incensado y rociado con agua bendita el cata-

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falco. ¿Qué significación pueden tener unos gestos seme­jantes, unas palabras incomprensibles, para estos hombres y estas mujeres?

No es la primera vez que el carácter misterioso de las ceremonias y de la liturgia de la Iglesia me plantea pro­blemas angustiosos. En Lyon pudo ver como el párroco de Saint-Alban, el buen P. Rémilleux, explica minuciosamen­te y de forma clara el sentido de los sacramentos. Él se niega a bautizar a un niño si los padres, el padrino y la madrina no consienten previamente en instruirse acerca del misterio. Únicamente concede la bendición matrimonial cuando está convencido de que los contrayentes buscan realmente el sacramento y no una simple formalidad mun­dana; e insiste siempre a los novios en el carácter sagrado de su compromiso.

¿Por qué no hacer lo mismo en todas las parroquias? El otro día, un vicario —un joven sacerdote muy piado­so — me dijo que sentía una especie de humillación pe­nosa cada vez que recitaba oraciones en latín ante gentes que habían entrado en la iglesia únicamente porque "está bien visto"', con motivo de bautismos, bodas o entierros.

Se me argumentará, lo sé, que los sacramentos obran ex opere operato, por la sola eficacia de Cristo presente en ellos. Pero entonces, si esta expresión debe ser entendida en un sentido literal, ¿qué diferencia existe entre un rito sacramental y la magia, esta magia que la Iglesia rechaza?

20 de diciembre.

¿Cómo hablar de Dios, de Cristo, a los niños, para que el catecismo se convierta en una auténtica iniciación reli-

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giosa? He tenido ocasión de observar a diversos catequis­tas, sacerdotes y laicos, en plena labor. Algunos explican la Biblia y el Evangelio exactamente igual que si se tratara de una fábula. Ahora bien, todos estos muchachos, desde hace ya tiempo, no creen en Papá Noel ni en Blanca Nie­ves. Por su aire burlón, se ve perfectamente que el relato del nacimiento de Jesús, de los milagros de Cristo y, con mayor razón, de los prodigios que narra el Antiguo Testa­mento, no merecen para ellos ningún crédito.

Otros catequistas imitan al maestro de escuela: se es­fuerzan en enseñar la religión como se enseñan las cien­cias naturales, la geografía, la historia. Su enseñanza se toma más en serio. Incluso les asombra, pues, generalmen­te, a los niños de cualquier barrio popular se les ha presen­tado la religión — sobre todo, por parte de sus abuelas — como una "serie de cuentos". He visto a los niños recla­mar con insistencia al sacerdote "la historia de la manza­na", cuando éste les hablaba del pecado original como de una desobediencia a Dios.

Este sistema "científico" de enseñanza comunica cierta­mente el conocimiento de la doctrina cristiana. Pero, ¿cómo comunicar la fe, cómo hablar al corazón de estos jóvenes? El problema me parece muy grave, puesto que la doctri­na cristiana será necesariamente confrontada con otras doc­trinas al llegar a la edad escolar. ¿Qué motivos encontra­rán estos muchachos para creerla verdadera?

El otro día, en casa de unos amigos, un niño de nueve años, alumno de catecismo, me preguntó muy serio: "¿Us­ted no cree las cosas que nos cuenta el cura?"

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1 de febrero.

Ayer encontré a Jacques. Él y yo nos convertimos al catolicismo poco más o menos al mismo tiempo, y nos unía una mutua amistad. Antiguo abogado, Jacques ingresó en la orden de los dominicos. Le resulta inconcebible que Dios le haya llamado de tan lejos y a través de tantos obstácu­los con el único fin de resolver los "casos de conciencia" de las buenas damas terciarias. En extremo consciente de la gran ausencia de Dios en el mundo (pocos católicos lo sospechan), el Padre ha resuelto introducirlo.

Su caridad ardiente lo ha llevado hacia los más humil­des: Jacques se empleó como estibador en el puerto de Marsella. Desconocía el tipo de acción que podría desa­rrollar allí: lo único que contaba para él era que, a través de su ministerio, Cristo estuviera presente entre los más desheredados. Durante varios meses, sus compañeros de trabajo ignoraron que él era sacerdote.

Cristo, si en nuestros días volviera a la tierra, no sería seguramente artesano en un pueblo. Sería obrero en la fá-

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brica o — ¿por qué no? — estibador en Marsella. A cual­quiera que haya leído el Evangelio con un poco de aten­ción le resultará evidente que Cristo hubiera condenado la escandalosa explotación del hombre por el capital y hu­biera abogado por una justicia social. ¿Acaso podía el sacerdote obrar de otro modo que su Maestro?

Muy pronto Jacques se colocó a la vanguardia de la lucha que los estibadores sostenían por un poco más de pan y de dignidad. ¡Cuál no fue la sorpresa de todos, cuando se vio en la obligación de revelarles su calidad de sacerdote! (Esto ocurrió porque sus compañeros se empe­ñaban en casarlo, considerando cada uno de ellos como un honor que este "buen compañero" se convirtiera en su yerno o en su cuñado.) ¡Quién podía pensar que un "cura" pudiera ser un tipo así, un "auténtico obrero"!

El jefe administrativo — católico — no salía tampoco de su asombro. Él hubiera comprendido e incluso aproba­do que un sacerdote se hiciese obrero para "convertir" a los demás, para predicarles la "resignación cristiana", para desviarlos del comunismo. ¡ Qué escándalo, qué mayor trai­ción la de que un sacerdote —y, lo que es más, un sacer­dote de extracción burguesa— se convirtiera en un vulgar agitador, en un "rojo"!

Jacques me ha contado todo esto y otras muchas cosas con su habitual sonrisa indulgente. No condena al patrón — lo comprende—, lo cual no implica el abandono de la lucha.

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25 de febrero.

Acabo de leer la Apología del cardenal Newman, el cé­lebre converso a quien tanto debe el movimiento de reno­vación católica en los países anglosajones.

El título me ha sorprendido, incluso chocado. ¿Contra quién tenía que defenderse un hombre como John H. Newman, que llevó siempre una vida intachable y cuya piedad — y aun santidad— había promovido la admira­ción de sus antiguos feligreses anglicanos? ¿Acaso le perse­guían sus antiguos correligionarios, no perdonándole el haber abandonado la Iglesia instituida en Inglaterra? ¿Eran los descreídos, los impíos?

Por desgracia, Newman se vio principalmente expuesto a las calumnias y a las persecuciones de los mismos cató­licos. Éstos, en lugar de dar gracias al Señor por haber dotado a la Iglesia de un hombre de su talla y sacrificar el mejor carnero para celebrar la vuelta al redil de una ove­ja perdida, pusieron en duda sus intenciones más puras; crearon en torno a él un "clima" de desconfianza y de de­nuncia, que sólo podía ulcerar terriblemente un corazón tan sensible. ¡Muy poco les faltó para alzar la queja a Dios — en caso de que admitiesen que fue Dios quien lo llamó— por haberlo convertido!

Esto me hace pensar en lo que me contó, hace algunos años, otro converso. Personalidad protestante de primer pla­no en los Países Bajos, antiguo ministro de Instrucción Pú­blica, se había convertido a costa de dolorosas rupturas con seres que él amaba y renunciando a su elevada situación pública. Si pensáis que la sociedad católica se apresuró a acogerlo en su seno, os equivocáis. Cierto que se alegraba

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por esta conversión, sobre todo porque veía en ella UJJ desaire para la religión contraria. Pero, al mismo tiempo, no hacía el menor esfuerzo por comprenderle; criticaba su manera de ser católico que no se asimilaba a la común de los católicos.

¡Y cuide el converso de no meterse con el menor con­formismo del mundo católico! Deberá encontrar admira­bles las imágenes piadosas que adornan las casas, las esta­tuas sansulpicianas de las iglesias. Y se entiende que en adelante sólo podrá votar por el partido católico. ¡Como si la Iglesia de Cristo pudiera identificarse con un parti­do, un estilo o una filosofía!

26 de febrero.

Cuando el converso holandés me contaba sus dificul­tades de inserción en el mundo cristiano, no pude com­prenderlo bien. Hacía muy poco que yo era miembro de la Iglesia y no podía confrontar por tanto su experiencia con la mía. Por otra parte, los católicos "de izquierdas", sacerdotes y laicos, que yo había tratado casi exclusiva­mente hasta mi ordenación, nunca me habían hecho sentir un extranjero entre ellos. Con una caridad que no com­prendía entonces y que sólo hoy puedo valorar en su pro­fundidad, respetaron mi originalidad y soportaron mis ra­rezas.

Leyendo a Newman y recordando lo que me contó el citado converso holandés, tomé súbitamente conciencia de la ambigüedad de mi propia situación en el mundo cris-

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tiano, que en ningún momento confundo con la Iglesia de Cristo.

Cuando yo entré de lleno por primera vez en contacto con el mundo cristiano, era ya sacerdote y me encontra­ba, gracias a esto, en situación aventajada. No ocultaba mi calidad de converso, de antiguo comunista. La sociedad ca­tólica no me reprochó nada e incluso me felicitó por ha­ber comprendido mi error y descubierto la verdad. Yo me he creído por esto con el derecho, y también con el deber, de predicarles el mensaje de Cristo tal como me había se­ducido y tal como hoy lo comprendo. En esto me equi­vocaba.

El mundo católico me acepta, pero a condición de que le testimonie mi reconocimiento por el honor que me con­fiere acogiéndome. Por lo visto hice mal en creer que el error que debía repudiar, al convertirme al cristianismo, era mi incredulidad, que la verdad a la que he dado mi ad­hesión se encuentra en los dogmas de la Iglesia. El que yo crea en un Dios uno y trino, en la Encarnación y en la Redención, en la Presencia real en la Eucaristía, está bien y es cosa sobreentendida. Pero el mundo cristiano comienza a tener sus sospechas en cuanto a mi adhesión a los "valores cristianos".

e s e

El otro día me invitó a cenar una importante persona­lidad católica de la ciudad. Como es lógico, la conversa­ción se orienta hacia mi pasado comunista; me interroga sobre la Rusia soviética, sobre los motivos que tuve para abandonarla y para romper con el partido. Acaso no haya

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do v°lver a situarme en el estado en que me hallaba a r°mper con el partido comunista. Fui, no obstante, per­r a m e n t e sincero, y creí responder a los deseos de estos "enos cristianos, cuando precisé mis reproches al comu-sirio: su materialismo, su menosprecio práctico del hom-

re> su rechazo metódico de todos los valores espirituales. Me escucharon con indulgencia, pero comprendí que

!s consideraciones interesaban muy poco a mis comensa-es" ^ n seguida la conversación se desvió a las "cuestiones enas : ataques dirigidos al sacrosanto derecho de la pro­

piedad privada; violación de la verdad eterna según la cual °s hombres no nacen iguales", o de aquella otra consis-n e en que "sólo la libre empresa favorece la iniciativa

Pavada, fuente de todo progreso humano"; y así todas las 1 ejas habituales de los burgueses contra el comunismo.

n duda yo hubiera debido callarme. Pero no es la pri-ra vez que una fuerza secreta me impulsa a decir ver-

a es inoportunas. Les conté mi decepción dolorosa cuan-uve que reconocer que Stalin había renegado del an-

guo ideal igualatorio del socialismo, que las desigualda-entre los individuos, y aun los abismos infranqueables,

estaban profundizando, de nuevo, en Rusia, entre las asuntas categorías sociales.

o se qué provoqué más, si escepticismo o escándalo. y seguro de que no me creían. Y tengo la impresión

lúe , s i estos buenos cristianos hubieran podido creer lo yo les contaba acerca de la nueva orientación sovié-

' n o serían del todo anticomunístas, a pesar del mate-smo ateo del sistema y de su odio hacia los valores es-U ' ^ n a P r u e ^ a : cuando les comparé las persecucio-

"~" religiosas y los procesos prefabricados en la URSS con nes

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las persecuciones religiosas y los campos de exterminio nazi, me contestaron con un simple: " ¡ No es lo mismo!" En tanto que el anticapitalismo de Hitler sea meramente verbal, los "buenos católicos" no le negarán sus simpatías más o menos secretas.

En cuanto a mí, pude leer claramente, en sus ojos y en sus actitudes, que mi reputación de hombre utópico estaba en adelante sólidamente cimentada. Además, mi an­fitrión me lo dijo con mucha amabilidad: " ¡ Hace tan poco tiempo que usted es cristiano...! No me sorprende que to­davía no se haya desprendido completamente del veneno marxista".

1 de agosto.

Desde hace algunos días me encuentro, como capellán, en un campamento de estudiantes, situado en uno de los más bellos rincones del mundo que me haya sido posible admirar hasta ahora. A algunos kilómetros de Chamonix, cerca de la frontera suiza, al pie del monte Le Buet. Por las mañanas, mientras espero que las muchachas se laven y se hayan arreglado, rezo en mi breviario, paseando por la carretera. Siempre que alzo los ojos, mi mirada se encuen­tra con las nieves del Mont Blanc o de otros picos ele­vados. Nunca experimenté como ahora hasta qué punto la magnificencia de la naturaleza hace más fácil, y aún soli­cita, el ascenso del alma hacia Dios. En las iglesias, a me­nudo me siento inhibido por la fealdad de tantas imágenes y estatuas, por las actitudes conformistas de beatas que hacen sus devociones. Aquí, ningún obstáculo de este tipo.

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¡Comprendo el fervor acrecentado de los jóvenes cuando se celebra la misa en la cumbre de una montaña!

Desgraciadamente, no todos los días puedo proporcio­narles este gusto. La autoridad eclesiástica ha fijado para los campamentos de vacaciones ciertos reglamentos que no­sotros, los capellanes, estamos obligados a respetar, al me­nos en sus líneas generales. Yo celebro habitualmente el santo sacrificio de la Misa en un cobertizo. Sin embargo, lo peor de todo no es esto, pues con un poco de buena voluntad se le puede comparar al establo de Belén. Lo que es del todo ridículo es nuestro "confesonario". El reglamen­to exige que el sacerdote, para confesar a las mujeres, esté separado por una reja. Como aquí no encontrábamos ningu­na reja, la encargada del campamento, estudiante de medi­cina en Grenoble, muchacha piadosa, pero no desprovista de sentido del humor, la improvisó suspendiendo del techo del cobertizo una gran tapa de olla. Dado que muchas de estas muchachas tienen aquí, desde hace años, su primer contacto con el sacerdote y con la religión, me preguntó qué idea se harán de una religión que, en el espíritu de su Fundador, debía estar llena de espíritu y de verdad, fuera de todo formalismo.

3 de agosto

Elena, la encargada del campamento, acaba de adver­tirme que mi actitud en el momento del "saludo a la ban­dera" escandalizaba a ciertas muchachas, muy impregna­das del espíritu de la revolución nacional.

Por la mañana y por la noche se reúnen en torno a

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la bandera nacional para cantar: "Mariscal, ¡henos aquí!" Parece ser que mi disposición es simplemente de recogi­miento y no adopto la posición reglamentaria. Confieso que hasta esta mañana yo había obrado inconscientemen­te, porque ni soy militar ni el culto al mariscal me dice nada. Pero, en adelante, pienso obrar conscientemente.

5 de agosto.

Rebelión en el campamento vecino. El capellán de ese campamento, un padre dominico, provocó la cólera de las muchachas, dándoles la impresión de que no las tomaba en serio. ¡No existe peor crimen que éste, a los ojos de las mujeres, sobre todo si se trata de jóvenes intelectuales!

Hay que reconocer que el Padre ha obrado quizá con torpeza, ignorando las leyes más elementales de la psico­logía femenina y de la psicología simplemente. Fiel a su formación escolástica, no se desplaza nunca sin la edición de bolsillo de la Suma Teológica de Santo Tomás. Sus pro­fesores le habrán dicho que todos los problemas pasados, presentes y futuros encuentran su perfecta solución en la obra del gran doctor medieval. Cuando las estudiantes de su campamento le ponen dificultades de orden intelectual o moral, saca del bolsillo la Sumo y prueba con una ale­gría mal disimulada, que Santo Tomás había ya presenti­do sus problemas y les había dado respuesta de antemano. ¡Que deje de buscar recetas —un poco por necesidad in­consciente — en los textos!

Es preciso comprender la indignación de estas mucha­chas. ¿No estamos convencidos de ser singulares, de tener

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que afrontar siempre unos debates de conciencia absoluta­mente nuevos? Con mayor razón por tratarse de jóvenes, y sobre todo de muchachas. Éstas esperan que el sacerdo­te escuche atentamente la exposición de sus casos, que se esfuerce por comprender su interior y que les proponga so­luciones muy personales. Todas las respuestas del domini­co, envejecidas por siete siglos, les resultan inadptadas para su época. Por mi parte, no creo que ellas estén muy equivocadas. Procuraré aconsejar al Padre, la próxima vez, a que deje la Suma en su celda y a que se inspire mu­cho más en los principios de su Maestro.

8 de agosto.

Reunión interesantísima de diez capellanes y diez en­cargadas de campamento. Éstas son generalmente estudian­tes del último año de carrera, militantes jecistas de cierta experiencia. Tienen el mérito de no ponerse los guan­tes para decirse cuatro verdades entre ellas o incluso cuan­do se dirigen a un sacerdote. Pienso que, para algunos sacerdotes, es la primera vez que los laicos les dicen fran­camente lo que piensan de ellos. En efecto, si bien es cier­to que, gracias a la Acción Católica, el sacerdote se en­cuentra en contacto más estrecho con los cristianos segla­res, un falso respeto hacia el sacerdote hace que no se le hable casi nunca con esa franqueza un poco brutal, pero tan necesaria para que llegue a una idea más exacta de sí mismo.

Tras discutir los pequeños detalles de la organización práctica en la decena de campamentos agrupados aquí, he-

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mos abordado el problema, para nosotros esencial, de las relaciones entre los estudiantes y sus capellanes. A estos úl­timos se les acusa a veces de su excesiva familiaridad, otras de su excesiva "distancia". Parece que un capellán se si­túa tan por encima de las muchachas en los círculos de estudio que éstas no logran sacar el menor beneficio; mien­tras que otro es hasta tal punto "primario", que da una idea demasiado mediocre de la calidad intelectual del men­saje cristiano a un auditorio que tiene por costumbre es­cuchar a un profesorado universitario.

Por último, el capellán general ha solicitado a las en­cargadas del campamento que le digan con sinceridad qué esperan las muchachas sobre todo de su capellán. De este modo, nos enteramos que se le exige amplitud intelectual, "psicología", sentido artístico, etc. No sin asombro para la mayoría de nosotros, la unanimidad de las encargadas re­claman del sacerdote, en primer lugar, que sea un hombre, "un auténtico hombre", precisa una de las delegadas. El tipo de sacerdote afeminado, tímido y reservado, sería en efecto muy mal visto y significaría una total incomprensión para los "verdaderos problemas de la vida".

Tras haber conocido, hasta la náusea, las insípidas reu­niones de católicos de diversos movimientos y obras de Marsella, me tonifica mucho colaborar con cristianos como nuestras encargadas de campamento. Me pregunto, sin embargo, si la autenticidad de su estilo no se debe, en gran parte, al aire purificador de la alta montaña y si, de re­greso a su medio habitual, no se volverán incoloras y forma­listas como la mayoría.

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9 de agosto.

Elena me pide que cambie de lugar en el refectorio. No me había dado cuenta que una tal Mireille se colo­caba siempre en cada comida a mi derecha. Parece que esto suscita críticas y celos. El aire de las alturas no puri­fica, pues, a todo el mundo.

15 de agosto.

Abandono el campamento, enriquecido por una gran experiencia, pero a la vez con la convicción de que mi misión personal en la Iglesia de Dios debe desarrollarse sobre el plano intelectual. No sin lucha interior admito esta evidencia. Todas mis preferencias van hacia los humildes, particularmente hacia el sector consciente del proletariado-Entre los cristianos, nunca me he sentido tan profundamen­te en estado de comunión como al encontrarme en medio de los militantes jocistas o con los del Movimiento Popu­lar de las Familias. Pero he de reconocer mi incapaci­dad para convertirme en lo que querría ser para ellos y lo que — con derecho — esperan de mí. Lo quiera o no, soy un "intelectual". Con los que están habituados al manejo de las ideas me encuentro de lleno sobre un plano de igualdad; encuentro sin esfuerzo el camino para llegar a su corazón y a su espíritu, mientras que con los obreros me siento desorientado y doy rara vez con la actitud que conviene.

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El mismo día, en Chambery.

Me he parado aquí para visitar a una persona con quien mantenía relación epistolar. Al salir, encuentro a un sacer­dote de porte distinguido, que lleva distintivos de canó­nigo. Al preguntarle el camino para ir a la catedral, se ofrece a acompañarme. Durante el camino, le digo de dón­de vengo, a dónde voy. Después de mostrarme la iglesia, me invita a su casa, insiste en que comparta su comida y, por último, me acompaña a la estación. Estoy profunda­mente conmovido por este gesto de solidaridad sacerdotal.

En realidad, hasta ahora había tenido pocas ocasiones de experimentarla. Durante los primeros tiempos de mi per­tenencia al clero, creí que los lazos entre los sacerdotes eran por lo menos tan fraternales como los de los militan­tes comunistas entre ellos. Por desgracia, muy pronto tuve que reconocer mi error. Es cierto que al encontrarse en la calle, excepto en París, los eclesiásticos tienen por costum­bre cambiar un saludo, pero esto no es más que un home­naje a la sotana. Por lo que afecta a la vida cotidiana, cada uno está encerrado, al modo burgués, en su torre de marfil y sólo se interesa por sus "queridos compañeros" cuando considera que faltan a los conformismos eclesiásti­cos. Mi agradecimiento, pues, al sacerdote de Chambery por haberme revelado otro aspecto del espíritu de la Iglesia.

18 de agosto.

Auguste Queirel, librero de Marsella, me ha invitado a pasar, cuando se cierre el campamento de estudiantes, al-

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gunos días en el castillo de Saint-Léger, en los Alpes Al­tos. No, Queirel no es su dueño. Seguramente no sabe más que yo a quién pertenece este viejo castillo en ruinas, don­de se reúne cada verano cierto número de cristianos a quie­nes les disgusta el individualismo y el anonimato habitua­les de la vida parroquial. Hay allí profesores y maestros, comerciantes y estudiantes, médicos y abogados, artesanos y obreros. Y el alma de todo es Marcel Arnauld, hotelero en Gap.

Plegarias litúrgicas (en francés), círculos de estudios, paseos y discusiones, pero también minuciosos trabajos de tala y de riego ocupan los días. Todo es simple, sin afec­tación. A juzgar por la alegría apacible que reflejan los ros­tros, todos parecen haber olvidado la agitación de su exis­tencia cotidiana. La fraternidad cristiana no es aquí una mera palabra, sino una realidad concreta, diariamente vivi­da. Me pregunto si habrá muchos conventos en los que se viva la caridad de Cristo con tanta autenticidad.

Lástima que la vida de comunidad en Saint-Léger sólo dure unas pocas semanas, que yo mismo no pueda que­darme más que algunos días.

Pero quizá sea mejor así. Si estos hombres y mujeres vivieran siempre en común, es posible que, como ocurre en las comunidades religiosas, no podrían ser evitadas las rutinas y las pequeñas mezquindades. Bajo su forma actual de ensayo de vida comunitaria, Saint-Léger parece dar a sus huéspedes el impulso necesario para no sucumbir con demasiada facilidad bajo el peso del lamentable formalis­mo farisaico que caracteriza a la mayoría de nuestras pa­rroquias. Por lo que a mí se refiere, me ha proporcionado alegría y paz.

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15 de octubre.

No me he resignado nunca a la victoria nazi. En el Se­minario de Lyon me encontré desde noviembre de 1940 con gente que redactaba y difundía folletos gaullistas. Después apareció Témoignage Chrétien, con los riesgos que comporta su difusión.

Sin embargo, hasta ayer por la noche no me he pues­to oficialmente en contacto con un grupo clandestino. Un amigo de Nimes me anunció por carta, de forma bastan­te sibilina, la visita de un amigo suyo "merecedor de toda confianza". Éste vino a verme, sin dar su nombre, natu­ralmente, y me pidió que le pusiera en relación con al­gunos jóvenes decididos y discretos. De su cartera sacó un paquete que contenía, con gran asombro mío, un gran número de carnets de identidad, cartillas de racionamien­to, dos sellos de prefectura y varios timbres de alcaldía. Me explica el uso que habrá de hacerse de este "mate­rial". Confieso que no sin cierto miedo acepté en depó­sito estos objetos tan comprometedores. Yo estoy tan ex­puesto como cualquiera a un registro judicial y, Dios mío, tengo ya bastantes experiencias de prisiones y temo la sola posibilidad de volver a ellas. Pero ya que, sentimentalmen­te y por convicción, estoy al lado de los que resisten, ¿ten­go derecho a huir de los peligros que acechan a los otros? Ciertamente, no.

16 de octubre.

No estoy hecho, decididamente, para ser un conspira­dor. Como miembro consciente de un movimiento clandes-

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tino, no debería decir a cualquier recién llegado lo que pienso de los nazis y de sus colaboradores de Vichy. Pero es más fuerte que yo. Cuando oigo que alguien hace elo­gios del viejo capitulador y se sirve de los slogans de Ra­dio París o de Radio Vichy acerca de la Europa nueva y de la cruzada antibolchevique, no puedo callarme. Mi rebelión aumenta cuando son sacerdotes quienes sostienen semejantes actitudes. Hace poco sentí una viva indigna­ción contra dos "colegas" que me amenazaron con denun­ciarme, no a la policía, sino al obispo.

El prelado no es un colaborador de los nazis. Él es de­masiado auténtico como hombre de la Iglesia. Pero, hijo de un industrial, es, por temperamento y también por con­vicción, hombre de orden. Varias veces tuve ocasión de discutir con él sobre este asunto. Un día le confesé mi pre­ferencia personal por el "hermoso desbarajuste" democrá­tico sobre los llamados regímenes autoritarios. "El peor de los órdenes vale tanto como el más hermoso de los desórdenes", me respondió. Así pues, él es favorable al gobierno de Vichy; y espera del mariscal el establecimien­to en Francia del orden moral. No soy yo quien podrá con­vencerle de su error. Pero sé también que nunca llegará a actuar como el arzobispo de una diócesis vecina, que adop­tó sanciones disciplinarias contra los sacerdotes denuncia­dos como gaullistas

20 de octubre.

Desde hace muchos meses Mounier está en la cárcel. En 1940, cuando Pétain privó de sus funciones a Laval,

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Mounier cometió la locura de creer por un momento en la posibilidad de una acción legal en los límites del ré­gimen de la "revolución nacional" e hizo reaparecer Es-prit en Lyon. Muy pronto se percató de que una empresa semejante no podía realizarse sin traicionar lo que la revis­ta y su director habían defendido siempre. Vichy, por su parte, se encargó de prohibir la revista.

Pero los esbirros del régimen no podían ignorar la in­fluencia de Emmanuel sobre los medios intelectuales de Lyon y el resto de la zona sin ocupar. El registro no re­sultó, pero Mounier fue encarcelado. Tras varios meses de prisión, ningún tribunal acusador ha podido sostener prue­bas contra él (pues, por sorprendente que pueda parecer, el régimen de la ilegalidad se muestra todavía bastante cui­dadoso por dar cierta apariencia de justicia), pero se le niega la puesta en libertad. Por un amigo llegado de Lyon, sé detalles de la larga y dolorosa huelga del hambre que Mounier se impone en la prisión, situada en alguna parte de la Ardéche. Encontrándose, hace algunos días, en el lí­mite extremo de sus fuerzas y temiendo su muerte hizo llamar a su sacerdote para que le diera la absolución y la comunión. Ahora bien, el sacerdote — ¡tal vez fuera un "santo varón", no me sorprendería I — le negó la absolu­ción por haber "desobedecido al poder legítimo y no arre­pentirse de ello". La estupidez de los hombres, incluso de los hombres de la Iglesia, no tiene límites. Se necesita toda la fuerza y la pureza de fe que tiene Emmanuel Mounier para no descorazonarse, para permanecer fiel a la Iglesia a pesar de ella.

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1 de diciembre.

Violenta discusión ayer por la noche con varios sacer­dotes a propósito de Témoignage Chrétien. Les parece in­concebible que algunas personalidades católicas, sacerdo­tes eminentes, puedan redactar esta publicación clandes­tina. Les recuerdo que el gobierno de Vichy no es, en todo caso, de institución divina; para estos buenos sacerdotes, sólo los comunistas, enemigos de Dios y de la patria, ten­drían interés en sabotear la acción de "regeneración na­cional", que este gobierno estaría desarrollando. Mientras que, desde el desembarco aliado de noviembre en África del Norte, cada vez son más los que ponen en duda la futura victoria alemana, la certeza de estos buenos sacer­dotes en la victoria sigue siendo completa.

No es que deseen esta victoria. Ninguno manifiesta la menor simpatía por el nazismo. Pero la formación intelec­tual, lamentablemente abstracta, que han recibido en el seminario, los coloca en presencia de dilemas que sólo exis­ten en su espíritu. Si hubiera que darles crédito, Francia y el mundo no tendrían más posibilidad de elección que entre Hitler y Stalin, en otras palabras, entre la "Europa nueva" bajo la hegemonía alemana y la ocupación de todo el continente por las "hordas rojas". Sean cuales sean los agravios del nazismo contra la religión cristiana, les pare­cen menos graves que los agravios de que se han hecho culpables los comunistas rusos. No se les puede convencer de que podría haber un medio de evitar a la vez la domi­nación de Hitler y la de Stalin. ¡Y sobre todo que no se les hable de una vuelta eventual a la democracia parla­mentaria! Todas las banalidades de la propaganda de

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Vichy sobre la corrupción y el desorden de la "república de los camaradas" son repetidas con una convicción dig­na de servir a mejor causa.

Esto me hace reflexionar sobre los complejos psicoló­gicos colectivos que han predispuesto al mundo católico, en su conjunto, a favor de la pseudorevolución nacional. Es cierto que hay siempre oportunistas dispuestos a correr en apoyo del más fuerte; pero, proporcionalmente, no son tan numerosos entre los católicos como en otros países. Hay quien, desde hace muchos años, vive todavía de la mística maurrasiana, y así es normal que hoy se alegre de la liquidación de los "bribones". Pero incluso éstos no constituyen sino una débil minoría en el mundo católico, y, en la práctica, inexistente entre el clero joven.

Ahora bien, a excepción de algunos jóvenes formados en los movimientos de Acción Católica y los que descien­den espiritualmente de Le Sillón de Marc Sangnier,1 a ex­cepción de cierto número de sacerdotes jóvenes en estre­cho vínculo con los militantes de Acción Católica, la casi totalidad de mis correligionarios se han adherido con entu­siasmo y desinteresadamente a la "revolución nacional".

¡Pensar que los católicos no han protestado con indig­nación y disgusto cuando cierto sector del episcopado pro­digó la adulación hasta comparar al anciano de Vichy con Santa Juana de Arco! El mismo Péguy, el inconformista por excelencia, se ve movilizado al servicio del peor con­formismo pseudocristiano. Aunque la piedad de Pétain sea apenas superior a la de un Paul Reynaud que iba a im-

1. Marc Sangnier (1873-1930): Publicista francés, consagrado por entero a la obra de regeneración moral y social por él concebida en 1898. Desde 1902 convirtió el periódico Le Sillón en órgano de sus ideas.

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plorar a la Virgen, en mayo de 1940, en Notre-Dame de París, se le crea por todas partes una leyenda de santo. Y los más allegados al mariscal son lo suficientemente há­biles para favorecer la leyenda, ya que los católicos cons­tituyen el único sector sociológico, numéricamente impor­tante, sobre el cual se puede apoyar el régimen.

Parece como si la nostalgia del ideal teocrático perma­neciera siempre viva en la masa de los católicos. La con­fusión entre religión y política, lejos de molestarlos, les parece el régimen ideal. No sólo han aceptado con alegría y reconocimiento las subvenciones a las escuelas confesio­nales, sino que muchos esperan, y desean, que el maris­cal restablezca en Francia la religión de Estado.

El carácter autoritario de la Iglesia ha favorecido en muchos la tendencia neurótica a la huida de toda respon­sabilidad. Bajo pretexto de creer que la Iglesia es deposi­taría de la verdad eterna, se contenta con repetir las fórmulas dogmáticas y litúrgicas, dispensándose ellos mis­mos de todo esfuerzo intelectual por comprenderlas, por transformarlas en la savia de su vida. La obediencia a los preceptos morales parece haber perdido, por otra parte, todo carácter dinámico. Se intenta saber, de fuente objetiva, lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer. Me resulta difícil creer que fue esto lo que Cristo quiso. Pero hace ya mucho tiempo, muchísimo tiempo, que, en el incons­ciente del mundo católico, el fariseísmo de la ley ha sus­tituido a la libertad católica.

A nadie puede sorprender, pues, que estos católicos tiendan igualmente a huir de toda responsabilidad perso­nal sobre el plano de la organización temporal. La demo­cracia, para que no sea una simple demagogia, exige que

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cada uno asuma una parte de responsabilidad, no sólo en la conducta de sus propios asuntos, sino también en los asuntos de la comunidad. ¡Es mucho más fácil volcar cie­gamente su confianza en un jefe único!

Pétain en Francia, e incluso ciertos ateos como Musso-lini en Italia y Hitler en Alemania han sabido aprovechar­se de este estado de ánimo de los católicos. Cristo, al en­cargar a Pedro el gobierno de la Iglesia, no habló sin duda en vano de las "ovejas".

16 de diciembre.

La señorita X., mujer piadosa y muy consagrada a las obras parroquiales, de cincuenta años de edad, me da a co­nocer, con mucha indignación, el diálogo que acaba de sostener con su confesor.

Ella. — Padre, me acuso de haber pecado, mentalmen­te, contra la virtud.

El sacerdote. — ¿Qué virtud?

Ella. — Pero, Padre, contra la santa virtud, natural­mente.

El sacerdote, sin comprender. — ¿Quiere usted decir que ha pecado por falta de amor en sus relaciones con el prójimo?

Ella. — No se trata de esto, Padre. He tenido malos pensamientos.

El sacerdote. — ¿Quiere decir usted que la falta come­tida contra sus hermanos fue de pensamiento?

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Todavía duró un buen rato este diálogo de sordos. Ex­plico a la señorita que el sacerdote, sin duda, había que­rido hacerle comprender que la esencia de la religión cris­tiana no consiste en observar escrupulosamente la castidad, sino en irradiar el amor, cuyo depósito nos ha sido con­fiado por Dios. Tiempo perdido. La señorita X., además, no me oculta que, el sábado por la noche, después de con­fesarse, pasa horas enteras jugando al bridge mientras cri­tica al prójimo, empezando por su párroco, lo que no le impide arrodillarse, el domingo por la mañana, como un justo ante el comulgatorio. Pero si, por desgracia, durante la noche, un fugitivo deseo sexual atravesara su mente, no se atrevería a recibir la Eucaristía sin haberse confesado de nuevo.

Este comportamiento es demasiado frecuente para pa­sarlo por alto. No se trata desde luego de minimizar los pecados de la carne; pero, en todo caso, el cristianismo es algo muy distinto a una moral sexual. Y es que en reali­dad se insiste demasiado sobre esto, especialmente en el confesionario, de forma que la obsesión sexual, me pare­ce, es más frecuente entre las personas piadosas que entre las otras.

El otro día, me costó mucho convencer a una mujer casada de que no tenía que acusarse en confesión de ha­ber "encontrado satisfacción en el cumplimiento del deber conyugal". Pareció escandalizarse cuando le dije que este placer no era sólo un derecho, sino también parte integran­te del "deber conyugal". Para muchos, la idea de deber parece identificarse con la de trabajos forzados. Hablé de este caso a un sacerdote con gran experiencia en la direc­

ción de almas. Me dijo que, a pesar de todo, hoy, tales acusaciones se oyen raras veces en el confesonario, mien­tras que hace veinte años eran corrientes. El mérito de la progresiva liquidación de este "complejo" procedería, en gran parte, de la campaña realizada por el P. Violet, en favor de la mística conyugal.

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1943

9 de enero.

¿Por qué se permite, por qué los sacerdotes permiten a los mercaderes profanar el templo de Dios? ¿No está es­crito en el Evangelio que Jesús expulsó a latigazos de la casa de su Padre a los mercaderes, a los cambistas? ¿No leen los sacerdotes el Evangelio? ¿O están tan habituados a oírlo que éste ha perdido para ellos su fuerza revolucio­naria?

A la salida de todas las iglesias de Marsella, y he po­dido comprobar que a menudo es peor en otras partes, se venden diarios, imágenes —según dicen— de piedad, ro­sarios y toda clase de baratijas. Al sacerdote le toca su par­te, pero ni la pobre vendedora ni él se enriquecen. En cuan­to al valor apostólico de semejante comercio, sólo pueden creerlo los que ignoran las reacciones espontáneas de la gente. En Notre-Dame de-la-Garde, en la "Bonne Mere", como dicen los marselleses, es una auténtica feria, sobre todo los días de peregrinación.

Con excepción hecha de los curas de algunas parro­quias burguesas que reciben unos "honorarios" importan-

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tes, los sacerdotes de Marsella y de todo el sur son pobres, a menudo muy pobres. Conozco más de uno que no come lo suficiente cada día y que, no precisamente por avari­cia, sigue llevando durante años la misma sotana raída. En cuanto a su ropa, está a menudo en un estado tan lamen­table que a los mismos mendigos les daría vergüenza lle­varla.

Esta pobreza, esta miseria, no debe avergonzarles. Yo he visto cómo algunos militantes comunistas, para servir más eficazmente la causa de la revolución, aceptan volun­tariamente la pobreza y la prisión; ¿por qué los sacer­dotes de Cristo no han de hacer otro tanto? Además, es poco frecuente que ellos se quejen de su probeza; casi to­dos la soportan, si no con gusto, al menos con indiferen­cia. Los asuntos de dinero son los últimos que suscitan en cualquier reunión del clero; no conozco un solo sacerdote que haya reivindicado de su obispo o de su párroco un trato superior.

El ruido continuo del dinero en torno al altar me re­sulta inadmisible. Los primeros meses de mi sacerdocio, de­bía esforzarme mucho para no distraerme mientras cele­braba la Misa del domingo, a causa del tintineo ininte­rrumpido de la calderilla. Al iniciarse la ceremonia, pasa la sillera. Después del sermón, es el mismo cura quien tiende la bandeja, seguido del sacristán o de cualquier mo­naguillo, pidiendo la limosna para las "almas del purgato­rio". A veces, hay todavía una colecta especial y, a la sa­lida, las damas de la Liga, los Hijos de María o los es-cuts solicitan también un óbolo para sus obras respec­tivas.

En todas estas colectas se reúne poco dinero, tan poco

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que es ridículo. Pero no impide que se cree en torno de la Iglesia un complejo de dinero muy perjudicial para la repu­tación de la religión y de sus ministros. Se ve a los bue­nos padres de familia, al principio de la misa, distribuir entre sus hijos calderilla, a fin de que cada uno pueda echar algo en la bandeja. Se sentirían muy molestos si la dejaran pasar sin dar nada, incluso si ya habían entregado una buena limosna en la primera colecta. Por otra parte, si bien la mayoría de los sacerdotes jóvenes se esfuerzan por no reparar en lo que da cada uno, los sacristanes, por el contrario, no pueden menos que lanzar una mirada poco amistosa a los que no dan nada.

Esto provoca, incluso para los sacerdotes más necesita­dos, una reputación de hombres adinerados extremadamen­te perjudicial. Unos por falso pudor, otros por prejuicios burgueses, no hablan nunca de su verdadera situación ma­terial.

Los no practicantes, más que los otros, asocian la ima­gen del "cura" a la de la mano tendida, pero tendida no para el saludo fraternal, sino para la colecta. Entran rara­mente en una iglesia: únicamente con motivo de bautizos, entierros, bodas, primera comunión de sus hijos. Ahora bien, en estas ceremonias las colectas son más numerosas que de costumbre. Éstas se organizan a veces con una pueril ingeniosidad, por ejemplo, en la misa de bodas, pi­diendo a las damas de honor que se encarguen de ellas. Otras veces, en parroquias donde no hay más que un sacerdote, éste interrumpe la misa en el Credo para hacer la colecta, pues teme que los fieles sean menos generosos si la hace una dama o el presidente del círculo parroquial. Jóvenes sacerdotes con espíritu crítico cuentan casi con sa-

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tisfacción, como una buena anécdota, la historia de un cura "tradicionalista" anunciando la "colecta solemne en el curso de la cual será celebrada la Santa Misa". ¿Sienten ellos toda la tristeza que esta historia ocurrida en Marsella merece?

El padre P., joven sacerdote muy ferviente y deseoso de renovar el cristianismo, me contó el otro día que fue a visitar a una familia poco asidua a los oficios, para in­formarse acerca de la salud de un niño que desde hacía varios días no asistía al catecismo. Apenas la madre abrió la puerta, sin ni siquiera responder a su saludo, gritó a su marido situado en la habitación contigua: "Jules, es el cura para la ofrenda del culto." No sin esfuerzo el Pa­dre logró hacerle comprender que no estaba allí para la "ofrenda del culto", sino para una visita más importante. Al despedirse, casi tuvo que huir todavía para no aceptar el sobre que se le tendía: "Para sus obras", le dijeron; eu­femismo corriente, en los medios populares, cuando se quie­re dar dinero a un sacerdote.

¿No habría modo de cambiar estos usos? Imitando al cura de Saint-Alban de Lyon, algunos jóvenes sacerdotes tratan de hacerlo. Suprimen las colectas públicas, no pi­diendo nada a los que no tienen recursos, limitándose a los cristianos conscientes de las necesidades materiales de la parroquia. Tienen a los fieles rigurosamente al corriente de la situación económica de la parroquia. El método pare­ce dar excelentes resultados allí donde los sacerdotes han procurado formar unos cristianos auténticos, que, en con­secuencia, consideran que todo lo relativo a la Iglesia les incumbe tanto a ellos como al sacerdote.

Ayer hablé con un sacerdote particularmente atado a las

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"viejas reglas de juego". No hizo ninguna objeción cuando le dije el escándalo y el descrédito para la Iglesia que en­gendran estas colectas incesantes. Ni siquiera temía una disminución de los ingresos si el sacerdote remitía a los laicos el cuidado de buscar el dinero que se necesitaba para costear las necesidades parroquiales. En cambio, le pa­reció absolutamente inadmisible que los laicos, incluso se­leccionando los más dignos de confianza, estuvieran al co­rriente del modo de distribuir los ingresos parroquiales. Comprendí súbitamente cómo el clericalismo, más que la concupiscencia, dictaba ciertos comportamientos de un gran número de sacerdotes.

3 de marzo.

Suzon, Odile, Solange, Marie-Olga, Louis, Henri, Chris-tian, han venido juntos a verme. Son todos ellos estudian­tes universitarios que han militado durante algunos años en el movimiento de las juventudes estudiantes cristianas (J. E. C) . Desde hace algunos años, conozco a varios de esta asociación; venían a manifestarme sus inquietudes.

Ellos tomaron conciencia en la J. E. C. de lo que exi­ge un cristianismo auténticamente evangélico; su entusias­mo es algo más que un mero impulso pasajero. Pero ellos saben hasta qué punto es difícil, por no decir imposible, ser verdaderamente cristiano en su vida cotidiana.

Sus familias son generalmente cristianas, pero de una religión formalista. En la J. E. C. se espera de ellos que comuniquen el fuego sagrado a los más jóvenes; pero,

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¿dónde encontrar ellos mismos el alimento sólido, del que se sienten tan necesitados?

Hemos conversado algunas horas. No tengo ciertamente la presunción de creerme capacitado para proporcionarles el alimento espiritual, adecuado a un adulto, que ellos no logran encontrar ni en sus familias, ni en la parroquia, ni en sus círculos de estudio jecistas. Pero, ¿tengo derecho a insinuarles que su caso es insoluble?

Hemos decidido reunimos dentro de ocho días en mi casa. Algunos amigos suyos se les agregarán.

10 de marzo.

En esta primera reunión de la "Comunidad", éramos unos quince. Los jefes y jefas del movimiento escut, preo­cupados por idénticas inquietudes, acompañaban a los diri­gentes de la ]. E. C. Nosotros no queremos crear un "mo­vimiento" que se sume a los ya existentes, y menos aún, hacerles la competencia. Para evitar cualquier equívoco, se ha decidido que todos los miembros presentes y futuros de la "comunidad" sean obligatoriamente militantes de un mo­vimiento cristiano.

Entre nuestra pasada entrevista y esta reunión, la ma­yoría asistieron a una conferencia dada por mi amigo Paul Reuter, profesor en la Facultad de Derecho de Aix. En términos bastante velados, Reuter habló de los peli­gros y de las tentaciones que el nazismo hace correr a la humanidad en general y a los cristianos en particular. No sería nada sorprendente, dijo, que se acercasen días de grandes persecuciones. Y en caso de que no hubiera per-

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secuciones, la posibilidad de acomodación a una mística antievangélica no constituiría un peligro menos grave. Aho­ra bien, si el cristiano está solo, ¿cómo puede hacer frente a los perseguidores o resistir a las promesas seductoras de los falsos profetas? De ahí la necesidad urgente para los cristianos de agruparse en pequeñas comunidades fraternas.

Así nació nuestra decisión de constituir una comuni­dad. No había presidente ni secretario. Yo no seré el ca­pellán de la comunidad, sino simplemente su miembro-sacerdote, aportándoles los recursos de mi ministerio.

Nosotros, intelectuales, ¿podíamos ser cristianos sin cris­tianizar hasta el máximo nuestra inteligencia? Decidimos, pues, que la profundización de diversos problemas existen-ciales fuese uno de los objetivos fundamentales de la Co­munidad. No se trata de una vana especulación ni de círcu­los de estudio un poco más trabajados que los de las agru­paciones oficiales, sino de un esclarecimiento cristiano de los problemas reales que se plantean en la vida de la ciu­dad, de la familia, o en la de cada uno de nosotros indi­vidualmente.

Pero no sólo queremos poner en común nuestras peque­ñas o grandes luces intelectuales. Jean habló de reunir co­munitariamente el dinero de cada uno, lo cual parece muy poco eficaz de momento, dado que la mayoría de ellos sólo cuenta con una pequeña cantidad de dinero que se-manalmente recibe de los padres. Henri propuso la vida en común...

Confiando en que el Espíritu de Dios nos seguirá ilu­minando, vamos a esforzarnos en vivir unos y otros lo más cerca posible, en rezar juntos siempre que podamos, en au­nar nuestras aspiraciones y pensamientos, en reunimos a

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menudo y lo más fraternalmente posible. Una gran espe­ranza parece haber nacido en el corazón de todos estos jóvenes y, aunque soy el más viejo de todos, comparto plenamente su esperanza y su entusiasmo.

11 de marzo.

X, coronel retirado, es un hombre cumplidor, piadoso, terciario de Santo Domingo y presidente de muchas agru­paciones y obras. No sé por qué dichosa aberrración es especialista en la industria de indulgencias. Tal vez sería más exacto ver en él un coleccionador de indulgencias, pues pone al ganarlas la misma pasión ingenua que otros al coleccionar sellos, carteles u otras curiosidades.

Cada noche, el honrado coronel escribe en un gran li­bro de contabilidad las indulgencias que ha ganado, su na­turaleza, la duración de la "pena conmutada", etc. Al pie de cada página, hace la suma de los días, los meses, los años y las indulgencias plenarias, cantidad que pasa a la página siguiente. Recientemente tuvo la desgracia de mos­trar su libro al padre B., uno de estos dominicos de em­puje, que inmediatamente arrojó el libro de contabilidad al fuego de la chimenea. El coronel, sin comprender nada, se molestó.

Por mi parte, este caso de gazmoñería me ha permi­tido comprender mejor la campaña de un Lutero contra el tráfico de indulgencias que si hubiera leído las volumino­sas "historias" sobre la Reforma. Aún habrá que felicitarse de que, en nuestros días, las indulgencias sólo sean obje­to de colecciones, y no de tráfico. Si bien no ignoro las

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explicaciones de los teólogos acerca de este punto, no creo que, después de conocer el asunto del coronel, tenga de­seos todavía de "ganar" para mí unas indulgencias. Que el Señor juzgue por Sí mismo del valor y del uso de mis pobres plegarias.

25 de marzo.

Agustín, hijo de un gran industrial notoriamente cató­lico, me cuenta:

"Iba a salir de casa cuando me crucé con papá. Según su costumbre, me preguntó dónde iba. Al decirle que iba a ver al padre L., me declaró: "Escúchale atentamente cuando te hable del buen Dios y de la Virgen. Pero si te habla de cosas de este mundo, tápate los oídos."

Esto me confirma que gozo entre la buena sociedad marsellesa de una sólida reputación de revolucionario pe­ligroso. Sin embargo, dada la actividad de los espías de la milicia de Vichy y de la Gestapo alemana, me he esfor­zado en ser muy prudente al expresar mis opiniones polí­ticas y sociales. Sólo en la escuela de asistencia social, de la que soy profesor de sociología, hablo de estos asuntos. Pero incluso allí me remito siempre a las encíclicas ponti­ficias, cuando me refiero a las exigencias de la justicia so­cial o cuando explico las ventajas de la democracia sobre las demás formas de gobierno. Pero sé que soy muy mal diplomático, incapaz de disimular mis convicciones.

Con el padre de Agustín he sostenido algunas discu­siones muy corteses. Me he esforzado siempre en hacerle admitir que no basta con hacer el bien, sino también con-

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siderar el modo de hacerlo. Este industrial está, en efec­to, muy orgulloso de sus realizaciones sociales, pero se nie­ga radicalmente a comprender que, en lugar de asumir él mismo la tarea por intermediario de religiosos o de emplea­dos, debería confiar la gestión a los obreros. Él es pa­trón y quiere seguir siéndolo en el pleno sentido de la palabra.

Parece, sin embargo, que lo que me hace ser tildado en las "casas bien" de revolucionario no es tanto mis ideas "avanzadas" en materia de salarios o relativas a la gestión comunitaria de las empresas. Se me achaca sobre todo ha­ber favorecido el matrimonio entre una joven pertenecien­te a la alta aristocracia burguesa (la coalición de estos términos no es en Marsella de ningún modo abusiva) y un joven muy dotado intelectualmente y de una perfecta mo­ralidad, aunque hijo de un pequeño funcionario. En una velada mundana se había planteado muy seriamente si el partido comunista no me había "colocado" exprofeso en la Iglesia para que derrocara las bases mismas de la "familia cristiana".

Esta historia me hace pensar en otra que me contó, hace algunos años, un anciano sacerdote de Lyon, miem­bro de una de las grandes familias de sederos. Un primo suyo, cristiano ferviente y militante, se había casado con una muchacha animada como él de los mismos ideales es­pirituales. Constituían el perfecto matrimonio cristiano, tal como lo entendía por ejemplo el padre Violet. Pero no veía así las cosas la familia del joven. Rompió las relaciones con el joven matrimonio, y esto en nombre de los sacrosan­tos principios de la "familia cristiana", pues la desigualdad social, e incluso cristiana, podía implicar graves peligros...

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Lo más divertido de esta anécdota es que el hijo mayor y su mujer destacaban precisamente por su mediocre fideli­dad conyugal Esto no impedía, sin embargo, que los pa­dres siguieran tratándolos y defendieran que el matrimonio sólo debe celebrarse entre "personas del mismo medio".

Lo peor es que estos cristianos, sin duda muy atados a su religión, no logran sospechar nunca la perpetua confu­sión existente entre la verdadera moral cristiana y la que sólo resulta de los prejuicios de la clase burguesa.

3 de mayo.

El padre P., vicario en una de las parroquias más bur­guesas de la ciudad, se obstina desde hace varios domin­gos en conseguir que, durante la misa, en el momento del Padrenuestro —la plegaria legada por Jesucristo a sus dis­cípulos— todos los asistentes se den la mano con el fin de simbolizar la fraternidad cristiana. Esto podría parecer poca cosa. Sin embargo, y a pesar de la estima general de que goza el Padre, le cuesta mucho obtener lo que pide. La mayor parte de los fieles se contentan con tocar tímida­mente los dedos del vecino.

Y es que cada uno asiste a la misa para sí, en rigor, con y para unas gentes que le están naturalmente próxi­mas. Es cierto que el sacerdote dice, según la costumbre, a su auditorio: "Mis muy queridos hermanos"; pero este rico comerciante, allí en la tercera fila, no tiene el aire de considerar a su vecina, probablemente una humilde mujer de faenas, como a una hermana. Sólo el azar parece reu­nir bajo las bóvedas de una iglesia a quinientas personas.

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Cada vez veo con mayor claridad que una parroquia ac­tual se parece muy poco a las comunidades cristianas de los primeros siglos. El individualismo, que ha ocasionado tanto daño a la sociedad temporal, ha rajado también pe­ligrosamente los muros del redil que el Señor confió a Pedro.

Junto a los militantes comunistas, había experimentado antes el poder casi mágico del término "camarada". Al lla­marnos así, profesábamos nuestra común pertenencia a la gran milicia de la revolución. Una vez miembro de la Igle­sia cristiana, creí durante varios años que el sentimiento de fraternidad cristiana sería todavía mucho más realista. Hi­jos de un mismo Padre celestial, ¡qué unidos deberían sen­tirse los cristianos unos con otros! Y sin embargo...

20 de junio.

Después de algunos meses de existencia, nuestra peque­ña Comunidad empieza a tomar forma. Con toda seguri­dad, hay entre nosotros unos lazos más fuertes que los que existen entre un grupo de camaradas, o de amigos, y aun entre un equipo de militantes. El P. Roger, que asistió el otro día en calidad de invitado a nuestra comida semanal, me dijo que había sentido la presencia de un alma común, la acción tangible del Espíritu de Dios sobre cada uno, pero sobre todo sobre el conjunto.

Sin embargo, no hacemos nada extraordinario. Nos reu­nimos, generalmente, en mi casa, una noche cada semana. Cada uno trae algunas viandas, que se reparten entre to­dos; se come, se habla alegremente. Después, el encargado

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de ello hace la exposición del problema que habíamos creí­do necesario profundizar. Al abrirse la discusión, unos in­tervienen con ardor y otros a menudo permanecen calla­dos; pero esto no impide que todos participen con igual seriedad en la búsqueda. Antes de separarnos, recitamos juntos el oficio litúrgico de las Completas. Cada sábado por la mañana, todos asisten a mi misa; y, después, tomamos juntos el desayuno.

Parece que nuestros encuentros han contribuido a fo­mentar el verdadero espíritu comunitario. A veces salimos el sábado por la noche, pernoctamos en alguna casa de campo perteneciente a los padres de cualquiera de ellos, y pasamos el domingo en la montaña. Las largas veladas, la plegaria en la paz de la noche campestre, la misa ce­lebrada sobre el altar portátil en un bello paisaje, todo esto contribuye a crear el "clima" favorable para la eclosión del espíritu comunitario. Otras veces, salimos el domingo por la mañana, pero entonces regresamos bien entrada la noche.

Algunas personas prudentes me han puesto en guardia contra los peligros y las tentaciones de un grupo en el que muchachos y muchachas viven en una gran intimidad es­piritual. Sin atreverme a pronosticar el futuro, puedo decir que, hasta el presente, la más perfecta pureza reina en la comunidad. Nunca hasta ahora he advertido la mínima pa­labra, el menor gesto que se prestase al equívoco. Pero pa­rece incluso como si la tentación del "flirteo" no acechase aquí a nadie. Y es que, desconozco por qué gracia o por qué milagro, nuestras relaciones han sido desde el princi­pio de una gran simplicidad, auténticamente fraternales. Y, además, el estilo de nuestra vida comunitaria ha acen-

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tuado lo que en cada uno de nosotros hay de mejor, de más noble.

No obstante, no me extrañaría que de las reuniones co­munitarias surgieran futuros matrimonios. Y, Dios mío, ¿por qué me iba a entristecer? Además, entre los primeros miem­bros, muchos eran parejas de novios ya constituidas.

5 de agosto.

Me ha parecido conveniente ausentarme de Marsella. Ha habido algunas detenciones de amigos míos por parte de los alemanes y bastantes registros. Me he ido, por al­gunas semanas, a R., población situada en el macizo de Ardéche.

Me quedé primero cuarenta y ocho horas en la peque­ña ciudad de Saint-Agréve, cabeza de partido. Para tele­fonear, entré en el primer café que encontré. Sólo más tarde pude saber por qué mi entrada había causado el efecto de una bomba. ¡Era un café protestante y yo iba con sotana! En Saint-Agréve, cuya población se reparte aproximadamente mitad por mitad entre católicos y pro­testantes, no existe ninguna relación entre los cristianos de ambas confesiones. Cada una tiene sus propios colmados, sus propios cafés, sus propios peluqueros, sus propias es­cuelas. No se saludan, porque no se conocen, o porque hacen como si no se conocieran.

R. es un pueblo 100 fé católico. Ayer, domingo, la igle­sia estaba llena durante todas las misas y el cura me dijo que esto ocurre siempre. Sería necesario aquí, en efecto, mucho valor, un menosprecio total del qué dirán, para no

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ir a misa e incluso a vísperas. Pero me ha sorprendido com­probar que rara vez los fieles seguían la misa en un misal. Unos pasan con paciencia las cuentas de su rosario, otros, visiblemente, están distraídos "esperando que termine", en expresión de Claudel. Ninguna reacción visible en los ros­tros durante mi sermón. Es posible que no sea capaz de hablar a estos campesinos de una manera lo suficientemente concreta y viva, tal como Cristo dio magníficos ejemplos.

El sábado por la tarde, con motivo de haberse ausen­tado el cura del pueblo, la afluencia en mi confesonario fue muy grande. Ellos quisieron aprovechar, para descar­gar su conciencia, la presencia de un sacerdote desconoci­do, que ignoraba toda la vida de la comarca. Constituye una ilusión frecuente en muchos cristianos creer que sus pecados son excepcionales y susceptibles de atraer de una forma particular la atención del sacerdote. El penitente teme que, después de haber echado una mirada sobre el estado de su alma, el sacerdote lo menosprecie. Es por esta razón que, en las ciudades, dirigentes y encargadas de obras parroquiales, en contacto más personal con el sacer­dote, no se confiesen casi nunca con él. Aquí en R., lejos de cualquier otra iglesia, donde tales comodidades no exis­ten, se aprovecha la estancia de cualquier sacerdote de paso en la comarca. Y sin embargo, estas historias de adul­terio, de pequeñas rapiñas a un vecino, de mentiras, de la carne comida un viernes, son en todas partes las mismas...

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7 de agosto.

La gente de R. está muy orgullosa del "alto nivel mo­ral" de su parroquia. Hace algunos días que estoy aquí y se me ha hecho saber lo menos diez veces que, en todo el pueblo, sólo dos muchachas son ya madres. En realidad los actos que pueden transformar a las muchachas en ma­dres son algo más frecuentes. Pero al no mostrarse públi­camente, la moralidad sigue intacta. Y, sobre todo, el orgu­llo reprobable con que se habla de las dos muchachas ma­dres, hace que a nadie esto le parezca reprobable para la moralidad. Los gazmoños parecen querer justiticar el pan-sexualismo del doctor Freud.

8 de agosto.

No dejo escapar ninguna ocasión para hablar con los "indígenas". Si es necesario, provoco tales ocasiones. Este mundo, bastante rudimentario, es en efecto nuevo para mí. Algunos rasgos, que en las ciudades se encuentran velados o desfigurados, por las reglas de las conveniencias sociales, están aquí visibles en su estado puro.

Los viejos no se muestran contentos de las nuevas gene­raciones. Esto no es evidentemente una novedad; pero los motivos alegados son, al menos para mí, inesperados: "No son católicos más que de nombre", dicen los ancianos re­firiéndose a los jóvenes.

A dos kilómetros de R., pueblo 100% católico, en la parte baja de la pendiente, se halla N., pueblo protestante. Se diría que varios centenares de kilómetros separan los

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dos pueblos, por la mutua ignorancia en que viven sus ha­bitantes. Cuando se encuentran en la carretera o en el mer­cado del centro comarcal, no se saludan; actúan como si no se conociesen. No se registra ningún matrimonio entre jó­venes de uno y otro pueblo. Ninguna colaboración. Me han dicho que, hace algunos años, con motivo del incendio que asoló numerosas granjas de R., ningún habitante de N. acudió en su socorro. Sin embargo, ya se sabe hasta qué punto es exigente el código de honor entre los campe­sinos. Por otra parte, la gente de R. hubiera obrado de la misma manera^

En nuestros días, con todo, la guerra religiosa entre los dos pueblos sólo se traduce en estas formas "pasivas", y justamente de esto se quejan los viejos. Ellos me cuentan que, "en sus tiempos", cada sábado por la noche, después de haber descorchado varias botellas, los jóvenes de R. des­cendían al pueblo "hugonote", con palos y piedras. ¡Con qué gozo me cuentan los detalles de las batallas pintores­cas que sostuvieron "a la gloria de la Santísima Virgen y de la verdadera religión"! Pero otras veces reconocen hu­mildemente que eran ellos quienes se veían reducidos a la defensiva, pues la juventud hugonote no era menos beli­cosa.

10 de agosto.

Me han hablado tanto de la hostilidad entre católicos y protestantes de la región que he creído un deber hacer una visita al pastor de N. Él apenas podía ocultar su asom­bro. Pero, sobre todo, los feligreses se han mostrado in-

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quietos al ver, por primera vez que ellos recuerden, a una "sotana" entrar en su presbiterio. Hasta que he salido, no han dejado de espiar ante la puerta, dispuestos a intervenir en caso de necesidad. Para ellos, que un "papista" desee sólo males a su pastor es la evidencia misma. Ellos pare­cen ignorar todo el movimiento ecuménico, las relaciones de sincera amistad que reinan a menudo, en las ciudades, entre cristianos de confesiones diferentes. Aquí las guerras de religión están lejos de pertenecer sólo al pasado.

12 de agosto.

Gran sorpresa para mí que juzgaba muy severamente la religión de las gentes del campo, preguntándome incluso si la superstición no desplazaba casi totalmente a la fe.

El párroco se ha ausentado por algunos días y me ha pedido que le reemplazase en caso de urgencia. Muy pron­to, me vinieron a buscar para asistir a una moribunda que vive en una aldea a tres o cuatro kilómetros de la iglesia. Siguiendo las costumbres de la región, me revestí del ro­quete y de la estola, tomé el copón y me puse en cami­no, precedido de un muchacho que llevaba el farol y ha­cía sonar la campanilla. Llovía a cántaros. No obstante, los habitantes de todas las granjas que se encontraban en nuestro camino salían de sus casas y se arrodillaban en el barro para adorar al Cristo eucarístico. Había algo de grandioso y de conmovedor en esta actitud ancestral de piedad. El sacerdote sentía más profundamente que les lle­vaba a Dios.

Una vez junto a la moribunda, una anciana de setenta

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y cinco años, supuse que ella tendría miedo a la muerte, que era mi deber "levantarle la moral". Traté de conven­cerla, pues, de que su mal no era tal vez demasiado grave, que tendría la suerte de poderse levantar dentro de algunas semanas. Con gran estupefacción por mi parte, la anciana me respondió: "Padre, ¿por qué se empeña en dis­minuir mi alegría? Soy ya vieja y desde hace mucho tiem­po enferma... He trabajado y he sufrido mucho... Cuando pienso que esta misma noche estaré con Jesús, con la San­tísima Virgen, con mis padres y mis hijos que se fueron... ¡qué felicidad!" Y me hablaba del cielo, no como objeto de una apuesta, sino como de una realidad tan bien co­nocida como el patio de su granja. Sin embargo, esta cam­pesina, lo mismo que sus vecinos y vecinas, no tenía nin­gún conocimiento de teología. Su religión había consistido en rezar rosarios, mientras fregaba los platos u ordeñaba las vacas, en hacer quemar unos cirios ante la estatua de la Virgen o la de San Antonio.

He salido con lágrimas en los ojos, emocionado por la sinceridad y la profundidad de la fe de esta agonizante. ¡Qué poca cosa son nuestras discusiones de intelectuales en comparación con una fe simple y operante!

1 20 de agosto.

Aquí, en las montañas de Ardéche, los párrocos son se­veros. No se contentan con predicar el Evangelio y admi­nistrar los sacramentos: se creen todavía "guardianes de la moralidad pública". Y generalmente hacen esta misión de guardián de un modo más bien policíaco.

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En B., aproximadamente a veinticinco kilómetros de R., expuse ayer mi asombro de ver tan pocos jóvenes en la iglesia y en las granjas. He aquí la explicación que me dio el maestro:

"El párroco no admite en el pueblo ni las sesiones de cine ni los bailes... Hace algunos años trajeron un cine am­bulante, como ocurre en otros pueblos de la región. Pero el párroco, en su plática, amenzazó con la condenación eterna al que se atreviera a frecuentar un lugar de perdi­ción como es, según él, un cine. A excepción de unos pocos, nadie se arriesgó, no tanto tal vez por miedo al in­fierno como porque sabían muy bien que alguna beata vigilaría la entrada de la sala y que, al domingo siguiente, el párroco desde el pulpito, denunciaría nomínalmente a los 'pecadores". Y obró así, en efecto, con aquellos de quienes le dijeron que habían ido al baile de un pueblo vecino. Por tanto, nunca podría celebrarse un baile entre nosotros... Los jóvenes se aburrían. Cuando se les ofrece la posibilidad, ellos ingresan en la policía, en los P. T. T , o simplemente buscan un contrato en las fábricas. De ahí que los pueblos — el nuestro no es un caso aislado — se va­cían de juventud..."

¿Exageraba el maestro? Por si acaso, hablé con pru­dencia de este asunto al mismo párroco. Desgraciadamen­te, su obstinación en considerar cualquier diversión como ocasión de pecado me ha convencido de que las cosas de­ben ocurrir aproximadamente tal como me las han contado.

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23 de agosto.

Los papas y los teólogos no cesan de repetir que la plegaria cristiana por excelencia es el santo sacrificio de la misa. Es Cristo en persona quien se ofrece, quien diri­ge la plegaria. Sin embargo, parece que los párrocos de esta región no estén persuadidos de ello.

Después de haber celebrado la misa más o menos apre­suradamente, de haber leído desde el pulpito a toda pri­sa los nombres de los difuntos de la parroquia por los cuales se debe rogar, después de haber hablado menos de Dios durante el sermón que de las colectas o del "maris­cal", tras el Ite missa est, el párroco desciende del altar, se vuelve hacia los fieles y proclama: "Y ahora, hermanos míos, vamos a rezar." Y entonces rezan no sé cuántos pa­drenuestros y avemarias por el Santo Padre, por el bien­amado mariscal, por los benefactores de la parroquia. En estas condiciones, no es sorprendente que los fieles se dedi­quen a rezar el rosario durante la misa.

Pero estaba equivocado al creer que los párrocos eran los responsables de este atentado a la dignidad de la misa. ¡Acabo de enterarme que ellos obran rigurosamente según las prescripciones episcopales!

5 de octubre.

Nosotros, "resistentes", nos esforzamos en hacer com­prender a los obispos el grave problema de conciencia que sus consignas originan entre algunos seminaristas y jóve­nes de Acción Católica. El gobierno de Vichy exhorta a

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los jóvenes a no eludir las órdenes alemanas de trabajo obligatorio en las fábricas de guerra del Gran Reich. A ex­cepción de Monseñor Saliége, el animoso arzobispo de Toulouse, y de algunos otros, casi todos los obipos han dado la consigna de "obedecer al poder legítimo". ¡Inclu­so los seminaristas interrumpen sus estudios para fabricar cañones en Alemania!

En vano tratamos de convencer a los obispos de que un gobierno tan poco libre de su voluntad no debería ser con­siderado como "legítimo", que la orden del S. T. O. pro­cede del ocupante y no comporta, por tanto, ningún de­ber de obediencia. ¿Cómo estos hombres, generalmente de una gran experiencia en las cosas referentes a Dios, pue­den ser tan ignorantes de las realidades tocantes a este mundo?

El otro día fui a ver a Monseñor D. y le insistí en el hecho de que la gente cada día es menos favorable a la colaboración con Alemania, a la vez que se convence de su inevitable derrota. Él no quiso creerme, afirmando que está muy bien informado de lo que pasa y de lo que se piensa. ¿Quién le informará? ¿Sus bondadosos vicarios, de los cuales el más joven tiene setenta años, y que además se deben informar por boca de sus gobernantes?

La escisión entre la jerarquía eclesiástica y el mundo es sin duda la causa principal del retraso con que vive la Iglesia los acontecimientos. Desde luego no se trata sola­mente de lo que afecta a la actual situación política, sino también a los problemas del apostolado, de la angustia es­piritual del mundo. El cardenal Gerlier, para sustraerse a la influencia de los allegados que no hacen más que adu­larle, tomó la decisión, hace dos o tres años, de invitar

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periódicamente a su mesa no sólo a los sacerdotes plena­mente consagrados a su labor pastoral y con el suficiente valor para decirle la verdad, sino igualmente a los fieles laicos. No sé qué resultado habrá dado esta experiencia. En las cinco o seis diócesis del Sur con las que estoy en relación no se ha intentado nada parecido.

3 de noviembre.

Cuando se piensa en la concepción que los obispos tie­nen de la obediencia al poder legítimo y a las reacciones espontáneamente conservadoras del mundo católico, resul­ta todavía más admirable que tantos sacerdotes jóvenes y jóvenes católicos se comprometan en el combate clandes­tino de la resistencia. Monseñor D. lo adivina, al menos parcialmente. Hace algunos días, reprendió con bastante severidad al padre F. por haber expresado con excesiva franqueza su "gaullismo" en una reunión de las damas de la "Liga". Pero el obispo, aunque desaprobando los com­promisos de los sacerdotes en la resistencia, es demasiado sobrenatural para imponer en nombre de la disciplina ecle­siástica sus propias convicciones políticas.

4 de noviembre.

Lo que más me repugna en las gentes piadosas es su espíritu de delación. ¿Un sacerdote se ha expresado un poco libremente, en casa de unos amigos, acerca de sus superiores, ha criticado ciertos usos y costumbres? Casi

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siempre hay alguien dispuesto a llevar sus palabras — a menudo deformándolas — al obispo o al vicario general.

Estoy en excelentes relaciones con la directora de la es­cuela del Servicio Social donde soy profesor. Esto no le impide denunciar al obispo cualquier paradoja, cualquier idea no conformista que yo deje escapar en mis clases. La semana última, al hablar de la especulación capitalista, ex­puse el ejemplo del armador que vende, vuelve a comprar, revende el barco mientras éste atraviesa apaciblemente el océano. Parece que mi ejemplo había tocado de cerca a una alta personalidad católica de la ciudad. Lo primero que ha hecho la directora fue advertir al obispo de mi nueva infracción contra las leyes de las conveniencias so­ciales.

Lo peor es que los delatores creen sinceramente obrar a la mayor gloria de Dios, por el bien de las almas, y par­ticularmente por el bien del sacerdote al que denuncian. ¡Esto es camuflar el mal que se hace bajo una aparien­cia de bien! Los marxistas sin duda exageran al no con­siderar más que lo que es objetivamente verdadero. Pero el subjetivismo de los católicos me parece, en todo caso, igualmente monstruoso.

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1944

3 de marzo.

Una amiga me habló del padre V., como apto para prestar, en la diócesis de A., ciertos servicios a la resis­tencia y a los maquis que se están organizando. He ido a visitarle. Y he aquí que me encuentro ante el caso de ma­yor angustia sacerdotal que jamás había visto.

Ordenado hace dos años, le encargaron, a los veintitrés años, una pequeña parroquia campesina, en plena región protestante. De los trescientos católicos de la parroquia, apenas treinta — y entre éstos sólo un hombre— asisten a la misa dominical; durante la semana, el párroco cele­bra la misa solo en una iglesia fría en invierno. No hay nadie en todo el pueblo con el que pueda intercambiar ideas. Los hombres cultos son aquí poco numerosos, a ex­cepción de los dos maestros y del médico que, ferozmente anticlericales, rechazan todo contacto con el sacerdote. Ha llegado a pasar semanas enteras sin poder entablar relacio­nes realmente humanas.

Es cierto que hay otros sacerdotes en la región Pero la parroquia más próxima está a doce kilómetros, y la sa-

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lud demasiado frágil del padre V. no le permite hacer el trayecto en bicicleta. Y, por otra parte, su pobreza es de­masiado grande para que pueda invitar a alguien en su casa.

En resumen, encontré al padre V. en un terrible esta­do de tensión nerviosa, desanimado, pesimista. ¿Qué hacer?

En los movimientos de resistencia, se prepara, para des­pués de la liberación, la "depuración" de las administra­ciones del Estado. ¿Qué hacer para depurar la administra­ción de la Iglesia de Cristo?

4 de marzo.

He creído que era mi deber escribir al obispo acerca del padre V. para ponerle al corriente de la situación de este joven y generoso sacerdote. Pero no tengo ninguna es­peranza de que mi gestión dé resultados prácticos.

8 de abril.

Desde hace mucho no he hablado, en este "Diario", de la Comunidad. Ésta sigue en pie y de una manera cada vez más intensa. Debemos ser actualmente más de una treintena. Los más jóvenes constituyen la "Pequeña Comu­nidad", la cual sólo se reúne con la "Grande" en las mi­sas y a veces también en las salidas de los fines de semana.

Los miembros de la Comunidad están cada vez más dispuestos a llevar su compromiso hasta el final. Desde hace un año, muchos han dejado de ser estudiantes: su

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principal empeño es ahora vivir su vida de adulto no se­gún los criterios habituales de la ganancia y del oportu­nismo social, sino de acuerdo con las posibilidades que tal o cual situación ofrece para un verdadero testimonio cris­tiano. Algunos de más edad, ya profesionalmente compro­metidos, han venido a engrosar nuestras filas. Su preocu­pación dominante no es, en principio, del todo diferente de la de los "jóvenes". F. es industrial: él se pregunta y pregunta a los hermanos y hermanas de la Comunidad, cómo puede serlo en el espíritu de su grupo. Y. es ban­quero, P. ingeniero: ellos son también conscientes de que un nuevo estilo se impone en el ejercicio de su profesión.

Ayer, viernes santo, todos los miembros de la Comuni­dad se habían citado por la mañana al pie de la colina de Notre-Dame-de-la-Garde. J. había fabricado con dos ma­deros una gran cruz que los hombres llevaban por turnos. Mientras meditábamos las estaciones del Vía Crucis subía­mos la cuesta que conduce a la basílica de la Buena Ma­dre. Durante los rezos todos se arrodillaban en la calle; la subida era acompañada de cantos.

Desde todas las ventanas, los curiosos se entretenían con el espectáculo de este Vía Crucis insólito. Sin embar­go, un detalle significativo: no fuimos objeto de burlas o insultos. Observé incluso que algunos barrenderos se qui­taban la gorra al cruzarse con nosotros. Pienso que si la gente se ha sentido más impresionada que divertida es por­que los penitentes no eran viejas beatas (¡uno se ha ha­bituado tanto a verlas "representar" la religión!), sino mu­chachos y muchachas. Y había en su comportamiento una seriedad, una solemnidad viril que debía conmover incluso a los indiferentes, y aun a los adversarios.

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Ciertamente, nos tildarán de ser espectaculares —"de escándalo", se dirá. Pero, ¿cómo sacudir la espantosa iner­cia del mundo?

15 de agosto.

La noticia del desembarco aliado de Saint-Tropez me sorprende en el santuario de Notre-Dame-de-Lumiére, en la región de Vaucluse. Lo anuncio con profunda emoción a los jóvenes que están conmigo. Ahora no dudo de que el fin de la guerra se aproxima, pero creo mi deber decir también que en las próximas semanas nos aguardan mu­chas penas y muchos sufrimientos.

17 de agosto.

Estoy en A., cabeza de partido. El barón de R., in­dustrial e importante personalidad católica de la ciudad, me invita a su mesa. Yo no lo conozco, pero una de sus hijas fue antes alumna mía.

No necesité mucho tiempo para comprender que no fue precisamente por simpatía personal que el señor de R. me invitó a su casa. Partidario convencido del mariscal, siguió siempre con un celo más bien excesivo las consignas epis­copales de "obediencia al poder legítimo". En su fábrica trabajaban sobre todo mujeres, pero esto no le impidió con­tribuir activamente a la mística del S. T. O. Si él se en­teraba que el marido, el hijo y aun el hermano de alguna de las operarías se había negado a ir a trabajar a Alema-

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nia, no dudaba en licenciarla sin la menor piedad. Pero ahora tiene miedo. Ya su hermano que había obrado poco más o menos como él acaba de ser arrestado y él sabe muy bien que los tribunales de los maquis no simpatizan con los "colaboracionistas". Espera que yo podré hacer algo por él y trata de convencerme que él obró de buena fe por el bien de la Iglesia y de la patria. No lo dudo. ¿Pero es que acaso la estupidez puede excusar el crimen?

Lo más triste es que el señor de R. no constituye un caso aislado. Hemos de trabajar mucho para impedir a los comunistas que el día de mañana presenten a la Iglesia de Francia como la principal cómplice del gobierno de abdicación y de colaboración. Afortunadamente, existe to­davía un P. Chaillet, un André Mandouze, un P. Maydieu, un Georges Bidault y sobre todo el incomparable arzobis­po de Toulouse. En estos años desventurados sólo ellos y algunos otros sacerdotes y laicos han sabido salvar el ho­nor de la Iglesia.

19 de agosto.

Esta mañana ha tenido lugar una curiosa ceremonia en la prefectura. El representante de los maquis ha nombrado a un inspector como responsable de la liberación del de­partamento. El número de maquis presentes en la ceremo­nia era verdaderamente impresionante. ¿Qué milagro ha obrado esta multiplicación? Antes del 15 de julio el grupo de maquis en este sector estaba constituido escasamente por algunas decenas de hombres, la mayor parte refracta­rios al S. T. O. Hoy casi todos los jóvenes de la comar-

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ca, particularmente los comunistas y los que antes se ha­bían manifestado como ardientes partidarios del mariscal, lucen el brazal tricolor. Si los lanzamientos de armas por paracaídas apenas sirvieron a los verdaderos maquis, se ve que al menos sirvieron para algo: todos estos neorresistentes están armados, y bien armados, con ametralladoras ingle­sas o americanas.

Mientras estoy sumido en estas amargas reflexiones, el nuevo prefecto arenga a la muchedumbre reunida. Súbita­mente, un rumor se difunde: " ¡ Los alemanes vuelven!" En menos de dos segundos, la plaza se vacía. El prefecto y el comité de liberación desaparecen del estrado. Unos, en­tre los maquis, se ocultan a toda prisa en sus casas o en las de sus amigos, en tanto que la mayoría se marcha co­rriendo hacia las colinas de los alrededores. Sienten tanto miedo, que arrojan las armas que obstruyen su paso o les comprometen a la calle o por encima del vallado de los huertos. Con las muchachas que me acompañan, soy el úl­timo en evacuar la plaza de la prefectura.

De pronto se me ocurre una idea. Ayer encontré al jefe escut de la ciudad, director de una escuela libre. El pobre muchacho temía por su futuro, es decir, por su vida. Él también se había dejado seducir por la "revolución nacio­nal" y había dado la orden a los escuts de responder a su "deber de cristiano" de dar buen ejemplo y, por tanto, de ir a trabajar a Alemania. Corro en su busca. Reunimos las armas tiradas y las ocultamos en un cobertizo de la escue­la. Los pseudorresistentes podrán acusarle más tarde: yo seré testigo de que él ha prestado un servicio insigne a la resistencia.

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Apenas hemos terminado nuestro trabajo, llegan los pri­meros soldados... americanos. Habrá que proceder desde esta noche a la restitución de las armas.

3 de septiembre.

Hasta esta mañana no he regresado a Marsella. La ciu­dad acaba de ser liberada. Veo un tanque alemán destrui­do justo delante de la quinta del obispo.

La situación de Monseñor es comprometida. A pesar de las advertencias que le han prodigado los sacerdotes re­sistentes, creyó que era su deber asistir a los funerales de Philippe Henriot, ministro de Vichy, ejecutado por la re­sistencia. Él ha pronunciado incluso la oración fúnebre. Co­munistas y socialistas que tienen mucha mano en el comi­té de liberación lo toman como pretexto para erigir, si no su arresto, al menos su destitución. El arzobispo de Aix ha sido obligado a presentar su dimisión y ningún sacer­dote resistente ha tomado su defensa. En Marsella, la si­tuación no es del todo idéntica. Los sacerdotes resistentes atestiguan que nunca el obispo adoptó sanciones por su cuenta; que si bien los desaprobaba, no dudó en cubrir con su autoridad a los sacerdotes que tenían dificultades con la policía.

Nosotros aconsejamos, pues, a Monseñor que no asista al Te Deum de la liberación y que no salga por el mo­mento de su casa. De aquí a algunos días, las cosas serán más fáciles de arreglar.

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3 de diciembre.

Sólo han pasado tres meses de la liberación y la gue­rra no ha terminado todavía. La mayor parte de los hom­bres de nuestra "Comunidad" han sido movilizados. Y he aquí que se reanudan ya las viejas rivalidades intestinas.

Durante los últimos meses de la ocupación nazi, dis­cutíamos mucho acerca de las instituciones que daríamos a la Francia liberada. No estábamos siempre de acuerdo. Unos preferían un régimen autoritario, de inspiración cris­tiana, más o menos semejante al que Salazar instituyó en Portugal. Otros, por el contrario, se manifestaban con en­tusiasmo por una democracia socialista. En un punto, sin embargo, el acuerdo era completo: en ningún caso se vol­vería a las aguas estancadas de la "república de los cama-radas". Por poco entusiastas que fuéramos por la revolu­ción nacional de Vichy, ninguno lamentaba el fallecimien­to de la Tercera República.

Nosotros teníamos contactos frecuentes con la juven­tud perteneciente a otras familias espirituales. No sin pla­cer comprobábamos que no sólo los comunistas, sino tam­bién los socialistas y otros resistentes compartían nuestra voluntad de renovación. Ciertamente, por lo que afecta a los comunistas, yo sabía muy bien en qué tipo de re­novación ellos soñaban. Pero había otras muchas...

¿Cómo habíamos de dudar que el día de mañana Fran­cia sería un país libre con hombres libres, un país donde se aunarían la justicia y la fraternidad? Es cierto que en Londres, y más tarde en Argelia, los generales ambiciosos y los viejos políticos se agitaban, intrigaban según la me­jor tradición de esta caricatura de democracia, cuya muer-

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te definitiva deseábamos. Pero nos creíamos lo suficiente­mente fuertes para impedir el envenenamiento de la "Fran­cia nueva".

Regreso de mi primer viaje a París después de la libe­ración. Estaba contento, los primeros días de ver que hom­bres jóvenes y limpios ocupaban gran número de cargos en el gobierno. He visto de nuevo a mi amigo T., ahora ministro, pero siempre con el mismo entusiasmo de antes, cuando la resistencia, muy decidido a transformar desde la base las costumbres políticas del país.

Por desgracia, mi alegría ha durado poco. Escasamente he tenido acceso a las altas esferas, pero lo que he podido ver ha sido suficiente para convencerme de que era pre­ciso todavía trabajar mucho para que el país quedara libe­rado no sólo de la ocupación nazi, sino también de un pasado político responsable de esa ocupación. Por todas partes, los viejos politiqueros que se creían definitivamen­te olvidados vuelven a la superficie, decididos a no esperar mucho para volver a medrar a su gusto.

Incluso aquí, en Marsella, se reanudan las querellas y las rivalidades. Se acabó con la fraternidad de antes. Los comunistas ahogan al Frente Nacional y a todas las de­más organizaciones creadas de común acuerdo en la clan­destinidad. Los mismos socialistas no parecen pensar más que en los cargos y en las prebendas. ¿Qué papel hacen en todo esto los cristianos? ¿Están dispuestos a liquidar su viejo espíritu partidista por el que, según he podido comprobar, han salido tan lamentablemente perjudicados?

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4 de diciembre.

Durante los años terribles de la ocupación, todos mis hermanos cristianos, que habían rehusado tanto la resigna­ción pasiva como la colaboración, estaban firmemente de­cididos a impedir que, en la Francia liberada, los cristia­nos permanecieran por más tiempo tras los muros de su enclaustración moral. ¿No se achacaba a la masa de los católicos el haber obstaculizado puerilmente a la república y al inevitable y necesario progreso social, favoreciendo así el fracaso de la democracia francesa?

Ellos criticaron por principio la república y la democra­cia. Es cierto que hubo Marc Sagnier y el Sillón, la Se­manas Sociales y el dinámico movimiento del catolicismo social. Pero la masa católica no los siguió. Ésta miraba hacia atrás, soñaba en un retorno a la Edad Media y se dejaba conducir por falsos profetas como Maurras.

A pesar de los buenos propósitos hechos antes, pare­ce como si el complejo de enclaustración estuviera terri­blemente anclado en el inconsciente católico. Sólo se sien­ten seguros encerrados en sus cuatro paredes; están con­vencidos de antemano de que los otros son más fuertes o más astutos y de que, para no ser contaminados, lo me­jor es evitar todo contacto con los "no creyentes".

Somos muchos, entre los cristianos de "izquierdas", los que deseamos la fusión, en el plano político, con todos los demás progresistas. En los grupos de maquis, en los campos de prisioneros y deportados, habíamos tenido mil veces ocasión de comprobar que, por nuestras ideas sobre la organización de la ciudad temporal, nos hallábamos mu­cho más cercanos de estos progresistas ateos que de la

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mayoría de nuestros correligionarios, demasiado neurótica­mente ligados a las viejas estructuras sociales.

Ciertamente, no he compartido la ilusión de aquellos entre mis amigos que creían y creen aún posible una co­laboración franca y leal con los comunistas. Los conozco muy de cerca. Sin duda alguna, el Frente Nacional, el Co­mité de escritores, etc., no son en su espíritu unos lugares de encuentro entre hombres que estarían de acuerdo sobre ciertos puntos concretos, pero que podrían guardar su au­tonomía. Ellos no ven allí más que un medio de enrolar a los no comunistas bajo el estandarte de su partido y, eventualmente, de prepararlos para su entrada en él. ¿Có­mo iba a ser de otro modo si todo comunista está conven­cido de estar en posesión de una suerte de verdad reve­lada — o en todo caso de verdad absoluta—, en materia de organización social, económica, política? Su posición en los movimientos comunes de la izquierda es en cierto modo similar a la de la mayor parte de los católicos que rezan por la unidad de las Iglesias y no conciben esta uni­dad más que como una absorción de las otras comunida­des cristianas.

Pero están los socialistas, sobre todo los de la joven generación. Hay también numerosas personas sin filiación política definida que han descubierto en la lucha por la liberación un sentido a su vida y que, como nosotros, están convencidos de que no serviría mucho haber expul­sado al invasor si no se emprendía una auténtica renova­ción. ¿Por qué no formar todos juntos un poderoso mo­vimiento laborista, inspirado en las mejores tradiciones del socialismo mediterráneo? Ya que estamos convencidos de que la revolución social constituye una necesidad históri-

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ca, ¿por qué hemos de esperar a que la lleven a cabo los adeptos al totalitarismo estaliniano?

Se nos objeta el ateísmo de los socialistas y de la ma­yor parte de los progresistas. Este «ateísmo existe. Pero ¿es que esto no ha de impedir trabajar juntos en el plano de la ciudad temporal?

No voy a establecer en la vida del cristiano dos domi­nios incomunicados entre sí, de los cuales el primero, in­formado por la fe, sólo se ocuparía de las cosas del cielo, mientras el segundo, fundado sobre unas convicciones po­líticas, se encargaría de las terrenas. Una dicotomía seme­jante no sería nada existencial. La hemos criticado dema­siado en los cristianos "tradicionalistas" para sentirnos aho­ra atraídos por ella. El cristiano debe comprometerse en la construcción de la ciudad de los hombres con lo mejor de él mismo, y por tanto con la fe. Pero, en el plan de la praxis, ¿no podemos trabajar unidos con aquellos que, ciertamente, no creen en el cielo, pero están también dis­puestos a dar lo mejor de ellos mismos para hacer la tie­rra más hermosa y habitable?

Yo he tratado mucho con socialistas de la nueva ge­neración. Ellos se sienten tan extraños al viejo anticleri­calismo de su partido como nosotros ante el clericalismo de antaño. Entonces, ¿por qué no hemos de movilizar nues­tras energías comunes al servicio de una gran causa de li­beración y de elección humana sobre la que nuestro acuerdo es casi perfecto? El laborismo francés tendría mu­chas posibilidades de encabezar la revolución, no sólo en Francia sino también en la Europa libre. El laborismo in­glés, por el contrario, ha caído excesivamente en el confor-

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mismo para que pueda hoy desempeñar este papel galva­nizador.

Según Jas noticias que me llegan, parece que el Vati­cano y el episcopado francés van a pedir de los antiguos dirigentes del catolicismo social y de la democracia popu­lar que creen un partido confesional, más o menos pareci­do al de los partidos católicos de Bélgica, de Holanda, de Alemania. Se teme que los católicos, afiliados en un partido de izquierda y laico, se dejen influenciar y resul­ten incapaces de defender los "intereses superiores" de la religión. Naturalmente, no se hacen las mismas considera­ciones cuando se trata de cristianos pertenecientes a parti­dos de derechas, aunque éstos, no menos que el posible partido laborista, carezcan de un carácter específicamente religioso y cuenten entre sus principales dirigentes a nu­merosos ateos e incluso a francmasones. ¿Se quiere enclaus­trar de nuevo lo más vivo que hoy existe en la Iglesia de Francia?

18 de diciembre.

La autoridad eclesiástica me ha reprendido severamente por haberme pronunciado, durante una reunión, contra la reaparición del sindicalismo cristiano, en favor de un sin­dicalismo democrático no confesional.

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3 de marzo.

Desde la liberación, la preocupación dominante de los católicos de vanguardia parece ser la posibilidad de cola­borar con los comunistas. Por el contrario, sólo un peque­ño número ha sido sensible a los proyectos de un frente común con la izquierda liberal, socialista. ¿Será verdad que, más o menos inconscientemente, los mejores entre los ca­tólicos sienten que hay un cierto parentesco de estructura entre la Iglesia y el partido comunista? El dogmatismo, el culto al jefe, la estricta disciplina son, en efecto, comu­nes a ambos. Pero me parece que hay aún algo más.

La nueva generación de católicos ha tomado dolorosa-mente conciencia del funesto retraso de los cristianos en lo relativo a la evolución general de la humanidad. Ellos quisieran recuperar el tiempo perdido. Por parecerles el movimiento comunista más "avanzado" que ningún otro, temen que un día, si se separan de él, merezan el mismo reproche que ellos dirigen tan a menudo a sus mayores.

De ahí que constantemente se me invite a hablar del comunismo, sea en reuniones públicas, sea en reuniones de

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militantes de Acción Católica, sea incluso en sesiones de vicarios de diversos movimientos.

Yo no creo en la posibilidad de una colaboración leal con los comunistas. Los métodos que ellos emplean y los objetivos que persiguen están hasta tal punto en las antí­podas de lo que constituye la esencia del humanismo cris­tiano, que es casi imposible hacerse cómplice de los pri­meros sin traicionar al segundo. Pero también me esfuerzo por evitar las consecuencias nefastas de una actitud pura­mente negativa a este respecto. No creo en las promesas del partido, pero no puedo menos que reconocer cuanto hay de muy grande y puro en las aspiraciones de las ma­sas que se adhieren a este partido. A menudo cito la frase de Nicolás Berdiaeff: "El comunismo testimonia el deber no cumplido del cristianismo". Por esto todas las invencio­nes de la propaganda para contrarrestar su influencia cre­ciente sobre las masas son de una absoluta puerilidad. Si el comunismo me parece un mal para el pueblo, no es porque sea demasiado revolucionario, sino todo lo contra­rio, porque no lo es lo suficiente. El único medio, para los cristianos, de salir del dilema, comunista o conserva­dor, consiste en ser ellos mismos más revolucionarios que los comunistas. No se trata de hacerles la competencia, sino de cumplir la misión de fermento del mundo, tal como Cristo encargó a sus discípulos.

9 de mayo.

Henri representa a las juventudes católicas de Marse­lla en el seno del comité de la U. J. R. F. Él está en

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muy buenas relaciones con el presidente —comunista — del organismo; siente por él una franca amistad y no tie­ne ningún motivo para dudar de que no sean sinceros tam­bién los sentimientos de amistad y de estima que el otro le profesa.

Ahora bien, hace algunos días, el camarada presidente dejó de convocarle ex profeso a una reunión, en la cual el comité debía decidir algo que Henri, en su calidad de cristiano, no podía aprobar. Ha sido preciso explicar a Henri que un comportamiento semejante, inadmisible des­de el punto de vista de la moral cristiana, es perfectamente normal para un comunista. Para éste, todo, incluida la amistad, está condicionado a los intereses exclusivos del partido. Esto no es evidentemente una razón para hacer­nos dudar de la sinceridad del amigo comunista, pero debe ayudarnos a comprender hasta qué punto se presenta de­licada la colaboración con él.

16 de mayo.

En una reciente reunión de los vicarios de movimien­tos católicos obreros, he sido invitado para hablar sobre la actitud que los cristianos deberían tomar en el caso de una victoria comunista en Francia. Muchos, en efecto, ad­miten la eventualidad de una victoria semejante y, por mi parte, no creo tampoco que pueda ser excluida de an­temano.

Especificando que se trataba de una opinión rigurosa­mente personal, manifesté que no deberíamos boicotear al nuevo régimen, ni mostrar inmediatamente contra él nues-

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tra hostilidad. Deberíamos comportarnos siguiendo los mis­mos principios que la Iglesia establece en relación con otros regímenes políticos. Nos pondríamos con todas nues­tras fuerzas al servicio del bien común de la sociedad, en tanto que rehusábamos simplemente lo que estuviera en contradicción manifiesta con nuestra conciencia de cristia­nos. Es evidente que una situación semejante resulta di­fícil. ¿Pero no es siempre y necesariamente delicada la si­tuación del cristiano en el mundo? Cualquiera que sea el régimen político, nunca será perfectamente cristiano. ¿Por qué hemos de hacer una excepción con el comunismo y decretar de antemano que por ningún medio podremos cumplir nuestra misión de testimonio de Cristo en el mundo?

Los vicarios de los movimientos obreros tienen la cos­tumbre de considerar las cosas de la ciudad temporal bajo el mismo ángulo que yo, y nuestro acuerdo fue pues com­pleto. Pero no parece que todo el mundo haya compren­dido perfectamente de qué se trataba.

En efecto, por una vía indirecta supe que corre el ru­mor, en los medios eclesiásticos del sur, de que "Roma", por intermedio mío, había dado a los sacerdotes la con­signa de no luchar contra el comunismo. Se ha hecho de mí, pues, un portavoz oficioso del Vaticano. Sin embargo, yo nunca tuve la intención de "dar una consigna", ni de recomendar a nadie que no luchase contra el comunismo. Soy demasiado consciente del peligro que éste hace correr a la Iglesia y a la humanidad para no recomendar una actitud diametralmente opuesta a la que se me atribuye. En la reunión de los vicarios, se trataba simplemente de

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considerar la posible toma del poder por los comunistas, a pesar de nuestra oposición activa.

7 de junio.

André M. es un curioso "fenómeno". Joven profesor de la universidad, antiguo secretario general de la J. E. C , durante los años de la resistencia se comportó con un va­lor que frisaba en la temeridad. En 1940, él fue quien organizó el "alboroto" de los estudiantes de Lyon contra la presentación, en un cine de la ciudad, del film nazi El judío Suss. En la Facultad, no se esforzaba tampoco en disimular su opinión sobre el régimen de Vichy y su esperanza en la victoria aliada. El papel que desempeñó en la fundación y difusión de Témoignage Chrétien hizo de él una suerte de héroe cristiano de la resistencia. Lo más asombroso es que, a pesar de su menosprecio cons­tante por toda medida de prudencia, haya podido escapar durante cuatro años a las garras de la milicia y de la Gestapo.

Durante todos estos años, trató de convencer a los obis­pos y a las demás autoridades eclesiásticas del error enor­me que cometían al aceptar los favores acordados por Vichy y dar al régimen su apoyo moral. Ahora, aprovecha siempre la ocasión para recordarles su falta.

Hace ocho días, André participó en un mitin que tuvo lugar en G. En el banquete que le siguió después, el obis­po ocupaba la presidencia y distribuía elogios a los "cris­tianos resistentes". En el brindis, André le recordó bru­talmente, sin duda demasiado brutalmente, ciertas pastora-

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les que el mismo obispo había dedicado antes a glorificar la revolución nacional y al mariscal y las severas sancio­nes que había tomado contra un sacerdote gaullista.

Ayer, encontrándose en presencia del arzobispo de M., André gritó con voz de profeta: "Monseñor, humillaos y reconoced vuestros errores. Si algunos de vuestros hijos, sacerdotes y laicos, no hubieran tenido el suficiente ánimo para desobedeceros durante cuatro años en lugar de seguir los dictados de su conciencia, ni vos ni la mayor parte de la jerarquía ocuparíais actualmente el palacio episcopal."

Hay en este apostrofe algo de chocante para el que sólo está acostumbrado al ceremonioso lenguaje eclesiásti­co. Pero, en el fondo, André tiene razón y tal vez no sea malo que, por una vez, un laico militante diga la verdad a la jerarquía de la Iglesia.

16 de agosto.

No soy demasiado partidario de las peregrinaciones. Esto se debe sin duda a mi condición de converso, nun­ca a gusto del todo en las manifestaciones públicas de la fe católica. Pero en cuanto al espectáculo dado por Lour­des y otros famosos centros de peregrinación, se debe tam­bién a otra causa. El escandaloso tráfico que allí se de­sarrolla es capaz de dar nauseas al hombre menos sensi­ble. Sé perfectamente que no es la Iglesia quien saca los pingües beneficios de semejante tráfico. Pero, ¿por qué lo tolera? Ciertamente, ella podría expulsar del templo a los mercaderes, e incluso de los alrededores del templo, si se empeñara. Además, he podido comprobar a menudo que,

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al menos en las regiones soleadas del Sur, las peregrina­ciones y otras manifestaciones religiosas de este orden cons­tituyen para muchos el medio de costearse a un precio módico una buena conciencia. Porque han ido a Lourdes, porque han cantado unas preces a la "Buena Madre", por­que se han pasado la noche velando ante las reliquias de tal o cual santo famoso, se creen reconciliados con Dios. Los vicarios de Acción Católica, deseosos sobre todo de la integración del cristianismo en la vida social, recono­cen unánimemente el daño que estas manifestaciones es­pectaculares hacen a su labor.

Si consentí en ir a La Salette, con algunos amigos, no fue tanto en calidad de peregrino de Nuestra Señora como en la de admirador de León Bloy. Se sabe la devoción muy particular que el gran escritor inconformista sentía por Nuestra Señora de La Salette. Cada verano, son muchos los que, directa o indirectamente en deuda con León Bloy, de cuanto verdadero hay en su fe, van a La Salette. ¿Por qué no iba a hacer yo como ellos?

Durante mis años de preparación sacerdotal, cuando estaba muy desanimado por un cierto formalismo religio­so, por la aridez de cierta enseñanza teológica, en la obra de León Bloy —en La mujer pobre, El Desesperado, pero también en su Diario — encontré fuerzas para continuar. Los verdaderos discípulos de Léon Bloy que he podido conocer pertenecen, en mi opinión, a la fracción más viva de la Iglesia de Francia. ¿No es esto suficiente para jus­tificar mi peregrinación?

Ésta no me ha decepcionado. Como paraje, La Salette es incomparablemente mejor que Lourdes. La ascensión a la colina, a pesar de la puesta en servicio, a partir del

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pueblo de Corps, de una especie de tractor, exige de los peregrinos un gran esfuerzo. Tal vez en parte por esta razón el turismo no ha profanado todavía el santuario. Pero, sobre todo, el tráfico de objetos "piadosos" se lleva a cabo en una escala modesta y de una forma tan dis­creta que pasa casi inadvertido. Atraíido por Léon Bloy, fue a Nuestra Señora a quien encontré. Y pienso que soy demasiado severo al enjuiciar Lourdes y las peregrinaciones en general, pues habrá cristianos sin duda que allí encon­trarán a Dios, a pesar de los mercaderes.

18 de agosto.

Después de Nuestra Señora de La Salette, pasamos por la Gran Cartuja. Pienso volver otro día, por lo que no voy a contar hoy lo que he podido observar de los hijos de san Bruno.

Me ha impresionado particularmente — y a esto se li­mitan por el momento mis consideraciones— la extraordi­naria magnificencia del paisaje alpino. Subimos por Voiron y descendimos por Saint-Pierre. Yo he visto, a lo largo de mis numerosos viajes por el mundo, muchos paisajes her­mosos; pero ninguno puede compararse con el de la Car­tuja. ¡Y fue en este paraje único donde se fundó la más austera de todas las Órdenes religiosas católicas!

Esto me hace pensar en el hecho de que la mayor par­te de los antiguos monasterios se encuentran entre paisajes grandiosos. No parece probable que por un puro azar los santos fundadores los prefirieran a otros lugares más mo­destos. ¡Cómo han deformado las piadosas e insípidas "vi-

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das" de santos su verdadero aspecto, presentándolos indi­ferentes, y aun hostiles, a cuanto de hermoso hay en la tierra, fijos los ojos únicamente en los esplendores del cie­lo! Además, el Evangelio atestigua que Jesús tampoco era insensible a las bellezas de la creación. Para que las per­sonas piadosas considerasen la tierra como un "valle de lá­grimas" y se creyesen obligados a gozar lo menos posible de sus tesoros, fue preciso pasar por la Reforma, la Contra­rreforma y el jansenismo, cuyos vestigios todavía no han desaparecido del inconsciente de muchos cristianos y cuya inspiración es incontestablemente más pagana que cristia­na. Desde luego, no debemos convertirnos en unos adora­dores de la tierra, pero sí en sus admiradores, pues ella es el espejo donde se refleja el amor inefable de Dios.

20 de octubre.

Gran mitin en un cine de Arles, organizado conjunta­mente por Témoignage Chrétien y el Frente Nacional. El doctor R. y M- G. hablan en nombre de este último; Hen-ri T. y yo por Témoignage Chrétien. La inmensa sala está abarrotada: según unos amigos de Arles, alrededor de un tercio de católicos y dos tercios de comunistas y de filo-comunistas.

El mitin ha sido organizado bajo el signo de la unión, de la fraternidad de la resistencia. El doctor R., muy há­bilmente, trata de convencer a los católicos de que no tienen por qué temer una colaboración íntima con los co­munistas. Henri habla de las aspiraciones revolucionarias de los jóvenes cristianos, en tanto que, por mi parte, ex-

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preso las dudas y las vacilaciones de los católicos frente a la mano tendida de los comunistas. A pesar de la vo­luntad de diálogo que anima a los dirigentes, los asisten­tes no parecen dispuestos a olvidar sus viejas querellas. Se nota claramente que escuchan a los oradores de un modo partidista. Sea quien sea el portavoz del Frente Na­cional, aplauden los dos tercios de la sala y silba el ter­cio católico. Este último aprueba con gritos y aplausos todo lo que decimos nosotros, Henri y yo mismo, mientras los comunistas gritan y silban por principio.

Mi exposición no resulta del todo grata al hábil por­tavoz del Frente Nacional. A pesar de mi esfuerzo por matizar lo que digo, el simple hecho de que yo vea en el ateísmo comunista un obstáculo importante para que los cristianos colaboren con él, con vistas al triunfo de la re­volución, le parece un deseo de boicotear los objetivos precisos que los comunistas de Arles quisieran realizar con la ayuda de los cristianos. Él toma, pues, de nuevo la pa­labra para "probar" que el comunismo es únicamente ateo porque la Iglesia se encuentra de parte de los explotado­res y de los reaccionarios, de forma que los cristianos sin­ceramente progresistas no encontrarían ninguna dificultad para vivir su fe en el seno del partido comunista, ni tam­poco en ios cuadros de un Estado comunista. Los espa­ñoles rojos, que parecen ser numerosos en la sala, aducen repetidas veces y con gran apasionamiento unas bendicio­nes que el Papa habría enviado al general Franco.

Yo sé que la argumentación del doctor R. no dejará insensibles a muchos jóvenes cristianos. Incluso un mucha­cho tan sólidamente formado como Henri casi comparte el mismo punto de vista "histórico" sobre el ateísmo de los

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comunistas, y el joven sacerdote, en cuya casa cené, ex­presa una opinión análoga. Así pues, me toca a mí demos­trar que no es sólo por motivos sociológicos y políticos por lo que el comunismo se muestra hostil al cristianismo, sino que el ateísmo le es radicalmente inseparable.

Afortunadamente, llevaba en mi cartera una serie de citas de Stalin y de Lenin sobre el ateísmo. Aprovecho, pues, para atacar al doctor R. en nombre de los mismos pontífices del comunismo. Le acuso de desfigurar la doc­trina de sus maestros, de ser un "hereje". La asistencia se muestra desorientada. En varias ocasiones, me aplauden los comunistas, mientras los cristianos no saben visible­mente qué actitud tomar. Unos y otros conocen demasiado mal el marxismo para poder seguir el diálogo que se de­sarrolla sobre el tablado entre el doctor R. y yo. Ellos tienen únicamente la impresión de que soy yo quien de­fiendo el marxismo leninista ateo y materialista contra el desviacionismo de R.

El mitin termina en plena confusión y el doctor R. está furioso contra mí.

21 de octubre.

El obispo me ha convocado. ¡Por la mañana temprano la prefectura le habrá puesto en antecedentes de mi adhe­sión pública al partido comunista ayer por la noche en Arles! Le explico el malentendido y nos reímos los dos de la estupidez de los esbirros.

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9 de marzo.

Una bomba acaba de estallar en las aguas estancadas de Marsella. El dominico y estibador Jacques L. logró con­vencer a Monseñor de la necesidad de una experiencia pastoral que no fuera solamente misión de algunos indi­viduos trabajando por su propia iniciativa, más o menos tolerados por sus superiores eclesiásticos, sino de un equipo oficialmente establecido y trabajando dentro de los cuadros parroquiales.

El obispo ha encomendado a un grupo la vasta parro­quia obreja de Saint-Louis, situada en el arrabal. Para em­pezar, lo forman cinco sacerdotes. El padre Jean G. hace de párroco, pero nadie ignora que el promotor es el P. Jacques.

Una de las ideas motrices del P. Jacques es terminar con la tradicional (?) separación entre sacerdotes secula­res y religiosos y entre religiosos de diversas órdenes. Ha­biendo ingresado tarde en el sacerdocio, él sabe, en efec­to, por experiencia personal, hasta qué punto perjudican la

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catolicidad de la Iglesia las querellas mezquinas y la com­petencia pueril y desleal, aún frecuente entre las diversas fracciones del clero. ¿Cómo dar crédito a la predicación de la caridad evangélica, cuando los hombres pertenecien­tes a una misma Iglesia se muestran tan mezquinamente sectarios? Jacques quiere que, en la misión de Marsella, actúen fraternalmente unidos, y sin estar subordinados unos a los otros, seculares, dominicos, jesuítas, franciscanos, et­cétera.

Un anuncio da a conocer a los habitantes de Saint-Louis el comienzo de la misión. "Los cinco sacerdotes que se han instalado entre vosotros no os piden vuestro dinero. No constituyen la quinta columna de la reacción capitalista. Por amor hacia Dios y hacia vosotros han ve­nido a compartir vuestras preocupaciones y vuestras espe­ranzas, a ponerse con un desinterés total a vuestro servi­cio '. Sigue una breve biografía de cada sacerdote: "Jean G., hijo de obreros... Jacques L., antiguo abogado, se dio a la buena vida hasta los veintisiete años..."

La acogida que ha dispensado a los misioneros la po­blación proletaria de Saint-Louis ha sido muy favorable. No se puede decir lo mismo de la mayor parte de los quinientos practicantes de la parroquia, pertenecientes casi todos ellos a la pequeña burguesía, pero muy atados a un cierto confort espiritual y poco partidarios de las "revolu­ciones", sobre todo cuando transforman la religión. Las reacciones del clero de Marsella son, en su conjunto, ne­tamente hostiles. Los sacerdotes de la misión son acusa­dos de querer "dar una lección a sus colegas". Porque suprimen las múltiples colectas en los oficios, así como las "clases" de bodas y de entierros, se da a entender que

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sostienen intenciones inconfesables, etc. Acusan al P. Jac­ques de vanidad por haberse "dado a la buena vida". Sin embargo, la extraordinaria modestia del apóstol de los es­tibadores y de los traperos debiera ser conocida por todos...

Pentecostés.

La "Comunidad" acampa en Riboux, entre un paisaje muy hermoso y muy típico de los Alpes provenzales, al pie de la cadena de Sainte-Baume. Por algunos días, so­mos los únicos habitantes de este pueblecito, desde hace algún tiempo abandonado por sus antiguos habitantes a causa de que no hay agua en los pozos durante la mayor parte del año. Las casas están vacías y sólo sirven de refu­gio a las bestias y a los pájaros. No se abre la pequeña iglesia desde hace mucho tiempo. El agua no falta en esta estación y nosotros montamos nuestras tiendas en el prado.

El gozo, la apacible alegría de todos estos jóvenes que acampan conmigo son indescriptibles. Incluso la más mun­dana, la más vanidosa y coqueta de las muchachas se com­porta aquí de un modo simple, muy cercano a la natura­leza. Nos levantamos temprano. Después de arreglarnos, la campana de la iglesia, reparada por uno de nuestros com­pañeros que es ingeniero, nos congrega para la misa. Re­zos en común, sesiones de estudio, pequeños trabajos ma­teriales, paseos y, por la noche, fuego de campamento, lle­nan sin monotonía nuestros días.

Medio en serio, medio en broma, unos y otros hablan con pesar de la obligación de reanudar, próximamente, su vida de todos los días, donde les es muy difícil evitar

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todo compromiso con cuanto hay de malo y de impuro en el mundo. Ellos quisieran establecerse para siempre en Ri-boux, vivir de manera permanente en esta perfecta comu­nión fraternal. Colette, hija de un rico industrial, acaba de ofrecerme su dote para comprar el pueblo de Riboux.

Yo entro con gusto en el juego. A mí tampoco me repugnaría vivir para siempre en tan bella y cálida amis­tad. Además, sabemos que numerosas experiencias comuni­tarias son hechas actualmente en Francia por cristianos cu­yas aspiraciones son parecidas a las nuestras. Nada, en prin­cipio, podría impedirnos hacer lo mismo que tantos otros y decir definitivamente adiós a la agitación de las ciudades. En los tres años de vida de nuestra Comunidad, he­mos convivido innumerables horas de alegría profunda. Nuestros campamentos, peregrinaciones, reuniones han constituido ensayos de lo que nosotros consideramos nues­tra auténtica vida. Nos costaría mucho esfuerzo reempren­der nuestras actividades en el seno de un mundo tan poco conforme a nuestro ideal de vida cristiana. Estudiamos jun­tos, profunda y seriamente, la nostalgia que ocultaba las bromas de tantos de nosotros.

Es evidente que, hace dos años, ninguno de nosotros experimentaba el deseo de retirarse del mundo. Pensába­mos entonces en la vida comunitaria, pero la concebíamos en medio de la gran ciudad, mezclados plenamente en ella. En 1943-1944, la Francia de la liberación que columbrá­bamos nos parecía muy hermosa. Pero, desgraciadamente, dos años han bastado para decepcionarnos. Ya nadie cree que estemos en vísperas de una gran y verdadera revolu­ción a la cual los jóvenes cristianos tengan algo esencial que aportar. Los mayores entre nosotros tienen que hacer

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frente a las mil dificultades de la vida cotidiana. Los más jóvenes, resistir a esta locura de goce y de placeres que pierde a la juventud. ¡Cómo se induce al error cuando se afirma que el sufrimiento ennoblece al hombre! Después de varios años de privaciones y de angustias, los jóvenes franceses tienen una prisa febril por recuperar el tiempo perdido, por gozar doblemente, triplemente. Nuestros jó­venes hermanos y hermanas de la Comunidad temen no ser lo suficientemente fuertes para resistir la avalancha; y de ahí su deseo de partir, de romper con un mundo tan poco conforme a su ideal. La Comunidad les parece como un refugio.

Esta toma de conciencia de nuestra necesidad de eva­sión basta para hacernos renunciar a esta nostalgia de la vida simple y fraternal que podríamos llevar en Riboux.

Además, es probable que, si hubiéramos concebido se­riamente la realización de este proyecto, nos hubiera pa­recido imposible. Los lazos que unen a la mayor parte de nosotros con el mundo son, desde luego, más fuertes de lo que nosotros quisiéramos reconocer. Pero sobre todo, en la Comunidad, hemos hablado tantas veces de nuestro de­ber de estar presentes en el mundo que no podríamos eva­dirnos sin un sentimiento agudo de traición.

14 de junio.

En el número especial de Témoignage Chrétien sobre el comunismo, bajo el título "¿Pero dónde están los revo­lucionarios?", he criticado violentamente el oportunismo del partido comunista. Si nosotros no podemos adherirnos a

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este partido, escribo, no es porque nos parezca demasiado revolucionario, sino porque basta un poco de clarividen­cia para comprobar que el partido comunista es en el fon­do irremediablemente reaccionario. Desde luego los comu­nistas sólo quieren hacer la revolución para adueñarse del poder. ¿Pero qué interés puede tener para el pueblo tra­bajador el saber que en el palacio Matignon está Maurice Thorez o Jacques Duelos en lugar de Paul Ramadier o el general de Gaulle? Sólo la revolución que aporte a los hombres más libertad y más alegría puede tener un interés positivo. Ahora bien, el partido comunista, tanto y más que los otros, es hostil a una revolución semejante.

A Mounier no le gusta mi forma de presentar las co­sas. En una nota de Esprit me trata muy duramente, con­sidera mi actitud poco seria, "pueril". Sin embargo, él tam­poco está decidido a entrar en el partido comunista. Entre los cristianos de izquierda, Mounier es de los pocos que no se adhirió, en 1944, ni al Frente Nacional ni a nin­gún otro engañabobos de los comunistas. Esto no impide que todo anticomunismo, incluso un anticomunismo tan poco agresivo y reaccionario como el mío, le parezca ne­fasto y sospechoso. Él cree ferozmente en la revolución y no ve cómo se podría esperar y alcanzarla sin la inmen­sa energía revolucionaria acumulada por el comunismo.

Éste es, efectivamente, el drama de todos los progre­sistas, particularmente de los progresistas cristianos. Por­que, ¿cómo ignorar el monstruoso totalitarismo del comu­nismo estalianiano? ¿Cómo no reprobar los torcidos vira­jes tácticos del partido comunista francés? Y, sin embargo, la única clase social auténticamente revolucionaria, la clase obrera, está con este partido. Se puede uno lamentar. Se

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puede hacer de ello responsable a la agitación marxista, a la traición del clero, a la oclusión de la Iglesia y de la burguesía conservadora. Pero lo que cuenta es el carácter evidente del hecho. Es imposible hoy ser anticomunista sin divorciarse del proletariado revolucionario.

Prisioneros de este dilema, los progresistas no toleran ninguna crítica pública del comunismo. Algunos — Mou­nier no es de éstos— sólo ven una solución: que los cris­tianos cooperen con los comunistas para hacer la revolu­ción, aplazando provisionalmente todas sus críticas contra el materialismo ateo. Una vez establecido el estado socia­lista, se esforzarán por bautizar el comunismo. No tienen en cuenta el riguroso dogmatismo de éste, el cual no ad­mite compartir la verdad, no tolera ninguna oposición, nin­guna crítica procedente de otra concepción del mundo que no sea la marxista-leninista.

Por mi parte, estoy convencido de que, ciertamente, en el mundo de hoy, no existe ningún medio de hacer la re­volución sin que la clase obrera desempeñe el papel di­rigente. Pero estoy persuadido también de que el único medio de "conseguir" la revolución consiste en la ruptura del proletariado con el comunismo. Nuestro compromiso de trabajar en esta ruptura nos hace evidentemente retrasar la fecha de la revolución, y esto es muy lamentable. Pero, ¿para qué serviría la pseudorrevolución comunista? Ésta no liberaría al hombre de su servidumbre en relación a las fuerzas de producción, ni elevaría la dignidad del tra­bajador.

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17 de octubre.

De paso por E., donde he dado algunas conferencias, me entero de la conversión al protestantismo del padre P., antes vicario general de Acción Católica. No contentán­dose con dejar el hábito, P. se prepara para ser pastor de la Iglesia protestante.

Si bien la emoción es muy grande en todos los me­dios católicos de la ciudad, si muchos están turbados has­ta lo más profundo de su conciencia religiosa, ¿no es culpa, al menos parcialmente, de un cierto modo de presen­tar la "verdadera religión"? En el catecismo y en la pre­dicación se hace sólo hincapié en el aspecto objetivo de la verdad religiosa. ¡Cuántos católicos están persuadidos de buena fe de que todo hombre inteligente y honesto tie­ne que ser católico! Si todos los hombres no lo son, es porque no conocen la verdadera religión, o porque son de­masiado débiles para aceptar las exigencias que se les im­ponen. ¡Cuántas veces, desde que soy católico, se me escu­cha con escepticismo e incompresión cuando afirmo que los militantes comunistas van, en su mayoría, de "buena fe"! No se habla lo suficiente del aspecto subjetivo de la fe, de la parte preponderante que la afectividad tiene en el acto de la fe. Se dice, ciertamente, que la fe es un acto de voluntad, pero se trata de una voluntad racional. Los móviles oscuros e inexplicables de la certidumbre re­ligiosa paiecen completamente ignorados.

¡Qué claro y simple sería todo, para los católicos de E. y para las autoridades eclesiásticas, si fuera posible afir­mar con cierta verosimilitud que el padre P. había col­gado los hábitos porque las obligaciones del estado sacer-

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dotal resultaban demasiado pesadas para él, o porque ha­bía en su vida una "mujer fatal". En este caso, se le cri­ticaría severamente, ningún "buen católico" le saludaría, incluso no hablarían de él sus amigos de antes. Pero se le concedería cierta indulgencia por sus "debilidades hu­manas". Y, sobre todo, los católicos tendrían la concien­cia tranquila, no se les plantearía ningún problema desa­gradable.

Ahora bien, los más severos censores no encuentran nada reprochable en la vida privada del padre P. Su pie­dad es unánimemente reconocida como ejemplar, sus cos­tumbres como irreprochables Él no se ha casado al romper con la Iglesia. Esto es, para los buenos católicos, mo­tivo de perplejidad.

Yo me esfuerzo para que, los que me hablan de él, se interroguen acerca de sus propias responsabilidades, de las responsabilidades colectivas como católicos de E., en la apostasía de este sacerdote notable. ¿No fueron sus aco­modamientos con la verdad evangélica, su sequedad de alma, su formalismo farisaico, quienes lograron desanimar­le, y le impulsaron a romper con los suyos, con una reli­gión que él había vivido siempre con fervor?

Al proponer a los católicos de E. este examen de con­ciencia, no pretendo de ningún modo justificar al após­tata; ya sería bastante lograr comprender al hombre. Pero es preciso que el mundo católico llegue a comprender que, si no se convierte en tanto que cuerpo social, cier­tos católicos fervientes se sentirán cada vez más impul­sados a abandonar la Iglesia o, al menos, a situarse sis­temáticamente al margen de sus correligionarios, como ocurre tantas veces.

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La historia del padre P. me hace pensar en la del jo­ven párroco de la diócesis de A. que conocí en 1944. En­fermo, pobre, considerando que su arzobispo no se preo­cupaba por él, el padre V. se marchó finalmente con una muchacha del pueblo y se casó con ella. Parece que los fariseos se lavan las manos, ya que para ellos el párroco colgó los hábitos por "asunto de faldas".

Yo seguí de cerca las luchas y los debates íntimos del padre V. La muchacha con quien se casó no fue la causa de su ruptura, sino simplemente la ocasión de salir de una angustia que ya se le hacía insoportable. Lo más tris­te es que la mediocridad de la mujer no le permitió tam­poco "realizarse" en un plano estrictamente humano.

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8 de febrero.

Jeannette, hija de músicos y ella misma músico de ta­lento, fue jocista y, después, "hermana de San Francisco". Su sed de absoluto, su deseo de perfección cristiana en la autodesposesión han ido creciendo desde hace unos años. Como le parecía difícil la perfecta imitación de Cristo en el mundo, ella pidió, por consejo de su director espiritual, ser admitida en las Clarisas de C.

La pobreza de las hijas de santa Clara no le da mie­do, porque desde hace algunos años conoce la pobreza tan­to más dura —porque es sin esperanza y sin abertura a la eternidad — del subproletariado. Jeannette está dispuesta a consagrar allí su vida. Pero la maestra de novicias le pide que no piense más en el mundo y en sus miserias, que sólo se ocupe de su propia salvación, de su perfec­ción personal. Con la mejor voluntad, Jeannette no lo lo­gra. Desde que descubrió a Cristo, no ha pensado más en ella. Lo único que cuenta, se trate de la acción o de la plegaria, son los demás, todos los hermanos y herma-

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ñas que no conocen todavía el Mensaje o que una orga­nización social escandalosamente injusta les impide com­prender que Dios les ama. En la J. O. C , se trata el nar­cisismo religioso con un justo desprecio.

Tras varias semanas de esfuerzos intensos para olvidar el mundo y para interesarse en su propia salvación, Jean-nette se encuentra en un estado insoportable de tensión nerviosa. Falta poco para que las buenas hermanas la to­men por una "poseída". Temiendo lo peor, ellas ponen gen­tilmente a Jeannette en la puerta del monasterio.

« » »

Esta "historia" ocurrió hace dos años. Me viene hoy a la memoria porque acabo de tener una larga conversa­ción con algunas superioras de conventos. Todas ellas se quejan de la poca generosidad de las jóvenes cristianas de hoy, particularmente de las que han sido formadas por los movimientos de Acción Católica. Ellas atribuyen a esta falta de generosidad el número siempre decreciente de las vocaciones religiosas, hasta el punto de que muchas con­gregaciones se encuentran amenazadas de extinción. Yo me esfuerzo por hacerles comprender que la insuficiencia de las vocaciones tiene tal vez otras causas que nos remiten a la incomprensión, por parte de las Órdenes, de la psi­cología de las mejores entre las jóvenes cristianas de hoy. Éstas no temen renunciar ni a los "placeres del mundo" ni a los esfuerzos que exige el servicio de Dios. Única­mente, un cierto estilo de vida religiosa se les hace in­soportable. Están dispuestas a obedecer, a hacer los más costosos sacrificios, pero a condición de que esta obedien-

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cia y estos sacrificios sirvan verdaderamente al reino de Dios, no respondan a un masoquismo (o a un sadismo) más o menos consciente. Que una Teresa de Lisieux se haya sacrificado buscando en una fría noche de invierno el gato de la Madre superiora, lo admiten. Pero rehusan imitarla y tampoco la admiran en este punto. Y, sobre todo, ellas juzgan severamente a las Madres superioras que exigen una obediencia de este tipo.

Después de haber abandonado las Clarisas de C , Jean­nette, cuya historia cité a título de ejemplo, no se lanzó con voracidad a los placeres y a los goces del mundo. Desde hace ya dos años, lleva una vida muy ruda de mi­sionera, en un arrabal subproletario de París. Ella y un cierto número de jóvenes cristianas — entre las cuales hay profesores, un abogado, un médico — se han propuesto dar testimonio de la presencia de Cristo, justamente allí donde está más ignorado: en la fábrica, en las barriadas obreras. Ellas trabajan como obreras en las fábricas, como vendedoras en los grandes almacenes, como mujeres de fae­nas... El único criterio en la elección del trabajo es que sea el último de la escala social y entre los peor paga­dos, a fin de que les permita convivir con los más des­heredados. La pobreza voluntaria en que viven estas mi­sioneras del proletariado no tiene nada que envidiar a la de las Clarisas. Todo lo contrario. Éstas, detrás de los mu­ros de su monasterio, están por lo menos al abrigo de las tentaciones del mundo, preservadas en una ignorancia que puede convenir a las más débiles. En cambio, las misio­neras necesitan a cada instante de la fuerza de Dios, pero también de la simple firmeza humana de su carác­ter, para sostenerse. Son numerosas las jóvenes cristianas,

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precisamente entre las que han recibido su formación de militantes en la J. O. C. o en la J E. C , que aceptan generosamente vivir esta vocación heroica.

Mientras la mayor parte de las congregaciones femeni­nas agonizan por falta de vocaciones, las Hermanitas de Charles de Foucauld, fundadas por una mujer tan extra­ordinaria como la Madre Madeleine de Jesús, no pueden incluso acoger a todas las que solicitan su admisión. Sin embargo, la obediencia, la pobreza, la heroicidad en la virtud que exigen las Hermanitas me parecen al menos iguales a las que piden las más austeras Órdenes de clau­sura. Ellas son obreras en las fábricas, campesinas entre las tribus nómadas de África... No viven de las limos­nas que les dan los fieles, sino únicamente del trabajo de sus manos. Y la mayor parte de ellas no están acostum­bradas a esta existencia laboriosa. Muchas son, en efecto, las Hermanitas de origen burgués y noble, muchas han hecho estudios universitarios. Cada vez que me encuentro en contacto con alguna de sus Fraternidades, no puedo evitar mi admiración. Si no tuviera otra prueba de la pre­sencia operante del Espíritu Santo en la Iglesia, bastaría para convencerme de ello la existencia de las Hermanitas.

Pero las misioneras trabajadoras y las Hermanitas de Charles de Foucauld no son las únicas en agrupar a to­das las almas generosas que aspiran a consagrarse íntegra­mente a Dios. Otras muchas comunidades, igualmente po­bres, mezcladas en las miserias del mundo y ricas en vo­caciones selectas, existen en toda Francia.

Yo no digo que las Órdenes clásicas deban imitar a estas comunidades ultramodernas. Las primeras pueden te­ner legítimamente cada una su vocación y sus gracias par-

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ticulares. Pero al menos deberían preguntarse, con toda lealtad ante Dios, si la ausencia de vocaciones no es un signo de que ellas no responden a las necesidades de la hora preáente. Si bien la Iglesia debe durar, según la pro­mesa del Señor, hasta el fin de los tiempos, no se tiene que admitir lo mismo en lo referente a todas las asocia­ciones y congregaciones que, en un momento de la histo­ria, fueron fundadas para responder a las necesidades es­pirituales de una época dada. ¡Que las congregaciones se adapten o, si no son capaces de esto, que mueran! La Igle­sia y la humanidad no perderán nada, pues el Espíritu Santo suscitará nuevas instituciones que permitan a las almas generosas responder a la llamada de Dios y poder seguir una vida de perfección evangélica y de total en­trega a los demás.

15 de marzo.

Algunos cristianos que toman en serio su pertenencia a la Iglesia han ido a ver al arzobispo. Había allí dos o tres jóvenes intelectuales, pero sobre todo militantes obre­ros que en su mayoría han descubierto a Cristo reciente­mente. Desde hace muchos meses, en vano esperan que su párroco predique el Evangelio. Cada vez que abre la boca, dicen ellos, es para ponderar los méritos de la es­cuela libre, con la consiguiente petición de dinero, o para recomendar que "voten bien" en las próximas elecciones. Y, naturalmente, a los ojos del párroco, no se vota bien más que en favor de candidatos reaccionarios, pretendien­temente defensores del orden (¿qué orden?), de la propie-

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dad (estos obreros cristianos no tienen propiedad), de la familia (el candidato en cabeza de la lista reaccionaria es notoriamente adúltero).

Monseñor, no sólo comprende la cólera de estos cris­tianos, sino que la comparte. Les anima a ir a protestar ante el párroco y les promete él mismo escribir a este último.

'Pero, pregunta Albert, si el párroco le escucha a us­ted tan poco como nos escucha a nosotros, ¿no es nues­tro deber de cristianos interrumpirle cuando haga política en lugar de predicar el Evangelio?"

Monseñor se muestra perplejo. Sea cual sea su simpa­tía personal hacia estos cristianos celosos por la pureza de la Iglesia, ¿cómo aprobar su voluntad de transformar el monólogo tradicional del sermón en diálogo, en reunión contradictoria? Es cierto que, en la basílica de Hipona, en tiempos de san Agustín, los fieles tomaban parte ac­tiva en el sermón. Ellos interrumpían al predicador para hacerle preguntas, para ponerle objeciones. ¡Pero hace ya tanto tiempo que únicamente el clero tiene la palabra en la casa de Dios! Será preciso algo más que la voluntad de un arzobispo inteligente para cambiar una tradición se­mejante.

29 de mayo.

Verdaderamente algo ha cambiado en la Iglesia de Cristo. Cada vez son más numerosos los que ya no creen que el Señor, al comparar los fieles a las ovejas, preten-

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día que éstos fueran unos corderos sumisos y resignados a ser degollados.

Los poderes públicos, con toda seguridad, se burlan de los que no tienen vivienda. En cada alcadía hay una co­misión encargada del alojamiento que no aloja a nadie. Se contenta con hacer encuestas, con llenar unos impresos destinados al polvo de los archivos.

Sin embargo, los apartamentos libres no faltan. Muchos inmuebles permanecen vacíos, apartamentos de diez y más habitaciones están ocupados (?) por una anciana señorita o por un viejo matrimonio sin hijos. Y, mientras, numero­sas familias obreras son expulsadas de sus tugurios o vi­ven en unas barracas que no les protegen del frío ni de la lluvia.

Algunos cristianos piensan que el Señor, si en su vida terrestre se mostró muy atento a las miserias de los hom­bres, no podría tolerar un escándalo semejante. Ya que los poderes públicos no son lo suficientemente fuertes para hacer reinar la justicia más elemental, incumbe a los dis­cípulos de Cristo encargarse de ella.

Esta mañana, los diarios anuncian, "unánimes", que a lo largo de la noche numerosas residencias vacías han sido ocupadas por los "squatters"5 que han alojado allí a al­gunas familias cuyas condiciones de vivienda eran de lo más precario. La prensa se muestra unánime al reprobar esta violación del sacrosanto derecho de la propiedad pri­vada. Lo más curioso, es que la misma publicación comu­nista también se indigna.

Sin embargo, los militantes cristianos que han tomado

* Squatter : Advenedizo, usurpador de una tierra o heredad.

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la iniciativa del movimiento no tienen ningún escrúpulo de conciencia. Los Papas, ciertamente, han afirmado el derecho de propiedad, pero se olvida con excesiva fre­cuencia que, en su espíritu, este derecho es rigurosamente correlativo con deberes. El propietario, según la doctrina cristiana, no goza en modo alguno del derecho de usar y de abusar (tus utendi et abutendi) que le reconocía el de­recho romano. Él es el gestor de los bienes, cuyo verda­dero dueño es únicamente Dios. Tiene el derecho de gozarlos, pero ante todo debe administrarlos para el bien común de la sociedad. Puesto que la propiedad capitalista no respeta sus obligaciones sociales, en buena lógica pier­de automáticamente sus derechos.

Nuestros "squatters" han tenido el cuidado de afirmar bien su absoluta independencia. En las afueras, los Her­manos de las Escuelas cristianas poseen un inmenso edi­ficio sólo ocupado por algunos viejos enfermos. Dado que los Hermanos no han comprendido que Cristo les ordena­ba abrir las puertas de su casa a los que no tienen vi­vienda, los "squatters" cristianos lo han hecho en su lugar. El alcalde y diputado comunista se había incautado, cuan­do la liberación, para su propio uso, de un piso de doce habitaciones de un "colaboracionista". Él no lo ocupaba más que raramente, pues tenía otro apartamento en París. Allí también los "squatters" han hecho justicia. La tercera casa de que han tomado posesión en nombre de los que no tienen vivienda es la casona perteneciente a las dos viejas tías de su vicario.

Es significativo, esto sea dicho entre paréntesis, que el único sacerdote en quien estos cristianos de choque, en el sentido fuerte del término, tienen plenamente confianza,

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pertenezca a una de las familias más aristocráticas de la región. Habiendo pasado su infancia en Indochina, don­de su padre dirigía una importante sociedad, vio, a los siete años, como éste daba patadas a un coolíe. Fue en­tonces cuando tomó la decisión de consagrar su vida al servicio de los que su padre había humillado. Ordenado sacerdote, el obispo, conociendo sus excepcionales dotes in­telectuales y sus numerosas relaciones de familia hubiera querido confiarle un "ministerio relativo a la élite". El Pa­dre rehusó, pues ciertamente el Señor no lo había llama­do para esto. Vicario en la parroquia más proletaria de la ciudad, muy pronto director diocesano de los movimien­tos obreros, goza, a pesar de su distinción innata de gran señor, de la amistad y de la más absoluta confianza de estos militantes obreros que, a pesar de su fe ardiente, no pueden evitar su desconfianza hacia unos sacerdotes, cómplices, a sus ojos, de un mundo que el proletariado rechaza y en el que no hay lugar para él.

11 de junio.

Decididamente, los "squatters" cristianos no cesan de asombrarnos. Han convocado a una multitud impresionan­te de gente sin alojamiento frente a los servicios munici­pales que tienen detenidos sus expedientes. Bajo la amena­za de porras y de revólveres del tiempo de los maquis, han obligado al jefe del servicio a firmar los impresos de incautación. Después han colocado a éste en una moto, que, escoltada por militantes armados, lo han conducido a la prefectura para las últimas formalidades de incautación.

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Es poco probable que la administración reconozca la va­lidez de unas firmas obtenidas de este modo. Pero la opi­nión pública está alerta y es de esperar que esto sacuda un poco la inercia administrativa.

Dado que el diario comunista (órgano del alcalde) tra­tó a los "squatters" de granujas y de gangsters anarquis­tas, algunos se han presentado a la redacción del diario para hacerles saber lo que el proletariado piensa de estos monopolizadores de la defensa de los intereses de la clase obrera. Uno de los principales guías de los "squatters" ha­bía sido antes militante del partido comunista y había to­mado parte muy activa en los combates de los maquis.

16 de junio.

Una piadosa asociación, fundada bajo el patrocinio de un gran santo, apóstol del Vivarais, se ha especializado en la obra de los matrimonios. Con un celo loable, sus miembros se introducen en las casas de los obreros, des­cubren los falsos matrimonios y los que sólo están casa­dos civilmente. Gracias a los alimentos y a los vestidos que les ofrecen, consiguen a menudo "convencer" a las pa­re jas a hacer bendecir su unión por un sacerdote. Las estadísticas de la asociación muestran fielmente el gran número de "situaciones regularizadas" de esta manera.

Desgraciadamente, los frutos no son tan excelentes como las intenciones. Los esposos pasan por la iglesia para "com­placer" a sus bienhechores. Ellos no comprenden el sacra­mento del matrimonio y no tienen ninguna intención de

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respetar sus obligaciones. A menudo, pocos meses después del matrimonio religioso, solicitan el divorcio.

La situación es particularmente dramática cuando uno de los contrayentes se ha vuelto sinceramente cristiano. He conocido varios casos. Después del divorcio, se encuentran en una posición prácticamente imposible. No pueden vol­verse a casar cristianamente y no tienen la vocación del celibato ni el gusto de vivir en la castidad. ¿No sería más del agrado del Señor que estos señores y estas damas dis­tribuyeran las limosnas a los pobres sin pedir nada a cambio?

25 de junio.

En uno de mis desplazamientos, volví a encontrar a Xa­vier de L. que había conocido en vísperas de la guerra y que es una especie de Benoít Labre de nuestra época.

En 1934, deja la marina con el grado de capitán de navio, para entrar en la orden de los dominicos. Pronto se da cuenta que Dios no le ha llamado a una vida de es­tudios y de apostolado intelectual. Se pasa, pues, a los Trapenses y, siguiendo el ejemplo del P. de Foucauld, guarda cerdos durante dos años. Pero, como para su ilustre modelo, la orden de los trapenses sólo debía ser una etapa en el camino de su verdadera vocación, que es la de pe­regrino.

Tras haber abandonado su monasterio, el piadoso Her­mano va de peregrinación en peregrinación, de Lourdes a La Salette, de Point-Marin a Sainte-Odile, siempre a pie, mendigando su pan o trabajando algunos días en las gran-

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jas. Se mezcla con la cohorte de vagabundos profesiona­les, comparte su lecho en las trojes o a la intemperie, re­parte con ellos su pedazo de pan y sobre todo les habla incansablemente de las bondades de Dios para con los pobres.

Cuando la movilización general de agosto de 1939, le costó mucho ser admitido en las oficinas de la prefectura marítima de T., pues sus harapos se acomodaban muy poco al porte de un capitán de navio. En 1945 fue desmovi­lizado con el grado de vicealmirante y lo primero que hizo fue reanudar sus peregrinaciones.

El mundo, incluso el mundo cristiano, tilda evidente­mente de locura una vocación semejante. Está convencido de que el almirante haría mucho más bien en su puesto de oficial. Pero, ¿me equivoco si pienso que hoy lo más indispensable es devolver al Evangelio de Cristo su poder de choque, de escándalo? Es muy grave que la religión cristiana se haya hecho tan conformista que ya no pro­duzca ningún asombro y que los cristianos apenas se dis­tingan de los que no lo son.

9 de octubre.

Los azares de un viaje me han conducido a F. Recuer­do que hay allí un asilo de ancianos de las Hermanitas de los Pobres al que fue destinada la hermana Yvonne.

La que hoy se llama hermana Yvonne pertenece a una ilustre familia provenzal. Hace tres años era una de las es­trellas más brillantes de los salones de su ciudad. Amaba apasionadamente la vida y sus placeres; coleccionaba éxi-

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tos mundanos de la misma forma que otros coleccionan sellos. Sin embargo, un observador perspicaz podía darse cuenta de que, a la mitad de un baile o de una conver­sación mundana, la mirada de Yvonne parecía volverse ha­cia otros horizontes y que sólo se hallaba corporalmente presente en lo que se llama el mundo. Después, se supo con sorpresa que Yvonne había ingresado en una de las órdenes religiosa más austeras, las Hermanitas de los Po­bres. Nadie habló de un desengaño amoroso; ni declinaba su éxito en el mundo...

Encontré a la hermana Yvonne curando los pies puru­lentos de un viejo que no cesaba de gruñir y de insultar. ¡Qué transformación! Ella, que siempre fue tan elegante, viste ahora un viejo hábito que no logra desgraciarla del todo. Su rostro lleva grabadas las huellas de una vida as­cética, pero su mirada es aún más brillante que antes. Se adivina una inmensa paz, un gozo extraordinario que no es de este mundo. No es necesario que me informe si Yvonne es feliz.

Sin embargo, nada más triste, humanamente, que un asilo de ancianos. Incluso en los niños anormales de vez en cuando se encuentra un poco de gracia, algún atisbo de viveza. Al menos, para algunos, hay siempre una débil es­peranza de curación o de mejoría. En cambio estos ancia­nos han terminado en un asilo después de una vida de de­cepciones y de fracasoss. Son cascarrabias y casi siempre desagradables y viciosos. Es preciso un amor infinito, una paciencia de ángel para cuidarlos sin desanimarse. La ma­dre superiora me dice que Yvonne lo logra a maravilla.

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1948

1 de febrero.

Desde hace un año, el ala progresista de la Iglesia de Francia es objeto de una tenaz campaña de denuncias y calumnias. Según las informaciones recogidas, el Santo Ofi­cio se inunda de cartas, procedentes de Francia, quejándose de los "peligros mortales" que el catolicismo está pasando en nuestro país.

Algunos sacerdotes se ven acusados de "complicidad con la herejía" y de "tendencias cismáticas" porque les inquietan las divisiones e incomprensiones entre los cristia­nos y se esfuerzan en comprender a los protestantes y a los ortodoxos. Admitir que los hermanos separados no son los únicos responsables de la ruptura de la unidad visible de la Iglesia y que el comportamiento de un gran número de católicos, y aun de los jefes de la Iglesia, explica en buena parte la idea que muchos se hacen de ella, todo esto es considerado por los integristas como una apostasía de la Iglesia romana, católica y apostólica. Por lo visto no basta con afirmar que el Papa es el sucesor y el here-

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dero de las prerrogativas de Pedro, ni con reconocer la in­falibilidad pontifical en materia de fe tal como ha sido de­finida. ¡Deberíamos creer y proclamar que todos los decre­tos, toda actitud del Papa e incluso de las Congregaciones romanas frente a cualquier problema están directamente inspirados por el Espíritu Santo! Y el movimiento ecumé­nico debería ser considerado de antemano como sospe­choso.

Porque un buen número de teólogos y filósofos ca­tólicos creen urgente repensar la verdad cristiana, a la luz de las adquisiciones del pensamiento moderno y desde las estructuras mentales de los hombres de nuestra época, se les acusa de relativismo religioso y de ruptura con la tra­dición. Pero, ¿no estableció el Concilio de Letrán de una vez para siempre que la revelación cristiana no depende de ninguna filosofía ni de ninguna teología? Los más ilus­tres entre los primeros doctores de la Iglesia, ¿no habían buscado y encontrado en la filosofía de Platón el marco intelectual de su fe? Cuando Santo Tomás de Aquino y los escolásticos adoptaron la filosofía de Aristóteles, ¿no rompieron también, para escándalo de los "integristas" de su tiempo, con una tradición milenaria? Parece como si lo que se le permitió a Santo Tomás fuera denegado des­de entonces.

Esto me recuerda un magnífico panegírico de Santo To­más de Aquino, en la iglesia de Saint-Sernin de Toulou-se. Algunos dominicos de Saint-Maximin que asistían con­migo estaban furiosos contra el predicador, porque éste ha­bía dicho, en elogio de Santo Tomás, que había sido "el mejor teólogo de la Edad Media cristiana". Según estos tomistas, debería haber dicho que su maestro había sido el

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mejor teólogo, filósofo y sabio de todos los tiempos, sin sospechar lo desatinado que sería una afirmación seme­jante.

Por mi parte, no logro comprender cómo alguien pue­da pensar de buena fe que el pensamiento cristiano, a par­tir de un momento dado, sólo deba repetir — o comen­tar como máximo — las fórmulas enunciadas por los maes­tros del siglo XHI. ¿Por qué un intelectual católico de nues­tro siglo no ha de pensar la verdad revelada en términos bergsonianos o existenciales? ¿Acaso Aristóteles era más cristiano que Maurice Blondel, e incluso que Bergson o Jaspers?

Porque ciertos artistas cristianos se esfuerzan con rom­per con el pseudoarte cristiano de las tiendas del barrio de Saint-Sulpice, se les acusa de profanar a los santos y se exige la expulsión de las iglesias de sus cuadros y es­tatuas.

Porque algunos sacerdotes-obreros y sacerdotes intelec­tuales, algunos dirigentes del Movimiento Popular de las Familias y de la J. O. C. se han sentido más o menos atraídos por la aparente eficacia revolucionaria del marxis­mo, los integristas acusan a todos los movimientos de Ac­ción Católica y a todos los sacerdotes obreros de compli­cidad con el "comunismo ateo".

La lista de las acusaciones de los integristas contra los que ellos llaman "progresistas" sería interminable. Lo más curioso, es la composición del integrismo francés. Por cier­tos amigos he sabido detalles de algunas cartas de denun­cia dirigidas a Roma. Entre los firmantes se encuentran varios religiosos de un gran convento meridional. Les han inculcado durante sus estudios que toda la verdad era to-

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mista y que al separarse del tomismo se alejaba al mismo tiempo de Cristo y de la Iglesia. Y por esto denuncian con la mejor buena fe a los "desviacionistas". Por otra parte, su integrismo se limita al terreno de la filosofía y de la teología. Uno se asombra de encontrar entre los firmantes de estas denuncias el nombre de otro religioso muy metido en los ambientes artísticos de París y figura habitual de las columnas de los diarios sensacionalistas. ¿Es preciso re­currir a explicaciones de inspiración psicoanalítica y ver en el integrismo doctrinal de este religioso una compensación de su comportamiento — no precisamente "integrista" — de todos los días?

No ha de extrañar que las denuncias sean particular­mente numerosas en los equipos de aquellas revistas que se atribuyen el monopolio del pensamiento católico, de los diarios que pretenden defender únicamente "la causa de Dios", sin darse cuenta de que la "causa" en cuestión ra­dica en un cierto sector que no tiene de cristiano más que el nombre. A tales integristas ya no les basta velar única­mente por la integridad teológica. Teólogos, filósofos, so­ciólogos, científicos, artistas, misioneros del proletariado... son presentados, por su parte, como componentes de un complot monstruoso contra la Iglesia y, sobre todo, contra la "civilización cristiana". Y como colofón, hacen aparecer la mano sangrienta del comunismo en el meollo del asun­to, como manipulador de todos los resortes.

No obstante, los integristas más encarnizados son cató­licos laicos que casan armoniosamente la mística política positivista de Maurras con el iluminismo religioso, obra de un cierto número de detractores, como ya hemos tenido ocasión de exponer en estas páginas. Bajo el pretexto de

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defender la familia cristiana, denuncian y calumnian a sus hermanos en Cristo que tienen la desgracia de no compar­tir su concepción de la fe cristiana. En una pequeña re­vista que lleva por título uno de los atributos de Nuestro Señor, alientan la más fatídica de las confusiones político-religiosas.

5 de marzo.

Una importante personalidad eclesiástica, consciente de las lamentables consecuencias de la agitación integrista sobre la presencia cristiana en la Francia actual, ha reuni­do recientemente a determinado número de los integristas más furibundos y a ciertos disidentes que se encuentran entre los que son objeto de denuncia por parte de aqué­llos. En vano se han esforzado estos últimos en hacer com­prender a sus adversarios el derecho que ostentan de pro­fesar cualquier tipo de teología, filosofía, teoría científica, doctrina política o concepción artística. A nosotros jamás se nos ocurrió poner en entredicho la sinceridad o la au­tenticidad de su fe, pese a la disparidad de ideas. Lo úni­co que pedimos, en contrapartida, es que a su vez respeten nuestra propia libertad cristiana, que nos permitan vivir y expresar nuestra fe de manera acorde con nuestras con­cepciones. Un virtuoso religioso creyó zanjar la cuestión, apropiándose la famosa cita de Aristóteles: "Árnicas Pla­to, magis árnica Ventas!"

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11 de abril.

Hace unos pocos días he dado una conferencia sobre el comunismo en una modesta parroquia situada en las afue­ras de París. La iglesia es una humilde capilla y la casa rectoral se confunde con las más pobres del barrio. La di­rigen tres sacerdotes que viven en fraterna comunidad. Uno de ellos, alternativamente, trabaja en la fábrica para ganar el pan de la comunidad, pues han comprendido que en nuestro mundo, con mayor razón todavía que en tiempo de san Pablo, el siervo de Dios debe vivir con el trabajo de sus manos. Es el único modo de que no se le tache como "soporte del capitalismo", no como parásito, aunque quizá sea cierto que se está muriendo realmente de hambre.

La puerta de la casa comunitaria — el término "casa rectoral" sonaría extraño a los oídos de esta población pro­letaria— se halla siempre abierta. Los habitantes del ba­rrio entran en ella a su antojo. Si llegan a la hora del almuerzo, se sientan a la mesa a compartirlo. En cualquier caso, todos pueden comprobar que los "curas" no comen mejor que las familias obreras más pobres. Y éstas son las cosas que realmente cuentan, puesto que algunas gentes — como acontecía con el apóstol Santo Tomás— sólo creen en lo que han visto con sus ojos y palpado con sus propias manos.

No hay camas. Cada noche, los sacerdotes extienden su colchón que yace arrinconado en cualquier parte durante el día; ellos mismos lo colocan en el suelo y se enfundan en su saco de dormir. Como hay más colchones que sacer­dotes, siempre queda un sitio para los huéspedes: a mí me invitaron a pasar la noche en la comunidad.

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¿Tiene semejante tipo de vida un valor apostólico? Permanecí poco tiempo en V. para poder aducir algu­nas cifras como resultado de la presencia en el barrio de un equipo de sacerdotes auténticamente evangéli­cos.

Todo lo que pude constatar es que formaban real­mente parte integrante del barrio. Todos les tutean, a na­die se le ocurrirá dirigirse a ellos con esta deferencia exa­gerada que tanto se estila en las relaciones con el sacer­dote. No existe ningún problema de tipo clerical opuesto al de tipo laico, puesto que, como es de suponer, V. ca­rece de escuela libre. El instructor comunista es uno de los mejores amigos del equipo sacerdotal. Precisamente acu­dió en una ocasión a compartir nuestra comida y, ade­más, asistió en primera fila a mi conferencia. También él tutea a los sacerdotes, al igual que ellos a él. Todas estas cosas tienen más valor de lo que se piensa en el medio popular.

Al día siguiente, al abandonar el barrio, me dije que Pío XI, desde su paraíso, debe contemplar amorosamente, con un singular cariño, a estos sacerdotes. ¿Acaso no fue él quien declaró que el crimen más imperdonable cometi­do por los cristianos del siglo xix fue el de cavar este foso entre la Iglesia de Cristo y la clase obrera? En V. este foso no existe ya; la Iglesia vive en el mismo corazón del proletariado.

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Anoche pronuncié una conferencia en M., otra parro­quia de los arrabales parisinos. También allí fui huésped

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del sacerdote. ¡Qué enorme diferencia la de los dos ba­rrios! En éste se levantan solamente las residencias de los burgueses, a cual más suntuosa. Frente a la sala donde tenía lugar la conferencia veía decenas de hermosos auto­móviles y entre mi auditorio abundaban las pieles. Pero to­davía es mayor la diferencia entre el modo de vida de los dos sacerdotes titulares.

El cura, en compañía de su sobrina, vive en una her­mosa torre de dos pisos. Tanto la escalera como las ha­bitaciones se hallan cubiertas por bellas y acolchadas es­teras. El mobiliario, más que hermoso, es suntuoso. Los cu­biertos son de plata maciza, y no hablo ya del menú. No hace falta decir que nadie entra allí sin ser previamente anunciado.

No tengo la menor intención de criticar a mi huésped. Estoy convencido de que ama con sinceridad al Señor y hace todo lo que está en su mano para servirle de acuer­do con los medios de que dispone. Tampoco creo que sus riquezas se deban al ejercicio de su ministerio, ya que el dinero es patrimonio común de su familia, y, sin duda, de ahí provienen las alfombras y muebles. Por otra parte, no he oído a nadie de entre sus feligreses, criticar la casa parroquial como excesivamente rica: es el estilo que reina en este barrio.

M. no dista más que 4 ó 5 kilómetros de V. por ca­rretera. Por tanto, los habitantes de este último barrio, no ignoran ni pueden ignorar que no todos los sacerdotes, ni mucho menos, viven como los suyos, y, a sus ojos, es evi­dente que el sacerdote de M. es quien representa la ima­gen clásica del "cura". Sin duda, no llegarán al extremo de acusar de hipocresía o mala intención a sus propios

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sacerdotes, de quienes han tenido la ocasión de admirar en varias ocasiones su fervor. Sin embargo, esta admiración no se extiende a toda la Iglesia.

He podido constatar este drama en numerosos lugares. El pueblo ama y admira a los misioneros pobres y que se acercan a él. Pero este pueblo sabe perfectamente que no son más que cazadores dentro de una Iglesia que se man­tiene "aburguesada". Llegan a la conclusión de que, en la Iglesia como en el mundo, hay ricos y pobres, que éstos están junto al pueblo y aquéllos con los especula­dores. Nadie cree que la Iglesia sea una familia, una co­munidad de hermanos, puesto que no se encuentra una prueba fehaciente. Haría falta que los responsables de los destinos de la Iglesia comprendieran que el hombre actual no cree en demasía en las imágenes de Epinal de las ho­milías dominicales. No cree más que en los hechos.

5 de mayo.

Hablar de Francia como del "primer representante de la Iglesia", o bien, cantar: ¡Católicos y franceses siem­pre !... induce a creer a la mayoría que el pueblo francés es, en su mayor parte, católico. Según las estadísticas ro­manas, de los cuarenta millones de franceses, treinta y cin­co son católicos. ¡Nada más lejos de la realidad!

No me refiero aquí al hecho de que apenas el 10 % de adultos son practicantes de la religión. De entre los no practicantes los hay en una gran proporción, al menos, que gozan de la fe católica; hacen bautizar a sus hijos, reciben el matrimonio por la Iglesia y sobre todo recu-

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rren a ella cuando han de enterrar a sus muertos. Más o menos conscientemente, para muchos se trata de la apuesta de Pascal. Pero para aceptar la apuesta hay que tener en cuenta que en toda alternativa haya alguna probabilidad. De ahí que pueda contarse a los apostantes entre los ca­tólicos. Pero, ¿suponen los hombres de la Iglesia cuan nu­merosos son los franceses que ni siquiera tienen la inten­ción de arriesgarse por la defensa del cristianismo?

Con ocasión de un ciclo de conferencias pronunciadas en uno de los departamentos sociológicamente de catolici­dad más elevada, he conocido al profesor J., socialista por espíritu y democrático por tradición, quien ha creído re­conocer en mí a un "hermano"; hemos profundizado, in­cluso simpatizado, más tarde cruzado correspondencia. Me ha invitado a pasar el fin de semana con su familia.

No desconoce en absoluto la tradición católica de Fran­cia. Fue bautizado, e incluso estudió el catecismo. Por otra parte, la señora J., miembro asimismo del cuerpo instruc­tor, conoce el cristianismo de la misma forma que las reli­giones del antiguo Egipto, de la China o la India. ¿Qué digo? Conoce más profundamente éstas que aquél. Al me­nos le son más familiares pues, ya sea por curiosidad o por motivos de investigación, ha leído muchos libros. Hija de francmasones, siempre vio en el cristianismo al enemi­go, sin que jamás se preguntara lo que podría representar en sí mismo. Ello no quiere decir que sea intolerante. Es buena y sencilla y se entiende con todo el mundo. Es de­bido precisamente a su tolerancia por lo que nunca ha querido saber nada del catolicismo, vestigio según ella del espíritu medieval de inquisición y de la caza de brujas.

Los hijos de mis anfitriones, naturalmente, no han sido

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bautizados. Aunque vivan muy cerca de la catedral, es la primera vez que tanto ellos como su madre, tienen con­tacto con un sacerdote. Puedo leer la sorpresa en sus mi­radas cuando me ven comer, beber, fumar, como si se tra­tara de cualquier persona. Su sorpresa aumenta aún cuan­do se enteran de que no soy amante del capitalismo, que conozco y admiro a los artistas y escritores por ellos preferidos, y que no soy en absoluto un enemigo de la escuela pública.

¿Qué efecto producirá en esta familia el primer con­tacto con un sacerdote? Tan sólo Dios lo sabe. Por mi par­te, me satisface haber encontrado unos seres que para mí, estoy seguro, serán amigos.

Toda la familia me acompaña a la estación. En nues­tro camino, encontramos a muchos que han asistido a mi conferencia. Todos parecen atónitos de verme acompañado de J., que tiene fama de ser el enemigo más fanático de la Iglesia, en todo el departamento. Unos, sin duda, pien­san ya en su futura conversión, mientras que otros temen que arroje un "maleficio" sobre mí.

16 de octubre.

Jamás hubiese creído que existieran "policías" en la Iglesia de Cristo. Conocía la existencia de espías y la amar­ga experiencia me lo había confirmado en varias ocasiones. Además, he podido advertir que la mayoría de los obis­pos no estaban muy satisfechos, y no son ellos los encar­gados de nombrarlos para vigilar las palabras y gestos de este o aquel sacerdote. ¡Pero policías...!

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Mis relaciones con mis superiores eclesiásticos han sido siempre filiales. En mi arzobispo he hallado la bondad que jamás tuvo para mí mi padre carnal. Se ha mostrado generoso, comprensivo, evitando el castigo aun cuando, ob­jetivamente, debiera haberlo impuesto. Me ha reprendido, pero siempre he advertido que, lejos de complacerse, su­fría como los padres que deben castigar a sus hijos. Me he equivocado al pensar que ocurría lo mismo en todas partes.

Sé que, en esta ciudad, la mayor parte de sacerdotes no han tenido jamás contacto personal con su arzobispo. Tienen relaciones con los prelados de la administración dio­cesana, los cuales ni poseen la gracia espiritual ni, al pare­cer, el don natural de la paternidad espiritual. Me dicen que no podría actuarse de otro modo en esta gran ciu­dad en la que los sacerdotes son numerosos y las obliga­ciones del arzobispo múltiples. No conozco en realidad nada de todo esto. Quizá me equivoqué al pensar que un sucesor de los apóstoles es, ante todo, pastor de almas, encargado de la evangelización, y que el evangelio no le impone la asistencia inútil a innumerables ceremonias y re­cepciones mundanas.

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He recibido la visita de un joven sacerdote, profunda­mente conmovido. Le había citado el arzobispado porque se le acusó de libertad en lo que se refiere a determina­das pseudo-tradiciones litúrgicas y apostólicas. Explicó al prelado de servicio que sus feligreses no comprendían nada de estas "tradiciones", que su deber era el de presen­tar el mensaje de Cristo comprensible, sin añadir nada más.

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El funcionario arzobispal tan sólo tenía en cuenta la ley. El bien de las almas no era más que una abstracción. El joven sacerdote tiene la impresión de encontrarse ante un comisario de policía sermoneándole por haber pecado sin la debida autorización.

¿Cómo no podría estar de acuerdo con su indignación? Siempre me han atemorizado los policías. Que sirvan al Estado liberal burgués, o al Estado totalitario nazi o co­munista, siempre los he encontrado muy parecidos. Para ellos no existen las situaciones personales, los problemas de conciencia: tan sólo tiene valor lo que dice la ley o en su caso el reglamento. Que existan tales "funcionarios" en el seno de la Iglesia me parece algo desconcertante.

17 de octubre.

Ayer por la noche, hablé con el padre D. acerca de la indignación que me ha producido el comportamiento po­licial de este prelado de la administración. D. conoce per­fectamente todo lo que se refiere a las autoridades ecle­siásticas superiores. Se esfuerza en hacerme comprender que, puesto que la Iglesia es una sociedad visible, le es necesaria una administración. Por muy lamentable que pa­rezca, la Iglesia necesita hombres capaces de administrar, lo cual no significa la gracia de los santos y de los após­toles. Me asegura que el prelado incriminado por mi ami­go es un sacerdote en extremo piadoso y caritativo en el marco externo de sus funciones. Pero al ocupar el cargo de lo que podríamos llamar policía arzobispal, le es difí­cil, sino imposible, actuar de modo distinto al de un guar-

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dián del derecho canónico y de los reglamentos dioce­sanos.

Buenamente deseo admitir las razones expuestas por D., aunque sea en su sentido teórico. No obstante, ello no im­pide que toda mi sensibilidad se subleve. Me agradaría mu­cho más encontrarme entre una comunidad cristiana pare­cida a la de los primeros tiempos. Desearía que se habla­ra de la Iglesia como de una comunidad visible, y no como de una sociedad, puesto que ésta implica por definición una administración y una policía.

« * «

Hace unos días, un grupo de jóvenes sacerdotes se pre­guntaba si el fuego purificador de la revolución no supon­dría un bien para la Iglesia de Cristo. La Iglesia se ha complicado, en el curso de los siglos, a base de una or­ganización administrativa excesivamente amplia. Los regis­tros, archivos, encuestas, desempeñan un papel en exceso importante dentro del clero. El joven arzobispo, a quien conozco perfectamente, nombrado al día siguiente de la li­beración, proclamaba, a los primeros meses y a quien qui­siera escucharle, que rehusaba el desempeño del cargo de administrador de una diócesis; no quería ser el subordina­do eclesiástico del prefecto, sino el jefe de un apostolado. Se unía, con el mayor entusiasmo, a la acción de sus jó­venes sacerdotes y de los militantes laicos. No obstante su buena voluntad, debió admitir rápidamente que la fuerza de los usos seculares era mayor que su entusiasmo. Actual­mente, su tiempo, como el de sus colegas, se pierde en bendecir algún campanario y otras estatuas, en presidir las

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ceremonias y en hacer acto de presencia en las manifes­taciones oficiales. Y a fin de cuentas le es muy necesario administrar su diócesis convenientemente. Lo mismo puede decirse de todos aquellos sacerdotes, incluso los más incon-formistas, encargados de una parroquia: deben administrar. Además, ¿no se habla de administración a propósito de los sacramentos?

Los sacerdotes, a los que se ha hecho referencia más arriba, no son por ello ni comunistas ni amigos de éstos. Están persuadidos que una revolución al estilo comunista llevaría consigo irremediablemente el sufrimiento de los pueblos y la destrucción de innumerables valores huma­nos. Los cristianos quedarían sometidos a un género de pruebas que muchos de ellos no sabrían superar victorio­samente. De ahí la imposibilidad de desear una revolución de estas características.

Pero, sin ella, ¿de qué forma la Iglesia se inhibirá de estas pseudo-tradiciones que impiden su penetración en las masas populares con el riesgo de que quede excluida to­talmente del mundo nuevo que se gesta? Bajo el pontifi­cado de Pío XI, se abrigó la esperanza de que la Igle­sia podría despojarse del polvo acumulado durante siglos, y de esta forma identificarse con el mundo en que vive como lo hiciera en un principio. Basta la historia de los diez últimos años para percatarse de que la esperanza de entonces no era más que una quimera.

La revolución, dicen mis amigos, acabaría con la curia romana, las administraciones diocesanas y parroquiales. Sin duda, ello supondría la imposibilidad de evangelizar du­rante un espacio más o menos largo de tiempo. Por el con-

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trario, ¡qué magníficas perspectivas para la época que si­guiera a la muerte del comunismo! En este caso, el men­saje cristiano podría presentarse al mundo con toda su pu­reza; nadie más abrigaría la idea de considerar a la Igle­sia como cómplice de la reacción.

Sin embargo, estas consideraciones suponen una utopía. El comunismo se avendría mejor a una Iglesia administra­tiva y formalista que a la pureza evangélica. Si lo he men­cionado ha sido porque las preocupaciones de estos sacer­dotes parecen sintomáticas del desorden profundo que rei­na actualmente entre los más dóciles hijos de la Iglesia.

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1959

14 de marzo.

Gracias a una jira de conferencias he podido pasar unas cuantas semanas en una provincia de la parte Oeste. He tenido, pues, ocasión de conocer muy de cerca las estruc­turas religiosas de una comarca cristiana y practicante en toda su extensión. En todas partes me han acogido con los brazos abiertos, y de poder aceptar todas las invita­ciones recibidas, tendría aseguradas casa y comida por un montón de años. Sin embargo, tengo la impresión de que nunca podré acostumbrarme a la sidra como al vino y bien pronto me he cansado del calvados que mezclan con el café y que debe saborearse a cada instante.

Como en todas las regiones donde predomina la prác­tica del cristianismo, los curas son de un autoritarismo sor­prendente. Sólo en algunos sacerdotes, antiguos miembros del movimiento de Marc Sangnier, se advierte determinada inquietud por los grandes problemas que actualmente con­mueven al mundo y a los que la Iglesia no puede quedar

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ajena. En su mayoría sólo se preocupan de combatir a los maestros y a la escuela laica.

Ayer, después de la conferencia, vino a visitarme una maestra. Me expuso la difícil situación que ha produci­do la hostilidad del cura hacia la escuela pública. En cada una de las tres aldeas que forman la parroquia hay una escuela con una sola clase del grado elemental. Mi in-terlocutora es católica practicante y antigua militante je-cista. Una de sus compañeras es protestante, aunque nada sectaria, y a la otra, que no practica religión alguna, le preocupa grandemente el problema de la fe y desearía ser instruida al respecto. La parroquia carece de escuela, y, por lo tanto, no hay planteada ninguna cuestión de com­petencia. Esto no impide que, dos veces de cada tres, el cura consagre el sermón dominical a vituperar la "escuela sin Dios" y a prevenir a los padres contra el peligro que corren sus hijos en contacto diario con esas impías que son las maestras. Naturalmente, éstas se sienten ofendidas y el ambiente enrarecido que se crea perjudica a la comunidad entera.

Sin mencionarle las confidencias que he recibido, inten­to convencer al cura de que comete un grave error hacién­doles la guerra a las maestras. ¿Acaso no sería mejor, ya que también a él le interesa la educación de los niños, que se entendiera con quienes tienen a su cargo el cum­plimiento de esa misión? Todo resulta inútil. Me produce la impresión de estar hablando en chino, hasta tal punto concibe como algo natural el enfrentarse a ellas.

Me pregunto si no será más que una especie de pre­texto; si al no sentirse con valor suficiente para hablar a sus feligreses, tan apegados a sus intereses materiales, de

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las exigencias de la caridad cristiana, el pobre sacerdote, de cortos alcances, intenta descargar así, impunemente, toda su agresividad contenida sobre las maestras. Mientras tanto, la Iglesia y la educación de los niños resultan per­judicadas.

16 de marzo.

No hay duda de que el abate P., hombre inteligente y activo, es uno de los sacerdotes más intelectualmente pre­parados de la diócesis. Manifiesto el asombro que me produce el verlo, llegado ya a los sesenta años, cuidando una pequeña parroquia, cuando tendría que estar ocupan­do cargos más importantes. Entonces fue cuando me en­teré de su historia.

Entusiasta seguidor del movimiento de Marc Sangnier, se ha pasado toda la vida, y expuesto a toda clase de per­secuciones solapadas, en una diócesis sobre cuyo clero ha ejercido gran influjo el pensamiento de Maurras, y en la que el castillo de los señores, hostil por naturaleza a la de­mocracia, aún sigue presidiendo toda la vida parroquial. Está claro que P. no es persona grata a la casta de pode­rosos que lo tienen por el "cura rojo" de la provincia. Hom­bre de carácter, jovial y combativo, ha bautizado a su pe­rro con el nombre de Demo y a su gata con el de Cracia. Cuando pasa por delante suyo un partidario de Maurras o de la reacción se pone a llamar a gritos a sus dos beste-zuelas: ¡ Demo-cracia! ¡ Demo-cracia!

El anciano obispo de la diócesis, monárquico y anti­demócrata, ha visitado la parroquia de P. con objeto de

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administrar a los niños el sacramento de la confirmación. Tras la ceremonia, penetra en el comedor para presidir el banquete de celebración, y ¿qué es lo primero que ad­vierte? Una enorme fotografía de Marc Sangnier circunda­da por una guirnalda de flores.

Fácil es comprender la razón de que el abate P. no haya salido nunca de su actual condición de cura de pa­rroquia pequeña.

19 de marzo.

No me atrevería nunca a afirmar que sean los curas los responsables perpetuos de la escasa armonía que reina entre la Iglesia y la Escuela. Me he encontrado con maestros de un anticlericalismo tan furibundo y poco inteligente como el clericalismo de bastantes curas. Sin embargo, me ha sido dado el comprobar recientemente que el sacerdote verdaderamente consciente de su misión pacificadora y conciliatoria puede hacer mucho para cambiar los malos hábitos regionales.

Como en la parroquia de la que anteriormente habla­mos, también en N., y por espacio de buen número de años, las relaciones entre el cura y el equipo de maestros han sido catastróficas. El cura no desperdiciaba ninguna ocasión de meterse con las llamadas fechorías de la "es­cuela atea". Los maestros le devolvían la pelota y hacían hincapié, aprovechando la clase de historia, en el carácter reaccionario de la religión y en lo que estimaban ridículo de las creencias y prácticas mediante las que se manifiesta. Aun siendo colindantes la escuela y la iglesia parroquial,

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sus habitantes no se saludaban nunca y al encontrarse fin­gían no conocerse. Cuando el cura pedía a los escolares que asistieran a algún oficio o a algún bautizo, los maes­tros se las arreglaban para poder impedirlo. Las discusiones sobre horas de catecismo y fechas de solemnes comuniones formaban parte integrante de las tradiciones locales. Hasta la gente del pueblo se dividía en partidarios del cura y par­tidarios de los maestros. En las elecciones no se votaba a de­terminado programa político, sino al candidato del cura o al de los maestros.

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Hace tres años fue nombrado en N. un nuevo capellán, sacerdote joven e inteligente. El mismo día de su llegada, después de haberse presentado al alcalde, su primera visita de cortesía fue a sus vecinos y profesores. Puede decirse que la acogida resultó poco correcta. El cura no se irritó en absoluto. Iba a la escuela a menudo, bien para atender a un niño, bien para ocuparse de tal caso social, o para solicitar algún servicio que no se niega entre vecinos de buena ley.

Se necesitó poco tiempo para cambiar el "ambiente" de la comunidad. Han terminado las guerras frías en reli­gión. Es cierto, los profesores no se han convertido al ca­tolicismo y el cura tampoco ha abandonado sus conviccio­nes. Sin embargo, sus relaciones no son sólo ya de exce­lente vecindad, sino incluso basadas en una verdadera amis­tad. Repetidas veces, los profesores invitan a su mesa al sacerdote y recibe pequeños servicios de la institutriz, siem­pre útiles a un hombre que vive solo. Se prestan mutua-

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mente sus libros y pasan juntos las largas veladas del in­vierno dedicándose a escuchar discos o bien simplemente a intercambiar ideas. Es así como las tres personas cultivadas del pueblo se hacen la vida más agradable.

Bajo este nuevo aspecto, desaparece el problema de los niños del coro o de las horas de catecismo. Éstas se fijan de común acuerdo, y es precisamente el cura quien seña­lará los asistentes a sus ceremonias. Pero lo más importan­te es que el sacerdote puede enseñar a partir de ahora el Evangelio, es decir, el amor y no el odio. Por fin las ene­mistades y divisiones de antaño desaparecen en este pueblo, ya que ambas partes han perdido a sus jefes.

25 de marzo.

En la mayoría de las conferencias que pronuncio en el Oeste, tengo un contradictor; se trata de D., joven y bri­llante profesor de Facultad. Con pasión e incluso a veces irritado pone en duda la veracidad del cuadro que trazo de la U.R.S.S. No obstante, me resulta fácil atraer a los asistentes, puesto que he estado en Rusia y D. jamás ha visitado este país.

La contradicción del señor D. contribuye al éxito de mí viaje. No creo que en esta región, tradicionalmente de derechas, la masa de católicos comparta mis ideas sobre el comunismo. Reprocho su ateísmo, su menosprecio hacia la persona humana. No creo que los grandes terratenientes que se hallan en mi auditorio respeten la dignidad de la persona humana, en las relaciones, por ejemplo, con sus empleados. Si temen el comunismo, se debe a que constí-

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tuye una amenaza para sus riquezas y posibilita el que sus subordinados puedan llegar a ser sus iguales. Pero el se­ñor D. es la oveja negra de todos los bien intencionados de la región. El hecho de que se oponga violentamente a mí, me sitúa, sin esfuerzo alguno, en "buen lugar", tenien­do en cuenta el espíritu de estas gentes lentas en su pen­samiento, y, a pesar mío, me convierto en el "defensor del orden y la propiedad". No obstante, ¡Dios sabe cuan cer­ca estoy de D., mucho más que de estas gentes, salvo en lo que se refiere a la apología del partido comunista!

D. es cristiano, incluso ferviente. Habiendo tomado par­te activa en la resistencia, y deportado a Alemania, como muchos otros cristianos, no cree posible la renovación de la Iglesia y del mundo sin una revolución que rompa con todos los privilegios y rutinas que nos impiden marchar adelante "en el sentido de la historia". Como muchos otros considera el comunismo como la fuerza revolucionaria por excelencia y, por consiguiente, debe olvidarse todo aquello que le opone a nosotros hasta el triunfo de la revolución. Más tarde se vería cómo salvaguardar la libertad del cris­tiano, y cómo proporcionar a la fe un nuevo campo de acción.

En París o Marsella, las ideas de D. no serían siquiera originales. En esta región no ocurre lo mismo, puesto que casi todos los cristianos confuden el Reino de Dios con el orden establecido. De este modo D. es infamado por to­dos sus correligionarios. No hay sacerdote que se atreva a frecuentarlo. Y, desgraciadamente, como es costumbre entre los beatos, se piensa en él y se le calumnia en razón de su vida privada. Algunos de ellos llegan al extremo de in­tentar enfrentarle con su mujer y sus hijos.

He ido a ver a D. a su casa, y me cuenta todo esto con una sonrisa maliciosa. Hasta ahora lo ha soportado todo, pero me doy cuenta de que su paciencia llega a su

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límite, y no me sorprendería en absoluto que dentro de poco rompiera públicamente con la Iglesia y se convirtiera en miembro del partido comunista. En este caso los bien intencionados se frotarán las manos de satisfaccción. ¿No habrán tenido razón al desconfiar de este "pez rojo del agua bendita"? Les parecerá inconcebible que puedan te­ner parte de la responsabilidad en la apostasía de este cris­tiano.

No pretendo justificar la actitud de D., sino de hacerla comprender a algunos sacerdotes despiertos e inteligentes. Es muy triste que un católico pase a ser cómplice del co­munismo. Y, sin embargo, ¡cuántos católicos son cómpli­ces del capitalismo y se aprovechan sin recato alguno del orden social injusto! Y, por el contrario, no son expulsa­dos de la sociedad cristiana; ningún sacerdote rehusa el fre­cuentarlos; ocupan lugares de honor en las obras y movi­mientos católicos. ¿Dónde está la razón para obrar dis­tintamente con respecto a D.? Si sus actitudes políticas ha­cen de él un pecador, pues bien, ¡que se le trate como a tal!, es decir, como se trata a los otros pecadores: con ca­ridad. La excepción hecha en su caso no hace sino forta­lecer en el espíritu de muchos la convicción de que hay dos tendencias en la Iglesia, y que su forma de actuar tie­ne una base esencialmente política.

4 de octubre.

Desde hace cinco meses soy el director de un periódico católico marroquí. Me sentiría herido si ello no fuera más que el "boletín íntimo del barrio católico" en este país is­lámico. Es necesario que los musulmanes lo lean y que contribuya al mejor conocimiento entre los creyentes de las tres grandes religiones monoteístas que profesan casi to-

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dos los habitantes de Marruecos: musulmanes, judíos, cris­tianos.

Lo que más me ha sorprendido a mi llegada a Marrue­cos, en mayo último, ha sido la ignorancia inimaginable de los cristianos de este país a la vista de los ocho millones de musulmanes. Me he dirigido a sacerdotes que habitan aquí desde hace veinte, treinta, incluso cuarenta años, con el fin de que me informen sobre las costumbres y creen­cias religiosas de los marroquíes. Nadie ha sabido decirme nada; tan sólo he podido escuchar nimiedades. Los mu­sulmanes son fanáticos e intolerantes, desprecian a los rou-mis y a los nazrani. Me han hablado también, claro está, de la poligamia y del relajamiento de las costumbres, et­cétera. Por otra parte, algunos elogiaban el coraje de cier­tos musulmanes, los cuales no expresaban temor alguno al arrodillarse con ocasión de la oración ritual, en las ca­lles y jardines públicos. Nadie de entre los que he interro­gado se ha tomado la molestia de hacer un estudio con­cienzudo del Islam, como lo hacen los Padres Blancos en Túnez. Incluso al llegar a Marruecos, yo mismo sabía muy poco sobre el Islam. Pero al menos he leído algunas obras de Massignon, del P. Abd-el-Jali, de Dermenghem; mis in­terlocutores nunca leyeron nada al respecto.

Ante el ejemplo dado por los sacerdotes, no es de ex­trañar que los cristianos laicos, en su mayoría, no estén mucho más documentados. En este país musulmán, viven en un barrio completamente aislado. Organizan ceremonias y reproducen obras exactamente iguales a las de Bretaña, Alsacia o Auvernia.

Naturalmente, hay excepciones felices. Hace unos días, mantuve contacto con algunos cristianos de Casablanca, cuya vida espiritual se basa en la comunión con los mu­sulmanes. Estudian a fondo el Corán y costumbres locales

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del Islam. Su oración se inspira en el deseo de compren­der y amar a los fieles del profeta. Pero, ¡qué pocos son dentro de la comunidad cristiana de Marruecos! Y, en cam­bio, son muchos los que hablan de los musulmanes como si fueran "paganos"; al parecer ignoran que también per­tenecen a la descendencia espiritual de Abraham.

Parece ser que la indiferencia que sienten los cristianos marroquíes por el Islam se debe al hecho de que todavía no se han librado del complejo de vencedores, y que na­die les ha hecho comprender que tal complejo se opone a las exigencias de una auténtica presencia cristiana. Pues­to que el ejército francés conquistó Marruecos, son supe­riores a los vencidos. Por "caridad", están dispuestos a per­mitir a estos últimos que se aprovechen de las riquezas de su propia civilización y tampoco rehusarían recibirles en la Iglesia de Cristo, siempre y cuando tengan la buena idea de solicitarlo. Pero les parece inconcebible que puedan aprender algo de los marroquíes, o que el Islam pueda aportar algo a su propia fe.

En cuanto a los sacerdotes, están aquí en calidad de capellanes del ejército francés. Lentamente, su ministerio se ha extendido de los soldados a los colonos; raras veces tienen conciencia de su calidad de misioneros. Hace pocos días, un joven sacerdote, muy activo, me lo confirmaba di-ciéndome: "Mis superiores me han enviado aquí para aten­der a los franceses, no debo ocuparme de nadie más.

Afortunadamente, sé que este estado de cosas está en camino de modificarse. Incluso el obispo parece afligido a causa de este aspecto de ghetto. Algunos sacerdotes jóve­nes se dedican a la reparación de errores u omisiones del pasado.

En las condiciones históricas actuales, no es momento para una acción misional tendente a la conversión de los

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musulmanes. No quiero decir con ello que éstos sean re­fractarios al mensaje del Evangelio, puesto que supondría afirmar que la religión de Cristo no es universal. Pero, sin duda, para los marroquíes y también para muchos musul­manes, nuestra religión representa la figura de una reli­gión europea colonialista. Para el espíritu de un musul­mán, ser cristiano supondría consentir en la dominación extranjera. Y, después de todo, en Marruecos se ha dado la funesta política berebere, política en la que los sacer­dotes no han sabido dejar de participar.

Evidentemente, desconozco los designios de Dios por lo que se refiere a Marruecos. Pero, humanamente, desde un punto de vista psicológico, hay que desistir de una conver­sión al cristianismo, mientras dure el régimen colonial, el cual tan sólo puede originar complejos de inferioridad y resentimiento.

No obstante, los cristianos y sus sacerdotes no están dis­pensados de su deber misional. Pero téngase en cuenta que ha de tratarse de una acción auténticamente cristiana, a la manera que lo hiciera Charles de Foucauld. Por lo de­más, es de este modo que lo conciben los cristianos isla­mitas a los que antes he hecho referencia.

J.° de noviembre.

Hasta hoy no he tenido la suerte de conocer al célebre P. Peyriguére. Me habían hablado de él, pero ¡el hombre está tan por encima de su reputación!

Procedente de Burdeos, el P. Peyriguére se encuentra desde 1928 entre una importante tribu berebere del Atlas Medio. Recordando el consejo de san Pablo y siguiendo el ejemplo de su maestro Charles de Foucauld, ha queri­do convivir con los bereberes. Lo ha conseguido de tal

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modo, que, si no fuera porque lleva cosido el Sagrado Co­razón en su túnica, no podría reconocérsele entre los de­más miembros de la tribu de los Ichqer. Del mismo modo que los esposos que se han amado siempre, llegan en la vejez a identificarse de tal forma que parecen ser herma­nos, el Padre se ha convertido en un beréber, incluso fí­sicamente, hasta el punto de que los turistas lo toman por un representante típico de la raza.

Numerosos musulmanes no han hablado siempre del P. Peyriguére con la veneración y respetos debidos. Al pare­cer, en el Atlas Medio se le considera como un gran "ma-rabut" (santo). Las gentes viajan durante días enteros a lo­mos de un asno o un camello, para pasar las noches en las inmediaciones de su ermita. Poder dormir con la cabeza apoyada en una de las piedras pisadas por los pies del marabut supone recibir la "baraka", la bendición de Dios.

¿De qué modo la ermita se ha impuesto a la descon­fianza y xenofobia tradicionales de un pueblo conocido por el enorme apego a sus particularismos? En el curso de los primeros años, se le apreció sin duda por los cuidados mé­dicos que prodigaba de un modo totalmente desinteresado. "Sableando" a sus amigos franceses y marroquíes, pudo so­correr a numerosos pobres. Y, sin embargo, muchos reli­giosos han actuado de la misma forma, sin poder llegar a gozar de la misma posición moral.

Parece claro que la fama del P. Peyriguére se debe, so­bre todo, a los ojos de los autóctonos, a su enorme in­dependencia por lo que se refiere a la administración. Ni los espíritus más maliciosos podrían considerarle como un agente del gobierno. Por el contrario, con una independen­cia encomiable y un coraje vivo, nunca dejó de solidari­zarse con su tribu cada vez que las autoridades de control parecían culpables de alguna injusticia o de haber tole-

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rado alguna exacción. Los bereberes tienen más necesidad de la justicia que de la limosna.

Por otro lado, el problema se presenta casi en todas partes, al menos en la época actual. Es una lástima que la jerarquía eclesiástica en Francia y otros países, no haya comprendido aún que, en nuestro mundo, Cristo no pe­netra en los corazones a través de la creación de unas escuelas y ocupándose del alimento del pueblo. La socie­dad temporal está suficientemente capacitada para hacerse cargo de las tareas de educación y asistencia. Ocupando un lugar de vanguardia en la lucha por la justicia social, por la paz, contra la bomba atómica, etc., la Iglesia po­dría hacer llegar a los hombres de nuestro siglo, la "bon­dad y grandeza" del amor de Dios. Nuestra caridad, en este aspecto, no está a la altura de las miserias del mundo moderno. Nos comportamos como si nada hubiese cambia­do desde la Edad Media.

9 de noviembre.

Mis deberes de director de un periódico me obligan a asistir a "cocktails" y otras mundanidades. Decir que no me complace sería falso. Habiendo vivido hasta ahora apar­tado de la vida mundana, siento deseos de iniciarme en esta faceta. Adaptándome fácilmente, incluso con demasia­da facilidad, a estas situaciones y a este medio ambiente, me he identificado, con mayor rapidez de la que creí en un principio, con las conversaciones fútiles y "brillantes" que son de rigor en este tipo de reuniones. De regreso a casa siento dentro de mí el asco y la humillación.

Ayer por la noche me encontraba en un salón "muy distinguido". La "élite intelectual" de Casablanca estaba

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allí representada por algunos de sus más prestigiosos miem­bros (¡en verdad, un prestigio muy exagerado!); las damas elegantes hicieron muestras de su ingenio para mostrar su cultura y sus preocupaciones metafísicas. Con el vaso de whisky en una mano y el canapé de caviar en la otra, una de esas damas se me acercó, diciéndome con zala­mería :

"Mi reverendo Padre, muchas veces me pregunto por qué Dios permite la tentación. Si ésta no existiera, no pe­caríamos y la marcha del mundo sería mucho mejor."

No me gustan las discusiones religiosas y filosóficas en el ambiente impúdico de los cocktails. Parecerían una pro­fanación. Y es evidente, por otra parte, que la persona que se me acerca no busca la verdad, sino simplemente hacerse pasar por inteligente. Así, pues, le respondí con aire muy serio:

"Pero, señora, Dios permite la tentación para que us­ted experimente el placer de sucumbir en ella."

¿Habrá comprendido el sentido de mis palabras? En todo caso, creo que no deseará confiarme sus "problemas de conciencia". El cargo de abad de salón no me atrae lo más mínimo. Si asisto a estos salones se debe simplemente a motivos de curiosidad y no para admirar la fauna que los frecuenta.

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5 de febrero.

En realidad, al doctor D. no se le puede considerar un creyente. Y, no obstante, no sólo se interesa por las cosas que atañen al espíritu de los demás y respeta la fe de su prójimo, sino que también se preocupa por el problema religioso. Un congreso internacional celebrado en Roma le permitió pasar quince días en aquella ciudad, lo que sir­vió para que se iniciara, en la medida de sus posibilida­des, en la Roma cristiana. Las numerosas solemnidades con motivo del Año Santo le hicieron esta iniciación más lle­vadera.

Como a la mayoría de los visitantes de la Ciudad Eter­na, le ha sorprendido la fastuosidad anacrónica del Vati­cano, las riquezas inmovilizadas de las basílicas y otras iglesias. ¿Cómo reconocer en este marco al Cristo pobre y humilde del Evangelio? Ha sido un acierto por mi par­te, significarle la simplicidad de la vida personal del Papa. Desea creer de buena fe que el Santo Padre vive pobre­mente y que no se beneficia en absoluto de las riquezas del Vaticano. Pero el escándalo, lejos de disminuir, se acre-

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cienta. "¿No es un crimen, me dice, que en una época en la que existe tanta miseria, innumerables riquezas estén to­talmente inutilizadas"?

Los cristianos de la Edad Media parecían muy acordes con que la pobreza individual de los religiosos fuera a la par con la riqueza y suntuosidad de monasterios y conven­tos. El doctor D. y la mayoría de los hombres de nuestros días tan sólo ven aquí la hipocresía, cuando no se trata de avaricia. ¿Están en realidad equivocados? ¿No es cierto que los papas, a través de sus encíclicas sociales, ense­ñan que los bienes no están destinados a la posesión de los particulares, sino para satisfacer las necesidades de todos los hombres? Los moralistas cristianos reconocen que los bienes inutilizados por su propietario y necesarios a otros, pueden ser objeto de expropiación. Por otra parte es el argumento clásico para justificar la colonización. "Así pues, se dice, al igual que el doctor D., ¿cómo es posible com­prender que innumerables riquezas duerman en las sacris­tías y tesoros del Vaticano, en una época en que la so­lidaridad humana se manifiesta con mayor fuerza que nun­ca?" Las coronas de oro y piedras preciosas que se ob­servan en las estatuas de los santos, lejos de provocar la admiración y de inspirar la piedad, producen en la actua­lidad indignación.

¿Conocen las altas esferas eclesiásticas la forma de pen­sar de las gentes de nuestros días, por lo que respecta a este punto? Para la evangelización del mundo moderno, el retorno a la simplicidad y pobreza de antaño proporcio­naría a la Iglesia una mayor eficacia, incomparablemente superior a la que proporcionan las peregrinaciones y proce-

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siones, y la contemplación de milagros en Lourdes o Fá-tima.

6 de febrero.

Sin duda alguna, desde hace algún tiempo, se me habla mucho de la infidelidad de la Iglesia a la pobreza evan­gélica. Anoche, recibí a un importante industrial, profun­damente católico y entregado con ardor a su parroquia. Al igual que los demás, le sorprende el delirio de "grandeza" de su sacerdote. Al parecer, no hay ningún in­dustrial que posea un despacho tan lujoso como el del cura. Los muebles son de roble macizo, y un bar ameri­cano, repleto de botellas de las más variadas marcas y precios, adorna su despacho; es propietario de un magní­fico automóvil americano, etc. Lo más sorprendente es que el sacerdote en cuestión es franciscano, hijo espiritual del Poverello.

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Confieso que a mi llegada a Marruecos, me sorprendió el estilo de vida ultra-aburguesada, adoptado por la mayo­ría de los franciscanos de este país. He leído las Fioretti, he leído numerosas "Vidas de San Francisco". Por ello ima­giné que los franciscanos, que constituyen la mayoría del clero en Marruecos, atestiguarían la pobreza evangélica ante el pueblo musulmán y ante los colonos dedicados ex­clusivamente a la acumulación de bienes materiales. Pron­to la realidad me confirmó lo contrario. Es cierto, algu-

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nos de ellos viven sumidos en la mayor pobreza y San Francisco, sin duda, estará satisfecho de ellos. Pero la ma­yoría, hacen tal ostentación de lujo, que los "curas impor­tantes" de París, en comparación con aquéllos, harían el papel de pobres.

¡Los franciscanos no quieren entregarse a la evangeli-zación de los pobres! Debido a la falta de religiosos, no pueden hacer frente a todas las necesidades parroquiales de Marruecos, por lo que se han visto obligados a ceder cierto número de parroquias a los Padres Salesianos, a los Hijos de la Caridad, e incluso a los seculares. Contrariamen­te a lo que se pueda pensar, han cedido las parroquias populares y pobres y no las pertenecientes a la burguesía. ¡Los hijos del Poverello, de este modo, se han reservado el derecho de evangelizar a los ricos de la tierra! Dado que ni su formación espiritual ni su cultura están a la altura para ejercer este tipo de ministerio, los resultados, naturalmente, son lamentables. Deslumhrados por la cultu­ra y educación burguesas, no les predican precisamente las rudas exigencias del Evangelio. Por el contrario, se compla­cen en frecuentar las "gentes bien" y adquieren, sin el menor espíritu crítico, todos los prejuicios de clase y se convierten en celosos defensores de sus privilegios. Con ello llegamos a la conclusión de que los franciscanos son los partidarios más adictos del régimen colonial y, por ende, hostiles a todo movimiento de emancipación del pueblo marroquí.

¡Pobre San Francisco! ¡Pobre Dama Pobreza!

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11 de marzo.

Durante los primeros tiempos de mi conversión, me ma­ravilló la pureza de corazón y la juventud de espíritu de los moradores de monasterios y conventos que tuve ocasión de visitar. En el curso de su paseo semanal, los benedic­tinos se divierten y ríen como lo hacen los niños. Obser­vándolos, es fácil comprender lo que quiso decir Jesucris­to al ordenar a sus discípulos que fueran parecidos a los niños.

Por otra parte, el espíritu infantil no es un privilegio de los monasterios. En mis tiempos de profesor, pude com­probar, en numerosas ocasiones, que los estudiantes católi­cos hacían gala de mayor alegría que los demás, que en­contraban divertidos cantos y juegos, insulsos para los no católicos. Era fácil reconocer a los no cristianos por su aire serio y más preocupado. No quiere esto decir que los católicos no tomasen en serio la existencia en general y sus estudios en particular; pero no se preocupaban tanto de los problemas del presente; conseguían aparentar cierto aire de indiferencia, incluso cuando participaban de las angustias del mundo y de las inquietudes de la juventud.

Sin embargo, el espíritu evangélico infantil no debe con­fundirse con el infantilismo, la puerilidad. Actualmente, comprendo a la perfección este punto de vista, más aún después de haber compartido la mesa, durante un año, con una docena de religiosos. Sus conversaciones no eran supe­riores a las que puedan mantener muchachos de trece a catorce años. Ninguna comprensión ante los grandes pro­blemas del mundo; tampoco ante los desvelos apostólicos de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Las bromas, tan

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frecuentes en estos casos, no eran solamente pueriles, sino de una extrema banalidad. Cada vez que un invitado se encuentra en la mesa episcopal, puedo observar la confu­sión que muestra Monseñor: lógicamente se ha de encon­trar molesto por las tonterías que cuentan sus hermanos de religión.

23 de mayo.

El Padre E. está muy furioso. En Marruecos he pre­sidido y organizado dos conferencias de Jean Herbert; una sobre "Yogas y cristianismo"; la segunda sobre "Contribu­ción del hinduismo al mundo de mañana". El numeroso público asistente siguió con la mayor atención el exce­lente discurso del hombre a quien Francia debe casi todo lo que conoce acerca de la espiritualidad hindú.

Jean Herbert es católico. Su admiración por el hinduis­mo no fue razón para renegar de la fe de sus padres. Pero su profundo conocimiento de las demás religiones no le permite este orgullo pueril de que hacen gala esos cristia­nos que creen, con la mayor ingenuidad, ser los únicos po­seedores de la verdad divina y que tachan de idólatras y paganos tanto a los hindúes como a los musulmanes. No sólo puede comprobar que la religión hindú permite a los humanos alcanzar un grado altísimo de unión con Dios, sino que también nosotros, los cristianos, podemos apren­der mucho de ella. Esto no quiere decir que debamos abra­zar la religión hindú, sino simplemente que ésta es un ins­trumento para completar nuestra propia religión cristiana. "A menos, dice Herbert, que un cataclismo mundial no

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destruya lo que hasta ahora se ha aprendido a través de miles de años, parece ser que el mundo de mañana no esta­rá como en el pasado, dividido en numerosas sectas casi es­tancadas, y que viven sin que hayan tenido nunca un co­nocimiento mutuo entre ellas. La cultura y modo de vida de la humanidad futura, pueden constituir la síntesis pode­rosa de los elementos de riqueza adquirida o conservada por el elemento humano actual. Y esa síntesis incluso po­dría colocarnos en un plano de conciencia netamente supe­rior al que hasta la hora presente hemos vivido."

Estas palabras, y otras parecidas, dieron lugar al escán­dalo que me produjo el Padre E., después de pronuncia­da la conferencia ante un auditorio numeroso. " ¡ No os avergüenza — exclamaba — permitir que se diga que la luz que iluminará a los hombres, procederá del Ganges y no del Tiberíades!"

No obstante, Jean Herbert no ha dicho jamás algo se­mejante. Ni siquiera es el predicador de tal o cual tenden­cia religiosa. Por tanto, ya que ningún teólogo ha pre­tendido que fuera del cristianismo no puede hallarse va­lor alguno auténticamente religioso; ni que exista en su seno, incluso in actu, toda la verdad religiosa, ¿por qué no nos ha de ser permitido instruirnos a base de la experien­cia espiritual de los hindúes? Éstos, por su parte, aumen­tan sus conocimientos por medio de la lectura y estudio de los Evangelios y su contacto con la tradición místico-ascé­tica cristiana, enriqueciéndose, al mismo tiempo, espiritual-mente. Los Padres de la Iglesia se han instruido a base de las fuentes bíblicas del judaismo, al mismo tiempo que con las religiones y misterios de Oriente y con el neo-

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platonismo, sin que la originalidad del cristianismo haya sufrido el menor menoscabo.

Me deja perplejo el encuentro con cristianos parecidos al Padre E. Si desconociera los mecanismos psicológicos, podría interpretar su intolerancia como un simple exceso de su unión con Jesucristo. Más tarde me esforzaría en ha­cerles comprender que la fidelidad hacia Cristo no entraña un comportamiento sectario. Les recordaría el ejemplo de San Justino, filósofo mártir del siglo segundo, quien admi­raba extasiado la obra del Verbo de Dios en el marco de la filosofía, la poesía y la escultura griegas y romanas. ¿Por qué no podríamos admitir que el Espíritu pueda ma­nifestarse del mismo modo entre hindúes y musulmanes?

La experiencia que he podido adquirir sobre el incons­ciente humano, me enseña que, en realidad, la intolerancia no es más que la compensación de una fe frágil. A causa, precisamente, de la falta de seguridad en la verdad cristia­na, se juzga necesario no estudiar lo que hay de verda­dero fuera del cristianismo. Sabiendo esto, me resulta difícil culpar a esos cristianos de su intolerancia. ¿No es lógico que se aferren a su fe? Evidentemente, sería mucho me­jor que esta fe fuera auténtica, y que, por tanto, no debiera protegerse, del mismo modo que se protege todo lo débil e infantil. Pero aquí nos encontramos con otro pro­blema distinto; no basta averiguar lo que sería mejor para hallar la solución.

Muchas veces he sorprendido a cristianos debido a mi entusiasta simpatía por el islam o el hinduísmo. (El cono­cimiento que poseo sobre el hinduísmo se lo debo en su mayor parte a Jean Herbert.) Sin embargo, lejos de apar­tarme de la religión cristiana, esa simpatía y ese entusias-

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mo no hacen más que aterrarme con más fuerza a ella. Me ha apenado un poco el saber que los cristianos hayan podido turbarse por causa de los descubrimientos de los historiadores del siglo xix que establecen una gran similitud entre los dogmas y ritos cristianos, por una parte, y las creencias y prácticas de culto de otras religiones, por otra. Por regla general, no se da una idea exacta de la auténtica novedad del hecho cristiano en la historia religiosa de la humanidad.

20 de agosto

Francois, antiguo alumno de la Escuela Normal Supe­rior, profesor de literatura, se ha preparado asiduamente, desde hace varios meses, para ser bautizado. Aun pertene­ciendo a la élite, ha reconocido en el cristianismo la exis­tencia de la mística por excelencia, el único medio de sal­var a la humanidad de los males que lleva consigo el to­talitarismo y el materialismo. Poco a poco ha llegado a comprender el carácter inmensamente sobrenatural de la re­ligión de Cristo, y es por este motivo que pidió ser bau­tizado. Su madre es de origen israelita y su padre pro­testante, pero ambos profundamente ateos, y el hijo fue educado en el culto a la razón, la ciencia y el progreso. Francois no ha renegado ni de la razón, ni de la ciencia ni del progreso, pero se ha percatado de su insuficiencia, y sólo en la fe cristiana ha encontrado su necesario per­feccionamiento .

A una hora determinada, entra discretamente en mi des­pacho; ante mí deposita un libro delgado y con gran tris-

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teza, me dice: "después de esto, no sirve de nada el bau­tismo". Sólo una mirada me basta para ver que el libro fatal es la última encíclica de S. S. Pío XII, Humani Ge-neris. Este documento, que emana del primer magistrado de la Iglesia, le parece que condena todo lo que ha en­contrado de bueno en el catolicismo, a lo largo de varios años, sintiéndose a sí mismo afectado de herejía. En esta encíclica cree hallar la justificación de todas las acusacio­nes de su padre y otros laicos contra el oscurantismo me­dieval de la Iglesia romana.

¿Qué puedo decir ante el desconcierto de mi amigo? Le explico que la encíclica no contiene ninguna condena explícita, y que no se trata más que de una defensa con­tra las posibles desviaciones de determinadas orientaciones intelectuales del catolicismo francés. Le significo la dife­rencia existente entre encíclica y definición dogmática; la primera puede ser objeto de correcciones por medio de ul­teriores documentos del magisterio ordinario de la Iglesia. Sin embargo, no hablo con seguridad, puesto que si la en­cíclica Humani Generis hubiese aparecido en aquellos mo­mentos en que yo buscaba la luz, jamás me hubiese adhe­rido al catolicismo.

Durante el reinado de Pío XI y los primeros años de su sucesor parecía que la Iglesia iba a dar un paso en firme hacia adelante. Las encíclicas sociales, la Acción Católica, los nuevos métodos misionales, la renovación de los estu­dios bíblicos y teológicos, la popularidad de que parecían gozar los cristianos-demócratas en el Vaticano, el vigor ex­perimentado por los investigadores y pensadores de van­guardia, todo ello inducía a creer que la Iglesia se apartaba del mundo pretérito para dedicarse plenamente al mundo

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de mañana. Podía comprobarse con la mayor alegría que los obispos, al menos en Francia y Alemania, eran escogi­dos de entre los sacerdotes conocidos por su espíritu "avan­zado".

Es cierto que los anticlericales impenitentes se resistían a creer que la Iglesia ya no fuera el apoyo principal de todas las reacciones y conservadurismos. En su pretendido "progresismo" no veían más que una maniobra táctica. Así se daban a conocer las bendiciones papales a las tropas de Mussolini que partían a la conquista de Etiopía. Sin em­bargo, fue fácil poner en duda el fundamento de esas acu­saciones. En todo caso, la vitalidad extraordinaria del cato­licismo francés, claramente de "izquierda", bastaba para persuadir a los hombres no suficientemente preparados que no podría acusarse a la Iglesia de conservadora, sin obrar de mala fe. La acogida dispensada por el jefe del gobierno francés del Frente Popular al legado de S. S. Pío XI, per­mitió confiar en una reconciliación del cristianismo con el mundo moderno, aceptada en el espíritu de los no católicos e incluso por los adversarios tradicionales^ del catolicismo. La conversión al catolicismo de numerosos intelectuales constituyó la consecuencia directa de este nuevo estado de ánimo.

Apenas Pío XII fue elevado al solio pontificio, declaró la condenación, anunciada por su predecesor, del maurra-sismo,1 la cual no tuvo la mejor acogida. No obstante, era fácil de explicar que no fue la Iglesia quien cambió de actitud, sino que fueron los partidarios del maurrasismo

1. Doctrina del famoso ensayista sociopolítico francés Charles Maurras. (Nota del Traductor.)

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quienes negaron sus errores de antaño. Basta leer L'Action Frangaise para percatarse de que éstos no se comportaban como niños arrepentidos, sino más bien como inocentes a quienes se había hecho justicia y que no esperaba más que la hora de su venganza.

La destitución, durante la Liberación, de cierto núme­ro de obispos por su colaboración con el vencedor provi­sional nazi; el nombramiento en su lugar de hombres muy familiarizados con las nuevas ideas; la exaltación al carde­nalato de Monseñor Saliége, cuyo valor en la ocupación no era un secreto para nadie, y que no escondía sus sim­patías por las ideas y hombres de vanguardia, producían la impresión de que la Iglesia había "comprendido".

Sin embargo, a partir de 1946, empezaron a circular ru­mores acerca de la próxima condena de la revista Esprit, de Témoignage Chrétien, de cierto teólogo, particularmen­te de moda en aquella época. Las gentes conocedoras de los asuntos romanos, contaban que el Papa, ya viejo, sufría cada día con más fuerza la influencia de una especie de coalición integrada por elementos piadosos y reaccionarios. El éxito obtenido por el mundo comunista en Francia e Ita­lia, las dificultades con que se encontraba la Iglesia en los países dominados por el comunismo, constituían un exce­lente argumento para los "integristas" contra todos aquellos que querían independizarse de la tradición. El fantasma del peligro comunista serviría de pretexto para sospechar de los cristianos de izquierda, así como de los filósofos, teólogos, exegetas, sabios, economistas, partidarios del mo­vimiento ecuménico y de la reforma litúrgica, es decir de todos quienes parecían querer romper con la rutina y el con­formismo. A todos se les consideraba cómplices del comu-

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nismo. No obstante, teníamos ciertas dudas en creer que los integristas alcanzarían su objetivo. ¡Parecía tan bien pre­parada su campaña!

El primer aviso grave lo constituyó la depuración de un grupo caracterizado por su vida intelectual intensa. Mu­chos de los principales maestros de la renovación teológi­ca fueron desposeídos de sus cargos, y, la mayor parte, dispersados en distintas ciudades. Es bien claro, y ello no constituía un misterio, que estas medidas se tomaron para impedir que los rayos del Vaticano recayeran sobre los hombres que eran la gloria y el honor de su Orden. Así pues, cuando, apenas hace un mes, apareció la Encíclica Humani Generis, he tenido ocasión de leerla sin experi­mentar demasiada sorpresa.

o o o

¿Por qué me ha de sorprender la renuncia al bautismo de Francois? Los fariseos podrán escandalizarse cuando se les diga que se es cristiano porque se cree en Jesucristo y no por simpatía hacia una determinada teología o filo­sofía, y mucho menos por razones de tipo político. ¿Quién puede negarlo? Pero no somos espíritus puros. Incluso apu­rando la verdad espiritual, los humanos no pueden adhe­rirse realmente a la doctrina de Cristo, sino mediante una asimilación psicológica, que al fin y al cabo no podría abstraerse de nuestros impulsos subjetivos. Un cambio de orientación de la Iglesia en lo que concierne a su actitud hacia nuestra época, no justificaría ni podría explicar, que se separara de ella quien en la actualidad le pertenece. Pero comprendo perfectamente que para los catecúmenos suponga un grave obstáculo, incluso insalvable.

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Si en el momento en que nació en mí el interés por el catolicismo, hubiese encontrado, en lugar de cristianos siempre prestos a luchar por la encarnación del Verbo en la historia de nuestro tiempo, a beatos e integristas, muy probablemente la gracia de Dios no hubiese triunfado so­bre todo aquello que suponía un obstáculo para la misma.

25 de septiembre.

Desde hace un mes, tan sólo oigo hablar del integris-mo. Varias cartas de mis amigos me enteran que el caso de mi compañero Francois no es único ni aislado, que ya no se dan las conversiones de los intelectuales al catolicismo y que aquellos que se encontraban en las puertas de la Iglesia han retrocedido. Los integristas triunfan.

Según informaciones llegadas de Roma, el Santo Padre se había sorprendido y preocupado al mismo tiempo ante las reacciones ocasionadas por su reciente encíclica. Se dice que el texto que en un principio fue sometido a su decisión era mucho más explícito en lo que a las conde­nas se refiere; que el Papa había rehusado firmarla man­teniéndose en la idea de lo que significa una encíclica, es decir una defensa solemne, sin que nadie se sienta objeto de una condena, y, sobre todo, sin que nadie pueda uti­lizarla con fines partidistas. Además, Pío XII se esforzó, en numerosas ocasiones, en atenuar las conclusiones dema­siado absolutas que se han querido deducir de su ense­ñanza.

He leído muchas veces Humani Generis. Es probable

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que el Papa no estuviese muy al corriente de los exáme­nes precisos de aquellos que habían preparado el docu­mento. A nadie que esté bien informado sobre la historia contemporánea de la Iglesia de Francia, le resulta difícil inscribir en la cabecera de cada párrafo, el nombre de los más relevantes jefes de vanguardia de la renovación reli­giosa de nuestro país. El uso odioso que los integristas ha­cen de la encíclica, está claramente favorecido por las pa­labras mismas de este documento. En cuanto a la idea que animó al Papa al firmarla, es muy fácil interpretarla si nos atenemos a las necesidades de la causa.

¿Es casualidad que los pensadores más censurados, son los que a mí me parecen los intérpretes más fieles del Evangelio y de su espíritu?

o * «

La encíclica se lamenta de esos católicos —teólogos, filósofos y sabios— quienes, "temiendo ser considerados ignorantes de los descubrimientos de la ciencia en esta época de progreso, se esfuerzan por sustraerse a la direc­ción del Magisterio, y, a causa de ello, se encuentran en peligro de alejarse inconscientemente de las verdades reve­ladas y de arrastrar, asimismo, a los demás". Este peligro no es imaginario. Sin embargo, la falta no incumbe exclu­sivamente a los que incurren en ella. Si los religiosos sólo intervinieran dentro de los límites de su competencia, to­dos los católicos les escucharían con el mayor respeto. La causa no es otra que la jerarquía eclesiástica pretende en­tender en todo —fútbol y técnica veterinaria, aeronáutica y ginecología— y muchos, por este motivo, no escuchan

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con atención aun cuando se habla de los sacramentos y ¿e

la moral. ¡Tanto es así, que lo más nocivo a la verdadera autoridad son los abusos del autoritarismo!

26 de septiembre.

Desde que soy católico, nunca he tenido la menor di­ficultad para creer en los dogmas enseñados por la Iglesia. Sin embargo, me esfuerzo — y conste que no es por es­nobismo ni por cualquier táctica apologética—, en estu­diarlos y examinarlos según un concepto distinto al emplea­do en la escolástica. No niego que el racionalismo de Aris­tóteles y de Santo Tomás hayan dado respuesta, durante mucho tiempo, a las estructuras mentales de los cristianos que buscan el entendimiento de su fe. Sin duda, esta con­cepción todavía satisface a muchos. Pero por lo que a mí respecta y para la mayor parte de la gente cultivada que ha escuchado, a través de mi palabra, el mensaje de Jesucristo, esa filosofía resulta absolutamente extranjera. O bien nos esforzaremos en comprender y explicar la ver­dad revelada a base de conceptos que nos son familiares, o bien deberemos resignarnos a la "fe del carbonero", esa fe tan bella en el carbonero, pero que aparece como una monstruosidad cuando se trata de personas que no ejercen esta honrosa profesión.

Sin embargo, se me ha dicho que un Concilio definió solemnemente que la revelación cristiana no estaba ligada a ningún sistema filosófico, científico o teológico. Actual­mente, ¿no podría ser eso cierto?

Dios me guarde de menospreciar "la doctrina común-

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mente enseñada". Ni siquiera menosprecio el sistema que se emplea para enseñarla. Me contento con comprobar que este método, en lugar de servir de instrumento eficaz a la verdad revelada, no es más que un obstáculo para las per­sonas cultivadas de nuestra época.

27 de septiembre.

Los integristas acusan a ciertos teólogos de "irenismo". Este nuevo pecado consistiría, en particular, en reconocer que los cristianos separados de Roma, no están totalmente equivocados; que para la unión de los cristianos, la Igle­sia debería reconocer sus propios errores.1 Se quiere hacer aquí referencia a un dominico, campeón de lucha en fa­vor de la unión de todos los cristianos, autor de una obra reciente, severamente censurada en Roma.

El Padre C , que consagró toda su vida a la destruc­ción de los muros levantados entre los discípulos de Cris­to por los prejuicios y la ignorancia mutua, me dijo un día: "El mayor obstáculo para la reconciliación y unión de los cristianos se encuentra en Roma. Es posible llegar a un acuerdo por lo que se refiere a los dogmas. Los cris­tianos separados, admitirían la primacía del Papa a condi­ción, sin embargo, de que aquélla se entienda en un sen­tido menos totalitario, más democrático. Pero existe la ad-

1. Obsérvese cómo en este libro, escrito mucho antes de que ni remotamente se hubiera pensado en la celebración del Concilio Ecuménico Vaticano II, se expusieron muchas ideas que han sido defendidas y algunas aprobadas o confirmadas en este reciente Concilio. (N. del T.)

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mínístración eclesiástica, en exceso similar a los gobiernos temporales de los imperios. En efecto, sería necesario no saber nada en materia de historia de la Iglesia para creer que un patriarca de Antioquía o Constantinopla —cuyas Iglesias son de origen apostólico — pueda consentir en re­cibir las órdenes de los monsignori de las congregaciones romanas. Ya es bastante sorprendente que se resignen a ello los obispos de la Iglesia latina."

Los "irenistas" nunca han puesto en duda un solo dog­ma de la fe católica. Pero, puesto que toman muy en serio la palabra del Señor — "Sed uno, como el Padre y yo so­mos uno" —, no adoptan frente a los ortodoxos y a los pro­testantes una postura similar a la del juez, sino que se pre­sentan como verdaderos hermanos. Conociéndolos mejor que los demás católicos, saben muy bien que entre los cristianos separados de Roma hay pocos heréticos, en el sentido formal que da a esta palabra la teología católica. Si permanecen separados de la Iglesia visible, ¿no somos los católicos culpables en gran parte? La imagen que pre­sentamos de la Iglesia de Cristo, ¿es conforme al deseo del Señor, para que todo hombre de buena voluntad pue­da reconocerla?

Si se condenara al irenismo, ¿qué actitud deberíamos adoptar en nuestras relaciones con los protestantes?

2 de octubre.

Sin duda, me habré mostrado injusto con Pío XII. Mis amigos y yo mismo tenemos una idea exagerada respecto

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a la buena acogida que el Papa reinante dispensa a las campañas de denuncia y calumnia de los integristas.

Monseñor X., a quien profeso absoluta confianza, hace poco tiempo ha visitado ad limina, al Sumo Pontífice. Éste le ha dispensado una acogida calurosa y se ha mostrado muy comprensivo en lo que hace referencia a las preocu­paciones apostólicas de vanguardia. Le ha apenado el uso que hacen algunos hombres de alguna de sus encíclicas y ha repetido que jamás ha tenido la idea de condenar a los investigadores audaces. Monseñor X. se ha impresiona­do mucho al comprobar el espíritu eminentemente sobre­natural del Soberano Pontífice. "Es inconcebible —me dice— que el Papa pueda dejarse guiar por móviles que no sean los de una concepción muy elevada de su misión."

Por el contrario, el obispo ha tenido muchas veces la ocasión de constatar que el mundo circundante del Papa está lejos de poseer esta serenidad sobrenatural. En su mun­do abundan las intrigas políticas. Muchos parecen estar ins­pirados por un miedo malsano del comunismo, miedo más humano que cristiano. Los integristas estarán muy bien por los monsignori del Vaticano, porque, de forma muy hábil, se dedican y se esfuerzan en causar la confusión entre los que luchan por la separación de la fe cristiana de una civilización caduca y algunos cristianos que son sensibles a los cantos de sirena comunistas.

Para obtener la intervención del Papa, los cómplices más poderosos de los integristas, según Monseñor X., ha­cen gala de los —podríamos decir— peligros que amena­zarían la pureza de la fe, a consecuencia de las activida­des de aquellos que rehusan identificar las pseudo-tradicio-nes con la Tradición. Y, evidentemente, es demasiado fá-

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cil reunir todas las torpezas de tal o cual innovador en exceso cuidadoso.

En fin, Monseñor X. niega categóricamente toda toma de posición por parte del Padre Santo, pero le ha sido de mucha utilidad conocer las artimañas de una poderosa camarilla integrista. Por mi parte, me alegro de haber po-didio obtener esta información. En efecto, no hay nada más penoso para un católico que no estar de acuerdo con el jefe supremo de la Iglesia, incluso cuando se trata de cuestiones que no van ligadas directamente con la fe.

28 de diciembre.

Esperaba encontrar, entre mis amigos parisienses, un poco más de serenidad que la que yo mismo disfrutaba a partir del triunfo, al menos aparente, del integrismo. Nada de eso. Unos están desanimados porque les parece que la distancia que separa al cristianismo del mundo moder­no está en vías de ensancharse aún sensiblemente. Me con­firman lo que ya sabía: la escasez de conversiones entre los intelectuales. Otros se han rebelado; dicen que la rup­tura con la Iglesia se ha convertido para ellos en un im­perativo de conciencia. La mayoría de mis amigos sacer­dotes están sumidos en la desgracia, al menos oficiosa. Se les ha destituido de sus cargos de profesores de teología, enseñanza filosófica, exegética, incluso científica. Muchos religiosos han sido expulsados de París por sus superiores y confinados en conventos de alguna provincia lejana. El Padre N., hasta hace bien poco "hombre de vanguardia", está en vías de aliarse de nuevo con el integrismo. Afortu-

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nadamente, es el único de mis amigos que prefiere su ca­rrera de "vedette" católica internacional a la fidelidad, puesto que, para él, no se trata de un cambio de opinión, sino de un cambio oportunista.

Creo que habría vuelto a Marruecos mucho más "de­sanimado" que cuando hace una semana lo abandonaba, si el hada buena no me hubiese presentado la oportuni­dad de pasar dos horas con el Padre T., principal "blan­co" de la encíclica. Siendo la "oveja negra" por excelen­cia del integrismo, T. se mantiene en la más perfecta se­renidad. Le divierte mucho el que otorgue tanta importan­cia a la victoria aparente del integrismo. Es ahí donde advierte mi "juventud" excesiva. Está convencido, en efec­to, que la humanidad se encuentra en sus principios, ape­nas salida de la infancia. Pero, como suele ocurrir entre los adolescentes, cree haber alcanzado la madurez comple­ta, y pretende comportarse como un personaje importante. Ello no impide, tal como ocurre en los niños, que otor­gue importancia excesiva a unos sucesos que, dentro de cien años, aparecerán como las picaduras del mosquito al elefante. "Somos los primeros cristianos — m e dice—, cris­tianos que tienen la ilusión de haber llegado a la plenitud de la vida. Por otra parte, este hecho no es nada nuevo: en la época de San Pablo, los discípulos de Cristo creían ya en la próxima venida del Señor, lo cual supone el fin del mundo. Y ha ocurrido algo muy semejante a lo largo de la historia de la Iglesia. Los adventistas no inventaron nada prediciendo la segunda venida de Cristo, a base de fechas fijas, aunque siempre diferidas. Nuestros hermanos en la fe del año 100.000, se reirán, sin duda, de nosotros con aire piadoso y amigable, cuando, a través de sus lec-

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ciones de historia, sepan la importancia que dimos a tal o cual encíclica, o a aquella "victoria integrista". Recor­demos la pasión puesta por los teólogos de Bizancio en los debates sobre el sexo de los ángeles y la de aquellos otros de fines de la Edad Media que discutían sobre la gracia eficaz y suficiente. ¡Qué caduco nos parece todo esto!

La visión optimista, por su universalidad, que tiene el Padre T. de la historia, aumenta considerablemente mi mo­ral. Incluso a mí mismo me sorprende haberme dejado im­presionar por aquello que parece indicar una nueva orien­tación de la jerarquía eclesiástica. Sin embargo, nunca he abandonado las tesis fundamentales de la filosofía de la historia de Hegel. Éste, al igual que el Padre T., y aun­que considerándola desde prismas distintos, opina que la historia particular, limitada a un pueblo o a un lapso de tiempo demasiado corto, es totalmente incomprensible. La historia sólo tiene sentido si es universal.

En la época de mi conversión, estaba demasiado entu­siasmado, debido a la orientación "progresista" de la Igle­sia bajo el reinado de Pío XI. Por este motivo, y como ocurre a muchos otros, siento pena por encontrarme si­tuado en el seno de lo que me aparece como un new look romano. Al igual que el Padre T., opino que es absurdo otorgar excesiva importancia a la marcha ascendente del in-tegrismo. Pero, ¿qué puedo hacer mientras no se dé otro movimiento que aminore esa marcha? Ciertamente, si fue­ra simplemente un cristiano laico, podría inhibirme provi­sionalmente de toda acción específicamente eclesiástica y comprometerme tan sólo en los quehaceres temporales, li­mitándome, por lo demás, a una simple práctica religiosa.

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Siendo sacerdote, parece ser que esta retirada no es po­sible.

La situación existente no sería tan grave si fuera so­lamente yo el que se encontrara en este caos. Desgracia­damente, son muchos los sacerdotes que se formulan las mismas preguntas y se encuentran en dificultades idénti­cas. Durante los días que he permanecido en París, no he encontrado un solo sacerdote del que pueda decirse que se encuentra cómodo en el seno de la Iglesia. El pa­dre M., que desempeñaba una función valiosa entre los intelectuales, hace pocos días, ha dimitido públicamente. Pretende fundar una nueva comunidad cristiana, totalmen­te fiel al Evangelio y a la tradición. Pero, en mi opinión, es imposible creer en la eficacia de tales empresas. Existe el riesgo, sencillamente, de provocar un caos aún mayor entre los cristianos.

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10 de enero.

He hecho venir a Marruecos a Joseph Folliet, a fin de que pronuncie una serie de conferencias sobre diversos te­mas sociales. No se le puede considerar "progresista", si se entiende esa palabra como compañero de viaje del co­munismo. Hombre generoso y resuelto, es, sin duda, el me­jor representante de la doctrina social oficial de la Iglesia. Es por este motivo que le he hecho venir a Marruecos, puesto que los católicos de ese país, en su mayoría, no conocen ni comprenden el alcance de las célebres encícli­cas de León XIII y Pío XI.

Por desgracia, las conferencias dadas por Joseph Folliet no han producido los resultados apetecidos. En ninguna de las seis ciudades en donde se organizaron, obtuvieron gran éxito. Las personalidades católicas hicieron, eso sí, acto de presencia, pero se veía muy claro que se trataba de una obligación mundana. Se prestaba atención al orador como cuando se escucha el sermón dominical: con respeto, pero

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sin estar obligado a deducir conclusiones personales. En cuanto a las masas, éstas brillaron por su ausencia, y, sin embargo, aquí gustan las conferencias. Los investigadores e incluso los literatos, más o menos célebres, constituyen un círculo cerrado. Se puede dar por seguro que si Folliet hubiese hablado, por ejemplo, de la canción popular, acer­ca de lo que también es un especialista, o incluso de un tema de espiritualidad, la asistencia hubiese sido mucho más numerosa. Pero... los temas sociales sólo interesan a un número de personas muy reducido.

Con algunos amigos hemos reflexionado y discutido esa indiferencia de los franceses de Marruecos por los proble­mas sociales. Por fin, hemos llegado a la conclusión que la causa se debe a un miedo inconsciente. Incluso los más humildes de entre los franceses, están convencidos de que gozan de diversos privilegios y que en la mayoría de los casos no se deben a sus méritos personales. Por otra par­te, los petits-blancs, más que los magnates del colonialismo, afirman con arrogancia su calidad de miembros de la "raza de los señores". Mujeres que, en Francia, se han dedicado a sus quehaceres, aquí se hacen servir por una "fathma". En la imprenta de mi periódico puedo comprobar todos los días que los obreros "europeos" no tratan a sus com­pañeros indígenas de acuerdo con las normas tradicionales de la solidaridad obrera; los tratan como a inferiores e in­cluso, a veces, con dureza.

Entre los cristianos, sólo una pequeña minoría es cons­ciente de su deber misional en este país musulmán, y se esfuerza por poner en práctica las exigencias sociales de su fe. Los demás, la gran masa, no son "malos". En tér­minos generales, son menos duros que los no creyentes con

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sus subordinados, tratan con tolerancia a sus domésticos, etcétera. Pero se limitan a cumplir exclusivamente con la caridad individual, sin preocuparse lo más mínimo de sus obligaciones sociales. Tienen la plena convicción de que los "Árabes" son moralmente inferiores, y que es abso­lutamente necesario que éstos permanezcan en estado de subordinación. En pocas palabras, pretenden ser buenos maestros.

Rehusando interesarse por los problemas sociales y, par­ticularmente, por la doctrina social de la Iglesia, esos cris­tianos se preocupan, eso sí, de conservar la paz de su con­ciencia. ¡Qué problema si, por ejemplo, las conferencias de un Joseph Folliet les obligaran a reconocer sus deberes de estricta justicia en sus relaciones con el pueblo marro­quí! Resulta mucho mejor ignorarlos.

Efectivamente, la mayoría cristiana es sincera, en el sen­tido de que no quiere contradecirse, a sabiendas con los principios morales de su fe. He sido testigo, en varias ocasiones, de sus discusiones penosas, por ejemplo, sobre la moral conyugal. Saben muy bien, en lo más recóndito de su corazón, que su vida, en Marruecos, perdería todo su encanto si se dejaran instruir por la doctrina cristiana en materia social y colonial. Y, además, los sacerdotes se guar­dan de despertar su conciencia sobre esos problemas.

25 de enero.

Durante quince días he dado una serie de conferencias en Argelia. En cierto modo, la situación es bastante simi­lar a la de Marruecos, y, sin embargo, ¡cuan distinta!

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Ya en Oudjda, al atravesar la frontera, és fácil advertir que nos encontramos en otro país. A pesar de todo, algo ha quedado en Marruecos del espíritu de Lyautey.1 Los colonos, por regla general, se adaptan al estilo de las cons­trucciones locales; incluso las iglesias, salvo dos excepcio­nes, no rompen la armonía del paisaje. Los colonos arge­linos, en cambio, parecen muy ocupados en distinguirse de los indígenas. Sus construcciones son, en lo posible, fiel re­flejo de las de sus pueblos natales, con sus tejados de te­jas rojas o de pizarra gris, su iglesia, su ayuntamiento; "todo igual que en Francia". Bajo el sol abrasador afri­cano, los sacerdotes visten sotana negra (en Marruecos, generalmente, es blanca o kaki). La segregación racial es más acusada que en Marruecos.

Pero, sobre todo, los franceses de Argelia están plena­mente convencidos de que sus métodos de colonización "sudistas", son los únicos viables. Cuántas veces muchos y excelentes cristianos me han dicho: "Si en Marruecos hay desórdenes, y los indígenas reclaman la independencia, se debe a que Francia no ha hecho desaparecer el carácter de un Estado independiente. En Argelia, la política de asi­milación ha triunfado plenamente: los argelinos que han estudiado algo, están orgullosos de su calidad de franceses y no experimentan el deseo de solicitar la independencia." Evidentemente, existen también agitaciones nacionalistas en Argelia, dirigidas por Messali Hadj o por Ferhat Abbas, pero la mayoría de franceses con los que he tenido oca­sión de hablar sobre este punto, no les conceden la me-

1. Mariscal francés (1854-1934). (N. del T.)

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ñor importancia, considerando que se trata tan sólo de ambiciones personales.

Sin embargo, los contactos que he entablado con ar­gelinos musulmanes me enseñan que éstos están lejos de compartir el optimismo de los colonos sobre los buenos efectos que proporciona la asimilación. Algunos, sin duda, están orgullosos de su calidad de ciudadanos franceses. Su única reivindicación parece estar dirigida a la obten­ción de todos los derechos y privilegios que aquella ca­lidad lleva consigo. Pero son precisamente los franceses quienes se niegan a aceptar la verdadera igualdad. ¿No supone un peligro que "los franceses musulmanes de Ar­gelia", confiados en la política de asimilación, pierdan la esperanza que ésta les proporcionó, y dentro de algunos años, entablen una lucha anticolonialista, mucho más san­grienta que la de Marruecos o Túnez?

He podido percatarme de que los argelinos nacionalis­tas son mucho más numerosos de lo que creen los colo­nos. Es cierto, Argelia no ha constituido jamás un estado o nación, pero los franceses se equivocan en confiar tan­to en el pasado. A la luz de mi breve experiencia, me pa­rece irrefutable que la conciencia nacional argelina se en­cuentra en vías de nacer, debido, precisamente, a la fami­liaridad creciente con la cultura e instituciones francesas.

Los cristianos argelinos parecen tener menos preocupa­ciones misionales que los marroquíes, en un país en que la mayoría musulmana es evidente. Existe naturalmente la acción valiosa de André Mandouze y de varios Padres Blancos, centrada en el Constantinado. Pero la ignorancia voluntaria expresada por la mayor parte de los fieles y del clero por todo lo que se refiere al Islam, a mi enten-

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der, es enorme. La vida cotidiana de la Iglesia es la mis­ma que pueda llevarse en alguna parte de Bretaña o Alsacia.

11 de marzo.

Entre la población europea de Marruecos, el porcentaje de los que se llaman católicos es netamente superior a la media de practicantes que habitan en la metrópoli. Na­turalmente, eso no quiere decir mayor fervor religioso. En efecto, la Acción Católica es prácticamente inexistente, y ya he hecho referencia también a la absoluta ausencia de espíritu misional. Por el contrario, como sucede en España e Italia y en todos los países meridionales, se tiene en gran estima las procesiones y demás manifestaciones litúrgicas. Es fácil comprobar que las iglesias son demasiado peque­ñas, al menos en los días de fiesta, y ello ocurre en casi todas las poblaciones. También hay que reconocer que los católicos marroquíes son generosos con la Iglesia. La sus­cripción anual para "el mantenimiento del culto" es con­siderablemente superior a las cantidades que se recogen en las diócesis metropolitanas más cristianas. El resultado es que los sacerdotes viven sin preocupaciones materiales y en una situación que podrían envidiar los curas con­cordatarios de Alsacia-Lorena. Y los esfuerzos que se reali­zan para levantar nuevas iglesias son dignos de admiración.

Sin embargo, parece ser que la religión muy poco ha de hacer para mantener unida la Iglesia a los franceses marroquíes. Se trata, más bien, de una imitación más o menos consciente de la mentalidad autóctona. Se sabe, en

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efecto, que en el Islam, no existe una clara distinción en­tre lo material y lo espiritual. Este hecho es más sensible en Marruecos que en Argelia, Túnez o Egipto, debido a que el sultán es, al mismo tiempo, soberano temporal y jefe de la Iglesia. De ahí que no ha de extrañar que los "avanzados" sean ateos, lo cual no impide que se con­sideren y se hagan llamar musulmanes. No creen en los dogmas religiosos del Islam, y tampoco cumplen con las prescripciones rituales, pero en él reconocen el principal vínculo de cohesión nacional. Eti esta forma es como la mayor parte de los franceses marroquíes parecen concebir su pertenencia a la Iglesia católica. Y esto justificó el argumento para recoger fondos con el fin de construir una "catedral" en Casablanca: ¡Es necesario que Casablanca disponga de una catedral digna de Francia! El slogan re­sultó sumamente eficaz.

Los musulmanes denominan a los europeos instalados aquí, "rumis", es decir "romanos" (en recuerdo de tiem­pos pasados), o bien "nazrani", es decir "nazarenos". Los europeos aceptan esta denominación, por lo que no es de extrañar que se diga cristiano a un hombre que no cree ni en la Santísima Trinidad, ni en la Encarnación del Ver­bo de Dios. Se es cristiano porque se es francés.

Por otra parte, el ejemplo viene de lo alto. Desde siem­pre, la mayoría de los altos funcionarios de la residencia general han sido francmasones, constituyendo Marruecos uno de los principales feudos de los "hermanos". Sin em­bargo, los francmasones no dejan de asistir a ninguna de las numerosas ceremonias religiosas oficiales. La residencia considera al vicario apostólico como un elemento impor­tante del decoro del protectorado y valora mucho su pre-

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s'encia en todas las manifestaciones de carácter público. Al actual obispo le apena tener que sustraerse a estas mani­festaciones mundanas, ya que sus predecesores se entrega­ron a sus deberes, quizá, con demasiado celo. Nadie pien­sa en Marruecos, ni siquiera los sacerdotes, que la Iglesia pueda tener otra misión que la de apoyar al colonialismo por medio de su autoridad moral.

En mi periódico, ya desde los primeros momentos re­husé ser el turiferario del colonialismo. Me divirtió mucho asistir y comprobar, en los primeros tiempos, la sorpresa general que provocó la aparición de un periódico cató­lico, que criticaba la política de la residencia y denun­ciaba las injusticias sociales de que eran objeto los tra­bajadores indígenas. Esto no se comprendía. Numerosas cartas protestaban acerca del descrédito que el Maroc-Mon-de infligía a la "presencia francesa", pues, al parecer, esta presencia era considerada como algo sagrado y su crítica era tan inadmisible como, por ejemplo, no exaltar el heroís­mo de los soldados franceses en un discurso de conmemo­ración de la batalla de Verdón.

Uno de mis colaboradores ha dirigido una investigación muy objetiva sobre el escándalo de los alquileres excesiva­mente elevados y de la especulación de los mismos en Ca-sablanca. Con motivo de la última reunión del Consejo de administración del periódico, a la que asistió el obis­po, una eminente personalidad católica, presidente de nu­merosas "obras", habló con lágrimas en los ojos del sacri­legio que había cometido el periódico contra los france­ses. Ni el mismo obispo pudo hacer comprender a estos señores que la lucha por la justicia es más importante, en

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un periódico católico, que la exaltación del amor propio

patriótico. Los musulmanes se preguntaban en un principio si la

aparente negativa de solidaridad del Maroc-Monde y del vicario apostólico, con el colonialismo, no era más que una hábil maniobra. No obstante, empiezan a comprender que roumi y nazrani no son absolutamente sinónimos.

21 de mayo.

Este estado dentro del Estado que constituyen los fran­ceses de Marruecos se encuentra en plena efervescencia electoral. El "Tercer Colegio", es decir, la representación de los intereses diversos dentro del Consejo de Gobierno, debe renovar, en efecto, la mitad de sus miembros. Aun teniendo un carácter meramente consultivo, el Consejo de Gobierno se esfuerza en ser considerado como un pequeño parlamento. Sus miembros no tienen cargos específicamen­te políticos, pero ejercen influencia en los distintos servi­cios administrativos del protectorado, lo cual les permite proporcionar preciosos servicios a sus mandatarios. Este he­cho explica las numerosas listas que se presentan en cada circunscripción.

Contrariamente a lo que se cree, la mayor parte de los cristianos habitantes en este país son de condición mo­desta: funcionarios, empleados, pequeños o medios comer­ciantes, miembros de profesiones liberales, obreros, e t c . . Sin embargo, en la escala política del país están situados en la extrema derecha. En Rabat, Fez, Meknés, Oudjda... vi­ven no pocos coroneles ya retirados, y generalmente uno

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de ellos es quien preside los destinos de la Unión parro­quial. Que un coronel retirado no sea progresista, se com­prende perfectamente.

En Casablanca, donde viven el tercio de los franceses y católicos, son los diez hombres de negocios más rele­vantes quienes hablan en nombre de los católicos. Presiden los comités de construcción de todas las iglesias; son los embajadores de los católicos en todas las reuniones oficia­les y privadas, y consideran absolutamente normal el dar órdenes electorales a sus correligionarios.

Me han dicho que en las últimas elecciones los carte­les que invitaban a los católicos a votar, estaban pegados incluso en las puertas de las iglesias y un buen número de sacerdotes, desde su pulpito, cumplían con sus deberes de agentes electorales. A pesar de ello, el "buen candida­to" no era un personaje importante dentro de la Iglesia, sino un simple y mediocre hombre de negocios, divorciado y casado en segundas nupcias. Su único "mérito" estriba­ba en estar considerado de extrema derecha. Cuando te­nemos noticia de que se ha excomulgado a un divorciado, casado en segundas nupcias, y considerado como pecador público, la primacía a la política en el caso que nos ocu­pa concedida cobra toda su significación.

Desde los comienzos de la campaña electoral recibí la visita de numerosas personalidades católicas e incluso me invitaron a su mesa. En efecto, la finalidad era conven­cerme de la necesidad de poner el periódico al servicio de la buena lista. Aunque Monseñor dio a sus sacerdotes la consigna de no participar en la propaganda electoral, mi caso era distinto por mi calidad de director de un pe­riódico. En principio, pues, estaba de acuerdo. Pero las

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dificultades empezaron cuando se trató de determinar cuál, de entre las listas presentadas, era la "buena". ¡Los cató­licos debían ser invitados a votar la lista de "presencia francesa" patrocinada por el partido radical! A pesar de la aversión de los partidarios de Maurras por la francma­sonería, estaban dispuestos a prescindir de si pertenecían a esta doctrina los principales candidatos, uno de los cuales se divorció cuatro o cinco veces, contrayendo nuevo ma­trimonio otras tantas. No es necesario decir que rehusé ca­tegóricamente llevar a cabo esta "combinación".

Por este motivo se me ha declarado la guerra. Un in­dustrial, que tenía suscritos varios abonos para el manteni­miento del periódico, me acaba de notificar que los can­celará. Otros industriales que se anunciaban en el Maroc-Monde se niegan a recibir a nuestros agentes. Bandas de "escandolosos" asisten a mis conferencias. Me atacan vio­lentamente a través de las columnas de un rotativo. Mien­tras hasta ahora se habían "interesado" mucho por mi pa­sado de comunista, actualmente me hacen la vida impo­sible. Se rumorea que el hecho de no "defender la buena causa" de la presencia francesa, se debe, sin duda, a que no he roto completamente con el comunismo...

Se presiona fuertemente al obispo para que se pronun­cie en favor de la "presencia francesa". Naturalmente, Mon­señor se niega. Sin embargo, durante la vigilia de las elec­ciones se divulgaron octavillas en todas las parroquias de Casablanca, y los periódicos (no el Maroc-Monde) publi­can la llamada a los católicos, firmada por eminentes per­sonalidades del mundo de los negocios, pero conocidos por sus convicciones religiosas. La octavilla y la llamada están hábilmente redactadas, con el fin de insinuar que, con ple-

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no acuerdo del obispo, los católicos deben votar por la lista radical-masónica, en nombre de la eficacia. Está bien claro que se ha hecho a sabiendas en el último momento para evitar así toda posible sorpresa. Y, naturalmente, como dóciles corderos, los católicos votan masivamente por la lista recomendada, con lo que le aseguran así un éxito com­pleto. El periódico La Croix de París, publicó un violento artículo sobre los compromisos políticos de los católicos de Casablanca.

30 de junio.

No creo que unos hombres, considerados por la mayo­ría como profundamente cristianos, pretendan poner la Igle­sia al servicio de una política reaccionaria únicamente para defender sus intereses. Sin duda están convencidos de que la Iglesia, en sus intereses vitales, se solidariza con cierto orden social y que, por consiguiente, defendiendo sus in­tereses de clase, luchan al mismo tiempo por el reino de Cristo. Esto explica la violencia de sus reacciones ante mi negativa de complicidad.

Doce importantes hombres de negocios han hecho el viaje de Casablanca a Rabat para pedir al obispo que me destituya del cargo de director del periódico Maroc-Mon-de. Viendo que éste no está completamente decidido a ce­der, ellos renuncian a todo arreglo y proponen la situa­ción en términos muy claros: "O bien lo destituye de su cargo o no podrá disfrutar de los sesenta y cinco millones que habíamos decidido poner a su disposición para la cons­trucción de iglesias." Comportándose de esta forma come-

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ten un grave error psicológico que compromete definitiva­mente su causa. La respuesta del obispo fue ésta: "Aun­que supusieran que he querido separarme de él (yo), las condiciones que me ofrecen son para mí radicalmente im­posibles. ¿O es que piensan que se puede comprar a un obispo, incluso por la suma de sesenta y cinco millones?"

Monseñor, hombre poco acostumbrado a frecuentar los ambientes de negocios, se sorprendió particularmente al comprobar que la "delegación" estaba constituida por unos hombres que hasta hacía muy poco se llamaban mis ami­gos y me recibían con frecuencia en su propia mesa. Me esfuerzo en hacerle comprender los mecanismos psicológi­cos de un capitalista, por "gentil" que sea en privado.

J5 de julio.

Al menos, los múltiples desórdenes habidos en Casa-blanca con motivo de las elecciones, han producido sus bue­nos efectos. Son muy numerosos los católicos —universi­tarios, militantes obreros, hombres de negocios— que se indignan porque un pequeño grupo ultrarreaccionarío se re­serve el derecho de hablar en nombre de todos los católi­cos de Casablanca. Por este motivo han decidido agrupar­se y han enviado a Monseñor una delegación Esto permite al obispo hacer saber públicamente que ningún individuo ni grupo tiene el derecho de hablar y tomar decisiones en nombre de la Iglesia.

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11 de diciembre.

Una de las cosas que más me ha sorprendido desde que conozco las interioridades del mundo cristiano, es la malicia, a veces gratuita, de muchas personas piadosas. Cuántas veces he oído en boca de un no practicante, de­clarar: "No voy a misa y, con certeza, soy más cristiano que los que van, pues no hago mal a nadie". Con esta fórmula absoluta, evidentemente la afirmación es falsa. Se­guramente entre las personas que van a misa y comulgan a menudo, se encuentran muchas que, en realidad, no ha­cen mal a nadie. Por otra parte, son los no practicantes quienes se dan a sí mismos el certificado de buenas cos­tumbres. Sin embargo, y a pesar de que me ha costado mucho reconocerlo por la experiencia, la reputación de ma­licia de que gozan algunas personas, particularmente cono­cidas por su piedad, no constituye, por desgracia, una exa­geración. He tenido, hace poco, una prueba patente.

En una de mis conferencias filosóficas, y con el fin de dar a conocer hasta qué punto llega el coraje de un cris­tiano plenamente convencido de su fe, he mencionado el caso de T., a título de ejemplo. Hecho prisionero por los alemanes, soportó las torturas más refinadas. Le desarti­cularon los miembros, pasó por el suplicio de la bañera, le arrancaron las uñas, etc. A pesar de todo no traicionó a sus compañeros de combate.

Al escoger este ejemplo no reparé en que T. ha lle­gado a ser un político importante. He sido ingenuo al creer que aun aquellos que no comparten sus ideas políticas, apreciarían al menos su fortaleza de cristiano. ¡Cuan poco sé de la agresividad de los beatos!

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Acabo de saber que un tal M. L. está furioso. Hom­bre de una piedad ostensible, se le conoce también por sus opiniones políticas de extrema derecha. Personalmente, no tengo nada que decir, puesto que jamás he creído que la fe cristiana estuviese condicionada a una orientación po­lítica cualquiera. El ser de derechas o de izquierdas no tiene nada que ver con el ser cristiano. No es esta la opi­nión de mis correligionarios cuyo maestro político fue Charles Maurras. Se niegan a distinguir entre su fe reli­giosa y su posición política. A pesar de todas las decla­raciones papales habidas desde León XIII, se obstinan en considerar como heréticos a los cristiano-demócratas.

M. L. no puso en duda lo que dije acerca de T. Tan sólo se escandalizó por los elogios que hice de T., por­que quizá éste estuviese divorciado y casado en segundas nupcias. Confundiendo los términos, es por lo que M. L. me ha acusado de atentar contra la "moral cristiana".

Aunque fuera verdad que T. se haya convertido en un "pecador público", en nada puede disminuir la autentici­dad de su vida cristiana de antaño. Pero donde se desvela toda la ignominia de este beato notorio, como es M. L., es en el hecho de que conozco a T. desde hace un cuarto de siglo y sé, con toda seguridad, que su actual mujer es la misma con la que se casó hace más de veinte años. Pero M. L. sabe muy bien que nada sirve mejor para de­sacreditar a un hombre público, que el hecho de estar di­vorciado y casado de nuevo, lo cual produce ciertos efec­tos entre los buenos católicos. Ya que las ideas políticas de T. no le convienen en absoluto, lo mejor es atacarle en su vida privada: tanto peor si las acusaciones son falsas.

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Todo esto me recuerda ciertas prácticas en uso en el partido comunista. De la noche a la mañana, el hombre que cubrió de gloria al partido durante años, se convierte en el objeto de los peores insultos y calumnias, sencilla­mente porque no tuvo la fortuna de satisfacer a sus su­periores. Ayer se le elogió su vida familiar ejemplar, su desinterés, su inteligencia; hoy se le reprocha la disolución de sus costumbres, su acentuado egoísmo, su necedad. Los beatos de la calidad de M. L. no se comportan de manera muy distinta. Sin prueba alguna, sospechan de cualquiera que no comparta sus ideas políticas. Y con las mismas pruebas "canonizan" a aquellos que políticamente compar­ten sus ideas.

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5 de febrero.

Anteayer comí en compañía de una alta autoridad ad­ministrativa, y conocido francmasón. Con extraordinaria franqueza nos contó los motivos que le impulsaron a unir­se a la Logia; nos habló de aquello que le agrada y de lo que le decepciona. Se quejó especialmente del chanta­je que debe soportar de sus "hermanos", desde que ocupa una posición importante. Después de lo que nos habló, no puso en duda ni refutó la definición que le di de la francmasonería: "Una mutualidad de favoritismos".

Una vez a solas, me dijo: "Sobre todo no crea que soy un enemigo de la religión. Al contrario, cuando se me

' presenta algún problema, cuando las cosas de la vida no van como yo quisiera, estaría muy contento si pudiera en­contrar consuelo en la religión. Ustedes los creyentes, son muy afortunados: no se les presenta ninguna cuestión mo­lesta; la religión da respuesta a todo."

En esta ocasión, fui cobarde, pues no quise desengañar a mi interlocutor. Además, no me hubiese comprendido si

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le hubiese dicho que la fe en Cristo no supone siempre hallar la respuesta a los problemas del hombre, y que el cristiano no está en una agradable posesión de la verdad, que la religión, no es infaliblemente, el consuelo de los débiles, el opio del pueblo, al decir de Lenin.

El funcionario a quien me estoy refiriendo no es el único en creer sinceramente, e incluso con cierta nostalgia, que la religión se identifica con el confort del espíritu. Cuántos seres atormentados hasta la neurosis, me han di­cho : " ¡ Qué suerte tienen los creyentes! No tienen más que escuchar al sacerdote para conocer la verdad, para saber lo qué deben hacer."

Lo peor es que muchos cristianos también consideran a la religión como un soporte. Las terribles invectivas de Nietzsche contra el cristianismo quedan justificadas, mu­chas veces, cuando se tiene en cuenta, no la religión cris­tiana en su esencia más profunda, sino el modo en que cierto número de cristianos viven la religión. Hace algunos años, un joven universitario, amigo mío, en ningún modo ateo sectario, sino atraído más bien por el ideal cristiano, asistió por puro azar al sermón de un bravo religioso sobre la medalla milagrosa. ¿Es suficiente llevar en el cuello una medalla para garantizar la salud? ¿Qué idea se puede de­ducir de una religión así? Probablemente, para mejor con­vencer a su auditorio, el predicador añadió que alguien se sorprendió al ver, a la hora de su muerte, que las puer­tas del cielo se abrieron ante él, que toda su vida estuvo marcada por la impiedad y el pecado. Pero he aquí que la Santísima Virgen quería explicarle que esta visión fue de­bida a que ninguna noche olvidó rezar un Ave María, antes de acostarse, ¡por fidelidad a la memoria de su pia-

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dosa madre!.. . ¿Podemos apartarnos de una plegaria tan bella?

Lucienne había sido, durante varios años, militante de extrema izquierda. Decepcionada, como tantos otros, por el menosprecio hacia la persona, de lo cual su partido se consideraba culpable todos los días, abandona esta doctri­na y emprende, con el mayor brío, la búsqueda de un ideal tan fuerte y eficaz como el comunismo, pero dotado de mayor autenticidad humana. Le he dado a leer el Nue­vo Testamento. Cristo se le aparece, ora en el Evangelio, ora en las Epístolas de San Pablo, como un personaje in­comparable, capaz de transformar el mundo. ¿Cómo es po­sible dudar en convertirse en uno de sus soldados, en un obrero de la renovación del mundo? Por este motivo, Lu­cienne decide hacerse bautizar. Para preparar este recibi­miento, pasará quince días en un convento. Por una des­venturada casualidad, una noche escucha al predicador ex­tenderse sobre las apariciones del Sagrado Corazón a San­ta Margarita María.

Habla de un Jesús lacrimoso y desdichado, sufriendo (¡en el cielo!) por los pecados de los hombres, imploran­do la piedad y el consuelo de la santa monacal. Este no puede ser el conquistador que Lucienne buscaba y, entris­tecida, abandona el convento. Me es muy difícil hacerle comprender el sentido en que hay que interpretar esas pia­dosas metáforas utilizadas para determinada categoría de almas enfermas. •>

Existe una fraseología devota que desfigura completa­mente el verdadero sentido del cristianismo. Se habla mu­cho de piedad, consuelo, humildad, y no lo bastante del vigor, valentía, de la entrega que debe animar a un cris-

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tiano. Sin embargo, si bien Jesús estuvo rodeado de mu­jeres — ¡ admirables mujeres! —, sus compañeros habitua­les eran, al menos, hombres de quienes no es posible su­poner que fueran endebles efebos. Eran rudos hombres de pueblo que lo abandonaron todo para seguir a Jesús, por­que podía ofrecer a sus almas un alimento sólido, vivi­ficante, y no los alimentos insulsos de los débiles.

¡Cuántas banalidades se han proferido sobre la humil­dad cristiana! ¿En nuestros días no se ha llegado a con­denar, en nombre de la humildad, cualquier ambición, todo deseo de éxito, cualquier ilusión del cristiano? Por otra parte, es suficiente observar con atención a la mayoría de aquellos que hacen gala de su humildad, para llegar a la conclusión de que se trata de un fariseísmo latente. ¡Cier­to!, muchas veces ese fariseísmo es inconsciente, y los "hu­mildes" creen serlo sinceramente. Pero tan sólo es nece­saria una poca agudeza psicológica para descubrir, con suma facilidad, que, tras la máscara de humildad, se es­conden la cobardía del egoísta o la debilidad del enfermo, y también casi siempre el orgullo de quien no quiere afron­tar los riesgos de cualquier acción, de cualquier deseo de triunfo. Los santos, verdaderos humildes, no son ni pe­rezosos ni timoratos; no consideran la humildad como pre­texto para renunciar a las aventuras y empresas, conside­radas fantasiosas por los demás. Para ellos la humildad consiste en no comportarse como dueños de los dones que han recibido de Dios, en no atribuirse a sí mismos la glo­ria de sus obras: non nobis, Domine, non nobis.

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19 de marzo.

Francois, politécnico y director de una importante em­presa, está muy preocupado por el sermón que el predi­cador de cuaresma acaba de dedicar al deber cristiano del desprendimiento. ¿Hay que entenderlo como exigencia de indiferencia absoluta ante todo lo humano, ante todos los valores terrenales? En estas condiciones, ¿es posible bus­car y encontrar, dentro de su actividad profesional, por ejemplo, algo más que una mera ocasión de penitencia? La pena del trabajo — "trabajarás con el sudor de tu fren­te", dijo Dios a Adán al expulsarle del paraíso— ¿impide la alegría en el trabajo? Si llevamos el desprendimiento a sus últimos extremos, ¿acaso el amor a la mujer y a los hijos no constituye ya una imperfección?

Si no se tratara más que de la elucubración de un in­telectual amante de los problemas difíciles, no daría im­portancia alguna a las dudas de Francois. Pero me encuen­tro con un hombre que toma muy en serio su calidad d e cristiano y que ha respondido innumerables veces con s u generosidad a las exigencias del Maestro. Por otra par te , no es el único que tiene tales problemas, u otros pa re ­cidos. Sin lugar a dudas, entre los cristianos formados p o r los movimientos de Acción Católica, un gran número d e ellos no admite la tradicional dicotomía que consiste e n profesar sólo con palabras las máximas evangélicas, s i n creerse obligado a conformar la conducta de cada día a las mismas. Ya no nos encontramos ante la cristiandad e n la que ser católico se debía a un puro conformismo socia.1. Actualmente, para muchos, el conformismo social entraña­ría la idea de no ser cristiano. Si, a pesar de todo, se e s

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cristiano, es porque se obedece a unos imperativos supe­riores. Por consiguiente, o bien se toma el Evangelio en serio, o bien no merecemos el nombre de cristianos. Por desgracia, muchos predicadores no parecen haber compren­dido todavía esa exigencia de unidad y autenticidad exis­tente en los mejores creyentes de nuestro tiempo. No se preocupan por conocer el aspecto auténtico de la doctri­na que predican. Creen que el Evangelio sólo está des­tinado a despertar en las almas los buenos sentimientos, los cuales, naturalmente, no se plasmarán jamás en una acción.

Para responder a la angustia de Francois, le he leído aquel magnífico texto del Padre Teilhard de Chardin: "El cristiano es al mismo tiempo el más comprometido y des­prendido de los hombres. Convencido más que ningún "mundano" del valor e interés profundos que se esconden bajo el menor de los logros terrestres, al mismo tiempo está persuadido, más que ningún anacoreta, de la futilidad de todo éxito, si éste se considera como una ventaja in­dividual (o incluso universal) sin tener en cuenta la pre­sencia de Dios. Es Dios y sólo Dios quien actúa a tra­vés de las criaturas. Para el cristiano, el interés radica en realidad en las cosas, pero con absoluta dependencia de la presencia de Dios en ellas... Una religión que se juzga inferior a nuestro ideal humano, sean cuales fueren los pro­digios de que se rodea, es una religión perdida. Así pues, es sumamente importante para el cristiano comprender y vivir la sumisión a la voluntad de Dios en un sentido ac­tivo, el único realmente ortodoxo..." Es justamente en la rigurosa fidelidad al deber de crecer y procrear donde el cristiano hallará las mejores ocasiones para practicar la ge-

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nerosidad, la renuncia, la ascesis. Le basta con reflexionar sobre la severa condena que el Señor pronunció respecto al servidor que había enterrado bajo tierra el talento que se le confió, para comprender que nadie tiene el derecho de autolimitarse y que toda mutilación voluntaria es pecado.

Además, como el P. Teilhard de Chardin indica toda­vía, sólo es justa la renuncia cuando es un rico quien la lleva a efecto. Se trata evidentemente, ante todo, de las riquezas de la inteligencia y del corazón, pero el princi­pio no queda quizá sin aplicación en el plano de las ri­quezas materiales. A la luz del ejemplo dado por los san­tos, parece que querer comprometerse en los caminos mís­ticos del despojo total antes de haber dado toda la ple­nitud de su humanidad, constituye para el cristiano una ilusión peligrosa.

Pascuas.

He vuelto a ver a un viejo amigo, mejor a un antiguo camarada de combate. Escritor célebre, ha participado fer­vorosamente durante muchos años en la lucha que llevan a cabo los oprimidos de los cuatro rincones del mundo para conquistar su dignidad y su liberación. Sin embargo, y desde hace mucho tiempo, mi amigo ha perdido toda esperanza de lograr una victoria real. De todos modos con­tinuó su combate, aunque sólo fuera porque veía en la lucha el solo medio de recusar toda complicidad con los opresores. Tan sólo después de la segunda guerra mun-

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dial ha constatado la perfecta vanidad de una lucha esté­ril y ha renunciado a ella.

Sin embargo, el escritor revolucionario no ha encontra­do ningún otro ideal que mereciera su total entrega y que pudiera estar exento de toda crítica. Anteriormente, mi conversión al cristianismo le afectó profundamente, hasta tal punto que rehusó estrechar mi mano. En la actualidad, quizá sin comprenderla mucho más que antes, goza ante sus ojos de una evidente simpatía. En efecto, confiesa que no ve para la humanidad ninguna salvación, ninguna es­peranza, más allá de los límites de las perspectivas cris­tianas, "pero, añade con un deje de tristeza, no soy cre­yente".

« e #

Éste es, en efecto, el drama de un gran número de in­telectuales de la hora presente. Ya no tienen en absoluto aquel desprecio o aquella condescendencia superior que casi siempre era inherente a los librepensadores respecto a los creyentes. No creen siquiera que la fe sea para es­tos últimos un simple refugio de los pusilánimes, porque no tendrían el valor de afrontar el absoluto nihilismo de la existencia. Reconocen de buena gana la belleza del ideal cristiano y están dispuestos a admirarlo. Pero, como en el caso de este amigo del que acabo de hablar, cons­tatan su radical impotencia para creer.

¿Acaso la gracia de creer está vedada a unos seres, que, sin embargo, parecen buscarla? No pudiendo admitir que exista la predestinación de la fe, he interrogado a mi ami­go sobre los obstáculos que le impiden reconocer el men­saje cristiano.

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Admite que el cristianismo no sólo ha realizado cosas bellas y grandes sino que también ha proporcionado, du­rante siglos, razones de vivir y de morir. Pero está ple­namente convencido de que la religión cristiana es inse­parable de una determinada civilización, de un determina­do mundo. Puesto que esta civilización y este mundo pertenecen, sin lugar a dudas, al pasado, la religión, para el hombre de hoy o del mañana, no puede tener más que un valor estético, a menos que no se trate de un va­lor histórico, lo cual pertenece a otras esferas.

Durante nuestra larga discusión, me hubiese agradado mucho tener cerca de mí a esos cristianos, de quienes no pongo en duda su sincera buena fe, que se niegan a com­prender la necesidad de liberar al Evangelio de todos sus compromisos con una civilización, una mentalidad, una po­lítica, incluso con una filosofía preestablecidas. Es evidente que cualquier discusión o dialéctica no pueden probar que el mensaje de Jesucristo se dirige indistintamente a todos los hombres de todos los tiempos, de todas las civiliza­ciones; de todas las mentalidades y filosofías. Sólo podrá hacerlo el comportamiento activo de los cristianos.

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Por este motivo he experimentado una gran alegría al poder constatar los esfuerzos que llevan a cabo ciertos cris­tianos de Polonia y otros países comunistas, para integrar­se, aunque sin ningún compromiso, en el orden nuevo que está en vías de implantarse en esas naciones. No quiero decir con ello que comparta las ingenuidades de ciertos "progresistas" que ven en el orden comunista, más o me-

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nos explícitamente, el reino de Dios. Ningún reino de este mundo es enteramente de Dios. Pero, justamente por este motivo, puesto que la Iglesia no ha suprimido la socie­dad feudal ni la sociedad capitalista, no debería adoptar una actitud puramente negativa con respecto al régimen comunista. Sería preciso desconocer la historia para deter­minar que el capitalismo o el feudalismo son más cristia­nos que el comunismo. Incluso, después de muchos siglos de simbiosis, la Iglesia no ha conseguido bautizarlos, lo cual no quiere decir que todo lo que ha emprendido o realizado sea ilegítimo o inútil. ¿Acaso no supone caer en las mismas trampas del comunismo, el conferirle un carác­ter totalmente único?

Por desgracia, los elementos influyentes de la Iglesia no han comprendido el espíritu que animaba a los mejo­res de nuestros hermanos cristianos del Este. Sin embargo, los cardenales y arzobispos de Varsovia y Praga estaban dispuestos a considerar al comunismo como otra forma de organización social, con sus defectos y sus virtudes. Qui­zá los defectos sean más graves y numerosos, pero ¿no constituye esto un motivo suplementario para introducir la simiente evangélica? En Roma, y bajo la influencia de pre­lados emigrados (que, como todos ellos, sueñan con el re­torno del estado anterior de las cosas), se vaticinó el pró­ximo derrumbamiento del régimen comunista, vaticinio que no pasa de ser una quimera.

Ciertamente, la responsabilidad de las relaciones muy envenenadas entre la Iglesia y el Estado comunista no re­cae sólo sobre la primera, ya que el segundo siempre se mostró muy desconfiado en lo que concierne a las buenas intenciones de monseñor Beran o de un cardenal Wins-

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zinsky. No se trata aquí de excusar a los perseguidores; sin embargo, debemos comprenderlos. Sabemos que los mar-xistas-comunistas no se interesan por la religión en sí mis­ma; que los cristianos crean en Dios la existencia de tres personas, cuatro, o una sola, que creamos o no en la pre­sencia real de la Eucaristía, constituyen aspectos inútiles para ellos. Jamás tendrán la idea de imitar a los tribu­nales del imperio romano y exigir de los cristianos la ne­gación de su fe. Fieles a los principios fundamentales del materialismo histórico, consideran que la religión es un mero epifenómeno de unas determinadas condiciones eco­nómicas, es decir, que depende rigurosamente de una ci­vilización. Para derrumbar este mundo de prejuicios y ob­tener para los cristianos el derecho de ciudadanía dentro de la sociedad comunista, hubiese sido necesario probar fehacientemente que nuestra fe no tenía nada en común con cualquier civilización. Es el punto que, por desgra­cia, no ha comprendido el Vaticano.

Por nobles y específicamente religiosos que hayan sido los motivos que provocaron las peticiones romanas de la Iglesia prohibiendo el acuerdo de un modus vivendi entre los gobiernos comunistas y los episcopados checo, polaco y húngaro, esta decisión aparece a los ojos de millones de personas de todos los países —entre ellos muchos cris­tianos— estrechamente ligada a una determinada política, a la opción de la Iglesia en favor del sistema capitalista.

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17 de agosto.

En compañía de algunos amigos, he pasado las fiestas del 15 de agosto en la ermita del P. Peyriguére, en El-Keb-bab. Desde hace 25 años el padre reside entre la tribu beréber de los Ait-Ichqer. Hace ya mucho tiempo que lo consideran como un habitante más. Es suficiente obser­var el respeto con que se le saluda, la alegría con que se le acoge en las tiendas nómadas que visitamos, para convencerse de que se ha convertido en realidad en el "anacoreta", el santo de la montaña beréber.

Mis amigos, e incluso yo mismo, no sabemos lo que es más de admirar en ese hombre, si la austeridad de su vida o su humanidad. Duerme sobre una estera, en el suelo de su habitación; su alimentación cotidiana y su vestimenta no difieren mucho de la de aquellos con quienes, por amor a Cristo, comparte su suerte. Excepto las horas dedicadas a la lectura o al estudio, puede decirse que, en la exis­tencia del Padre, no hay nada que halague la naturaleza.

Pero tampoco puede apreciarse nada en él que recuerde a un beato. Ni siquiera ha renunciado completamente a ser un "hombre de mundo". Indicándonos el lugar, en su pequeño jardín, donde podríamos instalar nuestras tiendas, ofrece, con su sonrisa encantadora, a "estas damas"... ¡su campo de lilas! Ofrece en nuestro honor, con una hos­pitalidad muy beréber —pero también francesa—, comi­da que en nada se parece a la que toma habitualmente. Y cuando, por el contrario, él es nuestro invitado, no des­deña los suculentos platos preparados por esta excelente cocinera que es madame B. En la mesa el padre es ale­gre, espiritual.

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Una muchacha que nos acompañaba y que desde hace varios años abandonó toda práctica religiosa, ha sido se­ducida en tal forma por la santidad y humildad del Pa­dre Peyriguére que le ha pedido que la confiese para em­prender de nuevo la práctica religiosa, añadiendo que le agradaría quedarse junto a él para consagarse al cuidado de pobres y enfermos. Pero el Padre, con su experiencia, conoce demasiado a fondo las almas para fiarse de los "primeros impulsos" de los neoconvertidos, por lo cual, prefiere aceptar la demanda de Solange como una broma, ironizando gentilmente a este respecto.

Cuando se ha vivido algunos días junto a P. Peyri­guére es motivo de gran sorpresa saber que los oficiales de los asuntos indígenas enviados a la tribu de los Ait-Ichqer y también la alta administración del Protectorado, le con­sideran un traidor a su país. Cierto general en jefe de la región, aun siendo católico practicante, hizo todo lo que le fue posible para obtener de la Residencia General la expulsión del Padre. Sin embargo, el amor que éste pro­fesa a Francia es, por lo menos, igual al del ciudadano más patriota. Pero, evidentemente, lo que desea ante todo es que los bereberes amen a Cristo a través de su persona y confía al mismo tiempo que su presencia facilitará que amen a Francia. Si él cree que es su deber luchar con­tra los representantes oficiales de su país se debe a que lo desacreditan y deshonran, más por necedad que por ma­licia. Los bereberes constituyen un pueblo arrogante. Su aspecto es distinguido incluso vestidos de harapos. Tratar­los con altivez y desdén, como lo hacen numerosos ofi­ciales, sólo puede perjudicar a la Francia que representan.

* * »

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Todo esto me recuerda la sorpresa que experimentó un joven musulmán, amigo mío y colaborador de mi perió­dico, intérprete en una oficina de asuntos indígenas. Ha­biendo venido el obispo a este lugar para administrar el sacramento de la confirmación, Mohamed le presentó sus saludos, cosa que le pareció normal dadas las veces que encontró a monseñor en mi despacho. Su superior, aun siendo "buen cristiano", le replicó desdeñosamente: "Tú, musulmán, nada tienes que tratar con nuestro obispo."

Volviendo al P. Peyriguére, es posible que este admi­rador de la civilización beréber no comprenda ciertas ne­cesidades económicas. Los Aít-Ichqer son trashumantes que el protectorado se esfuerza en convertir en sedenta­rios. El Padre se opone a ello. Nos hace ver la solidaridad existente entre su género de vida nómada y sus usos y costumbres, su lenguaje y su rica poesía. Teme que sien­do sedentarios, pierdan este carácter tan peculiar suyo y carezcan de tradición viviente. Pero los funcionarios opi­nan que, gracias a la higiene y la profilaxis, progresos en los que el P. Peyriguére ha tomado parte activa, ha au­mentado considerablemente el índice de población, lo cual impide incluso alimentarla y cuidarla con los recursos de su economía tradicional. Sólo el cultivo masivo del suelo podría evitar estos problemas, y ello comporta la exigen­cia de que el pueblo deje de ser nómada. Al parecer, todo el mundo tiene razón según el punto de vista que se adopte.

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En lo que concierne a las estadísticas misioneras, el P. Peyriguére no ha podido anotarse ningún éxito. En un

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cuarto de siglo no ha convertido ni a un solo beréber al cristianismo. Tampoco ha hecho nada para conseguirlo. En estas condiciones, nos dice, el misionero cristiano no debe intentar convertir al musulmán de Marruecos. Tales con­versiones no podrían llevarse a cabo sin que los neófitos fueran expulsados del seno de su comunidad. Los berebe­res no poseen todavía el estado de conciencia individual que les permite valerse por sí mismos, fuera de la co­munidad. El convertido sería considerado traidor a su pue­blo y el misionero como un agente del opresor, puesto que ellos consideran el cristianismo como la religión del conquistador extranjero.

Más que la conversión o no al cristianismo, lo que preo­cupa en realidad al P. Peyriguére es la tibieza en la fe musulmana de sus bereberes. No espera ningún bien, ni para éstos ni para el cristianismo, del progreso constante del materialismo, pero de un materialismo no dialéctico sino pragmático, en el seno de esas tribus. No vacila en exhortarlos para que sean buenos musulmanes.

En cuanto a la conversión al cristianismo, hay que ad­mitir que ésta no será posible sino a través de una larga evolución. Los misioneros, al menos por el momento, sólo pueden imitar a Juan Bautista y preparar, así, los caminos que han de conducir a la conversión.

20 de octubre.

He llamado a Marruecos, con el fin de que pronuncie una serie de conferencias, a Lanza del Vasto. Las salas están repletas en dondequiera que hable, pues el hinduís-

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mo está de moda en todas partes, incluso en Marruecos. De todas formas, son los franceses quienes se interesan realmente por este tema y son ellos quienes forman la ma­yoría del auditorio. Los musulmanes asistentes son poco numerosos.

Es conveniente que los cristianos sepan que el Espíritu de Dios obra maravillas de santidad y amor en todo el mundo, incluso allende las fronteras visibles de la Iglesia. Además, Lanza lleva de forma ostensible la cruz de Cristo en el pecho, con lo que atestigua que fue a "renovarse" a la India en calidad de cristiano, y con este título se convirtió en discípulo de Gandhi.

Sin embargo, lamento que Lanza del Vasto no se con­tente con ser poeta sino que pretenda ser un gourou, un maestro. Creo que su fama no será mayor que cuando aceptaba, con franqueza, su situación de artista, cuando, acompañándose a la guitarra, cantaba sus propias poesías. Ahora se esfuerza por conseguir discípulos, por transmitir un mensaje, pero no hace gala de esa paz que se espera de un gourou. Está demasiado atormentado. Uno tiene la impresión de que está desempeñando un cargo.

Al menos ésta ha sido la opinión de la inmensa ma­yoría de "personas de calidad" que le han conocido en Marruecos. Cierto, sí, ha conseguido algunos "discípulos", pero, salvo raras excepciones, éstos parecen pertenecer a esa categoría de pobres desquiciados que van siempre de­tras de los profetas y falsos profetas del ocultismo.

Una noche, encontrándonos en una casa amiga, y a ruegos de la dueña, conseguí que Lanza abandonara su pa­pel de profeta para ser de nuevo poeta. Con arte sublime nos recitó una serie de poemas, y... por primera vez, des-

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de su llegada a Marruecos, conquistó las simpatías de to­dos los allí presentes. Estoy plenamente convencido de que aquella noche logró transmitir el mensaje por el que tan­to lucha. De ahí que sorprendiera mucho que a la mañana siguiente me reprochara el haberle obligado a desempe­ñar un papel que no correspondía a lo que él es en la ac­tualidad. ¡ Qué pena...!

18 de diciembre.

A principios de este mes, Marruecos ha conocido unos sucesos que pueden tener graves consecuencias para el fu­turo de este país. No resulta fácil saber lo que ocurrió la mañana del 7 de diciembre en la inmensa "ciudad de barracas" de las canteras centrales, a las puertas de Casa-blanca. La C. G. T. y el partido del Istiqlal habían lan­zado una llamada a la huelga general en señal de pro­testa por el asesinato del líder sindicalista tunecino Fehrat Hached, acto cometido por los partidarios del colonialismo. En principio, debía tratarse de una manifestación pura­mente pacífica. Probablemente nunca sabremos con preci­sión los hechos que transformaron esa manifestación en una revuelta. Las masas estaban excitadas a causa de la tensa propaganda antifrancesa dirigida por los partidos na­cionalistas; por tanto, eran inevitables las muestras de hos­tilidad hacia Francia. La versión oficial declara que la policía sólo intervino después del asesinato de varios eu­ropeos. Sin embargo, muchos están convencidos, y no sola­mente los nacionalistas marroquíes, de la provocación pre-

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meditada de cierto funcionario, cómplice del colonialismo más reaccionario. Para conseguir un pretexto de someter el movimiento nacionalista y de extinguir el sindicalismo, los maquiavélicos colonialistas encargaron a la policía el pro­vocar a las masas excitadas.

Esta versión parece la verdadera, sobre todo si se tie­ne en cuenta la campaña de falsas noticias lanzadas por la prensa colonialista: violación de numerosas francesas, asesinato de decenas de europeos, descubrimiento de ar­mas, "invasión", a duras penas contenida, de la ciudad europea. Finalmente se ha podido demostrar que todas es­tas "noticias" eran falsas. Es cierto que fueron asesinados seis o siete franceses, y aún queda por determinar si to­dos fueron muertos por los amotinados. Por el contrario, la policía ha dado muerte a decenas de marroquíes, aun­que se afirma que se trata de centenares.

Creo que lo más grave estriba en la ola de odio ra­cista a la que los amotinados de Casablanca han propor­cionado el pretexto de expresarse en alta voz. Cuando la policía detuvo a los militantes obreros en la Casa de los Sindicatos, numerosas francesas atacaron con las uñas y ta­cones de los zapatos a los hombres que, con las manos ma­niatadas, permanecían indefensos. Y la mayoría de esas mu­jeres pertenecían a la masa popular. En efecto, uno de los crímenes del colonialismo consiste en haber sustituido el sentimiento de solidaridad que existía entre los oprimidos, por el complejo de superioridad racial que existe entre los "europeos".

Los cristianos, en su mayor parte, no han hecho sino seguir la corriente. He oído a un buen padre franciscano

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exponer, ante unos hombres de su parroquia, cómo podría devolverse la paz y la concordia a Marruecos: sería sufi­ciente fusilar a todos los indígenas poseedores del certi­ficado de estudio, suprimir las escuelas y, luego, predicar a los colonos y otros propietarios de los deberes de cari­dad e indulgencia. ¡Tan sólo una voz osó poner algunos reparos!

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11 de abril.

Con motivo de los motines de diciembre habidos en Marruecos y su terrible represión, la actitud adoptada por numerosas personalidades católicas puede considerarse au­ténticamente cristiana. De los franceses de Marruecos que tuvieron el valor de no solidarizarse con la ola racista que azotaba el país, la mayoría son cristianos. Uno de mis amigos ha tenido la idea de organizar una suscripción en­tre los franceses, con el fin de ayudar a las víctimas de la represión, así como también a sus familias. El proyecto ha tenido que abandonarse, porque las autoridades del pro­tectorado vieron en él una provocación y no un gesto de caridad, por lo que no habrían permitido su realización. A pesar de todo, esta medida no ha impedido a los cris­tianos cumplir discretamente de pleno acuerdo con las exi­gencias fundamentales de la ley evangélica.

La valiente postura adoptada por Francois Mauriac en Le Fígaro, ha ocasionado una terrible indignación en los medios colonialistas. A partir de este momento el escritor

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es considerado como el peor enemigo de Francia y, natu­ralmente, se especula sobre las fabulosas cantidades que le habrán pagado el sultán y el Istiqlal. De los periodistas del Fígaro, de los dirigentes del Centro francés de los In­telectuales Católicos que, asimismo, se pronunciaron en contra de la represión en Marruecos, se afirma también que si describen la situación de forma distinta a la ver­sión oficial, es porque también ellos han "cobrado". Tan­to es así que, en un régimen colonial, es imposible pen­sar que los hombres puedan molestarse y preocuparse por algo más que no sea el dinero. Pues la mayor parte de los que hablan así son totalmente sinceros.

Sin lugar a dudas, la Iglesia se beneficia de la prefe­rencia otorgada por numerosos católicos eminentes a la verdad y a la justicia en detrimento de la solidaridad na­cional. Además, el obispo, aun manteniéndose en un plano al margen de la política, ha recordado, con claridad, por medio de una carta pastoral, los deberes que incumben al cristiano en el país del Islam. El partido nacionalista se ha encargado de traducirla al árabe y difundirla am­pliamente por todos los templos. Al parecer, la idea que tienen los musulmanes marroquíes de la religión cristiana es algo más que una superestructura ideológica del colo­nialismo.

Lo único lamentable es que Mauriac y otros cristianos de la metrópoli, que luchan contra los crímenes del colo­nialismo, ignoran casi todas las realidades marroquíes. La tesis que defienden es justa, pero los hechos sobre los que la fundan son, por desgracia, falsos. De todo ello resultan molestias graves para los que trabajamos por la autenti­cidad y eficacia del cristianismo. Los protagonistas del colo-

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nialismo no tienen inconveniente alguno en demostrar la inexactitud de los hechos alegados por Mauriac, el Centro de los Intelectuales Católicos, etc. De ahí que les resulte muy fácil hacer creer que la tesis es totalmente falsa, y, dado que la nuestra es idéntica, la masa de los valientes nos consideran demagogos y utopistas.

13 de abril.

Con motivo de los motines de diciembre último, no sólo los nacionalistas fueron encarcelados o exiliados en regiones desérticas y alejadas de las ciudades, sino que también los franceses liberales tuvieron que soportar innumerables ve­jaciones. Por el hecho de ser más clarividentes que sus compatriotas y de haberse esforzado en fundar las rela­ciones franco-marroquíes en la amistad y la confianza y no en la fuerza bruta, se les considera traidores a su patria y, por ende, se les trata como a tales. Por este motivo, Pierre P., oficial de reserva, mutilado de guerra, muy que­rido de los autóctonos de aquellas tierras, y entre quienes convivió muchos años, ha sido expulsado de Marruecos.

La protesta que he publicado en Maroc-Monde contra la expulsión de P., ha motivado numerosas cartas de los lectores. Se me reprocha la amistad que me une a un no-cristiano, a un "enemigo de la santa Iglesia". Pero, sobre todo, muchos corresponsales —que me exigen la publica­ción de su carta, bajo amenaza de anular la suscripción—, justifican la expulsión de P. en base a pretendidas reve­laciones de su vida privada.

Naturalmente, me niego a publicar tales calumnias y

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detracciones. No se expulsó a P. por su vida moral sino a causa de su comportamiento político. Por consiguiente, los que no comportan sus ideas políticas que tengan el valor de refutarlas. Pero no, escogen la vía más fácil, ata­car a un hombre público por su vida privada, en donde todo puede insinuarse, donde es imposible defenderse. Es una ignominia de la que son culpables, por desgracia, de­masiado a menudo, ciertas personas piadosas.

Si un sacerdote, un filósofo, o un teólogo expresan opi­niones inconformistas raramente serán refutadas: se les ata­cará en su vida privada. Es el mejor medio de herirles e imposibilitarles la acción que se quiere combatir. Y esos despiadados hipócritas no piensan que esta forma de ac­tuar es deshonesta.

6 de mayo.

Por desgracia, todas las "personalidades" católicas que se interesan por los sucesos de Marruecos no están dotados de tan elevados sentimientos como lo están Francois Mau-riac y los dirigentes del Centro de Intelectuales católicos, a quienes inspira el amor a la justicia. Una "delegación de parlamentarios católicos" ha sido invitada oficiosamen­te por el residente general, a fin de realizar un viaje de estudios. Me pregunto lo que podrán aprender de la situa­ción real de un país que han ignorado hasta el momento presente. Presididos por un viejo coronel, un hombre va­liente pero moderado en extremo, se les ofrecen dos ban­quetes diarios. A veces, en coches oficiales, efectúan un

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paseo por el país, para mostrarles las curiosidades turís­ticas y las realizaciones económicas.

Sin embargo, puede advertirse un aspecto positivo: los organizadores de esta "delegación", al parecer, sólo han encontrado a un parlamentario que sea realmente católi­co; los demás pertenecen más bien al bando radical, bau­tizados "católicos" por las necesidades de la causa. Pero en la delegación se encuentra el director de un semana­rio, oficiosamente católico.

Este periodista parece ser el único en buscar otros con­tactos además de los oficiales. Yo mismo le pongo en con­tacto con un grupo bastante importante de militantes cris­tianos, burgueses y obreros, que le informan detalladamente de la verdad y de los aspectos exactos de la situación. Antes de abandonar mi despacho, el periodista declara ha­ber comprendido, y resume de forma inteligente todo lo que le ha sido dado aprender.

Acabo de leer el "reportaje" publicado en el semana­rio que dirige. Su honestidad no está de acuerdo con su inteligencia. Ha escrito exactamente todo lo contrario de aquello que había declarado comprender y se convierte en el embajador de la tesis oficial, de la que había recono­cido la falsedad, ante mí y mis amigos. Sin duda lo han persuadido, después de habernos visitado, de que no siem­pre es bueno decir la verdad, y que, para un cristiano, hay razones de Estado que justifican la mentira...

25 de mayo.

He rogado a Pierre-Henri Teitgen que venga a Marrue­cos, con el fin de que conozca un poco la complejidad de

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sus problemas y, al mismo tiempo, para que pronuncie dos conferencias sobre el lugar que podría ocupar la Unión Francesa dentro de la Comunidad Europea, de la que es uno de sus más eficientes colaboradores.

Teitgen ha sido invitado a vivir en la residencia gene­ral, pues el general Guillaume fue su jefe de estado ma­yor, cuando aquél era ministro de la guerra. Por otra par­te, es objeto de muchas recepciones oficiales. Naturalmen­te, los funcionarios más importantes creen que es su deber asistir a estas conferencias. Parece clara la preocupación de muchos consistente en sustraer al presidente nacional del M. R. P., antiguo y futuro ministro, de los aspectos de Marruecos tal como podría conocerlos a través de mi inter­pretación y de hacerle aceptar la imagen de Epinal de la obra francesa. Me ha costado un gran esfuerzo conseguir que comiera dos veces junto a sus camaradas del partido o junto a mis amigos.

Los católicos maurrasianos de Casablanca creen que su deber es boicotear a Teitgen. Son bastantes los que asis­ten a la conferencia, interrumpen al orador sin escucharle y, al parecer, dan mucha importancia a que tanto éste como los oficiales presentes se lleven la impresión de que los "católicos de Marruecos" no son, en absoluto, "cristia­nos rojos". Además, un colaborador del prefecto Boniface, que no es ni católico ni maurrasiano, toma participación activa en el escándalo. ¡Por una vez, nuestros integristas aceptan la colaboración de los francmasones!

Sin embargo, es fácil constatar que en la sala hay tan­tos católicos de izquierda como de derecha, lo que da lu­gar a un bello espectáculo, raras veces visto en Marruecos.

Cuando, después de la conferencia, subo con Teitgen al

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magnífico automóvil residencial que nos espera, recibimos el saludo de "mueran los cristianos rojos". ¡Hace tanto tiempo que Teitgen ha dejado de sentirse reprochado como "rojo"! Mientras que en Francia él y su partido se deci­den cada día más por la política de derechas, para mu­chos franceses de Marruecos son todavía peligrosos revolu­cionarios. Políticamente nos encontramos aquí, en los tiem­pos en que maurrasianos y "sillonistas" se repartían en Francia los elementos dinámicos del catolicismo.

Tengo la impresión de que, en el fondo de su corazón, Teitgen no está descontento de que se le recuerde el ideal de su juventud. Mientras que en los salones residenciales, ha manifestado abrigar propósitos ultracolonialistas que causaban la admiración de damas y caballeros, en la cena amical a la que hemos sido invitados justifica ese título de cristiano rojo que acaban de concederle tan generosamente.

28 de mayo.

Marruecos acaba de ser el escenario de una triste come­dia. El complot organizado por la alta administración, el colonialismo y los feudales indígenas, ha finalizado con la deposición del sultán y su sustitución por un viejo insig­nificante de quien se está seguro no tendrá iniciativa al­guna para terminar con los maquiavélicos, los ventajistas y los aprovechados.

¡Qué triste espectáculo el que ha provocado la entra­da del nuevo sultán en Rabat! Son muy pocos los marro­quíes que pueden verse por las calles; son los franceses quienes las ocupan. Son ellos quienes aplauden con el ma-

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yor entusiasmo, no a Arafa sino al Glaouí. En efecto, el pacha de Marraquech se ha convertido, por gracia de Juin y Boniface, en el "gran amigo de Francia", en el salva­dor de la presencia francesa en Marruecos.

Sin embargo, lo más triste es el comportamiento de la mayor parte de los sacerdotes. El obispo, como siempre, adopta una acítud digna y valerosa, y rehusa participar en las ceremonias oficiales y adornar los palacios episco­pales. Se le tiene en alta consideración. Pero los curas han celebrado un suceso del que esperan importantes ventajas para la Iglesia y el protectorado, que constituyen un solo cuerpo en su corazón.

Es difícil adoptar una postura contraria a esta corrien­te. Casi todos los franceses de Marruecos creen que han vuelto los buenos y viejos tiempos y que, al menos durante veinte años, nada podrá perturbar su "acción", es decir, su enriquecimiento a costa de lo autóctono. Con infinitas precauciones, me he esforzado en hacer comprender, a tra­vés de las columnas de mi periódico, todo lo que hay de falaz en esta esperanza y que Glaouí y sus cómplices franceses no son "puros". Persiste una corriente general, consistente en las bajas de suscripción que llegan sin ce­sar a nuestras oficinas. El cura más antiguo de Marraquech ha atacado desde el pulpito el periódico que goza de la confianza del obispo, detalle que conoce a la perfección, y ha consagrado su homilía a ensalzar los méritos del pa­cha.

No obstante, los curas y los buenos católicos tradicio-nalistas se muestran, en general, muy rígidos en lo que con­cierne a la aplicación de la moral. Llevan a cabo una cam­paña contra la relajación moral de la juventud, critican

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severamente divorcios, adulterios, abortos e incluso la mera limitación voluntaria de la natalidad. Cómo es posible que ignoren que las cosas privadas de Marraquech son unos de los principales ingresos del Glaouí, que se cometen crí-mentes abominables en su harén, que explota las tribus que están bajo su mandato. Pero, ¡claro está!, como su comportamiento político — muy desinteresado — es afín a los intereses totalmente terrenales del colonialismo, se da ínfima importancia a sus crímenes, a su inmoralidad, no se ve en él más que al "viejo santo, amigo de Francia". Si, entre los católicos, sólo los colonos y hombres de nego­cios se comportaran de este modo, podríamos ser más tole­rantes. Pero que incluso los sacerdotes rindan culto al Glaouí es muy grave. Por fortuna, el obispo, el P. Peyri-guére y un reducido número de sacerdotes adoptan una ac­titud valiente y clara ante esta situación, compartida tam­bién por gran número de jóvenes cristianos laicos. De este modo es de esperar que el pueblo marroquí no reprochará a la Iglesia de Cristo el prestar una importancia excesiva a los bienes de este mundo, como hacen muchos de sus fie­les más representativos y pudientes.

9 de noviembre.

Los amigos a quienes tengo ocasión de ver y aquellos que me escriben están muy preocupados por el muro, cada vez más alto, que se levanta entre la Iglesia de Cristo y la humanidad. En efecto, es suficiente salir de las sacris­tías o franquear la frontera del barrio católico para darse cuenta de la mínima importancia de que goza Dios en la

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vida y preocupaciones del mundo; el lugar que ocupa es tan pequeño que aparentemente es lógico que muchos hombres y mujeres generosos lo consideren como un lujo inútil. Ciertos cristianos se preguntan si no sería más "ho­nesto" renunciar, provisionalmente, a todo proselitismo reli­gioso, si su deber no consistiría en emplear, únicamente, sus fuerzas y energías para la construcción de la ciudad de los hombres, prestos a iniciar la evangelizacion cuando esté totalmente terminada.

El dominico padre Montuclard, precursor del movimien­to Juventud de la Iglesia, dedicó hace poco un pequeño libro a esta cuestión. El autor y el libro han sido conde­nados por la jerarquía eclesiástica, pero los problemas que pone al descubierto permanecen. Si he de atender lo que oigo y veo, presiento que estos problemas se presentan en un aspecto más grave que nunca.

La tesis de Montuclard puede resumirse de este modo: la horrible influencia ejercida por el mundo capitalista re­viste tan enormes proporciones que es imposible llevar una vida auténticamente cristiana en estas condiciones, a no ser que se trate de seres privilegiados. Toda la humanidad y, principalmente, el proletariado, se ha percatado de la ur­gente necesidad de destruir ese viejo mundo y de cons­truir otro nuevo en su lugar. Todas sus energías se dirigen a este objetivo. En la actualidad, hablar a los hombres de Dios, de la redención o de la salvación eterna supone un juego muy peligroso. Tan sólo el marxismo está en con­diciones de señalar el camino a los hombres de nuestros días y de facilitarles los medios ideológicos necesarios para el desempeño de aquella urgente tarea: la creación de la sociedad comunista. La experiencia nos demuestra que,

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bajo la influencia cristiana, los obreros pierden todo su ar­dor y ánimo de lucha, por lo que debe impedirse la ex­tensión de esa influencia, en interés de la humanidad y de la Iglesia misma. En la sociedad comunista no existirá obs­táculo alguno que impida la enseñanza del Evangelio en toda su pureza. Será entonces cuando la Iglesia podrá em­prender su gran misión: hablar a los hombres de la sal­vación eterna. Pero, mientras no se produzca este cambio, debe limitarse a la "misión de Juan el Bautista", es decir, preparar los caminos de una futura evangelizacion. Y los cristianos podrán cumplir con su misión de precursores, si contribuyen al triunfo de la revolución social.

Es fácil comprender que tal concepción no pueda sa­tisfacer a los obispos y sobre todo al Vaticano. Por mi par­te, creo que Montuclard y sus colaboradores cometen un grave error atribuyendo al marxismo-comunismo la facultad de poder preparar convenientemente los caminos de una futura evangelizacion. En realidad, lo que empeora la si­tuación, no sólo para el cristiano sino también para la hu­manidad entera, es que no existe ningún movimiento cla­ramente revolucionario, excepto el comunismo, y que éste, según nuestra experiencia, no se encuentra en condiciones de liberar a los hombres de la esclavitud a que están so­metidos. El comunismo es tan materialista y, por tanto, tan inhumano como el capitalismo; aparentemente es un anti­capitalismo: en realidad nos encontramos ante su paro­xismo.

Por desgracia, esta constatación no proporciona ninguna respuesta positiva a la angustia expresada por Montuclard, que es también la de tantos cristianos convencidos. Es di­fícil refutar la idea de que la Iglesia no está al día, que

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emplea un lenguaje y desempeña una misión asimismo in­comprensibles para la inmensa mayoría de los hombres de nuestros días. Que nuestros círculos de estudio, nuestros pa­tronatos, nuestras "obras sociales" parezcan lamentables a quien no rechaza ver el mundo tal como es en realidad. Que los "enunciados de principios" y las exhortaciones pia­dosas de la jerarquía eclesiástica no responden a las in­quietudes de los hombres.

Como muchos otros, he creído hasta estos últimos años que la Iglesia sería capaz de rejuvenecerse hasta el punto de encontrarse en condiciones de dotar al mundo moderno del alma de la que tanto necesita. La tendencia general de Pío XI, la Misión de Francia, el movimiento de los sacerdotes obreros —unos y otros animados por la jerar­quía eclesiástica—, la sabiduría de los teólogos, filósofos y pensadores católicos, permitía abrigar esperanzas. Sin embargo, sabemos ya lo ocurrido desde entonces.

¿Hay que seguir los pasos de aquellos cuyo desánimo llega al extremo de desear para la Iglesia esa revolución comunista que consideran como un mal para los hombres? En realidad, ningún bien esperan del comunismo para la Iglesia. Pero, según ellos, la revolución aliviaría a la Igle­sia de la pesada carga que supone la organización admi­nistrativa, liberándola de un mundo al que no ha conse­guido cristianizar pero que la mantiene prisionera. Después de un período más o menos largo de persecuciones y su­frimientos bajo el régimen comunista, después de la inevi­table desaparición de éste, la Iglesia podría comenzar de nuevo, enriquecida con la experiencia, a veces dolorosa, del pasado.

No me es posible aceptar esta concepción del proble-

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ma, porque la considero desesperada en cuanto a su fu­turo, aunque, en cierto modo, se inspire en la "Ciudad de Dios" de san Agustín. La política de lo peor me repugna. Creo con toda mi fe en las promesas de Cristo sobre la in­vencibilidad de la Iglesia. Confieso que no puedo imaginar por qué medios podrá suprimir la asombrosa separación que existe entre ella y el mundo.

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6 de enero.

Acabo de dar en Tlemcen la primera de las conferen­cias que tengo previstas en Argelia. El tema tratado ha sido el de "Los cristianos frente al Islam", de candente actualidad en estas tierras africanas. No me ha extrañado así el ver tantos musulmanes, jóvenes principalmente, in­teresados en lo que iba a exponer.

Sin minimizar en absoluto los rasgos característicos de cada una de las dos religiones monoteístas, trato de hacer resaltar especialmente aquello que nos une y tenemos en común: la vinculación a la misma revelación bíblica, a la "fe de Abraham", la fe en un solo Dios, etc. Cierto es que, en el pasado, cristianos y musulmanes pelearon entre sí como encarnizados enemigos y que hubo cruzadas y gue­rras santas en abundancia, pero, como ya ahora se ha po­dido comprobar, la religión no era sino un mero pretexto que ocultaba motivos y ambiciones de índole bien distin­ta. Parece ser que, en el principio, el fundador del Islam, Mahoma, fue considerado como el jefe de una nueva secta

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cristiana entre las muchas que existían por entonces en aquellas regiones. En cualquier caso, fue precisamente en la corte del rey cristiano de Etiopía donde hallaron refu­gio los primeros musulmanes perseguidos por sus compa­triotas árabes. Son muchos los pasajes del Corán en los que se ensalza a Jesús y a su madre la Virgen y se acon­seja reine la armonía entre cristianos y musulmanes. Sólo cuando el Islam se convirtió en la base de la unidad na­cional de los árabes y comenzaron sus luchas con Bizan-cio (presunto defensor de la cristiandad), las relaciones en­tre ambas comunidades religiosas se deterioraron para mu­chos siglos. Como el odio imposibilitaba todo conocimiento recíproco, gradualmente se fue levantando entre cristianos y musulmanes un muro de prejuicios y de ignorancia. Y ahora que la evolución de la humanidad se encamina hacia una preponderante universalidad y las religiones se ven conjuntamente amenazadas por el materialismo ateo, ha llegado el momento, y mas en África del Norte que en cual­quier otro lado, de liquidar todo vestigio de los antiguos odios y rivalidades. Naturalmente, no es cuestión de crear algo así como una amalgama de islamismo y cristianismo: se trata, más modestamente, de establecer un espíritu de mutua comprensión y de superar el antiguo complejo pro­ducido por las cruzadas y las guerras santas. Tanta más perfección alcanzará tal comprensión cuanta más auténti­ca fidelidad se guarde al depósito de la propia fe...

Parece ser que algunos cristianos no han quedado muy satisfechos. Se me juzga demasiado "irenista", excesivamen­te benévolo para con los musulmanes, y se me acusa de andar socavando los "fundamentos morales" del colonialis­mo. No obstante, resulta muy significativo que ni uno solo

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de tales descontentadizos se haya levantado para censurar mis ideas. En cambio, no son pocos los musulmanes y los cristianos que han manifestado su total acuerdo con mis palabras. ¿Se habrán vuelto tímidos el colonialismo y el integrismo?

Un estudiante musulmán me ha preguntado: "¿Dice us­ted que el tiempo de las cruzadas y las guerras santas ha sido definitivamente superado?", y al expresarle yo mi conformidad, prosigue: "Estoy de acuerdo con usted, pero se olvida que ha sido un político católico francés, el se­ñor Georges Bidault, el que ha proclamado no hace mucho el triunfo de la cruz sobre la media luna en Ma­rruecos".

Y es verdad. Interrogado, en los corredores de la Asam­blea nacional, sobre el reciente golpe de fuerza en Rabat, del que como ministro de Asuntos Exteriores hay que atri­buirle toda la responsabilidad política, el señor Bidault, como lo tiene por costumbre, ha soltado una de sus ab­surdas paradojas. ¡ Como si el mariscal Juin, el prefecto Bo-niface y el bajá El Glaou'f hubieran podido pensar en el triunfo de la cruz de Jesucristo! Lo que para el ministro, y posiblemente para quienes lo interrogaban, no constituía sino una graciosa salida, los musulmanes de África del Nor­te y aun del mundo entero lo han considerado como una grave ofensa. Debiera ser norma de los políticos el andar siempre atentos a evitar ese tipo de declaraciones que so­narían de otro modo en una charla de café.

No voy a hacerme cargo de la defensa de Georges Bi­dault. Cualquiera que sea el grado de autenticidad de su fe cristiana, no me cabe sino afirmar que en el presente no ha obrado ni se ha expresado como tal cristiano.

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16 de enero.

En los 15 días que hace que me encuentro en Argelia, he podido comprobar la existencia de una sorda eferves­cencia. Muchos franceses no parecen haberlo advertido; se imaginan que el rumbo tomado en agosto último por la política francesa en Marruecos no sólo ha contribuido a poner las cosas en su sitio en el territorio del protectora­do, sino que igualmente ha venido a alejar todo peligro de contagio en Argelia. Tal impresión de seguridad ha engendrado en muchos una aparente arrogancia y autosu­ficiencia que forzosamente han de ser una provocación a los ojos de los autóctonos.

Mis contactos con argelinos musulmanes se han multi­plicado en relación con los años precedentes. Lo primero que he podido comprobar es que están muy al corriente de lo ocurrido en Marruecos y de ningún modo ignoran que pertenezco al grupo de cristianos que se han desoli-darizado de los crímenes perpetrados contra el pueblo ma­rroquí. Sin duda radica en ello la causa de que asistan en gran número a mis conferencias y me visiten e inviten tan a menudo.

Pero lo que principalmente he comprobado es lo infun­dado de las ilusiones que se hacen quienes piensan que los argelinos se han resignado al actual estado de cosas y no poseen otra ambición que la de asimilarse a los colonos franceses. Está claro que tanto los argelinos como los ma­rroquíes se encuentran en vías de perder su "colonizabi-lidad". Así trato de hacérselo comprender a los altos fun­cionarios de la administración con los que he podido en­tablar relación. Una política inteligente y atrevida aún po-

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dría evitar la futura crisis, pues dentro de unos meses ya será demasiado tarde para llevarla a la práctica. Sin em­bargo, también en estos círculos el golpe de fuerza de Ma­rruecos ha creado una falsa impresión de seguridad que alcanza incluso a los representantes más preparados e in­teligentes. ¡Ojalá que mis temores no se confirmen dema­siado pronto!

9 de febrero.

Así, pues, puede darse ya por finalizada la hermosa aventura de los sacerdotes obreros. La esperanza puesta por algunos en que el episcopado francés, que en su ma­yor parte se percata de la gravedad del asunto, pudiera evitar lo irreparable, parece haber resultado totalmente vana. Los integristas encuentran cada vez mayor audiencia en los círculos vaticanos, y su repugnancia a una renova­ción cristiana no ha ido sino en aumento gracias a los últimos éxitos conseguidos.

En el sentido marxista, también yo soy un sacerdote-obrero, pues hace años que vivo de mi propio trabajo y no de la caridad de mis feligreses. Es, sin embargo, un trabajo de índole intelectual, no reconocido como tal por la mística cristiana, que sólo considera verdadero trabajo el trabajo manual en cuanto implica cansancio y esfuerzo físicos. Ello no impide que desde un principio me haya sentido yo profundamente solidario de la misión cumplida por los sacerdotes-obreros. Si no he podido incorporarme a su experiencia ha sido a causa de mi escaso valor y de mi congénita incapacidad para toda clase de trabajos ma­nuales.

Sería pueril sostener que los sacerdotes-obreros no han

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cometido error alguno y que no es legítimo ninguno de los reproches que se les dirigen. Casi todos ellos descono­cen prácticamente los medios obreros, y los que han per­tenecido a ellos en su infancia los han ido olvidando en el transcurso de sus estudios eclesiásticos en el cálido am­biente de los seminarios. La más pura generosidad cris­tiana los ha llevado a participar de la condición obrera, y al contacto de dichas realidades han sufrido un duro choque psicológico. No tiene otra explicación la inadapta­ción de algunos de ellos en su nueva situación y la ac­titud de rebeldía que han adoptado.

Sin embargo, por primera vez después de haberse pro­ducido entre las masas populares y el cristianismo el es­candaloso cisma (que Pío XI consideraba el crimen más grande de la era capitalista), la Iglesia había hallado una nueva posibilidad de comunicarles el mensaje evangélico. La novedad de la misión no está en el hecho de que los sacerdotes se empleen en trabajos manuales. Ya desde san Pablo se venía practicando dicho género de trabajo en mayor o menor escala, y en varias comunidades religio­sas constituye una de las principales obligaciones impues­tas por la regla. El contacto directo con los obreros ha hecho que estos jóvenes sacerdotes comprendieran bien pronto que el obrero ha dejado de ser el individuo resig­nado y conforme que se imaginan los burgueses, sujeto a la desesperación y en actitud pasiva frente a la opresión que sufre. Se ha percatado ya de su destino, de su fuer­za y del papel histórico que le incumbe. Así han llegado a reconocer los sacerdotes que existe un acto aún más importante que el del trabajo manual y que éste es el de asumir en su totalidad la condición obrera o proletaria

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con toda su precariedad, esperanzas y luchas. Que estas esperanzas y estos afanes se hayan cristalizado en el co­munismo, no es culpa ni de los sacerdotes-obreros ni de dicha clase obrera en su conjunto.

Poco preparados para esta clase de misiones y poco in­formados sobre el marxismo y el comunismo, algunos sacer­dotes-obreros parecen haber sido fascinados por ambos. No han advertido que la adhesión de una mayoría del prole­tariado a las ideologías marxistas y comunistas es mero producto de determinadas contingencias históricas. Se han dejado persuadir de que el marxismo constituye realmente la filosofía inmanente al proletariado y de que fuera de él no existe ninguna otra posibilidad de redención. De todo ello se ha originado un perjudicial deslumbramiento, aun­que, a pesar de todos los pesares, sigo creyendo que los errores, consecuencia de lo anterior, carecen de toda impor­tancia si se comparan con los beneficios así logrados. Aca­so las conversiones que por mediación de los sacerdotes-obreros se hayan registrado no sean muy numerosas, pero, por vez primera después de mucho tiempo, el pueblo tra­bajador se ha dado cuenta de que Jesucristo y su Igle­sia no están forzosamente del lado de los poderosos y de los ricos. Habría que estar ciego para no ver la impor­tancia extraordinaria de tal resultado en la evangelización del mundo en general y en la de los pobres en particular.

Parece que el cardenal-arzobispo de París se ha emo­cionado ante el extraordinario número de delegaciones obreras, procedentes de todos los barrios en los que traba­jan los sacerdotes-obreros, que han ido a visitarle. Que hombres y mujeres, la mayoría de ellos alejados de la Igle­sia o ateos y comunistas practicantes, hayan ido a supli-

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carie al arzobispo la vuelta de los sacerdotes que se han conquistado su confianza, ¿no constituye una óptima prue­ba de la eficacia de la labor por ellos realizada? Estoy seguro que, de haber estado en su mano, el arzobispo de París habría satisfecho los deseos de quienes aparentemen­te más apartados se encuentran de Jesucristo y la Iglesia.

A lo que parece, los obispos franceses han obtenido de Roma un nuevo plazo para que prosiga la experiencia obre­ra iniciada. Los sacerdotes a ella consagrados trabajarían sólo unas horas y estarían sometidos a un riguroso control por parte de la jerarquía eclesiástica. Las intenciones que han inspirado este proyecto serán excelentes, pero revelan un total desconocimiento de la psicología obrera.

El admirable logro de los sacerdotes-obreros se debe en gran parte a su papel de francotiradores y al hecho de que el Espíritu Santo parecía guiarlos sin la asistencia de intermediario alguno. Con razón o sin ella, el pueblo con­sidera que el Papa y los obispos pertenecen a la esfera de los grandes de este mundo. ¿Acaso no asisten y presi­den innumerables manifestaciones públicas? ¿No sue­len frecuentar a los políticos y a los grandes industriales y patronos? La lucha de clases es un mal indudable, pero también es un hecho evidente. El saber que los misione­ros del mundo laboral actúan por mandato oficial de la Iglesia, será sin duda suficiente para convertirlos en sos­pechosos y para que se les considere miembros de una es­pecie de "quinta columna" de la reacción. Éste será un hecho cierto después del asunto de los sacerdotes-obreros, pues no existe un solo miembro del proletariado, aunque sea cristiano ferviente o militante de Acción Católica, que no tenga la certeza de que estos sacerdotes han sido re-

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prendidos por motivos ajenos a la religión provenientes de determinada oponión política de las altas jerarquías. Ex­puesta en términos radicales, esta tesis es seguramente erró­nea, aunque tendrán que pasar muchos años para que se borre este prejuicio hostil a la Iglesia.

En el escándalo de quienes reprochan a los sacerdotes-obreros el meterse en política, late un repugnante fariseís­mo. ¿Acaso ignoran que son muchos los sacerdotes que ocupan escaños en los parlamentos de distintas naciones? No hace falta remontarse a Richelieu y a monseñor Du-panloup; más cercanos a nosotros están los casos de mon­señor Kaas, en Alemania, de monseñor Tiszo, en Eslova-quia, y de los canónigos Desgranges y Kir en la misma Francia. El hecho de que estos eminentes eclesiásticos ocu­pen generalmente escaños de partidos conservadores, ¿los absuelve del pecado de meterse en política?

10 de marzo.

La impresión producida en los medios intelectuales no puede describirse. Por mandato recibido de Roma, tres pro­vinciales de los padres dominicos franceses han sido rele­vados de sus cargos y sustituidos por personas considera­das como más dóciles a las directrices de la nueva orien­tación de la Iglesia.

No obstante, aún más que la destitución de los pro­vinciales (que pese a todo constituye un asunto interno de la Orden de Santo Domingo), han causado hondo disgusto las medidas disciplinarias aplicadas a varios religiosos de la misma orden. Tanto por sus escritos como por su irra­diación personal, dichos religiosos han sido los guías es-

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pirituales de gran número de intelectuales y personas cultivadas en su búsqueda de la verdad. Junto a otros sacerdotes, seglares o pertenecientes a alguna comunidad religiosa, han constituido algo así como el símbolo de la reconciliación de la Iglesia con el mundo contemporáneo.

No deja de tener un profundo significado el hecho de que los no católicos, e incluso muchos ateos notorios, no hayan sido los menos sensibles al duro golpe recibido por los PP. Avril, Boisselot, Chenu, Congar, etc. El caso de este último ha impresionado particularmente a los protes­tantes, que, con razón o sin ella, deducen que en la perso­na del apóstol de la unidad se censuran los intentos de acercamiento entre los cristianos de confesiones diferentes.

Acabo de recibir una copia de la carta dirigida por el P. Avril a las "Amitiés dominicaines". Sin ocultar su desen­gaño y evitando toda consideración sobre el grave daño que pueda causar a Francia este nuevo triunfo del inte-grismo, el antiguo provincial da pruebas de un magnífico espíritu de obediencia religiosa. Al tiempo que reconoce que "nuestra actitud general ante los problemas del aposto­lado de hoy ha sido objeto desde hace algún tiempo de gran número de ataques, críticas y acusaciones", tanto él como sus compañeros se someten a la decisión de su su­perior. Creo que a los integristas les debe resultar muy mo­lesta esta declaración de obediencia que deja sin funda­mento alguno su ignominiosa campaña de descrédito.

10 de octubre.

Aprovecho la cordial invitación recibida para visitar un pueblo situado en la frontera de Alsacia y de Lorena con

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el fin de observar más de cerca la vida de la Iglesia en una región donde todavía goza de todos los privilegios y ventajas materiales concedidos por el Concordato de 1802. Me he puesto en contacto con gran número de sacerdotes y de seglares, católicos, protestantes y ateos. He asistido a varias reuniones de eclesiásticos y me ha sido dado escu­charles y conocer algunas de sus reacciones espontáneas.

Lo más sorprendente es el relativo bienestar material del clero. Naturalmente, no hay señales de opulencia, pues la subvención concedida a los curas por el Estado está aproximadamente al nivel de la de un maestro de escuela. Pero a ello hay que añadirle la no escasa generosidad de los feligreses en una comarca tradicionalmente cristiana: lo que hace que, comparada con la condición del clero fran­cés del interior, la del sacerdote alsaciano parezca eco­nómicamente brillante.

¿Qué consecuencias pueden tener estas circunstancias en el número de vocaciones? Claro está, las vocaciones se dan en mayor cantidad que en los lugares donde el acceso al sacerdocio implica resignarse a la pobreza o incluso a la mi­seria. Varias personas me han hablado de la mediocridad de la mayoría de los sacerdotes, traídos con más fuerza por las ventajas materialistas que por las excelencias espi­rituales del sacerdocio. Muy a menudo la decisión de in­greso en el sacerdocio la toma la familia en lugar del pro­pio interesado. Por mi experiencia personal no puedo con­firmar ni desmentir semejante aserto.

Sin embargo, me ha sido dado comprobar, en la ma­yoría de los sacerdotes con los que he tratado, una absoluta falta de curiosidad intelectual y de cultura. Ni siquiera las preocupaciones apostólicas parecen merecer su aten-

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ción: "Se cumple con los deberes anexos al cargo como cualquier buen funcionario pudiera hacerlo. Los cristianos que han residido por algún tiempo en otras regiones fran­cesas se quejan de la monotonía que predomina en la ge­neralidad de los sermones, de que es imposible encontrar la menor ayuda espiritual en los sacerdotes de la parro­quia. Y, evidentemente, el autoritarismo clerical está aún más agudizado que en las parroquias de Bretaña.

» « *

Me cuentan el caso de un militante cristiano de Alsa-cia que, llevado por su deseo de presencia cristiana y de eficacia, se afilió a un sindicato no cristiano. El domingo siguiente a este suceso, la plática del sacerdote fue dedi­cada enteramente a estigmatizar a esos "traidores a la san­ta religión", es decir, a los que forman parte de una or­ganización no aprobada y controlada por la Iglesia.

Muchos sacerdotes toman parte activa en las luchas po­líticas, son consejeros generales y municipales. No tienen escrúpulo alguno en facilitar consignas electorales y en par­ticipar activamente en la campaña de tal o cual partido. Un sacerdote, consejero general de la Moselle, me entera del sistema empleado en su propia campaña electoral, dis­tribuyendo estampas e imágenes piadosas. Incluso se mo­lesta con su amigo M. Robert Schuman porque se negó a actuar de la misma forma, lo que le valió la pérdida de decenas de miles de votos en las últimas elecciones legislativas. Hay que comprender que este comportamien­to va ligado a la mejor de las conciencias, puesto que a estos sacerdotes no parece haberles preocupado la duda so-

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bre la legitimidad de identificar la religión con cierto tra­dicionalismo político. No es necesario decir, por el con­trario, que la solidaridad del sacerdote con una tendencia más o menos progresista se consideraría como una especie de apostasía.

Si algunos sacerdotes no parecen preocuparse por la vida propiamente espiritual de sus fieles, sin embargo, to­dos se consideran los "guardianes de la moral". En con­secuencia, ¿acaso esa vigilancia proporciona un nivel más elevado de espiritualidad que en los tiempos pasados? Es posible que pueda ocurrir en los pueblos de provincia, al menos en cuanto a la moral sexual y conyugal. Los divor­cios son prácticamente nulos. Se puede considerar inexis­tente la camaradería entre muchachos y muchachas de la misma edad. No quiere decir esto que no se den excep­ciones, pues el cura me habla de la frecuencia de los ma­trimonios forzosos. Por tanto, queda todavía por determi­nar si la aparente moral se debe a la vigilancia de los curas o, simplemente, a la presión social.

No estoy acostumbrado a los países de cristiandad para poder dar un valor objetivo a mis sorpresas. El capellán de un establecimiento público, bajo el pretexto de que es el guardián de la moral, no es capaz de comprender que la vigilancia casi policial que ejerce sobre la vida privada de enfermos, médicos y enfermeras, excede más allá del ejercicio de sus funciones. Sin embargo, su entrega debe ser excesiva, puesto que todos le odian.

La cuestión escolar es la que tiene más interés para mí. Es sabido que la enseñanza pública en estos tres de­partamentos es confesional. Me he entrevistado, con obje-

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to de conocer a fondo este asunto, con sacerdotes, pro­fesores y padres de familia.

Los profesores laicos se quejan de estar obligados a re­zar y enseñar la religión. Es muy significativo señalar que no sólo son los no creyentes quienes se quejan, sino tam­bién los católicos practicantes. Éstos opinan que la reli­gión, al ser enseñada como cualquier otra materia de un programa, pierde parte de su carácter eminentemente sa­grado. Creen que si los curas encargan a los profesores la enseñanza de la religión, es debido a que ellos no quieren desempeñar esta función personalmente, sea por pereza o incapacidad.

El hecho es evidente: casi todos los curas (digo casi porque he encontrado exactamente tres excepciones entre aquellos a quienes he podido visitar) son claramente fa­vorables al sistema vigente. Con ocasión de una cena que conmemoraba una fiesta eclesiástica, me he atrevido a for­mular ciertas reservas sobre el valor de una religión en­señada por elementos no creyentes, colocando a estos pro­fesores en una situación de hipocresía. La respuesta fue unánime: "Los profesores que no crean en nuestra santa religión que se vayan a otras regiones. Si se quedan en­tre nosotros, deberán aceptar nuestras costumbres."

# « *

De todo cuanto he visto y oído, ¿puedo sacar conclu­siones que condenen, sin lugar a error, el régimen parti­cular por el que se rige la Iglesia en Alsacia y Lorena? Dudo un poco. No conozco muy a fondo las regiones que han permanecido cristianas por tradición, para poder de-

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cir si lo que he observado está en relación con el régi­men concordatario o bien, simplemente, con las estructu­ras sociológicas del país.

Los cristianos de habla germánica parecen amoldarse mejor a la situación actual. Los franceses se muestran más revolucionarios, más reacios, y, en todo caso, muy criti­cados en lo que concierne a la vida religiosa de su país. Probablemente se debe a que se relacionan con más fre­cuencia con las otras regiones de Francia. La mayor parte de los sacerdotes no parecen darse cuenta de que su in­hibición, con respecto a lo que ocurre fuera de su juris­dicción, puede originar gravísimas consecuencias.

La mentalidad de los habitantes de Alsacia y Lorena está en vías de transformarse profundamente, así como tam­bién sus costumbres y forma de vida. Una religión ba­sada en fórmulas del pasado no tiene razón de ser en la realidad existencial de muchos jóvenes, incluso cristianos. En principio, admito que esos sacerdotes y estos fieles se aterran a sus particularismos y privilegios. No me corres­ponde a mí pedir la abolición de este sistema. Pero si no quieren encontrarse, en un futuro más cercano de lo que creen, ante una situación religiosamente desastrosa, debe­rán amoldarse a las necesidades del mundo moderno. En particular, deberán renunciar a rutinas agradables, revisar sus métodos de apostolado y enseñanza. En una palabra, ¡que salgan de su madriguera!

12 de octubre.

Son muchos los sacerdotes que, en estos últimos años, han abandonado su ministerio. Sé muy bien que las auto-

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ridades religiosas no quieren que se hable de este asunto, pero los hechos son sobradamente conocidos de todos para que el silencio sirva ya para algo.

No me refiero a los que han dejado el sacerdocio por motivos rigurosamente personales: siempre se han produ­cido estos casos y por encima de todo es un asunto que concierne exclusivamente a Dios y a ellos mismos. Pero existen además los sacerdotes obreros que han creído un deber optar entre su fidelidad al mundo del trabajo o la obediencia a la nueva orientación de la jerarquía religiosa. Los intelectuales están desanimados por las persecuciones y calumnias de que son objeto por parte de los integristas, quienes parecen gozar de la estima de sus superiores. Asi­mismo existen otros que se han dejado convencer fácil­mente por la palabrería marxista y han llegado a la con­clusión de que es imposible pertenecer a una Iglesia que condena el marxismo. Unos han perdido la fe (pero repre­sentan la minoría), otros creen en la fe de la Iglesia pero sufren terriblemente porque no pueden adscribirse a ella.

Anoche me reuní con varios amigos exclaustrados. Mu­chos de entre ellos, ocuparon en su día un lugar de van­guardia en el seno de la Iglesia de Francia, y fueron que­ridos por sus obispos, e incluso por el Vaticano. Excep­tuando a uno, ninguno de ellos se ha casado; muchos si­guen cumpliendo las prácticas religiosas, como simples fie­les. Roma les ha denegado la reducción oficial al estado laico. Así, pues, se consideran a sí mismos en suspensión del ministerio y esperan poder desempeñar de nuevo su deber el día en que el espíritu actual ceda el paso a una mejor comprensión de las necesidades espirituales de nues­tro tiempo; el día en que la Iglesia haya comprendido la

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necesidad de romper la solidaridad con una sociedad que consideran condenada por la historia.

En estos hombres puede advertirse algo sorprendente: ninguno de ellos produce la impresión de haber encontra­do la alegría, la paz del alma. Algunos se consideran fe­lices y se sorprenden al pensar que hayan podido soportar las obligaciones del sacerdocio durante tantos años; sin em­bargo, se advierte en ellos demasiada amargura, demasiada agresividad hacia la Iglesia y sus autoridades para que pueda creerse que, en el fondo de su alma, no sienten una gran pena al verse visto obligados a abandonar el hábito; pues debe tenerse en cuenta, que para ellos no se trata de una debilidad, de una decisión tomada muy a la li­gera, sino de un verdadero caso de conciencia, de fide­lidad a sí mismos y a su vocación.

En tiempos pasados, A. P. era sacerdote-obrero y la fama que tenía en el barrio que habitaba era comparable a la del sacerdote que nos presenta Gilbert Cesbron en su novela. Me fue dado poder admirar la estima y la confian­za de que era objeto por parte de un proletariado con vi­sos de marxismo. Pese a la petición de Roma y de su obispo, no le fue posible abandonar la fábrica ni aquel barrio obrero. Obligado a hacerlo, dejó públicamente el hábito. Convencido de que era su valor personal el que había atraído a los hombres, se dedicó a servirles con el mismo celo que empleó en su tiempo de sacerdote. Al ca­sarse creyó que este acto le uniría mayormente con la masa de trabajadores. Sin embargo, sin que los obreros se diesen cuenta, habían admirado en él al sacerdote, al hombre perteneciente al mundo religioso. Ahora no es más que un hombre entre los hombres. Les ha decepcionado.

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La fama y estima de P. se extinguieron. La prolongación de su estancia en la fábrica y en el barrio obrero no te­nía razón de ser: actualmente es profesor de una escuela pública, en un pueblo donde nadie conoce su pasado. Si A. P. ataca a la Iglesia y se obstina en proclamar su ateís­mo, ¿no es cierto que su ruptura ha perdido su justifi­cación?

¡Es una lástima que un obispo o un monsignore de la curia romana no puedan asistir de incógnito a una reu­nión de viejos sacerdotes! Quizá, de este modo, llegarían a comprender mejor la gravedad de la crisis que aqueja a muchos religiosos que se cuentan muchas veces entre los mejores y los más fervientes.

28 de octubre.

Con algún recelo he aceptado la invitación de pasar quince días en Angers, al objeto de pronunciar varias con­ferencias. El catolicismo de Angers se considera particular­mente integrista, intolerante con respecto al mundo moder­no y sus partidarios. La ciudad es la sede de una revista que pretende representar el pensamiento católico y que en realidad es de un sectarismo odioso. Se dice que en la facultad de teología muchos catedráticos atacan con cierta malicia a sus colegas de otras universidades católicas. Cier­to calumniador integrista, expulsado por los obispos, ha en­contrado en esta ciudad un refugio pacífico en donde puede continuar la publicación de su revista. Me han dicho que el cura de Assy, que acudió para hablar de su célebre iglesia, fue objeto de aceradas críticas en una reunión pú-

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blica. Se le dijo que el arte cristiano sólo acepta el rea­lismo, es decir, el san-sulpiciano...

Me ha sorprendido, pues, encontrar en Angers y otras ciudades del departamento los más calurosos recibimien­tos. Raras veces, en mis conferencias, he gozado de una asistencia tan numerosa y simpática. Los sacerdotes con quienes tengo la posibilidad de hablar, no sólo no son in-tegristas, sino que hacen gala de una alegría de espíri­tu realmente excepcional. Temen, tanto como yo, el sectarismo y el integrismo. Sé muy bien que los que han venido a visitarme o los que me han invitado comparten mis ideas y que, por tal motivo, sería erróneo deducir conclusiones sobre el conjunto del clero angevino. Sin em­bargo, los sacerdotes y católicos laicos que he conocido a lo largo de estos quince días son tan numerosos y dis­tintos que puedo poner fin al prejuicio que tenía forma­do sobre el catolicismo angevino. Ciertamente, los integris-tas no dejan de trabajar y se habla mucho de ellos, pero sería injusto para la Iglesia de Anjou considerarlos como sus auténticos representantes.

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15 de septiembre.

El redactor jefe de una publicación católica y progre­sista me dice: "No te extrañes de que no comentemos tu Itinerario de Karl Marx a Jesucristo. Por mucho que te esfuerces en ser imparcial y en no derivar hacia la típica polémica anticomunista, el mero hecho de haber roto con el comunismo y de haberte convertido al catolicismo im­plica una crítica del primero. Ello no significa que tu crí­tica sea injusta, sino que, en el contexto de la situación presente, no queremos que se nos pueda echar en cara el habernos solidarizado con alguien que critica al partido co­munista y a la U.R.S.S."

No se tenga la actitud descrita por un hecho aislado, excepcional. Son muchos los cristianos que, sin ser comu­nistas ni cripto-comunistas, procuran tomar a diario infini­tas precauciones para no lesionar a los comunistas. Su te­mor a una posible pérdida de contacto con las "masas populares", de las que consideran representante al comu­nismo, y a ir contra el "sentido de la historia", cuya clave

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posee aquella ideología, raya casi en pánico. No supone, en absoluto, una convicción: se trata de un complejo tal como lo define el psicoanálisis. El hecho de que un Guy Mollet o un Christian Pineau, dirigentes de un partido po­lítico específicamente popular e izquierdista, censuren acre­mente al partido comunista como si de cualquier otra or­ganización política se tratara, constituye para estos cristia­nos de izquierda un verdadero sacrilegio. Continuamente evitan lesionar en lo más mínimo a los comunistas y no hay nada que pueda producirles mayor pesar que el verse atacados, como suele ocurrirles, por los comunistas.

Para llegar a entender un complejo de semejante índo­le no basta un gesto indiferente ni el empleo de la ironía. Hay que ahondar en el inconsciente de los católicos. Por mucho tiempo han sido cómplices — a sabiendas o con ignorancia— del orden establecido y de las injusticias que de él derivaban. De ahí procede el funesto divorcio pro­ducido entre la Iglesia y las masas proletarias, tan deplo­rado por Pío XI. Católicos que muy justamente condenan los errores pasados y desean que la Iglesia se encamine de nuevo por la senda que lleva al corazón de los humil­des, adoptan por instinto una actitud de compensación psicológica. Como consideran que, al menos en Francia, las masas populares están del lado del comunismo, acatan a éste con una humildad y espíritu de sumisión que re­sultan sorprendentes en gentes tan poco conformistas. La mayor desgracia es que ya hace algún tiempo que el par­tido comunista ha dejado de ser una fuerza verdaderamen­te progresista para ponerse del lado del peor de los con­formismos. Los progresistas cristianos no ignoran este he-

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cho, pero el temor a aparecer como reaccionarios les im­pide declararlo así.

9 de octubre.

Almuerzo con un grupo de dominicos, muy considera­dos en el campo del apostolado intelectual. En el curso de la conversación he manifestado mi disgusto por las con­tinuas intervenciones del Padre Santo en todos los terre­nos, desde el deportivo hasta el de la química. Si antes se tenía por un acontecimiento mundial la publicación de una encíclica, hoy se multiplican con exceso los discursos y las mismas encíclicas. El resultado es que ni aun los católicos más fervientes les conceden gran atención, ni si­quiera la que prestan a los discursos domingueros de al­gunos ministros.

Los padres dominicos opinan como yo. Sin embargo, uno de ellos hizo notar que nuestros seglares se equivocan cuando se quejan con tal motivo. Sólo protestan contra los excesos del clericalismo cuando el Papa o un obispo se han expresado de un modo que no les satisface. Ello no les impide solicitar la opinión de aquellas mismas au­toridades para favorecer su propia especialidad o sus mis­mas ideas. En el fondo, así como el colonialismo sólo triunfa en razón de la "colonizabilidad" de uno u otro pueblo de ultramar, así también el clericalismo toma ma­yor incremento a causa de la "clericalizabilidad" de exce­sivo número de cristianos.

Realmente, esto es verdad. Ello me lleva a pensar en aquel grupo de psicoanalistas católicos que tanto se que-

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jaban porque, con motivo de una audiencia concedida a los adversarios de su especialización, el Papa se había mostrado muy severo respecto de ellos, hasta el punto que algunos lo interpretaron ya como una condena del psico­análisis. Es evidente que el Papa sólo poseía un conoci­miento aproximado de la psicología de las profundidades y de los problemas que plantea o resuelve. Nada de esto impidió que los propios psicoanalistas católicos, cuando su congreso en Roma, solicitaran audiencia pontificia y pres­taran gran atención a las palabras de aliento que les di­rigió el Papa, interpretándolas como expresa aprobación.

17 de octubre.

Mi simpatía por Francois Mauriac es ya muy antigua. En otro tiempo leí con gran interés sus novelas. Su idea de la gracia de Dios y la oposición excesivamente radical que establecía entre el orden de la naturaleza y el de la gracia no me sedujeron demasiado. Sin embargo, por aque­llas novelas suyas me inicié en el conocimiento de cierto linaje de almas y de tal conocimiento saqué gran pro­vecho.

Naturalmente, Mauriac no es un hombre de izquierdas. Su excesiva complacencia en homenajes y honores contri­buye a situarlo principalmente entre las derechas. Y, a pesar de ello, su instinto cristiano lo ha impulsado a luchar, en todas las circunstancias críticas de los últimos años, al lado de los oprimidos y de la justicia. Su fe sincera y su apasionado temperamento le han proporcionado un

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estilo y un tono dignos de un Léon Bloy, de un Savona-rola, de los profetas de Israel.

No por ello deja de ser más desconsolador el hecho de que, probablemente porque su profetismo no ha halla­do de momento una causa digna de él, Francois Mau­riac se dedique hoy a servir los intereses electorales del más despreciable de todos los partidos políticos, el par­tido de la corrupción y de las combinaciones más tene­brosas.

Mauriac está en su derecho de votar a dicho partido, aunque para un hombre como él sería más lógico luchar por el comunismo, el fascismo o la monarquía; en suma, por una causa en la que no es inconcebible que se pue­da creer. Resulta ya mucho menos admisible que el es­critor, que tan cómodamente se atribuye el papel de la conciencia cristiana, proclame urbi et orbi que la salva­ción de Francia y de la Iglesia radica en la persona de P.M.-F.

1 de diciembre.

Un semanario italiano, competidor de Varis-Match y de Samedi-Soir, acaba de anunciar al mundo que, durante su reciente enfermedad, Pío XII gozó de la visión de Jesu­cristo. La prensa sensacionalista de todo el mundo no ha desperdiciado tan magnífica información. La foto del Papa visionario aparece entre la de una actriz de Hollywood y la de un parricida.

Algunos cristianos lo consideran motivo de regocijo e incluso interpretan la gracia sobrenatural otorgada al Papa

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como aprobación celestial de sus actos y tomas de posi­ción doctrinales. Hay quienes van más lejos y convierten el hecho en argumento polémico contra el progresismo, el irenismo, las modernas tendencias filosóficas y teológicas, el evolucionismo y, en fin, contra todo cuanto Pío XII ha condenado, criticado y reprobado en los diecisiete años de su pontificado.

Es evidente que no se me plantea a mí la cuestión de aprobar la conducta de quienes tratan la visión del Papa como si constituyera una simple maniobra política o, en hipótesis más favorable, el sueño en estado de vigi­lia de un pobre anciano enfermo. Desde el punto de vista cristiano, nada nos autoriza a dudar de la autenticidad de la aparición de Jesucristo al Soberano Pontífice. Dada la extraordinaria piedad de este último, el hecho es del todo posible, y, en cualquier caso, nadie puede dudar de la completa sinceridad del testimonio de Pío XII.

Lo que, en cambio, resulta totalmente inadmisible y puede causar gran perjuicio al prestigio de la religión cris­tiana, es la exagerada publicidad hecha, con la complici­dad de alguna jerarquía tal vez bien intencionada aunque indudablemente torpe, en torno a la visión. La vieja tra­dición de la Iglesia exige la máxima discreción en lo re­lativo a todo género de visiones, milagros o revelaciones privadas. No las aprueba nunca sin llevar a cabo una pre­via investigación prolongada y meticulosa. Tal principio no debe alterarse ni aun en el caso de que se trate del Papa.

Es particularmente odiosa la explotación partidista que intenta hacerse de las gracias sobrenaturales concedidas a Pío XII. Tanto más cuando el Padre Santo ha dado prue­bas de una conmovedora discreción, y quienes lo tratan de

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modo íntimo han manifestado que le ha producido mucha aflicción la noticia de que algunos de sus admiradores en­tusiastas preparan ya su futura beatificación.

Para creer en el alcance apologético de los dones con­cedidos al jefe supremo de la Iglesia, se requiere una to­tal ignorancia de la psicología de los hombres de nuestro tiempo. Para la mayor parte de nuestros contemporáneos, los milagros, lejos de coadyuvar a la fe, constituyen más bien difíciles e insuperable.*- obstáculos.

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1956

3 de enero.

Un amigo mío, pastor de la Iglesia reformada, me dice: "Hace años vengo observando el grave malestar que expe­rimentan muchos católicos. Lo que no llego a compren­der es el que usted y los que como usted piensan y sien­ten no se resuelvan a abandonar la Iglesia católica."

No me es posible negar la evidencia de que no me encuentro a gusto en el seno de la Iglesia, de que mi malestar ha ido en aumento en el transcurso de estos úl­timos años. No obstante, tanto yo como mis propios ami­gos excluimos totalmente la mera posibilidad de tal ruptu­ra. Los contados sacerdotes que se han atrevido a dar se­mejante paso lo han hecho con el alma destrozada. "Y es que —le expliqué a mi amigo el pastor— no creemos encontrarnos en la situación en que estaban un Lutero o un Calvino. Nuestra fe no es otra que la de la Iglesia; creemos en ella, en sus enseñanzas, en la virtud de los sacramentos que confiere. Nuestro malestar es el malestar de los miembros de la Iglesia cuyo sufrimiento consiste en

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verla demasiado comprometida con un mundo del que ya nada cabe esperar. Lamentamos el hecho de su poca dis­ponibilidad con vistas al cumplimiento de la misión que le incumbe dentro del mundo actual y en el próximo por­venir..."

"Nuestro malestar tampoco es comparable, por ejemplo, al que experimentaron hace algunos años los católicos que participaron en la Acción francesa. Éstos acusaban a la Iglesia de meterse en la política porque se negaba a aca­tar la suya. Muchos de ellos, llevados de su fidelidad a Maurras, aceptaron el ser expulsados del seno de la Igle­sia. Su conflicto era el de dos fidelidades inconciliables. Lo que a nosotros nos ocurre es bien distinto. Como muy bien dijo el director de un periódico progresista condena­do por Roma: "Nuestra acción es la de cristianos; sólo puede tener sentido y significación dentro de la propia Iglesia." No por otra razón cometen grave error quienes temen — o esperan— que nuestro malestar y las críticas que nos permitimos formular sean presagios de una futura apostasía."

o o o

Un grupo de estudiantes católicos me dirige algunas preguntas acerca de la obra Le monde chrétien et ses malfagons' cuya aparición se anunció como la continuación de mi Itinerario de Karl Marx a Jesucristo. Trato, pues, de hacerles comprender la intención con que compuse este libro, del que sé por anticipado que no gustarán quie-

1. El autor se refiere al presente libro. (N. del T.)

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nes, sin embargo, comparten la misma fe y amor de Cris­to. El abate J., su consiliario, lo resume así: "En suma, en el Itinerario explicabais la razón de vuestra adhesión al partido comunista y los motivos que os llevaron a se­pararos luego de él. Y, si no me equivoco, en este nuevo libro expondréis lo que os disgusta en los cristianos y la razón de que permanezcáis cristiano." En efecto, no cabe resumir mejor el sentido de estas páginas de mi diario.

En muchos aspectos, el mundo cristiano me resulta mu­cho más habitable que el comunista. Ninguno de los dos concuerda con la imagen que podamos hacernos del Reino de Dios o del paraíso terrenal. Sin embargo, entre los dos "mundos" existe una diferencia importantísima.

El mundo comunista es inhumano, envilecedor, compro­mete precisamente lo más auténticamente humano del hom­bre. Y la razón, como suelen creerlo algunos comunistas disidentes, no está en que Stalin y sus cómplices traicio­naran el verdadero comunismo, sino, por el contrario, en que por ello mismo guardan fidelidad a los principios bá­sicos del marxismo-leninismo. Si no le fueran tan fieles, sus crímenes no tendrían tanta repercusión. Para acabar con los abusos del comunismo no hay que remontarse a los orígenes supuestamente olvidados: hay que renegar de ellos porque implican tales consecuencias.

Algo muy distinto ocurre con el cristianismo. Si tantas veces suele ser mediocre y coopera con todo género de ti­ranos y de opresores, si a menudo predominan en él el sectarismo y la intolerancia, no es por su fidelidad al Evan­gelio de Jesucristo, sino por haberlo traicionado.

Para acabar con los males existentes en el mundo cris-

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tiano no hay más que una solución: el retorno al origen primero.

15 de febrero.

Pierre Hervé, conocido intelectual comunista, acaba de ser expulsado del partido: ha tenido el atrevimiento de cri­ticar en un libro el "fetichismo" que impera actualmente en las filas del partido comunista. No es que Hervé haya renegado de sus ideas; en nombre de la misma ortodoxia marxista-leninista ha considerado obligación suya censurar la idolatría, el entusiasmo de encargo de tantos intelectua­les comunistas ante todo lo que procede de la U.R.S.S. El partido no ha tolerado esta tentativa de fidelidad en la li­bertad de opinión y en la lucidez.

En tono burlón, B. me pregunta cómo reaccionaría la jerarquía eclesiástica ante un caso similar. Para él, que es socialista, la Iglesia católica y el partido comunista no son sino dos organizaciones igualmente totalitarias que exigen de sus seguidores la más absoluta servidumbre. Intento acla­rarle que el parecido es meramente superficial, que, a con­dición de someterse humildemente a lo que está revelado, los cristianos pueden profesar en materia política, filosófi­ca y aun religiosa, toda clase de ideas y de opiniones per­sonales. Mis esfuerzos para convencerle carecen de eficacia.

20 de febrero.

Francois Mauriac lloriquea. Suplica a P. M.-F. y a sus amigos del "Frente Republicano" que no aflijan a los ca-

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tólicos que siguiendo sus consejos han votado por ellos. La supresión de la ayuda a las escuelas libres provoca­ría una gran decepción entre sus electores católicos.

Incluso a un católico le está permitido el no ser un acérrimo partidario de la enseñanza libre, con mayor mo­tivo tratándose de una enseñanza libre subvencionada por el Estado, pero proclamar hasta el día las elecciones, como lo ha hecho Mauriac, que los católicos no deben tomar el problema de la escuela confesional como criterio para su voto y andar luego suplicando el mantenimiento de di­cha escuela a los que habían hecho de su supresión una de las tesis principales de su programa electoral, es algo carente de toda lógica y rayano en lo ridículo.

Pero lo más grave de todo ello es el hecho de que pueda haber católicos tan inconscientes y faltos de una mínima madurez política, que tomen a un Francois Mau­riac, excelente novelista pero totalmente desprovisto de se­renidad, como orientador de su conducta social y política.

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índice

Introducción 9

Año 1941 15

— 1942 25

— 1943 49

— 1944 73

— 1945 87

— 1946 99

— 1947 109

— 1948 123

— 1949 139

— 1950 153

— 1951 177

— 1952 193

— 1953 213

— 1954 227

— 1955 247

— 1956 255