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Las Tres Aberraciones del Periodismo Wolfgang Streich - Recopilación de textos. 1. Periodismo como estado de modificación de la realidad: Es cuando desde los medios o los mismos periodistas alteran la información para un determinado fin, considerado bueno o malo. Se concreta de dos maneras: cambiando totalmente la dirección de la información como tal (mintiendo), o simplemente dejando de publicar esa misma información. 2. Periodismo como estado de satisfacción de la demanda: Esta aberración está directamente basada en la publicación de materiales que son requeridos por el lector, sea importante o no. Los medios y los periodistas deciden lo que saben que a la gente le va a interesar. Una de las técnicas es el sensacionalismo y el periodismo amarillista. 3. Periodismo como aptitud apriorística. (a priori): Es cuando un medio de comunicación o un periodista da como consumada una información sin haber comprobado si es real o no. Esta aberración también funciona con una técnica destinada a hacer dudar al lector u oyente, no afirmando la información sin simplemente dando a entender que ha ocurrido. (Por ejemplo: “tenemos la información de tal cosa”, “aparentemente”, “sería tal cosa”, etc.) Periodismo como estado de modificación de la realidad La sutil violencia de los medios. Por René Padilla. Tomado de la revista Kairos. Nº 2, 2003: 5 y 6. Algo que en el pasado distinguió a los Estados Unidos entre las naciones del mundo fue, entre otras cosas, el respeto por

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Recopilación de textos sobre periodismo, y la ética.

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Las Tres Aberraciones del Periodismo

Wolfgang Streich - Recopilación de textos.

1. Periodismo como estado de modificación de la realidad:

Es cuando desde los medios o los mismos periodistas alteran la información para un determinado fin, considerado bueno o malo. Se concreta de dos maneras: cambiando totalmente la dirección de la información como tal (mintiendo), o simplemente dejando de publicar esa misma información.

2. Periodismo como estado de satisfacción de la demanda:

Esta aberración está directamente basada en la publicación de materiales que son requeridos por el lector, sea importante o no. Los medios y los periodistas deciden lo que saben que a la gente le va a interesar. Una de las técnicas es el sensacionalismo y el periodismo amarillista.

3. Periodismo como aptitud apriorística. (a priori):

Es cuando un medio de comunicación o un periodista da como consumada una información sin haber comprobado si es real o no. Esta aberración también funciona con una técnica destinada a hacer dudar al lector u oyente, no afirmando la información sin simplemente dando a entender que ha ocurrido. (Por ejemplo: “tenemos la información de tal cosa”, “aparentemente”, “sería tal cosa”, etc.)

Periodismo como estado de modificación de la realidad

La sutil violencia de los medios.

Por René Padilla.

Tomado de la revista Kairos. Nº 2, 2003: 5 y 6.

Algo que en el pasado distinguió a los Estados Unidos entre las naciones del mundo fue, entre otras cosas, el respeto por

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la libertad individual. Se daba por sentado que cada ciudadano tenía el derecho de opinar sobre cuestiones socioeconómicas, políticas o religiosas aunque sus opiniones divergieran de las de la mayoría. Ni hablar de la libertad de prensa: era un derecho que se reconocía sin discusión. Más aún, con demasiada frecuencia se colocaba por encima de otros derechos cuya violación no sólo afecta a unos pocos sino a las grandes mayorías, como es, por ejemplo, el derecho al sustento físico y, por ende, el derecho a la vida.

Hoy no se puede decir lo mismo. Los medios de comunicación social se han convertido en los Estados Unidos en medios de domesticación ideológica controlados por grandes intereses económicos. Y lo trágico es que, en virtud de su influencia no sólo por lo que comunican, el pueblo estadounidense es en general un pueblo totalmente desinformado respecto a lo que sucede fuera de las fronteras de su país y respecto a las funestas consecuencias de la política externa de su gobierno. Eso es lo que hizo posible que un alto porcentaje de la población de Estados Unidos creyera, y siga creyendo, honestamente que la guerra en Irak estaba inspirada por el muy noble objetivo de liberar a los iraquíes de la innegablemente funesta dictadura de Saddam Hussein y establecer la democracia. No sorprende que, pocos días después de la toma de Bagdad por parte de las fuerzas de la coalición, un norteamericano obnubilado por la propaganda oficial a favor de la guerra me escribiera en un mail: “Los iraquíes han conseguido su libertad por un precio muy bajo. En vez de criticar al Presidente George W. Bush, que es un siervo de Dios, debemos orar que Dios prospere su gestión”.

“La historia oficial”

En el ambiente de “patrioterismo” nacionalista que surgió a partir del 11 de septiembre de 2000, los periodistas y medios de comunicación social estadounidenses han sido intimidados por la grave acusación que tomó forma en tiempos de la guerra de Vietnam, según la cual quien no se plegaba a “la

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historia oficial” sería tildado de “antiamericano”. Esto explica, por lo menos en parte, el contraste entre el tipo de información a que, antes y durante la guerra, el ciudadano común y corriente tuvo acceso en los Estados Unidos y el tipo de información que tuvo a su disposición en otros países, incluyendo los latinoamericanos. Así, mientras en todo el mundo se difundía la noticia de las masivas protestas de la sociedad civil contra la guerra – incluyendo las del memorable 15 de febrero, promovidas por el Foro Social Mundial – en muchas ciudades del mundo, tales protestas no hicieron noticia en el país paradigma de la libertad de prensa. Lo que sí recibió amplia difuciónen los Estados Unidos fue la posición de la Casa Blanca respecto al primer informe que Hans Blix presentó al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU) según el cual

Blix da cuenta, con gran mesura, del catálogo agobiante de mentiras, omisiones y evaciones perpetradas por Irak desde que el Consejo adoptó la resolución 1441 cuyo objetivo era ofrecer a Saddam Hussein una “ultima oportunidad” de renunciar a sus armas de destrucción masiva. (…) En lugar de ceder a las demandas de los inspectores y ofrecer a Irak una oportunidad suplementaria, el Consejo debería atenerse a la resolución que adoptó por unanimidad hace tan sólo once semanas.

(Citado por Eric Alterman en “¿Liberales, los medios de Estados Unidos?” Le Monde Diplomatique, año IV, número 45, marzo 2003: 11)

Por supuesto, nada se decía en cuanto al hecho que muy pocos compartían esa distorsionada interpretación del informe de Blix – la que a corto plazo desató la invasión de Irak, en abierta contravención de la resolución del Consejo de Seguridad y de la ONU como tal, so pretexto de encontrar las supuestas armas de destrucción masiva en territorio iraquí. Y es muy dudoso que en Estados Unidos, posteriormente, se

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haya difundido el saldo de la guerra en vidas humanas, respecto al cual Alin Gresh afirma:

Estados Unidos perdió 125 soldados y Gran Bretaña 30, mientras que del lado iraquí habrían muerto decenas de miles de soldados, según estima la mayoría de analistas. Entre 2.000 y 3.000 iraquíes fueron exterminados en Bagdad en una sola jornada. La victoria se parece más a un fusilamiento que a una gesta heroica.

(Alain Gresh, “Crímenes y mentiras de una `guerra de liberación`” Le Monde Diplomatique, año IV, numero 47, mayo 2003:13)

El rescate de Nasiriya

Una ilustración de la función que ocuparon los medios para dar al público estadounidense la impresión de que se trataba de una “guerra justa” que debían apoyar en nombre del bien, contra “el eje del mal”, es el episodio que tuvo como protagonista principal a una chica de diecinueve años de edad, Jessica Lynch, una soldado del ejército de los Estados Unidos oriunda de Palestine, West Virginia. Según los informes que se difundieron en todo el mundo, Jessica era la única sobreviviente de una emboscada iraquí ocurrida el 23 de marzo – tres días después de la toma de Bagdad – en Nasiriaya, al sur de la ciudad capital. Como consecuencia de la emboscada, sus nueve compañeros habían muerto, en tanto que ella había sido llevada, cautiva y con heridas de bala y arma blanca, a un hospital por los propios soldados de Hussein. Alli – según el relato – fue maltratada. Unos días después, el 2 de abril, fuerzas especiales del ejército estadounidense encontraron los cadáveres y descendieron en helicóptero en el hospital, en un operativo de rescate que posteriormente se transmitió repetidamente por televisión. La filmación de apenas cinco minutos mostraba al grupo de rescate en acción y luego el rostro de Jessica, sana y salva.

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Un periodista de la BBC de Londeres, John Lempfner, puso en duda el relato. Viajó a Nasiriya para investigar el asunto, y concluyó que el episodio era “una de las más llamativas obras de manipulación de la noticia jamás conocida”. En el hospital le informaron que la chica llegó con heridas, un brazo y un muslo rotos, y un tobillo dislocado como resultado de un accidente de tránsito en que el camión en el que viajaba se volcó al caer en la emboscada. En el hospital se le hizo una transfusión de tres botellas de sangre, dos de ellas donadas por los mismos médicos. Según el Dr. Arit. Al-Houssona, quien atendió a la paciente, ésta no tenía heridas ni de bala ni de arma blanca. Cuando el operativo de rescate llegó al hospital, ya no había ni un solo soldado iraquí a la vista, pero el operativo se dedicó a filmar un “show” para la televisión. “Fue como un filme de Hollywood – comentó el Dr. Anmar Uday - …Hicieron una película de acción, como las de Stallone o Jackie Chan, con saltos y gritos, mientras pateaban las puertas. Todo el tiempo con la cámara rodando”.

(“Se desbarata la historia heroica de la joven soldado rescatada en Irak”, Clarín, Buenos Aires, 24 de mayo de 2003, p.30)

Evidentemente, a la derecha que actualmente domina la política estadounidense no le conviene que se conozca la verdad. Sin embargo, su proyecto imperial, basado en la violencia y la mentira, es una pesada estatua con pies de barro. A la corta o a la larga, la estatua se vendrá abajo estrepitosamente. Entretanto, a quienes creemos en el Dios que ama la justicia – el Dios que se reveló en Jesucristo – nos corresponde mantenernos informados y hacer todo cuanto esté a nuestro alcance para contrarrestar los efectos de la sutil violencia de los medios.

Periodismo como modificación de la realidad

Mentira sin fin.

Por Lawrence Elliott

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Tomado de Selecciones de Readers Digest, Mayo de 1995:32-36.

Desde hace casi un siglo, este nefasto manuscrito ha unido a fanáticos de todas las corrientes y ha cobrado millones de vidas.

Millones de personas de todo el mundo admiten su teoría acerca de una siniestra conspiración. Desde Teherán hasta Tokio se le puede comprar en librerías; en Moscú lo venden en la calle, y en Estados Unidos lo difunden por correo desde cierto lugar de Nebraska. Los extremistas negros lo han pregonado en las instalaciones de varias universidades.

Protocolos de los sabios de Sión ha dado lugar a un siglo de antisemitismo. Se ha demostrado sobradamente que se trata de una falsificación y de un caso de paranoia. No obstante, dondequiera que se necesite un chivo expiatorio y se pueda engañar a crédulos, los Protocolos florecen, sembrando la desconfianza, el odio y la muerte.

Entre el 26 de agosto y el 7 de septiembre de 1903 apareció una serie de artículos en un periódico de San Petersburgo, Rusia, llamado Znamya. Su mensaje era explosivo: los judíos de todas las naciones estaban conspirando para conquistar el mundo. El plan se exponía con detalle en el registro, supuestamente reproducido palabra por palabra, de 24 reuniones del gobierno judío secreto – los Ancianos Sabios -, los cuales, según se decía, habían tenido lugar durante el congreso sionista de 1897 en Basilea, Suiza. Lo que no se dijo fue cómo pudieron las reuniones de un “gobierno secreto” pasar inadvertidas para la hueste de periodistas que cubrían el congreso.

El objetivo de los Ancianos, al decir de los Protocolos, era la instauración de una era mesiánica en la que la humanidad entera se uniría en el judaísmo y estaría gobernada por un descendiente de la Casa de David. La estrategia consistía en

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corromper a los jóvenes por medio de una educación subversiva y dominar a la gente a través de sus vicios.

Se desacreditaría la religión, se alentaría la guerra, se permitiría que la peste asolara la Tierra. Hambrientas, las masas se levantarían para “derramar la sangre de aquellos a quienes envidian”, y saquearían sus propiedades. En ese preciso instante los judíos aparecerían en escena y tomarían las riendas como salvadores de la civilización.

Pero, ¿Qué pasaría si los gentiles descubrieran esta diabólica intriga e intentaran frustrarla? En ese caso, los Ancianos tenían preparada una terrible represalia: volarían todas las grandes capitales del planeta desde los túneles de los trenes subterráneos. Todos los gentiles quedarían arruinados.

En Rusia, la publicación de los Protocolos exacerbó los odios. Las Centurias Negras del zar, un ejército de malhechores, recorrió a galope todo el territorio masacrando judíos. Durante la guerra civil posterior a la revolución bolchevique, los partidarios del zarismo distribuyeron por doquier los ejemplares de los Protocolos, lo cual provocó más masacres. Se calcula que fueron asesinados de 30.000 a 200.000 judíos en Rusia entre 1918 y 1921.

A partir del decenio de 1920, los Protocolos pasaron a ser un documento de fama mundial y tuvieron una amplia distribución. Su publicación causó conmoción en Gran Bretaña y generó una oleada de antisemitismo. En una revista se pidió la exclusión de los judíos del gobierno. El Times de Londres preguntó: “¿Qué son estos ‘Protocolos’? ¿Son auténticos? De ser así, ¿Qué malévola asamblea fraguó esos planes?”

Un año más tarde, un corresponsal del Times reveló sin lugar a dudas que los Protocolos eran fraudulentos. Se habían plagiado – casi al pie de la letra en ocasiones – de un ataque velado contra Napoleón III, que se publicó en 1864. Los falsificadores habían tomado los planes atribuidos al

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emperador francés y los habían puesto en boca de los Ancianos de Sión, que, desde luego, no existían.

Vladimir Burtsev, historiador ruso, llegó a la conclusión de que esta mentira había sido urdida por la policía secreta del zar, con el fin de magnificar la imagen de los judíos como personificación del demonio y provocar sentimientos antisemitas que distrajeran a las masas de sus exigencias de reforma y revolución.

Inexplicablemente, el descubrimiento del embuste no impidió su difusión. Poco después se pusieron en venta millones de ejemplares del libro, traducido a 17 idiomas, y, merced al respaldo de Henry Ford, el magnate de los automóviles, los Protocolos llegaron a un público nuevo en Estados Unidos.

El periódico de Ford, el Independent, de Dearborn, Michigan, publicó los Protocolos y varios artículos antisemitas más. Con el tiempo, los artículos se reunieron en un libro que se tituló The Internacional Jew: The World’s Foremost Problem (“El judío internacional: el problema más grande del mundo”) y del que se distribuyeron unos 500.000 ejemplares en Estados Unidos.

El libro generó una lluvia de protestas. Pero no fue sino hasta 1927 cuando Ford repudió The Internacional Jew, a raíz de que se le entabló juicio por difamación u de que se vinieron debajo de una forma estrepitosa las ventas de su Modelo T. Sin embargo, Henry Ford no pudo retirar de circulación los cientos de miles – quizá millones – de ejemplares que se habían vendido en todo el orbe, ni impedir que los incitadores de odios lo consideraran uno de los suyos.

En ningún país ejercieron los Protocolos una influencia histórica más decisiva que en Alemania. En su obra autobiográfica, Mein Kampf, (“Mi lucha”), Adolf Hitler los calificó de “incomparables”. La falsedad que se les imputaba era para él “la mejor prueba de su autenticidad”.

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Hitler supo sacar partido de las heridas que dejó en Alemania la Primera Guerra Mundial. ¿Quién había provocado la inflación que devaluó por completo los salarios de los trabajadores? “Los Protocolos de Sión afirman que a la gente se le someterá por hambre”, explicó Hitler a un ávido auditorio.

Los Protocolos dieron un importante impulso al naciente movimiento nazi. Probablemente Hitler ya había leído el libro a principio de los años veinte, porque poco después empezó a denunciar una conspiración judía mundial. En 1932, aprovechando la crisis económica para llevar agua a su molino y acusando a los judíos de todas las calamidades que había soportado desde siempre el pueblo alemán, los nazis obtuvieron más de 10 millones de votos en las elecciones nacionales. Al cabo de un año, Hitler fue nombrado canciller.

Los simpatizantes de los nazis reimprimieron repetidas veces los Protocolos. En 1933, una traducción usada por el partido había llegado a las 13 ediciones; en un prólogo se afirmaba que “el deber de todo alemán era estudiar la aterradora confesión de los Ancianos de Sión, y sacar luego las conclusiones pertinentes”.

Una vez en el poder, los nazis echaron mano de los Protocolos para justificar las leyes antisemitas. La primera de ellas fue un boicot contra las tiendas de judíos. No mucho después se valieron del libro para promulgar las infames Leyes de Nuremberg, con las que se despojó a los judíos de sus derechos civiles. Según dice Bruno Bettelheim, psicólogo y sobreviviente de los campos de exterminio nazis, los guardias de estos lugares creían a pie juntillas en la visión paranoide de la conspiración judía predicada en los Protocolos.

El Asesinato de 6 millones de judíos a manos de los nazis fue la cosecha que sembraron los Protocolos… y debió haber sido su toque de difuntos. Pero, al igual que la mítica Hidra, reapareció con renovada fuerza en el Centro Oriente, donde

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se ha convertido en la principal herramienta propagandística de los agresivos grupos integristas islámicos.

En 1970, los Protocolos ocuparon el primer lugar en la lista de éxitos de librería del Líbano. En 1985, el gobierno iraní publicó el volumen con una introducción llena de elogios. Los Protocolos se mencionan con frecuencia en la actual carta constitutiva de Hamas, el grupo terrorista palestino que en octubre de 1994 secuestró y asesinó a un joven soldado israelí e hizo estallar una bomba en un autobús, incidente en el que murieron 22 pasajeros.

“Los Protocolos le dan un apuntalamiento teórico al antisemitismo musulmán”, dice Daniel Pipes, editor del Middle East Quarterly.

En la actualidad, la aversión contra los judíos se ha extendido del Cercano al Lejano Oriente. Lo mismo en Europa que en América, siempre aparece un nuevo brote de nacionalismo xenofóbico, por intrascendente que sea, no tardan en resurgir de los Protocolos.

Los conceptos esenciales del antisemitismo no cambian, pero sí los métodos de propagación. En Holanda, Suecia, Austria y otros países europeos, los neonazis han comenzado a utilizar para ese fin los tableros de información de internet, el correo electrónico, y los juegos de computadora.

El más prolífico pregonero del odio en Estados Unidos es Gary Rex Lauck, cuyo negocio de ventas por correo en Lincon, Nebraska, produce sin cesar folletos, etiquetas engomadas, casetes de video y de audio con mensajes antisemitas. Los Protocolos no son más que una de las publicaciones de su lista.

“Dondequiera que haya un grupo organizado que predique la supremacía de la raza blanca o el antisemitismo”, declara William Korey, quien trabajó como director de políticas de B’nai B’rith, organismo judío internacional, “puede darse por

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sentado que es producto de esta obra o que se ha inspirado en ella”.

Por asombroso que parezca, los afro americanos también han adoptado los Protocolos por influencia de los demagogos musulmanes negros. En noviembre de 1993, en la Escuela Superior Kean de Nueva Jersey, Khalid Abdul Muhammad declaró en un discurso que a los judíos les iba a llegar su hora: “Siempre se habla de que Hitler exterminó a 6 millones de judíos… pero nadie se ha preguntado qué le hicieron ellos a Hitler”. Los fanáticos del islam venden los Protocolos en discursos como este.

En la Tierra que los vio nacer ha habido una oleada de nueva ediciones de los Protocolos. El mayor general Víctor Kilatov, en otro tiempo editor del periódico del ejército ruso, declaró en cierta ocasión que eran “una obra literaria como tantas otras, al igual que la Biblia o el Corán”.

A principios de 1991, el Frente Patriótico Pamyat, grupo ultranacionalista, los publicó por entregas en su periódico, Pamyat. Por esa razón, la publicación moscovita Gaceta Judía incluyó a Pamyat en su compendio de publicaciones antisemitas en Rusia. En respuesta, el dirigente de Pamyat, D.D. Vasiliev, presentó una demanda por difamación contra Gaceta y pidió 20 millones de rublos (20.000 dólares) por “daños a su honor y dignidad”. Durante el juicio que siguió, la defensa de la Gaceta esgrimió un argumento sencillo: los Protocolos son una falsificación antisemita.

El 26 de noviembre de 1993, mientras la juez Valentina Belikova, se preparaba para pronunciar su veredicto, se abrigaba la esperanza de que Rusia ayudara a borrar un error histórico y declarara que los Protocolos eran falsos. Pero no se dijo ni una palabra sobre el caso en la prensa rusa ni hubo comentarios de los funcionarios públicos. “La corte decide”, apuntó el juez Belikova, “rechazar la acusación del periódico Pamyat y de D.D. Vasiliev contra la Gaceta Judía, y obliga al

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periódico Pamyat a compensar a la Gaceta por los gastos en que esta incurrió”.

Y sanseacabó. En el veredicto no se hizo mención de los Protocolos. En un fallo posterior, más amplio, se señala que no compete al tribunal “determinar la autenticidad o la falsedad de esta obra”.

Se había temido que, si la corte emitía un fallo sobre la autenticidad de los Protocolos, el juicio civil por difamación podía degenerar en una tormenta política. Un asistente de Alexei II, patriarca de la iglesia ortodoxa rusa, le había pedido a la juez Valentina Belikova que no implicara a dicha iglesia citando a los funcionarios eclesiásticos a prestar testimonio. Los observadores que esperaban que el juicio finalmente desacreditara los Protocolos se llevaron una gran decepción.

Se ha perdido así una magnífica oportunidad de acabar con la influencia de los Protocolos sobre los rusos crédulos que se han tragado su mensaje. Los Protocolos proyectan un concepto del mundo totalmente falaz, la cual ha dado por resultado asesinatos y torturas inimaginables. Y sobreviven repitiendo la misma mentira.

La gente civilizada sigue luchando. “A nosotros nos toca acabar con esta plaga”, afirma Korey. “Los últimos 100 años nos han enseñado que una mentira no muere por sí sola”.

Periodismo como modificación de la realidad

Y como estado de satisfacción de la demanda:

El estafador del siglo

Por Lawrence Elliott

Tomado de la revista Selecciones de Readers Digest, febrero de 1993: 65-70

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En su afán de acumular riquezas y poder dejó un rastro de engaño. Entonces, ¿por qué se dejó burlar tanta gente?

Cuando el Supermagnate inglés del mundo editorial llega a la Ciudad de Nueva York un día de marzo de 1991, se le dispensa una bienvenida digna de un héroe. Los taxistas tocan la bocina y gritan: “¡Bravo, Bob!”. En un restaurante de moda de Maniatan, la gente aplaude cuando él entra. Robert Maxwell ha prometido salvar el popular diario neoyorquino Daily News, que está prácticamente en bancarrota a causa de una nociva huelga.

Derrochando buena voluntad y un pícaro encanto, este hombre de 140 kilos de peso, ciudadano británico nacido en Checoslovaquia y dueño de un imperio mundial de medios de comunicación, recibe a banqueros, editores y líderes sindicales a bordo de su enorme yate de 55 metros de eslora, el Lady Ghislaine, que atravesó el Atlántico para servirle de centro de operaciones. Se llega a un acuerdo sobre el Daily News; los sindicatos aceptan los recortes de personal, y los titulares de los periódicos anuncian triunfalmente: “La breva de Maxwell” y “El capi Bob muerde la Gran Manzana” (mote que se ha dado a la ciudad de Nueva York). Victorioso, el hombre vuela a Washington y se aparece en una comida privada que se ofrece al presidente Bush.

Pero esta imagen del cosmopolita de gran corazón es una enorme farsa. Robert Maxwell es en realidad un mentiroso y un simulador… quizá el mayor estafador de nuestro tiempo.

Lo más sorprendente es que su improbidad ha sido del dominio público desde hace años. El Departamento de Comercio e Industria de Inglaterra lo declaró en una ocasión “no apto para dirigir una compañía cuyas acciones se coticen el la bolsa”. Y Roy Greenslade, ex director del diario londinense Daily Mirror, aconsejó en cierta oportunidad: “Revisen minuciosamente todo lo que él firme, y duden de todo lo que diga”. Pero su manera tan espectacular de

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negociar acuerdos, su increíble osadía y su encanto ejercen tal hechizo, que nadie escucha.

Jan Ludvik Hoch nació en 1923, en una zona rural de Checoslovaquia que hoy es parte de Ucrania. Fue el tercero de los nueve hijos de una familia pobre de judíos ortodoxos. Cuando los nazis entraron en Praga en 1939, el joven de 15 años huyó a Budapest. Años después habría de jactarse de que participó en la resistencia, pero en realidad no hubo tal movimiento en Hungría en 1939.

Por fin logró llegar a Inglaterra en julio de 1940. La guerra continuaba, y él se alistó en el ejército. Aprendió inglés en seis semanas – tiempo después aseguró que hablaba nueve idiomas – y cambió su apellido de Hoch a Du Maurier, luego a Jones y finalmente adoptó el nombre de Ian Robert Maxwell. Ya había comenzado a reinventarse a sí mismo; metódicamente se fue despojando de su incómoda imagen de campesino checoslovaco y puliendo la de un esbelto y elegante caballero inglés. Cuando hablaba era casi imperceptible su acento extranjero.

Fue un celosos soldado en el campo de batalla, con lo que consiguió que lo promovieran al grado de subteniente y después al de capitán, tratamiento este usaría a todo lo largo de su trayectoria. Estando de licencia en París conoció a Elisabeth Meynard, joven francesa de familia pudiente, y se casó con ella.

El “factor Max”.

Después de la guerra, en Berlín, Maxwell detectó una mina de oro en la gran demanda de tratados científicos que los estudiosos alemanes, aislado y deseoso de que se les publicara algo, ofrecían a precios muy bajos. Maxwell reunió todos los manuscritos que pudo, estableció contactos y firmó acuerdos. En 1951 echó a andar la Pergamon Press, empresa editorial que empezó publicando revistas científicas y técnicas autorizadas y, con el tiempo, 600 títulos de libros de texto al

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año. Después cerró un lucrativo trato con la URSS, por el cual adquirió todos los derechos sobre los tratados científicos soviéticos. Pergamon no tardó en obtener grandes utilidades.

En 1953 Maxwell ya había adquirido Simpkin Marshall, una compañía distribuidora de libros que se declararía en quiebra en 1955. Entre las razones de la quiebra estaba un préstamo de 326.000 dólares, jamás pagado, que Simpkin Marshall hizo a otra empresa que también era propiedad de Maxwell. El hombre empezó a rodearse de un halo de improbidad al que pronto se dio un nombre: el “factor Max”.

Pero él siguió prosperando. En 1964, cuando se ofrecieron al público las acciones de Pergamon, el dinero le empezó a llegar a carreteadas y se volvió multimillonario. Compraba y vendía compañías, contrataba préstamos de millones de dólares, emitía acciones, ganaba más millones. Y trataba mal a sus subordinados. “Maxwell era el Sol, y o nos conformábamos con ser sus planetas o nos íbamos”, recuerda uno de ellos.

Ese año Maxwell fue elegido miembro del Parlamento tras haber sido postulado por el Partido Laborista. “Ustedes son ingleses por casualidad. Yo lo soy por elección”, decía en sus discursos. Pese a sus protestas de patriotismo, fue uno de los amigos más influyentes que los soviéticos tuvieron en Occidente.

En varias biografías publicadas por Pergamon, aduló a los líderes de Europa Oriental. En una entrevista a Nicolae Ceausescu, uno de los más odiados jefes de Estado comunistas, Maxwell le preguntó sin asomo de vergüenza: “¿Qué lo ha hecho a usted tan popular entre los rumanos?” Después elogió su “incansable actividad en bien de la patria”. Maxwell era una de las poquísimas personas cuyo avión particular podía aterrizar en Moscú sin restricciones, y para quienes todas las puertas del Kremlin estaban abiertas.

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En agosto de 1968, cuando las fuerzas del Pacto de Varsovia marcharon sobre Checoslovaquia para aplastar el movimiento democrático de la Primavera de Praga, Maxwell, quien se había entrevistado secretamente con el entonces jefe de la KGB, Yuri Andropov, tomó la palabra ante una silenciosa Cámara de los Comunes. “Como es bien sabido”, dijo, “nací en Checoslovaquia…”, y luego procedió a traicionar a su tierra natal. Alegó que el gobierno inglés no debería tomar represalias oficiales, que era mejor dejar que los que hacían negocios con Moscú rompieran los nexos. Pero a pesar de ese llamado, Maxwell no cortó sus vínculos con los comunistas.

El “capi” Bob.

El historial de sus trasgresiones crecía y crecía, y el público estaba al tanto de ello. En 1969, cuando las utilidades de Pergamon alcanzaron su punto más alto, Maxwell embaucó a una compañía norteamericana de computadoras, la Leasco, para que comprar sus acciones en Pergamon por 60 millones de dólares. Los contadores de la Leasco descubrieron después con horror que Maxwell había inflado extraordinariamente el valor de la empresa mediante el truco, tan característico de él, de depositar temporalmente en sus cuentas valores de sus otras compañías. En medio de un ambiente de indignación, se decidió por votación que quedara fuera del consejo directivo de Pergamon. Aunque no se demandó penalmente al timador, la Leasco recibió un pago de 6.25 millones de dólares en un arreglo al margen de los tribunales.

El precio de las acciones de Pergamon se vino abajo y muchos accionistas resultaron perjudicados, pero Maxwell no fue uno de ellos. En enero de 1974, cuando las acciones se cotizaban a sólo 28 centavos de dólar cada una, el hombre adquirió de nuevo la compañía por 3.5 millones de dólares y recuperó el control total de ella.

En 1984, Maxwell compró el Daily Mirror, un tabloide londinense con una circulación diaria de 3.4 millones de

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ejemplares. Ni a esta ni a ninguna de sus publicaciones le imprimió convicción alguna; él ofrecía lo que pensaba que se iba a vender. Maxwell estaba convencido de que su persona era lo suficientemente interesante para atraer la curiosidad del lector. Las noticias reales se fueron subordinando a las crónicas que publicaba el Mirror de las interminables actividades del “capi” Bob. En los 18 meses siguientes la circulación diaria disminuyo en 400.000 ejemplares.

Con el paso de los años, varios otros periódicos de su propiedad se hundieron. Sin embargo, envuelto en el manto de amo de los medios de comunicación internacionales, se trasladaba a su mansión de Oxford a Londres en helicóptero, y volaba de un continente a otro en su jet particular, haciendo grandes negocios con más rapidez que con la que le afectaban sus quiebras.

Tenía a su servicio a una cosmetóloga que le teñía el cabello y las cejas de negro azabache, y usaba impecables corbatas de moño. A finales de la década de los ochentas, el esbelto y apuesto oficial de laSegunda Guerra mundial se había convertido en un hombre obeso de enorme y flácida papada, que gustaba de engullir caviar a cucharadas. A la hora de comer pedía que le llevaran 200 dólares de comida china, y días después las sobras descompuestas aparecían en los cajones de su escritorio.

Tuvo nueve hijos, dos de los cuales murieron jóvenes: Los demás colaboraron en uno u otro momento en las empresas Maxwell, pero recibían el mismo trato que el resto de los empleados. De niños padecieron la crueldad de su estricto y autoritario padre, lo que no cambió cuando se hicieron adultos.

Ojos ciegos

No había horarios en el vasto imperio de Maxwell, ni tiempo de descanso si él necesitaba de alguien. Cuando esto ocurría, ordenaba: “Ya va el helicóptero en camino. ¡Lo quiero a usted

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aquí!” u oprimía un botón del conmutador telefónico: “¿Lo desperté? Ni modo. Yo sí estoy despierto. Averigüe cuánto quieren por ese periodicucho y avíseme… en una hora”.

En noviembre de 1988 resultó ganador en una sangrienta puja por Macmillan, una empresa editorial estadounidense. Pagó la exorbitante cantidad de 2.600 millones de dólares, todos ellos producto de préstamos. Otras adquisiciones, incluida la del Daily News, lo dejaron endeudado hasta el cuello. Sus 400 compañías propietarias debían ahora a los bancos más de lo que valían, y no estaban produciendo lo suficiente para saldar los préstamos.

Los banqueros y los miembros de los consejos directivos de sus empresas querían saber la causa de la desaparición de ciertos valores. Prometió respuestas, pero dio muy pocas.

“¿Por qué no se nos dijo?”, preguntó la gente después. Una razón fue el legendario encanto de Maxwell, en virtud del cual los poderosos hacían la vista gorda ante sus abusos. Y sus colaboradores callaban por miedo o por avaricia.

Maxwell recurría a la intimidación para callar a sus críticos. Contrataba a detectives privados para que investigaran a quienes lo investigaban, y no era raro que los periodistas que llegaban a entrevistarlo vieran sus propios expedientes en un lugar prominente del escritorio de Maxwell. Entabló muchas demandas judiciales para cerrarles la boca a quienes él creía que lo habían difamado. “Todos pensábamos que era un pillo, pero declararlo en público nos hubiera llevado a un interminable litigio”, comenta John Kenny, analista londinense de los medios de comunicación.

Cuando a Maxwell se le empezó a caer la máscara, comenzaron a hacerse públicas sospechas que nunca antes se habían manifestado. Por ejemplo: a los lectores del Mirror se les había pedido dinero en 1998 para ayudar a la Madre Teresa a construir un hospital. Pero tres años después parte de ese dinero, casi 300.000 dólares, seguía en una cuenta

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bancaria de Maxwell. En el Daily News de Nueva York, mientras tanto, la gratitud al salvador se estaba convirtiendo en temor y odio, pues Maxwell despidió a 250 empleados no sindicalizados y siempre llamaba a sus asistentes “idiotas” o “perros”.

Un hermoso día de otoño, el 31 de octubre de 1991, Maxwell sube a su yate. En esta ocasión, ningún jefe de Estado ni celebridad lo acompaña cuando levan anclas; ni siquiera va con él una secretaria. Excepción hecha de la tripulación, ésta solo. Tiene mucho en qué pensar.

Debe miles de millones de dólares, y sus finanzas, terriblemente afectadas por sus rachas de compras compulsivas, se están haciendo del dominio público. Ha dado las acciones de sus compañías que cotizan en la bolsa en garantía de los inmensos préstamos contratados por sus compañías propietarias. Pero al bajar el precio de las acciones, se ve ante el peligro de que se le exija el pago de los préstamos y entonces su imperio se venga abajo. Desesperado por ponerse a salvo de la avalancha de deudas, ha transferido fondos de una cuenta a otra, ha ofrecido como garantía valores que ya no le pertenece, y ha deslizado cientos de millones de dólares a través de fideicomisos secretos en Liechtenstein y Suiza para comprar sus propias acciones en un intento de detener su caída. Además, ha estado sacando dinero de los fondos de pensiones de sus compañías que cotizan en la bolsa, lo que constituye un delito.

Navegando sin rumbo fijo por el Atlántico, Maxwell sabe que, si regresa a Inglaterra, se enfrentará al desprecio, al ridículo y, sin duda a la cárcel. Pocos de quienes lo conocen dudan de lo que sucedió después. A la mitad de la quinta noche, Robert Maxwell salta por la borda y se hunde en la quietud del mar.

Los primeros días, tras la muerte de Maxwell, la gente hizo y dijo cosas de las que después se arrepintió. Altos funcionarios

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ingleses, israelíes, soviéticos y estadounidenses elogiaron sin reserva al finado. El gobierno de Israel lo honró con una ceremonia fúnebre oficial.

Luego se dieron a conocer las dimensiones del saqueo: por lo menos 1.650 millones de dólares robados a las compañías que cotizaban en la bolsa, incluidos 975 millones de los fondos de pensiones de 32.000 empleados pasados y presentes de Maxwell. Los pensionados; algunos de los cuales habían contribuido durante 40 años a sus fondos de jubilación, se enfrentaron a la perspectiva de quedarse sin ingresos o de que estos se vieran muy mermados. Brian Wildsmith, de 72 años, expuso la preocupación de todos ellos: “Sólo recibo 60 libras a la semana, pero si se me suspendiera la pensión, ¿de qué vamos a vivir mi esposa y yo?”

El 18 de junio de 1992, un hijo de Maxwell, Kevin, fue arrestado. Se le hicieron ocho cargos de robo y conspiración para defraudar. Según las imputaciones, los delitos habían continuado incluso después de la muerte de Maxwell. En julio, un tribunal inglés ordenó a Kevin Maxwell pagar más de 700 millones de dólares de multa por faltar a sus responsabilidades financieras como director de la compañía que administraba los fondos de pensiones de las empresas Maxwell. En septiembre se declaró insolvente a Kevin, el o que constituye el peor caso de bancarrota en Inglaterra.

Nada sorprende más en la historia de Maxwell que el hecho mismo de que haya ocurrido: que un hombre con un historial tan pasmoso de engaños y fraudes haya podido engañar a tanta gente. Aún no se conoce todo el alcance de sus actos de pillaje, pero hay algo de lo que no cabe duda: Maxwell, que siempre ambicionó ser el mejor en cuanto emprendía, lo logró a fin de cuentas. Será recordado como el estafador más grande de la historia de Inglaterra.

Periodismo como estado de satisfacción de la demanda:

El lado vergonzoso del periodismo

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Por Ginger Casey

Tomado de Selecciones de Readers Digest, Noviembre de 1992: 81-84.

ay reporteros que no se detienen ante nada cuando andan a la caza de noticias.

Un tipo se volvió loco en el patio de recreo de una escuela de Stockton, California. Armado con un rifle AK-47 y dos pistolas, abrió fuego y mató a cinco niños, hirió a otros 29 y se quitó la vida. Me pidieron que cubriera la secuela de la tragedia para un noticiario de la televisión.

Ese día, 17 de enero de 1989, fui a Stockton con unos camarógrafos. El trabajo iba comenzar en realidad al día siguiente. ¿Se aventurarían algunos niños a salir al patio de recreo? Si así ocurría, queríamos ser los primeros en estar allí.

Cuando llegamos a la escuela, nos quedamos boquiabiertos: cientos de periodistas se agolpaban en el césped y parecía que se derramaban por las aceras y la calle. Los vehículos de transmisión por control remoto y los camiones de transmisión por satélite bramaban como elefantes hambrientos con las trompas alzadas al cielo. Conté más de 60 cámaras.

Hasta hace unos cuantos años, las noticias importantes atraían a los reporteros locales, a los equipos de las tres principales cadenas de televisión y a uno o dos enviados de los servicios de noticias por cable; es decir, entre 20 y 25 personas. Pero ahora han surgido agencias noticiosas independientes y programas de televisión sensacionalistas, y los camiones para el enlace con los satélites permiten ahora que cualquier estación local esté presente en acontecimientos de interés nacional.

Con tanta gente, desgracias tan terribles como la que nos ocupa se convierten en motivo de reuniones que casi podrían

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calificarse de sociales. En Stockton, técnicos y reporteros se llamaban unos a otros, y reían por el gusto de estar trabajando nuevamente en la misma noticia. A la entrada del plantel, junto a la losa de concreto que llevaba inscrito el nombre de la institución, había vasos desechables tirados por todas partes.

Preparándose para sus tomas en vivo, los reporteros se colocaban hombro con hombro frente a las cámaras, con la fachada de la escuela como fondo. Los técnicos permanecían junto a sus tripiés, cuyos cables serpenteaban hasta los camiones. Cada comentarista de esas transmisiones, encuadrado de modo que no aparezca ningún otro, debe proceder como si fuera el único testigo de los sucesos que narrará a su público, y recitar la consabida introducción: “La policía todavía está tratando de esclarecer las causas de esta terrible tragedia…”

“La única persona que podría explicar lo que sucedió aquí ha muerto por su propia mano”. Y la frase clásica, tan trilladaza: “Mientras los habitantes de la localidad tratan de reanudar su vida…”

Más tarde, esa misma mañana, el vocero del distrito escolar, muy nervioso, hizo acto de presencia frente al edificio.

“¿Por qué motivo decidieron abrir las puertas de la escuela hoy?” – Le gritó alguien…

- “Tras analizar la situación con el psicólogo y con otros funcionarios administrativos, decidimos que lo mejor para los niños era volver a la actividad normal”.

Seis o siete cámaras y reporteros se apartaron de la muchedumbre, y otros tantos se unieron a ella.

- “¿Por qué abrieron la escuela hoy?” – gritó una voz.

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Es muy importante para el jefe, que está en la estación, oír que la voz de su reportero se alza por encima de la barahúnda. Por eso repiten preguntas que ya se han respondido cuatro veces.

El vocero, confuso, miró en torno suyo. Luego repitió su declaración, palabra por palabra.

En eso, un autobús escolar apareció en la esquina, y el enjambre se dirigió hacia ese nuevo objetivo.

-“¡Por favor, apártense!” – gritó el funcionario escolar. Nadie le hizo caso. Cuando el autobús se detuvo, su único pasajero, un niño tan pequeño que apenas se asomaba por la ventanilla, observó con enormes ojos a aquella turba que se acercaba. El conductor decidió alejarse.

En ese momento, alguien me tocó el hombro. Era una mujer con quien había yo trabajado para un canal de televisión de Los Ángeles.

-“¿Puedes creerlo?” – me preguntó dirigiendo la mirada a la muchedumbre. “Es repugnante. Sólo espero que nadie consiga entrevistar a un niño. No podría soportarlo”.

- “Bueno” – le dije -, “no tienes que hacerlo”.

- “Ya sabes cómo es esto” – repuso -. “Si alguien lo logra también tendré que hacerlo”.

Naturalmente, tenía razón. Así es este juego: no queremos que la competencia tenga un ángulo que nosotros no tenemos, y un niño que llora frente a las cámaras constituye una imagen impactante.

Yo había aprendido a ocultar mis emociones cuando me topaba con alguien lo suficientemente ingenuo para compartir su pena conmigo. Y ya estaba acostumbrada a tragarme la

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vergüenza de saber que su tragedia significaría para mí un triunfo profesional.

Antes de relatar lo que sucedió después, me gustaría dejar constancia de mi desaprobación. La mayoría de las personas que trabajaban aquel día frente a la escuela eran, indudablemente, profesionales, y cumplían con su deber. Buscaban datos y trataban de tener sus informes listos a tiempo para llevarlos a la estación. Si no hubiera habido tantos reporteros, quizá no habrían hecho lo que hicieron. Pero lo hicieron.

Yo me encontraba a un lado de la muchedumbre, observando lo que ocurría, cuando una mujer asiática apareció por la esquina llevando de la mano a un niñito. Alguien soltó un alarido, y todos empezaron a correr hacia los recién llegados. Muchos no sabían siquiera por que corrían. En sucesos de gran emotividad la gente suele ser presa de un insensato frenesí, y en esos casos los reporteros no piensas: reaccionan.

La mujer se quedó petrificada y sólo atinó a atraer más hacia sí a la criatura. Luego dio media vuelta y echó a correr, con aquella horda a la zaga.

Muchos de los niños que asistían a esa escuela eran refugiados del sureste de Asia, que habían soportado sólo Dios sabe cuánto para llegar a Estados Unidos. Y ya en este país los perseguía una turba enardecida, blandiendo micrófonos y cámaras como si fueran armas, y dando voces para detenerlos.

El público, por supuesto, no vio nada de esto por televisión, pues los noticiarios sólo muestran el resultado de la labor periodística; nunca el proceso. Y nosotros, los reporteros, pocas veces prevemos las consecuencias que puede tener nuestra presencia en el acontecimiento. Cuando lo hacemos, tenemos pláticas filosóficas acerca de si hemos corrompido al público con nuestro sensacionalismo, o si los medios de

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comunicación deberían “mancomunar” sus reportajes en tales circunstancias.

Pero hay buenos argumentos en contra, claro está. Limitar el acceso de la prensa puede propiciar la censura. La Constitución de Estados Unidos nos garantiza el derecho de hacer nuestro trabajo.

Con todo, lo que aprendí aquel día en el patio de recreo es que tenemos una responsabilidad ética que va más allá del reportaje objetivo. Se trata de la responsabilidad de tener delicadeza e incluso compasión por aquellos que sufren; de saber cuándo hemos rebasado los límites. Al final de cuentas, se trata de la responsabilidad de sostener un espejo, no sólo para que se reflejen en él los sucesos que son noticia, sino para que nosotros también nos miremos el rostro.

Periodismo como aptitud apriorística:

Cavernícolas del siglo XX

Por Michael Farquhar

Tomado de la Revista Selecciones Reagers Digest, octubre de 1998: 76

En 1971, Manuel Elizarde, director de la oficina filipina encargada de las minorías, anunció que se había descubierto en la selva una tribu de la Edad de Piedra que nunca había tenido contacto con la civilización moderna.

Los tasaday, como se les llamó, usaban taparrabos de hojas de orquídea y vivían en cuevas; comían larvas, peces, y frutas y verduras silvestres. No cultivaban la tierra ni medían el tiempo. No usaban armas y carecían de una palabra para designar la guerra.

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La noticia entusiasmó a científicos y periodistas. Se construyó una plataforma en la selva para que aterrizaran los helicópteros que llevaban observadores. Los hombres de las cavernas eran el foco de interés de los medios informativos.

La revista National Geographic dedicó una portada a los tasaday, y la cadena televisiva NBC ofreció 50.000 dólares a Elizalde para que le permitiera hacer un documental de la tribu. El entonces presidente filipino, Ferdinando Marcos, declaró la zona de los tasaday reserva nacional.

Pero en 1986, tras la caída de Marcos, un periodista suizo visito la misteriosa tribu y se quedó atónito al ver que vivían en chozas y usaban camisetas y pantalones cortos. Según él, le dijeron que Elizalde los había aleccionado para que se hicieran pasar por cavernícolas.

Hoy la mayoría de los antropólogos admiten que todo fue una farza, quizá urdida por Elizarde. Algunos creen que fue una treta para explotar los recursos naturales de la región.