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¿Deberían criminalizarse ciertas modalidades de lobbying? Documento para su presentación en el VIII Congreso Internacional en Gobierno, Administración y Políticas Públicas GIGAPP. (Madrid, España) del 25 al 28 de septiembre de 2017. Autor(es): Vázquezz-Portomeñe Seijas, Fernando Email: [email protected] Twitter: Resumen/abstract: De acuerdo con un informe reciente del Eurobarómetro un 81% de los europeos considera que, en sus países, lo que ha conducido al problema de la corrupción pública es una relación excesivamente estrecha entre los mundos de la política y de los negocios, en tanto que un porcentaje superior al 50% está convencido de que el único medio verdaderamente efectivo para tener éxito en los negocios es haciendo uso de los contactos políticos. Los códigos penales europeos e iberoamericanos sancionan con dureza las principales modalidades de corrupción pública y, en algún caso, privada. No así el lobbying, que se sitúa en una zona intermedia entre los delitos de cohecho, tráfico de influencias o financiación ilegal de partidos políticos, por una parte, y las formas legales de promoción, defensa o representación de intereses legítimos de carácter sectorial o institucional, por otra. El objeto principal de esta ponencia es el de analizar la posibilidad y/u oportunidad de criminalizar determinadas modalidades de lobbying, las que componen el llamado lobbying oculto (hidden lobbying). Se refieren sus consecuencias negativas, explicándose con todo detalle cómo y por qué debe considerarse un fenómeno dañoso para los sistemas políticos democráticos y el principio del Estado de Derecho, y se usan diversos casos y ejemplos para demostrar las propuestas que se hacen Palabras clave: lobbying, corrupción, tráfico de influencias

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¿Deberían criminalizarse ciertas modalidades de lobbying?

Documento para su presentación en el VIII Congreso Internacional en Gobierno, Administración y Políticas Públicas GIGAPP. (Madrid, España) del 25 al 28 de

septiembre de 2017.

Autor(es): Vázquezz-Portomeñe Seijas, Fernando

Email: [email protected]

Twitter:

Resumen/abstract:

De acuerdo con un informe reciente del Eurobarómetro un 81% de los europeos considera que, en sus países, lo que ha conducido al problema de la corrupción pública es una relación excesivamente estrecha entre los mundos de la política y de los negocios, en tanto que un porcentaje superior al 50% está convencido de que el único medio verdaderamente efectivo para tener éxito en los negocios es haciendo uso de los contactos políticos. Los códigos penales europeos e iberoamericanos sancionan con dureza las principales modalidades de corrupción pública y, en algún caso, privada. No así el lobbying, que se sitúa en una zona intermedia entre los delitos de cohecho, tráfico de influencias o financiación ilegal de partidos políticos, por una parte, y las formas legales de promoción, defensa o representación de intereses legítimos de carácter sectorial o institucional, por otra. El objeto principal de esta ponencia es el de analizar la posibilidad y/u oportunidad de criminalizar determinadas modalidades de lobbying, las que componen el llamado lobbying oculto (hidden lobbying). Se refieren sus consecuencias negativas, explicándose con todo detalle cómo y por qué debe considerarse un fenómeno dañoso para los sistemas políticos democráticos y el principio del Estado de Derecho, y se usan diversos casos y ejemplos para demostrar las propuestas que se hacen

Palabras clave: lobbying, corrupción, tráfico de influencias

El objeto de este trabajo es aportar una visión, desde el punto de vista político-criminal,

del fenómeno del lobbying oculto o clandestino en España. Aunque el lobbying se ha

convertido en un fenómeno transnacional e internacional y los lobistas ya no desarrollan

su trabajo, exclusivamente, en sus países de origen, mi intención es lal de arrojar luz

únicamente sobre la relevancia penal de algunas de sus manifestaciones en el marco del

ordenamiento jurídico-penal español. Varias son las circunstancias que justifican la

elección de este tema. Una de ellas es que, en los últimos años, se ha tomado

conocimiento de la existencia de propuestas y proyectos de ley preparados y hasta

redactados por grupos de interés. Por otra parte, si bien en España se asiste, desde hace

tiempo, a un debate teórico y político sobre el tema -coincidiéndose, mayoritariamente,

en la necesidad de poner en marcha un registro obligatorio para garantizar una mayor

transparencia- es escasa la literatura jurídico-penal y criminológica centrada en el

lobbying y sus repercusiones. Los problemas de calificación jurídico-penal de sus

actividades han tenido como único objeto las conductas de los representantes de la

industria farmacéutica que tratan de influir en los médicos dándoles muestras y

programas de ordenador, pagándoles workshops formativos y con otros beneficios, con

la idea de que prescriban determinados productos (fabricados por una determinada

compañía farmacéutica). Aunque esa vertiente del lobbying no será afrontada en este

trabajo, por corresponderse con el ámbito de aplicación del cohecho, sirve para ilustrar

la idiosincrasia de un fenómeno socialmente aceptado, cuyas repercusiones negativas

van siendo conocidas poco a poco u cuya calificación jurídico-penal se mueve en una

zona gris entre la corrupción penalmente relevante y las formas legales de influencia.

Las dos ideas centrales de las que parto son la de que la fortaleza de los lobbies

económicos en España supone un problema no inferior al de la corrupción pública y la

de que garantizar más transparencia supone un paso importante pero insuficiente con

vistas a su control. En las páginas que siguen trataré de mostrar que algunos de los

aspectos o manifestaciones del lobbying deben examinarse sobre el mismo plano

jurídico-penal que la corrupción pública y, en esa medida, ser foco de atención y

garantizarse su criminalización, por dañar la democracia, la primacía del Derecho y

causar graves perjuicios a la competitividad entre las empresas. Para ello lo compararé

con la figura del tráfico de influencias y afrontaré la cuestión de por qué, mientras este

último se concibe como una forma indiscutida (y legalmente sancionada) de corrupción

pública, la criminalización del segundo supone una cuestión altamente debatida.

Consideraré también los argumentos de quienes conciben el lobbying como un

fenómeno complementario de la corrupción y los de quienes apuestan, en cambio, por

establecer una relación de sustitución entre ambos. En el apartado de conclusiones

abogaré por la necesidad de proceder a una mejor regulación de los lobbies y su

actividad en España, lo que incluye la previsión de sanciones penales en ciertos casos.

Para desarrollar los distintos argumentos se usarán diferentes casos y ejemplos y se

adoptará como referencia la regulación penal del lobbying en diversos sistemas legales

y en la normativa internacional, señaladamente la Convención de Derecho penal del

Consejo de Europa sobre la Corrupción, la Convención de las Naciones Unidas contra

la Corrupción y la convención de la Unión Africana sobre la Prevención y la Lucha

contra la Corrupción.

En la primera parte del trabajo trataré de dejar sentado qué es el lobbying y en qué

contextos se produce e intentar clarificar sus modalidades y relaciones con la corrupción

pública. Tras una breve reflexión sobre su situación legal en España, examinaré, desde

un punto de vista analítico, la relación existente entre los conceptos de tráfico de

influencias y lobbying, considerando sus diferencias y similitudes y centrándome,

especialmente, en el bien jurídico protegido por uno y otro. Con ese apartado trataré de

responder a la cuestión de si la figura del tráfico de influencias podría dar cobertura a

los casos más graves y necesitados de intervención penal en el ámbito del lobbying. La

última parte se centra en la propuesta de modificar la actual disciplina penal de aquel

para criminalizar el lobbying, descartándose, así, su consideración como un fenómeno

autónomo.

Algunas ideas sobre el lobbying

El término lobbying empezó a ser utilizado por la doctrina, en el ámbito de la ciencia

política, en los años noventa del pasado siglo, para aludir a la conducta de

proporcionarles a los responsables políticos asesoramiento experto con vistas a influir

en cualquier proceso de toma de decisiones. En la actualidad, es un fenómeno de rápido

crecimiento y sujeto a un proceso de profesionalización, que designa un ejercicio

estratégico de influencias sobre las políticas públicas y su formulación, en línea con los

intereses parciales de uno o varios grupos de interés, o de uno varios individuos. La

información en asuntos técnicos, un elemento (políticamente) valioso, es, pues, el medio

utilizado por los lobistas para tratar de ejercer influencia. Los responsables políticos

precisan de ella, para formarse opinión, impulsar o desechar ciertas iniciativas o,

simplemente, intervenir en discusiones ministeriales o parlamentarias. Al

proporcionársela, operando como verdaderos “marchantes”, los lobistas se aseguran de

que sus puntos de vista terminen en una propuesta o proyecto de ley y, más tarde, en

una ley. El objetivo de los lobistas es, así el de ganarse lo que podríamos denominar un

espacio jurídico ventajoso, influyendo, como acaba de indicarse, mediante el suministro

de información experta, en los responsables de las correspondientes decisiones políticas

o en el proceso de elaboración y/o aprobación de las leyes; y lo más relevante es que sus

esfuerzos y empeños son, en principio, legales.

Efectivamente, en tanto no constituyan cohecho, tráfico de influencias o financiación

ilegal de partidos políticos, las estrategias de influencia utilizadas en el marco del

lobbying se ajustan plenamente a derecho, lo que sirve para explicar que las empresas o

compañías comerciales opten por recurrir a él, en detrimento de esos otros modos de

interferencia en las decisiones políticas. Más aún si del lobbying cabe esperar mucha

más efectividad, pensando en que, si la corrupción (con dádivas) de un político no

garantiza que no cambie de criterio u opinión en una cierta materia, una ley cabildeada

con éxito siempre será mucho más difícil de modificar.

Los principales escenarios del lobbying son, sin duda, el Parlamento y el Ejecutivo, es

decir, los poderes públicos a los que la Constitución les reconoce la iniciativa

legislativa; y ello no puede sorprender. Después de todo, la lógica del lobbying es

indisociable de los fundamentos del capitalismo económico, y la consecución de un

marco normativo favorable supone, sin duda, una ventaja competitiva. El poder

económico del que gozan los grandes grupos industriales y financieros facilita su acceso

a los parlamentarios, para proporcionarles información que resultará, a menudo,

definitiva, cuando se trate de la elaboración o tramitación de normas complicadas y/o de

carácter muy técnico. Una vez que sus lobistas los “surten” de argumentos

convincentes, será difícil que otros grupos o agentes les hagan cambiar de opinión. En

no pocas ocasiones los parlamentarios cabildeados desempeñan el rol de agentes

“cooperativos”, ejerciendo, a su vez, como lobistas con relación a otros parlamentarios.

Junto con los diputados, portavoces y presidentes de comisiones, otros destinatarios de

los lobistas son los asesores de los grupos parlamentarios, en los que, no olvidemos,

tiene lugar buena parte del trabajo de elaboración de las leyes. Obviamente, en la

medida en que España es un estado autónómico, el lobbying existe tanto a nivel estatal

como autonómico.

Los grupos que practican el lobbying buscan influir en las diversas fases del

procedimiento legislativo, bien para obtener leyes favorables que incrementen sus rentas

(económicas o ideológicas), bien para evitar los perjuicios que pueda acarrearles una

modificación legal. Para ello recogen y transmiten información y, sobre todo, presionan

al responsable político con quien han tomado contacto, de forma pública e indirecta (por

ejemplo enviando correos electrónicos o cartas u organizando manifestaciones) o

confidencial y directa (a través de contactos e interlocuciones personales).

A título de ejemplo de la influencia de los lobistas o de las empresas que recurren a

ellos puede mencionarse el caso energético. El informe elaborado por el capítulo

español de Transparencia Internacional, publicado en 2015, alerta de la vulnerabilidad

de España frente a la «influencia indebida» de los lobbies o grupos de presión,

recogiendo 10 casos ilustrativos, de los que tres están dedicados en su totalidad al sector

de la energía: uno a la influencia de las empresas de energía, otro al cierre de la central

nuclear de Santa María de Garoña y el tercero a las puestas giratorias en el sector

energético.

Sus autores entienden que España ha seguido el ritmo regulatorio impuesto por Bruselas

en los procesos de liberalización y que durante este proceso se han aprobado numerosas

leyes y normas, de modo impredecible y discontinuo, generándose una verdadera

maraña regulatoria. En ese contexto, para comunicarse con la Administración la

industria ha apostado por la interlocución directa con los altos niveles de decisión

política, contratando a tal efecto a ex altos cargos de la Administración, con la

esperanza de agilizar sus relaciones con aquellos y conseguir estabilidad jurídica.

Entre las muestras de influencia en la normativa se alude al recorte de las retribuciones

de las renovables -que “pudo haber tomado por sorpresa al sector de las energías

renovables, que según diversos medios  no había sido consultado, mientras que pareció

satisfacer a las compañías eléctricas”- o el desarrollo de instalaciones de pequeño

tamaño a través del autoconsumo de energía.

A modo de conclusión, el informe señala que “el principal riesgo que se identifica en el

sistema es la opacidad en la toma de decisiones y, tal vez, la falta de consideración

igualitaria de los intereses de todas las partes interesadas en los procesos de desarrollo

normativo” y subraya que la ausencia de regulación de la práctica del lobby en España,

subraya que “ha podido provocar que se regule en ocasiones escuchando más a unos —

sector eléctrico tradicional, consumidores industriales de electricidad—, que a otros,

llegando incluso a establecerse medidas en contraposición con las Directivas Europeas

de energías renovables y eficiencia energética”.

La situación legal de los lobbies en España

A pesar de tratarse de una de las medidas anticorrupción cuyo incumplimiento le fue

reprochado en el último informe GRECO del Consejo de Europa de 2016, y de venir

recurrentemente solicitada por APR y el Foro por la Transparencia (las asociaciones que

representan al colectivo de lobistas profesionales), España carece de una regulación

general y específica de la actividad de influencia desplegada por los lobbies. Sí lo han

hecho la Comunidad Autónoma de Cataluña -que cuenta, tras la aprobación de la ley

19/2014, de 29 de diciembre, con un registro que podría clasificarse dentro de los lowly

regulated systems- y la Comisión Nacional del Mercado de Valores, que creó el suyo

por resolución de 26 de febrero de 2016-. Ni que decir tiene que la existencia de 17

parlamentos autonómicos, además de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla y las

Juntas Generales de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia, planteará un problema de no fácil

solución: la necesidad de que, para desarrollar su profesión en todo el territorio del

Estado, cada lobista cuenten con 22 acreditaciones distintas. Se impone, pues, un

acuerdo de validez múltiple para todo el territorio del Estado, que permita crear un

registro unificado o, al menos coordinado, para todas sus instituciones.

Naturalmente existen normas genéricas que inciden, directa o indirectamente, en las

posibilidades de los grupos de interés para participar en la toma de decisiones políticas,

como los arts. 7, 9. 2 y 23 de la Constitución. Además, algunos reglamentos

parlamentarios autonómicos -en concreto, los de Andalucía, Asturias y Cataluña- han

incorporado un trámite de comparecencia de organizaciones sociales en el

procedimiento legislativo, en respuesta a la necesidad de complementar los intereses

generales que representan y actúan las cámaras con los intereses sectoriales de aquellos

colectivos de ciudadanos interesados o afectados por la norma que se está elaborando.

Completan ese marco normativo de referencia las normas sobre conflictos de intereses e

incompatibilidades, los códigos éticos de altos cargos y funcionarios o la normativa de

transparencia, acceso a la información y buen gobierno.

Con todo, en los últimos cinco años se ha asistido a la presentación de cuatro iniciativas

parlamentarias en esta materia, la última de las cuales, una proposición de ley

presentada por el Grupo Popular, contempla una reforma del Reglamento del Congreso

para incluir un nuevo capítulo donde se establecerá la creación de un registro

obligatorio y público en que deberán figurar los lobbies que mantengan contacto con los

diputados y el personal adscrito a los mismos, dejarse constancia de sus reuniones y

acompañar copia de la documentación entregada durante las mismas. La proposición,

cuya toma en consideración contó con el voto a favor de todos los grupos y la

abstención de Podemos, prevé que los lobistas identifiquen a sus clientes y declaren los

objetivos que persiguen, de tal modo que, de falsearse la información, la inscripción

quedaría cancelada y el acceso a la cámara prohibido durante el tiempo que se acordase.

La Presidencia y la Secretaría General de la Cámara será la encargada de llevar el día a

día del registro y la Mesa del Congreso quien imponga la prohibición de entrar a la

Cámara. El texto se centra, pues, en los mercados de influencia relacionados con la

actividad legislativa, no contemplando, tampoco, la obligación de los diputados o sus

asesores de hacer públicas sus agendas.

Una aproximación a la cuestión de los bienes jurídicos protegidos por el delito de

lobbying ilegal

Los países europeos son estados cooperativos, lo que significa tanto como que sus

instituciones y estructuras políticas se fundamentan en su interacción con la cooperación

de la sociedad civil. Al garantizar en sus cartas magnas la coexistencia de intereses

distintos (homogéneos o heterogéneos) en su seno, fomentan la participación de

diversos agentes sociales y económicos en los procesos de toma de decisiones, que

devienen así extraordinariamente complejos. En este contexto resulta sencillo

argumentar con relación a la absoluta legitimidad de las actuaciones de los lobbies,

realizadas al amparo del ordenamiento jurídico y en condiciones de igualdad y

transparencia.

La pluralidad sobre la que se asientan las democracias occidentales presupone, sin

embargo, que todos sus actores y grupos de interés tengan las mismas opciones y

posibilidades de participación. En otro caso debería hablarse, más bien, de una anarquía

pluralista, dominada por la ley del más fuerte, en un marco de competitividad carente

de límites.

Este planteamiento nos aproxima al núcleo de este trabajo: las actividades de lobbying

desarrolladas a puerta cerrada, de forma clandestina, por grandes compañías y/o grupos

de interés y sus lobistas, con el objetivo de interferir en el proceso de elaboración de una

ley. La tesis que defenderé es la de que las actuaciones de los lobistas, y de sus

mandantes, deben someterse a las restricciones que los actos corruptos, tanto para

preservar la independencia del Parlamento, como por sus repercusiones en el principio

de libre competencia. A este último respecto cabe recordar que la distribución de la

capacidad de influencia no es igual entre los diversos agentes del mercado, pensando,

sobre todo, en que las grandes empresa poseen mayor capacidad financiera para

proporcionar información experta.

La tipificación de una determinada conducta o grupo de conductas en el Código penal

presupone la realización de tres juicios de carácter político-criminal: uno relativo a la

relevancia y desprotección del bien jurídico lesionado o puesto en peligro por aquellas y

otro alusivo a la gravedad e incisividad de la clase de agresiones contra el bien jurídico

en cuestión que pretenden incorporarse al texto punitivo. Las páginas que siguen se

centran en los aspectos que acabo de mencionar, siguiendo ese mismo orden.

Para reivindicar el acceso del lobbying al ámbito jurídico-penal no puede hacerse valer

la idea de que representa una actividad inmoral, que debilite los valores de nuestra

sociedad y sus estándares en el terreno de la ética. Otro es el orden de ideas que debe

subrayarse.

Cuando los parlamentarios, sin el debate o la reflexión ínsitos en los cargos

institucionales que ocupan, adoptan la línea de pensamiento defendida por una empresa

o grupo de empresas se está afectando gravemente a las competencias legislativas del

Parlamento. Los parlamentarios tienen que considerar, en todas sus actuaciones e

iniciativas, la pluralidad de opiniones e intereses existentes en el seno del Estado.

Apoyarse sin más en los argumentos y opiniones expuestos por un determinado grupo

económico es una violación de sus deberes constitucionales. Ese carácter

profundamentamente antidemocrático del lobbying es analizado por Colin Crouch en su

teoría de la postdemocracia. Crouch argumenta que las sociedades modernas transitan

hacían una postdemocracia, en la que la (legítima) capacidad de influencia que

corresponde a los representantes legítimos de la ciudadanía se transfiere a los poderes

económicos. El lobbying les permite a las empresas condicionar la voluntad de los

gobiernos en mucha mayor medida que las ONGs y a debilitar cualquier proyecto que

suponga una traba para sus negocios. Todo ello sitúa en el punto de mira del lobbying

oculto al propio Estado de Derecho, un modelo de Estado en el que todas las áreas y

ámbitos importantes de la coexistencia social vienen regulados por y sometidos a la ley.

El lobbying trastoca ese esquema, puesto que las leyes no serán ya el resultado del

debate parlamentario y democrático, sino de los deseos y objetivos de los grupos

económicos y industriales.

Ese bien jurídico es, asimismo, el que subyace (como bien categorial) al grupo de

delitos recogidos en el Título XIX del Código penal (“Delitos contra la Administración

Pública”). Con ellos se busca proteger, efectivamente, a decir de la doctrina mayoritaria,

el correcto ejercicio o el buen funcionamiento de las actividades públicas, la

administrativa, la judicial y la parlamentaria, sujetas todas ellas al ordenamiento

jurídico. Al igual que ellos, el lobbying oculto tiene un impacto negativo en la sociedad.

Una ley articulada y formulada en función de los intereses de una empresa o grupo de

empresas desatenderá, con seguridad, cuestiones claves para el bienestar social.

Debilita, pues, el estado del bienestar y trae consigo una pérdida enorme de recursos,

exactamente igual que el cohecho, la malversación de caudales públicos o los fraudes.

También al igual que ellos mina la democracia, el buen gobierno y el estado de derecho.

No hay razón, entonces, para criminalizarlos y no hacerlo con los lobbies ocultos

El perfil ofensivo del lobbying oculto presenta, sin embargo, otra vertiente; y es

que la finalidad última de los grupos financieros e industriales que están detrás de los

lobistas es, normalmente, la de conseguir un marco legal ventajoso para sus propios

intereses. De esta forma, el lobbying supone una de las actividades a que pueden

recurrir para aumentar su cuota de mercado o restringir, o incluso, eliminar la libre

competencia.

Si ese es el segundo de los bienes jurídicos que tutelaría un hipotético delito de lobbying

oculto o clandestino, no resultaría, en absoluto, difícil justificar su existencia -como

delito, insisto- tomando como referencia los contenidos de la sección 3ª del capítulo XI

del texto punitivo. Dicha sección recoge una serie de tipos que tienen en común el

régimen económico y jurídico de libre competencia en que llevan a cabo sus

actividades, entre otros, los actores del comercio y de la industria. En concreto, y ya que

aquel se basa, fundamentalmente, en la obtención y acumulación de determinados

conocimientos sobre el sector en el que se mueven tales actores, el legislador penal se

ha decidido a dispensarles una protección específica a los que considera el principal

exponente de la competencia directa con los rivales en el mercado.: los secretos

industriales. De este modo, penaliza el espionaje industrial (art. 278), la violación de los

deberes de reserva (art. 279), la violación de secretos sin intervenir en el descubrimiento

(art. 280) y, por último, el abuso de información privilegiada en el mercado de valores

(art. 281). Al igual que las figuras que acabo de mencionar, el delito de lobbying oculto

serviría para preservar las reglas esenciales del libre juego competencial en que se basa

el modelo de organización económica de nuestra sociedad, fundado en el ejercicio de la

libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Nada cabría objetar a la

decisión del legislador de castigar a quienes, influyendo en el marco legal de manera

antidemocrática y de modo acorde a sus intereses, impiden que las relaciones del

mercado fluyan fluida y libremente y puedan autorregularse a través de la oferta y la

demanda.

La relación entre lobbying y corrupción

Los grupos de interés pueden tratar de acceder de manera transparente y democrática a

los responsables políticos, al objeto de transmitirles sus puntos de vista e intentar

convencerlos para que adopten decisiones que los favorezcan. Cuando la forma de

ejercer sus influencias no es ni democrático ni transparente el lobbying se convierte en

un fenómeno próximo a la corrupción, y como tal debe ser tratado. En este apartado se

compararán ambos conceptos, examinándose sus diferencias y similitudes.

Ambas clases de actuaciones buscan influir en decisiones políticas con métodos

ilegales, aunque el lobbying parece mostrar un grado muy superior de efectividad, de

acuerdo con diversos estudios empíricos. Comparten también el dato de que su objetivo

es conseguir actuaciones o decisiones de carácter ilegal, contrarias al deber de

imparcialidad que vincula a todos los servidores públicos. En cambio, mientras la

corrupción pública siempre se dirige a obtener beneficios privados, no siempre es

posible vincular el lobbying, como fenómeno complejo, a la idea de lucro personal.

Ciertamente tanto los lobistas como las empresas que los contratan persiguen

enriquecerse o, cuando menos, obtener una situación económicamente ventajosa, en el

primer caso a cuenta del precio o retribución que cobrarán por sus servicios, y en el

segundo a través de la modificación o no modificación del marco legal en que se

desarrollan sus actividades económicas. Los parlamentarios pueden actuar, sin embargo,

movidos por finalidades variopintas, entre las cuales se incluyen la expectativa de ser

contratados por ese grupo económico el día de mañana y, también, el interés en obtener

y recopilar información valiosa y que les permita adoptar una determinada decisión

políticas.

A partir de los datos que acaban de exponerse, la literatura discute sobre la clase de

relación existente entre el lobbying y la corrupción. Los autores que apuestan por

considerarlos fenómenos complementarios ven en el lobbying un instrumento que

facilita la corrupción, con el que influir en los parlamentarios para evitar la

criminalización de ciertas conductas o la puesta a punto del sistema de persecución

penal. Por el contrario, para un segundo grupo de autores el lobbying hace redundante la

corrupción, precisamente al modificar las leyes para castigarla y perseguirla. Este

segundo planteamiento es más convincente. El objetivo del lobbying no siempre es el de

facilitar la corrupción. Los lobistas siempre actúan con la idea de obtener beneficios a

partir de una determinada decisión política. Si una ley es objeto de cabildeo, ya no hay

necesidad de corromper al funcionario encargado de aplicarla.

El lobbying y su relación con el tráfico de influencias en la normativa internacional

anticorrupción

El objetivo de este apartado es el de exponer y analizar las modalidades de tráfico de

influencias contempladas en los instrumentos internacionales anti-corrupción: la

Convención de Derecho penal del Consejo de Europa sobre la Corrupción (CCE); la

Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (UNCAC), el único

instrumento con vocación verdaderamente universal en esta material; la Convención de

la Unión Africana sobre la Prevención y la Lucha contra la Corrupción (CUA); y el

Protocolo contra la Corrupción de la Comunidad de Desarrollo Sudafricano (PCS). Al

examinar la estructura y la literalidad de las correspondientes previsiones, así como las

conductas típicas y sus posibles autores, podremos determinar en qué medida pueden

darle cobertura al lobbying.

Los instrumentos analizados apenas muestran diferencias entre si a la hora de precisar

las conductas típicas del tráfico de influencias. Su rasgo más sobresaliente es el de

aludir a la existencia de una relación triangular de carácter corrupto, en la que un sujeto

pone por delante su capacidad para interferir en el proceso que debe llevar a una

autoridad o a un funcionario a adoptar una decisión (administrativa, judicial o política).

Otro elemento común a las cuatro convenciones es que no requieren una forma personal

de realización del delito, sancionando expresamente la tipicidad de las conductas

llevadas a cabo por personas interpuestas. Estas últimas -que intervienen en nombre del

autor estableciendo relaciones e interviniendo en las negociaciones con el comprador o

recibiendo la dádiva- desempeñan un papel especialmente importante en el hecho,

debiendo corresponderles, normalmente, la calificación de cooperadoras necesarias.

Las modalidades del tráfico activo son la promesa, el ofrecimiento o la dación -directa o

indirectamente- de una ventaja a un intermediario, es decir, al sujeto que va a poner en

práctica sus influencias. Las tres constituyen delitos de mera actividad, cuya

consumación no requiere que haya comenzado a ejercerse la influencia, ni, mucho

menos, que se haya logrado el beneficio buscado. A diferencia del ofrecimiento, que no

presupone la existencia de ningún acuerdo o convenio ilícito, tanto la promesa como la

dación sí implican un elemento quid pro quo: que se hayan convenido el ejercicio de la

influencia y su retribución.

Con respecto al tráfico pasivo, la UNCAC, la CUA y el PCS lo asocian a las conductas

de solicitar y aceptar una ventaja, a modo de contraprestación, por el abuso de la

influencia, en tanto que la CCE contempla también la de recibir. La solicitud es un acto

unilateral, a través del que el intermediario le da a conocer al cliente su disposición a

utilizar, en beneficio de aquel, y a cambio de un precio, sus influencias. La aceptación y

la recepción representan, en cambio, actos bilaterales, que implican un acuerdo (no

necesariamente duradero o estable) entre las partes. Nos hallamos, de nuevo, ante

delitos de mera actividad, cuya consumación sigue las mismas reglas que las

modalidades activas del delito.

Ni la UNCAC, ni la CCE requieren que el precio de la compra-venta deba aprovecharle,

exclusivamente, al sujeto que va a ejercer la influencia. Los términos “para cualesquiera

otras personas”, incluidos en ambas, indican claramente, por el contrario, que su

beneficiario puede ser un miembro de su familia o un amigo, siempre y cuando el

intermediario lo conozca y consienta. Si los beneficiarios conocían el origen ilícito de la

ventaja, podrán responder como cómplices, y si, además, realizan labores de

intermediación en el negocio (con el comprador), lo harán como cooperadores

necesarios. Por otra parte, aunque del tenor literal del art. 18 UNCAC parece

desprenderse la idea de que la ventaja sólo puede ser recibida por una persona física, los

autores de su Guía Legislativa parten de la base de que también puede entregarse al

partido político, entidad u organización a que pertenece. El art. 12 CCE suscita la

misma problemática: a pesar de no mencionarlas, los autores del Informe Explicativo

identifican a las entidades como posibles beneficiarios, guarden o no relación con el

intermediario.

Por lo que se refiere a los sujetos del delito, de acuerdo con el art. 18 (a) de la UNCAC,

en el tráfico de influencias activo, tanto el sujeto activo como la persona a quien se

dirige para comprar las influencias deben ser particulares. Esta última referencia abarca

también, naturalmente, a los funcionarios que reciben una ventaja o aceptan la promesa

de entregarla a cambio del uso de influencias no relacionadas en absoluto con el

ejercicio de sus cargos. Por su parte, el art. 18 (b) de la misma convención abre el

círculo de la autoría del tráfico de influencias pasivo, además de a los particulares, a los

“funcionarios públicos”, que en consecuencia, ahora sí, podrán utilizar como “reclamo”

en el negocio la posibilidad de hacer valer influencias vinculadas al cumplimiento de

sus funciones o de acceder al ámbito de decisión en cuestión mediante su posición o

facultades profesionales. La UNCAC propicia, con ello, una situación de colisión

normativa con la disciplina del cohecho pasivo propio, al definir, al propio tiempo,

como tráfico y cohecho el mercadeo con influencias del cargo para beneficiar

económicamente a terceros.

En el marco de la UNCAC, a los funcionarios públicos les pueden corresponden, pues,

los roles de intermediarios, en el tráfico activo, y sujeto activo y / o intermediarios, en el

pasivo. Su art. 2 (a) le atribuye dicha condición a toda persona que ocupe un cargo

legislativo, ejecutivo, administrativo o judicial en un estado parte, por nombramiento o

por elección, de carácter permanente o temporal, remunerado u honorario, y con total

independencia de su antigüedad. El precepto alude, a continuación, a otros sujetos que

también tendrán, en todo caso, dicha consideración: a) quienes desempeñen una función

pública, aunque sea para una empresa u organismo públicos, o presten un servicio

público, en los términos en que ese concepto viene definido y aplicado en el derecho

interno de las partes; y b) cualquier otra persona definida como tal en el derecho

nacional de las partes.

Aparte de los “funcionarios por status” (los de carrera e interinos, el personal laboral al

servicio de la Administración y el personal de los organismos autónomos sujetos a

derecho público), cualquier otra persona que desempeñe un servicio público recibirá,

por consiguiente, la consideración de funcionario. La UNCAC tiene en cuenta también,

como puede verse, que, en ocasiones, el Estado realiza sus funciones a través de

organismos o empresas, cuya actividad puede venir regida por el derecho público o el

derecho privado. En cambio, ni la CCE, ni la CUA, ni el PCS establecen diferencia

alguna entre los funcionarios y los particulares a la hora de delimitar el ámbito de

aplicación del delito, lo que significa tanto como que los primeros podrán ser, también,

autores del tráfico pasivo, con independencia de que actúen o no en el ejercicio de sus

cargos, cuando aceptan o se ofrecen a ejercer sus influencias a cambio de un precio. Por

lo demás, los tres instrumentos remiten a las partes contratantes la exacta definición del

término “funcionario público”, con el único límite, en el caso del art. 1 CCE, de las

categorías profesionales que deben servirle de base en el derecho nacional:

“funcionario”, “funcionario público”, “alcalde”, “ministro” o “juez”.

La existencia de una “ventaja indebida”, como recompensa por la mediación, es otro de

los requisitos esenciales del tráfico de influencias en la normativa internacional anti-

corrupción. El empleo del término “ventaja” despeja, de entrada, cualquier duda sobre

su carácter retributivo, esto es, su referencia a una relación de intercambio de

prestaciones (precio a cambio de influencia). A la hora de analizar su contenido y

límites parece razonable acudir a los mismos criterios usados en sede de cohecho,

teniendo en cuenta que las “ventajas” también forman parte de su descripción legal, en

las cuatro convenciones, y que, entre ambas figuras, existe una estrechísima relación -

puesto que persiguen finalidades político-criminales y utilizan técnicas de tipificación

muy semejantes-.

En otro sentido, ninguno de los instrumentos clarifica el límite económico de las

ventajas, requiriendo, simplemente, que sean “indebidas”. Sí lo hace el Informe

Explicativo a la CCE, que interpreta ese calificativo como excluyente de los “regalos

mínimos, de muy poco valor o socialmente aceptables”. Esta indicación suscita la

consabida cuestión de la relevancia de la teoría de la adecuación social a la hora de

determinar la existencia de un delito de corrupción pública.

Una conducta socialmente adecuada es una conducta tolerable, porque se la estima

normal en un contexto social e histórico determinado. Cosa distinta es que su puesta en

práctica resulte (como así es) todo menos sencilla, teniendo en cuenta que, por si sola,

la distinción entre entregas socialmente inadecuadas y pequeñas atenciones de bagatela

o de reconocimiento social habitual no permite acotar, con la necesaria seguridad

jurídica, el ámbito de lo penalmente relevante. Habrá de tener en cuenta otras

consideraciones, personales y geográficas. Ello ha llevado a algunos autores a señalar

que lo importante, a efectos de comprobar la existencia del tráfico de influencias, es la

capacidad que pueda poseer la ventaja para motivar al intermediario a ejercer la

influencia, y no sólo su cuantía o el contexto en que se haya producido la entrega.

Por último, con arreglo al precitado Informe Explicativo, el término ‘indebida’ debería

ser interpretado como “algo que el receptor no está legalmente habilitado para aceptar o

recibir”. A falta de referencia expresa, idéntico planteamiento debe extenderse a los

otros instrumentos.

Tres de las cuatro convenciones anti-corrupción examinadas ponen en conexión el

ejercicio de la influencia con un proceso de toma de decisiones. La única que no lo hace

es la UNCAC, cuyo art. 18 se limita a contemplar la entrega o aceptación de ventajas

para influir en una autoridad o funcionario y lograr de él, así, un beneficio para el propio

instigador o para un tercero. En lo que sí muestran un criterio unánime es a la hora de

sancionar (también) el tráfico con influencias falsas o supuestas. El único que debe

asociar (subjetivamente) la dación o recepción de la ventaja con un ejercicio real e

ilegítimo de influencias es, pues, el “comprador”. El “vendedor” o intermediario puede

proyectar una imagen (falsa) de proximidad a los cargos públicos, simplemente, para

enriquecerse a costa de los deseos de su “cliente”. Este modelo de criminalización

depara problemas.

Otro de sus rasgos característicos es que no es preciso que la influencia -el objeto de la

compraventa- llegue realmente a ejercerse (ante la autoridad o funcionario de que se

trate), ni, mucho menos, que conduzca al resultado deseado por el “cliente”. El único

instrumento que no hace mención expresa de ese dato es, de nuevo, la UNCAC, pero, en

la medida en que, como acaba de verse, también criminaliza la venta de influencias

falsas, lo razonable es pensar que asume el mismo planteamiento. El sentido del término

“impropia”, que sirve para calificar a la influencia en el art. 12 de la CCE, el 4 (1) (f) de

la CUA y el 3 (1) (f) del PCS, parece ser el de diferenciar las influencias legítimas de

las ilegítimas, revistiendo, por ello, enorme trascendencia a la hora de excluir las formas

autorizadas de lobbying del ámbito de aplicación del delito.

Desde el momento en que las cuatro convenciones permiten que el intermediario sea,

también, un funcionario, es evidente que el tráfico pasivo podrá desarrollarse tanto en

un ámbito particular, personal, como en conexión con el desempeño de las funciones

públicas. En este sentido, y aunque ninguna concreta el tipo de relación que debería

existir entre el ejercicio de la influencia y la condición pública del intermediario o las

funciones que ejerce, lo lógico es acudir a un criterio amplio, que cubra la venta de

influencias derivadas de la posición que ocupa o relacionadas, de alguna manera, con su

trabajo o con su capacidad para acceder y manipular (por los medios que sea, también

personales, afectivos…) a otra autoridad.

Por lo que se refiere al sujeto pasivo de la influencia, en las previsiones de la CCE viene

identificado con los funcionarios nacionales y extranjeros (arts. 2 y 5), miembros de

parlamentos nacionales y extranjeros (arts. 4 y 6), funcionarios de organizaciones

internacionales, miembros de asambleas parlamentarias nacionales o jueces y

funcionarios de tribunales internacionales (arts. 9 a 11). En cambio, la UNCAC lo alinea

con cualquier administración o autoridad pública de un Estado parte -términos que, por

cierto, no vienen definidos, como tales, en la propia convención-, y la CUA y el PCS

con “cualquier persona que ejerce funciones en el sector público o privado”. Los

términos en que se expresan los tres últimos instrumentos no son, en principio, más

restringidos que los empleados por la CCE, puesto que abarcan todas las situaciones

contempladas por aquella, incluso el caso de los funcionarios extranjeros y de los

miembros de los parlamentos nacionales o extranjeros que ejercen poderes legislativos o

administrativos.

El lobbying y su relación con el delito de venta de influencias del art. 430 del Código

penal español

Sobre el papel, la figura del tráfico de influencias -basada en una relación trilateral, en

la que un sujeto le vende su potencial influencia sobre un responsable público a un

tercero- presenta la elasticidad suficiente como para acoger los casos de lobbying

merecedores de sanción penal. No obstante, la dicción literal y la interpretación

doctrinal y jurisprudencial del art. 430 del Código penal español descubren una serie de

rasgos, que consideraré a continuación, y que obstaculizan la aplicación del delito en los

casos que estamos considerando, sugiriendo la existencia de una verdadera laguna legal.

El primer requisito típico que examinaré es el relativo al objeto de la venta: la obtención

de una resolución beneficiosa. Esta última referencia, la del beneficio económico que

debería derivarse de ella, no parece deparar especiales problemas en su aplicación a los

comportamientos de lobbying. En cambio, tanto la doctrina como la literatura han

trasladado al ámbito del tráfico de influencias el concepto de resolución elaborado para

la prevaricación, presentándola de modo unánime en como todo acto de la

Administración Pública o de la Administración de Justicia de carácter decisorio que

afecte al ámbito de los derechos e intereses de los administrados o a la colectividad, en

general, y que resuelve sobre un asunto con eficacia ejecutiva. Como indica la STS de

15 de julio de 2013, “todas aquellas gestiones que, no obstante pudieran ejercer una

presión moral indebida, no se dirijan a la obtención de una verdadera resolución, sino

que estén referidas a actos de trámite, informes, consultas o dictámenes, aceleración o

conocimiento de datos, etc.” permanecerán extramuros del tipo. Una vez que las

reformas de 2010 y 2015 han perdido la oportunidad de incluirlas expresamente en el

ámbito típico, no parece posible, evidentemente, extender ese concepto –insisto,

derivado de la prevaricación- para abarcar las leyes. Este planteamiento, que a todas

luces debe compartirse, tiene la virtualidad de alejar de la órbita del tráfico de

influencias los supuestos de lobbying en el ámbito parlamentario, por mucho que

culminen con la consecución de una ley que apuntale, de forma antidemocrática, la

situación de ventaja competitiva de un determinado grupo económico.

En segundo lugar, el núcleo del injusto gira en torno al hecho de vender las influencias

que se poseen o se dicen poseer sobre el que debe dictar la resolución. La influencia

(que se vende) consiste, según la jurisprudencia, en “la sugestión, inclinación, invitación

o instigación que una persona lleva a cabo sobre otra para alterar el proceso motivador

de ésta”, pero, y esto es lo más relevante, ha de conseguirse haciendo uso de un

prevalimiento. La utilización de otros medios podrá dar lugar a la existencia de otros

delitos (coacciones, amenazas, cohecho) o, simple y llanamente, de conductas atípicas,

pero nunca dará vida al artículo 430.

El "prevalimiento" es empleado, entonces, como elemento diferenciador de la simple

influencia atípica y, en esa medida, parece que debe dársele una interpretación

restrictiva, alineándose únicamente con las modalidades que describe el legislador: el

ejercicio abusivo de las facultades del cargo, una situación derivada de una relación

personal (de amistad, de parentesco etc.) u otra originada en una relación jerárquica. De

no concurrir esas relaciones o situaciones, la conducta es atípica. Ello es, según indica la

doctrina, lo que permitiría desechar la relevancia jurídico-penal de la venta de

sugerencias, recomendaciones o insinuaciones sutiles realizadas por quien tenga alguna

relación personal con el funcionario. A ellos debe añadirse, con todas las consecuencias,

la transmisión o comunicación de una información, preferencia o deseo, medios

comisivos del lobbying.

Por último, es dudoso que el art. 430 pueda calificar casos como el del responsable

político destinatario y, a la vez, instigador del lobbying o el del lobista que trabaja (y

cobra regularmente su sueldo) como empleado en la empresa interesada en comprar la

influencia.

Conclusiones

Las empresas y los reguladores de los mercados encuentran enormes incentivos para

tratar de condicionar o influir en los agentes del sistema político (parlamentarios, altos

funcionarios, responsables políticos): ver reforzada su posición en el mercado a través

de decisiones en materia de fusión de empresas o reestructuración de sectores

económicos o industriales; obtener ventajas competitivas de la mano de normas que

distorsionen la formación de precios o el sistema de selección en la contratación;

situarse en el centro de los nuevos regímenes de beneficios, ventajas o exenciones

fiscales. Estas dinámicas entroncan con lo que ha dado en denominarse “captura del

Estado”, definida por el Banco Mundial como “las acciones de los individuos, grupos o

empresas, en los sectores público y privado, para influir en la formación de las leyes,

reglamentos, decretos y otras políticas gubernamentales para su propio beneficio, como

resultado de la atribución ilícita y no transparente de beneficios privados a funcionarios

públicos”.

Por otra parte, las dinámicas de liberalización, armonización y desregulación de los

mercados han alterado los procesos de toma de decisiones políticas y económicas en

Europa, trayendo consigo modificaciones sustanciales en las funciones y

responsabilidades de los actores involucrados y en sus estrategias competitivas. Es en

este contexto en el que adquieren todo su significado fenómenos como el de las “puertas

giratorias” -que siempre alimenta las sospechas de que el beneficiario hubiera visto

comprometida su tarea de representación de los intereses públicos por sus expectativas

profesionales en el sector privado- y, sobre todo, el lobbying, cuya deficiente

regulación, a nivel nacional e internacional, es lugar común en todos los estudios e

informes sobre corrupción pública. En este trabajo hemos tratado de afrontar el

problema (controvertido) de la relevancia jurídico-penal de ese fenómeno.

Los lobbies financieros, muy cercanos a las autoridades gubernamentales, pueden

obtener grandes beneficios interfiriendo, en interés propio, en las decisiones más

importantes en el ámbito de la competencia, la política comercial o la ordenación de los

mercados, así como en los criterios de adjudicación de grandes contratos -como los

relativos a infraestructuras-. Está claro, no obstante, que no todos los grupos de presión

velan por intereses particulares, situados al margen de los de la sociedad en general. Los

lobbies sociales, por ejemplo, llevan a cabo una encomiable labor, normalmente con

medios muy limitados, para conseguir mejorar las condiciones de acceso a los servicios

sociales de determinados grupos de población.

En España la inexistencia de una regulación general hace difícil distinguir entre

influencia legítima e ilegítima. De hecho, no pocas voces manifiestan sus dudas sobre la

subsunción de estas prácticas en el tipo del art. 430 del Código penal, que pasaría, en

todo caso, por la reforma de algunos de sus elementos esenciales. No parece razonable,

sin embargo, que los lobbies que desempeñan un rol en el sistema de la corrupción

pública -los que defienden intereses que entran en conflicto con los del resto de la

sociedad (grupos de empresarios que intentan instaurar un monopolio limitando la

competencia, grupos de presión cuyo único objetivo es contribuir al crecimiento

económico de su sector de actividad o cuyas prácticas comerciales o económicas sólo

benefician a un sector muy pequeño de la población y perjudican al resto…)- deban

quedar al margen del sistema penal.

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