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Cómo preparar hot cakes (la receta de mi ex) Por Daniel Espartaco Sánchez Cuando era niño creía que Lorenza, la robusta mujer de cincuenta años que ayudaba a mi abuela con la limpieza de la casa, y la famosa tía Jemima que aparecía en las cajas de harina para hot cakes, eran la misma persona. Creo que fue mi abuela en persona quien me sacó del error. Entonces la tía Jemima no existía, se llamaba La Negrita, porque en el México nacionalista y de economía mixta de López Portillo y De la Madrid, las marcas transnacionales tenían nombres en español: el jabón de tocador Shield era Escudo; Mr. Clean era Maestro Limpio y Froot Loops era Fruti Lupis, de Kellogg's. Lorenza ahora tiene ochenta años y sigue asistiendo sin falta a casa de mi abuela para ayudarla con la limpieza dos veces a la semana, son inseparables desde entonces. Los hot cakes que preparaba mi abuela me gustaban más que los de mi madre. Eran del doble del tamaño, más gruesos y esponjosos porque mi abuela utilizaba harina de la marca La negrita, y mi madre Pronto. Los servía con leche condensada La Lechera de Nestlé, mientras que mi madre, obsesionada con la salud, con miel de abeja. No es un secreto que en la jungla de los símbolos de mi generación los hot cakes representan el paraíso perdido de la niñez, la seguridad del hogar, el amor de la madre, o de la abuela. En mis primeros recuerdos está la caja roja de La negrita; la cocina de la abuela; el pequeño televisor en blanco y negro sintonizado en En familia con Chabelo; el trozo de mantequilla que se derrite sobre un pantagruélico panqueque del tamaño de un plato. A los veintitantos tuve una relación que duró más de ocho años con una chica llamada Magnolia. Ella despreciaba las harinas preparadas para hot cakes, pues, decía, era idiota pagar tanto dinero por algo que se podía hacer con facilidad. Por eso compraba harina de trigo y otros tantos ingredientes; tenía su propia receta: los hot cakes de la tía Magnolia, decía ella. Acostumbrábamos desayunarlos los domingos. Cuando nos separamos estuve un rato a la deriva, me convertí en un promiscuo solterón de treinta y tantos años. La costumbre de los hot cakes los domingos desapareció de mi vida hasta que una mañana abrí los ojos a las 6 a.m y vi a la mujer con la que estaba

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Cómo preparar hot cakes (la receta de mi ex)Por Daniel Espartaco Sánchez Cuando era niño creía que Lorenza, la robusta mujer de cincuenta años que ayudaba a mi abuela

con la limpieza de la casa, y la famosa tía Jemima que aparecía en las cajas de harina para hot cakes, eran la misma persona. Creo que fue mi abuela en persona quien me sacó del error. Entonces la tía Jemima no existía, se llamaba La Negrita, porque en el México nacionalista y de economía mixta de López Portillo y De la Madrid, las marcas transnacionales tenían nombres en español: el jabón de tocador Shield era Escudo; Mr. Clean era Maestro Limpio y Froot Loops era Fruti Lupis, de Kellogg's. Lorenza ahora tiene ochenta años y sigue asistiendo sin falta a casa de mi abuela para ayudarla con la limpieza dos veces a la semana, son inseparables desde entonces.

Los hot cakes que preparaba mi abuela me gustaban más que los de mi madre. Eran del doble del tamaño, más gruesos y esponjosos porque mi abuela utilizaba harina de la marca La negrita, y mi madre Pronto. Los servía con leche condensada La Lechera de Nestlé, mientras que mi madre, obsesionada con la salud, con miel de abeja. No es un secreto que en la jungla de los símbolos de mi generación los hot cakes representan el paraíso perdido de la niñez, la seguridad del hogar, el amor de la madre, o de la abuela. En mis primeros recuerdos está la caja roja de La negrita; la cocina de la abuela; el pequeño televisor en blanco y negro sintonizado en En familia con Chabelo; el trozo de mantequilla que se derrite sobre un pantagruélico panqueque del tamaño de un plato.

A los veintitantos tuve una relación que duró más de ocho años con una chica llamada Magnolia. Ella despreciaba las harinas preparadas para hot cakes, pues, decía, era idiota pagar tanto dinero por algo que se podía hacer con facilidad. Por eso compraba harina de trigo y otros tantos ingredientes; tenía su propia receta: los hot cakes de la tía Magnolia, decía ella. Acostumbrábamos desayunarlos los domingos.

Cuando nos separamos estuve un rato a la deriva, me convertí en un promiscuo solterón de treinta y tantos años. La costumbre de los hot cakes los domingos desapareció de mi vida hasta que una mañana abrí los ojos a las 6 a.m y vi a la mujer con la que estaba saliendo, de pie, vestida, junto a mí. Tenía puesto un abrigo marrón de pana que me gustaba mucho y una bufanda enrollada en el cuello. Se veía preocupada.

— ¿Qué pasa? —le dije.—Ya me voy.Le hice una seña para que se volviera a meter a la cama conmigo.—Tengo que llegar a mi casa para hacerles hot cakes a mis hijos.Me vestí y la acompañé hasta el coche. Era una de esas madrugadas lluviosas y frías de la ciudad

de México que le rompen a uno el alma. Por entonces yo estaba escribiendo una novela que luego se llamaría Autos usados y que publicaría Random House Mondadori sin pena ni gloria. ¿Qué es de mi vida?, me dije, esa mañana. Supe que estaba frente a eso que se denomina vulgarmente como crisis de la mediana edad, o frente a una de las muchas crisis de la mediana edad que constituyen la herencia de la carne, parafraseando a Shakespeare. Y en mi mente se fijó una ilustración al estilo Atalaya de los Testigos de Jehová: la mujer que acababa de irse con sus dos hijos a la mesa (estaba divorciada), comiendo hot cakes, probablemente de la marca ahora llamada Aunt Jemima. Imaginé una taza de té negro muy cargado, caliente, dulce, y pensé en llamarle a mi ex para que regresara conmigo, pero no lo hice. Seguí con mi vida disipada, y cada tanto, con el recuerdo de los hot cakes de la abuela, de mi ex, y, ¿por qué no?, hasta los de mi madre.

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Mas tarde comencé a salir con una idiosincrática chica de 22 años experta en las artes amatorias, que un día me preguntó.

— ¿Por qué estás triste? —No sé —creo que le dije—. Siento que necesito un hogar. Que alguien me prepare hot cakes

y   me de un beso en la frente.Ella me dijo: —Ven.Y me practicó una felación, la mejor de mi vida. Cuando hubo terminado me dijo:—Vístete.Me llevó en su auto a un restaurante chino en Revolución y Molinos. Me pidió unos hot cakes

con tocino, y unos sencillos para ella porque su religión le prohibía comer cerdo. Cuando terminé de desayunar me dijo:

 — ¿Ves, querías que alguien te preparara hot cakes y te diera un beso en la frente? Yo te hice una mamada y te compré unos hot cakes.

Era un buen punto, pero aquello no podía durar demasiado, por eso una tarde, astroso y con  barba de cuatro días, me encontré frente a un teléfono público marcando el número de Magnolia.

 — ¿Sí? —me preguntó con tono de suficiencia, pues debió pensar que yo quería regresar con ella.

 —Los hot cakes —le dije—. Pásame la receta de los hot cakes. Y he aquí la receta de mi ex para preparar hot cakes para dos personas:Una taza de harina integral.Una cucharada de polvo para hornear o de bicarbonato de sodio.Una pizca de canela en polvo.Una cucharada sopera de azúcar o Splenda para hornear.Un chorro de esencia de vainilla.Un huevo.¾ de una taza de leche.Una cucharada de mantequilla derretida.Se ponen en un recipiente estos ingredientes en el orden descrito, se bate con una cuchara y se

deja caer la masa sobre una sartén bien caliente, lubricada con mantequilla, y listo. Desde entonces ya no necesito de nadie. En la jungla de los símbolos de mi generación me consiento cada domingo, soy mi propia madre, mi propia abuela y mi propia ex, sólo que ya no me gusta ver En familia con Chabelo.

MUJERES DE OJOS GRANDES Ángeles MastrettaLa tía Chila estuvo casada con un señor al que abandonó, para escándalo de toda la ciudad, tras

siete años de vida en común. Sin darle explicaciones a nadie. Un día como cualquier otro, la tía Chila levantó a sus cuatro hijos y se los llevó a vivir en la casa que con tan buen tino le había heredado su abuela.

Era una mujer trabajadora que llevaba suficientes años zurciendo calcetines y guisando fabada, de modo que poner una fábrica de ropa y venderla en grandes cantidades, no le costó mas esfuerzo que el que había hecho siempre. Llegó a ser proveedora de las dos tiendas más importantes del país. No se dejaba regatear, y viajaba una vez al año a Roma y París para buscar ideas y librarse de la rutina.

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La gente no estaba muy de acuerdo con su comportamiento. Nadie entendía cómo había sido capaz de abandonar aun hombre que en los puros ojos tenía la bondad reflejada. ¿En qué pudo haberla molestado aquel señor tan amable que besaba la mano de las mujeres y se inclinaba afectuoso frente a cualquier hombre de bien?

-Lo que pasa es que es una cuzca -decían algunos.-Irresponsable -decían otros.-Lagartija -cerraban un ojo.-Mira que dejar a un hombre que no te ha dado un solo motivo de queja.Pero la tía Chila vivía de prisa y sin alegar, como si no supiera, como si no se diera cuenta de

que hasta en la intimidad del salón de belleza había quienes no se ponían de acuerdo con su extraño comportamiento.

Justo estaba en el salón de belleza, rodeada de mujeres que extendían las manos para que les pintaran las uñas, las cabezas para que les enredaran los chinos, los ojos para que les cepillaran las pestañas, cuando entró con una pistola en la mano el marido de Consuelito Salazar. Dando de gritos se fue sobre su mujer y la pescó de la melena para zangolotearla como al badajo de una campana, echando insultos y contando sus celos, reprochando la fodonguez y maldiciendo a su familia política, todo con tal ferocidad, que las tranquilas mujeres corrieron a esconderse tras los secadores y dejaron sola a Consuelito, que lloraba suave y aterradoramente, presa de la tormenta de su marido.

Fue entonces cuando, agitando sus uñas recién pintadas, salió de un rincón la tía Chila. -Usted se larga de aquí -le dijo al hombre, acercándose a él como si toda su vida se la hubiera pasado desarmando

vaqueros en las cantinas-.Usted no asusta a nadie con sus gritos. Cobarde, hijo de la chingada. Ya estamos hartas. Ya no

tenemos miedo. Déme la pistola si es tan hombre. Valiente hombre valiente. Si tiene algo que arreglar con su señora diríjase a mí, que soy su representante. ¿Está usted celoso? ¿De quién está celoso? ¿De los tres niños que Consuelo se pasa contemplando? ¿De las veinte cazuelas entre las que vive? ¿De sus agujas de tejer, de su bata de casa? Esta pobre Consuelito que no ve más allá de sus narices, que se dedica a consecuentar sus necedades, a ésta le viene usted a hacer un escándalo aquí, donde todas vamos a chillar como ratones asustados. Ni lo sueñe, berrinches a otra parte. Hilo de aquí: hilo, hilo, hilo -dijo la tía Chila tronando los dedos y arrimándose al hombre aquel, que se había puesto morado de la rabia y que ya sin pistola estuvo a punto de provocar en el salón un ataque dé risa.

-Hasta nunca, señor -remató la tía Chila-. Y si necesita comprensión vaya a buscar a mi marido. Con suerte hasta logra que también de usted se compadezca toda la ciudad.

Lo llevó hacia la puerta dándole empujones y cuando lo puso en la banqueta cerró con triple llave. -Cabrones éstos -oyeron decir, casi para sí, a la tía Chila.

Un aplauso la recibió de regreso y ella hizo una larga caravana.-Por fin lo dije -murmuró después.-Así que a ti también -dijo Consuelito.-Una vez -contestó Chila, con un gesto de vergüenza.Del salón de Inesita salió la noticia rápida y generosa como el olor a pan. Y nadie volvió a hablar

mal de la tía Chila Huerta porque hubo siempre alguien, o una amiga de la amiga de alguien que estuvo en el salón de belleza aquella mañana, dispuesta a impedirlo.

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La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota. Lo Había visto llegar una mañana, caminando con los hombros erguidos sobre un paso sereno y había pensado: “Este hombre se cree Dios”. Pero al rato de oírlo decir historias sobre mundos desconocidos y pasiones extrañas, se enamoró de él y de sus brazos como si desde niña no hablara latín, no supiera lógica, ni hubiera sorprendido a media ciudad copiando los juegos de Góngora y Sor Juana como quien responde a una canción en el recreo.

Era tan sabia que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los ojos de miel y una boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la imaginación despertando las ganas de mirarlo desnudo, por más que fuera hermosa como la virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo había en su inteligencia que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones.

Pero aquel hombre que no sabía nada de ella y sus libros, se le acercó como a cualquiera. Entonces la tía Daniela lo dotó de una inteligencia deslumbrante, una virtud de ángel y un talento de artista. Su cabeza lo miró de tantos modos que en doce días creyó conocer a cien hombres.

Lo quiso convencida de que Dios puede andar entre mortales, entregada hasta las uñas a los deseos y las ocurrencias de un tipo que nunca llegó para quedarse y jamás entendió uno solo de todos los poemas que Daniela quiso leerle para explicar su amor.

Un día, así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces en la redonda inteligencia de la tía Daniela un solo atisbo de entender qué había pasado.

Hipnotizada por un dolor sin nombre ni destino se volvió la más tonta de las tontas. Perderlo fue una larga pena como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno.

Por unos días de luz, por un indicio, por los ojos de hierro y súplica que le prestó una noche, la tía Daniela enterró las ganas de estar viva y fue perdiendo el brillo de la piel, la fuerza de las piernas, la intensidad de la frente y las entrañas.

Se quedó casi ciega en tres meses, una joroba le creció en la espalda, y algo le sucedió a su termostato que a pesar de andar hasta en el rayo del sol con abrigo y calcetines, tiritaba de frío como si viviera en el centro mismo del invierno. La sacaban al aire como a un canario. Cerca le ponían fruta y galletas para que picoteara, pero su madre se llevaba las cosas intactas mientras ella seguía muda a pesar de los esfuerzos que todo el mundo hacía por distraerla.

Al principio la invitaban a la calle para ver si mirando las palomas o viendo ir y venir a la gente, algo de ella volvía a dar muestras de apego a la vida. Trataron todo. Su madre se la llevó de viaje a España y la hizo entrar y salir de todos los tablados sevillanos sin obtener de ella más que una lágrima la noche que el cantador estuvo alegre. A la mañana siguiente le puso un telegrama a su marido diciendo: “Empieza a mejorar, ha llorado un segundo”. Se había vuelto un árbol seco, iba para donde la llevaran y en cuanto podía se dejaba caer en la cama como si hubiera trabajado veinticuatro horas recogiendo algodón. Por fin las fuerzas no le alcanzaron más que para echarse en una silla y decirle a su madre: “Te lo ruego, vámonos a casa”.

Cuando volvieron, la tía Daniela apenas podía caminar y desde entonces no quiso levantarse. Tampoco quería bañarse, ni peinarse, ni hacer pipí. Una mañana no pudo siquiera abrir los ojos.

-¡Está muerta! – oyó decir a su alrededor y no encontró las fuerzas para negarlo.Alguien le sugirió a su madre que ese comportamiento era un chantaje, un modo de vengarse en

los otros, una pose de niña consentida que si de repente perdiera la tranquilidad de la casa y la comida segura, se las arreglaría para mejorar de un día para el otro. Su madre hizo el esfuerzo de abandonarla en el quicio de la puerta de la Catedral.

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La dejaron ahí una noche con la esperanza de verla regresar al día siguiente, hambrienta y furiosa, como había sido alguna vez. A la tercera noche la recogieron de la puerta de la Catedral con pulmonía y la llevaron al hospital entre lágrimas de toda la familia.

Ahí fue a visitarla su amiga Elidé, una joven de piel brillante que hablaba sin tregua y que decía saber las curas del mal de amores. Pidió que la dejaran hacerse cargo del alma y del estómago de aquella náufraga. Era una creatura alegre y ávida. La oyeron opinar. Según ella el error en el tratamiento de su inteligente amiga estaba en los consejos de que olvidara. Olvidar era un asunto imposible. Lo que había que hacer era encauzarle los recuerdos, para que no la mataran, para que la obligaran a seguir viva.

Los padres oyeron hablar a la muchacha con la misma indiferencia que ya les provocaba cualquier intento de curar a su hija. Daban por hecho que no serviría de nada y sin embargo lo autorizaban como si no hubieran perdido la esperanza que ya habían perdido.

Las pusieron a dormir en el mismo cuarto. Siempre que alguien pasaba frente a la puerta oía a la incansable voz de Elidé hablando del asunto con la misma obstinación con que un médico vigila a un moribundo. No se callaba. No le daba tregua. Un día y otro, una semana y otra.

-¿Cómo dices que eran sus manos? – preguntaba. Si la tía Daniela no le contestaba, Elidé volvía por otro lado.

-¿Tenía los ojos verdes? ¿Cafés? ¿Grandes?-Chicos – le contestó la tía Daniela hablando por primera vez en treinta días.-¿Chicos y turbios?- preguntó la tía Elidé.- Chicos y fieros – contestó la tía Daniela y volvió a callarse otro mes.- Seguro que era Leo. Así son los de Leo – decía su amiga sacando un libro de horóscopos para

leerle. Decía todos los horrores que pueden caber en un Leo. – De remate, son mentirosos. Pero no tienes que dejarte, tú eres de Tauro. Son fuertes las mujeres de Tauro.

- Mentiras sí que dijo – le contestó Daniela una tarde.-¿Cuáles? No se te vayan a olvidar. Porque el mundo no es tan grande como para que no demos

con él, y entonces le vas a recordar sus palabras. Una por una, las que oíste y las que te hizo decir.-No quiero humillarme.-El humillado va a ser él. Si no todo es tan fácil como sembrar palabras y largarse.-Me iluminaron -defendió la tía Daniela.- Se te nota iluminada – decía su amiga cuando llegaban a puntos así.Al tercer mes de hablar y hablar la hizo comer como Dios manda. Ni siquiera se dio cuenta

cómo fue. La llevó a una caminata por el jardín. Cargaba una cesta con fruta, queso, pan, mantequilla y té. Extendió un mantel sobre el pasto, sacó las cosas y siguió hablando mientras empezaba a comer sin ofrecerle.

- Le gustaban las uvas – dijo la enferma.- Entiendo que lo extrañes.Sí – dijo la enferma acercándose un racimo de uvas -. Besaba regio. Y tenía suave la piel de los

hombros y la cintura.-¿Cómo tenía? Ya sabes – dijo la amiga como si supiera siempre lo que la torturaba.- No te lo voy a decir – contestó riéndose por primera vez en meses. Luego comió queso y té,

pan y mantequilla.- ¿Rico? – le preguntó Elidé.- Sí – le contestó la enferma empezando a ser ella.

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Una noche bajaron a cenar. La tía Daniela con un vestido nuevo y el pelo brillante y limpio, libre por fin de la trenza polvorosa que no se había peinado en mucho tiempo.

Veinte días después ella y su amiga habían repasado los recuerdos de arriba para abajo hasta convertirlos en trivia. Todo lo que había tratado de olvidar la tía Daniela forzándose a no pensarlo, se le volvió indigno de recuerdo después de repetirlo muchas veces. Castigó su buen juicio oyéndose contar una tras otra las ciento veinte mil tonterías que la había hecho feliz y desgraciada.

- Ya no quiero ni vengarme – le dijo una mañana a Elidé -. Estoy aburridísima del tema.- ¿Cómo? No te pongas inteligente – dijo Elidé-. Éste ha sido todo el tiempo un asunto de razón

menguada. ¿Lo vas convertir en algo lúcido? No lo eches a perder. Nos falta lo mejor. Nos falta buscar al hombre en Europa y África, en Sudamérica y la India, nos falta encontrarlo y hacer un escándalo que justifique nuestros viajes. Nos falta conocer la galería Pitti, ver Florencia, enamorarnos en Venecia, echar una moneda en la fuente de Trevi. ¿No vamos a perseguir a ese hombre que te enamoró como a una imbécil y luego se fue?

Habían planeado viajar por el mundo en busca del culpable y eso de que la venganza ya no fuera trascendente en la cura de su amiga tenía devastada a Elidé. Iban a perderse la India y Marruecos, Bolivia y el Congo, Viena y sobre todo Italia. Nunca pensó que podría convertirla en un ser racional después de haberla visto paralizada y casi loca hacía cuatro meses.

- Tenemos que ir a buscarlo. No te vuelvas inteligente antes de tiempo – le decía.- Llegó ayer – le contestó la tía Daniela un mediodía.- ¿Cómo sabes?- Lo vi. Tocó en el balcón como antes.- ¿Y qué sentiste?- Nada.-¿Y qué te dijo?- Todo.- ¿Y qué le contestaste?- Cerré.-¿Y ahora? – preguntó la terapista.- Ahora sí nos vamos a Italia: los ausentes siempre se equivocan.Y se fueron a Italia por la voz del Dante: “Piovverà dentro a l’alta fantasía.”

ALTA COCINA Amparo Dávila.

CUANDO oigo la lluvia golpear en las ventanas vuelvo a escuchar sus gritos. Aquellos gritos que se me pegaban a la piel como si fueran ventosas. Subían de tono a medida que la olla se calentaba y el agua empezaba a hervir. También veo sus ojos, unas pequeñas cuentas negras que se les salían de las órbitas cuando se estaban cociendo.

Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los vendían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena.

En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos y, con más frecuencia, si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. "No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio", solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el platillo.

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Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparada y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente. Yo pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser.

A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas.Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban

misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían y, me siguen aún, a todas partes.

Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba desdeñosa.

Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón con pasto y les daban una hierba rara qua ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal.

Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar... Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas...

Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.

AMORÉdgar Omar Avilés Martínez 

—Ahora estoy segura —dijo deshecha en llanto la niña a su madre—, ¡Dios existe y está lleno de amor!— ¿Por qué estás tan segura?

—Lo he visto y me platicó del cielo. ¡Es el lugar más maravilloso del Universo! —dijo la niña con tal seguridad y con tanta emoción, que su madre no pudo hacer otra cosa sino clavarle el cuchillo con el que picaba cebolla.

Ella era tan pequeña, aún libre de pecados; su realidad tan triste en las calles, en donde pedía monedas; sin duda en poco tiempo empezaría a vender su cuerpo: entonces el esplendoroso cielo y su Dios colmado de ternura ya no la aceptarían.

Por su parte la madre iría al infierno, lo sabía, mientras clavaba por décima vez el cuchillo.

 PARA MI AMOR ANTES DE IRME A TRABAJAR Juan Hernández Luna

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Mi amor, escribo esto mientras aún duermes, quiero que lo leas cuando ya me haya ido a trabajar. Me hubiera gustado decírtelo, pero te veo tan apacible, con ese respirar suave, aunque un poco intranquilo. Lo comprendo, que diera yo por lograr serenarte del todo. Más bien, esa es la causa por la que escribo esto; quiero que no te sientas mal en este tu primer día de incertidumbre, después de lo que sucedió ayer.

 Sé que hago mal con dejarte sola cuando aún no asimilas bien tu nueva condición. No te

preocupes, en la escuela estaré pensando en ti, desde el momento en que firme mi entrada, hasta que limpie el polvo de tiza que quede en mis manos y daña mis pulmones, lo mismo que el tabaco.

"Si tan sólo no fumaras tanto" me dirías, pero sabes cuanto me gusta fumar, lástima que mis bronquios sean tan sensibles a lo reseco. Hablando de fumar, voy a encender el primero de la mañana mientras preparo un café, ya sabes cómo me desespera calentar el desayuno, además, recuérdame que compremos otra cafetera menos resistente al fuego.

 Hoy cuando regrese del colegio, pasaré a comprar el azúcar, y las demás cosas, según acordamos

ayer de que por mientras, yo me encargaré de las compras, hasta que nos acostumbremos a todo esto nuevo. No me gustaría que llegaras con las bolsas del mandado y una fila de mirones tras de ti.

Claro que eso será el principio, ya después todos se acostumbraran a tu aspecto, así como yo lo estoy tratando de hacer, viéndote ahí dormida, tan frágil.

Recuerdo tu manía de dormir sobre mi pecho, me gusta cuando duermes así; la sensación de tu pelo rozando mi cara, tu respirar en mi cuello, sintiendo tu cuerpo breve, tan dibujado al mío que parece ser uno solo.

A veces me despierto y así sin moverme me paso el tiempo sintiendo el ritmo suave y preciso de tu corazón.

Sé que lo has notado, que no es necesario que te lo diga, pues siento también cuando despiertas y sin decir nada guardas silencio, aparentando dormir, porque te gusta sentirte contemplada.

He pensado que esta situación hará mas continuo tu dormir sobre mí, para tu comodidad, claro está, y como es de lógico suponer, por mí no hay inconveniente.

Casi termino de desayunar, no tarda en ser la hora que tengo que  salir al colegio. Cuando tome el autobús iré haciendo las notas como también ayer acordamos, de la manera que tendrás que   hacer para facilitar tu abordo a los autobuses, aunque pienso que al principio deberás viajar de pie y ya cuando tengas práctica podrás sentarte normalmente.

Ayer en la mañana, cuando lo descubrimos y estuviste llorando, no supe que decir. ¡Te veías tan hermosa! ahora eres única y eso me agrada.

Pienso en la ropa que tendrás que usar y en algunos hábitos que debemos cambiar por fuerza, pero no importa, estoy dispuesto a ayudarte en todo cuanto pueda, así como el que no quieras salir de casa me parece razonable, yo en tu lugar quien sabe si podría acostumbrarme, pero eso sí, necesitaría mas tiempo que tú, porque tú siempre asimilas más rápido las cosas y no eres este enjambre de dilemas en el cual yo me hundo fácilmente.

Por fortuna ayer fue domingo y pude quedarme todo el día sin tener que salir como hoy al colegio,  a enseñarles a esos jóvenes cómo se debe actuar en un escenario. ¡Ah, por cierto! Hablando de escenarios, sobre la obra que estamos montando, será necesario hacer algunos cambios a tu personaje, para que sea lógica tu nueva apariencia. Pienso que con ello la obra tomara un carácter surrealista o fantástico, cosa que empieza a gustarme y creo que resultará bien.

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Procura no agitarte, aún no sabemos de tu fragilidad. También ten mucho cuidado al cocinar, cualquier descuido podría causarte un accidente, recuerda bien (y eso lo estuvimos ensayando ayer), al pasar por una puerta ya no podrás azotarla como es tu costumbre, no te vayas a quedar atorada.

Falta muy poco para irme, no te preocupes, llamare a tu amiga para avisar a la escuela que vas a faltar unos días. En estas ocasiones es cuando quisiera tener teléfono en casa, pero ya ves, todavía no podemos darnos ese lujo.

Qué tierna eres. No quisiera ir al colegio a dar clases, pero debo hacerlo, además tengo que calificar los trabajos. ¿Te he platicado que han entregado algunos excepcionales? Eso me gusta, siento que mi labor no ha sido inútil.

Bueno, debo retirarme, prometo regresar temprano y ayudarte en todo lo necesario... ¡Ah! acabo de recordar que  debo reparar esa corriente de aire que se filtra por la ventana de la recamara, no olvidaré comprar la tira de empaque y colocarla hoy mismo.

 Por último, te diré que te ves hermosa, de verdad, muy bonita, aunque estoy sorprendido. Será 

porque no es frecuente ver que la mujer que uno ama tanto, amanece de un día para otro con un hermoso y blanco par de alas en la espalda.

ESTACIÓNAl despertar se sintió niño de nuevo, tomó una manzana, le dio un beso a su mamá y salió

corriendo de la casa admirando la reluciente primavera. Mientras iba por la calle, sus delgados hombros poco a poco fueron tomando tonicidad y su sombra marcada por el fuerte y brillante sol de verano empezó a alargarse. Cuando llegó al parque una niña le tomó la mano y riendo, la alzó en brazos. Juntos admiraron el baile de las hojas otoñales. Al pasar la fuente bajó a la señorita que cargaba y se la entregó al primer joven que encontró. Dobló a la derecha y entró al metro tan rápido como sus débiles piernas se lo permitieron. Así, sintiéndose invierno, se lanzó al pasar el tren.

EL DINOSAURIO Augusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

CONFESIÓN Josué Barrera Antes de que mi víctima hable, lo confieso: yo lo maté.

LA PESADILLA Agustín Cortés Gaviño

Dios dormía inquieto, se convulsionaba en su sueño, sudaba y, de seguro, sufría. Las bombas empezaron a caer, los hongos a levantarse, siniestros. El universo entero estaba en llamas, todo se derrumbaba entre gritos de rabia y ayes de agonía. . .

Dios abrió los ojos, jadeaba; suspiró aliviado, estaba despierto, la pesadilla había terminado. 

DEL “l’OSSERVATORE" Juan losé Arreóla A principios de nuestra Era, las llaves de San Pedro se perdieron en los suburbios del Imperio

Romano. Se suplica a la persona que las encuentre, tenga la bondad de devolverlas inmediatamente al

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Papa reinante, ya que desde hace más de quince siglos las puertas del Reino de los Cielos no han podido ser forzadas con ganzúas.

CLEOPATRA Salvador NovoSabéis que me bañaba en leche de burra, con jabón de tortuga y un ala de pelícano por esponja.

Cosas nuestras, un poco raras; pero indispensables para los retratos en los magazines. Desde la prohibición empezaron a chocarme los States. Cuando antes filmaba, solía disolver perlas en vino ácido. Ahora, tendría que beber Welch's. ¡Triste papel para una reina escénica! Además, Marco Antonio empezó a preferir a sus mansas compatriotas y, con la competencia de vampiresas, mis contratos ya eran indignos. Waily y yo empezamos juntos. Sólo que él prefería la nieve. Se nos pasó la mano un día; pero no comprendo cómo esos reporteros, o historiadores, o lo que sean, confunden los áspides con las jeringas hipodérmicas.

JUS PRIMAE NOCTIS Manuel R. Campos Castro El señor feudal era un hombre alto, delgado y anguloso, de modales refinados. Los recién

casados lo miraron azorados, con un pavor no exento de respeto."Vengo a reclamar mis derechos —dijo el señor suavemente —. La primera noche me pertenece." Los aldeanos no se atrevieron a replicar. El blanco caballo sin jinete que se encontraba junto al del barón piafó. El soldado que lo sujetaba de las riendas le acarició el pescuezo para calmarlo. El señor feudal sonrió. "Vas a venir conmigo al castillo, pichoncito —dijo—: verás que te va a gustar." Acto seguido obligó a su corcel a dar la media vuelta y se alejó en dirección del fuerte señorial, no sin antes haber hecho una seña a sus guardias. Los soldados sujetaron al novio y lo montaron en el caballo blanco. La novia se quedó llorando en la aldea.

COMO EN LAS PELÍCULAS FRANCESAS Armando Rodríguez Devora Después de hacerle el amor, encendió un cigarrillo y lo fumó, pensativo: como en las películas

francesas...Luego se levantó del lecho y empezó a vestirse lentamente: como en las películas francesas… La miró, apagó el cigarro presionando fuertemente sobre el cenicero, y salió sin despedirse: como en las películas francesas...Al llegar a su casa, encontró a su mujer acostada con otro: como en las películas francesas. . .

EL VEREDICTO Alfonso Reyes La mujer del fotógrafo era joven y muy bonita. Yo había ido en busca de mis fotos de pasaporte,

pero ella no me lo quería creer. —No, usted es el cobrador del alquiler, ¿verdad? —No, señora, soy un cliente. Llame usted a su esposo y se convencerá. —Mi esposo no está aquí. Estoy enteramente sola por toda la tarde. Usted viene por el alquiler,

¿verdad?Su pregunta se volvía un poco angustiosa. Comprendí, y comprendí su angustia: una vez dispuesta al sacrificio, prefería que todo sucediera

con una persona presentable y afable. — ¿Verdad que usted es el cobrador? —Sí —le dije resuelto a todo—, pero hablaremos hoy de otra cosa. Me pareció lo más piadoso. Con todo, no quise dejarla engañada, y al despedirme, le dije:  —

Mira, yo no soy el cobrador. Pero aquí está el precio de la renta, para que no tengas que sufrir en

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manos de la casualidad. Se lo conté después a un amigo que me juzgó muy mal: — ¡Qué fraude! Vas a condenarte por eso.

Pero el Diablo, que nos oía dijo: —No, se salvará.

OTRO TORNILLO José Gorostiza¿La pulquería es una reminiscencia oscura de la casa de rosas, el tablado de la farsa indígena,

donde Xochiquetza-lli daba de beber y de fumar a los dioses cazadores de pájaros, maestros de la cerbatana, cuando caían dulcemente fatigados? —Asina se me hace, sí siñor, pero empújese asté otro tornillo.

Y luego había el niño de nueve años que mató a sus padres y le pidió al juez clemencia porque él era un huérfano. CARLOS MONSIVÁIS

  FALLIDO Julio TorriUna vez hubo un hombre que escribía acerca de todas las cosas; nada en el universo escapó a su

terrible pluma, ni los rumbos de la rosa náutica y la vocación de los jóvenes, ni las edades del hombre y las estaciones del año, ni las manchas del sol y el valor de la irreverencia en la crítica literaria. Su vida giró alrededor de este pensamiento: "Cuando muera se dirá que fui un genio, que pude escribir sobre todas las cosas. Se me citará—como a Goethe mismo—a propósito de todos los asuntos."Sin embargo, en sus funerales —que no fueron por cierto un brillante éxito social— nadie le comparó con Goethe. Hay además en su epitafio dos faltas de ortografía.

  LANGERHAUS José Emilio PachecoCada mañana lo primero que hago es leer el periódico, si no lo encuentro bajo la puerta me

quedo esperando su llegada. El jueves tardó mucho. Fui a comprarlo a la esquina y, según mi costumbre, empecé a leerlo de atrás para adelante. Al dar vuelta a una página supe que Langerhaus había muerto en la autopista a Cuernavaca.

La noticia me resultó aún más impresionante porque la foto, quizá la única hallada en el archivo, correspondía a los tiempos en que Langerhaus y yo fuimos compañeros de clase; la época de sus triunfos en Bellas Artes, cuando deslumbró la maestría con que tocaba el clavecín un niño de doce años.

A cambio de su éxito Langerhaus sufrió mucho en la escuela. Todos parecían odiarlo, remedaban su acento alemán, lo hostilizaban en el recreo por cuantos medios puede inventar la crueldad infantil. (Un día Valle y Morales trataron de prender fuego a su cabello, largo en exceso para aquel entonces.)

Langerhaus era un genio, un niño prodigio. Los demás no éramos nadie: ¿cómo íbamos a perdonarlo? Al principio, para no aislarme del grupo, fui uno más de sus torturadores. Luego una mezcla de compasión y envidioso afecto me llevó a transformarme en su único amigo. Visité algunos fines de semana su casa y él también fue a la mía. Nuestra amistad se basaba en la diferencia: yo jugaba fútbol e iba al cine dos veces por semana, Langerhaus pasaba cinco horas diarias ante el clavecín. Jamás hizo deporte, nunca aprendió a pelear ni a andar en bicicleta, no sabía mecerse de pie en los columpios. Sus padres le prohibieron toda actividad capaz de lastimarle los dedos. Era hijo de un compositor alemán y una pianista suiza llegados a México durante la Segunda Guerra Mundial.

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Aunque fracasaron en sus grandes aspiraciones artísticas, ganaban bien haciendo música para el cine y las agencias de publicidad.

Ser su amigo me atrajo la hostilidad burlona de nuestros compañeros. En la ceremonia de fin de cursos Langerhaus interpretó una sonata de Bach, fue aclamado de pie por toda la escuela, agradeció el aplauso con una reverencia y cruzó el salón de actos para ir a sentarse junto a mí en una banca del fondo.

-Me he vengado -le escuché decir entre dientes. Morales, Valle y sus demás perseguidores se acercaron a felicitarlo. En el único acto de valentía

que le conocí, Langerhaus los dejó con la mano tendida. Me dispuse a pelear en su defensa. Ellos se retiraron cabizbajos. Langerhaus, en efecto, había cobrado venganza.

Poco después fue a perfeccionarse en un conservatorio europeo. No me escribió ni volví a verlo hasta julio de 1968, cuando los de esa generación escolar ya estábamos cerca de los treinta años. Langerhaus regresó a México durante la Olimpiada Cultural y dio un nuevo concierto en Bellas Artes.

Decepción para todos: El niño prodigio se había convertido en un intérprete mediocre lleno de tics y poses de prima donna. En vez de servir a la música transformaba su presentación en un show de centro nocturno. Fue silbado por un público que casi nunca se atreve a hacerlo y él se soltó a llorar en el escenario.

Para no incurrir en la hipocresía de felicitarlo o en la vileza de secundar la condena, al terminar la función huí de Bellas Artes. Además quería alejarme del centro: estaba lleno de granaderos y Morales me dijo en el intermedio que la situación empeoraba: de continuar las manifestaciones, tanques y paracaidistas saldrían a reprimir a los estudiantes.

-Díaz Ordaz -añadió Morales- está dispuesto a todo con tal de que no le echen a perder sus Olimpiadas.

En aquella atmósfera violenta los críticos, que a veces son brutales y hablan sin el menor respeto humano, se burlaron de Langerhaus y lo consideraron liquidado. Herido por el rechazo del país en que fue niño y empezó su carrera, Langerhaus abandonó la música para dedicarse (vi los anuncios) a la compraventa de terrenos en Cuernavaca, adonde se refugiaban los que presentían el desastre ya en marcha de la capital.

Durante uno de nuestros cada vez más aislados desayunos en el Continental Hilton lamenté con Valle y Morales lo sucedido. Valle sentenció que la renuncia no le parecía una debilidad más de Langerhaus sino una muestra de que la carrera musical había sido una imposición de sus padres. Como tantos otros, ellos intentaron reparar su fracaso mediante el triunfo de su hijo. La tragedia grotesca de Bellas Artes fue un acto de rebeldía, un modo brutal de liberarse de su padre y su madre y ridiculizarlos, inmolándose a los ojos de todo el mundo como el artista que en el fondo nunca quiso ser Langerhaus.

Más tarde, en otro desayuno, Cisneros afirmó que, a cambio de la catástrofe en Bellas Artes, a nuestro amigo le iba muy bien como fraccionador en Cuernavaca. Para su negocio tenía el apoyo de las inversiones y ahorros de la familia.

Una tarde en 1970 Langerhaus me llamó a la oficina para ofrecerme un lote en una nueva urbanización. Me sorprendió que hablara como si no hubieran pasado tantos años y tantas cosas. No evocamos nuestra amistad infantil ni aludimos al último concierto. Me ofendió que Langerhaus hubiera pensado en su único amigo sólo como en un posible cliente. Las palabras finales que escuché de su boca fueron las que en México disimulan la eterna despedida: "A ver cuándo nos vemos". Los dos sabíamos muy bien que no íbamos a reunimos jamás.

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No quería ir al velorio. Sin embargo me remordió la conciencia y me presenté en Gayosso minutos antes de que partiera el cortejo. Di el pésame a los padres. No me identificaron ni, en esas circunstancias, me pareció prudente decirles que yo había sido aquel niño que iba a su casa con Langerhaus. Me extrañé) no hallar a nadie de la escuela y me sentí inhibido por no conocer a ninguno de los doce o quince asistentes al entierro. Todos eran alemanes, suizos o austriacos y sólo hablaban en alemán.

Desde el Panteón Jardín se advierte el cerco de montañas que vuelve tan opresiva a esta ciudad. El Ajusco se ve muy próximo y sombrío. Una tormenta se gestaba en la cima. Mientras bajaban a la tierra el ataúd de metal, el viento trajo las primeras gotas de lluvia. Cuando la fosa quedó sellada, abracé de nuevo a los padres de Langerhaus y volví a la oficina.

Lo extraño comenzó al lunes siguiente. Morales acababa de ser nombrado subsecretario en el nuevo gabinete. El hecho reanudó los lazos perdidos y, bajo el disfraz de la nostalgia, suscitó entre los antiguos condiscípulos esperanza de mejoría y buenos negocios.

Por lo que a mí respecta, el nombramiento me alegró. Trabajo en la fábrica de mi padre, no aspiro a ningún puesto en el gobierno, conozco a Morales desde el kínder y nos reunimos dos o tres veces por año. De todos modos pensé: la gente de mi edad llega al poder como una concesión a esa juventud que se rebeló en 1968 y a la que ya no pertenecemos. Es decir, escala posiciones sobre los muertos del 2 de octubre en Tlatelolco. Desde luego ninguno de nosotros participó en el movimiento. Sus líderes estaban en la cárcel o en el exilio. Los políticos del viejo estilo habían sufrido un desprestigio irreparable. Empezaba la hora de los economistas: Morales era el adelantado de la generación que conduciría al país hacia el siglo XXI.

Cisneros me llamó para invitarme una cena en honor del nuevo funcionario. Casi al despedirme le dije: -¿Supiste que murió Langerhaus? -¿Quién?

-Langerhaus. El músico. Estuvo con nosotros en secundaria. No vayas a decirme que no te acuerdas. Si hasta me comentaste el año pasado lo mucho que ganaba como fraccionador en Cuernavaca.

-¿Cómo dices que se llamaba...? No, ni idea. Ese señor no figura en la lista de invitados. La hicimos con base en los anuarios de la escuela. Por cierto, ahora al hablarles para la reunión, supe que algunos de nosotros han muerto.

"Algunos de nosotros han muerto. "La construcción gramatical me sorprendió. En seguida pensé: "No, ¿cómo podría haber dicho Cisneros: "Algunos de nosotros hemos muerto"? Ese nosotros es un descuido o una abreviatura afectuosa. Significa: "Supe que algunos de nuestros compañeros han muerto".

-¿Estás ahí? -preguntó al advertir mi silencio. En vez de hablarle de mi desconcierto le dije: -Cisneros, cómo no te vas a acordar. Langerhaus era el más notable de todos: un clavecinista, un

niño prodigio. -¿Un clavecinista? En nuestro grupo lo único parecido a un músico eras tú porque medio tocabas

la guitarra. ¿No es cierto? -Bueno, haz memoria. Ya recordarás. Gracias por invitarme. Nos vemos. -Te esperamos el viernes. "¿Te esperamos?" ¿Quiénes?, me pregunté. ¿El nosotros me excluye ahora? Qué estupidez.

Desde cuándo me he vuelto gramático y vigilo cómo hablan los demás. Por supuesto nosotros quiere decir: "Tú eres de los nuestros. Los demás compañeros de Morales y yo te esperamos el viernes".

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La cena fue deprimente. Morales ya era distinto al amigo con quien desayuné por tantos años en el Continental Hilton o en el Hotel del Prado. Ahora representaba el papel del Señor Subsecretario que se muestra sencillo y cordial con un grupo útil para sus ambiciones. Lo elogiamos sin recato como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Él nos observaba con sus ojillos irónicos de siempre. Acaso trataba de ajustar nuestra declinante imagen al rostro que tuvimos de niños.

Estaba a punto de concluir la reunión cuando Valle fue a hablar por teléfono y me atreví a sentarme en su sitio junto a Morales.

-¿Qué te pareció lo de Langerhaus? Terrible ¿no? -¿Langer qué? ¿De quién me estás hablando, Gerardo? -De Langerhaus, un compañero nuestro.

Cómo es posible que no te acuerdes. Si hasta lo agarraste de puerquito. Tú y el miserable de Valle lo traían asoleado. Una vez trataron de incendiarle el pelo. Lo llevaba muy largo, era como un antecesor de los jipis.

-Oye, siempre he tenido buena memoria, pero esta vez sí te juro... -No te hagas: estuviste en su concierto del 68 y entonces te acordabas muy bien. Después

comentamos en un desayuno la catástrofe de Bellas Artes. Valle sugirió una teoría que nos pareció muy acertada.

-¿En el 68? ¿Cuál concierto? Gerardo ¡por favor! En esas condiciones y con el puesto que ocupaba en el PRI ¿crees que tenía ganas de ir a conciertos?

Regresó Valle. Al encontrarme en su lugar se quedó de pie junto a Morales: -¿Ya te está pidiendo chamba Gerardo? -No, me pregunta por un muerto. Dice que en la secundaria tú y yo no dejábamos en paz a...

¿cómo dices que se llamaba? -Langerhaus. -No lo conozco, no sé quién es. Repetí la historia. Valle y Morales cruzaron miradas, insistieron en que no recordaban a nadie de

ese nombre y con esas características. Llamé a Cisneros. Se intrigó, pidió silencio e hizo un resumen del caso. Todos negaron que hubiera habido entre nosotros alguien llamado Langerhaus. Valle trató de lucir su falsa erudición como siempre:

-Además ese apellido no existe en alemán. -No cambias -me dijo condescendiente el subsecretario-. Sigues inventándote cosas. Cuándo

tomarás algo en serio. -De verdad es en serio: leí la noticia en el Excélsior, vi la foto, la esquela. Estuve en el entierro. -Eso no tiene nada que ver -comentó Cisneros-. El tipo jamás formó parte de nuestro grupo. Lo

conociste en algún otro lado. -¿Cómo íbamos a olvidarnos de alguien así? A fuerza alguien más tendría que acordarse de él -

añadió Valle-. ¿Para qué inventas, Gerardo? No le veo el objeto a esta broma y menos ahora cuando estamos celebrando la llegada de nuestra generación al poder.

-Si te impresionó tanto la muerte de ese fulano -dijo Riquelme- bien pudiste haber traído el recorte.

-Pensé que todos lo habían visto. Además no guardo periódicos. No quiero llenarme de papeles. -Bueno, muchas gracias por la cena y por la reunión. Estuvo muy agradable. Y ahora me

perdonan: tengo que irme. Mañana muy temprano salgo de gira con el Señor Presidente -Morales se despidió de cada uno con un abrazo y una palmadita en el hombro. Seguimos bebiendo, hablamos de otros temas.

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-¿Y Tere? -me preguntó Arredondo en un aparte de la conversación general. -No sé, no he vuelto a verla. -¿A poco no supiste que se casó? -¿Sí? ¿Con quién? -Con un judío millonario. Vive en el Pedregal. -Ah, no sabía. Qué importa. -Bien que te duele,

bien que te duele. -No, hombre, eso ya pasó. Me levanté. Con la seguridad que me daban el vino y el coñac volví al lado de Cisneros: -No van a hacerme creer que estoy loco. Apostamos lo que quieras. -Ya que insistes, de acuerdo

-respondió-, aunque me parece un robo en despoblado. Ese señor no exis... no estuvo nunca entre nosotros. Mira, podemos comprobarlo en los anuarios de la escuela.

-No los tengo: se me perdieron en una mudanza. -Deja a este loquito y vámonos por ahí a ver adónde. Valle estaba ebrio; Arredondo tuvo que ayudarlo a incorporarse. -No, ya me intrigó -dijo Cisneros. -Bueno, pues quédense. Nosotros seguimos la juerga. Cisneros y yo pagamos lo que nos correspondía y en su automóvil fuimos a su casa. En el

trayecto de la Zona Rosa a la colonia Roma hablamos mal de nuestros amigos: resulta muy triste ver de nuevo a las personas de otras épocas; nadie vuelve a ser el mismo jamás. En cambio la casa me pareció igual a la que recordaba entre brumas. Sobrevivía entre nuevos edificios horrendos y lotes de estacionamiento. Encontré sin cambios el interior. Cisneros aún dormía en la buhardilla como cuando éramos niños.

-¿Y tu esposa? -Se fue de compras a San Antonio con las tres hijas. -Menos mal. Me hubiera dado pena molestarlas. Es muy tarde. -No hay nadie, no te preocupes. Abrió un estante. Todo en orden, igual que cuando estudiábamos juntos para los exámenes

finales. En segundos encontró los anuarios, eligió el de 1952, lo abrió y me señaló la página correspondiente a Primero B: lista de alumnos, foto del grupo, cuadro de honor para los alumnos distinguidos: -Ya puedes firmarme el cheque, Gerardo. Mira, aquí está la ele: Labarga, Landa, Luna... y Macías... ¿Viste? Como te advertí no hay ningún Langernada. Lo que es más: en Primero B no figura nadie de apellido extranjero.

-Imposible. Me acuerdo perfectamente de este anuario. Fíjate en el retrato del grupo. Te lo digo sin necesidad de volver a mirarlo: Langerhaus está en segunda fila entre Aranda y Ortega.

-Gerardo: entre Aranda y Ortega estás tú, con un corte a la brush por añadidura. Ni uno solo lleva el pelo largo. En esa época nadie se imaginaba que volvería a usarse.

-Tienes razón: no es él, no está... No entiendo, me parece imposible haber inventado todo esto. Es una broma ¿verdad? Un jueguito cruel de los que siempre se te ocurrían. Tú, Morales y Valle quieren seguirse divirtiendo a mi costa. Este anuario es una falsificación: lo hiciste en tu imprenta.

-Gerardo, cómo crees. Aparte de que el chiste saldría carísimo ¿de dónde hubiéramos sacado las fotos, la tinta sepia que ya no se produce, el papel que hace años dejó de usarse? Después de todo, tú comenzaste ¿no es así?

-Dame otra oportunidad. El dinero no importa: pago la apuesta pero dame otra oportunidad. -¿Cuál? -El periódico. -No prueba nada.

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-Cuando menos demuestra que no estoy loco y en efecto murió alguien llamado Langerhaus... Por desgracia, cada fin de semana me deshago del papel viejo. No soporto la acumulación. Siento que me asfixia.

-No te preocupes: tengo los periódicos. A mi señora le da por la moda ecológica y los junta para reciclarlos a fin de mes. ¿Recuerdas la fecha?

-Cómo no me voy a acordar: jueves de la semana pasada. Bajamos. Cisneros halló en el garash el ejemplar de Excélsior que buscábamos, dio con la

página y leímos los encabezados: "El atraco a una mujer frente a un banco movilizó a la policía". "Capturaron a un ladrón y homicida prófugo". "En presencia de sus invitados se hizo el harakiri". "Comandante del Servicio Secreto acusado de abuso de autoridad, amenazas y extorsión".No había ningún retrato de Langerhaus, ninguna noticia de un accidente en la autopista a Cuernavaca. Las únicas fotos eran de un autobús de la línea México-Xochimilco que estuvo a punto de precipitarse en el viaducto del río de La Piedad y de la señora Felicitas Valle González, extraviada al salir de su casa rumbo a la estación de Buenavista.

Hojeé de atrás para adelante todos los diarios de la semana, revisamos las esquelas fúnebres. -Vamos a la agencia Gayosso -apremié a Cisneros-. Langerhaus tiene que estar en el registro. Yo

asistí al velorio y abracé a los padres en la capilla ardiente. -Bueno, mañana debo presentarme a las siete en la imprenta. Pero ya me intrigaste y

apostamos... No me explico, de verdad no me explico. En la funeraria unos cuantos billetes doblegaron la hosquedad del encargado. Nos mostró los

archivos y no encontramos a nadie que se llamara Langerhaus. A pesar de la hora sugerí hablarles por teléfono a los padres. El empleado nos facilitó el directorio.

-Mira -dijo Cisneros y me leyó-: Lange, Langebeck, Langenbach, Langer, Langerman, Langescheid, Lanhoff, Langhorst... Nada otra vez... Gerardo, ¿recuerdas dónde estaba su casa? Tal vez los padres sigan allí.

-Vivía en Durango y Frontera, en un edificio demolido hace muchos años... No queda más remedio que emprender el viaje al Panteón Jardín.

Cisneros estaba lívido: -Mejor hasta aquí llegamos. No me está gustando nada todo este asunto. -Imagínate lo que me gustará a mí. Pero apostamos. Yo cumplo mis compromisos: voy a

firmarte el cheque. -Déjalo, por favor. Otro día. La próxima vez que nos reunamos. Sin hablar una palabra Cisneros me llevará hasta el estacionamiento en que guardé mi coche.

Nos despediremos. Manejaré hasta la casa en donde vivo solo. Subiré a mi cuarto. Antes de acostarme tomaré un somnífero. Dormiré una hora o dos. La música me despertará. Pensaré: he dejado encendida la radio en alguna parte. Sin embargo la música llegará desde la sala en tinieblas, la inconfundible música del clavecín de mi infancia, la sonata de Bach cada vez más próxima ahora que bajo las escaleras temblando.

LA VENDEDORA DE NUBES Magda Montiel S. y Elena PoniatowskaLos marchantes llevan sus centavos liados en un pañuelo; otros los hacen sudar en la apretada

cuenca de su mano. Hay que cuidar el monedero porque los jitomates están de "mírame y no me toques" y la

romanita cuesta "un ojo de la cara".

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Huele a fritangas, a maíz tostado, a cebolla, a cilantro, a yerbas del monte. Huele bonito. Los vendedores ofrecen sus alteros de naranjas, sus sandías atrincheradas, sus pirámides de chile poblano que relumbran verde, sus montoncitos de pepitas de calabaza.

Entre los puestos atiborrados de mercancía, uno permanece vacío. Sin embargo, bajo el tendido de manta rosa, una niña se ha parado y espera:

—Bueno niña, y tú ¿qué vendes? — Yo, esta nube. — ¿Cuál nube? —La que está allá arriba. — ¿Dónde? —Aquí encima, ¿no la ve? El señor ve que, en efecto, una nube aguarda a prudente distancia.— ¡Niña, las nubes no se venden! —Pues yo la tengo que vender porque en mi casa estamos muy pobres. —Yo soy licenciado, niña; y puedo afirmarte que las nubes no son de nadie, por lo tanto no

pueden venderse. —Pero ésta sí, es mía: me sigue a todas partes. —En primer lugar, ¿cómo te hiciste de ella? —Una noche la soñé y tal como la soñé amaneció frente a mi puerta. — ¡Con mayor razón! ¿Quién vende sueños? La juventud de ahora anda de cabeza.El licenciado se aleja refunfuñando. Tras él, una señora se detiene. Lleva puestos unos collares

tan largos que casi no la dejan avanzar; y brillan tanto, que lastiman los ojos: —A ver, ¿de qué es tu nube? —De agüita, señora. — ¿Es importada? —No, señora, es de aquí. La señora arruga la nariz. —Le puede regar su jardín —insiste la niña-, le puede adornar el ventanal de la sala. — ¿Para que parezca cromo? ¡Dios me libre! Las nubes son anticuadas. Decididamente tu nube

no tiene nada especial. La niña sonríe a la nube para animarla. "Olvida el desaire", le dice; y todavía está con la cabeza

en el aire cuando un político de traje acharolado medita frente a ella: —Creo que tu nube, niña, puede ser un elemento positivo en mi campaña para diputado. ¿Sabrá

escribir letras en el cielo? —Depende de las letras. —Las del nombre del candidato. Todos las verían escritas encima de la ciudad. Si vienes mañana al centro, a la sede del partido... —Oh, no señor, yo al centro no voy y menos a una oficina. Allá hay mucho esmog, del más

denso y negro, y se me tizna mi nube. —Te pago un buen precio. —No señor, fíjese que no. El político se da la media vuelta. La niña permanece una hora en medio de su puesto, sin que nadie se acerque, a pesar de que

vocea como los papeleros: "¿Quién quiere una nube? ¿Quién compra una nube? Una nube limpiecita,

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sin esmog"; hasta que se cansa y empieza a hablarse a sí misma en voz alta: "¡Qué hambre! ¡Lástima que no me pueda comer un pedazo de nube!" Y al oírla un militar la interrumpe.

— ¿De qué hablas sola, niña; qué tanto murmuras? —Le estaba hablando a mi nube, capitán; le vendo esta nube, una nube de verdad. —Hum... Una nube... No lo había yo pensado, pero podría servir para esconder mis aviones.

Nadie se atrevería a sospechar de una nube. ¿Sabe acatar órdenes tu nube? —Entonces, si no es para guerrear, no la quiero. ¡Hasta luego! Un vagabundo, con su morral deshilachado y su sombrero agujerado ha escuchado y sin más le

sonríe. —Y esa nube niña, ¿es tuya? —Sí señor, ¿cómo lo adivinó? —Pues, por el mecatito del cual la traes amarrada. Yo también de niño tuve una nube y la llevaba jalando como un globo, nomás que se me perdió.

Con la edad, se le van perdiendo a uno las cosas.Un estudiante de mezclilla se metió en la conversación: —A ver, niña, si te la compro, ¿cómo me la llevo? —Pues, desamarro el cordelito y usted la jala. —¿Y en dónde la meto? En mi casa no va a caber.—Si cabe, sí cabe, en mi casa somos 7. Sólo la mete en una botella y listo—Bueno, y ¿qué come? —Airecito, pero del limpio. —Pero en la mañana, ¿cómo le hago si tengo que ir a clases? —Nomás destapa la botella; la nube sale, bosteza, se estira, se alisa la falda, se esponja y ya la

puede usted sacar al patio para que se vaya para arriba de nuevo. —¿Cuánto quieres por ella? —Dos setenta y cinco. Nomás cuídela usted cuando hay tormenta, porque se inquieta mucho; se

pone negra de coraje porque ya le anda por irse con las otras. Eso es lo único. El estudiante se amarra el mecate a la muñeca y la vendedora le da un jalón diciendo "vete

nube". El vagabundo y la niña se entristecen. —¿Para qué vendiste semejante tesoro? ¡Lástima, lástima! —Ahora mismo voy a recoger los palos de mi tendido para ir a comprar comida. La niña y el vagabundo enrollan el toldo cuando regresa el estudiante: —Esta nube a cada rato me jalonea, es muy retobona; por poco y me rompe el brazo. Mientras

salíamos del mercado se comportó, pero ahora ya no la aguanto. ¡Es muy mustia! Dame mis dos setenta y cinco. Inmediatamente, la vendedora le tiende los brazos a la nube. —¿Y mi dinero? —se irrita el estudiante. —Aquí está, aquí está... Es que la nube no quería ir y yo la obligué, y no es bueno forzar a las

nubes. La nube baja hasta quedar a los pies de la niña; el vagabundo, contento, ordena: —Súbete, rápido.

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—¿Qué vamos a hacer? —Irnos de viaje, darle la vuelta al mundo. Yo sé de eso, ¿qué no ves que soy vagamundos?

Vamos a soñar que es lo mismo que viajar; las nubes son muy sabias y al ratito, cuando nos cale mucho el hambre, bajaremos a cortar elotes tiernos. Súbete, súbete, pero pícale tú también nube...

La nube se levantó graciosamente llevando en sus brazos a la niña y al vagabundo. Y antes de que los marchantes y las señoras que regatean en el mercado pudieran alzar la vista y hacerse cruces, habían desaparecido en el horizonte.

MI VIDA CON LA OLA Octavio PazCuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los

gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.

Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miró seria: “Su decisión estaba tomada. No podía volver.” Intenté dulzura, dureza, ironía. Ella lloró, gritó, acarició, amenazó. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto.

Tras de mucho cavilar me presenté en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.

El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acercó otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomó un vasito de papel, se acercó al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miró con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.

La señora se llevó el vaso a los labios: —Ay el agua está salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamó al Conductor: —Este individuo echó sal al agua. El Conductor llamó al Inspector: — ¿Conque usted echó substancias en el agua? El Inspector llamó al Policía en turno: — ¿Conque usted echó veneno al agua? El Policía en turno llamó al Capitán:– ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamó a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: “El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?” Una tarde me llevaron ante el Procurador. —Su asunto es difícil —repitió—. Voy a consignarlo al Juez Penal.

Así pasó un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llegó el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamo: —Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, porque la próxima le costará caro… Y me miró con la misma mirada seria con que todos me veían.

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Esa misma tarde tomé el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegué a México. Tomé un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. — ¿Cómo regresaste? —Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojó en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.

¡Cuántas olas es una ola o cómo puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y el detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo líquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas que caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo.

Pero jamás llegué al centro de su ser. Nunca toqué el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro… no, no tenía centro, sino un vacío parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.

Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacía humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por las azoteas. Los días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.

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Empezó a quejarse de soledad. Llené la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacía naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundían en sus feroces o graciosos torbellinos) ¡Cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por qué aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas.

Un día no pude más; eché abajo la puerta y me arrojé sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me depositó en la orilla y empezó a besarme, humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de los ahogados.

Cuando volví en mí, empecé a temerla y a odiarla. Tenía descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar a los amigos y reanudé viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre.

Mi redentora empleó todas sus artes, pero, ¿qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante —y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis incesantes? Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tiritar toda la noche y sentir cómo se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez más prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba.

Hui. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respiré el aire frío y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.

EL HIJO DE LA TIZNADA Carmen BáezSaltó la barda de su casa. Detrás del solar de doña Luz estaba la calle; la otra calle, con sus

piedras untadas de sol, que se hacían musicales bajo los cascos de los caballos.

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En la mañana, alguien lanzó al viento una voz: —¡A’i viene el de la arracada! Lo dijo en tono velado, al oído de alguno, y la voz hizo eco en la boca de todas las mujeres, y de

todos los hombres, y de todos los niños; y fue creciendo, creciendo hasta llegar a la torre del pueblo, en donde los cerrojos de los máuseres parecían cuchichear en las manos de los hombres:

—A’i viene el de la arracada… Encerraron a todas las muchachas en el subterráneo del curato viejo, y los hombres huyeron

hacia el cerro. En la casa, cerrada, los niños asustados se acurrucaban detrás de la madre, que rezaba para que los hombres no se mataran.

La niña fea no tenía miedo. Ella sólo quería ver a los rebeldes. Y en tanto que los hermanitos lloraban cerca de la madre, ella acercó su sillita a la ventana de la huerta y trepó con gran trabajo. Después se deslizó por las ramas de un durazno y cayó al suelo. Corriendo atravesó la huerta y saltó el portillo de la barda. Ya en el corral de doña Luz se sintió libre, feliz. Desde allí se oían las voces de los soldados en la calle ancha.

Aquello parecía una fiesta. Una gran fiesta. Bajo la lumbre del sol, la niña abrió sus ojos en azoro.

Corriendo entre las patas de los caballos llegó a la plaza. Estruendo de clarines y de voces, basura, gente. En los portales hacían lumbradas las mujeres sucias, y asaban carne para que los soldados comieran.

Frente a la tienda de doña Ignacia había una gran mancha de gente. La niña fea se acercó: estaban matando un buey. Primero mugidos de angustia. Luego sangre. Carne roja. Sangre, sangre, mucha sangre. Bajo el oro de la tarde corría la sangre en arroyitos calle abajo.

La niña tenía miedo. Se echó a llorar. Una soldadera de ojos verdes, enormes, la tomó en sus brazos; le dio un trozo de azúcar y secó sus lágrimas con la falda roja:

—No llores, tonta, voy a llevarte a tu casa. Del mesón de don Luis salían seis hombres, tranquilamente. Cinco eran rebeldes; el otro era un

hombre joven. Llevaba una camisa roja, negra de mugre. —Lo van a matar —dijo alguno. La soldadera de los ojos verdes preguntó: —¿Por qué van a matarlo? —Porque es un hijo de la tiznada… Nadie se atrevió a protestar. Lentamente llegaron al centro de la plaza. El hombre joven, muy

tranquilo, se paró frente a los otros cinco. Levantaron sus armas y se oyeron disparos. Él se dobló poco a poco, parecía no tener mucha prisa, y se quedó tendido en el suelo. Después, los mismos hombres, también tranquilamente, lo levantaron entre cuatro, y volvieron a meterlo en el mesón. Sólo tenía en la frente un agujerito negro y un hilito de sangre. Ni un gesto, ni una protesta, nada.

La niña fea, muy tranquila, abrió sus ojos negros más y más. Aquella era una fiesta rara. Pero no sintió ganas de llorar. Cuando levantó la frente, vio que los enormes ojos verdes de la soldadera estaban llenos de lágrimas.

“Qué mujer tan extraña —pensó. Me dijo tonta porque lloré cuando mataron al buey, y ella está llorando ahora así nomás, por nada.”

Era una mujer buena. De la mano la llevó hasta su casa y la entregó a su madre. Después se fue calle arriba, lenta, con su falda roja y sus enormes ojos verdes.

Cuando la niña quedó sola con su madre, dijo:

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—Vi matar, mamita. —¿Qué? —¡Un buey! y ocultó su cabeza en el regazo de la madre, como si quisiera olvidar allí la tragedia

que vio frente a la tienda de doña Ignacia. Lloraba amargamente, desconsoladamente. —No llores, pequeña… Y cuando los besos de la madre la hubieron calmado, contó ya tranquilamente, sin asomo de

amargura, como si hablara de algo trivial, sin importancia: —También mataron a un hijo de la tiznada… LA MODELO Beatriz Espejo

Y qué ardiente deseo obsesiona mi alienado corazón. Safo   

No conduzcas tan aprisa. Los volkswagen no deben correrse a más de cuarenta. En el velocímetro la aguja marca setenta, a veces se inclina hacia la derecha según oprimes el acelerador. Setenta, ochenta, setenta, ochenta, noventa, cien. La vegetación tropical de Cuernavaca, buganvilias e hibiscos manchando de rojo los camellones. Luego, una curva pronunciada, rocas abiertas en dos a fuerza de dinamita y pinares apuntando un cielo sorprendido. ¿Por qué preferir este coche? En el garaje dejaste el otro grande y estable para correr sin problemas. Cien, ciento veinte, ciento cuarenta. Te hablan y no contestas, tienes la costumbre. Razonas en cosas ajenas como si te salieras del mundo. Desde el viernes pasado te sientes mal, duermes con dificultad. Te levantas para buscar pastillas que sólo te amodorran. Abres los ojos, esperas ardientemente el sol de las nueve y hallas la oscuridad de la madrugada. Por la cortina se filtra la luz del farol de la calle. Sientes un hueco en el estómago, una especie de inquietud semejante a un ardor por dentro. Te volteas bocabajo. Recuerdas la mirada de Ricardo irritada por los coñacs que tomó en tu compañía. Experimentas una repentina frialdad lejana al agradecimiento que te inspiró cuando lo creíste una especie de milagro. “La pureza del corazón consiste en querer una cosa”. ¿Escribió eso Kierkegaard? Perdiste la pureza porque no deseas cosa alguna, aunque el hueco en el estómago te hace extrañar a Ricardo. Echas de menos su conversación chispeante, llena de contrasentidos, de ideas tergiversadas y sin embargo divertida. Conformas su imagen en traje de baño y en aquella alberca donde ambos se asoleaban y de pronto necesitas acariciar su espalda. “La pureza del corazón consiste...” Ciento cuarenta, ciento sesenta. ¿Por qué conduces tan rápido? No hay prisa por llegar. En el asiento trasero duerme tu perrita. Sentada junto a ti, tu madre dice algo. No la escuchas, no le contestas. Es aburrido permanecer contigo cuando te alejas estando presente. ¿Rememoras entonces tu infancia? ¿Una especie de felicidad inverosímil en la cual te supusiste predestinada para lo mejor? Te preguntas cómo empezaste a fallar y en qué momento al presentarse la disyuntiva preferiste la ruta errada. Piensas en Ricardo, antes había sido Pablo y antes Mauricio y antes Enrique y antes. Varios de ellos opinarían que eres humorista, alabarían tu sentido de la alegría. Ninguno adivinó que te reías mucho como una obligación. Ninguno sospecharía tampoco lo cansada que te encuentras. Bostezas, los párpados casi se te cierran y, al mismo tiempo, sabes que al llegar la noche no podrás dormir, no controlarás un temblor interno y constante. Sube el velocímetro, aceleras. En las curvas pierdes el carril, coqueteas con las pendientes. Tú, la del rostro honesto, convertida en lo que cualquier mujer de treinta años quisiera ser. Disciplinada, trabajadora, luminosamente limpia, capaz de ganar dinero con tanta facilidad como lo gastas; pero ahora las pelucas, el maquillaje exagerado y las pestañas postizas te aburren hasta la náusea. Te enfermas con la idea de enfrentarte a tu fotógrafo siempre insatisfecho, el mismo que te inculcó miedo a que los años pasen denunciando su inevitable saldo de arrugas y deformaciones. Tu secretaria considera trágica una

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herencia de clase media que no logras superar. Conservas todavía puritanismo demudado. Ricardo intentó cualquier medio para llevarte a su cama. Se pregunta por qué no aceptaste. Ignora tu miedo a esta sensación imprecisa con la cual regresas. Al planear el viaje alentabas el propósito de verlo, sin embargo desde el hotel cancelaste la cita que acordaron para cenar. Hacía poco te entusiasmaba aquel hombre alto y elegante exasperándote con sus talentos de seductor. Algo así como sostenerse en el rojo mientras la ruleta marcaba el negro. Quizá ya te deprimen los moteles, los riesgos y las aventuras furtivas. No corras tanto. En los coches pequeños la velocidad es más peligrosa y a lo mejor por un accidente ni se muere uno y queda inválido o contrahecho. Reconstruyes la caricatura del gato empeñado en comerse un canario vivaracho. Hubieras anhelado que te atraparan, que al cesar el asedio surgiera un sorpresivo silencio. Para entonces el gato se consideraba vencido. Las nubes coronan las montañas como algodones plomizos puestos allí para ensombrecer el panorama luminoso unos kilómetros atrás. Mauricio te buscó en Cuernavaca. La semana anterior le confiaste que irías. Dio contigo porque regresas siempre a los lugares conocidos. Bastó con telefonear a la Hostería de las Quintas preguntando si habías tomado una suite. Otra vez más lo juzgaste conceptuoso y frío. Te asustan sus labios duros; pero cuando bebió unos martinis adoptó una risita entre picara e insinuante. Comieron pollo al curry en un restaurante cuyos jardines estaban concurridos por norteamericanos ataviados como para rivalizar con los pavos reales que el dueño del establecimiento mantiene cebados. Notaste la delicadeza de los geranios sobre la voz de tu madre emitiendo notas agudas en la referencia oficial de los agraristas que les quitaron la hacienda, los otoños del abuelo en Europa cuando no se viajaba a plazos, los turistas empeñados en visitar semanalmente la casa museo de la tía Emilia, el monumento fúnebre que la familia conserva en prueba de sus antiguas glorias. Mauricio seguía el casi monólogo con una expresión que interpretaste como de paciencia infinita, hasta que irónico y chocante —la frase fue un zarpazo—, dijo que las mujeres carecen de espíritu. Tu madre se interrumpió desconcertada. Durante un segundo insonoro pareció aludirse; sin embargo lo pasó por alto y celebró las excelencias del postre. Miraste las bellas manos de tu anfitrión, sus ojos incisivos. Te inquietó lo que ocultaban sus facciones regulares. Se apoyaba en ideas rígidas y preconcebidas tomadas de Uspensky, un filósofo que detestas porque simpatizas con Katherine Mansfield. Evocas la anécdota ¿dónde la leíste? sobre la escritora tuberculosa y moribunda en un establo parisiense, y el momento en que su maestro Gurdjieff le apagó la vela que la alumbraba, su último asidero a este mundo. Le preguntaste a Mauricio si realmente creía que las mujeres carecen de espíritu. Te respondió que las considera divinas y lo suficientemente encantadoras para ilustrar, como lo has hecho, la portada de Vogue y sonrió atusándose el bigote, mientras miraba a una señora de senos ostentosos ubicada en una mesa contigua y jugueteaba un cigarrillo entre los dedos de la mano libre. Ricardo te contestaría que lo tiene deformado por el sistema económico. Suele tomarla con el comunismo entre comillas. Una noche intentaste explicarle esto que sientes. Se burló de ti. No entiende que se padezca ostentando un broche de esmeraldas sobre un vestido de Pucci, como si tales cosas resultaran unos amuletos infalibles. Te examinó las piernas y retornó a su actitud de gato perseguidor. Fatigada quisiste dejarte pescar; te aburren las promesas de nuevos encuentros epidérmicos que por otra parte siempre propicias. Acudió al socorrido argumento de que nada reciben los avaros, sin intuir que lo veías como un playboy con las armas rotas y que no procuras transacciones románticas. Te felicitó. Encontraba sincera tu expresión en el comercial donde anunciabas lavadoras ante los televidentes, y se interesó por tus planes futuros. Respondiste que tal vez tomarías un respiro, una tregua. Noventa, cien, ciento veinte. Llueve torrencialmente, graniza. El coche patina un par de veces. Aceleras. De propósito coges mal las curvas, casi te despeñas. Tu madre enciende la calefacción, te pide nerviosa que no vayan tan

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rápido porque se pueden matar. Dejaste de dormir desde que el papel de canario empezó a cansarte. Tu apariencia lo acusa. Bajaste de peso y se te estragó la cara. Pierdes la frescura del cutis por el cual te escogieron los dirigentes de Estée Lauder para la publicidad de sus artículos de belleza; además trabajas mucho. Inventas quehaceres, asistes a todas partes, a los cocteles, a las galerías de pintura. No pierdes la oportunidad de aparecer en público aun sabiendo las consecuencias. Una regla fundamental en tu profesión radica en no popularizarse demasiado. Hablas de abrir una boutique con tu nombre, derrochas la suma destinada para el proyecto. ¿Cuánto transcurrió desde que en la escuela disfrutabas aquellas tonterías infantiles, premios, triunfos, competencias?

Escuchas de pronto un trueno. El volante vibra, te aferras a él; apenas controlas el auto. Huyen unos minutos violentos, logras detenerte en la cuneta. Tu madre habla del percance, recuerda que te lo había advertido. Esperas. Aparece la grúa que ayuda a los viajeros en problemas. Amaina la lluvia. Persisten unas gotas. Hombres uniformados te cambian la llanta. Tu madre les agradece sus esfuerzos. Baja del automóvil, se aleja varios metros. La sigue tu perrita en la que no reparas. Permaneces sentada. El mecánico te asegura que el incidente sólo fue un susto. Enciendes el motor. Buscas el espejo, te prodigas una mirada dolorosa y capturas dos imágenes amadas disponiéndose a regresar. Furtivamente ves en la guantera el catálogo que hiciste para la Ford Model Agency, tú, optimista e internacionalizada. Ves también el precipicio. Oprimes un pedal y no importa ya que en la disyuntiva escojas el camino equivocado.