Cómo Me Inicié en El Psicoanálisis

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1 Cómo me inicié en el psicoanálisis Bruno Bettelheim Hace setenta años, durante los primeros tiempos del psicoanálisis, iniciarse en él era sin duda muy diferente a como suele ocurrir hoy en día. Se trataba de un asunto muy personal y no de la elección de un curso de estudio. En un principio, no llegué al psicoanálisis por lo que éste pudiera ofrecer a gente necesitada de terapia, ni por curiosidad intelectual, ni como parte de mis estudios académicos. Nada más lejos de mi mente que pensar que el psicoanálisis podía convertirse en mi vocación. Aunque con el tiempo se convirtió en el elemento más importante de mi vida intelectual y mi principal ocupación, realmente fue una pura casualidad, fruto de experiencias muy personales. En la primavera de 1917, el tercer año de la primera guerra mundial, yo tenía trece años y pertenecía al movimiento radical juvenil vienés denominado Jung Wandervogel, que era socialista y pacifista. El grupo se autodenominaba «Jung» Wandervogel para marcar sus diferencias con el movimiento Wandervogel alemán de antes de la guerra, que había sido muy nacionalista y patriótico. Pero el Jung Wandervogel compartía con el antiguo movimiento juvenil un interés por la reforma radical de la educación. El nuestro era un pequeño grupo de unos cincuenta a cien adolescentes. Durantes estos años de guerra, una parte importante de nuestras actividades consistía en las regulares salidas dominicales a los bosques vieneses, excursiones destinadas tanto al esparcimiento como a la exploración de ideas radicales sobre la política y las relaciones humanas, incluidas las familiares. De explorar lo que nos parecían nuevas ideas sobre las relaciones humanas sólo había un paso a crear vínculos afectivos, cuya naturaleza discutíamos con vehemencia. En este contexto nació mi primer vínculo afectivo adolescente por una muchacha de mi edad. Todo parecía ir bien hasta que un domingo un joven de uniforme llamado Otto Fenichel, que antes de ser llamado a filas había sido ya un miembro importante, se unió a nuestro grupo. Era sólo unos pocos años mayor que nosotros y había sido relevado de las obligaciones militares para acabar sus estudios de medicina. Para mi consternación, centró su interés en la chica que yo consideraba mía. En aquel tiempo, Otto asistía a conferencias de Freud en la Universidad de Viena. Eran las conferencias que más tarde bajo el título de Lecciones de introducción al psicoanálisis se hicieron mundialmente famosas. Estas conferencias habían fascinado a Otto. Como muchos otros nuevos adeptos, no sólo estaba entusiasmado con las enigmáticas doctrinas de Freud, sino que sentía la obligación de propagarlas. Aunque en nuestro círculo, que estaba ansioso por recoger las nuevas ideas radicales, habíamos oído hablar vagamente acerca de estas teorías, en lo esencial no sabíamos nada. Por tanto, aquello que Otto nos contaba sobre las enseñanzas de Freud era totalmente nuevo para nosotros. Otto nos interrogaba sobre nuestros sueños e intentaba descifrar su significado, inclusive su significado sexual. Este era un tema muy atractivo para sus jóvenes oyentes, sobre todo dada nuestra actitud ambivalente hacia el sexo, característica de los movimientos juveniles de la época. Rechazamos lo que considerábamos opresivos prejuicios burgueses sobre el sexo y la doble moral que prevalecía en la generación de nuestros padres, y en teoría nos adherimos a la libertad sexual. En realidad, reprimíamos nuestros impulsos sexuales, pretendiendo así seguir los principios de una moral superior y ocultándonos a nosotros mismos nuestra ansiedad sexual. Como manteníamos estas actitudes ambivalentes sobre el sexo, encontramos excitante y turbador el relato de Otto acerca de las ideas de Freud sobre el sexo y su importante papel en la vida del hombre. Aquel día la situación fue especialmente turbadora para mí, al observar que la chica que yo consideraba mi «novia» daba muestras aparentes de estar cada vez más interesada no sólo en las palabras de Otto sino también en su persona. Cuanto más cautivada parecía, más me enfurecía, sintiéndome fatalmente desbordado por el nuevo y excitante conocimiento del que hacía gala el joven estudiante de medicina. Pero como mi amor propio no me permitía creer que Otto pudiera ser para ella más interesante que yo, atribuí su éxito al conocimiento del psicoanálisis, al cual al acabar el día odiaba y despreciaba con todas mis fuerzas. Creía que el psicoanálisis había alienado a mi chica y le había hecho dirigir su afecto hacia mi competidor. Así llegamos al final de aquel, para mí, fatídico domingo. Esa noche la intensa rabia y el desprecio que sentía por el psicoanálisis me impidieron dormir hasta primeras horas de la madrugada. Decidí que si Otto F., como se le llamaba en el círculo M Jung Wandervogel, podía ganarse a mi chica hablando de él, yo podía derrotarle en su propio terreno y recuperarla por el mismo método. Todo lo que tenía que hacer era informarme bien sobre el psicoanálisis, y eso haría. Por fin, una vez tomada la decisión, pude conciliar el sueño.

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Artículo de Bruno Bettelheim

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Cómo me inicié en el psicoanálisis

Bruno Bettelheim

Hace setenta años, durante los primeros tiempos del psicoanálisis, iniciarse en él era sin duda muy diferente a comosuele ocurrir hoy en día. Se trataba de un asunto muy personal y no de la elección de un curso de estudio.

En un principio, no llegué al psicoanálisis por lo que éste pudiera ofrecer a gente necesitada de terapia, ni porcuriosidad intelectual, ni como parte de mis estudios académicos. Nada más lejos de mi mente que pensar que elpsicoanálisis podía convertirse en mi vocación. Aunque con el tiempo se convirtió en el elemento más importante de mivida intelectual y mi principal ocupación, realmente fue una pura casualidad, fruto de experiencias muy personales.

En la primavera de 1917, el tercer año de la primera guerra mundial, yo tenía trece años y pertenecía al movimientoradical juvenil vienés denominado Jung Wandervogel, que era socialista y pacifista. El grupo se autodenominaba«Jung» Wandervogel para marcar sus diferencias con el movimiento Wandervogel alemán de antes de la guerra, quehabía sido muy nacionalista y patriótico. Pero el Jung Wandervogel compartía con el antiguo movimiento juvenil uninterés por la reforma radical de la educación. El nuestro era un pequeño grupo de unos cincuenta a cien adolescentes.Durantes estos años de guerra, una parte importante de nuestras actividades consistía en las regulares salidasdominicales a los bosques vieneses, excursiones destinadas tanto al esparcimiento como a la exploración de ideasradicales sobre la política y las relaciones humanas, incluidas las familiares. De explorar lo que nos parecían nuevasideas sobre las relaciones humanas sólo había un paso a crear vínculos afectivos, cuya naturaleza discutíamos convehemencia.

En este contexto nació mi primer vínculo afectivo adolescente por una muchacha de mi edad. Todo parecía ir bienhasta que un domingo un joven de uniforme llamado Otto Fenichel, que antes de ser llamado a filas había sido ya unmiembro importante, se unió a nuestro grupo. Era sólo unos pocos años mayor que nosotros y había sido relevado delas obligaciones militares para acabar sus estudios de medicina. Para mi consternación, centró su interés en la chica queyo consideraba mía.

En aquel tiempo, Otto asistía a conferencias de Freud en la Universidad de Viena. Eran las conferencias que mástarde bajo el título de Lecciones de introducción al psicoanálisis se hicieron mundialmente famosas. Estas conferenciashabían fascinado a Otto. Como muchos otros nuevos adeptos, no sólo estaba entusiasmado con las enigmáticasdoctrinas de Freud, sino que sentía la obligación de propagarlas. Aunque en nuestro círculo, que estaba ansioso porrecoger las nuevas ideas radicales, habíamos oído hablar vagamente acerca de estas teorías, en lo esencial no sabíamosnada. Por tanto, aquello que Otto nos contaba sobre las enseñanzas de Freud era totalmente nuevo para nosotros.

Otto nos interrogaba sobre nuestros sueños e intentaba descifrar su significado, inclusive su significado sexual. Esteera un tema muy atractivo para sus jóvenes oyentes, sobre todo dada nuestra actitud ambivalente hacia el sexo,característica de los movimientos juveniles de la época. Rechazamos lo que considerábamos opresivos prejuiciosburgueses sobre el sexo y la doble moral que prevalecía en la generación de nuestros padres, y en teoría nos adherimosa la libertad sexual. En realidad, reprimíamos nuestros impulsos sexuales, pretendiendo así seguir los principios de unamoral superior y ocultándonos a nosotros mismos nuestra ansiedad sexual. Como manteníamos estas actitudesambivalentes sobre el sexo, encontramos excitante y turbador el relato de Otto acerca de las ideas de Freud sobre elsexo y su importante papel en la vida del hombre.

Aquel día la situación fue especialmente turbadora para mí, al observar que la chica que yo consideraba mi «novia»daba muestras aparentes de estar cada vez más interesada no sólo en las palabras de Otto sino también en su persona.Cuanto más cautivada parecía, más me enfurecía, sintiéndome fatalmente desbordado por el nuevo y excitanteconocimiento del que hacía gala el joven estudiante de medicina. Pero como mi amor propio no me permitía creer queOtto pudiera ser para ella más interesante que yo, atribuí su éxito al conocimiento del psicoanálisis, al cual al acabar eldía odiaba y despreciaba con todas mis fuerzas. Creía que el psicoanálisis había alienado a mi chica y le había hechodirigir su afecto hacia mi competidor. Así llegamos al final de aquel, para mí, fatídico domingo.

Esa noche la intensa rabia y el desprecio que sentía por el psicoanálisis me impidieron dormir hasta primeras horasde la madrugada. Decidí que si Otto F., como se le llamaba en el círculo M Jung Wandervogel, podía ganarse a michica hablando de él, yo podía derrotarle en su propio terreno y recuperarla por el mismo método. Todo lo que tenía quehacer era informarme bien sobre el psicoanálisis, y eso haría. Por fin, una vez tomada la decisión, pude conciliar elsueño.

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El lunes, nada más terminar la escuela, fui a la única librería en toda Viena que vendía publicacionespsicoanalíticas, pues también eran sus editores, y compré todas las que pude pagar. Adquirí algunas monografías yrevistas psicoanalíticas de aquellos días e inmediatamente empecé a leerlas. Cuanto más leía, Más me impresionaba lalectura. Pronto me di cuenta de que en mi victoriana familia, a pesar de que conocían personalmente a algunosfamiliares de Freud, causaría una auténtica conmoción si me encontraban devorando tan obscena literatura. Mi soluciónfue esconderla de ellos llevándola a la escuela y leerla subrepticiamente cuando se suponía que atendía a estudios que,en comparación, eran mucho más aburridos.

Las obras que más me impresionaron fueron Psicopatologia de la vida cotidiana, Inteligencia y subconsciente, y, acausa de mi interés por el arte, los ensayos sobre Leonardo y Moisés. Las dos primeras son los escritos de Freud másaccesibles, así que fue una suerte poder adquirirlos. No pude conseguir La interpretación de los sueños; no recuerdo siestaba agotada en aquellos días o era demasiado cara para comprarla. Pero, cuanto más leía a Freud, más despertaba miinterés y más me convencía de que a través de mi lectura adquiría un conocimiento enteramente nuevo e importantísimode la psique humana.

Así llegué hasta Freud y el psicoanálisis. Aunque lo odiaba con todas las fuerzas de las que era capaz, porque loculpaba de la pérdida de mi chica, me sentía al mismo tiempo absolutamente fascinado por el aprendizaje y convencidode que con mi erudición la volvería a conquistar. No sé si se puede llamar a esto fe en el valor práctico delpsicoanálisis, pero durante la semana en que me adherí a él creía en su poder para alcanzar lo que en aquel momentoconsideraba la meta más deseada. Por ese odio que sentía hacia él y al mismo tiempo esa fe en su extraordinario poderse convirtió en una parte importante de mi vida.

Ahora creo que ingresar en el psicoanálisis de un modo tan personal, con tan honda implicación emocional y sinembargo de modo tan ambivalente, fue un principio de buen agüero.

Para concluir esta parte de mi historia, se dio un final feliz en todos los aspectos y no sólo porque el psicoanálisis seconvirtiera poco a poco en la vocación de mi vida. El domingo siguiente, mi novia y yo volvimos a salir juntos a losbosques de Viena con el grupo juvenil. Cuando empecé a desempaquetar mi recién adquirido conocimiento delpsicoanálisis, ella me dijo que ese tema fue bueno para un domingo, pero que entonces debíamos hablar de nosotros.Me aseguró, para gran alivo por mi parte, que a pesar de haberse mostrado muy interesada por las explicaciones de Ottosobre el psicoanálisis, ni por un momento se interesó en él o se debilitó su afecto hacia mí. Por lo tanto, no habíamotivo para seguir con el psicoanálisis en lo concerniente a mi relación con aquella muchacha. Pero ya no teníaninguna posibilidad de escapatoria. Una semana de concentración absoluta en el psicoanálisis y estuve atrapado de porvida.

La joven dama y yo perdimos nuestro interés romántico mutuo poco tiempo después, pero seguimos siendo buenosamigos durante toda la vida. La razón por la que cuento esta historia es destacar el resultado de nuestros diferentesintereses por el psicoanálisis. Como el de esta joven había sido teórico y más o menos abstracto, no arraigó en ella niejerció un papel importante en su vida. Mi interés había sido cualquier otro excepto teórico: desde el principio habíasido personal y muy pasional, y se caracterizó por la creencia en que el psicoanálisis podía cambiar nuestras vidas, yeso es lo que hizo con la mía.

Según tengo entendido, los pioneros del psicoanálisis llegaron a él de muy diferentes maneras, pero todos más omenos condicionados personal y sentimentalmente y el psicoanálisis floreció bajo su influencia. Casi ninguno llegóhasta él con la intención de convertirlo en su profesión, ni recibieron sobre él ninguna educación formal, más allá de supropio psicoanálisis. Se trataba de una experiencia muy personal, no de una educación formal. Hoy en día, a laspersonas que desean ser psicoanalistas se les exige un complejo programa de estudios, Y se ha perdido gran parte de laexcitación personal que en otros tiempos suscitó el psicoanálisis; se ha convertido en una disciplina institucionalizada.La razón por la que he escrito esta breve historia personal es recalcar la diferencia, su consecuencia para la prácticaterapéutica del psicoanálisis y también para su desarrollo teórico.

Unos doce años después de los acontecimientos que acabo de relatar, empecé a psicoanalizarme. Mientras tanto miinterés no había decaído ni variado, pero me sentía más insatisfecho de muchos aspectos de mi vida de lo que eraconsciente y deseaba aclararme sobre lo que quería hacer con ella. Aunque deseaba cursar una carrera académica, enaquella época en Austria un judío no tenía ninguna esperanza de llegar a ser profesor universitario. Empecé misestudios universitarios centrándome en literatura y lenguas germánicas. Después de algunos años, me parecieron cadavez menos fascinantes, de modo que dirigí mi atención al estudio de la filosofía y la historia del arte, estudios queencontré más interesantes y satisfactorios. Pero el interrogante sobre mi futuro continuaba latente, ya que estos estudiosno parecían ofrecer ninguna posibilidad de ganarse la vida.

Aunque podía vivir de un negocio familiar, lo encontraba aburrido y me desagradaban muchas cosas de él, no megustaba en absoluto. A pesar de que algunos de mis mejores amigos se habían convertido en psicoanalistas, dudaba en

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seguir su ejemplo, en parte porque no quería ser un mono de repetición y en parte porque no me impresionaba lo que elpsicoanálisis había hecho por ellos en el aspecto personal. Este último punto de vista era debido a una reticencia queahora reconozco, pero que antes era incapaz de admitir.

Las influencias que me hicieron pensar en dedicarme al psicoanálisis fueron acontecimientos de mi vida privada:insatisfacción por mi modo de vida y sentimientos de inferioridad y depresión que, pese a no ser muy graves, sabíaracionalmente que no tenían un motivo concreto, sino que debían provenir de mi inconsciente. Al margen de estosfactores, finalmente una crisis matrimonial me Persuadió de que concediese una oportunidad al psicoanálisis, pensandoque no sería mala idea descubrir qué podía hacer por mí.

El hecho de tener buenos amigos entre el pequeño grupo de jóvenes analistas vieneses resultó un problema, puestuve que encontrar a uno que no conociera demasiado. Un amigo analista en el que confiaba me recomendó a uno deellos, el doctor Richard Sterba. Así que, con ciertas dudas, concerté una entrevista Para tratar el asunto.

En aquel tiempo, en Viena era costumbre que la primera cita con el futuro analista tuviera lugar en un ambiente máso menos informal, para discutir asuntos prácticos, como la duración de las sesiones, el precio y cualquier otro aspectoque necesitara aclaración. Si se decidía empezar el psicoanálisis, en la siguiente visita debías recostarte en el diván yasociar ideas libremente, mientras se establecía una relación formal y profesional con el psicoanalista, sentado detrásdel diván.

En el primer encuentro, después de discutir la duración y el precio de las sesiones, le revelé mis dudas acerca desometerme a análisis. Primero le pregunté al doctor Sterba si realmente lo necesitaba. Su respuesta fue que en aquelmomento no tenía ni la menor idea, lo sabría en un año, o dos, pero para entonces yo también lo sabría sin necesidad deque él me lo dijera. Esto no hizo más que alentar mis dudas, de modo que, tras una breve conversación, le pregunté si elpsicoanálisis me ayudaría. Su respuesta fue más o menos igual que la anterior: en aquel momento no tenía ni idea y élno lo iba a descubrir antes que yo.

Estas respuestas no diluyeron mis dudas, de modo que, algo desesperado, acabé preguntándole por qué motivohabría de psicoanalizarme. A lo que me respondió que de nuestra conversación deducía que hacía muchos años queestaba interesado en el psicoanálisis. Por ello, la única promesa que podía hacerme era que me resultaría unaexperiencia muy interesante porque descubriría cosas sobre mí mismo que nunca hubiera imaginado. Ello me permitiríaconocerme mejor y haría más comprensíbles ciertos aspectos de mi vida y de mi comportamiento. Como disponía detiempo y dinero para someterme a psicoanálisis, ¿por qué no descubrir más acerca de mí mismo?

Decidí que podía confiar en ese hombre, porque no hacía promesas que no estaba seguro de poder cumplir, auncuando, como supe después, estaba interesado en introducirme en el análisis. Su sinceridad hizo que me confiara a él.

Hace poco fui invitado a presentar una conferencia en honor del noventa cumpleaños del doctor Sterba. Inicié micharla hablando de nuestro primer encuentro. Me respondió que no se acordaba en lo más mínimo, lo que era deesperar. No recordaba haber pronunciado esas palabras porque se le ocurrían espontáneamente, nuestra charla no fueextraordinaria para él, sólo para mí. Su negativa a hacer falsas promesas, por mucho que yo deseara oírlas, me hizoconfiar en él y en su habilidad psicoanalítica. Fue algo de lo que nunca me arrepentí y que cambió mucho mi vida parabien.

Hoy en día, muchas veces con las mejores intenciones, los psicoanalistas dan a sus pacientes la impresión de poseerun conocimiento superior de sus dolencias y sus motivos. En ocasiones incluso se permiten caer en la tentación dehacer promesas a sus pacientes. Es decir, adoptan en esencia el modelo médico clásico, según el cual el doctor sabecosas que el paciente desconoce y por tanto puede, incluso debe, decirle al paciente lo que tiene que hacer. Ladeterminación de mi analista de negarse a seguir este modelo -su insistencia en que no tenía ni idea de cómo sedesarrollaría mi análisis, ni lo que conseguiría, su declaración de que si encontraba algo importante acerca de mí,ciertamente no lo haría antes que yo- me hizo ver el psicoanálisis desde una perspectiva muy distinta y más humanaCon lo cual dejó bien claro que el psicoanálisis no era algo que él pu diera hacer unilateralmente "por" y "para" mí, sinoque se trataba de una tarea conjunta en la que la participación de ambos era crucial; éramos dos seres humanos a puntode embarcarnos en una expedición que sería de gran y común interés. A decir verdad, no participábamos por igual en laempresa, sino que, tal como señaló, su conocimiento sobre psicoanálisis era superior al mío y, lo que es más importantetambién su capacidad y experiencia. (Y, de hecho, ¿por qué si no iba a consultarle?) Pero éramos iguales en el esfuerzopor aprender cosas significativas sobre mí. Me pareció más tranquilizador, pues aliviaba mi ansiedad por lo que lascosas pudieran hacerme sin mi conocimiento, y sin tener ningún poder para influir en ellas, modificarlas o evitarlas.

Quizás, la popular visión americana del psicoanalista como un "reductor decabezas” expresa mejor la diferenciaentre el modo de hacer las cosas hoy en América y el modo en que se hacían en Viena. La imagen del reductor decabezas está tan aceptada en América (aunque siempre se reconoce como una imagen irónica y divertida para bajar un

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poco los humos a los psicoanalistas) porque, en mi opinión, representa la reacción del paciente ante la pretendidasuperioridad del psicoanalista. La propia noción de reductor de cabezas insinúa claramente que el terapeuta hace alpaciente lo que decide que éste necesita por su propio bien (esto es, una vez más, el modelo médico).

No sugiero que la aproximación de los analistas a sus pacientes sea en la actualidad distinta a la de mis tiemposporque carezcan de decencia. Creo que sus actitudes reflejan en buena medida la institucionalización del psicoanálisiscomo una especialidad terapéutica altamente cualificada y, debido a ciertos rigores, son el resultado de la larga,exigente y compleja formación que los institutos psicoanalíticos requieren a sus candidatos.

Debe destacarse que en Viena no todos los analistas eminentes eran médicos, a pesar de que la mayoría depsicoanalistas sí lo eran. En los primeros tiempos del psicoanálisis, los analistas trataban a sus pacientes en sus casas yno en sus consultas, seis sesiones por semana a la misma hora cada día. Así lo hacía Freud y casi todos los demásmédicos vieneses. Como rasgo distintivo, la consulta de Freud, por sus muebles y en especial por su colección de piezasarqueológicas que la abarrotaban, daba testimonio de una evidente e inequívoca muestra de su personalidad. (Estacuestión se ha tratado en detalle en el ensayo «Berggasse, 19».) Así, el marco original en el que se desarrolló elpsicoanálisis fue muy personal y reflejaba la identidad y el interés del terapeuta. Lo cual con"Sta enormemente con elmarco impersonal y aséptico que la mayoría de los Psicoanalistas americanos actuales prefiere para su trabajo.

En horas laborables, muchos analistas vieneses empleaban las habitaciones de su vivienda como sala de espera parasus pacientes, de modo que ésta, al igual que la consulta, formaba parte integrante del hogar del analista. Esto ocurríacon mi analista y como su esposa era una de las primeras analistas de niños, los pacientes de ambos utilizaban la mismasala de espera. Marido y mujer intentaban que sus pacientes no coincidieran, pero si uno llegaba un poco antes de loprevisto, u otro salía tarde, los pacientes cuyas horas de sesión eran correlativas se encontraban algunas veces en la salade espera. Tales encuentros eran embarazosos, no obstante, y la curiosidad tentaba a uno a darse a conocer.

Más o menos hacia la misma hora en que yo veía a mi analista, su esposa trataba a un niño psicótico a quien llamaréJohnny. Era muchos años antes de que se emplearan estos términos para los diagnósticos específicos, de modo que enaquel tiempo su trastomo no tenía nombre. Sin detenerse en su etiología ni su clasificación, a estos niños se les llamabaanormales y se les intentaba ayudar por medio de¡ psicoanálisis. El comportamiento absolutamente introvertido yexcéntrico de Johnny no invitaba a relacionarse con él. A pesar de ello, cuando nos cruzábamos de vez en cuando, yointentaba decir algunas palabras amables a aquel niño obviamente aterrorizado. Él o no reaccionaba o respondía con unmonosílabo.

Sobre el alféizar de la ventana de la sala de espera se encontraban unos cactus en pequeños tiestos, de moda enViena en aquella época. Johnny tenía el desconcertante hábito de arrancar una de las hojas llenas de afilados pinchos,metérsela en la boca y masticarla. Las espinas debían herirle los labios, las encías y la lengua. A veces veía sangrar suslabios. Observarle herirse a sí mismo de esta manera me desconcertaba, pero durante mucho tiempo no pude reaccionar.

Sin embargo, un día, cuando llevaba cerca de dos años analizándome, no pude contenerme y, aunque sabía quehacía mal, exclamé: «Johnny, no se cuánto tiempo llevas visitando al doctor Sterba, al menos hace dos años, pues teconozco desde entonces, y aún masticas esas horribles hojas». Como respuesta, ese niño flacucho pareció de repentecrecer en estatura -todavía no entiendo como consiguió producirme la impresión de que en aquel momento me mirabapor encima del hombro- y dijo con perfecto desdén: «¿Qué son dos años comparados con la eternidad?». Era la primeravez que pronunciaba una frase completa y me dejó atónito.

Aún estaba recuperándome, intentando buscar el sentido de las palabras de Johnny, cuando mi analista me condujohasta su despacho. Tan pronto como me tendí en el diván, me di cuenta de que el comentario que le había hecho aJohnny no estaba motivado por un sentimiento altruista provocado por el dolor que se infligía a sí mismo, como penséal hacerlo. Por el contrario, sólo me atañía a mí. Durante algún tiempo me había preocupado saber si había alguna razónpara mi psicoanálisis. Debido a esta preocupación, al ver a Johnny mascar hojas de cactus me pregunté si su análisis lehacía algún bien y, por extensión, si el psicoanálisis hacía algún bien a alguien. Por ese motivo formulé mi comentario,como para sugerir que no había progresado lo suficiente en los años que hacía que le conocía.

De manera inconsciente, esperaba que la respuesta de Johnny revelara que ambos perdíamos el tiempo con elpsicoanálisis o me convenciera de que, pese a seguir mascando hojas de cactus, el análisis le hacía algún bien y mesugiriera que probablemente el análisis también me estaba beneficiando, aunque fuera incapaz de percibir ningunamuestra de ello. Este pensamiento concebido en silencio me ayudó a superar la fuerte reticencia a hablar de mis dudassobre la utilidad del psicoanálisis, y empecé a analizar qué ocultaban. Pero no podía quitarme de la cabeza elcomentario de Johnny, en parte debido a mi sentimiento de culpabilidad por pretender interesarme por él, cuando enrealidad intentaba egoístamente utilizarle para resolver uno de mis acuciantes problemas y al hacerlo había puesto enduda el valor que para él pudiese tener el psicoanálisis.

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Johnny debió percibir por intuición lo que me ocurría: me sentía insatisfecho tras el largo tiempo -o al menos a míme parecía largo- que había dedicado al análisis, y había volcado en él mi descontento. En realidad, me puso a raya aldecirme que mi sentido del tiempo era del todo incorrecto y no encajaba en la labor del psicoanálisis. La intuición deJohnny le permitió darse cuenta de que en ese momento yo necesitaba adquirir una mejor percepción del tiempo siquería obtener mejores resultados de mi análisis. Su intuición y su concisa manera de expresarlo me enseñaron a serpaciente, primero con mi propio análisis, y después con el tiempo que otros requerían para volver a formar supersonalidad.

En realidad, las cortas ocho palabras de Johnny me enseñaron muchas cosas, algunas que comprendí de inmediato,otras que tardé muchos años en asimilar. Eso suele ocurrir con la inteligencia intuitiva, en comparación con lasenseñanzas más explícitas, cuyas lecciones pueden aprenderse en mucho menos tiempo porque rara vez llegan al núcleode los problemas personales como llega una afirmación intuitiva.

Por ejemplo, en un instante Johnny me enseñó nuestra tendencia a creer que el origen de nuestras acciones es elinterés por los demás y no por nosotros mismos, y lo mucho que podemos aprender del prójimo acerca de nuestrapersona, siempre que aceptemos que sus palabras o sus acciones no sólo pueden revelar cosas sobre ellos, sino tambiénsobre nosotros. Había aprendido esto del estudio de la literatura psicoanalítica, pero lo había asimilado como unconcepto abstracto. Sólo tras integrarse en esta inquietante experiencia, la teoría se convirtió en conocimiento personal.Este proceso me confirmó que sólo a través de experiencias personales puede entenderse por completo la verdaderasustancia de la teoría psicoanalítica.

Al mismo tiempo, Johnny me enseñó la diferencia entre el tiempo objetivo y el tiempo psicológico o experimental.Cuando nuestros sufrimientos no cesan y por ello parecen eternos, dos años transcurridos intentando escapar de ellosson como un instante. Johnny me enseñó que la magnitud de la propia miseria altera el significado de cualquierexperiencia, incluso la del tiempo, algo que más tarde experimenté tras pasar un año en los campos de concentraciónalemanes.

El comentario de Johnny sobre el tiempo me permitió comprender que ni yo, ni nadie, podemos limitar la cantidadde tiempo que uno necesita para poder afrontar ciertas cosas o cambiar, y que ese intento de acelerar el proceso esproducto de las propias ansiedades y de ninguna otra cosa. Sólo uno mismo puede juzgar cuándo está preparado paracambiar.

A lo largo de los años, a través de mi trabajo en la Escuela Ortogénica Sonia Shankinan de la Universidad deChicago, aprendí a comprender a los niños psicóticos y llegué a apreciar aún más esa lección sobre el tiempo. Sólo siles concedía un tiempo sin límites, aquellos niños llegaban a la convicción de que estaba de su parte y no contra ellos,mientras percibían que el resto del mundo intentaba modificar sus hábitos. Al animarles a avanzar en función de susentido del tiempo, les demostraba que, dada su experiencia del mundo, considerábamos sus reacciones tan válidas paraellos como para nosotros lo eran las nuestras. Cuando, en ocasiones, me impacientaba tras haber estado sentado ensilencio durante horas, intentando comunicarme con un catatónico, sólo tenía que recordar la frase de Johnny.Entonces, de nuevo el tiempo perdía toda su importancia y volvía a establecer contacto con el paciente. Era como unhechizo. En cuanto dejaba de preocuparme por el paso del tiempo sin que nada ocurriera, cesaban también misexigencias internas para conmigo y para con el paciente, y ya no deseaba que terminara su silencio. Como respuesta, aveces el paciente hacía algo importante que me permitía comprender mejor su experiencia del mundo y de aquello quehabía dentro de mí que le impedía comunicarse.

Me costó mucho más tiempo interiorizar otras partes de la lección de Johnny. De vez en cuando me preguntaba porqué Johnny sólo me habló tan claro en aquella única ocasión y para colmo una frase completa. Después de años detrabajo con psicóticos, entendí la crucial diferencia que mi motivo para relacionarme con ellos provocaba en sucapacidad de relación y en la idea que tenían de ellos mismos. Si mi motivo era «ayudarles», no obtendría ningunarespuesta. Pero si sinceramente deseaba que me aclarasen algo de gran importancia sobre lo que poseían unconocimiento para mí inaccesible, ellos reaccionaban. Mi fe en que Johnny me proporcionaría información (sobre elvalor del psicoanálisis) que yo no poseía, nos situó en pie de igualdad y permitió a aquel muchacho completamenteincomunicativo relacionarse conmigo, al menos durante el tiempo de nuestra ínteracción. El hecho de que algo crucialen su experiencia también lo fuese en la mía, estableció un vínculo de simpatía mutua. Aunque en todos los demásencuentros nunca había considerado a Johnny como un igual, lo hice en esa ocasión, aceptando que, como pacientessometidos a psicoanálisis, poseíamos experiencias paralelas. Esto hizo posible una comunicación profunda. Más tarde,a raíz de diversas experiencias con otros individuos psicóticos aprendí que este tipo de comunicación era la quepermitía pasar a otras experiencias y finalmente al establecimiento de auténticas relaciones personales.

Sólo en este único encuentro traté a Johnny como una persona que poseía un conocimiento superior de un asunto dela mayor importancia: ¿hacía algún bien el psicoanálisis? En todos los demás encuentros, me había sentido superior.

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Aquella vez, de forma inconsciente, esperaba que ese niño loco solucionara mi problema más acuciante. Y eso esexactamente lo que hizo.

Cuando por fin me di cuenta de todo, me sorprendió la poca atención que había prestado al hecho de que mientrasJohnny habló, se quitó la hoja de cactus de la boca, algo que no había hecho nunca antes, ni más tarde, cuando sedignaba contestarme con un monosílabo casi inaudible. No sólo eso, sino que después de hablar tiró la hoja, ya nonecesitaba mascarla. De haber comprendido allí y entonces la conducta de Johnny, habría aprendido que sólo cuandouno se comunica verdaderamente con un psicótico, éste olvida sus síntomas. Esto ocurre cuando se le somete al controlde la interacción, como en este caso en que poseía un importante conocimiento que impartir, no sobre sí mismo -lamayoría de los terapeutas creen que esto ocurre con sus pacientes-, sino sobre lo que me sucedía a mí. Mi fe en queJohnny conocía mejor que yo un asunto de gran importancia le proporcionó, al menos por el momento, tanta seguridadque durante el período de nuestra interacción olvidó su síntoma.

El hecho de que el trauma original de Johnny hubiera sido un trauma oral explica la particular elección de su dolor:herirse la boca. Pero no me fue necesario saberlo, porque la elección de su síntoma lo dejaba claro. Más tarde supe queel origen de su desdicha había sido una traumatización gravísima al principio de su vida, cuando él no podía hacer nadaal respecto. Al infligirse un dolor paralelo, no sólo intentaba erradicar mediante el dolor las imágenes mentales que letorturaban, sino convencerse a sí mismo de que podía controlar un dolor sobre el que no había podido ejercer controlalguno mientras le destruía corno ser humano. De haberlo comprendido en su día, Johnny me habría enseñado tambiéntodo lo que se necesita saber acerca de las causas y significado de la automutilación.

Mi estudio de Freud me enseñó que sólo se puede comprender verdaderamente a alguien desde su propio marco dereferencia, no desde el de uno. Lo sabía como concepto teórico, pero fue Johnny quien me enseñó lo fácil que es creerhaber adoptado este principio corno propio, en tanto no involucra fuertes emociones personales. Pero una vez sesuscitan emociones propias es extraordinariamente difícil no ver las cosas sólo desde nuestro marco de referencia.Siempre que, sintiendo un escalofrío interno, había observado a Johnny mascar hojas de cactus, lo había consideradoun signo de su locura, no un indicio de sus necesidades más apremiantes y de su expresión no tan simbólica. Más tarde,la experiencia me enseñó a avergonzarme de mi predisposición a calificar estas cosas de extrañas o sin sentido cuando,en realidad, poseían un hondo significado.

Este principio es básico para todas las ciencias sociales: sólo puede entenderse la conducta de los demás desde sumarco de referencia. Cada vez es más necesario esforzarse en recordarlo, cuanto más nos tientan nuestras necesidades aresponder en función de nuestras propias reacciones ante un comportamiento. Creía que en verdad había aprendido -node Freud, sino incluso antes del «Humani nil a me alienum puto» de Terencio- que ser verdaderamente humanosignifica no alienarse de nada humano. Sin embargo, me había permitido alienarme del comportamiento de Johnny. Aldistinguir la insensibilidad que demostraba hacia su sufrimiento, la cual me impedía entender por qué actuaba de esaforma, aprendí de una vez para siempre que cualquier comportamiento me parecería lo más natural si estuviera en lasituación del otro. Creo que, años después, esta convicción me permitió explicarme la conducta de los guardianes de lasSS en los campos de concentración y esta comprensión me ayudó mucho a sobrevivir allí. Más tarde, cuando empecé atrabajar con psicóticos, de nuevo este principio me permitió entenderlos y llegar a integrar el posible significado de suconducta.

Como me horrorizaba ver a Johnny mascar hojas de cactus, no podía percatarme de que si hacía algo tan doloroso,debía poseer una tremenda importancia. Al no aceptarlo como un reto a mi entendimiento, no me concentraba endescubrir el significado de su conducta. Para comprender lo que hacía Johnny, debía preguntarme qué me induciría a mía actuar de ese modo. Cuando intentaba imaginarme qué me llevaría a infligirme tal dolor físico, me daba cuenta de quesi hubiera vivido totalmente inmerso en una interminable pesadilla de fantasías persecutorias y destructivas -frente a lasque, en comparación, el infierno del Bosco sería un jardín de las delicias-, cualquier cosa que, siquiera temporalmente,eliminara estas fantasías constituiría un alivio. El dolor físico extremo hace prácticamente imposible pensar en otracosa, razón suficiente para preferirlo a la suprema angustia mental.

El dolor que nosotros mismos nos infligimos es limitado en grado y tiempo, mientras que el sufrimiento mental delpsicótico es ¡limitado en grado y tiempo. Por último y lo más importante, si soy yo quien me inflingo dolor, soy sudueño y puedo iniciarlo y ponerle fin; en cambio, estoy por completo a merced de las torturas mentales sobre las que notengo ningún control. Es comprensible que Johnny deseara reemplazar los sufrimientos más intensos procedentes desus ilusiones, sobre las cuales no tenía ningún poder ni control, por sufrimientos sobre los que tenía completo control,como era el mascar hojas de cactus.

Con el tiempo llegué a comprender otros aspectos significativos de la conducta de Johnny, los que tienen que vermás directamente con el psicoanálisis, de qué trata y qué se espera obtener de él. En primer lugar, el cactus en la sala deespera era, como Johnny sabía o intuía, interesante para su analista. Normalmente es la señora de la casa quien cuida las

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plantas de la sala de estar. De modo que las hojas de cactus eran algo que procedían de ella, estaban relacionadas consu analista. Lo que es más importante, a través de algo relacionado con ella -como eran las hojas de cactus-, Johnnyesperaba controlar lo que la vida le había hecho. Así pues, con sus ocho breves palabras, Johnny me había transmitidotambién la esencia de lo que un paciente espera conseguir por medio de su análisis y de lo que el análisis debería hacerpor todo paciente: permitirle ser capaz de controlar lo que ocurre en su vida.

Espero haber sido capaz de enseñar lo esencial del psicoanálisis a mis alumnos de manera tan breve, concisa yespléndida como Johnny hizo conmigo. De hecho, en mi caso me costó muchos años aprender esta definitiva y simplelección. Cuesta muchos años comprender de qué trata el psicoanálisis, no sólo con la cabeza -lo cual es fácil-, sino conlo más profundo de nuestro ser. Aprendí a ser paciente con mis alumnos y mis pacientes cuando les costaba muchotiempo comprender o cambiar cosas que yo mismo había tardado muchos años en asimilar.

Mi experiencia del psicoanálisis, de la que he relatado sólo los dos acontecimientos primeros y cruciales, me haconvencido de que el dominio teórico de un problema no permite su comprensión profunda. Las propias experienciasinternas son las que permiten comprender totalmente lo relacionado con las experiencias internas de los demás,conocimiento que entonces puede sentar las bases de los estudios teóricos.