Britania - CVC. Centro Virtual Cervantes · 2019. 6. 24. · Britania 7!( ANGLOSAJONIA FILOSOFICA -...

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Brinia ANGLOSAJONIA FILOSOFICA EN - ESPANA Vidal Peña M is recuerdos de aquella reunión filosó- fica en la Universidad de Valencia no son muy precisos, pero creo poder dar cuenta somera del acto que la cerró. Era en los últimos años del anquismo, y, como in illo tempore ocurría en todo ayuntamiento de universitarios (y más aún de filósos), cuestio- nes políticas prácticas habían ido entrelazándose con las especulaciones: previsiblemente, alguien acabaría por proponer una pública protesta, no menos previsiblemente acompañada por una re- cogida de firmas. Suministró el pretexto no sé qué autoridad educativa de Vizcaya, al preten- der expedientar a un catedrático de filosoa de instituto por sostener, en sus clases, los eros del evolucionismo: el celoso jerarca reprochaba literalmente al prosor «proceder de acuerdo con la racionalidad científica», en mengua de la religión. Quienes promovían la reacción de soli- daridad con el expedientable confiaban en que aquel tipo de acusación suscitara el acuerdo unánime de los reunidos, a pesar de las diren- cias filosóficas que se habían manistado entre ellos a lo largo de las sesiones: había allí «dialéc- ticos» y «analíticos», pero el crudo ataque contra la «racionalidad científica» parecía poder unir a todos ellos en la protesta. El catedrático Manuel Garrido (bajo cuyos auspicios, si no recuerdo mal, se había organizado el congreso) ponía in- convenientes a aquella especie de politizada tra- ca final, propugnada más bien por gentes «dia- lécticas», que tanto gustaban de mezclar y enre- dar las cosas. No recuerdo bien los términos de la discusión entre el prosor Garrido y el grupo protestante, pero sí cómo el primero la zanjó; el asunto había parado en una declaración que se pretendía leer ante la nutridísima concurrencia que ocupaba un enorme salón, auditivamente accesible sólo por meganía; cuando los porta- voces de la contestación se disponían a tomar contacto con las masas filosóficas, el prosor Garrido abandonó discretamente el recinto y, al parecer, adoptó una solución limpiamente técni- ca: un momento después, los micrónos que- daban desconectados. Los «dialécticos» de aquel remotísimo tiempo (aún no vacunados contra la peste de la crítica ideológica regresiva) habrían interpretado, sin duda, la actitud del catedrático de Valencia co- mo algo coherente con la significación general de la filosoa que él y otros habían venido sos- teniendo en el congreso. Para ojos dialécticos, 8 tanto las diversas secuelas de los positivismos lógicos (la «filosoa científica» cuyos supuestos globales habían ayudado a introducir entre no- sotros traducciones de Reichenbach o Ayer, no hacía tanto tiempo) como la filosoa analítica del lenguaje, surgida más que nada de la «esco- larización» a la Oxrd del llamado «segundo Wittgenstein», podían caber en un mismo saco, etiquetable de racionalidad tecnocrática. El dic- terio -pues era un dicterio- se ndaba en el re- proche de indirencia a los principios mismos de la sociedad y cultura en que la razón se ejer- citaba, por parte de todo aquel pensamiento ads- cribible en general al ámbito «anglosajón», que se complacía en «dejar el mundo como está», discutiendo sutilmente sobre el detalle sin po- ner en tela de juicio los principios (vale decir: el capitalismo y su uso «instrumental» de la razón, tanto en ciencia como en moral). «Tecnocrática- mente», el corte de micrónos sería coherente con la opción «científica» de la filosoa que el propio Garrido propugnaba, desde la platarma de la excelente revista Teorema, que se había convertido en un importante punto de reren- cia de tales corrientes. Lo que los dialécticos lla- maban opción tecnocrática (y cuyo carácter «bri- tánico», evidentemente, no podía ni siquiera en- tonces sostenerse sin cometer, al menos en par- te, una especie de sinécdoque) se presentaba co- mo la auténtica modeización del pensamiento filosófico español, ente a la torpe versión de la Escolástica que el anquismo había cobijado co- mo filosoa cuasi-oficial, pero también ente a la decantada tosquedad de aquel marxismo que pretendía erigirse en nuevo poder filosófico -ya entonces con sus pugnas internas-, sustentán- dose, desde luego, en otro poder no filosófico presuntamente emergente y que entonces no parecía muy ilusorio. Aquella filosoa científica y analítica -totalizada por sus oponentes dialéc- ticos de manera doctrinalmente no muy precisa, pero que, en todo caso, sí solía ncionar como totalidad al menos práctica en las polémicas de las reuniones filosóficas- se oponía al marxis- mo, reputándolo de epistemológicamente arcai- co y más o menos tercermundista; también se oponía, in illo tempore, a alguna otra moda que apuntaba, como el «estructuralismo filosófico», éste de importación ancesa, y que al final del anquismo dio también juego entre nosotros, cuando los productos intelectuales anceses go- zaban aún de alguna clase de prestigio. Estos asuntos se debatían mucho en aquel Pa- leolítico Inrior de hace nada menos que trece o catorce años; la polémica implicaba que a las opciones filosóficas aún se les daba importancia, y muchos intelectuales creían que nociones ta- les como «crepúsculo de las ideologías» eran co- sa de -por ejemplo- Fernández de la Mora, sin adivinar que a la vuelta de unos años, cancelado el Paleolítico, pasarían a rmar parte de la com- munis opinio de los más lúcidos intelectuales -digamos cuasi-orgánicos- del presente. Los fi-

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  • Britania

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    ANGLOSAJONIA

    FILOSOFICA EN -

    ESPANA

    Vidal Peña

    Mis recuerdos de aquella reunión filosófica en la Universidad de Valencia no son muy precisos, pero creo poder dar cuenta somera del acto que la cerró.

    Era en los últimos años del franquismo, y, como in illo tempore ocurría en todo ayuntamiento de universitarios (y más aún de filósofos), cuestiones políticas prácticas habían ido entrelazándose con las especulaciones: previsiblemente, alguien acabaría por proponer una pública protesta, no menos previsiblemente acompañada por una recogida de firmas. Suministró el pretexto no sé qué autoridad educativa de Vizcaya, al pretender expedientar a un catedrático de filosofía de instituto por sostener, en sus clases, los fueros del evolucionismo: el celoso jerarca reprochaba literalmente al profesor «proceder de acuerdo con la racionalidad científica», en mengua de la religión. Quienes promovían la reacción de solidaridad con el expedientable confiaban en que aquel tipo de acusación suscitara el acuerdo unánime de los reunidos, a pesar de las diferencias filosóficas que se habían manifestado entre ellos a lo largo de las sesiones: había allí «dialécticos» y «analíticos», pero el crudo ataque contra la «racionalidad científica» parecía poder unir a todos ellos en la protesta. El catedrático Manuel Garrido (bajo cuyos auspicios, si no recuerdo mal, se había organizado el congreso) ponía inconvenientes a aquella especie de politizada traca final, propugnada más bien por gentes «dialécticas», que tanto gustaban de mezclar y enredar las cosas. No recuerdo bien los términos de la discusión entre el profesor Garrido y el grupo protestante, pero sí cómo el primero la zanjó; el asunto había parado en una declaración que se pretendía leer ante la nutridísima concurrencia que ocupaba un enorme salón, auditivamente accesible sólo por megafonía; cuando los portavoces de la contestación se disponían a tomar contacto con las masas filosóficas, el profesor Garrido abandonó discretamente el recinto y, al parecer, adoptó una solución limpiamente técnica: un momento después, los micrófonos quedaban desconectados.

    Los «dialécticos» de aquel remotísimo tiempo (aún no vacunados contra la peste de la crítica ideológica regresiva) habrían interpretado, sin duda, la actitud del catedrático de Valencia como algo coherente con la significación general de la filosofía que él y otros habían venido sosteniendo en el congreso. Para ojos dialécticos,

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    tanto las diversas secuelas de los positivismos lógicos (la «filosofía científica» cuyos supuestos globales habían ayudado a introducir entre nosotros traducciones de Reichenbach o Ayer, no hacía tanto tiempo) como la filosofía analítica del lenguaje, surgida más que nada de la «escolarización» a la Oxford del llamado «segundo Wittgenstein», podían caber en un mismo saco, etiquetable de racionalidad tecnocrática. El dicterio -pues era un dicterio- se fundaba en el reproche de indiferencia a los principios mismos de la sociedad y cultura en que la razón se ejercitaba, por parte de todo aquel pensamiento adscribible en general al ámbito «anglosajón», que se complacía en «dejar el mundo como está», discutiendo sutilmente sobre el detalle sin poner en tela de juicio los principios (vale decir: el capitalismo y su uso «instrumental» de la razón, tanto en ciencia como en moral). «Tecnocráticamente», el corte de micrófonos sería coherente con la opción «científica» de la filosofía que el propio Garrido propugnaba, desde la plataforma de la excelente revista Teorema, que se había convertido en un importante punto de referencia de tales corrientes. Lo que los dialécticos llamaban opción tecnocrática (y cuyo carácter «británico», evidentemente, no podía ni siquiera entonces sostenerse sin cometer, al menos en parte, una especie de sinécdoque) se presentaba como la auténtica modernización del pensamiento filosófico español, frente a la torpe versión de la Escolástica que el franquismo había cobijado como filosofía cuasi-oficial, pero también frente a la decantada tosquedad de aquel marxismo que pretendía erigirse en nuevo poder filosófico -ya entonces con sus pugnas internas-, sustentándose, desde luego, en otro poder no filosófico presuntamente emergente y que entonces no parecía muy ilusorio. Aquella filosofía científica y analítica -totalizada por sus oponentes dialécticos de manera doctrinalmente no muy precisa, pero que, en todo caso, sí solía funcionar como totalidad al menos práctica en las polémicas de las reuniones filosóficas- se oponía al marxismo, reputándolo de epistemológicamente arcaico y más o menos tercermundista; también se oponía, in illo tempore, a alguna otra moda que apuntaba, como el «estructuralismo filosófico», éste de importación francesa, y que al final del franquismo dio también juego entre nosotros, cuando los productos intelectuales franceses gozaban aún de alguna clase de prestigio.

    Estos asuntos se debatían mucho en aquel Paleolítico Inferior de hace nada menos que trece o catorce años; la polémica implicaba que a lasopciones filosóficas aún se les daba importancia,y muchos intelectuales creían que nociones tales como «crepúsculo de las ideologías» eran cosa de -por ejemplo- Fernández de la Mora, sinadivinar que a la vuelta de unos años, canceladoel Paleolítico, pasarían a formar parte de la communis opinio de los más lúcidos intelectuales-digamos cuasi-orgánicos- del presente. Los fi-

  • lósofos científico-analíticos invocaban la modernización: si ésta corría pareja con la des-ideologización, cabrán pocas dudas de que los entonces motejados de «tecnócratas», vistos desde hoy, pueden hacer figura de adelantados.

    Como ocurre siempre en estos casos, aquella modernización filosófica no se reducía a ofertas estrictamente especulativo-doctrinales, aunque la limpieza especulativa fuera exhibida como mérito mayor por sus partidarios. En ellos ( desde luego, también en sus oponentes, aunque de otras maneras), los razonamientos abstractos se incorporaban a complejos de actitudes que incluían más aspectos de la conducta que los especulativos, pero que, al menos «estéticamente», podían considerarse significativos de su posición. Y aunque ya hemos dicho -e insistiremos en ello- que llamar «británica» a aquella filosofía no habría sido muy exacto, el caso era que las raíces británicas eran incorporadas por bastantes de sus adherentes; ello se advertía en determinados aspectos del que podríamos llamar celo de sus neófitos: no faltaban ocasiones de apreciar, ya digo que «estéticamente», cómo los modernizadores intentaban serlo no sólo de razonamientos, sino de otras cosas, y así se esforzaban por introducir en el hirsuto gremio filosófico español los civilizados modales de sus paradigmas, hasta el punto de que a veces se las arreglaban para parecer más británicos que los modelos. Recuerdo -por volver a traer recuerdos- una de las Convivencias de Filósofos Jóvenes, anterior a la reunión de Valencia más arriba mencionada, y celebrada en Montserrat, donde el talante crítico de los modernizadores se manifestó con gran fuerza: en la Universidad de Barcelona, el profesor Jesús Mosterín venía iniciando a sus alumnos en las ventajas del pensamiento claro y la puntillosa delimitación de las cues-

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    tiones, al modo «analítico», y alguno de sus allegados dejó testimonio en aquellas Convivencias del nuevo talante filosófico. Muy a menudo, nuestros primeros filósofos de estilo «anglosajón» adoptaban modos socráticos, al menos en el sentido de que declaraban constantemente noentender nada de lo que decían sus interlocutores, declaración adornada de titubeos verbales más o menos oxonienses, cuya función expresiva parecía ser la de exorcizar, ya con la mera prosodia, la tácita zafiedad de sus oponentes. Si alguien se aventuraba a decir, por ejemplo, y con deplorable incuria, que era preciso «disolver un concepto», algún joven de ademanes pulcros se levantaba en el acto para puntualizar: «yo quizá podría entender... euh ... cómo pueden di-solverse ciertas cosas, como ... euh ... un terrón de azúcar, pero no es el caso que yo pueda entender cómo puede .. euh ... disolverse un concepto». La que ellos consideraban afrancesada nebulosidad de Eugenio Trías provocó por su parte, en aquel congreso, cataratas de manifestaciones de incomprensión. La Escolástica tenía en ellos fuertes enemigos, pero también -y tal vez sobre todo- el pensamiento dialéctico, que les suministraba copiosas ocasiones para no entender esto o aquello. Como tesis crítica general, propagaban la irrisión de la metafísica; se comentaba entonces mucho por Barcelona ( o, al menos, por la Barcelona filosófico-académica, que en otros sectores no me meto), entre risas admirativas, cómo el profesor Mosterín había apabullado a no sé qué metafísico de tomo y lomo, autor del temerario enunciado «el hombre es un abandono de posibilidades»; «no señor: el hombre es un mamífero», había sido -contaban- la demoledora respuesta rigurosa de Mosterín (quien, dicho sea de paso, tantas pruebas de rigor habría de seguir dando después, como

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    saben bien los fumadores o los historiadores de la filosofía griega).

    Las contribuciones a la filosofía científica procedían en gran medida del ámbito de la Lógica y la Filosofia de la Ciencia, como en parte hemos sugerido ya. En este sentido, habrá que insistir una vez más en que pensarlas como vinculadas a la filosofía «británica» no sería muy correcto, y no ya sólo en virtud del problema suscitado por el nombre cimero de Wittgenstein ( cuya adscripción al «área filosófica anglosajona» ha ido siendo tan cuestionada en los últimos tiempos, aunque ha de confesarse que, por los años de su recepción aquí -facilitada por la traducción del Tractatus de Tierno Galván- esa adscripción no se negaba), sino porque, con toda evidencia, muchos nombres de la lógica y la teoría de la ciencia son germánicos o de otros lugares. Pero ya hemos dicho que los «dialécticos» solían totalizar la filosofía «tecnocrática» (la de los «caballeros del Entendimiento», como alguien los llamó, oponiendo «Entendimiento» a «Razón» como Verstand a Vernunft) asignándole una inspiración política de fondo a la que la «Anglosajonia» capitalista, con sus áreas de influencia, podía corresponder como doblete geográfico; a ello ayudaba que autores tan decisivos para la tendencia como Popper (tampoco británico de origen, pero sí profundamente implantado en el área anglosajona) hubieran sobreañadido a sus obras de filosofía de la ciencia agresivos componentes antidialécticos y antimarxistas (Platón, Hegel y Marx como los enemigos de la «sociedad abierta», esto es, de las democracias capitalistas), lo que convertía a la legión de popperistas en adversarios ideológicos de los dialécticos «totalizantes» ... Quizá convenga decir que el conocimiento, en España, de las corrientes del positivismo lógico, o de Wittgenstein, no había tenido que esperar a la actividad de nuestros lógicos y teóricos de la ciencia de los años finales del franquismo; haciendo justicia histórica positiva, la revista Theoria de los años 50, o impresionantes informaciones bibliográficas acerca de esas materias como la exhibida por el profesor Drudis Baldrich podrían dar fe de ello; pero habent sua fata libelli, y el caso es que la presencia influyente y efectiva de dichos temas se dio en aquel período, olvidándose conocimientos anteriores, sin duda reales, pero menos visibles o, si se quiere, menos espectaculares. Así pues, en torno al ámbito de la Lógica y Filosofía de la Ciencia se difundían las corrientes modernizadoras en buena parte y por el tiempo que decimos; tal vez sea oportuno indicar ahora que precisamente la Lógica y Filosofía de la Ciencia se ha constituido como área de conocimiento aparte, en la reorganización actual de los estudios universitarios ... y aparte, justamente, del área de «Filosofía», lo que parece indicar que el movimiento de los lógicos alcanzó poder suficiente: caben pocas dudas de que ese área es la que hoy se considera «moderna», dentro de los

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    estudios filosóficos, por parte de las autoridades educativas, que han reservado el rótulo de «Filosofía» a secas para una especie de confuso y residual pelotón de torpes: metafísicos, antropólogos filosóficos, meros historiadores de la filosofía ...

    Pero ya hemos dicho varias veces que llamar «británica» a esa filosofía científica sería muy poco preciso, aunque no falten los grandes nombres británicos dentro de ella. La que sí parece merecer más estrictamente esa denominación es la filosofía analítica del lenguaje, que fue introduciéndose aquí -como hemos dicho- a la vez que la filosofía de la ciencia mencionada, y unida a ella incluso a través de nombres pertenecientes a círculos académicos homogéneos (sobre todo prácticamente homogéneos), aunque siempre pudiera hacerse con ella un parte teórico-especulativo. Como todo el mundo sabe, tal filosofía analítica se vinculaba a nombres ya clásicos como Moore, Ryle, Wisdom, Austin, Ayer, Strawson ... , al desarrollo británico del «segundo Wittgenstein» y a los innumerables colegas en constante referencia a escritos de otros colegas, a través de tribunas como la revista Mind, por ejemplo. Precisamente un espíritu analítico no dejará de notar que dentro de todo ello hay numerosas diferencias, pero daría hasta vergüenza manosear una vez más lo del «aire de familia» para justificar su tratamiento unitario. Ante esta filosofía, nos encontramos sin duda con una problemática y un método característicos, desde luego plenamente filosóficos (sus intereses se extienden tanto a cuestiones epistemológicas como ontológicas o morales), lo que, por cierto, les ha valido a veces reproches por parte de los científicos del lenguaje (aunque esas asperezas en la competencia por la representación de la actitud «linguocéntrica» parecen poder limarse). Entre nosotros, no han faltado ni faltan «analíticos» dedicados a cuestiones, más que nada, epistemológicas u ontológicas (y a ellos nos referiremos más tarde), pero quizá la más decisiva influencia fue dándose en un terreno al que hasta ahora no hemos aludido, y dentro del cual se producirían con el tiempo consolidaciones académicas tan poderosas como la de los lógicos y teóricos de la ciencia de que hablábamos hace un momento: me refiero a la Etica, que también ha llegado finalmente a autonomizarse -frente a la «Filosofía»- en la actual distribución oficial de áreas. La Etica de Aranguren, entre otras cosas, significó en tiempos la primera información seria acerca de la filosofía moral analítica; en seguida, Javier Muguerza se erigió durante bastantes años en cabeza visible de la penetración de aquella corriente. Digo, con cautela, «durante bastantes años», porque los escritos del profesor Muguerza vienen indicando cómo su punto de partida «analítico» no tiene la vocación de punto de llegada; pero, en todo caso, lo que podríamos llamar el «grupo ético dominante» se consolidó contando con aquel punto de partida; última-

  • mente, parece darse un punto de conciliación entre la tradición británica y los últimos vestigios de algo así como los restos del naufragio de la «Escuela de Frankfurt» (a través de Habermas et alii), en el proceso de cuya confluencia parece que la filosofía ética viene a seguir sosteniendo, con todo, la tesis central (y alentadora) de que «hablando se entiende la gente» («comunidad de diálogo» y demás), lo que, después de todo, no los aleja tanto de la importación lingüística de la filosofía moral británica, si bien con alguna mayor pretensión de influir en las conductas de la que ciertos modelos británicos originarios poseían (al intentar ser estrictos analizadores del lenguaje moral, más bien que moralistas). Una clara legitimidad democrática -que prácticamente nadie osa motejar ya de «puramente formal»- parece implícitamente argüida en aquellos designios, y tal vez por ello la filosofía ética no ha quedado subsumida, en la actualidad, bajo el rótulo residual de «Filosofía», mereciendo también -ahora por el lado «práctico»- la consideración especial que la lógica y filosofía de la ciencia merecían por el lado «especulativo». La impregnación «analítica» de nuestra filosofía ética en los últimos años es, en cualquier caso, muy considerable, con independencia de cuáles estén siendo sus últimos avatares: la atención a la bibliografía anglosajona ha sido, en ese sector, muy intensa; es posible que ello le preste una imagen más presentable ante autoridades educativas cuyas pretensiones de reforma miran, fundamentalmente, a modelos británicos o norteamericanos.

    Habíamos dicho que no faltan entre nosotros «analíticos» dedicados sobre todo a cuestiones epistemológicas u ontológicas: y quizá entre ellos, hablando con propiedad, habría que buscar la influencia de la filosofía «británica» en un

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    sentido más estricto del término. Nombres como los de José Hierro, José Luis Blasco o Alfonso García Suárez van unidos a una producción significativa en este sentido, que, como antes decíamos, incluye la defensa -en estos tiempos de vertiginosa decadencia de las consideraciones «filosóficas»- de una perspectiva que es abiertamente filosófica, con una problemática característica y una técnica sui generis, estrechamente vinculada al mundo filosófico anglosajón. Muchas veces se ha sugerido que esta vinculación nos liga a tradiciones ajenas y a un lenguaje ajeno, tradiciones y lenguaje que, al condicionar el ejercicio del pensamiento, harían que su asunción por parte de una filosofía cultivada en este país no pudiera darse sino a costa de una fuerte artificiosidad cultural. Los analíticos probablemente responderían que a ellos no les importa el patriotismo filosófico y que, si adoptan ese modo de filosofar, es porque lo consideran precisamente universalizable; como quiera que sea, parece difícil concebir este tipo de filosofía analítica -menos aún que cualquiera otra- como un producto que pudiera trascender los marcos estrictamente académicos, lo que, por otra parte, no sé si importará mucho a sus cultivadores. En cierto modo, «académicos» son todos los aludidos en estas líneas; las filosofías que, en la actualidad, y a pesar de los pesares, aún se esfuerzan en pretender una influencia «mundana», no se incluirían en el ámbito de esta imprecisa Anglosajonia filosófica española que hemos evocado: lo mundanamente decisivo, como influencia anglosajona en nuestra cultura, no es filosófico, y lo filosófico (si algo hay to- ..a... davía), como influencia mundana, no es �anglosajón. ,...