Biblioteca COMARCA / Pueblerías

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Gonzalo Fragui

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Pueblerías

Mérida - República Bolivariana de VenezuelaSeptiembre de 2013

Gonzalo Fragui

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Pueblerías© Gonzalo Fragui© FUNDECEM

Gobierno Socialista de MéridaGobernador Alexis Ramírez

Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida - FUNDECEMPresidente Pausides Reyes

Unidad de Literatura y Diseño FUNDECEMEver Delgado / Angela Márquez / Juan Jorge Inglessis

Fotografía Gonzalo Fragui

HECHO EL DEPÓSITO DE LEYDepósito Legal: LF49120138003173ISBN: 978-980-7614-03-0

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Presentación

De Mucutuy lo trajeron a la ciudad en creciente y la magia de la luna magnificó su nostalgia por el terruño. Lo inscribieron en el Seminario de Mérida para que continuara sus estudios y allí descubrió que su vocación no era la de pastor de ovejas sino la de soñador realengo: “Yo hubiera querido ser pescador como Jesús/ pescador de hombres para alguna revolución/ hace días que camino sin rumbo/ rebelde y sin cauce”. El muchacho apacible escucha con atención las advertencias consagradas de los sabios pero se empeña en otras y nace De otras advertencias, su primer poemario. La nostalgia le sigue acompañando a todas partes, no le da tregua, le protege de las “malas influencias” del modernismo civilizador y le sirve de inspiración para su buena musa. El tiempo de Gonzalo se descuenta o se aumenta en lunas; un subterfugio suyo para evadir las explicaciones racionales que deberían dar cuenta de su amor por Mucutuy. Con la llegada del tiempo de la semilla merma la luz en la luna que le ha tocado en fortuna del sol amante atrevido; y El poeta que escribía en menguante germina en poesía dulce y jugosa: “Sentía frio y vestía de intemperie/ habría querido tomar un café/ tenía la cabeza gacha y las manos entre las piernas/ hablaba como quien tiene un mal incurable/ estaba atacado mortalmente de

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poesía/ (…)/ volvió a casa/ tenía unas ganas inmensas de escribir unos buenos poemas/ dulces y jugosos como los mangos y la guayabas/ se asomó a la ventana/ y tuvo la sensación de haberse asomado al mundo/ al mundo recortado de su infancia/ un arcoíris se deslizaba por la montaña/ como una gran serpiente de colores/ quiso jugar a meterse dentro de él/ como lo hacía de niño/ pero sintió un extraño cansancio y se fue a acostar/ quería soñar con helechos y lirios blancos” Fragui siempre anda ebrio de nostalgia; de esas borracheras ha resultado una obra poética cuyo “norte es el sur”: La hora de Job, Viaje a Penélope, Dos minutos y medio, De poetas y otras emergencias, y Obra poética, y una obra narrativa con los libros El humor en los tiempos del cólera, Poeterías, El escorpión de cera, Mini-taurus y, por supuesto, Ebriedades.

La Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida (FUNDECEM), como una contribución al apoyo de nuestros creadores, ha decidido publicar Pueblerías. Las historias contadas por Gonzalo Fragui en esta obra vienen de lo más profundo del alma popular y han sido recogidas, adobadas y pulimentadas con toda la mala intención de ahorrarle al lector, amargado por el tedio de los lugares comunes, los costosos tratamientos con risoterapias serias. Aquí no hay espacio para la seriedad; ese es un vicio que inventó la tristeza en un arrebato de soberbia contra la alegría.

Pausides ReyesPresidente de FUNDECEM

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“…contar historias es un entretenimiento liberador para el cansancio del hombre”.

Mariano Picón-Salas.

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Orangel

Orangel Montilla era el menor de doce hermanos. Vivían en una aldea de Mucutuy llamada La Veguilla pero con muchas dificultades económicas. Por eso Orangel decía:

- Éramos tan pobres que si queríamos comer arroz con huevo había que esperar que la gallina pusiera.

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Tradiciones

En Mucutuy las muchachas tenían la costumbre de casarse con velo y corona. Para poder conquistar a una de esas chicas había que llevarlas primero a la prefectura y al altar. Ninguna aceptaba juntarse como para probar. Ma-trimonio o nada era su consigna. Hasta que hubo una que rompió la tradición.

Se casó sin velo.

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Ramón Rivas

Ramón Rivas bebía mucho aguardiente. Un día enfer-mó de gravedad y tuvieron que llevarlo de emergencia al hospital. El médico lo examinó con toda parsimonia y lue-go le dijo en tono de reclamo:

- Déjeme decirle que el licor lo está matando poco a poco.

Y Ramón le respondió:

- Pues la verdad es que yo tampoco estoy muy apurado.

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Pan caliente

Homero Molina tenía una bodega en Chacantá donde ofrecía:

Pan caliente a toda hora

Y era verdad. Recién hecho, o de varios días después de horneado, el pan se mantenía caliente. La gente se pre-guntaba cómo hacía Homero, sin microondas, sin hornos eléctricos, para tener siempre caliente el pan.

Detrás del mostrador de madera, Homero tenía una gran cesta. Allí ponía el pan caliente, recién horneado, oloroso, impregnado de cínaros, y luego lo tapaba con un plástico.

Pero era también el lugar donde le gustaba dormir al perro de la casa.

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Publicidad

La señora Juana Cerrada vendía comida y tenía una pequeña pensión en Mesa de Quintero. Se acercaba la fies-ta del Santo Niño de Atocha, Patrono del pueblo, el 15 de diciembre, y, para tratar de aprovechar la fecha, decidió poner un aviso que orientara a los turistas y visitantes.

Llegó el día y la señora Juana se levantó de madruga-da, preparó empanadas, pasteles, arepas, hallacas, sanco-chos, dulces, café, guarapo y chocolate. A la hora del desa-yuno no se acercó ni un alma para tomar café. Después de la misa de once esperó que fuera mucha gente a almorzar pero no fue nadie. Tampoco a la hora de la merienda ni para la cena.

Finalizó el día y la señora Juana se quedó con toda la comida. A pesar de que las fiestas habían estado muy bue-nas, con visitantes de muchos pueblos vecinos, algo extra-ño había sucedido porque nadie llegó a la pensión.

Semanas después unos canagüeros se encontraron en Mérida con la señora Juana y le reclamaron:

- La pasada de hambre que nos echó usted en las fiestas de Mesa de Quintero.

La señora Juana no entendía, les dijo ella no se había movido de la pensión, había hecho suficiente comida y que

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incluso había puesto carteles por todos lados para hacerle publicidad a la pensión. Pero precisamente ese había sido el problema.

La publicidad decía:

PENSIÓN CERRADA

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Sortario

A mi padre siempre le gustó negociar. Iba al Arau-ca, llevaba pieles y traía armas. Me confesó que había sido contrabandista de armas. Yo le pregunté qué cosas traía en cada viaje. Él me detalló: una escopeta de doble cañón, de esas que llaman «morochas», unos dos revólveres y unas diez navajas pico´ e loro.

Un día mi padre llegó de nuevo al Arauca, intentó vender unas pieles pero le ofrecieron poco dinero y mi pa-dre se molestó. El comprador dijo entonces que no le com-praba nada y lanzó las pieles a la calle. Mi padre recogió las pieles y se metió en el primer bar que encontró. Pidió una botella de aguardiente y se puso a beber. Al bar llegó un hombre al que le faltaba un brazo y sin embargo montaba con agilidad una bicicleta. El hombre vio el rollo de pieles y preguntó de quién era. El cantinero señaló a mi padre. El manco se acercó y le dijo a mi padre que él conocía a alguien que podía pagar un buen precio por esas pieles. Que podía ir a venderlas y que regresaría más tarde con el dinero. Mi padre aceptó, le ofreció un trago y le entregó las pieles.

El cantinero, que estaba observando, le preguntó a mi padre que si conocía al manco. Mi padre le dijo que no, que era la primera vez que lo veía. El cantinero le dijo con ironía «Primera y última, porque ese tipo no regresa ni con las pieles ni con la plata».

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- Peor para él- dijo mi padre- porque a él le falta un brazo y yo tengo los dos, puedo trabajar- y se tomó otro trago.

Al rato regresó el manco con el dinero. Entonces mi padre y él se tomaron la botella de aguardiente, compraron otra y se fueron a beber como dos viejos amigos. Antes de salir del bar, el cantinero le dijo a mi padre:

- A usted no le va a faltar nunca nada en la vida.

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Arroz y pato

En Guaimaral un señor tenía mucha hambre y, como era cerca del mediodía, fue a visitar a unos amigos para que lo invitaran a almorzar. La familia era muy pobre. Es-peraron un rato pero, como la visita no se iba, decidieron comer.

- Vecino, si quiere nos acompaña a comer arroz y pato.

- Ah, bueno, muchas gracias, aceptó encantado.

Se sentaron a la mesa y trajeron un arroz blanco. La fa-milia empezó a comer mientras el vecino esperaba. Cuan-do los de la casa terminaron le preguntaron al visitante que por qué no comía, y el señor respondió que estaba esperan-do el pato.

- ¿Cuál pato?.

- Ustedes dijeron que arroz y pato.

Ahí fue que le aclararon.

- No, nosotros lo que le dijimos fue “arroz jipato”.

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Adolfo Mejías

En Ejido, el poeta Adolfo Mejías estaba leyendo un poema en un parque.

- Se me crispa la piel al ver caer las hojas de los árboles…

- A mí también- dice un viejito que está casi acostado en un banco del parque.

El poeta detiene la lectura, mira condescendiente al anciano, y se lanza de nuevo con su verso:

- Se me crispa la piel al ver caer las hojas de los árboles…

- A mí también- vuelve a decir el viejito.

Adolfo interrumpe de nuevo su lectura y, un poco molesto, le pregunta al anciano:

- Disculpe, maestro, ¿acaso usted también es poeta?

- Noo…

-Y-entonces-¿por-qué-se-le-crispa-la-piel-al-ver-caer-las-hojas-de-los-árboles?.

- Ah, porque yo soy el que barre el parque.

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San Benito (I)

Ramón Mora cuenta que en Santa Bárbara del Zulia un día se les fue la mano con las celebraciones de San Be-nito. Tres días de baile, de música, de tragos, hizo que el alcalde del pueblo se enfureciera y pusiera presos a los ce-lebrantes y al santo.

Sin instrumentos musicales y sin licor, la fiesta siguió dentro de la cárcel pero afuera empezó a llover tanto que el río Escalante se desbordó y amenazaba con inundar el pueblo.

Tuvieron que liberar a San Benito y a sus devotos para que dejara de llover.

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San Benito (II)

Jovino era muy devoto de San Benito. Todos los años preparaba una fiesta con comida y licor pero, como era muy tacaño, pedía que fueran pocos, que no llevaran tanta gente. Nada de jóvenes ni de niños.

En una celebración, a la hora de la comida, el mismo Jovino repartió el sancocho pero daba tan poquito que la gente quedaba con hambre. Luego escondió la olla mien-tras los invitados se marchaban molestos. Jovino comió sancocho el lunes, el martes, toda la semana, dos semanas, tres semanas y el sancocho no se terminaba. Jovino comió hasta que se hartó pero la olla seguía completamente llena. Entonces comprendió.

Al año siguiente, para la celebración de San Benito, Jovino pidió que fueran todos.

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La tierra tiembla

En un terremoto, hace muchos años, el pueblo de Ace-quias quedó casi destruido. Lo único que se mantuvo más o menos en pie fue la iglesia. Ahí se reunió todo el pueblo. El sacerdote aprovechó para ponerlos a rezar ya que úl-timamente casi nadie iba a misa. En el momento en que estaban más asustados el padre gritó:

- ¡El Padre Nuestro!

Y todos rezaron:

- Padre Nuestro, que estás en los cielos…

El padre gritó de nuevo:

- ¡El Ave María!

- Dios te salve, María, llena eres de gracia…

- ¡La Salve!

- Dios te salve, Reina y Madre,...

De pronto el padre vio que una tabla del techo estaba a punto de caer sobre sus feligreses. Para prevenirlos del peligro gritó:

- ¡La tabla!Y toda la comunidad, como una sola voz, recitó la ta-

bla:

- Dos por dos, cuatro. Dos por tres, seis, dos por cuatro, ocho…

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Café y rosario

El obispo de Mérida fue a visitar a un sacerdote que había decidido no salir nunca más de su aldea. Al llegar encontró al padre de lo más tranquilo, acostado en un chin-chorro. Era un caso extraño. El obispo empezó a indagar.

- Pero, Padre, hay que salir, ver otros mundos. Es que acaso, usted, en esta aldea tan pequeña, ¿no se aburre?.

- No, Monseñor, yo con mi café y mi rosario tengo.

-¿Verdad?, preguntó sorprendido el obispo por tanta austeridad. A propósito, no tendrás por ahí un cafecito.

- Por supuesto, no faltaba más.

Entonces el padre miró para la cocina y gritó:

- Rosario, tráigale un cafecito aquí al señor obispo.

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El Padre Moreno

El Padre Moreno tenía fama de enamorado. Las malas lenguas decían que tenía muchos hijos “regados”. Un día, preocupado por la salud sexual de sus feligreses, el padre Moreno se pasó de sincero:

- Hermanos míos, he tenido noticias de que proliferan las enfermedades venéreas en esta nuestra comunidad. Yo les ruego a los hombres que sean cuidadosos, porque después le pegan esas enfermedades a sus esposas, y ahí sí es verdad que nos vamos a enfermar todos.

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El que sabe, sabe

En una aldea vivía un señor que tenía un hijo muy estudioso. Como había sacado buenas calificaciones en la primaria, el padre prometió enviarlo al pueblo para que estudiara la secundaria. Cuando el chico finalizó, con exce-lentes calificaciones, el bachillerato, pidió a su padre que lo enviara a la ciudad para estudiar en la universidad. Cuan-do el joven finalizó la carrera universitaria, también con excelentes calificaciones, le dijo al padre que lo enviara al exterior a realizar un postgrado.

El padre no tenía mucho dinero pero hizo un esfuerzo para que su hijo se fuera a estudiar en las Europas.

Cuando finalizó el postgrado, el joven regresó a la al-dea para visitar a sus padres. El padre lo felicitó pero, sos-pechoso, le preguntó qué tanto era lo que había aprendido, que le hiciera alguna demostración. El joven le explicó que él se había graduado en algo muy difícil, podía hacer ha-blar a los árboles, a los animales y a las piedras.

El padre no creía. Pidió una prueba. El joven entonces se dirigió a un árbol y le preguntó cuántos años tenía.

- Tengo doscientos años, respondió el árbol.

El padre seguía sin convencerse. El joven se dirigió ahora a una piedra y le preguntó cuánto pesaba.

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- Quinientas toneladas, respondió la piedra.

- No, no, todavía no lo creo. Necesito una prueba más.

El muchacho aceptó. Vio pasar una burra y dijo:

- Vamos a preguntarle a esa burra por todos sus amores.

El padre del muchacho palideció, e inmediatamente pidió que no le preguntaran nada al animal.

- Pero, ¿por qué?, preguntó el joven.

Y el padre, tratando de encontrar una razón convin-cente, dijo:

- Es que esa burra es muy embustera.

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Defensas bajas

Una pareja se quería mucho pero un día pelearon. Entonces Ella colocó, en medio de los dos, una tabla en la única cama que tenían y donde habían dormido toda la vida juntos. Él pidió disculpas pero Ella lo ignoró. Todas las mañanas, Él le daba los Buenos Días, pero Ella no respondía. Le preparaba café, pero Ella dejaba que se enfriara. En las noches, le daba las Buenas Noches, pero Ella no respondía. En Navidad, le deseaba una Feliz Navidad, pero Ella no respondía. En año nuevo le deseaba un Feliz Año Nuevo, pero Ella no respondía. En la fecha de su cumpleaños le deseaba un Feliz Cumpleaños, pero Ella no respondía. Le llevó incluso una torta pero Ella ni la probó.

Desilusionado, Él pensó marcharse de la casa pero no tenía dónde ir. Un día que ambos tenían gripe y estaban en la cama, (cada uno en su lado), Ella estornudó y Él, (más por costumbre que por otra cosa), dijo: ¡Salud!. Entonces Ella habló de nuevo. Dijo: Gracias. Sorprendido Él preguntó, como con inocencia:

- ¿Quito la tabla?.

Y Ella, con voz desmayada, respondió:

- Pues quítela.

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De viaje

Oscar Rivera se encontró con don Olinto y se pusieron a conversar. Don Olinto era muy amigo del padre de Oscar y, como hacía mucho tiempo que no lo veía, de inmediato quiso saber cómo estaba.

- Mi papá está en un crucero, respondió Oscar.

- ¿En un crucero?. Qué bien, ya era tiempo de que gastara la platica, se alegró don Olinto. ¿Y por dónde anda ahorita?

- Pues no sabemos.

- ¿Cómo que no saben?¿Acaso no se comunica con ustedes?

- Pues, sí, por ahí manda señales.

- ¿Y en que puerto lo embarcaron?

- En el Cementerio El Espejo.

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Pasar el páramo

En Mérida, una mañana Pedrito, al escuchar a la ma-dre, empezó a gritar:

- El abuelo me va a traer un regalo, el abuelo me va a traer un regalo, el abuelo…

Otro niño que estaba jugando con Pedrito le preguntó cómo sabía que el abuelo le iba a traer un regalo si hacía mucho tiempo que estaba enfermo en Valera.

- Ah, porque acaban de llamar precisamente de Valera, y cuando mi mamá trancó el teléfono dijo: ¡Qué vaina, el abuelo acaba de pasar el páramo!.

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Doctores

Dos amigos conversaban tranquilamente en una cafe-tería. De pronto pasó un carro y uno de ellos dijo:

- Ahí va el doctor que me puso a caminar de nuevo.

- ¿Cuál doctor?. Ese no es ningún médico.

- Sí, pero es abogado, y fue el que me embargó el carro.

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Amantes

Hace algunos años fuimos a un recital poético en el penitenciario de Santa Ana, en el Táchira. Al salir vimos a unos reclusos detrás de una cerca de alambre. Yo no enten-día qué hacían. Giraban sus brazos como veletas, hacían énfasis, lloraban o reían, con los ojos fijos en la distancia.

- Mira hacia allá, me dijo alguien.

A lo lejos había otra cerca. Detrás, varias mujeres co-rrespondían con igual o mayor énfasis a los hombres.

No se habían tocado nunca, no sabían sus nombres, no hablaban, pero yo no he visto ni he conocido otro amor más carnal que el de estos amantes.

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Don Chon

Antes de las elecciones del 68 un señor de la aldea Mocomboco llegó a la bodega de don Chon para pedirle un favor. El señor quería votar pero no tenía cédula. Él no conocía la ciudad, en cambio don Chon iba con frecuencia para buscar mercancía. El señor puso sobre el mostrador la partida de nacimiento y de la esquina de un pañuelo des-nudó unos fuertes de plata. El señor quería que don Chon le hiciera el favor de sacarle la cédula. Don Chon dijo que sí. En el siguiente viaje a la ciudad aprovecharía para ha-cerle el favor al amigo. Tomó la partida de nacimiento y se guardó las monedas.

Con el tiempo llegó la cédula. El señor de Mocombo-co la miró con detenimiento. Todo correcto, fecha de naci-miento, nombres, apellidos. Sólo un pequeño detalle. La foto era de don Chon.

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Maurice Hasson

El violinista Maurice Hasson fue una navidad a to-car el Aleluya de Haendel en la iglesia de Jají. Al llegar al pueblo el violinista francés fue rodeado por violinistas populares que lo estaban esperando y querían tocar con él. Hasson explicó a los organizadores del evento que le daba mucha pena desilusionar a los músicos del pueblo pero no podía permitir que tocaran con él. El Aleluya era una pieza muy difícil, requería de muchos años de estudio en un con-servatorio, además de los ensayos. Finalmente argumentó que los músicos campesinos no sabían leer partituras. Los organizadores escucharon en silencio.

- Pues trate usted de convencerlos porque nosotros no pudi-mos, le dijeron a Hasson.

Hasson salió y conversó con los músicos populares, les explicó más o menos los mismos argumentos que había dado a los organizadores pero los campesinos seguían em-peñados en tocar con el músico invitado. Como no pudo disuadirlos, Hasson preguntó cómo lo seguirían si no sa-bían leer partituras ni habían ensayado antes. Alguien res-pondió:

- De oído.

Maurice Hasson diría después que es la experiencia más maravillosa que ha tenido en su vida de músico.

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Andrés Eloy

Entre 1932 y 1933 el poeta Andrés Eloy Blanco estuvo confinado en un pueblito de los Andes venezolanos llama-do Timotes. Recién había salido del Castillo de Puerto Ca-bello, como preso político de Gómez, por su participación en los sucesos del año 28.

A pesar de su precaria salud, Andrés Eloy recorría las montañas y las lagunas, por eso conoció de fríos y ventis-queros, allí escribió su famoso poema a la “Loca Luz Ca-raballo”.

Un día el poeta iba con un baquiano por unas aldeas de los Andes y se les hizo de noche. Pidieron posada en casa de una señora muy pobre que lo único que les ofreció fue café y la casa para dormir, pero no tenía esteras ni ha-macas ni cobijas. Andrés Eloy había llevado su cobija y se acostó en el suelo. Igual hizo el compañero de viaje, pero sin cobija. El poeta tenía cobija y temblaba del frío pero el campesino, sólo con su ruana, dormía plácidamente.

Andrés Eloy no aguantó la curiosidad y le preguntó que si no tenía frío. La respuesta del campesino lo dejó más helado.

El baquiano dijo:

- ¿Y para qué voy a tener frío si no traje cobija?.

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El Cabezón González

El Cabezón González era un ciclista de San Antonio del Táchira que tenía muchas ansias pero poca pierna. Casi siempre llegaba de último. En el ciclismo hay la tradición de que el corredor de la localidad a donde arribe la etapa que llegue en mejor posición recibe mayores premios. En la Vuelta al Táchira hay una etapa que tiene como meta a San Antonio, así que varios ciclistas se pusieron de acuerdo para dejar ganar al Cabezón y que de esa manera obtuvie-ra regalos que no se iba a ganar en otra parte. Finalizando la etapa los locutores de Ecos del Torbes no daban crédito a lo que estaban viendo. El Cabezón González iba entre los punteros y llegando a la meta se había adelantado en solitario hasta ganar la etapa.

En casa del Cabezón armaron la fiesta. Se reunió toda la familia y, mientras la madre aseguraba que esta vez el Cabezón iba a ganar la Vuelta, los hermanos sospechaban de la victoria.

Al otro día, la etapa era de regreso desde San Antonio a San Cristóbal lo que implicaba una subida muy fuerte. Al dar la partida el Cabezón se adelantó de nuevo para alegría de sus coterráneos, de sus familiares y amigos. La madre insistía que el Cabezón había entrenado bastante y era can-didato a ganar la Vuelta. El Cabezón sacó varios minutos de ventaja pero los demás corredores ni se preocuparon porque sabían que la subida era muy fuerte y el Cabezón

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no iba a aguantar. Efectivamente, a la altura de la alcabala de Peracal el Cabezón dio señales de cansancio y redujo el ritmo. Los demás ciclistas se fueron acercando hasta que los locutores anunciaron que el pelotón había dado caza al Cabezón González.

En casa del Cabezón había sentimientos encontrados. Mientras los hermanos se sentían defraudados, la madre no cabía en su alegría. Los hermanos le preguntaron por qué estaba tan contenta, y ella respondió:

- Porque en la radio acaban de decir que le dieron casa al Cabezón. Por fin una casa propia. Imagínese que el pobre tenía como veinte años pagando alquiler.

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Órdenes de Dios

Toribio bebía desordenadamente y cada vez eran más los problemas que le ocasionaba el licor. Varias veces había intentado dejar la bebida pero no podía. La esposa enton-ces le propuso que hablara con el sacerdote.

Eso hizo Toribio. Fue y le explicó al padre que no po-día dejar de beber pero, además, que cada vez eran peores las consecuencias.

El padre, al ver que no había remedio, le dijo a modo de consolación:

- Al menos beba con prudencia.

La esposa no estuvo de acuerdo pero Toribió argu-mentó:

- Son órdenes del padrecito, es decir, órdenes de Dios.

A partir de ese momento, y a pesar de no haber toma-do un trago de licor en toda su vida, la esposa acompañó a Toribio en todas sus borracheras. Por las aldeas se les vio juntos, siempre, borrachos los dos.

La esposa se llamaba Prudencia.

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Filemón

El abuelo Filemón producía aguardiente clandestino y eso le trajo muchos problemas con la Guardia Nacional y con la policía. A cada rato lo ponían preso. Pero la gente decía que el abuelo tenía un pacto con el diablo.

Un día la abuela Juana le pidió a un niño que le llevara el almuerzo al abuelo que estaba, una vez más, preso por lo del miche callejonero, que así lo llamaban. Al llegar a la prefectura, el policía de turno abrió la celda para que pasa-ra el niño con la comida pero por más que lo buscaron por todas partes no lo encontraron.

El niño regresó muy asustado y le comunicó a la abue-la Juana que el abuelo Filemón no estaba en la cárcel. La abuela guardó la comida y dijo en tono victorioso y ame-nazador:

- Yo ya lo sabía, vamos a ver si de ahora en adelante lo van a encarcelar de nuevo.

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Lenguaje cifrado

Vicentico, el telegrafista de Mucuchachí, se extrañó un poco cuando vio llegar al prefecto del pueblo para enviar un telegrama a Mérida. Pero lo que le sorprendió más fue el mensaje. El texto era breve, enigmático. Decía:

Señor GobernadorBÁCULO

A los días llegó de respuesta un mensaje igualmente críptico. Decía:

Señor PrefectoBINÓCULO

A Vicentico no le quedó ninguna duda. Todo parecía indicar que se trataba de una conspiración política. Mu-cho tiempo después Vicentico pudo descifrar el enigma. El Prefecto para congraciarse con el Gobernador que le había enviado una novia.

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El reloj de puntico

Una tarde, mi esposa Magally y yo caminábamos un poco aburridos por el centro de la ciudad. De pronto nos detuvimos frente a una joyería. Nosotros no tenemos ex-periencia en estos tipos de establecimientos, pero nos lla-mó particularmente la atención un reloj plateado, con un diseño semiespacial, que tenía un puntito en la mitad. Yo le pedí a Magally, quien es más salida que yo, que pre-guntara, sólo por preguntar, cuánto costaba el reloj y que averiguara qué era ese puntico.

La chica del mostrador fue tajante:

-Un millón setecientos mil bolívares, y eso no es ningún puntico, Señora, eso es un diamante.

Yo me retiré unos pasos, miré hacia otro lado y me puse a silbar. No me fueran a relacionar con esa señora tan ignorante.

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Chácharos

Don Pedro Durán, cuando iban a cazar cochinos de monte o chácharos por los lados de Agua Colorada, no per-mitía que llevaran avío. Se suponía que iban a cazar tantos animales que llevar comida resultaba un peso innecesario.

Decía don Pedro:

- Ya le estará doliendo a los chácharos por donde les va a entrar el plomo.

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Ceferino y las avispas

Ceferino vivía por los lados de Mucandú, en Pueblo Nuevo del Sur de Mérida. Era un bromista. Donde quiera que llegaba se ponía a contar cuentos y la gente lo rodeaba para escucharlo. No había lugar donde Ceferino no estuvie-ra haciendo reír a la gente. Ni en los velorios se quedaba ca-llado. Aunque todos disfrutaban de sus cuentos no faltaba alguien que se molestara. Cómo era posible que se estuvie-ran riendo en las mismas narices del muerto. Qué falta de respeto. Ceferino no hacía caso. Decía que cuando él murie-ra nadie iba a llorar porque los iba a hacer reír a todos.

Cuando Ceferino murió todo el mundo fue al velo-rio. Unos por solidaridad y otros por curiosidad. Querían ver si el muerto iba a cumplir. Qué broma les iba a echar. Todos se acercaban a la urna y esperaban que Ceferino les picara un ojo, les sacara la lengua. Que hiciera algo, pero el cadáver permanecía impasible. Pasó el velorio y el sacer-dote y los familiares se dispusieron a enterrarlo. Había una especie de frustración. Celestino no había cumplido.

Iban ya llegando al cementerio cuando una vaca que pastaba en un potrero vecino dio un mal paso y rodó hasta que la detuvo un árbol. En el árbol había un turrón de avis-pas que, con el golpe, cayó sobre el cortejo fúnebre. Todos fueron picados por las avispas, a pesar de que unos se es-condieron en el cementerio, otros se devolvieron al pueblo y hasta el cura que se metió con todo y sotana a un río.

El único que se salvó fue Ceferino, aunque el féretro quedó solo en la mitad del camino.

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La experiencia

Estando grave don Rafael en su lecho de muerte, vino uno de sus hijos e intentó cambiarle un viejo crucifijo de madera por uno nuevo y plateado que le habían llevado de la ciudad.

Don Rafael, con la poca voz que le quedaba, protestó:

- Ay, mijo, déjeme este que tiene más experiencia…

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PUEBLERÍAS

Aureliano González

Aureliano González fue un día caminar por las afue-ras de Boconó. Tomó el camino de Las Guayabitas hacia abajo y le dio libertad a sus pasos. Ya alejado de la ciudad se dio cuenta de que había entrado la noche y sintió miedo. Acababa de regresar de una larga temporada en Caracas y la paranoia de la gran ciudad todavía lo acompañaba.

Cansado y contrariado por el descuido, vio venir a lo lejos a un jeep. El chofer se ofreció a llevarlo. Aureliano agradeció el gesto y aceptó. De pronto el chofer cambió de ruta, tomó por un camino real, se detuvo ante una casa, y pidió a Aureliano que lo esperara un poco.

-Ya regreso- le dijo.

A Aureliano se le dispararon los nervios. Pensó que lo iban a robar o a matar, o a lo mejor quién sabe.

Al rato, el señor salió de la casa, pidió disculpas por la demora, y dio las razones del desvío.

-Era que hoy no le había pedido la bendición a mi mamá.

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Sin intemperie

En Mucutuy había un borrachito muy mentiroso. Un día, Mauro, que así se llamaba, contó que hacía mucho tiempo se habían ido, él y varios hombres, a la montaña, a matar un tigre. Pasados los días se quedaron sin agua y sin comida y empezó a llover y se perdieron y no encon-traban ni una cueva donde escampar ni donde dormir por las noches.

Alguien le interrumpió para ayudarlo:

- A la intemperie, pues.

- No, no, ni eso teníamos- dijo el borrachito, que siguió contando sin inmutarse su historia inverosímil.

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Duendes

Una madrugada iba mi padre en su mula de Mucu-chachí a Caparo. En un zanjón, por el que corría agua fres-ca, mi padre no aguantó la sed que tenía, producto de la borrachera del día anterior, y se bajó de la mula.

Mientras hombre y animal bebían agua, un hombre-cito, sentado en una piedra, preguntó a mi padre que si llevaba algo de comer para que le convidara.

Mi padre pensó que lo único que llevaba era el avío para el camino, que si se lo daba se quedaría sin con qué comer, pero terminó dándoselo. Dios proveerá.

Varias horas después, ya amaneciendo, mi padre vio a la orilla del camino, sobre una piedra, una bolsita de cuero. No aguantó la curiosidad y se bajó para ver.

Era una bolsita llena de morocotas.

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Don Antonio Flores

Don Antonio Flores tenía fama de ser muy rico. An-daba siempre con una faja de cuero llena de fuertes y mo-rocotas.

Un día don Antonio llegó al pueblo y, al bajarse del caballo, se le abrió la faja. Se regaron por el piso montones de morocotas y monedas de plata. Varias personas que es-taban cerca corrieron a recoger las monedas pero don An-tonio sacó un revólver, hizo un disparo al aire, y dijo:

- El que me ayude lo mato.

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PUEBLERÍAS

El loco de Pregonero

Cuenta el poeta Antonio Mora que en Pregonero ha-bía un loco, como en todos los pueblos. En una oportuni-dad nadie supo de él por varios días, así que los vecinos del pueblo lo dieron por perdido. Organizaron varios gru-pos de voluntarios y salieron en su búsqueda.

Un campesino vio al loco de lo más tranquilo cami-nando por el campo y le informó que en el pueblo lo creían perdido y que lo andaban buscando.

El loco empezó a rezar de inmediato:

-¡Virgen del Carmen, que yo aparezca, que yo aparezca!

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Morocotas

En Mucuchachí vivía un señor muy rico llamado don Víctor. Tenía muchas haciendas, peones, ganado, moroco-tas y plata blanca. Como no había bancos, don Víctor guar-daba ese tesoro en grandes vasijas de barro y las enterraba en el solar de la casa que daba al río. Había escuchado decir que la plata se movía pero él era tan poderoso que no creía sino en sí mismo.

Un día, una señora que tenía muchos años trabaján-dole fue a cobrarle. Don Víctor no sólo no le pagó el dinero que le debía sino que incluso mandó a darle unos latigazos y la echó de la hacienda escasamente con lo que llevaba encima. La señora, sin esposo y con un niño pequeño, se fue al campo sin poder hacer nada porque el prefecto del pueblo era compadre de don Víctor.

Una mañana que Romualda, así se llamaba la señora, recorría las riberas del río, buscando algo de comer, se en-contró con una vasija de barro rota que, al chocar con una de las piedras, había dejado un reguero de morocotas.

El oro no olvida.

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Virgen de la Salamanca

Don Juan Rojas estaba muy preocupado por su espo-sa. Era primeriza y a punto de parir. A cada rato decía que si él pudiera le gustaría compartir el dolor de su esposa, para que no sufriera sola, pero no se podía. Eso lo repetía una y otra vez, primero a los vecinos, luego a los familia-res, y finalmente a sus compadres y amigos.

El día del parto, Don Juan llegó con varios tragos y la misma letanía, que a él le gustaría compartir el dolor de parto de su mujer. Doña Valeriana, la comadrona, al escu-charlo lo retó:

- Así que a usted le gustaría compartir el dolor de su mujer.

- Sí, respondió Don Juan, yo quiero mucho a mi esposa y no quisiera que sufra ella sola.

- Muy bien, le dijo la comadrona, vamos a hacer lo si-guiente. Usted se va a amarrar los testículos con esta cabuya, luego yo la paso por lo alto de aquella viga y se la doy a su esposa. Para poder parir, su esposa va a tener que pujar, va a tener que hacer fuerza, es decir, le va a doler, y ahí va a entrar usted a com-partir su dolor.

Cuando empezó el trabajo de parto la señora gritó:

- Ay, Virgen de la Salamanca.

Y don Juan respondió:

- No jale muy duro porque me las arranca.

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Mauro

Mauro siempre estaba con su botella de aguardiente. La gente le recriminaba, todos lo regañaban, le pedían que dejara el licor pero Mauro se negaba. Ni en Semana Santa, cuando recorría el pueblo tocando la matraca, Mauro deja-ba la botella.

Un día le preguntaron amorosamente que por qué no soltaba la botella, y él respondió:

- Es que si la suelto me caigo.

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La mudanza del arcoíris

El arcoíris solía venir a tomar agua de la quebrada. Los vecinos empezaron a echar basura y él se molestó. Un día de lluvia vino el arcoíris, estuvo dando vueltas por ahí, después llovió toda la noche y la quebrada se desbordó.

Al día siguiente, en la mañana, fuimos a ver y nos di-mos cuenta que donde bebía el arcoíris había quedado un gran peladero, no había ni árboles, ni flores, ni frutos, ni piedras, ni pozos, ni pájaros.

El Conde Bleu que estaba allí con nosotros explicó lo que había sucedido:

- El arcoíris se mudó con todo y casa.

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OriolAl poeta Gabriel Saldivia,

experto en bebidas clandestinas.

En la encrucijada de Mistajá, San Rafael del Macho y La Azulita, en el estado Mérida, está la bodeguita de Oriol. A primera vista pareciera tener pocos víveres pero detrás de una cortina hay de todo. Un día llegaron unos paisanos en un jeep, (que es el mejor automóvil para andar por esos caminos que son muy angostos, llenos de baches y de pe-ligros), se comieron todas las empanadas y preguntaron por aguardiente callejonero. Oriol dijo que tenía uno muy bueno. Fue detrás de la cortina y regresó con una botella.

- Este miche es milagroso para los choferes, aseguró Oriol.

- ¿Verdad? y eso ¿por qué?, preguntaron incrédulos.

-Sí, porque después de varios tragos a uno se le ensancha el camino, se le olvidan los huecos y desaparecen los temores. Está recomendado por el Ministerio de Transporte y Comunicaciones.

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El extraño caso del murciélgo sordo

El joven murciélago iba de tumbo en tumbo. Sencilla-mente no oía. O, para ser más precisos, ni veía ni oía. Su suerte no podía ser peor, no podía salir de noche, ni de día. Sus padres ya habían sospechado que algo andaba mal. De niño, el murciélago llegaba a casa con moretones. Los pa-dres pensaron en peleas con sus compañeritos de estudio. Fueron al colegio y preguntaron a los profesores, pero en el colegio todos coincidieron en que era un niño demasia-do tranquilo, más bien un poco retraído. Luego los padres pensaron en riñas callejeras. Durante noches lo siguieron a prudente distancia, espiaron sus recorridos, pero el niño siempre estaba solo, prefería caminar, y no, como todos, que salían volando literalmente a sus literas.

Después de varios exámenes, el médico de familia aclaró el enigma, el murciélago era sordo. Pero, como suele suceder, cuando un órgano se atrofia otro se desarrolla. El resto de su vida, nuestro murciélago desarrolló el sentido del olfato a tal grado que podía detectar el olor de la sangre en una picada de zancudo a varios kilómetros a la redonda.

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El puente del diablo

Don Isidro Valero, fundador de la aldea Capaz, en el

estado Mérida, no sabía qué hacer con el río porque, puen-te que ponía, puente que se llevaba. La aldea corría peli-gro de quedar aislada. Era tal su desesperación que un día pensó hacer un pacto con el diablo siempre y cuando se construyera un puente que el río no se pudiera llevar.

El diablo, que estaba atento a lo que pensaba don Isi-dro, lo visitó y le dijo que él podía hacer un puente de pie-dra que nunca se llevaría el río pero a cambio pedía el alma de don Isidro. El diablo se comprometía a hacer el puente en una noche. Si terminaba antes de que el gallo cantara se llevaría a don Isidro pero, si el gallo cantaba antes, don Isidro se salvaba. Se pusieron de acuerdo hombre y diablo, y fijaron fecha.

La noche indicada el diablo empezó a hacer rápida-mente el puente con unas piedras gigantescas. Cerca de la medianoche el puente estaba casi terminado. Todo parecía indicar que don Isidro estaba perdido. Pero don Isidro no era tonto. Mientras observaba la construcción del puente se había llevado consigo un gallo, una vela y un espejo. Cuando el puente estuvo a punto de ser concluido, don Isi-dro prendió la vela y puso el gallo frente al espejo. El gallo creyó que estaba amaneciendo y al ver a su contrincante en el espejo de inmediato empezó a cantar y a querer pelear El diablo, al escuchar el canto del gallo, soltó la última pie-

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dra, dejó inconcluso el puente y huyó de allí, sabiendo que había perdido la apuesta.

Don Isidro celebraba después. No sólo había salvado su alma sino que, aunque no quedó concluido del todo, el diablo había construido un gigantesco puente de piedra que nunca más se llevó el río.

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El naranjo

Don Felipe y su hijo Juancito acostumbraban hacer mercado en Ejido. Salían temprano de San Rafael del Ma-cho, caminaban todo el día, compraban lo que necesitaban, se quedaban a dormir en casa de una tía y al otro día re-gresaban.

Aquella madrugada hacía frío pero el caminar los hizo entrar rápidamente en calor. Las mulas abrían el paso que luego seguían padre e hijo. A la altura de un naranjo, Juancito creyó ver algo extraño, un hombrecito vestido de blanco y con sombrero le hacía señas para que fuera hacia él. Juancito se restregó los ojos para estar seguro de que no estaba soñando y volvió a mirar. Allí seguía el hombrecito llamándole. Entonces Juancito se arrimó a las mulas y no volvió a mirar hacia atrás.

Al llegar a Ejido, medio mudo, Juancito preguntó al padre que si había visto a un hombrecito vestido de blanco que estaba en el naranjo y hacía señas. Él dijo que no, que no había visto nada, y ni le creyó. Ese día hicieron merca-do, Juancito se olvidó del hombrecito y se fueron a dormir.

Al otro día salieron bien temprano y, cuando llegaron a una bodega, cerca del naranjo, Juancito y don Felipe se detuvieron para descansar y para tomar un refresco. Al no-más llegar, el dueño de la bodega comentó:

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-Teníamos las morocotas al lado y no lo sabíamos.

Ni Don Felipe ni Juancito entendieron. El bodeguero entonces explicó que un vecino de Jají había sacado un en-tierro de monedas de oro que estaba en la pata del naranjo.

Don Felipe miró a Juancito y no volvió a hablar duran-te todo el camino.

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El loro epiléptico

Pepe, el loro de Marco Aurelio Rodríguez, era feliz. Tomaba café todas las mañanas, hacía su siesta por las tar-des, y hasta compartía los aeróbics de la Tía Hercilia. Para su alegría, cada cierto tiempo le celebraban el cumpleaños, en fechas distintas y arbitrarias que Marco Aurelio esco-gía, y Pepe, entre lágrimas, apagaba la vela y pedía que lo abrazaran.

Por las tardes, cuando se sentía aburrido, salía de su jaula y Marco Aurelio lo agarraba por las alas y le cantaba “El Ratoncito Miguel” mientras Pepe bailaba de contento.

Pero un día esa animal felicidad se vio perturbada cuando Augusto, el padre de Marco Aurelio, llevó a la casa una caja grande de madera, con ojos que se movían para cambiar la música o las noticias, una larga antena, un cable que se enchufaba en la pared y otro que daba a tierra.

Un día que exploraba aquella extraña caja, Pepe se montó en uno de los cables y su curiosidad se convirtió en estremecimientos y gritos. Tuvieron que correr a rescatarlo antes de que Pepe quedara electrocutado. Para revivirlo lo metieron en una lata vacía a la que golpearon fuerte por todos los lados.

A partir de entonces, sin necesidad de contacto con cables, Pepe entraba en temblores luego se quedaba como

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en trance y caía al piso desmayado. Marco Aurelio lo aga-rraba y lo metía de nuevo en la lata y le aplicaba la misma terapia de choque. Pepe revivía lentamente y, aunque to-davía atolondrado, lanzaba una mirada fulminante al ca-jón de la radio.

Todos se fueron acostumbrando a los estremecimien-tos de Pepe y a su extraña medicina. Pero otro día apareció en casa un nuevo cajón de madera, de donde ya no sólo salían palabras y música sino también imágenes. Una enor-me caja con patas, a la que a veces había que golpear en la parte superior para detener unas rayas enloquecidas.

Ya no volvieron a comer en grupo. La familia casi ni hablaba. Pepe pasó a un segundo plano. Ya nadie jugaba con él ni le volvieron a celebrar el cumpleaños. Nunca más le pidieron la patica ni corrían a auxiliarlo en sus desmayos verdaderos o fingidos.

Un día, muy temprano, Pepe recogió lo que pudo en un pañuelo, lo amarró a la punta de un palo, como en los cuentos infantiles que antes le contaban, se lo puso al hombro, y, sin mirar para atrás, se marchó de casa para siempre.

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De cómo llegó una novela a Mérida

La novelista coriana Virginia Gil de Hermoso escribió, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, una novela llamada Incurables, publicada en España, posiblemente en 1915, después de la muerte de la escritora en 1913. Se trataba de una novela con carácter social, sobre problemas específicos de Falcón, que circuló bien en Coro, pero poco en el resto del país.

Enrique Uzcátegui Burguera de niño vivió en una ha-cienda de café, llamada Boconó, propiedad de su papá, don Antonio, cerca de La Mesa de los Indios, en el Estado Méri-da. Un día de 1929 se supo por la radio que unos venezola-nos habían tomado el fortín de Curazao, hicieron rendirse al Gobernador de la isla, sustrajeron todo el armamento, y con un barco llegaron a Coro, como Francisco de Miranda, por el Cabo de la Vela. Se mencionaban algunos nombres, Rafael Simón Urbina, Gustavo Machado, Miguel Otero Silva, entre otros. La radio nacional, al servicio de Gómez, hablaba de unos bandoleros, pero la radio internacional anunciaba la llegada de unos revolucionarios que acabarían con la dictadura del llamado Benemérito. Inmediatamente se opuso la resistencia del gobernador de Coro, León Ju-rado, y los revolucionarios no pudieron avanzar porque se acabaron las municiones, y por los heridos, así que cada quien agarró por donde mejor pudo y se dispersaron.

Una noche llegó a la hacienda Boconó un grupo de

hombres armados, unos a pie y otros a caballo, muy cansa-

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dos, hambrientos y con algunos heridos. Le dijeron a don Antonio, el dueño de la hacienda, que ellos no eran ban-doleros, que eran guerrilleros, y que lo único que pedían era pasar una noche, un poco de comida, y curar los heri-dos. Que andaban huyendo, que habían sido derrotados por el General Gómez y que venían con la intención de pasar a Colombia, pero que les diera posada esa noche. El señor Antonio les dijo que no había problema, él era gomecista pero ante aquellos hombres armados no se podía negar. Curaron los heridos, durmieron esa noche, descansaron, y al otro día en la mañana desayunaron, y se dispusieron a continuar el camino. De avío les dieron panela, algunas arepas, y algo de queso. Antes de mar-charse, un señor blanco, joven, elegante, herido, que tenía un tic nervioso y se tocaba a cada rato la nariz, se le acercó a Enrique y le dijo:

- Muchacho, yo no tengo cómo agradecerle a tu papá todo lo que ha hecho por nosotros, pero, cuando tomamos Coro, yo fui herido, y me curó una señora en una casa donde me atendieron muy bien. Ella me regaló esta novela. La escribió una hermana suya, y me la dio para que la leyera, ya que yo le había dicho que nos gustaba leer y que incluso estaban con nosotros algunos es-critores.

Era la novela Incurables de Virginia Gil de Hermoso. El señor le dijo a Enrique que era lo único valioso que ll-evaban encima, que incluso tenía un poquito de sangre, pero en agradecimiento él, que ya lo había leído, quería regalarles el libro. Luego se abrazaron y los guerrilleros se perdieron en el monte. Enrique recibió la novela, la

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leyó, la compartió con su hermano Antonio, la guardaron y después se olvidaron de aquel inesperado incidente.

Años más tarde, Enrique presenció un mitin político en Mérida. Había banderas rojas por todos lados. Se tra-taba de la primera campaña electoral para unas eleccio-nes presidenciales que se realizaba en Venezuela, donde resultó ganador el escritor Rómulo Gallegos. Enrique no se acercó porque toda su familia era de tendencia conser-vadora, pero desde lejos pudo observar a un señor blanco, elegante, con lentes y una corbata de lacito, que hablaba del socialismo. Por un momento tuvo la impresión de que lo conocía. Se regresó a la hacienda y, cuando ya estaba llegando, dio con el orador. Era la persona que les había regalado la novela de Virginia Gil de Hermoso.

Se trataba de Gustavo Machado, candidato por el Par-tido Comunista de Venezuela en 1947.

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El melómano

Su vida era la música. Todos los días recorría la ciu-dad con unos infaltables audífonos que iban directamente al bolsillo de su camisa. A veces parecía estremecerse con una guitarra eléctrica, o flotar con un pianísimo de Chopin, o simplemente deleitarse con salsa, quizá Maelo, tal vez la Fania. Muchas veces quisimos hablarle pero daba pena interrumpirle su pasión, la música.

Un día se desplomó frente a nosotros. Todos corri-mos a ayudarlo y pensamos que quizá se había pasado de tragos. Un leve bajón en los decibeles. Pronto nos dimos cuenta de que lamentablemente estaba muerto y entonces alguien pidió cuidado con la música. Le quitamos los au-dífonos de los oídos y los guardamos celosamente en el bolsillo de la camisa donde esperábamos encontrar un gra-bador, un radio, un MP3. Pero no, no había nada, los audí-fonos no finalizaban en nada.

O, a lo mejor sí, quizá finalizaban en alguna música espiritual que no necesitaba de aparatos.

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Barriga natural

Cuenta Manuel Isidro Molina que, a la hora que los niños salen de clase, estaba un señor barrigón a la puerta de una escuela en Valera esperando a alguien. Como el se-ñor no se acercaba a la puerta del plantel, la Directora, que estaba embarazada, pensando que tal vez el señor sería un poco tímido, muy solícita se le acercó y preguntó:

- Disculpe, señor, ¿usted también espera un niño?

Y el señor, un poco apenado, se tocó el voluminoso abdomen y dijo:

- No, señorita, esta barriga es natural.

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El hábito sí hace al monje

La señora Clemencia, en La Mesa de Esnujaque, tenía

una vaca muy lechera. Cada mañana llenaba uno y dos to-bos de espumosa leche que producía la mansa vaca. Un día doña Clemencia tuvo que viajar a Barquisimeto, porque se le casaba una hija, y dejó encargada a una comadre para que le ordeñara la vaca.

El primer día la comadre quiso cumplir con el encargo pero no pudo. La vaca se acercaba, la olfateaba pero luego se alejaba y, lo peor, la ubre no le crecía, no le bajaba leche, como si estuviera seca. La comadre lo intentó de nuevo el segundo día y nada. El tercer día se puso el vestido, el som-brero y las botas de doña Clemencia y, aunque no se dejó ver el rostro, se acercó a la vaca. La vaca olfateó la ropa, se tranquilizó, y se dejó ordeñar normalmente.

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Los bachilleres

Un día llegaron a Mucutuy dos señores que asegura-ban ser «bachilleres». Todo el pueblo estaba maravillado porque nunca antes habían visto a un bachiller.

Yo salí de mi casa y me encontré con la algarabía. Uno de mis amiguitos me informó que en el botiquín de mi pa-drino Juan Rivas estaban bebiendo cerveza los «bachille-res». Yo pregunté qué era eso pero no me supieron explicar. Parece que era una cosa muy importante. Nos acercamos al botiquín y efectivamente allí estaban los dos «bachille-res» diciéndole a todo el que llegaba que ellos eran «bachi-lleres». Los campesinos no cabían en su asombro. Todos querían tocarlos. Mi padrino sacó una mesa con mantel. Mi madrina Inés les preparó comida y no faltó gente del pueblo que les llevara gallinas, yuca o chimó. Después de que se emborracharon, los «bachilleres» desaparecieron del pueblo. Nadie los volvió a ver.

Al otro día en la escuela, a la hora del recreo, nos reunimos en el patio todos los niños del segundo grado. Hablamos del único tema que se tocaba en el pueblo en ese momento: los «bachilleres». Después de las clases yo llegué a mi casa con una meta. Mi madre tenía preparados unos pasteles dulces y, en medio de aquel manjar, dije en voz alta el sueño de mi vida: «Cuando yo sea grande quie-ro ser bachiller». Mi madre se sonrió pero no dijo nada.

Muchos años después, cuando supe la nota del último examen de quinto año de bachillerato, cuando por fin era

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bachiller, salí del Liceo Libertador a celebrar mi triunfo. Me fui caminando por la Avenida Tulio Febres Cordero esperando el momento en que llegara el arrebato de la ale-gría por haber alcanzado tan sublime meta. Caminé len-tamente y no sentí nada. Respiré profundamente y nada. Después pensé que quizá sentiría eso cuando me graduara de algo. Cuando me gradué de periodista me fui caminan-do por la Avenida Tulio Febres y nada. Respiré profun-damente y nada. Me dije que quizá cuando hiciera algún postgrado. Cuando terminé la maestría de filosofía me fui caminando por la Avenida Tulio Febres y nada. Respiré profundamente y nada. Pensé entonces que quizá sentiría lo de los «bachilleres» cuando hiciera un doctorado. Empe-cé mi doctorado y hoy soy candidato a doctor en filosofía y la verdad es que no sé si lo termine. Me falta sólo la tesis pero, igual, no siento nada.

Sin embargo, algunas veces, cuando veo o escucho a algunos estudiantes o profesores, me acuerdo de aquellos «bachilleres» de mi infancia.

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Puliti y el señor de la naranjas

Por lo menos una vez al mes los ciclistas tenían que recorrer, como parte de su entrenamiento, todas las carre-teras del Táchira. Algunas veces lo realizaban en grupo y otras individualmente. En un lugar muy apartado y solita-rio encontraban siempre a un señor que vendía naranjas. Al nomás ver a los ciclistas el señor empezaba a gritarles: ¡Vagos, mantenidos, vayan a trabajar!. Giandoménico Puliti escuchó varias veces aquellos improperios y no le quedó más remedio que tragarse su rabia. Hubiera querido de-mostrarle a aquel señor que ser ciclista no era ser vago y que además requería de mucho sacrificio.

Un día que entrenaban juntos unos diez ciclistas de la Lotería del Táchira divisaron a lo lejos al señor de las na-ranjas. Los ciclistas contaron que cuando iban solos este señor siempre los insultaba, así que se pusieron de acuerdo para, si esta vez les decía algo, darle un susto entre todos. Los ciclistas pasaron frente al naranjero quien no dijo nada, sólo que cuando los vio alejarse empezó a gritarles las co-sas de siempre. Los ciclistas de inmediato dieron la vuelta en “U” y se dirigieron al vendedor quien salió corriendo del camino por un barranco hacia abajo. Cuando sonreí-dos se disponían a reanudar el entrenamiento escucharon unos gritos del señor, al fondo del barranco, quien pedía auxilio pues en la carrera se había fracturado una pierna. Los ciclistas bajaron a ayudarlo y como el camino era poco frecuentado por vehículos improvisaron una camilla con

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las bicicletas, y así fueron relevándose hasta que un con-ductor se ofreció llevar el herido hasta el Hospital de San Cristóbal.

Los ciclistas se olvidaron del naranjero. Cuando, de nuevo, les tocó recorrer los caminos del Táchira, el señor de las naranjas, como siempre, los estaba esperando. Pero esta vez con su pierna enyesada y con jugo de naranja. Algunos creen, como eso fue hace mucho tiempo, que ahí empezó lo que hoy se conoce como la “zona de aprovisionamiento”.

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Desde el jardin

IUn día estaba en una esquina de Mérida garrapatean-

do unos versos en mi libreta. Un amigo me saluda y me pregunta qué hago. Yo le digo que boceteo un poema a una higuera. Mi amigo se interesa y quiere saber del poema. Yo le leo parte del poema que habla de una higuera que sus ramas empiezan a meterse por la ventana del baño, que los vecinos vienen a visitarnos cuando ya no aguantan el olor del melao y que Jesús un día se sentó bajó su sombra. Mi amigo se alegra. Qué gran poema, me dice. Él pregunta que si es un poema a una higuera de verdad. Yo le digo que sí, sólo que la higuera todavía no ha sido sembrada. Él no entiende eso de que los poemas pueden hacerse antes o después de la realidad. Que son una realidad en sí mis-mos. Que son decretos. En fin, que se va con una sensación de fraude. Yo me tranquilizo cuando otro amigo desde un carro me grita:

- Me guarda dulce.

Es un amigo pintor, quien ya pidió permiso para pin-tar la higuera.

IIUn amigo al enterarse de mi casita en el campo quie-

re hacerme un regalo. Lo acompaño a su casa y en su vi-vero personal me muestra una matica que ha sembrado

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especialmente para mí. Me dice que se trata de un ginko biloba. Me explica que es un árbol muy fuerte, que en Hi-roshima sobrevivieron a las dos bombas atómicas y otras maravillas que no recuerdo. Cuando me la entrega me dice compasivo que sólo hay un problema, yo le pregun-to cuál.

- Que hay que regarla hasta que tenga cien años, después ella crece sola.

IIIEn el campo es raro ver a un campesino con lentes.

Lorenzo, sin embargo, nunca se quitó los suyos. Nunca le vimos los ojos. Montaba su caballo orgulloso y paseaba por el pueblo con unos extraños lentes que parecían espe-jos. Era su tesoro más preciado. Incluso cuando se tomaba unos tragos podía caerse de borracho pero cuidaba que a sus lentes no le pasara nada. Los niños nos acercábamos a él para vernos reflejados, y jugábamos para ver las casas, el río, los guayabos en esos envidiables y curvos espejos que distorsionaban la vida pero la hacía diferente. Un día, de curioso, le pregunté que si los usaba siempre. Me dijo:

- Noo, sólo cuando abro los ojos.

IIIEn Mucutuy somos muy esperanzados. Una prueba

de ello es un viejito que tenía más de noventa años y, cada vez que hablaban del futuro, exclamaba:

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- Ay, cómo será dentro cien años, cuántos se habrán muerto y cuántos nos habremos casado.

IVUno puede negarse a todo menos al llamado del amor.

Un anciano merideño en su lecho de muerte es atendido por una nieta quien presurosa trata de ofrecerle todo lo ne-cesario para hacerle más llevadero el tránsito. En un mo-mento que el abuelo se queja, la nieta piensa que puede tener hambre y le pregunta, cariñosa:

- Abuelito, ¿quiere avenita?

El anciano está que ya no puede más, sin embargo abre los ojos, mira alrededor y dice:

- Bueno, si Benita está joven y bonita.

VEn Mucutuy creen que cuando la auyama crece mu-

cho inmediatamente se seca el tallo. Por eso los hombres se cuidan de que no les crezca la barriga.

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PUEBLERÍAS

Letrados

Al río Caparo llegó un día un señor de la capital. Quería hacer unas investigaciones y necesitaba pasar el río. Allí estaba siempre el canoero, un negro colombiano de apellido Estanga. El señor se acercó al canoero y le pidió que lo pasara. El canoero le dijo que era mejor esperar porque parecía que estaba lloviendo en las cabeceras del río. El señor no aceptó, dijo que tenía mucha prisa y que debía pasar inmediatamente. El canoero no dijo nada y empezó a remar. Mientras pasaban el río, el señor preguntó al canoero si sabía leer, el canoero dijo que no.

- No puede ser- se alarmó el señor, y prosiguió- déjeme decirle que usted ha perdido un cuarto de su vida.

- Pues vea, hermano, es que de niños éramos muy pobres- dijo humildemente el canoero.

- Pero sabrá escribir algo, firmar, por ejemplo- insistió el señor de la capital.

- No, tampoco, me toca firmar así con la huella.

- Discúlpeme pero entonces usted ha perdido la mitad de su vida- dijo arrogante el señor que tenía varios postgrados y doctorados.

- Pues sí, pero cómo le hacemos si mi mamá no nos puso en la escuela.

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A mitad del río se produjo una creciente que volteó la canoa. El canoero empezó a nadar hacia la orilla y gritó al señor de la capital que nadara en sentido de la corriente, pero el señor respondió que no sabía nadar. Entonces el canoero, al llegar a la orilla y ver que el señor había desaparecido en medio de las aguas, dijo para sus adentros:

- Pues entonces, mi señor, usted ha perdido toda su vida.

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PUEBLERÍAS

Uracales

Al poeta Lubio Cardozo,quien debió haber nacido en Choroní

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PUEBLERÍAS

El hombre que hablaba con los animales

En Uraca un señor de apellido Rojas tenía una ha-cienda que, por ser una encrucijada, pasaba mucha gente, o llegaban a pedir posada, sobre todo los andarines. Los andarines eran hombres que iban por los pueblos a pie o a caballo y pedían posada a cambio de algo. El señor Rojas les decía que se quedaran pero les preguntaba qué iban a dar a cambio. Casi nunca era dinero. El andarín decía, por ejemplo, que era dentista, entonces el dueño de la hacien-da buscaba a todos los peones que tuvieran problemas con sus dientes. A la mañana siguiente, después del desayu-no, le ponía una mesita con un alicate, un vaso con agua y sal y un algodón, y al rato empezaban a llegar peones y campesinos. El señor cobraba un bolívar. En otras opor-tunidades llegaba un andarín a quien también llamaban “maletero”. Generalmente era un señor flaquito con una enorme maleta que a veces se desmayaba del cansancio al llegar. Al otro día, después del desayuno, el señor Rojas le ponía una mesita y el colombiano, (porque era colombia-no que traficaba con mercancía desde Colombia), exponía las cosas que vendía, telas, ropa, medicina para el ganado y para la gente. Los campesinos compraban o fiaban y se comprometían a pagar al año siguiente cuando el maletero regresara. También podía llegar un ensalmador. Una espe-cie de psiquiatra. Como siempre, al otro día, después del desayuno, el dueño de la hacienda le ponía una mesita y empezaba a llegar la gente con sus problemas. Una señora explicaba que la había dejado el marido por una desgra-

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ciada negra de allá de Chuao. El andarín le decía que no se preocupara, que él le iba a hacer un trabajo para que dentro de dos meses el marido regresara, que iba a vol-ver mansito, y le iba a estar llorando para que lo aceptara de nuevo. Le sacudía unas ramas por el cuerpo y luego le decía que no fuera blanda cuando el tipo regresara, que lo hiciera sufrir un rato. Después pasaba un señor que tenía una hacienda que no le daba nada, que estaba quebrada, entonces el ensalmador le daba unas pócimas y le decía que se tomara unas y frotara otras en lo más alto de la casa de la hacienda, le sacudía unas ramas por el cuerpo y le de-cía que pronto esa hacienda iba a estar produciendo tanto que no se iba a dar abasto. El campesino le daba un bolívar y se iba. El ensalmador curaba casi todo tipo de males pero con algunas enfermedades, la epilepsia, por ejemplo, decía que no podía hacer nada.

Y así podían pasar al año decenas de andarines cada uno con su arte.

Un día llegó a la finca un señor con una mula y un carro de madera con ruedas, preguntó por el dueño de la hacienda y pidió posada. El señor Rojas quiso saber qué sabía hacer y el señor dijo que él podía hablar con los ani-males. Rojas no le creyó mucho pero aceptó el trato. Lo hospedó y al otro día, en la mañana, después del desayu-no, le puso una mesita y el hombre empezó a atender. Fue el mismo Rojas quien consultó de primero. Quería saber qué le pasaba a un monito que últimamente no comía. De inmediato el andarín se dispuso a hablar con el monito que estaba amarrado con una cadena. Al rato regresó donde el

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PUEBLERÍAS

señor Rojas y le dijo que no había problema, que el moni-to se sentía bien alimentado, pero quería que algún día le tuviera confianza y lo soltara. Que él no se iba a ir, que ya estaba muy viejo para andar huyendo, pero deseaba andar por los árboles con libertad. El señor Rojas le agradeció la información, se fue a la cocina y allí rió con la esposa y los hijos contándoles lo que el hombre había dicho del monito. Después pasó un campesino que le pidió que hablara con un perro que se la pasaba bravo todo el tiempo. El hombre se acercó al perro y le habló y el perro le respondió. Enton-ces regresó donde el campesino y le dijo que efectivamente el perro estaba muy bravo pero era porque no tenía pe-rra. Le dijo que le buscara pronto una perra para que viera que inmediatamente el perro iba a cambiar de carácter. Y así pasaron campesinos y peones cada uno exponiéndole su caso, uno de un caballo, otro de un loro, y hasta de un chigüire. Cuando ya estaba a punto de levantar la mesi-ta llegó un campesino un poco tímido que a propósito se había quedado de último. Le dijo al señor que le iba a dar un fuerte de cinco bolívares pero no para que hablara con algún animal, todo lo contrario, le daba ese dineral para que no hablara con una novilla que estaba en el potrero y que tenía una luna en la frente. El señor aceptó el dinero y se acostó a dormir. Al día siguiente regresó el campesino a agradecerle por no haber hablado con la novilla. El señor le dijo que, efectivamente, él no había ido a hablar con la no-villa pero que la novilla sí había ido a hablar con él y que, por razones de urbanidad, había tenido que atenderla. La novilla le había dicho que el campesino la fastidiaba mu-cho, que la acosaba, no la dejaba tranquila, que ella estaba enamorada de un becerro de un potrero vecino pero que

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el campesino era muy celoso, que ya no sabía qué hacer. El señor le recomendó al campesino que se dejara de eso, que se buscara una muchacha que en el pueblo había mu-chas y muy bonitas. Le dijo que él no quería meterse en la intimidad de nadie, pero que eso era lo que le había dicho la novilla. El campesino se marchó compungido y el que hablaba con los animales armó su carro y se marchó del pueblo.

A los días vieron al campesino hablando con la novi-lla. Visiblemente molesto le reclamaba que lo hubiera chis-meado. Luego lloraba. La abrazaba por el cuello. Se arro-dillaba y con las manos juntas le imploraba pero la novilla, con las cejas y la cabeza levantadas, se negaba a escuchar.

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Monsieur Ruttán

“Satanás es el príncipe de las mentiras”.Goethe

Había llegado a la aldea Uraca, de Choroní, un señor extranjero llamado Monsieur Ruttán quien montó una bo-dega y se casó con una aldeana. La gente lo llamaba Mesie-rrután, así pegado. Desde el comienzo, a Mesierrután le fue mal, tuvo mala suerte, no pudo hacer dinero y la bodega quebró.

Un día, Mesierrután salió a caminar por la aldea. No había avanzado mucho cuando se detuvo y exclamó:

- Carajo, que mala suerte la mía. Estoy arruinado. Mi mu-jer hoy ni siquiera me hizo desayuno porque no tenemos ni qué comer.

En eso se escucha una voz del monte que le dice:

- ¿Quién anda ahí?

Mesierrután se sorprende, no ve a nadie pero res-ponde:

- Yo, Mesierrután.

- ¿Qué le pasa, Mesierrután?

- Nada, que estoy arruinado. Hoy no he tomado ni café.

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Se hizo un silencio.

Mesierrután le pidió a un compadre pan y café y se regresó triste a la casa pero al llegar encontró feliz a la es-posa, quien le explicó:

- Vino un hombre, vestido de negro, en un hermoso caballo, y dijo que aquí le pagaba la deuda que tenía con usted.

- ¿Deuda?

- Sí, mi amor, eso dijo, y le dejó todas estas morocotas de oro.

- Bueno, que yo recuerde a mí no me debe nadie pero lo que sí sé es que lo voy a aprovechar.

Entonces Mesierrután se acordó de que había una ha-cienda en Uraca, llamada “Sabaneta”, que la estaban ven-diendo. Mesierrután fue a verla y efectivamente las moro-cotas alcanzaron para comprar la hacienda de café.

Mesierrután estaba feliz. Una hacienda llena de matas de café que ya estaba florecido y pronto daría los frutos.

Pasó el tiempo, los granos se pusieron grandes pero no maduraban, no enrojecían, empezaron a secarse, y las matas a marchitarse. Mesierrután se lamentó de nuevo:

- Coño, que mala suerte la mía, compro la mejor hacienda cafetalera de la zona y, por lo que me dicen los campesinos, el café se me aguachafitó.

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PUEBLERÍAS

En eso escucha una voz que viene del monte y le dice:

- ¿Quién anda ahí?

- Yo, Mesierrután, jodido, porque el café se me va a marchi-tar en la mata.

Se hizo un silencio.

Mesierrután regresó triste a la casa. Al día siguiente, al levantarse, vio que las matas se habían cargado como por arte de magia de café rojito. Inmediatamente empezó la co-secha, recogieron el café, lo trillaron, lo secaron. Mesierru-tán guardó el café en sus depósitos y se fue a negociarlo a Choroní.

La esposa de Mesierrután no tenía café en la cocina y pensó que no debía comprar porque ellos tenían montones de sacos del mejor café, así que fue al depósito, tomó me-dio saco de café y se puso a tostarlo.

Llegó Mesierrután con el señor de Choroní, con el que había negociado todo el café, y se encontró con un saco de café que estaba por la mitad.

- Qué buena vaina, ya empezaron los ladrones a robarme el café. Yo que lo había vendido todo a este señor, ahora me va a decir que lo estoy engañando. Qué vaina.

En eso se escucha una voz que viene del monte y le dice:

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- ¿Quién anda ahí?

- Yo, Mesierrután, que ya me están jodiendo los ladrones, robándome el café. Ojalá que a quien hizo esta vaina lo maten a palo.

Se hizo un silencio

Mesierrután regresó molesto a la casa y encontró a su mujer en el suelo, muerta, con un palo al lado de ella.

Mesierrután agarra el palo y empieza a gritar:

- Dios mío, me mataron a la mujer.

En eso se escucha una voz que dice:

- ¿Quién anda ahí?

- Yo, Mesierrután, que me mataron la mujer a palos. Coño, quién sería ese desgraciado, ojalá que lo ahorquen en la higuera que está a la salida del pueblo, donde cuelgan a los malhechores. No joda.

Tocan a la puerta y entra el alguacil con varios campe-sinos armados.

- Mesierrután, lo arrestamos por asesino de su esposa.

- Pero yo no fui, están equivocados,…

- Es que aquí no hay más nadie, sino usted, y todavía con el palo en la mano.

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- ¡Qué mala suerte la mía!.

Mesierrután esperaba escuchar la voz que venía del monte, que le preguntaba siempre ¿quién anda ahí?, y lo sacaba de apuros, pero esta vez no escuchó nada.

Antes de que se lo llevaran, Mesierrután alcanzó a de-cir:

- El dinero del diablo es falso…

Entonces el alguacil y los campesinos arrestaron a Me-sierrután, y luego lo colgaron de la higuera que estaba a la salida del pueblo.

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Nísperos

Cuando alguien moría en Uraca todo el pueblo acom-pañaba al muerto hasta el cementerio. Mientras las muje-res y los hombres iban rezando, los jóvenes conversaban y bebían aguardiente. Un día murió un vecino y Alejandro, con su fluxesito blanco y sus alpargatas nuevas, se juntó con otros muchachos para despedir al muerto. Llegaron al cementerio de Choroní y, en vez de seguir hasta el lugar de la sepultura, se fueron al osario, donde estaban los huesos de las personas que no tenían dolientes. Allí, entre trago y trago, empezaron a jugar con los huesos, sacaron una vér-tebra y se la pasaron unos a otros hasta que alguien los vio y les reclamó. Vagos, falta de respeto, les gritaba. Los mu-chachos devolvieron los huesos al osario y se marcharon. En la noche Alejandro llegó a la casa y se acostó. Como a medianoche sintió que lo movían y se despertó. Al lado de la cama estaba un señor, con un sobretodo largo y con som-brero, a quien apenas se le lograba ver un poco el rostro. Casi sin mover un músculo dijo:

- ¿Por qué interrumpes mi paz? ¿Por qué robas mis huesos?

Alejandro se restregó los ojos, pensó que estaba so-ñando.

- Yo no he hecho nada, yo no tengo ningún hueso de nadie, usted está equivocado.

Impasible el señor continúo:

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- Usted ha profanado mi tumba. O me devuelves mi hueso o nunca más vas a dormir en paz.

Alejandro salió de la cama, dijo que él no tenía ningún hueso y, para confirmarlo, se puso a revisar los bolsillos del pantalón. Pero allí estaba la vértebra. Ante la evidencia, Alejandro se disculpó, dijo que seguramente había sido un descuido o que algún bromista se lo había puesto ahí. El señor insistió con la amenaza. Luego desapareció. Rápida-mente Alejandro se vistió y, como a las dos de la mañana, se fue a devolver la vértebra. El cementerio estaba cerrado pero la pared de tapia no era muy alta. Se subió a un níspe-ro que había en la parte de afuera y saltó hacia adentro. Ex-trañamente a esa hora en el árbol estaban unos muchachos que le ofrecieron nísperos pero Alejandro dijo que estaba apurado. Llegó al osario, colocó el hueso con delicadeza, rezó una oración y se regresó. Hubiera querido comer unos nísperos con los muchachos pero ya no había nadie. Llegó a la casa, se bañó y se quedó dormido profundamente. Se despertó cuando el sol entró por la ventana y lo encandiló. Medio dormido salió a la cocina donde su mamá lo espera-ba con café recién colado.

- Por ahí vinieron a buscarlo, dijo la madre.

- ¿A buscarme? ¿Quién?

- Un señor alto, con sobretodo y sombrero. Casi ni le pude ver la cara. Me parece que era forastero, aunque me dio la sensa-ción de haberlo visto en otra época. Ahí le dejó esa bolsa que está sobre la mesa. Dijo que estaba muy agradecido con usted.

Alejandro, receloso, abrió y cerró de inmediato cuan-do vio lo que contenía la bolsa. Nísperos.

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- Usted ha profanado mi tumba. O me devuelves mi hueso o nunca más vas a dormir en paz.

Alejandro salió de la cama, dijo que él no tenía ningún hueso y, para confirmarlo, se puso a revisar los bolsillos del pantalón. Pero allí estaba la vértebra. Ante la evidencia, Alejandro se disculpó, dijo que seguramente había sido un descuido o que algún bromista se lo había puesto ahí. El señor insistió con la amenaza. Luego desapareció. Rápida-mente Alejandro se vistió y, como a las dos de la mañana, se fue a devolver la vértebra. El cementerio estaba cerrado pero la pared de tapia no era muy alta. Se subió a un níspe-ro que había en la parte de afuera y saltó hacia adentro. Ex-trañamente a esa hora en el árbol estaban unos muchachos que le ofrecieron nísperos pero Alejandro dijo que estaba apurado. Llegó al osario, colocó el hueso con delicadeza, rezó una oración y se regresó. Hubiera querido comer unos nísperos con los muchachos pero ya no había nadie. Llegó a la casa, se bañó y se quedó dormido profundamente. Se despertó cuando el sol entró por la ventana y lo encandiló. Medio dormido salió a la cocina donde su mamá lo espera-ba con café recién colado.

- Por ahí vinieron a buscarlo, dijo la madre.

- ¿A buscarme? ¿Quién?

Tuto-ríasa Tuto

quien quien acabó con la burocracia del cielo

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El árbol de la fantasía

Tuto llegó de noche, con hambre y cansado. Amarró la mula a las orillas del río y se fue al bar a tomar un trago y a buscar algo de comer. Como a medianoche, Tuto se había olvidado de la comida pero había avanzado profu-samente en los tragos. De pronto en el bar se produjo una pelea y rápidamente salieron a relucir cuchillos y mache-tes por todos lados. Tuto se deslizó por la puerta trasera y corrió en busca de su mula. En medio de la oscuridad llegó al lugar donde creía haber dejado el animal, lo mon-tó y huyó. Ya amaneciendo, Tuto sintió que la mula se tambaleaba demasiado y además rugía. Cuando la luz del día aclaró todo, Tuto descubrió que, en el apuro, no se ha-bía montado en su mula sino en un tigre. Agarró entonces una cabuya que estaba en el piso y amarró con fuerza el tigre para que no se lo comiera. Sólo que lo que parecía una cabuya era una culebra que estaba enrollada. Tuto le metió las espuelas al tigre y el animal salió volando hasta a un río donde al fin pudo escapar. Tuto, que seguía con hambre, se puso a pescar mientras escupía chimó pero no pescaba nada. Entonces tiró el pote del chimó al río y los peces, desagradados, salían a escupir el chimó y Tuto los iba agarrando uno por uno.

El sueño fue interrumpido por un manotazo sobre el mostrador de la bodega donde Tuto se había quedado dormido. Una hormiga solicitaba un kilo de azúcar con urgencia.

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Antes sí

Al amparo de la oscuridad, y por entre los cambura-les, Tuto acostumbraba visitar a una novia en las afueras de Mucutuy, pero una noche el padre de la muchacha hizo varios tiros al aire con una escopeta y sacó corriendo al jo-ven enamorado. En su carrera, Tuto tuvo que pasar frente al cementerio. Iba asustado pero se tranquilizó cuando vio que en la puerta había un señor fumando. Tuto saludó y se sentó a descansar. Al rato le preguntó que si no le daba miedo estar por ahí a esas horas, y el señor le respondió:

- Cuando estaba vivo sí. Ahora no.

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Arreglar cuentas con Dios

Tuto asegura haber ido dos veces a arreglar cuentas con Dios pero no ha habido manera de que lo atiendan. Parece que la burocracia allá en el cielo es peor que acá en la tierra.

Un día me dispuse a ir al cielo, llegué y toqué. Desde aden-tró San Pedro me preguntó, ¿quién es?, yo le dije, pues Tuto, este humilde servidor, y ¿qué quiere?, volvió a preguntar San Pedro, y yo, que vengo a arreglar cuentas con Dios, de adentro me vol-vieron a preguntar, ¿viene a pie o a caballo?, y yo tan pobre pues dije que a pie, entonces San Pedro me dijo que volviera otro día porque ese día estaban atendiendo sólo a los que fueran a caballo.

Esa fue la primera vez.

Otro día un compadre me convidó para que fuéramos a arreglar cuentas con Dios y yo le dije que no podía porque es-taban atendiendo sólo a los que fueran a caballo. El compadre me convenció diciéndome que cuando estuviéramos por entrar yo me pusiera en cuatro patas, como un caballo, y así los dos pasaríamos. Sí hombre, le dije, y nos fuimos. Al llegar al cielo yo me puse en cuatro patas, mi compadre se montó encima y tocó la puerta. San Pedro preguntó, ¿quién es?, mi compadre respondió que él, después san Pedro volvió a preguntar, ¿qué quiere?, mi compadre respondió, que vengo a arreglar cuentas con Dios, San Pedro dijo, muy bien, pero ¿viene a pie o a caballo?, mi compadre respondió con cierto orgullo que ¡a caballo!. Entonces san Pedro dijo, entre pues, pero deje el caballo afuera.

Me tuve que regresar otra vez.

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Dios y San Pedro

Una madrugada Tuto fue a la gasolinera que está por los lados del aeropuerto y llenó el tanque de su carro. Al rato notó que la carretera desaparecía y se vio manejando entre las nubes. Tarde vino a darse cuenta de que el bom-bero le había puesto gasolina de avión a su carro. Tuto se tranquilizó y se puso a contemplar el paisaje. De pronto vio entre las nubes a dos personas conversando. Se acercó y comprobó que efectivamente en una nube estaban Dios y San Pedro. Allí escuchó parte de la conversación. San Pe-dro había estado de visita por la tierra y le estaba infor-mando a Dios lo que había visto.

- Yo, allá abajo en la tierra, soy millonario. Pueblos enteros se llaman San Pedro, avenidas, ferreterías, hospitales.

- No lo puedo creer. Entonces me provoca bajar a mí tam-bién, yo que soy Dios debo ser más rico.

-Noo, no se lo recomiendo.

- ¿Por qué?

- Porque allá cuando alguien hace un favor, el otro dice: “Dios le pague”. Y usted lo que está es endeudado.

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El cartero de Cipriano Castro

La fiesta atravesó la medianoche como una daga. To-dos bailaban, comían y bebían sin percatarse de la hora. Rodrigo, el cartero, era uno de los que más comía. Tenía que madrugar al otro día pero acostarse sin probar esos chicharrones con pelos y esas caraotas negras trasnochadas era algo que no se iba a perdonar. Así que comió todo lo que pudo, se tomó varios tragos para bajar la comida y se fue a dormir.

Al otro día, de madrugada, Rodrigo ensilló la mula y tomó la cuesta de Las González, rumbo a Mucutuy. Con su bolso de cuero, lleno de cartas, sonreía complacido recor-dando todavía la fiesta de la noche anterior.

El ritmo de la mula adormecía la obesa humanidad de Rodrigo, era como una cuna aérea, y posiblemente se habría dormido de no ser porque al llegar al páramo de La Piedra de Pirela sintió unos retortijones en el estóma-go. Recordó la comilona y sospechó que podía ser conse-cuencia de tanta comida a esas horas de la noche. Un rato más tarde sintió una tempestad intestinal. Luego vino el dolor. Rodrigo empezó a transpirar. Respiraba profundo esperando que se le pasara. Cuando sintió que no podía aguantar más se bajó como un rayo de su mula y des-cargó donde mejor pudo. Miró hacia el cielo con los ojos cerrados y en su rostro apareció una expresión de satis-facción.

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Al volver del extraño éxtasis, Rodrigo buscó a su alre-dedor algo con qué limpiarse pero lo único que tenía a su alcance eran arbustos con espinos. Si lo hubiera premedi-tado quizá habría escogido un lugar donde hubiera suaves frailejones pero ahora, ante la emergencia, se encontró en un espacio inhóspito, con ramas secas y con espinas, nada recomendable en estos casos. Buscó desesperadamente en su ropa y tampoco encontró algo apropiado. Ahí fue que se percató del bolso de su perdición.

En tan incómoda posición había que actuar con celeri-dad. Rodrigo sacó una carta del bolso y la levantó hacia lo más alto como si fuera el número ganador de una inédita lotería. Ya a punto de actuar pensó que quizá la carta tu-viera algún mensaje importante. No era ético esto de estar leyendo las cartas pero, de ser necesario, él podría trans-mitir oralmente alguna información de interés. La abrió y comprobó efectivamente que alguien visitaría el pueblo y solicitaba a un familiar que le bajara una mula para viajar a una aldea llamada Mijará. Rodrigo pensó que él conocía al destinatario, no había problema, el domingo a más tardar cuando bajara a misa, él personalmente le daría la razón.

Satisfecho con la solución Rodrigo se dispuso, ahora sí, a la limpieza pero antes quiso dar una última mirada a la desafortunada carta que iba a llegar al final de sus días en tan desagradables circunstancias. Letras góticas de una caligrafía impecable hicieron dudar a Rodrigo, pensó in-cluso hasta cambiar la carta, quizá por otra que tuviera errores ortográficos, pero la ruleta del destino es implaca-ble. Suerte es suerte. Aunque, la estampilla no había duda

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de que era hermosa, una especie de torre de Pisa que ilu-minaba la esquina superior de la carta. Arte es arte. Por lo menos eso habría que salvar. Como pudo, Rodrigo intentó arrancarla con sus escasos dientes mientras que sentía que algo se secaba en su alma.

Sin remordimiento alguno, Rodrigo llegó a Mucutuy, se bañó con calma, comió un poco y se dirigió a la oficina del correo para entregar el bolso. La oficina ya estaba ce-rrada. No era su culpa. Lentamente regresó y se dispuso a dormir. Se sentía cansado y con el estómago un poco ado-lorido. Puso de almohada el bolso con las cartas y se dur-mió. A medianoche tuvo sed y se levantó a tomar agua en el aguamanil del pasillo. Regresó a la cama y, por más que lo intentó, no pudo retomar el sueño. Una idea le rondaba la mente. Si había leído una carta, por qué no podía leer dos, o tres, o varias. O todas. Encendió una vela de tárta-go y, ayudado por una fina navaja pico e’ loro, abrió una carta, luego otra y otra. El amanecer lo encontró leyendo la última carta. Estaba sorprendido. Tantos años viviendo en ese pueblo y sencillamente no lo conocía. Con sumo cuida-do volvió a cerrar y a pegar los sobres y después del primer café fue a entregar el bolso.

Durante varios meses Rodrigo no resistió a la tenta-ción de leer las cartas. Llegaba tarde al pueblo y luego, a la luz de una vela, se encerraba en su cuarto para leer toda la correspondencia. Así pudo enterarse de negocios extraños, de amantes de señoras muy respetadas, de asuntos poco santificados del cura, de tratos nada ejemplarizantes del al-calde, de muchos datos nimios pero que hacían que Rodri-

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go se sintiera un ser superior. Quien tiene la información tiene el poder.

En el pueblo había una muchacha que le gustaba a Rodrigo. Varias veces se lo había insinuado pero la chica se reía y no le hacía caso. Una noche, en sus frecuentes lec-turas epistolares, se encontró con una carta de un novio de Bala Perdida, (que así le decían a la enamorada de Rodri-go), y a los días otra carta de otro novio. Rodrigo vio aquí la oportunidad de su vida. Sencillamente la chantajeó. O correspondía a sus amores o le contaría a los novios, que a la larga resultaron ser más de dos. Bala Perdida era la mu-chacha de servicio de una señora encopetada del pueblo y muchos jóvenes y viejos estaban enamorados de ella. So-bre todo de sus piernas. Para que Rodrigo no hablara, Bala Perdida aceptó verlo algunas noches en el solar donde ella trabajaba. Rodrigo, para quedarse con la chica, intervino la correspondencia, no sólo leía las cartas sino que no las entregaba a sus destinatarios y, algunas veces, él mismo las escribía, imitando la letra de Bala Perdida, para decirle a sus novios que ya no los quería porque había encontrado a su príncipe azul. Rodrigo reía frente al espejo, sería al príncipe amarillo, por lo demacrado.

Pero leer cartas no era la única travesura. Un día que estaban bebiendo licor varios borrachitos en la bodega de Rodrigo, donde también se vendía cerveza, uno de ellos sacó un revólver y ofreció venderlo. Rodrigo quiso com-prarlo y prometió pagarlo a la semana siguiente. Como estaban borrachos, Rodrigo pensó que no se acordarían. Pasó el tiempo y Rodrigo se hacía el tonto para no pagar.

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El vendedor iba una y otra vez pero Rodrigo se negaba ar-gumentando que no sabía nada del tal revólver.

El dueño del revólver tenía un hijo medio pálido y fla-co, un poco enfermizo, al que le tenían prohibido bañarse en el río y poco sabía de la vida del campo. Lo único que hacía era leer libros que el médico del pueblo traía de la ciudad. Enterado el muchacho de las angustias del padre por recuperar el dinero del revólver, un día, a partir de una de sus lecturas, puso en el correo una carta múltiple donde informaba a muchas personas que el cartero Rodrigo es-taba a punto de viajar al otro mundo y que se ofrecía para llevar cartas a sus familiares. Pronto empezaron a llegar personas a la bodega de Rodrigo con diferentes recados para varios destinos, fundamentalmente para el purgato-rio, pero Rodrigo se defendía diciendo que se trataba de un error, que él todavía no tenía planes de morirse y que además se sentía vigoroso y fuerte.

A los días llegó otra carta enviada a los familiares don-de manifestaban su pesar por el sensible fallecimiento de Rodrigo Díaz, y enviaban un billete para que el párroco del pueblo diera un responso por el eterno descanso de su alma. Rodrigo titubeó un poco, se tocó para ver si todavía estaba vivo, se quedó con el dinero y no le dio la razón a nadie, pero al otro día en la mañana alguien tocó a la puer-ta. Era el párroco que venía a certificar si el difunto Rodri-go había sido enterrado o no, dónde y por quién, porque en los libros de la parroquia no aparecía registrada el acta de defunción.

La gente empezó a sospechar. Estaría vivo o sería un alma en pena. Pasaban por la acera del frente y de reojo

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echaban una mirada a la bodega pero Rodrigo, como siem-pre, bromeaba. Salía y saludaba. Quería que lo tocaran, que se dieran cuenta que era carne y grasa lo que tocaban, y no aire.

Una mañana corrió la noticia de que Bala Perdida, su novia, se había ahogado. Parece que dejó su ropita con unas piedras encima y se lanzó desnuda al río.

Rodrigo pasó varios días encerrado. No quería salir ni

para ir a la ciudad a buscar el correo, ya no le interesaban ni los chismes ni los negocios sucios. Por primera vez pen-só con amor, quizá hubiera sido mejor que se hubiera ido él y no su novia, quien era mucho más joven y necesitaba vivir más.

El encierro desapareció cuando llegó una carta de Cipriano Castro. El presidente de la república alertaba a la población a estar atenta, ojo avizor, sobre todo en que-bradas y ríos, por la posible presencia de un submarino alemán extraviado. Fuentes de inteligencia ubicaban al te-rrible destructor entre las localidades de Lobatera y Mu-cuchíes. Inmediatamente toda la población se organizó en comisiones que salieron en diferentes direcciones para buscar al extraño artefacto.

Pasó el tiempo y del submarino alemán no se volvió a tener noticias. Rodrigo, sin embargo, se dio cuenta de la rapidez y de las diligencias de toda la población ante una orden dada por el presidente Castro. Así que decidió utili-zar esa obediencia a su favor.

A los días llegó otra carta del presidente alabando el trabajo y la dedicación de Rodrigo y ordenando, por consi-

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guiente, que se le duplicara el sueldo, dinero que correría por cuenta de la municipalidad. Al alcalde no le gustó mu-cho la idea pero órdenes eran órdenes.

Rodrigo no podía antojarse de algo porque inmedia-tamente recurría a san Cipriano. La gota que derramó el cántaro sucedió en unas fiestas patronales de san Antonio de Padua. Rifaban una yegua, que a Rodrigo le gustaba mucho. Rápidamente llegó una nueva carta del presidente ordenando que el ganador tenía que ser el eficiente cartero.

El macilento hijo del dueño del revolver empezó a sospechar. Cada vez que Rodrigo quería que la balanza se inclinara a su favor aparecía milagrosamente una carta de don Cipriano. Coincidencialmente el muchacho fue envia-do a estudiar bachillerato al seminario de la ciudad y lo primero que se enteró fue que Cipriano Castro había deja-do de ser presidente de la república hacía más de cincuenta años. Pero ya la salud de Rodrigo había comenzado a dete-riorarse. Primero la diabetes, luego la próstata, problemas de circulación en las piernas y, finalmente, la soledad.

El día que Rodrigo murió, nadie lo podía creer. Pen-saban que era otra broma de las suyas. Ese día se le vio al mismo tiempo en varias partes. Uno lo vio montando a caballo, otro buscando a la novia por las orillas del río, en la plaza, en la escuela, en el matadero. Incluso visitó varias casas, cosa que casi nunca hacía, y hasta tomó café y pidió majarete a pesar de su diabetes. La gente diría después que estaba desandando o que se estaba despidiendo.

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En los funerales de Rodrigo, después de muchos me-ses sin una carta, llegó al pueblo un delicado sobre, con olor a agua de Colonia y labios pintados en los bordes. To-dos se sorprendieron. Era para Rodrigo. Bala Perdida, que no se ahogaba en ningún río ni en ningún vaso de agua, se había ido a Caracas y, con el sudor de su frente, (así decía ella en la carta), había adquirido un apartamento y un ca-rro y una acción en un club de playa, y por eso le escribía para que Rodrigo dejara ese oscuro trabajo de cartero, y le rogaba encarecidamente que se fuera de inmediato a Cara-cas a compartir con ella los amores y su fortuna.

Lamentablemente, fue la única carta que Rodrigo no pudo leer.

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Carne de avión

Don Máximo Torres, cartero de Mucutuy, subía lenta-mente con su burro la cuesta de Las González cuando llegó el primer avión a Mérida. Apenas sintió un leve rumor y don Máximo, en su inocencia, pensó que sería un pájaro.

Antonio Blanco, vecino de don Máximo, cuando lo vio llegar inmediatamente fue a visitarlo. No había terminado de entrar a la casa, y sin descargar todavía el burro donde llevaba el correo, cuando Antonio lo atajó:

- Perdone, don Máximo, es que yo quería saber si usted vio el avión.

Don Máximo, que era un gran fabulador, no perdió la ocasión:

- Pues, el avión no lo vi, pero carne sí comí.

- No sea burlisto, don Máximo.

- No, no me burlo, Antonio, es verdad. Los aviones son como los pájaros, son animales carníbulos, aves de carne y hueso, como los zamuros o las águilas, pero más grandes.

Antonio, incrédulo, se fue con la duda a su casa.

La esposa de don Máximo, que había escuchado des-de la cocina, llamó rápido a uno de sus hijos.

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- Tuto, vaya y dígale a su papá que venga a tomar café.

La señora estaba embarazada y con antojos. Esperó que don Máximo entrara en la cocina para reclamarle, le dijo que sí era egoísta, que por qué no le había traído carne de avión también a ella, que puro para él.

Para tranquilizarla, don Máximo le dijo:

- Mire, María, yo en el otro viaje le traigo.

Pasaron los días y, una mañana que varias mujeres la-vaban ropa en el río, doña María le confesó a Inocencia, la esposa de Antonio, que don Máximo le había prometido traerle carne de avión, que además era muy buena para las mujeres embarazadas.

- Ay, no puede ser, dijo Inocencia, yo también estoy emba-razada, y salió corriendo sin terminar de lavar.

Al rato, llegó Antonio de nuevo a la casa de don Máxi-mo.

- Don Máximo, vengo a proponerle un negocio.

- Noo, yo plata no tengo.

- No, no se trata de plata.

- Y antonces, ¿de qué será?

- Pues que doña María le dijo a Inocencia que usted le iba a traer carne de avión en el próximo viaje. Y quesque es muy buena

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para las mujeres embarazadas. Ahora Inocencia también quiere pues está embarazada. Cómo podríamos hacer para que usted nos traiga, no vaya a ser que hasta pierda al muchacho. Tráigame tantica.

Don Máximo se quedó pensando un rato, pero ya no se podía echar para atrás, tenía que seguir con la mentira.

- No, no me comprometo, Antonio.

- ¿Por qué, don Máximo?

Don Máximo no estaba seguro. Si el avión no era de carne, ¿qué les iba a traer?. Antonio insistió pero don Máxi-mo no cedía.

- Yo le voy a ser franco, Antonio. Yo no me comprometo en traerle nada porque esa carne es muy difícil de conseguir.

- ¿Es que no la venden en las carnicerías?, preguntó An-tonio.

- Noo, cómo se le ocurre. Esos animales los únicos que los cazan son los indígenos, y ellos no la venden, sólo la cambian por queso ahumado.

Don Máximo sabía que Antonio no tenía vacas, creyó que así se lo iba a quitar de encima, ¿de dónde iba a sacar el queso?.

- Está bien, don Máximo, disculpe usted.

Antonio llegó desilusionado a la casa y le dijo a Ino-cencia que don Máximo no podía traerle la carne de avión.

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- ¿Y por qué?, preguntó angustiada.

- Porque esa carne la cambian por queso ahumado, y noso-tros ¿de dónde?.

Inocencia pensó rápidamente en una solución.

- Pues, Tulio, claro, ese es el que nos va a ayudar. Váyase ahora mismo, Antonio, donde Tulio, mi cuñado, y le pide el favor de hacernos el queso. Le dice que es pa yo que estoy embarazada.

Antonio con resignación ensilló la mula y cogió rumbo al Maporal, donde vivía Tulio con una hermana de Inocen-cia. Don Máximo estaba sentado en una silleta recostada a la pared cuando vio pasar a Antonio en el macho.

- ¿Para dónde irá Antonio a estas horas?, se preguntó.

Antonio llegó casi de noche. Tulio y la esposa, rodea-dos de perros, salieron a recibirlo. La señora preocupada, pensando que podía haberle sucedido algo a la hermana, preguntó de primero:

- ¿Y ese milagro, cuñao?, ¿qué me lo trae por ahí?. - Ya le digo, cuñada, dijo Antonio, mientras desmon-

taba.

Antonio amarró la bestia, entró a la cocina, echó cara-bina y mientras tomaba café fue contando lo de la carne de avión de don Máximo. La cuñada esperó con impaciencia que Antonio terminara el relato y entonces exclamó:

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- Ay no, yo más bien le voy a hacer dos quesitos, pa que me traiga a mí, porque yo también estoy recién embarazada, dijo bajando la vista un poco apenada.

Antonio se quedó a dormir esa noche y al otro día bien temprano regresó al pueblo con los quesos.

Don Máximo estaba ya a punto de salir cuando llegó Antonio.

- Aquí le traigo el encargo, le dijo Antonio entregándole un paquetico.

Don Máximo, que se le había olvidado, preguntó:

- ¿Y eso es qué?

- Pues el queso que me dijo, pero ahora me va a tener que traer más porque mi cuñada también quiere.

- Noo, yo por un solo queso no me comprometo.

- Bueno, precisamente por eso le traje dos.

Don Máximo miró los quesos y se sonrió.

- Tranquilo, Antonio, cuente con la carne.

Cuando Antonio se marchó, don Máximo dejó un queso para la familia, se llevó otro de avío y emprendió el viaje.

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Llegando a Las González, don Máximo se encontró con unos paisanos de Acequias, muy avispados, sobre todo uno que se llamaba Damacio. Le ofrecieron aguar-diente clandestino y le preguntaron que si tenía algo de comer. Don Máximo dijo que llevaba un queso pero que no podía darles porque era para cambiarlo por carne de avión, aunque él no sabía cómo era esa carne. Damacio abrió los ojos y le dijo que no se preocupara, que él sí la conocía, que era blanditica, que él le podía conseguir por ahí mismo toda la que quisiera pero que les convidara queso porque estaban tasajeados de hambre y lo único que tenían eran unos cambures fríos sin más pasadero.

Damacio sacó una cuchilla y partió el queso por la mi-tad. Dijo:

- Vamos a comernos una mitad y la otra la cambiamos por la carne.

Después que se saciaron, Damacio le dijo a don Máxi-mo:

- Mire la carne de avión, y le señaló con la boca unos chivos que saltaban por las faldas de la montaña.

Don Máximo dudó.

- La puritica verdad, don Máximo, los aviones los hacen con carne de chivo chiquito, tiernito, no ve usted cómo vuelan por esos montes, de ahí es de donde sacan los aviones.

Don Máximo se dejó creer.

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- ¿Y dónde la consigo?, preguntó.

- Muy fácil, dijo Damacio, ahora mismo vamos donde una comadre que vive por aquí cerquita, que tiene chivos, y le hace-mos el negocio. Le decimos que nos dé carne de chivo tiernito y nosotros le damos queso, que el queso de vaca por estos lados es escaso.

Así hicieron. La señora los vio llegar y se sorprendió. Nunca le había llegado una carta.

-¿Cómo está don Máximo?, ¿qué me lo trae por aquí?

Don Máximo no sabía cómo entrarle.

- Pues, el asunto es que yo traigo un quesito de vaca para ver si usted me lo puede cambiar por carne de chivo. Yo quisiera que usted me matara un chivito tierno y me envolviera la carne en cascarón de vástago de cambur, como embojotan el chimó. Yo regreso mañana y la busco.

A la señora le pareció bien el negocio y aceptó.

- Cómo no, mañana mismo se la tengo.

- Eso sí, le advirtió don Máximo, que sea pura carne, hue-so no, y me hace unos cuatro bojoticos.

Don Máximo prosiguió su camino, llegó a la ciudad, entregó el bolso con las escasas cartas, recogió lo que tenía que llevar a Mucutuy, compró en el mercado lo que necesi-taba, y se fue a una pensión a descansar.

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Al otro día, muy temprano, llegó don Máximo a la casa de los chivos. La señora tenía la carne en cuatro pa-queticos, le dijo que el queso era muy bueno y que estaba a la orden.

Don Máximo, contento, siguió rumbo a Mucutuy. Al llegar, entregó el correo, y luego se puso a repartir los bo-joticos. Empezó por la esposa.

- Aquí está, María, su carnita.

Doña María, con los antojos, inmediatamente la puso a freír. Cuando estuvo lista llamaron a comer. Don Máxi-mo, con dos colmillos, que era los únicos dientes que tenía, alabó de inmediato la calidad de la carne.

- La verdad es que no hay como la carne de avión, blanditica. ¿Le gustó, María?

Estaban todavía comiendo cuando entró don José Ma-ría, montado en una mula que dio dos vueltas corcovionas en el patio.

- ¿Estará por áhi mi primo Máximo?, preguntó con voz fuerte.

- Sí señor, respondió Tuto tímidamente.

- Pregúntele que si no le quedó tantica carne de avión, que aquí traigo un queso ahumado que le mandó mi nuera Luisa, que está embarazada.

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Don Máximo, que había escuchado desde la cocina, le dijo a Tuto:

- Dígale que sí, que aquí me quedó un bojotico.

Rápidamente la voz se corrió por el pueblo y todas las mujeres embarazadas se antojaron de carne de avión.

La noche anterior a su próximo viaje a Mérida, don Máximo atendía pacientemente a todos los maridos que querían cambiar quesos ahumados por carne de avión para sus mujeres embarazadas. La cola llegaba hasta el río.

Al mes, además del burrito, don Máximo compró unas mulas para llevar el queso que había empezado a vender en la ciudad. El negocio prosperaba a pesar de que no de-jaba de haber inconvenientes. La señora de los chivos, por ejemplo, aumentó el precio de la carne, ahora había que llevarle más queso, pero aún así había ganancias.

Todo funcionaba a las mil maravillas hasta que se cayó un avión por los lados de Lagunillas de Mérida. Inmedia-tamente se empezó a decir que los aviones eran de lata.

Don Máximo no lo podía creer. Llegó a la ciudad, le compró unas cotizas nuevas a su hijo Tuto, y se fueron a ver el avión que se había caído. Por si acaso llevaban dos costales para agarrar bastante carne. Tuto iba de lo más contento con sus cotizas nuevas. Al salir de la ciudad, don Máximo le dijo:

- Ahora sí, mijo, quítese las cotizas pa que no las gaste, así le duran más.

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Cuando llegaron al lugar del accidente, don Máximo corrió a tocar los restos del avión. Luego miró desconsola-do a su hijo.

- Ay, mijo, nos jodimos.

- ¿Por qué, papacito?

- Porque sí es lata, no es carne.

- Y ahora ¿qué hacemos, papacito?

Don Máximo no respondió. De los ojos le bajaron dos caños de agua. Dejaron entonces los costales y en silencio regresaron a Mucutuy. Allí ya se conocía la noticia. Los aviones no eran de carne.

Don Máximo pensaba qué le iba a decir a todos, a los maridos furiosos, a doña María.

- María debe estar amolada.

Pero doña María andaba en otros apuros. Ante las burlas del pueblo se le adelantó el parto.

- Se me cae la cara de la vergüenza, decía.

Don Máximo esperó la noche y entró al pueblo por las orillas del río para que no lo viera nadie. Doña María de inmediato le descargó toda su rabia.

- Chiril de viejo del carajo, no joda. Quién sabe qué nos da-ría por la tal carne de avión. Hasta culebra sería, le recriminó muy brava doña María.

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Don Máximo se defendió como pudo.

- Cómo cree, María, era carne de la buena, dijo compasivo.

- Pero por ahí andan diciendo que era lata y no carne lo que tenía el avión.

- ¿Quién dijo?. Mentira, María. Fue un avión viejo el que se cayó. Un avión viejo y rejudo. Usted no se fija cómo se ponen de duros los cueros de las vacas viejas, pues igual pasa con los aviones. Este era un avión viejo. No se ponga a creer, María. La gente es muy charlona.

Doña María, en medio de los dolores, le creyó.

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El escorpión de cera

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El escorpión de cera

Antonio Pérez Mora tenía fama de valiente. Por los lados de Aricagua y Campo Elías no había nadie que le ganara en peleas callejeras. Sin embargo, temía a los escor-piones. Cuando supo que en su aldea un niño había muer-to, picado por un escorpión, no lo pensó dos veces. Vendió lo que pudo, se despidió de los pocos amigos y se marchó rápidamente en busca de un lugar donde no hubiera tan venenoso animal.

Donde quiera que llegaba, Pérez Mora preguntaba si allí había escorpiones. Cuando le respondían que sí, mon-taba inmediatamente su mula y se marchaba al próximo pueblo. Pasó varios días hasta que llegó a una aldea donde no sabían nada de escorpiones. No los conocían. Alguien preguntó:

- ¿Y cómo son los escorpiones?

Pérez Mora, que se había especializado en tales ani-males, que había mandado a traer revistas de escorpiones a la ciudad, que sabía de familias y especies, de colores y ta-maños, agarró un pedazo de cera e hizo uno, casi perfecto.

Los vecinos del lugar, al ver la obra en cera, dijeron que no. Nunca habían visto por allí ese tipo de animal. In-cluso otro de ellos se interesó:

- ¿Y por dónde pican?

Pérez Mora entonces le indicó con el dedo y, murió inmediatamente, picado por el escorpión.

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La mujer del burro

Cuenta José Gregorio Parada que en Bailadores había una señora que tenía un burro. Un burro tan desordena-do como la dueña. La mujer no tenía complejos de ningún tipo. Se emborrachaba con los hombres, echaba pala de sol a sol, no montaba de lado, como todas las demás mujeres, y arriaba ganado del pueblo a la ciudad.

Un domingo bajaron al pueblo la mujer y el burro. Ella se quedó en el único bar y el burro, después de comerse la grama de la plaza, se metió en la iglesia. El padre iba a dar la misa del domingo pero se abstuvo cuando vio el animal por lo lados del confesionario. Algunos bromearon en voz baja diciendo que quizá el burro quería confesar sus pecados. El padre y varios vecinos intentaron sacarlo pero no pudieron. El burro pateó santos, rompió velones y se refugió en la sacristía. El padre preguntó, entonces, de quién era el animal. El sacristán respondió que de la mujer que estaba en el bar.

Fue el mismísimo cura quien quiso reclamarle perso-nalmente. El padre preguntó:

- Disculpe, señora, ¿usted es la mujer del burro?

La mujer, que ya tenía varios tragos encima, contestó:

- No, padre, el burro es soltero.

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La segunda muerte de Paulo VI

A pesar de los escalofríos producidos por la fiebre, el padre Sergio logró por fin conciliar el sueño. Entre cobijas y cojines sudaba como si de sus poros se escaparan casca-das de agujas.

Mientras dormía soñó, o escuchó, que alguien había entrado en la casa cural con la intención de robar. Como pudo, sacó una pistola de la mesita de noche y se dispuso a enfrentar al ladrón. Lentamente abrió la puerta de la habi-tación, creyó ver una sombra que corría al final del pasillo, dirigió allí su pistola y disparó. Luego cerró la puerta con todos sus cerrojos e intentó de nuevo el sueño.

A la mañana siguiente, al despertar, el padre Sergio se sorprendió con la pistola en la mano, en medio de mares de sudor. Recordó el difuso episodio de la medianoche an-terior y sintió temor de haber matado a alguien. A Chayo, por ejemplo, el monaguillo, quien también tenía llave y de vez en cuando daba una vuelta a la casa.

Se levantó de la cama, salió al pasillo y se dirigió al lugar donde creyó haber visto al intruso.

En el piso, con un balazo en la frente, yacía el viejo retrato de Paulo VI.

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Celedonio y la ignorancia

Celedonio era un “médico” yerbatero que vivía en Tostós, una aldea de San José del Sur. Un campesino que no sabía leer ni escribir. Sin embargo la gente de los pue-blos del sur de Mérida le tenía fe. Preferían ir donde Cele-donio que a las medicaturas.

El doctor Villar, un médico español que ejercía la me-dicina en Mucutuy, se retorcía de la rabia. Decía que la gente era ignorante, prefería a un “brujo” que a un médico graduado en la universidad.

Mi madre, que era la enfermera del pueblo, le sugi-rió que visitara a Celedonio. El doctor Villar se ofendió. Ni muerto iría a verlo.

Un día, el doctor Villar viajaba a Mérida pero el ca-rro se accidentó en San José. El chofer, que también hacía las veces de mecánico, dijo que la reparación podía durar varias horas. El doctor Villar aprovechó entonces para ir donde Celedonio. Alquiló una mula y pidió al chofer que lo esperara.

Celedonio lo recibió como a un paciente más. Le ofre-ció café y conversaron largamente.

Cuando el doctor Villar regresó de Mérida le confesó a mi madre que había ido a conocer a Celedonio.

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- ¿Y qué le pareció?- preguntó mi madre.

- Pues, que nunca en mi vida había visto a un ignorante con tanta sabiduría.

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El Testamento

Todos los finales de año, a golpe de medianoche y antes de dar el feliz año, en la plaza de Mucutuy alguien leía unos versos humorísticos que todos conocían como “El Testamento”. Lo que el año viejo le dejaba a los vecinos, a las autoridades o al pueblo.

Era una tradición. Nadie sabía exactamente quién o quiénes lo hacían, y finalizó una vez que uno de los men-cionados en el Testamento quiso dar muerte al que lo leyó ese fin de año. Por lo general se ventilaban novias clandes-tinas, negocios tramposos, alguna promesa no cumplida por la autoridad.

Un fin de año salí yo a la calle con mi ropa nueva y casi me secuestraron Eudoxio y Nicolás Izarra. Me llevaron por las orillas del río y me pidieron que leyera unos versos ri-mados para ver si yo servía. Después de practicar un rato decidieron que era yo el candidato para leer el Testamento ese año.

Agustinote era un vecino del pueblo muy enamorado. Tenía, además de la esposa, una novia en la aldea El Acho-te y otra en la aldea El Paradero. Fue el único que estuvo un tiempo molesto conmigo. Después le pasó. Se conven-ció de que yo no era el culpable. Yo sólo había leído. Por eso recuerdo los versos. Decían así:

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Quién como Agustinotecambia de ruta ligerosi le llueve pal Achotecoge para el Paradero.

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Doña Gerbasia

No hubo un solo día sin que Doña Gerbasia dejara de visitar la medicatura del pueblo. Mi madre la atendía ama-blemente y con resignación, ya que Doña Gerbasia había tomado la costumbre de ir a la medicatura como quien va diariamente a misa.

Al comienzo mi madre le daba una aspirina y le con-versaba un rato. Doña Gerbasia, casi de inmediato, iba sin-tiendo mejoría mientras se enteraba o difundía las noveda-des del pueblo.

Un día, mi madre le cambió la aspirina por una vita-mina C. Doña Gerbasia ni se enteró del cambio de trata-miento ya que la mejoría llegaba inmediatamente después de la pastilla y de un rato de conversa.

Lo que no se ha podido descubrir todavía, a pesar de los adelantos de la ciencia, es esa extraña enfermedad que aquejaba a Doña Gerbasia, quien al llegar a la medicatura, casi desplomándose, exclamaba:

- ¡Ay, Doña Carmen, traigo un dolorcito de cabeza por todo el cuerpo!.

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Toño y el cine

Desde niño, a Toñito le gustó el cine. Las dificultades económicas, sin embargo, le impidieron ver todas las pe-lículas que hubiera querido. Eran los días de la guerra y a los pueblos del interior no llegaban algunas cosas que en otros tiempos no valían casi nada pero que ahora, ante la escasez, valían oro. Tal era el caso de los neumáticos o de los botones para las camisas.

Un padrino de Toñito había tenido la grandiosa idea de regalarle una guayabera. Al comienzo los compañeritos se burlaban de él, le decían “22 botones”, pero después lo envidiaron. En el cine del pueblo, en Mucuchíes, los bo-tones, sobre todo los de nácar, se recibían como monedas para entrar al cine. Por eso, durante un tiempo, Toñito no se perdió película alguna.

Un fin de semana anunciaron Ben Hur, “La única pelí-cula bendecida por el Papa. Más de un millón de extras en escena”, decía la rudimentaria publicidad en hojas multi-grafiadas, y Toñito quería ir pero no tenía dinero. Recurrió entonces a lo único que le quedaba.

Llegó el lunes y Toñito fue a la escuela. A la hora de revisar la higiene, la maestra comprobó que el niño Uzcáte-gui Antonio tenía las orejas limpias, el uniforme planchado y los zapatos lustrosos pero un pequeño detalle hizo que lo enviaran de vuelta a casa:

El uniforme no tenía botones sino pedazos de alambre.

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Carta

En Mucutuy un peón tenía la tarea de aparear un ca-ballo de raza con una yegua y con una burra, para “coger-le” crías, mientras el patrón marchaba a la ciudad a unas diligencias.

Como la burra no se dejaba montar por el caballo y el patrón se demoraba en regresar, el peón decidió escribirle esta carta:

“Apreciado Patrón.La yegua ya está preñada pero la burra no se deja. ¿Qué hago?. ¿Insisto con el caballo o lo espero a usted?”.

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Prohibiciones

A Tovar habían llegado a estudiar unas bellas señori-tas de apellido Flores, y todos los jóvenes, desde el primer momento, intentaron enamorarlas. Eran tan intensos que las chicas ya no podían ni asomarse a la ventana porque en seguida un enjambre de caballeros estaba presto a confe-sarle sus más puros amores.

Atilio Lupi salió en defensa de las bellas señoritas, quienes, en vez de agradecerle, quisieron ahorcarlo. Pasa-ba un día por la plaza Bolívar y vio un aviso en una tabla que hizo que se le prendiera la chispa. Como pudo se robó el aviso y lo colocó en la ventana de las bellas damas.

El aviso decía:

PROHIBIDOCOGER FLORES

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La gata Martina

Martina era una paisana de Mucutuy que tenía unos ojos bellísimos, por eso la llamaban “La Gata”. Tenía ade-más un especial sentido del humor. Un día la encuentro por los alrededores de la Plaza Bolívar y, como tenía mu-cho tiempo sin verla, le pregunto:

-Martina, ¿por dónde anda últimamente?.

Y ella no tardó en responder con picardía:

-Pues, me ando por ahí.

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Sonrisas

El fotógrafo Tolele viaja todos los fines de semana por los pueblos andinos con su cámara fotográfica retratando campesinos. Un sábado, por los lados de Capurí vio a una amable anciana a quien le pidió permiso para fotografiarla. Ella aceptó pero permaneció seria. Después de varias fotos, Tolele le pidió que le regalara una sonrisa. Ella dijo que no.

- ¿Por qué?, le preguntó amorosamente el fotógrafo.

- Porque mis sonrisas son muy caras, dijo, y se sonrió.

Tenía dos dientes de oro.

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Celedonio y la puerca

Al “médico” Celedonio le hicieron muchas pruebas pero él no se molestaba. Miraba las “aguas”, decía qué te-nía cada paciente y le mandaba su medicina. Las “aguas” era el nombre que él daba a los orines.

Un día, un señor le llevó a Celedonio las “aguas” de una supuesta pacienta que estaría muy grave y que no po-día ir personalmente. Celedonio miró las “aguas” con de-tenimiento y dio su veredicto:

- La puerca está preñada y va a tener nueve puerquitos, cin-co machos y cuatro hembras.

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Melania

Melania nunca se puso pantalones pero nadie dudaba del coraje que esa mujer tenía. Parió muchos hijos y des-pués se fue al llano. A veces llegan noticias de sus hazañas.

Un día, en Mucutuy, un señor Francisco llevaba un ganado para la ciudad. De pronto una vaca se salió de la manada y fue a dar a un zanjón. Francisco hizo el mejor esfuerzo pero no pudo con la vaca. Melania, que estaba ob-servando, le pidió la cabuya a Francisco y se fue a sacar la vaca. Era difícil pero, conociendo a Melania, nadie dudaba que, así fuera cargada, Melania la traería.

Después de varias horas de forcejeo, Melania por fin sacó la vaca y, cuando se la entregó a Francisco, le dijo en voz baja:

- Córtese esos huevos.

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Las andinas al poder

Los andinos son poetas de manera natural. Las andi-nas más. La poesía les sirve para decir lo que de otra ma-nera no podrían decir. Para decirlo sin tener que decirlo.

Un tío de Pedro Morales se casó hace mucho tiempo con una jovencita de dieciséis años. Una niña que, además de joven, era campesina y muy ingenua. No sabía nada de la ciudad ni de sus trampas.

Pasado el tiempo, el tío de Pedro, quien tenía una prós-pera bodega en el pueblo, decidió a viajar a la ciudad todos los fines de semana, decía que era para buscar mercancía. Después, parece que la mercancía escaseaba por esos lares, y decidió cambiar de rumbo. Iba a Cúcuta.

La niña empezó a preocuparse porque su esposo re-gresaba sin mercancía, todo “chupao” y muy cansado. El lunes y martes se la pasaba durmiendo.

Sospechando algo, la joven esposa registró la ropa del marido y encontró una tarjetica que decía: “Casa de las Muñecas”, Cúcuta, Colombia.

La chica preguntó al durmiente marido qué lugar era ese de la tarjetica. El marido le respondió que era donde él mandaba a arreglar el reloj.

Ahjá- fue la única respuesta de la chica.

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PUEBLERÍAS

El fin de semana siguiente el marido no sabía cómo hacer para irse. Después de pensar un rato inventó que el reloj se le había dañado otra vez y que iba de nuevo a Cú-cuta para que se lo arreglaran.

Ahjá- fue la única respuesta de la chica.

Cuando el marido se marchó, la chica fue donde fami-liares y amigos para hacerles una consulta. Todos coinci-dieron. Todos sabían, menos ella.

El domingo por la tarde regresó el marido.

- ¿Cómo le quedó el reloj?- le preguntó al nomás llegar.

- Bien, bien- respondió rapidito mientras se metía al cuarto para descansar.

Ahí fue que la poesía se hizo presente para que el ma-rido no volviera a salir los fines de semana. La chica era ingenua pero aprendía rápido. Le habló pausadamente. Suavecito, que es peor.

- Pues, fíjese que ya me enteré qué es la tal “casa de las mu-ñecas”. Y, si usted regresa por allá, yo le aseguro que ese reloj no va a volver a dar la hora nunca más…

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Careloco y San Benito

En Mucutuy, junto a la casa donde nací había una ca-pilla a San Benito. Nadie sabe quién la hizo. Lo cierto es que de niños jugábamos a escondernos detrás del altar de madera que se estaba apolillando.

Pero nosotros no éramos los únicos visitantes de la capilla. También iban esposas desesperadas que pedían a San Benito que le quitara el trago a sus maridos. Y no le ponían velas sino que le dejaban botellas de miche.

Otro visitante era Atilano, un albañil apodado Carelo-co. Careloco desde que se hizo hombre bebió todos los días de su vida. Era un hombre consecuente. Pero, como a veces no tenía dinero para beber, visitaba entonces a San Benito. Con la familiaridad de un amigo le pedía:

- Careloco, présteme una botella de miche.

Se la llevaba y se la tomaba, pero nunca hizo trampa. Cuando tenía dinero compraba la botella y se la devolvía a San Benito.

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PUEBLERÍAS

Lógica pura

Petra solía visitarnos de tarde en tarde. Luego de con-versar un rato, tomar café y reír un poco, se despedía de una manera que era difícil detenerla.

- Pero, ¿por qué se va?- le decíamos.

Y ese era el momento esperado por ella para sacar a relucir su más pura lógica, que podría verde de envidia al mismísimo Aristóteles.

- Pues, me voy pa´ poder volver.

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Se había enamorado de la poesía

En Calderas había un loco. Le gustaba el trago y la pa-rranda pero, como era muy servicial, la gente lo quería. Le daban dinero y comida por favores que hacía. Las mucha-chas bromeaban con él, se hacían pasar por sus novias y el loco se alegraba. Siempre sonreía. Nunca se le vio bravo.

Un día, por molestar, los poetas del pueblo, encabe-zados por Orlando Araujo, le escribieron una carta de una supuesta muchacha, que estaría muy enamorada del loco, y vivía en la vecina población de Altamira de Cáceres. El loco no sabía leer pero, como era muy amigo de los poetas, ellos estaban seguros de que, en cualquier momento, los buscaría para que le leyeran la carta.

Pasaron varios días y el loco no decía nada con su car-ta en el bolsillo. Los poetas se le acercaban para saludarlo pero el loco permanecía callado. Un día, que se había toma-do algunos tragos, confesó, por fin, lo de la carta.

- Como verán, no sé leer pero me escriben, dijo orgulloso el loco.

Los poetas acompañaron al loco a las orillas del río y allí le leyeron, como si no supieran nada, la carta que ellos mismos habían escrito. Bella carta. El loco suspiró enamo-rado. En seguida quiso responderle. Pidió a sus amigos que por favor escribieran lo que él quería decirle a la ama-da, y así lo hicieron.

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PUEBLERÍAS

A los días llegó de nuevo una carta para el loco. Allí la joven enamorada agradecía a su amado la rápida respuesta a su humilde carta, confesaba estar un poco apenada por los errores ortográficos y esperaba, finalmente, que no fue-ra a pensar nada malo de ella por el atrevimiento. El loco respondió que no había problema, que él tenía sólo buenos pensamientos para ella, y así siguieron escribiéndose du-rante meses.

La mamá de Orlando se enfurecía cuando se enteraba de una nueva carta. Les decía que cómo era posible que se estuvieran burlando de ese pobre loco, que le estaban haciendo daño, ilusionándolo de esa manera. Orlando se defendía, “nada de hacerle daño, vieja, al contrario, no ve lo feliz que está”.

Pero, un día, el loco quiso conocer a la novia, y así se lo hizo saber en su siguiente carta. Problema inesperado para los poetas. Cuando empezaron con el juego no pre-vieron que podría presentarse esta situación. Rápidamente Orlando y los poetas se fueron a Altamira de Cáceres. Allí conocían a algunas familias. Iban a ver qué podían hacer. Después de intentarlo con varias muchachas por fin una de ellas aceptó ser la novia de las cartas. Los poetas le explica-ron más o menos qué se habían estado escribiendo, desde cuándo, en fin, todos los detalles. A la chica le daba mucha risa pero aceptó.

La cita se convino para el siguiente domingo. La ama-da le respondió que lo esperaría en la plaza Bolívar a las diez de la mañana. También le decía que se pondría su

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mejor vestido, uno blanco con pepitas, y que llevaría una flor de cayena en el pelo. Al final de la carta le rogaba en-carecidamente que no fuera a faltar a la cita porque ella se moriría de tristeza.

Llegado el domingo, los poetas ayudaron a vestir al loco, le prestaron unos zapatos nuevos, lo llenaron de agua de Colonia y lo enviaron a Altamira de Cáceres.

Desde lejos, y en otro carro, los poetas comprobaron que efectivamente el loco llegaba a la plaza y, al identificar a su amada, de inmediato se dirigió a ella. Conversaron un rato, fueron a misa de once, luego, al salir, disfrutaron de un helado, y se despidieron.

Al otro día los poetas preguntaron al loco cómo le ha-bía ido con la novia. El loco dijo que bien, que la señorita era una dama muy educada, muy bonita y muy religiosa. Pero no dijo nada más.

Pasaron las semanas, cartas van y cartas vienen, pero el loco no daba señales de querer volver a ver a la novia, cosa que tranquilizaba a los poetas porque la chica de Alta-mira había dicho que ella no se iba a prestar otra vez para esos juegos porque le daba mucho pesar con el loco.

Un día, sin embargo, los poetas insistieron. Le pre-guntaron que si no quería volver a ver a la novia. El loco respondió que no. Los poetas no entendieron, quisieron sa-ber si era que habían terminado. El loco los tranquilizó, les dijo que todavía seguían siendo novios y que estaban muy enamorados.

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PUEBLERÍAS

- Y entonces, ¿por qué no quiere verla?, preguntaron an-siosos los poetas.

- Me gusta más cuando me escribe, confesó él.

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Críspulo

Cuando la mula campanera emprendió el camino, las demás mulas rápidamente la siguieron. Críspulo echó una última mirada a las escasas luces del pueblo y se persignó. Se encomendó a las ánimas. Había realizado ya muchas veces ese viaje, de llevar del pueblo a la ciudad un arreo de mulas con café, pero hoy tenía miedo.

La noche estaba fresca pero un poco oscura. Críspu-lo sacó la botella de aguardiente que llevaba en la silla de montar, tomó un trago para darse ánimo y echó a andar. Cerca de la medianoche divisó a lo lejos un grupo de gente que iba en su misma dirección. Por las luces de las linternas o de las velas, Críspulo pensó que podrían ser ocho o diez personas, unas a pie y otras a caballo. Apuró el paso de las mulas pero, al cruzar un zanjón, no encontró a nadie.

La noche se había puesto fría pero no había señales de lluvia. Críspulo tomó otro trago para darse calor. Un rato después, volvió a ver luces a la distancia. Entonces aplicó las espuelas a su mula, fustigó a la mula campanera, que salió disparada, y ahora sí pudo alcanzar al grupo.

Llevaban a alguien como en una hamaca. Un herido seguramente. Críspulo saludó y preguntó.

- Buenas noches, ¿quién es el herido?

- No es herido- le respondieron- es difunto.

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PUEBLERÍAS

Críspulo volvió a preguntar:

- ¿Y quién es el difunto?

La respuesta lo dejó helado.

- El difunto es usted.

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Gallero y borracho

En una aldea de Mucutuy había un personaje que era gallero y al que le gustaba el trago.

Los domingos, después de misa, se entregaba en cuer-po y alma a las dos aficiones de su vida. Y a veces perdía en las dos.

Una noche no pudo regresar a su aldea y en el camino pidió posada en otra casa porque la borrachera no le per-mitía continuar. Antes de acostarse fue a orinar al solar y en el patio vio un gallo de pelea. Inmediatamente lo metió en un costal que llevaba y se fue a dormir.

Como a las cuatro de la mañana se levantó el borrachi-to para marcharse. Al escuchar ruidos, el señor de la casa también se levantó y, al ver que el invitado se marchaba, lo instó a que se quedara un rato más:

- Quédese por lo menos hasta que cante el gallo.

Y el borrachito con picardía le respondió:

- No se preocupe, ese me canta en el camino.

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PUEBLERÍAS

Vicente, el telegrafista

En Mucuchachí había un telegrafista llamado Vicenti-co que, sin saltarse la ética, disfrutaba mucho con los tele-gramas que la gente enviaba.

Como se cobraba por palabras, incluso por los puntos y las comas, la gente abreviaba al máximo.

Un día llegó una señora que pedía enviar un telegrama urgente a Mérida. Se acercaban las fiestas de San Isidro y ella, que era su más fiel devota, estrenaba un vestido nuevo cada año para esa fecha. Había mandado a comprar en Mé-rida “un corte”, que no era otra cosa que un pedazo de tela, suficiente para hacerse un vestido, pero pasaba el tiempo y el “corte” no llegaba.

El solo pensar que no tuviera “estreno” para el día del santo le destrozaba los nervios. Tendría que ponerse ropa ya estrenada que, por lo demás, no era mucha la que le quedaba. Entonces, para tratar de mostrar la angustia en la que se hallaba, le escribió un telegrama a la persona que tenía que enviarle la tela, más o menos en estos términos:

Ruego enviar corte urgente

tengo a San Isidro encimay yo desnuda

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Avisos (I)

Al pasar por Barinitas vi un aviso que me llamó la atención. No lo podía creer. El aviso, que abarcaba toda la pared de una casa, decía:

Manicurey

Penicure

Llamé a mis amigos, los poetas Leonardo Gustavo Ruiz y Alberto José Pérez, para saber de qué se trataba ese servicio pero no me pudieron atender porque estaban ocu-pados en la casa del aviso.

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PUEBLERÍAS

La abuela Romualda

Mi padre de joven era muy rebelde. Dejó temprano la escuela y se entregó al trago, a los caballos y a las mujeres.

La abuela Romualda, la madre de mi padre, vivía sola y sufría con aquel hijo “natural”, como le decían en aquel tiempo a los hijos que no llevaban el apellido del padre. Además, la abuela estaba muy enferma y no quería morir-se hasta que mi padre tomara, por fin, el camino del trabajo y del bien. A cada rato le decía:

- Cásese con Carmita, que es una buena muchacha. Ya es tiempo de que siente cabeza, mijo.

Mi padre no decía nada, pero el matrimonio no estaba dentro de sus planes.

Mi madre, que se iniciaba como enfermera rural, iba a visitar a la abuela todos los días con mi tía María, que ya tenía experiencia en eso de curar enfermos. Mi tía le decía riéndose:

- Carmen, vamos a visitar a la suegra.

Mi madre se ponía brava y le respondía:

- No sea sopona, María- pero terminaba yendo.

Un día, la abuela Romualda le dijo a mi padre que ella no se moriría hasta que él no se casara con Carmita. Mi

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padre no dijo nada. Montó su caballo y salió a recorrer el pueblo, con tragos, como siempre.

Cuando, por fin, mi padre y mi madre decidieron ca-sarse, lo hicieron lejos de Mucuchachí, donde no daban ni medio por el futuro de ese matrimonio. Se fueron a caballo hasta Ejido y allí se casaron. Esa misma noche hicieron una fiesta y, al otro día, muy temprano, a pesar del trasnocho y los estragos de la parranda, montaron los caballos de nue-vo y tomaron el camino de regreso.

Cuando iban a mitad del trayecto, divisaron a lo lejos un jinete que venía, a lo que le daba el caballo, en dirección contraria a ellos. Al encontrarse, el jinete se detuvo. Traía noticias para mi padre.

La abuela Romualda acababa de morir.

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El último out

En Pregonero jugaban béisbol hasta que se perdía la pelota o se partía el bate. El juego podía llegar a veinte in-nings o más, lo importante era el último out. El que hiciera el último out ganaba.

Un día, el poeta Antonio Mora se había comprometi-do a llevar un sobrino suyo al cine pero no había manera de que el partido terminara, así que, adrede, bateó hacia un lado del campo para que la pelota se perdiera. Efecti-vamente, la pelota se metió en un montecito con arbus-tos, donde se quedaron buscándola los jugadores del otro equipo.

Antonio, entonces, aprovechó la oportunidad para ir corriendo en busca del sobrino y llevarlo al único cine del pueblo, que quedaba en un lugar con el extraño nombre de El Calvario, propiedad de don Pepe Corti.

A mitad de película, Antonio sintió que alguien se sentaba a su lado. En medio de la oscuridad pudo distin-guir que se trataba de uno de los jugadores del equipo con-trario. Lo que no entendía Antonio era qué hacía aquella persona allí, llegando a mitad de película.

Lo supo cuando sintió que una mano con una pelota lo tocaba y alguien en voz baja le decía:

- Out.

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Las grandotas de Mijará

Higinio la descubrió un día que se estaba bañando. La primera intención era ver esos pechos grandes que al parecer nadie tocó, pero le llamó la atención el bojotico que llevaba amarrado debajo del brazo derecho, el que no se soltó ni el día de su muerte.

Higinio que había pensado irse al cuartel decidió es-perar. Por un tiempo anduvo huyendo pero luego la poli-cía del pueblo se olvidó de él. Cuando las ganas de alcohol lo atacaban los fines de semana buscaba del clandestino o iba al otro pueblo que quedaba un poco más lejos pero allí nadie lo buscaba. Qué podía contener ese paquetito del sobaco que la mayor de las Fernández no se soltaba ni para bañarse.

Pasado el tiempo, Higinio dejó de ser el criado de la casa para convertirse en algo menos que en el hijo de aque-llas enormes mujeres, ya que ninguna de ellas tuvo hijos, conocidas por todos como Las Fernández. Higinio asimiló las labores de la casa y del campo, cortaba leña y la ponía a secar en grandes columnas, limpiaba los canales de vás-tago de cambur que servían de acueductos, cosechaba los duraznos, ordeñaba las vacas, y hasta ayudaba a hacer las cucharas de madera, por las que eran famosas las grando-tas de Mijará.

Pero en la mente de Higinio forcejeaban otras ideas. Una noche intentó acercarse al dormitorio fingiendo estar

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enfermo pero las grandotas lo pusieron rápidamente en su sitio. Pensó en un accidente preparado, pero las otras dos sospecharían, y deshacerse de las tres resultaba más sos-pechoso aún. Con el tiempo, Higinio desechó estas y otras ideas, y decidió esperar.

El tiempo ayudó a la paciencia de Higinio. Primero una, luego otra, y finalmente la mayor, fueron muriendo Las Fernández, de muerte natural. El día que murió la úl-tima, desapareció Higinio. Con él también desapareció el paquetico supuestamente lleno de morocotas que la mayor de las Fernández llevaba debajo del brazo y que no apare-ció por ninguna parte el día de su muerte.

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Premio

Silvio Villegas se ganó hace tiempo un premio inter-nacional como investigador. Había escrito un ensayo histó-rico sobre América Latina y obtuvo unos cuantos dólares.

Al enterarse del premio, Silvio inmediatamente llamó a su mamá para darle la noticia.

- Mamá, felicíteme que me acabo de ganar un premio.

- ¿Verdad, mijo?, ¿y con qué número?.

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Juan Félix Sánchez

Tirso Meléndez le había ofrecido un perrito a Juan Fé-lix Sánchez. Pasaba el tiempo pero el perrito no llegaba. Un día, en broma, Juan Félix preguntó a Tirso por el perro. Tirso le dijo que no se preocupara, que ya la perra había parido y que muy pronto tendría el cachorro.

Efectivamente, a los días llegó un niño a la hacienda de El Tisure con un perrito y una nota de Tirso. La nota decía: “Juan Félix, ahí le envío el perro prometido. Saludos. Tirso.”

Epifania, la esposa de Juan Félix, se acercó para ver el cachorro, y preguntó:

- ¿Qué nombre le pondremos?

Juan Félix se sorprendió ante la pregunta.

-Cómo que qué nombre. Pues Prometido, eso es lo que man-da a decir Tirso.

Y así se quedó. “Prometido”.

Prometido duró como 18 años. Cuando murió busca-ron otro perrito porque se habían encariñado con el ani-mal. Ahora fue Juan Félix quien preguntó a Epifania:

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-Ya que Prometido se murió, qué nombre le pondremos a este perrito?

Epifania no dudó:

-Pongámole lo mismo.

Y así lo pusieron: “Lo Mismo”.

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Avisos (II)

En Calderas había un señor que cortaba pelo a hom-bres, mujeres y niños y, además, tenía fama de poeta. Co-menzó peluqueando en la sala de la casa pero, cuando hacía mucho calor, se mudaba a la terraza donde era más fresco. El problema se presentaba cuando llovía, porque se mojaban cliente y peluquero.

Así que, a veces, peluqueaba en la sala y a veces en la terraza.

Sin embargo, la gente protestaba:

- Fui para que me tusara y no lo encontré.

El peluquero se defendía:

- Yo sí estaba pero arriba en la terraza.

Otras veces era al revés.

- Fui a buscarlo a la terraza pero usted ya no quiere trabajar.

Así que, para evitar que se le fueran los clientes, el peluquero puso el siguiente aviso:

SE CORTA PELOARRIBA Y ABAJO

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Razones de razones

Chalo Molina tenía fama en el pueblo de ser muy pe-rezoso. La gente le reclamaba, pero él seguía mirando al infinito. Un día, un buen amigo suyo le preguntó por qué no le gustaba trabajar.

Chalo fue claro:

- A mí sí me gusta el trabajo, el problema es que no puedo trabajar entre comidas.

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Las Trejo Díaz

Tres fueron las preciosas criaturas que tuvieron el se-ñor Trejo y la señora Díaz. Eran el orgullo de Mérida. Tres niñas que con el correr de los tiempos fueron convirtién-dose en las mujeres más bellas en muchos kilómetros a la redonda.

Todos los hombres de la ciudad soñaban con conquis-tar alguna de las tres perlas pero las chicas, además de be-lleza, demostraron tener un carácter recio. Más de uno se llevó su cachetada cuando quiso propasarse con alguna de ellas, o cuando algún enamorado quiso manifestarles su amor o simplemente cuando alguien soltó un amable pi-ropo.

Como eran tan difíciles, y andaban siempre juntas las tres, los jóvenes ya desconsolados, cuando las veían pasar, decían con tono de despecho:

- Allá van las tre jodías.

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Avisos (III)

Por los lados de Quebrada del Barro vi un aviso que me llamó la atención. Un pedazo de tabla, pintada con bro-cha gorda, anunciaba con letras desiguales una extraña venta:

SE VENDE ESTACAS

Yo me pregunté para qué serían esas estacas, quizá para cercar terrenos. No aguanté la curiosidad y toqué a la puerta. Una señora me invitó a pasar. Yo le dije que no quería molestar, sólo tenía curiosidad por el aviso porque nunca había escuchado nada relacionado con la venta de estacas. Ella se sonrió condescendiente. Me confesó que hace tiempo necesitaba vender su casa y por eso había que-rido escribir:

SE VENDE ESTA CASA

pero se le acabó la tabla.

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Vicenta

A Leopoldo Pinzón Nunca supimos su edad. Apenas su nombre: Vicenta.

Había llegado una mañana a casa de los vecinos en busca de trabajo. Los primeros días andaba distraída. Equivoca-ba mandados embelesada por todo. Cuando llegó la Se-mana Santa nos acompañó al río para hacer pozos. Vestía faldas largas y, al igual que los varones, cortaba carruzo o cargaba piedras hasta terminar la tapiza. Cuando el pozo estuvo hondo se metió y entonces vimos sus piernas color canela y ya todos nos quedamos enamorados de ella.

Doña Melania, su patrona, no tardó en buscarla y de-jamos de verla por un tiempo. Ya no salía ni a hacer man-dados, como antes. Yo tenía la fortuna de verla regando las matas o echándole comida a las gallinas. Me subía al guayabo y desde allí la veía todas las tardes. Me olvidé de las metras y de los papagayos y me concentré en el patio.

Un día la volvimos a ver. Llevaba trenzas al pelo y sonreía. Todo era algarabía. Un extraño animal desdenta-do llamado perezoso se había subido hasta la parte más alta del sauce de los vecinos. Yo me acerqué con mi herma-nita menor que lloraba asustada. La gente gritaba y lanza-ba piedras al animal que parecía no percatarse de nada. La niña no dejaba de llorar y fue cuando vino Vicenta a tratar de quitármela de los brazos. Se acercaba a mi hermana, me ponía su cabello ahí al alcance de los besos y sentí que sus

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manos olían a naranjas, su cuerpo a pino, y que de sus la-bios debía salir un sabor picante a jengibre.

Pero fue sólo un instante. Los vecinos llegaron con sus hachas y empezaron a derribar el árbol. Cuando el sauce se vino abajo, ya Vicenta había desaparecido y, aunque todos corrieron para ver de cerca el animal, para mí había pasado ya la alegría. Vicenta y un amigo suyo fueron sorprendidos por doña Melania en el solar de la escuela y se llevó a Vi-centa a punta de correazos.

Mi madre, al llegar de la medicatura donde trabaja-ba, me pidió que la acompañara para curarle a Vicenta las heridas de las piernas. Recuerdo que ese día se rompió el termómetro y se regaron unas hormiguitas plateadas que corrían desesperadamente por el piso. Quisimos agarrarlas pero se nos escapaban de los dedos, hasta que a Vicenta se le ocurrió la idea de ponerles un anillo, supuestamente de oro, que le había regalado un tío. Las bolitas redondas se pegaban al anillo y se lo chupaban, hasta que perdió el amarillo y quedó convertido en un simple alambre. Mi madre hizo una señal y nos marchamos silenciosos y como lloviendo.

En agosto, mi hermano, mis hermanas y yo nos íba-mos de vacaciones a casa de una tía en Mesa de Quintero. Yo no tenía muchas ganas de ir esta vez pero no había ma-nera de negarme. Intenté despedirme de Vicenta y lo logré en el velorio del finado Mauro. Le dije con mucha pena que me iría en algunos días y que me daba tristeza dejarla. Ella me dijo que los humanos éramos así, como las aves, un

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día partíamos todos, las aves en marzo, nosotros en agosto. Algunos volverían, otros no. Unos cambiados, otros igual, y me dijo muchas otras cosas que no recuerdo pero que me parecieron muy bonitas y ciertas a pesar de que ella no iba a la escuela y yo sí.

Un día antes de marcharme supe que doña Melania se había ido para el campo y Vicenta se había quedado sola. Entonces me fui al solar e intenté verla, pero no pude. Im-posible, no se veía por ningún lado. Sólo noté movimientos extraños de personas que entraban y salían de un cuarto, hablaban bajito, y hacían señas y reían. Yo me acerqué tra-tando de enterarme, pero nada. Llegó la noche y Mesa de Quintero esperaba.

Cuando regresé supe la noticia. Vicenta se había aho-gado en el río. Estando nosotros ausentes, doña Melania había regresado y encontró a sus hijos y a otros muchachos en la habitación de Vicenta. Los vecinos cuentan que Vi-centa gritaba pidiendo clemencia pero esta vez la paliza fue mayor que la anterior. Al otro día, bien temprano, Vi-centa desapareció.

Alguien dijo haberla visto metiéndose en el río, pero su cuerpo no fue encontrado jamás, y eso que se recorrió las riberas lo mejor que se pudo, que no era mucho, porque en agosto el río anda crecido y lleno de barro, arrastrando árboles, animales y todas las tristezas.

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Presentación

PUEBLERÍASOrangel

TradicionesRamón Rivas

Pan calientePublicidad

SortarioArroz y pato

Adolfo MejíasSan Benito (I)

San Benito (II)La tierra tiembla

Café y rosarioEl Padre MorenoEl que sabe, sabe

Defensas bajasDe viaje

Pasar el páramoDoctoresAmantes

Don ChonMaurice Hasson

Andrés EloyEl cabezón González

Órdenes de DiosFilemón

Lenguaje cifradoEl reloj de puntico

ChácharosCeferino y las avispas

5

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La experienciaAureliano González

Sin intemperieDuendes

Don Antonio FloresEl loco de Pregonero

MorocotasVirgen de la Salamanca

MauroLa mudanza del arcoíris

OriolEl extraño caso del murciélgo sordo

El puente del diabloEl naranjo

El loro epilépticoDe cómo llegó una novela a Mérida

El melómanoBarriga natural

El hábito sí hace al monjeLos bachilleres

Puliti y el señor de las naranjasDesde el jardín

Letrados

URACALESEl hombre que hablaba con los animales

Monsieur RuttánNísperos

TUTO-RÍASEl árbol de la fantasía

Antes síArreglar cuentas con Dios

Dios y San PedroEl cartero de Cipriano Castro

Carne de avión

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EL ESCORPIÓN DE CERAEl escorpión de ceraLa mujer del burro

La segunda muerte de Pulo VICeledonio y la ignorancia

El TestamentoDoña GerbasiaToño y el cine

CartaProhibiciones

La gata MartinaSonrisas

Celedonio y la puercaMelania

Las andinas al poderCareloco y San Benito

Lógica puraSe había enamorado de la poesía

CríspuloGallero y borracho

Vicente, el telegrafistaAvisos (I)

La abuela RomualdaEl último out

Las grandotas de MijaráPremio

Juan Félix SánchezAvisos (II)

Razones de razonesLas Trejo Díaz

Avisos (III)Vicenta

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Este libroPueblerías

se diseñó en la Unidad de Literatura y Diseño de FUNDECEM

en septiembre de 2013en su composición se utilizó papel bond gramaje 20

y la fuente Book Antigua en 11,5 y 15 puntos.

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