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¿Deberían criminalizarse ciertas modalidades de lobbying?
Documento para su presentación en el VIII Congreso Internacional en Gobierno, Administración y Políticas Públicas GIGAPP. (Madrid, España) del 25 al 28 de
septiembre de 2017.
Autor(es): Vázquezz-Portomeñe Seijas, Fernando
Email: Fernando.portomene@usc.es
Twitter:
Resumen/abstract:
De acuerdo con un informe reciente del Eurobarómetro un 81% de los europeos considera que, en sus países, lo que ha conducido al problema de la corrupción pública es una relación excesivamente estrecha entre los mundos de la política y de los negocios, en tanto que un porcentaje superior al 50% está convencido de que el único medio verdaderamente efectivo para tener éxito en los negocios es haciendo uso de los contactos políticos. Los códigos penales europeos e iberoamericanos sancionan con dureza las principales modalidades de corrupción pública y, en algún caso, privada. No así el lobbying, que se sitúa en una zona intermedia entre los delitos de cohecho, tráfico de influencias o financiación ilegal de partidos políticos, por una parte, y las formas legales de promoción, defensa o representación de intereses legítimos de carácter sectorial o institucional, por otra. El objeto principal de esta ponencia es el de analizar la posibilidad y/u oportunidad de criminalizar determinadas modalidades de lobbying, las que componen el llamado lobbying oculto (hidden lobbying). Se refieren sus consecuencias negativas, explicándose con todo detalle cómo y por qué debe considerarse un fenómeno dañoso para los sistemas políticos democráticos y el principio del Estado de Derecho, y se usan diversos casos y ejemplos para demostrar las propuestas que se hacen
Palabras clave: lobbying, corrupción, tráfico de influencias
El objeto de este trabajo es aportar una visión, desde el punto de vista político-criminal,
del fenómeno del lobbying oculto o clandestino en España. Aunque el lobbying se ha
convertido en un fenómeno transnacional e internacional y los lobistas ya no desarrollan
su trabajo, exclusivamente, en sus países de origen, mi intención es lal de arrojar luz
únicamente sobre la relevancia penal de algunas de sus manifestaciones en el marco del
ordenamiento jurídico-penal español. Varias son las circunstancias que justifican la
elección de este tema. Una de ellas es que, en los últimos años, se ha tomado
conocimiento de la existencia de propuestas y proyectos de ley preparados y hasta
redactados por grupos de interés. Por otra parte, si bien en España se asiste, desde hace
tiempo, a un debate teórico y político sobre el tema -coincidiéndose, mayoritariamente,
en la necesidad de poner en marcha un registro obligatorio para garantizar una mayor
transparencia- es escasa la literatura jurídico-penal y criminológica centrada en el
lobbying y sus repercusiones. Los problemas de calificación jurídico-penal de sus
actividades han tenido como único objeto las conductas de los representantes de la
industria farmacéutica que tratan de influir en los médicos dándoles muestras y
programas de ordenador, pagándoles workshops formativos y con otros beneficios, con
la idea de que prescriban determinados productos (fabricados por una determinada
compañía farmacéutica). Aunque esa vertiente del lobbying no será afrontada en este
trabajo, por corresponderse con el ámbito de aplicación del cohecho, sirve para ilustrar
la idiosincrasia de un fenómeno socialmente aceptado, cuyas repercusiones negativas
van siendo conocidas poco a poco u cuya calificación jurídico-penal se mueve en una
zona gris entre la corrupción penalmente relevante y las formas legales de influencia.
Las dos ideas centrales de las que parto son la de que la fortaleza de los lobbies
económicos en España supone un problema no inferior al de la corrupción pública y la
de que garantizar más transparencia supone un paso importante pero insuficiente con
vistas a su control. En las páginas que siguen trataré de mostrar que algunos de los
aspectos o manifestaciones del lobbying deben examinarse sobre el mismo plano
jurídico-penal que la corrupción pública y, en esa medida, ser foco de atención y
garantizarse su criminalización, por dañar la democracia, la primacía del Derecho y
causar graves perjuicios a la competitividad entre las empresas. Para ello lo compararé
con la figura del tráfico de influencias y afrontaré la cuestión de por qué, mientras este
último se concibe como una forma indiscutida (y legalmente sancionada) de corrupción
pública, la criminalización del segundo supone una cuestión altamente debatida.
Consideraré también los argumentos de quienes conciben el lobbying como un
fenómeno complementario de la corrupción y los de quienes apuestan, en cambio, por
establecer una relación de sustitución entre ambos. En el apartado de conclusiones
abogaré por la necesidad de proceder a una mejor regulación de los lobbies y su
actividad en España, lo que incluye la previsión de sanciones penales en ciertos casos.
Para desarrollar los distintos argumentos se usarán diferentes casos y ejemplos y se
adoptará como referencia la regulación penal del lobbying en diversos sistemas legales
y en la normativa internacional, señaladamente la Convención de Derecho penal del
Consejo de Europa sobre la Corrupción, la Convención de las Naciones Unidas contra
la Corrupción y la convención de la Unión Africana sobre la Prevención y la Lucha
contra la Corrupción.
En la primera parte del trabajo trataré de dejar sentado qué es el lobbying y en qué
contextos se produce e intentar clarificar sus modalidades y relaciones con la corrupción
pública. Tras una breve reflexión sobre su situación legal en España, examinaré, desde
un punto de vista analítico, la relación existente entre los conceptos de tráfico de
influencias y lobbying, considerando sus diferencias y similitudes y centrándome,
especialmente, en el bien jurídico protegido por uno y otro. Con ese apartado trataré de
responder a la cuestión de si la figura del tráfico de influencias podría dar cobertura a
los casos más graves y necesitados de intervención penal en el ámbito del lobbying. La
última parte se centra en la propuesta de modificar la actual disciplina penal de aquel
para criminalizar el lobbying, descartándose, así, su consideración como un fenómeno
autónomo.
Algunas ideas sobre el lobbying
El término lobbying empezó a ser utilizado por la doctrina, en el ámbito de la ciencia
política, en los años noventa del pasado siglo, para aludir a la conducta de
proporcionarles a los responsables políticos asesoramiento experto con vistas a influir
en cualquier proceso de toma de decisiones. En la actualidad, es un fenómeno de rápido
crecimiento y sujeto a un proceso de profesionalización, que designa un ejercicio
estratégico de influencias sobre las políticas públicas y su formulación, en línea con los
intereses parciales de uno o varios grupos de interés, o de uno varios individuos. La
información en asuntos técnicos, un elemento (políticamente) valioso, es, pues, el medio
utilizado por los lobistas para tratar de ejercer influencia. Los responsables políticos
precisan de ella, para formarse opinión, impulsar o desechar ciertas iniciativas o,
simplemente, intervenir en discusiones ministeriales o parlamentarias. Al
proporcionársela, operando como verdaderos “marchantes”, los lobistas se aseguran de
que sus puntos de vista terminen en una propuesta o proyecto de ley y, más tarde, en
una ley. El objetivo de los lobistas es, así el de ganarse lo que podríamos denominar un
espacio jurídico ventajoso, influyendo, como acaba de indicarse, mediante el suministro
de información experta, en los responsables de las correspondientes decisiones políticas
o en el proceso de elaboración y/o aprobación de las leyes; y lo más relevante es que sus
esfuerzos y empeños son, en principio, legales.
Efectivamente, en tanto no constituyan cohecho, tráfico de influencias o financiación
ilegal de partidos políticos, las estrategias de influencia utilizadas en el marco del
lobbying se ajustan plenamente a derecho, lo que sirve para explicar que las empresas o
compañías comerciales opten por recurrir a él, en detrimento de esos otros modos de
interferencia en las decisiones políticas. Más aún si del lobbying cabe esperar mucha
más efectividad, pensando en que, si la corrupción (con dádivas) de un político no
garantiza que no cambie de criterio u opinión en una cierta materia, una ley cabildeada
con éxito siempre será mucho más difícil de modificar.
Los principales escenarios del lobbying son, sin duda, el Parlamento y el Ejecutivo, es
decir, los poderes públicos a los que la Constitución les reconoce la iniciativa
legislativa; y ello no puede sorprender. Después de todo, la lógica del lobbying es
indisociable de los fundamentos del capitalismo económico, y la consecución de un
marco normativo favorable supone, sin duda, una ventaja competitiva. El poder
económico del que gozan los grandes grupos industriales y financieros facilita su acceso
a los parlamentarios, para proporcionarles información que resultará, a menudo,
definitiva, cuando se trate de la elaboración o tramitación de normas complicadas y/o de
carácter muy técnico. Una vez que sus lobistas los “surten” de argumentos
convincentes, será difícil que otros grupos o agentes les hagan cambiar de opinión. En
no pocas ocasiones los parlamentarios cabildeados desempeñan el rol de agentes
“cooperativos”, ejerciendo, a su vez, como lobistas con relación a otros parlamentarios.
Junto con los diputados, portavoces y presidentes de comisiones, otros destinatarios de
los lobistas son los asesores de los grupos parlamentarios, en los que, no olvidemos,
tiene lugar buena parte del trabajo de elaboración de las leyes. Obviamente, en la
medida en que España es un estado autónómico, el lobbying existe tanto a nivel estatal
como autonómico.
Los grupos que practican el lobbying buscan influir en las diversas fases del
procedimiento legislativo, bien para obtener leyes favorables que incrementen sus rentas
(económicas o ideológicas), bien para evitar los perjuicios que pueda acarrearles una
modificación legal. Para ello recogen y transmiten información y, sobre todo, presionan
al responsable político con quien han tomado contacto, de forma pública e indirecta (por
ejemplo enviando correos electrónicos o cartas u organizando manifestaciones) o
confidencial y directa (a través de contactos e interlocuciones personales).
A título de ejemplo de la influencia de los lobistas o de las empresas que recurren a
ellos puede mencionarse el caso energético. El informe elaborado por el capítulo
español de Transparencia Internacional, publicado en 2015, alerta de la vulnerabilidad
de España frente a la «influencia indebida» de los lobbies o grupos de presión,
recogiendo 10 casos ilustrativos, de los que tres están dedicados en su totalidad al sector
de la energía: uno a la influencia de las empresas de energía, otro al cierre de la central
nuclear de Santa María de Garoña y el tercero a las puestas giratorias en el sector
energético.
Sus autores entienden que España ha seguido el ritmo regulatorio impuesto por Bruselas
en los procesos de liberalización y que durante este proceso se han aprobado numerosas
leyes y normas, de modo impredecible y discontinuo, generándose una verdadera
maraña regulatoria. En ese contexto, para comunicarse con la Administración la
industria ha apostado por la interlocución directa con los altos niveles de decisión
política, contratando a tal efecto a ex altos cargos de la Administración, con la
esperanza de agilizar sus relaciones con aquellos y conseguir estabilidad jurídica.
Entre las muestras de influencia en la normativa se alude al recorte de las retribuciones
de las renovables -que “pudo haber tomado por sorpresa al sector de las energías
renovables, que según diversos medios no había sido consultado, mientras que pareció
satisfacer a las compañías eléctricas”- o el desarrollo de instalaciones de pequeño
tamaño a través del autoconsumo de energía.
A modo de conclusión, el informe señala que “el principal riesgo que se identifica en el
sistema es la opacidad en la toma de decisiones y, tal vez, la falta de consideración
igualitaria de los intereses de todas las partes interesadas en los procesos de desarrollo
normativo” y subraya que la ausencia de regulación de la práctica del lobby en España,
subraya que “ha podido provocar que se regule en ocasiones escuchando más a unos —
sector eléctrico tradicional, consumidores industriales de electricidad—, que a otros,
llegando incluso a establecerse medidas en contraposición con las Directivas Europeas
de energías renovables y eficiencia energética”.
La situación legal de los lobbies en España
A pesar de tratarse de una de las medidas anticorrupción cuyo incumplimiento le fue
reprochado en el último informe GRECO del Consejo de Europa de 2016, y de venir
recurrentemente solicitada por APR y el Foro por la Transparencia (las asociaciones que
representan al colectivo de lobistas profesionales), España carece de una regulación
general y específica de la actividad de influencia desplegada por los lobbies. Sí lo han
hecho la Comunidad Autónoma de Cataluña -que cuenta, tras la aprobación de la ley
19/2014, de 29 de diciembre, con un registro que podría clasificarse dentro de los lowly
regulated systems- y la Comisión Nacional del Mercado de Valores, que creó el suyo
por resolución de 26 de febrero de 2016-. Ni que decir tiene que la existencia de 17
parlamentos autonómicos, además de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla y las
Juntas Generales de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia, planteará un problema de no fácil
solución: la necesidad de que, para desarrollar su profesión en todo el territorio del
Estado, cada lobista cuenten con 22 acreditaciones distintas. Se impone, pues, un
acuerdo de validez múltiple para todo el territorio del Estado, que permita crear un
registro unificado o, al menos coordinado, para todas sus instituciones.
Naturalmente existen normas genéricas que inciden, directa o indirectamente, en las
posibilidades de los grupos de interés para participar en la toma de decisiones políticas,
como los arts. 7, 9. 2 y 23 de la Constitución. Además, algunos reglamentos
parlamentarios autonómicos -en concreto, los de Andalucía, Asturias y Cataluña- han
incorporado un trámite de comparecencia de organizaciones sociales en el
procedimiento legislativo, en respuesta a la necesidad de complementar los intereses
generales que representan y actúan las cámaras con los intereses sectoriales de aquellos
colectivos de ciudadanos interesados o afectados por la norma que se está elaborando.
Completan ese marco normativo de referencia las normas sobre conflictos de intereses e
incompatibilidades, los códigos éticos de altos cargos y funcionarios o la normativa de
transparencia, acceso a la información y buen gobierno.
Con todo, en los últimos cinco años se ha asistido a la presentación de cuatro iniciativas
parlamentarias en esta materia, la última de las cuales, una proposición de ley
presentada por el Grupo Popular, contempla una reforma del Reglamento del Congreso
para incluir un nuevo capítulo donde se establecerá la creación de un registro
obligatorio y público en que deberán figurar los lobbies que mantengan contacto con los
diputados y el personal adscrito a los mismos, dejarse constancia de sus reuniones y
acompañar copia de la documentación entregada durante las mismas. La proposición,
cuya toma en consideración contó con el voto a favor de todos los grupos y la
abstención de Podemos, prevé que los lobistas identifiquen a sus clientes y declaren los
objetivos que persiguen, de tal modo que, de falsearse la información, la inscripción
quedaría cancelada y el acceso a la cámara prohibido durante el tiempo que se acordase.
La Presidencia y la Secretaría General de la Cámara será la encargada de llevar el día a
día del registro y la Mesa del Congreso quien imponga la prohibición de entrar a la
Cámara. El texto se centra, pues, en los mercados de influencia relacionados con la
actividad legislativa, no contemplando, tampoco, la obligación de los diputados o sus
asesores de hacer públicas sus agendas.
Una aproximación a la cuestión de los bienes jurídicos protegidos por el delito de
lobbying ilegal
Los países europeos son estados cooperativos, lo que significa tanto como que sus
instituciones y estructuras políticas se fundamentan en su interacción con la cooperación
de la sociedad civil. Al garantizar en sus cartas magnas la coexistencia de intereses
distintos (homogéneos o heterogéneos) en su seno, fomentan la participación de
diversos agentes sociales y económicos en los procesos de toma de decisiones, que
devienen así extraordinariamente complejos. En este contexto resulta sencillo
argumentar con relación a la absoluta legitimidad de las actuaciones de los lobbies,
realizadas al amparo del ordenamiento jurídico y en condiciones de igualdad y
transparencia.
La pluralidad sobre la que se asientan las democracias occidentales presupone, sin
embargo, que todos sus actores y grupos de interés tengan las mismas opciones y
posibilidades de participación. En otro caso debería hablarse, más bien, de una anarquía
pluralista, dominada por la ley del más fuerte, en un marco de competitividad carente
de límites.
Este planteamiento nos aproxima al núcleo de este trabajo: las actividades de lobbying
desarrolladas a puerta cerrada, de forma clandestina, por grandes compañías y/o grupos
de interés y sus lobistas, con el objetivo de interferir en el proceso de elaboración de una
ley. La tesis que defenderé es la de que las actuaciones de los lobistas, y de sus
mandantes, deben someterse a las restricciones que los actos corruptos, tanto para
preservar la independencia del Parlamento, como por sus repercusiones en el principio
de libre competencia. A este último respecto cabe recordar que la distribución de la
capacidad de influencia no es igual entre los diversos agentes del mercado, pensando,
sobre todo, en que las grandes empresa poseen mayor capacidad financiera para
proporcionar información experta.
La tipificación de una determinada conducta o grupo de conductas en el Código penal
presupone la realización de tres juicios de carácter político-criminal: uno relativo a la
relevancia y desprotección del bien jurídico lesionado o puesto en peligro por aquellas y
otro alusivo a la gravedad e incisividad de la clase de agresiones contra el bien jurídico
en cuestión que pretenden incorporarse al texto punitivo. Las páginas que siguen se
centran en los aspectos que acabo de mencionar, siguiendo ese mismo orden.
Para reivindicar el acceso del lobbying al ámbito jurídico-penal no puede hacerse valer
la idea de que representa una actividad inmoral, que debilite los valores de nuestra
sociedad y sus estándares en el terreno de la ética. Otro es el orden de ideas que debe
subrayarse.
Cuando los parlamentarios, sin el debate o la reflexión ínsitos en los cargos
institucionales que ocupan, adoptan la línea de pensamiento defendida por una empresa
o grupo de empresas se está afectando gravemente a las competencias legislativas del
Parlamento. Los parlamentarios tienen que considerar, en todas sus actuaciones e
iniciativas, la pluralidad de opiniones e intereses existentes en el seno del Estado.
Apoyarse sin más en los argumentos y opiniones expuestos por un determinado grupo
económico es una violación de sus deberes constitucionales. Ese carácter
profundamentamente antidemocrático del lobbying es analizado por Colin Crouch en su
teoría de la postdemocracia. Crouch argumenta que las sociedades modernas transitan
hacían una postdemocracia, en la que la (legítima) capacidad de influencia que
corresponde a los representantes legítimos de la ciudadanía se transfiere a los poderes
económicos. El lobbying les permite a las empresas condicionar la voluntad de los
gobiernos en mucha mayor medida que las ONGs y a debilitar cualquier proyecto que
suponga una traba para sus negocios. Todo ello sitúa en el punto de mira del lobbying
oculto al propio Estado de Derecho, un modelo de Estado en el que todas las áreas y
ámbitos importantes de la coexistencia social vienen regulados por y sometidos a la ley.
El lobbying trastoca ese esquema, puesto que las leyes no serán ya el resultado del
debate parlamentario y democrático, sino de los deseos y objetivos de los grupos
económicos y industriales.
Ese bien jurídico es, asimismo, el que subyace (como bien categorial) al grupo de
delitos recogidos en el Título XIX del Código penal (“Delitos contra la Administración
Pública”). Con ellos se busca proteger, efectivamente, a decir de la doctrina mayoritaria,
el correcto ejercicio o el buen funcionamiento de las actividades públicas, la
administrativa, la judicial y la parlamentaria, sujetas todas ellas al ordenamiento
jurídico. Al igual que ellos, el lobbying oculto tiene un impacto negativo en la sociedad.
Una ley articulada y formulada en función de los intereses de una empresa o grupo de
empresas desatenderá, con seguridad, cuestiones claves para el bienestar social.
Debilita, pues, el estado del bienestar y trae consigo una pérdida enorme de recursos,
exactamente igual que el cohecho, la malversación de caudales públicos o los fraudes.
También al igual que ellos mina la democracia, el buen gobierno y el estado de derecho.
No hay razón, entonces, para criminalizarlos y no hacerlo con los lobbies ocultos
El perfil ofensivo del lobbying oculto presenta, sin embargo, otra vertiente; y es
que la finalidad última de los grupos financieros e industriales que están detrás de los
lobistas es, normalmente, la de conseguir un marco legal ventajoso para sus propios
intereses. De esta forma, el lobbying supone una de las actividades a que pueden
recurrir para aumentar su cuota de mercado o restringir, o incluso, eliminar la libre
competencia.
Si ese es el segundo de los bienes jurídicos que tutelaría un hipotético delito de lobbying
oculto o clandestino, no resultaría, en absoluto, difícil justificar su existencia -como
delito, insisto- tomando como referencia los contenidos de la sección 3ª del capítulo XI
del texto punitivo. Dicha sección recoge una serie de tipos que tienen en común el
régimen económico y jurídico de libre competencia en que llevan a cabo sus
actividades, entre otros, los actores del comercio y de la industria. En concreto, y ya que
aquel se basa, fundamentalmente, en la obtención y acumulación de determinados
conocimientos sobre el sector en el que se mueven tales actores, el legislador penal se
ha decidido a dispensarles una protección específica a los que considera el principal
exponente de la competencia directa con los rivales en el mercado.: los secretos
industriales. De este modo, penaliza el espionaje industrial (art. 278), la violación de los
deberes de reserva (art. 279), la violación de secretos sin intervenir en el descubrimiento
(art. 280) y, por último, el abuso de información privilegiada en el mercado de valores
(art. 281). Al igual que las figuras que acabo de mencionar, el delito de lobbying oculto
serviría para preservar las reglas esenciales del libre juego competencial en que se basa
el modelo de organización económica de nuestra sociedad, fundado en el ejercicio de la
libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Nada cabría objetar a la
decisión del legislador de castigar a quienes, influyendo en el marco legal de manera
antidemocrática y de modo acorde a sus intereses, impiden que las relaciones del
mercado fluyan fluida y libremente y puedan autorregularse a través de la oferta y la
demanda.
La relación entre lobbying y corrupción
Los grupos de interés pueden tratar de acceder de manera transparente y democrática a
los responsables políticos, al objeto de transmitirles sus puntos de vista e intentar
convencerlos para que adopten decisiones que los favorezcan. Cuando la forma de
ejercer sus influencias no es ni democrático ni transparente el lobbying se convierte en
un fenómeno próximo a la corrupción, y como tal debe ser tratado. En este apartado se
compararán ambos conceptos, examinándose sus diferencias y similitudes.
Ambas clases de actuaciones buscan influir en decisiones políticas con métodos
ilegales, aunque el lobbying parece mostrar un grado muy superior de efectividad, de
acuerdo con diversos estudios empíricos. Comparten también el dato de que su objetivo
es conseguir actuaciones o decisiones de carácter ilegal, contrarias al deber de
imparcialidad que vincula a todos los servidores públicos. En cambio, mientras la
corrupción pública siempre se dirige a obtener beneficios privados, no siempre es
posible vincular el lobbying, como fenómeno complejo, a la idea de lucro personal.
Ciertamente tanto los lobistas como las empresas que los contratan persiguen
enriquecerse o, cuando menos, obtener una situación económicamente ventajosa, en el
primer caso a cuenta del precio o retribución que cobrarán por sus servicios, y en el
segundo a través de la modificación o no modificación del marco legal en que se
desarrollan sus actividades económicas. Los parlamentarios pueden actuar, sin embargo,
movidos por finalidades variopintas, entre las cuales se incluyen la expectativa de ser
contratados por ese grupo económico el día de mañana y, también, el interés en obtener
y recopilar información valiosa y que les permita adoptar una determinada decisión
políticas.
A partir de los datos que acaban de exponerse, la literatura discute sobre la clase de
relación existente entre el lobbying y la corrupción. Los autores que apuestan por
considerarlos fenómenos complementarios ven en el lobbying un instrumento que
facilita la corrupción, con el que influir en los parlamentarios para evitar la
criminalización de ciertas conductas o la puesta a punto del sistema de persecución
penal. Por el contrario, para un segundo grupo de autores el lobbying hace redundante la
corrupción, precisamente al modificar las leyes para castigarla y perseguirla. Este
segundo planteamiento es más convincente. El objetivo del lobbying no siempre es el de
facilitar la corrupción. Los lobistas siempre actúan con la idea de obtener beneficios a
partir de una determinada decisión política. Si una ley es objeto de cabildeo, ya no hay
necesidad de corromper al funcionario encargado de aplicarla.
El lobbying y su relación con el tráfico de influencias en la normativa internacional
anticorrupción
El objetivo de este apartado es el de exponer y analizar las modalidades de tráfico de
influencias contempladas en los instrumentos internacionales anti-corrupción: la
Convención de Derecho penal del Consejo de Europa sobre la Corrupción (CCE); la
Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (UNCAC), el único
instrumento con vocación verdaderamente universal en esta material; la Convención de
la Unión Africana sobre la Prevención y la Lucha contra la Corrupción (CUA); y el
Protocolo contra la Corrupción de la Comunidad de Desarrollo Sudafricano (PCS). Al
examinar la estructura y la literalidad de las correspondientes previsiones, así como las
conductas típicas y sus posibles autores, podremos determinar en qué medida pueden
darle cobertura al lobbying.
Los instrumentos analizados apenas muestran diferencias entre si a la hora de precisar
las conductas típicas del tráfico de influencias. Su rasgo más sobresaliente es el de
aludir a la existencia de una relación triangular de carácter corrupto, en la que un sujeto
pone por delante su capacidad para interferir en el proceso que debe llevar a una
autoridad o a un funcionario a adoptar una decisión (administrativa, judicial o política).
Otro elemento común a las cuatro convenciones es que no requieren una forma personal
de realización del delito, sancionando expresamente la tipicidad de las conductas
llevadas a cabo por personas interpuestas. Estas últimas -que intervienen en nombre del
autor estableciendo relaciones e interviniendo en las negociaciones con el comprador o
recibiendo la dádiva- desempeñan un papel especialmente importante en el hecho,
debiendo corresponderles, normalmente, la calificación de cooperadoras necesarias.
Las modalidades del tráfico activo son la promesa, el ofrecimiento o la dación -directa o
indirectamente- de una ventaja a un intermediario, es decir, al sujeto que va a poner en
práctica sus influencias. Las tres constituyen delitos de mera actividad, cuya
consumación no requiere que haya comenzado a ejercerse la influencia, ni, mucho
menos, que se haya logrado el beneficio buscado. A diferencia del ofrecimiento, que no
presupone la existencia de ningún acuerdo o convenio ilícito, tanto la promesa como la
dación sí implican un elemento quid pro quo: que se hayan convenido el ejercicio de la
influencia y su retribución.
Con respecto al tráfico pasivo, la UNCAC, la CUA y el PCS lo asocian a las conductas
de solicitar y aceptar una ventaja, a modo de contraprestación, por el abuso de la
influencia, en tanto que la CCE contempla también la de recibir. La solicitud es un acto
unilateral, a través del que el intermediario le da a conocer al cliente su disposición a
utilizar, en beneficio de aquel, y a cambio de un precio, sus influencias. La aceptación y
la recepción representan, en cambio, actos bilaterales, que implican un acuerdo (no
necesariamente duradero o estable) entre las partes. Nos hallamos, de nuevo, ante
delitos de mera actividad, cuya consumación sigue las mismas reglas que las
modalidades activas del delito.
Ni la UNCAC, ni la CCE requieren que el precio de la compra-venta deba aprovecharle,
exclusivamente, al sujeto que va a ejercer la influencia. Los términos “para cualesquiera
otras personas”, incluidos en ambas, indican claramente, por el contrario, que su
beneficiario puede ser un miembro de su familia o un amigo, siempre y cuando el
intermediario lo conozca y consienta. Si los beneficiarios conocían el origen ilícito de la
ventaja, podrán responder como cómplices, y si, además, realizan labores de
intermediación en el negocio (con el comprador), lo harán como cooperadores
necesarios. Por otra parte, aunque del tenor literal del art. 18 UNCAC parece
desprenderse la idea de que la ventaja sólo puede ser recibida por una persona física, los
autores de su Guía Legislativa parten de la base de que también puede entregarse al
partido político, entidad u organización a que pertenece. El art. 12 CCE suscita la
misma problemática: a pesar de no mencionarlas, los autores del Informe Explicativo
identifican a las entidades como posibles beneficiarios, guarden o no relación con el
intermediario.
Por lo que se refiere a los sujetos del delito, de acuerdo con el art. 18 (a) de la UNCAC,
en el tráfico de influencias activo, tanto el sujeto activo como la persona a quien se
dirige para comprar las influencias deben ser particulares. Esta última referencia abarca
también, naturalmente, a los funcionarios que reciben una ventaja o aceptan la promesa
de entregarla a cambio del uso de influencias no relacionadas en absoluto con el
ejercicio de sus cargos. Por su parte, el art. 18 (b) de la misma convención abre el
círculo de la autoría del tráfico de influencias pasivo, además de a los particulares, a los
“funcionarios públicos”, que en consecuencia, ahora sí, podrán utilizar como “reclamo”
en el negocio la posibilidad de hacer valer influencias vinculadas al cumplimiento de
sus funciones o de acceder al ámbito de decisión en cuestión mediante su posición o
facultades profesionales. La UNCAC propicia, con ello, una situación de colisión
normativa con la disciplina del cohecho pasivo propio, al definir, al propio tiempo,
como tráfico y cohecho el mercadeo con influencias del cargo para beneficiar
económicamente a terceros.
En el marco de la UNCAC, a los funcionarios públicos les pueden corresponden, pues,
los roles de intermediarios, en el tráfico activo, y sujeto activo y / o intermediarios, en el
pasivo. Su art. 2 (a) le atribuye dicha condición a toda persona que ocupe un cargo
legislativo, ejecutivo, administrativo o judicial en un estado parte, por nombramiento o
por elección, de carácter permanente o temporal, remunerado u honorario, y con total
independencia de su antigüedad. El precepto alude, a continuación, a otros sujetos que
también tendrán, en todo caso, dicha consideración: a) quienes desempeñen una función
pública, aunque sea para una empresa u organismo públicos, o presten un servicio
público, en los términos en que ese concepto viene definido y aplicado en el derecho
interno de las partes; y b) cualquier otra persona definida como tal en el derecho
nacional de las partes.
Aparte de los “funcionarios por status” (los de carrera e interinos, el personal laboral al
servicio de la Administración y el personal de los organismos autónomos sujetos a
derecho público), cualquier otra persona que desempeñe un servicio público recibirá,
por consiguiente, la consideración de funcionario. La UNCAC tiene en cuenta también,
como puede verse, que, en ocasiones, el Estado realiza sus funciones a través de
organismos o empresas, cuya actividad puede venir regida por el derecho público o el
derecho privado. En cambio, ni la CCE, ni la CUA, ni el PCS establecen diferencia
alguna entre los funcionarios y los particulares a la hora de delimitar el ámbito de
aplicación del delito, lo que significa tanto como que los primeros podrán ser, también,
autores del tráfico pasivo, con independencia de que actúen o no en el ejercicio de sus
cargos, cuando aceptan o se ofrecen a ejercer sus influencias a cambio de un precio. Por
lo demás, los tres instrumentos remiten a las partes contratantes la exacta definición del
término “funcionario público”, con el único límite, en el caso del art. 1 CCE, de las
categorías profesionales que deben servirle de base en el derecho nacional:
“funcionario”, “funcionario público”, “alcalde”, “ministro” o “juez”.
La existencia de una “ventaja indebida”, como recompensa por la mediación, es otro de
los requisitos esenciales del tráfico de influencias en la normativa internacional anti-
corrupción. El empleo del término “ventaja” despeja, de entrada, cualquier duda sobre
su carácter retributivo, esto es, su referencia a una relación de intercambio de
prestaciones (precio a cambio de influencia). A la hora de analizar su contenido y
límites parece razonable acudir a los mismos criterios usados en sede de cohecho,
teniendo en cuenta que las “ventajas” también forman parte de su descripción legal, en
las cuatro convenciones, y que, entre ambas figuras, existe una estrechísima relación -
puesto que persiguen finalidades político-criminales y utilizan técnicas de tipificación
muy semejantes-.
En otro sentido, ninguno de los instrumentos clarifica el límite económico de las
ventajas, requiriendo, simplemente, que sean “indebidas”. Sí lo hace el Informe
Explicativo a la CCE, que interpreta ese calificativo como excluyente de los “regalos
mínimos, de muy poco valor o socialmente aceptables”. Esta indicación suscita la
consabida cuestión de la relevancia de la teoría de la adecuación social a la hora de
determinar la existencia de un delito de corrupción pública.
Una conducta socialmente adecuada es una conducta tolerable, porque se la estima
normal en un contexto social e histórico determinado. Cosa distinta es que su puesta en
práctica resulte (como así es) todo menos sencilla, teniendo en cuenta que, por si sola,
la distinción entre entregas socialmente inadecuadas y pequeñas atenciones de bagatela
o de reconocimiento social habitual no permite acotar, con la necesaria seguridad
jurídica, el ámbito de lo penalmente relevante. Habrá de tener en cuenta otras
consideraciones, personales y geográficas. Ello ha llevado a algunos autores a señalar
que lo importante, a efectos de comprobar la existencia del tráfico de influencias, es la
capacidad que pueda poseer la ventaja para motivar al intermediario a ejercer la
influencia, y no sólo su cuantía o el contexto en que se haya producido la entrega.
Por último, con arreglo al precitado Informe Explicativo, el término ‘indebida’ debería
ser interpretado como “algo que el receptor no está legalmente habilitado para aceptar o
recibir”. A falta de referencia expresa, idéntico planteamiento debe extenderse a los
otros instrumentos.
Tres de las cuatro convenciones anti-corrupción examinadas ponen en conexión el
ejercicio de la influencia con un proceso de toma de decisiones. La única que no lo hace
es la UNCAC, cuyo art. 18 se limita a contemplar la entrega o aceptación de ventajas
para influir en una autoridad o funcionario y lograr de él, así, un beneficio para el propio
instigador o para un tercero. En lo que sí muestran un criterio unánime es a la hora de
sancionar (también) el tráfico con influencias falsas o supuestas. El único que debe
asociar (subjetivamente) la dación o recepción de la ventaja con un ejercicio real e
ilegítimo de influencias es, pues, el “comprador”. El “vendedor” o intermediario puede
proyectar una imagen (falsa) de proximidad a los cargos públicos, simplemente, para
enriquecerse a costa de los deseos de su “cliente”. Este modelo de criminalización
depara problemas.
Otro de sus rasgos característicos es que no es preciso que la influencia -el objeto de la
compraventa- llegue realmente a ejercerse (ante la autoridad o funcionario de que se
trate), ni, mucho menos, que conduzca al resultado deseado por el “cliente”. El único
instrumento que no hace mención expresa de ese dato es, de nuevo, la UNCAC, pero, en
la medida en que, como acaba de verse, también criminaliza la venta de influencias
falsas, lo razonable es pensar que asume el mismo planteamiento. El sentido del término
“impropia”, que sirve para calificar a la influencia en el art. 12 de la CCE, el 4 (1) (f) de
la CUA y el 3 (1) (f) del PCS, parece ser el de diferenciar las influencias legítimas de
las ilegítimas, revistiendo, por ello, enorme trascendencia a la hora de excluir las formas
autorizadas de lobbying del ámbito de aplicación del delito.
Desde el momento en que las cuatro convenciones permiten que el intermediario sea,
también, un funcionario, es evidente que el tráfico pasivo podrá desarrollarse tanto en
un ámbito particular, personal, como en conexión con el desempeño de las funciones
públicas. En este sentido, y aunque ninguna concreta el tipo de relación que debería
existir entre el ejercicio de la influencia y la condición pública del intermediario o las
funciones que ejerce, lo lógico es acudir a un criterio amplio, que cubra la venta de
influencias derivadas de la posición que ocupa o relacionadas, de alguna manera, con su
trabajo o con su capacidad para acceder y manipular (por los medios que sea, también
personales, afectivos…) a otra autoridad.
Por lo que se refiere al sujeto pasivo de la influencia, en las previsiones de la CCE viene
identificado con los funcionarios nacionales y extranjeros (arts. 2 y 5), miembros de
parlamentos nacionales y extranjeros (arts. 4 y 6), funcionarios de organizaciones
internacionales, miembros de asambleas parlamentarias nacionales o jueces y
funcionarios de tribunales internacionales (arts. 9 a 11). En cambio, la UNCAC lo alinea
con cualquier administración o autoridad pública de un Estado parte -términos que, por
cierto, no vienen definidos, como tales, en la propia convención-, y la CUA y el PCS
con “cualquier persona que ejerce funciones en el sector público o privado”. Los
términos en que se expresan los tres últimos instrumentos no son, en principio, más
restringidos que los empleados por la CCE, puesto que abarcan todas las situaciones
contempladas por aquella, incluso el caso de los funcionarios extranjeros y de los
miembros de los parlamentos nacionales o extranjeros que ejercen poderes legislativos o
administrativos.
El lobbying y su relación con el delito de venta de influencias del art. 430 del Código
penal español
Sobre el papel, la figura del tráfico de influencias -basada en una relación trilateral, en
la que un sujeto le vende su potencial influencia sobre un responsable público a un
tercero- presenta la elasticidad suficiente como para acoger los casos de lobbying
merecedores de sanción penal. No obstante, la dicción literal y la interpretación
doctrinal y jurisprudencial del art. 430 del Código penal español descubren una serie de
rasgos, que consideraré a continuación, y que obstaculizan la aplicación del delito en los
casos que estamos considerando, sugiriendo la existencia de una verdadera laguna legal.
El primer requisito típico que examinaré es el relativo al objeto de la venta: la obtención
de una resolución beneficiosa. Esta última referencia, la del beneficio económico que
debería derivarse de ella, no parece deparar especiales problemas en su aplicación a los
comportamientos de lobbying. En cambio, tanto la doctrina como la literatura han
trasladado al ámbito del tráfico de influencias el concepto de resolución elaborado para
la prevaricación, presentándola de modo unánime en como todo acto de la
Administración Pública o de la Administración de Justicia de carácter decisorio que
afecte al ámbito de los derechos e intereses de los administrados o a la colectividad, en
general, y que resuelve sobre un asunto con eficacia ejecutiva. Como indica la STS de
15 de julio de 2013, “todas aquellas gestiones que, no obstante pudieran ejercer una
presión moral indebida, no se dirijan a la obtención de una verdadera resolución, sino
que estén referidas a actos de trámite, informes, consultas o dictámenes, aceleración o
conocimiento de datos, etc.” permanecerán extramuros del tipo. Una vez que las
reformas de 2010 y 2015 han perdido la oportunidad de incluirlas expresamente en el
ámbito típico, no parece posible, evidentemente, extender ese concepto –insisto,
derivado de la prevaricación- para abarcar las leyes. Este planteamiento, que a todas
luces debe compartirse, tiene la virtualidad de alejar de la órbita del tráfico de
influencias los supuestos de lobbying en el ámbito parlamentario, por mucho que
culminen con la consecución de una ley que apuntale, de forma antidemocrática, la
situación de ventaja competitiva de un determinado grupo económico.
En segundo lugar, el núcleo del injusto gira en torno al hecho de vender las influencias
que se poseen o se dicen poseer sobre el que debe dictar la resolución. La influencia
(que se vende) consiste, según la jurisprudencia, en “la sugestión, inclinación, invitación
o instigación que una persona lleva a cabo sobre otra para alterar el proceso motivador
de ésta”, pero, y esto es lo más relevante, ha de conseguirse haciendo uso de un
prevalimiento. La utilización de otros medios podrá dar lugar a la existencia de otros
delitos (coacciones, amenazas, cohecho) o, simple y llanamente, de conductas atípicas,
pero nunca dará vida al artículo 430.
El "prevalimiento" es empleado, entonces, como elemento diferenciador de la simple
influencia atípica y, en esa medida, parece que debe dársele una interpretación
restrictiva, alineándose únicamente con las modalidades que describe el legislador: el
ejercicio abusivo de las facultades del cargo, una situación derivada de una relación
personal (de amistad, de parentesco etc.) u otra originada en una relación jerárquica. De
no concurrir esas relaciones o situaciones, la conducta es atípica. Ello es, según indica la
doctrina, lo que permitiría desechar la relevancia jurídico-penal de la venta de
sugerencias, recomendaciones o insinuaciones sutiles realizadas por quien tenga alguna
relación personal con el funcionario. A ellos debe añadirse, con todas las consecuencias,
la transmisión o comunicación de una información, preferencia o deseo, medios
comisivos del lobbying.
Por último, es dudoso que el art. 430 pueda calificar casos como el del responsable
político destinatario y, a la vez, instigador del lobbying o el del lobista que trabaja (y
cobra regularmente su sueldo) como empleado en la empresa interesada en comprar la
influencia.
Conclusiones
Las empresas y los reguladores de los mercados encuentran enormes incentivos para
tratar de condicionar o influir en los agentes del sistema político (parlamentarios, altos
funcionarios, responsables políticos): ver reforzada su posición en el mercado a través
de decisiones en materia de fusión de empresas o reestructuración de sectores
económicos o industriales; obtener ventajas competitivas de la mano de normas que
distorsionen la formación de precios o el sistema de selección en la contratación;
situarse en el centro de los nuevos regímenes de beneficios, ventajas o exenciones
fiscales. Estas dinámicas entroncan con lo que ha dado en denominarse “captura del
Estado”, definida por el Banco Mundial como “las acciones de los individuos, grupos o
empresas, en los sectores público y privado, para influir en la formación de las leyes,
reglamentos, decretos y otras políticas gubernamentales para su propio beneficio, como
resultado de la atribución ilícita y no transparente de beneficios privados a funcionarios
públicos”.
Por otra parte, las dinámicas de liberalización, armonización y desregulación de los
mercados han alterado los procesos de toma de decisiones políticas y económicas en
Europa, trayendo consigo modificaciones sustanciales en las funciones y
responsabilidades de los actores involucrados y en sus estrategias competitivas. Es en
este contexto en el que adquieren todo su significado fenómenos como el de las “puertas
giratorias” -que siempre alimenta las sospechas de que el beneficiario hubiera visto
comprometida su tarea de representación de los intereses públicos por sus expectativas
profesionales en el sector privado- y, sobre todo, el lobbying, cuya deficiente
regulación, a nivel nacional e internacional, es lugar común en todos los estudios e
informes sobre corrupción pública. En este trabajo hemos tratado de afrontar el
problema (controvertido) de la relevancia jurídico-penal de ese fenómeno.
Los lobbies financieros, muy cercanos a las autoridades gubernamentales, pueden
obtener grandes beneficios interfiriendo, en interés propio, en las decisiones más
importantes en el ámbito de la competencia, la política comercial o la ordenación de los
mercados, así como en los criterios de adjudicación de grandes contratos -como los
relativos a infraestructuras-. Está claro, no obstante, que no todos los grupos de presión
velan por intereses particulares, situados al margen de los de la sociedad en general. Los
lobbies sociales, por ejemplo, llevan a cabo una encomiable labor, normalmente con
medios muy limitados, para conseguir mejorar las condiciones de acceso a los servicios
sociales de determinados grupos de población.
En España la inexistencia de una regulación general hace difícil distinguir entre
influencia legítima e ilegítima. De hecho, no pocas voces manifiestan sus dudas sobre la
subsunción de estas prácticas en el tipo del art. 430 del Código penal, que pasaría, en
todo caso, por la reforma de algunos de sus elementos esenciales. No parece razonable,
sin embargo, que los lobbies que desempeñan un rol en el sistema de la corrupción
pública -los que defienden intereses que entran en conflicto con los del resto de la
sociedad (grupos de empresarios que intentan instaurar un monopolio limitando la
competencia, grupos de presión cuyo único objetivo es contribuir al crecimiento
económico de su sector de actividad o cuyas prácticas comerciales o económicas sólo
benefician a un sector muy pequeño de la población y perjudican al resto…)- deban
quedar al margen del sistema penal.
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