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OCKHAM, LAS CASAS Y VITORIA EN EL DEBATE DEL NUEVO MUNDO Cuando Fray Bartolomé de Las Casas recusó el res- paldo doctrinal de la conquista de América invocó la autoridad de los Doctores de la Iglesia y de numerosos tratadistas de la antigüedad. En esa prolija revisión teo- lógica omitió al Doctor Invincibilis Guillermo de Ockham (¿-1349). Aunque fue compuesto entre 1339 y 1340, el Bre- viloquium de principatum tyrannicio, o Sobre el gobier- no tiránico del Papa, el manuscrito fue encontrado recién en 1928 por R. Scholtz en la Biblioteca de Ulm. Por esa tardía investigación bibliográfica, Las Casas se fue al otro mundo sin saber que era discípulo de Guillermo de Oc- kham. Antes del brillante filósofo franciscano, otros emi- nentes teólogos objetaron la plenitudis potestatis de los Papas en asuntos temporales, a saber, John Maior, Juan de París (1269-Ï306), Marsilio de Padua (1275-1343), Juan de Jandum (1285-1328), J. Wyclif (1325-1384), entre otros. En la memorable controversia con el doctor Ginés de Se- púlveda, Las Casas utilizó, sin conocerlo, uno de los argu- mentos centrales de Ockham; 'Jesucristo no quiso tomar en acto todo el poderío del mundo en cuanto hombre sobre todos los hombres, como lo tiene en cuanto Dios, más de-parapredicarles y enseñarles la fe; empero, para tener jurisdicción sobre ellos no, hasta que estuvieran dentro de la iglesia, cuya puerta y entra- da es por la fe" ("Tratado Tercero", pg. 247, Fondo de Cultura Económica). Para homologar las concordancias doctrinales de Ockham y Las Casas, hay que situarlas en los contextos históricos, que enmarcaron los razonamientos de ambos clérigos. El conflicto de poderes entre reyes y papas co- rresponde a una antigua rivalidad, inclusive anterior a los cuestionamientos de Ockham. Originalmente la pug-

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OCKHAM, LAS CASAS Y VITORIA EN EL DEBATE DEL NUEVO MUNDO

Cuando Fray Bartolomé de Las Casas recusó el res­paldo doctrinal de la conquista de América invocó la autoridad de los Doctores de la Iglesia y de numerosos tratadistas de la antigüedad. En esa prolija revisión teo­lógica omitió al Doctor Invincibilis Guillermo de Ockham (¿-1349). Aunque fue compuesto entre 1339 y 1340, el Bre-viloquium de principatum tyrannicio, o Sobre el gobier­no tiránico del Papa, el manuscrito fue encontrado recién en 1928 por R. Scholtz en la Biblioteca de Ulm. Por esa tardía investigación bibliográfica, Las Casas se fue al otro mundo sin saber que era discípulo de Guillermo de Oc­kham. Antes del brillante filósofo franciscano, otros emi­nentes teólogos objetaron la plenitudis potestatis de los Papas en asuntos temporales, a saber, John Maior, Juan de París (1269-Ï306), Marsilio de Padua (1275-1343), Juan de Jandum (1285-1328), J. Wyclif (1325-1384), entre otros. En la memorable controversia con el doctor Ginés de Se­púlveda, Las Casas utilizó, sin conocerlo, uno de los argu­mentos centrales de Ockham; 'Jesucristo no quiso tomar en acto todo el poderío del mundo en cuanto hombre sobre todos los hombres, como lo tiene en cuanto Dios, más de -para predicarles y enseñarles la fe; empero, para tener jurisdicción sobre ellos no, hasta que estuvieran dentro de la iglesia, cuya puerta y entra­da es por la fe" ("Tratado Tercero", pg. 247, Fondo de Cultura Económica).

Para homologar las concordancias doctrinales de Ockham y Las Casas, hay que situarlas en los contextos históricos, que enmarcaron los razonamientos de ambos clérigos. El conflicto de poderes entre reyes y papas co­rresponde a una antigua rivalidad, inclusive anterior a los cuestionamientos de Ockham. Originalmente la pug-

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na surgió como reacción de los papas que rechazaron la subordinación de la Iglesia Católica Romana a monarcas europeos. Los papas Gelasio I y Gregorio VII, el arzobis­po Hincmar de Reims, defendieron la independencia de la iglesia en el período conocido como la lucha de las In­vestiduras. Sin embargo, esta postura evolucionó al otro polo de la controversia medieval, cuando apareció la doc­trina de las Dos Espadas, que al revés planteó el acata­miento de los monarcas a la autoridad papal, basándose en una interpretación del Evangelio de San Mateo, fuen­te de discordias que no concluyen por su transferencia a otras esferas institucionales y privadas. En la perspectiva papista, el canonista Enrique de Susa El Ostiensis argu­mentó que, como vicario de Cristo, el Papa posee po­deres universales, sobre fieles e infieles. El Concilio de Constanza rechazó esta postura. Tiempo después, la controversia doctrinaria se afirmó en los hechos en una confrontación directa entre la iglesia y la monarquía. Esta corriente reapareció, luego del interregno de Celestino V, cuando tomó la tiara Benedicto VIII (1204-1303), un pontí­fice que pretendió que la iglesia absorbiera el poder espi­ritual y el poder temporal. Mediante la Bula Unam Sane-tam, Benedicto VIII intentó someter al monarca francés Felipe el Hermoso, receloso éste, como otros reyes galos, de la supremacía eclesiástica italiana. Felipe el Hermoso no vaciló en desestimarla. Reaccionando con rigor extre­mo, ordenó que apresaran a Bonifacio VIII. El pontífice sucesor Benedicto XI se movilizó para atajar los gérmenes del cisma; fracasó, sin embargo, al perder el control del concilio, después de cerca de un año de disputas estéri­les para recuperar la unidad. El arzobispo de Burdeos fue elegido como Clemente V (1305-1314), instalándose en la ciudad francesa de Avignon. Se inició la serie de siete pa­pas, así como de innumerables cardenales, de nacionali­dad francesa. Entre tanto, el desconcierto, y la anarquía primaron en el seno de los estados italianos.

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La disidencia de Guillermo de Ockham se produjo en medio de esta caldeada atmósfera cismática, como reac­ción de la orden franciscana a la postura más política que teológica, de Juan XXII. La desavenencia continuó con los pontífices Benedicto XII y Clemente VI. En el trasfondo de la controversia doctrinal yació la disputa de Juan XXII y Luis de Baviera; este monarca ambicionaba la corona imperial y se opuso a las pretensiones al trono de Federico de Habsburgo.

El pontífice alentó la reivindicación del papel de la Iglesia como mediadora diplomática en elecciones dudo­sas de algunos pretendientes políticos. Como su repre­sentante en la mediación, Juan XXII nombró a Roberto de Anjou, adversario de Baviera. Allí ardió Troya. Baviera se negó a aceptar como mediador a un redomado adversa­rio, Juan XXII impuso a Baviera un plazo de tres meses, so pena de excomulgarlo sino viajaba a Avignon a ren­dirle cuentas. Pasando a la ofensiva, Baviera imputó al papa una conducta simoníaca y convocó un concilio para destituirlo. La respuesta de Juan XXII fue excomulgar a Baviera. Pero la réplica de Baviera resultó fulminante: lo destituyó con el respaldo del concilio que había convoca­do y nombró como nuevo papa a Nicolás V.

Paralelamente a estos acontecimientos, que desem­bocaron en la separación de los monarcas alemanes de la Iglesia Católica, Guillermo de Ockham enfrentó un pro­ceso con apariencia de ser estrictamente académico, pero de ribetes políticos: los cuestionamientos de Ockham re­probaron a la interferencia del papado en asuntos tem­porales. El Canciller de la Universidad de Oxford acusó a Ockham de herejía. El Canciller de la Universidad de Oxford John Luterrell tramitó la denuncia a la sede papal de Avignon, consiguiendo que Juan XXII convocara a sus teólogos para la revisión de la tesis de Ockham. Pero no fue el único miembro de la Orden de San Francisco de Asís que objetó la potestad papal en los asuntos temporales. El General de la Orden Miguel de Cesena criticó la posición

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de la iglesia sobre la pobreza y, por tal razors también fue llamado a rendir cuentas a Avignon, donde permaneció sin arriar bandera, hasta que huyó con Guillermo de Oc­kham, Bonagratia de Bérgamo y Francisco de Ascolii, a la corte de Luis de Baviera.

Ciertamente, los franciscanos temieron por su vida, al ponerse al borde de un conflicto armado las relaciones de Juan XXII y el monarca germano. Ockham murió en el destierro, sin haberse retractado de su negativa radical de aceptar la participación de los papas en asuntos po­líticos pragmáticos. Algunos historiadores insinúan que Ockham estaba buscando la conciliación poco antes de su fallecimiento. No se sabe hasta qué punto Ockham, filóso­fo y lógico, además de teólogo, pudo abdicar sus puntos de vista. La "navaja de Ockham", todavía en el Tercer Mi­lenio, fulgura como modelo de libre pensamiento por su capacidad de raciocinio lógico.

De acuerdo al pensamiento de Ockham, la integra­ción del poder espiritual y el poder secular asumido se amparó en la anotada interpretación del Evangelio en el que San Mateo transcribe supuestas palabras de Jesucristo a San Pedro:

"Yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edi­ficaré yo mi iglesia. Yo te daré las llaves del reino de los cielos y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos y cuanto des­atares en la tierra será atado en los cielos". Esta interpretación remitió a una carta atribuida al Papa Clemente I referente a las últimas disposiciones de San Pedro ante una asam­blea de cristianos. Señala el historiador Walter Ullman que "el papa era el mismo San Pedro que seguía ejerciendo sus funciones a través de aquél, por indigno que fuese... este aspecto de la posición del Papa se denomina técnicamente potestas ju-risdicctiones, porque al Papado le correspondía la promulgación de leyes, sancionar qué y qué no debía hacerse. Algo distinto sucedía en el otro aspecto de la posición papal, la potestas ordi-nis, esto es, sus funciones como obispo de Roma, que incluso se

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transmitían en una secuencia temporal desde los apóstoles hasta el actual titular de la silla pontificia", "Historia política en la Edad Media", pg.28.

La interpretación del Papa Clemente I se transfirió a Dionisio el Aeropagita, o Seudo Dionisio, eclesiástico de origen sirio, que, se sospecha, fue un impostor, que usó astutamente la dialéctica papal, argumentando que todo poder, divino o secular, desciende del Ser Supremo y debe ser acatado. En esa corriente se inscribieron los papas Gelasio I, Gregorio VII y los tratadistas Juan de Salisbury y Egidio de Roma o Gil de Roma, en su obra "De eclesiástica Potestati".

Ockham sostuvo que esa corriente de interpretación del Evangelio de San Mateo es herética, falsa y peligrosa, porque desbordó el alcance que originalmente pudo con­ceder Jesucristo. "Tal afirmación, en consecuencia, es herética porque si el Papa tuviera tal plenitud de poderes en los asuntos temporales podría de iure expoliar a todos los reyes y príncipes de sus reinos y dominios para dárseles a sus consanguíneos o a otras personas civiles a quienes quisiera dárselos o incluso retenerlos para sí", "Sobre el gobierno tiránico del Papa", pg.27, Tecnos.

En el curso de su argumentación teológica, aseveró Ockham que de la ley evangélica no se deriva yugo algu­no y nadie podría hacerse esclavo de la iglesia o del papa. Adelantó en este punto una refutación a la tesis de Aristó­teles, rehabilitada por Ginés de Sepúlveda en la polémica con La Casas, tesis según la cual hay hombres esclavos por naturaleza. En los libros de los Doctores de la Iglesia detectó, asimismo, el teólogo franciscano criterios adversos a la plenitudis potestatis. Rescató, verbigratia, un comen­tario de Orígenes al Evangelio de San Mateo, al igual que una afirmación de San Ambrosio: "Cristo no es la imagen del César. Es imagen de Dios. Tampoco Pedro es imagen del César, pues dijo; "Dejamos todas las cosas y te hemos seguido. La ima­gen del César no se encuentra en Santiago ni en Juan, que son los hijos del trueno.,.Si Cristo no tuvo la imagen del César ¿por

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qué pagó el censo? No lo pagó de lo suyo. Devolvió al mundo lo que era del mundo. Y si tú no quieres ser enemigo del César, no retengas lo que es del mundo. Si tienes riqueza, eres enemigo del César. Si no quieres deber nada a un rey terreno, deja todas tus cosas y sigue a Cristo. "

Apoyándose en San Ambrosio, Ockham observó que si quiere tener riquezas, el papa es enemigo de los reyes; por tanto no tiene plenitud de poder en lo temporal. Tam­bién recopiló citas de San Gregorio, San Juan Crisóstomo y remató el raciocinio con una frase de San Jerónimo a Nepociano" Que los obispos sepan ser sacerdotes, no se­ñores". Reforzó la exegesis de los Doctores de la Iglesia con párrafos de "De Consideración" dirigido al Papa Eu­genio: "Nadie que milita para Dios se enrolla en los negocios de la vida". Afianzando más su tesis en el corpus doctri­nal de los Doctores de la Iglesia, transcribió Ockham un comentario de San Ambrosio sobre San Lucas, muy cla­ro y específico sobre la incompetencia de los papas en el tratamiento de temas seculares y la distancia ideológica y pragmática que debe mantener y respetar la Iglesia ante los monarcas: "Hay un mandato grande y espiritual que man­da a los varones cristianos someterse a los poderes más altos para que nadie piense que puede desatar la potestad del rey de la tierra. Si Cristo pagó el tributo ¿quién eres tú para pensar que no debe ser pagado? Y Cristo pagó el tributo no poseyendo nada. Tú, en cambio, que vas en busca de una ganancia mundana ¿por qué no reconoces el tributo del siglo?",J''Sobre el gobierno tirá­nico... pg.62.

Donde se aprecia más estrecha concordancia entre el pensamiento de Ockham y el de Las Casas y Francisco Vitoria, es en el capítulo en el que analizó la propiedad del papado de los bienes y riquezas del imperio romano a través de la Donación de Constantino. En base a este documento de la Donación del emperador romano Cons­tantino, el papado recibió bienes materiales de propiedad de paganos. Ockham explicó su discrepancia sobre este

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derecho de propiedad, acotando que se trata de una pro­piedad adquirida fuera del pueblo de Dios, porque el im­perio es anterior a la existencia de la iglesia. Rescató el recuento histórico de los imperios preexistentes a Cristo, organizados por leyes humanas antiguas, sobre los cuales la iglesia no tuvo jurisdicción. Abraham, dice, no fue pro­pietario ni de Babilonia ni de Egipto, remitiéndose a las Sagradas Escrituras, En esa misma línea, Daniel se diri­ge a Nabucodonosor, reconociendo su soberanía terrenal: "Tú, oh rey, rey de reyes, a quien el Dios del cielo ha dado reino, imperio, poder y gloria; los hijos de los hombres, los pájaros del cielo, dondequiera que habiten los ha dejado e tus manos y te ha hecho soberano de ellos".

Rastreó Ockham antecedentes en el Antiguo Testa­mento, anotando la frase emblemática de la separación de poderes trazada por Jesucristo con la frase "Dad al César lo que es del César". Infirió el teólogo que, de acuerdo a las palabras definitivas del Salvador, César tenía verdadera jurisdicción temporal y verdadero dominio de las cosas temporales.

Ockham discutió un tema que lo conecta directa­mente con el debate sobre la conquista del Nuevo Mundo, esto es, probar, con la autoridad de los Santos Padres y decretales que los infieles en general poseyeron un ver­dadero dominio de las cosas temporales que la iglesia no debía desconocer, ni mucho menos donar o abolir. Luego de un prolijo análisis de los textos de los Santos Padres, llegó a la conclusión de que esos sabios varones reconocie­ron los títulos y propiedades de los reyes infieles, que no pertenecían al pueblo de Dios, objetándose, con dos siglos de anticipación, la legitimidad de las bulas de Alejandro VI en beneficio material de los monarcas españoles y sus herederos. Subrayó Ockham: "Si Dios concedió a los infieles el sentido de la salud corporal sobre el que no hay un censo; si les concedió la razón, el conocimiento de variedad de cosas, la mujer, la prole, y otros innumerables bienes, no se puede decir

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que Dios les prohibió todo dominio de las cosas temporales, ni la jurisdicción temporal, ni cualquier otro derecho", Sobre el go­bierno... pg.109.

De esta manera, siglos después de la dilatada disputa sobre la jurisdicción del papa en asuntos temporales^ que desembocó en el cisma de Avignon, se renovó el debate impulsado por Guillermo de Ockham, Marsilio de Papua. y Juan de París, —en los cuestionamientos de Las Casas y Vitoria a los dudosos títulos españoles de la conquista de América. Dentro de un terreno más abonado por la polí­tica que por la teología, el Papa Alejandro VI, de origen valenciano, emitió varias bulas para avalar la llegada de los españoles a tierras desconocidas: la Bula ínter Cetera del 3 de mayo de 1493, la Bula Eximiae Devotionis de la misma fecha, la Bula ínter Cetera del 4 de mayo de 1493, y la Bula Dudum Siquidem del 26 de setiembre de 1493. Estas bulas exhumaron la vieja tesis de Gelasio y Gregorio VII de la plenitudes potestatis. La reconstrucción de la te­sis gelasiana supuso un arduo trabajo para los consejeros teológicos del pontífice valenciano, para adecuarla en el contexto de la rivalidad estratégica entre Portugal y Espa­ña. El clamoroso apoyo político de Alejandro VI a los reyes de España en las bulas citadas compensó extrañamente la Bula Romanus Pontifex de 1455 del Papa Nicolás V y la Bula Intercetera de Calixto III sobre los derechos de los monarcas portugueses para conquistar y explotar Africa y las islas orientales de la Especiería. Alejandro VI pen­só que equilibraba la rivalidad geopolítica de España y Portugal. Francisco López de Gomara dedicó dos amenos capítulos de la Historia General de las Indias a explicar la pugna hispano-portuguesa por los condimentos que con mediación papal rubricó, no por motivos teológicos sino económicos, la división del mundo: "Habían debatido cas­tellanos y portugueses sobre la mina de oro de Guinea, que fue hallada el año de 1471, reinando en Portugal don Alonso V. Era negocio rico porque daban los negros oro a puñados a cambio

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de veneras y otras cosillas y en tiempo de aquel rey pretendía el reino de Castilla por su mujer doña Juana la Excelente contra los Reyes Católicos Isabel y Fernando, de los cuales era; sin em­bargo cesaron las diferencias porque don Fernando venció a don Alonso en Temulo, cerca de los Toros, el cual prefirió guerrear con los moros de Granada que rescatar a los negros de Guinea. Y, así quedaron los portugueses con la conquista de África del estrecho afuera, que comenzó o extendió el infante de Portugal don Enrique, hijo del rey don Juan el Bastardo, y maestro de Avis." (Ob.cit. pg.l78. editorial Iberia, Barcelona, 1954.)

Gomara contribuyó a la revelación del trasfondo eminentemente político de las bulas de Alejandro VI, y las anteriores Bulas Romanus Pontifex del Papa Nicolás V y la ínter Cetera de Calixto II: "sabiendo, pues, esto el papa Alejandro VI, que era valenciano, quiso dar las Indias a los reyes de Castilla, sin perjudicar a los de Portugal, que conquistaban las tierras marinas de África, y se les dio por su propio motivo y voluntad, con obligación y encargo de convertir a los idólatras a la fe de Cristo y mandó echar una raya o meridiano de norte a sur, desde cien leguas hacia delante de una de las islas de Cabo Verde hacia poniente, para que no tocase en África... tuvo gran sentimiento el rey don Juan, segundo de tal nombre en Portugal, cuando leyó la bula y donación del Papa; se quejó de los Reyes Católicos, que le atajaban el curso de descubrimientos y riquezas. Reclamó de la bula, pidiendo otras trescientas leguas más al poniente sobre las ciento, y envió naves a costear toda África; los Reyes Católicos tuvieron gusto en complacerle, así por ser generosos de ánimo, como por el deudo que con él tenían y esperaban tener, y le dieron, con acuerdo del Papa, otras tres­cientas setenta leguas más que la bula decía, en Tordesillas, a 7 de junio del año 1494. (ob. cit, 178) Refregó Gomara con iro­nía la paradójica repartición de un mundo desconocido: " Así que dividieron entre sí las Indias por no reñir, con autoridad del Papa"(ob.cit 179)

Con el Tratado de Alcacobas de 1479, aparentemente debió concluir la disputa entre España y Portugal, provo-

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cada después por la entronización de Enrique IV de Cas­tilla. Sin embargo, las reclamaciones diplomáticas reapa­recieron cuando el monarca portugués Juan II, al recibir a Cristóbal Colón un año después del descubrimiento, le advirtió que las tierras descubiertas al sur del paralelo de las Canarias, pertenecían a Portugal, conforme a lo esti­pulado por el Tratado de Alcacobas. El tratado estableció a favor del reino de Portugal que "de Canarias para baxo contra Guinea porque todo lo que es fallado o se fallare conque­rir o descubrir en los dichos términos, allende de lo que ya es fallado, ocupado, descubierto finca a los dichos Rey e Príncipe de Portogal e sus reinos tirando solamente las islas Canarias, a saber, Lanzarote, Palma, Fuerte Ventura, La Gomera, El Fierro, la Graciosa, la Gran Canaria ganadas o por ganar las quales fincan a los reinos de Castilla". Este tratado es interpretado como la transacción de Isabel de Castilla para evitar que la infanta portuguesa doña Juana accediera al trono castella­no, prefiriendo entregar la ruta de Guinea a Portugal, pero reteniendo las Canarias. Cuando Portugal adquirió con­ciencia de la dimensión del descubrimiento de América, intentó una reinterpretación pro domo sua de la extensión geográfica del tratado, entendiendo que todas las islas y tierra firme al sur de Canarias incumbían a su dominio.

En la advertencia del rey portugués, Colón percibió su frustración por no haber aceptado la propuesta que él hizo para que se le apoyara en el primer viaje del descu­brimiento de las Indias, antes de proponérselo a España. El pretexto papal para convalidar las expediciones espa­ñolas y portuguesas recicló los conocidos argumentos medievales ya no para dirimir las investiduras sino para avalar empresas terrenales de sello imperialista.

La primera bula Inter Cetera retomó la línea doctri­naria de la plenitudes potestati abominada por Guillermo de Ockham, partiendo de la justificación de que "miréis por el celo de la verdadera fe y queráis y debáis inducir a los que viven en las mencionadas islas a que reciban la fe cristiana"

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para rematar asignando a perpetuidad a los reyes españo­les y a sus sucesores, "en ejercicio de nuestro apostólico poder, todas y cada una de las islas de las tierras e islas descubiertas o por conocer, siempre que no estén sujetas al actual dominio temporal de algún señor cristiano. " La bula amenazó con la excomunión a cualquier persona o estado que se acerca­ra a las tierras descubiertas o por descubrir para obtener mercancías sin la debida autorización o licencia.

La segunda bula fue más precisa en alcances reli­giosos, sentando que se busca "la propagación del imperio de Cristo y exaltación de la fe católica", puntualizando que a los reyes de Portugal se les ha concedido los mismos privilegios en África, Guinea, Mina de Oro y otras par­tes. La tercera bula es más prolija en la delimitación de las zonas concedidas con precisiones —o imprecisiones geo­gráficas— nada teológicas:" todas las islas y tierras firmes halladas y que se hallaren, descubiertas y que se descubrieran hacia el occidente y mediodía, fabricando y componiendo una línea del polo ártico, que es el septentrión, al polo ártico, que es el mediodía, ora se hayan hallado islas y tierras, ora se hayan de hallar hacia la India o hacia cualquiera parte, la cual línea diste de cada una de las islas, que vulgarmente dicen de las Azores y Cabo Verde, cien leguas hacia el occidente y mediodía".

Salvador de Madariaga admite que hubo presión es­pañola para ganar la mediación de Alejandro VI en la pug­na con Portugal. España observó desde tiempo atrás con recelo la expansión portuguesa por el continente africano y temió que la ola expansionista se propagara por el nuevo mundo: "...contra los intentos del rey de Portugal, los Reyes Católicos no se limitaban a movilizar la marina; también movi­lizaron su diplomacia y hasta la autoridad espiritual del Papa. Alejandro VI promulgó una bula concediendo a los Reyes Cató­licos las Indias descubiertas o que descubrieren, así como había concedido a Portugal las tierras descubiertas in partibus Africae, Guinae et minerae auri, todo lo cual no da la impresión de ser geografía infalible; el 4 de mayo, otra bula no menos importante

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dividía el mundo por descubrir entre las dos coronas españolas, la de Casulla-Aragón y la de Portugal, trazando una línea de polo a cien leguas de " cualquiera de las islas conocidas como Azores y Cabo Verde, lo que parece indicar en él Papa menor rigi­dez en cosas de cosmografía que en materia de dogma. Fernando, entretanto, había enviado enérgica protesta al rey de Portugal, conminándole a que retirarse la flota que se disponía a despachar a las Indias e indicando que las cuestiones jurídicas planteadas se podían plantearse por medio de embajadores. El rey de Portugal se avino a ello, pero sus embajadores tardaron en llegar, y los Re­yes Católicos entretanto no permitieron que aflojase su vigilancia ni la prisa que ponían en que Colón retornase al imperio recién descubierto", "El ciclo hispánico", tomo I, pg. 266.

Los historiadores portugueses insisten en que Juan II no aceptó la ingerencia papal expresada en las bulas de Alejandro VI que recortaban sus aspiraciones a territorios de Africa y las Indias de Asia, desconociendo los límites trazados por el Tratado de Alcacobas. El cuestionamien-to portugués a las bulas fue una clara impugnación a la doctrina papal del dominus orbi y de plenitudo potestatis. Aclaradas de esa manera las jurisdicciones entre potestad espiritual y potestad temporal, los monarcas portugueses y españoles iniciaron nuevas negociaciones diplomáticas, en virtud de las cuales, con espíritu de conciliación, se aprobó el Tratado de Tordesillas, firmado el siete de ju­nio de 1494, que modificó la línea papal de demarcación. Portugal logró mediante el tratado que el meridiano se corriera a 370 leguas al oeste de Cabo Verde, lo que le per­mitió el acceso a la desembocadura del río Amazonas y la reafirmación de su posesión sobre Brasil. Las tierras al oeste de dicha línea se adjudicaron a España y las del este a Portugal.

La clarividencia política con la que actuó la Iglesia Católica para entenderse con los últimos emperadores del imperio romano, y ponerse, después, a la sombra de los reyes francos, al dibujarse el ocaso de los romanos, se puso

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en juego otra vez en esta nueva gran alianza con España y Portugal, ascendentes potencias a finales del siglo XV y principios del XVI. Favoreció la alianza, indudablemente, el origen hispánico del papa Borgia/Borja. Sin embargo, más allá de los afinidades étnicas, Alfonso y César Borgia maniobraron para que los sus intereses familiares en la lucha de poderes que dividían a los estados italianos se sincronizaran con los intereses de la casa real hispana. Los Borgia se entendieron inicialmente con los franceses, pero optaron por un pacto no escrito con España, consolidado con las bulas que privilegiaban también a Portugal, y ex­cluían a Francia, Alemania, Florencia, Milán y Venecia.

Jamás la Iglesia había dado su bendición a una aper­tura imperialista de los alcances de las conquistas portu­guesas en Africa y de la magnitud territorial de las con­quistas españolas en el Nuevo Mundo. Jamás la Iglesia, desde su fundación, había asumido una responsabilidad semejante, al autorizar con una controvertida jurisdicción en asuntos temporales, la empresa imperial ibérica. Las concesiones papales expusieron a críticas radicales la base cristocéntrica de los Evangelios, tergiversados, según el juicio de sabios teólogos, con bulas que avalaron el usu­fructo y la destrucción de reinos remotos. Desde la pers­pectiva de la unidad religiosa, España ofreció más garan­tías de ortodoxia al cristianismo romano ante el separatis­mo de la Reforma, con el manejo diplomático del Concilio de Trento por Carlos V y sus asesores.

A fines del siglo XV, los reyes españoles, simultánea­mente, consolidaron su poder a través de tres aconteci­mientos: la reconquista del último reino árabe, la expulsión de los judíos, y el descubrimiento del Nuevo Mundo, A la fusión de los reinos de Castilla y Aragón, agregó España algo muy importante y decisivo en su proyecto de elimi­nación y absorción de árabes y judíos y de nuevas tierras, nuevas riquezas y nuevos subditos: la llegada al trono de la casa de Austria. El papado romano, que, siglos antes,

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favoreció la construcción del Sacro Imperio Románico con Carlomagno y los reyes francos sucesivos, encontró en Carlos V y en Felipe II el patronazgo de una alianza estra­tégica que, en última instancia, la subordinó al inmenso poder temporal de los Habsburgos, pero le garantizó esta­bilidad y jerarquía. Había asimilado, sin duda, la lección del fracaso de obtener la sumisión del poder temporal al poder religioso, después de las fracturas de Avignon.

Los Habsburgos españoles materializaron el poder universal que los monarcas carolingios redujeron a los lí­mites fronterizos de un cristianismo estrictamente euro­peo. Fue así que el papado no titubeó en emitir bulas que lo convirtieron en aliado espiritual y material de un tercer Sacro Imperio Románico, sin precedentes en los anales de la historia universal. Compartió la nueva Roma católica un imperio superior por sus dimensiones territoriales al de Alejandro Magno, superior también al que forjó el im­perio romano a partir de Julio César. Un imperio que no vaciló en saquear Roma en 1526 cuando el Papa Clemente VII se mostró reticente a la aceptación de un poderío que fusionó lo religioso y lo político a nivel ecuménico, nom­bró obispos y prelados en función de sus intereses geopo-líticos y creó una maquinaria represiva para eliminar he­terodoxias y disidencia religiosas.

En el Mundo Nuevo, con la Inquisición a sus espal­das, Las Casas cambió el blanco de los cuestionamientos teológicos de Guillermo de Ockam. Sus objeciones no fueron dirigidas directamente al papa que firmó las bulas sino a las consecuencias de la instrumentación política de las desorbitadas concesiones de Alejandro VI. Las Casas simuló que aceptaba la evangelización de los naturales de las Indias a fortiori, a pesar de las contradicciones de la argumentación rescatada por Alejandro VI. Dialéctico in­fatigable, se las arregló en sus escritos para navegar siem­pre de Escila a Caribdis, y, de esa manera, esconder el tras-fondo de la influencia ockanista, vale decir la formulación

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de una enérgica recusación a la desmesurada ingerencia papal en la repartición de reinos desvinculados a su in­fluencia.

Ockham se enfrentó a tres papas y murió en solitario exilio. Pero Las Casas, aunque enmascaró sutilmente sus críticas a la intervención directa del papado en asuntos temporales, combatió las consecuencias negativas de la conquista y colonización española.

Examinemos las recusaciones de Las Casas en los "Tratados" (citamos en adelante la edición del Fondo de Cultura Económica, 1965, traducción de Agustín Millares Cario y Rafael Moreno, transcripción de Juan Pérez de Tu­dela Bueso, prólogos de Lewis Hanke y Manuel Giménez Fernández).

Las Casas dedicó el año de 1552 a supervisar la edi­ción de los nueve Tratados, como resumen de sus desve­los doctrinarios de cuarenta años. Con los antecedentes de la represión contra los Alumbrados de Escalona, el proceso de Alcaraz, las persecuciones de los discípulos de Erasmo, el acecho a los dejados de Isabel de la Cruz y del autoexilio preventivo de Luis Vives y Juan de Valdés, Las Casas hiló muy fino para que la Inquisición no advirtiera el contenido heterodoxo de sus obras y no las motejara de heréticas. Protegiéndose de sospechas de ser hereje o cris­tiano nuevo, en algunos pasajes de los Tratados adhirió la tesis de la universalidad de la jurisdicción de la Iglesia; "El Papa romano y Sumo Pontífice, canónicamente elegido y entronizado en la apostólica Silla, es sucesor de San Pedro y vi­cario soberano y universal de no puro hombre sino de hombre y Dios Jesucristo, e tiene poder sobre todo el mundo que contiene y comprende fieles e infieles, y sobre los bienes y cosas temporales dellos, tanto y no más cuanto le pareciese según recta razón que es menester e conviniente para guiar y enderezar o encaminar los hombres fieles o infieles" (Tratados 11, pg.925)

Una y otra vez en los Tratados dejó la impresión de su acatamiento a la jurisdicción universal del Papa como

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sucesor de San Pedro y vicario de Cristo. Empero, des­pués de blindar la apariencia de su observancia a la orto­doxia, Las Casas no vaciló en regatear, restringir y negar la transferencia de la potestad de la Iglesia a los monarcas españoles y de éstos a los conquistadores y colonizado­res del Nuevo Mundo. Con la sutileza de Ockham, con el coraje propio de su estilo, atacó el meollo de la teoría y praxis de las bulas alejandrinas; en otras palabras, repu­dió la concesión papal a la conquista esclavizante de los naturales del Nuevo Mundo y a la apropiación de sus bie­nes. Restringió las facultades papales a los moros porque éstos conocieron la fe cristiana y la rechazaron. Los natu­rales americanos no conocieron a Cristo, ni a los apóstoles, ni a la doctrina católica, es decir no podían reverenciar, ni agraviar, lo que desconocían. Con este razonamiento ob­jetó el ejercicio de cualquier forma de imperio sobre ellos, excepto darles a conocer la fe cristiana en paz y armonía:

"Pero hay mucha diferencia entre aquestas donaciones, por lo cual dijimos en el corolario según la diversidad de los infieles. Y es ésta: que las donaciones del reino de Hierusalem y de los de África y los semejantes; usurpados y detenidos tiránicamente por los infieles, cuales son los moros e turcos, hostes públicos y enemigos, manifiestos perseguidores nuestros y de nuestra ca­tólica fe, cuando de aquellos reinos faltase dueño y del legítimo señor sucesor, pertenece a la Santa Sede apostólica de derecho divino e por autoridad de su presencia universal y apostolado e de la jurisdicción que en el mundo alcanza, proveer a los tales reinos de príncipe y rey cristiano" (ob.cit. 1035)

"Pero es aquí de notar que los Reyes Católicos de Castilla, por esta concesión, donación e superioridad soberana que por virtud délias la Sede apostólica les confirió, no alcanzan mayor poder ni autoridad sobre aquel orbe de las Indias, que la misma Sede Apostólica; ni la misma Santa Sede, que la que Cristo del eterno Padre recibió... La razón es que porque mientras sean infieles no pueden ser forzados ni usarse con ellos la jurisdicción contenciosa o forzosa en actu, como estén fuera totalmente de la

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Iglesia y, por consiguiente, no sean subditos delta ni de algún miembro suyo,.. " (ob,cit.H47)

Las Casas convocó a San Agustín, Santo Tomás, y otros tratadistas cristianos para desmontar los cimientos dialécticos de las bulas de Alejandro VI, argumentando no sólo para defender los derechos de los americanos, sino algo mucho más audaz en lo que no reparó la Inquisición: negar el derecho del Papa a privarlos de su legitimidad como gobernantes y de la posesión de sus bienes:

"Contra los cuales derechos, ni contra cualquiera dellos, ni el Vicario de Cristo ni otro cualquier príncipe, por alto y po­deroso que sea espiritual o temporalmente, tiene poder para ha­cer cosa en que sean violados" (ob.cit. 1057) Citó en latín, es­pecíficamente, un versículo de la Epístola de los Corintios de San Pablo. Negó que la venida de Cristo a la tierra fue para privar de bienes a los infieles: " qué estima recibirían de la rectitud e justicia de la ley de gracia y de su legislador, Cristo, cuando tuviesen noticia de que con su venida fueron privados absolutamente todos los señores infieles de sus bienes y honras y señoríos? ¿Qué mayor escándalo; qué mayor ponzoña; qué ma­yor causa para resolver y alborotar el mundo, y qué tan grande impedimiento para la promulgación del Evangelio y fundación de la fe, pudiera ser aqueste?" (ob.cit.1083)

Las Casas avanzó más allá de los cuestionamientos teológicos de Ockham, cuando, con apoyo de citas tex­tuales de los doctores de la Iglesia, sostuvo que Dios hizo iguales, sin diferencia alguna, a todos los hombres; recha­zó la tesis de la esclavitud natural que Ginés de Sepúlve­da tomó de Aristóteles y, como es reconocido, a partir del Derecho de Gentes, fundó el Derecho Internacional con Vitoria, al igual que inauguró la concepción moderna de los derechos humanos, violados por las bulas otorgadas a España y Portugal: ''Todo lo creado ha sido concedido por la divina bondad o por la Divina Providencia en común a todos los hombres desde el principio mismo de éstas y en su primera institución, y se les ha dado poder y facultad para tomarlo y

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usar de ello... " Dios hizo sin diferencia a todas las criaturas que son inferiores al hombre para utilidad de las dotadas de razón y al servicio de todas las gentes, como se ve por lo dicho, sin que hiciera distinción entre fieles e infieles, por lo que tampoco noso­tros debemos hacerla" (ob.cit. 1237)

"Pruébase, porque desde su origen todas las criaturas ra­cionales nacen libres (Digesto, De justitia et iure, ley Manumi­siones) y porque en una naturaleza igual Dios no hizo esclavo de otro, sino que a todos concedió idéntico arbitrio; y la razón es que a una criatura racional no se la subordina a otra" (ob.cit. 1249).

En suma, Las Gasas rebatió con argumentos teológi­cos, históricos y políticos, las concesiones otorgadas por la Santa Sede a la monarquía española en el siglo XVL Con citas de la Biblia y de los más influyentes doctores de la Iglesia, actualizó sin saberlo las críticas de Guillermo de Ockham expuestas en el siglo XIV a la extensión de la po­testad espiritual papal al terreno temporal. No las plagió ni copió, porque desconocía la obra del teólogo francis­cano, editada después de los Tratados; las actualizó en otro contexto, porque pertenecen a la literatura bíblica y exegétíca del corpus doctrinario cristiano. De su propia cosecha intelectual incorporó otros cuestionamientos más consistentes que la dialéctica escolástica medieval porque en su tiempo estuvieron en juego otros factores divinos y seculares en boga en el Renacimiento.

Las Casas, Vitoria y otros laicos y clérigos españo­les hicieron crujir la justificación evangélica de las Bulas y la revelaron como producto de una alianza de naturaleza política. De una desmesura a otra, la iglesia donó bienes que no eran de su propiedad, ajenos a su conocimiento, e incumbencia, transfiriendo poderes y licencias que no tuvo ni tiene. Las Casas rescató la filosofía profundamente espiritualista del cristianismo primitivo, como miembro distinguido de un grupo de sacerdotes y teólogos que, an­tes y después de él, defendió los fueros de un cristianismo humanístico leal a sus fuentes bíblicas de origen. Por una

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retorcida interpretación del Evangelio de San Mateo, un papa indigno de presentarse como vicario de Cristo pre­tendió justificar la anticristiana conquista de América.

"Dios es el primer agente que todo lo mueve y ordena para sí mismo como para el fin último y universal de todas las co­sas por él creadas. Y como todo dirigente espiritual, incluso el Papa, sobre todo en las cosas espirituales, es agente secundario, conviene que todas sus acciones y su propio fin lo ordene a ese otro objetivo, que es el mismo Dios" escribió Bartolomé de Las Casas a mediados del siglo XVI. La generosidad de su alma y su sabiduría teológica atraviesan los siglos, desma­dejando las pasiones de quienes lo escarnecen como autor de la supuesta leyenda negra de la conquista del nuevo mundo, minimizando sus conocimientos teológicos y la solidez de su argumentación contra la extralimitación de los poderes del papado.

FRANCISCO DE VITORIA

Cuando Las Casas editó los Tratados —1556— había fallecido Francisco Vitoria —1546—. Ambos fueron domi­nicos y como teólogos trabajaron, cada uno por su cuenta y riesgo, con argumentos concordantes, en la refutación de las atribuciones temporales del papado en el dominio de las Nuevas Indias. Guillermo de Ockham fue profe­sor de la Universidad de París donde estudió y enseñó Vitoria durante más de una década. Sus obras, en verdad transcripciones de lecciones en el aula recogidas por sus discípulos, acusan la huella teológica de Ockham, lo mis­mo que otros precursores, particularmente, Duns Escoto. Conviene precisar que el sabio dominico no se perfiló como un disidente teológico en abierto conflicto con las autoridades eclesiásticas. Más bien se desenvolvió dentro de la ortodoxia del sistema y fue censor de las obras de Erasmo, morigerando el atractivo intelectual que el maes­tro holandés ejerció sobre él en su primera juventud.

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En una carta al padre Miguel de Arcos en 1534 so­bre la conquista del imperio de los incas, Vitoria expresó su desacuerdo terminante por la muerte de Atahuallpa y reprochó los métodos de los conquistadores, arriesgándo­se a que lo pudieran clasificar como cismático: "Lo mismo procuro hacer con los peruleros, que aunque no muchos, pero al­gunos acuden por acá. No exclamo, nec excito tragoedias contra los unos y los otros sino que ya no puedo disimular, ni digo más sino que no lo entiendo, y que no veo bien la seguridad y justicia que hay en ello, que lo consulten con otros que lo entiendan me­jor. Si lo condenáis así ásperamente, escandalízame; y los unos allegan al Papa y dicen que sois cismático porque ponéis duda en lo que el Papa hace; y los otros allegan al Emperador, que conde­náis a Su Majestad y que condenáis la conquista de las Indias... antes se me seque la lengua y la mano, que yo diga ni escriba cosa tan inhumana y fuera de toda cristiandad. Allá se lo hayan y déjennos en paz", "Relecciones sobre los Indios y el Derecho de Guerra", Espasa Calpe, 19-21.

La influencia de Ockham se reveló, transparentemen­te, en la Relección sobre los Indios, obra en la que Vitoria, con su estilo directo y escueto, ajeno a circunloquios, rebatió la tesis del Ostiensi, y también la tesis de Sepúlveda, según la cual Cristo, hijo de Dios, transfirió a San Pedro y a los papas competencia en asuntos temporales, competencia que éstos a su vez, merced a la gracia divina, transfirieron a los españoles en la conquista de América. En un alarde de análisis de deconstrucción, Vitoria desmanteló las pre­misas y conclusiones del silogismo sofístico, examinándo­lo de atrás hacia delante.

La primera premisa es que las criaturas irraciona­les no pueden tener dominio. Cita a Santo Tomás cuando sostiene en la Suma de los Gentiles que sólo las criaturas racionales tienen el dominio de sus actos, ya que la prue­ba de ser hombre consiste en ser dueño de sus actos en cuanto tiene la facultad de elegir entre éstos o aquéllos. Vitoria reconoce la racionalidad de los indios americanos,

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afirmando que '7öS bárbaros eran, sin duda alguna, verdade­ros dueños pública y privadamente del mismo modo que lo son los cristianos de sus bienes y que tampoco por estos títulos pu­dieron ser despojados... y grave cosa sería negarles a ellos, que nunca nos inflingieron injuria alguna, lo que no negamos a los sarracenos y judíos, perpetuos enemigos de la religión cristiana, a quienes reconocemos verdadero dominio de las cosas que no sean de las arrebatadas a los cristianos", ob.cit 51.

Rebatió a continuación el título del Emperador como señor del mundo, y de los bárbaros, por el cual se le de­nominó "Divo Maximiliano" o "Carlos siempre augusto, señor del mundo". Vitoria arremetió contra lo que arguyo Aristóteles y repitió Santo Tomás sobre la monarquía en "De Regimiñi principum", concluyendo que el emperador no es señor de todo el mundo. Reinterpretó a Santo Tomás en contra de las corrientes filomonarquistas, y acopió ar­gumentación de los textos bíblicos para aseverar, con sol­vencia moral y equidad teológica, que "nadie era por dere­cho divino señor de todo el mundo, puesto que la nación de los judíos era libre de todo poder extranjero: "No podréis alzar por rey a hombre de otra nación" {Deuteronomio, cap. XVII.)

El ariete dialéctico más certero provino de la revisión del Antiguo y Nuevo Testamento, deteniéndose en San Ma­teo, San Agustín, San Jerónimo y San Pablo para cuestionar lo que calificó como interpretaciones erróneas. Puntualizó lo dicho por San Juan: "Mi reino no es de este mundo... "; aclaró que Santo Tomás admitió que Cristo tiene poderes tempora­les para los fines de la redención, "pero que quitados esos fines no tenía ninguna.. .en cuanto a que la potestad temporal es subdita y sirvienta de la potestad espiritual". Infirió, finalmente, que "de donde se desprende claramente que no es opinión de Santo Tomás que el reino de Cristo tuviera la misma causa que él reino civil... ".

Aproximándose a la tesis fundamental de Ockham, razonó Vitoria:

"Y si Cristo no tuvo el dominio temporal... mucho menos ha de tenerlo el Papa que es su vicario", ob.cit.pg.63.

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Así, pues, en la línea teológica de Ockham, y Las Ca­sas, el teólogo dominico desmenuzó el edificio conceptual de la Iglesia desde los albores de la Edad Media, primero, negando que existiera constancia que Cristo tuvo poder temporal y lo transfirió a San Pedro y al Papa; luego argu­mentando que, aún si el pontífice tuviera poder secular sobre el mundo, no podía ostentar derecho para transmi­tirlo a los príncipes seculares. Afinó mucho más el aná­lisis aseverando que el Papa no tiene potestad temporal alguna sobre los indios bárbaros ni sobre los otros infieles y que, por tanto, aún en el caso que los indios no quieran reconocer dominio alguno al Papa, no por eso se les debió hacer la guerra ni ocupar sus bienes.

Al demoler Vitoria los fundamentos teológicos de las Bulas de Alejandro VI, con citas de los doctores de la igle­sia, la conquista española quedó al desnudo, como arreglo crudamente político negociado por un pontífice parapeta­do en una interpretación beligerante de los Evangelios.

En el tratamiento de las causas de la Guerra Justa, Vitoria enumeró una vasta casuística que podía justificar en ciertas circunstancias las acciones bélicas contra otro reino o nación, pero dejando a la nación agresora una estrecho margen de maniobra dialéctica para explicar lo inexplicable o justificar lo injustificable en la empresa de la conquista de América, incluyendo las razones de índo­le religiosa, como la evangelización a la fuerza de seres humanos de otra cultura, de otra base étnica y de una vi­sión del mundo que reflejaba otros escenarios ecológicos y otras idiosincrasias.

No hay duda que el Requerimiento y las Leyes de Indias testimoniaron la crisis de conciencia de los austrias al tomar conocimiento de las reacciones que esos actos de iniquidad anticristiana provocaron en teólogos religiosos y seglares españoles del siglo XVI que prosiguieron la lí­nea crítica de Duns Escoto, Guillermo de Ockham y Mar-silio de Padua.

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Por otro lado, también hay que hacer justicia a los teólogos y escritores españoles del formidable e incom-prendido movimiento religioso y laico que, en el siglo XVI, precedió o coincidió con el estallido de la Reforma, movimiento de renovación espiritualista que, de cierta manera, compensó o atenuó —para loor de España— las extralimitaciones temporales de papas, monarcas y con­quistadores.

Aún cuando muchos de estos místicos españoles no tomaron en cuenta lo que las bulas de Alejandro VI sobre el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo signi­ficaron como una desviación teológica de la Iglesia, sus tratados y juicios individuales y colectivos predicaron la búsqueda de la paz como facultad de Dios a su Hijo, y también el logro de la armonía entre los hombres, cons­tituyendo un movimiento de revisionismo espiritual por completo ajeno a la dirección dogmática y fundamentalis-ta de la España imperial de Carlos V y Felipe II.

Ochocientos años de ocupación musulmana, crearon una desesperada y beligerante búsqueda de identidad cultural y religiosa. El liderazgo castellano absorbió por osmosis cultural la herencia de fundamentalismo religio­so depositada a lo largo de ochocientos años por el domi­nio islámico. La expulsión de los judíos y la reconquista del último bastión árabe fueron la respuesta de quienes no entendieron la maceración del sincretismo ideológico judaico-arábigo; así, en vez de liberarse religiosa y cul-turalmente, acabaron como continuadores de la ideolo­gía de los invasores y de la cultura de los convivientes. Castilla fabricó vertiginosamente su hegemonía política y territorial y también exacerbó la politización de la fe cris­tiana; no obstante los esfuerzos concertados con la iglesia, la monarquía hispana no pudo desvanecer la absorción cultural islámica y hebraica de sus genes históricos. En esta sucesión de hegemonías que engendró una muy sutil variedad de disidencias teológicas, la corona, en consor-

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CÍO con prelados bajo su control burocrático, concibió una maquinaría cuasi religiosa-cuasi policial —la Inquisición— para limpiar la raza e imponer a sangre y fuego la versión del hispanocristianismo fundamentalista manifiesto en los acuerdos del Concilio de Trento y en los métodos re­presivos de la Contrareforma.

Aunque sólo algunos disidentes religiosos y políticos aludieron específicamente al descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo, tuvieron en común el concepto de la limitación de la universalidad de la potestad papal como elemento indispensable para alcanzar las reformas de la iglesia sin atizar el cisma. El aparato de vigilancia y repre­sión religiosa aplastó el movimiento de los alumbrados de Alcaraz y de los recogidos de Osuna que, de acuerdo a Asín Palacios, "cristianizaron'' la doctrina de los místicos musulmanes, conocidos como los sadilíes. ("Huellas del Islam ", Espasa Calpe, 1941.)

El aura de misticismo, la búsqueda de una íntima co­munión de los alumbrados con Dios forjaron malicias en inquisidores ineptos e inaptos para tan sutiles esclareci­mientos teológicos. A pesar de las protestas de Ruiz de Al­caraz de fidelidad a la doctrina cristiana, fue encarcelado cinco años, torturado y sentenciado a muerte por herejía. El movimiento de los recogidos, o dejados, no se incubó en las reuniones de la fortaleza-palacio de Escalona, como en el caso de Alcaraz. Provino de los monasterios de un sector disidente de los franciscanos, una orden religiosa caracterizada como madre de reivindicaciones teológicas como la de Ockham, Cesena, e Isabel de la Cruz, francis­cana terciaria. Escandaliza ahora que la Inquisición re­primiera drásticamente a quienes vivieron tan intenso y tan puro amor por Dios; en otras palabras, un fervoroso recogimiento interior opuesto por su propia naturaleza al seudocristianismo instrumentalizado y escenográfico.

Marcel Bataillon aportó certificación histórica a la in­fluencia de Erasmo de Rotterdam en los alumbrados, re-

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cogidos, y en algunos asesores políticos de Carlos V, como Alfonso de Valdés y Antonio de Guevara, incluyendo también a Luis Vives, Er asmo y España. FCE."

En la medida que aupó la Reforma antes de la apari­ción cismática de Martín Lucero; y alentó la paz y la con­cordia universal como uno de los elementos centrales de su pensamiento, Erasmo influyó y creó escuela en España y en otros países europeos, exponiéndose a la persecución de los inquisidores por sus concomitancias teológicas con los reformistas. Los monarcas habsburgos pudieron anti­ciparse al cisma traumático de la Reforma, reclamado por los movimientos espiritualistas españoles con el fin de ex­purgar los excesos papales de diversa laya, no para dividir la cristiandad en facciones hostiles. En la primera etapa de su asesoramiento, el humanista Alfonso de Valdés sugirió a Carlos V que exigiera a Clemente VII la convocatoria de un concilio que acaso, con apropiadas reformas de conte­nido y liturgia, hubiera evitado los traumas protestantes: "...que si contra estos males no acuden la prudencia y religio­sidad del Pontífice o la buena estrella de nuestro César, junto con el Concilio General, me temo, y mucho me temo, no cunda este mal, más anchamente de lo que podamos después aplicarle remedio'' escribió Alfonso de Valdés en una carta dirigida a Pedro Mártir de Anglería en 1520.

("José C. Nieto ''Juan de Valdés y los orígenes de la Refor­ma en España e Italia" FCE. pg. 281. En su novela en clave "El villano del Danubio", el obispo Antonio de Guevara, eclesiástico de noble familia de Mondoñedo y redactor de discursos de Carlos V, lamentó la guerra injusta de con­quista, formulando exhortaciones pacifistas a un rey ficti­cio, pero en realidad dirigidas al rey del belfo grueso. Fú­tiles fueron los consejos de tan ilustrados asesores; ciega y sorda la recepción del monarca. Rodeado por metalizados asesores flamencos, obsesionado por la reconstrucción del Sacro Imperio Románico, y por proclamarse rey de reyes, Carlos V abandonó el proyecto de renovación religiosa

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propuesto por sus asesores. El intimismo místico y el pa­cifismo iban, en realidad, a contracorriente de su proyec­to de expansión imperialista. Saqueó Roma, persiguió al Papa, lo sometió a su estrategia expansionista y convocó un concilio que protocolizó su cólera contra los príncipes alemanes, protectores de la disidencia luterana. Embria­gado por la gloria militar, Carlos V convirtió la monarquía en un reino hierocrático, donde él fue emperador, síntesis del poder religioso, y el dueño absoluto del poder secular, rex et pontifex, Augusto romano, Constantino bizantino, Carlomagno germánico, todos congregados por alianzas morganáticas por el sedicente heredero del Sacro Imperio Románico.

Por contraste, cierto humilde estudiante de Cuenca, que había asistido a las reuniones de los alumbrados de Alcaraz en la fortaleza-palacio de Escalona, teólogo pre­coz de alto vuelo intelectual, desarrolló una corriente de renovación cristiana en España e Italia, que todavía en nuestro tiempo se estudia y debate. Mientras el empera­dor conquistaba bienes materiales alrededor del univer­so, Juan de Valdés conquistaba espíritus, difundiendo un cristianismo reflexivo, sin dogmas inflexibles, un cristia­nismo a lo divino, pero eminentemente racional y libre en la interpretación de los textos evangélicos. Ordenar y clasificar la propuesta espiritual de Juan de Valdés dentro del movimiento prereformista, reformista o postreformis­ta equivaldría a describir los tonos jaspeados de las alas de una mariposa. Los estudios de la obra doctrinaria de Valdés siguen in crescendo. Cada frase de su aparato doc­trinal justifica la elaboración de un tratado: "Si estuviera mi salvación en mis propias manos podría dudar, pero ya que está en las manos de Dios, quien me ha predestinado a la vida eterna, no tengo causa ni para dudar ni para temer". O ésta otra frase en la que se contiene una doctrina humanística antagónica a la empresa colonial de la España oficial: "Y será, cierto, felicidad muy grande, ver en los hombres bondad,

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misericordia, justicia, felicidad y verdad y asimismo verlos im­pasibles e inmortales, verlos muy semejantes a Cristo, y verlos muy semejantes a Dios: y ver que con esta felicidad de los hom­bres, crece la gloria de Dios y crece la gloria del Hijo de Dios, por cuya mediación todos reconoceremos haber alcanzado nuestra felicidad, reconociendo por cabeza nuestro al mismo Jesucristo nuestro Señor" {"Juan de Valdés y los orígenes de la Reforma en España e Italia", FCE, pg.525.

En los excesos de vanagloria mundana por la con­quista de un mundo nuevo, dentro del cual la dogmática cristiana constituía componente medular de la domina­ción política de los Habsburgos, las interpretaciones de las escrituras de Valdés fueron asumidas como una peli­grosa desviación del pensamiento religioso oficial. En el refinado nivel teológico de las obras de Valdés —"Diálogo de Doctrina Cristiana" y el "Alfabeto Cristiano", particu­larmente— poco o nada puede adecuarse a la doctrina imperial de la evangelización coactiva que persiguió el reconocimiento del Papa como donante de los imperios precolombinos al imperio español a través del Requeri­miento. Siendo subditos de Cristo y el Papa, los indígenas deberían aceptar la legitimidad de los títulos españoles para agredirlos y luego de aceptarlos como ultranovísimos cristianos, despojarlos y esclavizarlos a través del régimen de las encomiendas. Valdés estuvo a leguas de apadrinar una evangelización puesta al servicio de la subyugación de seres humanos. Se asegura que, en correspondencia privada, Valdés lamentó que el emperador, al cual llegó a asesorar por breve lapso, estuviera dominado por "dos bestias", ob, cit.pg.239, Valdés no fue, por cierto, un místico aéreo, abstinente de asuntos políticos y terrenales. Un sal­voconducto expedido por el Papa Clemente VII lo identi­ficó como secretario del emperador (cargo similar al de su hermano Alfonso) y chambelán del Papa. En Ñapóles se le nombró archivero de la ciudad, pero duró poco tiem­po en el cargo. Abandonó Roma cuando ocupó el solio

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Page 28: OCKHAM, LAS CASAS Y VITORIA EN EL DEBATE DEL NUEVO …bdigital.binal.ac.pa/bdp/descarga.php?f=panama y peru3.pdfLa disidencia de Guillermo de Ockham se produjo en medio de esta caldeada

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papal Alejandro Farnese, Pablo III, enemigo de Clemente VII. En 1537, siendo veedor de los castillos de Ñapóles, escribió al secretario de estado Cobos una carta punzante-mente crítica contra la corrupción imperante en la admi­nistración española de Ñapóles. Dos discípulos de Valdés, la bella y aristocrática italiana Julia Gonzaga, y el teólo­go italiano Carnesecchi, reflejaron criterios adversos a la universalidad de las jurisdicciones pontificias. Gonzaga le concedía al Papa una autoridad mucho más limitada que la que umversalmente se le atribuía; Carnesecchi, lleva­do a la hoguera por su asimilación de los planteamientos valdesianos, admitió ante los jueces de la inquisición que el Papa era únicamente obispo de Roma y que no tenía más ascendiente sobre las otras iglesias que la que se le concede por respeto a la sede de San Pedro. Ob.cit. 257. Las concomitancias doctrinarias de Juan de Valdés con las ideas de Lutero, por otro lado, incoaron dos procesos de la Inquisición, preparados para achicharrarlo en la hogue­ra. Valdés huyó a Italia y más tarde fue acusado de ser soriano, anabaptista, arriano, unitario, apóstata, cristiano nuevo y luterano.

La multiplicidad de cargos contra Valdés ilustra la ineptitud de los inquisidores para entenderlo, más allá del esquema represivo del proyecto imperialista de los Habs-burgos, concebido para destruir a los disidentes, no para comprenderlos. Aquel fraile nacido en una aldea escocesa —Guillermo de Ockham— inició el camino que recorrió la huella espiritual de Juan de Valdés y registró el tenaz combate de Fray Bartolomé de Las Casas contra sus com­patriotas distorsionados por el oro de Indias.