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POLÍTICA, SOCIEDAD Y TEATRO RELIGIOSO DEL SIGLO XVI Alfredo Hermenegildo Université de Montréal La estrecha relación existente entre la órbita política, la vida social y la presencia del aparato religioso en la España clásica parece una realidad indiscutible. La actividad política y el consiguiente ejercicio de control de la sociedad fue un campo de batalla en el que se enfrentaron los poderes civiles y religiosos o, mejor en singular, el poder político y el poder religioso. Y tomando en consideración la existencia de un tipo de literatura muy útil para acercarse a las masas y para conseguir su adhesión a los principios propios de los estamentos dominantes, es decir, el teatro, no es de extrañar que durante el siglo XVI, época que ahora nos interesa, el ejercicio escénico fuera un medio con el que se trataba de difundir un cierto modelo de sociedad, con sus componentes laicos y divinales. El teatro religioso, de muy diversa condición, tendió a provocar en el espectador la adhesión a unos principios que, por otra parte, sustentaban la base misma del entramado político civil. No quiere esto decir que la Iglesia y el Estado caminaran siempre unidos al frente del proyecto colectivo de sociedad, pero la sociedad civil, en sus fundamentos mismos, se regía, en general, siguiendo las líneas de fuerza fijadas por la sociedad eclesiástica. La Iglesia Católica ha tendido a definirse como «sociedad perfecta» y, en consecuencia, como estructura capaz de competir con la civil y de ordenarla según sus propios criterios. De ahí el correr parejos el poder civil y el religioso, y el enfrentarse por el control de las fuerzas determinantes de la vida social. De ahí también el choque entre ambos poderes en torno a la existencia misma del ejercicio teatral y de su utilización en beneficio de uno u otro. Una buena prueba de cuanto venimos adelantando aparece en la relación de la batalla del Saco de Roma (1527), redactada probablemente por Alfonso de Valdés. En un momento en que el poder político, el de Carlos V, está en la cima, el secretario regio puede permitirse el lujo de afirmar el liderazgo del monarca para asegurar la pervivencia de la cristiandad gracias a la protección ejercida por el poder civil. Dice así: «Parece que Dios milagrosamente ha dado esta victoria al Emperador para que pueda no solamente defender la cristiandad y resistir a la potencia del turco, si osare acometerla; mas asosegadas estas guerras civiles (que así se deben llamar, pues son entre cristianos), ir a buscar los turcos y moros en sus tierras, y ensalzando nuestra sancta fe católica, como sus pasados hicieron, cobrar el imperio de Constantinopla y la casa sancta de Jerusalem que [La paginación no coincide con la publicación]

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POLÍTICA, SOCIEDAD Y TEATRO RELIGIOSO DEL SIGLO XVI

Alfredo Hermenegildo Université de Montréal

La estrecha relación existente entre la órbita política, la vida social y la presencia del aparato

religioso en la España clásica parece una realidad indiscutible. La actividad política y el

consiguiente ejercicio de control de la sociedad fue un campo de batalla en el que se enfrentaron los

poderes civiles y religiosos o, mejor en singular, el poder político y el poder religioso. Y tomando

en consideración la existencia de un tipo de literatura muy útil para acercarse a las masas y para

conseguir su adhesión a los principios propios de los estamentos dominantes, es decir, el teatro, no

es de extrañar que durante el siglo XVI, época que ahora nos interesa, el ejercicio escénico fuera un

medio con el que se trataba de difundir un cierto modelo de sociedad, con sus componentes laicos y

divinales. El teatro religioso, de muy diversa condición, tendió a provocar en el espectador la

adhesión a unos principios que, por otra parte, sustentaban la base misma del entramado político

civil. No quiere esto decir que la Iglesia y el Estado caminaran siempre unidos al frente del proyecto

colectivo de sociedad, pero la sociedad civil, en sus fundamentos mismos, se regía, en general,

siguiendo las líneas de fuerza fijadas por la sociedad eclesiástica. La Iglesia Católica ha tendido a

definirse como «sociedad perfecta» y, en consecuencia, como estructura capaz de competir con la

civil y de ordenarla según sus propios criterios. De ahí el correr parejos el poder civil y el religioso,

y el enfrentarse por el control de las fuerzas determinantes de la vida social. De ahí también el

choque entre ambos poderes en torno a la existencia misma del ejercicio teatral y de su utilización

en beneficio de uno u otro.

Una buena prueba de cuanto venimos adelantando aparece en la relación de la batalla del

Saco de Roma (1527), redactada probablemente por Alfonso de Valdés. En un momento en que el

poder político, el de Carlos V, está en la cima, el secretario regio puede permitirse el lujo de afirmar

el liderazgo del monarca para asegurar la pervivencia de la cristiandad gracias a la protección

ejercida por el poder civil. Dice así: «Parece que Dios milagrosamente ha dado esta victoria al

Emperador para que pueda no solamente defender la cristiandad y resistir a la potencia del turco, si

osare acometerla; mas asosegadas estas guerras civiles (que así se deben llamar, pues son entre

cristianos), ir a buscar los turcos y moros en sus tierras, y ensalzando nuestra sancta fe católica,

como sus pasados hicieron, cobrar el imperio de Constantinopla y la casa sancta de Jerusalem que

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por nuestros pecados tiene ocupada. Para que como de muchos está profetizado, debajo deste

cristianísimo príncipe todo el mundo reciba nuestra sancta fe católica y se cumplan las palabras de

nuestro Redemptor: Fiet unum ovile et unus pastor»1. El dominio momentáneo del poder civil o, por

ejemplo, la opinión de Erasmo considerando más importante la paz entre los príncipes cristianos que

el triunfo de Carlos V, no hacen más que confirmar la presencia conjunta de los dos poderes y las

subidas y bajadas por la escala de la dominación de uno y otro.

Es cierto que ya desde el siglo XIII, las naciones practicaron «una política temporal cada vez

más independiente de la Santa Sede. Tal es el caso de Inglaterra, de Francia, de los reinos españoles.

Con ello la cohesión de la vieja Cristiandad se debilita. Sin embargo, en cada reino nacional, antes

de la crisis de la Reforma, no es cuestión de desinteresarse de la unidad de la fe»2. Se pone así en

marcha el proyecto de la unidad religiosa dentro de cada reino, «lo que no quiere decir que

quebranten y ni siquiera que deje de preocuparles la proyección universal de la misma ni tampoco

que dejen de servirse de esta tradición»3. Es decir, el unitarismo medieval, reino, imperio, papado,

lleva a una unidad religiosa y dogmática políticamente rentable. La afirmación de las nacionalidades

al final de la Edad Media y en el Renacimiento no rompe la unidad religiosa hasta la llegada de la

Reforma y de la Contrarreforma. Surgen los estados con su religión, pero siempre marcada por esa

proyección universal de la misma.

En España el juego político [religión/estado] funciona también en ese sentido. Trento estuvo

muy dominado por los teólogos españoles. Y la política nacional se asentó en las bases fijadas por

dicho concilio. En el teatro religioso, fundamentalmente catequístico y de propaganda, no se

plantea, en general, otro problema que el de la recuperación dentro de la «verdadera fe» de todo

movimiento diferenciador. El Estado podía afirmar su independencia, pero la proyección universal

de unas creencias, de una fe, se impone. En el teatro no hay, salvo algún caso que detallaremos,

ninguna afirmación de enfrentamiento de creencias. El poder impone la doctrina y el teatro no hace

más que manifestar la aquiescencia absoluta a los dogmas. Las dudas de los personajes son

elementales, inocentes y quedan rápidamente resueltas. El teatro vive del «no hay enemigo válido».

Los personajes aceptan la doctrina y, en algún caso, la reconvención magisterial. El teatro religioso

del XVI, como gesto político, es un signo confirmador del pensamiento único -de la fe única- y no

1 .- Apud Bataillon, 1966, p. 227. 2 .- Maravall, 1972, t. 2, p. 234. 3 .- Lecler, 1955, t. 1, p. 98. Apud Maravall, 1972, p. 234.

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se manifiesta, fuera de algún caso de excepción, como afirmación del otro, como predicación de la

diversidad.

En otras palabras, lo político está muy unido a lo religioso en un siglo XVI -y en todos los

siglos- marcado por tantos enfrentamientos entre ambos. En nuestro trabajo vamos a ver de qué

modo el teatro religioso fue utilizado para consolidar las líneas de fuerza que organizaron las

creencias, el poder, la moral y, en general, la política de la Iglesia Católica de España. Y al mismo

tiempo, las bases mismas del Estado, puesto que una y otro coincidían en los principios más

elementales y se apoyaban mutuamente, a pesar de los pesares.

No hemos encontrado, dentro del teatro religioso del Quinientos, tomas de posición

abiertamente implicadas en aspectos precisos de los condicionamientos o de los enfrentamientos

políticos. Alguna excepción quedará apuntada más adelante. Sí hemos detectado el uso del teatro

religioso como instrumento de afirmación de unas bases marcadas por la ideología dominante, la

que compartían la Iglesia y el Estado. A dicho uso nos referiremos en las páginas que siguen.

Por ahora bástenos fijar algunos de los principios que delimitan las nociones mismas de

política y de poder. El uso del poder está siempre condicionado por el control de la libertad de

aquellos sobre quienes dicho poder se ejerce. Y en consecuencia, por la asunción o intento de

asunción de la libertad por parte de quienes sienten el peso de la mano del poder sobre sus vidas y

haciendas4. Entendemos el ejercicio del poder, que es el objetivo fundamental de todo gesto político,

como la expresión del control de la institución sobre el individuo, de la sociedad, de la jerarquía

política, religiosa y familiar, sobre la persona y sus apetencias y libertades. De ahí el enfrentamiento

constante que la historia occidental ha contemplado: la presión del conjunto sobre el yo, la fuerza

ejercida por el orden y sus representantes sobre la emergencia y la afirmación de la persona

individual.

Al estudiar el siglo XVI español, se descubren rastros del dominio omnímodo de la Iglesia y,

por ejemplo, de las instituciones de enseñanza dependientes de ella. La jerarquía romana,

enfrentándose a los vientos de la Reforma, mantuvo el dominio sobre sus fieles y la búsqueda de

nuevos adeptos por medio de una férrea catequesis y de una sólida enseñanza colegial. Y junto a

este intento de control del individuo por la institución, surgió también la reivindicación, por parte

del individuo, de la libertad que le negaba la institución. Esa doble ladera es la que se mantiene viva

en la sociedad española de la época. Y en el teatro, instrumento de control de la sociedad, se 4 .- Sobre la relación entre poder y libertad, véase nuestro trabajo «Ejercicio de poder y asunción de la libertad en el teatro del siglo XVI». En prensa.

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observan las dos tendencias, aunque una y otra tengan volumen y trascendencia diferentes. Frente a

afirmaciones de la libertad vigentes, por ejemplo, en la Égloga de Cristino y Febea, de Juan del

Encina, surgen las piezas religiosas de Lucas Fernández en que se ha reducido toda reivindicación

de la libertad individual. Pero de ello hablaremos más adelante.

En general, el teatro religioso del siglo XVI es un ejercicio uncido al carro de la propaganda,

sea esta de orden puramente catequístico o vaya disuelta en obras de contenido educador, como es el

caso del teatro de colegio. De todos modos, una y otra actividad vivían controladas por la Iglesia. Y

dicho control estaba fuertemente condicionado por una honda contradicción. La vieja usanza

eclesiástica negaba el pan y la sal al ejercicio escénico y lo prohibía. Tertuliano afirmó, muchos

siglos antes, que «quod nascitur, opus Dei est, ergo quod fingitur diaboli negotium est»5. Y el teatro

es cosa fingida, es decir, demoníaca. Realidad o ficción, obra de Dios u obra de Satán, son los dos

polos que atraen y condicionan toda actividad litúrgico-teatral, o simplemente teatral, puesta en

marcha en el ámbito eclesiástico y dedicada a propagar las «verdades» predicadas en el mismo. Pero

dicha tensión entre el bien y el mal no evita que la Iglesia haga la catequesis usando el teatro e

imponga unas «verdades», unos criterios, unos modos de existencia que le son propios. Es decir, la

«maldad» intrínseca del teatro no impide que la Iglesia haya hecho política por medio de dicho

artificio, política que no es más que la expresión de un poder compartido con lo civil o asumido en

solitario.

Un punto más queremos señalar antes de pasar a examinar el corpus. Decíamos más arriba

que hemos encontrado, dentro del teatro religioso del Quinientos, anécdotas abiertamente

identificadas con hechos históricos y con sus condicionamientos políticos. Lo que no excluye que

debajo de la dramatización de tales hechos históricos se escondan unos referentes inconfesados,

pero también reales. El lector debe descodificar la semejanza, la homología, no de la anécdota y del

referente real, sino la existente entre la estructura profunda de dicha anécdota dramática y la del

referente oculto, «vergonzante», «honteux», dicho con palabra de Roland Barthes6. Y la obra en

cuestión tiene por autor a un individuo fuertemente condicionado por la visión del mundo que

funciona como conciencia colectiva del grupo social privilegiado, cuyo sentir, cuyo

comportamiento, se orienta hacia la reorganización global de las relaciones entre los hombres y la

naturaleza o hacia la afirmación y la preservación total de la estructura social existente. El teatro

religioso del siglo XVI, con algunas excepciones, es fundamentalmente el instrumento adecuado 5 .- De culto feminarum, 1866, col. 1952. 6 .- Barthes, 1967, p. 74

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para conservar una visión del mundo caracterizada por las normas previstas en el discurso

eclesiástico y monárquico de la época.

Todo el teatro religioso del XVI, sobre todo el que se manifiesta en las cortes y palacios

aristocráticos, así como el teatro de colegio, forman parte de lo que hemos llamado ejercicio

colectivo llevado a la escena ante un público cerrado o cautivo7. En dichos teatros, cortesano y

colegial, la catequesis, la enseñanza, la moralización, se convierten en objetivos que no encuentran

una resistencia deliberada por parte del espectador. El público cautivo, de cierta manera, comparte

las coordenadas que definen la obra y su intencionalidad propagandística. De tal modo que los

conceptos de norma, de poder y, en consecuencia, los intereses políticos, vienen impuestos desde

arriba, desde el lugar social de los grupos o clases dominantes. El sermón catequístico se dirige a un

público ya ganado a la causa. Y los personajes que encarnan la dramatización no hacen más que

asumir unos roles en los que se representa la mínima y necesaria oposición al mensaje para justificar

la intervención de la voz «oficial» que comunica la «verdad» y la impone sin mayor discusión. Pero

al avanzar el siglo y empezar la profesionalización del ejercicio teatral, surge la otra característica

del público espectador, la del que contempla el espectáculo condicionado por una libertad cada vez

mayor, como veremos más adelante al estudiar las obras de Sánchez de Badajoz y las del Códice de

autos viejos..

En las obras navideñas de Juan del Encina, de Lucas Fernández, de Gil Vicente, de López

Ranjel, de Torres Naharro, etc., es el pastor grosero y embrutecido el encargado de manifestar la

ignorancia, la oposición o la transgresión de las normas propias de la «verdad» religiosa vigente. El

pastor y sus pintorescas lengua y costumbres son objetos manipulados por el escritor con el fin de

producir un cierto efecto anticatártico y distanciador de carácter transitorio. Lucas Fernández, por

ejemplo, observa en estas obras navideñas, representadas en lugares cortesanos y ante públicos

cautivos y selectos, no lo olvidemos, una línea constante de dramatización. Con ella marca la

separación dramática entre el estamento social al que pertenece el espectador, el noble y el

poderoso, y el grupo en el que se integran las figuras dramáticas, el campesino, el pastoril, el que

tiene su referente histórico en la parte social sometida a los grandes. Los pastores de Fernández

ponen de manifiesto su condición subalterna. En la obra se les concede una libertad provisional que

queda eliminada en la recuperación del final feliz, prevista en una sociedad estamental de perfiles y

roles definidos.

7 .- Sobre esta noción y la de público abierto, véase Hermenegildo, 1994b.

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En general, el pastor grosero del teatro primitivo, de tema religioso o profano, es la

encarnación dramática de un complejo mecanismo de carnavalización y descarnavalización, de

puesta en signo carnavalesco y de neutralización del carácter festivo. Este teatro primitivo religioso,

el que se representa en los ambientes cortesanos, utiliza unos personajes, los pastores, con los que se

libera el espíritu lúdico que gobierna la fiesta carnavalesca. Y a través de él, se recuperan, dentro de

los márgenes aceptados por el discurso oficial, la alegría y el desbordamiento propios del juego y de

la fiesta popular. Si en los primeros compases de varios autos navideños de Encina o de Fernández

los pastores adoptan determinadas actitudes, afirman tener ciertas dudas, se burlan de algunos

comportamientos instalados en el concierto social y religioso, la reafirmación de la «verdad oficial»,

puesta en boca de clérigos o de pastores ya convencidos e instruidos de antemano, termina borrando

los perfiles de la provisional «verdad popular».

Es decir, el juego político de esta catequesis propuesta ante el estamento noble con

personajes cuyos referentes históricos están ausentes y no figuran entre el público espectador,

consiste en la recuperación de los desvíos carnavalescos, liberadores, por medio del teatro. Los

pastores son los encargados de realizar la transgresión del discurso oficial, por leve que aquella sea,

para ser absorbidos más tarde, previa la catequesis, por el final restaurador. Este es el gesto

auténticamente político latente en ciertas obras del primitivo teatro cortesano. La escena permite

llevar al público, complaciente y ganado de antemano a la causa, la dramatización burlesca de unas

costumbres del estamento sometido, aunque paródicas de las que viven en el estamento dominante,

y su sometimiento final, junto con el acatamiento sin condiciones de las normas dictadas por las

creencias religiosas impuestas por la Iglesia. Y por el Estado mismo.

Pero este modelo de teatro catequístico de calado político, tiene en una obra de Lucas

Fernández una excepción importante. Nos referimos al Auto de la Pasión. Hemos dicho, líneas

arriba, que dentro del teatro religioso del Quinientos había pocas anécdotas abiertamente

identificadas con referentes históricos y con sus condicionamientos políticos. En el caso del auto

que nos ocupa creemos haber encontrado un gesto político de evidente importancia para la

convivencia colectiva8. Al margen de que la pieza dramatice la integración de un individuo en vías

de conversión religiosa y el rechazo del discurso judío, etc., hay otro problema que nos interesa de

modo especial en estos momentos. Muy probablemente la obra fue representada en una iglesia o

capilla cortesana inmediatamente después de los oficios del Jueves o del Viernes Santo. La puesta

8 .- Hermenegildo, 1983, pp. 31-46.

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en escena primordial tuvo que dirigirse a un público aristocrático, cortesano, reunido en el palacio

de los duques de Alba o en lugar semejante, y fuertemente condicionado por los símbolos de la

tradición nacional portuguesa. Las constantes escaramuzas y guerras entre Castilla y Portugal

tuvieron momentos de calma y de encuentro político, favorecidos por la casa de Alba. La visita de

los reyes lusitanos pudo ser el momento en que se representó el Auto de la Pasión. La invocación de

«esta bandera / con cinco plagas bordada», bandera que sólo puede identificarse con la cruz que

momentos antes se ha presentado «de improviso» en escena, parece ser un guiño a un público

cautivo y capaz de descodificar el sentido de la bandera bordada con cinco llagas, la bandera

portuguesa adornada con las cinco quinas. Sólo dentro del ambiente de complicidad luso-castellana

puede explicarse el Auto de la Pasión, al menos su primera escenificación. El guiño viene a fijar el

lugar y el momento de la representación, al mismo tiempo que integra la obra dentro de un

movimiento de acercamiento político existente entre las dos cortes nacionales y apoyado

fuertemente por la Casa de Alba. Si el referente queda oculto, «vergonzoso y vergonzante,

honteux», dentro de la red de signos de la pieza, fluye en el fondo de la estructura dramática un río

de intereses que tiene su referente homólogo en la estructura global de la vida política de aquellos

momentos. De ahí el interés que la primera representación de la pieza tiene para nosotros.

Es difícil comprender y explicar la historia del primitivo teatro renacentista sin tomar en

consideración la obra castellana del portugués Gil Vicente. Aparte de su Auto pastoril castellano,

muy atado a la tradición de Encina y de Fernández y, en consecuencia, analizable desde la

perspectiva que hemos señalado, hay en la Trilogía de las barcas una transposición al lenguaje

teatral de uno de los temas eternos que alimentan la reflexión del ser humano, el de la muerte y su

inevitable más allá. La tercera pieza del conjunto, la Barca de la gloria, pone en escena a los

individuos y los grupos dominantes en la sociedad (papa, emperador, obispo, noble). La Barca

actualiza la vieja tradición de las danzas de la muerte. El modelo medieval ha sido transformado por

el teatral y renacentista. Adquiere así el tema una virtualidad operatoria que nunca había tenido.

Cuando Jesucristo resucitado aparece al final, como un claro deus ex machina, va a neutralizar las

dudas, los errores y los temores humanos. La pregunta parece necesaria: ¿cómo es posible la

inconsecuente absolución de los grandes del mundo, agentes de una vida perfectamente

desordenada? ¿Es esta una concesión religiosa o política del escritor lusitano? Según la lógica

dramática, los altos personajes debieran ser condenados. Y dentro de la perspectiva teológica

tradicional, la de tipo «justiciero», también debieran recibir las iras y damnación divinas. La

intervención final de Cristo hace que todos los grandes suban a la barca de la Gloria. ¿Es un gesto

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irónico? Tal vez. Pero también nos inclinamos a pensar en el fondo erasmista que alimenta la obra

vicentina, fondo en el que actúa como eje estructural la llamada «locura de Cristo», capaz de

recuperar incluso a los aparentemente insalvables. El gesto que escenifica la Barca es de honda

envergadura política y de evidente trascendencia social, si se deja de lado la posible lectura de la

ironía subyacente en el texto del escritor luso.

López de Yanguas, autor instalado en los círculos de la nobleza cortesana, escribe, siguiendo

la trayectoria de las églogas navideñas de Encina y Fernández, una Égloga de la Natividad, un

pretexto para exponer la doctrina evangélica. Viene a ser una simple presentación de la estirpe de

Cristo, con la que los rudos pastores son recuperados e integrados dentro de la doctrina oficial.

Aunque no se trata de una obra estrictamente religiosa, la Farsa de la concordia de López de

Yanguas, plena y puntualmente política, nos interesa en este momento como planteamiento pacifista

anclado en una visión cristiana y religiosa cercana a la de Erasmo, visión que subyace igualmente en

el teatro vicentino. La Farsa de la concordia9, pieza docente y festiva, fue escrita probablemente

para celebrar el acuerdo de Cambray concluido entre Francia y España. En dicho tratado se concertó

el matrimonio de Leonor, la hermana de Carlos V y viuda de don Manuel de Portugal, con Francisco

I de Francia. La pieza, construida con figuras morales (Correo, Tiempo, Mundo, Paz, Justicia,

Guerra, Descanso y Placer), es una alegoría profana de ambiente contemporáneo; es una alabanza de

la paz y un denuesto de la guerra. El marco político queda desequilibrado por una dramaticidad

extremadamente pobre. La predicación de una moral cívica, de unos valores anclados en la

concordia entre las naciones y los pueblos, hace de la farsa una especie de catequesis laica en la que

se mezclan los recursos de otras obras de ambiente y moralidad religiosa con la intencionalidad

festiva provocada por el acuerdo entre los dos reinos. De ahí el que la hayamos incluido en esta

reflexión sobre lo religioso y la política en el teatro del XVI. Y no responde al modelo señalado

hasta ahora, sino que apunta, directamente y sin rodeos ni ocultación de referentes «honteux», a la

anécdota histórica vivida y celebrada.

Un ejercicio teatral en que se altera la función primera del acontecimiento escénico, es el que

tuvo lugar en los colegios religiosos, especialmente en el utilizado por la Compañía de Jesús como

vehículo de enseñanza y moralización. Y la enseñanza y la moralización llevan siempre consigo una

inevitable dosis de intencionalidad política. El teatro fue sometido a una manipulación que le dejó

confinado a servir intereses educativos o propagandísticos. El discurso dominante se impone tras y

9 .- López de Yanguas, 1975.

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bajo las anécdotas bíblicas, históricas, costumbristas, etc., que llenan esta amplia producción teatral.

En ese sentido, creemos que el teatro de colegio fue un instrumento de politización de los jóvenes

que, andando el tiempo, se convertirían en los líderes sociales del país, de la región o de la ciudad.

El autor, el que se dirige al público noble y rico de los colegios andaluces o el que anima las

fiestas celebradas en los colegios castellanos de las pequeñas ciudades, público burgués o letrado,

trata de establecer contacto con las minorías dominantes, sean cuales fueren. El dramaturgo y, por

vía de consecuencia, el director de escena, es el vehículo de una ideología al servicio de la que pone

su trabajo creador. Las balizas que controlan, ordenan y limitan la actividad teatral de los colegios

jesuíticos, son la pedagogía, la temática impuesta por ciertas festividades religiosas, la rigurosa

fidelidad a la doctrina oficial de la Iglesia y la preocupación espectacular, junto con las limitaciones

impuestas por los lugares de representación o por el tipo de actores, varones (salvo alguna

excepción aparecida en un colegio femenino), aficionados, niños o jóvenes adolescentes separados

por la pertenencia a los distintos niveles sociales de la célula familiar a que pertenecían, etc.

Detrás de todo el entramado de piezas escritas en castellano o en latín, o en una mezcla de

las dos lenguas, hay, pues, una voluntad pedagógica y, por lo tanto, política. No vamos a entrar en

detalles que resultarían excesivos en el corto espacio de que disponemos. Pero sí queremos

detenernos brevemente en la pieza más representativa del corpus dramático colegial, la Tragedia de

san Hermenegildo, obra de Hernando de Ávila, de Melchor de la Cerda y de Juan de Arguijo10. La

anécdota dramatizada sale de la tradición historiográfica consagrada al reino visigodo. No

entraremos ahora en más detalles. El príncipe Hermenegildo, mártir de la fe y patrón religioso de

Sevilla, es el héroe de una tragedia cristiana en un momento de gran actividad contrarreformista. Y

es el pretexto de la comunión, que rechaza Hermenegildo por llegarle en manos de un obispo hereje,

el eje en torno al que gira la acción trágica, bajo la que está latente la insurrección del príncipe

contra su padre, el rey Leovigildo. El príncipe, rebelde en cuestiones religiosas y políticas, puesto

que desobedece al rey su padre, instalado en la sede central del estado, en Toledo, surge así como

signo, como símbolo de la inestabilidad política existente en la España «actual», la de la época

filipina. El Santo era el patrono de Sevilla. Y en la Andalucía de la época corrían vientos poco

conformes con los conceptos políticos vigentes en la España de la segunda mitad del Quinientos. El

día 25 de enero de 1591 se estrenó la tragedia sobre el príncipe rebelde contra su padre, contra la

10 .- La «Tragedia de San Hermenegildo»,1952.

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«herejía» arriana y contra la presión política de la corte toledana y de sus maneras de concebir la

existencia colectiva del reino.

Los jesuitas crean el colegio de san Hermenegildo, estrenan la obra citada y predican, desde

la escena, un concepto religioso/político en el que resalta el enfrentamiento de la ciudad visigoda de

Sevilla y la sede central del poder. El personaje y su trayectoria vital se convierten en estandarte

político de la afirmación de la Andalucía del XVI. No es aventurado sospechar que la figura del

príncipe mártir por cuestiones de fe, fuera usada al mismo tiempo como afirmación y estandarte

político. Habiendo sido una figura que en la anécdota histórica luchó contra el centralismo toledano,

surge así como símbolo usado para expresar un cierto nacionalismo andaluz dentro del marco de

tirantez existente entre la España periférica y la política absolutista del tercero de los Austrias. ¿Por

qué no recordar a ese propósito los sucesos de Aragón, la invasión y conquista de Portugal, el

control militar y la destrucción de la resistencia en las Alpujarras? El referente histórico lejano, el

del reino toledano visigótico, oculta el otro, el «honteux», mucho más significativo e interesante

para comprender la razón jesuítica «hermenegildeando» -permítaseme la cabriola léxica-

plenamente el nombre del colegio, la historia representada, etc. La Compañía de Jesús se apodera,

por medio de la figura de san Hermenegildo, del sentir local sevillano y regional andaluz, con lo que

hace gala de un fino olfato y de un agudo sentido de las conveniencias a la hora de lanzar la

andadura de la nueva institución. Se trata, pues, de una obra de circunstancias que, a pesar de todo,

ha logrado superar la contingencia y lo relativo del momento histórico para convertirse en la pieza

clave de toda la literatura dramática de ámbito colegial.

Fuera ya del marco cortesano y educativo, en que el discurso dominante se despliega ante un

público cerrado ya convencido de antemano, aparece un tipo de teatro catequístico dirigido a un

espectador también cautivo e indefenso, pero menos predefinido y predeterminado por su condición

social. Nos referimos al ejercicio propagandístico puesto en marcha por Sánchez de Badajoz y los

autores de las piezas contenidas en el Códice de autos viejos, entre otros. El público catequizable

forma parte del conjunto de fieles a los que hay que instruir; asiste a la representación con una cierta

libertad, puesto que se trata de escenificaciones de calle o de lugares abiertos, como la iglesia, que

no exigen, por ejemplo, el pago debido en los corrales. No se trata de un público cautivo, como el

cortesano o el escolar, pero tampoco es el que paga y exige. Las características de este teatro hacen

que sus autores necesiten ganar la atención del espectador recurriendo, por ejemplo, a escenas de la

vida diaria contemporánea, escenas que sirven de cebo para conseguir la presencia de un público al

que hay que hacer llegar el mensaje religioso. La masa que asiste a las representaciones de las obras

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de Diego Sánchez o del Códice de autos viejos, conserva las características que hemos señalado en

el espectador cautivo, pero, al mismo tiempo, se «libera» poco a poco y obliga al escritor a

considerarla como una colectividad no necesariamente convencida de antemano.

Las farsas escritas y escenificadas por Sánchez de Badajoz vienen a ser sermones en

imágenes, exhibidos públicamente con ocasión de una determinada festividad. Al mismo tiempo,

son una especie de «catálogos de faltas morales que someten a examen la conciencia de la

colectividad que contempla el espectáculo»11. En el teatro de Sánchez de Badajoz tiene suma

importancia la dimensión escénica, lo que transforma las piezas de elemental literariedad en

instrumentos de considerable teatralidad. De ahí su capacidad para alcanzar las mentes y la atención

del público al que se quiere proponer una visión del mundo, unos comportamientos morales, unas

pautas religiosas de indudable alcance social. El gesto catequístico de Badajoz está hondamente

marcado por la voluntad de imponer un movimiento de reforma católica. Se ha hablado de la honda

huella del erasmismo vigente en estos textos, de ser el reflejo de las profundas inquietudes sico-

sociales de los conversos, abundantes en la zona toledano-extremeña. Más tarde volveremos a tocar

el tema. En el fondo, la Recopilación en metro de Badajoz no es, ni más ni menos, que un gran

retablo, construido con las manos hábiles de quien conocía los resortes escénicos, por el que

circulan y en el que se agitan algunas de las preocupaciones profundas de la España del segundo

tercio del siglo. Los estrechos contactos existentes entre la ficción de estas farsas y la realidad de la

vida cotidiana permiten al autor usar del teatro como de un instrumento para intervenir en la vida

diaria. La intencionalidad política de esta empresa teatral es indudable. Y salta a la vista su eficacia

como instrumento de control social, por el simple hecho de que los poderes fácticos de todo orden

se convirtieron en un poderoso agente modificador de la experiencia teatral.

La obra de Diego Sánchez de Badajoz toma posición frente a la práctica vital de diversos

sectores de la sociedad (clérigos, caballeros, oficios varios, mendigos vergonzantes). En otras

palabras, el autor extremeño no se limita a hacer una obra exclusivamente catequística, entendida

esta como estrictamente religiosa, lo que ya sería en sí un gesto político e invasor de la conciencia

pública. Pero es que además este teatro no es inocente desde el punto de vista de la coexistencia

colectiva, aunque no llega a replantear de modo radical la ordenación de las estructuras sociales de

la época. El teatro de Badajoz está al servicio de la ideología clerical y eclesiástica dominante12. Por

una parte, trata de difundir un mejor conocimiento del hecho religioso. Lo que es estricta catequesis. 11 .- Pérez Priego, 1982, p. 24. 12 .- Pérez Priego, 1982, p. 81.

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Por otra, utiliza ciertos motivos no necesariamente catequísticos, pero muy directamente ligados a

los problemas de la época (crítica social, sátira anticlerical, recuperación del tema judío y converso,

etc.), lo que proyecta una cierta visión del mundo y una toma de posición de indudable calado

político.

De forma más estrechamente atada a la empresa propagandística de la Iglesia Católica, el

teatro de los autos religiosos se extiende por toda la geografía peninsular. El Códice de autos

viejos13, la principal colección conservada, es la muestra más preclara de cómo los medios

eclesiásticos utilizaron el teatro para dar respuesta a ciertos problemas socio-religiosos de la época.

No vamos a entrar en el detalle de tan magno corpus. Sirva de ejemplo el grupo de obras

consagradas a la temática salida de la tradición judía inscrita en la Biblia. La cuestión de los

conversos sigue siendo contemplada como un problema no resuelto. Una parte de la catequesis

pretende recuperar, dentro del «redil» eclesiástico, ciertas manifestaciones y tradiciones salidas del

fondo hebreo. De ahí el uso y manipulación catequística de la mitología judía como expresión de

unos criterios, no bien estudiados todavía, según los cuales se emplean ciertos personajes de la

antigua tradición testamentaria para desactivar cualquier probable desviación de la doctrina católica.

La Iglesia cristiana, en general, ha canonizado y recuperado solamente una parte de los héroes

judíos a la hora de construir su propia galería de seres excepcionales, su santoral. Hay personajes

bíblicos que no forman parte del cielo cristiano y, sin embargo, alguno de ellos (Agar, Dina,

Naamán, Tobías, Adonías, Abigail, etc.) están integrados en ciertas obras del Códice. Sirven para

poner de relieve y propagar unas creencias y una moral que, paradójicamente, excluyen la

veneración de dichos personajes. El gesto recuperador puede leerse como un ejemplo de las trampas

y contradicciones en que la predicación, y la propaganda de todo género, suelen caer. El Códice no

sería así excepción. Pero también podría leerse como un intento de atraer hacia la «buena doctrina»

a aquellos que se veían identificados en los personajes bíblicos, incluso los que no formaban parte

del panteón cristiano. Pero, contradicción o no, el problema está presente y es un ejemplo más de

ese extraordinario esfuerzo integrador, esfuerzo político que no siempre produjo los efectos

deseados.

Para terminar, queremos comentar brevemente tres obras que integran, dentro de una

anécdota religiosa, ciertos elementos de la vida diaria, con sus problemas y angustias, sus triunfos y

sus fracasos. En ellas se dramatiza una anécdota religiosa, en la que se intercalan datos y detalles

13 .- Reyes Peña, 1988.

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característicos de las tensiones propias de la sociedad del XVI. Sus autores están ligados a la historia

teatral de Extremadura, tan prolífica y abundante en estos años que comentamos.

Siendo obras de temática religiosa, no son propiamente catequísticas, en el sentido en que lo

fueron las de Sánchez de Badajoz o las del Códice de autos viejos. Abren un interrogante sobre la

necesaria reflexión en torno a problemas existenciales bien precisos. La primera es la titulada Cortes

de la muerte14, de Micael de Carvajal y Luis Hurtado de Toledo. Es obra inscrita en la tradición

medieval. En ella, abiertas las cortes solemnemente y presididas por la Muerte, se van presentando

de modo sucesivo las figuras de un obispo, un pastor, un caballero, un rico, un pobre, una monja, un

hombre casado, un viudo, un juez, un abogado y algunos más. Es decir, se trata de un abanico que

recoge ejemplos de diversos estados sociales y personales. Todos van describiendo sus propias

experiencias individuales y reclamando, salvo alguna excepción, una vida más larga. El Mundo, el

Demonio y la Carne discuten sobre la pertinencia de dichas reclamaciones y piden la opinión de san

Agustín, san Jerónimo y san Francisco. Sus respuestas, cargadas del peso que les da la tradición

eclesiástica, quedan ampliamente compensadas por las de un pastor tozudo, de los dos frailes Milón

y Brocano, y de los dos rufianes. Hasta ahí el espectador se encuentra ante un retablo ya conocido e

inscrito dentro de una acerada crítica social. Pero hay un elemento nuevo que aparece cargado de

actualidad. Y de actualidad política. Es la reclamación presentada por los indios americanos contra

la intervención española en las tierras recién «descubiertas». Hay en dicho alegato un claro eco, este

marcadamente politizado, de la agitación iniciada por Bartolomé de las Casas y otros intelectuales

españoles en torno a la colonización de las tierras ultramarinas.

La obra más famosa de Carvajal, la Josefina15, indudablemente relacionada con la presencia

de los conversos judeo-españoles, toca el tema del patriarca bíblico José y su legendaria presencia

en el Egipto faraónico. Es evidente la cristianización del tema, pero también resulta significativo

que dicha cristianización no sea global. El autor placentino utiliza la lexía [Dio] en lugar de la

utilizada en castellano y más conforme con la forma etimológica [Deus>Dios]. Es tema ya

dilucidado por los filólogos. Pero la tragedia ofrece un cierto desprecio por los judíos fieles a la

tradición antigua, la que consideraba como plural la forma [Dios] y tenía en cuenta de forma radical

el monoteísmo bíblico. De esta manera, Carvajal, de más que posibles raíces hebreas, ha establecido

una clara diferencia entre el patriarca José y algunos de sus hermanos -identificados uno y otros con

Jesús y los judíos considerados como canónicamente integrados por la tradición católica- y los otros 14 .- Hurtado, 1964; Teijeiro Fuentes, 1997. 15 .- Carvajal, 1932.

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hermanos del héroe, los que son vistos como responsables de la muerte del Nazareno. Los primeros

usan la forma [Dios] como marca de su cristiandad. Los segundos hablan de «Dio», como bandera

de su pertenencia a la tradición judía no adoptada como suya por el cristianismo. Son dos marcas

textuales que vienen a precisar la selección hecha por la tradición cristiana, sobre todo la católica:

frente a José y algunos de sus hermanos, perfectamente canonizados, se alzan los «otros», los

sellados por el «Dio» singular y no trino, los que han quedado marginados y rechazados por la

mitología cristiana como pertenecientes a otra órbita. Algunos de los hermanos convertidos quedan

así identificados como los malditos del drama. Y en el fondo de todo ello, está latiendo el problema

del trasvase de ciertos españoles de una corriente judaica a una ideología cristiana. Los conversos y

su inestable situación en la España del Renacimiento aparecen así dibujados en esta doble

perspectiva. Y dibujados en la marginalidad como signo de imposible integración. De ahí el gesto

político que el autor extremeño está inscribiendo en su tragedia.

Unos comentarios sobre la Comedia pródiga, obra del poeta Luis de Miranda, cierran

nuestra reflexión sobre política y teatro religioso del siglo XVI. Su autor, que vive entre 1500 y

1575 -son fechas no del todo seguras-, es un caso más entre los de tantos aventureros que surcaron

las aguas del Atlántico. Sus andanzas americanas, notablemente en el Paraguay, acabaron en la

cárcel. Al volver a España, se hizo franciscano en Plasencia, donde murió hacia 1575. No

entraremos en otros detalles de su vida16.

Publica la Pródiga en Sevilla el año 1554. Usando como referente anecdótico la parábola

evangélica del hijo pródigo, Miranda inscribe en ella sus preocupaciones personales y la huella de la

aventura americana y sus consecuencias. El autor extremeño presenta en la comedia el resultado de

una vida en que el contacto con la humanidad tortuosa y atormentada, los amigos falsos, las mujeres

de vida licenciosa y los criados traidores, llevan irremediablemente al fracaso y al alejamiento del

recto proceder. La gran virtud del autor ha sido construir, sobre el entramado tradicional, una fábula

que integra la perspectiva religiosa y la dinámica social de la época. En ella queda un espacio

abierto para ofrecer aspectos de la vida colectiva española, tomando como punto de partida su

experiencia personal y contando con personajes salidos de los bajos fondos sociales (soldados,

rufianes, venteros, doncellas, viejas terceras en amores, criados, esclavos negros, etc.) o de la

tradición textual castellana (literaturas costumbrista y celestinesca). La Comedia pródiga, tratando

un tema religioso y proponiendo la ascesis característica del teatro catequístico -el hijo pródigo es

16 .- Miranda, 1982.

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recuperado finalmente e integrado en el ámbito de la casa del padre acogedor y misericordioso-, se

aleja, sin embargo de él, y se convierte en un gran retablo de la vida aventurera y licenciosa de la

época imperial. El héroe derrotado por la vida, con la amarga experiencia y la conciencia del

fracaso, es el icono escénico útil para denunciar el carácter culpable de la sociedad y de su propia

aventura.

La recuperación del individuo dentro del orden predicado por la Iglesia es un gesto de

indudable alcance político, puesto que la comedia pone enfrente un espacio secular corrompido -el

secular no corrompido no aparece- y el espacio de la casa del padre, el que estructura el discurso

eclesiástico dominante. Es obra que no plantea un problema político puntual, sino que propone una

forma de organización social radicalmente distinta de la que aparece como anécdota en las

diferentes aventuras por las que ha pasado el hijo pródigo. Y el puerto de amarre de tan vacilante

navegación, no es otro que el de la casa paterna, encarnación de las doctrinas y de los modelos

existenciales de la Iglesia.

En la obra de Miranda el relato evangélico flota sobre la estructura y la moralidad de la

comedia humanística17. En todo caso, más que obra de catequesis, parece una reflexión moral hecha

en los círculos minoritarios característicos de dicha comedia humanística, donde, al tiempo que se

denuncia la corrupción de la sociedad, se propone la vuelta a la pureza evangélica y a las normas

morales subyacentes en la doctrina de la Iglesia.

En conclusión, salvo algunos ejemplos concretos en que los autores han llevado a escena

ciertos aspectos, explícitos u ocultos, relativos a la actividad política -el Auto de la Pasión, la Farsa

de la concordia, la Danza de la muerte, la Tragedia de san Hermenegildo- el teatro religioso del

siglo XVI resultó ser una tribuna desde la que se proyectó un modelo social, moral, de fe, atado

sólidamente a la doctrina de la Iglesia. El teatro funcionó como instrumento de catequización o de

instrucción y pedagogía. Se empleó como instrumento útil para implantar una visión del mundo

favorable al dominio del discurso eclesiástico sobre la sociedad, dominio que le fue disputado por el

Estado en numerosas ocasiones. Lo mismo el teatro religioso de ámbito cortesano -Encina,

Fernández, Vicente, etc.- que el más abierto a la catequesis popular, o el teatro de colegio, fueron

caminos seguidos para «predicar» e imponer las categorías morales, religiosas y sociales

características de la Iglesia. Gesto y práctica de gran eficacia política, por otra parte. La prueba de

tal eficacia fue el interés que el Estado y la Iglesia tenían en el control de la maquinaria teatral, tan

17 .- Canet, 1991, p. 37.

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pronto como esta se convirtió en lugar de gran encuentro social y en vehículo claro de la

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