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1 LA ANDADURA TEATRAL DE FRANCISCO PORTES. NOTAS SOBRE LA VIDA DEL TABLADO Alfredo Hermenegildo Université de Montréal Saludo en la distancia esta iniciativa de Ysla Campbell. Con su esfuerzo nos permite reunir unas cuantas reflexiones dedicadas a la memoria de Paco Portes, de Francisco Portes, de Francisco Portes Orta, de Francisco …, aquel gran hombre de teatro que nos dejó prematuramente. No voy a trazar ahora la biografía de Portes. Otros la presentarán en este mismo volumen. Sí quiero, en cambio, describir cómo se acercó nuestro autor, nuestro comediante, nuestro poeta, nuestro director escénico, nuestro hombre, al fenómeno teatral. Y este intento lo vamos a llevar a cabo partiendo de los versos que Portes dejó grabados hondamente en las páginas de su En el tablado insomne, ese espléndido libro de poemas aparecido el año 1991 en Ediciones Endymion. Entre el nacimiento de Paco en Sevilla y su muerte, pasaron sesenta años de una vida activa y comprometida, dejando un reguero de premios y galardones. Todos ellos hablan de la actividad incansable del actor, poeta, director, hombre de teatro, autor dramático e intelectual formado en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense madrileña. Desde los premios al mejor actor (1985 y 1986), al mejor director (1991) y el Premio Extraordinario (1992), obtenidos en el Festival de Teatro Clásico de El Paso, hasta los «Rafael Morales» (1984), «Francisco de Quevedo» (1988), «Ciudad de San Sebastián» (1996), «Tirso de Molina» (1996) y «Fray Luis de León» (1999), todos ellos forman la espléndida estela del quehacer lírico, dramático, escénico y empresarial del recordado Portes. [La paginación no coincide con la publicación]

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LA ANDADURA TEATRAL DE FRANCISCO PORTES. NOTAS SOBRE LA VIDA DEL TABLADO

Alfredo Hermenegildo Université de Montréal

Saludo en la distancia esta iniciativa de Ysla Campbell. Con su

esfuerzo nos permite reunir unas cuantas reflexiones dedicadas a la memoria de

Paco Portes, de Francisco Portes, de Francisco Portes Orta, de Francisco …, aquel

gran hombre de teatro que nos dejó prematuramente.

No voy a trazar ahora la biografía de Portes. Otros la presentarán en

este mismo volumen. Sí quiero, en cambio, describir cómo se acercó nuestro autor,

nuestro comediante, nuestro poeta, nuestro director escénico, nuestro hombre, al

fenómeno teatral. Y este intento lo vamos a llevar a cabo partiendo de los versos

que Portes dejó grabados hondamente en las páginas de su En el tablado insomne,

ese espléndido libro de poemas aparecido el año 1991 en Ediciones Endymion.

Entre el nacimiento de Paco en Sevilla y su muerte, pasaron sesenta

años de una vida activa y comprometida, dejando un reguero de premios y

galardones. Todos ellos hablan de la actividad incansable del actor, poeta, director,

hombre de teatro, autor dramático e intelectual formado en la Facultad de Ciencias

de la Información de la Universidad Complutense madrileña. Desde los premios al

mejor actor (1985 y 1986), al mejor director (1991) y el Premio Extraordinario

(1992), obtenidos en el Festival de Teatro Clásico de El Paso, hasta los «Rafael

Morales» (1984), «Francisco de Quevedo» (1988), «Ciudad de San Sebastián»

(1996), «Tirso de Molina» (1996) y «Fray Luis de León» (1999), todos ellos

forman la espléndida estela del quehacer lírico, dramático, escénico y empresarial

del recordado Portes.

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Quizás lo que más llama la atención en la historia portesina es la

superposición de lo lírico, lo dramático, lo teatral, lo actoral e, incluso, lo relativo a

la organización y dirección de una compañía de comedias consagrada

fundamentalmente al teatro clásico de España. Sus obras dramáticas (La soga de

cáñamo, La trompeta de cristal veteado, Los colores del fuego) y sus colecciones

de poemas (Bestiarios del teatro, Desde el corazón de la batalla, La música en la

tierra, La muerte iluminada y En el tablado insomne), están impregnadas de un

amor a la escena, de una dedicación profunda y sin cortapisas a la búsqueda del

diablillo que se oculta tras los ropajes teatrales y los convierte en versiones

metafóricas de la existencia real. Esa fue la gran aventura del hombre de teatro

Francisco Portes: tratar de delimitar las fronteras existentes entre lo fingido y lo

real y de analizar, amorosamente, los contradictorios y luminosos rasgos del teatro

y de la vida. ¿Qué es vida y qué es teatro? O mejor. ¿Es la vida humana teatro y

ficción? ¿Es el teatro la expresión real de la ficción de la vida?

Portes, hijo del comediante Emilio Portes y hermano del escritor

Álvaro Portes –insisto machaconamente en el apellido Portes-, fue un gran hombre

de teatro, en las tablas y en la dirección escénica. Sirvan de recuerdo sus

espléndidas actuaciones como actor en dos montajes estelares: El lindo don Diego

y Antes que todo es mi dama. Entre las hábiles manos de grandes directores

(Tamayo, Osuna, Marsillach, Luca de Tena, etc…), Paco Portes fue dando

distintos y diversificados frutos a todo lo largo y ancho de la escena nacional.

Pero quiero dedicar unas líneas a un ejercicio de dirección que abrió

nuevas perspectivas para la consideración de lo teatral como acto creador. El

Volpone, de Ben Jonson, fue la ocasión para que el personaje Mosca recorriera a

oscuras el eje central del patio de butacas hasta llegar al tablado, sin luz y con el

telón subido. La negrura del espacio, en el que coexistían la ficción teatral y la

comunidad humana presente en el local, era atravesada por la figura de Mosca.

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Cuando el personaje, metáfora de un dios o de un demiurgo creador, ordenó que se

hiciera la luz y la luz se hizo, se abría un nuevo espacio del existir, un mundo en el

que podían convivir las figuras y el escenario, el espectador instalado en las

butacas y el local que acogía la representación, es decir, el mundo y sus habitantes.

Aunque se asistiera a un acto de ficción, detrás de todo ello latía la realidad,

aunque fuera fingida; surgía la ficción, aunque fuera real. Los límites entre una y

otra quedaban borrados por la presencia física del yo/espectador, salido también a

la luz tras la intervención creadora del personaje Mosca, el parásito de Volpone.

Todo un acto creador, toda una réplica del surgimiento del mundo de entre las

tinieblas de la nada, tras la intervención «creadora» de Mosca. Cuando intervino

«divinalmente» un personaje dramático, y no precisamente el protagonista -el

actante principal de Volpone es el ser humano, y no Dios, el creador-, el teatro

apareció en aquella ocasión como un lugar de encuentro entre lo real y lo

inexistente, entre la nada y el ser.

A pesar de que toda representación dramática es única e irrepetible,

nos han quedado testimonios de aquella puesta en escena que marcó, así lo creo, la

consideración del teatro como metáfora de la creación, del estallido de la luz y de

la manifestación de la energía divina.

Francisco Portes fue un defensor de La paradoja del comediante, obra

del enciclopedista francés Denis Diderot, sobre la que ha habido, y hay, opiniones

muy enfrentadas. Diderot oponía el comediante reflexivo, estudioso y consciente,

al actor instintivo, que se hace dueño del papel e integra en su persona,

provisionalmente, la vida del personaje. Este segundo modelo de actor es el que

tiene en cuenta constantemente el carácter lúdico, fingido, de sus gestos e

inflexiones. Para Diderot, el auténtico comediante «no vive su papel», sino que «lo

representa». El resultado de su actuación reflexiva será más veraz, más

comunicativa, más capaz de provocar la emoción del espectador. Cuanto más frío y

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reflexivo es el desempeño de la tarea del actor, más eficaz resulta a la hora de

despertar la pasión del público. Esa es la paradoja del comediante según Diderot,

autor por el que Portes sintió una auténtica devoción. Y en esa paradoja diderotiana

vivió y actuó Portes al construir sus personajes y hacerlos respirar en el tablado. Lo

real y lo fingido, la racionalización del gesto y su eficacia escénica, la asunción de

la palabra prestada por el escritor y el fuego que la reflexión del actor debe dar al

texto que dice y vive… Las claves actorales de la verosimilitud deben quedar

controladas por la inteligencia y por la razón, no por el sentimiento, la

espontaneidad o la sensibilidad. Aunque el sentimiento, la espontaneidad y la

sensibilidad sean elementos constantes en el quehacer teatral. En esa paradoja situó

Portes, repito, su trayectoria actoral.

Tal vez el mejor testimonio sobre su visión del teatro, de la ceremonia

teatral, se pueda encontrar en el libro de poemas En el tablado insomne, que vamos

a comentar a continuación.

«El teatro no es mirar, / es ver, iluminación y fiebre»1 (p. 13), es la luz

que ilumina nuestra caverna interior y que llega hasta nosotros cuando vemos a

través del texto, cuando comprendemos y razonamos la realidad con la actitud

febril que provoca la escena en el espectador. El autor Portes refleja y ofrece en sus

poemas sus experiencias interiores provocadas por el fenómeno teatral durante su

efímera vida escénica. El teatro es «burlón y nómada, / mariposa de agua /

desatándose inasible / ante mis manos ávidas» (p. 14). No en vano la mariposa de

agua evoca la transitoriedad de la experiencia teatral y el desencadenamiento de la

pasión por tocarla, por aprehenderla. Pero creo que los versos clave para

comprender la realidad fingida, la ficción real y peregrina, inestable, que es el

teatro, la apasionada búsqueda del Teatro –con mayúscula-, son los siguientes.

1 .- Francisco Portes En el tablado insomne, Madrid, Ediciones Endimion, 1991. Señalamos en el texto las páginas de este libro de poemas.

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Ellos cantan, en el prólogo de En el tablado insomne, la pasión portesina por

buscar, descubrir y tocar la esencia misma del ejercicio teatral:

«Busco tu voz, tu cuerpo, el hechizo de tu materia

como un moribundo busca el aire y se alza enardecido,

apoyándome en barandillas métricas

te busco,

con sílabas dictadas por la necesidad,

aliado a los verbos, agazapado en los tonos,

tiritando en la cresta de los encabalgamientos

asciendo, entre peligros de dispersión,

por esta escalera de polimetría,

al encuentro de tu cuerpo,

no pozo sino río

de los tesoros del olvido.» (p. 14)

Y el poeta parte en busca de la esencia del tablado insomne, de ese

tablado que no duerme y escruta constantemente todos los cruces imaginables e

inimaginables de la realidad y de la ficción, del hombre y de sus sueños. En esa

búsqueda, el creador Portes va acompañado por un grupo de grandes dramaturgos,

personajes y actores del mundo occidental: Eurípides, Aristófanes, Rita Villalobos,

Lope de Vega, Shakespeare, Calderón de la Barca, Juan Rana, el sátiro de la farsa,

Molière, Brecht, Arlequín, Isidoro Márquez, la Venus del melodrama, Strindberg,

Alfred Jarry, Beckett, Ionesco, Nuria Espert, Tadeusz Cantor, Buero Vallejo, Peter

Brook y Francisco Nieva. Esta es una gloriosa galería del saber y del sentir el

teatro, iluminada y observada en la páginas de En el tablado insomne.

La lírica peregrinación parte de un poema titulado Máscara, en el que

se fijan las bases de la esencia teatral. El tablado que no duerme está poblado por

máscaras, por la máscara que no es «disfraz» (p. 17), porque «el griego no concibe

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/ la burda inmediatez del maquillaje» (p. 17). El gesto del agonista, con su

máscara, queda «clavado en los horrores de la noche» (p. 17). Es un icono

petrificado que deja al descubierto un «ignorado y fantasmal trasmundo» (p. 17),

una realidad fingida que viajará a través del tiempo, lejos de la inmediatez de la

anécdota, iluminando el ser y el existir de la humanidad.

Quien lleva la máscara que perpetúa el gesto del personaje es el actor,

la «figura transgresora / que juega con nosotros» (p. 24). La gran pregunta que se

hace Portes, más allá de la máscara, pone en tela de juicio la condición esencial del

cómico: «¿Es el actor un médium? ¿Es un farsante? / ¿Es el deseo de otredad que

puebla / las más íntimas fibras? ¿Qué sabemos…?» (p. 25). En todo caso, Saturno,

el dios que destruía a sus hijos, lo devora. Y el actor «regresa a diario de la

muerte» (p. 25), como inmortal ave fénix que mantiene viva la necesidad humana

de ver la máscara repetida delante de las facciones íntimas del actor. Esa condición

del comediante, que se renueva más allá de la muerte que el tiempo le procura al

final de cada representación, es el instrumento que «quema superficies, veladuras, /

corrupciones de oficio y de costumbre / hasta llegar al nudo elemental: / allí donde

se crea o se recrea / el ser o el existir del personaje» (p. 24).

El actor, eternamente muerto con el paso saturniano del tiempo y

siempre renovado tras la máscara, llega al momento sublime en que su figura se

hace personaje y se manifiesta de modo único e irrepetible en la representación del

aquí y del ahora. Y mañana será otro día, con una nueva representación, con un

actor que vuelve de la muerte, una vez más, y que asume el feroz desafío de

encarnar en otro intento, nuevo y distinto, la figura del personaje que transporta

sobre sus espaldas. Y así eternamente. Hasta que a los sesenta años, Saturno lo

devore definitivamente. Pero otros actores tomarán el testigo y el ejercicio seguirá

de modo recurrente hasta…

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Un dato viene a mi memoria. Esa condición del actor, esa máscara del

actor, se hizo realidad en la vida de Francisco Portes. Sus actuaciones públicas, sus

libros, se hicieron con el nombre de Francisco Portes. A veces con dos apellidos,

Portes Orta. Y sin embargo, su verdadero nombre, si hemos de fiarnos de la

Agencia Española del ISBN, era Francisco Amézaga Orta. Es cierto que su padre y

su hermano han llevado públicamente el nombre Portes. Y sin embargo, la realidad

onomástica es otra. No importa que unos y otros usaran identificaciones familiares

no concordantes plenamente con la realidad. Lo significativo es que Paco Portes se

dotó de una doble máscara, la del seudónimo que ocultaba el nombre real, y la que

asumía cada vez que se encaramaba al tablado para hacer eficaz el carácter

insomne del mismo. El complejo y punzante oficio actoral se hallaba multiplicado

en su esencia misma por esa doble cubierta en que se perpetuaban los gestos

continuamente renovados por el paso del tiempo. El hecho de llevar un seudónimo

fue la máscara que se integró en el hombre, haciendo del actor, del poeta, del

escritor, del ser humano en suma, una figura alzada y visible en las tablas de la

vida cotidiana.

La compañía de distintos dramaturgos y actores es factor esencial en

el libro de poemas de Portes. El viejo Eurípides, en el bosque de Aretusa, va

recordando «claras luces amigas» (p. 19) (Sófocles, Protágoras) y «conserva esa

rara inocencia / del hombre que no abdica» (p. 19), aunque «nunca le perdonaron /

colocar la razón enfrente de los dioses» (p. 19). Esa búsqueda de la inocencia

plasmada en Eurípides, se convierte en una máscara integrada en el ser definitivo

del dramaturgo. Es la racionalización del hecho religioso, el intento de

comprensión de los dioses, la razón enfrentada a la divinidad y curiosa por

descubrir la esencia de esta última. Ese enfrentamiento hace que nos acompañe

eternamente el ángel trágico, «cercándonos, maniatándonos a la inmensa

desmesura» (p. 20). Porque el teatro es un ejercicio prometeico que nos empuja a

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robar el fuego sagrado del conocimiento poseído en exclusiva por los dioses. El

ángel de la tragedia es el «morbo de abismo» (p. 21) que ata al hombre a su

necesaria búsqueda del más allá, del ser infinito y, al mismo tiempo,

necesariamente racionalizable. Esa es la maravilla de la ficción teatral, enfrentada

al problema de un más allá eternamente puesto en cuestión. Eurípides, antes de

morir, señala cómo ha transitado por el camino de la razón en su observación de lo

divino.

Siguen poemas sobre Rita Villalobos, intérprete de jácaras en el

barroco siglo XVII, figura a la que Portes llama «querubín / de la grasienta

cazuela» (p. 26). También sobre Lope de Vega («El rincón de Lope» (pp. 27-29),

donde «todo es Lope» (p. 29) -la boda, la noche, el estilo, el entierro, la vida

madrileña y cortesana-, como «el más arrebatado jinete de la vida» (p. 28).

La «Noticia de Shakespeare en la duodécima carta que el médico y

astrólogo Simon Forman dirigió a Francis Bacon el 25 de junio de 1609» (pp. 30-

32), es una alabanza de Shakespeare y de su obra, en la que «lo trágico y lo cómico

se enhebran en el mismo / laberinto de acciones, acciones monstruosas, / sencillas,

inquietantes, inocentes, absurdas como exacta escritura de la naturaleza» (pp. 31-

32). Esa es la verdadera consistencia del teatro: ser, por medio de sus anécdotas

variadas, una «exacta escritura» –que no necesariamente copia de la naturaleza, a

pesar de los consejos y decretos aristotélicos-. Es una versión, trágica o cómica, de

lo que la naturaleza es o de lo que nos ofrece, obligándonos a ir en contra de la

asunción de nuestra libertad personal.

Hay un leve contacto, como el que produce el ala de la golondrina,

con el autor de La vida es sueño en «Calderón o la cueva prodigiosa» (pp. 33-34).

¿Le atrae Calderón a Francisco Portes?... En el poema falta la pasión que late en

las presencias líricas de Eurípides, Lope o Shakespeare. Y sigue «Juan Rana,

eminencia cómica. Siglo XVII» (pp. 35-36), el «testigo de cargo / de esa bicéfala

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España / de hambre, Imperio y telaraña, / y que ríe, sin embargo» (p. 36). ¿De

quién reía España viéndose retratada en las presencias, acciones y disparates del

gran Cosme?

Las huellas líricas de Juan Rana dan paso a la figura del sátiro de la

farsa en las «Sombras de la chácena» (pp. 37-38), ese espacio situado al fondo del

escenario, tras el foro, que se usa como almacén de decorados. Es el sátiro quien

habla a quien escribe el poema. Y el sátiro es «el coco rebelde» que ha «perdido la

inocencia», que clava «agujas en los ojos / del fantoche» e introduce «sones de

marimorena» «en las orejas del político», que pone «guindilla al sexo del obispo»,

que hace florecer «platillos y cornamentas» «en la cabeza del magistrado» (p. 37).

El sátiro, convertido en criatura autónoma, ¡oh, prodigio de la metaliteratura!, le

dice al escritor: «no me pongas en el libro, / que sólo soy una brecha, / un hueco en

el orden, una / heterodoxia en la escena» (p. 38). El sátiro es inaprehensible -«soy

el agua en la cesta» (p.37)- y actúa como el loco de la fiesta popular, como el

gracioso del teatro clásico de España, como la memoria colectiva y profunda «que

excava, fija y espera / que un esplendor de agua limpia / limpie o siegue las

cabezas» (p. 38). El fin moralizador de la figura del sátiro, la corrección de las

costumbres o la eliminación del mal dominante –políticos, obispos, magistrados-,

es algo así como la perpetuación creadora de la memoria popular hecha carne y

sangre, verso y ficción, en los locos del ejercicio carnavalesco y sus múltiples

encarnaciones.

«Molière en el estreno definitivo de Tartufo» (pp. 39-40) inicia el fin

de la primera parte de esta serie antes de que aparezca y caiga el telón (p. 41).

Molière «dejó una familia honorable, un destino / mediocre pero firme, por esa

cosa insomne / que se llama teatro» (p. 39). El teatro no duerme nunca. En ningún

momento debe dormir. Y cuando se apoltrona en brazos de los poderosos, deja de

ser teatro para ser otra realidad. Tal vez un instrumento del poder. La escena, el

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tablado insomne y vigilante, sensible antena de las vibraciones colectivas, es el

lugar donde el escritor, el actor Molière, esperó «dejar su última gota de luz sobre

la escena» (P. 40). Y así sucedió cuando aquel día del «estreno definitivo» de su

Tartufo cerró para siempre el ciclo de su vida escénica y de su vida humana,

superpuestas e identificadas indefectiblemente. El teatro no duerme nunca. Y

cuando Molière cayó dormido para la eternidad, su obra resurgió insolente y

despierta, asegurando así una perpetuación de la constante y creadora vigilia del

tablado.

Los dos últimos poemas que preceden el entreacto del libro van

consagrados al telón y a Arlequín y sus compañeros de la comedia del arte. El

primero, «Geografía de la penumbra: Telón» (p. 41), es un soneto en que la gran

cortina, el telón, aparece como la puerta que nos introduce «bruscamente en la

divina / caverna de los sueños y la historia». Y es, al mismo tiempo, quien «abre la

gran ventana de la vida». ¿Es que lo que aparece y vive detrás del telón es la gran

ventana de la vida? ¿En qué parte está la vida? ¿Dentro o fuera del telón? ¿Qué es

dentro y qué es fuera? ¿Está la vida parte allá o parte acá del telón? ¿Quién decide

cuál es el acá o el allá? El público ve el suelo de la vida desde su propio existir,

desde su particular experiencia personal. El telón le enseña al espectador a «Edipo

y su noche» y «la gloria / de una madre que arrastra su cantina» -la madre Coraje-.

El telón es el gran encubridor y el gran descubridor de la vida y de la ficción que

pueblan el tablado insomne. Y también la vida o la ensoñación que laten en el patio

de butacas.

Un guiño al ocaso de la improvisación característica de Arlequín y sus

compañeros de la comedia del arte es lo que el poeta hace en «De cuando Arlequín

y sus compañeros perdieron los papeles» (pp. 42-44). «Después del vendaval todo

ha cambiado» (p. 42). Grita Arlequín que todo despareció: «nos dejaron sin patria»

(p. 43), »nos han expulsado arguyendo que el arte / es orden y equilibrio, mesura y

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simetría» (p. 44). Arlequín protesta porque «alguien bajó el telón

inesperadamente» (p. 43) y han perdido, él y los suyos, la capacidad y la

posibilidad de la improvisación, de la locura, de la libertad, tan propias de su

teatro. Arlequín se ha quedado sin tablado. Todo ha quedado destruido. Nada

pervive más allá de la racionalidad de lo previsto y de lo previsible. Hay otro

modelo de teatro que subyace como objeto de reflexión de este grito desesperado

de Arlequín. ¿Y de Portes?

El «Entreacto» considera la vida escénica como un teatro, con su

propio espacio dedicado a romper el tiempo, a recuperar por unos momentos el

contacto con la otra realidad, la no fingida, aunque el ejercicio del tablado sea

invocado como «racimo de espejismos más reales que la realidad» (p. 48). Este es

el gran tema del libro de Portes y, posiblemente, de la vida artística de Portes. Su

visión del teatro es una ficción, un espejismo más real que la vida. La vida es teatro

y el teatro es vida. Todos llevamos nuestra propia máscara en un deseo

inconsciente de perpetuar, de fijar, nuestro monólogo y nuestro gesto. La vida es

sueño y se hace realidad en la ficción teatral, realidad transcendente, metafísica.

Siguen alusiones directas a figuras clave del mundo teatral, de

Márquez a Valle Inclán, de Pirandello a Brecht, de Nuria Espert a Peter Brook, de

Ionesco a Beckett, de Tadeusz Cantor a Nieva, de Strindberg a Jarry. Resulta

extraña la ausencia de García Lorca.

Y el libro termina con unos acercamientos a la esencia del camerino,

del autor, del sitio del apuntador, del duende de la tragicomedia. Y de las voces

(John Gielgud, Fernando Fernán Gómez, Margarita Xirgu, Vittorio Gassman, José

María Rodero, Gérard Philipe, Carlos Lemos) (pp. 74-76). Ahí está todo. O casi

todo. El teatro hecho vida en las voces, en el soplo del apuntador, en el autor, en el

camerino… y en las plasmaciones de la vida hecha ficción en ciertas actitudes.

Gestos, obras, dolores y alegrías de los autores que han desfilado por el quehacer

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poético de Francisco Portes. Es un intento de explorar la intimidad del hecho

teatral, de la locura teatral, de la irracionalidad teatral que alienta en tantas obras.

Portes retrata en ellas su propia pasión de hombre a caballo entre la

realidad fingida y la ficción real. Eso es el ser hombre de teatro. Poeta y habitante

de escena, de tablado insomne. Si el camerino es «la cueva donde guarda el brujo /

sus viejos talismanes» (p. 51), el autor es dueño del «manantial… / del río oscuro

que en la escena fluye» (p. 58). Y en el difícil ejercicio teatral, la figura del

humilde apuntador, del desconocido apuntador, es quien va «delante / desbrozando

la noche» (p. 73); es ese «fantasma necesario» (p. 73) en el juego de luz y sombra,

de palabra y silencio, de memoria y olvido, de movimiento y reposo que alimenta

el ejercicio teatral.

Y todo está hecho de provisionalidad, de algo no acabado, de lo

irrepetible. Un fallo de la voz, una distracción del apuntador, un quiebro de la

memoria, una crisis en la relación entre actores… Todo ello le da al hecho teatral

un carácter etéreo, inestable e incapaz de hacerse realidad escénica de modo

enteramente idéntico. Por ello, el teatro está anclado en la esencia misma de la

vida, que es etérea, inestable, irrepetible.

Este es el testamento escénico, la voz insomne de Francisco Portes.

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