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LA SEMIOSIS DEL PODER Y LA TRAGEDIA DEL SIGLO XVI: CRISTOBAL DE VIRUES Alfredo Hermenegildo Université de Montréal El arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega recoge una curiosa alusión al rey Felipe II que merece ser leída desde la perspectiva que ofrece la transición de la tragedia de finales del siglo XVI a los principios de la comedia nueva. El texto lopesco dice así: "Elíjasse el sujeto y no se mire -perdonen los preceptos- si es de Reyes, aunque por esto entiendo que el prudente Filipo, Rey de España y señor nuestro, en viendo vn Rey en ellas [en las comedias] se enfadaua, o fuesse el ver que al arte contradize, o que la autoridad real no deue andar fingida entre la humilde plebe." 1 El enfado filipino se debe, según el pasaje lopesco, o bien a la supuesta preocupación real por una hipotética alteración de la preceptiva clásica en lo que a la presencia escénica de los reyes se refiere, o bien a una utilización "fingida" de la figura soberana que podía acarrear el menoscabo de la autoridad. Tenemos tendencia a dejar de lado las preocupaciones de Felipe II por el respeto o la transgresión de las normas clásicas y a ver, en su aludido enfado, el reflejo de un claro enfrentamiento entre la visión que de la monarquía tenía el segundo de los Austrias y la que proyectaban ciertos pasajes de determinadas obras teatrales en las que la figura del soberano era empleada como signo teatral o, de modo más preciso, como actante dramático. La práctica escénica de los años filipinos y de principios del siglo XVII incluye dos modos bien opuestos de reflejar el poder real. El más frecuente en la escena lopesca y, de modo general, en la comedia nueva, es el que propone la figura de un rey de la que emanan connotaciones extremadamente positivas y, en más de una ocasión, aspectos cercanos al círculo de la divinidad. Sirvan de recuerdo el rey Fernando "a quien ha enviado el cielo" (Fuenteovejuna), el 1 .- Lope de Vega, El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Edición y estudio preliminar de Juana de José Prades, Madrid, C.S.I.C., 1971, p. 291. [La paginación no coincide con la publicación]

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LA SEMIOSIS DEL PODER Y LA TRAGEDIA DEL SIGLO XVI: CRISTOBAL DE VIRUES

Alfredo Hermenegildo

Université de Montréal

El arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega recoge una curiosa alusión al rey Felipe II que merece ser leída desde la perspectiva que ofrece la transición de la tragedia de finales del siglo XVI a los principios de la comedia nueva. El texto lopesco dice así:

"Elíjasse el sujeto y no se mire -perdonen los preceptos- si es de Reyes, aunque por esto entiendo que el prudente Filipo, Rey de España y señor nuestro, en viendo vn Rey en ellas [en las comedias] se enfadaua, o fuesse el ver que al arte contradize, o que la autoridad real no deue andar fingida entre la humilde plebe."1

El enfado filipino se debe, según el pasaje lopesco, o bien a la supuesta preocupación real por una hipotética alteración de la preceptiva clásica en lo que a la presencia escénica de los reyes se refiere, o bien a una utilización "fingida" de la figura soberana que podía acarrear el menoscabo de la autoridad. Tenemos tendencia a dejar de lado las preocupaciones de Felipe II por el respeto o la transgresión de las normas clásicas y a ver, en su aludido enfado, el reflejo de un claro enfrentamiento entre la visión que de la monarquía tenía el segundo de los Austrias y la que proyectaban ciertos pasajes de determinadas obras teatrales en las que la figura del soberano era empleada como signo teatral o, de modo más preciso, como actante dramático.

La práctica escénica de los años filipinos y de principios del siglo XVII incluye dos modos bien opuestos de reflejar el poder real. El más frecuente en la escena lopesca y, de modo general, en la comedia nueva, es el que propone la figura de un rey de la que emanan connotaciones extremadamente positivas y, en más de una ocasión, aspectos cercanos al círculo de la divinidad. Sirvan de recuerdo el rey Fernando "a quien ha enviado el cielo" (Fuenteovejuna), el 1.- Lope de Vega, El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Edición y

estudio preliminar de Juana de José Prades, Madrid, C.S.I.C., 1971, p. 291.

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soberano de Castilla como "imagen tan piadosa" de los cielos (El mejor mozo de España), el monarca que "fegura a mueso Señor" y es "la generosa imagen del mismo Dios" (La mayor virtud de un rey), los soberanos considerados como "imágenes de milagros" (Peribáñez), el monarca que "está en lugar de Dios" (El duque de Viseo) o que es "teniente de Dios" (Los novios de Hornachuelos). El rey "es santo" (Los Prados de León) y, a imagen del Dios del Sinaí que se autodefine en el relato bíblico como "Yo soy el que soy", se autopresenta como "Yo" en una comedia (El mejor alcalde el rey) caracterizada por abrigar la plena conciencia de

"que quien dijo Yo por ley justa del cielo y del suelo, es sólo Dios en el cielo y en el suelo sólo el Rey".2

Esta visión divinizadora del rey forma parte de un discurso que no podía dejar indiferente al soberano de España, fuera quien fuere.

Pero en el teatro de los finales del quinientos, en pleno reinado de Felipe II, hay otra manera de textualizar el poder político y, consecuentemente, la figura real. Es la que se manifiesta en la serie de tragedias del horror3 que se alzan como signos fieles del estado de la conciencia política con que un grupo de intelectuales españoles, desde lugares distintos y con armas diferentes, pretendió hacer frente a la realidad pública que le rodeaba. Es curioso señalar que, en un momento político de evidente centralismo absolutista, el que co-rresponde al reinado de Felipe II, son escritores de la periferia peninsular, de los reinos que rodean a Castilla -Galicia, Aragón, Valencia y Andalucía- los que abren sus obras a la problemática del abuso del poder y de sus consiguientes y

2.- Sobre este tema y las obras lopescas aludidas, véase nuestro trabajo "La

imagen del rey y el teatro de la España clásica" (Segismundo, 23-24, 1965) 3.- Sobre la tragedia finisecular vid. el libro de Rinaldo Froldi Lope de Vega y la

formación de la comedia (Salamanca, Anaya, 1968), nuestro ya antiguo trabajo La tragedia en el Renacimiento español (Barcelona, Planeta, 1973) y los estudios de Josep Lluís Sirera "Los trágicos valencianos" (en Cuadernos de Filología, Valencia, III, 1981, pp. 67-92) y "Rey de Artieda y Virués: la tragedia valenciana del Quinientos" (en Teatro y prácticas escénicas. II. La comedia, Londres-Valencia, Tamesis-Institució Alfons el Magnànim, 1986, pp. 69-101). En el momento de escribir estas líneas está en prensa nuestro Teatro del siglo XVI, una historia del teatro de dicho siglo donde se aborda brevemente el problema estudiado aquí.

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catastróficas consecuencias. Jerónimo Bermúdez y sus Nise lastimosa y Nise laureada, Lupercio Leonardo de Argensola con sus dos tragedias conservadas, Alejandra e Isabela, las cinco piezas dramáticas del valenciano Cristóbal de Virués y una parte de la producción teatral del sevillano Juan de la Cueva, constituyen un corpus en el que se manifiestan las líneas convergentes de una misma concepción del poder político. Los dos escritores identificados con Madrid, Diego López de Castro y Gabriel Lobo Lasso de la Vega, son los únicos que presentan el problema del poder desde perspectivas ideológicas diferentes.

Observada desde un ángulo político, la tragedia del horror ofrece insis-tentemente una proliferación de personajes marcados por una función actoral recurrente. Los actores [rey injusto], [príncipe tirano], [cortesano intrigante], [confidente real] se encarnan en el rey de Portugal y el infante don Pedro (Bermúdez), Semíramis, Atila, Casandra, Flaminia (Virués), Acoreo (Argensola), etc.. etc.. Pero la función actoral con que se dotan estos personajes se convierte, en el caso del monarca, en un rol codificado por unas características recurrentes que van de la crueldad a la injusticia, de la cobardía al salvajismo, de la incompetencia a la agresión de los seres humanos del sexo opuesto. El rol [rey tirano] es el signo que mejor caracteriza el modelo subyacente en la tragedia del horror.

Frente a la imagen del rey vicario de Dios o del monarca claramente di-vinizado que aparece de modo frecuente en la comedia nueva, la tragedia del horror ofrece una imagen del poder radicalmente opuesta. Las intrigas pala-ciegas, movidas por cortesanos intrigantes y ambiciosos4, vienen a dar al traste con un orden social presidido por un monarca diseñado con trazos profunda-mente negativos. No es de extrañar que a Felipe II le enfadara ver las figuras reales en escena. Solamente las dos piezas dramáticas de Gabriel Lobo Lasso de la Vega, La destrucción de Constantinopla y La honra de Dido restaurada, surgen como réplica enaltecedora de la figura real y suponen el fin de la tragedia del quinientos y la asunción de uno de los discursos típicos de la comedia nueva. Nos parece cada vez más clara la postura crítica que ante el gobierno de Felipe II adoptó la mayoría de nuestros trágicos finiseculares. Y tomando muy en cuenta la afirmación de Sirera, para quien "la condena de la monarquía filipina sería [...] una condena genérica no basada ni en personajes ni en hechos

4.- Vid. Alfredo Hermenegildo, "Adulación, ambición e intriga: los cortesanos de

la primitiva tragedia española", Segismundo, XIII, 1965, pp. 43-87.

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concretos sino en un rechazo global de la forma de gobernar y de los go-bernantes"5, nos parece necesario afirmar la necesaria pertinencia histórica y el inevitable compromiso que todo escritor tiene con su época, con su hic et nunc. El acercar excesivamente la anécdota literaria a la anécdota histórica es un pecado de juventud que más de una vez habremos cometido; es un ejercicio arriesgado que la nueva crítica literaria evita cuidadosamente. Pero si el tema clave de esta serie de tragedias es el ejercicio del poder, nos parece fundamental el proyectar las anécdotas dramáticas sobre el complejo mundo del ejercicio del poder en la España filipina. Actuar de otra manera sería atribuir a la producción teatral de la época una inocencia difícilmente justificable.

Por razones de espacio, dejaremos de lado en este trabajo la obra de Bermúdez, Argensola, Cueva, López de Castro y Lasso de la Vega. Vamos a examinar los signos del poder desplegados por Virués en tres de sus tragedias, La gran Semíramis, La cruel Casandra y Atila furioso. En ellas se encuentra una serie de reyes y reinas que ejemplifican, con sus acciones, un concepto de poder con el que ciertos autores dramáticos no se sienten en comunión estrecha. El poder es un objeto descrito teatralmente de modos varios, pero todos ellos coincidentes en la afirmación de una nota fundamental: el poder político ejercido al modo de estos héroes trágicos lleva irremediablemente a la destrucción del tejido social y del orden reinante. El carácter ejemplar, paradigmático, que la tragedia del horror asume viene marcado repetidas veces en las obras seleccionadas. Sirvan de muestra algunos pasajes. En la Semíramis, el Prólogo pone en guardia al espectador sobre la intención de la tragedia:

"y todo para ejemplo con que el alma se despierte el sueño torpe i vano, en que la tienen los sentidos flacos i mire i siga la virtud divina;" (25)6

5.- Josep Lluís Sirera, "Cristóbal de Virués y su visión del poder", en Mito e realtà

del potere nel teatro: dall'antichità classica al Rinascimento, ed. M. Chiabò y F. Doglio, Roma, Centro Studi sul Teatro Medioevale e Rinascimentale, [1988], p. 299.

6.- Los textos de Virués están tomados de Poetas dramáticos valencianos, Observaciones preliminares y edición de Eduardo Juliá Martínez (Madrid, Real Academia Española, 1929). Citamos entre paréntesis la página correspondiente del tomo 1.

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La Tragedia, en su intervención final, insiste en señalar el carácter modélico que la obra tiene:

"ilustre exemplo doi al alma ilustre con que su lustre como deve ilustre." (57)

En La cruel Casandra, el Prólogo habla de la tragedia "[...] cortada a la medida de exemplos de virtud, aunque mostrados tal vez por su contrario el vicio [...] (59)

El Rey, al terminar la obra, señala "este tan doloroso i triste exemplo" (91). Y en Atila furioso, la Tragedia concluye señalando el carácter ejemplar, de

"muestra" de la vida que la obra tiene: "Con estos casos dolorosos, vuestra vida mortal, humana os represento; assí os doi verdadera y clara muestra del humano contento y descontento." (117)

Virués construye así sus tres tragedias con una clara intención de ejem-plaridad sobre la vida y sobre la humana satisfacción o insatisfacción ante el problema clave de dichas obras, el ejercicio del poder político. Veamos en la páginas que siguen de qué manera ha construido el autor la imagen dramática del poder, cuáles han sido los recursos utilizados para poner de relieve el objeto fundamental de su reflexión ejemplar.

Como hipótesis de trabajo puede afirmarse que el discurso del poder queda textualizado fundamentalmente en el signo dramático [rey] y en todos los símbolos, iconos, índices y connotaciones, que le acompañan y determinan. Todo el tejido dramático está organizado en función de la presencia, activa o pasiva, del rey y de su carácter ejemplar a la hora de definir la virtualidad y efi-cacia política del poder. El rey es el eje en torno al que giran las diversas ac-ciones; es el soporte sustantivo de las adjetivaciones que establecen los perfiles y los matices del poder; es el punto en el que inciden todos los gestos de autoridad y de acatamiento; es el centro que organiza la red de expresiones del poder -autoridad, amenaza, ley, violencia-; es el objeto utilizado para conseguir el poder quienes no lo tienen, es decir los cortesanos ambiciosos e intrigantes. Todo ello proyecta la imagen dramática de un poder degenerado y radicalmente opuesto al que se propaga generalmente en la comedia nueva. La degradación del poder político encarnado en los reyes es la característica fundamental de las tragedias del horror de la España filipina. En nuestro trabajo vamos a identificar

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cuáles han sido los signos dramáticos con que se ha textualizado ese poder que los autores llevaron o pretendieron llevar a las tablas.

Una última nota viene a completar nuestra hipótesis. Los signos del poder tienden a hipertrofiarse, a funcionar como marcas que ocultan las verdaderas esencias del poder político y sólo dejan al descubierto su desmesura, positiva o negativa, su presencia avasalladora y su ausencia o vaciedad inexplicables. Todos los signos que compondrían hipotéticamente el personaje [rey] se contraen y son absorbidos por una fuerza interior, la energía de lo desmesurado. Usando el metalenguaje de la astrofísica, podemos afirmar que la hipertrofia del poder, el tono caricatural con que se carga la figura del monarca, produce un auténtico "agujero negro" semiótico, en que todos sus signos constituyentes, excepto uno o unos pocos, han quedado sumergidos y ocultos por la fuerza gravitacional y centrípeta que alimenta el discurso de la desmesura. La "energía de lo hipertrófico" ha atraído y precipitado en su núcleo interior todas los rasgos anecdóticos configuradores del personaje, y sólo deja aparecer el signo único que manifiesta su presencia, la caricatura, la hipérbole, la deformación.

Empecemos con La gran Semíramis. La didascalia explícita que ordena la nómina de personajes (25) es el primer signo de la omnipresencia del rey. Todas las "figuras que hablan" están definidas en función de su relación con el monarca, "Nino, rey de Asiria". Es el único personaje que aparece definido en su condición personal, con su función actoral correspondiente. Los demás son personajes dependientes, directa o indirectamente, del signo del poder, del rey: Menón ("su capitán general"), Semíramis ("muger de Menón"), Zameis Ninias ("hijo de Nino i de Semíramis"), Xanto, Creón, Troilo y Oristenes (consejeros "del rey"), Zopiro ("criado de Menón"), Zelabo, Tigris, Teleucro y Gión ("soldados" del rey) y Diarco ("portero", del rey). La pirámide del poder, presidida por el monarca, queda así bien definida por los diferentes engarces y y subordinaciones de los personajes.

Al mismo tiempo que la figura de Nino queda enaltecida, es remplazada, con el paso del tiempo dramático, por la de otros dos monarcas, Semíramis y Zameis Ninias, que vienen así a mostrar la fragilidad del poder y de su encar-nación máxima. Los tres reyes son adornados con adjetivos encomiásticos y enaltecedores: "universal reina del mundo" -se refiere a Semíramis- (26), "el gran Nino" (27), "poderoso monarca, i Rei del mundo" (29), "un Rei tan poderoso" (31) -Nino, en ambos casos- , etc..., con lo que la figura real queda marcada con los rasgos de lo inalcanzable, de lo divino.

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Junto a la proclamación de la extraordinaria calidad real, la tragedia ins-cribe el acatamiento de los súbditos, hecho símbolo por medio de la didascalia implícita en el parlamento de Semíramis a Nino ["Vuestra Alteza / me dé la mano"] (29) y en las numerosas órdenes que el texto pone en boca del monarca. Nino se dirige a Semíramis con un "Levantaos" (29) que implica la postración de la dama ante la figura del rey.

La consecuencia de todo ello se manifiesta en la declaración de que la voluntad del rey "es lei / i cual lei se ha de guardar" (31).

Hasta aquí el modelo de rey transmitido por La gran Semíramis, modelo que podría corresponder al que con frecuencia aparece en la comedia nueva. Pero la tragedia finisecular sigue por otros caminos radicalmente distintos. Y es justamente en el contraste entre este monarca glorificado y respetado y la figura de quien no controla sus instintos más elementales, donde surge la imagen del poder degradado que puebla de un modo u otro estas producciones dramáticas.

La imagen real, tan engrandecida, aparece reducida en su transcendencia por la dramatización de su sometimiento a otra imagen real superior, "otro rei mayor" (31), el Amor, que condiciona la pérdida del decoro divinal que la tragedia había atribuido a la figura del monarca. La invocación del Amor como verdadero destinador -según la terminología greimasiana- de la empresa dramática de Nino -conseguir violentamente a Semíramis en contra de la voluntad de Menón, su marido-, reduce la envergadura del personaje real y es el punto de arranque de un movimiento que le lleva hasta la degeneración absoluta. Y no sólo es Nino el signo degradado. En la diacronía de la tragedia, Semíramis y Zameis Ninias serán los actantes que asumirán sucesivamente dicha condición rebajada del monarca.

El cambio se manifiesta claramente desde el momento en que Nino se enamora de Semíramis. Menón asume en un principio el esquema jerárquico ("queda, señor, como mandaste, en orden / la gente del exército i del pueblo" -31). Pero el "orden" queda roto desde que Nino afirma a Menón su voluntad amorosa:

"Quiero dezir, Menón, que a tu querida Semíramis me des por muger mía i tomes tú a Sosana [hija de Nino], enriquecida de toda mi riqueza i monarquía; i es justo de ti ser agradezida esta mi petición i cortesía,

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pues siendo yo tu rei te pido aquello que de potencia puedo yo tenello". (32)

Nino, el signo [rey], se rebaja a pedir cuando puede exigir. La noción de justicia ha desaparecido del horizonte. El monarca actúa según otro modelo de comportamiento impropio del soberano divinizado. Y a partir de ahí se de-sencadena el proceso de rebajamiento manifiesto en las intervenciones del propio monarca, Nino, Semíramis o Zameis Ninias, y de los personajes que les rodean. El discurso dominante es el de la violencia y de la agresividad. El léxico característico de la tragedia queda enmarcado dentro del campo semántico de la tiranía, la crueldad, la injusticia, la amenaza, etc... Sirvan de ejemplo algunos pasajes en los que se manifiesta dicho léxico de la violencia como una serie de iconos textuales de gran eficacia escénica, como signos que ocupan el espacio dramático y definen los perfiles de la representación:

- Cuando Menón rechaza la propuesta de Nino y quiere conservar a Semíramis como esposa, el monarca descubre la agresividad escondida hasta entonces:

"juro por Dios de darte la más fea, la más cruel, la más amarga muerte que pueda dar un Rey [...]". (32)

- Menón tacha a Nino de: "[...] bárbaro, inhumano, ingrato a mis servicios, cruel, tirano, inico, injusto i fiero". (33).

- Cuando Menón se va a suicidar, habla de "los furores i los gustos / destos crueles Príncipes injustos" (34), de "estos tiranos" (34).

El espectador, que ha asistido a la escena del enfrentamiento entre Nino y Menón y al suicidio de este último, recibe dos mensajes distintos que viene a abultar aún más la tiranía de Nino. Si por una parte es testigo presencial del abuso real de poder, por otra oye la intervención de Zopiro y Zelabo al descubrir el cuerpo muerto de Menón. Los dos cortesanos, en su inicial inocencia, dejan al descubierto la maldad y la infamia del monarca:

"i al Rei le presentemos [el cadáver], pues es cierto que según lo que el Rei le deve i ama hará pesquisa i exemplar castigo de maldad tan inorme i tan horrenda". (35)

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Ambos mensajes, por contradecirse mutuamente y dejar al descubierto la inevitable realidad, vienen a reforzar la imagen del poder tirano; se convierten así en iconos textuales complementarios de esa tiranía del poder. Un mensaje llega envuelto en la intervención de Nino. Otro, invertido en la presentación del rey justiciero, se lo dan Zelabo y Zopiro. Los dos cortesanos reclaman justicia de un rey que es el verdadero asesino. Y el espectador lo sabe. Los dos signos son convergentes y podrían presentarse en forma de ecuación de la siguiente manera:

1

rey tirano + -------- = Nino rey justo

Es decir, la evidencia escénica de la tiranía del rey sumada a la imagen invertida de lo que es un monarca equitable y justo, diseñan la figura de Nino. La percepción del soberano de Asiria se sitúa en la confluencia de la imagen que hemos comprobado como espectadores y de la constatación de que los cortesanos tienen una idea radicalmente falsa de lo que Nino es. Aumentando el volumen del procedimiento de dramatización, el autor ha buscado dos medios convergentes para poner de manifiesto la injusticia real.

La hipertrofia de los signos es, probablemente, la característica funda-mental de la tragedia finisecular, de la que la obra viruesina es un ejemplo más. Dicha hipertrofia, vía de caricaturización, se manifiesta frecuentemente en la recurrencia de los mismos o semejantes signos. Veamos algunos casos.

Cuando Nino reúne a sus cuatro consejeros, el espectador percibe la imagen divinizada que del monarca proyectan los cortesanos: 1) Dios "os haga largos siglos venturosos"; 2) Dios gobierne "vuestras reales almas"; 3) la luz de Dios "os guíe i salve"; 4) Dios "guarde vuestras vidas" (36). La invocación repe-tida de esa presencia divina en el ejercicio del poder real se vuelve a repetir en otros momentos de la tragedia. La recurrencia hace de ella un signo hueco, vaciado de su contenido primordial. La insistencia en marcar la existencia del objeto denuncia la ausencia del objeto mismo.

El mismo esquema se repite cuando Nino pide consejo para ceder el trono a Semíramis durante cinco días: 1) "Es mi respuesta en esto, Rei clemen-te, / dar gusto a vuestro intento enamorado"; 2) "En esse parecer Creón con-

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siente"; 3) "Yo siempre vuestro gusto he desseado"; 4) "Ningún inconveniente en esto veo" (37).

Hay que añadir que la recurrencia se hace de una manera mecánica ante los tres sucesivos reyes. Cuando Nino desaparece del trono, los cuatro consejeros que habían aceptado su poder, repiten en el mismo orden las rituales palabras de acatamiento de la nueva figura soberana: 1) "Yo inclino el rostro i pecho"; 2) "Yo ratifico la obediencia"; 3) "Yo doi, con adoraros, fin al hecho"; 4) "Desso mismo Oristenes aprovecha" (37). El fenómeno reaparece cuando, llegado Ninias al trono, los mismos consejeros vuelven a repetir lo ya sabido: 1) "El poderoso Dios contigo quede"; 2) "El cielo guarde tu real persona"; 3) "Dios, señor, te prospere como puede"; 4) "Dios engrandezca tu real persona" (57).

El desplegar de modo semejante idénticos conceptos y deseos ante tres distintos monarcas, pone de manifiesto la fundamental gratuidad del gesto y, en consecuencia, el carácter falso de la realeza que preside la sociedad dra-matizada. Se trata de iconos textuales cuya recurrencia y mecanización (Nino ha pedido a los consejeros que hablen "por el orden i estilo acostumbrado" -37) connotan su radical y significativa vaciedad, con lo que la figura del soberano queda desconectada una vez más del modelo divinizado que apunta en el principio de la tragedia.

Además de los iconos textuales a los que hemos hecho alusión, La gran Semíramis viruesina recurre al uso de iconos visuales en los que se refleja, de un modo u otro, el mismo carácter hipertrófico y, por lo tanto, desarticulador de la imagen del rey.

Cuando Nino deja durante cinco días el poder en manos de Semíramis, la cesión de dicho poder se representa escénicamente con la entrega a la nueva soberana de tres iconos que conllevan simbólicamente la representación de la autoridad. Son el asiento o trono, el cetro y la corona. En la tragedia no hay acotaciones escénicas que impongan la existencia de dichos iconos, pero las didascalias implícitas en los parlamentos de Nino precisan la necesidad de su manipulación en escena:

- "i vos [los cortesanos] traé mi cetro i mi corona" (36) - "Sentaos, Reina i señora, en este asiento que es dedicado a la Real persona; tomá este cetro, i seaos ornamento de verdadera Reina esta corona". (37)

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Los tres iconos, símbolos de la realeza, son puestos a disposición de una persona inicua por un tirano inicuo. Esta es la constatación que el espectador ha ido haciendo a lo largo de la obra. En consecuencia dichos iconos se contagían con la depravación del monarca y se transforman en signos degenerados del poder. Nino despliega teatralmente los signos del poder. La invocación del cetro, del asiento y de la corona suponen una acumulación de signos que simbolizan una misma realidad. La hipertrofia de los signos del poder para representar dicho poder es algo característico de estas tragedias. Los signos se multiplican y van pasando de mano en mano a los sucesivos herederos del trono tiránico. Cuantos más signos de poder necesita un monarca, más se aleja de la imagen de un autoridad basada en la imitación divina. A más medallas, más tirano7. A más tiranía, más vaciedad en el ejercicio del poder abusivo. La figura del tirano casi llega a desaparecer bajo el peso de la decoración. Y en todo caso, el ejercicio del poder viene a ser entorpecido por la maquinaria y la mecánica mismas implantadas por la tiranía. De ahí su ineficacia.

Aunque el texto viruesino no incluye en sus didascalias implícitas icónicas más que la manipulación de tres signos, asiento o trono, cetro y corona, la marca de la abundancia recurrente está bien instalada. Por ello resulta muy verosímil en una representación el añadir otros signos de significación convergente. Es el sentido que tenía la inteligente puesta en escena de La gran Semíramis llevada a cabo en 1991 por Ricard Salvat en Volterra (Italia). Al trono, cetro y corona se habían añadido unos coturnos altísimos y un descomunal manto construido con una especie de escamas de apariencia metálica y de peso desmesurado -al menos en su significado-. Los cinco iconos hacían su aparición recurrente en escena, sirviendo de soporte a la autoridad sucesiva de Nino, Semíramis y Zameis Ninias. Y unos y otros impedían los movimientos de los actores oprimiendo y dificultando así la representación del ejercicio ágil del poder. Ni los coturnos les permitían andar, ni el manto desplazarse, ni el cetro gesticular, etc... La virtualidad inscrita en el texto de Virués fue bien descodificada por la puesta en escena de Salvat. El paso siguiente habría sido llevar la hipertrofia hasta más 7.- Los ejemplos modernos son numerosos y significativos. Tantos generales

aparatosamente instalados en el poder, tantos camaradas del antiguo imperio soviético cargados de decoraciones, tantos emperadores a la Bokassa y dictadores españoles e hispanoamericanos oprimidos por el peso de sus medallas, son una buena muestra de la caricatural hipertrofia de los signos del poder que caracteriza a las tiranías.

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allá de los límites de lo grotesco, hasta la degradación y deformación burlesca. Nino, Semíramis y Ninias habrían asumido en ese caso la apariencia del Ubu roi de Alfred Jarry.

La confluencia de la recurrencia hipertrófica y del radical vacío interior aparece de modo muy significativo en el momento en que Semíramis engaña a sus cortesanos -jornada segunda- diciendo que se retira al templo de Vesta y cede el trono a su hijo Ninias. La realidad es otra. Es Ninias el encerrado y Semíramis quien asume el poder bajo los rasgos de su propio hijo. El espectador conoce las intenciones de la heroína y sin embargo asiste al momento de la constatación por los cortesanos de la autenticidad de la carta que ella les dirige. Los cuatro consejeros ya aludidos líneas arriba (Xanto, Creón, Troilo y Oristenes) reconocen el documento, icono central en la escena, y los iconos inscritos en él como signos autentificadores de la mano emisora, es decir, la letra, la firma y el sello. Estos tres iconos, de carácter textual y no visual, son in-vocados de modo mecánico por los consejeros: 1) "De la Reina es la letra i firma i sello"; 2) "Suyo es el sello i suya firma i letra"; 3) "Bien conocida es letra i firma i sello"; 4) "No hay que dudar en sello o firma o letra" (42). La abundancia de los signos multiplicados denuncia la radical falsedad de las noticias que atestiguan. Una vez más los signos del poder han sido degradados y vaciados de su contenido real, para cargarse de connotaciones propias de la tiranía. El poder sirve para usar falsamente sus propios signos.

La tragedia viruesina es obra en la que se ponen en contraste los excesos del poder, abundantemente ejemplificados, y la caída total del tirano. En el proceso de degradación de los signos del poder, evoluciona el texto desde la presentación de una gran abundancia a la de una total abyección. Del Nino triunfante y lleno de signos externos de poder en el primer acto, se pasa a la consideración de su figura totalmente disminuida y rebajada en la segunda jornada. Zelabo cuenta cómo redujo a prisión al antiguo monarca, transformado en un ser que hablaba "con lastimosa boz" y que estaba "pasmado, atónito i temblando, / cubierto todo de un sudor helado, / en amarillo i cárdeno teñido / el viejo rostro i las caducas manos" (39). Al personaje se le quitan los signos hipertrofiados del poder y se le cubre con los signos hipertrofiados de la ignominia. A Ninias, que al final ocupará el trono, se le ha degradado antes vistiéndole de "donzella / entre las otras vírgenes vestales" (40). Y Semíramis, de quien se cuentan las grandezas con abundancia de elementos ("armada desde el pie a la frente", su "veloz cavallo fiero i alto", sus dos mil bajeles con

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máquinas, marineros, municiones y bastimentos llevados hasta el río Indo en carros tirados por camellos arrasando montes y levantando valles, los dos millones de personas que componían su expedición, etc... -54), pasa a ser la triste imagen de la desgracia en las palabras con que Diarco cuenta su fin:

"I luego echada en tierra, agonizando, con los ojos clavados en el cielo, con ronca boz quebrada en mil solloços, nombrando siempre el nombre de su hijo la triste alma salió, dexando el cuerpo anegado en la sangre de sus venas." (53)

La cruel Casandra supone también la existencia de un poder degradado hecho signo dramático en la ausencia del rey, símbolo máximo de la ordenación política. Si en La gran Semíramis los signos del poder se degeneran y vacían de contenido por su propia hipertrofia, la semiosis de la degradación del poder en La cruel Casandra se hace realidad escénica con otro instrumento diferente.

El poder en esta tragedia está en manos cortesanas, que son quienes juegan con el rey y los personajes de la casa real. El Rey de León está ausente del complicado nudo de acciones que van a dar al traste con el orden socio-político. El personaje, innominado, aparece en escena por primera vez al prin-cipio de la tercera jornada. Su intervención se limita a recordar la cólera del Príncipe y a afirmar que el cansancio producido por la reciente fiesta asegura un mejor descanso (81). En una corte invadida por las rencillas y los enfrenta-mientos por conquistar el poder, la presencia de un Rey ignorante habla del vacío de poder, de la degradación del poder. Cuando al final de la tragedia se ha producido la gran hecatombe y la muerte, entre otros personajes, del Príncipe heredero y de la Princesa, el monarca contempla la escena y exclama:

"¿Qué vista es esta tan terrible i fiera? ¿Qué es esto? ¿Es de todos inorado? ¿A todos cosa tal aquí se encubre, i a mí no se declara y se descubre?" (90)

La realidad que el espectador conoce es otra. Todos han advertido la situación de la corte. Todos menos el Rey. La enunciación de los cuatro versos anteriores, el contexto en que son pronunciados por el máximo personaje de la pirámide del poder, es el símbolo textual máximo del no-ejercicio del poder por las instancias adecuadas. En todo cúmulo de acciones, el vacío tiende a lle-

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narse. Y cuando el Rey no reina, son otras fuerzas inferiores las que tienden a ocupar el espacio vacante y sus correspondientes funciones.

En la tragedia aparece el Príncipe como manifestación cercana al Rey. Pero el vacío vigente ha desencadenado la serie de gestos de la ambición cortesana y el Príncipe mismo es eliminado de las instancias eficaces. Cuando Casandra, la noble intrigante que causa la catástrofe colectiva, se entera de la muerte de su hermano Tancredo y de Leandro, su amante, reacciona violenta-mente y envía a Matías en busca del agente depositario del poder. La serie in-vocada es muy significativa:

"Al Rei ve luego... No, ve luego al Príncipe... Atiende lo que digo: ve a mi hermano..." (85)

El recurso al Rey es inútil. Tampoco el Príncipe sería eficaz. La búsqueda de Fabio, el hermano traidor, sirve para que ella misma asuma la venganza, esa especie de justicia deformada. La instancia real queda al margen de la solución que la heroína quiere llevar a cabo.

Las obras dramáticas de Virués son las tragedias del abuso del poder, de la usurpación del poder por los tiranos o por los cortesanos. La cruel Casandra pertenece a la segunda variante.

¿Cómo se dramatiza el poder buscado y asumido por manos cortesanas? Casandra es el personaje/eje alrededor del que gira toda la intriga. Es ella -su presencia en el título de la tragedia es muy pertinente y significativa- quien asume la función desestabilizadora del orden político vigente. La fuerza interior que la mueve es la ambición. Su instrumento es la intriga y el engaño. Casandra juega con los demás personajes como una manipuladora de marionetas. Y cuanto mayor es la visibilidad jerárquica de la figura manipulada, más impresionante es la fuerza dramática del agente manipulador. El reino está a merced de los cortesanos. Las palabras de Casandra a su hermano Fabio son bien explícitas:

"Pues tened confiança i tened pecho que León i el Palacio que habitamos ha de quedar en lágrimas deshecho antes que en daño alguno nos veamos." (68)

Casandra usa de la astucia para forzar al Príncipe a actuar como ella quiere, haciéndole que la obligue a decir lo que ella desea comunicarle. Así ocurre en la primera jornada, cuando Casandra quiere contar al Príncipe la razón de la discusión entre Fabio y Fulgencia. De esta forma se organiza el diálogo:

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"Casandra: te suplico, señor, que no me mandes que te diga lo que es. Príncipe: Mui bueno es esso; por la misma razón que esso me pides muero yo por saberlo, i assí luego mando ya con enojo que lo digas. Casandra: Pues si dessa manera me lo mandas ¿cómo puedo, señor, no obedecerte?" (62) La orden del Príncipe aparece como un signo degradado, vacío, a causa

de la manipulación de la cortesana. Pero en la tragedia se va mucho más lejos. Los signos tradicionales del poder, los que hemos visto desgastarse en La gran Semíramis, el trono, el cetro, la corona, son remplazados aquí por otros signos que ya no pertenecen al espacio dramático identificado con el poder. No son iconos marcados por un consenso social e histórico como parte de la mitología del poder político. Los nuevos signos, ahora ya símbolos forzados del poder de los cortesanos ambiciosos, son una llave, un lazo y una puerta. El consenso histórico no atribuye a dichos signos una connotación de poder. En manos de los cortesanos adquieren esa función simbólica y sirven de instrumentos para lograr unos fines poco recomendables desde el punto de vista del funcionamiento general del reino.

El poder de Casandra se hace símbolo en la llave (73) que la heroína entrega a Filadelfo para que entre en la cámara privada de la Princesa, con lo que se desencadenará la intervención criminal del Príncipe y la eliminación de Filadelfo. El segundo signo de poder es el lazo que aparece en el cuello de Fulgencia desmayada (77). El lazo, símbolo del poder subterráneo de Casandra, surge ante los ojos de Fulgencia, una vez despierta, como la prueba de que el Príncipe ha intentado estrangularla. El tercer símbolo, la puerta (79), es usado por Fabio para impedir que Leandro tome parte en un torneo. El cortesano, invocando falsamente la autoridad ausente del Rey, da órdenes y controla la vida de palacio.

Pero más allá de los iconos visuales señalados, la muestra explícita del poder feroz de Casandra, poder sobre el rey, sobre la corte, sobre la jerarquía familiar, es la terrible amenaza con que cierra la jornada segunda. Es el icono textual que define claramente cuál es el verdadero espacio del poder en la tra-gedia. Y en la corte. Es el espacio que Casandra misma ha constituido a su al-rededor:

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"I con un rayo me confunda el cielo en el profundo centro del infierno si dañáis a Leandro en solo un pelo i usáis comigo desse mal govierno, si no remedio el daño i desconsuelo que me causéis, con un exemplo eterno que a ningún otro deva ser segundo i atemorize i ponga grima al mundo." (81)

En Atila furioso el problema del poder político es textualizado de modo diferente. Resulta ser una obra en la que se juntan y superponen la vía seguida en las dos tragedias precedentes. Virués ha mezclado los signos propios de la realización de un poder tiránico, el del rey de los hunos, y los signos caracte-rísticos del poder de una cortesana ambiciosa, Flaminia, que llega a controlar al mismo monarca y a provocar la destrucción del sistema político vigente. Aunque no puede decirse que haya aquí un vacío de poder semejante al que hemos observado en La cruel Casandra, sí es útil constatar que la ambición de Flaminia provoca la locura del rey Atila y engendra una situación "teatral", en la que el ya conocido tirano llega hasta los extremos característicos de quien no tiene control sobre sus propios actos. Atila, con sus excentricidades, llega a ser la caricatura misma del tirano, la hipertrofia de la hipertrofia del poder. Ese segundo grado de la representación de la tiranía es lo más significativo de esta tragedia viruesina.

Y no olvidemos que esa locura real es juzgada por el propio texto de la tragedia. Ricardo, refiriéndose a los gestos y palabras de Atila, afirma que "dizen locos i niños las verdades" (113). Igual que en el caso de un "teatro en el teatro", la locura deja al descubierto la radical "verdad" del mal uso del poder político. La locura de Atila abisma, destapa y desconstruye la verdad de la tiranía.

Los signos del poder en Atila furioso son fundamentalmente textuales. Salvo alguna excepción que más adelante veremos, el poder se escenifica en la narración. Es tragedia verbosa que tiene conciencia de su condición. El mismo Ricardo ya citado, personaje portador de las claves de la obra, da la puerta de entrada a la descodificación y a la identificación de los signos. "De las palabras juzgad / cuál es la alma que las cría" (110), dice. Las palabras son el lugar donde se refugian, entre otras cosas, la teatralización, los iconos y los símbolos de un poder tan degradado como el que hemos visto en las dos tragedias precedentes. La estrategia de textualización sirve en el caso del rey y en el de los cortesanos (100).

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Atila furioso roza en un momento las fronteras del vacío de poder. También aquí es el amor la causa de una cierta pérdida del rol real por parte del monarca y de la reina. Esta última, enamorada de Flaminio, forma masculina que oculta a la ambiciosa Flaminia, rompe la jerarquía de los signos textuales del poder ("que soi tu reina i señora, / que soi tu esclava i tu dama" -93) y reduce la reina a la condición de esclava. Aunque la retórica amorosa está presente en la frase de la Reina, no carece de importancia el que sea el mismo Atila quien insiste ante Celia ("que podré de mis reinos coronarte / haciéndote de mí reina i señora" -105). Los signos del discurso amoroso están denunciando, de algún modo, una cierta inexistencia de los signos del poder real en el terreno de lo político. El rey la reina enamorados pierden el decoro y, en consecuencia, la fuerza que les tendrían que dar los signos del poder.

Pero donde surgen de modo más evidente las marcas características del poder es en la espectacularidad de los iconos textuales que connotan la tiranía. La tragedia presenta el problema en el cruce de unas alabanzas hechas al rey y unas monstruosas decisiones tomadas por este último en el ejercicio de su condición soberana. Frente a los signos textuales enaltecedores puestos en boca de los consejeros Lotario y Tebaldo ("señor" -95-; "tu milicia i disciplina heroica" -96-; "tu fortíssima mano" -96-, etc...), surgen las sangrientas decisiones tomadas y anunciadas por el propio Atila (manda quemar la nave con los soldados dentro de ella -96-, ahorcar en una almena al gobernador de Ratisbona -96-, descuartizar a tres hermanos -96-, cortar narices, orejas y lengua al embajador romano -96-, arrojar a los leones a Guillermo -102-, etc... etc...). Los signos textuales que rodean y definen escénicamente la condición real, son marcas con que se hipertrofia la autoridad feroz, la ejemplaridad de castigos inhumanos y la publicación del gesto autoritario. Con lo que se está llegando a los límites de lo tolerable e, incluso, a la frontera del significado. La acumulación de signos de terror produce la neutralización del sentido y descubre la radical ineficacia del significante. Con lo que surge un nuevo significado.

Cuando el poder político se centra en la expresión del odio y el temor que los vasallos deben tener a la figura real, estamos tocando las fronteras del teatro del absurdo con todas las consecuencias estéticas y funcionales que ello tiene. Así Atila pregona, en un párrafo que es el icono textual clave de la tragedia, su propia concepción del poder:

"Aborrézcame el mundo, i aborrezcan mi nombre a mi presencia mis vassallos,

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i sea aborrecible a cielo i tierra, como me tema el mundo, i como teman mi saña i mi castigo mis vassallos, que es cosa de mugeres ser amables i de varones es el ser temidos." (97)

Señalemos de paso que la amabilidad femenina tampoco es una carac-terística de la feroz e intrigante Flaminia.

Esta misma condición real se textualiza de modo muy espectacular en el momento de la entrada en escena del propio Atila. Son sus palabras las que definen el concepto de poder. Los signos que rodean la condición real son los que se agrupan en los campos semánticos de la injuria, la venganza y el horror. En el parlamento clave (97) se alínea el siguiente léxico: injuria (5 incidencias), ofenda, vengarse, respeto, vengarme, ardiendo, fuego, furia, espantáis, desasosiego, enojo, injuriar, ofendido, inobediente, menosprecia y aniquila.

En otro momento de la tragedia, cuando ya el rey está en plena crisis de locura, el poder de Atila se manifiesta a través de las órdenes terribles que está dando, órdenes tan feroces como las que dio cuando estaba en plena posesión de sus facultades, aunque ahora son decisiones que no llegarán a hacerse realidad. Son la expresión de un poder feroz pero inoperante. Su desmesura convierte el ejercicio del rey en una semiosis de la ineficacia. Y no olvidemos que estas órdenes ineficaces (desmantelar el mundo, abrir las cataratas de la tierra, no dejar persona viva, hacer mil pedazos a mujer, amigos y parientes, etc... -111) corresponden, por su carácter monstruoso, a las que dio antes de ser envenenado por Flaminia. El mismo Atila se describe como hambriento león, tigre horrendo, espantable visión, monstruo, vestiglo, trueno, rayo, temblor del mundo, grima, horror y estrago (112-113). El tirano actúa de modo violento, con signos hipertrofiados, pero sus decisiones están huecas y carecen de auténtica eficacia política.

Los iconos y símbolos textuales con los que se describe el poder y su máximo representante llegan a ocupar buena parte de la escena, alterando y condicionando el desarrollo de la fábula. Lo textual expresa la desarticulación del universo político y la ruina del poder. No es de extrañar que el paroxismo de la destrucción se haga símbolo fónico en la serie de sesenta y dos versos esdrújulos. Con su cacofonía llega a simbolizarse la desarticulación de la ar-monía del universo. La serie de finales dicha por Atila (antípodas, Tántalo, Semíramis, dádmela, macedónica, fórmenla, cuádrenla, ferocíssima, etc... -113)

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es el mejor símbolo textual del final de un sistema. La bronca y recurrente mu-sicalidad de los versos simboliza el ocaso de todo equilibrio, de toda posible reconstrucción. También el sistema de comunicación ha quedado reducido a ser su propia caricatura.

En la obra hay algún símbolo visual o auditivo que invoca la fuerza del poder real. Es el "gran ruido" implícito en el parlamento de Flaminia (101) con el que se anuncia la llegada del rey. La dimensión hipertrofiada del ruido es paralela con lo abultado y caricatural de las decisiones y las características ge-nerales del monarca. También hay otro momento en que el espacio escénico propio de un rey ("plaça, señores, plaça" -103) es reclamado por Roberto. El espacio ha de ser más grande del que ocupan los otros personajes. Y viene a ser el símbolo visual del poder real. Pero los dos ejemplos citados, por su con-dición singular, no vienen a contradecir nuestra afirmación primera. Los signos del poder en Atila furioso son de tipo fundamentalmente textual.

El carácter violento y tiránico del rey no imposibilita la actuación eficaz de los cortesanos y, sobre todo, de una mujer ambiciosa y dispuesta a todo, Flaminia. El abuso de poder por parte del monarca hace de él un objeto mani-pulable por la intrigante palaciega. Ese poder cortesano se hace símbolo en el parlamento de Flaminia ["la ponçoña que al rei di"] (109). El veneno es el icono textual que arrastra al agente de un poder degradado y le conduce hasta la lo-cura como expresión de la vaciedad de su poder y de la ineficacia de sus gestos hipertrofiados. Dicho veneno es el signo máximo de la intervención cortesana y de la manifestación de su poder.

Y junto a la imagen degradada que del rey recibe el espectador, al lado de la negativa opinión que Ricardo ("bestia tan airada -115-, "rei sobervio i ciego" -116) y Xanto ("este león sangriento" -117-, "este furioso açote" -117-) tienen de Atila, el texto de la tragedia termina con la intervención de Ataulfo, quien reclama que se entierre a Atila "con su pompa" (117) y con las alabanzas de Tebaldo ("Rei tan valeroso i tan notable", "el Rei que ayer tenía el mundo / atónito i pas-mado con sus cosas", "aquel valiente Atila, aquel famoso..." -116). El choque de la opinión que el espectador se ha hecho del rey Atila y de la que dan algunos cortesanos no hace sino reforzar la imagen desarticulada de un sistema político en el que ni el monarca ni los cortesanos son agentes de paz y de bienestar, sino causas primeras de desorganización, de destrucción y de muerte. El abuso del poder por parte del soberano y la ambiciosa búsqueda del mismo poder por parte de los cortesanos, acarrean el final catastrófico de la tragedia y lo

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proyectan sobre el entorno histórico, social y político que provocó la escritura de la obra y su representación primordial.

En conclusión, el análisis de estas tres obras viruesinas arroja un resul-tado claro: el discurso del poder queda textualizado fundamentalmente en el signo dramático [rey] y en todos los símbolos, iconos, índices y connotaciones, que le acompañan y determinan. La figura del monarca es el eje central en torno al que giran las acciones y el soporte textual de los signos fundamentales del poder. Los iconos y símbolos con que las tragedias representan el poder, son generalmente de tipo textual, aunque surjan algunos ejemplos visuales y fónicos. Pero en todo caso se trata de la figuración de un poder degradado por medio de imágenes de la desmesura y de la hipertrofia. Al mismo tiempo el rey resulta ser el objeto manipulado por los cortesanos que intentan hacerse con el poder cuando este resulta ser una realidad vacía de contenido.

Los ejemplos aislados necesitan ser ampliados con los de un corpus más amplio. Pero la hipotética proyección de las presentes conclusiones sobre las obras de los demás trágicos finiseculares parece anunciar resultados semejantes. Quede tal empresa para otra ocasión.

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