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USO Y MANIPULACION DE LA HISTORIA: EXPERIENCIA BARROCA Y TEATRO CORTESANO Alfredo Hermenegildo Université de Montréal La utilización literaria de referentes seleccionados en el tiempo pasado plantea una serie de problemas que se agrandan desde el momento en que el discurso histórico se manifiesta a través del código teatral. Dicho código puede aparecer condicionado por la presencia de un destinatario muy particular, el rey y su corte. En tal caso, y dentro del marco histórico de la España del siglo XVII, la organización del espacio dramático, sometida a las necesidades que imponía la particularidad de la representación, tenía que responder a los imperativos de unas reglas precisas, distintas de las que regían la concepción y la realización teatrales destinadas al espectador común, el que pagaba en los corrales estrictamente comerciales. Tres niveles de complejidad se acumulan en la organización del teatro histórico palaciego. Por una parte debe tenerse en cuenta el hecho mismo de la recuperación del discurso histórico en un contexto marcado por la literariedad; en segundo lugar, hay que considerar que dicha recuperación se hace dentro del marco formal que impone la escena y la representación teatral; en fin, el proceso semiótico previsto en esta forma de comunicación debe tener en cuenta la presencia de un destinatario problemático y diverso, en el que comparten de modo desigual su «peso político» los dos espectadores de la fiesta: el rey y el resto del público que asiste a la representación. Hemos de determinar, en primer lugar, lo que entendemos por teatro pa- laciego o cortesano. Además de responder a las normas que fija el espacio físico de la representación, normalmente identificable con el Coliseo del Buen Retiro en el caso de la corte barroca de España, el teatro palaciego o cortesano está condicionado por la presencia física del monarca reinante o, en su defecto, por su familia inmediata. Es decir, juzgamos como teatro cortesano aquella producción dramática que se hace «realidad escénica» ante los ojos del rey y contando con su asistencia al espectáculo. El monarca es el «público primordial» de la representación. Sirva esta afirmación para comprender las páginas que siguen, en [La paginación no coincide con la publicación]

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USO Y MANIPULACION DE LA HISTORIA: EXPERIENCIA BARROCA Y TEATRO CORTESANO

Alfredo Hermenegildo

Université de Montréal

La utilización literaria de referentes seleccionados en el tiempo pasado plantea una serie de problemas que se agrandan desde el momento en que el discurso histórico se manifiesta a través del código teatral. Dicho código puede aparecer condicionado por la presencia de un destinatario muy particular, el rey y su corte. En tal caso, y dentro del marco histórico de la España del siglo XVII, la organización del espacio dramático, sometida a las necesidades que imponía la particularidad de la representación, tenía que responder a los imperativos de unas reglas precisas, distintas de las que regían la concepción y la realización teatrales destinadas al espectador común, el que pagaba en los corrales estrictamente comerciales.

Tres niveles de complejidad se acumulan en la organización del teatro histórico palaciego. Por una parte debe tenerse en cuenta el hecho mismo de la recuperación del discurso histórico en un contexto marcado por la literariedad; en segundo lugar, hay que considerar que dicha recuperación se hace dentro del marco formal que impone la escena y la representación teatral; en fin, el proceso semiótico previsto en esta forma de comunicación debe tener en cuenta la presencia de un destinatario problemático y diverso, en el que comparten de modo desigual su «peso político» los dos espectadores de la fiesta: el rey y el resto del público que asiste a la representación.

Hemos de determinar, en primer lugar, lo que entendemos por teatro pa-laciego o cortesano. Además de responder a las normas que fija el espacio físico de la representación, normalmente identificable con el Coliseo del Buen Retiro en el caso de la corte barroca de España, el teatro palaciego o cortesano está condicionado por la presencia física del monarca reinante o, en su defecto, por su familia inmediata. Es decir, juzgamos como teatro cortesano aquella producción dramática que se hace «realidad escénica» ante los ojos del rey y contando con su asistencia al espectáculo. El monarca es el «público primordial» de la representación. Sirva esta afirmación para comprender las páginas que siguen, en

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las que vamos a intentar estudiar el funcionamiento de ese tipo de producto cultural que surge en la corte madrileña del siglo XVII.

La presencia del soberano en una representación que cuenta de antemano con su comparecencia física, condiciona la elaboración de la pieza y determina un tipo de comunicación en el que se han alterado los esquemas más convencionales. Desde la escena se lanza un mensaje a un público que, a su vez, es parte integrante de dicho mensaje. Cuando «habla ante el rey», la pieza dramática prevé la inserción de la figuración del monarca dentro de su tejido sémico y de su consistencia semántica. De la misma manera que en las fiestas tardomedievales y en las representaciones del primitivo teatro cortesano de Castilla -el de Encina o Diego de Ávila, por ejemplo- no están nada claros los límites entre el espacio del personaje y el espacio del espectador1, tampoco en este teatro cortesano de finales del barroco español se distinguen nítidamente las fronteras existentes entre la condición del rey como espectador y su presencia, más o menos desfigurada y borrosa, entre los pliegues dramáticos de la pieza escenificada. En las primeras églogas encinescas la duquesa de Alba preside la representación, pero al mismo tiempo es parte integrante de ella, es actriz que encarna un personaje, ya que el pastor Juan le hace entrega personalmente de unos poemas escritos, cuyo referente claro son las obras del escritor Juan del Encina. En el caso que nos ocupa ahora, el monarca asiste como espectador, pero la comunicación teatral introduce dentro del mensaje la propia figura del rey o de los intereses políticos que este encarna. Y no olvidemos que, de modo paralelo, hay otro público presente en el teatro, el que comparte con el rey el lugar del destinatario. Ese otro público contempla cómo la pieza va dirigida de modo preferente al monarca. A menos que invirtamos los términos y leamos la obra como un mensaje enviado al público presente en el teatro, público que lo recibe ante los ojos observadores del soberano reinante y también presente. Las dos posibilidades caben a la hora de hacer la interpretación de este tipo de obras palaciegas.

1.- Ver nuestros dos estudios sobre el actor en el teatro del siglo XVI: «Registro de

representantes: soporte escénico del personaje dramático en el siglo XVI», en Del mito al oficio: el actor en sus documentos. Ed. Evangelina Rodríguez. Valencia, Universitat de València, 1997, pp. 121-159; «Juglares, actores y bufones: la invasión del espacio teatral en los siglos XV y XVI», en prensa.

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Pero volvamos al problema que plantea el uso de la historia, de los ele-mentos salidos de la historia, como referentes de la obra literaria.

Régine Robin, en su luminoso artículo «Literatura y biografía»2, aborda el estudio del concepto de «pasado fijado», que engloba «todo el dominio de la apropiación social del pasado, de la retrospección colectiva, de la gestión, del control del pasado»3. Es decir, estamos ante una evaluación del concepto de historia como instrumento de control de la identificación y del uso de lo ya acae-cido, de lo pretérito. El pasado no es libre, no lo dejamos ser libre los que estamos en el presente y actuamos movidos por intereses de todo tipo. «El pasado del pasado -dice Robin4- está fijado. El pasado es controlado, gestionado, conservado, explicado, contado, conmemorado, magnificado o envilecido, guar-dado». Así se constituye lo que Robin llama la «memoria nacional», frente a la que la historia erudita, elaborada por los especialistas, no es más que un trabajo de identificación de rastros, más que una «gestión de dichos rastros», según Robin5.

La pregunta obligada que el crítico debe hacerse cuando se enfrenta con el tratamiento de la historia en el teatro es si dicha actividad cultural, que intenta también apoderarse del pasado, es un simple identificador de rastros o más bien un gestor de las huellas del pasado. En otras palabras, hay que saber si el teatro es un historiador erudito, «objetivo» -suponiendo que la objetividad exista en algún sitio, o si, al contrario, es un instrumento de recuperación de la historia que intenta poner los hechos «identificados» al servicio de unos intereses actuales, del momento histórico en que la obra dramática se escribe y en que la pieza teatral se representa. La respuesta parece evidente. El teatro no es un historiador que se rige por un «discurso dependiente de un conjunto de procedimientos técnicos, reglas de validación etc...»6, sino un gestor de la interpretación de los hechos del pasado. Francisco Bances Candamo, en la segunda versión de su Theatro de los theatros de los passados y presentes siglos define claramente los límites

2.- «Literatura y biografía», en Historia y fuente oral, Barcelona, Ajuntament de

Barcelona, 1989, núm. 1, pp. 69-85. 3.- Robin, p. 69. 4.- Robin, p. 70. 5.- Robin, p. 70. 6.- Roger Chartier, «Le Passé Composé», en Traverses, 40, 1987, Théâtre de la

mémoire, p. 9, apud Robin, p. 71.

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existentes entre la historia y la literatura. «La Poesía -dice7- llega después de la historia i, imitándola, la enmienda, porque aquélla pone los sucessos como son, y ésta los exorna como deuían ser, añadiéndoles perfección, para aprender en ellos». Dejando de lado la pintoresca afirmación de que la historia describe los hechos como son, es clara la preocupación del escritor por establecer la frontera que separa la tarea del historiador de la del poeta.

El individuo lector o espectador está modelado a su vez por la memoria nacional, por la memoria colectiva, por los relatos familiares y «por otra parte por fragmentos de escritura, informada por el saber de los historiadores, vulgarizada incluso, por esta forma de saber que difunden los media, el cine, la literatura legítima o arlequinizada...»8. Aquí queda situada la acción del teatro histórico le-gendario, sobre todo si es un ejercicio que utiliza, como referentes, productos culturales no directamente históricos sino tamizados y transformados por las na-rraciones mitificadas. La leyenda puede ser un referente del teatro histórico, como veremos al analizar una de las piezas de nuestro corpus. Y su contenido «histórico» es puesto al servicio del presente. El teatro puede ser así un gestor de cualquier contenido legendario atado muy estrechamente a la actualidad socio-política.

Por otra parte, el teatro histórico puede usar referentes salidos de la «historia pequeña», de la microhistoria, de la narración de sucesos cotidianos, más o menos importantes y significantes, pero transformados por la memoria cultural en cronotopos transcendentes. La crónica de sucesos no necesariamente integrables en la memoria nacional, puede ser recuperada por intereses del hic et nunc y puesta al servicio de una memoria cultural, «potencialmente polifónica, ya sea que se dé en el flash del recuerdo, en el orden narrativo cronológico o en lo narrativo metafórico, pero que, necesitada de simbolización, no es más que potencial»9. Dicha potencialidad de la crónica de sucesos depende del momento en que es utilizada como fuente «histórica» y como objeto transformado en «acontecimiento histórico transcendente», no en el cronotopo del pasado sino en el del presente. Es el caso de la otra pieza del corpus que vamos a estudiar, pieza 7.- Francisco Bances Candamo, Theatro de los theatros de los passados y pre-

sentes siglos, Prólogo, edición y notas de Duncan W. Moir (Londres: Tamesis, 1970), p. 50.

8.- Robin, p. 72. 9.- Robin, p. 73.

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en la que la historia de lo cotidiano es el informante del ejercicio teatral, con lo que lo pequeño y anecdótico es utilizado en función de unos intereses mucho más importantes que lo que la semántica del acontecimiento podía tener en el tiempo de su acaecer primero.

Nos vamos a encontrar, pues, con dos anécdotas históricas marcadas por su condición legendaria o por su grado bajamente evenemencial. Son los dos extremos del espectro que cubre los diversos grados de la historia. Pero en uno y otro caso se trata de su utilización como referentes en dos piezas calderonianas marcadas por el peso de la historia: el auto sacramental El segundo blasón del Austria y la comedia El postrer duelo de España. Uno y otra se representaron ante los reyes Carlos II y Felipe IV respectivamente. Ambas obras ofrecen soluciones a los problemas que hemos identificado en las líneas que preceden. Las dos piezas «hacen historia» del presente recurriendo a un suceso, más o menos importante en un pasado lejano, o a una leyenda bien atada a los intereses del hoy monárquico, el de las cortes de Carlos II y Felipe IV.

Pero volvamos al principio de estas páginas. Insistamos en el hecho de que todo uso literario de referentes históricos plantea una serie de problemas que se agrandan desde el momento en que el discurso histórico se manifiesta a través del código teatral. Si el discurso histórico mismo ya supone la eliminación de la formulación del significado10 y el consecuente enfrentamiento entre lo «real» y su expresión, la «reproducción de lo real» en un contexto de ficción dramática aún aleja y reduce más la evidencia de la presencia sémica del significado. La aparición de un nuevo sentido es «le réel lui-même, transformé subrepticement en signifié honteux: le discours historique ne suit pas le réel, il ne fait que le signifier»11. La noción de «historia objetiva» lleva implícita la condición de que en dicha narración histórica «le "réel" n'est jamais qu'un signifié informulé, abrité derrière la toute-puissance apparente du référent»12.

Estas consideraciones de Roland Barthes nos abrieron el camino13 para hacer una reflexión sobre la Comedia del saco de Roma, del dramaturgo sevillano

10.- «Roland Barthes, «Le discours de l'histoire» (Social Science

Information/Information sur les Sciences Sociales, VI, 1967, 4, p. 74) 11.- Id., p. 74. 12.- Id., p. 74. 13.- Véase nuestro trabajo «Juan de la Cueva y la plasmación textual de la tea-

tralidad: reflexiones sobre El saco de Roma». En prensa

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Juan de la Cueva, obra en la que el artificio dramático y, sobre todo, el teatral, producen una marginación del significado, de «lo real», oculto bajo los velos de un referente que se impone y que oculta la verdadera condición de aquel. La Comedia del saco de Roma ofrece al lector y al espectador la narración, la figu-ración de unos hechos cuyo referente debe buscarse en el asalto de Roma llevado a cabo por las tropas del emperador Carlos V en 1527. Pero dicho referente, transformado en signo poderoso que llega a hacer opaca la presencia del significado, del auténtico significado, no puede aceptarse como expresión de «lo real», reducido a la condición de «signifié honteux», usando las palabras de Barthes. El significado de «lo real» -y es esta una constante en el drama histórico- está oculto bajo la dramatización y la presencia del referente. Se nos permitirá identificar dicho referente -el saco de Roma ocurrido el año 1527, en nuestro caso- como «referente lejano»; lo otro, «lo real», el auténtico referente, el «signifié honteux», lo vamos a considerar como «referente inmediato». Y es la identificación de dicho «referente inmediato» la que atrajo a los estudiosos de Cueva y la que condiciona la presente reflexión sobre el teatro histórico palaciego.

La impresión que tiene el lector o el hipotético espectador de Cueva es que el referente inmediato ha quedado camuflado, que el «signifié honteux» de Barthes está muy lejos de las peripecias históricas de 1527. Otros aires soplaban en la España de Cueva, en la monarquía del hijo de Carlos, el rey Felipe II. El enfrentamiento de cristianos en Roma pudo haber cedido el paso, en las mentes del autor y de sus espectadores, al inminente enfrentamiento entre cristianos anunciado en el vecino reino de Portugal. La preocupación por el saqueo de la sede pontificia y por los robos, asaltos, violaciones y destrucciones llevados a cabo por las tropas imperiales surgiría en el horizonte de expectativas del sevillano Cueva y, posiblemente, de su público ante la cercana e inevitable invasión del país lusitano .

Cueva ha eliminado las anécdotas del referente inmediato. No hay rigor histórico necesario en la presentación de los hechos de 1527. Lo que queda en primer plano, con toda su acuidad, es la descripción, la dramatización de la catástrofe previsible en el enfrentamiento de un ejército hambriento de botín y de una población sometida a los vaivenes de la historia, así como la necesidad de justificar y exculpar la acción bélica de los soldados españoles. Lo demás es su-perficial y menos interesante. El espectador que quiera descodificar la obra a partir de los datos del referente inmediato, encontrará unos resultados mucho más

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cargados de «actualidad» y, en consecuencia, de fuerza que si dicha des-codificación se hace a partir de las notas históricas del saqueo de 1527. La co-media de Cueva es una obra marcada por el interés político del autor y de sus potenciales espectadores. Cueva se vio envuelto -esa es nuestra comprensión de los hechos y de los textos conservados- por la tensión existente en los meses o años que precedieron la invasión de Portugal. Y levantó la voz poniendo en guardia a la opinión pública contra el grave riesgo que se corría reclutando tropas extranjeras al servicio de la causa nacional española, como de hecho estaba ocurriendo. Y más allá de los detalles de la anécdota presente, la de la España filipina, recurre al saqueo romano de 1527 como indicador de un serio peligro latente en toda acción de carácter semejante.

Cueva sintió la necesidad de ocultar el «signifié honteux», el significado ver-gonzoso, vergonzante o, simplemente, imposible de expresar. Se vio arrastrado por la tensión existente entre el referente lejano y sus evidentes contradicciones. Debajo de él laten las inconsecuencias y los riesgos de lo «real inconfesable». Y entre tanta tensión, ha convertido su obra en una encrucijada de fuerzas que no logra romper la barrera de lo puramente discursivo.

Este excurso sobre El saco de Roma nos sirve de tela de fondo para examinar otra forma de tratar los hechos históricos, sean estos transformados por la leyenda -la memoria nacional- o pertenecientes a la microhistoria, a la serie de sucesos pequeños y cotidianos que matizan y construyen la «gran historia» de los pueblos. En las dos obras de nuestro corpus hay un «significado vergonzante» que no tendría que expresarse de modo explícito, según las conclusiones de nuestro estudio sobre Juan de la Cueva. Pero la presencia del rey en la repre-sentación hace que tal «significado vergonzante», la semántica impuesta por el hic et nunc, se manifieste de manera más clara, aflore a la superficie del texto de modo mucho más evidente. Esa es nuestra hipótesis de trabajo.

Vamos a abordar el estudio de un auto sacramental de tipo historial, el calderoniano El segundo blasón del Austria, «fiesta / que se representó a Su Magestad / ... / Año de 1679»14. Así como en otra pieza calderoniana, el auto titu-

14.- Pedro Calderón de la Barca. El segundo blasón del Austria. Edición crítica y

notas de Margarita Barrio (Berlín-Nueva York: Walter de Gruyter, 1978), p. 9. En nuestro estudio utilizamos el texto anterior, aunque para facilitar la lectura y comprensión de algunos pasajes, añadimos la acentuación y la puntuación

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lado El primer blasón de Austria (editado y estudiado por Enrique Rull y José Carlos de Torres -Madrid, CSIC, 1981), se celebra el triunfo de los Austrias en la batalla de Nördlingen, durante la Guerra de los Treinta Años, este «segundo blasón» viene a inscribirse dentro de la misma línea política de apoyo a la casa de Austria. Calderón muestra en El primer blasón el éxito de los Austrias frente a los enemigos de la religión católica. La acción bélica ocurrida en setiembre de 1634 es vista desde la perspectiva ideológico-religiosa que alimentaba el trono de España. El auto es un canto a la victoria de la Casa de Habsburgo sobre el ejército sueco. El segundo blasón hace el elogio de las virtudes religiosas de esa misma Casa real y, especialmente, de su devoción eucarística. Uno y otro auto están contando una historia que tiene como referentes lejanos la Guerra de los Treinta Años y una leyenda de la que era héroe milagroso Maximiliano, príncipe que más tarde sería emperador de Alemania. Pero hay otro referente cercano, otro «significado vergonzante», que no se dice pero del que hay rastros en el tejido dramático. La «memoria nacional», la leyenda y sus contenidos son puestos al servicio de otra preocupación, son manipulados y «administrados» en función de intereses «actuales», los que defienden y soportan la presencia en el trono de España de la dinastía austríaca, puesta en tela de juicio durante el reinado del último de los Habsburgo, el rey Carlos II. El segundo blasón del Austria recupera e integra en la «memoria nacional» la historia fabulosa del milagroso hecho vivido por Maximiliano y lo conecta con el hoy español para poner de relieve las virtudes de la dinastía. Y todo ello se hace - esa es la diferencia entre el primer auto y el segundo, objeto de nuestro estudio- y se representa el día del Corpus Christi ante el monarca Carlos II, con motivo de la fiesta de la exaltación eucarística. En la leyenda de Maximiliano se mezclan lo religioso eucarístico y la dimensión política del futuro emperador. Todo ello se «administra» y recupera para integrarlo en la celebración de la Eucaristía, como homenaje a la Casa de Austria y como apoyo al discurso de quienes defendían su continuidad en el trono de España.

El segundo blasón del Austria es la dramatización de una leyenda que habla de la devoción del emperador Rodolfo a la Eucaristía. La piedad del mo-narca ha llegado hasta el príncipe Maximiliano, cuyo padre, Federico II, ve satis-fecho cómo su hijo asiste diariamente a misa, manteniendo así viva la devoción de

de la práctica moderna. Citaremos los números de los versos o los de las páginas de la edición, según convenga.

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los Habsburgo. Es este el tema clave del auto: la proclamación de la tradicional adhesión de la familia Austria al misterio de la Eucaristía. El auténtico y profundo referente lejano es esta tradición, una forma de historia alimentada por anécdotas salidas de la realidad o de la leyenda, pero siempre recuperadas por un discurso enaltecedor de la tradición dinástica.

En la Loa se dice claramente que el auto se representó «[...] en la leal, la Ilustre, Coronada villa excelsa, Corte de el Segundo Carlos, a quien toca de más cerca su maravilla por ser milagro de su ascendencia.» (vv. 267-72)

La presencia del rey es, pues, pieza fundamental en la concepción de la obra. Y añade la Gracia que

«[...] se representa a Segundo Carlos de Austria» (vv. 280-81)

La lista de dramatis personae incluye dos caracteres cuyo referente sale del espacio real histórico (el emperador Federico y su hijo, el príncipe Maximiliano); hay por otra parte algunas figuras (un sacerdote, villanos y músicos) que pertenecen al mundo de lo real, aunque no al espacio de lo real histórico; en tercer lugar el auto maneja personajes alegóricos (Fe, Esperanza y Caridad), que son un despliegue sémico de las funciones dramáticas propias del héroe, de Maximiliano, así como la Alegría y el Pensamiento, complementos dramáticos del pueblo, de los villanos que componen la fiesta popular. Hay finalmente dos figuras identificables como propias del espacio de lo maravilloso (Demonio y Ángel) y otras dos (Áspid y Basilisco) salidas del espacio de lo fantástico15. Fe, Esperanza y Caridad, las figuras alegóricas, rodean y completan la dramatización del héroe, quien recibe

15.- Sobre las nociones de «maravilloso» y «fantástico» y su uso dramático, véase

nuestros trabajos «El control de la fantasía: usos catequísticos en el teatro de Diego Sánchez de Badajoz» (Diego Sánchez de Badajoz y el teatro de su tiempo. Criticón, Toulouse, 66-67, 1996, pp. 135-45) y «Los riesgos de la fantasía: catequesis y hagiografía en el teatro áureo» (Teatro, historia y sociedad. Seminario Internacional sobre Teatro del Siglo de Oro Español, Murcia, Universidad de Murcia-Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1996, pp. 9-25).

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también la ayuda del Ángel. Frente a Maximiliano se alza la figura del Demonio, perteneciente al espacio que el espectador creyente tiene por maravilloso, como algo existente pero ajeno al mundo de lo sensible. Y junto a él dos figuras salidas del espacio de lo fantástico, del espacio donde la percepción del espectador cristiano no identifica sus contenidos ni como reales ni como perceptibles por las antenas sensoriales. La oposición se fija así entre el mundo de la historia legendaria presentada como historia de hechos reales (la de Maximiliano) y el mundo de lo maravilloso diabólico, que integra también las dos figuras producto de la fantasía.

El auto dramatiza, en un primer nivel, el problema general de la defensa del sacramento de la Eucaristía. Pero sobre ese telón de fondo aceptado por todos, se ofrece una anécdota que remite a la estructura profunda latente en la pieza, es decir, la gran devoción que los monarcas de la casa de Austria han tenido a dicho sacramento. La anécdota es un milagro vivido en su juventud por el emperador Maximiliano. Una vez fijadas las bases que constituyen los lazos que unen la religiosidad eucarística española con la dinastía de los Habsburgo, el paso final es la proclamación de la línea que enlaza la anécdota con la «inevitable» presencia de la casa de Austria en el trono español, en el trono de un país profundamente identificado con dicha devoción eucarística. El auto sacramental se convierte así en auto de indudable corte político. Y no olvidemos que fue representado ante el monarca reinante, Carlos II.

La diégesis presenta al Demonio exponiendo la relación existente entre el monarca y el pueblo a propósito de la EucaristÍa:

«mas qué mucho si nace de su monarcha el culto que a su exemplo haga el vassallo lo que el dueño hace, y pues en él contemplo nuebo austral enemigo, oi he de ver si perturbar consigo su devoción [...]» (vv. 31-37)

El Demonio reúne al Áspid y al Basilisco, los personajes que le servirán de ayudantes en el desarrollo de la diégesis, y les descubre sus planes para de-sestabilizar la situación. Cuenta la «historia» del «gran Rodulfo de Austria» (v. 169), historia fabulosa en que el monarca, perdido en el monte durante una tor-menta, encuentra una luz y la sigue. Descubre así, en el centro del resplandor, a

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un sacerdote que llevaba la Eucaristía a un enfermo. La luz sacramental ilumi-nando a Rodolfo perdido en el bosque es un claro símbolo de la redención del pecador. Al ver al clérigo, Rodolfo se baja del caballo, cede su sitio al sacerdote en lo alto de la silla y, nuevo «palafrenero de Dios» (v. 193), acompaña la piadosa procesión llevando la luz en la mano siniestra y la brida en la diestra. Una vez terminado el servicio, lleva al sacerdote hasta la ermita. El clérigo, según la na-rración del Demonio, le habla a Rodolfo en estos términos:

«Dios te honrre como tú le has onrrado. Dios te asista como tú le has asistido y con su gracia imfinita te ampare como tú a mí me has amparado. Y comfía en que te ha de pagar Dios esta fineza con dichas que en ti y en tu descendencia te conserben subcessivas» (vv. 213-22)

La invocación de la «descendencia» abre catafóricamente las puertas a la anécdota del auto, en que Maximiliano, quinto nieto de Rodolfo, va a vivir otra aventura en la que se pone de relieve su extraordinaria devoción a la Eucaristía; así se va a actualizar, en el tiempo dramático de la diégesis, otra muestra de la estrecha y constante relación de la dinastía austríaca con el Sacramento.

El texto instala en la «actualidad dramática», en la anécdota de la diégesis, la leyenda de Maximiliano. Es el propio Demonio quien afirma temer [v. 249) de manera particular a dicho príncipe, al que asisten la Fe, la Esperanza y la Caridad. Maximiliano participa, con los «rústicos moradores» (v. 269) del campo, en la fiesta del Corpus Christi. Con su presencia evita los excesos y desvíos de la fiesta popular y contribuye a fomentar la piedad entre el pueblo. Las tres figuras que le acompañan van a ser neutralizadas -al menos esa es la intención demoníaca- por el Áspid, que luchará con la Esperanza, por el Basilisco, que se enfrentará a la Fe, envenenando la vista de los fieles para que nadie crea lo que ve, y por el propio Demonio, que tomará la forma de león y de dragón, «que en mí es una cossa misma» (v. 334). Los tres, disfrazados de villanos, se mezclan con el grupo campesino.

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La didascalia explícita que organiza la escenificación de la fiesta deja bien clara la participación de los dos grupos de figuras. Dice así: «Con esta repetición se entran los tres [el Demonio, el Áspid y el Basilisco], y salen en tropa los músicos vestidos de villanos y entre ellos de pastoras la fee, la esperanza y la charidad la alegría y el pensamiento, un sacerdote anciano y detrás de todos Maximiliano, Archiduque, vestido a la flamenca, bailando todos delante de él» (p. 59).

Es una gran celebración, con música, bailes y canciones, que tiene lugar en presencia del Príncipe. La didascalia señala con precisión que «todos» danzan «delante de él». El cuadro resulta ser un signo abismante16 de la ceremonia teatral que está teniendo lugar en el tiempo y en el espacio históricos de la España del siglo XVII, ceremonia presidida por el monarca Carlos II, quien resulta ser así el celoso guardián de la dignidad de la fiesta religiosa y popular del Corpus Christi.

A partir de ahora, todo queda centrado en torno a la relación estrecha entre el príncipe Maximiliano y la dinámica religiosa de la fiesta. Maximiliano, quinto sobrino de Rodolfo, que es el punto de partida de la devota condición de los Austrias, ocupa el centro de la línea que termina en Carlos II, quinto sobrino de Maximiliano. Como alfa y omega de la línea dinástica, Rodolfo y Carlos II se encuentran en el centro de los intereses subyacentes en el auto. El fiel de la ba-lanza lo ocupa Maximiliano. Y es ese punto central de la cadena el que se dra-matiza. Lo anterior se ha contado en una narración anafórica que pone al espec-tador al corriente de la primera mitad de la historia. Lo que sigue desde Maximiliano hasta la actualidad, hasta el siglo XVII, se representa de dos mane-ras. Por una parte se narra lo que «va a venir», lo que desde el tiempo dramático resulta una profecía, pero que desde el tiempo histórico no es más que una constatación de hechos pasados y una «afirmación interesada políticamente». El Áspid y el Basilisco trazan la historia de los Austrias en España. Es curioso que sean las figuras alegóricas que encarnan el mal las que son domadas, recupe-radas y puestas al servicio de la causa. Dice así el Áspid:

«Phelipe, su hijo [de Maximiliano], es aquel a quien la fama

16.- Sobre el concepto de «abismación», véase nuestro trabajo Juegos dramáticos

de la locura festiva. Pastores, simples, bobos y graciosos del teatro clásico español (Palma de Mallorca: Olañeta, 1995).

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dará el renombre de hermoso, y esposso de doña Juana, de Castilla única Reyna legítima y propietaria» (vv. 1608-13)

El Basilisco continúa la identificación de la regia estirpe: «Carlos quinto, invicto Céssar, emperador de Alemania y de España primer Carlos, gloriosso por sus hazañas» (vv. 1618-21)

Y llega a Felipe II, el constructor de la nueva morada divina, El Escorial: «tan segundo Salomón que a Dios le labrará Cassa que sobre todas las siete sea maravilla octava» (vv. 1626-29)

El Áspid continúa la «profética narración desde el presente», citando a Felipe II:

«[...] sancto monarcha, cuya piedad, cuya paz y religión será tanta, que arrancará de una vez la raíz que la africana seta17 por tantas hedades prendió en su española patria» (vv. 1633-39)

Y el cuarto de los Felipes aparece como «[...] estampa tan de todos en la fee y devoción de la sacra eucharistía, que ya que no le fabrique Cassa, Cathólico obededón18, la trairá a su real alcázar» (vv. 1645-51)

17.- Alusión a la expulsión de los moriscos durante los principios del siglo XVII. 18.- Obededón, según la tradición bíblica, acogió el Arca de la Alianza en su casa

durante tres meses.

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La larga historia termina con la mención de «el segundo Carlos» (v. 1661), mención interrumpida por el emperador Federico. El enlace del pasado con el presente ya se ha contado. El hoy de la monarquía se hace realidad, está delante como signo de la actualidad, como agente que comparte las glorias de sus antepasados, especialmente una, la devoción al sacramento de la Eucaristía.

La anécdota dramatizada, la milagrosa aventura de Maximiliano, va acompañada de la protección divina. El Ángel le asegura que «guarda soy tuya» (v. 552). El sacerdote a quien Maximiliano hace la promesa de rehacer la vieja ermita donde está el Santísimo y de enviar

«ornamentos que la tengan menos pobre, sino rica tanto como io quisiera» (vv. 519-21),

le da consejos para que espere la caída del sol antes de subir a la montaña, ya que el calor de los rayos puede deshacer la nieve y poner en peligro su vida. El Cielo y la Iglesia aparecen así como aliados y protectores de la monarquía.

La fiesta continúa y el Pensamiento organiza un juego, una especie de duplicación teatral, de teatro en el teatro, en que pregunta a cada una de las tres virtudes y a los personajes del espacio fantástico o maravilloso, Áspid, Basilisco y Demonio, lo que cada uno quisiera ser. El juego va descubriendo los deseos de los personajes: a la Esperanza le gustaría convertirse en espiga; a la Fe, en vid; a la Caridad, en fuente de «clara, pura, limpia y tersa» (v. 839) agua, para que al contemplarse el Áspid con su mirada venenosa, no muera sino que se enmiende. La fuente de la Caridad se transforma así en puerta de todos los sacramentos. Las tres figuras enemigas del discurso dominante quisieran ser: palma (el Áspid), espino (el Basilisco) y Dios (el Demonio). Los tres son condenados. El Áspid debe quedarse con la Esperanza, rompiendo así la «inútil espera» de los judíos. El Basilisco, que no cree en la transubstanciación, recibe el reproche y la condena de Maximiliano. La intervención del Príncipe pone en primer término las luchas de católicos y protestantes, a quienes desea «mi padre echar de Alemania» (v. 820). El deseo demoníaco de ser Dios provoca la ira de Maximiliano, que se alza como fiel defensor de la base misma del Cristianismo. En esta variante del «teatro en el teatro», el mirante Maximiliano rompe la barrera de la ficción, impone la presencia de la «realidad» y condena al Demonio por blasfemo. El juego ha terminado y la «verdad» de los hechos debe continuar viviéndose en el marco de la obra englobante, el auto sacramental que contemplaba el doble público ya aludido. En

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este juego sémico, la parte identificada como juego, como «no realidad», como «teatro en el teatro», se alza semánticamente como ficción y pone de relieve el carácter «real», auténtico, del contenido de la obra marco, el que se representa en el auto El segundo blasón del Austria.

En el juego, que no llega a hacerse realidad «teatral» más que en forma de expresión de varios deseos -sería una forma de realidad virtual, de vida anti-cipada-, la dramatización prevé la presencia del archimirante [monarca Carlos II]. Y la cadena del mirar se establece así: Carlos II mira a Maximiliano reaccionar antes los deseos enunciados por las seis figuras. Las reacciones son favorables en los casos de las tres virtudes y negativas en los demás. El Príncipe no toleraría en modo alguno la realización de los deseos de los tres oponentes a las virtudes. Carlos II ve actuar a su antecesor. Y en el fondo, el público, el espectador madrileño, contempla el modo ejemplar que tiene Carlos II de mirar la actuación de Maximiliano.

El centro de la anécdota es el enfrentamiento del Demonio, en forma de león -ahora ya no es juego, sino «realidad»- y de Maximiliano. El Príncipe clava el venablo en el cuerpo de la fiera, que se hunde junto con el monte, dejando al héroe aislado en la cumbre. La lucha de Maximiliano y el león plantea un doble problema escénico, problema que Calderón solucionó de modo original. Por una parte, este tipo de enfrentamientos es más fácil de dramatizar mediante la narra-ción hecha por personajes que contemplan, desde la escena, lo que ocurre fuera de la vista del público. En este auto la solución es radicalmente distinta. La lucha tiene lugar en lo alto del monte, ante los ojos de los espectadores. Y los comen-tarios sobre el enfrentamiento los hacen «unos dentro» (p. 85), «otros» (p. 85), etc..., es decir, voces que se manifiestan desde fuera del tablado.

En segundo lugar, el uso de un león en escena supone la necesidad de controlar físicamente a la fiera. Es cierto que se utilizaron animales salvajes, debi-damente domesticados y disminuidos, en los teatros españoles de la época. De ello da ejemplos claros Ruano de la Haza19. En el caso que nos ocupa, en que «luchan los dos» (p. 85), el Príncipe y el león, es imperativo el empleo de un re-presentante disfrazado de león, con lo que el riesgo para el actor que encarnó a Maximiliano quedaría totalmente eliminado.

19.- J. M. Ruano de la Haza y John J. Allen, Los teatros comerciales del siglo XVII

y la escenificación de la comedia (Madrid: Castalia, 1994), pp. 504-08.

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El aislamiento del Príncipe en la montaña provoca la aparición en escena de su padre, el emperador Federico, lo que supone un paso en la magnificación de los hechos que se representan y en su importancia política. El socorro del Príncipe se hace difícil. Y en su aislamiento, sin comer ni beber, siente el joven Maximiliano la cercanía de la muerte y la pena de no recibir el Sacramento ( v. 1191) en tal trance, ya que no podrá subir el sacerdote a oír sus «últimos desconsuelos» (v. 1199). Cuando Maximiliano llama, desde lo alto del monte, a los que están abajo en el valle y grita «¡A del valle!» (v. 272), responde el eco por boca de las tres virtudes (vv. 1273-75). El uso de las figuras alegóricas, repitiendo lo que Maximiliano dice gritando desde arriba y Federico oye desde abajo, es un bello ejemplo en que se funden la comunicación exterior, el grito que repiten las montañas, y el deseo interior que anida en Maximiliano llevado por su fe, por su esperanza y por su caridad. Las tres virtudes repiten sus palabras y escenifican así el deseo y la esperanza del Príncipe de que sus voces lleguen a destino. Maximiliano, en los apuros del aislamiento, sólo confía en el milagro. Su fe y su esperanza son los repetidores y amplificadores de la señal que el héroe emite. Es una escena de gran despliegue comunicativo.

Con una última intervención diabólica, en la que se incita a Maximiliano para que se arroje desde lo alto con el fin de adorar al Santísimo Sacramento, el auto dramatiza el momento en que el príncipe desciende milagrosamente de las alturas. Él mismo se hace la pregunta:

«¿quién desde aquella alta cumbre me a descendido a su falda?» (VV. 1554-55)

Es entonces cuando el milagro y sus efectos benéficos se derraman sobre los herederos de Maximiliano, sobre la dinastía Austria. El Áspid y el Basilisco hacen la apología de los reyes españoles salidos de la estirpe del príncipe Maximiliano. Y la adoración final en la ermita cierra la obra, no sin antes haber prendido a «estos bandidos» (v. 1740), es decir, al Demonio, al Áspid y al Basilisco.

El despliegue dramático de las funciones de Maximiliano, o sea, las figuras de las virtudes, anuncian las decisiones interiores de Maximiliano. La Fe ofrece poner una cruz en la cumbre del monte como «inmortal padrón» (v. 1757) de lo ocurrido. La Esperanza proclama que el mayor patrimonio de la «Ylustre Cassa» (v. 1760) será el Sacramento eucarístico. Es decir, la esperanza de Maximiliano se extiende sobre toda la dinastía Habsburgo, sobre la casa de Austria reinante en

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España. El Santísimo Sacramento se convierte así, como tradición y como proyecto, en el «segundo blasón» de la dinastía. Y entre la tradición y el proyecto queda situada la figura del monarca Carlos II. La Esperanza

«fía que la subcessión que de aquel tronco se aguarda logre presto en posesiones de todas las esperanzas» (vv. 1765-68).

Fue esperanza vana, ya que el rey Carlos murió, como es bien sabido, sin sucesión, abriendo así el enfrentamiento dinástico que terminó con la llegada de los Borbones al trono de España. Es evidente que el auto calderoniano está fi-jando en la memoria nacional la presencia de los Austrias. La veneración de la Eucaristía señalada en toda la línea sucesoria, desde Rodolfo hasta Carlos II, identifica a los Austrias con el sentir profundo del pueblo español. Esa parece ser la propuesta calderoniana. Las ecuaciones [España=veneración eucarística] y [dinastía austríaca=veneración eucarística], son dos presupuestos debidamente demostrados en el auto. La consecuencia es la tercera ecuación, [España=dinastía austríaca]. Una vez más la dinámica religiosa se puso al servicio de quienes ocupaban el trono.

Calderón ha utilizado una leyenda, sentida como historia y vertida dentro de la memoria nacional, para llevar hasta el «hoy histórico» sus efectos benéficos para el rey y su proyecto político. La leyenda piadosa, transformada en gran segmento de la historia, se ha puesto al servicio de los intereses precisos del presente. En El segundo blasón del Austria se utiliza la leyenda como una línea continua al fin de la que se sitúa al rey, al rey espectador/personaje, que convierte la leyenda en «realidad» y lanza hacia el futuro el hoy real reforzado por la leyenda. Pero todo esto queda camuflado, reducido a la condición de «significado vergonzante». Como decía Barthes, «le discours historique ne suit pas le réel, il ne fait que le signifier»20, comprendiendo por «réel» el presente, el hoy y el ahora que rodean y dan sentido a la obra dramática.

La segunda pieza estudiada en nuestro trabajo es la comedia calderoniana El postrer duelo de España. Fue representada ante el rey Felipe IV, si hemos de tomar al pie de la letra el sentido de su último verso, en que se pide «perdón a

20.- Roland Barthes, 1967, p. 74.

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esas reales plantas»21. Rosseti resume22 las diversas opiniones expresadas en torno a la fecha de la escritura o representación de la pieza. Cotarelo sugiere que se puso en escena en palacio con motivo de la enfermedad del rey, muerto el 17 de setiembre de 1665; Astrana fija el momento en 1664; Hilborn entre 1651 y 1653; Valbuena piensa que El postrer duelo es del principio de la carrera de su autor. Rossetti sugiere que la comedia se puso en escena en el Coliseo del Buen Retiro muy probablemente entre 1651 y 1653.

En todo caso no es este el tema que nos preocupa en nuestro trabajo pre-sente. La comedia dramatiza un hecho histórico de no excesiva transcendencia en el tiempo en que sucedió. En el fondo se trata de un acontecimiento propio de la crónica de sucesos, de la microhistoria. Es el duelo que tuvo lugar en el reinado de Carlos V entre don Pedro de Torrellas y don Jerónimo de Ansa. Los cronistas Prudencio de Sandoval23 y Juan Francisco Andrés de Uztárroz24 cuentan el hecho con cierto detalle. Los dos caballeros se enfrentaron; en la lucha se le cayó de la mano la espada a Torrellas. Desde su situación de combatiente inerme, le pidió al contrincante que le matara o guardara en secreto lo que había ocurrido. Ansa prometió no descubrirlo a nadie. Ambos se abrazaron y volvieron a la ciudad como buenos amigos. Pero al poco tiempo el asunto era conocido por todo el mundo. Un clérigo había visto la escena e hizo público lo sucedido. Torrellas, convencido de que quien había descubierto el hecho era don Jerónimo, le retó a duelo. Ambos pidieron a Carlos V que fijara la hora y el sitio, para lo cual les asistían las leyes de Aragón. El Emperador accedió al requerimiento y determinó que el desafío tuviera lugar en la Plaza Mayor de Valladolid el 29 de diciembre de 1522.

21.- Citamos la comedia según aparece en Pedro Calderón de la Barca. El postrer

duelo de España. Edited with Introduction and Notes by Guy Rossetti (Londres: Tamesis, 1977). La comedia fue enmendada más tarde rempla-zando dicho verso por «el perdón a vuestras plantas», lo que hace suponer que fue representada también sin la presencia física del rey como especta-dor.

22.- El postrer duelo..., Ed. Rossetti, pp. 3-4. 23.- Prudencio de Sandoval, Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V,

en Biblioteca de Autores Españoles, 81 (Madrid: Atlas, 1955), pp. 15-18. 24.- Juan Francisco Andrés de Uztárroz, Segunda parte de los anales de la Corona

y Reyno de Aragón desde el año 1521 hasta 1528 (Zaragoza: Pedro Lanaja, 1663), pp. 30-35.

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Uno y otro lucharon bravamente llegando a romper las espadas. Continuaron la pelea con las manos desnudas, hasta que Carlos V ordenó detener la lucha. Los dos caballeros seguían enzarzados y el monarca exigió que los separaran por la fuerza. Finalmente el Condestable de Castilla intervino y los encarceló. Ambos accedieron a volver a ser amigos, pero Sandoval concluye que «nunca lo fueron de corazón; y así acabaron las vidas necia y apasionadamente, que son condición de los pundonores humanos»25.

El módulo amoroso que con tanta frecuencia organiza la dramatización de muchas comedias del Siglo de Oro, hace su aparición en esta para darle una dinámica que el simple, aunque transcendente hecho del duelo que no se inte-rrumpe ni por mandato del rey, no era apto para fijar las coordenadas de la co-media. Por eso Calderón inventa, junto al tema del duelo, el del matrimonio secreto de Pedro Torrellas y Violante, prima y antagonista femenina de Serafina. Pedro y Jerónimo de Ansa son, por otra parte, amigos y primos. «The secret marriage between Pedro and Violante turns two cousins and friends against each other. It destroys the relationship between the two female cousins and puts in grave danger the lives of the two male cousins [...] In this way the disorder in personal affairs is also tied to the stability of the family and, by implication, to the stability of the whole social order»26.

La comedia, pues, pone en paralelo dos problemas: el del matrimonio se-creto y el del desafío por cuestiones de pundonor. Con ambos temas se construye una obra que podría identificarse con las de capa y espada. Nuestra reflexión, aun considerando la relación estrecha existente entre ambos asuntos, solamente va a aislar el del duelo celebrado en presencia del rey. El problema del matrimonio secreto es útil para dar a la comedia la necesaria verosimilitud y para ampliar el marco de la reflexión; al mismo sirve para condenar ambas prácticas sociales. Pero la relación con la historia queda anclada en el tema del duelo.

La presencia del rey Carlos V en el desafío es la clave de la recuperación de la anécdota histórica y de su instalación en el hoy del siglo XVII. Del mismo modo que en la obra es el monarca quien preside el hecho censurable, la comedia y su ceremonia es presidida por el monarca Felipe IV, ante quien se representó. Ambas figuras, una «de papel», la de Carlos V, otra de carne y hueso, la de Felipe

25.- Apud El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 13. 26.- El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 14.

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IV, quedan unidas en el espectáculo. El referente lejano, anclado en el siglo XVI, oculta un referente inmediato -el «significado vergonzante» y oculto de Barthes- vivo en el reinado del cuarto de los Felipes. La comedia palaciega tiene que poner de relieve la figura del rey, espectador y símbolo condicionante de la concepción misma del espectáculo, para que el «significado vergonzante» no quede excesivamente disimulado y camuflado. El monarca/espectador actualiza la figura del monarca/personaje, dando así a la actuación dramática del segundo un significado mucho más evidente. En tiempos de Felipe IV hubo repetidas intervenciones del gobierno para impedir la práctica social del duelo, considerada como factor potencial de desequilibrio del orden vigente.

Ya el Concilio de Trento, en 1563, había decretado severas sanciones contra quienes tomaran parte en cualquier clase de duelos. Hay numerosos au-tores que se pronunciaron contra dicha práctica (Suárez, Nieremberg, etc...). La ley de 1636 prohibió tales enfrentamientos. A pesar de todo, la costumbre siguió y el Conde-Duque de Olivares propuso al Rey que, para erradicar el duelo, los com-prometidos en él deberían seguir las leyes del mismo hasta sus últimas consecuencias, es decir, los contendientes estarían obligados a continuar lu-chando hasta vencer al contrincante o, de lo contrario, acabarían siendo declarados infames, lo cual supondría la confiscación de sus bienes27. En tiempos de Calderón, en el momento en que la comedia se escribe y se representa, el duelo es un auténtico problema social. El espectador primordial de nuestra comedia, bajo la mirada y ante la presencia de Felipe IV, tenía que descodificar el mensaje a partir del contexto inmediato, ese malestar colectivo que la España contemporánea estaba viviendo. Calderón somete la historia y su referente lejano al diktat del referente inmediato: el problema social del duelo en el siglo XVII, actualizado como signo ceremonial por la presencia de la figura del monarca reinante. Por eso tiene mucho interés el análisis del diseño dramático de la figura de Carlos V y de la condena del duelo hecha por ciertos personajes de la comedia.

Calderón utiliza la narración de unos hechos históricos y los mezcla, los transforma en materia teatral integrándolos en una situación de enfrentamiento amoroso. En una de las primeras escenas, Pedro cuenta a Jerónimo su preocu-pación porque la mujer amada es cortejada por otro. El espectador sabrá más tarde que la inquietud de Pedro la produce su matrimonio secreto con Violante y

27.- El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 37.

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que es el propio Jerónimo quien causa su desazón. Sobre este fondo tan carac-terístico de la comedia áurea, se extiende el problema del duelo que enfrentará a los dos caballeros en dos momentos de la diégesis. El primer encuentro armado debe solucionar el problema amoroso. Pero lo racional deja campo libre a lo pasional. El símbolo utilizado por Calderón es el del héroe que cabalga enlo-quecido y que, al tropezar con su caballo en un tronco, cae al suelo. La anécdota aparece en varias de sus comedias. Sirvan de ejemplo La vida es sueño y La hija del aire. El accidente provocado por la irracionalidad deja a Pedro maltrecho para el primer desafío. Falto de fuerza, deja escapar la espada en el choque armado. Así se pasa del problema planteado por el enfrentamiento amoroso al del tema del honor. Pedro accede a recoger la espada del suelo a cambio de que nadie sepa lo que ha pasado. Jerónimo pacta el silencio sobre lo sucedido. Pero aquel acuerdo es roto por la presencia de un tercero, que remplaza al clérigo de la crónica. Ahora es un campesino, Benito, quien, escondido entre unas ramas, ha presenciado los hechos y se los va contar a Serafina (Jorn. 2ª, vv. 789-814). El ocultamiento de Benito, impuesto por Gila, es la abismación, la reducción escénica y paródica del matrimonio secreto de Pedro y Violante, y sirve como nexo de unión entre los dos temas de la comedia. La publicación del incidente deja al descubierto, para Pedro, la traición de Jerónimo, que no ha respetado su palabra; para el espectador no hay tal traición, ya que sabe perfectamente quién es el verdadero autor de la noticia.

Vengamos al tema del duelo, que ocupa la parte central de la comedia, aunque sea el tema amoroso el medio de su inserción escénica.

Los dos antiguos amigos se enfrentarán en un desafío organizado en la Plaza Mayor de Valladolid. Todos los detalles del rito son cuidadosamente se-leccionados y anunciados. La presencia del emperador Carlos V cubre y envuelve el honroso ejercicio. A pesar de todo hay en la comedia una serie de conside-raciones que descubren el carácter inhumano y absurdo del procedimiento social. El mismo Pedro dice en un aparte: «¡Ah tirana ley del duelo! / ¡Mal haya, amén, quien te hizo!» (Jorn. 2ª, vv. 531-32). Y sin embargo se somete a ella. Aunque el aparte hable de esa convicción íntima, la presión social impone unas normas bien distintas. El final de la jornada segunda expresa claramente la opinión de Violante:

«Estimo (¡ay infeliz!) y amo más que a vos a vuestro honor: y así, adiós, hasta miraros, don Pedro, o vengado o muerto.» (Jorn. 2ª, vv. 1278-81)

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El principio de la última jornada es el símbolo de la marginación social en que queda Pedro. El héroe se ha ido al campo el día en que, en palabras de su criado Ginés,

«[...] nobleza y plebe, con el tráfago y estruendo de la partida del Rey concurre a palacio [...]» (Jorn. 3ª, vv. 11-14)

Desde el discurso del criado Ginés, que no cree en las leyes del honor, se pone de manifiesto la existencia de dos movimientos contrarios: 1) el de la nobleza y el del pueblo, que acuden a palacio con motivo de la marcha precipitada de Carlos V hacia Castilla, para solucionar la grave crisis social abierta por el en-frentamiento en Salamanca de las familias de los Manzano y los Monroy28; 2) el de Pedro, que huye de la fiesta y del alborozo general que acompaña la salida del Rey. Pedro se sitúa al margen de los demás:

«porque todos contentos quedan y del Rey honrados, huyo de hablarlos y verlos» (Jorn. 3ª, vv. 18-20)

Se puede resumir en este gráfico la situación en que queda quien ha perdido el honor:

PUEBLO Y NOBLEZA -------------------> REY

CAMPO <--------------------- PEDRO

El rey honra con su presencia y el deshonrado huye del rey. Ginés, Benito,

Gila, etc..., los actantes del mundo ancilar, se alínean con el pueblo y la nobleza y rechazan la presión de la norma del honor y el ridículo y perverso respeto que le rinden los que creen en ella, como Pedro y Jerónimo. La comedia es el lugar del menosprecio y de la burla de quienes actúan bajo el imperio de la norma del honor y de su inevitable consecuencia, el duelo.

Cuando Pedro responde a la pregunta que el rey le ha hecho sobre el porqué de la riña entre los dos caballeros, Torrellas y Ansa, dice un largo parla- 28.- Rossetti, p. 20

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mento en que se hace la alabanza del monarca, como preámbulo a la descripción de lo ocurrido. Cuenta a Carlos su aventura con Jerónimo. La narración va envuelta en el discurso del honor.

«[...] los estremos que hay del honor a la infamia, del lustre al abatimiento, del blasón a la ignominia y del aplauso al desprecio; pues el que a ellos se vio ayer de vos honrado y contento, hoy ajado y deslucido se mira, señor, a ellos, hecho ejemplo miserable de la fortuna y del tiempo.» (Jorn. 3ª, vv. 218-28)

El espectador conoce los hechos y sabe que todo el razonamiento se or-ganiza sobre bases falsas. Jerónimo no ha hecho público lo pactado entre los dos como acuerdo secreto. El espectador/destinatario del mensaje sabe que Jerónimo no es el autor de la deshonra de Pedro y que siempre cumplió la palabra dada. El interlocutor de Pedro, el rey Carlos, no conoce lo que ha ocurrido de verdad, pero el otro destinatario, el rey/espectador, Felipe IV, sí es consciente de ello. Detrás de todo lo que se oye y se ve, hay una denuncia de la práctica del duelo honroso a causa de su carácter absurdo, ya que aparece motivado e impulsado por un error de perspectiva y una falta de información. La honra y el duelo responden a un principio falso. Esa es la afirmación que la comedia hace al doble destinatario pri-mordial, el monarca Felipe IV y el espectador común.

El texto calderoniano organiza el ataque contra el duelo desde otra pers-pectiva, la de los criados, la del gracioso. Bien conocida es la dimensión carna-valesca subyacente en la figura del donaire29 y su uso como encarnación de la otra cara de la realidad, la grotesca, la burlesca. Incluso la otra dimensión de la diégesis, la del matrimonio oculto, aparece parodiada cuando Benito y Gila se citan en secreto en el monte, como una perfecta abismación de la práctica amoro-sa señorial, la de Pedro y Violante. Los matrimonios impuestos al final de la co-

29.- Véase nuestro trabajo Juegos dramáticos de la locura festiva..., 1995, citado

más arriba.

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media tienen también su réplica en la decisión de los criados. Flora acepta el matrimonio diciendo «tontería es; pero vaya» (Jorn. 3ª, v. 1308).

Los criados se separan de los señores o los imitan dejando al descubierto la triste condición de la vida de aquellos, reglamentada por normas imposibles e inhumanas. Ginés dice que ser amos es lo «mismo / que trogloditas» (Jorn. 2ª. vv. 94-95). Y la poca estima que las figuras ancilares tienen del duelo queda bien manifiesta en repetidas ocasiones. Sirvan de ejemplo los casos siguientes:

- Cuando Jerónimo le indica a Pedro que recoja la espada del suelo, Benito, oculto tras las ramas, califica así el gesto:

«[...] ¡Qué bobería! ¡A quien se cae volvella! ¿No es mijor dalle cuando está sin ella?» (Jorn. 2ª, vv. 632-34)

- En la misma escena, Benito comenta de modo burlón «¿Han visto para matarse los comprimientos que gastan?» (Jorn. 2ª, vv. 673-74)

El parlamento de Benito, dicho en aparte, es un signo distanciador que deja en ridículo a los dos duelistas. Se busca así la complicidad del espectador, Rey y pueblo, a la hora de dar un juicio negativo sobre el duelo.

- Ginés, como criado que es, se separa de los señores por su manera de considerar el duelo. Así le habla a Gonzalo, el servidor de don Jerónimo:

«[...] Supuesto que se les da poco o nada a los criados de todo cuanto los amos se matan, y a los dos no toca el duelo, [...]» (Jorn. 3ª, vv. 1023-27)

- Ya en la tercera jornada, cuando se están haciendo todos los preparativos para el lance que se celebrará en la Plaza Mayor de Valladolid, Ginés, que representa el discurso del sentido común, del realismo, dice así:

«Señores, ¿habrá en el mundo dos tan grandes majaderos, que les cueste más cuidado, más diligencia y anhelo saber cómo han de matarse,

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que cuesta a muchos discretos saber cómo han de vivirse?» (Jorn. 3ª, vv. 511-17)

El duelo, propio de majaderos, se opone a la discreción, condición moral básica en el hombre barroco. Y es la boca del criado la que emite el veredicto delante del rey Felipe IV y del espectador común. No se trata, pues, de una simple condena del duelo. Es su condena y su rebajamiento expresados ante la autoridad suprema, que actúa como personaje -Carlos V- y como espectador -Felipe IV-. Aunque es un espectador que tiene virtud de personaje en el «gran teatro del mundo». En el fondo es una obra en que el archimirante, el espectador de a pie, «ve» cómo el rey Felipe IV «ve» al emperador Carlos V desarticular, junto con el sentido común de Ginés, la absurda ley del duelo por casos de honra. Este nos parece ser el engranaje fundamental de la comedia.

En El postrer duelo de España, que podría pasar por una simple comedia de capa y espada si no tuviera un trasfondo político y social de gran envergadura, se cuida de modo especial la teatralización. No es raro encontrar acotaciones en las que se detallan las acciones, los gestos, los objetos, la forma de los enunciados, el orden de la escena, etc... El texto prevé la inserción de la música y su ejecución, así como un despliegue espectacular de numerosas acciones escénicas. De entre ellas destacan dos, que constituyen claramente los signos nucleares de la obra. Son el tratamiento que se da a la organización y realización del duelo en Valladolid y la extraordinaria importancia que se otorga a la presencia escénica del emperador Carlos V. Veamos los dos aspectos de la dramatización, para cerrar nuestras reflexiones sobre la comedia.

El discurso metateatral invade las referencias al duelo por boca de Ginés. Para el criado los dos caballeros corren hacia un peligro que

«que para salvarlo presto, a manera de comedia se haya de suplir el tiempo que ha menester la jornada» (Jorn. 3ª, v. 520-23)

Es curiosa la alusión, sobre todo si se tiene en cuenta la detallada dispo-sición escénica de todos los elementos que constituyen la puesta en escena del duelo. Se trata de un auténtico «teatro en el teatro», un TeT en el que se des-pliegan y enuncian todas las indicaciones escénicas que controlarán la acción de los dos caballeros, de sus padrinos y de quienes les rodean. El Condestable exige a Pedro y a Jerónimo el necesario juramento. La didascalia explícita fija los gestos:

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«Abre el libro el Condestable; de rodillas los dos y ponen las manos en el libro» (El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 198). El Condestable hace una serie de preguntas rituales a ambos caballeros, preguntas a las que van respondiendo también de manera ritual. Tienen que enfrentarse con armas iguales, sin usar hechizos, ni medallas, ni supersticiones, etc... Los contendientes reciben la orden de armarse y se retiran a sus tiendas, con sus padrinos y acompañamiento.

A partir de ese momento, la escena se transforma. Dice la didascalia: «Vanse, trocando los puestos; y adelantándose los Reyes de armas a la punta del tablado; y sale el Tambor Mayor con dos cajas delante, y echa el bando; han de traer un bastón sin insignia» (El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 200). El TeT se pone en marcha y los personajes de la comedia marco se dividen en mirantes y mirados. Los mirados son Pedro, Jerónimo, los padrinos, los Reyes de Armas, Benavente, Albuquerque, Ginés y Gonzalo, que llevan las armas de los dos combatientes. El mirante es el emperador Carlos V, sus acompañantes y todos cuantos contemplan el desafío. Y hay dos niveles en la determinación del ar-chimirante primordial: uno es el del rey Felipe IV, en una primera línea; el segundo es el del espectador común, el que mira cómo Felipe IV contempla a Carlos V condenando el duelo, del mismo modo que él lo condenaba en la sociedad del siglo XVII. Aunque hemos de reconocer que aquí se plantea un problema de difícil solución. ¿Quién mira a quién? ¿Es Felipe IV el que es mirado mientras mira a Carlos V? ¿Es el espectador común el que mira a Carlos V mientras es mirado por Felipe IV? Nos inclinamos por la primera de las hipótesis, al establecer así la cadena del mirar: el archimirante primordial mira cómo Felipe IV mira a Carlos V, que mira a su vez a los dos contendientes. De tal modo que la acción enmarcada, el duelo, surge así como una operación radicalmente fingida y falsa, rebajada a la condición de fiesta trágica que debe contemplarse desde el hoy histórico como algo irreal o, mejor, como algo fuera de la realidad, como algo que se debe rechazar en la vida cotidiana, la del espectador común, el archimirante primordial. Esa es la eficacia semántica del duelo representado en forma de TeT. La obra marco, la comedia que se representa ante Felipe IV, queda identificada con la realidad, con la verdad. Lo que se organiza como TeT, el duelo, adquiere significado y connotación de falsedad, de no real, de gesto innecesario e ineficaz para solucionar los verdaderos problemas de la vida.

La presencia escénica del emperador Carlos tiene en esta comedia una importancia digna de mención. La obra empieza con aclamaciones al Rey:

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«¡Nuestro heroico César Viva!», «¡Viva el invicto rey nuestro!», «¡Viva Carlos!», etc... (Jorn. 1ª, vv. 1-3). Y termina pidiendo perdón «a esas reales plantas» (Jorn. 3ª, v. 1324). En el primer caso se vitorea a Carlos V. Al final se alude a Felipe IV. Lo que une la figura dramática y la histórica es su condición real. Y dentro de ese discurso de la realeza, dentro de ese marco, se desarrolla toda la comedia.

A Carlos V se le recibe en Zaragoza acompañado de chirimías (El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 99), pero se anuncia y se retrasa su entrada en escena para dar más solemnidad al momento de su aparición. Cuando entra en escena, lo hace siguiendo las órdenes de la didascalia explícita siguiente: «Salen por una puerta, con Acompañamiento, el Almirante, el Marqués de Brandenburg, en traje de alemán, Carlos Quinto, y detrás dél el Condestable, viejo venerable» (El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 99). Carlos entra y sale de escena acompañado de chirimías.

Cuando, ya en la tercera jornada, los dos caballeros «empuñan las espa-das, sin sacarlas» (El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 169), el Condestable califica tal acción de «atrevimiento» (Jorn. 3ª, v. 196) inaceptable cuando el rey se acerca. Y en efecto, «sale Carlos con gente» (El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 170) inmediatamente después. Pedro se dirige al monarca con un largo parlamento en que cuenta su desventura. El principio del discurso es la gran alabanza del Rey, a quien compara con Marte, el dios de la guerra (Jorn. 3ª, v. 215), y a quien pide justicia porque «vos sois mi Rey» (Jorn. 3ª, v. 321).

Para el conde de Benavente el Rey es la encarnación del bien (Jorn. 3ª, v. 793); sus brazos son la «prisión del alma» (Jorn. 3ª, v. 796). La rápida vuelta del Rey a Castilla está motivada por la necesidad de cortar con su presencia los bandos y disensiones surgidos entre los nobles. El Monarca es el «sol» (Jorn. 3ª, v. 824) y cuando se presenta en público para presidir el duelo, lo hace con toda la solemnidad que su realeza exige. En la Plaza Mayor

«un real trono se levanta para el Rey, donde según dicen, ha de estar con vara de oro en la mano» (Jorn. 3ª, vv. 922-25)

La didascalia explícita que organiza la teatralización del duelo, prevé la espectacular presencia de Carlos V: «Tocan cajas y trompetas, y córrese la cortina de todo el teatro y vese en un trono a Carlos con una vara de justicia, dorada, en la mano, y más abajo al Condestable en otro trono con un bufete delante, y en él

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un misal, y en dos fuentes dos arneses, dos martillos de desarmar y dos espadas. Al pie de ambos tronos estarán cuatro Reyes de armas, con casacas bordadas de las armas de Castilla y León, y dos tiendas que estarán a los dos lados. Salen los que han nombrado los versos de los Padrinos, y después Ginés, con un escudo de las armas de los Torrellas, delante de don Pedro, y Gonzalo, con otro de de [sic] los Ansas, delante de don Jerónimo, y los dos en cuerpo, con bandas y plumas» (El postrer duelo..., Ed. Rossetti, p. 197). En el duelo es Carlos quien preside el «tribunal de armas» (Jorn. 3ª, v. 1078) como «Marte español» (Jorn. 3ª, v. 1077).

El ritual del duelo se desarrolla bajo la presidencia y con la anuencia del Rey. Carlos contempla y autoriza un acto absurdo, según ha dicho Ginés y según saben el espectador/Felipe IV y el espectador común. El horizonte de expectativa del archimirante/rey tiene que chocar con lo que está contemplando. El espacio histórico, el del siglo XVII, y el espacio dramático deben coincidir en sus líneas fundamentales. Y no es así durante la primera parte del duelo, en que Carlos V actúa de manera totalmente ritualizada. Hasta que decide levantar la vara y de-cretar el fin del desafío. Los caballeros no obedecen y siguen peleando. El duelo lleva en sus pliegues íntimos el germen de la desobediencia y el Rey reacciona violentamente rompiendo el rito, tal y como los dos contendientes lo han roto:

«¿Qué es esto? Pues, ¿cómo, cuando yo depongo la bengala de oro, en señal de que tomo sobre mí de ambos la causa, dándoos a los dos por buenos caballeros, la ira es tanta que no os detenéis? Prendedlos» (Jorn. 3ª, v. 1211-17)

En ese momento se sale de la «representación del duelo» y se vuelve a la realidad de la vida. Carlos V recupera el lugar que le reserva la organización de una sociedad justa, sin duelos ni desafíos, sociedad ideal que coincide con la que debería existir en el espacio histórico. Es decir, con la que Felipe IV intentaba imponer por medio de sucesivas intervenciones legales. Sin conseguirlo. La comedia fue un gesto más para luchar contra dicha práctica social.

El postrer duelo de España parte, pues, de un suceso de relativa impor-tancia histórica, hecho que fue integrado en ciertas crónicas de modo que pasó a formar parte de ese saber histórico que «desarrolla un espacio multidimensional y una temporalidad cronológica y/o periodizada con un efecto de distanciamiento

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entre el pasado y el presente»30. El teatro transforma ese saber histórico, por re-ducido e insignificante que sea el hecho contemplado, en memoria cultural y, sobre todo, en memoria nacional, salida de un «espacio/tiempo monumental, público y épico»31, el siglo XVII de Felipe IV, con sus preocupaciones y sus contingencias.

Así se unen las dos obras de nuestro corpus. El auto sacramental, por la presencia del monarca en la representación y por la inserción de la dinastía austríaca y sus intereses en el texto mismo, convierte una anécdota legendaria, o un hecho histórico transformado en leyenda, en signo servidor de los intereses de una sociedad y de un trono. La presencia espectadora del monarca Carlos II es la causa de la transformación de la historia/leyenda en pieza dramática manipuladora de la crónica de un pasado. En la comedia El postrer duelo de España es también la presencia del monarca/espectador la que condiciona la recuperación de un suceso relativamente anodino. En ambos casos se ponen en paralelo el rey/personaje y el rey/espectador. Tal ejercicio literario y teatral reduce la historia a ser instrumento de promoción de los intereses inmediatos surgidos en la sociedad española de los últimos Austrias.

30.- Robin, p. 73. 31.- Robin, p. 72.

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