La Estructura Universal de La Experiencia - MARTINO

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CAPÍTULO 2

L a e s t r u c t u r a u n iv e r s a l d e l a e x p e r ie n c ia

1. Ser en deconstrucción

¿Podemos hablar de la filosofía de Derrida, como hemos hecho hasta ahora, sin nombrar en ningún momento la deconstrucción? Es difícil, im­posible, se dirá, hablar de Derrida sin pasar por la deconstrucción. No hay duda: “deconstrucción”, querámoslo o no, es la carta de presentación, la clave de la filosofía derridiana. Este término ha hecho historia y suscita aún muchas discusiones, aplausos y reprobaciones, estimulando o desani­mando lecturas. Pero, para no limitarnos a subrayar la enorme influencia que la deconstrucción ha ejercido en todos los campos del saber (abrazando filosofía, literatura, arte, arquitectura, etc.), preguntémonos del modo más directo y franco: ¿qué es la deconstrucción?

A partir del texto de Derrida podemos responder a esta pregunta de muchas maneras, cada una de las cuales es pertinente y necesaria. Lo que nos urge destacar, por algunas razones que emergerán a través del recorri­do, es ese sentido de la deconstrucción que precede, de derecho, a la refe­rencia a un trabajo textual, a una práctica deconstructiva, con el protocolo, con la estrategia de actuación correspondientes (que es, en cambio, como se sabe, el sentido más generalizado). De hecho, la deconstrucción no se pre­senta en última instancia, a los ojos de Derrida, como una iniciativa, un mé­todo, una técnica, como el acto u operación de alguien, como una tarea que algunos pensadores se asignan y se fijan previamente para realizar, quizás para volver a algo originario, olvidado o perdido (en este aspecto, una vez que se han reconocido todas las deudas, nos topamos con una distancia significativa entre la Destruktion heideggeriana de la metafísica, que busca desenterrar lo originario, lo propio, y la déconstruction derridiana).

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“Qa se déconstruit,”1 La deconstrucción, como Derrida repite en varias ocasiones, es lo que adviene. “No soy yo quién deconstruye: lo hace la expe­riencia de un mundo, de una cultura, de una tradición filosófica a la que le ocurre algo que denomino «deconstrucción». Algo se deconstruye, no funcio­na; algo se mueve, se está dislocando, descoyuntando o desajustando, y em­piezo a darme cuenta de eso; se está deconstruyendo y hace falta responder por eso”.2 Por lo tanto, la deconstrucción no es ante todo una operación a la que podamos atribuir dicho sentido: ella ya está en acto, puesto que lo que acaece, acaece deconstruyéndose. Donde quiera que haya algo, tiene lugar la deconstrucción: ga se déconstruit. La deconstrucción es un proceso en curso. Deconstruirse, perder la propia construcción, es otro modo de decir lo que “sucede” a todo lo que se presenta, es decir, la imposibilidad de la identidad en sí, el ser en un estado de permanente desajuste. Todo presen­te, todo existente, todo texto está en deconstrucción, esto es, asido en un movimiento de transformación, de identificación-alteración, apropiación- expropiación: el ser-en-deconstrucción es otro nombre de su vida-muerte, de su acontecer, de su venir a la presencia. La “condición misma de una deconstrucción puede estar obrando, en la obra, dentro del sistema a ser de- construido; puede ya estar situado allí, ya obrando [...]. La deconstrucción no es una operación que sobreviene después, desde el exterior, un buen día; está siempre en acción, en acto”.3 Si es posible la deconstrucción, entendida como gesto deliberado, como práctica textual determinada, como programa de trabajo, es porque ella está ya en acto en el acto, está en curso en el acon­tecer mismo. Algo acontece, es decir, se deconstruye: es lo mismo. En este sentido, huir de la deconstrucción equivaldría a no presentarse de ningún modo. Tratemos de esclarecerlo.

Para resumir en una sola frase todo el recorrido que Derrida ha reali­zado en sus primeras obras -desde Introducción al origen de la geometría de Husserl hasta Márgenes- podríamos decir: todo lo que acontece, acontece deconstruyéndose, ya que la différance está en acto.

En la célebre conferencia del 68 titulada La différance Derrida escribe: “En una conceptualidad y con exigencias clásicas, se diría que «différan­ce» designa la causalidad constituyente, productiva y originaria, el proceso de ruptura y de división cuyos diferentes o diferencias serían productos o

1. J. Derrida, “Lettre á un ami japonais”, en Psyché. Invention de l’autre, París, Ga- lilée, 1987, p. 391 tr. esp. de C. de Peretti, “Carta a un amigo japonés”, en J. Derrida, El tiempo de una tesis, op. cit., p. 26.2. J. Derrida, M. Ferraris, El gusto del secreto, op. cit., pp. 141-142.3. J. Derrida, Memorias para Paul de Man, op. cit., p. 82.

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doctos constituidos”.4 Los diferentes o las diferencias no serían aquí más i|iie los entes, los entes presentes, todo lo que acontece. Por supuesto, prosi­gue Derrida, “lo que se deja designar como différance no es simplemente ac­tivo ni simplemente pasivo [...] dice una operación que no es una operación”.s Se trata de “un operar sin acto”, como subrayará en sucesivos textos. La différance se anuncia, pues, como una “causalidad productora y originaria”, que ya no hay que entender como causa, como una “condición de posibilidad” que se escapa al concepto clásico de condición de posibilidad. Ella nombra, más bien -retomando lo ya dicho- la condición de “im-posibilidad” de todas las formas de la pre¡ ia, del presente y de la relación con el presente.

La cuestión está en marcha desde Acerca de la gramatología: “La différance produce lo que prohíbe, vuelve posible eso mismo que vuelve imposible”.7 Ésta se ofrece a la lectura como movimiento im-posibilitante, destituyente, esto es, al mismo tiempo e inseparablemente posibilitador e imposibilitador, apropiante y desapropiante, instituyente y destituyente, ya que ambos lados se dan al mismo tiempo, necesariamente. La différance permite y limita; hace posible algo y, al mismo tiempo, imposibilita su pure­za, identidad en sí y simplicidad ontológica. Al entrar en juego la différance, Derrida piensa la imposibilidad de la presencia simple, pura, plena, idénti­ca a sí misma, esto es, la posibilidad de la presencia como huella. La huella, de hecho, no es nada en sí, nunca es simple o plenamente presente, sino que queda instituida por la relación con lo otro; no tiene identidad propia, nunca es ella misma, en persona, no es una presencia en sí, sino que siempre es remisión a lo otro de sí: la huella está originariamente expropiada, consti­tuida por una sustracción, un venir a menos, un ausentarse. Ahora bien, la condición de imposibilidad (de la presencia plena e idéntica a sí misma) es

4. J. Derrida, “La différance”, en Marges de la philosophie, Paris, Minuit, 1972, tr. esp. de C. González Marín, “La Différance”, en Márgenes de la filosofía, Madrid, Cáterda, 2003, p. 44.5. Ibidem (subrayado nuestro).6. Ibid., p. 48 (traducción modificada, subrayado nuestro).7. J. Derrida, De la grammatologie, Paris, Minuit, 1967, tr. esp. de O. del Barco y C. Ceretti, De la gramatología, Buenos Aires, Siglo xxi, 1971, p. 183.

La diffi >e viene a instituir y a dividir el presente en símismo, compartiendo así, con el presente, todo lo que se puede pensar a partir de él, es decir, todo existente [...], en particular la sustancia o el sujeto.6

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condición de posibilidad (de la presencia como huella): es preciso admitir esta contradicción como necesaria.

Como es sabido, según el modelo del “ser” y de la “diferencia” heidegge- riana, la différance derridiana no se presenta ni se ausenta, sino que está en acto en aparición de todo presente, se sustrae en toda manifestación (hay más afinidades, por decirlo así, entre el Ereignis y la différance de las que hay entre el Ereignis y el acontecimiento en sentido derridiano). Algunos años después de la citada conferencia del 68, Derrida escribe: “La différan­ce, que no (es) nada, es (en) la cosa misma. Es (dada) en la cosa misma. (Es) la cosa misma. Ella, la différance, la cosa (misma). Ella, sin nada más. Ella misma, nada”.8 Por lo tanto, la différance puede ser pensada, superando una interpretación canónica, como movimiento generador, productivo, que se realiza aquí, ahora, siempre, en cada punto de la escena de la presencia. Queremos aplicar a esa productividad una fórmula que Derrida saca de un texto de Lévinas dedicado a lo político: “Más-allá-dentro', trascendencia en la inmanencia”.9 Por ello, la différance se anunciaría como movimiento a la vez inmanente en cada presentación de lo presente y más allá de ella, trans-inmanente.

Lo presente -este ente que tengo delante, este acontecer singular-, cada presente, es, así, “huella”, justamente en tanto que habitado, des­instituido, ex-apropiado por la différance, por aquel movimiento que, al mismo tiempo, lo hace posible e imposible, lo identifica y lo hace otro, lo apropia y lo expropia, lo abre y lo limita, impidiéndole estar simplemente presente e idéntico a sí mismo, manteniéndolo siempre en una “permanen­te impermanencia”,10 relanzándolo como puramente posible, no necesario,o imposible, podríamos también decir. Hablar de lo presente como huella (utilizando el lenguaje de los primeros textos, dedicados a la différance) no

8. J. Derrida, Dar (el) tiempo, op. cit., p. 47.9. J. Derrida, Adieu, à Emmanuel Lévinas, Paris, Galilée, 1997, tr. esp. de J. Santos Guerrero, Adiós a Emmanuel Lévinas, Madrid, Trotta, 1998, p. 102. Escribe Derri­da: “La forma deliberadamente aporética, paradójica o indecidible de los enunciados acerca de lo político, encontrará más tarde uno de sus títulos en esa Lección del 5 de diciembre de 1988 recogida este año de 1996, tras la muerte de Emmanuel Lévinas, en Nouvelles lectures talmudiques. En este título, lo político parece desafiar una simplicidad topològica: es «Más allá del Estado dentro del Estado». Más-allá-dentro: trascendencia en la inmanencia, más allá de lo político, pero dentro de lo político”.10. Utilizamos la expresión de C. Sini, L’origine del significato. Filosofia ed etologia, Milano, Jaca Book, 2004, p. 100. Sini acuña y se sirve de dicha expresión en el preci­so contexto de su original discurso; la misma tiene un sentido que, sin embargo, no es extraño a lo que aquí intentamos decir.

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oh sino otro modo de decir que lo presente cada presente- es él mismo im­posible, igual que el acontecimiento y el don; el acontecer de lo imposible.

En esta óptica, como ya señalamos en las últimas páginas del capítulo ¡interior, toda experiencia sería siempre y necesariamente, experiencia del movimiento im-posibilitante y destituyente de la différance, que se encuen­tra ya inscripto en todo acaecer (incluso en el acontecer de este discurso), movimiento que está en y más allá de éste; trans-inmanente. Si, de hecho, la différance es el movimiento im-posibilitante que des-instituye cada pre­sente, cada relación, cada gesto, cada acontecimiento, sin ulteriores distin­ciones y sin excepciones (o sea, es aquel movimiento que “produce lo que prohíbe, hace posible justo aquello que vuelve imposible”), si ella se dibuja <>n todo lo que aparece, entonces toda identidad está constitutivamente en camino de identificación-alteración, apropiación-expropiación, no puede ce­rrarse autárquicamente en sí, no se posee ni se domina, está desequilibra­da más allá de sí misma, está estructurada por la alteridad, es siempre y sólo posible, puramente posible, jamás segura de sí, es decir, está siempre en deconstrucción.

En cuanto lo que acontece está habitado e instituido por la différan­ce, acontece deconstruyéndose, está atravesado constitutivamente por un movimiento de dislocación, desajuste, disyunción, nunca está simplemente presente, sino más bien siempre proyectado más allá de sí, hacia el pro­pio otro y hacia el propio porvenir. El tener lugar de la deconstrucción da testimonio de la imposibilidad que tiene el presente (en todas sus formas y en primer lugar en la del “sujeto”) de poseerse, de formar un sistema, de constituir una totalidad; de allí la imposibilidad de la presencia plena, de la intuición pura, de una pura autoafección. Justamente porque la différance está en acto como condición de im-posibilidad de todo lo que aparece, lo que aparece “deviene”, se “altera”, está abierto a su advenir, nunca es simple­mente presente e idéntico a sí mismo, sino que en un estado permanente de deconstrucción.

En consecuencia, la deconstrucción es algo que no espera la delibera­ción de un sujeto ni pertenece más a una época que a otra. “Qa se décons- truit. El Qa no es, aquí, una cosa impersonal que se contrapondría a alguna subjetividad egológica. Q’est en déconstruction (Littré decía: «deconstruir- se... perder su construcción»). Y en el «se» del «reconstruirse», que no es la reflexividad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma.”11 Este “se” del deconstruir-se significa que la deconstrucción, antes de ser un acto al que poder asignar dicho sentido, coincide con el “devenir” mismo de todo

11. J. Derrida, Carta a un amigo japonés, op. cit., p. 26 (traducción modificada).

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lo que acontece. Dondequiera que haya algo, tiene lugar la deconstrucción. Qa se déconstruit; nada puede identificarse si no es imposibilitándose, alte­rándose, abriéndose a lo otro, hacia lo otro. La deconstrucción es otro modo de denunciar la imposibilidad de toda identidad a consistir en sí misma, el carácter irreductiblemente heterónomo de todo presente. La vida misma, en este sentido, se encuentra en un estado permanente de deconstrucción, de desajuste, de cambio, ya que es la exposición estructural a lo otro. Si hay vida, hay deconstrucción, esto es, heteronomía, alteración y, por lo tanto, identificación.

Antes de una operación determinada, la deconstrucción es lo que acon­tece, tiene que ver con el carácter acontecial de la presencia, con su “im­posibilidad”. Tenemos, así, dos deconstrucciones o, dicho de otro modo, es preciso hablar de ella en -a l menos- dos sentidos: en primer lugar es lo que acontece prescindiendo de cualquier deliberación; en segundo lugar se pre­senta como un acto, un ejercicio, una operación, una práctica determinada. La deconstrucción, como práctica intencional y específica se configura como el desdoblamiento de aquella adhesión a lo im-posible, a la différance, que ya desde siempre y necesariamente acontece en lo que llamamos la “vida”. La vida siempre es experiencia de lo imposible, no sólo porque ella no tiene lugar sino imposibilitándose, exceptuándose de lo posible, ex-apropiándose, sino también y, sobre todo, porque como tal es continua adhesión al movi­miento im-posibilitante de la différance, inscrito en todo presentarse de lo presente: la vida, lo sepamos o no, es un “sí” dicho de modo continuo -un “sí” que precede a cualquier “no”— al movimiento generador con el que hemos identificado la différance y que se anuncia como lo indeconstruible de y en cada deconstrucción. ¿Cuál es, entonces, el sentido de la práctica deconstructiva? Podemos decir que desdobla aquel “sí” al movimiento des- instituyente de la différance y al deconstruirse mismo que ya desde siempre e implícitamente realizamos al vivir. Pero, ¿por qué desdoblar?

2. La deconstrucción y la ética de la hospitalidad

Si la deconstrucción es lo que adviene, ¿qué necesidad habría de de- construir? ¿Qué necesidad y significado revestiría una práctica deconstruc­tiva? ¿Por qué hoy en día -como solía decir Derrida- y bajo qué impulso, respondiendo a qué requerimiento, la deconstrucción llega a ser un gesto, un movimiento sensato y hasta necesario? “[¿]Por qué, con qué fin decons- truir[?] Si la deconstrucción no es en modo alguno una iniciativa mía o un

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método, una técnica, sino aquello que acontece, el acontecimiento del cual uno se da cuenta, ¿por qué entonces ir en ese sentido? ¿Por qué agravar la situación? ¿No sería mejor reparar? ¿Se debe reconstruir?”12 La pregunta queda abierta. Para Derrida no hay respuesta pacificante, sobre todo no debemos buscarla confiándonos a una visión de corte heideggeriano, que reclame la necesidad oscura e inescrutable de un destino del ser.

No tengo una respuesta simple y formalizable a esta cuestión [...]. Ni siquiera me atrevo a decir, siguiendo un esquema heideg­geriano, que estamos en una “época” del ser-en-deconstrucción, de un ser-en-deconstrucción que se habría manifestado o disimulado a la vez en otras “épocas”. Este pensamiento de “época” y, sobre todo, el de una concentración del destino de! ser, de la unidad de su destinación o de su dispensación (Schicken, Geschick) no puede dar nunca lugar a seguridad ninguna.13

Aquí, en esta hesitación de la respuesta y en el rechazo de una inter­pretación “destinal” de la aparición de la práctica deconstructiva, se dibuja el espacio de un riesgo, de una responsabilidad, de una dimensión que po­demos -y quizás debemos- llamar ética. ¿Por qué “agravar la situación”, por qué avanzar en el sentido del “reconstruirse”, de la deconstrucción y no, en cambio, proceder en sentido contrario tratando de contrastar el movimiento deconstructivo, tratando de contener, de reparar?

Me sucedió decir, por ejemplo, que voy en el sentido de la de­construcción porque es lo que acontece, lo que adviene, y es mejor que haya un porvenir a que no lo haya. Para que algo advenga hace falta que haya un porvenir, y por ende, si hay un imperativo categórico, es el de hacer todo lo posible para que el porvenir per­manezca abierto.14

La práctica deconstructiva es, pues, un modo de “agravar”, para ace­lerar lo que adviene, es decir, aquella disyunción y desajuste que encon­tramos en acto en el acto, en nombre de una pasión por el por-venir, por el acontecimiento, por lo otro, por lo que está por venir y que no podemos predeterminar. Para deconstruir es preciso estar abiertos positivamente al porvenir, tener la pasión del porvenir y del acontecimiento; nada menos ne-

12. J. Derrida, M. Ferraris, El gusto del secreto, op. cit., p. 144.13. J. Derrida, Carta a un amigo japonés, op. cit., p. 26.14. J. Derrida, M. Ferraris, El gusto del secreto, op. cit., p. 144.

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gativo, nada más afirmativo. “Preferid siempre la vida y afirmad sin cesar la supervivencia.”15 Es el último saludo de Jacques Derrida. Pero también podría leerse como el lema y el sentido de la deconstrucción. La deconstruc­ción sería, en otros términos, un ejercicio, quizás el más radical, de hospi­talidad a lo otro, al acontecimiento; una hospitalidad que se propone como lo más desarmada posible. Deconstruir significa, entonces, hacer todo lo posible para mantener abierto el porvenir, para asegurar en todo momento una brecha, un espacio de juego, de indeterminación, para que algo otro pueda venir, si es que viene.

La apertura del futuro vale más, ése es el axioma de la de­construcción, aquello a partir de lo cual ésta siempre se puso en movimiento y lo que la liga, como el futuro mismo, a la alteridad, a la dignidad sin precio de la alteridad, es decir a la justicia.16

Pero, ¿en virtud de qué el porvenir sería mejor, mejor que el pasado, por ejemplo, y el acontecimiento mejor que el no-acontecimiento? Se dice, de hecho, como Derrida afirma incansablemente: el acontecimiento no esbueno en sí, el porvenir no es preferible de modo incondicionado, a vecessería mejor que lo esto o aquello no aconteciera. Es cierto, pero en cada uno de estos casos se podría casi mostrar que “uno no se opone jamás sino a acontecimientos de los que se piensa que obstruyen el porvenir o traen la muerte consigo, acontecimientos que ponen fin a la posibilidad del aconte­cimiento, a la apertura afirmativa para la venida del otro”.17 La deconstruc­ción, por lo tanto, contra toda imagen nihilista o des-responsabilizadora, obedece al único imperativo categórico concebible, el de no cerrar la puerta al porvenir, el de 1 1 0 impedir la venida del acontecimiento, de lo otro, de otro. Para que todavía haya historia. Por eso, por poner un ejemplo que es mucho más que un ejemplo, interrogar deconstructivamente la racionalidad meta­física y sus figuras, mostrar en ella las líneas de un desajuste, forzar sus incongruencias, no tiene el sentido de demoler la filosofía, de presagiar el fin de esto o de aquello, del hombre, de la historia, de Occidente, en nombre de algo que se consideraría mejor, sino, por el contrario, tiene el sentido de

15. Se trata de un párrafo del último mensaje de Jacques Derrida, escrito de su puño y letra, al que se dio lectura el 12 de octubre de 2004, en el cementerio de Ris- Orangis, donde se celebraron sus funerales.16. J. Derrida, B. Stiegler, Ecografías de la televisión, op. cit., p. 35.17. IbuL, p. 24.

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abrir una tradición a su porvenir, a lo que en ella queda como otro y por­venir, prometido, inminente.

Cuestionar los dispositivos del discurso filosófico, operar la genealo­gía estructurada de sus categorías, revertir provisoriamente las jerarquías acreditadas para hacer emerger conceptos o términos nuevos que se reve­len como “indecidibles”, que se resistan a la sistematización pacífica dentro de la lógica de oposición binaria (aut/aut), en síntesis, todo el imponente trabajo textual que ha realizado Derrida, sobre todo en los textos de los artos 60 y 70 del siglo pasado -que, si quisiéramos, podríamos recorrer fiel­mente-, todo ello, es un camino para “dar lugar a lo otro”, para exponerse ala venida de lo otro, es un ejercicio de hospitalidad ante al porvenir. ParaI )errida se trata entonces de secundar un proceso en curso para “desarmar”lo más posible la relación con el porvenir, para dejar libre el paso, no oponer barreras, prohibiciones, condiciones. En este sentido, la deconstrucción es un gesto eminentemente hospitalario, de afirmación del acontecimiento, de apertura a la llegada o a la venida de lo otro, de lo que llega.

Por tanto, si aquí nos contentamos con estas breves proposiciones alu­sivas, en vez de avanzar hacia puntualizaciones necesarias -como hemos hecho en otros lugares-18 es porque nos interesa ante todo poner a la luz lo que relaciona la deconstrucción con la ética de la hospitalidad, es decir, con una apertura incondicionada al porvenir, al que llega, y por lo tanto, mos­trar en qué sentido la deconstrucción, en el texto derridiano, es indisociable de una cierta dimensión escatológica o mesiánica. Inmediatamente des­pués de que Derrida afirme que se mueve en la dirección de la deconstruc­ción ya que es mejor que haya un porvenir en vez de que no lo haya, axioma éste último encarnado en la deconstrucción, concluye del siguiente modo:

Aquí podría encontrar algo similar a una dimensión ética, dado que el porvenir es la apertura en la cual lo otro acontece, y el valor de otro o de alteridad serviría, en definitiva, como justifi­cación. Es mi modo de interpretar lo mesiánico: lo otro puede venir, puede no venir, no puedo programarlo, pero dejo un sitio para que pueda venir si viene. Es la ética de la hospitalidad,19

La deconstrucción, la hospitalidad y lo mesiánico se hallan, así, pro­fundamente entrelazados. El gesto deconstructor - “dejar lugar a lo otro”,

18. Nos permitimos remitir aquí C. Di Martino, Oltre il segno. Derrida e l ’esperienza deU’impossibile, op. cit., cap. i y iv.19. J. Derrida, M. Ferraris, El gusto del secreto, op. cit., p. 145 (subrayado nuestro).

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prepararse para su venida- constituye en Derrida un mesianismo sui gène­ris, una mesianicidad sin mesianismo, un mesianismo sin Mesías, que se presenta grávido de consecuencias y de implicaciones teórico-políticas, cuyo alcance querríamos discutir.

3. Lo mesiánico como estructura del viviente

La cuestión de lo mesiánico se anuncia y se formaliza en algunos tex­tos de la primera mitad de los años 90, en particular Espectros de Marx. De­rrida señala en esta ocasión que el impulso de la deconstrucción podría asi­milarse a aquel espíritu del marxismo al que —en una tendencia opuesta a su casi definitiva marginación- no querría renunciar en ningún caso. No se trata sólo de la postura crítica y de la actitud cuestionadora, sino más bien de una “cierta afirmación emancipadora y mesiánica, cierta experiencia de la promesa que se puede intentar liberar de toda dogmática e, incluso, de toda determinación metafisico-religiosa, de todo mesianismo’’.20 El pensa­miento deconstructivo siempre se ha referido a la irreductibilidad de la pro­mesa, a la indeconstructibilidad de una cierta idea de justicia debiendo dar cuenta en todo momento del “principio de una crítica radical e interminable, infinita (teórica y práctica, como se decía). Esta crítica pertenece al movi­miento de una experiencia abierta al porvenir absoluto de lo que viene, es decir, de una experiencia necesariamente indeterminada, abstracta, desér­tica, ofrecida, expuesta, brindada a su espera del otro y del acontecimiento. En su pura formalidad, en la indeterminación que requiere, todavía se le puede hallar alguna afinidad esencial con cierto espíritu mesiánico”.21

La crítica deconstructora, por tanto, no puede separarse de la espera de lo otro y del acontecimiento, de una idea de justicia que es preciso dis­tinguir del derecho, de una afirmación de la promesa mesiánica y emanci­padora.

La deconstrucción se descubre guiada en su profundidad por un cierto espíritu escatològico y mesiánico, casi como si este último constituyera un presupuesto inadvertido y desde siempre operante: se podría decir que la deconstrucción no ha sido más que una experiencia de la exposición desar­mada al acontecimiento, de la espera desnuda e indeterminada de lo otro,

20. J. Derrida, Spectres de Marx, París, Galilée, 1993, tr. esp. de J. M. Alarcón y C. de Peretti, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional, Madrid, Trotta, 1995, p. 103.21. Ibid., p. 104 (subrayado nuestro).

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mui práctica de la hospitalidad absoluta. Deconstruir es un modo de decir "|Vrn!” a lo otro, a lo que llega -sea lo que sea, sea quien sea- y prepararse a mi venida posible, hacer experiencia de disponibilidad a su inminencia. En rht1 sentido, deconstruir es un modo de interpretar lo mesiánico.

Pero es preciso observar la cuestión más de cerca. ¿Qué entiende De-1 1 lila por “mesiánico”? “Lo que denomino «escatológico» o «mesiánico» es precisamente una relación con el porvenir tan despojada e indeterminada (|iie deja el ser por venir, esto es, indeterminado.”22 El problema aquí, como para el resto de los “conceptos” cuestionados por la reflexión derridiana (responsabilidad, don, perdón, amistad, hospitalidad, etc.), es pensar un mesianismo puro, incoiidicionado. Consistiría así en una apertura al por­venir, a lo otro, a la posible venida del acontecimiento, sin ninguna precog­nición, precomprensión, previsión, esto es, en una espera que no se consti­tuye en el régimen del “pre”: en cuanto se da un contorno al porvenir, a la promesa, lo mesiánico pierde su pureza y comienza a corromperse. Para que se mantenga como tal, es preciso que la relación con el porvenir, con lo que en él puede y debe venir, esté totalmente privada de anticipación y de pre- liguración. Lo mesiánico puro es la paradoja de una espera sin espera, de una espera que no espera nada, que no sabe qué esperar, una espera pobre, desértica, despojada de toda imagen, de todo cálculo, una espera sin lími­tes, una apertura sin confines al porvenir y a lo otro que en él se anuncia.

A este propósito Derrida recurre con frecuencia -como vimos en el capítulo precedente- a la expresión “una espera sin horizonte de espera”. Es una fórmula exigente, rica en resonancias y referencias polémicas (a la fenomenología husserliana, a la ontología heideggeriana y a la hermenéu­tica gadameriana).

Ustedes saben que el horizonte es un concepto fundamental en la fenomenología y en el pensamiento heideggeriano. Por otra parte, se hablaba de horizonte transcendental en la cuestión del ser: el horizonte es una apertura finita -puesto que horizonte sig­nifica también lím ite- sobre cuyo trasfondo se perfila lo que llega, en consonancia con lo que también Gadamer llama horizonte de espera.23

Lo mesiánico se presenta, entonces, incompatible con el concepto de horizonte, esto es, con aquel límite a partir del cual pre-comprendo el porve­

22. J. Derrida, M. Ferraris, El gusto del secreto, op. cit., pp. 34-35.23. J. Derrida, “Dialogo con Jacques Derrida”, en Annuario 1999-2000, a cargo de M. Ronzoni y R. Terzi, Milano, c u e m , 2002, p. 162.

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nir, lo anticipo y, en este sentido, lo vacío, lo anulo. “Ésa es la paradoja de la anticipación. Da acceso al futuro, pero de resultas de ello lo neutraliza.”24 “Si hay horizonte de espera, si acontece sólo lo que anticipo, no acontece nada.”25

De aquí que, por una parte -como es preciso decir “hermenéutica- mente”- , todo lo que acontece nos sale al encuentro, necesariamente, en un horizonte de espera y de anticipación, y nos es casi imposible pensar en una espera sin horizonte, sin pre-comprensión, sin límites, es decir, en una exposición totalmente desarmada; en cierta medida el discurso acer­ca del horizonte se hace indispensable, como bien sabe Derrida. Pero, por otra parte, para que haya porvenir, para que la venida de lo otro -de otro, auténticamente otro- siga siendo posible, es preciso que el horizonte sea lacerado, suspendido, que no haya prefiguración, precognición, como ya se­ñalamos. Para que un acontecimiento digno de este nombre pueda acaecer, se requiere una espera sin horizonte de espera; si no fuera así, en rigor, ya no sucedería nada, no habría acontecimiento. Para que haya un porvenir, para que un acontecimiento tenga lugar, es preciso que exista una vulne­rabilidad que preceda a cualquier filtro, una disponibilidad absoluta, una apertura incondicionada a lo que viene y que no se ve, ni puede verse venir y que también puede ser lo peor.

Ahora bien, la “mesianicidad”, lo “mesiánico” puro, es para Derrida esta exposición al acontecimiento imprevisible de lo otro, condición del porvenir y del acontecimiento, y representa, a través y más allá -como él querría- de la herencia que nos ha entregado su figura y nombre, una “es­tructura universal de la experiencia”. A partir de la figura y de la espera del Mesías, Derrida pretendería poner al descubierto una “estructura mesiá- nica de la experiencia”,26 una “dimensión universal de la experiencia”27 que precede y hace posible cualquier mesianismo determinado sin que dependa de él. Tal es el alcance o la ambición del concepto de lo mesiánico, la “cosa” que sería necesario pensar a partir de lo que conocemos bajo los despojos del mesianismo religioso.

24. J. Derrida, B. Stiegler, Ecografías de la televisión, op. eit., p. 131.25. J. Derrida, L’ordine della traccia, op. cit., p. 14.26. J. Derrida, Cristianesimo e secolarizzazione, op. cit., p. 27. Para una discusiónulterior del problema nos remitimos a C. Resta, L’evento dell’altro. Etica e políticain Jacques Derrida, op. cit., cap. m. La autora, con la precaución de un condiciona], subraya lo que está en juego en el discurso derridiano sobre lo mesiánico: “«esta mesianicidad estructural» nos llevaría a pensar en una «estructura mesiánica de la experiencia» común a todos y, por ello, universal” (Ibid., p. 90, n. 156).27. J. Derrida, B. Stiegler, Ecografías de la televisión, op. cit., p. 36.

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Antes de entrar detalladamente en esta notable ambición señalamos, di· paso, en qué medida Derrida se muestra aquí -incluso más allá de sus mismas intenciones- profundamente husserliano y hasta qué punto la de- construcción mantiene más allá de las objeciones motivadas por distintas razones una activa consanguinidad con una fenomenología “eidètica” y "transcendental”. Apartándose repetidamente de las pretensiones y de la ingenuidad filosófica del empirismo, Derrida nunca ha dejado de tratar con la instancia de lo transcendental, ni ha abandonado jamás la conciencia del deber proceder de modo eidètico si es que se quiere mantener un discurso filosófico. En resumidas cuentas, aun con todas las precauciones debidas, es difícil pasar por alto que el discurso de Derrida se presenta en última instancia -como ya señalamos- como un discurso “cuasitranscendental” acerca de las “condiciones de (im)posibilidad” de la experiencia; esto es, un discurso que quiere seguir siendo “filosófico” en un sentido fuerte. Es sig­nificativo el hecho de que en las últimas obras emerja de un modo cada vez más abierto y directo la referencia a estructuras o leyes de la experiencia. No es incomprensible, así, que bajo este punto de vista Derrida una cierta sospecha de fundacionalismo se haya cernido sobre él desde el comienzo, como, por ejemplo, por parte de Vattimo.28

Entremos en harina. Observa Derrida: “Pertenece a la estructura de nuestra existencia, de nuestra experiencia, estar expuestos a la llegada im­previsible -es decir, «quizás»- de lo que llega, del acontecimiento sin anti­cipación, sin programa, sin posibilidad de cálculo”.29 Si a nuestra existencia (este “nuestra” se presenta aquí sin delimitaciones étnico-culturales) no le perteneciera estructuralmente esta espera sin horizonte de espera, esta apertura sin confines a la venida imprevisible de lo otro, de aquel o aquello

28. Escribe Vattimo, en un ensayo de 1980, refiriéndose a la noción de différance (el mismo tipo de crítica puede transferirse al concepto de lo mesiánico como “estructu­ra universal de la experiencia”): “Incluso la referencia privilegiada de Derrida a laI ingüística estructural (muy explícita precisamente en el ensayo sobre La différance) y al psicoanálisis lacaniano juega en el sentido de una inmovilización metafísica de la noción de diferencia; aun cuando, en un sentido insólito, ella es a todos los efectos una superestructura que se contrapone diametralmente a la diferencia ontològica heideggeriana como aspecto de la eventualidad y, por lo tanto, también de la histo­ricidad del ser; la diferencia como superestructura no está en la historia, no sucede nunca, pero realiza entonces, también bajo este aspecto, un regreso a la más clásica calificación del ser metafisico, la eternidad (que exista una eternidad de la huella, una eternidad no homogénea o marcada por una ausencia incolmable, no constituye un elemento alternativo respecto de la metafísica)” (G. Vattimo, Le avventure della differenza, Milano, Garzanti, 1980, tr. esp. de J. C. Gentile, Las aventuras de la dife­rencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, Barcelona, Península, 19902, p. 137).29. J. Derrida, “Dialogo con Jacques Derrida”, en Annuario 1999-2000, pp. 162-163.

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que viene cuando todavía o ya no es posible afrontar su sorpresa, si no hu­biera una vulnerabilidad o una acogida más originaria de la frontera, aún antes de que yo sepa si aquello que está por venir es bueno o malo, ya nada (nos) acontecería, ninguna venida de ningún acontecimiento. Esto puede decirse también, en el léxico biomédico, de la inmunidad: si la estructura de la experiencia se definiera por medio de una inmunidad absoluta, no habría espacio para el otro. Si imagináramos un viviente capaz de calcular anticipadamente cualquier filtración, que dejara pasar sólo lo homogéneo o lo que puede homogeneizarse, lo asimilable o al menos lo heterogéneo que es presuntamente favorable, ese viviente “alcanzaría tal vez la inmortali­dad, pero para ello también tendría que morir por anticipado, dejarse moriro hacerse matar por anticipado, por temor a verse alterado por lo que viene de afuera, por el otro a secas”.30 Por eso, escribe también Derrida, “en este sentido, la auto-inmunidad no es un mal absoluto. Permite la exposición al otro, a lo que viene y a quien viene -y debe pues permanecer incalculable. Sin autoinmunidad, con la inmunidad absoluta, nada ocurriría ya. Ya na­die esperaría nada, nadie se esperaría nada, no se esperaría el uno al otro, ni se esperaría ningún acontecimiento”.31.

Agravando la lógica de estas afirmaciones Derrida avanza hacia una universalización ulterior e inédita: la dimensión de esta espera sin espera, de esta exposición al acontecimiento imprevisible de lo otro, no pertenece exclusivamente al hombre o al ser-ahí. “Esta mesianicidad pertenece, diría, a la estructura del viviente en general [...]. Hay una mesianicidad para el animal, que espera sin esperar aquello que puede llegar, lo cual, por otra parte, puede ser amenazante, puede ser terrible, puede ser la muerte.”32 Calibremos aquí toda la extensión y la “pretensión” del concepto derridiano de lo mesiánico. Éste pretende aludir a una “estructura universal de la experiencia”, que no sólo atraviese los confines entre las culturas, sino que además supere o relativice incluso aquellos que se dan entre la animali­dad y la humanidad: “Hay mesianicidad en toda cultura e incluso en el animal”.33 La exposición a lo otro, a la venida imprevisible de lo otro, sería así aquel umbral mínimo-universal que acomunaría a los vivientes huma­nos y no humanos. Tendríamos, en síntesis, una “estructura de acogida”,34 una disposición o una apertura mesiánica, una mesianicidad que caracte-

30. J. Derrida, B. Stiegler, Ecografías de la televisión, op. cit., pp. 32-33.31. J. Derrida, Canallas, op. cit., p. 182.32. J. Derrida, Dialogo con Jacques Derrida, op. cit., p. 163.33. Ibidem, p. 164.34. Ibidem , pp. 163-164.

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i i/nría como dimensión universal al viviente en general sin otros atribu­lo)», va sea humano o animal, más acá o más allá de cualquier distinción, imcilica o tranquilizadora entre humanitas y anirnalitas. La “vida”, en su determinación estructural mínima, sería apertura a la venida de lo otro. Semejante concepto de lo mesiánico es tan potente, extendido y omnicom- prensivo, como problemático -y ello por varias razones-, como trataremos de poner en evidencia. Su alcance no pretende ser sólo teórico y filosófico, mido también, y quizás ante todo, político.

I. Mesianicidad y mesianismos

Sin embargo, sorprender una estructura desértica, pobre, desnuda, mínima y, en este sentido, universal, de lo viviente en general, implica para Derrida liberar lo mesiánico de su origen histórico-religioso. La universali­zación de lo mesiánico es, por tanto, el término de una doble emancipación: de la herencia de los mesianismos religiosos y del discurso filosófico acerca del horizonte. Se trata de pensar una estructura mesiánica de la experien­cia, más acá tanto de un mesianismo religioso clásico, como de una fenome­nología, una ontología o una hermenéutica que describen, según una cierta necesidad, el horizonte de espera a partir del cual el porvenir (alguien o algo) viene hacia nosotros.

Para comprender el marco de tal universalización, conviene ante todo concentrarse en la relación entre lo mesiánico y los mesianismos. Por una parte, Derrida, utilizando el término “mesiánico” no pone entre paréntesis la referencia a la figura del Mesías y a la tradición religiosa relacionada con éste. Y esto -es preciso notarlo- no es obvio y tiene múltiples consecuencias. Por otra parte, proyecta una liberación del concepto de lo mesiánico de toda determinación religiosa y, por lo tanto, de toda referencia a ello.

Mantener el término “mesiánico”, como se puede comprender, no ca­rece de significados e implicaciones, ya sea que estemos de acuerdo o que desconfiemos de él. Baste aquí citar las siguientes palabras de Nancy para explicitar su evidente problematicidad:

Comparto que se quiera salvar de Marx (diría “de Marx”, más que del “marxismo”) una fuerza, una vehemencia, una exigencia de verdad y de justicia, de verdad de la justicia. Por mi parte, no quería llamarla “mesianismo” y ni siquiera “mesianicidad sin me­sianismo”: este término tiene demasiados matices religiosos. Lo he escrito y Derrida en general estaba de acuerdo (me lo escribió)

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aunque me hizo una réplica interesante (en Marx & Sons) acerca de la idea de una mesianicidad transcendental, constitutiva del Oc­cidente judeo-cristiano [...]. Pero, a pesar de todo, esto, a mi juicio, está demasiado caracterizado por la idea de una “venida salvífica”.35

Derrida, por su parte, no renuncia jamás a hablar de “mesiánico”, aun­que considere cautelosamente este término y precise continuamente que debe recurrirse a él de modo provisorio, con fines pedagógicos y retóricos, para que algo llegue, para dar en el blanco.

He dicho con frecuencia, y lo repito, que estoy dispuesto a abandonar en todo momento la palabra Mesías, mesianicidad, una vez que haya sido comprendido [...]. Trato de hacer comprender la “cosa” a partir de lo que sabemos que es la espera del Mesías, pero lo que trato de hacer comprender no depende necesariamente de la palabra Mesías”36

Esta es la confianza de Derrida: que la “cosa”, que se piensa bajo la protección provisional y pedagógica de lo “mesiánico”, pueda o deba enten­derse incluso fuera de su tutela. Aquí emerge también, desde la perspectiva determinada de tal discusión, un modo peculiar y quizás inédito de ha­bérselas con la cuestión del lenguaje (sería interesante analizarlo en otra situación). El lenguaje o, mejor, la historicidad o determinación de un len­guaje no se presenta aquí como un horizonte que no puede transcenderse: algo llega, acaece, a través del hablar. “No quiero por lo tanto hacer de la chora un fetiche, como no he querido hacerlo con «lo mesiánico» y la «mesia­nicidad». Pero yo hablo. Nosotros hablamos. Lo que es importante es hablar para que algo llegue. Cuando en un contexto utilizo la palabra «mesiánico»o la otra, chora, la utilizo para hablar, es decir, para que, quizás (peut être), llegue algo imprevisible.”37 En Derrida -atento como pocos a la lengua- se difumina, por así decirlo, aquella superstición de las palabras que en oca­siones ha acompañado la reflexión filosófica durante el siglo pasado, por ejemplo la heideggeriana:38 no hay palabras absolutas, kerigmáticas, cada

35. J.L. Nancy, “La filosofía come chance. Intervista a Jean-Luc Nancy”, en Alterna­tive online, Rivista di política e cultura, 2005, n. 1 (a cargo de L. Fabbri).36. J. Derrida, Cristianesimo e secolarizzazione, op. cit., p. 28.37. Ibidem, p. 30.38. Podríamos reconocer aquí los términos de una actitud derridiana distinta fren­te a la cuestión del lenguaje. Para una confrontación con la posición heideggeriana, remitimos a C. Di Martino, Segno, gesto, parola. Da Heidegger a Mead e Merleau- Ponty, Pisa, e t s , 2006.

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mui <le ellas funciona siempre junto con otras palabras, dependiendo del i onü'xto, en una sustituibilidad esencial. El problema es que algo llegue, se de, irrumpa por medio del habla. Observa Derrida:

No me resulta difícil imaginar que en otra lengua, en otra cultura, con otra memoria, no sólo se vive, sino también se describe lo que estoy describiendo, sin hacer la más mínima referencia no sólo al mesianismo, sino también a lo mesiánico; en ese momen­to tendremos, no diría el fundamento —la palabra está demasiado cargada de significado-, sino en todo caso la apertura hacia una universalización efectiva.39

Derrida propone repetidamente el rumbo de esta “universalización” (sin embargo se presenta en los textos más como un programa o una tarea, que como una realización acabada): se trataría de desvincularse de la revela­ción o de las revelaciones, remontarse más acá de toda experiencia religiosa determinada con el fin de poner al descubierto una mesianicidad abstracta, "un «mesianismo» siempre presupuesto, un mesianismo casi transcendental pero también obstinadamente interesado por un materialismo sin sustan­cia: un materialismo de la chora para un «mesianismo» desesperante”.40

Antes de interrogarnos sobre la que realmente está en juego en esa des vinculación, tratemos de calibrar su cercanía o lejanía respecto de una operación de estilo heideggeriano. Entre el mesianismo religioso, por una parte, y la mesianicidad cuasitranscendental, por la otra, parecería haber una relación similar a la que Heidegger ha establecido entre la existencia efectiva protocristiana y las estructuras del Da-sein, estructuras dentro de las cuales sólo pueden surgir -a sus ojos- esas determinadas experiencias de la temporalidad, de la espera, de la promesa, de la caída, de la culpa, etc., que la caracterizan. Más en general todavía, Heidegger habría querido mostrar, según Derrida, que la revelabilidad (Offenbarkeit) es más origina­ria que la revelación (Offenbarung), que “la teio-logia (discurso sobre el ser divino, sobre la esencia y la divinidad de lo divino) es más originaria que la íeo-logía (discurso sobre Dios, la fe o la revelación)”.41 Derrida lee el es­fuerzo heideggeriano como el intento de pensar la estructura arreligiosa o prerreligiosa de lo religioso, la revelabilidad (Offenbarkeit) antes y más acá

39. J. Derrida, Cristianesimo e secolarizzazione, op. cit., p. 28.40. J. Derrida, Espectros de Marx, op. cit, pp. 188-189.41. J. Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón, op. cit., p. 25 (traducción modificada).

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de toda revelación (Offenbarung) o, en otros términos, la revelabilidad como la condición de posibilidad de cualquier revelación determinada.

Heidegger parece hacer siempre de la posibilidad de revelación una estructura de la existencia más profunda, más antigua y, por lo tanto, independiente, sobre cuya base la revelación religiosa, tal o cual religión histórica, se vuelve posible de forma secundaria y se determina. Sin embargo, podemos estar tentados de oponer a este poderoso y clásico argumento al menos una pregunta: ¿y si, como tal, la revelación de la revelabilidad misma se manifestara única­mente a través del acontecimiento (histórico) de la revelación?42

Heidegger habría tratado ante todo de liberar la “estructura” de lo religioso y de lo divino, del vínculo que la liga con la experiencia cristia­na, en la que ésta habría hecho su aparición eminente, al mismo tiempo que se habría ocultado. Operación singular: extraer del cristianismo las estructuras a partir de las que se procede a su absorción, a su limitacióno negación (“Estrategia tanto más retorcida y necesaria para Heidegger”, observa Derrida, “cuanto que éste no acaba nunca de emprenderla con el cristianismo o de desprenderse de él -con tanta más violencia cuanto que es demasiado tarde, quizá, para denegar ciertos motivos archicristianos de la repetición ontològica y de la analítica existencial”).43 Es lo que sucede en los primeros cursos friburgueses, dedicados a la interpretación de la expe­riencia religiosa protocristiana. En ellos se reivindica, por ejemplo, en el análisis de las Cartas de San Pablo, la inefectividad de la “segunda venida” para salvaguardar la estructura de la espera como modalidad fundamental de la existencia. El no-advenimiento de la segunda venida, en esa óptica, es lo que mantiene abierta la historicidad misma del ser-ahí humano, es el cumplimiento de la vida como historia, lo que permite que el ser-ahí viva su relación con el tiempo, sea intrínsecamente temporal. La “segunda venida”,

42. J. Derrida, “Marx & Sons”, en M. Sprinker (ed.), Ghostly Demarcations. A Sym­posium on Jacques Derrida’s Spectres ofMarx, London-New York, Verso, 1999 tr. esp. de M. Malo de Molina Bodelón, A. Riesco Sanz, R. Sánchez Cedillo, “Marx e hijos”, en Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx, de Jacques Derrida, Madrid, Akal, 2002, p. 297 n. 75.43. J. Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón, op. cit., p. 22. Derrida subraya insistentemente, en varias ocasiones, esta posición singular: “Para mí, el anticristianismo de Heidegger ha sido siempre muy enigmático debido a lo macizo, violento, insistente, al tiempo que podría mostrarse -y es lo que he intentado hacer en el final de ese pequeño libro [Del espíritu]- que cierta teología cristiana, audaz y no ortodoxa, podría apropiarse del trabajo de Hei­degger y servirse de él de modo insigne, como de hecho ha sucedido a una cierta teología protestante” (J. Derrida, Conversazione con Jacques Derrida, op. cit., p. 192).

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por tanto, no se debe pensar como objeto determinado y determinable de una espera, sino como una dimensión estructural de la vida misma, la cual i'M asumida como apertura al futuro, como un ser-delante-de-sí. Cuando los cristianos piensan de manera determinada, “objetiva”, su relación con la primera y la segunda venida de Cristo, se vuelven, necesariamente, para I leidegger, “metafísicos”, con todas las cargas que este término arrastra.44

Derrida parece oscilar, por su parte, entre un gesto muy similar al heideggeriano y un gesto opuesto. La tensión entre el orden de lo revelado y el orden de lo revelable tomaría, respecto de lo mesiánico, la forma de la .siguiente pregunta: ¿es preciso pensar la mesianicidad a partir del mesia­nismo o el mesianismo a partir de la mesianicidad? Escribe Derrida:

Por una parte, se trata, quizás, de pensar una mesianicidad como estructura a partir de la que los mesianismos han podido aparecer. Para que la figura del Mesías tomara forma, justamente para que hubiera mesianismos, en el sentido judeo-cristiano o is­lámico, era precisa una estructura de acogimiento, una estructura mesiánica en general. Aquí, el riesgo es ceder a una suerte de lógi­ca transcendental [...]. A veces estoy tentado por este gesto, que es también un gesto heideggeriano.45

Desde este punto de vista, secundando este movimiento, sería preciso decir que antes de los mesianismos religiosos hay una mesianicidad trans­cendental; la posibilidad del mesianismo ha de ser pensada antes y más acá del acontecimiento de este o aquel mesianismo determinado. “Pero”, continúa Derrida, “me imagino fácilmente a los teólogos hebreos o cristia­nos diciéndome: «De ningún modo. Sólo porque ha habido mesianismo, el Mesías, ustedes piensan la mesianicidad»”.46 En esta segunda perspectiva la situación se invierte. Cualquier discurso sobre una estructura mesiánica de la experiencia puede tener lugar porque ha habido eventos religiosos singulares e irreductibles: son los mesianismos particulares los que han hecho posible, es decir, revelado, la mesianicidad, y no al contrario. La “es­tructura” se sigue de la “revelación” cuando debería precederla, la mesiani­cidad sigue al mesianismo, la posibilidad viene después del acontecimiento y no a la inversa.

44. Cfr. al respecto C. Esposito, “L’essere, la storia e la grazia in Heidegger”, en R. Bruno y F. Pellecchia (ed.), Nichilismo e redenzione, Milano, Franco Angeli, 2003, pp. 184-207.45. J. Derrida, Dialogo con Jacques Derrida, op. cit., pp. 163-164.46. Ibidem, p. 164.

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En varias ocasiones Derrida afirma que estos dos gestos son y deben seguir siendo ambos posibles: no se puede optar por uno de ellos, excluyen­do el otro. “Confieso que me siento incapaz de decidir de forma clara por una de estas dos lógicas.”47 Más aún, sería necesario respetar tal indecisión en­tre acontecimiento y posibilidad del acontecimiento, permanecer en la apo­rta, no dejarse engañar por la tentación de decidirse por uno u otro polo.48 Este sería otro ejemplo de double bind. Por otra parte es preciso añadir: no es verdad que en los textos de Derrida las dos posibilidades sean equivalen­tes y que él no muestre una preferencia por una de las dos lógicas. De hecho, el movimiento de tipo heideggeriano resulta a ojos de Derrida más acorde con el concepto de un mesianismo puro que se presente con el estatuto de una “estructura universal de la experiencia”, de una “estructura universal del viviente en general”. A veces da la impresión que Derrida, más o menos explícitamente, relaciona la posibilidad de abrir una brecha hacia una efec­tiva universalización de lo “mesiánico” (para que éste emerja más allá de nuestra lengua, de nuestra cultura, de nuestra memoria) con una decisión a favor del orden de la revelabilidad a costa del de la revelación.

Pero, podría preguntarse: para avanzar en la dirección de una uni­versalización del concepto de lo mesiánico -suponiendo que ésta sea su intención-, ¿qué necesidad habría de elegir entre el mesianismo y la me- sianicidad, subordinando el primero a la segunda? En definitiva, ¿qué nos obligaría a pensar la relación entre acontecimiento y posibilidad (del acon­tecimiento) según el esquema heideggeriano? ¿No estaría más fundado ad­mitir que la estructura, la posibilidad (la revelabilidad, die Offenbarkeit), se anuncia siempre après coup, “con retraso”, a partir del acontecimiento al que ella debería preceder y hacer posible (Offenbarung)? Sería preciso re­conocer que la posibilidad viene de facto después del acontecimiento al que precedería de iure, la revelabilidad es siempre y necesariamente revelada por la revelación. Ante todo, las relaciones entre la revelabilidad (Offenbar­keit) y la revelación (Offenbarung) no pueden leerse en clave de oposición o subordinación. Por eso, no se trata de elegir.

Me resulta difícil decidir si la mesianicidad sin mesianis- mo (como estructura universal) precede y condiciona toda figura

47. Ibidem.48. Es el mismo Derrida quien lo señala: “El respeto de esta indecisión singular o de esta sobrepuja hiperbólica entre dos originariedades, entre dos fuentes, entre, di­gamos por economía indicativa, el orden de lo «revelado» y el orden de lo «revelable», ¿no es a la vez la eventualidad de toda decisión responsable?” (J. Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón, op. cit., p. 34).

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histórica y determinada del mesianismo (en cuyo caso sería radi­calmente independiente de todas estas figuras y se mantendría he­terogénea respecto a ellas, convirtiendo al nombre mismo en algo accesorio) o si la posibilidad misma de pensar esta independencia no ha podido producirse o revelarse como tal, llegar a ser posible, sino a través de los acontecimientos “bíblicos” que nombran al me- sías y le dan una figura determinada.49

r>. Dos vías de la universalización

Aceptando a modo de hipótesis que Derrida se mantenga en la oscila­ción entre estas dos originariedades, consideremos cómo dibuja el camino hacia la anunciada universalización de lo mesiánico. Lo hemos dicho de pa­sada: unlversalizar lo mesiánico significa, para Derrida, liberarlo de toda determinación metafisico-religiosa, de todo mesianismo, erradicarlo de la relación con la revelación. Con una expresión eficaz, Derrida alude a una "mesianicidad abstracta”50 que emergería si se “ateologiza”51 la tradición que porta su semblante. Se trata de un despojo que podría parecerse a una secularización y que, sin embargo, pretende ir más allá.

Por cierto, [...] se puede interpretar un tanto superficialmente todo lo que digo en términos de una secularización radical de una tradición religiosa, de la que aún somos herederos y cuya memoria custodiamos. Pero en lo que digo emerge, también, la posibilidad de de-secularizar, es decir, de emancipar este discurso, no sólo de cualquier religión determinada sino también de la secularización misma, en la medida en que ésta permanece como una copia de la religión.52

Sería preciso, así, según Derrida, proceder a una desvinculación de lo mesiánico respecto de la revelación, o de las revelaciones, que no se deje absorber por la óptica de una contraposición o de una secularización de la religión, que nos reconduzca -sin negarla- más acá de toda experiencia de lo religioso y de lo divino, a su condición de posibilidad, a aquel “antes” que abre su espacio.

49. J. Derrida, Marx e hijos, op. cit., p. 297.50. J. Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón, op. cit., p. 30.51. Ibid., p. 31.52. J. Derrida, Cristianesimo e secolarizzazione, op. cit., p. 28.

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La ateologizaeión de la tradición propugnada por Derrida debe per­mitir remontarse a una mesianicidad pura, radicalmente desértica, sin derrotero y sin prefiguración, a una estructura que no es ni religiosa ni irreligiosa, que precede al binomio religión/secularización. Según Derrida, el sentido y la necesidad de esta “desertificación”53 se esclarecen en relación con lo que, a su juicio, sigue siendo problemático en el uso de la palabra “mesiánico”.

Lo que puede ser embarazoso en la palabra “mesiánico” es el hecho de que la referencia indirecta que hace al mesianismo im­plica la idea de una promesa, de una promesa de paz y de salva­ción. No se espera al Mesías como a uno cualquiera; es alguien que vendrá -s i v iene- a traer la salvación, la felicidad, la paz, etc. [...]El Mesías es un salvador. Sin embargo, la mesianicidad de la que hablo, lo que llega puede ser algo totalmente distinto de esto, puede ser lo peor.54

Una precomprensión de la promesa en los términos de paz o de salva­ción limita la exposición al acontecimiento, forma un horizonte y transfor­ma la promesa en garantía o seguridad. Aquí lo mesiánico desaparecería, la apertura al porvenir y a lo otro -sea lo que sea o sea quien sea, algo ab­soluto e imprevisible que llega, que puede ser terrorífico o amenazante, que incluso puede ser lo peor- se limitaría y se pondrían condiciones, filtros. Porlo tanto, desaparecería la “justicia” que Derrida asocia siempre a lo mesiá­nico en tanto que ésta, a diferencia del derecho, significaría la “experiencia del otro como otro, el hecho de que yo deje al otro ser otro”.55 Si la justicia es aquella relación con lo otro que lo deja ser en su alteridad, entonces lo mesiánico -una espera de lo otro sin horizonte de espera- es inseparable de la justicia. Por eso, piensa Derrida, “en las religiones para las cuales el Mesías ha llegado, donde la vocación mesiánica ya se ha consumado, siem­pre corremos el riesgo de perder de vista la trascendencia de la justicia y del porvenir”.56 Por lo tanto, lo mesiánico -puro, incondicionado- se anunciaría sólo gracias a una abstracción desertificante, a una liberación de las figu­ras (mesiánicas, religiosas o filosóficas) de lo esperado y a una laceración de todo horizonte de espera.

53. J. Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los limites de la mera razón, op. cit., p. 28.54. J. Derrida, Dialogo con Jacques Derrida, op. cit., p. 165.55. J. Derrida, B. Stiegler, Ecografías de la televisión, op. cit., p. 36.56. J. Derrida, M. Ferraris, El gusto del secreto, op. cit., p. 36.

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Esta dimensión mesiánica no depende de ningún mesianismo, no sigue ninguna revelación determinada, no pertenece propiamen­te a ninguna religión abrahámica (incluso si debo continuar aquí [...] dándole nombres marcados por las religiones abrahámicas).57

Sintetizando, podríamos indicar cómo sigue el camino delineado porI )('rrida: no se trata de realizar una secularización de lo mesiánico, sino deI levar a cabo una operación más radical con el propósito de erradicarlo de la tradición en la que apareció históricamente a fin de que lo que, de modo con­tingente, llamamos “mesiánico”, emerja más allá de las “re-apropiaciones hebraicas o cristianas de la mesianicidad”,58 como “estructura universal de la experiencia”.

Ahora bien, hablar de una “estructura universal de la experiencia”, no es, ciertamente, un acto ingenuo y sin consecuencias, y Derrida lo sabe me­jor que nadie. La universalización de la que venimos tratando en relación con lo mesiánico y con la chora (que aquí hemos dejado en segundo plano voluntariamente), se expone -paradójicamente, si pensamos que se trata, justamente, de Derrida- a una inevitable lectura crítica en clave herme­néutica y anti-metafísica. Por eso nos asombra que Vattimo, en un diálogo dedicado expresamente a estos temas, manifieste más de una reserva hacia los conceptos derridianos de mesiánico y de chora. “También yo”, afirma Vattimo, “quiero estar abierto al «porvenir», sólo que reconozco que mi dis­ponibilidad al “porvenir” está radicada en una particular tradición de la que me descubro heredero. No estoy estructuralmente abierto al «porvenir», por eso la chora de Derrida me genera sospechas si pretende tener valor de estructura universal”.59 La operación derridiana, a los ojos de Vattimo, no es distinta de la del racionalismo metafísico. La universalización intentada por Derrida es aún muy similar, quizás demasiado, al gesto filosófico que ha querido hablar de una estructura universal desde un lugar universal, a costa de la historicidad, de la singularidad, de las diferencias. El paso a lo universal sólo podría efectuarse neutralizando la dependencia del acontecer determinado por el acontecimiento: allí donde nos referimos a una estruc­tura universal estable, metafísica, la eventualidad es puramente aparente, se realiza sólo una estructura lógica. “Mi problema, “continúa Vattimo, “es que me siento ligado tanto a la chora como al mesianismo cristiano, así

57. J. Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón, op. cit., p. 30.58. J. Derrida, Cristianesimo e secolarizzazione, op. cit., p. 30.59. Ibid., p. 34.

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como a la religión judeo-cristiana, hasta tal punto que no puedo concebir saltar más allá de estas lenguas, pensando en una traducibilidad indefini­da de una experiencia humana universal que podría llamarse de otro modo. No puedo nombrarla sino de este modo”.60 Lo que es seguro, para Vattimo, es la intranscendibilidad de una tradición, la imposibilidad de remontarse más acá de la propia herencia, de hablar de otro modo. También la sensi­bilidad de la filosofía contemporánea para el acontecimiento, tal como se documenta, por ejemplo, en la antimetafísica heideggeriana o en la misma deconstrucción derridiana, es a su juicio “sólo explicable en términos de he­rencia judeo-cristiana y también griega”. La anti-metafísica de Heidegger habla en nombre de una herencia, de una pertenencia: no hay lugares o mo­mentos de no pertenencia, no podemos prescindir de nuestros presupuestos.

Ninguna palabra puede dejar de ser una pertenencia. Puedo remontarme al griego y quizás al sánscrito, pero siempre dentro de algunas proveniencias y no en relación con una especie de estruc­tura universal que pretendo alcanzar en un punto determinado.61

Vattimo denuncia, desde su perspectiva, la problematicidad intrínseca del intento de Derrida, de aquella liberación o erradicación -cuyos rasgos salientes ya hemos indicado- que deberían remontarse a una mesianicidad “abstracta” y, por eso, “universal”. Puesto que no se puede “saltar fuera de la tradición” o de la “lengua” desde la que se habla, en la apelación a una estructura universal de la experiencia el riesgo consiste en poner -aun con todas las precauciones- entre paréntesis o relativizar la “eventualidad del ser” y volver a proponer una forma de racionalismo puro, metafísico. Según Vattimo tampoco la filosofía derridiana -en línea con la heideggeriana- ha­bría sido lo suficientemente sensible al acontecimiento -a pesar de que haya sido una de las más sensibles- y, en definitiva, habría cedido a la tentación de una universalización que, se quiera o no, seguiría siendo metafísica.

“Si pretendo pasar a lo universal, tengo el peligro de saltar todos los pasos intermedios que implican acuerdos, alianzas, negociaciones, contra­taciones, para tratar de reunir los diversos horizontes -y éste es, justa­mente, el riesgo de la metafísica.”62 No falta, ciertamente, en la óptica de Vattimo, un interés por la universalización, pero el camino para llegar a ella es, en cierto sentido, opuesto al de Derrida.

60. Ibidem.61. Ibid., p. 36.62. Ibidem.

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A la universalización de estilo derridiano, demasiado “metafísica”, el IIInsolo turinés opone una universalización de corte gadameriano, que ten­dón la ventaja de ser más sensible al acontecimiento, de no querer apar­tarse de la concreción de las proveniencias determinadas y de la necesidad ilr "acuerdos, alianzas, negociaciones” para alcanzar, a partir de allí, una "fusión de horizontes”. Hay, por decirlo así, un camino que no puede pasar- hc por alto: no es el del racionalismo que torna puramente aparentes las1 1 i ferencias, sino el camino práctico-hermenéutico que arranca a partir de ellas. En relación con la cuestión de la religión -que es el núcleo del debate ¡ti que nos estamos refiriendo- la diferencia de la posición de Vattimo se deja entrever en la siguiente expresión (que conserva toda la inmediatez y la provisoriedad de un coloquio, pero tiene la ventaja de su claridad): “Para­dójicamente no se pueden sustituir los misioneros cristianos por los filóso­fos ilustrados que dicen: «Mirad, todas las religiones dicen más o menos lo mismo». Es necesario enviar misioneros cristianos que aprendan las técni­cas hindúes de yoga y que construyan un horizonte histórico concreto que parta de eso, y no que unlversalicen genéricamente. Este es, en mi opinión, el problema del acontecimiento”.63 Por lo tanto, se trataría de construir un horizonte histórico concreto a partir de tradiciones, herencias, lenguas de­terminadas, en virtud de su encuentro efectivo y no de su suspensión: cada perspectiva y tradición finita se encontraría así con las otras sin librarse de las necesarias negociaciones.

Podríamos decir que se enfrentan aquí dos caminos hacia la univer­salización: “el práctico-hermenéutico” de Vattimo y el “fenomenológico”, o sea, “eidético-transcendental” de Derrida. En ellos se muestran operantes, más allá de las intenciones, dos matrices filosóficas distintas: una, la rela­tiva al pensamiento derridiano, determinada por la presencia de Husserl y Heidegger; la otra, propia de la reflexión de Vattimo, de inspiración heide- ggeriano-gadameriana. Dicho lo cual, es preciso agregar que, más allá de las diferencias evidentes, tampoco se niega en la perspectiva de Vattimo la remisión a una “estructura universal de la experiencia”, sino que más bien se confirma, aunque él la considere problemática en sí misma. Si no fuera así, no se podría construir ningún horizonte histórico concreto, no habría ningún “encuentro”, desaparecería el terreno de comparación para cual­quier acuerdo, alianza, negociación.

A pesar de ello, la réplica de Vattimo contribuye eficazmente a poner al descubierto la tensión problemática intrínseca al intento de Derrida: ¿debe necesariamente la universalización de lo mesiánico -si es que se trata de

63. Ibid., p. 34.

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esto- acontecer en perjuicio de la tradición en la que aparece? Unlversa­lizar, en el sentido que estamos utilizando ¿significa obligatoriamente abstraer, desertificar? ¿O más bien puede significar también sorprender a partir de esta o de aquella tradición algo en lo que -a través de acuerdos y negociaciones, en un camino de traducción infinitamente abierto, intermi­nable, (im)posible, es decir, que está continuamente en proceso— también el otro pueda reconocerse; sorprender algo que ya opera como condición de posibilidad del “encuentro” con el otro -con otra cultura- y que no cesa de revelarse a partir de ello?

Hablar de una estructura universal de la experiencia sólo puede sig­nificar, en nuestra opinión, con o sin Derrida, comprenderla como aquella posibilidad que el acontecimiento del encuentro revela -la revela con retra­so, como lo que ya estaba allí en acto- y de la que ninguna lengua puede jactarse de tener la exclusividad, aunque esto no significa de ningún modo que su emerger sea independiente de esta o aquella lengua, de este o aquel acontecimiento determinado. Esto no requiere de por sí ninguna “erradica­ción”, sino, al contrario, justamente a partir de la valorización explícita de lo que ha posibilitado su emergencia, la apertura a una indefinida y múlti­ple revelación. Cuando Derrida afirma -lo hemos citado-: “No me resulta difícil imaginar”, observa Derrida, “que en otra lengua, en otra cultura, con otra memoria, no sólo se vive, sino también se describe lo que estoy describiendo, sin hacer la más mínima referencia no sólo al mesianismo, sino también a lo mesiánieo” e inmediatamente después añade que, justo en aquel momento, tendremos por fin “la apertura hacia una universalización efectiva”,64 quizás sería preciso decir de otro modo: no “tendremos una efec­tiva universalización”, en el sentido en que Derrida usa la expresión, sino que “estaremos frente a otra apropiación”. O, si se quiere, frente a la emer­gencia de aquella “estructura universal de la experiencia” en otra cultura, en otra lengua, a través de otras palabras; en cada acontecer del encuentro de una cultura con las otras se podrá tener una nueva y “singular” atesta­ción de la “universalidad” de aquella “estructura”, como lo que hace posible el mismo encuentro y, conjuntamente con aquella atestación, una nueva revelación de su sentido.

64. Ibid., p. 28.

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(i. Lo mesiánico y la tolerancia

Prescindiendo del modo en que Derrida traza su proyecto, dejando mitre paréntesis los problemas evidenciados hasta ahora, preguntémonos, ¿cuál sería la urgencia de esta “efectiva universalización”, o sea, de este desarraigo de lo mesiánico de la tradición abrahámica, como la llama con frecuencia, y, sobre todo, de la tradición judeo-cristiana? ¿Qué es lo que está en juego esta operación? He aquí una posible respuesta: para Derri­da se trata de pensar el espacio de una “estructuralidad”, de una “cuasi-I r anscendentalidad” en vistas de otra política, de otra democracia, de una democracia universal, de una “tolerancia absoluta”. Por lo tanto ¿qué decir de esta apertura desarmada al porvenir y a la venida de lo otro, en lo que consistiría una mesianicidad abstracta? Observa Derrida:

En un cierto sentido considero que esta estructura es uni­versal. No concierne simplemente a los judíos, a los cristianos, a los musulmanes, etc.; Esto tiene notables consecuencias políticas, puesto que, si defino una estructura en términos universales, abro el espacio de la tolerancia absoluta y de una política que no es la del pueblo elegido o la de una determinada cultura, de una determina­da nación, de una determinada lengua.66

La ateologización de la tradición de la que proviene lo mesiánico -to ­mando como hipótesis que ésta sea necesaria o incluso sólo posible- tendría la tarea de liberar “una racionalidad universal y la democracia política que le es indisociable”.66

¿Por qué sería necesario colocarse más acá o más allá de los mesia- nismos, de la tradición abrahámica, alcanzar una mesianicidad abstracta, pura, desértica, independiente de toda determinación o revelación históri­ca, de toda religión que, al fin, podría incluso dejar de llamarse mesiani­cidad? Para abrir la brecha hacia una racionalidad universal y hacia una democracia caracterizada por una nueva tolerancia, “una «tolerancia» que respetaría la distancia de la alteridad infinita como singularidad”.67 Esto sería lo que está en juego. Pensar la mesianicidad como estructura uni­versal implica “efectos políticos considerables. Por ejemplo, se opera una descentralización respecto de la revelación bíblica, histórica, europea; se

65. Ibidem (subrayado nuestro).66. J. Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón, op. cit., p. 31.67. Ibid., p. 36.

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puede, entonces, reconocer que hay una cierta mesianicidad en cada cul­tura e incluso en el animal. Por lo tanto esto tiene múltiples implicaciones desde el punto de vista político, desde el punto de vista de la relación con el viviente, de la relación entre el hombre y el animal, que es una de mis preocupaciones permanentes”.68

Todo este discurso, potente y extremo, en muchos sentidos problemáti­co, acerca de la mesianicidad como estructura universal de la experiencia, acerca de la apertura al porvenir y de la venida de lo otro, acerca de la justicia como lo que deja al otro ser otro, apuntaría entonces hacia una “cul­tura universalizable de singularidades, una cultura en la que la posibilidad abstracta de la imposible traducción pueda no obstante anunciarse”69 y, en última instancia, a través de esto, una política diferente, una política del porvenir, una política de la hospitalidad, una democracia como respeto uni­versal de las singularidades. En otros términos, para fundamentar-lo cual, por supuesto, no significa realizar- una tolerancia absoluta, para abrirse a la inminencia de una justicia que nunca se hará presente, es preciso reco­nocer una estructura universal de la experiencia.

La cuestión de lo mesiánico se conecta, entonces, con el problema de la democracia, de la promesa democrática, de la tolerancia, de una tolerancia “diferente”, universal. Tocamos así el horizonte último del intento derridia- no. No se comprendería la tenacidad con la que Derrida se empeña en pen­sar los conceptos de mesiánico y de chora, si no se tuviera presente este ho­rizonte último y no se leyese su intento como un modo de dejarse interrogar en todo momento y, sobre todo, por lo que acontece, por la transformación en curso. ¿Y qué es, entonces, lo que acontece? En síntesis, inaugurando una lista que exige continuamente ser completada: la alteración de las fronte­ras en virtud de esta universalización que hoy se llama globalización -pa­labra impronunciable por vacía- cuya matriz tele-tecno-mediática es más evidente que nunca; una relación inaudita -impensada e impensable hace sólo unos decenios- entre pueblos y culturas, aún después de movimientos migratorios de proporciones masivas; un encuentro y una confrontación, con signos más o menos velados de conflicto entre civilizaciones, por decirlo de soslayo; una tentación de clausura y de reivindicación de identidad, de reacción nacionalista y de inmunidad; una amenaza cada vez más sensible de homologación, de homogeneización, de apropiación de las singularidades por parte de las fuerzas económico-políticas que gobiernan nuestro planeta;

68. J. Derrida, Dialogo con Jacques Derrida, op. cit., p. 164.69. J. Derrida, Fe y saber. Las dos fuentes de la “religión” en los límites de la mera razón, op. cit., p. 30.

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Ih ("vigencia, por lo tanto, de una salvaguarda de la singularidad que con- . nenio, sin embargo, con la instancia de universalidad, que no la descuide; V, iiinlo con todo esto, una vitalidad extraña de la “religión”, la emergencia ili'l fenómeno que se etiqueta como “retorno de las religiones”. Ahora bien, Ih referencia a lo mesiánico representa, según nuestro parecer, el intento o el esbozo de un pensamiento de la vida y del viviente que aspira a abrir o a fundamentar una convivencia caracterizada por una tolerancia absoluta yI iiii· el respeto de la alteridad infinita del otro.

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