Etica y ciudadania

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Ética y ciudadanía Armando Millán y Odette Vélez (Compiladores) Los límites de la convivencia César Escajadillo - Gisela Fernández - Gisela Hurtado - Mónica Jacobs Alejandro León - Francisco Merino - Miryam Narváez - Ramón Ponce Pilar Robledo - Nicolás Tarnawiecki - Gustavo Zambrano

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Ética y ciudadaníaArmando Millán y Odette Vélez (Compiladores)

Los límites de la convivencia

César Escajadillo - Gisela Fernández - Gisela Hurtado - Mónica Jacobs Alejandro León - Francisco Merino - Miryam Narváez - Ramón Ponce

Pilar Robledo - Nicolás Tarnawiecki - Gustavo Zambrano

Ética y ciudadaníaArmando Millán y Odette Vélez (Compiladores)

Los límites de la convivencia

César Escajadillo - Gisela Fernández - Gisela Hurtado - Mónica Jacobs Alejandro León - Francisco Merino - Miryam Narváez - Ramón Ponce

Pilar Robledo - Nicolás Tarnawiecki - Gustavo Zambrano

Lima, agosto de 2012

© Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)Primera publicación: agosto de 2012Impreso en el Perú - Printed in Peru

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)Centro de Información

Millán, Armando; Vélez, Odette. Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

Lima: Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), 2010ISBN: 978-612-4041-95-2 (formato e-book)

ÉTICA POLÍTICA, CIUDADANÍA, IDENTIDAD, MODERNIDAD, DERECHOS HUMANOS, ESTADO DE DERECHO

172.1 MILL

Cubierta:Corrección de estilo:Diseño de cubierta: Diagramación:

Rhony AlhalelChristian EstradaGermán Ruiz Ch.Diana Patrón

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo nien parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información,en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

El contenido de este libro es responsabilidad de los autores y no refleja necesariamente laopinión de los editores.

Editor del proyecto editorialUniversidad Peruana de Ciencias Aplicadas S. A. C.Av. Alonso de Molina 1611, Lima 33, Perú.Teléf. 313-3333www.upc.edu.pePrimera edición: agosto de 2012

Disponible en http://pe.upc.libri.mx

Esta obra se publicó por primera vez de manera impresa en agosto de 2010.

La Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) agradece a Rhony Alhalel la cesión de su cuadro

reproducido en la cubierta.

Transire-TranserSerie Rito de paso

1,20 x 2,35 mAcrílico, tierra de color y grafito

2002

Índice

Introducción. ¿Por qué ética y ciudadanía en el Perú de hoy?Armando Millán Falconí y Odette Vélez Valcárcel

Precisando el campo de la éticaRamón Ponce Testino

Luchas por la identidad. La autoconservación y el reconocimiento como paradigmas éticosAlejandro León Cannock

Racionalidad: génesis de las sociedades modernasMónica Jacobs Martínez y Miryam Narváez Rivero

Ambivalencias de la Modernidad: dos caras del individualismo ético contemporáneoNicolás Tarnawiecki Chávez

Algunas reflexiones en torno al debate contemporáneo de la universalidad de los derechos humanosGisela Hurtado Regalado

Mínimos éticos para una convivencia ciudadana en el PerúFrancisco Merino Amand

Reconocimiento, igualdad y participación: el continuo y complejo proceso de construcción de la ciudadaníaPilar Robledo Ríos

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El Estado de derecho en la construcción de la ciudadaníaGisela Fernández Rivas Plata y Gustavo Zambrano Chávez

Persona, pluralismo y progreso moralCésar Escajadillo Saldías

Glosario de términos sobre ética y ciudadanía

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Armando Millán Falconí*

Odette Vélez Valcárcel**

Iniciar un texto con una pregunta de este tipo puede parecer, para algunas personas, una suerte de ejercicio retórico. Los peruanos y peruanas del siglo XXI estamos familiarizados con una imagen de nuestro país que lo presenta como un lugar donde todo es posible, donde las leyes no se respetan, y donde reina el cinismo y la decadencia. Dicha imagen, surgida de nuestro sentido común como miembros de esta colectividad, suele reflejar la percepción de que, en el Perú, las cosas no funcionan. El lenguaje popular lo resume en una expresión: «Así es la vida». Esta afirmación, en apariencia objetiva y neutral, parece intentar únicamente dar cuenta de una situación, es decir, describirla, pero resulta, en verdad, subjetiva y lapidaria. Se puede traducir como «vivimos en un mundo miserable y no podemos hacer nada para cambiarlo». En consecuencia, solo nos correspondería aceptar las cosas como se presentan y resignarnos a sobrevivir en un escenario severamente complejo. ¿Por qué ética y ciudadanía en el Perú de hoy? Tal vez, deberíamos reformular la pregunta: ¿por qué son importantes la ética y la ciudadanía en el Perú de hoy? Una reflexión en torno a tres situaciones que se han producido a inicios del siglo XXI en nuestro país puede ayudar a responder esta pregunta inicial.

La primera situación se relaciona con la experiencia vivida en nuestro país de 1980 a 2000 y que constituye la peor hecatombe de nuestra historia republicana. Veinte años

Introducción¿Por qué ética y ciudadanía en el Perú de hoy?

* Estudios concluidos en la maestría de Docencia en Educación Superior por la Universidad Andrés Bello (Chile). Graduado en Antropología por la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Coordinador y profesor del curso Ética y Ciudadanía de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Es coautor de varias publicaciones relacionadas con capital social, participación ciudadana y voluntariado.

** Estudios doctorales en el programa Educación y Democracia de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Barcelona. Graduada en Psicología Educacional por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesora del Área de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, así como de la maestría en Terapia de Artes Expresivas de TAE Perú. Ha publicado Ética y política. El arte de vivir y convivir (2000), La exigente incomodidad. Ética y profesiones (2005) y El poder de educar. Una mirada al vínculo pedagógico (2010).

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de violencia, destrucción, asesinatos, tortura, desapariciones forzadas, sufrimiento, impunidad e indiferencia en el escenario de un conflicto bélico interno. Dos décadas de sangrientos sucesos producidos por un enfrentamiento armado que dejó como saldo la muerte de más de 69 mil personas, hombres y mujeres, niños y adultos, que hoy ya no están con nosotros. En un contexto nacional de profundas carencias, desigualdades y exclusiones, Sendero Luminoso —y más adelante el MRTA— le declaró la guerra al Estado peruano, y, por tanto, a todos los peruanos y peruanas, con el objetivo de imponer, a través de acciones violentas, un nuevo orden político, social y económico. Este conflicto evidenció un país fragmentado y unas autoridades políticas incapaces de restablecer el orden y garantizar la seguridad de los ciudadanos y ciudadanas frente a las acciones destructivas de los subversivos.

La segunda de las situaciones tiene que ver con las tragedias de la discoteca Utopía y del centro comercial Mesa Redonda. A mediados de 2002, el país entero se estremecía por la noticia de que veintinueve jóvenes habían fallecido asfixiados en el interior de una discoteca llamada Utopía, producto de un incendio. Era un establecimiento de carácter exclusivo, en uno de los centros comerciales más ostentosos de la ciudad de Lima. El local de la discoteca se encontraba lleno de jóvenes que sobrepasaban el aforo máximo, no se contaba con extinguidores para el fuego y las salidas de emergencia habían sido bloqueadas para colocar mobiliario que permitiera albergar más gente. Todas las víctimas murieron por asfixia. Unos meses antes, una tragedia incluso más impactante había tenido lugar en una zona menos «exclusiva», el centro comercial Mesa Redonda. En los alrededores del Mercado Central de Lima, en el populoso Barrios Altos, más de cuatrocientas personas fallecieron atrapadas en sus pequeños locales comerciales o en plena calle, como resultado de la explosión simultánea de fuegos artificiales que se vendían de manera informal y que derivaron en un terrible incendio. Dos tragedias en la ciudad de Lima, en sectores socioeconómicos de la capital muy distintos, pero con idéntico resultado a la fecha: los responsables últimos de ambos sucesos nunca fueron procesados y los familiares de las víctimas siguen esperando justicia.

La tercera situación ocurrió a mediados de 2009. Los noticieros televisivos de la capital abrieron sus titulares matutinos con la noticia de que se estaba produciendo un cruento enfrentamiento en la provincia amazónica de Bagua, en el norte del Perú. Hacía varios meses que las diversas asociaciones de nativos amazónicos requerían la atención del Gobierno debido a una política extractiva de hidrocarburos que ponía en riesgo las condiciones de vida de sus familias y sus derechos como pueblos indígenas. El Gobierno nunca respondió de manera abierta y clara. Las poblaciones indígenas decidieron aumentar la presión tomando la carretera Fernando Belaunde. La reacción del Gobierno continuó la beligerancia: un gran contingente de policías fue enviado a la zona para

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Introducción

liberar la infraestructura secuestrada. Esa mañana de junio, las noticias se sucedían entre el desconcierto y la desinformación de la prensa radial y televisiva. Policías y nativos se habían enfrentado a balazos en medio de nubes de gases lacrimógenos. El resultado: veinticuatro policías y nueve indígenas asesinados.

Estos y otros innumerables hechos que han ocurrido y, lamentablemente, siguen ocurriendo en nuestro país son un claro y rotundo testimonio de las grandes dificultades que todavía tenemos como sociedad para lograr una convivencia mesurada en la que podamos encontrar una manera de entendernos. Estos dolorosos acontecimientos nos revelan, como afirma el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, el quiebre del ser humano, el lado siniestro en nuestro acercamiento al otro: la elección de la guerra, la opción del enfrentamiento hostil, la decisión del daño, avalados por un entumecimiento ético, igualmente perverso, que nos domina y nos hace incapaces de reaccionar y actuar1.

Los veinte años de violencia política sufridos en todo el Perú, los acontecimientos vividos en la discoteca Utopía y en el centro comercial Mesa Redonda, y los últimos sucesos desarrollados en Bagua constituyen expresiones vigentes de desmesura y de trasgresión de límites en la convivencia, acciones impunes en las que el abuso y la arbitrariedad fueron la norma por seguir, escenarios donde el otro fue considerado como enemigo a partir del cual satisfacer la necesidad de agresión, como objeto pasible de ser usado para el propio beneficio o como un desconocido o ajeno a nuestros afectos. Es decir, una demostración de total desconocimiento de la humanidad del otro y de sus derechos más elementales. Nada más lejos de la experiencia ética a la que aspiramos como individuos y como comunidad política, en la que la necesidad de encontrar una mejor forma de vivir y de establecer criterios para ello es fundamental.

Situaciones como estas nos recuerdan que estamos lejos de vivir en paz, pero también interpelan nuestra capacidad para orientar y regular la convivencia a partir de lo que consideramos mejor o peor, ponen en tela de juicio nuestro ejercicio de libertad y responsabilidad para evitar semejantes actos de barbarie, confrontan nuestra competencia para evaluar lo justo y lo injusto —lo correcto y lo incorrecto— de nuestro proceder y para establecer un orden de prioridades que permita una convivencia civilizada entre las personas. ¿Por qué deberíamos aceptar vivir en una sociedad con graves desigualdades, con niveles extremos de pobreza, de racismo, de discriminación de género, de centralismo, de corrupción? ¿Por qué tendríamos que permitir tantos autoritarismos, negligencias e injusticias por parte de las autoridades políticas, de las

1 Véase KAPUSCINSKI, Ryszard (2007) Reportero del siglo. Santiago: Editorial Aún Creemos en los Sueños, pp. 16-17.

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empresas, de los profesionales, o de la propia sociedad civil y sus organizaciones? ¿Cómo no ponerse en el lugar de las personas que perdieron la vida en estas circunstancias y de sus familiares que hasta el día de hoy sufren su ausencia? ¿Cómo no imaginar que pudimos ser nosotros quienes sufriéramos las consecuencias directas de estos sucesos? ¿Cómo no sentir que algo de esas personas habita en nosotros? ¿Cómo no exigir el derecho a que se les haga justicia y a que reciban las reparaciones que merecen? Estas preguntas son pertinentes si tomamos en cuenta que el tema central de la ética se vincula con la forma en que decidimos vivir y convivir con los otros, es decir, con lo que hacemos de nosotros mismos y de los otros a través de las consecuencias de nuestras acciones cotidianas.

Recuperando las palabras de Salomón Lerner en la entrega del informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en 2003, este tipo de hechos expone no solo el asesinato, la desaparición, la tortura, el atropello y la injusticia a gran escala, sino también la indiferencia, la insensibilidad y la desidia de quienes, pudiendo impedir estas desgracias, no lo hacemos2. Detenidos por el letargo, la inconsciencia y la complicidad, permitimos que la falta de consideración por el otro y por las normas acordadas gobierne, en gran medida, nuestra coexistencia. Porque, como sostiene Gonzalo Portocarrero, desde la lógica de la complicidad tendemos a inhibir la protesta contra el abuso, como consecuencia de un pacto social clandestino a partir del cual nos otorgamos una licencia social para rechazar, trasgredir u omitir la ley3. Es difícil aceptarlo, pero parece ser que solo la constatación de hechos como los mencionados nos permite tomar conciencia de que, en nuestro país, convivimos en una escandalosa precariedad ética que está instalada en nuestra vida pública, social y privada. Daños humanos de esta magnitud nos llevan a cuestionarnos hasta cuándo vamos a aceptar esta realidad como algo inevitable e inmutable, como parte de nuestra «naturaleza» como peruanos, hasta cuándo vamos a evitar creer en la justicia y la igualdad ante la ley, hasta cuándo vamos a consentir excesos.

Esta problemática pone seriamente en entredicho la consolidación de una vida ciudadana en nuestro país, ya que, si partimos de una definición elemental, la ciudadanía alude a un tipo de organización de la vida política que les reconoce a todos los miembros de una colectividad los mismos beneficios y prerrogativas que otorgan los derechos, y que, asimismo, espera que cada uno de ellos cumpla con las mismas exigencias u obligaciones que supone su pertenencia al grupo. Como sabemos, esta

2 Véase LERNER, Salomón (2004) La rebelión de la memoria. Selección de discursos 2001-2003. Lima: IDEH-PUCP / Coordinadora Nacional de Derechos Humanos / CEP, p. 148.3 Véase PORTOCARRERO, Gonzalo (2005) Una sociedad de cómplices, pp. 6-9. En: revista Libros & Artes, No. 9.

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Introducción

manera de vincularse políticamente es el resultado del largo proceso de Modernidad, que ha generado grandes transformaciones en el mundo occidental en los últimos cuatro siglos. La más importante de estas, vinculada con la ciudadanía, fue la eliminación de diferencias que se creían esenciales entre individuos —connaturales al ser humano—, a partir de las cuales se establecían jerarquías, y se otorgaban privilegios para algunas poblaciones y exclusiones para otras.

La ciudadanía moderna es un modelo de organización política que busca evitar esos privilegios. En su versión clásica, presume de universalismo: intenta homogeneizar a los miembros de una comunidad política en condiciones de igualdad. Una igualdad que, por cierto, no pretende erradicar las diferencias —que sí son naturales, ya que todos nacemos con características distintas—, sino solo evitar las prerrogativas que generan desigualdades y exclusiones sociales. Así, el bienestar colectivo se asegura a través del respeto por los derechos y los deberes de los ciudadanos, lo cual es consistente con una vida en común basada en la justicia. Esto supone, por ejemplo, asegurar el derecho de todos los ciudadanos a preservar su vida aun cuando no se esté de acuerdo con la tendencia ideológica de una agrupación fundamentalista. Igualmente, se espera que, en un tipo de sociedad de esta naturaleza, se ejerza plenamente el derecho a la justicia, en la que los culpables de delitos tan flagrantes como los vinculados con los casos de Utopía y Mesa Redonda reciban una sanción acorde con la ley. Y no se vive realmente en una condición de ciudadanía si las poblaciones indígenas parecen no tener influencia real sobre un territorio amparado por la legislación internacional, hecho que el Estado pretende desconocer.

Ocurre lo mismo si analizamos nuestra sociedad desde la perspectiva de los deberes. Y es que los deberes ciudadanos son la otra cara de los derechos ciudadanos. Así, el derecho a vivir con una calidad de vida que asegure la dignidad de la persona humana supone que el Estado asuma el deber de velar por las condiciones aceptables de salud, educación, vivienda y alimentación, entre otros, de los ciudadanos que lo componen. Igual sucede con el deber que tienen las empresas de brindar servicios que no pongan en riesgo la vida ni la integridad de sus clientes, o con el deber de cuidar la propiedad privada y pública aun en casos en que se proteste de manera masiva ante acciones que se consideran claramente dañinas o injustas. Si los deberes o los derechos, sobre los que se sustenta la vida en común, no se cumplen, no se vive, entonces, en plena ciudadanía.

Cabe preguntarnos, sin embargo, a quién le corresponde asegurar el cumplimiento de estos derechos y de estos deberes. Aquí se hacen imprescindibles dos elementos claves en una condición de vida ciudadana. El primero de ellos tiene que ver con los propios integrantes de la comunidad política. En efecto, varios de los derechos y deberes

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mencionados son, básicamente, de su entera responsabilidad. Es el caso del derecho a gozar de los servicios de un local público que cuente con las medidas de seguridad apropiadas para todos los clientes. Esta es tarea de los propietarios, accionistas o administradores de un negocio. Igualmente, el deber de los padres de cuidar de sus hijos y asegurar su desarrollo físico y mental se complementa con la responsabilidad de los propios jóvenes de identificar los riesgos que supone asistir a un local con muestras evidentes de inseguridad pública. Así, la responsabilidad recae en los propios ciudadanos. Ello, por supuesto, incluye el deber de exigir el cumplimiento de los derechos que nos corresponden, como cuando le reclamamos a un negociante inescrupuloso que se dedica a vender fuegos artificiales en un local que pone en riesgo la vida de sus vecinos. En estos casos, nos corresponde a nosotros, como ciudadanos, hacer frente a la falta de cumplimiento de derechos y deberes. Cuando esto ocurre, estamos ejerciendo nuestra participación ciudadana. La ciudadanía exige una pertenencia activa de sus miembros.

El segundo de los elementos tiene que ver con la constatación de que la existencia consciente de derechos no asegura la ciudadanía. Es decir, los miembros de una colectividad pueden conocer claramente cuáles son sus derechos y estar dispuestos a exigirlos, pero eso no quiere decir que se puedan ejercer. Por ejemplo, los miembros de comunidades nativas vinculados con el problema de Bagua conocían ciertamente que la resolución No. 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) —que el propio Gobierno había respaldado y firmado años antes— suponía que las políticas gubernamentales sobre el territorio en el que viven serían consultadas con ellos. Eso decían los documentos, pero, cuando ocurrieron los hechos, el convenio fue desconocido. Igual ocurre si una discoteca hace caso omiso a las especificaciones que señala Defensa Civil. En esas ocasiones, los pobladores indígenas o el ciudadano consumidor no podrán hacer cumplir sus derechos a menos que exista una autoridad que se comprometa a que se hagan valer los derechos y deberes de todos los miembros de la comunidad política. Este personaje no puede ser otro que el Estado: es a este a quien le corresponde hacer cumplir las leyes, los contratos, los compromisos y los deberes que aseguran la armonía social. Cuando el cumplimiento de los derechos y los deberes está garantizado —es decir, cuando el Estado cumple su función—, entonces vivimos en un Estado de derecho.

Un escenario como el que hemos analizado evidencia la necesidad de desarrollar una sensibilidad moral que nos permita construir una conciencia capaz de actuar frente a las dificultades de convivencia. Requerimos sentir indignación, culpa y vergüenza para rechazar y denunciar, con perseverancia, fenómenos colectivos que violan sistemáticamente los derechos humanos. Pero también precisamos sentir compasión, perdón, reconocimiento y solidaridad para no quedarnos impasibles, y exigir mínimas

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condiciones para el logro de una vida comunitaria digna. Además, necesitamos recordar. Acordarnos de diversos hechos como los mencionados para reconocer, entender y evitar, a través de nuestras acciones, que lo ocurrido se repita. Hace falta afinar la memoria de la sociedad y del Estado; registrar en nuestro imaginario colectivo el daño cometido por obra humana; apreciar y compadecernos del dolor sufrido para comprender desde dentro que, si bien la desmesura y la trasgresión habitan en cada uno de nosotros y en todas las sociedades, también es posible imaginar distintas maneras de estar con los otros en el mundo.

La ley sí existe y las matanzas y atropellos pueden frenarse. La lógica de la complicidad no ha llegado a penetrar todos los vínculos, el orden social no ha colapsado y todavía es posible la convivencia. Pensemos en cómo, luego de ocho años de la absurda muerte de veintinueve jóvenes en la discoteca Utopía, sus familiares todavía siguen en pie de lucha, no se cansan de exigir justicia y están convencidos de reabrir el caso. Asimismo, luego de un año de los asesinatos en Bagua y de múltiples protestas de diversos grupos sociales, se ha aprobado la ley de consulta a los pueblos indígenas. Tampoco podemos dejar de mencionar que, diez años después de finalizado el período de violencia política y a pesar de que la mayoría de recomendaciones y reparaciones sugeridas por el informe de la CVR no se han cumplido hasta el momento, es esperanzador el hecho de que Alberto Fujimori haya sido sentenciado a veinticinco años de prisión por las masacres cometidas en La Cantuta y Barrios Altos, así como el hecho de que se haya anunciado públicamente la construcción del Lugar de la Memoria con el fin de recordar a las víctimas del conflicto armado interno. Estos sucesos son un ejemplo contundente de que sí tiene sentido emprender la larga y crítica lucha por lograr un orden social más justo y solidario, es decir, una sociedad de ciudadanos y ciudadanas.

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¿POR QUÉ UN LIBRO DE ÉTICA Y CIUDADANÍA PARA JÓVENES UNIVERSITARIOS?Los diversos sucesos de la vida social y política de nuestro país nos recuerdan todos los días las dificultades que supone el hecho de convivir con otros. Ya sea en el espacio privado como en el público, la presencia de otros distintos a nosotros supone un reto permanente para armonizar la vida en común. Hace falta imaginar, desde una mirada amplia y crítica, cómo afrontar una serie de problemas que nos interpelan

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como ciudadanas y ciudadanos de la sociedad peruana actual. En este sentido, este libro aparece con la intención de crear un espacio de reflexión para estudiantes universitarios a partir de textos académicos e interdisciplinarios que abordan temas de relevancia ética y ciudadana.

La propuesta de esta publicación surge en el contexto de la experiencia pedagógica que se viene realizando en el Área de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) desde 1996 a través del curso Ética y Ciudadanía. La finalidad de este curso es sensibilizar a los estudiantes universitarios respecto de su entorno social, político y económico a través del análisis de situaciones y hechos que se relacionan directamente con los campos de la ética y de la ciudadanía. Este libro celebra, de alguna manera, quince años de una experiencia pedagógica semanal que ha llevado a un equipo de más de veinte profesionales de diversas disciplinas —filosofía, historia, psicología, derecho, comunicación, sociología, lingüística y antropología— y de distintas experiencias generacionales a intentar —entre fracasos e ilusiones— que más de dos mil jóvenes de diecisiete a veinte años se interesen, cada ciclo universitario, por la relevancia que la ética y la ciudadanía tienen en diversos ámbitos de sus vidas.

Parte de nuestro trabajo docente ha sido configurarnos como una comunidad de reflexión pedagógica en la que establecemos, permanentemente a través de una reunión semanal, un diálogo crítico y plural sobre los aspectos conceptuales, metodológicos y evaluadores del curso. Este espacio de discusión interdisciplinaria, desde la teoría y la praxis, ha sido —y sigue siendo— muy enriquecedor en nuestro entendimiento de los temas centrales del curso.

Justamente con el afán de brindar a los estudiantes nuevas posibilidades de comprensión y reflexión sobre estos temas, desde diversos enfoques y perspectivas, hemos preparado este libro que está compuesto de nueve ensayos cuyos autores son todos profesores del curso mencionado, que han tenido o tienen actualmente la oportunidad de trabajar pedagógicamente estos y otros temas con jóvenes estudiantes de los primeros ciclos de estudio.

Cada ensayo está dedicado a diversos temas y problemáticas actualmente relevantes en la ética y la ciudadanía contemporáneas: la ética y la delimitación de su campo; las luchas por la autoconservación y por el reconocimiento como paradigmas éticos; el fundamento racional de las sociedades modernas; el individualismo ético y su rostro ambivalente en la sociedad contemporánea; el debate de la universalidad de los derechos humanos; los mínimos éticos y su construcción para lograr una convivencia ciudadana en el Perú; la ciudadanía y su construcción a partir de la igualdad y la participación; el Estado de derecho como condición imprescindible de la ciudadanía; y el

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carácter intersubjetivo y moral del concepto de persona, y su relación con el pluralismo y el progreso moral. Como una ayuda adicional, el libro cuenta con un glosario de términos especialmente elaborado para este texto, que clarifica aquellos conceptos claves que se trabajan en el curso y que un estudiante debería conocer.

Finalmente, nos parece importante señalar que apostar por un libro como este significa —como diría el filósofo argelino Jacques Derrida— profesar un compromiso ético y ciudadano que resulta arduo —aunque no imposible—, sobre todo, en un país como el Perú, en el que no hemos logrado todavía transformar el potencial de nuestra diversidad en una fuente de igualdad de oportunidades para el desarrollo de todos los ciudadanos.

Para terminar esta introducción, agradecemos a todo el equipo de profesores y profesoras que durante estos años han hecho crecer una propuesta pedagógica basada en la reflexión crítica de nuestra sociedad desde una perspectiva ética y ciudadana. Muchos miembros de este equipo han seguido otras rutas académicas y nuevos maestros han llegado al encuentro de los estudiantes universitarios. Queremos agradecer de manera especial al profesor César Escajadillo por el esfuerzo y el cuidado puestos en la coordinación general de la elaboración del glosario, así como la participación, en el mismo, del profesor Oscar Sánchez. Finalmente, deseamos expresar nuestro agradecimiento a los miles de estudiantes que durante estos años nos permitieron construir un espacio de encuentro, muchas veces generoso y dispuesto, y otras veces duro y difícil, como suelen ser las relaciones humanas. Por lo general, los aprendizajes más importantes no provienen —necesariamente— de libros como el que estamos a punto de empezar a leer, sino de ese vínculo constante en el que profesores y estudiantes se reconocen, al inicio, como simples desconocidos, pero en el que, con el paso del tiempo compartido en el aula, pueden llegar a encontrarse.

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Ramón Ponce Testino*

La intención de este texto es dar una idea concisa de qué es la ética y de qué es lo que implica. En vista de que esta tarea supondrá el uso de términos poco frecuentes, es necesario explicar esos términos también. El problema es que esto último ya no es tan conciso, pues hay mucho que explicar. Para ordenar las cosas, en el desarrollo de aquella idea y de sus implicancias, se ha seguido como guía cuatro cuestiones básicas en cuatro secciones distintas del capítulo. Estas cuestiones plantean aspectos básicos para entender la ética: (i) las ambigüedades del uso del término, (ii) la definición del término que proponemos, (iii) el tipo de cosas sobre las que ella suele versar, y, por último, (iv) lo que ella demanda de nosotros como agentes humanos.

ÉTICA Y MORAL«Ética» y «moral» tienen que ver con lo correcto e incorrecto, o con lo que nos parece que está bien o está mal. Su significado se asocia a lo que consideramos bueno y preferible, a lo que vemos como aceptable y permitido, y a lo que nos parece execrable o intolerable. Este es su terreno común. No obstante, se trata de términos distintos.

Una primera diferencia es que la raíz lingüística de «ética» tiene precedencia histórica sobre la de «moral». Ethos es el término griego y data de cerca de veinticinco siglos atrás; mores, en cambio, es el término latino y tiene una antigüedad bastante menor (cerca de mil y tantos años). En segundo lugar, la diferencia lingüística conllevaba también una variación semántica. El significado literal de ethos era ‘carácter’, mientras que mores significaba ‘costumbre’. Esta es una diferencia importante, pues carácter

Precisando el campo de la ética

* Magíster en Ética Aplicada por la Universidad de Utrecht (Países Bajos) y bachiller en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor del Área de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

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Precisando el campo de la ética

y costumbre dan a entender dos puntos de vista distintos sobre el comportamiento. Cuando hablamos de carácter, parece aludirse a un punto de vista interno (lo que nos mueve a actuar de cierta forma, una disposición psicológica característica), mientras que, cuando hablamos de costumbre, parece que aludiéramos a la conformidad con cierta expectativa externa: actuar de acuerdo con lo socialmente acostumbrado.

A pesar de los matices de significado y la diferencia histórica, podríamos decir que ambos términos mantenían una idea común. Con ethos, los antiguos griegos se referían a una disposición de carácter que informaba la conducta individual o colectiva. A esta característica se la llamaba «virtud», y demandaba sensibilidad intuitiva e inteligencia para saber elegir la acción correcta, pero también una disposición para actuar en consecuencia. La prudencia —la virtud por excelencia según Aristóteles— era «disposición práctica acompañada de regla verdadera concerniente a lo que es bueno y malo para el hombre» (Aubenque 1999: 44). Lo que está detrás de la cita cuando se alude a una «regla verdadera» —que no es más que tener un criterio informado— es la idea de una buena vida. La idea de una buena vida era, para los griegos, un ideal compartido. Aspiramos individualmente a objetivos generales a los que otros humanos también aspiran de forma natural: mayor experiencia vital, mayor felicidad, menor sufrimiento, mayor conocimiento y bienestar, etcétera. Estos, a su vez, expresan otras preferencias más específicas, como la salud física y mental, la autonomía personal, la sociabilidad, etcétera. No tenemos una lista de preferencias comunes o un mapa jerárquico para ordenar las coordenadas de la buena vida, pero podemos identificar que existe una pluralidad de preferencias a las que atribuimos un valor, si no universal, muy importante. Y, ya que vivimos con otros, esos valores se tornan también en criterios con una fuerza vinculante: están enraizados en nuestros lazos cooperativos y moldean nuestra sensibilidad a la hora de relacionarnos con otros.

Ahora bien, si uno compara el uso de «ética» y «moral» en campos de estudio como la psicología, la filosofía o la economía, encontrará que no hay una o dos acepciones, sino muchas. La diversidad de acepciones es tal que, a pesar de la idea del núcleo común que he explicado, lo más sensato es asumir que no hay un acuerdo previo sobre cómo diferenciar esos dos conceptos. En lo que sigue, quiero dar una idea de en qué consiste esta variedad confusa y de cómo esto vuelve más compleja la comprensión de ambos términos.

Una primera acepción plantea que la ética es el estudio de la moral. Esta acepción viene de la filosofía y presupone no solo que una evalúa a la otra, sino significados muy diferentes para cada una. Desde esta perspectiva, la moral (o la moralidad) está conformada por las consideraciones sobre lo deseable, lo aceptable y lo intolerable para un individuo o una colectividad. Esas consideraciones sobre lo bueno y lo malo pueden

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tener la forma de respuestas emocionales, intuiciones automáticas, justificaciones a partir de razones, costumbres o formas esperadas de comportamiento social, etcétera. A menos que alguien tenga una personalidad psicopática, todos los seres humanos tienen consideraciones morales. Pero tener una moral no significa necesariamente reflexionar conscientemente sobre esta. La ética se pregunta conscientemente por el sentido, la racionalidad y la justificación de las consideraciones morales de las personas. Con ese intento explicativo en mente, la ética busca encontrar principios, reglas generales y teorías que expliquen y justifiquen esas reacciones morales.

En confluencia con la anterior, existe otra acepción que establece que la moral es una especie de subconjunto de la ética. Desde este punto de vista, la ética se refiere a la idea de una buena vida y a los objetivos humanos que la caracterizan. Ya que no tenemos una idea clara sobre cuáles son esos fines últimos o qué podemos discrepar sobre estos, la ética constituye, por definición, una noción amplia y vaga al mismo tiempo1. Puede abarcar consideraciones que varíen de persona a persona, de grupo a grupo o de tradición a tradición. Se puede referir a estándares de vida de una tradición o un grupo con rasgos particulares2. Por ejemplo, muchos protestantes calvinistas tenían la firme convicción de que una vida es valiosa en la medida en que esté ascéticamente dedicada a un ideal de perseverancia y sacrificio por encima de cualquier placer mundano. No obstante, si el lector ha visto la excelente película School of Rock (Linklater 2003), notará que esta convicción calvinista no caracteriza el modo de vida de su personaje principal, la del excéntrico guitarrista Dewey Finn (interpretado por el actor Jack Black). Es difícil establecer límites fijos que distingan grupos o personas, pero, al menos, se podría decir que algunas concepciones éticas y algunas aspiraciones de vida varían notablemente entre sí.

En esta segunda acepción, dentro de ese marco general, variable y plural de la ética, estaría la moral. A diferencia de aquella, esta abarcaría un rango de consideraciones más fáciles de identificar y definir. La moral es una preocupación ética centrada en la idea de obligación3. Empieza y acaba allí donde empieza y acaba algún tipo de obligación. Las obligaciones consisten en aquellos compromisos que contraemos con otros, sean estos individuos específicos o colectivos. Una obligación puede basarse en un compromiso voluntario o en uno involuntario. Establezco un compromiso del primer tipo cuando decido voluntariamente, por ejemplo, hacer una promesa. Si ofrezco ayudar a un niño con su trabajo final de matemáticas, he contraído voluntariamente una obligación con

1 Cfr. Williams 1985: 6-7.2 Cfr. Deigh 1999: 284.3 Cfr. Williams 1985: 6-9.

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él. En cambio, existen muchas otras obligaciones que son igual de demandantes y que, sin embargo, no hemos contraído por propia voluntad. Pensemos en las obligaciones que asumimos al cumplir con un rol profesional o una función dentro de un trabajo cualquiera: estamos obligados a cumplir con una hora de entrada y salida, a desempeñar ciertas funciones lo mejor posible, a dar cuenta de lo avanzado, a mantener relaciones corteses con los demás trabajadores, a reconocer que puede existir una jerarquía de mando a la hora de tomar decisiones, etcétera. Estas obligaciones son involuntarias no porque no las queramos, sino porque han sido contraídas de forma indirecta4. Está claro que no todas las obligaciones son contraídas como quien contrae un listado de deberes discretos que lo comprometen. La mayoría de veces, esas obligaciones están constituidas por expectativas sociales que rigen la vida en común.

La moral es una consideración centrada en la expectativa social, particularmente en aquello sobre lo cual otros tienen razones para esperar que uno cumpla con hacer; tiene su origen en lo que les debemos a los demás por el hecho de ser seres sociales. La ética incluye también eso, pero se extiende a consideraciones más personales: una idea de felicidad, de desarrollo humano, deseos de bienestar subjetivos, los propios estándares de lo deseable, de lo que vale más o es mejor, etcétera, más allá de lo que piensen los demás. Esto último es algo que la idea de moral no incluiría, por rebasar el rango de expectativas que legítimamente la sociedad podría demandar del comportamiento individual5.

La última acepción que veremos plantea las cosas casi de manera inversa a la interpretación anterior. Plantea que la ética es un subconjunto de la moral. Así, la ética puede ser vista como un cuerpo especializado de normas para el cumplimiento de un rol particular: una ética castrense, una ética médica o una ética abogadil6. Cada una presupone el cumplimiento de ciertas restricciones de conducta. Por lo general, estos códigos confluyen con las normas de una comunidad humana mayor, pero, en algunos casos, divergen de las consideraciones morales usuales.

Pensemos en los abogados. La ética del abogado establece como una obligación profesional el mantener bajo estricta confidencialidad la información brindada por el cliente, incluso si esta lo incrimina. El defensor de oficio, asignado por el Estado a un delincuente común o a un criminal, debe cumplir con representar judicialmente a su defendido, incluso si el acto realizado por este le parece repudiable; puede guardarse

4 Cfr. Williams 1985: 7.5 Quizás esta acepción es la que mejor explica el sentido actual de la palabra sajona morality.6 Cfr. Deigh 1999: 224.

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sus valores morales para cuando esté fuera de la corte, pero, dentro de ella, debe ceñirse al compromiso ético de su profesión. Y esto no es inexplicable: la razón es que el sistema de justicia, para funcionar de manera imparcial y legítima, debe tutelar por que todos los involucrados (el Estado o la posible víctima, pero también el acusado) estén debidamente representados. Así, no es solo una extraña obligación impuesta por el oficio, sino una legítima obligación ética: el sistema de justicia depende de que todos los abogados cumplan con esta máxima y su cumplimiento es el que hace posible el ideal de justicia que queremos ver realizado. La «moral» aquí haría las veces de lo que la segunda concepción sobre el significado de ambos términos concebía como «ética».

En resumen, de un lado, la ética se refiere a consideraciones reflexivas sobre los fines últimos o ideales de vida humana, pero también puede referirse a consideraciones de conducta muy específicas que son tributarias de un cargo o función profesional. De otro lado, la moral tendría que ver con consideraciones que debemos a los demás en tanto obligaciones y que, en esa calidad, se convierten en expectativas sociales que intuitivamente todos reconocemos. Se puede ver que no es fácil proponer una distinción tajante entre una y otra, pues los significados se traslapan. Por esa razón, en este texto, se usarán ambos términos de forma indistinta. Si en adelante se dice que algo tiene «carácter ético», el texto también podría haber optado por «carácter moral» y el sentido no variaría.

Hasta aquí, nos hemos ocupado de mostrar algunas discrepancias terminológicas sobre la ética y la moral, y hemos planteado que los términos se usarán como sinónimos. Es fundamental, ahora, que propongamos una definición de qué es la ética. A esto dedicaremos la siguiente sección.

UNA DEFINICIÓN DE ÉTICALa ética es la consideración normativa sobre lo que es moralmente correcto7. En lo que sigue, me propongo explicar los términos de esta definición: explicar qué es una consideración, en qué sentido esta es normativa y a qué nos referimos cuando decimos que el contenido de dicha consideración trata sobre lo moralmente correcto.

7 Esta parece una definición circular, pues, si he establecido que la ética es lo mismo que la moral, ¿cómo puede ser que la definición de la moral incluya la mención a lo «moralmente correcto»? En realidad, la definición debería ser «la consideración normativa sobre lo correcto» a secas; solo que, para evitar la asociación de «correcto» con el uso coloquial del término —es decir, la corrección entendida como el comportamiento de acuerdo con modales particulares o pautas acostumbradas de acción—, preferí incluir la mención. Más adelante, se verá cómo esta definición no apela a una tautología.

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La ética es una consideración en la medida en que involucra una evaluación sobre algo, es decir, en la medida en que hace uso de cierta información para estimar o emitir un juicio sobre algo. Por ahora, aquello sobre lo cual la ética hace un juicio no es materia de nuestra discusión8; sí lo es el que ella juzgue algo de cierta manera o el que evalúe algo según cierto criterio. Esta es una idea discutible para muchos, pues parece implicar que la ética consiste en un tipo de conocimiento aplicable a la manera en que uno aplica un criterio de medición. Usamos criterios de medición cuando aplicamos carbono 14 para estimar la antigüedad de un resto arqueológico o cuando utilizamos métodos experimentales para evaluar si una persona tiene rasgos psicopáticos. No obstante, sería inadecuado afirmar que la ética consista, a la manera de las anteriores, en evaluar nuestra experiencia sobre la base de criterios preestablecidos. La ética no consiste (no siempre) en aplicar criterios preestablecidos.

Sin embargo, eso no significa que la ética no siga criterio alguno. ¿Es posible pensar o actuar éticamente sin que dicho pensamiento o acción esté informado por algún criterio? Muchos consideran que sí y arguyen, por ejemplo, que alguien puede rechazar el genocidio de forma automática e intuitiva sin tener que detenerse a hacer un análisis previo. Solemos mantener posiciones morales sobre asuntos diversos y eso no implica que podamos enunciar en qué tipo de fundamento nos basamos para apoyarlas; incluso, muchas de esas posiciones presuponen criterios de los que ni siquiera nos percatamos. Si bien esto es cierto, no constituye un contraejemplo a la idea de que la ética involucre un tipo de consideración. Que cualquiera de nosotros pueda responder cuánto es 2 + 2 de forma automática no significa que, detrás de nuestra respuesta, no haya un criterio que la informe9. Está muy claro que la ética es problemática y que no es aritmética. A veces, no sabemos de dónde salen nuestros propios criterios morales, o bien creemos tenerlos cuando en realidad no los tenemos o estos son inadecuados —o rotundamente malos—; y es cierto, también, que resulta poco factible que podamos ponernos todos de acuerdo respecto de cuáles de estos son los mejores (lo que no significa que, en dicha discrepancia, algunos tengan más razón que otros). Sin embargo, estos problemas no contradicen la idea de que la ética involucre cierto tipo de conocimiento aprendido (a menos que uno crea que estos criterios morales se originen en nosotros por la voluntad de un ser sobrenatural omnisciente). Si la ética tiene que ver con lo bueno y lo malo, o

8 Eso lo veremos más adelante cuando veamos en qué consiste lo moralmente correcto.9 Cfr. Nucci 2003: 31. A pesar de esto, existen puntos de vista que no compartirían y que, incluso, desvirtuarían este postulado sobre la base de estudios experimentales. Jonathan Haidt ha acuñado el término «moral dumbfounding» para referirse al hecho de que la mayoría de las personas, al ser preguntadas por los criterios que sustentan sus propias convicciones morales, no pueden expresar verbalmente una defensa razonable de muchas de estas creencias, a pesar de lo cual siguen manteniéndolas. Cfr. Haidt 2001.

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con los intereses humanos que más valoramos, entonces debería responder a criterios que nos parezcan justificados, que podamos revisar y sobre los cuales podamos discutir racionalmente. Una toma de actitud inmediata, un punto de vista o una convicción muy fuertemente arraigada, por más naturales que nos parezcan, están —de una u otra forma— informados por algún tipo de criterio que los explica. La modalidad que esta tome —consciente o inconsciente— no es lo que importa, sino que algún tipo de criterio esté de hecho presente. No es posible hacer una evaluación sin seguir algún criterio, y la consideración ética no es una excepción a esta regla.

En segundo lugar, la ética supone un tipo de consideración normativa. La característica normativa consiste en que el criterio evaluativo al que apela la ética es una razón sobre lo que debería ser y no una sobre lo que es. Para explicar esto, resulta útil distinguir entre razones explicativas y razones normativas. Una «razón explicativa» (RE) es una que nos permite explicar un suceso, es decir, aquella con la que damos cuenta de por qué algo ha sucedido. Imaginemos10 que ha habido una caída en la tenencia de empleos en el sector privado y queremos explicar por qué muchos trabajadores no están manteniendo sus empleos. Imaginemos también que, para promover la seguridad laboral, ha entrado en vigencia una nueva ley que dice que todo empleador debe reconocerles ciertos beneficios a los empleados que tengan dos años en el puesto. Así, podríamos encontrar una RE en la posible reacción de los empleadores a dicha legislación:

RE: Para evitar el pago de beneficios laborales, los empleadores despiden a muchos de sus trabajadores antes de que estos cumplan los dos años.

Este tipo de razones explica hechos. La RE brinda la explicación de por qué en las empresas privadas muchos trabajadores no mantienen sus empleos. La ética, en cambio, no explica cómo se dan las cosas, y, menos aun, intenta reportar o describir hechos o eventos. La ética es una expresión de cómo es que las cosas deberían ser, para lo cual apela a otro tipo de razones: las normativas. Una «razón normativa» (RN) es aquella consideración que tenemos en cuenta para justificar una creencia. En la mayoría de dilemas morales, el conflicto consiste en no poder aclararnos cuál debería ser esa razón normativa, pues esta no es necesariamente evidente. Y, por tanto, en no saber qué creer. Que les pongamos un nombre a estas razones no significa que preexistan en un listado platónico, a la manera de «No robes» o «No hagas daño». La mayoría de veces, tenemos que pensar muy arduamente qué es lo que debemos hacer en una situación particular o en un tipo específico de casos, y solo entonces podemos llegar a esa RN como lo que justifica nuestra creencia y la posible

10 El ejemplo es de Elster 2003: 13-14.

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acción resultante11. Daniel Hausman y Michael McPherson proponen un ejemplo útil para entender esto12. Si María, una mujer universitaria joven, queda embarazada y se enfrenta a la cuestión moral de decidir si debe abortar o no, la razón sobre lo que debe hacer no es una que apele a consideraciones como las siguientes:

i. El hecho jurídico de que la práctica del aborto sea ilegal en su país.

ii. El hecho social de que, en una encuesta reciente, el 62,37% de sus conciudadanos considere moralmente permisible el abortar en las condiciones en que ella se encuentra.

iii. El hecho emocional de que identifique, en ella, sentimientos involucrados en la toma de su decisión.

Como Hausman y McPherson explican, ninguno de estos hechos constituye para ella una razón normativa para decidir si debe o no debe tener al bebé. Si bien el aborto está legalmente penado, María podría estar moralmente en desacuerdo con que la ley de su país proscriba dicha práctica (el hecho i). De la misma forma, lo que piense la mayoría de la gente respecto de si es aceptable o no el aborto tampoco le brinda ayuda para decidir qué es lo que ella debería hacer (el hecho ii). Por último, que reconozca en su fuero interno distintas emociones no la ayuda, de por sí, a resolver la situación moral (el hecho iii): sus propios sentimientos pueden ser el reflejo de lo que ella piensa u opina sobre el asunto, pero, precisamente, su conflicto consiste en aclararse a sí misma qué es lo que ella debería creer13.

María busca un criterio que le permita evaluar si debe o no abortar. Las RN son consideraciones para prescribir qué conducta se debería tomar14. Si no somos arbitrarios al demandar un tipo de comportamiento, entonces debería haber un criterio que indique por qué las cosas deberían hacerse así y no de otra forma. María podría pensar, por ejemplo, que un cigoto es un ser con un potencial futuro humano, ser que, de existir más adelante, valoraría el hecho de estar vivo. En tal sentido, ya que ese cigoto será luego humano y valorará su existencia, ella podría considerar que la sola posibilidad de dicha experiencia humana tiene un valor inherente y que esta es suficiente razón

11 Todo esto bajo el supuesto de que tengamos algún interés en pensar y actuar moralmente; si no contamos con este interés, no hay razonamiento que, por sí mismo, nos motive a comportarnos moralmente.12 Cfr. Hausman y McPherson 2007: 15-18.13 Cfr. Hausman y McPherson 2007: 15.14 Prescribir es la acción de decir cómo deberían hacerse las cosas si queremos ser consecuentes con un criterio supuesto.

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para considerar el aborto como una práctica condenable. De pensar así, María, quizás, apelaría a la justificación siguiente:

RN1: La sola posibilidad de un futuro humano en el cigoto es algo que convierte a cualquier cigoto en un sujeto de derechos (o, si no derechos propiamente dichos, en algo que se le parece y que merece un respeto especial).

Que quede claro que no es necesario que lo formule proposicionalmente de esta forma; basta con que piense algo que, de tener que ser expresado, se parezca a RN1. A decir verdad, el hecho es que María no quisiera tener el bebé pues su llegada arruinaría planes y deseos personales importantes. Pero, a la vez, es un hecho que no puede evitar pensar que ese embrión es un ser humano potencial y esa posibilidad no solo la pone en un conflicto profundo, sino que, además, la lleva a considerar razones para actuar que hubiesen sido probadamente irrelevantes en el pasado.

Ahora bien, María podría reconsiderar el asunto. Esta vez, podría pensar que es un error en los términos afirmar que la vida de ese cigoto es el tipo de vida que es moralmente relevante cuando le reconocemos derechos a un ser. Si bien este tiene altísimas probabilidades de convertirse en un ser humano y de preferir estar vivo a estar muerto, ese ser aún no es un organismo desarrollado como sí lo es un ser humano, un perro o, incluso, un pulpo; carece de sentidos, de la capacidad de experimentar y de tener intereses propios —y podría considerar también que solo a un ser con algunas de estas características podría legítimamente reconocérsele derechos—. Si bien las implicancias vitales de la mera posibilidad que supone ese cigoto calan profundamente en sus emociones, podría concluir que esa mera posibilidad no se equipara a los intereses de un ser humano desarrollado. Al evaluar el sentido de estar vivo y revisar por qué esto es tan valioso para nosotros, María podría concluir que ese valor solo es importante para aquellos que son capaces de experimentarlo; podría ahora, quizás, interpretar que sus propios sentimientos encontrados se debían, entre otras cosas, a una falsa atribución: a atribuirle un interés a algo que aún no es capaz de tener interés alguno. Podría reconocer que puede ser malo para alguien que está vivo el no existir en el futuro, pero no que pueda ser malo no existir para alguien que nunca tuvo esa experiencia. En tal sentido, podría reformular su razón normativa de la siguiente manera:

RN2: No puede atribuírsele un derecho a la vida (o algo que se parezca a un derecho y que, por tanto, tenga relevancia moral) a algo que no tiene aún la capacidad de experimentar esa vida incluso a un nivel muy elemental.

Las consideraciones normativas frente al asunto del aborto podrían ser estas dos u otras más, incorporando quizás, cada una, elementos de juicio no contemplados en

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las anteriores. Lo que es de por sí obvio es que las disquisiciones morales de nuestra imaginaria María no se parecen a las de una persona promedio enfrentada a decisiones de este tipo. La mayoría de personas toman decisiones morales sin tanta parafernalia dialéctica. No obstante, si esas personas fuesen conminadas a responder por una posición moral frente al aborto (por ejemplo, si fuesen las responsables de legislar sobre el asunto), necesariamente estas tendrían que articular algo que se asemeje a una RN15. Ahora bien, ¿hay algún criterio previo para decir si María debe optar por RN1, por RN2 o por cualquier otra razón posible? ¿Hay algo que la pueda guiar en la búsqueda de una consideración normativa? En otras palabras, ¿qué es lo que decide qué razón normativa debe seguir?

Estas preguntas tocan algo aún inexplicado en lo que va de esta exposición. Considerando que personas distintas pueden apelar a consideraciones normativas diferentes, ¿contra qué debemos contrastar estas consideraciones para creer que son razonables o justificadas? Un filósofo estadounidense decía que las personas son fuentes autogeneradas de demandas16: creer que ciertas cosas deben ser de cierto modo es un rasgo connatural al hecho de ser personas. El problema es que las personas y sus demandas no son iguales, y, así como pueden ser variadas, pueden también ser conflictivas y antagónicas. En este sentido, es necesario que nos preguntemos qué criterio debemos seguir al hacer consideraciones normativas. Si la ética es una consideración sobre lo que se debe hacer, el criterio que la inspira ¿es un criterio sobre qué? La respuesta la podemos encontrar en aquello de lo que tratan estas consideraciones normativas: lo moralmente correcto. Y esto nos lleva al siguiente punto.

Nuestra definición de ética establecía que esta consiste en un tipo de consideración normativa sobre lo que es moralmente correcto; en otras palabras, prescribe la adecuación de ciertas decisiones o acciones con este criterio. Pero, si esta supuesta corrección moral es el criterio para establecer qué es lo que se debe hacer, ¿quién decide qué es moralmente correcto?

Lo moralmente correcto es una categoría deóntica. Es decir, se refiere al tipo de actos que deberíamos realizar, a aquellas acciones que estamos en capacidad de realizar y que tienen para nosotros un carácter de obligación. Si en un curso de acción no hay una obligación de este tipo, entonces resulta irrelevante hablar de corrección moral, pues se trata de acciones que dependen de la libertad de opción de la persona y que son moralmente irrelevantes17. Como anotan Bernard Gert, Charles Culver y Danner Clouser:

15 Véase sobre esto la interesante serie de criterios que plantea Ronald Dworkin para justificar una posición moral. Cfr. Dworkin 1999: 358-365.16 Cfr. Rawls 1980.17 Cfr. Timmons 2002: 7-10.

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«La moral se aplica al comportamiento de una persona hacia otros, y no respecto de un comportamiento que sólo tenga repercusiones sobre uno mismo. Engañarse a uno mismo, hacerse trampa o romper una promesa personal sin una razón aparente no son actos inmorales, sino irracionales. Solo si estos afectan a otros es que se puede evaluar la moralidad del acto.» (Gert, Culver y Clouser 2006: 21)

Así, por ejemplo, podríamos decir que es moralmente correcto que los padres se preocupen por el bienestar de sus hijos, pero que es moralmente irrelevante que uno opte por una preparación universitaria en medicina antes que por una en historia. En este último caso, no hay obligación moral presupuesta. El problema es cómo establecer que algo es una demanda moral, pues es evidente que no todo lo que consideramos un deber tiene este carácter. Propongo una definición sencilla de lo que es una demanda moral:

Hay una demanda moral —y, por tanto, algo que evaluar desde esa perspectiva— toda vez que una decisión involucre un posible conflicto de intereses con otros que podrían verse afectados por esa decisión.

Si hay tal conflicto de intereses, entonces habrá una demanda moral para tomar en cuenta. Si alguien decide robar un libro de la biblioteca de la universidad, hay un conflicto entre la utilidad que extrae el ladrón al apropiarse del libro, y la utilidad de la universidad por preservar un bien por el que ha pagado y que beneficia a sus estudiantes. Entre uno y otro, le atribuimos mayor valor a la preferencia por respetar la propiedad individual. La competencia entre un interés y el otro requeriría ser puesta en una balanza, y entonces evaluar cuál de ellos debería prevalecer desde el punto de vista de lo que universalmente nos interesaría a todos preservar y, en ese sentido general, de lo que tiene más valor. Muchos consideran que la diversidad individual, social o cultural hace difícil poder afirmar intereses compartidos que puedan guiar dicha evaluación. Pero podríamos apostar que, a pesar de esas diferencias, la mayoría de los humanos —si no todos— podrían decir que los siguientes son intereses que no le gustaría a ninguno ver vulnerados18: (i) vivir la propia vida sin importar el contexto o lugar en que a uno le tocó vivir; (ii) no morir prematuramente; (iii) poder usar los cinco sentidos, y poder imaginar, percibir y razonar; (iv) tener experiencias enriquecedoras —y, de ser posible, placenteras—; (v) aprender a amar, sentir pena, anhelar y sentir gratitud; (vi) ser criado y bien nutrido, y tener buena salud; (vii) poder disfrutar de actividades recreacionales; (viii) poder interactuar socialmente con otros; (ix) poder moverse libremente; y un largo, largo etcétera. Estas son preferencias humanas bastante compartidas y nos pueden dar una idea del tipo de intereses que

18 La lista de capacidades la extraigo de Nussbaum 1992: 222.

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legítimamente motivarían consideraciones morales. No obstante, identificar intereses ajenos y evaluar luego si son legítimos como para reconocer un problema moral suele no ser una tarea fácil.

La fuente de nuestras ideas sobre lo moral es quizás el deseo socialmente cultivado de respetar intereses cuya importancia valoramos. A pesar de sus amplias diferencias a nivel teórico, filósofos morales contractualistas, como John Rawls19 y T. M. Scanlon20, o filósofos morales utilitaristas, como R. M. Hare21, James Rachels22 y Peter Singer23, estarían de acuerdo en considerar que, donde esté presente un asunto moral, es requisito para pensarlo y discutirlo el cumplir con dos principios: un principio de imparcialidad, consistente en reconocer que los intereses de uno no tienen privilegio sobre los intereses de otro desde un punto de vista universal; y un principio de razonabilidad, consistente en reconocer que, si en un conflicto de intereses el interés de una de las partes prima sobre el de la otra, es tácitamente obligatorio que esa primacía se justifique sobre la base de razones que ninguna parte pueda sinceramente rehusar24.

Que tengamos concepciones morales significa, por tanto, que hemos contraído un compromiso con otros seres que tienen intereses y que, igual que nosotros, esperarían o quisieran que estos se respeten. Podría haber dicho «con otros seres humanos», pero, desde mi punto de vista, nuestras obligaciones morales exceden al conjunto de lo humano o de aquellos que son personas. Hay buenas razones para creer que otros seres, particularmente animales no humanos con capacidades superiores (como los chimpancés), tienen también intereses, algo más elementales, pero intereses al fin y al cabo. Si es un hecho que ciertos animales prefieren no sentir dolor, prefieren no vivir sujetos a condiciones de extrema incomodidad o angustia, o bien son capaces simplemente de disfrutar de la vida social con otros congéneres animales, entonces hay suficiente razón para considerar que esos animales tienen intereses. De tenerlos, y existe amplia evidencia de que esto es así, hay razón suficiente para atribuirles estatus moral, es decir, hacerlos merecedores de igual consideración y de reconocerles a sus vidas importancia moral25.

19 Cfr. Rawls 1999.20 Cfr. Scanlon 1982.21 Cfr. Hare 1952.22 Cfr. Rachels 2007.23 Cfr. Singer 1993.24 Cfr. Rachels 2007: 34-37. Si bien la formulación explícita de estos dos requisitos le pertenece a Rachels, la propuesta en términos generales sería suscrita por los demás autores mencionados.25 Cfr. Singer 1993, DeGrazia 1996, Warren 1997, Gruen 2003.

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La demanda moral no es una suerte de obligación que dependa de convención social alguna —es decir, de alguna suerte de pacto explícito entre partes—. La demanda moral es, más bien, tácita: presupone un compromiso con otros sin que nosotros nos hayamos comprometido explícitamente a nada con nadie.

EL DOMINIO MORALHasta aquí, nos hemos ocupado de presentar la ética como un tipo de evaluación normativa sobre lo correcto. Hemos intentado mostrar que, al decir que las nociones éticas responden a consideraciones normativas —es decir, a juicios sobre cómo deben ser las cosas—, lo que estamos haciendo es encontrar que ciertos cursos de acción o el respeto de ciertos intereses tienen carácter obligatorio. Sin embargo, algo que aún no hemos abordado es por qué las consideraciones morales son algo distintas de consideraciones de otro tipo.

Una consideración moral no es lo mismo que una simple convención social. ¿Qué distingue entonces a la primera de la segunda? Líneas antes, habíamos establecido que existe una consideración moral toda vez que pueda identificarse un conflicto de intereses entre individuos distintos. Un interés es una preferencia por algo y el conflicto aludido puede ser visto como una situación en que colisionan preferencias distintas. No obstante, ese conflicto de preferencias no es asimilable a un conflicto de pareceres, costumbres o gustos distintos.

Suele pensarse que lo moral no es más que un estándar social de lo que es correcto o incorrecto, de lo que es permitido o no lo es. Y, cuando se dice que esto es «social», parece ser la sociedad o el grupo mayoritario en ella los que, de alguna manera, han establecido esa forma de entender el estándar. Así, por ejemplo, si parte importante de una sociedad establece como una norma que la discriminación sexual es incorrecta, entonces se habría establecido que esa discriminación no debería ser moralmente permitida. El modelo de esta forma de entender las concepciones morales sería:

Si mayoritariamente una sociedad considera que cierta práctica X es incorrecta, entonces X está moralmente mal y no debe ser permitida.

De acuerdo con esto, si la mayoría piensa que algo es moralmente incorrecto, entonces basta que esto sea así para convertirlo en regla moral. Esto es equivocado. Es cierto que no habría consideraciones morales si no existiesen otros que pudieran verse afectados por nuestras decisiones, y, en ese sentido, es verdad que una razón

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moral es una consideración que tiene un origen y una finalidad común. Sin embargo, de esto no se sigue que una regla moral sea una simple convención social. Una regla convencional es una norma que sirve para coordinar y regular la interrelación entre las personas26. Manejar por el carril derecho (o el izquierdo en otros lugares) o comer con cubiertos son ejemplos de reglas de este tipo. Algunas son el producto de costumbres históricamente ancladas y algunas de ellas sirven para hacer la vida en común más fácil. No obstante, aunque útil, una convención de este tipo responde solo a un criterio externo. No hay nada inherente a esa convención que explique por qué deberíamos seguirla o no; lo que la hace legítima es que es, de facto, una convención que regula un tipo de expectativa social. Si yo llego tarde al trabajo y se me amonesta por ello, da igual que la hora de entrada establecida haya sido las 9 a. m. o las 7 a. m.; la hora establecida regula cierto tipo de desempeño profesional y, por eso, debe ser cumplida, pero la hora podría también haber sido las 7:30 a. m. o las 10 a. m., y la misma lógica seguiría vigente. La norma es válida porque establece arbitrariamente un tipo de límite, pero no hay nada en ella que, de por sí, diga por qué el límite no puede ser otro. Si una regla de este tipo es trasgredida por mi acción, lo que paso por alto es una convención presupuesta cuya expectativa puede ser muy razonable, pero que no tiene valor inherente. No hay nada inherente a una norma como «No debo llegar al trabajo pasadas las 9 a. m.» que explique por qué debo seguirla; su fundamento es, más bien, externo: la presencia de una convención que la gobierna27.

No pasa lo mismo si se trata de una norma moral. Una norma moral se refiere a los efectos inherentes de un acto o una práctica. Cuando hacemos un juicio moral respecto de una acción, lo que identificamos es que la acción genera consecuencias que no consideramos admisibles. Si Pérez golpea a Sánchez, hay una consecuencia objetiva inherente al acto: Sánchez sentirá dolor. Si Pérez le roba a Sánchez, Sánchez se verá perjudicado en su patrimonio personal. Si Pérez ridiculiza a un niño, el niño puede sentir herida su autoestima28. Una norma moral no responde a un consenso previamente tomado. Se explica, más bien, por los efectos intrínsecos del acto que rechaza o alienta29, más allá de que exista o no una convención social reconocida o no. No dañar física y psicológicamente y no robar son reglas morales, y lo son porque dañar y robar son acciones que, en sí mismas, atentan contra intereses humanos cuya protección beneficia a todos. Si antes sostuvimos que un asunto ético suele implicar un conflicto de intereses

26 Cfr. Nucci 2003: 34-35.27 Cfr. Nucci 2003: 42-43.28 Cfr. Nucci 2003: 38-39.29 Cfr. Nucci 2003: 34.

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entre gente diversa, los intereses a los que nos referimos suelen ser preferencias no parciales, es decir, preferencias de cuya necesidad de preservar están persuadidas, de una u otra forma, todas las partes involucradas.

Toda vez que alguien identifica un conflicto ético, ese alguien —de forma inmediata e incluso inadvertida— presupone un punto de vista impersonal sobre dicha tensión. Las normas morales suponen juicios imparciales que desestiman la identidad de los involucrados30. Lo que siempre está en cuestión en las tensiones éticas son intereses que consideramos intransferibles (o, al menos, sumamente importantes), no intereses particulares:

«A diferencia de otros juicios sobre lo que uno debería decidir hacer, los juicios morales tienen un carácter especial: son impersonales. Es decir, se supone que ignoren la identidad de las personas en cuestión, de tal modo que se apliquen a cualquiera en la misma situación.» (Baron 2008: 389)

Ahora, si bien los juicios morales tienen un carácter impersonal en la valoración que hacen de ciertos intereses, lo cierto también es que solemos discrepar sobre los intereses a los que les atribuimos valor; solemos no ponernos de acuerdo sobre cuáles de esos intereses son más importantes; y solemos, también, distanciarnos en las interpretaciones que hacemos de esos intereses en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, a pesar de estas diferencias, lo que se mantiene igual es la presunción de que los intereses que consideramos valiosos no lo son solo para nosotros, sino para todos por igual. Hay ciertos intereses que podríamos considerar universales. Podemos conceder que, muchas veces, nuestras interpretaciones sobre ellos varíen de persona a persona y de grupo a grupo. Con todo, y a pesar de esta posible variabilidad, estos intereses constituyen un buen indicador de cuándo una situación demanda una consideración moral. Esos intereses son expresables mediante palabras por todos conocidas: bienestar, derechos y trato igualitario31. Sin ser una regla, podríamos arriesgarnos a decir que, cuando hablamos de una preocupación moral, los aspectos recurrentes que entran en conflicto suelen tener que ver con asuntos relativos a estas palabras, y, por tanto, los juicios morales efectuados por las personas involucran esos términos.

Pero ¿qué significan estas palabras? «Bienestar», «derechos» y «trato igualitario» están relacionados. Pensemos, primero, en un derecho. La idea central detrás de un derecho es que este involucra siempre una relación entre dos partes. Si una de las

30 Cfr. Baron 2008: 289.31 Este último puede ser entendido también como «trato justo» o simplemente como el respeto de una noción básica de «justicia».

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partes (A) ejerce o reclama su derecho a algo, esto supone que, correlativamente, la otra parte (B) debe ajustar su comportamiento según dicho ejercicio o reclamo original. No hay una única acepción de derecho, pero podemos referirnos a las más importantes: la de «exigencia» y la de «libertad». Si el derecho es entendido como una «exigencia», el derecho de A supone necesariamente que existe un B que debe cumplirla. No puede existir uno sin el otro. Imaginemos32, por ejemplo, que, mediante un contrato, A acuerda con B el intercambio de su carro a cambio del pago de US$ 5000 por parte de este último. Si A cumple con su parte pero B no lo hace, A puede legítimamente exigir dicho pago, lo que supone que B tiene el deber de realizarlo. Si el derecho es entendido como una «libertad», el que A ejerza su derecho supone, correlativamente, la existencia de un B que no puede exigirle un curso de acción por seguir con respecto a ese ejercicio. Por ejemplo, si A tiene derecho a la libertad de expresión, depende de ella decidir si se expresa o no se expresa, y no puede existir un B que le exija a ella que haga una cosa o la otra (que hable o que no hable). Si esto no fuese así, eso querría decir que A no tiene esa libertad como un derecho33. Si fuésemos un perdido Robinson Crusoe, ya no en una isla sino en el mundo, amnésico y completamente solo, sin ningún Viernes que encontrar, entonces la sola noción de un derecho se esfumaría. No habría a quién reclamárselo.

Un derecho consiste en poder ejercer cierta capacidad y en poder demandar el reconocimiento de esa capacidad como propia y legítima. Para un sujeto, dichas capacidades o bien le son inherentes o bien le son reconocidas como indispensables para un desarrollo pleno. El reconocimiento de derechos no solo apela a reconocer ciertas capacidades, sino que reclama también la no-interferencia de otros con respecto a esa provisión de capacidades valiosas o indispensables.

Cabe preguntarnos por qué consideramos a aquellas facultades como algo valioso. Y en este punto es importante considerar la idea de bienestar. El bienestar es un concepto multidimensional. Involucra tantos aspectos que es difícil dar con un concepto que los abarque a todos: puede significar la satisfacción de ciertas necesidades, el desarrollo de cierto estándar de vida, la sensación subjetiva de tranquilidad personal, el desarrollo de ciertas capacidades sociales y psicológicas necesarias para el desenvolvimiento individual, etcétera. Algunos aspectos parecen más objetivos que otros, pero, con todo, podríamos decir que, en la base de todas esas acepciones de bienestar, está el

32 Los dos ejemplos que se exponen a continuación son de Schauer y Sinnott-Armstrong (1996: 286-287).33 En el caso hipotético de que B sí pueda exigir eso de A, la apelación al derecho de A —en dicho contexto específico— no sería justificada. Esto plantea la dificultad de establecer en qué medida los derechos pueden ser absolutos o cómo deben dirimirse los conflictos de intereses.

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reconocimiento de ciertos bienes básicos (al menos en el caso de las personas) que son esenciales para la vida: integridad física, equilibrio mental y la capacidad de pensar y poder hacer planes34.

Si los derechos están relacionados con reconocer facultades que consideramos como bienes que deben ser protegidos y el bienestar es aquello que nos ayuda a especificar cuáles son esas cosas que valoramos, el concepto de trato igualitario, al presuponer una paridad de intereses, demanda una relación de reciprocidad en el respeto de estos. Así, el trato igualitario es una demanda natural sobre los términos en que se establece un tipo de intercambio social entre individuos con algunos intereses iguales. Lo que está detrás de esta concepción es el supuesto, compartido por todos, de que, al ser todas las cosas iguales, los derechos de ninguna persona tienen privilegio sobre los de cualquier otra.

Si, como señalamos líneas antes, estas ideas sirven como indicadores de cuándo suele entrar en escena un asunto moral, podríamos plantear una definición tentativa de lo que es un asunto moralmente relevante. Esto sería algo así como:

Si cierto acto o práctica X atenta de manera injustificada contra el bienestar, los derechos o un criterio elemental de trato igualitario contra otros seres, entonces esa práctica es —al menos en primera instancia— moralmente discutible.

Si esta es una buena definición de lo que es moralmente discutible, pasemos ahora a ver cuándo y cómo la identificación de algo así implica también pedirles rendición de cuentas a aquellos que intervienen en la ocurrencia de lo moralmente discutible.

RESPONSABILIDAD MORALPodemos hacer un juicio moral de un suceso. El altísimo índice de muertes producidas por accidentes automovilísticos en las pistas peruanas y la falta de una efectiva regulación sobre este problema por parte de las autoridades pueden ser asuntos que nos cuestionen moralmente. Podemos, también, hacer una valoración ética de una acción. La actitud de Chilavert en la derrota de Paraguay frente a Francia en el Mundial del 9835

34 Podríamos agregar aquí el listado de capacidades humanas básicas de Nussbaum. Al respecto, véase Nussbaum 1992: 222.35 El equipo paraguayo fue eliminado en octavos de final. Cuando sonó el último pitazo, muchos de sus jugadores yacían abatidos en el césped, llorando. Chilavert, arquero y capitán del grupo, se acercó a cada cual instándolo a que se sobreponga e incorpore; resuelto, levantó, uno a uno, a todos del suelo.

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Precisando el campo de la ética

nos puede parecer un gesto de espíritu deportivo digno de admiración. En suma, cuando hacemos juicios morales, podemos estar evaluando eventos que suceden —sin que sea un requisito el establecer quién fue el responsable de dicho evento— o bien acciones llevadas a cabo por una o varias personas —donde sí parece haber un reconocimiento implícito de quiénes fueron los causantes de esas acciones—.

No obstante, cuando se trata de atribuir una responsabilidad, los sucesos exentos de agente son descartados por irrelevantes para dicha atribución. Siempre que usamos el concepto de responsabilidad, presuponemos que hay un agente al cual es factible atribuirle una acción específica y ciertas posibles consecuencias que se desprenden de esta. Un agente es un ser humano que actúa. La responsabilidad es indesligable de la noción de agencia, y esta, de la de acción y sus posibles consecuencias. El fenómeno mundial de la globalización36, la generación natural de un arco iris, ganarse la lotería de pura suerte o morir como resultado de una caída al escalar el Everest son sucesos que no fueron causados por nadie en particular. Son sucesos cuya ocurrencia carece de agente: no son acciones realizadas por alguien.

Estos sucesos pueden agradarnos o desagradarnos; pueden incluso despertar en nosotros fuertes respuestas emocionales, como malestar, desazón o júbilo. No obstante, no podemos responsabilizar a nadie por ellos, pues, en la ocurrencia del suceso, no hay alguien a quién atribuirle algún tipo de control sobre lo sucedido —y a quien, por tanto, podamos exigirle una rendición de cuentas—. Si un anciano se resbala con una cáscara de plátano y, como resultado, cae y se rompe una pierna, podemos lamentar el hecho. Sin embargo, no podemos hacer consideraciones sobre responsabilidades comprometidas hasta que aparezca en el escenario un posible agente intencional.

Para poder atribuir responsabilidad tiene que haber un agente. Una persona puede ser un agente, pero una empresa o una institución gubernamental también lo pueden ser. El agente en cuestión es, pues, un individuo o un colectivo humano que actúa; no obstante, el rasgo relevante por el que podemos atribuirle a un agente el concepto de responsabilidad no es meramente porque este pueda actuar a secas, sino por lo que presuponemos en la acción misma. A menos que alguien haya sido coaccionado o bien, de un modo u otro, se encuentre psíquica o mentalmente incapacitado para hacer un juicio racional, podemos presuponer que toda persona realiza acciones (i) pudiendo reconocer esas acciones como propias, y (ii) siendo consciente de que, al ser suyas y al realizarlas, asume por default el compromiso hipotético de tener que responder por

36 Esto, sin embargo, es discutible. Véase Singer 2004.

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ellas en caso existan razones para interpelarla por haber hecho lo que hizo37. El hecho sencillo es que, si lo anterior se cumple, podemos decir que ese agente es intencional: es decir, alguien que sabe (o tiene la capacidad de saber) lo que hace cuando actúa. Un chofer alcoholizado que causa una tragedia es un agente con capacidades disminuidas, pero no por eso deja de ser un agente intencional. Si atropella a una persona como resultado de su conducta negligente, es probable que no haya querido atropellar a la persona, pero sí que haya decidido manejar estando ebrio, con todo lo que eso implica. Esto último sí es un acto intencional y, como tal, no es solo susceptible de punición legal sino también de juicio moral.

Los elementos (i) y (ii) se presuponen al atribuir responsabilidades legales o responsabilidades morales. Estas dos son las más importantes, pero podríamos distinguir hasta tres tipos de responsabilidad: causal, legal y moral. Existe responsabilidad causal si un agente es responsable por haber causado (u originado de algún modo) un evento. Por lo general, para que se apliquen las otras formas de responsabilidad, el criterio causal suele ya estar involucrado, pero es posible también que exista responsabilidad causal sin que existan las otras dos. Si un niño hace caer al suelo, por error, un jarrón y este se rompe, el niño tiene responsabilidad causal sobre el hecho. No obstante, sería absurdo atribuirle cualquiera de los otros tipos de responsabilidad38.

Existe responsabilidad legal cuando la acción de alguien —por el acto mismo o por sus consecuencias— atenta contra derechos o bienes legalmente protegidos por un sistema jurídico. Así, en un accidente automovilístico ocasionado por un chofer que llevó a cabo una imprudencia temeraria, el chofer en cuestión no solo es responsable causal, sino también legalmente responsable por los posibles daños causados a la víctima (a su integridad física, a su propiedad) y por el potencial riesgo al que expuso a la ciudadanía. La responsabilidad legal, incluso, podría ir más allá. En un accidente automovilístico, la responsabilidad legal podría alcanzar a terceros no presentes en el accidente. Si se prueba que, en choques ocurridos con un modelo específico de automóvil, la causa del accidente se encuentra en una falla de construcción en el sistema de frenos, el constructor de dicho automóvil será legalmente responsable y recibirá un castigo39.

Ahora bien, a un agente no solo se le puede atribuir responsabilidad por una acción propia, sino también por la omisión de una acción y por las posibles consecuencias tanto

37 Cfr. Fischer y Ravizza 2000: 442-443. Véase también Frankfurt 2006 y Strawson 2008.38 Cfr. French 1999: 745-746.39 Cfr. Shaver y Schutte 2001: 40.

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de la comisión como de la omisión de la acción. Existe responsabilidad moral cuando lo que uno hace o deja de hacer infringe una suerte de compromiso razonable con los demás, infracción por la que estos últimos pueden considerar legítimo el pedir una rendición de cuentas. Tal como hemos propuesto líneas antes, podríamos interpretar en qué consiste ese compromiso razonable si prestamos atención a algunos criterios morales importantes, como bienestar, derechos o trato igualitario. Por lo general, los criterios morales están contemplados como razones implícitas en el reconocimiento de una responsabilidad legal (aunque no son las que, en primera instancia, protege la ley, pues las responsabilidades legales se establecen toda vez que alguien haga algo que está legalmente prohibido o que atenta contra bienes legalmente protegidos).

Volvamos a nuestro ejemplo de la cáscara de plátano. Si la cáscara de plátano estaba tirada en la vereda porque alguien la arrojó, hay ahora un elemento importante en la causación40 del suceso que lo torna moralmente relevante: la acción de alguien puso en riesgo el bienestar de otros y fue determinante para que el anciano en cuestión se rompiera una pierna. Esta acción estaba bajo el control de alguien, y a ese alguien se le puede atribuir algún grado de culpa por lo sucedido. Su acción es, por tanto, éticamente considerable —y, si el anciano decide entablar una acción legal, es, incluso, posible que demande del sujeto responsable una reparación civil por tirar la cáscara a la vía pública—.

El ejemplo es interesante porque, quizás con legítima razón, alguien podría discutir la capacidad de control de la persona al tirar el desperdicio a la vereda, es decir, la capacidad de notar que la cáscara de plátano en el piso constituía un riesgo real para la salud física de un peatón cualquiera. ¿Era ese riesgo una caracterización autoevidente? ¿No había, acaso, espacio para caracterizarla, más bien, solo como un acto insipiente respecto de las normas de urbanidad? ¿Debemos ser tan tajantes en decir que tirar una cáscara de plátano es siempre un acto que pone en riesgo la salud física de cualquiera? Alguien podría decir que el vínculo causal entre lanzar la cáscara al piso y la posterior caída del anciano es muy lejano, y que, por tanto, no debería reconocerse como legítima la posible atribución de responsabilidad moral para un acto tan «inocente» como el tirar un desperdicio de fruta al piso. Por eso, podríamos plantear una primera duda:

¿Hasta dónde debemos considerar las consecuencias de nuestros propios actos al actuar?

Volveremos sobre esto en breve. Por ahora, es importante anotar que la responsabilidad moral puede también exceder el campo de lo legal. Si alguien es atacado

40 Término que se refiere al acto o proceso por el cual algo es causado.

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en la calle y nosotros estamos en capacidad de hacer algo, habría quizás razones para considerar que somos moralmente responsables por lo que hagamos o dejemos de hacer en esa situación de auxilio. Por cierto, habría que conocer los detalles de la situación, por ejemplo, si el atacante está armado o si hay posibilidades de auxiliar al desconocido sin que nuestra vida corra peligro —incluso, podríamos pensar si, por el hecho de correr peligro, arriesgamos también el bienestar de nuestras familias—. Nadie podría atribuirnos responsabilidad causal o legal por el ataque a dicha persona; tampoco por dejar de auxiliarla. Pero, de haber habido algo que estaba en nuestras manos hacer, podemos considerar que cierta responsabilidad moral nos es, con razón, atribuible. Por eso, podríamos plantear una duda número dos:

¿Hasta dónde podemos considerarnos responsables por sucesos que nosotros no hemos causado (o que nosotros no hemos voluntariamente originado)?

Esta pregunta y la anterior inquieren el grado de responsabilidad que deberíamos asumir por consecuencias no previstas, pero también por sucesos no intencionados, sean estos causados o no por nosotros. Parecen preguntas bizantinas, pues, a primera vista, uno creería legítimo reconocer responsabilidades solo por las acciones básicas que uno lleva a cabo y no por aspectos de la realidad que escapan a la voluntad de uno. Así, los ejemplos de la cáscara de plátano y del transeúnte atacado por un malhechor podrían despertar suspicacia. Todos conocemos casos como estos. Son ejemplos cotidianos que suceden más allá de nuestra voluntad y a los que, mal que bien, estamos acostumbrados; plantearlos para hablar del alcance de nuestras consideraciones éticas podría parecer demasiado fácil. Incluso, solo plantearlas podría parecer expresión de una actitud moralista. Sin embargo, esas preguntas no son bizantinas. Es evidente que generan discrepancia, pero el mismo grado de discrepancia se repite en debates éticos actuales que nos importan a todos y que plantean el mismo tipo de preguntas.

Pensemos, por ejemplo, en el problema del cambio climático. La información disponible es la que sigue41:

La emisión de gases de efecto invernadero42 en prácticas tan cotidianas y extendidas como manejar un carro, usar energía eléctrica, o en la fabricación o transporte de ciertos productos está generando consecuencias importantes en el medio ambiente. Esas consecuencias causan daño. Para mencionar solo algunas de ellas: se estima que una de las consecuencias consiste en el incremento en las olas de calor y en el consecuente desarrollo de enfermedades tropicales producto del

41 Sigo aquí la exposición y discusión sobre el tema hecha en Broome 2008.42 Por ejemplo, el dióxido de carbono, el metano o el ozono.

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calentamiento del clima43; otra, asociada a esto último, es el cambio en los patrones de las lluvias, lo cual no solo generará tormentas o aluviones —con los respectivos costos humanos que estos acarrearán—, sino que también llevará a recortes en la comida, impactará negativamente en la potabilidad del agua y generará un incremento en el nivel de los mares, lo que se traducirá en migraciones a escala humana; por último, el cambio climático hará que muchos seres humanos mueran antes de poder tener hijos y, por tanto, el efecto climático tendrá repercusión sobre aquellos que podrían haber nacido y que, debido a él, no lo harán44. Según estima la Organización Mundial de la Salud (OMS), solo al año 2000 la cuota mortal del cambio climático ya ascendía a 150 000 vidas humanas. Las inundaciones de 1998 en China afectaron de manera adversa a 240 millones de personas y la ola de calor europea de 2003 cobró la vida de otros 35 00045.

Hasta aquí, la información disponible evidencia que la emisión de gases de efecto invernadero genera un problema, y este parece serio. La pregunta obvia es qué hacer para revertir este curso de acontecimientos y quiénes deben ser los principales responsables de este cambio. La balanza tiende ostensiblemente hacia un lado: el grueso de estas prácticas se da en los países ricos, pero sus costos son y serán enfrentados por el mundo entero y —de forma más adversa y con menos recursos— por aquellos países pobres que no tienen responsabilidad en la causación de este fenómeno. Como afirma John Broome, especialista en el tema, lo que hace el mundo desarrollado para su propio beneficio daña a otros. Si es un principio elemental que, frente al daño causado, la víctima sea compensada —no importa mucho que el daño causado haya sido inevitable o que haya sido inadvertido para el propio agente—, ¿no constituye acaso una injusticia la situación negativa que estos países pobres tienen y tendrán que enfrentar frente al cambio climático46?

Una vez identificado qué causa el cambio climático, el asunto de fondo es identificar a quién le corresponden responsabilidades y discutir si es legítima la generación de dicho daño futuro. Pero cabría volver sobre nuestro ejemplo inicial y preguntarnos nuevamente: ¿por qué soy responsable por la pierna rota de un señor si mi intención al tirar la cáscara de plátano fue solo deshacerme de un desperdicio insignificante? Habíamos sostenido que la atribución de responsabilidad presupone que hay alguien o algo que cuenta con la posibilidad de prever las consecuencias de sus actos, particularmente

43 Cfr. Broome 2008: 96-97.44 Cfr. Broome 2008: 97-98.45 Cfr. Broome 2008: 98.46 Cfr. Broome 2008: 96.

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aquellas que pueden motivar un asunto moral —es decir, una consecuencia que puede afectar, de un modo u otro, a los intereses de individuos distintos del agente, consecuencia que, por esta razón, conlleva un valor moral—. Pues bien, la pregunta sobre la cáscara de plátano (que habíamos dicho que no era bizantina) es fácilmente traducible a esta otra: ¿por qué debería la gente valorar el bienestar de las generaciones futuras que vendrán y los costos del cambio climático que estas tendrán que asumir dentro de cien años?

No es una pregunta fácil de responder. Un agente relevante en esta discusión podría ser un país con un alto desarrollo industrial y cuyas prácticas abonan al efecto del cambio climático. Dicho país podría reconocer una responsabilidad moral en la generación de gases de efecto invernadero y en las consecuentes ocurrencias producto de estos. No obstante, junto con este reconocimiento, podría evaluar que los costos de las generaciones futuras son más bajos que los beneficios que se podrían lograr en total. ¿Qué decidir? El caso del cambio climático es solamente un ejemplo de lo complejo que es, a veces, hacer juicios éticos o demandar responsabilidades morales. Esta complejidad no significa que estemos a ciegas al hacer estas consideraciones. Evaluamos éticamente acciones y, por lo general, somos capaces de ponernos de acuerdo respecto del alcance de estas. Cuando existe demasiada discrepancia, es necesario, primero, ponernos de acuerdo sobre los hechos por evaluar (y, para ello, recabar toda la información necesaria), y, luego, discutir cuáles son nuestros criterios para decidir respecto de la atribución de responsabilidad moral. Hay buenos y malos criterios y, por lo general, debemos ir más allá de nuestras intuiciones. De hecho, muchas veces, lo crucial es crear criterios que antes no existían. Quiere decir que las consideraciones morales progresan, casi siempre, para mejor.

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Alejandro León Cannock*

INTRODUCCIÓN. HISTORIA DE LA APARICIÓN DEL DEBATE SOBRE EL RECONOCIMIENTO. DOS NIVELES DE RECONOCIMIENTO: DERECHOS Y DIFERENCIAEn la actualidad, en el ámbito de las discusiones de la filosofía práctica, una noción ha cobrado singular importancia: el reconocimiento. En palabras de Miguel Giusti, hoy asistimos a un «revival conceptual» que ha puesto en primer plano dicha noción, debido, principalmente, a la publicación simultánea de dos libros que abordan directamente el tema: El multiculturalismo y «la política del reconocimiento», de Charles Taylor, y La lucha por el reconocimiento, de Axel Honneth, ambos publicados en 19921. No es que estas publicaciones hayan descubierto o creado esta problemática; más bien, podríamos afirmar que ellas le han otorgado una voz importante dentro de la comunidad académica a un fenómeno social ya existente. Como afirmaba Hegel, la filosofía constituye el espíritu de una época captado en pensamientos. En este sentido, lo que Honneth y Taylor habrían logrado es conceptualizar adecuadamente un conjunto de demandas sociales de reconocimiento que, en diferentes tonos y matices, han movilizado a las mujeres y a los hombres en el transcurso del siglo XX2.

* Licenciado y magíster en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Interesado especialmente en el pensamiento de Gilles Deleuze y en hacer filosofía para no filósofos (Filosofía Popular: www.filosofapop.wordpress.com). Ha publicado «Gilles Deleuze: la pasión del pensamiento» (2008), «Leyendo “por detrás”. Gilles Deleuze y la historia de la filosofía» (2009) y «Devenir minoritario: el movimiento de liberación en la filosofía de Gilles Deleuze» (2010).

1 Cfr. Giusti 2007: 39.2 Si bien los dos libros mencionados son los que primero pusieron sobre la mesa la discusión en torno al reconocimiento, no son los únicos que lo han hecho. Pueden verse, también, el estudio de Nancy Fraser, Iustitia interrupta: reflexiones críticas desde la posición post-socialista, y el de Paul Ricoeur, Caminos del reconocimiento. No obstante, quien originariamente en el siglo XIX le dio relevancia filosófica al concepto de reconocimiento fue Hegel (cfr. Ricoeur 2006: 229).

Luchas por la identidad. La autoconservación y el reconocimiento como paradigmas éticos

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En el siglo XX, hemos presenciado un fenómeno, tal vez, sin precedentes en nuestra historia: el reclamo y la lucha por la reivindicación de los derechos de ciertos grupos marginados del núcleo de la sociedad3. En Estados Unidos, por ejemplo, está el pedido de las comunidades afroamericanas de que se considere a sus miembros como ciudadanos plenos. A lo largo y ancho de todo el mundo, las mujeres han reclamado su acceso a los mismos espacios públicos que los hombres4. Más recientemente, sobre todo en los países llamados de «primer mundo», somos testigos de la exigencia de los homosexuales de poseer los mismos derechos que los grupos heterosexuales. En Latinoamérica, se escucha, cada vez con más fuerza, la voz de grupos étnicos que han sido sistemática e históricamente marginados de las preocupaciones del Estado y de los grupos dirigenciales5. Podríamos citar muchos más ejemplos que hacen patente un hecho histórico irrefutable: las actuales condiciones de la configuración sociopolítica en el mundo están haciendo posible la emergencia de voces, grupos, singularidades que, durante mucho tiempo, fueron olvidadas, reprimidas, marginadas e invisibilizadas por quienes detentaban el poder tanto político como económico y simbólico6. Lo que estas voces solicitan es, principalmente, reconocimiento.

Lo que salta a primera vista en estos reclamos de reconocimiento es la exigencia por parte de estos grupos de tener los mismos derechos, es decir, de ser considerados iguales. Todos los individuos, universalmente, más allá de nuestros rasgos particulares (religión, color de piel, procedencia étnica, dialecto, preferencias sexuales, etcétera), pertenecemos a la especie humana y, por tanto, merecemos las mismas posibilidades de desarrollo y bienestar. Para ello, es necesario que seamos considerados libres e iguales y, con ello, que se nos otorguen los mismos derechos. Esta concepción de la igualdad humana nació en la Modernidad y podríamos designar a Kant como su máximo representante7. Taylor la llama la «política de la dignidad igualitaria» (Taylor 1993: 65) y está representada actualmente, por ejemplo, en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Partiendo de estas premisas, el reconocimiento se identifica, entonces, con el respeto a la dignidad humana, a nuestra inherente igualdad y libertad.

Según acabamos de afirmar, las luchas reivindicatorias apuntarían, básicamente, al reconocimiento de iguales derechos para todos los seres humanos; sin embargo,

3 Cfr. Taylor 1993: 58, Taylor 1994: 83, Honneth 1997b: 236.4 Cfr. Patrón 2007.5 Véase el artículo de Santiago Alfaro en Ciudadanía intercultural: conceptos y pedagogías desde América Latina. Véase Alfaro, Ansión y Tubino 2008.6 Generalmente, estos han sido los varones, blancos, propietarios, occidentales, educados, etcétera.7 Véase dos textos de Immanuel Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres y ¿Qué es la ilustración?

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Luchas por la identidad. La autoconservación y el reconocimiento como paradigmas éticos

¿los individuos sistemáticamente marginados solo desean ser tratados como iguales? ¿Por qué algunas personas están dispuestas a perder su libertad, a poner en riesgo a sus familias, a ser torturadas o incluso a morir por sus derechos? ¿Por qué hay gente que dedica su vida entera a una causa de esta naturaleza? ¿Acaso solo un determinado estatus legal puede reivindicar realmente décadas o tal vez siglos de postergación? Parece ser que no. Por este motivo, por ejemplo, muchas de las críticas de las feministas a la política del universalismo igualitario (en la que, dicho sea de paso, se funda el liberalismo) sostienen que ser tratados como iguales no es suficiente, que lo que se requiere es un «verdadero reconocimiento»8. Ahora bien, ¿qué puede significar entonces un verdadero reconocimiento si no es el gozar del estatus legal de seres iguales y libres que poseen todos los seres humanos? Para las feministas y para la mayor parte de críticos contemporáneos del universalismo, sin duda, el reconocimiento de iguales derechos es un paso importante, necesario. Sin embargo, no es suficiente. El verdadero reconocimiento pasa por reconocer la particularidad, es decir, la diferencia específica de cada individuo o grupo, su identidad. No basta reconocernos como iguales, porque esta perspectiva puede terminar borrando las singularidades que nos distinguen y que nos hacen ser, en la materialidad de la existencia, lo que somos. Además, el reconocimiento de derechos es un reconocimiento que se da en un nivel formal, abstracto, aunque sin duda tiene efectos reales; en cambio, el reconocimiento de la diferencia es inmediatamente concreto pues se centra en las cualidades, deseos, necesidades, afectos, etcétera, de los grupos reconocidos en su singularidad. Por ello, autoras como Carol Gilligan y Seyla Benhabib proponen establecer una «ética del cuidado», orientada a distinguir dos perspectivas de comprensión de los seres humanos: el «otro generalizado» y el «otro concreto». El primero alude a nuestro ser igual a todos los demás; el segundo, a nuestro ser diferente. La cuestión central es que ambos deben ser reconocidos en igual medida9. Siguiendo en gran parte las críticas planteadas por las feministas al modelo liberal de la política del universalismo igualitario, Taylor propone que, en la actualidad, es necesario establecer las condiciones para una «política de la diferencia» que tome en cuenta justamente la singularidad del «otro concreto», sea un individuo o un grupo10.

Hasta acá, hemos visto que el reclamo de reconocimiento no alude simplemente a la necesidad de tener los mismos derechos sin importar nuestras diferencias, sino también, y al mismo tiempo, a la necesidad de que nuestras diferencias no sean

8 Las feministas sostienen que el universalismo, al ser «ciego a las diferencias», no toma en cuenta la diferencia específica de aquello que constituye «ser mujer», debido a que ha sido pensado a partir del hombre como «modelo» de lo que es un ser humano (cfr. Pateman 2007).9 Cfr. Benhabib 2007: 295.10 Cfr. Taylor 1993: 60-61.

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invisibilizadas bajo el manto de políticas universalistas que, en su afán de cobertura total, dejen de lado la singularidad de aquello que cubren. Podríamos citar un ejemplo: sectores marginados del Perú que no han podido acceder a una educación adecuada durante décadas exigen tener la misma educación que los sectores privilegiados. Acá es claro el pedido de derechos iguales. Sin embargo, el reclamo no debería acabar ahí, pues ¿qué ocurriría, por ejemplo, si llevamos a pequeñas comunidades en los Andes que poseen una cosmovisión completamente distinta de la de Lima (desde donde se crea el currículo educativo nacional) material educativo que no sea acorde con su realidad y docentes que no estén preparados para trabajar en ese contexto? Simplemente el derecho concedido de tener una educación igual quedaría abstracto, como letra muerta en el papel. Por ello, también es necesario el reclamo de reconocimiento de la diferencia: las mismas posibilidades de acceder a una educación de calidad para todos (derecho igualitario) pero que, al mismo tiempo, sea acorde con las necesidades de cada grupo. En síntesis, el reclamo de reconocimiento se plantea, por tanto, en dos niveles: el de la universalidad de los derechos y el de la particularidad de las diferencias.

Es incuestionable, entonces, que el problema del reconocimiento en las dos vertientes mencionadas se encuentra en el primer plano de la discusión ético-política actual. La pregunta clave para quienes pretendemos no solo vivirlo sino pensar sobre él es obvia: ¿por qué la búsqueda de ese reconocimiento? Es decir, ¿qué ha permitido que en la actualidad ese «resto» de las sociedades que nunca tuvo la posibilidad de expresarse salga a la luz y reclame, además de iguales derechos, la afirmación de su propia singularidad o identidad? ¿Por qué, por ejemplo, el Estado peruano se preocupa en la actualidad por la situación de las comunidades amazónicas si durante décadas no tuvo ni siquiera conciencia de su existencia, mucho menos de sus necesidades y aun menos de sus derechos? Sin duda, son muchos los factores que podemos considerar para responder esta pregunta y muchas las perspectivas desde las cuales lo podemos hacer.

Teniendo en cuenta este contexto histórico, en las páginas siguientes trataremos de mostrar que las luchas reivindicatorias que se han dado en el siglo XX son expresión de la necesidad intrínseca del ser humano de ser reconocido, como hemos visto, al menos en dos niveles: el igualitario de los derechos y el diferencial de la particularidad. Este reconocimiento, como sostiene Taylor, no debe verse como un simple acto de cortesía o de condescendencia, sino como un deber11, pues de él depende la formación sana de nuestra identidad. Axel Honneth sostiene, en esta misma dirección y haciendo aun más evidentes los vínculos entre el reconocimiento y la salud moral del individuo, que, en la lucha por el reconocimiento, nos jugamos la vida, pero no solo la vida física, nuestra supervivencia o

11 Cfr. Taylor 1993: 45.

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Luchas por la identidad. La autoconservación y el reconocimiento como paradigmas éticos

autoconservación; más allá de esta, en la lucha por el reconocimiento nos jugamos la vida propiamente humana, nuestra identidad moral, nuestra salud psíquica12.

Para mostrar el papel central que juega el reconocimiento en el movimiento de las luchas sociales reivindicatorias, dividiremos nuestra exposición en tres secciones. En primer lugar, a modo de contraste, expondremos, brevemente, el modelo hobbesiano de la constitución de la sociedad con la finalidad de mostrar que la lucha por la supervivencia planteada por Hobbes es una descripción insuficiente de la vida social y de la moral que emana de esta. En segundo lugar y a modo de interludio, haremos un breve análisis del proceso de formación de la identidad humana. Esta sección nos permitirá determinar que un punto central en el que falla la teoría social hobbesiana es suponer una concepción de la subjetividad como un átomo aislado. Nosotros, siguiendo los desarrollos de la intersubjetividad del siglo XX, plantearemos que el punto de partida de toda teoría social debe ser el carácter naturalmente originario de la comunidad humana. Tomando como base esta premisa, en tercer lugar, mostraremos, finalmente, por qué la teoría social propuesta por Axel Honneth, basada en la lucha por el reconocimiento, es un modelo adecuado para describir y explicar la composición social y el desarrollo moral13.

HOBBES Y LA LUCHA POR LA AUTOCONSERVACIÓNHemos mencionado que, en la actualidad, ocupan un lugar central en la dinámica social las luchas reivindicatorias que buscan el reconocimiento de ciertos grupos marginados. Para Honneth, estas luchas constituyen el motor del progreso social14. Para Hobbes, en una dirección distinta, la constitución y el progreso social no se deben a una lucha por el reconocimiento sino, más bien, a una lucha por la autoconservación. El objetivo central de nuestro artículo es mostrar que la propuesta de Honneth es más adecuada para comprender la experiencia moral de los individuos que la propuesta de Hobbes. Para lograrlo, es necesario, primero, presentar analíticamente el modelo hobbesiano de la lucha por la autoconservación.

12 Cfr. Honneth 1997b: 236.13 En Caminos del reconocimiento, Paul Ricoeur realiza una contraposición semejante entre Hobbes y Honneth. Si bien sus argumentos no son los mismos que desarrollaremos, es importante resaltar que nuestro trabajo fue originalmente redactado para un curso de la maestría en Filosofía de la Pontificia Universidad Católica del Perú a inicios de 2004, año en el que salió la edición en francés de Caminos del reconocimiento. Por ello, sin saberlo en un principio, hemos seguido uno de los caminos desplegados por Ricoeur.14 Cfr. Honneth 1997a: 193.

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Hobbes frente a Aristóteles: de la polis al individuoHobbes es, sin duda, uno de los más grandes exponentes de la filosofía moderna y, en particular —como afirma Ricoeur siguiendo el famoso estudio de Strauss sobre Hobbes—, es uno de los padres de la moderna filosofía social y política15. Desarrolló su filosofía práctica, como era lo normal en ese entonces, en oposición directa a la que se había desplegado en la antigüedad e, incluso, a la desarrollada en el mundo medieval. En gran medida, estas tuvieron como paradigma a la filosofía aristotélica16. En el contexto de nuestra investigación, es de singular relevancia remarcar que el punto central que diferencia la concepción de lo social propuesta por Hobbes de la propuesta por Aristóteles es que, según la primera, la sociedad es creada mientras que, para la segunda, es natural. Para Hobbes, el hombre, originaria y naturalmente, vive aislado y por ello debe construir la sociedad (el Estado-nación) mediante un pacto o contrato. Por el contrario, Aristóteles sostenía que la sociedad (la polis o ciudad-Estado) es un hecho dado y que son los individuos los que se forman en su interior y alcanzan, gracias a ello, su autorrealización. Con esto, se entiende que Aristóteles afirme que el hombre es un ser social por naturaleza17, a diferencia de Hobbes, quien defendía el carácter naturalmente insociable del ser humano18.

Lo que es necesario resaltar en este momento es el diferente tipo de unidad social de ambos modelos: en el caso de Aristóteles, la unidad de la polis es natural, está dada de hecho y precede a la existencia de los individuos concretos; en el caso de Hobbes, por el contrario, la unidad es artificial, debe ser construida por individuos previamente existentes con la finalidad de vivir mejor que de forma aislada y, además, dado su carácter artificial, es necesario mantenerla mediante la imposición de un poder soberano. Nuestra hipótesis es que esta diferencia, tan importante respecto de la constitución de la sociedad, se fundamenta en que ambos filósofos, en virtud del momento histórico en el que escriben, poseen concepciones diferentes acerca de la naturaleza humana. La diferencia en sus antropologías radica en que Hobbes, de acuerdo con el espíritu de su tiempo, concibe al hombre como un sujeto atómico, aislado, que no depende de los otros hombres ni de una comunidad para existir, formarse y desarrollar su identidad. Para Aristóteles, en cambio —también de acuerdo con las creencias de su época, es decir, con el espíritu griego—, el

15 Cfr. Ricoeur 2006: 208.16 Un ejemplo claro de esta «ruptura» está presente en las Meditaciones metafísicas de Descartes, específicamente, al inicio de la primera meditación.17 Cfr. Aristóteles 2001: 58. Platón, en su texto más famoso, la República, sostiene una tesis similar: ningún hombre se basta a sí mismo; requiere siempre de los otros.18 Cfr. Hobbes 1984: 102.

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hombre no puede ser separado de su comunidad, es una «parte» más de la polis y, en este sentido, no puede existir aislado: la vida humana solo es tal entre seres humanos. Solo las bestias y los dioses pueden vivir solos, afirmaba Aristóteles19.

La antropología hobbesiana: homo homini lupus20

Toda filosofía práctica debe basarse en alguna concepción acerca de la naturaleza humana. Si se quiere construir una teoría sobre el Estado, por ejemplo, es necesario definir con qué individuos la estamos conformando, lo cual determinará decisivamente las características de dicha asociación. Hobbes tuvo muy clara esta necesidad; por ello, dedicó la primera parte del Leviatán (1651) a un análisis del hombre. Este análisis —que puede ser considerado el fundamento antropológico de su filosofía política— busca definir las pasiones y los afectos fundamentales del ser humano, ya que, a partir de ellos, brota, orgánicamente, la necesidad de conformación del Estado21.

La filosofía de Hobbes puede incluirse dentro del mecanicismo / materialismo de los filósofos de inicios de la Modernidad (Galileo, Bacon, entre otros). En este sentido, concibe al mundo como una gran maquinaria gobernada por leyes causales, y al hombre en particular, en tanto ser natural, también lo somete al determinismo y al condicionamiento de dichas leyes. Por ello, es fundamental para Hobbes, al momento de analizar la dimensión práctica de la vida humana, saber cuáles son las pasiones o los afectos que conducen al hombre a actuar, pues estos funcionan como los «resortes» que impulsan su comportamiento. Así, podemos decir que el comportamiento humano se adecua al modelo estímulo (pasión) / respuesta (acción). Partiendo de esta base mecanicista, comprender por qué los hombres se asocian para formar un Estado requiere, previamente, comprender cuáles son las pasiones que los movilizan a realizar dicho acto de asociación.

Hobbes no se cansa de repetir que la pasión fundamental que moviliza a los hombres en el estado de naturaleza, es decir, en el estado hipotéticamente originario del ser humano, antes de toda asociación y en donde no hay ningún tipo de autoridad,

19 Un ejemplo paradigmático de la esencial dependencia del individuo a su polis lo encontramos en la misma vida de Sócrates. El maestro de Platón, una vez condenado a muerte, tuvo la posibilidad de huir clandestinamente de Atenas; sin embargo, prefirió asumir su condena. Dos motivos lo llevaron a ello: primero, el respeto a la ley (incluso injustamente aplicada); y, en segundo lugar —esto es lo que me interesa resaltar—, la afirmación de Sócrates de que fuera de Atenas «él no sería nadie». Así, remarca la natural y esencial dependencia de su identidad a la comunidad a la que pertenece. Sobre este tema, véase, especialmente, el diálogo Critón de Platón.20 ‘El hombre es el lobo del hombre’.21 Cfr. Cortés 2002: 12.

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es el miedo22. ¿Qué hace que los hombres vivan temerosos? En el estado de naturaleza, todos los hombres son, en promedio, iguales. Sin embargo, la igualdad de la que habla Hobbes en este contexto no se vincula a derechos, sino a cualidades: los hombres tienen, en promedio, la misma fuerza y la misma inteligencia. Las diferencias que se puedan dar no son lo suficientemente grandes como para que alguien pueda destacarse significativamente sobre los demás23. Ahora bien, dada esta igualdad en las capacidades, todos los individuos poseen, entonces, las mismas expectativas con respecto a las posibilidades de alcanzar sus fines. Sin embargo, el problema surge debido a que los fines que persiguen los individuos no son compartidos o comunitarios, pues en el estado natural cada quien «baila con su propio pañuelo»; los fines son siempre particulares, egoístas diría Hobbes. Por ello, inevitablemente, los hombres se verán enfrentados en el momento de buscar o realizar sus objetivos. Por este motivo, Hobbes afirma que a lo que más le temen los hombres es al poder de los demás hombres, ya que todos son capaces de aniquilarse entre sí por obtener el fin que desean y que naturalmente les corresponde24. Dada esta situación de desconfianza, lo más natural es que los hombres traten de sojuzgar a los demás para evitar ser atacados y que lo traten de hacer hasta que no exista ningún poder capaz de amenazarlos. Este hecho está determinado simplemente por la incesante búsqueda de autoconservación de los individuos y es completamente legítimo dada la situación de anomia25 en que se vive en el estado de naturaleza26. Se concluye, por tanto, que, en el estado de naturaleza, el hombre, como ser egoísta que solo busca su autoconservación, es decir, asegurar su supervivencia, se encuentra en una situación constante de guerra con los otros hombres: el hombre es el lobo del hombre (homo homini lupus).

Ahora bien, ¿qué hace que los hombres sean tan egoístas y, por lo tanto, tan temerosos de sus semejantes? ¿Por qué el hombre, por el contrario, no es —en el estado de naturaleza— un sujeto afable, caritativo y que busque fundamentalmente el bien del prójimo o el bien común? ¿Por qué para Hobbes, en el estado natural, no somos «buenos salvajes», como afirmaba Rousseau? La respuesta a estas cuestiones se encuentra en la teoría de las pasiones hobbesiana27. Para Hobbes, en el estado de naturaleza, lo bueno

22 Cfr. Hobbes 1984: 105.23 Cfr. Hobbes 1984: 100.24 Cfr. Hobbes 1984: 101.25 Ausencia de leyes o de normas que regulen las relaciones entre individuos.26 Cfr. Hobbes 1984: 101.27 La teoría de las pasiones, como afirma Cortés, es «(…) fundamental para la filosofía política. Su fin primordial consiste en desarrollar el conjunto de inclinaciones, pasiones y formas del comportamiento que determinan las interacciones sociales en el estado de naturaleza» (Cortés 2002: 22).

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se identifica con el objeto del deseo y lo malo con el objeto de la aversión. En otras palabras, cuando un individuo desea algo, lo califica como «bueno»; por el contrario, cuando siente aversión (odio) hacia algo lo califica como «malo». De esta manera, ambos conceptos no son absolutos, es decir, universales o al menos generales, válidos para un grupo o una comunidad. Por el contrario, son completamente relativos al depender de las pasiones (deseo / odio) de cada individuo particular. Así, debido a que lo «bueno» y lo «malo» son relativos a cada individuo, entonces, como hemos visto, se genera un conflicto permanente entre las personas: todos los seres humanos, dado que tienen derecho sobre todas las cosas (aunque ninguno derecho exclusivo), buscan satisfacer lo que consideran bueno para sí (sus fines particulares), aunque esto implique pasar por encima del otro o incluso, de ser necesario, matarlo. Son las pasiones, entonces, las que llevan al individuo a una posición originariamente egoísta en sus relaciones con los otros seres humanos.

En medio de esta lucha por alcanzar los propios fines, la razón tiene la finalidad de encontrar los medios idóneos para la satisfacción de los deseos particulares. Así, para Hobbes, la razón humana tiene un uso fundamentalmente instrumental28. Por ello, Cortés afirma, con razón, que «(…) su filosofía moral asume la forma de una teoría de la prudencia para la elección de los medios más adecuados para obtener ciertos fines» (Cortés 2002: 23). El hecho de que Hobbes vincule de manera utilitaria los conceptos «bueno» y «malo» con los deseos o aversiones del hombre ocasiona que aquellos pierdan su carácter normativo y que permanezcan solamente como términos descriptivos para calificar las inclinaciones subjetivas29. Así, en esta descripción de las pasiones del hombre en el estado de naturaleza, vemos que, para Hobbes, el hombre es esencialmente un ser dirigido a ciertos fines y que busca los medios más adecuados para alcanzarlos. Es esta naturaleza propia del ser humano lo que genera el miedo, la guerra y la muerte entre los hombres.

No obstante, en esta situación natural de guerra y enfrentamiento de todos contra todos, se da un punto fundamental de inflexión. Si bien cada individuo persigue ferozmente lo que le causa placer, es decir, lo que considera bueno para sí mismo, sus fines particulares, ocurre que hay un punto en el que los fines individuales coinciden. Existe un fin básico, dirá Hobbes, al que todos aspiran y que limita la relatividad de los

28 Hay que tener en cuenta que el conocimiento en general, para Hobbes, es instrumental o utilitario. No existe, y esta es otra diferencia con el mundo griego, que plantea el saber por el saber (saber desinteresado); por el contrario, para Hobbes, el saber significa siempre un medio o una posibilidad para influir sobre la naturaleza y sobre los otros hombres: el saber es poder. Para una definición breve pero clara de racionalidad instrumental, véase Taylor 1994: 40.29 Cfr. Taylor 1994: 25.

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fines particulares: la conservación de la vida (física básicamente) a cualquier precio30. La autoconservación o la supervivencia aparecen en la filosofía de Hobbes como una especie de «bien común» naturalmente establecido. Ahora bien, como todos los hombres, coincidentemente, aspiran a este mismo fin, entonces es posible que algún acuerdo surja entre ellos, más allá de sus múltiples divergencias y antipatías31. Serán las mismas pasiones que lo guiaban a buscar sus fines particulares (lo bueno para sí mismo) y la misma razón instrumental que determinaba los medios más adecuados para alcanzar esos fines las que le den la idea al hombre de que tal vez sea mejor vivir asociado con otros hombres y no en un continuo estado miserable y temeroso de lucha. Hobbes concluye, así, que «(…) las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo» (Hobbes 1984: 105). Por otro lado, el rol de la razón consiste en ofrecer «(…) adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso» (Hobbes 1984: 105). Por ello, sin el reconocimiento de este «bien común», la vida de los hombres estaría marcada por un estado de guerra permanente, lo que impediría, según afirma Hobbes, el desarrollo de la cultura y la civilización32.

El Leviatán: animal artificial, obra artística del animal naturalEn función de lo visto anteriormente, se puede afirmar que, para Hobbes, el interés principal de todos los hombres, en tanto persiguen su autoconservación, es salir del estado natural. Y, aunque parezca paradójico, esto lo pueden lograr gracias a la misma naturaleza. Por un lado, las pasiones los llevan a pelear y hasta a matar, pero también son ellas las que, por el miedo, los conducen a buscar la paz. Por otro lado, la razón instrumental, mediante lo que Hobbes llama las «leyes naturales», les otorga a los hombres la posibilidad de ponerse de acuerdo y establecer un contrato de paz, el cual se muestra como el mejor medio para alcanzar el bien básico común del que hemos hablado: la autoconservación o supervivencia. Gracias a este contrato social

30 Cfr. Hobbes 1984: 107.31 Hobbes sostiene que los hombres experimentan desagrado cuando están reunidos sin un poder que gobierne sobre ellos. Cfr. Hobbes 1984: 102.32 Sobre el estado de guerra, Hobbes afirma: «Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal es la de todos contra todos» (Hobbes 1984: 102). Luego, sobre la falta de progreso, sostiene que, durante el tiempo de guerra, no hay industria, agricultura, comercio, etcétera, y «(…) lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve» (Hobbes 1984: 103).

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—impulsado por el temor y realizado gracias a las leyes naturales—, el hombre pasa del estado de naturaleza al estado social y crea para ello el Estado.

Antes de entrar directamente a ver la constitución del Estado a partir del contrato social, es necesario detenernos brevemente en la noción de ley natural empleada por Hobbes. Cuando Hobbes nos habla de las leyes de la naturaleza, no hace referencia a ninguna ley teológica o metafísica, sino, más bien, a una norma de egoísta prudencia. De alguna manera, son leyes análogas a las de la física: así como los cuerpos naturales están regidos necesariamente por leyes —ley de gravedad, de atracción, etcétera—, los seres humanos —que, según el mecanicismo, son una parte más de la naturaleza— están gobernados por leyes naturales que prescriben la forma en que de hecho actúan los «egoístas racionales»33 —como las leyes de la física que prescriben la forma en que de hecho actúan los objetos—.

Como hemos afirmado, es la búsqueda racional de la propia conservación lo que conduce a los hombres a formar un Estado —fin— y son, en este contexto, las leyes naturales que anidan en la razón las que les proporcionan las condiciones necesarias —los medios— para lograrlo. Hobbes piensa que el hombre actúa de acuerdo con esas leyes porque de hecho existen sociedades y Estados que son el vivo ejemplo de ello.

La primera ley natural obliga al hombre a salir del estado de naturaleza y buscar la paz mientras sea posible; es un deber que le impide al hombre hacer cualquier cosa que pueda ir en contra de su integridad (de su vida). Si no se puede lograr esto pacíficamente, el hombre tiene el derecho de valerse de toda la ayuda y las ventajas de la guerra34. La segunda ley natural obliga a los hombres a renunciar a sus derechos sobre todas las cosas siempre y cuando todos los demás hagan lo mismo. Esta ley es ya la base del futuro poder soberano sobre los derechos de los individuos y del establecimiento, a partir de ello, de la propiedad privada35. La tercera ley natural dictamina que los hombres deben cumplir con los contratos realizados. Esta es, pues, la condición fundamental para establecer el futuro pacto o contrato social y para que este pueda ser respetado y mantenido. Según estas leyes, el hombre debe actuar siempre realizando las acciones más adecuadas para alcanzar el establecimiento de la paz, es decir, la constitución de la sociedad (porque solo en la sociedad hay paz; fuera de ella, siempre se está en estado de guerra).

Hobbes, luego de dar las diecinueve leyes del Leviatán, afirma que estas obligan en conciencia, es decir, que la razón, teniendo en cuenta el deseo de seguridad del hombre, le

33 Cfr. Hobbes 1984: 106.34 Cfr. Hobbes 1984: 107.35 Cfr. Hobbes 1984: 107.

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aconseja que, si va a actuar racionalmente, debe desear que las leyes naturales se observen. En este sentido, las leyes poseen un carácter obligatorio (normativo, prescriptivo). Sin embargo, este solo es efectivo cuando cae bajo un poder (asociado a un temor) que lo mantenga: las palabras y las promesas sin autoridad que las respalde no llegan a tener carácter obligatorio, pues el natural egoísmo del hombre lo empuja a no respetarlas36. Por ello, es tan importante y necesario el Estado: constituye la garantía de que las leyes naturales que obligan al hombre a salir del estado natural se hagan efectivas37.

Recapitulemos. Sabemos que el hombre busca la propia conservación y la paz, y que son sus propias pasiones —el temor— y las leyes naturales que anidan en su razón instrumental las que lo incitan a ello; sin embargo, estas, por sí mismas, no lo pueden lograr. Por tanto, es necesario un poder público o Gobierno, respaldado por la fuerza y la capacidad de castigar. Así, el arte humano, al imitar la obra más excelsa de la naturaleza, el animal racional, crea el Estado o la república. Este «hombre artificial» fue creado con la finalidad de proteger y defender al «hombre natural»38.

Así, para formar el Estado a partir de una pluralidad de individuos que buscan su propia conservación, es necesario hacer de la multiplicidad una unidad. ¿Cómo lograrlo? Dejemos hablar al mismo Hobbes:

«(…) el único camino (…) es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad y votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que representen su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva quien representa a su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes, que además sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquel, y sus juicios a su juicio.» (Hobbes 1984: 141)

Ahora bien, ¿cómo es posible realizar dicha transferencia? Esto se puede lograr siempre y cuando actuemos como si cada individuo dijera a todos los demás:

«(…) autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera.» (Hobbes 1984: 141)

36 Cfr. Hobbes 1984: 112, 137.37 «(…) Hobbes plantea como supuesto que haya leyes naturales y las utiliza para deducir a partir de ellas la obligación al sometimiento incondicionado bajo el Estado. Así, cuando son consideradas las leyes naturales de esta forma, entonces hay, como lo afirma Hobbes, una obligación de respetarlas (…)» (Cortés 2002: 33).38 Cfr. Hobbes 1984: 3.

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Hecho esto, la multitud unida en una sola persona se llama Estado o Leviatán.

La «multitud unida en una sola persona» —el Estado-nación— es representada o gobernada por el soberano. Este tiene el derecho a utilizar la fuerza y medios de cada individuo para salvaguardar la paz y el Estado. Es importante resaltar que el Estado ha surgido del contrato entre individuos y no del contrato entre individuos y el soberano, por lo que el soberano se encuentra fuera del contrato y, por ello, no lo puede romper. Esto le permite a Hobbes defender la naturaleza inviolable e indivisible del poder soberano, ya que piensa que la centralización del poder en el soberano permite evitar el mayor mal para la sociedad: la guerra civil39. El poder del soberano debe ser absoluto. Por ello, cuando los individuos hacen el contrato, debe surgir junto con él, inmediatamente, el poder soberano; no es que primero hagan el contrato y luego elijan al soberano. Así, aunque el soberano no es parte del contrato, su soberanía y su poder se desprenden directamente de él.

En pocas palabras, la esencia del Estado para Hobbes radica en

«(…) una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina soberano y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es súbdito suyo.» (Hobbes 1984: 141)

La esencia del Estado, de la comunidad humana institucionalizada, es, como se ve claramente en la cita anterior, un artificio del hombre; en este sentido, es un producto de sus necesidades, pasiones e intereses (individuales), no un hecho natural.

Conclusiones en torno a la moral del contractualismoLuego de repasar algunos puntos importantes de la filosofía política de Hobbes, es momento de ensayar algunas conclusiones en torno a la moral que surge de —o que se expresa en— una teoría «contractualista» de la sociedad.

Al presentar la antropología hobbesiana, le dedicamos algunas líneas a la teoría de las pasiones. A partir de ellas, quedó definido que, para Hobbes, lo «bueno» y lo

39 En la introducción al Leviatán, Hobbes muestra esta idea claramente al afirmar que la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo y que la guerra (o guerra civil) representa la muerte (cfr. Hobbes 1984: 3). En las actuales democracias, por el contrario, se piensa que la mejor forma de impedir que quienes gobiernan abusen de su autoridad y se conviertan en algo parecido a dioses terrenales es manteniendo el poder dividido. De ahí la división básica de poderes: ejecutivo, legislativo y judicial.

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«malo» son relativos a cada individuo, dependiendo del placer o aversión que le genere algún objeto determinado. Teniendo en cuenta esto, si queremos hablar de una ética en el estado de naturaleza, no podemos pensar en una ética normativa o deontológica, sino, solamente, en una descripción de inclinaciones subjetivas, las cuales no poseen carácter vinculante. Por ello, en sentido estricto, en la descripción que hace Hobbes del hombre en el estado de naturaleza, no podemos hablar de una ética (asumiendo que la ética debe poseer un carácter mínimamente prescriptivo). Lo «bueno» y lo «malo» en el estado de naturaleza son, simplemente, disfraces para referirse al placer y al dolor. ¿Una ética en primera persona? Parece imposible, pues la ética siempre habla de un «nosotros», no solamente de un «yo». Así, en el estado de naturaleza, donde prima el egoísmo, aparentemente se podría afirmar que «entre gustos y colores no han escrito los autores»; es decir, no existen patrones o criterios compartidos para determinar bienes comunes concretos. Por ello, Paul Ricoeur sostiene que la hipótesis del estado de naturaleza aparece como una teoría del «desconocimiento originario»40.

Sin embargo, Hobbes también afirma que, una vez que se forma el Estado, es decir, cuando se sale del estado de naturaleza donde prima el egoísmo (y con ello lo «bueno» y lo «malo» para mí) y se ingresa al estado social o político, es el soberano quien debe decidir qué es lo «bueno» y qué es lo «malo», tanto para él como para todos sus súbditos, ya que es quien representa la voluntad de estos. Por ello, es necesario que «(…) quien ha de gobernar una nación entera debe leer, en sí mismo, no a este o a aquel hombre, sino a la humanidad, cosa que resulta más difícil que aprender cualquier idioma o ciencia (…)» (Hobbes 1984: 5). Así, según estas premisas, podemos afirmar que, una vez que los individuos firman el contrato social y crean el Estado, este se convierte en la fuente de la moral porque es el soberano, en tanto representante de todos los individuos y cabeza del Estado, el que decide lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Y, si el Estado es la fuente de la moral y el Estado es producto de un contrato entre individuos (que, en principio, no tienen nada que ver entre sí), entonces la moral respondería, en última instancia, a los intereses egoístas de cada individuo (¿aun en el estado social una moral en primera persona?). La formación del Estado no responde a un interés común (bien común), sino, más bien, a intereses particulares que coinciden en uno fundamental: la autoconservación. Pero la cuestión relevante en este punto es que cada individuo acepta «firmar» el contrato pensando en sí mismo y en su propio bienestar, no en los otros individuos y menos en una posible comunidad. En todo caso, si hablamos de un «bien común» en el estado social, este será siempre interesado o egoísta.

40 Cfr. Ricoeur 2006: 208.

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Lo relevante en este punto es que, cuando se pretende fundamentar y explicar la «creación» del Estado en un contrato, el cuerpo social que surge de él es artificial (como bien lo dice Hobbes); es obra de un cálculo racional instrumental del hombre pensando en su propio beneficio (conservación). Y esto será así siempre que consideremos a los individuos como sujetos aislados que, en un principio, están abstraídos de la historia, la sociedad y la cultura (que nacen como «hongos» de la tierra). Por esto, la moral también será ineludiblemente artificial, es decir, externa, impuesta por el soberano y aceptada por los súbditos porque esto les conviene particularmente y no porque el otro con el que conviven lo merezca. Además, otro motivo por el cual los súbditos respetan las normas morales impuestas por el soberano es el miedo. Una acción moral realizada por temor a las consecuencias negativas que de su omisión se sigan para mí no es, bajo ningún aspecto, una acción moral; en todo caso, sí puede ser una acción legal. Así, la moral contractual no obliga (no prescribe) internamente, en conciencia, sino solamente desde el exterior. Por ello, se puede sostener que el carácter de la moral surgida del contractualismo es «legal», instituida por un acto de derecho, que emana del contrato, no del interior de los individuos, de su conciencia o de sus corazones41.

En este sentido, el contractualismo no llega a dar cuenta de la experiencia moral de los individuos en sociedad, por lo cual no es suficiente para explicar las luchas reivindicatorias que, como hemos señalado al inicio de nuestro artículo, han marcado profundamente el siglo XX. Estas luchas muestran algo más que una simple lucha por la autoconservación: expresan una búsqueda que no es solamente la de los intereses individuales y ponen frente a nosotros un sentimiento que no es el egoísmo de la racionalidad instrumental. Por ello, se hace necesario repensar la convivencia y la experiencia moral que anida en esta convivencia a partir de categorías distintas. Para ello, como ya hemos adelantado en la introducción del presente artículo, recurriremos a las ideas desarrolladas respecto de la noción del reconocimiento en los últimos años. Sin embargo, es necesario desarrollar primero el aspecto fundamental que, creemos, ha revolucionado en el siglo XX la forma de comprender al ser humano: la intersubjetividad.

41 Ricoeur lo expone directamente: «Pero, ya se trate de abandono, de transferencia, de contrato, no se trata, en absoluto, de coacción moral, sino de precaución totalmente voluntaria y soberana, que el cálculo recomienda bajo la presión del miedo» (Ricoeur 2006: 213). Más adelante: «(…) el Leviatán excluye cualquier motivo originariamente moral, no solo para salir del estado de guerra de todos contra todos, sino también para reconocer al otro como socio de las pasiones primitivas de competición, de desconfianza y de gloria» (Ricoeur 2006: 274). Kant vio claramente este problema; por ello, sostuvo que la ley moral debía emanar del interior del individuo, pues solo así podríamos alcanzar una norma que obligue internamente, pero que, al mismo tiempo, sea propia. Kant concilia así ley y libertad bajo el concepto de autonomía. La moral hobbesiana, desde el punto de vista kantiano, sería heterónoma (cfr. Kant 1984: 102).

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

INTERLUDIO SOBRE LA IDENTIDAD Y EL RECONOCIMIENTOLuego de presentar la propuesta hobbesiana de la formación de la sociedad y de mostrar algunas de sus insuficiencias para dar cuenta satisfactoriamente de la experiencia moral, nos detendremos brevemente, en este capítulo, a exponer las razones por las que consideramos que es necesario para nuestro análisis desarrollar la idea de que los individuos son constitucionalmente dependientes entre sí y de su comunidad. Si bien no es mi intención comprometerme con alguna posición ontológica acerca de cuál sería la «esencia» del hombre, sí es cierto que, al hablar de la «constitución de los individuos», estoy haciendo referencia, de alguna manera, a una problemática ontológica. Dada la actualidad del pensamiento, buscar o tratar de definir la esencia del hombre, es decir, lo que es el hombre en tanto hombre, es una tarea destinada al fracaso; sin embargo, este no se debe a la imposibilidad de dar con tal definición, sino, más bien, a que esta no existe42. A pesar de esto, partimos del presupuesto de que, si bien no existe tal «esencia humana», sí existe un único proceso por el cual se forma lo que es lo humano (cualquier cosa que lo humano pueda llegar a significar)43. Este presupuesto (el proceso de formación del ser humano) implica que la «esencia» del hombre no es única, eterna y universal, sino que, por el contrario, se construye a través del tiempo, en la historia; es decir, se caracteriza por ser un producto cultural (social). Por esto, se puede sostener que los individuos particulares surgen de un proceso en el que se relacionan con dos flancos distintos: por un lado, verticalmente, con su pasado y su futuro; por el otro, horizontalmente, con sus coetáneos. Así, nuestro presupuesto acerca de la formación del ser humano nos lleva a sostener que es imposible que exista un individuo aislado que logre alcanzar un desarrollo completo de sus facultades44. El individuo solamente puede desarrollarse como un ser humano pleno en tanto vive y pertenece a una comunidad particular o a un grupo social específico. En este sentido, la idea de Hobbes según la cual los hombres nacen como hongos aislados de la tierra, lo que ocasiona que sean naturalmente insociables, se opone completamente a las teorías que, en la actualidad,

42 El afán desmedido por definir una esencia única y verdadera del ser humano ha llevado en la historia a situaciones límite como la del holocausto nazi. Según los nazis, existía un hombre verdadero, una esencia humana, expresada en la raza aria. Esta creencia trajo como consecuencia el mayor genocidio de la historia de la humanidad.43 La mayor parte de la filosofía posterior a Nietzsche (1844-1889), es decir, el pensamiento del siglo XX, busca no comprometerse con alguna definición esencial del ser humano. Por el contrario, rescata su carácter procesual, contingente, diferencial e inacabado.44 El cine nos ha hecho creer en esta posibilidad a través de la presentación de figuras como Tarzán o Mowgli. Las investigaciones han mostrado que los niños criados por animales y que logran sobrevivir —los llamados «niños ferales»— no logran desarrollar capacidades propiamente humanas como el lenguaje y el razonamiento; es decir, no llegan a pensar. Esto muestra que no logran alcanzar la humanidad y, más bien, quedan atrapados en su ser biológico o natural.

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sostienen la dependencia necesaria y esencial de los individuos entre sí para la formación de su identidad y su desarrollo.

Ahora bien, ¿qué relación existe entre la identidad, tal como la hemos definido, y la cuestión principal que nos ocupará en el siguiente capítulo, el reconocimiento? Pensemos en una serie: identidad, diferencia y reconocimiento. Estos tres conceptos están íntimamente relacionados: el vínculo que los une es interno y natural, se presuponen mutuamente. Cada uno nos lleva a pensar en los demás. Abordar uno es abordar todos. Por ello, no pueden ser desligados en el momento de ser analizados. En el ámbito de la convivencia humana, si todos fuésemos idénticos, cual robots producidos en serie, no habría ninguna singularidad o diferencia que reconocer. Solo existe la posibilidad de reconocer a alguien en tanto existe una distancia entre esa persona y las demás, en tanto son diferentes y forman parte de una gran multiplicidad llamada «sociedad». Sin embargo, la distancia que nos separa o nos distingue no es abismal, no es tan grande como para que sea imposible superarla. No somos idénticos, pero tampoco somos «mónadas sin ventanas», tomando prestada la famosa expresión del filósofo Leibniz. Somos un hilo más de la inmensa red que constituye la humanidad. Y, como tal, poseemos nuestra propia singularidad pero siempre en relación con la singularidad de los otros. Por ese motivo, sosteníamos que, por definición, somos dependientes de los demás hilos que conforman la gran red. Solo dentro del tejido social nos formamos como seres humanos plenos (con lenguaje, deseos, pensamientos, ideas, tradiciones, religión, etcétera), pues no hay tal cosa como un estar fuera del estado social (como sí sucedía en el supuesto estado natural de Hobbes). Ahora bien, lo que nos hace únicos dentro de la trama social, lo que nos hace ser lo que somos, lo que nos determina y evita que desaparezcamos en una masa indiferente, es la identidad. Cada individuo tiene una identidad que lo hace ser idéntico solamente a sí mismo y, por ello, diferente de todos los demás. Pero esta identidad no la compramos en un supermercado ni nos es impuesta por el destino o la divinidad; todo lo contrario: la adquirimos día a día a través del intercambio que establecemos con nuestros coetáneos (presente), con nuestros recuerdos (pasado) y con nuestras expectativas (futuro). Con aquellos que podemos llamar, tomando la potente expresión de G. H. Mead, tan querida por Honneth y Taylor, los «otros significantes»45. No obstante, debido a que nuestra identidad está constantemente influenciada, es necesario matizar nuestra anterior afirmación, pues parece no ser exacta: nuestra identidad no es tan idéntica a sí misma, sino cambiante y dependiente de las circunstancias a las que nos vemos enfrentados. Así, la identidad no es un sustrato inmutable que se mantiene a través del tiempo; por el contrario, es un flujo de experiencias al que convencionalmente

45 Cfr. Taylor 1993: 53, Honneth 1997a: 82-113.

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denominamos «yo»46. En este sentido, nuestra identidad es, aunque suene paradójico, diferencial. Este proceso (inter)cambiante de formación intersubjetiva le otorga a la identidad su carácter dialógico y compartido, en contraposición al carácter monológico y solipsista que supuestamente poseían los sujetos modernos (como los imaginados por Hobbes en el estado de naturaleza)47.

Está claro, entonces, que la formación de la identidad depende de los otros significantes. Debido a esto, actualmente, la política y la ética, disciplinas que reflexionan sobre la «mejor manera de vivir», giran en torno a la exigencia de reconocimiento48. No obstante, ¿por qué la política y la ética deberían ocuparse del reconocimiento y, más aun, por qué deberían exigir reconocimiento? La idea de los autores que sostienen esta tesis es que, si mi identidad (mi ser diferente de otros pero esencialmente dependiente de ellos en tanto me crean y recrean) ha sido forjada en mis relaciones sociales, entonces, mi identidad depende de ellas y es, hasta cierto punto, ellas. Por ello, y esta es la tesis importante, reconocer al otro en su ser diferente es afirmar su identidad y su significatividad para los demás49. Así, el hecho de que otro individuo forme su identidad en las relaciones que mantiene conmigo y viceversa nos constriñe, inmediatamente, a asumir un grado de responsabilidad moral hacia el otro. De esta forma, la moralidad es inherente a los seres humanos en tanto son causa directa de la formación de los demás individuos de su grupo social. Ahora, dada esta dependencia del otro, es necesario que se puedan establecer las condiciones básicas y fundamentales para que el desarrollo de la identidad individual y, con esta, del conjunto social pueda lograrse exitosamente. El establecimiento de estas condiciones es el que permite el progreso moral en una sociedad. Y, según lo sostienen muchos de los autores que hemos mencionado (Taylor, Honneth, Ricoeur, etcétera), estas condiciones se sostienen en y giran en torno a la noción

46 Un análisis muy interesante en torno a la naturaleza de la identidad personal puede encontrarse en Sí mismo como otro, de Paul Ricoeur. En este libro, el autor nos presenta dos formas de entender la identidad personal: la identidad-idem y la identidad-ipse. La primera supone un sustrato idéntico que se mantiene en el transcurso del tiempo (la identidad de los individuos hobbesianos podríamos decir); la segunda supone que la identidad cambia continuamente en función de nuestros encuentros y experiencias. Cfr. Ricoeur 1996.47 «(…) [el] rasgo decisivo de la vida humana es su carácter fundamentalmente dialógico. Nos transformamos en agentes humanos plenos, capaces de comprendernos a nosotros mismos y por tanto de definir nuestra identidad por medio de nuestra adquisición de enriquecedores lenguajes humanos para expresarnos. (…) Pero aprendemos estos modos de expresión mediante nuestro intercambio con los demás. Las personas, por sí mismas, no adquieren los lenguajes necesarios para su autodefinición. Antes bien, entramos en contacto con ellos por la interacción con otros que son importantes para nosotros: lo que George Herbert Mead llamó los “otros significantes”. La génesis de la mente humana no es, en este sentido, monológica (no es algo que cada quien logra por sí mismo), sino dialógica» (Taylor 1993: 52-53). Véase también Taylor 1994: 68.48 Cfr. Taylor 1993: 43, Honneth 1997b: 236-237.49 Cfr. Taylor 1993: 43, 55-56; Taylor 1994: 84.

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de reconocimiento recíproco y —como veremos en el siguiente capítulo— sus distintos niveles de complejidad. Por el contrario, no reconocer al otro (diferente de mí, pero formado por mí) es no reconocer su identidad, no tomarlo como un ser significativo; es, en buena medida, invisibilizarlo, despreciarlo, anularlo en vida. Por este motivo, el mal reconocimiento o la falta de este son las causas de mayor injusticia y descomposición social, en otras palabras, de ofensa moral. Por ello, de estas teorías se puede concluir que el acto de reconocer la diferencia o la identidad no debe ser un acto de condescendencia sino de respeto. El reconocimiento es un deber y un derecho: tenemos derecho a ser reconocidos y debemos reconocer50. Por ello, la cuestión del reconocimiento constituye una perspectiva fecunda desde la cual acercarse en la actualidad a las problemáticas sociales, sobre todo, en una situación como la de nuestro país, en la que la emergencia del multiculturalismo y de las distintas minorías es una realidad cada vez más evidente.

HONNETH Y LA LUCHA POR EL RECONOCIMIENTOUna vez que hemos analizado —y criticado— la propuesta contractualista de Hobbes y que hemos dejado sentada la necesidad de iniciar nuestro análisis en la construcción de las relaciones intersubjetivas —y no a partir del sujeto atómico y aislado—, es momento de entrar a la propuesta realizada por Axel Honneth, propuesta que, como afirma Ricoeur, «(…) ambiciona dar la réplica a Hobbes» (Ricoeur 2006: 237).

El joven Hegel y Aristóteles: la recuperación de la «intersubjetividad» griegaEn el capítulo anterior, gracias a la noción de «otro significante», le dimos sustento teórico a la afirmación que sostiene que el individuo pertenece esencialmente a una comunidad. En el primer capítulo, vimos, brevemente, que esta tesis estaba ya en la filosofía práctica de Aristóteles (también en Platón, en Sócrates y en el mundo griego en general). No obstante, hablar de intersubjetividad en Aristóteles es, sin duda, anacrónico. Sin embargo, sí es posible encontrar, en los conceptos éticos que manejaba, rasgos útiles para construir una teoría social que nos sirva para superar las deficiencias que muestran los modelos sociales atomistas y subjetivistas de la modernidad, como el de Hobbes. Este es, precisamente, el objetivo de Honneth.

50 Cfr. Taylor 1993: 43.

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Honneth se acerca a Aristóteles a través de Hegel. La admiración de este por el mundo griego se basa, principalmente, en la primacía de la polis (ciudad-Estado) sobre el individuo, según sostiene Ricoeur51. Lo relevante de esta admiración para nuestros intereses es que, como expusimos en las conclusiones de nuestro primer capítulo, para Hegel, las teorías atomistas que parten del ser singular (individuo) como lo categóricamente «más alto y primero» no pueden desarrollar una «unidad ética» verdadera entre los hombres. Por el contrario, la unidad se les añade desde afuera como «algo otro y extraño»52. Esto era, justamente, objeto de nuestra crítica en el capítulo sobre Hobbes: la sociedad y la moral serían solo constructos artificiales (e instrumentales), no algo inherente a la vida humana. Es necesario pasar, entonces, de los conceptos atomísticos de la subjetividad moderna a las categorías de la conexión social de la intersubjetividad: nuestras reflexiones deben arrancar de los lazos, del tejido, no del sujeto aislado. Honneth con Hegel oponen, entonces, la «unidad de muchos» (sumatoria de individuos, asociación contractual hobbesiana) a la «totalidad ética» representada, en principio, por la polis griega (Aristóteles). Esta «totalidad ética» es la expresión intersubjetiva de la particularidad de cada individuo, el «yo convertido en nosotros», es decir, el sujeto individual universalizado en el todo de la comunidad53.

Lo fundamental que Honneth retoma de la propuesta de Hegel es que, gracias al reconocimiento intersubjetivo, los individuos, poco a poco, se realizan y que, por lo tanto, puede haber un desarrollo social efectivo. En este sentido, Hegel afirma, en palabras de Honneth, que

«(…) un sujeto deviene [se desarrolla] siempre en la medida que se sabe reconocido por otro en determinadas de sus facultades y cualidades (…); [y] al mismo tiempo llega a conocer partes de su irremplazable identidad (…).» (Honneth 1997a: 28)

Así, los hombres, según Hegel, construyen su identidad personal y su comunidad ética enfrentados constantemente y luchando por acceder a niveles mayores de reconocimiento. Por ello, Honneth afirma que el conflicto y la reconciliación son el motor del progreso social. Teniendo en cuenta esta propuesta del desarrollo social, se puede sostener que la lucha por la autoconservación propuesta por Hobbes es insuficiente debido a que, una vez que los individuos dejan el estado de naturaleza de guerra de todos contra todos en el que se lucha por la supervivencia física, se inicia una nueva lucha, esta vez, por el reconocimiento de la identidad subjetiva (moral). Esta lucha debe

51 Cfr. Honneth 1997a: 222-223.52 Cfr. Honneth 1997a: 20.53 Cfr. Honneth 1997a: 23.

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transcurrir por diferentes estadios de evolución hasta que el individuo pueda alcanzar el completo desarrollo moral de su identidad, es decir, una plena autorrealización.

Hegel, tomando como referencia el punto de vista institucional, propone tres estadios básicos de reconocimiento en la construcción de la identidad y en el desarrollo social. En primer lugar, a partir de la institución básica de la sociedad, la familia, sostiene que el primer nivel de reconocimiento es el del amor. Este se refiere, principalmente, a las necesidades concretas afectivas que poseen los individuos. Es el nivel más básico y restringido. En segundo lugar, en la sociedad civil, el reconocimiento se da a través de derechos que todos los seres humanos, en tanto iguales, tienen. Es un reconocimiento cognitivo de la autonomía formal del otro como persona. Es el nivel más amplio, con pretensiones de universalidad. Finalmente, el tercer nivel que propone Hegel está vinculado al Estado. En este, los individuos se reconocen mediante relaciones de solidaridad caracterizadas por la presencia de un afecto racionalizado. Acá nos enfrentamos al reconocimiento de las especificidades individuales de los sujetos. Es un nivel intermedio54.

Esta primera sistematización de diferentes niveles de reconocimiento gracias a los cuales los individuos se realizan y las sociedades progresan es central pues, a partir de ella, Honneth mostrará que existen tres niveles de autorrelación práctica, tres niveles de reconocimiento y tres formas de ofensas morales (mal reconocimiento). Será, finalmente, el análisis de estas tríadas lo que nos ofrezca el fundamento del punto de vista moral.

Reconocimiento e identidad: niveles de autorrelación prácticaComo hemos señalado anteriormente, la identidad de cualquier individuo, para formarse sólidamente y desarrollarse de manera plena, requiere ser adecuadamente reconocida por los otros seres humanos con los que interactúa. Repitámoslo una vez más: los «otros significantes» son esenciales para la (buena o mala) formación de la identidad. Pero ¿por qué es tan esencial está relación? Honneth sostiene que es posible responder esta pregunta analizando las consecuencias negativas que trae para la identidad un mal reconocimiento. Por ello, analizando el reconocimiento desde el punto de vista negativo, afirma que lo que vincula directamente la ofensa moral con el reconocimiento fallido es, en primer lugar, la idea de que solo pueden ofenderse moralmente las personas que se refieren reflexivamente a su propia vida, es decir, aquellas que se interesan por su

54 Cfr. Honneth 1997a: 20-44.

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propio bienestar, las que mantienen una autorrelación práctica55. Esta se define como «(…) la conciencia o el sentimiento que cada persona tiene de sí misma con respecto a las capacidades y los derechos que le corresponden» (Honneth 1997b: 244). Esto implica que la relación práctica que una persona tenga consigo misma será mejor en tanto haya sido reconocida previamente en sus derechos, capacidades, afectos, necesidades, etcétera. De esto se sigue, en segundo lugar, que, para construir una autorrelación positiva, el ser humano depende de las reacciones afirmativas o aprobatorias de los demás individuos. De suceder lo contrario, estaremos frente a una identidad lesionada moralmente. Esto es lo que hemos llamado el carácter intersubjetivo de la identidad56. Finalmente, entonces, Honneth puede afirmar que la ofensa moral consiste en menospreciar a una persona que es consciente de sí misma en algunos aspectos de su autorrelación positiva (la que, por el contrario e idealmente, debería recibir un cuidado apropiado por parte de los otros). Con esto, se entiende que la injusticia moral también venga acompañada de una perturbación psicológica que implica un daño personal que destruye la capacidad de acción del individuo57.

A partir del vínculo fundamental entre identidad y reconocimiento, Honneth, recurriendo a la psicología del desarrollo infantil y a las teorías filosóficas sobre la persona, sostiene que la relación que un individuo mantiene consigo mismo (autorrelación práctica) se da en tres niveles distintos. El primer nivel es denominado «autoconfianza» y se define básicamente porque, en él, las personas «(…) conciben sus necesidades físicas y sus deseos como parte articulable de la propia personalidad (…)» (Honneth 1997b: 244); es la seguridad básica sobre la importancia de la propia indigencia. El segundo nivel, llamado por Honneth «autorrespeto», «(…) consiste en la conciencia de ser un sujeto moralmente responsable de sus propios actos (…)» (Honneth 1997b: 244-245); es decir, se refiere a la capacidad de cada individuo de formar sus propios juicios, de pensar por sí mismo. Finalmente, el tercer nivel de autorrelación práctica es denominado «autoestima»; este radica en «(…) la conciencia de poseer capacidades buenas o valiosas (…)» (Honneth 1997b: 245) para un determinado grupo o conjunto de personas. Como vemos, los niveles de autorrelación práctica corresponden, en buena

55 Cfr. Honneth 1997b: 242. En este sentido, es posible sostener que los animales e, incluso, los seres humanos en estado vegetal no pueden ofenderse moralmente, lo que les quitaría la posibilidad de exigir un reconocimiento adecuado de su identidad. La cuestión parece obvia: ¿cómo un ser que no está dotado de conciencia puede exigir reconocimiento?56 Cfr. Honneth 1997b: 242-243.57 Cfr. Honneth 1997b: 243. Honneth sostiene, además, que los individuos solo experimentan como ofensas morales aquellas experiencias negativas que saben que han sido ocasionadas por otros seres humanos, por un mal reconocimiento o por la falta de este. En cambio, cuando un mal no depende de otro, es decir, cuando estamos frente a una tragedia o a un hecho fortuito, no experimentamos una ofensa moral.

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medida, con los tres espacios o instituciones (familia, sociedad civil, Estado) en los que, según Hegel, se forma la identidad individual mediante un tipo de reconocimiento distinto: amor, derechos, solidaridad.

La cuestión importante será que, en cada nivel de autorrelación práctica, el individuo puede ser bien o mal reconocido, con lo cual puede terminar desarrollando una identidad plena o una fragmentada. Veamos, a continuación, cómo se da un buen reconocimiento en cada uno de los niveles mencionados.

Niveles de reconocimiento saludable: amor, derecho y solidaridadHonneth, siguiendo a Hegel y a Mead, sostiene que el punto de partida de la convivencia está basado en que «(…) la reproducción de la vida social se cumple bajo el imperativo de un reconocimiento recíproco, ya que los sujetos sólo pueden acceder a una autorrelación práctica si aprenden a concebirse a partir de la perspectiva normativa de sus compañeros de interacción, en tanto que sus destinatarios sociales» (Honneth 1997a: 114). Por eso, frente a la teoría contractualista de Hobbes que solo se concentra en la asociación instrumental de individuos que buscan defender sus intereses particulares, la lucha por el reconocimiento va más allá del interés individual y exige tomar en cuenta al otro para comprender sus exigencias58. En este sentido, Hegel, en palabras de Honneth, puede afirmar que «(…) con cada estadio de respeto recíproco crece la autonomía subjetiva del singular (…)» (Honneth 1997a: 116). Por su parte, Mead, también en palabras de Honneth y en la misma dirección que Hegel, sostiene que «(…) en la secuencia de las tres formas de reconocimiento, crece progresivamente el grado de relación positiva de la persona consigo misma (…)» (Honneth 1997a: 116). De esta forma, mientras más alto sea el nivel de reconocimiento (recíproco) adquirido, es decir, mientras sea mayor nuestra capacidad de reconocer las exigencias del otro, entonces más pleno y saludable será el desarrollo de la identidad moral de los individuos, gracias a lo cual alcanzaremos una mejor convivencia.

Para Honneth, entonces, existen diferentes formas de reconocimiento y, con ello, diferentes grados de desarrollo moral. El primer estadio de reconocimiento recíproco se da en el nivel de las relaciones primarias y es denominado «amor». En este estadio, los sujetos se revelan como «entes de necesidad», dependientes del otro ocasional (madre, hermanos, amigos, pareja, etcétera). A lo que se apunta con el reconocimiento en este estadio es a alcanzar un equilibrio entre la autonomía y la conexión de los

58 Cfr. Taylor 1993: 115.

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individuos, es decir, entre la dependencia e independencia del «otro significante». Por ejemplo, al inicio de la vida existe una fase de «subjetividad indiferenciada» (simbiosis) entre la madre y el niño. La pregunta importante que debemos plantearnos en este caso paradigmático de relación afectiva y dependiente (madre-hijo) es la siguiente: ¿cómo se da el proceso de interacción por el que la madre y el niño pueden dejar de ser una unidad indiferenciada para amarse y aceptarse como seres independientes? De lo que se trata aquí es de pasar de un momento de simbiosis total, denominado de «dependencia absoluta» por el psicoanalista inglés Winnicott, en el que el niño no se diferencia ni cognitiva ni afectivamente de la madre, a un momento de «dependencia relativa» en el que el niño y la madre ganan un espacio de autonomía «para sí»59, gracias al cual el niño empieza a reconocer su entorno (en esta etapa, el niño puede estar más tiempo solo, lo que significa que es menos dependiente y que, por ello, ha ganado una mayor autonomía). Este proceso marca un primer paso en la delimitación recíproca de las identidades (tanto del niño como de la madre), lo que les permite saberse dependientes sin la necesidad de fundirse simbióticamente60.

Esta capacidad de estar solo, que el niño pequeño va ganando paulatinamente, es una primera forma de autorrelación práctica gracias a la cual el niño, porque está seguro del amor de la madre, consigue suficiente confianza en sí mismo como para estar solo sin angustiarse. En palabras de Ricoeur, lo que surge es un vínculo invisible que une a ambas partes en la ausencia61. A este primer nivel de autorreferencia práctica Honneth lo llama, como hemos señalado, autoconfianza o confianza de sí. Todas las relaciones amorosas (entendiendo la palabra «amor» en sentido amplio, no solo con referencia a las relaciones de pareja) son alimentadas por aquella vivencia de fusión originaria de los primeros años. Podemos hablar de un fracaso en la relación amorosa cuando se da la unilateralización de uno de los polos de equilibrio recognoscitivo y esto sucede «(…) porque uno de los sujetos participantes no puede desprenderse o de la situación de la autonomía autocentrada o de la dependencia simbiótica» (Honneth 1997a: 130).

El amor «(…) precede, tanto lógica como genéticamente, a cualquier otra forma de reconocimiento recíproco» (Honneth 1997a: 131), debido a que le abre camino a un tipo de autorrelación en el que los sujetos llegan a una confianza elemental en sí

59 Cfr. Honneth 1997a: 123. Honneth trata en este contexto, nuevamente con Winnicott, del «objeto transicional» (manta, peluche, pelo, muñeca, etcétera). Este se puede calificar como el mecanismo de elaboración que permite lograr el equilibrio entre la autonomía y la simbiosis. Es una especie de sustituto de la madre perdida en el exterior. Es un miembro intermedio entre la vivencia primaria de la fusión y la experiencia del ser separado.60 Cfr. Honneth 1997a: 126.61 Cfr. Ricoeur 2006: 240-241.

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mismos gracias a la depositada en el otro, evento fundamental para la formación de una identidad propia. Así, podemos concluir que, en el amor, se encuentra reconocida en los otros nuestra «autonomía individual», es decir, nuestro «ser alguien», tanto desde el punto de vista cognitivo como desde el afectivo62.

El segundo estadio de reconocimiento es el del «derecho». Este se caracteriza, en primer lugar, por ser mucho más amplio que el del amor, pues recibimos amor de un grupo restringido de personas, mientras que exigimos que nuestros derechos sean reconocidos o respetados por todas las personas sin excepción. En referencia a este ámbito de reconocimiento, Honeth sostiene que

«(…) no podemos llegar al entendimiento de nosotros mismos como portadores de derechos, si no poseemos un saber acerca de qué obligaciones normativas tenemos que cumplir frente a los otros ocasionales. Sólo desde la perspectiva normativa de un “otro generalizado” podemos entendernos a nosotros mismos como personas de derecho (…).» (Honneth 1997a: 133)

Como hemos visto, la idea del «otro generalizado», expresada en la forma de los derechos del hombre, fue creada en la Modernidad europea bajo el supuesto de que los hombres son universalmente iguales, sin importar sus características concretas y específicas, es decir, sin importar sus diferencias de hecho63. El sistema de derechos vendría a constituir, entonces, la expresión de los intereses generalizados de todos los miembros de la sociedad, por lo que los privilegios y las excepciones, las diferenciaciones gratuitas para favorecer a unos en detrimento de otros, no tienen cabida.

Esta universalización de los derechos genera una ruptura con la forma en que se habían comprendido los derechos en las sociedades convencionales64, donde estaban ligados a criterios de valoración social y a jerarquías. Así, a partir del siglo XVIII aproximadamente, se especificaron dos formas de respeto diferentes: la primera, heredada de las sociedades convencionales, se define por la valoración social; la segunda, hija de la Ilustración, se define a partir del respeto universal asentado en la dignidad humana (Kant). El segundo nivel de reconocimiento, del que estamos hablando ahora, surge de esta segunda forma de respeto nacida en las sociedades modernas. Por esto, Honneth sostiene que en «el “reconocimiento jurídico” (…) se expresa que todo sujeto humano, sin diferencia alguna, debe valer como “un fin en sí mismo” (…)» (Honneth

62 Sobre el primer nivel de reconocimiento, cfr. Honneth 1997b: 248.63 El ejemplo más notable de este nivel de reconocimiento en la actualidad está expresado en la Declaración Universal de Derechos Humanos.64 Las sociedades convencionales son aquellas que no han pasado por un proceso de modernización.

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1997a: 137). Así, el reconocimiento de un sujeto como persona, como afirmaba Kant, no tiene gradaciones y es universal. Es el tipo de reconocimiento que anteriormente habíamos llamado «reconocimiento de los derechos».

La autorrelación positiva del reconocimiento jurídico permite, según Honneth, el «respeto de sí mismo» o autorrespeto gracias a que se posee el respeto y el reconocimiento de los demás. Cuando un sujeto posee reconocimiento jurídico, está en la capacidad de imaginarse a sí mismo como una parte más de la voluntad común que la sociedad ha formado discursivamente. En cambio, vivir sin derechos significa para el individuo no poseer ninguna oportunidad para la formación de su autoestima. Por ello, «(…) una inferioridad jurídica debe llevar a un sentimiento paralizante de vergüenza social del que sólo la protesta activa y la resistencia pueden liberar» (Honneth 1997a: 148). En nuestra introducción, veíamos, precisamente, que es la exigencia de derechos iguales para todos lo que ha movilizado a grandes sectores marginados sistemáticamente a tomar las calles y elevar su voz de protesta65.

Finalmente, Honneth ingresa al tercer estadio de reconocimiento en el que la identidad llega a la formación completa de sí misma y en el que puede, además, alcanzar la máxima autorrelación positiva consigo misma. Este estadio es el de la «solidaridad» (también conocido como «eticidad»). En la solidaridad, se encuentra, en primer plano, la valoración social, la que les permite a los individuos referirse a sus cualidades y facultades concretas. En este nivel, el reconocimiento ya no es particular a partir de las necesidades básicas (amor), ni es universal a partir de la dignidad humana compartida (derecho); acá, el reconocimiento se da en tanto un particular es considerado significativo para una comunidad, debido a que sus capacidades son reconocidas como valiosas para ese determinado grupo. Es decir, para que se dé esta forma de reconocimiento, es necesario que exista un horizonte de valores intersubjetivamente compartido. Este horizonte de valores, al que podemos también calificar como «criterios de valoración», surge del «autoentendimiento de cada cultura», es decir, de la imagen que, con el paso del tiempo, cada cultura haya construido de sí misma66. Es llamado ámbito de la valoración social, pues «(…) pone de relieve el valor de un individuo, en la medida en que se puede medir con criterios de relevancia social» (Honneth 1997a: 139). Así, si en el ámbito de los derechos el reconocimiento es universal independientemente de las valoraciones sociales específicas, en el nivel de reconocimiento de la solidaridad la valoración de las capacidades del individuo tiene una medida determinada diferente en cada sociedad particular. Los peruanos no valoramos igual que los japoneses, pero sí deberíamos

65 Sobre el segundo nivel de reconocimiento, cfr. Honneth 1997b: 248.66 Cfr. Taylor 1994: 67-76. Véase las tesis de los movimientos comunitaristas.

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respetar igual. Es importante señalar que la diferenciación generada por la valoración no debe estar dada por la jerarquía (poder, dinero, apellido, etcétera), como sucedía en las sociedades pre-modernas o convencionales; más bien, debe ser una diferenciación basada, exclusivamente, en capacidades individuales. Esto significa haber pasado de la valoración social basada en el honor (sociedades convencionales) a la valoración social basada en el prestigio (sociedades modernas).

En este sentido, Honneth afirma que «(…) una persona sólo puede percibirse como “valiosa” si se sabe reconocida en operaciones que precisamente no comparte indiferentemente con los otros» (Honneth 1997a: 153). Así, la autorrelación positiva que permite este estadio de reconocimiento es definida por Honneth como el sentimiento del propio valor o autoestima. En este estadio de reconocimiento, al igual que en el del amor, estamos más cerca de la figura del «otro concreto» que de la del «otro generalizado»67.

Hemos repasado los tres estadios de reconocimiento que le permiten al individuo alcanzar una autorrelación práctica positiva de la que se desprende el desarrollo de su identidad moral, su salud psíquica, y, con ello, la posibilidad de alcanzar una vida buena y justa en sociedad68. Para finalizar, veamos las tres formas de menosprecio por las que los individuos que no son reconocidos adecuadamente en cada uno de los estadios presentados no logran relacionarse positivamente consigo mismos y quedan, por ello, lesionados en su identidad moral, con lo cual se ocasiona un estancamiento del desarrollo moral de la sociedad.

La reificación o las formas de menosprecio: violación, desposesión y deshonraLas experiencias de menosprecio constituyen lesiones que sacuden directamente la identidad de los individuos. En este sentido, lo que peligra en las experiencias de menosprecio no es solamente la vida, el cuerpo, la identidad física, sino, más bien, la propia subjetividad, la identidad moral, la salud psíquica, la forma en que los individuos se comprenden a sí mismos, «la humanidad del hombre». Por ello, Honneth señala lo siguiente:

«Con conceptos negativos de esta índole [violación, desposesión, deshonra] se denomina un comportamiento que no solo representa una injusticia porque

67 Sobre el tercer nivel de reconocimiento, cfr. Honneth 1997b: 249.68 «Con estas tres formas de reconocimiento quedan nombradas las actitudes morales que, tomadas en conjunto, constituyen el punto de vista cuya asunción asegura las condiciones de nuestra integridad personal» (Honneth 1997b: 248).

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perjudica a los sujetos en su libertad de acción o les causa daño; más bien se designa el aspecto de un comportamiento por el que las personas son lesionadas en el entendimiento positivo de sí mismas que deben ganar intersubjetivamente.» (Honneth 1997a: 160)

Esto significa que el efecto de las distintas versiones de menosprecio sobre la identidad es justamente el contrario al que tienen las formas de reconocimiento que hemos analizado anteriormente: la autorrelación no es positiva sino negativa; no hay crecimiento sino deterioro tanto del individuo como de la colectividad.

El menosprecio y la falta de reconocimiento pueden entenderse también bajo la idea de «reificación». Este concepto, íntimamente relacionado con la «alienación» o «enajenación» descrita por Marx69, define, básicamente, la situación en la que el hombre trata al mundo, a los otros hombres o a sí mismo como si fueran simplemente objetos. Así, reificar implica objetivar o cosificar70. Esta caracterización de la reificación es de suma importancia en el contexto de nuestra argumentación, pues, como el mismo Honneth afirma, desarrollar una actitud reificante solo es posible si el individuo ha olvidado que la actitud originaria con la que se vincula con el mundo, con los otros seres humanos o consigo mismo es una actitud de reconocimiento. Dejemos hablar al mismo Honneth:

«Es este momento del olvido, de la amnesia, el que quiero constituir en clave de una nueva definición del concepto de “reificación”: en la medida en que en nuestra ejecución del conocimiento perdamos la capacidad de sentir que este se debe a la adopción de una postura de reconocimiento, desarrollaremos la tendencia a percibir a los demás hombres simplemente como objetos insensibles. Aquí la mención de puros objetos o incluso de “cosas” quiere decir que con la amnesia perdemos la capacidad de entender las manifestaciones de la conducta de otras personas directamente como requerimientos a reaccionar por parte de nosotros. Si bien cognitivamente estamos por cierto en condiciones de percibir todo el espectro de las expresiones humanas, nos falta en cierta medida el sentimiento de la unión, que sería necesario para estar afectado por lo percibido.» (Honneth 2007: 93-94)

69 Tanto para Marx como para Lukács, el despliegue del capitalismo es el principal culpable de que las relaciones entre los seres humanos se hayan reificado. En el proceso de intercambio de bienes, veo al otro no como otro concreto, sino simplemente como otro que me es útil (cfr. Honneth 2007: 23-36). Para autores como Heidegger, por ejemplo, la reificación está más vinculada con el desarrollo de la forma de pensar característica de Occidente, marcada por la ciencia y la metafísica (cfr. Honneth 2007: 37-60).70 «En virtud del ello, “reificación” quiere decir aquí una costumbre de pensamiento, una perspectiva que se fosilizó y se convirtió en hábito, a partir de cuya adopción el sujeto pierde la capacidad de implicarse con interés, del mismo modo que su entorno pierde el carácter de accesibilidad cualitativa» (cfr. Honneth 2007: 51).

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Luchas por la identidad. La autoconservación y el reconocimiento como paradigmas éticos

En este sentido, reificar es perder la conexión primariamente afectiva que nos une con el mundo y con los demás seres humanos, y, por ello, no reconocerlos o reconocerlos mal, como simples cosas u objetos útiles a nuestra disposición. El caso específico de la reificación del otro determina una situación en la que el otro con el que me relaciono aparece en mi horizonte simplemente como un medio para satisfacer mis deseos o necesidades, y, por tanto, se me presenta como un instrumento. Así, la racionalidad desplegada en este tipo de relación reificante es una racionalidad instrumental. La referencia a Hobbes en este momento es ineludible. Como hemos visto en el primer capítulo de nuestro ensayo, la relación que establecen los hombres entre sí, según afirma Hobbes, es una relación meramente instrumental: nos relacionamos porque nos conviene, porque es útil, porque es la mejor manera de asegurar nuestra supervivencia individual; en ningún caso porque estemos desinteresadamente preocupados por el otro o porque seamos conscientes de la dependencia constitutiva que nos une.

De esta forma, siempre que nuestra actitud hacia el otro sea instrumental, lo estaremos convirtiendo a este, al mismo tiempo, en un medio o en un objeto que solo tiene valor en tanto nos es útil para alcanzar nuestras metas. Considerando esto, no es descabellado pensar que la línea que separa esta forma de comprender el valor del otro —como cosa o medio— del abuso, la ofensa, el menosprecio, la opresión, la denigración, etcétera, es una línea muy delgada. Porque, si veo al otro como medio para mi satisfacción, ¿qué me impide denigrarlo si esto me beneficia de alguna manera? ¿Qué me impide abusar de él si con ello consigo lo que estoy buscando? Una vez que el otro pierde su carácter propiamente humano —su dignidad, en términos kantianos—, la puerta para la ofensa moral (física y psicológica) se abre instantáneamente71. En este sentido, una de las ideas fuertes de Honneth es que la forma en que los individuos experimentan el menosprecio o la reificación es lo que motiva las luchas sociales, que no son ya solo luchas por la autoconservación, sino, más bien, luchas por las diferentes formas de reconocimiento: amor, derechos y solidaridad.

Así, a cada uno de los niveles de reconocimiento le corresponde, paralelamente, una forma de menosprecio. En primer lugar, las formas de maltrato en las que a un individuo se le quitan violentamente las posibilidades de disfrutar o utilizar su propio

71 Pensemos, por ejemplo, en los veinte años de violencia política que vivió nuestro país por la guerra interna que enfrentó a Sendero Luminoso y el MRTA contra las Fuerzas Armadas. Ambos, terroristas y agentes del Estado, no vieron en los pobladores de la sierra peruana más que medios para alcanzar sus fines (tomar el poder por un lado, defender al Estado por el otro). Esto quiere decir que no los reconocieron como seres con afectos y necesidades, con derecho y con capacidades valiosas. En este sentido, el olvido, el mal reconocimiento y la falta de este pueden verse como el origen de la reificación de los miles de campesinos que fueron brutalmente asesinados. Sobre este tema, véase el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003).

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cuerpo representan el modo básico de menosprecio o humillación personal. Por causa de esta experiencia, los individuos pierden la autoconfianza y también la confianza en los demás72. Honneth menciona como casos paradigmáticos de maltrato las violaciones y las torturas. Sin embargo, Ricoeur piensa que estas, en tanto ejemplos extremos, no constituyen los casos más adecuados para el desarrollo de esta propuesta. Para el filósofo francés, la muestra cotidiana más clara de un mal reconocimiento a este nivel es lo que él llama «desaprobación»:

«Los amigos, los amantes (…) se aprueban, se felicitan mutuamente por existir. (…) La humillación, sentida como la retirada o el rechazo de esta aprobación, alcanza a cada uno en el plano prejurídico de su “estar-con” otro. El individuo se siente como mirado desde arriba, por encima del hombro, incluso tenido por nada. Privado de aprobación es como no existente.» (Ricoeur 2006: 143)

Lo interesante de esta cita de Ricoeur es que nos provee de un caso mucho más común para comprender concretamente el desconocimiento al nivel de las relaciones afectivas. No es necesario, entonces, enfrentarse a experiencias límite como las de la violación o la tortura para sentirnos humillados; una simple mirada de desaprobación puede ser suficiente.

La segunda forma de menosprecio está determinada por la desposesión o sustracción de los derechos de determinado individuo o grupo. La humillación sufrida en este caso varía en función del tipo de derechos que no sean reconocidos (civiles, políticos o sociales):

«Una cosa es, en este aspecto, la humillación relativa a la negación de los derechos civiles, otra la frustración relativa a la ausencia de participación en la formación de la voluntad pública, y otra el sentimiento de exclusión que nace de no poder acceder a los bienes elementales.» (Honneth 1997a: 253-254)

Sin embargo, sea cual sea el caso, este desconocimiento constituye una declaración abierta de que no se les considera como a los demás miembros de la sociedad, moralmente capaces y responsables en igual medida. Los individuos, en términos prácticos, no existen para el Estado, negación que lesiona sus expectativas para hacer juicios morales, lo que genera una pérdida del autorrespeto73. Como vimos en la introducción, en el transcurso de la historia, los casos de desposesión son incontables y, aún en la actualidad, sigue habiendo muchos grupos minoritarios que no tienen un acceso completo a algunos de estos derechos.

72 Cfr. Honneth 1997a: 161.73 Cfr. Honneth 1997a: 163.

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Luchas por la identidad. La autoconservación y el reconocimiento como paradigmas éticos

Finalmente, la tercera forma de humillación y menosprecio radica en devaluar un modo de vida específico, con lo cual el individuo que lo practica no puede referirse a él como algo que dentro de su grupo o comunidad es considerado valioso y poseedor de una significación positiva. Esta forma de menosprecio genera una pérdida en la propia autoestima; el individuo no se considera valioso: es un «don nadie». Honneth considera esta forma de maltrato como una deshonra para el individuo. También, en este nivel, se toma en cuenta el trato despectivo hacia el horizonte de valores al que una persona puede estar adherida. Es este el plano en el que las discusiones en torno al multiculturalismo son más apropiadas. Los trabajos de Taylor mencionados anteriormente son de singular importancia en este caso.

Debido a estas experiencias de desconocimiento y humillación social, sufre la identidad personal al igual que sufre el cuerpo con las enfermedades. Por ello, así como la salud se considera en las sociedades como un bien básico, también deberían existir garantías de reconocimiento social que cuiden la identidad. Teniendo en cuenta esto, ¿cómo es que estas experiencias de menosprecio motivan la lucha por el reconocimiento? Para Honneth,

«(…) las reacciones negativas de sentimientos, tales como la vergüenza, la cólera, la enfermedad o el desprecio (…) coordinan los síntomas psíquicos por los que un sujeto consigue conocer que de manera injusta se le priva del reconocimiento social.» (Honneth 1997a: 163)74

Así, el fundamento por el cual se originan las luchas sociales y, con estas, el progreso moral de una sociedad es la constatación de los individuos de que dependen esencialmente de la experiencia de reconocimiento. Por esto, cuando ella falta o falla, el malestar empuja o incita a exigir que la situación se modifique. Además, la tensión emocional en la que entra un individuo por la humillación del menosprecio solo desaparece cuando se presenta la posibilidad de un nuevo obrar (acción política, resistencia, participación ciudadana, etcétera) que, como señalábamos, cambie la situación para mejor: «Sólo porque los sujetos humanos no pueden reaccionar de una manera sentimentalmente neutra a las enfermedades sociales, como las que representan el maltrato físico, la desposesión de derechos, y la indignidad, los modelos normativos de reconocimiento recíproco dentro del mundo de la vida social tienen ciertas posibilidades de realización» (Honneth 1997a: 168-169).

74 Ricoeur lo afirma en los mismos términos: «La experiencia negativa del desprecio toma entonces la forma específica de sentimientos de exclusión, de alienación, de opresión, y la indignación que se deriva de estos sentimientos ha podido dar a las luchas sociales la forma de la guerra, ya se tratase de revolución, de guerra de liberación o de guerra de descolonización» (Ricoeur 2006: 255).

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Conclusiones en torno a la moral del reconocimientoEn la introducción del presente artículo, señalábamos que, en principio, existían dos niveles básicos de reconocimiento: el de los derechos y el de la diferencia, es decir, el de la universalidad y el de la particularidad. La propuesta de Honneth nos ha permitido enriquecer esta perspectiva. El reconocimiento universal de los derechos apunta a salvaguardar la dignidad del ser humano en tanto ser humano (igualdad y libertad), sin importar sus particularidades. El reconocimiento colectivo de capacidades busca poner de relieve la importancia para los individuos de pertenecer a una determinada comunidad de valores. Finalmente, el reconocimiento singular de necesidades tiene como finalidad reivindicar la importancia de los afectos en el proceso de construcción de la identidad moral de los individuos. Así, nuestra distinción inicial de dos formas de reconocimiento se amplía: ahora son básicamente tres (aunque podríamos decir que el nivel del amor y el de la solidaridad son dos aspectos del reconocimiento de la diferencia y que el nivel del derecho corresponde directamente con el reconocimiento de los derechos).

Uno de los puntos fuertes de la propuesta de Honneth es que incluye las perspectivas de los principales debates éticos y políticos en la actualidad. El reconocimiento de derechos le da cabida a la visión liberal de la sociedad; el reconocimiento de valores colectivos permite incluir la visión comunitarista; y, finalmente, el reconocimiento de necesidades y afectos involucra las éticas del cuidado propuestas originalmente por grupos feministas. El aporte fundamental de Honneth es haber mostrado que, en todos los modelos ético-políticos, más allá de sus diferencias de contenido, existe una estructura común: el reconocimiento. Develar esta estructura nos ha permitido determinar las condiciones que hacen posible el progreso moral de una sociedad y, también, las situaciones en las que este progreso se ve truncado.

Para finalizar, se nos presenta como última tarea contrastar lo expuesto en el primer capítulo en torno a la moral del contractualismo con lo trabajado en este capítulo sobre la moral del reconocimiento. Señalamos que la moral contractualista era artificial (porque surgía de un contrato), externa (porque era dada por el soberano) y que no obligaba en conciencia (porque era respetada teniendo en cuenta, por un lado, la propia conservación y, por el otro, el miedo a romper el contrato). Así, concluimos que esta moral era, si no es una contradicción llamarla así, una «moral en primera persona»: existía en tanto le convenía al individuo particular para lograr sus propios intereses.

Ahora bien, la moral que surge del modelo de la lucha por el reconocimiento se encuentra en las antípodas de la moral contractualista. El fundamento que nos permite sostener la naturaleza viva de esta moral es que se basa en el hecho de la intersubjetividad como situación originaria del hombre. El ser humano es un ser relacional y, por ello,

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dependiente de las relaciones que lo constituyen. Así, la moral que surge del modelo intersubjetivo de reconocimiento es natural, interna y obliga en conciencia. Es natural porque no es producto de un pacto o de un contrato entre individuos que se asocian para satisfacer sus intereses particulares. Por el contrario, es el producto de la natural situación del hombre en el mundo: todos dependemos de todos, estamos vinculados por el simple hecho de «ser en el mundo». Por ello, en sentido estricto, no existe la perspectiva de la primera persona: yo siempre es nosotros. Dado este hecho, es evidente que esta moral se muestra como interna: el nosotros que somos no es una sumatoria de yos; se trata, más bien, de una situación original: el vínculo entre los individuos no es externo y mantenido por un poder (y un temor), sino interno y permanente. Si desaparece el vínculo (la comunidad), desaparecen los individuos. Finalmente, la moral que planteamos obliga en conciencia, porque cada individuo se siente responsable y, a la vez, dependiente de los demás individuos. Sabemos —o deberíamos saber: justo en esta toma de conciencia reside el punto de partida del progreso moral— que, dada nuestra natural situación de dependencia mutua y de vínculo constante, debemos respetar a los otros y procurarles el reconocimiento necesario, de manera que se pueda alcanzar una vida justa y buena. Pero también sabemos que nos merecemos el mismo respeto y reconocimiento que los demás. Así, la moral del reconocimiento nos obliga a respetar y nos otorga el derecho a exigir respeto. Hemos transitado desde la moral de la artificialidad del contractualismo hacia la moral de la naturalidad del reconocimiento.

Finalmente, si bien es cierto que en la vida existe una lucha constante por la autoconservación —y los países con grandes índices de pobreza son un claro ejemplo—, también es cierto que en esta lucha no se acaban las expectativas individuales de alcanzar una vida buena. La satisfacción de las necesidades físicas primordiales, y el cuidado de la vida, la paz y los bienes materiales son, definitivamente, imprescindibles para poder alcanzar ciertos niveles de bienestar. Sin embargo, la vida humana, y hoy eso lo sabemos mejor que nunca, no se agota en la satisfacción de necesidades físicas o materiales. Y la moral, que siempre se ha preocupado por saber cuál es la mejor manera de vivir o por saber qué es lo correcto que debemos hacer, no se preocupa directamente por la salud física (de esto se ocupan otras disciplinas). Esta (la salud física, el cuerpo) es, de hecho, fundamental, pero es solo un primer escalón. La moral se ocupa de la «salud del alma». Sin duda, luchamos diariamente por nuestra conservación física, pero esto no es todo. El gran desafío se plantea cuando buscamos ser reconocidos, ya no solamente como un ser de necesidades —en nuestra animalidad—, sino también como un ser de deseos, aspiraciones, recuerdos, expectativas, capacidades, anhelos, derechos, etcétera —en nuestra humanidad—. Y, en este sentido, la vida se convierte, qué duda cabe, en una lucha constante por el reconocimiento.

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Mónica Jacobs Martínez*

Miryam Narváez Rivero**

«Ser modernos (o sea, tener esa experiencia vital) es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. (…) Es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia.» (Berman en Brunner 1998: 1)

En el presente artículo, pretendemos abordar algunos puntos básicos sobre la Modernidad y el proceso de la modernización, sin pretender agotarlos. Buscamos abordar la Modernidad como una etapa de la historia, pero, principalmente, como una época de cambio permanente, que se considera inagotable. Todo aquello que se percibe como nuevo, que cambia, es siempre considerado como moderno, independientemente

Racionalidad: génesis de las sociedades modernas

* Estudios concluidos en el Doctorado Internacional de Administración y Dirección de Empresas de la Universidad Politécnica de Cataluña (España). Maestría en Docencia en Educación Superior por la Universidad Andrés Bello de Chile. Licenciada en Historia por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Vicerrectora de Servicios Universitarios y Secretaria General de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Profesora del curso Ética y Ciudadanía del Área de Humanidades de la UPC. Coautora del libro Ética y política. El arte de vivir y convivir (2000).

** Magíster en Educación con mención en Investigación y Didáctica en Educación Superior de la Universidad Peruana Cayetano Heredia (UPCH). Graduada en Psicología por la UPCH. Profesora de las maestrías de Psicología y Educación en la Universidad Ricardo Palma y en la Universidad Femenina del Sagrado Corazón. Especialista en problemas de aprendizaje. Profesora del Área de Humanidades y de la Facultad de Ciencias Humanas en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Ha sido miembro del Equipo de Investigación y Desarrollo Educativo de la UPC para el cambio curricular por competencias. Coautora del libro Desarrollo práctico-vocacional para el bachillerato peruano (1999) y de diversos artículos publicados en revistas tanto nacionales como internacionales.

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de las épocas históricas que dichos cambios atraviesan. Lo moderno se convierte, entonces, en algo así como un progreso indefinido.

¿En qué pensamos cuando hablamos sobre modernidad o modernización o, en general, sobre aquello que llamamos lo «moderno»? Al hablar de modernidad, realmente nos estamos refiriendo a un concepto muchísimo más complejo de lo que solemos pensar. En este trabajo, queremos delinear el contexto de lo que consideramos como modernidad para dirigir la atención a un suceso que se convierte en un aspecto fundamental de las sociedades modernas y posmodernas. El cambio fundamental que nos interesa abordar es el de la comprensión del concepto de individualidad, signo distintivo del hombre en la Modernidad. En esta, se comienza a hablar de un sujeto autónomo, que está en mejores condiciones de acercarse a la verdad a través de su razonamiento y uso de su razón crítica sobre su propia subjetividad.

La modernidad en política, en arte o en cualquier campo puede ser una cosa y, al cabo de un cuarto de siglo, ser justamente lo contrario. Lo que en una determinada época resulta siendo moderno al cabo de unos años ya no lo es más. Gracias a la velocidad de los desarrollos tecnológicos, el fax, que en la década de 1980 era visto como algo tremendamente moderno, ha sido desfasado por el escaneo de imágenes y por el correo electrónico. Inventos como el teléfono, la radio, la televisión, Internet, o avances científicos como la clonación, la criogenia, el alcance de la globalización en mercados y sociedades, etcétera, nos han mostrado la rapidez con que los cambios tecnológicos y sus correlatos en las demás esferas lanzan al hombre a un mundo de infinitas posibilidades, en donde no podemos dejar de pensar en que lo moderno es tanto el presente como el futuro. Entonces, al haber tenido el concepto de moderno referentes diversos en el transcurso de la historia, justamente por su sentido de constante cambio e innovación, surge nuevamente la siguiente pregunta: ¿a qué llamamos «moderno»?

En el siglo XVII, con fines metodológicos y apelando a una simplificación excesiva, Cristóbal Cellarius (1638-1707)1 dividió la historia universal en edades, cada una de ellas marcada en su inicio y en su fin por hitos importantes. De este modo, la historia se inicia con la Edad Antigua, que abarca desde la aparición de la escritura hasta la caída del Imperio Romano de Occidente (siglo V d. de C.). A ella le sigue la Edad Media, que comienza cuando acaba la Antigua, y que termina, según algunos autores, con el descubrimiento de América en 1492 y, según otros, con la toma de Constantinopla y, por ende, la caída del Imperio Romano de Oriente en 1453. Con estos hechos, se inicia la Edad Moderna, la cual se extiende hasta la Revolución francesa (1789). Por último, y ya

1 Historiador alemán y profesor de la Universidad de Halle.

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en años posteriores, se determinó como Edad Contemporánea aquella que se inició con la Revolución francesa y en la cual todavía nos encontramos2.

Esta división de la historia, si bien puede resultar un tanto práctica y ordenar su estudio, presenta, entre otros, básicamente dos problemas. Por un lado, es difícil aceptar que el orden en la historia cambie porque se da uno u otro hecho. Las personas que viven, por ejemplo, en el tránsito de una época a otra son las mismas; no cambian porque cambió una determinada denominación. Estos grandes hechos repercuten en la vida social de las personas y en sus mentalidades conforme va avanzando el tiempo; por ello, deben ser vistos como procesos y no como hitos. Por otro lado, esta división es europeizada: apunta solo a considerar la historia del mundo occidental, es decir, básicamente la de Europa. Es difícil «clasificar» las historias de otras culturas del mundo en esta división. Si bien los grandes descubrimientos geográficos (América o la exploración del África) forman parte importante de la Edad Moderna, estos solo se consideran y estudian en la medida en que tienen relación con Europa.

Dicho lo anterior, la modernidad puede considerarse un concepto diverso en relación tanto con las épocas históricas que la determinan como con la complejidad del mismo término y sus significados en cuanto a lo que se considera como moderno. Por un lado, el análisis gira en torno a la transformación de las estructuras políticas y sociales que dio lugar a la Modernidad, y, por otro, se asocia a términos como cambio e innovación. Vemos, entonces, dos líneas de análisis que surgen en este sentido.

En las páginas siguientes, vamos a abordar el tema de la Modernidad considerando cómo se inicia y qué cambios se dieron en el mundo occidental gracias a ella. Asimismo, vamos a revisar sus principales características: la secularización, la racionalidad y el individualismo.

TRÁNSITO DE LA SOCIEDAD TRADICIONAL A LA SOCIEDAD MODERNA: LA SECULARIZACIÓNMichelangelo Bovero señala que el concepto de tradición —del verbo latino tradere que significa ‘trasmitir’, ‘llegar’— hace referencia a la repetición indefinida en el tiempo, de generación en generación, que va copiando modelos de comportamientos y que, finalmente, se terminan convirtiendo en costumbres (ethos). Pero lo característico de este ethos es que es aceptado por los hombres de esa misma época en que se van

2 Algunos autores consideran que ya no es viable afirmar que estamos en la Edad Contemporánea. Actualmente, se manejan categorías como posmodernidad, sociedad del conocimiento, era de la información, etcétera.

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viviendo esas costumbres y que, por estar basado en un ideal superior o divino, no es cuestionado. No se genera en ellos la necesidad de una particular justificación racional. Los órdenes teológicos trascendentes, así como los órdenes sociales jerarquizados, muy vinculados orgánicamente entre sí, no pueden ser cuestionados: forman parte de una aceptación ciega a la autoridad y, por lo tanto, a los dogmas que de ella se deriven. Estamos hablando de una sociedad conservadora basada en valores tradicionales y en creencias religiosas. Son sociedades preindustriales, es decir, sociedades previas a la Revolución industrial (segunda mitad del siglo XVIII) y a la aparición del capitalismo3. La Edad Moderna se caracterizó por un cambio radical, especialmente en relación con la concepción del hombre y de su espacio en el universo.

Bovero sostiene que el término latino modernus «oscila entre la aceptación de lo “reciente” y la de “presente” o “actual”» (Cruz 1993: 97). La modernidad, en este sentido, rompe con aquellas tradiciones, dogmas o pensamientos colectivos anónimos no pertenecientes a la voluntad particular de alguien, pero que se seguían de manera incuestionable. Comienzan, de esta manera, nuevas formas de pensamiento sobre las estructuras sociales que habían estado basadas en enormes desigualdades, ligadas a vínculos de parentesco y a la autoridad establecida. El rey era el dueño de todo lo existente en sus propiedades, lo cual incluía tierras, animales y seres humanos. Según Bendix, la «destrucción de estos rasgos del antiguo orden y el consecuente nacimiento de la igualdad son un sello distintivo de la modernización; de aquí que este último proceso muestre ciertas uniformidades» (Bendix 1975: 282).

La aproximación del ser humano a los diferentes descubrimientos científicos, avances tecnológicos y revoluciones industriales lo hace consciente de este proceso de modernización del mundo. Estas transformaciones que se dan en los ámbitos individual, social y político propician la desaparición de las diferencias entre los siervos, esclavos y señores feudales, y su conversión en individuos. Según Peresson, «las llamadas clases sociales no se fundamentan en disposiciones divinas, sino que se fundamentan a partir de su relación con los medios de producción, en este sentido no hay semejanza entre una sociedad de castas y una sociedad de clases» (Peresson 2005: 3).

La alianza religiosa y política, característica de las sociedades tradicionales, había acorralado al hombre en una «falsa conciencia que lo condenaba a no saber la verdad objetiva que por vía científico-técnica podía llegar a conocer» (Casullo, Forster y Kaufman 1999: 12). De esta manera, el ser humano no tenía libertad de pensamiento:

3 Sistema económico cuyo fundador intelectual es Adam Smith (1723-1790), autor de La riqueza de las naciones (1776).

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básicamente, era un creyente cegado por la voluntad de la providencia, sin posibilidades de hacerse mayores cuestionamientos, indagaciones ni propuestas que difieran de lo ya establecido por el statu quo. Estaba limitado a ver su vida como un camino preestablecido, dominado por mitos, dogmas, leyendas, etcétera, que lo orientaban a una continua búsqueda de la vida eterna.

Pero, al estar dotado el ser humano de una inteligencia y curiosidad permanente por conocer lo que lo rodea, surgen las personas de ciencia, de razón, quienes comienzan a cuestionar este antiguo mundo de cosmovisiones religiosas y representaciones de lo real, propio de la época medieval, para dar paso, otra vez, a la cultura grecolatina, que había sido sepultada por la cultura religiosa medieval. Esta mirada más racional que surge en las distintas disciplinas como la matemática, la medicina, la astronomía, la filosofía, la literatura, el arte, etcétera, determina una pérdida de sentido hacia lo que, hasta ese entonces, era considerado como lo sagrado o místico; la razón cobra un papel hegemónico sobre las distintas explicaciones que buscaba el hombre sobre su lugar en el mundo, basadas, ahora, en lo científico-tecnológico y en la racionalidad del pensamiento humano. Son hombres representativos de esta época Leonardo Da Vinci (1452-1519), Nicolás Copérnico (1473-1543), Galileo Galilei (1564-1642), entre otros.

A Leonardo se lo conoce como artista (pintor, dibujante, escultor y músico), pero también fue inventor (se adelantó a su época diseñando una máquina para desplazarse bajo el agua y otra para volar, las que serían, después, un submarino y un helicóptero, respectivamente), ingeniero (proyectó palacios y un puente), anatomista (realizaba disecciones humanas con el fin de dibujar mejor el cuerpo), etcétera. Fue un perfecto humanista que supo combinar el arte con la ciencia4.

Copérnico es considerado el fundador de la astronomía moderna, autor de la teoría heliocéntrica del universo5. En este mismo campo, es famoso el caso de Galileo Galilei, científico, astrónomo y físico italiano, quien se enfrentó a la Iglesia católica cuando se atrevió a decir que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol y no al revés. Fue sometido a un juicio ante la Santa Inquisición y obligado a retractarse. En este contexto, se le atribuye la frase «E pur si muove» (‘pero se mueve’), pronunciada en voz baja cuando

4 El Humanismo es el movimiento intelectual, filosófico y artístico surgido en Italia en el siglo XIV. Rescatando las ideas grecorromanas, busca enaltecer la dignidad del ser humano, a quien coloca como centro de estudio del universo. Dio lugar al desarrollo del Renacimiento. Su principal representante fue Erasmo de Rotterdam (¿1466?-1536), quien, a su vez, ejerció una fuerte influencia en las ideas de Martín Lutero, el conductor de la Reforma Protestante hacia fines del siglo XVI.5 Según esta teoría, el Sol se encuentra en el centro del universo, y la Tierra y otros planetas orbitan alrededor de él.

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tuvo que abjurar sobre la teoría heliocéntrica ante el Tribunal de la Santa Inquisición con el fin de evitar la pena de morir en la hoguera.

Por otro lado, también ayudó a este cambio la invención de la imprenta6. Ella permitió la difusión de los libros debido a un abaratamiento de costos, y la creación de universidades y escuelas en las que el estudio de la vida de los santos fue reemplazado por el estudio de las ciencias y las vidas de los héroes; y el de la teología, por mitología, gramática y retórica. Todo ello conduce a reivindicar la confianza en la especie humana, en el hombre mismo, capaz de comprender el mundo que lo rodea a través del uso de la razón.

En una sociedad como la antes descrita, comienza a no verse como pecado, más bien a apreciarse, la fama y el poder que no es dado por lo divino. La moral sufre un giro importante. Prueba de ello es la obra El príncipe de Nicolás Maquiavelo (1469-1527), la cual se convirtió en un verdadero manual para ejercer el poder o el arte de gobernar, dedicado a Lorenzo de Médicis e inspirado en la vida de César Borgia. En ella, Maquiavelo justifica, por ejemplo, separar la política de la moral (algo inconcebible para la época), ya que esta última interfiere con la primera. Veamos, como ejemplo, una idea de su libro:

«Hay, en efecto, tanta distancia entre como se vive y como se debería vivir que aquel que abandona lo real centrándose en lo “ideal”camina más hacia su ruina que hacia su preservación, pues el hombre que pretenda hacer en todos los sentidos profesión de bondad fracasará necesariamente entre tanto bellaco. Es, por ello, necesario que un príncipe, si desea mantenerse como tal, aprenda a poder no ser bueno y a usar o no semejante capacidad en función de las necesidades y las circunstancias.» (Maquiavelo 1985: 115-116)

En esta Edad Moderna, surge entonces lo que se denomina el proceso de secularización, caracterizado por una pérdida de la influencia de la religión en la sociedad, que, a su vez, implica modernización. Se busca la reducción del poder eclesiástico, lo que tendrá su correlato en la propia secularización de las conciencias. Los individuos, ya liberados de visiones unitarias y rígidas sobre su razón de ser en el mundo, comienzan a relegar las interpretaciones religiosas que antes orientaban sus vidas a un lugar periférico de su conciencia. Según Casullo, Forster y Kaufman7, se agota la antigua representación del mundo gobernada por lo teológico y religioso. Al no haberle permitido conocer la verdad objetiva, ya no es la religión la que define la perspectiva del hombre sobre el mundo. A eso se sumaba el poder autoritario de la Iglesia, instancia a través de la cual se profesaba la religión. De esta manera, se

6 El alemán Johannes Gutenberg inventó la imprenta alrededor de 1450.7 Cfr. Casullo, Forster y Kaufman 1999: 11.

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comienzan a dar explicaciones racionales sobre la vida, la ciencia y la ubicación del hombre en la Tierra, pero, por otro lado, no se puede explicar para qué estamos en este mundo y hacia dónde podemos orientar nuestra vida.

Con la Edad Moderna, por lo tanto, se da inicio a una nueva forma de concebir la naturaleza, el hombre, la sociedad, la ciencia y el mundo en general.

LAS SOCIEDADES MODERNASLos sociólogos reconocen, siguiendo a Max Weber8, dos fenómenos más o menos correlativos que caracterizan a la Modernidad. Por un lado, el surgimiento de una visión científica de la naturaleza y, por otro, el desarrollo de una visión secular de la organización de la vida social. Ambos procesos, a los que podemos denominar en forma abreviada «secularización», implican una pérdida correlativa de autoridad para las religiones organizadas y la moral tradicional.

Bendix (1975) alude al concepto de modernización como un tipo de cambio social que tiene sus orígenes en la Revolución industrial de Inglaterra (1760-1830) y en la Revolución francesa (1789-1794). En estos periodos, se dan cambios en las distintas esferas: sociales, políticas y económicas. Surgen instituciones representativas de las ideas de igualdad, que producen transformaciones en las sociedades europeas y que van a generar repercusiones mundiales a partir del siglo XVIII. Por ello, Bendix señala:

«La “irrupción” económica y política que ocurrió en Inglaterra y Francia a finales del siglo XVIII dejó a todos los otros países en posición de “retraso”. (…) Desde entonces el mundo ha estado dividido en sociedades avanzadas y seguidoras. (…) Consecuentemente, un elemento básico en la definición de la modernización es el hecho de que se refiere a un tipo de cambio social a partir del siglo XVIII, el cual consiste en el progreso económico o político de alguna sociedad pionera y en los cambios subsiguientes en las sociedades seguidoras.» (Bendix 1975: 330-331)

Asimismo, Bendix aclara lo siguiente:

«Muchos atributos de la modernización, como extensa cultura o medicina moderna, han aparecido o han sido adoptados aisladamente de otros atributos de la sociedad moderna. Por lo tanto, la modernización en una esfera determinada de la vida puede ocurrir sin terminar en “modernidad”.» (Bendix 1975: 329)

8 Max Weber fue un sociólogo y filósofo (entre otras profesiones) alemán que vivió de 1864 a 1930, y cuyos estudios giran, principalmente, en torno a la economía y a la sociología de la religión y del gobierno. Su principal obra es La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

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Con esto, podemos entender que se hace una clara alusión a la idea de que los avances científicos y tecnológicos que se den en una determinada época no siempre se constituyen en objetos y hechos modernos, dado que lo moderno es aquello que está en continuo cambio y reinvención. Este tema es bastante controversial en el sentido de que, si bien podemos señalar el inicio del periodo histórico de la Era Moderna, no existe el mismo consenso sobre los diferentes hitos que anuncian etapas iniciales de cambio hacia una sociedad moderna. Quizá la idea que pueda venir a la mente en la mayoría de personas al hablar de «lo moderno» es pensar en términos de lo tecnológico y los avances científicos:

«(…) el común sentido de la palabra “moderno” abarca toda la era desde el siglo XVIII cuando las invenciones como la máquina de vapor y la máquina de hilar proporcionaron la base inicial, técnica para la industrialización de las sociedades.» (Bendix 1975: 281)

Como consecuencia de estos avances tecnológicos, se producirían varias transformaciones en todas las demás áreas del conocimiento, pero especialmente en lo que se refiere a lo social, lo económico y lo político. Lo moderno abrirá la posibilidad de sociedades más democráticas debido a la caída de las sociedades jerarquizadas, en donde lo religioso junto con lo político y económico constituían un orden social tradicional. En estas sociedades jerarquizadas, existía una simbiosis entre el hombre y la naturaleza —debido principalmente a las relaciones de producción y el ciclo productivo— que se vio marcada por una visión teocéntrica del mundo9.

La modernización de las sociedades ocurre cuando comienzan a cambiar las estructuras sociales jerarquizadas de las sociedades tradicionales, en las cuales la desigualdad entre los hombres —basada en vínculos de parentesco, privilegios hereditarios y autoridades atribuidas a designios divinos— comienza a desaparecer. Es la Revolución francesa, con sus ideas de igualdad, libertad y fraternidad, la que da inicio a una nueva percepción del hombre sobre su relación con el mundo. De esta manera, se propicia la aparición de la subjetividad de las vivencias internas del hombre que le permite tener una mirada diferente sobre esos órdenes preestablecidos, inamovibles y limitantes.

9 Cfr. Picó 1999: 33.

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LA RACIONALIDAD Y EL INDIVIDUO COMO SUBJETIVIDAD PENSANTE«En sus inicios, durante los siglos XVI y XVII, el racionalismo es casi tan herético, en términos políticos, como la herejía religiosa representada por Pascal y el jansenismo10. Se persigue a ambos: Tomás Moro es decapitado en 1533, Galileo (1564-1642) es condenado por la Inquisición, Descartes, en busca de más libertad, prefiere emigrar a Holanda. En esa época, las matemáticas y, sobre todo, la física al impugnar las concepciones teológicas tienen también un carácter subversivo.» (Revueltas 1990)

En el siglo XVIII, se da inicio a la Ilustración; esta representa la preponderancia del racionalismo, de la razón, y de la creencia en la evolución y el progreso. Este progreso se hace posible como consecuencia de los avances científicos y tecnológicos que se van dando desde el inicio de la Edad Moderna. El nacimiento de la sociedad moderna como una sociedad tecnificada y capitalista se basa en la producción en masa, cuyo principal objetivo es alcanzar mayores ganancias y beneficios a través del desarrollo comercial e industrial. Para el logro de estas metas, se requiere, entonces, de la razón y su aplicación a través de principios y fundamentos científicos que se sostienen en ella. Estos principios pasan a sustituir a aquellos que regían en las sociedades premodernas, en donde la autoridad y la tradición estaban fundamentadas en creencias religiosas. El hombre pasa a conocer, examinar y manipular el mundo a través de la razón, con lo cual adquiere mayor confianza en sí mismo y libertad para transformar su entorno.

Lo nuevo, por definición, pasa a ser lo contrario a los fundamentos rígidos y heterónomos que regían las sociedades tradicionales, lo cual necesariamente coincide con el nacimiento del sujeto, convertido ya en un individuo con pensamientos propios y con derechos individuales inalienables derivados de su libertad subjetiva. El individuo ya es capaz, en esta época, de desarrollar sus propias convicciones y de perseguir sus propios intereses, autónomamente definidos11.

En la Modernidad, se establecen nuevas redes y formas de relación entre individuo, sociedad e instituciones. Ante el desarrollo de los nuevos métodos de producción, la emergencia del mercado y la aparición de la propiedad privada, el hombre, según Peresson, comienza a tomar conciencia del «deseo de libertad, de egoísmo, de la conmiseración, del sentido de la propiedad, el hábito del trabajo y la tendencia a cambiar una cosa por

10 Movimiento religioso de la Iglesia europea de los siglos XVII y posteriores.11 Cfr. Bovero en Cruz 1993: 100.

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otra» (Peresson 2005: 4). Y añade que emerge el concepto de individuo cuando se dan las condiciones materiales para que los hombres comiencen a pensarse como «seres sociales, libres, egoístas, etc., que cuentan con otra subjetividad, que se convino en llamar “individuos”» (Peresson 2005: 4). Entonces, el hombre comienza a pensar en sí mismo como gestor de sus propias ideas, capaz de crear, de imaginar y de creer en su capacidad de ser el guía de su propia vida. Ahora comienza a comprender que no existe un orden natural ni divino que le imponga formas de pensamiento y, por lo tanto, de vida, atadas a un orden superior trascendente. Por ello, Mill señala a la libertad como uno de los elementos centrales y previos a la aparición de la individualidad, y el que le dará al ser humano la posibilidad de elegir su propio plan de vida, lo cual no impide que, eventualmente, podamos tomar decisiones no adecuadas. Agrega: «Si una persona posee una cuota razonable de sentido común y de experiencia, la mejor manera de disponer de su existencia es la suya propia, no porque sea la mejor en sí misma, sino porque es su propia manera» (Mill en Appiah 2007: 31). Esto nos lleva a pensar en las identidades y en la diversidad propia de las sociedades actuales. Pero como señala Appiah:

«Aun así, creo que es mejor interpretar que Mill atribuye un valor inherente, no a la diversidad —al ser diferente—, sino a la empresa de la creación de uno mismo. Puesto que yo podría elegir un plan de vida que fuera, casualmente, muy similar al de otras personas, sin que por ello pudiera decirse que meramente las imito, que las tomo ciegamente como modelo. No contribuiría, entonces, a la diversidad (es decir, en cierto sentido, no sería muy individual), pero aun así estaría construyendo mi propio —y, en otro sentido, individual— plan de vida.» (Appiah 2007: 32)

La visión de este nuevo modo de entender el mundo representa una doble forma de pensar del hombre frente a aquel: por un lado, se independiza de posiciones religiosas y sociales de tipo dogmáticas; por otro, enfrenta lo que autores como Taylor (1991) han denominado el «desencantamiento del mundo». Es decir, ya no hay órdenes sagrados que cumplir, no hay una idea de algo superior hacia lo cual trascender. El ser humano se enfrenta únicamente con su razón ante un mundo que lo reta, pero ella no le ofrece salvación o salida a sus temores y cuestionamientos ante este nuevo orden de cosas. Es decir, la razón se convierte en una paradoja para el hombre moderno: lo hace libre para decidir su propio futuro, pero, a la vez, lo deja solo frente a las vicisitudes que aparecerán en esa nueva realidad.

El inicio del individualismo surge de esta nueva paradoja que enfrenta el hombre moderno al percibirse capaz de haber alcanzado la libertad y autonomía de razonamiento, y, a su vez, sentir el desconcierto y temor propio de enfrentarse a las consecuencias de

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sus acciones. Por un lado, el concepto de individualismo ha sido entendido en un sentido más bien negativo: como la tendencia a pensar y obrar con independencia, pero también con indiferencia respecto de los demás o sin sujetarse a normas generales. Por otro lado, la tendencia filosófica que valora las ganancias obtenidas por el individualismo a raíz de la modernidad defiende la autonomía y supremacía de los derechos del individuo frente a los de la sociedad y el Estado.

Sin embargo, quizás el uso más difundido que se da al individualismo en la actualidad es en su sentido negativo, el que se confunde con el egoísmo o con el excesivo amor que uno tiene por sí mismo, lo que hace atender desmedidamente al propio interés sin considerar el de los demás. Este sentido negativo del individualismo se entiende como una exagerada exaltación de la propia personalidad, colocándose a sí mismo y a sus propios objetivos en el centro de atención. Un individualista negativo es el que diría: «Yo primero, yo segundo y yo tercero» ignorando al otro, a aquel con el que comparte un espacio intersubjetivo a través del cual se reafirma como ser humano.

Una idea positiva del individualismo nos hace pensar, más bien, en la necesidad de los seres humanos por alcanzar su autorrealización a través de la reflexión sobre sí mismos y también sobre su relación con lo demás. En este sentido, un individualismo positivo propone la no utilización del otro para alcanzar sus fines y entiende que su propio desarrollo depende del bienestar colectivo, de la búsqueda de metas comunes como sociedad, sin que por ello cada individuo deje de buscar el sentido único de su vida, su propia idea de felicidad. Al ser el ser humano un animal social por naturaleza, no puede dejar de buscarse a sí mismo pero reconociéndose en los demás. Estos son los que lo ayudan a formar su propia identidad12, aunque luego comience a distinguirse y alejarse eventualmente de ellos. Cabe resaltar que, para Mill, el individualismo no necesariamente es sinónimo de insociabilidad:

«(…) mostrar que la individualidad —o, con menos rodeos, la creación de uno mismo— no necesariamente sucumbe ante estos peligros no equivale a mostrar que no sea susceptible de hacerlo; sin embargo, ya mismo es posible establecer que la individualidad no requiere ni arbitrariedad ni insociabilidad. Para Mill es muy

12 Diversos autores señalan diferencias entre «individualidad» e «identidad». En el primer caso, se ha mencionado la importancia de que cada ser humano busque a través de sus decisiones personales su propio proyecto de vida. Pero ese plan de vida expresa quién soy yo, mi individualidad como manifestación no de un deseo que emerge eventualmente, sino como algo que surge de mis reflexiones sobre aquello que yo valoro en la vida. Cuando hablamos de identidad, ello implica «vivir como». Es decir, asumir como plan de vida determinadas maneras o formas de ser en la vida: «vivir como católico», «vivir como homosexual», «vivir como un empleado leal», «vivir como un peruano patriota», etcétera. Y, como dice Sen, el ser humano no tiene una identidad, sino múltiples identidades, las cuales podemos ejercerlas al mismo tiempo. Cfr. Sen 2008.

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probable que un plan de vida incluya familia y amigos, y también puede incluir (como ocurrió con el suyo) la función pública.» (Appiah 2007: 45)

Como ejemplo de lo antes dicho, veamos lo que la novelista española Rosa Montero escribió en su artículo «Elogio del individualismo»:

«El caso es que la sociedad occidental ha ido siendo más y más individualista con el paso de los siglos; y, si estudiamos el pasado, se ve claramente que todas las conquistas de justicia social han sido impulsadas por el individualismo. Es la conciencia individual, al reaparecer en el siglo XII tras los años oscuros, la que impulsa la creación de organizaciones protodemocráticas, y las leyes contra el abuso de los nobles, y la orgullosa ambición de ser feliz frente al oscuro despotismo de los dioses. El individualismo es el motor de la Revolución Francesa, y del sufragio universal, y del concepto mismo de derechos humanos. Y del respeto a las minorías y a la diferencia. Por el contrario, las mayores tropelías sociales de la Historia han sido cometidas por regímenes que negaban la individualidad. Por tiranos que contemplaban a sus súbditos como meros esclavos, o por regímenes totalitarios que consideraban al individuo como algo sospechoso.» (Montero 2007: A4)

No obstante lo mencionado por Montero, cabe resaltar que muchos autores reflexionan sobre el individualismo desde un enfoque más bien negativo en lo que respecta a la nueva posición que el individuo moderno toma frente a la vida. Algunos señalan que el individualismo se manifiesta por la aparición de ciertos fenómenos psicológicos que definen a un hombre que ya no está ligado a una sociedad de la cual, por un lado, depende, pero que, por otro, le da seguridad. Aparecen la soledad, la ansiedad y la desolación como características de este nuevo individuo. Siguiendo a Fromm, este nuevo hombre moderno emerge bajo dos características:

«Las doctrinas protestantes prepararon psicológicamente al individuo para el papel que le tocaría desempeñar en el moderno sistema industrial (…). [Este sistema] desarrolló al individuo —y lo hizo más desamparado—; aumentó la libertad —y creó nuevas especies de dependencia—. (…) [La estructura de] la sociedad moderna afecta simultáneamente al hombre de dos maneras: por un lado, lo hace más independiente y más crítico, otorgándole una mayor confianza en sí mismo, y por otro, más solo, aislado y atemorizado.» (Fromm 1987: 113-114)

Un fenómeno psicológico que aparece en este hombre moderno en un sentido negativo es que se objetiva, se instrumentaliza a sí mismo e instrumentaliza a los otros como un medio más a través del cual busca el confort y bienestar material que le comienza a ofrecer la Modernidad. Como consecuencia de este fenómeno, se abandona

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la búsqueda de sentido más allá de la inmediatez de la vida cotidiana. Así, Octavio Paz identifica a la soledad como característica del individuo moderno. La sociedad moderna está atomizada, con individuos que viven en sus propios espacios y lugares sin mayores consideraciones hacia el otro:

«El hombre moderno no se entrega a nada de lo que hace. El trabajo, único dios moderno, ha cesado de ser creador. El trabajo sin fin, infinito, corresponde a la vida sin finalidad de la sociedad moderna y la soledad que engendra, soledad promiscua de los hoteles, de las oficinas, de los talleres y de los cines, no es prueba que afine el alma, un necesario purgatorio. Es una condenación total, espejo de un mundo sin salida.» (Paz en Rodríguez Ledesma 2000: 138)

Ante esta visión sombría y sin mayores esperanzas, es lógico pensar que las sociedades individualistas nos asusten. Como señala Rosa Montero, «como contrapartida, uno cada vez está más solo ante la muerte. Y ante la vida. Y eso exige madurez y valor» (Montero 2007: A4).

La razón crítica impulsora de este nuevo individuo parece ser algo digno de admiración, pero, a la vez, una advertencia para sí mismo y para sus relaciones intersubjetivas. Esto nos lleva a pensar que el enfrentamiento óptimo con la realidad dependerá de la confianza, madurez y actitud osada que cada individuo desarrolle. Por ello, se hace necesario que esta razón se fundamente en una evaluación crítica:

«El sí-mismo no es una entidad pasiva, determinada por influencias externas; en la constitución de sus autoidentidades, independientemente de sus contextos específicos de acción, los individuos aportan y promueven influencias sociales que son globales en sus consecuencias e implicaciones.» (Giddens 1996: 34)

Sin embargo, es importante advertir que, en las sociedades modernas, los individuos capaces de elegir y crear su propia ruta de vida requieren constituir identidades sólidas y activas en el enfrentamiento con una realidad que eventualmente les pueda ser adversa. Esto dependerá del entorno en que hayan crecido, el cual afectará indiscutiblemente el desarrollo de dichas identidades. Por ello, aquellos individuos formados en una razón crítica, cuestionadora y reflexiva podrán tener mayores posibilidades de elección, menos restricciones impuestas por sus miedos o inseguridades, y serán capaces de actuar sobre sí mismos y sobre su entorno, y transformarlos. El nuevo hombre moderno es un agente de intercambios críticos frente a un medio que lo reta a evaluar sus decisiones para optar como subjetividad pensante el mejor camino por seguir. El hombre moderno es eventualmente alguien que ha cambiado los hábitos, creencias y seguridades de la edad premoderna por una certidumbre del conocimiento racional, entendido solo como

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afirmaciones o respuestas a la realidad surgidas desde la ciencia y el dato empírico. En esta línea, Giddens añade lo siguiente:

«La modernidad institucionaliza el principio de la duda radical e insiste en que todo conocimiento toma la forma de hipótesis: éstas pueden acceder a la condición de verdad, aunque, en principio, siempre están abiertas a la revisión y determinados puntos del análisis pueden ser abandonados.» (Giddens 1996: 35)

Esta condición de verdad está, en consecuencia, irremediablemente ligada al principio de la duda radical. La Modernidad, a través del uso de su razón crítica, le da la posibilidad al hombre de cuestionarse y acercarse a dicha condición de verdad. Nótese que estamos hablando de acercamiento a la condición de verdad, y no a la verdad como conocimiento invariable y único al cual el ser humano pueda acceder a través de su cognición. Paradójicamente, es la subjetividad del individuo la que tendrá un papel fundamental en esta búsqueda, en tanto definirá qué puntos requerirán de revisión o qué puntos desechará como parte de su análisis. Participan de este proceso aspectos fundamentales de la ciencia, la ética, la política, etcétera, que señalan desde qué perspectiva aborda el individuo su realidad, cómo la define y, finalmente, cómo la utiliza para su bienestar.

LIBERTAD E IGUALDAD: ASPECTOS CRÍTICOS PARA LA CONFORMACIÓN DE LAS SOCIEDADES MODERNASComo señala Heler, desde inicios de la modernidad hasta la actualidad, aparece como una cuestión esencial el concepto de individuo: «El individualismo es un signo distintivo de la modernidad. El humanismo renacentista es el antecedente más inmediato, en tanto que el pensamiento liberal asume el papel de promotor y abogado defensor del individuo» (Heler 2000: 15). Sin embargo, Heler postula, además, que «[los peligros se manifiestan] (…) en la enajenación en la que el sistema capitalista sumerge a los hombres, en la masificación y en la aparente disolución de los lazos sociales que suscitaría el denominado “hiperindividualismo” de las sociedades contemporáneas» (Heler 2000: 16). Este hiperindividualismo, como lo denominan algunos, no deja de ser una amenaza en el mundo moderno, en la que se da «una mezcla conflictiva y peligrosa de debilidad y poder, que requiere protección pero también límites» (Heler 2000: 16).

Con el surgimiento de las empresas y grandes corporaciones, el individuo se vuelve más productivo e industrioso. El trabajo constituye la forma a través de la cual tiene la posibilidad de desarrollar sus capacidades personales, producto todo esto de su conducta racional. El individuo en la modernidad ya no está más sujeto a los deseos o

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arbitrariedades de otros, por lo menos en el sentido potencial que tiene todo ser humano de elegir por voluntad propia. Él es su propio dueño y es quien determina con su trabajo las posesiones que pasarán a formar parte de su patrimonio personal:

«El derecho natural a la propiedad se hace fundamental, e incluye el derecho a la acumulación ilimitada para ser utilizada como capital. La libertad esencial al hombre moderno se comprende de esta manera como el derecho que posee el individuo a disponer de su propia vida y de todo lo que con su trabajo, con su esfuerzo y habilidad, pueda dominar. (…) El individuo es propietario: posee control sobre su persona, sus capacidades y sobre los logros del desarrollo de éstas, para uso y disfrute con exclusión de los demás. El derecho a la propiedad supone y exige la libertad individual: un espacio sin injerencias extrañas a la propia voluntad.» (Heler 2000: 18-19)

Este control sobre sí mismo ejercido desde su voluntad y que lo hace más «libre» de decidir es un logro indiscutible de la Modernidad. Como señala Heler, el individuo moderno ya no está más sujeto a deseos o arbitrariedades de otros, por lo menos, ya no en el sentido de un ordenamiento religioso y social ante el cual no podía rebelarse. A diferencia del hombre premoderno, que no poseía un patrimonio individual y que era incapaz de decidir sobre su propia vida, surge este hombre moderno con un espíritu de producir su propia riqueza y ser dueño de sus propiedades. Esta nueva capacidad hace del individuo un ser ávido por lograr cada vez mayores posesiones y que dedica gran parte de su vida a lograr este ideal. Vemos aparecer, fruto de su voluntad y del ejercicio pleno de su libertad, a un individuo totalmente dedicado al trabajo y a la lucha constante por el dominio de dichas posesiones. Pero surge aquí un nuevo cuestionamiento: ¿de qué tipo de voluntad hablamos? La voluntad se mueve siempre dentro del plano consciente del individuo que toma decisiones que le permiten lograr los fines que realmente desea. Pero ¿qué pasa cuando estas decisiones pasan a ser el resultado de acciones manipuladas por fuerzas internas, como el desinterés, la apatía, el egocentrismo, etcétera? ¿O por fuerzas externas en donde la masificación, la competitividad y el hiperconsumo influyen en el subconsciente del individuo y hacen que este elija modos de vida que pertenecen a modelos impuestos por la sociedad que lo alienan a través de la transformación de su conciencia hasta hacerla contradictoria respecto de lo que debía esperarse de su naturaleza? Se da en el individuo una pérdida del sentido de la propia identidad. ¿Soy realmente consciente de lo que busco en mi vida para hacerla mejor? ¿Hago cosas solo por lograr la aceptación social, pero que me dejan un sabor amargo? ¿Quién soy o quién quiero ser? ¿Voy en camino a lograrlo? Estas son preguntas a las que nuestra libertad, a través de un ejercicio crítico permanente, debe ayudarnos a dar respuesta.

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Reafirmamos la libertad del hombre de dar forma a su propia vida, en tanto esta sea producto de dicha voluntad consciente y no del «interjuego» entre amenazas, manipulaciones, riesgos, inequidades, eventos inesperados, etcétera, que la restrinjan.

De otro lado, Heler afirma que la igualdad propicia la posibilidad de que los individuos pongan en ejercicio su capacidad de razonar por sí mismos y, en consecuencia, de lograr su autogobierno. El individuo moderno es, así, más independiente en su capacidad para expresar sus deseos, tomar decisiones y ejercer su criterio en igualdad de condiciones. Obviamente, esto dependerá de que las sociedades en las que vivan esos individuos hayan superado estados dictatoriales, fundamentalistas, inequitativos, etcétera, y de que las personas cuenten con la capacidad para ejercer su libertad de acción, considerando que todas las personas son iguales ante la ley y tienen los mismos méritos13.

Sin embargo, vemos, en algunas sociedades, regímenes que restringen la capacidad de elección, pensamiento y acción entre sus ciudadanos; que imponen ideologías que no les permiten elaborar su propio proyecto de vida, sino que, por el contario, lo determinan. Por ello, se considera que una de las formas más adecuadas para que los ciudadanos de un país ejerzan su libertad es la democrática. La democracia se considera como uno de los hitos fundamentales de la modernidad. En 1955, Rosa Parks, una mujer afroamericana, negó ceder su asiento en un autobús a un hombre de raza blanca, en una época de fuerte discriminación racial, en donde los afroamericanos solo podían viajar en la parte trasera de los ómnibus. Esta mujer se convirtió en uno de los íconos más importantes del movimiento contra la segregación racial en los Estados Unidos de Norteamérica. Pocos años después, surge la figura de Martín Luther King, uno de los más importantes representantes de la lucha por los derechos civiles de los ciudadanos afroamericanos. King organizó innumerables actividades pacíficas con el fin de que los afroamericanos tengan derecho al voto, así como también para acabar con la discriminación racial que sufrían los afroamericanos en esa época. Antes de que fuera asesinado en 1968, le otorgaron el Premio Nobel de la Paz (1964). Cuatro décadas después, vemos reafirmarse este ideal de libertad e igualdad a través de la elección de Barack Obama como el primer presidente afroamericano de los Estados Unidos, lo cual nos ha mostrado los grandes cambios que la voluntad popular puede lograr en el devenir histórico de los países.

Pero estos conceptos de libertad e igualdad no siempre tienen los mismos significados; caben interpretaciones particulares de acuerdo con el contexto en el que los evaluemos. Generalmente, se les da una interpretación más occidentalizada, la

13 Cfr. Heler 2000: 21.

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cual se ha enraizado en nuestra visión del mundo, especialmente a partir del proceso de globalización. Hemos considerado hasta este momento a la libertad como libertad de pensamiento autónomo en la toma de decisiones, dirigido a la autorrealización de los individuos. Y en el caso de igualdad, hacemos referencia a la condición de los seres humanos de ser diferentes en raza, edad, género, cultura, nivel socioeconómico, etcétera, lo cual, en ningún caso, debe implicar desigualdades entre ellos en derechos y deberes. Sin embargo, esta libertad de acción anunciada como el advenimiento de una vida más autónoma, dirigida a la autorrealización de los sujetos, fue cuestionada por autores como Alexis de Tocqueville, a raíz de la visita que hace a Estados Unidos de Norteamérica. A Tocqueville le llamó mucho la atención que, en la etapa de transición hacia la modernidad, guiada por los principios de la Revolución francesa que aspiraba a un mundo de hombres iguales, libres y solidarios, los estadounidenses prefiriesen ser iguales a ser libres, «embotados en sus mezquinas vidas materiales, prefiriesen ser esclavos siempre y cuando pudieran gozar de sus bienes materiales»14. Tocqueville nos hace reflexionar sobre cómo el hombre, de manera inconsciente, solamente cambia el tipo de poder al cual se somete. Si antes esta sujeción era a un orden jerárquico trascendente, ahora su dependencia es al gran poder del mercado y el Gobierno, con lo cual reviste su indiferencia con una actitud consumista. Según Nolla:

«Nadie mejor que él [Tocqueville] ha sabido explicar cómo bajo las apariencias de la democracia puede ocultarse un tipo nuevo de despotismo blando, pacífico, muelle, aparentemente racional, en el que los apáticos habitantes salen de su sopor consumista un instante cada cierto número de años para elegir a sus tiranos.» (Nolla 2007: 11)

De esta manera, libertad e igualdad son conceptos que, en la Modernidad, tienen una acepción diferente y particular de acuerdo con los contextos en los que se concretan. En el Perú, un país en el que existía una «república de españoles» y otra «república de indios» durante el Virreinato y en el que en la actualidad su gente vive diferentes tipos de discriminación (económica, racial, de procedencia regional, de género, entre otros), las ideas de libertad e igualdad podrían ser cuestionables. ¿De qué libertad e igualdad podemos hablar en un país en el cual las cifras de pobreza en el área urbana alcanzan un 25,7%, mientras que en el área rural alcanzan un 64,6%15? No podemos hablar de igualdad cuando muchos ciudadanos de nuestro país no tienen acceso a

14 Cfr. Nolla 2007: 10.15 Cfr. INEI 2010. El Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) opera con dos conceptos de pobreza: pobreza y pobreza extrema. Un ciudadano es pobre cuando no logra cubrir la canasta de bienes y servicios mínimos esenciales. La pobreza extrema se da cuando ni siquiera se logra una nutrición adecuada.

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servicios básicos, ni de libertad en tanto sus posibilidades de elegir se ven totalmente restringidas por su propia condición de pobres.

Libertad e igualdad son dos conceptos fundamentales en cualquier sociedad que realmente quiera acceder a la modernidad. La modernidad debe ser entendida como un progreso del individuo no solamente en la satisfacción de sus necesidades básicas, sino principalmente en su dignidad de ser libre, de alcanzar metas, lo cual hasta el momento no se ha logrado porque órdenes políticos y socioeconómicos injustos se lo han negado.

Asimismo, vemos que, después de regímenes autoritarios como el de Alberto Fujimori (1990-2000), en el que hubo un enfrentamiento al terrorismo y una modernización del país, los ciudadanos peruanos consideran, en algún grado y en determinados núcleos o zonas, que es mejor un Gobierno autoritario que uno democrático. En un estudio comparativo desarrollado en 2006 por el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP, en sus siglas en inglés), se señala lo siguiente:

«Nuestro estudio encuentra que un 62,3% de los entrevistados en el Perú prefiere la opción democrática sobre el autoritarismo o la indiferencia. Aunque este es un porcentaje no despreciable es sin embargo uno de los más bajos entre los países que fueron encuestados en el 2006. Lo que es más preocupante aún es que casi un 20% de los encuestados en el Perú manifiesta preferir un gobierno autoritario. Este es uno de los porcentajes más altos de apoyo al autoritarismo entre los países encuestados en el 2006, lo que coloca al Perú junto con República Dominicana, Bolivia, Ecuador y Nicaragua.» (Carrión y Zárate 2006: 9)

Este tipo de estudios nos alerta sobre en qué medida los ciudadanos peruanos estamos enfrentando libre y críticamente nuestro autogobierno como una ganancia de la modernidad. Parece que quisiéramos seguir cobijados bajo un poder paternalista que nos dice lo que es mejor para nosotros y no ejercemos nuestro razonamiento crítico para construir nuestro propio proyecto de vida, el cual se debería basar en una sociedad de individuos libres.

REFLEXIONES FINALESCon la Modernidad, la concepción del hombre y su espacio cambian, así como también lo hacen las estructuras políticas y sociales. Se abandonan las explicaciones en función de órdenes superiores y, en su reemplazo, se usa la razón.

La racionalidad, elemento central de la Modernidad, surge como producto de cambios sociales y tecnológicos que le dan al ser humano la posibilidad de enfrentarse

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a su realidad con otros esquemas de pensamiento y análisis. Esta racionalidad determina el surgimiento de ideas como la libertad, la igualdad y la democracia. Lo moderno evoca asociaciones relacionadas con la democratización de las sociedades gracias a la caída de las sociedades jerarquizadas y ligadas a órdenes superiores que se imponían como incuestionables.

El descubrimiento, por parte del hombre moderno, de su capacidad de producir bienes y apropiarse de patrimonios que durante siglos le fueron negados propicia la aparición del concepto de individualismo en sus dos formas: una positiva, como ganancia en su libertad de pensamiento, acción y racionalidad; y otra negativa, vista como exaltación de su propia personalidad egoísta, ignorando al otro como sujeto perteneciente a ese espacio intersubjetivo que ambos comparten.

La razón crítica impulsora de este nuevo individuo parece ser algo digno de admiración, a la vez que una advertencia para sí mismo y para su relación intersubjetiva. Es la subjetividad del individuo la que debe asumir un papel primordial en la búsqueda de aquello que le permita aceptar o rechazar los caminos que lo lleven al logro de su propia felicidad, considerando que esta estará ligada siempre a la mejora en la convivencia con los otros.

El individualismo ligado al ejercicio pleno de la voluntad del hombre debe ejercerse en el plano consciente, ya que, en la medida en que los individuos abandonen sus decisiones a deseos inconscientes, fuera del ámbito de su criticidad, terminaremos convirtiéndonos en una sociedad nuevamente atrapada en intereses ajenos, a través de los cuales cederemos nuestros derechos a otros que puedan manipular las necesidades humanas según su conveniencia.

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Racionalidad: génesis de las sociedades modernas

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Nicolás Tarnawiecki Chávez*

«(…) el verdadero problema que se plantea en nuestros días es actuar de manera que, en el antagonismo entre los dos individualismos, sea el individualismo responsable (conciencia profesional, preocupación por el otro, sentido del interés general y del futuro…) el que se adelante a la libertad sin regla. El neoindividualismo no es una maldición, es un desafío al que deben responder tanto la acción pública como las empresas.» (Lipovetsky 2002: 192)

LA MODERNIDAD COMO INICIO DEL INDIVIDUALISMOEs indudable que el mundo contemporáneo se presenta como un escenario profundamente complejo. Para muchos, vivimos las consecuencias de la cultura moderna, mientras que para otros estamos en una etapa de plena posmodernidad. Al ser conceptos densos y complejos —modernidad y posmodernidad—, conviene ir por partes.

Recordemos la descripción de la modernidad, como situación cultural, que hizo Marshall Berman al inicio de su célebre Todo lo sólido se desvanece en el aire:

Ambivalencias de la Modernidad: dos caras del individualismo ético contemporáneo

* Estudios de posgrado en Filosofía y licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Actualmente, es profesor de Estética en la PUCP y Profesor a Tiempo Completo del Área de Humanidades en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). En esta institución, es profesor de distintos cursos de investigación académica y filosofía. Además es profesor de Filosofía en el colegio Los Reyes Rojos. Sus temas de interés son estética, filosofía del arte, arte conceptual y la definición de arte en el pluralismo artístico contemporáneo. Es editor de los Documentos de Trabajo de Humanidades (UPC, 2008-2010) y coautor del libro Iniciarse en la investigación académica (UPC, 2010).

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«Una experiencia vital —experiencia espacio-temporal de sí mismo y de los demás, de las posibilidades de la vida y de sus angustias y peligros— que comparten hoy día los hombres y mujeres de todo el mundo. Ser moderno es situarnos en un ambiente que promete aventuras, poder, placer, transformación de nosotros y del mundo, y al mismo tiempo ese ambiente amenaza destruir todo lo que tenemos, lo que conocemos y lo que somos. (…) en ese sentido se puede decir que la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, unidad de la desunión puesto que nos lanza a un remolino de perpetua desintegración y recomposición, de ambigüedad y angustia.» (Berman 1988: 1)

Este será nuestro punto de partida: entender la Modernidad como paradoja. Por un lado, un conjunto de fenómenos que se viven como positivos y placenteros, como conquista (algunos dirán como progreso); por otro lado, un conjunto de fenómenos (en algunos casos, los mismos) que se viven con ambigüedad, temor y angustia, como decía Berman. En el debate contemporáneo, entonces, se observan dos lecturas sobre la realidad social: el uso de la libertad como una conquista de la Modernidad y el desprendimiento de ciertos horizontes que nos remarcaban dónde y para quiénes vivimos.

Otro tópico de debate es el avance de la ciencia y la técnica contemporánea. Para algunos, la ciencia es signo de progreso, mientras que para otros, más críticos, la ciencia no siempre contempla cuestiones éticas o de convivencia general. Por ejemplo, hasta hace relativamente poco tiempo, los fabricantes de carros buscaban casi unívocamente eficiencia en el manejo de la máquina sin que se tenga en cuenta cómo esta industria, al igual que otras, tiene consecuencias directas en la destrucción del medioambiente.

Pero volvamos a la Modernidad y su proyecto. El proyecto de la cultura moderna, tal como fue ideado por los pensadores ilustrados, comportaba un proceso de emancipación y liberación humana y personal basado en el desarrollo de la ciencia que buscaba dominar la naturaleza y desligarse de la única mirada sobre el mundo, la religiosa, para librarnos de sus condicionamientos. En este escenario, se empieza a perfilar y estructurar la vida bajo nuevas formas racionales de organización social que nos liberaban de formas tradicionales del poder sustentadas en la religión o la tradición para pasar a la búsqueda de una moral de corte universal. A este paso histórico, comúnmente, se lo caracteriza como la ruptura con la tradición, ruptura que se distinguió por la búsqueda de liberación universal mediante la razón, la cual se establece como pauta de carácter universal. Siguiendo a Michelangelo Bovero, sobre lo moderno podemos decir lo siguiente: o lo moderno coincide con una progresiva e incesante atenuación de vínculos, lazos, reglas,

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al límite de su desaparición, o bien lo moderno coincide con la liberación progresiva del sujeto agente de los cánones u órdenes presupuestos1.

Según un uso hoy consolidado, comúnmente se contrapone el mundo o la sociedad modernos al mundo y la sociedad tradicionales. Frente a estos últimos, la modernidad solo puede ser representada, como decíamos líneas antes, como ruptura con la tradición: como emancipación de los esquemas de comportamiento preestablecidos y del sistema de las jerarquías de rango. La idea de lo moderno está principalmente conectada con la de lo nuevo, con la idea de un presente que puede realmente definir una identidad propia, porque ya no es repetición e imitación.

Para Gianni Vattimo, la Modernidad es la época en la que el hecho de ser moderno viene a ser (o tener) un valor determinante. Hay una suerte de elogio a quienes dejan los valores del pasado, la tradición, las formas viejas de pensar. «Más o menos, esta consideración elogiosa del ser moderno, es lo que, a mi parecer, caracteriza toda la cultura moderna» (Vattimo 1990: 9).

El advenimiento de lo nuevo, contrariamente a la rigidez de los esquemas tradicionales, no puede sino coincidir con el nacimiento del sujeto, la reivindicación del derecho subjetivo individual, la pretensión de reconocimiento de la libertad subjetiva, entendida como el derecho individual a desarrollar las propias convicciones y perseguir los propios intereses, autónomamente definidos. Este será el nuevo aporte de la Modernidad —que será de interés para el tema de nuestro artículo—: el individualismo.

El paso a la modernidad consiste en la emancipación del individuo de las formas estrechas de la vida comunitaria premoderna. El principio de la modernidad es concebible como el primado de la identidad individual sobre la identidad colectiva2. Debemos entender la Modernidad como un proceso histórico que comienza en el siglo XVI3 y que permite establecer un cambio y corte entre el orden social del antiguo régimen y el que le sucede, tanto en el ámbito de las formas de vida socialmente constituidas como en la

1 Cfr. Bovero 1993: 97-98.2 Cfr. Bovero 1993: 101.3 Sobre el inicio de la Modernidad, hay una profunda discusión sobre la que no nos detendremos por ser un debate complejo y que desvirtuaría el objetivo de este artículo. Al ser la Modernidad, más que un evento histórico, un evento cultural, es discutible dónde fechar su inicio. Para algunos, empieza con el descubrimiento de América (1492), pero, en verdad, el comienzo es, evidentemente, variable en el tiempo en función del criterio que se adopte y del espacio. Si se mide la Modernidad desde el punto de vista del desarrollo técnico y científico, se podría concluir que, en algunas partes del mundo, tiene muy pocos años de vida. Al fin y al cabo, la fecha de inauguración de la Modernidad es una pura convención arbitraria, pero lo que debería ser subrayado es lo que posee como significado enormemente simbólico: alude precisamente a la apertura de nuevos horizontes y al consiguiente trastorno material y mental en la vida del mundo occidental. Cfr. Bovero 1993.

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esfera de la producción cultural. La aparición de la nueva ciencia y los cambios sociales supusieron un doble proceso de transformación y legitimación, distintos de la tradición.

Las consecuencias más evidentes del enfoque científico que dio la Modernidad se traducen en el aumento de redes de intercambio comercial y cultural junto con la masiva puesta en marcha de los grandes viajes en el siglo XVI. En todo este proceso de emancipación, según Anthony Giddens, se pueden distinguir dos mecanismos centrales4:

(i) Un desanclaje espacio-temporal5. La expansión de horizontes geográficos causa una «dislocación» de las actividades sociales en las sociedades tradicionales que hace que se pierda la vinculación con las coordenadas espacio-temporales en las que transcurría la vida cotidiana tradicional. Dado este «desanclaje», se produce una red de intercambio económico y cultural que llevará a la homogeneización de la noción de individuo, que, a su vez, tiene como efecto la aparición de un ideal que recorrerá toda la Modernidad: la búsqueda de igualdad.

(ii) Una fragmentación de las costumbres. La proliferación de esferas normativas asociadas a los distintos sectores de actividad y a la presentación de nuevos actores sociales (mercaderes, artistas, etcétera) rompe la vinculación entre las costumbres propias de un pueblo (el ethos o forma de vida) y la cosmovisión. Se produce una eclosión de más criterios normativos y, por ende, de más formas de vida aceptables. Como producto de la Modernidad, el modo de costumbre (ethos) unitaria que generaba nuestra identidad y que era propio del antiguo régimen se fragmenta, se vuelve plural y se diversifica. Conviene aclarar que este proceso no se dio de golpe, sino que acompaña un proceso mayor: el de la secularización6. La interacción con otras culturas y costumbres producto de los viajes de descubrimiento y el flujo demográfico en el interior de Europa misma dio paso a una transformación de las costumbres propias de un pueblo. Esta llevó a pensar que no había un solo modelo de convivencia posible sino muchos. El marco normativo unitario, congruente e incuestionable de las sociedades tradicionales

4 Cfr. Giddens 1997.5 En el pasado, la identidad suponía identificación con los valores y tradiciones de una comunidad que, a grandes rasgos, se presentaba como homogénea. Con el comercio, empiezan a aparecer opciones de participar de otras costumbres y la interacción con otras identidades, por lo que se produce un cambio con respecto al núcleo de la identidad. Hoy en día, pasa algo parecido con el fenómeno de la globalización: tomar un vino australiano o ver una película iraní no es algo exclusivo de los australianos o los iranís, pues se ha desanclado el consumo espacio-temporal.6 En los inicios de la Modernidad, la mayoría de identidades se constituían en conexión con la religión. Uno sabía su lugar y sentido en el mundo en relación con lo que la religión indicaba. En este momento de la historia, se empieza a cuestionar si ese discurso es el que debe prevalecer en el individuo o si solo debía servir para explicar el fenómeno espiritual en el sujeto. A ese fenómeno mayúsculo de división o separación de la religión de la esfera de lo público se lo conoce como secularización.

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(comúnmente asociado con la religión y la Iglesia) dio paso a dos formas (para algunos irreconciliables) en la resolución de problemas sociales: por un lado, el intento de conservar la tradición, pues suponía (para algunos aún lo supone) que proporcionaba un conjunto de ideales de vida buena y una diversidad de capas de sentido; por el otro, el ideal de innovación y legitimación del individuo propuesto por la Modernidad. Este último ideal suponía construir, desde el propio individuo, su marco normativo.

Esta tensión entre pasado y futuro que se vive en la Modernidad se transparenta en la discusión de un debate entre los partidarios de la tradición (conservadores) y los partidarios de la innovación (progresistas). La ruptura con la tradición trajo como anhelo o esperanza la confianza en el progreso o el desarrollo. Este debate nos permite anclar la discusión en términos de una tensión o, como plantearemos en este artículo, de una paradoja de la sociedad contemporánea que vive las consecuencias de la Modernidad.

En la Modernidad, el individuo aparece paulatinamente como agente moral independiente, para el cual las viejas funciones de la tradición de dotar de sentido su entorno empiezan a resquebrajarse con la instauración de nuevas formas de entender la construcción de la identidad. Hay que aclarar que, en la mayoría de los casos, no desaparecen las viejas formas, sino que se subsumen a las nuevas. El proceso de secularización asociado con la emergencia de la cultura de la personalización crea un marco de cuestionamiento constante y crítico a la teología y a la constitución unívoca de la vida cotidiana. A este marco se le suma la emancipación (en paralelo a la secularización) cada vez más enriquecida del individuo en el ámbito familiar, social, económico, cultural y político. Si el principio de la Modernidad coincide con la liberación del sujeto de los vínculos presupuestos y homogeneizadores, la modernización habría de consistir en el conjunto de los procesos materiales y culturales dirigidos, en todos los ámbitos políticos y sociales, a realizar una cada vez más extensa liberación hasta la emancipación universal7.

Son estos fenómenos y particularidades asociados con la subjetivización moderna y la progresiva historia de emancipación los que proponemos trabajar en este artículo. En específico, analizaremos la relación entre el individualismo y el proceso de personalización. Dentro de esta esfera de discusión, vamos a analizar, puntualmente, la forma contemporánea en que se vive esta condición de la subjetivización moderna: el individualismo contemporáneo. En primer lugar, deseamos caracterizar el individualismo y luego ver, por lo menos, dos lecturas del mismo propuestas por Charles Taylor y Gilles Lipovetsky.

7 Cfr. Bovero 1993: 109.

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La cultura individualistaEl concepto de individualismo tiene varias y diferentes acepciones históricas y actuales, por lo cual conviene revisarlo con cuidado. Cuando hablamos de cultura del individualismo, nos referimos a las creencias, símbolos y prácticas que reclaman la existencia de un individuo dotado de autonomía moral. En el contexto de la Ilustración (siglo XVIII), el verso de Horacio «sapere aude» (‘atrévete a saber’, aunque se ha interpretado como ‘ten el valor de usar tu propia razón’), que adoptó como lema Kant, se tradujo al pensamiento sobre la sociedad en el sentido que permitió definir como revisables todos los órdenes y jerarquías hasta ese momento no cuestionados.

Con esto, podemos ver, claramente, el surgimiento del individualismo moderno e ilustrado en conjunción con una fuerte crítica y ruptura con la tradición. Con la irrupción de la Modernidad, es decir, con la aparición del individualismo, surge, a su vez, la idea moderna de Estado, donde cada individuo es libre e igual ante la ley. Según tal idea, el individuo puede presentarse ante el Estado sin la mediación de algún otro miembro o grupo, sea familia, comunidad local o de otro tipo8. Conviene aclarar que esta revolución individualista no se dio sin tropiezos. Aunque se consigue la libertad e igualdad formal de los individuos ante la ley, es cierto que, por mucho más tiempo —incluso ahora—, no todo individuo estuvo dotado de las mismas oportunidades o libertades. Por el lado de la ley, este modelo ha recibido el respaldo en la formación del Estado-nación, al presentar al individuo como ciudadano dotado de derechos y deberes garantizados por el Estado. En este contexto, las personas toman distancia de sus tradiciones y exigen el derecho de poder decidir su destino o de forjar su derecho individual de proyecto de autorrealización sin la opresión que implicaban los órdenes jerárquicos del pasado. A este proyecto podemos denominar «proceso de personalización», donde lo que desaparece es esa imagen rigorista de la libertad (que implicaba pensar la libertad desde otros y no desde el individuo). Así, se da paso a nuevos valores que apuntan al libre despliegue de la personalidad íntima, la legitimación del placer, el reconocimiento de las peticiones singulares y la articulación de las instituciones sobre la base de las aspiraciones de los individuos.

Según Lipovetsky, el ideal moderno e ilustrado de subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas ha sido pulverizado, y el proceso de personalización ha promovido y encarnado masivamente un valor fundamental: el de la realización personal. El derecho a ser íntegramente uno mismo, a disfrutar al máximo la vida, es

8 Antes, el vínculo entre el individuo y el poder se daba por medio de terceros: personas que estaban más cerca de la corte y del rey. Con la noción de Estado moderno, desaparece, en sentido ideal, esa distancia.

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inseparable de una sociedad que ha erigido al individuo libre como valor cardinal: esta es una manifestación de la ideología individualista9.

En la discusión sobre el proyecto de autorrealización individual moderno y sus consecuencias contemporáneas, ha habido seguidores y críticos al respecto. Esto lo veremos más adelante cuando analicemos con más detalle y tratemos de describir la forma contemporánea de individualismo o lo que Lipovetsky ha llamado, en su libro La era del vacío, la «segunda revolución individualista». La primera revolución es la que instauró la Modernidad en lo que hemos mencionado como la ruptura con la tradición. Para Lipovetsky, existe, actualmente, un problema general: asistimos a una conmoción en la sociedad y en las costumbres del individuo contemporáneo de la era del consumo masificado, y a la emergencia de un modo de socialización y de individuación inédito, que rompe con el instituido desde los siglos XVII y XVIII. Asistimos, así, a una nueva fase en la historia del individualismo occidental: una segunda revolución individualista10.

En este artículo, queremos describir el cambio que ha supuesto para el hombre el descubrimiento de su identidad individual, producto del descrédito de las antiguas formas de pertenencia a la comunidad y de las categorías sociales que las constituían. Esto implicó no solo la aparición de un nuevo espacio para construir su forma de vida sino también una transformación de sí mismo, es decir, del yo que constituiría la fuente de sentido moral interior sobre el que construye su horizonte de vida, tomando como único referente la fidelidad a sí mismo11.

Alexis de Tocqueville ha descrito, como pocos, con precisión y sensibilidad un rasgo esencial del individualismo:

«El individualismo es un sentimiento reflexivo y apacible que induce a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a mantenerse aparte con su familia y sus amigos; de suerte que después de formar una pequeña sociedad para su uso particular, abandona a sí misma a la grande.» (Tocqueville 1994: 89)

Este sentimiento reflexivo del individualismo, al que hace referencia Tocqueville, es lo que lo convierte en un complejo fenómeno que, paradójicamente, junto con representar el alejamiento de la vida humana de la sociedad, muestra el valor que se le atribuye al interés del individuo en comparación con el interés general. Esta es una nueva forma de valoración de la vida basada en la singularidad del sujeto y en su autenticidad,

9 Cfr. Lipovetsky 2000: 9-11.10 Cfr. Lipovetsky 2000.11 Para una lectura distinta de la de Lipovetsky sobre el «ser fiel a uno mismo», véase Taylor 1994: 61-76.

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en su capacidad para escuchar y obedecer los dictados de su propia conciencia y ya no únicamente los mandatos sociales. De lo dicho por Tocqueville se puede pensar que hay, por lo menos, dos lecturas del individualismo: aquella que lo lee como abandono de lo social por una radical interiorización, y aquella según la cual, una vez desprendido de los antiguos órdenes, el individuo puede establecer una moral o ética desde la autonomía personal teniendo como central empuje su proyecto de realización. En términos éticos y apelando a un escenario pluralista, el proyecto de realización de cada uno debería ser aceptado, siempre y cuando no invalide otros que estén garantizados por la ley o por normas mínimas de justicia y ética para la convivencia.

En nuestros días, el individualismo se presenta como una cultura, como una forma de entender el mundo, que entraña una concepción específica de la sociedad, de los otros y del hombre mismo. Se ha erigido como valor cardinal de las democracias en las sociedades modernas y tiene profunda relación con el núcleo de los valores del liberalismo clásico que defendía la libertad de conciencia y la libertad de elección. El individualismo actual, entendido como cultura, es más un conjunto social de representaciones, ideas y valores comunes a un conjunto de individuos en las sociedades democráticas contemporáneas. Según la hipótesis de Helena Béjar, el individualismo contiene dos movimientos en paralelo: el distanciamiento de la esfera pública y la retirada a la esfera privada. Béjar entiende el fenómeno del individualismo como una configuración ideológica y un sistema de vida, liderado por las clases medias ilustradas de las sociedades urbanas desarrolladas. Esta nueva vanguardia se caracteriza por compartir un enclave de estilos de vida, es decir, modelos de apariencia y consumo, y actividades del tiempo de ocio que sirven para diferenciarse socialmente12.

En el ámbito contemporáneo, se da, entonces, una mudanza de los intereses: de lo público a lo privado13. En el horizonte del individualismo, según Béjar, presenciamos un abandono de los intereses colectivos y la consiguiente revalorización del universo privado. El cambio de intereses de lo público a lo privado, o del seguimiento y la implicación por los avatares colectivos al abrazo de las cuestiones particulares, se explica de dos formas contrapuestas14:

i. En primer lugar, desde una perspectiva individualista, el abrazo del universo privado se atribuye, simplemente, al resultado de una evolución inscrita en

12 Cfr. Béjar 1993: 197-200. La identificación en estos grupos se produce más por modelos de consumo que por modelos de valores éticos compartidos.13 Taylor caracteriza esta mudanza como la «pérdida de libertad política» como consecuencia del individualismo. Cfr. Taylor 1994: 44-47.14 Cf. Béjar 1993: 204.

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la naturaleza de los individuos, tanto actores como espectadores de la arena pública. Se valora ahora el proyecto personal.

ii. La segunda explicación de la mudanza se hace desde una perspectiva colectivista. La mutación en cuestión es un suceso, un acontecimiento que se explica como consecuencia de una ruptura interna con las propias convicciones políticas. Para algunos, el sujeto individualista se separa de los intereses colectivos: barrio, comunidad, distrito, etcétera.

La poca o débil participación de la sociedad civil favorece la acogida del individualismo y de sus aspectos más superficiales, tales como el culto al cuerpo, la búsqueda de especialización en el trabajo, etcétera. Así, se alude a la revaloración del deporte, a la moda y al cuidado de la apariencia. Sobre la sociedad de consumo y su relación con el individualismo ético, Victoria Camps nos dice:

«La “americanización” (…) por virtud y gracia de la publicidad (…) produce sociedades homogéneas e individualistas a la vez (…). La homogenización de las formas de vida amenaza los tiempos de ocio como tiempos de consumo desenfrenado, de mera adquisición de la oferta cultural o festiva existente. Conducen, así, al individualismo más perverso, al desinterés por el otro.» (Camps 1999: 169)

Lo que sí está claro es que, en la relativamente abundante literatura sobre el individualismo, los autores coinciden en designar este fenómeno como una de las claves para entender la Modernidad y sus consecuencias15. El individualismo, como veíamos, es una característica central de las sociedades democráticas modernas y su valoración es ambivalente. Por un lado, algunos autores ven este fenómeno como un profundo apego a los asuntos propios como síntoma de la descomposición moral del mundo contemporáneo y resaltan su aspecto desintegrador. Además, asocian el individualismo con la manifestación de la anomia moderna. Otros autores, más optimistas, celebran el repliegue hacia lo privado que supone no ya una pérdida sino una rotunda conquista del orden democrático. Son estas las dos lecturas del individualismo que vamos a seguir.

Desde la perspectiva de Lipovetsky, se ha pasado de un paradigma social dominado por el imperio de la disciplina a otro sustentado por la búsqueda de la realización personal. Hoy existe una preeminencia de lo individual sobre lo universal, de lo psicológico sobre lo ideológico, de lo permisivo sobre lo coercitivo, de lo narcisista sobre lo heroico.

15 Cfr. Beck y Beck-Gernsheim 2003; Béjar 1990, 1993; Giddens 1997; Lipovetsky 2000, 2002, 2007; Taylor 1990; Tocqueville 2004; Vattimo 1990; entre otros.

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Por otro lado, desde la perspectiva de Taylor, se puede decir que se intenta hacer una recuperación de la moral, pero bajo el rechazo de toda añoranza o cualquier intento de regreso a un viejo mundo perdido. Como dice Carlos Thiebault, en la introducción a La ética de la autenticidad, para Taylor:

«(…) la modernidad, o las muchas modernidades que se acumulan para hacernos lo que somos, no tienen camino de regreso y, al fin y al cabo, el diagnóstico de los males de la identidad que se tiene no puede concluir, por muy dañino que fuera el estado en que tal identidad se encuentre, en una terapia que propusiera abolirla de raíz.» (Thiebault 1994: 13)

Taylor quiere que recuperemos algo que hemos perdido con el individualismo pero sin que eso implique su eliminación o rechazo. Lo que nos toca hacer es rescatar lo positivo del individualismo y del proyecto moderno, no solo ver sus defectos. Veamos, primero, la propuesta de Taylor.

ALGUNOS MALESTARES DE LA MODERNIDAD O EL INDIVIDUALISMO SEGÚN CHARLES TAYLORHay que indicar, como hemos dicho, que Taylor no pretende desprenderse del individualismo como noción moral, sino evaluar algunas de sus desviaciones —llamadas por él «malestares»—, ubicándolo dentro de un horizonte que resulte adecuado para el desarrollo del ser humano en sociedad. Como punto de partida, a Taylor le interesa analizar, principalmente, lo que podemos llamar las formas degradadas o perversas del individualismo contemporáneo. Inspirado en el análisis de Tocqueville, en gran medida, su filosofía ha girado en torno a la crítica del atomismo, entendido como un rezago de determinadas corrientes del individualismo liberal contemporáneo. Por eso, podemos decir que el individualismo sobre el cual parte su análisis es el individualismo de corte liberal. Por atomismo entendemos aquel tipo de unión social donde los individuos tienden a encerrarse en los intereses privados y presentan un desafecto hacia lo público o político. Desde el punto de vista de Taylor, el individualismo presenta esta amenaza, que, en concreto, es una amenaza política al futuro de las democracias.

Camps va en esta misma línea cuando dice: «Individualismo significa atomización, encierro en lo privado y desafecto hacia lo público. Con lo cual, la democracia se ve amenazada en sus cimientos» (Camps 1999: 14). Y dice esto pues coincide con Taylor en su caracterización negativa del individualismo entendido como anti-ideología y el mayor obstáculo para apostar por proyectos o ideales comunes, pues los individualistas se muestran poco solidarios, insensibles a las desigualdades, egoístas, poco preocupados

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por el medio ambiente y los demás. Y más preocupante para Camps son las sociedades de mayor tendencia individualista, pues, siendo estas las más desarrolladas, a su vez son las que, según ella, se muestran más indiferentes a la miseria ajena16.

Camps menciona más explícitamente que

«(…) quienes tienen asegurado su bienestar se despreocupan fácilmente del bienestar de los demás. No es tanto el individuo encerrado en sí y autocomplaciente lo que preocupa, como los individualismos colectivistas y tribales cuya única expectativa es la perpetuación del grupo.» (Camps 1999: 14)

Pero volvamos a Taylor. Aunque a él le interesa analizar las formas degradadas y contemporáneas del individualismo, empieza su examen, sin embargo, ubicando al individualismo en la Modernidad. El individualismo, por supuesto, ha contribuido a la definición de algunos valores positivos: el valor de la dignidad humana, que atribuye al hombre ser una finalidad en sí mismo; la autonomía moral, según la cual es necesario que la persona acepte internamente las normas (libertad autodeterminada)17; la noción de autoperfección, basada en la idea del romanticismo de que cada sujeto individual es un mundo valioso; la cultura de la autorrealización; la adjudicación del derecho a la participación política por parte de todos; etcétera18.

El individualismo, sin embargo, también ha generado algunos valores negativos: principalmente, el subjetivismo y el relativismo en materia moral, que asumen como problema ético la imposibilidad de que podamos elaborar un criterio moral compartido19. A esto se suma la existencia de una especie de «despotismo blando»20 en política, según el cual los individuos pierden el control sobre el poder político que los gobierna, a lo que Taylor llama la «pérdida de libertad política»21.

Para Taylor, uno de los rasgos de la sociedad contemporánea es la vigencia de un aparente relativismo acomodaticio. En su opinión, dicho relativismo puede ser considerado vástago de una forma de individualismo cuyo principio debería ser formulado de la siguiente manera:

16 Cfr. Camps 1999: 14.17 Este tema lo plantea Taylor con lo que él llama «horizontes morales ineludibles», que es lo que toda persona desearía tener como límites por convicción propia y no por imposición.18 Cfr. Taylor 1994: 38-40.19 Cfr. Taylor 1994: 50-59.20 Este término lo toma Taylor de la obra La democracia en América, de Alexis de Tocqueville.21 Cfr. Taylor 1994: 44-46.

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«Todo el mundo tiene derecho a desarrollar su propia forma de vida, fundada en un sentido propio de lo que realmente tiene importancia o valor. Se les pide a las personas que sean fieles a sí mismas y busquen su autorrealización. En qué consiste esto debe, en última instancia, determinarlo cada uno para sí mismo. Ninguna otra persona puede tratar de dictar su contenido.» (Taylor 1994: 49-50)

Este relativismo, en opinión del autor, refleja aquello que Lipovetsky, Daniel Bell y Christopher Lasch han calificado como «individualismo de la autorrealización»22. Para estos autores, el riesgo mayor que presenta dicho individualismo es estar centrado en el yo, un yo que, por lo demás, parece inconsciente de las grandes cuestiones o inquietudes religiosas, políticas e históricas que lo trascienden. Por tanto, para Taylor, la vida del ser humano se angosta y se achata. Se angosta porque pierde cierta capacidad de descontento con el presente, da por sentado todo lo que lo rodea, y se achata porque deja atrás la imaginación y la posibilidad de interpretar las cosas23. Más adelante, Taylor nos dice: «Cerrarse a las exigencias que proceden de más allá del yo supone suprimir precisamente las condiciones de significación, y por tanto cortejar a la trivialización» (Taylor 1994: 75).

Por otro lado, también podemos contemplar otra lectura según la cual vemos un individualismo «posmoralista» que, como indica su nombre, intenta desembarazarse de la moral, prescindiendo del sacrificio y de la sanción. Según esta concepción de la ética, la moral deja de estar sometida a la obligación y al castigo, y se convierte en una ética «indolora»24. Al parecer, Taylor también arremete contra esta modalidad de individualismo, sobre todo, a través de sus críticas a las teorías de Michel Foucault o Jacques Derrida, al juzgar que, en ellas, aparece una concepción falsa e incompleta de la moral25.

En La ética de la autenticidad, Taylor ofrece una visión crítica de algunos aspectos problemáticos de la Modernidad mostrando que, en algunos casos, son consecuencia del individualismo liberal. Al caracterizar la sociedad occidental contemporánea y atomista, destaca tres formas de malestar: el individualismo, la primacía de la

22 Los textos que Taylor revisa son: LIPOVETSKY, Gilles (2000) La era del vacío. Barcelona: Anagrama; BELL, Daniel (1977) Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid: Alianza Editorial; LASCH, Christopher (1979) The Culture of Narcissism. Nueva York: Warner; y LASCH, Christopher (1984) The Minimal Self. Londres: Picador.23 Cfr. Taylor 1994: 50.24 Cfr. Lipovetsky 2002. Lo veremos con más detalle cuando se exponga el análisis del individualismo que hace Lipovetsky.25 Cfr. Taylor 1994: 93-102.

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razón instrumental y la pérdida de libertad política. Por malestar Taylor entiende «(…) aquellos rasgos de nuestra cultura y nuestra sociedad contemporáneas que la gente experimenta como pérdida o declive, aun a medida que se “desarrolla” nuestra civilización» (Taylor 1994: 37).

Cuando se habla de individualismo de la sociedad moderna (el primer malestar, en el análisis de Taylor), al parecer, se utiliza casi siempre la palabra como un sinónimo de todo lo negativo, como algo que equivale a la destrucción del tejido afectivo y de la solidaridad social. Y lo positivo del individualismo queda casi siempre oculto. Sin embargo, si analizamos la historia, se ve que la gran mayoría de conquistas de justicia social han sido impulsadas por el individualismo26.

Volviendo a los tres malestares que analiza Taylor, diríamos con él que se entrelazan entre sí haciendo que el primero, el individualismo, implique los dos siguientes: la primacía de la razón instrumental y la pérdida de libertad política. Taylor los caracteriza de la siguiente manera:

«El primer temor estriba en lo que podríamos llamar pérdida de sentido, la disolución de los horizontes morales27. La segunda concierne al eclipse de los fines, frente a una razón instrumental desenfrenada. Y la tercera se refiere a la pérdida de libertad.» (Taylor 1994: 45-46)

Con respecto al primer malestar, caracterizado como la «pérdida de sentido», Taylor asegura que, durante el transcurso de la Modernidad, se han destruido o evaporado los significados porque nos hemos desprendido de todo orden externo al sujeto. Así, al ya no ocupar las cosas un lugar en el mundo, han quedado despojadas de su significado. Al cambiar el enfoque sobre la relación que el sujeto tiene con el mundo, ahora las cosas pueden ser convertidas en objetos que se usan en función de un (mero) interés individual. Para Taylor, el segundo malestar se resume en decir que el individualismo de corte liberal implica la constatación de la relación del hombre con el mundo únicamente en términos de dominio o posesión. El tercer malestar nos lleva al ámbito de la teoría política y a un tipo de discurso que se remonta a Tocqueville, como vimos, y que presenta como solución la reactivación de la participación política de la ciudadanía para que los

26 Cfr. Montero 2007.27 En el texto de Taylor, se presenta una paradoja o aporía pues acá nos habla de «disolución de horizontes morales» y, más adelante, en el capítulo IV, nos habla de «horizontes ineludibles»: «Las cosas adquieren importancia contra un fondo de inteligibilidad. Llamaremos a esto horizonte. Se deduce que una de las cosas que no podemos hacer, si tenemos que definirnos significativamente, es suprimir o negar los horizontes contra los que las cosas adquieren significación para nosotros» (Taylor 1994: 72). Queda pendiente resolver el siguiente problema en lo que propone Taylor: ¿cómo podemos haber perdido los horizontes si son horizontes indisolubles? O más simple: ¿cómo hemos podido perder lo que es imperdible («ineludible»)?

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ciudadanos tomen un control efectivo sobre sus vidas. Lo que se ve aquí amenazado es nuestra dignidad como ciudadanos. Los mecanismos impersonales antes mencionados pueden reducir nuestro grado de libertad como sociedad, pero la pérdida de libertad política vendría a significar que incluso las opciones que se nos dejan ya no serían objeto de nuestra elección como ciudadanos, sino de la de un poder tutelar irresponsable28.

En resumen, el individualismo, según Taylor, presenta un tipo de agente moral que ha adquirido una forma de autonomía basada en una desvinculación del sujeto, un sujeto escindido del mundo y de la sociedad, que, como consecuencia de ello, se percibe a sí mismo como un agente transformador solamente a través del uso instrumental de la razón y que interpreta su identidad en términos asociales. «En otras palabras, el lado oscuro del individualismo supone centrarse en el yo, lo que aplana y estrecha a la vez nuestras vidas, las empobrece de sentido, y las hace perder interés por los demás o por la sociedad» (Taylor 1994: 40).

De lo dicho hasta aquí se desprende que uno de los principales peligros que para Taylor supone el individualismo es lo que se refiere al atomismo, al cual define como un tipo de filosofía política que no considera al hombre como un ser intrínsecamente social29. Las teorías individualistas y liberales presentan, así, los intereses del sujeto de tal modo que estos parecen situarse siempre al margen de la comunidad. Para Taylor, cierta perversión o degradación del individualismo olvida o ignora que la identidad y los intereses del individuo se constituyen a través de las relaciones con otros: la sociedad no es una conjunción de átomos, sino que el vínculo que existe es constitutivo y constituyente.

Aunque Taylor pueda parecer tremendamente crítico y pesimista en su análisis del individualismo, desea, no obstante, alejarse de aquellas simplificaciones y lugares comunes que ven en la condición contemporánea solo y exclusivamente un sinsentido o la llegada del Apocalipsis. Por el contrario, ve en el individualismo algunos elementos que confluyen en esta noción y que son considerados, en ocasiones, como los máximos logros de la Modernidad, ya que aparecen ligados a términos tan propios de nuestra tradición como lo son la autonomía o el autodesarrollo. La conquista de la autonomía moderna no es un logro que quisiéramos perder nos dice Taylor30:

«Vivimos en un mundo en el que las personas tienen derecho a elegir por sí mismas su propia regla de vida, a decidir en conciencia qué convicciones desean adoptar,

28 Cfr. Taylor 1994: 45.29 Cfr. Taylor 1990: 107-124.30 Cfr. Taylor 1994: 38.

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a determinar la configuración de sus vidas, con una completa variedad de formas sobre las que sus antepasados no tenían control. (…) Muy pocos desean renunciar a este logro.» (Taylor 1994: 38)

Por ello, tal vez, es importante mencionar que la caracterización final de Taylor de la cultura contemporánea no es negativa; más bien, se presenta como un horizonte ineludible que presenta ciertas exigencias para nosotros. Al parecer, Taylor asume su tarea de filósofo bajo el cuidado de que el individualismo de nuestra cultura no se deslice hacia formas pervertidas, como ha sucedido en algunos aspectos (los llamados tres malestares antes descritos), o bien que la vehemencia con que se defienden estos principios de la libertad y la autonomía no impidan percibir otros aspectos valiosos de nuestra identidad.

EL INDIVIDUALISMO SEGÚN GILLES LIPOVETSKY«Las virtudes son tan peligrosas como los vicios, siempre que nos dominen como autoridad y ley y no sean engendradas por nosotros mismos, como sería lo justo, a manera de necesidades personales y como condición de nuestra existencia y de nuestro desarrollo, conocida y reconocida por nosotros independientemente de si otros se desarrollan en nuestras mismas condiciones.» (Nietzsche 1981: 194)

La sociedad contemporánea, según Lipovetsky, ha venido transformándose de acuerdo con la última manifestación de la ideología individualista. Dicha transformación se ha efectuado por etapas, pasando por una metamorfosis liberal, por decirlo de una forma general, que ha permitido a los individuos transformarse y pasar, poco a poco, de una sociedad que subordinaba lo individual a las reglas racionales colectivas a una sociedad que promueve y encarna masivamente el valor de la realización personal, el proyecto de autorrealización, el respeto a la singularidad subjetiva, sean cuales sean las nuevas formas de control y de homogeneización simultáneas31.

La sociedad moderna era conquistadora y creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica; se instituyó como ruptura con las tradiciones y los particularismos en nombre de lo universal, de la razón, de la revolución y del progreso. Esa época se ha disipado

31 Cfr. Lipovetsky 2002.

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ante nosotros: contra esos principios futuristas es que se erigen nuestras sociedades. Ya nadie cree en el porvenir radiante de la revolución y el progreso: la gente quiere vivir aquí y ahora, conservarse joven y ya no está vinculada con forjar al hombre nuevo32.

Devenir del individualismo contemporáneoSegún Lipovetsky, existen dos tipos de individualismos que dominan las sociedades contemporáneas: uno irresponsable y otro responsable. El primero es equivalente a un cierto nihilismo. Según esta cultura nihilista, «(…) las barreras morales se pueden saltar, relativizar, trivializar, [y se pueden] disculpabilizar ciertos fraudes» (Lipovetsky 2003: 54). Ahora bien, la cultura que es responsable procura un individualismo que coincida con una demanda y una preocupación éticas. En este sentido, el individualismo se desarrolla por todas partes adoptando dos formas radicalmente opuestas: por un lado, se abandona la búsqueda de límites legítimos (que apelen a la religión o a la patria) a la libertad de cada uno; por otro, se decide no negar el derecho a los demás33.

Encontramos, finalmente, que las sociedades posmoralistas producen mayor individualismo responsable, pero también mayor individualismo irresponsable; mayor autonomía razonable, así como mayor autonomía desenfrenada y carente de reglas. En este sentido, concluiremos que Lipovetsky propone una ética que busque materializar ese ideal de responsabilidad humana, que ambicione poner coto al individualismo irresponsable. La propuesta de Lipovetsky gira, así, en torno a un individualismo responsable que triunfe o se establezca, y no solamente con reglas universales respecto del deber (al menos no como se han venido planteando en las últimas décadas), sino desde el mismo individuo, dado que este reconoce que las acciones humanitarias están limitadas al deseo de individuos concretos. Por ello, Lipovetsky aboga por una inteligencia responsable, traducible también en una ética de la responsabilidad, una ética que tome en cuenta las consecuencias objetivas de las opciones que tomamos, y que apunte a condiciones sociales concretas y no al ideal absoluto34.

Por otro lado, señala Lipovetsky que no hay que pensar ingenuamente que el individualismo irresponsable desaparecerá y primará el responsable:

«(…) no habrá salida final en el combate que libran esas dos lógicas del individuo, van a continuar, por caminos diferentes, cohabitando y chocando ya que se trata

32 Cfr. Lipovetsky 2000.33 Cfr. Lipovetsky 2003: 54.34 Cfr. Lipovetsky 2003: 55.

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de una cultura que reduce los deberes y consagra los derechos, expresiones e intereses de las subjetividades.» (Lipovetsky 2002: 191)

Por tanto, la ética propuesta por Lipovetsky no debe considerarse como una actitud individual pura. Por el contrario, se necesita tomar en cuenta más áreas, como la inteligencia política, económica y técnica, que busquen resolver problemas reales. Esto implicaría obligar al individualismo irresponsable a retroceder: «(…) habrá que movilizar las inteligencias, formar y calificar a las personas, regular el mercado y la globalización, inventar dispositivos de solidaridad» (Lipovetsky 2003: 56). El sentido de la responsabilidad contemporánea se debe reconstruir sobre nuevas bases relacionadas con la realización del ego. Veamos, a continuación, cómo se ha dado esa dinámica individualista que permite entender la metamorfosis de la cultura liberal.

Del individualismo moderno al posmodernoEl individualismo moderno surgió a raíz de que los individuos se veían a sí mismos desencantados por los ideales de la Ilustración. A partir de este desencantamiento, idealizaron la ciencia, la técnica y el liberalismo como los realizadores de la felicidad humana. A su vez, se dio una secularización de la moral, liderada por una razón estricta, que permitiría desembarazarse de la autoridad de las creencias religiosas y no recurrir a verdades «reveladas» o propuestas por una religión35. He aquí lo que Lipovetsky ha llamado ética laica o universalista mediante la razón moral y el derecho natural. La moral de las sociedades modernas habrá de considerarse austera, extrema, ya que no exige a los individuos consagrarse a algo cediendo la propia realización personal, sacrificándose por la causa que sea y viviendo para otros36:

«Sólo los modernos han inscrito en el frontispicio de la sociedad valores estrictamente laicos, sólo ellos emprendieron la construcción de un orden social y político a partir de principios éticos no confesionales.» (Lipovetsky 2003: 22)

De hecho, Lipovetsky encuentra antecedentes morales en esta metamorfosis moderna, como de hecho ha sido el desarrollo de todas las sociedades. Así, el filósofo francés resume esta visión hermenéutica en fases37. Una primera fase, que podría sintetizar lo anterior a la Modernidad, es la fase teológica. En ella, la moral aparece como una esfera dependiente de la religión y permanece hasta fines del siglo XVII.

35 Cfr. Lipovetsky 2003: 16-17, Lipovetsky 2002: 21-36.36 Por ejemplo, para la patria, la Iglesia, la religión, la familia, las causas revolucionarias, etcétera.37 Cfr. Lipovetsky 2003: 35-37, Lipovetsky 2002: 21-36.

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Lo propio de la Modernidad será rechazar esa sujeción de la moral a la religión. Una segunda la constituye la fase laica, que se concibe como una moral natural presente en todo hombre. Ella se describe como una supremacía de la razón moral y los principios morales son concebidos como estrictamente racionales, universales, eternos, presentes en todo hombre. Son principios independientes de los principios teológicos:

«Mientras que el individuo se convierte en el referente mayor de la cultura democrática, el hecho moral primero se identifica con la defensa y el reconocimiento de los derechos subjetivos; los deberes no desaparecen, derivan de los derechos fundamentales del individuo, se convierten en sus correlatos.» (Lipovetsky 2002: 23)

Es en la fase laica donde la religión moderna del deber, el culto laico de la abnegación y de la dedicación ilimitada al servicio de la familia, de la patria y de la historia se hacen presentes. De ella se destaca la figura esencial de la moral laica como un deber absoluto y una ética del sacrificio: «Tras el deber de religión, advino la religión moderna del deber, el culto laico de la abnegación y la dedicación ilimitada al servicio de la familia, de la patria y de la historia» (Lipovetsky 2003: 38). En otro sitio, Lipovetsky nos dice que la ofensiva de los modernos fue entender que «(…) la religión del deber ha crecido como deber sin religión» (Lipovetsky 2002: 28). De esta manera, se logra dar el salto histórico a la modernidad democrática. De ahí en adelante, la organización social y política elevará al individuo al rango de valor moral primero y último.

No obstante, el individualismo moderno, paradójicamente, provoca su propia destrucción convirtiendo la lógica moderna individualista en contradictoria:

«En el momento en que se afirmó el principio individualista de libre posesión de sí mismo, la ideología moderna prescribió la primacía de la relación con el otro, la obligación ilimitada de olvidarse de uno mismo, la trascendencia del ideal.» (Lipovetsky 2003: 23)

Es así como a la ideología moderna corresponde la fase posmoralista38. En ella, el proceso de secularización establecido a fines del siglo XVII y en el siglo XVIII se rompe. Se crea una «(…) sociedad que exalta los deseos, el ego, la felicidad y el bienestar individuales en mayor medida que el ideal de abnegación» (Lipovetsky 2002: 39). Los imperativos morales de la modernidad se metamorfosean en opciones libres, en derechos individuales. Existen deberes hacia los demás, pero ya no hacia uno mismo. De esta forma, la cultura posmoralista desarrolla imperativos éticos; figuran los derechos individuales, pero ya no sus deberes. En ella, se deslegitiman las morales

38 Cfr. Lipovetsky 2002: 46-50.

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colectivas sacrificiales, como los ideales revolucionarios, entre otros. Los individuos no se subordinan a los deberes colectivos, como la familia; más bien, se ven guiados por la promoción de una autonomía individualista:

«Lo que está en boga es la ética, no el deber imperioso en todas partes y siempre; estamos deseosos de reglas justas y equilibradas, no de renuncia a nosotros mismos; queremos regulaciones, no sermones; “sabios”, no sabihondos; apelamos a la responsabilidad, no a la obligación de consagrar íntegramente la vida al prójimo, a la familia o a la nación.» (Lipovetsky 2002: 47)

Hay que aclarar que esta lógica posmoralista es la preponderante en las sociedades democráticas contemporáneas, mas no es la única.

Esta época es la «segunda revolución individualista», que Lipovetsky muy a menudo llama neoindividualismo39 o narcisismo moderado40. Tal como lo describe Lipovetsky, el neoindividualismo parece una mezcla de moda y consumismo. Sin embargo, no se reduce a esto. En el fondo, se trata de entender que la posmodernidad se presenta bajo la forma de paradoja, que favorece sí la autonomía a través de la moda (y, con ello, el consumo), pero, a la vez, una dependencia a los alimentos, los medios, los objetos, etcétera41. Por tanto, neoindividualismo es un neologismo que implica complejidad42 porque abarca más esferas de la vida individual: la familia, los hijos, lo profesional, el trabajo, la cultura en general:

«(…) el neoindividualismo es simultáneamente hedonista y ordenado43, enamorado de la autonomía y poco inclinado a los excesos, alérgico a las órdenes sublimes y hostil al caos y a las transgresiones libertinas.» (Lipovetsky 2002: 49)

Es interesante esta característica de la cultura de las sociedades contemporáneas, donde la felicidad individual se ve plenamente metamorfoseada para convertirse en una era de la felicidad de masas, que celebra la individualidad libre, privilegia la comunicación y disminuye el número de elecciones y opciones44. Es de entenderse,

39 Cfr. Lipovetsky 2002: 61.40 Cfr. Lipovetsky 2000: 50.41 Cfr. Lipovetsky y Charles 2006: 16-19.42 Cfr. Lipovetsky 2003: 8.43 El hedonismo se conecta con el culto extendido de la salud y la belleza en las sociedades contemporáneas y, de manera negativa, con las acusaciones que podemos ver en los diarios de espectáculos donde no se perdona que alguna celebridad haya engordado o que aún no haya recuperado el peso y figura ideales después de un embarazo, etcétera. Según algunos, vivimos en una «tiranía de la belleza»: más hedonismo pero, a su vez, más denuncia de lo que se sale de lo esperado o deseado.44 Cfr. Lipovetsky 2002: 55.

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entonces, el elogio al ocio, el amor al cuerpo y los valores individuales del éxito y del dinero. Lipovetsky traduce esto en una ética contemporánea de la felicidad45, en la que no solo se es consumista, sino también activista, constructivista:

«(…) no ya, como antes, gobernar idealmente sus pasiones, sino optimizar nuestros potenciales; no ya la aceptación resignada del tiempo, sino la eterna juventud del cuerpo; no ya la sabiduría, sino el trabajo de calidad de uno sobre sí mismo; no ya la unidad del yo, sino la diversidad (…) de las exigencias de protección, de mantenimiento, de valoración del capital del cuerpo.» (Lipovetsky 2002: 55)

Lo anterior reafirma la idea de que la moral de la sociedad posmoderna es una praxis combinada de placeres y de responsabilidades. Es decir, la retórica moral posmoderna aún funciona, porque no es austera, no extrema y toma en cuenta al individuo mismo. Aquí, la ética regula de manera diferente la acción de los individuos en la sociedad creando tendencias antinómicas:

«Una [tendencia] excita los placeres inmediatos, sean consumistas, sexuales o de entretenimiento: aumento de porno, droga, sexo salvaje, bulimia de los objetos y programas mediáticos, explosión del crédito y endeudamiento de las familias. (…) La otra, por el contrario, privilegia la gestión “racional” del tiempo y del cuerpo, el “profesionalismo” en todo, la obsesión de la excelencia y de la calidad de la salud y la higiene.» (Lipovetsky 2002: 55-56)

La sociedad posmoderna engendra, por tanto, deberes en lugar de omitirlos. Cuando Lipovetsky habla de «crepúsculo del deber», no se refiere a la desaparición de toda idea de deber, sino una supresión de la retórica maximalista de las obligaciones y, simultáneamente, la consagración del deber mínimo y libre46.

Esto permite entender por qué las grandes metrópolis actúan, en muchas ocasiones, ya no con elementos simples como los sermones religiosos, ni mucho menos, o con maratones benéficos televisivos como los teletones47, acompañados de un culto al deber simple y sacrificial. Ahora el deber es acompañado de placeres, como espectáculos, conciertos, desfiles navideños, comerciales, etcétera48. Este actuar permite traducirse

45 Lipovetsky la llama «felicidad light».46 Cfr. Lipovetsky 2003: 44.47 El teletón es un evento benéfico televisado, generalmente de varias horas de duración, en el que se intercalan diversas presentaciones artísticas y de entretenimiento, y que se realiza actualmente en diferentes partes del mundo.48 Esto lo aborda Lipovetsky, de manera especial, en el capítulo IV, «La metamorfosis de la virtud», de El crepúsculo del deber (cfr. Lipovetsky 2002: 128-140). Para el caso del Perú, un interesante ejemplo reciente de solidaridad con entretenimiento puede ser visto en el programa «Bailando por un sueño».

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en una moral entusiasta y emocional que, en vez de culpabilizar a los individuos, los anima a participar, concienciar a través de la asistencia a musicales, obras de teatro, de kermeses benéficas. En ella, el actuar moral no aspira a una disciplina moral, sino a mediaciones, circunstancias, muchas de ellas emocionales. No obstante, es probable que existan personas respetadas y admiradas que realizan deberes con una retórica maximalista, pero ya no forman parte del modelo por seguir en la mayoría de las personas; al menos, ya no es un sentir generalizado. Es posible que existan personas así en el mundo, pero se consideran cuestionables sus ideales o, incluso, equivocados. Esa es la condición posmoralista que hereda el siglo XXI:

«Ya no se trata de inspirar el sentido austero y exigente del deber, sino de sensibilizar, distraer, movilizar al público a través del rock y las estrellas. Nada debe estropear la felicidad consumista del ciudadano-telespectador; hasta el desamparo se ha convertido en ocasión de entertainment. (…) Hemos ganado el derecho a vivir sin sufrir el aburrimiento de los sermones (…) hasta la moral debe ser una fiesta.» (Lipovetsky 2002: 135)

De esta manera, la ética no solo se convierte en una moda, sino en una necesidad, pero que ha dejado de ser una carga o una responsabilidad entendida como obligación al otro sin razón para el propio individuo. De hecho, tras la incredulidad en las promesas políticas, el progreso desigual y el burocrático aparato del Estado, lo único que queda es la creencia en la moral49. El discurso moral, por tanto, no ha de considerarse falso e hipócrita; por el contrario, habrá de tomarse como un referente de la realidad social. Esta hace, por sí misma, creer en la necesidad de una ética responsable que solucione o regule los problemas asociados con el clima (sabemos, por diversos estudios científicos, que las empresas, los grupos humanos y los individuos influyen directa o indirectamente en lo que hoy se conoce como el calentamiento global); los problemas del desarrollo técnico (como las implicaciones de la biomedicina que conllevan, para algunos, problemas clásicos sobre la muerte, la vida y la filiación); y los problemas de tipo económico, ideológico y político (como el ya polémico desarrollo de la globalización y sus implicaciones de inequidad entre los diversos grupos sociales). Así, la necesidad de una ética responsable gira en torno a límites, a derechos limitados, permisibles ya no por una ideología, sino por una prioridad de tipo sustentable.

Por esta razón, los valores básicos de las sociedades democráticas son los derechos del hombre, el respeto a las libertades y a la individualidad, la tolerancia y el pluralismo, pues ello supone su propia sustentabilidad. La dinámica de estos valores básicos en el

49 Cfr. Lipovetsky 2003: 46.

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interior de cada individuo aparece como un caos organizador, ya que de cada individuo emanan aspiraciones de responsabilidad, al mismo tiempo que reina un culto al ego, al placer y a la valoración de sí mismo. Los valores viven, entonces, una dinámica de retroalimentación de ida y vuelta que permite que la cultura posmoralista funcione como un desorden organizador50.

Con esta nueva lógica posmoderna, la segunda fase del consumismo dominante hasta entonces (1950) inicia una nueva etapa de éxito dado que alimenta el ego, el placer y alcanza, así, a más clases sociales y ya no solamente a las privilegiadas. En esta época, se desarrolla la consolidación de los sistemas democráticos y la dominación de los avances tecnológicos sobre la vida humana. Es inevitable, entonces, la sociedad posdisciplinaria, posmoralista o, simplemente, sociedad del posdeber51:

«Sociedad posmoralista: entendemos por ella una sociedad que repudia la retórica del deber austero, integral, maniqueo y, paralelamente, corona los derechos individuales de la autonomía, al deseo, a la felicidad. (…) posdeber no es sinónimo de sociedades que comulgan con una tolerancia permisiva y que solo aspiran a la ampliación de los derechos individualistas (…).» (Lipovetsky 2002: 13)

Por eso, el posdeber se debe entender como ser fiel a nuestro deseo de ser libres y de realizar nuestro proyecto de vida sin que eso signifique tolerancia permisiva o que la felicidad personal no tenga relación con la felicidad de otros. Así, el posdeber nos exige pensar, desde nosotros, en cambios sociales o en actos que hagan felices a otros sin que eso afecte nuestra propia felicidad.

La retórica del deber ya no está en el centro de la cultura; es reemplazada por el placer, el self-interest, la moda y las formas de ser diferentes de lo riguroso y estricto, todo aquello que vaya en contra de la entrega personal, a ultranza52:

«En esto reside la excepcional novedad de nuestra cultura ética: por primera vez, esta es una sociedad que, lejos de exaltar los órdenes superiores, los eufemiza y los descredibiliza, una sociedad que desvaloriza el ideal de abnegación estimulando

50 Cfr. Lipovetsky 2003: 54.51 Como al parecer el posdeber supone haber pasado por ciertos sucesos históricos propios de la Modernidad y de los procesos de la modernización, se puede pensar que, para ciertos ámbitos como el latinoamericano, hablar de posdeber es difícil. En Latinoamérica, parece predominar una moral asociada, más bien, con la religión o con el Estado. Definitivamente, por lo que vimos con Béjar, hablar de posdeber supone un tipo de sociedad e individuos que no necesariamente calza con un tipo de sociedad como la nuestra, en contraste con las sociedades europeas o la estadounidense.52 Cfr. Lipovetsky 2002: 46-47.

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sistemáticamente los deseos inmediatos, la pasión del ego, la felicidad intimista y materialista.» (Lipovetsky 2002: 12)

En esta sociedad posmoralista, los individuos desarrollan un nuevo proceso de personalización. Lipovetsky, ya en La era del vacío, encuentra una moderación en la sociedad posmoderna, pues no existe en sí una autonomía total en los individuos, ni mucho menos se presenta un mundo ideal libre de conflictos ni dominaciones. Es aquí donde la ética se transforma en aquella que respeta al individuo mismo, sin mutilarlo y sin obligación profunda. A ella Lipovetsky llama ética mínima53:

«La representación catastrófica de la cultura individualista posmoralista es caricaturesca: la dinámica colectiva de la autonomía subjetiva es desorganizadora y autorganizadora (…). En adelante la regulación de los placeres se combina sin obligación ni sermón a través del caos aparente de los átomos sociales libres y diferentes: el neoindividualismo es un “desorden organizador”.» (Lipovetsky 2002: 49-50)

Las sociedades posmodernas representan la época en que los individuos caen en una era vacía, sin tragedia ni Apocalipsis54: un vacío de sentido, de angustia y de absurdos, de relajamiento, de nerviosismo e indiferencia (aunque no de angustia metafísica)55. También resurge la idea del narcisismo. Es aquí donde el individuo instaura una lógica narcisista, dual, casi revolucionaria en su actuar: incita al placer y a las libertades; motiva a las sociedades a la renovación y a lo retro, al consumo inmoderado y ecologista; mezcla los últimos valores modernos:

«El narcisismo no sólo se caracteriza por la autoabsorción hedonista sino también por la necesidad de reagruparse con seres “idénticos”, sin duda para ser útiles y exigir nuevos derechos, pero también para liberarse, para solucionar los problemas íntimos por el “contacto”, lo “vivido”, el discurso en primera persona: la vida asociativa (…).» (Lipovetsky 2000: 48)

Pues bien, es hora de analizar si este narcisismo difiere de los anteriores. Narciso surge, ya desde el siglo XIX56, con la Modernidad, pero se renueva en el XX en la Posmodernidad, como un individuo seducido por el consumo y los placeres de la moda,

53 Cfr. Lipovetsky 2002: 48.54 Cfr. Lipovetsky 2000: 10.55 Cfr. Lipovetsky 2000: 36-37.56 Cfr. Lipovetsky 2000: 49.

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lo que provoca un efecto dominó en las masas, en todas las sociedades, pues trasmite con contundencia esos valores: «(…) lejos de circunscribirse a las relaciones interpersonales, la seducción se ha convertido en el proceso general que tiende a regular el consumo, las organizaciones, la información, la educación, las costumbres» (Lipovetsky 2000: 17).

Con la Edad Moderna, la prohibición de hacer el mal y la obligación de la virtud se han fusionado: «Cual Jano, la modernidad inaugural se presenta con dos caras: por un lado la idolatría del imperativo moral, por el otro su deslegitimación radical; la sacralización laica del deber tiene como envés la desacralización de la conciencia virtuosa» (Lipovetsky 2002: 27)57.

De esta manera, la seducción y los procesos de individualización posmoderna son principios indisociables. El individuo posmoderno desea sentir cada vez más su cuerpo, sentir placer, como si tuviese la necesidad de permanecer fuera, de transportarse y envolverse en un ambiente sincopado. Se vuelve kinestésico: desea sentir sensaciones inmediatas; sumergirse en un movimiento integral; tener sexo, tocar y ser tocado; escuchar música. Este deseo de «sentir cada vez más» abarca la complejidad misma del individuo, porque su horizonte de sentido gira en torno a la búsqueda de más cosas, más placeres, como la micro-informática, los medios de comunicación de masas, la política, la comunicación misma58. No obstante:

«Aquí socialización y desocialización se identifican, al final del desierto social se levanta el individuo soberano, informado, libre, prudente y administrador de su vida (…) Fase posmoderna de la socialización, el proceso de personalización es un nuevo tipo de contrato social liberado de los procesos de masificación-rectificación-represión.» (Lipovetsky 2000: 24)

Una vez más, Lipovetsky es claro: las sociedades posmodernas se caracterizan más por una lógica de seducción pensada bajo la forma de hedonismo que por la disciplina:

«Nuestra sociedad no conoce prelación, codificaciones definitivas, centro, sólo estimulaciones y opciones equivalentes en cadena. De ello proviene la indiferencia posmoderna, indiferencia por exceso, no por defecto, por hipersolución, no por privación.» (Lipovetsky 2000: 39)59

57 Lipovetsky retorna a la figura de Jano con las dos caras en un trabajo posterior: «(…) el individualismo actual se presenta con un doble aspecto, sensualista y perfeccionista, narcisista y prometéico, estético y bulímico. Su modelo no es Dionisio ni Superman, es Jano, el de las dos caras, un Jano híbrido, hipermoderno que explota en todas direcciones las potencialidades abiertas por esas dos grandes finalidades de la modernidad que son la eficacia y la felicidad terrena» (Lipovetsky 2007: 276).58 Cfr. Lipovetsky 2000: 22-23.59 Contrástese esto con lo que dice Lipovetsky en El crepúsculo del deber: no es verdad que la ética está ausente

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Ambivalencias de la Modernidad: dos caras del individualismo ético contemporáneo

Ahora bien, este narcisismo posmoderno manifestado en una era vacía es donde Lipovetsky encuentra más la continuidad de la Modernidad con la llamada Posmodernidad. De hecho, no encuentra ruptura, sino una metamorfosis, una especie de proceso secular que se amplía poco a poco y que genera sociedades democráticas basadas en la soberanía del individuo y del pueblo60. Gracias a esta continuidad de la Modernidad, el ser individual es percibido y se percibe como fin último. Esto ya lo demostró la época contemporánea.

***

Como hemos podido ver en este artículo, el fenómeno del individualismo es ambivalente, paradójico y complejo, y, por ende, su análisis permite muchas lecturas. El balance final que quisiera hacer en este ensayo es el de remarcar que, aunque la palabra «individualismo» o, incluso, «individualista» pueden tener, al parecer, una carga peyorativa, el individualismo mismo, como fenómeno y hecho histórico, sigue siendo algo positivo para la humanidad. La afirmación del individuo significó un progreso para esta, pues en este hecho hay, en paralelo, un proceso de reconocimiento de libertades y derechos (que, más adelante, serán derechos humanos) que tienen como objetivo defender al individuo del poder del Estado. Por eso, el individualismo nace junto con el liberalismo y las democracias modernas, que Tocqueville describió en La democracia en América. La diferencia más radical entre esos gobiernos modernos y los actuales está en que, antes, era el gobierno exclusivamente de los iguales y, ahora, se busca gobernar en condiciones cada vez más diversas y plurales.

del individuo contemporáneo; por el contrario, está cada vez más de moda y presente en múltiples espacios de discusión (cfr. Lipovetsky 2002: 9-11). Por todas partes se habla de pérdida de valores, decadencia, etcétera; sin embargo «(…) por todas partes se esgrime la revitalización de los valores y el espíritu de responsabilidad como el imperativo número uno de la época: la esfera ética se ha convertido en el espejo privilegiado donde se descifra el nuevo espíritu de la época» (Lipovetsky 2002: 9).60 Cfr. Lipovetsky 2000: 86.

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Gisela Hurtado Regalado*

El objetivo de este trabajo es introducir al lector en la temática de los derechos humanos. Con este fin, se reflexionará en torno a su origen y evolución, avances logrados y algunos de los debates más significativos respecto de la pretensión de universalidad que tiene el discurso ético de los derechos humanos. Este discurso ético tiene un propósito claro: lograr en los individuos más que un mero reconocimiento formal de los derechos y libertades que los asisten en tanto seres humanos, puesto que reconocer no implica necesariamente respetar y sin respeto es imposible impedir que nuestros derechos y los de los demás sean vulnerados.

¿QUÉ SON LOS DERECHOS HUMANOS?

Origen históricoLa aparición del concepto «derechos humanos» data de mediados del siglo XX; sin embargo, si entendemos tales derechos en su sentido más amplio —búsqueda de todo aquello que nos permita disfrutar plenamente de nuestra condición de seres humanos y de nuestra dignidad—, es posible encontrar algunos referentes previos. Ejemplo de ello es la búsqueda, entre los siglos XVII y XVIII, de reivindicaciones civiles y políticas

Algunas reflexiones en torno al debate contemporáneo de la universalidad de los derechos humanos

* Historiadora, diplomada en Estudios de Género y egresada de la maestría en Derechos Humanos en la Escuela de Posgrado de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha cursado el Programa Regional sobre Derechos Humanos impartido por el Instituto Raoul Wallenberg de Derechos Humanos y Derecho Humanitario (Suecia). Profesora del Área de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Ha publicado «Apuntes para un análisis histórico y de género sobre testimonios presentados en audiencias públicas ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación» (2006), «Proyección y percepción de imágenes femeninas en el siglo XVI: las monjas del Convento de la Encarnación de Lima» (2005), y es coautora de Iniciarse en la investigación académica (2010) y «La enseñanza de la historia y el querer existencial nacional en Jorge Basadre» (2004).

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Algunas reflexiones en torno al debate contemporáneo de la universalidad de los derechos humanos

tales como el derecho a la vida, la libertad, la participación ciudadana y la igualdad. Fue en dicho contexto histórico que filósofos como Hobbes, Locke, Rousseau, Kant y Montesquieu contribuyeron al desarrollo de un nuevo concepto de Estado cuya legitimidad política debía fundamentarse en el consenso de los súbditos y no en un origen divino del mandato. A esta nueva manera de entender el Estado, se sumaron nuevas respuestas respecto de la naturaleza del hombre y de los vínculos que el individuo debe establecer en relación con su comunidad política, respuestas que plantearon la existencia de derechos con carácter universal, es decir, que resguardasen los derechos de todos los seres humanos1.

Un primer documento que recogerá este carácter universal de los derechos y la obligación estatal de garantizarlos fue la Declaración de Virginia o Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776). Si bien la intención fundamental de este documento era proclamar la independencia frente a la corona inglesa, se ocupó también de reconocer el derecho a la vida, la libertad, la búsqueda de la felicidad y la igualdad política. Sin embargo, fue recién con la promulgación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) en el contexto revolucionario francés que la existencia y universalidad de estos derechos logró concitar el interés público. Lo que la declaración francesa buscaba reivindicar era los derechos a la libertad, la igualdad, la seguridad y la resistencia contra la opresión, que, si bien en algunos casos ya se reconocían, no se ejercían plenamente. Estos derechos fueron considerados naturales —en tanto se derivaban de la naturaleza del hombre, de su existencia misma— y fueron reconocidos por los revolucionarios franceses por encima del derecho positivo, aquel asociado al conjunto de normas legales vigentes establecidas por un Estado2. Cabe anotar que tanto la Declaración de Independencia de Estados Unidos como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano tuvieron un gran impacto a nivel internacional; ello se hizo evidente en América Latina en el contexto de la lucha por la independencia respecto del dominio español.

Hacia fines del siglo XIX, el proceso de Revolución industrial provocó la aparición de una nueva clase social: la clase obrera o proletariado, cuyo trabajo no solo no era bien remunerado, sino que la obligaba a vivir en condiciones de vida muy precarias. Ello abrió las puertas a nuevas demandas orientadas a proteger y regular los derechos de los trabajadores, a contar con educación pública y gratuita, así como a gozar de una

1 Cfr. Quevedo 1996: 42.2 En el texto mismo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, encontramos muchas referencias a esta noción del derecho natural. Ejemplo de ello es el Artículo 4, en el que se señala que la libertad «(...) consiste en poder hacer todo aquello que no daña a otro: por tanto, el ejercicio de los derechos naturales del hombre no tiene otros límites que aquellos que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos (...)».

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atención generalizada en cuestiones de salud. Es decir, en este periodo, la búsqueda de derechos se enfocó en lograr mejores condiciones de vida para los individuos a nivel económico y social.

A inicios del siglo XX, estas demandas tuvieron como telón de fondo violentos procesos revolucionarios, tales como la Revolución mexicana (1910) y la Revolución rusa (1917). En ambos casos, el discurso revolucionario buscaba no solo mejores condiciones económicas y sociales, sino que reivindicaba la justicia social como ideal. Pese a la trascendencia que llegaron a tener estos episodios revolucionarios más allá de sus fronteras, fueron dos grandes guerras las que provocaron que la comunidad internacional se cuestionase respecto de la posibilidad de contar con derechos que protegieran tanto al individuo como a la humanidad en su conjunto. Una de ellas fue la Primera Guerra Mundial (1914-1919), cuyo enorme costo humano se calcula en más de ocho millones de muertos y un número similar de desaparecidos3. Tan dramático daño fue determinante para la constitución de un organismo internacional, la Sociedad de Naciones, cuyo objetivo fue promover la cooperación, la paz y la seguridad de todas las naciones. Sin embargo, esta institución desapareció de la escena pública tras no haber sido capaz de impedir el estallido de un nuevo conflicto internacional, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El saldo trágico de este segundo gran conflicto ha sido calculado en cincuenta millones de muertos, treinta y cinco millones de heridos y tres millones de desaparecidos4. Uno de los compromisos asumidos por las naciones que suscribieron el acuerdo de paz que acabó con esta guerra fue la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuyo documento fundacional —la Carta de la ONU (1945)— reveló un cambio significativo en la manera en que los derechos eran entendidos: el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos (sin hacer distinción por razones de idioma, sexo, raza o religión) dejaba de ser considerado un asunto interno de competencia exclusiva de los Estados para convertirse en un asunto de interés universal y que, por tanto, correspondía a la ONU.

Aunque la Carta de la ONU reafirmaba «la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres», los Estados miembros de la ONU llegaron a la conclusión de que era

3 Cfr. Castelló 2004: 88.4 Cfr. Aracil, Oliver y Segura 1998: 17. Respecto del costo humano provocado por este conflicto, estos autores han señalado lo siguiente: «Si la Primera Guerra Mundial había sido una tragedia para los combatientes (…) la Segunda dilató inmensamente este sufrimiento y pérdida de bienes. Además de los ejércitos en combate, esta guerra convulsionó ampliamente a la población civil, que sufrió privaciones de todo tipo, bombardeos aéreos, prestaciones forzosas, deportaciones y a menudo feroces represalias e incluso la exterminación por razones étnicas» (Aracil, Oliver y Segura 1998: 15).

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necesario garantizar en cada nación algunos derechos básicos como integridad, justicia y libertad. Por ello, surgió la idea de concretar esta intención a partir de una Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) que sirviese de estándar o patrón común para la inspiración de todos los pueblos y naciones, quienes se encargarían de promover (a través de la enseñanza y la educación) el respeto de los derechos humanos y las libertades. Si bien los términos utilizados en la DUDH (1948) pueden ser considerados hoy generales y poco precisos, la aspiración por dotar a los derechos de un carácter universal se fortaleció cuando el 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU aprobó este documento que reconocía como universales una serie de derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, enunciados detalladamente y conceptualizados como derechos humanos. A pesar de que los 58 Estados que integraban las Naciones Unidas tenían ideologías, sistemas políticos, ideas religiosas, patrones culturales y dinámicas de desarrollo muy diversos, la DUDH logró ser reconocida como un instrumento legal que expresaba aspiraciones y objetivos comunes, que ofrecía una imagen del mundo que la comunidad internacional quería hacer realidad. Antes de la Segunda Guerra Mundial, solo los Estados eran sujetos del derecho internacional. Fue con esta Declaración que los derechos individuales (aquellos derechos adjudicados a los individuos como particulares) alcanzaron un reconocimiento jurídico internacional y, por primera vez, se garantizaron a los individuos —sea cual sea su raza, religión, género, edad o cualquier otra característica— un conjunto de derechos que podían oponerse a leyes estatales o a costumbres opresivas e injustas.

En la actualidad, la DUDH ha sido aceptada por la mayoría de naciones en el mundo. A ella se fueron sumando, poco tiempo después, una serie de instrumentos normativos internacionales —el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales— que van más allá del reconocimiento de derechos y que generan en los Estados que los suscriben la obligación de proteger todos los derechos allí contenidos. Estos y otros documentos han sido agrupados en uno mayor, la Carta Internacional de Derechos Humanos.

Carta Internacional de Derechos Humanos

Declaración Universal de Derechos Humanos (1948)

Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966)

Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966)

Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966)

Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, destinado a abolir la pena de muerte (1989)

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Definición y evoluciónUna primera manera de definir los derechos humanos es entenderlos como condiciones que todo ser humano posee y está en posición de disfrutar sin importar su nacionalidad, edad, raza, sexo, idioma, religión, convicción política, situación social o económica. La finalidad de estos derechos es promover y garantizar que los seres humanos vivan en condiciones de dignidad, libertad e igualdad; que puedan hacer pleno uso de sus capacidades; y que vivan una vida en la que la dignidad de cada individuo se respete y proteja.

A estos derechos se les atribuyen las siguientes características:

• Universalidad: les pertenecen a todas las personas, sin distinción alguna, en todo momento y lugar donde se encuentren.

• Indivisibilidad, interdependencia y complementariedad: están relacionados entre sí; forman parte de un sistema armónico que garantiza y protege la vida digna, libre y autónoma del ser humano.

• Irrenunciabilidad e imprescriptibilidad: nadie puede renunciar a ellos, sea por la fuerza o voluntariamente. Además, estos derechos protegen al ser humano a lo largo de su vida, son permanentes y no se pierden con el paso del tiempo.

• Inalienabilidad e inviolabilidad: no pueden transferirse, cederse o comercializarse; los Estados no pueden desconocerlos o violarlos de forma alguna.

El desarrollo alcanzado por los derechos humanos en las últimas décadas no solo puede constatarse en el impulso que han ido adquiriendo las características antes mencionadas, sino también en el incremento y especialización de las instancias de protección de los derechos humanos (por ejemplo, en nuestra región, la instancia más importante en esta materia es la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya sede se encuentra en Costa Rica). A ello se suma la ampliación gradual del ámbito de protección de los derechos humanos a partir de normas concretas relativas a la mujer, la infancia, las personas con discapacidad, las minorías étnicas, los trabajadores migrantes y otros grupos vulnerables que, en la actualidad, son titulares de derechos que los protegen de prácticas discriminatorias y excluyentes. La Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (1966), la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (1979) y la Convención sobre los Derechos del Niño (1989) son algunos de los documentos que dan prueba de esta ampliación del ámbito de protección de los derechos humanos.

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La trascendencia que estos derechos han ido adquiriendo ha llevado a algunos autores, como el filósofo argentino Eduardo Rabossi, a calificarlos como un suceso histórico trascendental para la sociedad contemporánea:

«El fenómeno de los Derechos Humanos constituye un hecho histórico novedoso en la historia de la humanidad y representa un verdadero salto cualitativo en lo que hace a la existencia, positivamente reconocida de un plexo de valores fundamentales y a la instauración de un orden global que los afirme e implemente. El desarrollo del fenómeno ha producido varios cambios fundamentales respecto del pasado, por ejemplo, la limitación del principio absoluto de soberanía de los estados, el reconocimiento de los individuos como sujetos activos del derecho internacional y la puesta en marcha de una concepción global de la índole de los problemas pertinentes y de su solución.» (Rabossi 1996: 38)

Este fenómeno histórico al que hace alusión Rabossi ha transcurrido, como es de suponer, por una serie de etapas de desarrollo. Solo haremos referencia a dos de ellas, consideradas por el jurista Rafael de Asís como las más relevantes. La primera consistió en el reconocimiento jurídico —en normas y tratados— de exigencias morales como libertad, igualdad y trato acorde con la dignidad humana; en esta etapa, la igualdad que se planteaba era formal pero no real. La segunda etapa buscó generalizar los derechos, extenderlos a sujetos y colectivos que no los poseían, pues, en su origen histórico, los derechos estaban asociados a una clase social, la burguesía y, por lo tanto, el cumplimiento de los derechos no contemplaba la satisfacción de las necesidades de otros sectores sociales. En esta segunda etapa, se intenta compaginar la idea de igualdad formal con la de universalidad, de manera que pudiese extenderse la satisfacción de los derechos a todos los sujetos5.

Sin duda, son muchas las interrogantes que surgen respecto de la evolución que experimentarán los derechos humanos en los próximos años; sin embargo, es posible afirmar que estos han logrado constituirse en un referente ético clave de la sociedad contemporánea. Como señala Massini, los derechos humanos constituyen para muchos el límite más allá del cual la acción de los individuos resulta éticamente inadmisible6. Sin embargo, ello no debería hacernos perder de vista que son un referente abierto y plural, es decir, susceptible, como todo producto histórico, a la variación7.

5 El autor reconoce otras dos etapas que suceden a las mencionadas: la de internacionalización y la de especificación de los derechos. La internacionalización se refiere al proceso de expansión del ámbito de reconocimiento de los derechos humanos. La última etapa implica el reconocimiento de derechos a sujetos y colectivos específicos que se encuentran en situaciones especiales y se ha ido desarrollando respecto del género, la edad y ciertos estados de la existencia humana, por ejemplo, los derechos de los enfermos y de las personas con discapacidad. Cfr. Asís 2008: 35-37, Muguerza 2004: 8.6 Cfr. Massini 2003: 63.7 Cfr. Asís 2008: 48.

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Objetivos de los derechos humanosSi bien los derechos humanos se expresan jurídicamente, es decir, están reconocidos tanto en constituciones y leyes nacionales como en tratados, declaraciones y resoluciones internacionales a los que se ha aludido en el acápite anterior, ellos van más allá de un mero listado de derechos individuales o colectivos que los Estados se comprometen a respetar y garantizar. Los derechos humanos responden a principios inherentes al logro de una calidad y un proyecto de vida para todas las personas, lo cual tiene fundamento en los principios de solidaridad, igualdad y universalidad. Por ello, cuando se hace referencia a los derechos humanos, no solo se está aludiendo a un conjunto de instrumentos normativos, sino también a un discurso ético cuyos objetivos pueden expresarse de múltiples maneras:

«Si intentamos responder a la primera pregunta —¿cuál es el objetivo de los derechos humanos?—, comprenderemos inmediatamente lo difícil que resulta llegar a acordar una única respuesta. Quizá sea aún más difícil comprender lo innecesario de obtener una única respuesta. Los derechos humanos pueden servir a una multitud de objetivos, y estos objetivos pueden expresarse de muchas maneras, no solamente a través de diversas culturas y sociedades, sino incluso en el interior de las mismas.» (Ignatieff 2003: 10)

Los múltiples objetivos de este discurso a los que alude el historiador y destacado político canadiense Michael Ignatieff trascienden el reconocimiento de los seres humanos respecto de los derechos y libertades que los asisten, pues conocer no implica necesariamente respetar y sin respeto resulta imposible impedir que se vulneren los derechos de los demás. Por ello, una situación en la que los derechos humanos se vean vulnerados constituye no solo una amarga experiencia individual, sino que puede transformarse en una experiencia colectiva de inestabilidad social y política, de conflicto y extrema violencia. El conflicto armado interno en el que se vio envuelto nuestro país a fines del siglo pasado es un trágico ejemplo de ello.

Dos son los asuntos necesarios de considerar cuando se analizan los objetivos de los derechos humanos. El primero de ellos es tener en cuenta que estos derechos y sus objetivos se refieren a la condición de ser humano, es decir, al concepto sociohistórico construido arduamente a lo largo de los siglos y en diferentes contextos sociales y culturales8; por esta razón, estos derechos buscan ir más allá de la satisfacción de necesidades materiales. El segundo tiene que ver con la necesidad de contar con un amplio consenso moral de los miembros de la sociedad respecto de ciertos valores compartidos (por ejemplo, la libertad, la igualdad, la dignidad, la fraternidad y la

8 Cfr. Muguerza 2004: 12.

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solidaridad)9. Ambas consideraciones abren paso a una serie de cuestionamientos y dudas respecto de los objetivos que los derechos humanos esperan alcanzar y que serán materia de análisis en este trabajo. Concluyamos, por el momento, afirmando que uno de los propósitos mayores del discurso ético de los derechos humanos es lograr convertirse en un sistema de actitudes, creencias, comportamientos, normas y regulaciones comunes que se entrelacen.

ÁMBITOS DE PROTECCIÓN Y APLICACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS: MUNDO ISLÁMICO, ÁFRICA Y ASIAComo se ha señalado respecto de los orígenes de los derechos humanos, su perfil histórico fija su nacimiento en Occidente10. Sin embargo, ello no implica que haya sido este el único espacio en el que tales derechos han sido reconocidos y aplicados. La historia de los derechos humanos contempla un proceso de universalización (al que se ha hecho referencia líneas antes)11 en el que las declaraciones y documentos más importantes de derechos humanos han sido reconocidos en contextos no occidentales como modelos que establecen los fundamentos necesarios para la vida en común12, como prácticas comunes de diversos Estados nacionales que no han considerado que sus tradiciones y contextos culturales constituyan obstáculo para ello. A continuación, revisaremos algunos de estos contextos.

A partir de la expansión de la democracia y el desarrollo del derecho internacional, los derechos humanos han tenido impacto tanto en el ámbito jurídico como en la opinión pública. Para la especialista en filosofía del derecho Flor María Ávila, prueba de ello es lo que ocurrió en el mundo islámico: la aparición de una serie de cartas de derechos humanos en los espacios del islam13, la adhesión por parte de muchos Estados islámicos

9 Cfr. Muguerza 2004: 13-14.10 Aun cuando el término Occidente para hacer referencia a un espacio geográfico y cultural resulte artificioso, complejo y discutible, lo entenderemos en su sentido más amplio: el ámbito de origen e influencia del modelo democrático occidental. Las particularidades, al interior de este ámbito, pueden ser bastante marcadas. Basta tener en cuenta que, en el contexto europeo, los derechos humanos son interpretados en la actualidad como principios generales del derecho comunitario y de la integración económico-política; mientras que, en el contexto latinoamericano, los derechos humanos suelen ser asumidos por los Estados con el propósito de alcanzar mayor autonomía y legitimidad democrática. Cfr. Ávila 2005: 99.11 Véase la nota 2 de este trabajo.12 Cfr. Capozzi 1998: 417 en Ávila 2005: 78-79.13 El islam es una religión monoteísta cuyo origen data del siglo VII. Creer que no existe más dios que Alá y que Mahoma es su profeta es uno de los principios fundamentales de esta religión, cuyo dogma está recogido en el libro del Corán. A quienes profesan el islam se les denomina musulmanes. Se calcula que, en la actualidad, existen más de 1300 millones de musulmanes, lo que hace de esta religión, después del cristianismo, la segunda religión monoteísta con más fieles en el mundo.

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a muchos de los instrumentos internacionales en defensa de los derechos humanos, la inclusión de estos derechos en algunos preámbulos y constituciones de los Estados islámicos, el surgimiento de organizaciones en defensa de los derechos humanos, así como los debates en torno a este tema entre diversos actores (élites intelectuales y espirituales, las organizaciones intergubernamentales, la sociedad civil, representantes de los Estados y la política, entre otros)14.

Una de las razones que explican este proceso de asimilación radica en que valores como la libertad, la igualdad, la tolerancia, el pluralismo religioso y la solidaridad no resultan extraños para la civilización islámica. Ello se constata cuando se revisan documentos como la Declaración Universal Islámica sobre los Derechos Humanos (1981), en cuyo preámbulo se afirma que tiene sus raíces en el Corán y en la Sunna (libro sagrado que recoge las enseñanzas de Mahoma), es decir, en las dos fuentes principales del derecho islámico. Como hace notar Ávila, esta declaración establece también que «el fundamento teológico de los derechos [humanos] (…) surge por una fuente divina, es decir, por “Dios” en su rol de supremo legislador» (Ávila 2005: 89). Algo similar ocurre con la Declaración de El Cairo de los Derechos del Hombre en el Islam (1990), en la que se reconoce también que «Dios es el legislador y la suprema fuente de los derechos, las personas son criaturas de la Divinidad, la vida es un don divino y todos los derechos humanos deben ser interpretados y aplicados según la Sharia15» (Ávila 2005: 90).

Sin embargo, el ingreso de los derechos humanos en el mundo islámico ha sido, sin duda, un proceso complejo, lento y difícil debido tanto al surgimiento de movimientos fundamentalistas —que, desde las últimas décadas del siglo XX hasta la actualidad, han hecho de la religión y los valores tradicionales islámicos instrumentos de control y poder— como al enorme desconocimiento que existe en el resto del mundo de la genuina tradición islámica.

En la actualidad, pueden reconocerse tres posiciones en el debate que existe en torno a los derechos humanos en el contexto islámico16. La primera de ellas es la corriente islamista, que pretende liberarse de las normas occidentales y aplicar únicamente las normas islámicas. La segunda es denominada «corriente secular» y se muestra a favor de la eliminación de las normas islámicas vigentes, en especial, aquellas que se refieren al derecho de la familia por su carácter discriminatorio respecto de la mujer y de los no musulmanes. La tercera es la corriente positivista, la cual reúne a movimientos islámicos moderados que reconocen y quieren aplicar la ley islámica en conformidad con los derechos

14 Cfr. Ávila 2005: 87.15 Cuerpo de derecho y código de conducta islámico.16 Cfr. Aldeeb Abu-Sahlieh 1997: 468 en Ávila 2005: 91.

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humanos, no niegan su tradición ni rechazan su enlace con la tradición occidental de los derechos. Aun cuando este debate está lejos de haber sido superado, puede señalarse que las declaraciones y referencias constitucionales a los derechos humanos que existen en el área islámica constituyen, en la actualidad, una suerte de pasaporte ético y político —como diría Ávila— que las sociedades islámicas están utilizando para lograr dialogar y obtener legitimidad política frente a la comunidad internacional. Aunque esto pueda resultar insuficiente en lo que respecta a la garantía y protección de los derechos humanos en esta área, es un avance significativo que suele ser pasado por alto.

Por otra parte, en el ámbito africano, el reconocimiento de los derechos humanos se ha visto influenciado por algunos asuntos de especial interés en esta región y muy vinculados con el complejo proceso de descolonización y de consecución de mayor autonomía e identidad de los Estados africanos. A continuación, desarrollaremos solo dos de ellos —la organización familiar y la identidad cultural— reconocidos en la Carta Africana sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos (conocida también como Carta de Banjul) aprobada el 27 de julio de 1981 y que entró en vigor en 198617.

En el sistema africano, la asistencia estatal a la familia resulta clave ya que es esta la que custodia la moral y los valores tradicionales reconocidos por la comunidad. La protección que la Carta Africana ofrece a la familia supone también atención especial a las mujeres, niños, ancianos y personas con discapacidad según se estipula en las declaraciones y convenios internacionales y de acuerdo con sus necesidades físicas o morales. Además, se atribuye a los individuos deberes con su familia y sociedad (art. 27)18, de manera tal que preserven el desarrollo armonioso de la familia, y fomenten el respeto y la cohesión de esta; y respeten a sus padres en todo momento y los mantengan en caso de necesidad (art. 29)19. Sin embargo, resulta peculiar que sobre el derecho al matrimonio no haya referencia alguna en la Carta. Cabe preguntarse si ello tiene que ver

17 Otro de los temas a los que la Carta brinda singular y extensa atención, en comparación con las de otros ámbitos, es el de los derechos de los pueblos, entre ellos, el derecho a la existencia y a la autodeterminación (art. 20); a la asistencia por parte de los Estados africanos a la lucha por la independencia (art. 20); a la libre disponibilidad de los recursos económicos y culturales (art. 21); al desarrollo cultural, económico y social (art. 22); a la paz, seguridad nacional e internacional (art. 23); y a un ambiente favorable para el desarrollo (art. 24). Cfr. Ávila 2005: 91.18 Artículo 27: «1. Todo individuo tendrá deberes para con su familia y sociedad, para con el Estado y otras comunidades legalmente reconocidas, así como para con la comunidad internacional. 2. Los derechos y libertades de cada individuo se ejercerán con la debida consideración a los derechos de los demás, a la seguridad colectiva, a la moralidad y al interés común».19 Artículo 29: «El individuo también tendrá el deber de: 1. Preservar el desarrollo armonioso de la familia y de fomentar el respeto y la cohesión de ésta; de respetar a sus padres en todo momento y de mantenerlos en caso de necesidad; (…) 7. Preservar y reforzar los valores culturales africanos positivos en sus relaciones con los demás miembros de la sociedad en un espíritu de tolerancia, diálogo y consulta y, en general, contribuir a la promoción del bienestar moral de la sociedad».

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con dos rasgos propios de este derecho reconocido en los documentos internacionales de derechos humanos: el matrimonio como acto libre y la existencia de una edad mínima en la que este puede efectuarse.

En lo que respecta a la protección de la identidad cultural, este derecho considera la cultura de manera integral, entendiéndola más allá de la producción artística y científica. La Carta Africana se refiere a la identidad cultural de dos maneras: en tanto derecho («todo individuo podrá participar libremente en la vida cultural de su comunidad, así como contar con la promoción y protección estatal de la moral y de los valores tradicionales reconocidos por la comunidad»20, «todos los pueblos tendrán derecho a su desarrollo económico, social y cultural, considerando además la libertad, identidad y disfrute por igual de la herencia común de la humanidad»21) y en tanto deber («todos tienen el deber de preservar y reforzar los valores culturales africanos positivos en sus relaciones con los demás miembros de la sociedad en un espíritu de tolerancia, diálogo y consulta y, en general, contribuir a la promoción del bienestar moral de la sociedad»22).

A diferencia de los dos primeros ámbitos analizados, en el espacio asiático no se han instaurado todavía mecanismos regionales de protección de los derechos humanos pese a que los Estados asiáticos se han adherido a los principios de la Carta de las Naciones Unidas y de la DUDH de 1948, tal como se señala en la Declaración de Bangkok de 199323. Las diferentes iniciativas que buscan promover la creación de estos mecanismos regionales se han visto acompañadas de un intenso debate respecto de los derechos humanos entre dos posiciones. La primera de ellas, denominada por Ávila como la corriente de los valores asiáticos y defendida por ciertos grupos de la élite política de Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán, propone una actitud de confrontación respecto de los derechos humanos, la globalización y la hegemonía occidental. A esta corriente se opone otra inspirada en el pensamiento del economista indio Amartya Sen, quien considera un error contraponer la tradición liberal-occidental de los derechos humanos a la tradición asiática y afirma la existencia de una tradición de libertad en el espacio asiático equivalente a la tradición occidental24.

Si algo puede concluirse sobre el espacio asiático en relación con los derechos humanos es que, en este contexto, se considera vital el fortalecimiento de la identidad

20 Cfr. Artículo 17 de la mencionada Carta.21 Cfr. Artículo 22 de la mencionada Carta.22 Cfr. Artículo 29 de la mencionada Carta.23 Cfr. Ávila 2005: 94.24 Cfr. Ávila 2005: 96.

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nacional haciendo uso de ciertos instrumentos jurídicos occidentales, especialmente aquellos vinculados con la protección de los derechos económicos.

LOS DERECHOS HUMANOS EN DEBATEEn las últimas décadas, se ha desarrollado un intenso debate entre dos posiciones aparentemente contradictorias: la universalidad de los derechos humanos y el derecho a la especificidad cultural. A la primera se la acusa de propiciar un imperialismo moral cultural, es decir, de imponer valores o normas propios de la cultura occidental a contextos éticos y culturales distintos. A la segunda se la acusa de ser capaz de justificar prácticas que atenten contra la dignidad humana con el fin de respetar la diversidad de sistemas de creencias y prácticas culturales que existen en el mundo. Un caso citado por Ignatieff permite entender mejor esta tensión. En 1947, durante el proceso de redacción de la DUDH, la representación de Arabia Saudita planteó una serie de objeciones contra dos artículos del documento: el Artículo 16 (que se refiere al libre consentimiento del matrimonio) y el Artículo 18 (que protege la libertad religiosa). El argumento principal que se planteaba era el siguiente: en la redacción de estos artículos, se tomaban en cuenta únicamente estándares reconocidos por la civilización occidental y se ignoraban los principios de civilizaciones más antiguas en las que la institución matrimonial estaba sujeta a factores que iban más allá de la libre voluntad de los contrayentes o en las que la tolerancia religiosa era inadmisible. Como estas objeciones no llegaron a ser recogidas por la mayoría de las delegaciones involucradas en la redacción del documento y el contenido de los artículos mencionados no sufrió modificación alguna, Arabia Saudita decidió no ratificar su firma en la Declaración25.

El caso mencionado nos permite constatar que el debate sobre la universalidad de los derechos humanos es de larga data; sin embargo, es recién a partir de la última década del siglo XX que esta discusión ha concitado especial interés. Prueba de ello son los numerosos trabajos académicos publicados desde entonces que han ido enriqueciendo el debate y la aparición de documentos como el pronunciamiento final de la Conferencia de Viena sobre los Derechos Humanos (1993). En este documento en particular, si bien se reitera que todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes, se reconoce también la necesidad de conceder mayor atención a las particularidades nacionales y regionales, así como a los diversos patrimonios históricos, culturales y religiosos de la comunidad internacional.

25 Cfr. Johnson y Symonides 1998: 52-53 en Ignatieff 2003: 80.

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Si bien son muchas las interrogantes que forman parte de este debate, vamos a sintetizarlas en dos preguntas centrales26: ¿cómo postular la universalidad de los derechos humanos sin caer en un imperialismo cultural? y ¿cómo sostener el cuestionamiento a la universalidad de los derechos humanos sin caer en el relativismo cultural? A continuación, revisaremos algunos de los temas más significativos del debate sobre los derechos humanos. En primer lugar, se dará cuenta de los cuestionamientos respecto de la formulación y fundamentación de su universalidad a partir de la Declaración Universal de 1948; en segundo término, se abordarán las críticas planteadas desde el multiculturalismo; en tercer lugar, se analizarán nuevas maneras de plantear los derechos humanos como universalizables; y, finalmente, se hará un breve repaso a nuevos temas y retos que acompañan la discusión.

La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948: definiciones y problemas en torno a la formulación de la universalidad y su fundamentaciónComo se ha señalado en la primera parte de este trabajo, si bien la idea de universalidad ha estado siempre de algún modo presente en el discurso de derechos, recién con la redacción de la DUDH esa dimensión de universalidad fue recogida en su propia formulación27. La claridad y entusiasmo con que se proclama la universalidad de los derechos humanos se percibe ya en el preámbulo del documento:

«(…) Considerando que los Estados Miembros se han comprometido a asegurar, en cooperación con la Organización de las Naciones Unidas, el respeto universal y efectivo de los derechos y libertades fundamentales del hombre, y

Considerando que una concepción común de estos derechos y libertades es de la mayor importancia para el pleno cumplimiento de dicho compromiso,

La Asamblea General

Proclama la presente Declaración Universal de Derechos Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que

26 Otra discusión no menos compleja es aquella que se pregunta sobre los fundamentos que justifican la pretensión de universalidad de los derechos humanos, que permiten postular la existencia de principios, valores o normas universalizables, cuya legitimidad pueda ser reconocida por todos. Para autores como Ignatieff, plantear el debate en estos términos no resulta útil para enfrentar aquello que parece ser el problema de fondo: que durante el proceso de búsqueda de elementos mínimos que garanticen la dignidad del ser humano parece haberse olvidado que dicha dignidad puede ser entendida de muy distintas maneras. Cfr. Ignatieff 2003: 24-25.27 Cfr. Asís 2008: 38.

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tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los territorios colocados bajo su jurisdicción.» (DUDH 1948: Preámbulo)

A partir de estas primeras afirmaciones, se derivan derechos universales como los planteados tanto en el art. 1, referido a la libertad e igualdad en dignidad y derechos de los seres humanos («Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros»), como en el art. 2, que reconoce la garantía de toda persona a disfrutar de los derechos recogidos en esta declaración sin que pueda aplicarse distinción alguna («Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición»).

Un asunto destacable respecto de la DUDH es que las ideas de universalidad e igualdad aparecen allí estrechamente relacionadas y se proyectan en una dimensión tanto ética como jurídica. En el plano de la dimensión ética, la universalidad plantea no solo la existencia de una serie de rasgos que se formulan para todo ser humano, sino que reclama, a su vez, la consideración igualitaria de los seres humanos. En cuanto al plano jurídico, la conquista de esta idea exige un trato igualitario que resulta incompatible con la inequidad o la exclusión. Otro tema relevante, a partir de esta formulación universalista de derechos recogida en esta declaración, es cómo esta hipótesis de la universalidad surgió a partir de una coincidencia general acerca de los derechos que debían ser reconocidos, sin que ello significase la resolución de una fuerte y expresa discrepancia —entre quienes participaron en la redacción de este documento— sobre los fundamentos teóricos o prácticos de ese reconocimiento. Dicho de otro modo: la afirmación de una universalidad de los derechos humanos a partir de la igualdad de los sujetos no resuelve los problemas y cuestionamientos que una idea como esta puede generar. Por ello, será necesario delimitar el sentido y el alcance de la afirmación de la universalidad de los derechos humanos en relación con algún particular contexto de significación, pues no resulta lo mismo hablar de la universalidad de los derechos tal como fue entendida en el contexto de la Declaración de 1948 que referirnos a la idea de universalidad en la actualidad28.

28 Cfr. Castro 1995: 398, 402. En ocasión del 60o aniversario de la Declaración, celebrado el 10 de diciembre de 2008, se publicó un interesante estudio respecto del origen y el complejo proceso de elaboración de este documento. Véase Soutou 2008.

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Es posible, entonces, empezar a identificar algunos problemas generados a raíz de la afirmación del carácter universal de los derechos humanos. En primer término, la universalidad supone el reconocimiento de valores comunes. ¿Hasta qué punto es posible reconocer la existencia de valores comunes? Para Sami Naïr —politólogo y filósofo francés—, si bien es posible reconocer valores comunes entendidos como las ideas interiorizadas de manera personal y particular que, a su vez, pueden ser compartidas por todos en la práctica, es necesario considerar también que «(…) el problema es que existen grupos particulares, cuyos valores, procedencia y rasgos culturales constituyen elementos diferenciados dentro de la universalidad» (Naïr 2008: 147). Para autores como el jurista español Gregorio Peces-Barba, es posible reconocer la existencia de valores compartidos apelando a la idea de dignidad humana, no solo por ser esta un referente común del pensamiento moral, político y jurídico, sino por ser también un criterio de fundamentación de valores, principios y derechos:

«El Derecho internacional impulsó la reflexión sobre la dignidad humana a partir de los horrores totalitarios que desembocaron en la segunda guerra mundial, con el holocausto provocado por los nazis y los fascistas, y en las matanzas colectivas propiciadas por el stalinismo. El debate sobre el terrorismo y otras violaciones de los derechos en delitos contra la humanidad, contra el derecho de gentes o en genocidios, con la necesidad de impulsar la puesta en marcha del Tribunal Penal internacional y con realidad ya de tribunales ad hoc, como el de la ex Yugoslavia, o la persecución internacional de los delincuentes, evocan constantemente el tema de la dignidad. En ese contexto la referencia a la dignidad humana aparece como una garantía de objetividad.» (Peces-Barba 2008: 159-160)

Aun cuando la idea de atribuirle a la dignidad humana la capacidad de fundamentar la universalidad de los derechos puede dar lugar a cuestionamientos similares a los aludidos29, para muchos de los que defienden de manera vehemente la universalidad de los derechos humanos, es precisamente la existencia de valores comunes la que hace posible pensar en una coexistencia democrática y pacífica. Resulta, por tanto, inadmisible que, en nombre del reconocimiento del derecho a la diferencia de algunos grupos, se pretenda justificar la violación del interés común invocando valores religiosos sobre los cuales no existe un consenso colectivo, o aceptar la inequidad en el trato dado a hombres y mujeres en función de ciertas creencias o tradiciones. Ejemplo de esto último es la mutilación genital o circuncisión femenina, que incluye todas aquellas prácticas que implican la extirpación total o parcial de los genitales externos femeninos

29 A este respecto Sousa Santos afirma que «(…) todas las culturas poseen concepciones de la dignidad humana, pero no todas la conciben en términos de derechos humanos» (Sousa Santos 2003: 442).

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y que es llevada a cabo por motivos culturales o religiosos. La Organización Mundial de la Salud (OMS) se opone a esta práctica debido al severo daño físico y emocional que genera en las mujeres y que, en muchos casos, puede llegar a provocarles la muerte. Las razones que se invocan para llevarla a cabo (atenuar el deseo sexual femenino, mantener la castidad y virginidad de las mujeres antes del matrimonio, asegurar su fidelidad durante el matrimonio, incrementar el placer sexual masculino, permitir la identificación con la herencia cultural, iniciar a las niñas en su condición de mujeres, lograr la integración social y su mantenimiento, etcétera) expresan, en realidad, el deseo de controlar la sexualidad femenina y utilizarla como mecanismo de poder30.

Si bien debe admitirse que los fundamentos respecto de la universalidad de los derechos humanos son aún imperfectos, quienes defienden esta universalidad consideran que ella siempre será mejor que la distinción permanente entre individuos y grupos humanos, pues dicha distinción deja siempre abierta la posibilidad de que se admitan situaciones que atenten contra la integridad del ser humano, ya sea como individuo o como parte de un colectivo31.

Críticas a la universalidad de los derechos humanos desde una perspectiva multiculturalEs evidente que cada vez existe menos confianza en las ideas morales universalistas que se perciben como «las únicas que dan sentido a los esfuerzos por poner en práctica los derechos humanos y castigar a sus violadores» (Barry 2001: 41). También son menos frecuentes defensas cerradas sobre la universalidad de los derechos humanos incapaces de considerar lo complejo que resulta alcanzar el reconocimiento de la universalidad de tales derechos. Sin embargo, autores como el filósofo mexicano Maurice Beuchot32 lamentan que sí se mantengan defensas cerradas de la posición contraria, defensas que parecen abominar la idea de la universalización por considerarla un imposible, una ilusión injustificada e injustificable.

En todo caso, lo que sí resulta un hecho es la necesidad de prestar seria atención a algunas interrogantes que han salido al frente de la pretensión de universalidad de los derechos humanos, como las planteadas por el jurista español Joaquín Herrera:

«(…) ¿no estaremos universalizando un solo punto de vista: el judeo-cristiano-occidental, y lo presentamos como la esencia inmutable de algo que tiene necesariamente que contar con otras formas de plantear y resolver los problemas que subyacen a nuestros particulares conceptos de dignidad? ¿cómo garantizar el

30 Cfr. OMS 2005.31Cfr. Naïr 2008: 150-151.32 Cfr. Beuchot 2000: 51-52.

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acceso a la justicia a aquellas y aquellos que defienden y practican un concepto diferente de dignidad humana, o que jerarquizan los valores de un modo distinto?» (Herrera 2004: 279-280)

Estas son las dudas que la propuesta a favor de la universalidad de los derechos humanos ha tenido (y tiene) que enfrentar en los últimos años. Para Ignatieff, cuestionamientos de esta naturaleza han colocado a los derechos humanos en una situación de crisis porque aquellos que, como él, han tratado de asumir su defensa no han sido todavía capaces de desarrollar un discurso coherente que les permita aplicar los criterios de los derechos humanos a todos por igual, conciliar los derechos humanos individuales con el compromiso de la autodeterminación y la soberanía estatal, y crear instituciones legítimas que garanticen por sí solas la protección de los derechos humanos. Para ese autor, resulta fundamental tener presente que la legitimidad de los derechos humanos ha sido puesta en entredicho por las llamadas culturas no occidentales, pues consideran que la forma en que ha sido asumida la defensa de los derechos humanos resulta parcial e incoherente33.

La postura que, de alguna manera, ha asumido el liderazgo de las críticas respecto de la universalidad de los derechos humanos es conocida como multiculturalismo. Esta corriente parte de la necesidad de reconocer que, en una comunidad política, existe una realidad multicultural; es decir, coexisten múltiples grupos culturalmente diversos. Esta realidad multicultural genera retos significativos para las exigencias éticas planteadas por los derechos humanos, ya que no solo propone que las contradicciones y diferencias entre los grupos se solucionen por la vía de la tolerancia, el respeto y el trato en equidad, sino que implica reconocer lo siguiente: (i) algunas violaciones a las exigencias de los derechos humanos pueden tener su origen en las tradiciones y costumbres de una cultura (recuérdese la práctica de la mutilación genital femenina a la que nos hemos referido líneas antes), y (ii) es posible que surja la demanda de nuevos derechos y libertades no contemplados de manera específica o culturalmente pertinente por el discurso de los derechos humanos (por ejemplo, los derechos laborales están planteados en los documentos internacionales de derechos humanos de manera que resultan válidos para una sociedad con economía capitalista y mercantil; sin embargo, si esos derechos tratan de ser aplicados a una comunidad indígena amazónica tradicional, podremos constatar que pierden sentido en un contexto en el que el trabajo, la producción y la propiedad no pueden ser desligados de la vida comunal, de la experiencia colectiva)34.

33 Cfr. Ignatieff 2003: 72-73.34 Véase Massini 2003: 66-67 y Etxeberria 2006: 138-139. Otro trabajo que puede consultarse y al que se suele hacer referencia cuando se aborda esta materia es el publicado por Giovanni Sartori en 2003 sobre la sociedad multiétnica.

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Tal vez, una de las críticas más relevantes a la universalidad de los derechos humanos sea aquella que, tomando en cuenta la realidad multicultural, plantea no solo la existencia de diferentes criterios de moralidad, sino que defiende también la «bondad» de tales criterios. Esta crítica se ocupa, principalmente, de lo abstracta que resulta la idea de universalidad y reclama mayor atención al contexto social e histórico en el que los derechos humanos deben aplicarse. Sin embargo, como hace notar Asís, estas críticas suponen también la defensa de una determinada idea de igualdad35 —respecto de la pertinencia y validez de nociones culturalmente distintas sobre la dignidad, la justicia, la libertad, entre otros— que está también presente en la propia configuración de la universalidad de los derechos humanos.

Por tanto, el desafío que el multiculturalismo ha planteado a la universalidad es la necesidad de atender de forma más eficaz las diferencias étnicas, religiosas, nacionales, etcétera, propias de la diversidad cultural, y de atender las demandas de minorías nacionales o grupos étnicos. Ello ha dado lugar a un proceso de especificación de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales protegidos por los derechos humanos, proceso que debería ofrecer mejores garantías a grupos e individuos para la protección de sus derechos36. Para Asís, este proceso se ha podido llevar a cabo debido a que la atención a la cuestión cultural es una exigencia de toda teoría de derechos que defienda la idea de un sujeto moral y quiera ser coherente con ella:

«Así, la teoría de los derechos debe optar frente a la cuestión cultural por mantener una posición normativa, esto es, una postura que implique el respeto a las diferentes culturas, a las diferentes teorías de la justicia y, en definitiva, a la igual autonomía de todo ser humano (el respeto al “otro”).» (Asís 2008: 47)

Por ello, para Asís, no hay por qué descartar la posibilidad de admitir otras prácticas culturales —siempre que no se enfrenten a los principios básicos de los derechos humanos—, ni dejar de admitir acciones que reconozcan las diferencias sociales, ideológicas, intelectuales y culturales (por citar solo algunas) entre individuos y grupos, sin que ello se traduzca en un trato discriminatorio e injusto.

35 Cfr. Asís 2008: 40.36 Sin embargo, para algunos, la especificación de estos derechos no resulta suficiente. Javier Dorado, abogado y catedrático español especialista en la materia, da cuenta de esta corriente de opinión para la que «algunas formas de diferencia cultural sólo pueden acomodarse a través de medidas legales o constitucionales que vayan más allá de esos derechos [civiles, políticos, económicos, sociales y culturales]; es decir, se argumenta a favor de ciertos derechos específicos para los grupos minoritarios. El reconocimiento de la identidad individual requeriría no solamente la protección de los derechos individuales, civiles y políticos, sino también el reconocimiento de ciertos “derechos culturales” o “derechos colectivos” que suponen el respeto de las actividades, prácticas y concepciones del mundo que son características de los distintos grupos, en particular de los que conforman minorías culturales en desventaja» (Dorado 2006: 77).

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Con respecto a la admisión de prácticas culturales bajo la condición de que se ajusten a ciertos principios, Ignatieff ofrece un ejemplo que nos permitirá aclarar este argumento:

«Las mujeres de Kabul que llegan a las delegaciones de las organizaciones de derechos humanos occidentales en busca de protección frente a las milicias talibanes no quieren dejar de ser esposas y madres musulmanas; quieren combinar el respeto por sus tradiciones con la educación y con cuidados médicos profesionales proporcionados por una mujer. Esperan que estas organizaciones les ayuden a evitar que las golpeen y que las persigan por reclamar estos derechos.» (Ignatieff 2003: 90)

El autor alude al contexto vivido en Afganistán entre 1996 y 2001 bajo el régimen talibán. En dicho periodo, y a partir de una interpretación estricta de la Sharia promovida desde el Gobierno, se establecieron normas de conducta que restringieron dramáticamente los derechos de las mujeres. La prohibición de aparecer en espacios públicos sin la supervisión de un hombre, la negación de su acceso a la educación y al empleo, así como la obligación de vestir burka (velo que cubre por completo el cuerpo de la mujer, a la que solo es posible verle los ojos a través de una suerte de rejilla bordada a la vestimenta), son solo algunos ejemplos de las duras condiciones que vivieron (y sufrieron) las mujeres afganas37. Las mujeres que se mostraban en desacuerdo con la situación en que el régimen talibán les exigía vivir lo hacían por considerar que eran víctimas de prácticas vejatorias a su dignidad y sin querer por ello renunciar a sus propias tradiciones o a su fe.

Llevar a la práctica acciones que no solo reconozcan las diferencias sino que impidan que dichas diferencias den lugar a un trato discriminatorio e injusto no es asunto sencillo. Por ejemplo, en Europa, el uso del velo o foulard (considerado por muchos como un símbolo de la opresión de la mujer) ha generado un intenso debate sobre si, con el fin de proteger la dignidad de las mujeres y de mantener el orden público, es posible establecer restricciones a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia de los musulmanes. Este cada vez más intenso debate ha dado lugar a medidas concretas como la prohibición, vigente en Francia desde 2004, del uso de velos musulmanes y cualquier otro símbolo religioso exterior en el ámbito educativo estatal. Uno de los argumentos a los que más se ha recurrido para justificar esta medida es que el derecho al

37 En un informe presentado por el Secretario General de la ONU ante la Comisión sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer en marzo de 2001, se divulgaron algunas cifras reveladoras sobre la situación de las mujeres en Afganistán: en materia de educación, la tasa de analfabetismo femenino en zonas urbanas era del 87% y llegaba a alcanzar el 97% en el área rural; en materia de salud, la esperanza de vida de las mujeres era de 46 años y la tasa de mortalidad materna era la segunda más alta del mundo: 15 000 mujeres morían anualmente por alguna causa relacionada con el embarazo. Cfr. Villellas 2007.

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reconocimiento de la diferencia debe pasar a un segundo plano cuando dicha diferencia pone en riesgo la dignidad de las personas38.

Otro autor al que no puede dejar de mencionarse cuando se aborda la problemática multicultural es Will Kymlicka, filósofo y politólogo canadiense cuyo aporte al debate de los derechos humanos es sin duda significativo. Kymlicka parte de un concepto clave: Estados multinacionales. Para el autor, la mayoría de países son multinacionales y poliétnicos39, lo cual revela la superación (o por lo menos la crisis) del modelo Estado-nación, que aglutinaba a la población en torno a un poder centralista, a una historia común y a discursos monoculturales y monolingüistas, es decir, construidos en torno a una cultura y una lengua común. Para Kymlicka, estos Estados multinacionales deberían promover el reconocimiento del carácter multicultural de su sociedad, lo cual permitiría, a su vez, revisar y renovar los términos de la integración de los grupos minoritarios a la sociedad dominante, de manera que dicha integración no suponga, para los grupos dominados o minoritarios, su asimilación a la cultura dominante y la renuncia a la propia identidad. A este respecto el autor plantea lo siguiente:

«El compromiso fundacional liberal con la libertad individual puede extenderse para dar lugar a un profundo compromiso liberal con la viabilidad duradera y el florecimiento de las culturas societarias40. En los Estados multinacionales esto implicará inevitablemente ciertos derechos de grupo para las minorías nacionales (por ejemplo, derechos lingüísticos y de autogobierno). Estos derechos y poderes aseguran que las minorías nacionales serán capaces de mantener y desarrollar sus culturas societarias en un futuro indefinido.» (Kymlicka 1996: 24)

38 Un artículo muy interesante que puede consultarse para abordar este tema es el publicado por la abogada Irene Briones Martínez bajo el título «El uso del velo islámico en Europa. Un conflicto de libertad religiosa y de conciencia». En este artículo, la autora analiza no solo las normas y sentencias más destacadas respecto del uso del velo en las escuelas públicas europeas, sino que también se refiere al debate político y social que este tema ha provocado. Cfr. Briones 2009.39 Para Kymlicka: «Una fuente de diversidad cultural es la coexistencia de más de una nación en un mismo estado, en donde el término “nación” alude a una comunidad histórica, más o menos completa institucionalmente, que ocupa un determinado territorio o patria y comparte una lengua y una cultura distintas. Una “nación”, en este sentido sociológico, está íntimamente vinculada a la idea de un “pueblo” o una “cultura”. En realidad, estos conceptos se definen a menudo recíprocamente. Consiguientemente, un país que contiene más de una nación no es un estado-nación, sino un estado multinacional en el que las culturas más pequeñas constituyen “minorías nacionales”» (Kymlicka 1996c: 20). Si bien Kymlicka suele plantear a Canadá como ejemplo de Estado multinacional debido a que su desarrollo histórico ha implicado la convivencia de tres grupos nacionales distintos (ingleses, franceses e indígenas), resulta válida la aplicación de este concepto para otros casos como el peruano.40 Culturas territorialmente concentradas en torno a una lengua común usada en una amplia gama de instituciones sociales, tanto en la vida pública como en la privada.

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De esta manera, Kymlicka legitima la exigencia de las minorías nacionales y los grupos étnicos de atención estatal para ciertas necesidades suyas, peculiares y propias de su condición de grupo, así como también los derechos de grupo mencionados en la cita. Esta dimensión social del ser humano otorga cabida a los derechos diferenciados en función del grupo como complemento de los derechos individuales, civiles y políticos, cuya finalidad no es tanto la satisfacción de los intereses colectivos sino la de los intereses de los individuos que conforman dichos colectivos41. Podríamos decir, entonces, que la riqueza de la propuesta de Kymlicka radica en su capacidad de adaptar la defensa del derecho individual consagrado en los derechos humanos a las necesidades que se desprenden de la realidad multicultural, haciendo posible que el individuo sea capaz de disentir de las prácticas, creencias y pensamientos del colectivo al que pertenece. Como señala Dorado, los derechos diferenciados en función del grupo propuestos por Kymlicka garantizan la libertad de elección del individuo, a través de la cual podrán alcanzar una libertad y una autonomía que deberán prevalecer sobre cualquier elemento comunitario heredado42.

A partir de estas ideas, podría concluirse este breve análisis respecto de las críticas planteadas desde la multiculturalidad a la pretensión de universalidad de los derechos humanos señalando lo siguiente: el discurso de derechos humanos se ha visto impactado por esta crítica y ha tenido que reconocerse como una producción cultural concreta que, sin embargo, aspira a la universalidad. La universalidad de los derechos humanos no tiene por qué implicar la anulación de lo singular o lo particular, ni tiene por qué llevar a una unificación artificial ni a la asimilación de las diferencias individuales. Por el contrario, lo universal y lo diferente deberían reencontrarse en la condición del ser humano y en el sentido de responsabilidad y solidaridad respecto del otro43.

Antes de abordar el siguiente punto, quisiéramos comentar que, para realidades culturales tan complejas como la peruana, la propuesta multicultural puede ser insuficiente. El antropólogo peruano Carlos Iván Degregori considera más apropiado en estos casos el reconocimiento de la interculturalidad, que supone una realidad cultural mucho más rica porque los diferentes grupos culturales no constituyen bloques diferenciados con fronteras nítidas, sino que conviven a partir de relaciones de poder de larga data que confieren a algunos un rol subordinado y a otros un rol dominante. En este caso, lo que se busca es cambiar la dinámica de estas relaciones de poder

41 Cfr. Kymlicka 1996b: 47-57.42 Cfr. Dorado 2006: 84.43 Respecto de este tema, se sugiere revisar el análisis que hace Javier Barraca (2007) sobre la alternativa de Emmanuel Levinas a la universalidad de los derechos humanos propuesta por la Modernidad.

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(hacerla más democrática, justa e igualitaria), pues la interacción entre los grupos resulta vital para poder entender a unos y a otros. Como afirma el autor, en realidades pluriculturales como la peruana, «no existimos si no es a través y por la existencia de los otros y mediante las miradas mutuas» (Degregori 1999: 2).

Tras la multiculturalidad: nuevas formas de plantear la universalidad de los derechos humanosUna primera señal de cambio ocurrido en el discurso que defiende el carácter universal de los derechos humanos es la manera en que sus fundamentos han sido replanteados. Tomemos como ejemplo el análisis que hace Peces-Barba respecto de la posibilidad que tiene el concepto de dignidad humana de constituirse en el principal referente de los derechos humanos. Para este autor, la dignidad humana (entendida como referencia ética) no alude a una realidad sino a un deber ser, un referente inicial, un punto de partida y, a la vez, a un horizonte final, un punto de llegada. Por ello, la dignidad no es un rasgo o una cualidad de la persona a la que pueda atribuírsele un significado unívoco y que genere automáticamente principios y derechos; consiste, más bien, en un proyecto que debe realizarse y conquistarse44.

Peces-Barba afirma también que reconocer que todos los seres humanos tienen igual dignidad supone, a la vez, admitir que la dignidad humana resulta incompatible con conceptos como desigualdad, discriminación y diferencia. Sin embargo, admite el autor, tal argumento no resulta suficiente para hacer frente a los problemas que se generan debido a la práctica cotidiana de la exclusión en sociedades y culturas diversas. Por ello, Peces-Barba propone no solo la práctica de la tolerancia sino también del reconocimiento del otro, del diferente y de sus razones, como alternativa para lograr el reconocimiento de la dignidad universal45. Para él, la propuesta del multiculturalismo es perfectamente compatible con la idea de dignidad humana y no colisiona con la ética ni con el universalismo de sus valores, principios y derechos. Sin embargo, considera que existe un riesgo latente: la posibilidad de que «usos culturales excesivos, irracionales o extravagantes, como la ablación del clítoris, el derecho a castigar y golpear a las mujeres reconocido en algunas culturas, o la lapidación de las adúlteras, la mutilación de la mano para los ladrones [entre otros]» (Peces-Barba 2008: 169) colisionen con la noción de dignidad humana planteada en el discurso de derechos humanos.

44 Cfr. Peces-Barba 2008: 160-162.45 Cfr. Peces-Barba 2008: 166-168.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

Otro autor que pone en evidencia el cambio experimentado por el discurso universalista es Maurice Beuchot, quien afirma coincidir en mucho con la fundamentación de los derechos humanos a partir de mínimos morales planteada por la filósofa española Adela Cortina. Para Beuchot, hay mucho que moderar en la manera en que se han fundamentado los derechos humanos. Por ejemplo, la defensa de derechos humanos como el derecho a la vida, a la salud o a la libertad no puede plantearse sin la conexión que solo les puede dar la solidaridad. Si el individuo trata de hacer valer estos derechos sin buscar compartir simultáneamente este disfrute con sus semejantes, estos derechos no podrán ser garantizados ni planteados de manera universal46. Para el autor, de lo que se trata es de evitar formular la universalidad y la particularidad en términos absolutos47. El universalismo absoluto supone que los principios éticos de la cultura europea son indiscutiblemente universalizables para todas las culturas y que aquellas que no admitan dicha posibilidad lo hacen por ser culturalmente inferiores. La particularidad absoluta implica un relativismo extremo: las convicciones morales solo pueden resultar válidas en el entorno cultural del que surgieron.

Para Beuchot, ambas posiciones, por demás recalcitrantes, podrán ser superadas a partir de una postura intermedia que acepte que ninguna cultura puede aislarse, que todas las culturas tienen algunos puntos de encuentro al menos con algunas otras48. Añade que estos puntos de encuentro son condición suficiente para universalizar ciertos principios éticos, aunque aún mantengan cierto carácter relativo. Sin embargo, reconoce también que esta postura intermedia tiene limitaciones ya que no puede aplicarse indiscriminadamente en la práctica, especialmente frente a conflictos y dilemas éticos como los que ocurren en la realidad. Basta recordar, por poner solo un ejemplo históricamente cercano, la impunidad con la que el Gobierno de los Estados Unidos ha administrado en los últimos años el centro de detención de Guantánamo instalado en la isla de Cuba, y la violencia e irracionalidad con la que se ha tratado a quienes fueron llevados allí bajo la acusación de terrorismo. Las constantes denuncias de violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario que allí se cometían llevaron, en noviembre de 2008, a anunciar al presidente estadounidense Barack Obama el inicio de un proceso de transición que permita cerrar esta prisión militar.

46 Cfr. Beuchot 2000: 53-54.47 El filósofo peruano Miguel Giusti también advierte sobre los riesgos de adoptar posturas fundamentalistas tanto en la defensa de la universalidad de los derechos humanos como en la del relativismo cultural. Véase Giusti 2003: 7-8.48 Cfr. Beuchot 2000: 57.

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Pensar en derechos humanos sin atribuirles algún tipo de universalidad resulta imposible para autores como Beuchot. Por eso, afirma que la tensión entre lo universal y lo particular de los derechos humanos no se equilibra postulando que lo universal es algo que se va acordando en cada contexto y por eso se hace universal, «(…) sino que se va acordando en cada contexto precisamente porque es universal. Ésa es la prueba de su universalidad; es algo universal que se va adaptando y va adquiriendo matices particulares en cada contexto» (Beuchot 2000: 58).

Javier de Lucas, abogado español y catedrático de filosofía, plantea que el mayor logro de la tesis que defiende la universalidad de los derechos humanos es, precisamente, que todos los seres humanos sean reconocidos como sujetos de derecho, sin que por esto se homogeneice o se niegue el carácter insustituible de cada ser humano, desde su diferencia, desde su condición de otro. Para este autor, tomar los derechos humanos en serio exige reconocer que el primer deber que nos impone la universalidad de esos derechos es la inclusión del otro, cada vez más visible, próximo y presente entre nosotros49. Xabier Etxeberria, filósofo español dedicado a la investigación en torno a la ética de los derechos humanos, ha planteado algunas ideas que fueron luego recogidas por De Lucas sobre la pertinencia de tomar en cuenta al otro y de entablar un diálogo intercultural para lograr la especificación del contenido de los derechos humanos. A este respecto, Etxeberria ha afirmado lo siguiente:

«Si observamos los actuales documentos internacionales de derechos humanos, podemos ver que los derechos laborales tienen una concreción que resulta válida para una sociedad con economía capitalista mercantil. Si trasladamos esos derechos a una comunidad indígena amazónica tradicional, nos damos cuenta de que tal como están concretados no tienen sentido en ella. ¿Tendremos que extender necesariamente a ella nuestro modelo capitalista para que así puedan disfrutar de los derechos laborales, universalizándolos de ese modo, o tendremos que defender que existen derechos laborales universales —derecho a condiciones de trabajo humanizadas y creativas— pero que luego pueden concretarse legítimamente de manera diferente según los modos de producción de las culturas —aunque a su vez puedan cuestionarlos en una cierta medida precisamente desde la llamada a su humanización—? Creo que es evidente que (…) [la solución] apunta a la segunda parte de la alternativa.» (Etxeberria 2006: 150)

49 Cfr. De Lucas 2008: 59.

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Para hacer esto posible, Etxeberria se anima a proponer algunas salidas50: (i) afirmar para todos los seres humanos un núcleo básico principal de derechos humanos (referidos a la dignidad, libertad, igualdad y fraternidad), aunque la manera en que se narren y maticen estas categorías varíe culturalmente; (ii) afirmar una serie de derechos mínimos básicos y fuertes que generen deberes para los Estados y los ciudadanos (pudiéndose incluir aquí las obligaciones de los Estados a no permitir ni llevar a cabo la esclavitud, el genocidio, la tortura, las desapariciones forzadas, las ejecuciones arbitrarias, entre otros); (iii) afirmar otra serie de derechos de modo genérico, pero realizados luego en concreto a través de encarnaciones culturales e históricas particulares (aquí se encontrarían los derechos laborales o el derecho a un sistema democrático de decisión que admita formas y mecanismos de justicia diversos); y (iv) estar abiertos a nuevas formulaciones de derechos que pueden considerarse esenciales para ciertas culturas (por ejemplo, el disfrute del derecho a la propiedad no solo de manera privada sino también colectiva). Aunque no todas estas propuestas logran desarrollarse de forma convincente, como las planteadas en los puntos (ii) y (iii), debe reconocerse que el autor intenta ir más allá del ámbito teórico y pretende hacer un aporte al ámbito de aplicación de los derechos humanos.

Finalizaremos este breve recuento comentando la propuesta de dos autores que, en nuestra opinión, reflejan con mayor claridad los avances experimentados por el discurso en torno a la universalidad de los derechos humanos: Bondía García e Ignatieff. Para el primero de ellos, es necesario tratar de conciliar la universalidad de los derechos humanos con la diversidad de las condiciones nacionales y regionales, de manera que pueda profundizarse en la defensa de estos derechos. Por ello, las posiciones multiculturalistas deben entender que su contribución a los derechos humanos consiste en «(…) elevar, nunca rebajar ni suprimir, los estándares universalmente aceptados en materia de derechos humanos» (Bondía García 2008: 584). Para este autor, el debate sobre los derechos humanos ha planteado como reto la necesidad de repensar el lenguaje utilizado, de manera que tenga un sentido universal a través del cual las diversas regiones, culturas y civilizaciones puedan conocerse y reconocerse. Solo apelando a este discurso común se podrá transitar por el camino de la convivencia y la dignidad humanas, un camino que exige no solo respetar el principio de la dignidad humana, sino también optar por el diálogo, la comprensión mutua y el aprecio por la diversidad étnica, cultural y religiosa51. En cuanto a Ignatieff, este sugiere llevar a cabo una justificación prudencial e histórica de los derechos humanos, pues ella no necesita

50 Cfr. Etxeberria 2006: 151-152.51 Cfr. Bondía García 2008: 586.

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apelar a ninguna idea concreta acerca de la naturaleza humana, ni se fundamenta en una idea concreta del bien:

«Los derechos humanos representan aquello que es correcto, no lo que es bueno. Las personas pueden disfrutar de una protección completa de sus derechos humanos y aun así creer que carecen de elementos esenciales para una vida buena. Si esto es así, las creencias comunes en los derechos humanos deben ser compatibles con actitudes divergentes acerca de lo que constituye la vida buena. En otras palabras, un régimen universal para la protección de los derechos humanos debe ser compatible con el pluralismo moral.» (Ignatieff 2003: 77)

Como se desprende de la cita anterior, para el autor es posible asegurar la protección de los derechos humanos en civilizaciones, culturas y religiones muy diversas, aun cuando cada una de ellas pueda discrepar de las otras acerca de lo que debe ser la vida buena. Por ello, la solución que plantea para hacer frente a la tensión entre la especificidad cultural y la universalidad de los derechos humanos es reconocer que, si bien estos derechos protegen bienes jurídicos universales, su protección debe llevarse a cabo tomando en cuenta el contexto cultural. Esto implica, sin duda, ir más allá de la definición clásica de los derechos humanos, entendidos como derechos individuales, para poder resaltar en ellos una dimensión colectiva que vaya de la mano con una actitud abierta al diálogo y a la búsqueda de consenso:

«Un compromiso común respecto a los derechos humanos no exigiría nada más que tolerancia si existiera un acuerdo sobre el contenido de los derechos humanos. Pero dado que, como agentes morales que somos, estamos en desacuerdo racionada y apasionadamente, debemos intentar deliberar juntos con la esperanza de llegar a descubrir coincidencias y un significado más consensuado de los derechos humanos. Por tanto, la deliberación expresa algo más que una actitud de tolerancia; requiere un respeto mínimo hacia aquellos que mantienen concepciones diferentes, aunque razonablemente meditadas, de los derechos humanos.» (Ignatieff 2003: 26)

Para este autor, solo un cambio de actitud como el que propone permitiría plantear (con optimismo) la posibilidad de que, tras un diálogo cada vez más frecuente e intenso, la pertinencia de los derechos humanos sea reconocida por diversos grupos y culturas, y se conviertan, finalmente, en un objetivo común.

Nuevos temas y retos futurosCon el fin de promover un reconocimiento y un respeto significativos de los derechos humanos, han surgido, en los últimos años, dos nuevos temas en relación con el carácter

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universal del discurso ético sobre ellos: la instauración de una cultura de derechos humanos y la configuración de una ciudadanía cosmopolita. Ambos temas serán desarrollados en esta última parte del trabajo.

Cuando se hace referencia a la posibilidad de constituir una cultura de derechos humanos, se entiende por esta un sistema de actitudes, creencias, comportamientos, normas y regulaciones a favor de los derechos humanos que se entrelazan y adquieren un reconocimiento universal. A este respecto, Salomón Lerner, filósofo peruano que asumió de 2001 a 2003 la presidencia de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, opina lo siguiente:

«Cuando se dice que el respeto de los derechos humanos es o puede ser una cultura, se está hablando, en efecto, de un conjunto de representaciones de la realidad —creencia y convicciones, formas de actuar, sentir y pensar— que incluyen pero van más allá de la normatividad legal. Una cultura es una forma de estar en el mundo y, más precisamente, de estar con los demás en el mundo.» (Lerner 2007: 181)

Lo antes mencionado nos lleva a pensar que una cultura de derechos humanos solo puede ser construida a partir de un vínculo estrecho entre sociedad y derecho, vínculo que permita el reconocimiento de valores reivindicados por los grupos sociales y que puedan ser percibidos como el resultado de una conciencia colectiva. El desarrollo de una cultura de derechos humanos permitiría, por ejemplo, que esta se traduzca en una educación que promueva entre los individuos actitudes y prácticas acordes con los valores protegidos por los derechos humanos.

Una cultura de derechos humanos propiciaría, a su vez, el diálogo intercultural y la búsqueda de nuevas y mejores formas de convivencia, así como recuperar la dimensión de la reciprocidad, es decir, la valoración de la convivencia y el trato horizontal respecto del otro. Así como Lerner no duda en calificar como una de las grandes conquistas de la humanidad contemporánea a los derechos humanos y a la conciencia de que la vida y la integridad de todas las personas poseen un valor absoluto52, Asís no duda en calificar a la cultura de derechos humanos de revolucionaria, puesto que tiene como centro al ser humano, a la inviolabilidad de su dignidad y a la protección y garantía de esta por parte del Estado53.

Haremos ahora una última referencia a la demanda por una ciudadanía cosmopolita surgida como parte de un intento por lograr mayor coherencia entre el

52 Cfr. Lerner 2007: 177.53 Cfr. Ávila 2005: 78.

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discurso y la aplicación de los derechos humanos, específicamente, en el contexto del fenómeno mundial de la migración. Velasco la define como una «(…) nueva concepción de la ciudadanía, según la cual ésta no es un estatus de carácter nacional conferido por el Estado a los individuos, sino un derecho transnacional de los individuos frente a los Estados que aquéllos llevan consigo allá donde decidan residir» (Velasco 2008: 336). Uno de los argumentos que busca fundamentar esta propuesta es el siguiente: no es posible hablar de un sujeto moral universal y, a la vez, legitimar la distinción en el disfrute de derechos entre nacionales y extranjeros. Para Velasco, la noción de universalidad tiene una implicación a la que no se le ha brindado mucha atención: cuando se postula un derecho como derecho humano, se está declarando que toda sociedad o comunidad política debe organizarse de tal modo que sus miembros disfruten de un acceso real a dicho derecho. De ello se deriva que, para garantizar la universalidad total y eficaz de los derechos humanos, es necesaria la superación de todas aquellas diferencias derivadas de una noción de ciudadanía cuyo origen sea la existencia de Estados nacionales54.

Muguerza, por su parte, se pregunta qué clase de seres son los seres humanos a los que se suele decir que les corresponden derechos humanos universales. Para este autor, la existencia de un ciudadano cosmopolita permitiría superar el exceso de abstracción del discurso universalista —que pareciera referirse a un individuo sin vínculo alguno con una determinada comunidad— y las limitaciones de la concreción del relativismo cultural —que pareciera restringir la condición del ser humano a su condición de miembro de una comunidad específica—55.

Acudiremos a un argumento planteado por De Lucas para concluir con este tema:

«El imperativo, insisto una vez más, es romper con la dicotomía entre derechos del hombre y derechos del ciudadano, en la medida en que éstos son los únicos eficazmente justiciables y anteponen la condición de nacionalidad a la de reconocimiento pleno como sujeto de derechos humanos básicos. En un mundo globalizado, la barrera de las fronteras no puede ser más fuerte que la exigencia de los derechos. Esta necesidad nos sitúa de nuevo ante el otro argumento, la construcción de una democracia y una ciudadanía cosmopolitas, una tarea que todavía está muy lejos de nuestro alcance (…).» (De Lucas 2008: 60)

Replantear el concepto mismo de ciudadanía y de derechos, tal como lo proponen De Lucas, Muguerza y Velasco, supone poner en evidencia que el problema al que se enfrenta el ser humano en la actualidad no es tan solo alcanzar el reconocimiento y la garantía de

54 Cfr. Velasco 2008: 320-321, 334-335.55 Cfr. Muguerza 2004: 18, 20-22.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

derechos y deberes, sino también la posibilidad misma de los individuos de integrarnos eficazmente a sociedades tan complejas y multiculturales como en las que vivimos.

CONCLUSIÓNEn este trabajo, hemos tratado de ofrecer una mirada reflexiva en torno al origen y evolución experimentados por los derechos humanos, así como a algunos de los debates en los que se ha visto inmerso este discurso ético. Este proceso experimentado por los derechos humanos ha permitido ir más allá de su definición clásica y resaltar en ellos una dimensión colectiva, entendiéndolos como ideales colectivos de lo que deben ser los derechos individuales. Además, permite plantear con optimismo la posibilidad de que, tras un diálogo cada vez más frecuente e intenso, la solidez de la fundamentación de los derechos humanos sea reconocida por los diversos grupos humanos en la medida en que sea resultado de un trabajo en conjunto, en el que todos se hayan visto involucrados.

Son tres los elementos claves que, creemos, permiten la fundamentación de los derechos humanos. En primer lugar, está la noción de alteridad, que supone no solo reconocer al otro sino también reconocerse a uno mismo en él. Este reconocimiento cobra más importancia si se le suma el segundo elemento: la idea de otorgar al individuo (el otro) la capacidad de interlocutor, de decir lo que piensa y de plantear su disenso con respecto a los principios, valores y creencias de su entorno social. Finalmente, resulta muy valiosa la noción de sociedad entendida como comunidad discursiva cosmopolita, ya que permite recoger la noción de lo diverso tanto en el nivel de individuos (comunidades discursivas locales) como en el nivel de colectividades (comunidades discursivas foráneas). Creemos que estos conceptos admiten la existencia de voces internas o externas que manifiesten no solo su desacuerdo con respecto al conjunto de derechos humanos o a una parte de ellos, sino que, además, reconocen la existencia de nociones diversas sobre tales derechos. Este reconocimiento abre la puerta al reconocimiento de lo diverso al interior de una gran colectividad, lo cual nos permite, a su vez, entender a la humanidad en su conjunto como una comunidad pluridiscursiva que tiene en la capacidad de diálogo su principal valor.

En definitiva, si bien los derechos humanos buscan promover la justicia y la libertad de un ser humano racional y abstracto, es decir, no circunscrito a una determinada sociedad o cultura, el reconocimiento de ese modelo de ser humano racional y abstracto supone, necesariamente, que todos los seres humanos puedan sentirse representados en él.

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Francisco Merino Amand*

INTRODUCCIÓNCuando un extranjero nos pregunta por cómo es el Perú, es usual responder que somos un país muy diverso y que «tenemos de todo». Podemos mencionar la variedad de climas y regiones, su correspondiente biodiversidad y las distintas tradiciones culturales presentes en nuestra historia. De modo inmediato, damos como ejemplo la gastronomía peruana, una de las manifestaciones culturales que más nos enorgullece en la actualidad, fruto de la combinación de distintos saberes culinarios creativamente dispuestos, potente metáfora de lo que somos y podemos hacer para transformar nuestra diversidad —aun en medio de muchos obstáculos— en fuente de oportunidades para el desarrollo.

Así como afirmamos nuestra diversidad cultural y creemos que no hay país más diverso1, también reconocemos con realismo que no vivimos en la sociedad que quisiéramos. Tenemos noticia de que la pobreza y la falta de oportunidades afectan a muchísimos peruanos, vemos que las debilidades de nuestro sistema político llevan a que muchas veces no nos sintamos representados por quienes nos gobiernan, constatamos que las instituciones del Estado no terminan de generar políticas integrales que favorezcan la inclusión y la equidad, y lamentamos que en el mundo económico

* Diploma de Estudios Avanzados y candidato a doctor del programa Ética y Democracia de la Universidad de Valencia (España). Licenciado en Sociología por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor del Área de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Cuenta con amplia experiencia profesional en el diseño e implementación de propuestas educativas con metodología participativa en instituciones públicas y privadas desde una perspectiva de ética pública y derechos humanos.

1 En 1968, al recibir el premio Inca Garcilaso de la Vega, el escritor e investigador peruano José María Arguedas pronunció un discurso en el que afirmaba que «(…) no hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. (…) Imitar desde aquí a alguien resulta algo escandaloso» (Arguedas 1983: 13-14).

Mínimos éticos para una convivencia ciudadana en el Perú

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Mínimos éticos para una convivencia ciudadana en el Perú

predominen las visiones de corto plazo que afectan el medio ambiente y la calidad de vida de las personas.

Este tipo de problemas que acabamos de mencionar es compartido con muchas sociedades pertenecientes a los llamados «países en vías de desarrollo». Sin embargo, en sociedades diversas como la nuestra, la falta de acceso a las oportunidades vitales que brindan los procesos modernizadores y democratizadores se acentúa en las personas y grupos culturalmente subordinados. Así, para la mayoría de peruanos y peruanas que viven en espacios urbano-marginales y rurales, principalmente en las zonas andinas y amazónicas, la inequidad y pobreza van de la mano con formas expresas o sutiles de racismo, discriminación y marginación. Por eso, pensar en serio en nuestro desarrollo como sociedad implica afrontar seriamente las condiciones para la inclusión de todos quienes han sido considerados «otros» cultural, social y económicamente subordinados y discriminados. En suma, podemos estar «aprobados» en materia de diversidad, pero aún estamos «desaprobados» en capacidad efectiva para integrar este ser diversos y plurales en un proyecto compartido que dé cabida a la multiplicidad de voces que lo conforman.

Estas reflexiones iniciales se mueven en los terrenos de la cultura y han hecho alusión a la política e incluso a la economía, pero nos llevan directamente al ámbito de la ética. ¿Por qué? Si nos fijamos bien, en todo momento estamos haciéndonos preguntas sobre cuáles pueden ser las mejores formas para una común convivencia, donde las personas y los grupos puedan llevar a cabo sus proyectos de vida y de felicidad particulares, buscando oportunidades de justicia y equidad que todos puedan gozar. Al plantear estas cuestiones, nos encontramos ya en el campo de la ética. Si esto es así, vale la pena preguntarnos por la posibilidad misma de encontrar algunas pautas de convivencia común: ¿es posible encontrar un conjunto de orientaciones éticas compartidas desde las cuales valorar y respetar activamente nuestras diferencias y enfrentar juntos los retos de nuestra convivencia?

La pregunta es importante pues, si decimos que no es posible encontrar orientaciones éticas comunes, ya no tendríamos mucho de qué hablar al respecto y, como se dice, «que el último apague la luz». Por el contrario, si decimos que sí es posible, podemos seguir preguntándonos cómo hacer para identificar estas orientaciones éticas comunes.

No es posible. Imaginémonos una respuesta negativa a la pregunta que acabamos de proponer. Esta respuesta afirmaría que, en el Perú, es prácticamente imposible encontrar un conjunto de reglas de juego comunes; que los niveles de asimetrías y conflictos que vivimos desde siempre no nos permiten esbozar salidas razonables para todos; que este país «no lo arregla nadie» o «no es viable». La consecuencia práctica es inmediata: que cada individuo o grupo busque su salida como mejor pueda. Una respuesta así de pesimista puede resultar atractiva en tiempos de crisis o frustración,

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o en tiempos donde se fomenta un individualismo desarraigado. Sin embargo, se trata de una posición complaciente y cínica con la inequidad y desigualdad existentes. Proponer que cada uno busque su propia salida significa en la práctica que quienes ya cuentan con más ventajas y poder sean los que decidan y establezcan dichas reglas de juego comunes. De este modo, la opción de que «cada uno baile con su pañuelo» otorga preferencia —sin decirlo— al mantenimiento de un statu quo injusto. En el mejor de los casos, es una opción por mantener una co-existencia social marcada por la desigualdad entre diversos, sin pretender alcanzar formas de con-vivencia. En este sentido, en términos éticos, es muy poco lo que esta posición puede ofrecernos. Si queremos avanzar en el terreno de lo ético, hemos de aproximarnos a respuestas positivas a nuestra pregunta, es decir, que sí es posible encontrar criterios éticos comunes para nuestra convivencia.

Sí es posible. Entre los partidarios de esta segunda respuesta, vamos a identificar dos posturas. A la primera postura podemos llamarla la del «sí se puede, pero a mi manera». Comprende a quienes señalan que dichos criterios comunes de convivencia deben partir de lo que proponen algunos grupos cultural y políticamente predominantes. Estos grupos ya saben cuáles son dichos criterios de convivencia; el resto debería alinearse a sus consignas y proyectos. Esta primera postura incluiría, a su vez, dos variantes: quienes quieren construir un orden «desde arriba», desde posturas no democráticas, y quienes, dentro de un orden democrático, buscan hacer prevalecer únicamente su poder e intereses grupales y políticos, desde proyectos que privilegian lo uniforme y homogéneo y que tienden a excluir las diferencias y la participación de quienes expresan otros intereses. Los de la primera variante, de por sí, no cuentan ni siquiera con la legitimidad racional política como para fundamentar que sus postulados sean los que todos deberían seguir, y, así, el uso de la fuerza y la coacción quedan como los únicos caminos posibles. Los de la segunda variante pueden llegar a hacerse con el poder según las reglas formales de la democracia, pero sus prácticas demuestran que prestan muy poca atención a la diversidad de demandas de los distintos grupos; finalmente, se crean categorías de ciudadanos según se sitúen más o menos próximos económica, política y culturalmente a quienes ejercen el poder2.

2 Estas dos variantes pueden relacionarse con los regímenes políticos en nuestra historia republicana. La primera variante se asocia a los gobiernos autocráticos, militares o civiles, que llegaron al poder a través de «golpes de Estado» o «autogolpes» (como fue el caso de Fujimori en 1992). La segunda variante encuentra correspondencia con gobiernos elegidos democráticamente pero proclives a establecer alianzas con los poderes fácticos y a desarrollar formas de clientelismo en su gestión. A pesar de que predominen las formas democráticas, la desatención a reformas sociales y a políticas redistributivas —sobre todo cuando se ha experimentado crecimiento económico— acrecienta el malestar, la fragmentación y los conflictos sociales, lo que lleva a que se desarrollen iniciativas y prácticas que favorecen un ejercicio político con «mano dura», cediendo a la llamada «tentación autoritaria». Cfr. Cotler 2008.

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A la segunda postura podríamos llamarla la del «sí se puede, pero que jueguen todos». Es la de quienes sostienen que, para construir esas reglas de juego compartidas dentro de un orden democrático, deberían considerarse la voz y los intereses de todos los grupos y sectores involucrados. Es la postura, además, de quienes afirman que es posible una convivencia social donde se consideren los intereses de los diversos grupos sociales, donde cada persona y grupo sea un interlocutor válido para el otro cuando se trata de asuntos públicos que los afectan. Desde esta premisa, resulta coherente promover el nivel de participación de dichas personas y grupos en los procesos de discusión y deliberación públicas donde se decidan y planifiquen las distintas iniciativas. Esto supone que se establezcan las condiciones que hagan posible el diálogo entre los diversos. El hecho de que existan personas y grupos que, por razones de marginación o discriminación de diversa índole, no cuentan con iguales oportunidades para expresar y dejar oír su voz implica la necesidad de poner en práctica —como un asunto relevante para todos— mecanismos específicos dirigidos a potenciar tales capacidades de expresión.

No es difícil percatarnos de que solo esta última manera de responder a la pregunta planteada inicialmente es coherente con una sociedad plural y diversa, una sociedad donde han predominado las asimetrías de poder y de oportunidades que han dejado de lado a muchos «otros». Es la única postura que puede empatar con una democracia abierta a la diferencia y que, al mismo tiempo, cuenta con pautas comunes que regulen la convivencia entre los distintos grupos.

Algunos podrían decir que, en realidad, ya contamos con esas reglas de juego: son las de la democracia y las del sistema de derechos y deberes consagrados por la Constitución. En parte es posible que así sea, pero parece que no es suficiente. Los derechos y las reglas democráticas pueden estar reconocidos formalmente, pero somos testigos de que, en numerosas ocasiones, nuestras prácticas cuestionan el sentido de estas reglas y no construimos proyectos inclusivos y respetuosos de las diferencias. Por ello, quizás debamos profundizar nuestra reflexión y preguntarnos si como sociedad diversa contamos con fuerza y convicciones morales compartidas para abrazar leyes y proyectos políticos comunes. Creemos que, antes de hablar de derechos y democracia en el terreno de lo jurídico o meramente político, necesitamos volver a hablar de la posibilidad misma de nuestra convivencia social en el terreno de lo ético-político, donde hacemos referencia al lenguaje de ideales y normas que nos constituyen como personas y grupos diversos. Por eso, nos interesa, dentro de los límites de este artículo, preguntarnos por las condiciones que permiten encontrar y construir unos «mínimos éticos de convivencia» en nuestro país, considerando los contextos diversos desde los cuales son formulados y, al mismo tiempo, afirmando su validez para todas las personas y grupos de nuestra comunidad política.

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Desde esta óptica, en los siguientes apartados, planteamos un conjunto de reflexiones sobre la diversidad y el pluralismo en nuestro país, como punto de partida para comprendernos como una sociedad moralmente pluralista. Luego, a través de las nociones de «ética de mínimos» y «éticas de máximos» propuestas por Adela Cortina, nos enfrentamos al asunto de cuáles pueden ser los contenidos de unos «mínimos éticos» en sociedades pluralistas y en contextos de diversidad cultural como el nuestro. Esta cuestión nos conducirá a considerar cómo y bajo qué condiciones los llamados derechos humanos pueden entenderse como parte central de una propuesta razonable de mínimos éticos, desde un universalismo dialógico y abierto a la diferencia. El texto concluye con algunas reflexiones sobre el fortalecimiento de los espacios de diálogo y de una cultura cívica permeable a la diversidad en nuestro país, en la que puedan afirmarse algunos valores y normas compartidos, necesarios para la convivencia ciudadana, y en la que también se promuevan espacios de encuentro y de deliberación pública donde las personas y grupos diversos puedan verse reflejados.

DIVERSIDAD Y PLURALISMO COMO PUNTO DE PARTIDADecíamos líneas antes que la descripción sobre quiénes somos los peruanos incluye una valoración positiva de nuestra diversidad. Sin embargo, también es preciso reconocer que hace falta mucho más que esto para alcanzar niveles de integración social que expresen dicha diversidad en un marco común de normas de convivencia ética y ciudadana. Como se ha señalado, no podemos dejar de identificar grupos sociales que se encuentran en clara situación de vulnerabilidad en términos de integración e inclusión a la vida ciudadana, y que cuentan con limitadas oportunidades para ejercer sus derechos y llevar a cabo sus planes de vida como personas en comunidad.

En esta situación, se encuentran los pueblos indígenas amazónicos, quienes, desde sus múltiples lenguas y formas de vida, buscan acomodarse a los restringidos espacios que la cultura y la lengua predominantes les permiten, en medio de la reivindicación pública de sus demandas a través de la formación de asociaciones y agrupaciones políticas locales. Se trata de un conjunto heterogéneo de grupos humanos que se interrelacionan de modo asimétrico con agentes económicos interesados en los recursos existentes en los territorios que aquellos habitan (por ejemplo, para la extracción de madera, petróleo y otros minerales) y con los agentes públicos que traen consigo las exigencias de un Estado que no necesariamente los considera como interlocutores al momento de regular cuestiones significativas para su vida. Esto puede constatarse, por ejemplo, cuando se pretenden establecer normas sobre el manejo de recursos existentes en los territorios donde habitan y sobre la propiedad de sus tierras, cuando se implantan

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modelos educativos que no consideran el contexto en que viven y mucho menos su lengua materna, cuando se determina externamente el modo en que las personas deben atender su salud sin contar con sus conocimientos ancestrales, etcétera3.

También es el caso de la población de origen andino en su diversidad regional y lingüística, que, en el transcurso de décadas de migraciones y vínculos de «ida y vuelta» entre zonas urbanas y rurales, ha definido formas complejas de integración respecto de la sociedad mayor. Aquí podemos incluir, por un lado, a las «grandes mayorías» que viven en las zonas marginales de las ciudades grandes e intermedias, con expectativas de participación en las instituciones políticas y económicas modernas, y que progresivamente van distanciándose de los modos de organización social, hábitos y lengua de sus predecesores. De otro lado, nos referimos a los pobladores rurales de las regiones andinas más pobres, quienes deben asumir forzosamente un bilingüismo fuertemente inclinado hacia el castellano, así como el deterioro de las redes comunitarias que sustentan (o sustentaban hasta hace poco) la organización social local.

Podríamos extender esta descripción hacia otros colectivos que comparten la situación de limitado acceso al efectivo ejercicio de sus derechos con formas de discriminación y falta de reconocimiento. En cualquier caso, queremos llamar la atención sobre las complejidades de una diversidad cultural marcada histórica y estructuralmente por la inequidad en las oportunidades de integración y desarrollo de capacidades. En este contexto, los más desfavorecidos son los grupos de origen no occidental, particularmente los peruanos de origen indígena —andinos y amazónicos—, así como la población afrodescendiente. Los resultados se dejan ver en la vida cotidiana, a través de formas sutiles o abiertas de racismo y discriminación, y en el ámbito de las políticas públicas, donde existe una escasa e inefectiva promoción de acciones dirigidas a promover el reconocimiento y respeto a las diferencias culturales en el marco de un Estado democrático de derecho y la participación de los mismos afectados en la toma de decisiones públicas. En suma, existe un pluralismo cultural valorado socialmente aunque distante aún de un efectivo reconocimiento y respeto a las diferencias, tanto en el campo de la participación en espacios de deliberación sobre asuntos públicos como en la puesta en práctica de políticas inclusivas y redistributivas.

Si nos trasladamos al ámbito religioso, podemos constatar el peso de la tradición cristiana católica en las formas de expresión del fenómeno religioso y en la

3 Las movilizaciones de indígenas amazónicos, y sus demandas por ser considerados y consultados en los aspectos que les afectan directamente, que alcanzaron visibilidad pública en los trágicos y lamentables sucesos ocurridos en las provincias de Utcubamba y Bagua (Amazonas) en junio de 2009, son muestra elocuente de lo que venimos afirmando.

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institucionalidad religiosa predominante, así como la huella de las orientaciones de la moral católica en la vida de las personas (pensemos, por ejemplo, en temas referidos a la moral sexual) y en las instituciones sociales, incluyendo una presencia e influencia significativa en algunas instituciones públicas (como es el caso de la educación pública y la enseñanza de la religión católica). Sin embargo, también existen diversas formas de expresión de esta tradición cristiana católica predominante —en variantes más o menos sincréticas de religiosidad popular o en sectores diferenciados ideológicamente en el interior de la Iglesia católica— y de vivir la fe religiosa (o de no vivirla) que son socialmente respetadas y aceptadas, en particular, las Iglesias cristianas en sus múltiples carismas, cuyos creyentes crecen día a día, y otras importantes minorías religiosas que gozan de presencia pública.

Es posible identificar situaciones en las que afloran formas de intolerancia frente a planteamientos de otras opciones religiosas o espacios donde la influencia de las instituciones eclesiales católicas en el ámbito público se desarrolla desde la ausencia de diálogo crítico con otras confesiones o con opciones no religiosas. Sin embargo, es posible dar cuenta de un pluralismo religioso en el Perú donde las distintas ofertas incluyen el respeto por las creencias de quienes no profesan la misma fe4.

¿Qué podemos decir del pluralismo en el terreno político? Aquí nos enfrentamos a un conjunto de debilidades institucionales en nuestro sistema político: agrupaciones o partidos políticos con poca capacidad para representar y canalizar los intereses de los ciudadanos, un sistema de representación cerrado a los cambios que permitirían una mayor identificación y compromiso entre votantes y gobernantes, formas descaradas de clientelismo político-partidista, y una cultura política proclive a promover o demandar liderazgos de perfil autoritario. Aun así, en la actualidad, las agrupaciones políticas —incluso las más radicales— buscan participar en la vida política en el marco de las reglas de juego de la democracia representativa y sus instituciones, ejerciendo sus derechos a la participación política y presentando candidatos en los distintos niveles de gobierno. Las propuestas políticas contienen diversas reivindicaciones e intereses, y se inspiran en una variedad de creencias e ideologías, incluyendo aquellas explícitamente religiosas.

En lo que se refiere al conjunto de los ciudadanos, no se trata solo de constatar un ejercicio efectivo de sus derechos políticos (a elegir y a ser elegidos), sino también

4 Este pluralismo queda respaldado jurídicamente cuando la Constitución Política de 1993 consagra la libertad de conciencia y de religión, aunque también se dice que «el Estado reconoce a la Iglesia Católica como elemento importante en la formación histórica, cultural y moral del Perú, y le presta su colaboración. El Estado respeta otras confesiones y puede establecer formas de colaboración con ellas» (art. 50o). Los constituyentes de 1979 se pronunciaban en estos mismos términos (art. 86o).

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de una extendida conciencia, expectativas y demandas explícitas para que la acción del Estado se oriente hacia la solución de los problemas de pobreza, desempleo y desigualdad; hacia la lucha contra la corrupción; y hacia la ampliación de los niveles de participación en la toma de decisiones. Como sucede en muchos países de la región, los ciudadanos y ciudadanas reclaman un Estado activo, asociado a la sociedad civil, promotor de actividades productivas empresariales, preocupado por los temas sociales, descentralizado, transparente, que rinda cuentas, sujeto al control social y dirigido eficientemente5. Son demandas ciudadanas a favor de que se profundice la apuesta democrática en mayores niveles de inclusión y equidad, demandas que dan sentido a la participación política y a los procesos de elección de representantes. De este modo, el pluralismo político se constituye como condición para la confianza en el sistema político y para la canalización de esas demandas por la vía política.

Es importante no perder de vista ciertas formas de arbitrariedad e intolerancia que pueden, por momentos, amenazar este pluralismo político. Nuestra historia reciente brinda testimonios dramáticos de intolerancia y un ejercicio abusivo del poder, ajenos a cualquier forma de pluralismo. En sus extremos, encontramos formas de dogmatismo político desplegadas en el contexto de la guerra interna de las décadas de 1980 y 1990, como el expresado por el terrorismo de Sendero Luminoso, cuyos partidarios no dudaron en asesinar con crueldad a sus adversarios políticos y a civiles inocentes con el fin de hacerse con el poder. En estos mismos años, el ejercicio de un poder arbitrario también se expresó cuando la acción del Estado dejó de ser legítima, cuando las que debían ser acciones de defensa de nuestra convivencia democrática terminaron por convertirse en innecesarias e igualmente injustificables acciones de violencia y vulneración de derechos (asesinatos, torturas, desapariciones forzadas, etcétera).

De manera menos extrema, el pluralismo político ha sido vulnerado en los distintos momentos en nuestra historia cuando se ha apelado al «golpe de Estado» como única manera de encontrar salidas a nuestros problemas de convivencia política, como sucedió con el «autogolpe» de Alberto Fujimori en 1992, que contó con un respaldo popular que se prolongó y posibilitó su reelección en 1995. En este caso, a pesar de ciertos esfuerzos positivos para reformar el Estado, el afán de poder y su concentración en pocas manos nos llevaron hacia una corrupción generalizada que pervirtió las bases institucionales de nuestra democracia.

Los estilos verticales de ejercer el poder también se hacen visibles en periodos democráticos. Es lo que sucede cada vez que las decisiones y la implementación de

5 Al respecto, véase el análisis de los resultados de las encuestas del Latinobarómetro, efectuado en Kliksberg 2005: 316-318.

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políticas públicas no son transparentes y no se rinden cuentas a la ciudadanía, cada vez que se legisla sobre materias importantes sin buscar el mínimo de consenso político ni la opinión o apoyo de los sectores afectados, cada vez que los partidos políticos convierten en «letra muerta» los estatutos que regulan su democracia interna, cada vez que se manifiestan formas intolerantes de mostrar el desacuerdo político o ideológico6.

Hasta aquí, hemos dado cuenta de distintas dimensiones que conforman nuestra experiencia del pluralismo y la diversidad en lo cultural, religioso y político. Podemos identificar insuficiencias y debilidades que ponen en riesgo su vigencia, pero, aun así, no podemos negar que la diversidad y el pluralismo constituyen una parte de nuestra actual autocomprensión como sociedad. Más allá de constatar un ordenamiento jurídico que contempla los derechos y libertades asociados a las condiciones que hacen posible la diversidad y el pluralismo, hemos hecho énfasis en la complejidad de su construcción social. En suma, se trata de un proceso histórico con momentos de aprendizaje dramático a partir de vivencias que han puesto y ponen a prueba nuestras capacidades de poder convivir con otros diferentes. Por lo tanto, la valoración de la diversidad y del pluralismo nos remite a la posibilidad de una convivencia pacífica entre personas y grupos diversos, formulada como aspiración ética compartida, en tanto se aspira a construir un mundo donde se respeten las diferencias y se propicien oportunidades equitativas para que las personas puedan llevar a cabo sus ideales de vida. Se trata, por tanto, de la configuración progresiva y particular de un pluralismo moral en nuestra sociedad.

PLURALISMO MORAL Y MÍNIMOS ÉTICOS PARA LA CONVIVENCIA¿Qué es una sociedad moralmente pluralista? En primer lugar, una sociedad pluralista es aquella donde conviven diferentes concepciones morales acerca de lo que es una vida buena. Estos ideales de vida buena provienen de las distintas tradiciones culturales y religiosas presentes en esa sociedad, y dan respuestas distintas a los problemas morales que se plantean en la vida personal y social7.

Pensemos en las siguientes preguntas: ¿cuándo empieza la vida humana?, ¿debemos priorizar la vida del individuo antes que la vida de la comunidad?, ¿hasta dónde puede

6 Un ejemplo de esto último es el de los actos intolerantes contra quienes de modo pacífico han realizado actividades a favor de las víctimas de la violencia interna y exigen que se implementen las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, o cuando se han atacado algunos de sus símbolos, como es el caso de los intentos por dañar el memorial «El ojo que llora» en la ciudad de Lima. Para este caso, véase el siguiente vínculo: http://www.youtube.com/watch?v=kHN9P7xaptQ (consulta: 10 de enero de 2010).7 Cfr. Cortina 2005: 135-136.

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el ser humano utilizar los recursos naturales siendo él mismo parte de la naturaleza?, ¿en qué valores debemos educar a nuestros hijos? Son preguntas de un significativo trasfondo ético y que nos llevan a interminables debates. Desde distintas cosmovisiones culturales o religiosas y desde distintas posturas filosóficas o políticas, se tendrían respuestas distintas a estas preguntas. Frente a ello, podríamos considerar igualmente válidas todas las respuestas, porque «todo es según el color del cristal con que se mire»: cada persona o grupo puede asumir su propia jerarquía de valores y visiones del mundo. Sin embargo, más que pluralista, aquí nos encontraríamos con una postura relativista, aquella que supone que lo correcto o lo bueno dependen de lo que cada persona o grupo determine. Desde esta postura, sería imposible encontrar criterios compartidos para quienes, perteneciendo a grupos distintos y profesando creencias diferentes, han de enfrentar problemas comunes de convivencia.

En segundo lugar, y continuando la reflexión anterior, lo que define específicamente a una sociedad moralmente pluralista es que, en ella, sí es posible encontrar o construir puntos de vista y acuerdos comunes, unas normas y valores compartidos, que sean válidos para todas las personas que forman parte de esa sociedad.

En el mundo occidental, el pluralismo moral y religioso se origina tras las guerras de religión en Europa (siglo XVI) y las manifestaciones de horror y crueldad a los que podía llevar el fundamentalismo religioso encarnado políticamente. Pensadores y filósofos como Spinoza y Locke (siglo XVII) y luego también Voltaire (siglo XVIII) fueron los primeros en defender la libertad religiosa, condenar la persecución política por razones de fe y, por consiguiente, afirmar la virtud de la tolerancia, que pasó a convertirse en uno de los principios básicos del orden público liberal. De este modo, el liberalismo —no confundirlo nunca con el actual «neoliberalismo»— se origina a partir de un «consenso sobre el mal» que rechaza la violencia ideológico-política y se propone construir un orden político que permita a los individuos y a los grupos discutir, elegir y vivir distintas formas de «vida buena», siempre y cuando estas puedan convivir y confrontarse pacíficamente con otros valores y confesiones8.

Esta orientación básica de tolerancia hacia la pluralidad de concepciones sobre lo bueno o correcto y de cosmovisiones en un marco de convivencia determina indefectiblemente la identidad de las sociedades occidentales con la democracia liberal. La idea de tolerar las distintas concepciones de vida buena que puedan profesar las personas supone valorar sus capacidades individuales para elegir sus propios caminos. Es el germen de la idea moderna de libertad entendida como independencia de poderes externos que puedan constreñir mi voluntad. Con el tiempo, esta idea de libertad cobra

8 Cfr. Gamio 2007: 46-48.

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fuerza y se llega a entender como un derecho igual para todos y que, por tanto, «me» corresponde como persona, es decir, como derecho individual.

En términos (muy) esquemáticos, este es el camino seguido por las sociedades occidentales que fueron adoptando formas de democracia liberal. Entonces, ¿cómo podemos entender la existencia de sociedades marcadas históricamente por formas de desigualdad en las que unos pueden desarrollar sus capacidades de ser libres mientras que otros no? Para el mexicano Luis Villoro9, en el contexto de las sociedades desarrolladas y con democracia liberal, los regímenes políticos y las teorías filosóficas que buscan fundamentar ideas de justicia se inspiran en procedimientos que regulan acuerdos racionales entre ciudadanos con derechos iguales. Por el contrario, en sociedades donde la democracia no se funda sólidamente y donde predominan la desigualdad y la exclusión frente a los beneficios sociales y políticos que deberían compartir los ciudadanos, más que encontrar comportamientos consensuados que tengan por norma principios de justicia incluyentes de todos los sujetos, lo que encontramos es la ausencia de esos comportamientos. Lo que más nos impacta al contemplar la realidad de nuestros países es la desigualdad, la marginalidad y la injusticia. Como señala este autor:

«Nuestra situación en este tipo de sociedades nos invita a contraponer a la vía del consenso racional su diseño en negativo: en lugar de buscar los principios de justicia en el acuerdo posible al que llegarían sujetos racionales libres e iguales, intentar determinarlos a partir de su inoperancia en la sociedad real.» (Villoro 2007: 16)

En sociedades como la nuestra, siguiendo a Villoro, los ideales de justicia se construyen por vía negativa, es decir, a partir de su ausencia. Se trata de un proceso donde pueden distinguirse analíticamente tres momentos, los mismos que históricamente pueden superponerse. Primero, se parte de la experiencia de la exclusión que implica la conciencia de un daño sufrido. La experiencia y conciencia de la exclusión puede rechazarse y llevar, en un segundo momento, a que el excluido se equipare con su agresor, afirmando su diferencia y reivindicando su igualdad con el oponente. En este punto, puede romperse la posibilidad de comunicación o, en un tercer momento, puede darse la reivindicación de derechos entre ambos y el reconocimiento del otro en su pretensión de acceder a valores comunes sin eliminar las diferencias10.

En el caso del Perú, desde los inicios de nuestra vida republicana, podemos hablar de un ordenamiento jurídico y político formalmente liberal, pero que, en la práctica, mantuvo formas de subordinación y exclusión de la mayor parte de la población del país, es decir, la población rural e indígena de ese tiempo. La configuración de un orden

9 Cfr. Villoro 2007: 15.10 Cfr. Villoro 2007: 20-41.

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oligárquico y de una «república sin ciudadanos» —como lo expresaba el historiador Alberto Flores Galindo— en el transcurso del siglo XIX y gran parte del XX, y la continua sucesión de períodos dictatoriales tras frágiles momentos democráticos limitaron el desarrollo de formas de pluralismo y tolerancia en la vida pública. Recién desde la segunda mitad del siglo XX, entre procesos de migraciones masivas hacia las ciudades, de urbanización y de modernización económica, política y social, el dualismo entre un «Perú formal» y un «Perú real» empieza a ser cuestionado en el orden de las prácticas sociales y en el de las ideas. Así, recién con la Constitución Política de 1979, se reconoce legalmente el pluralismo en el Perú.

Las últimas décadas del siglo XX estuvieron marcadas por procesos económicos, sociales y políticos que trajeron consigo múltiples consecuencias para nuestra vida pública: la ampliación y visibilidad de la desigualdad económica y de la pobreza; una sangrienta guerra interna; un gobierno autoritario que, a fines del siglo XX, adoptó formas democráticas; y la extensión y generalización de la corrupción. Fueron vivencias colectivas que mostraron, públicamente y con mucha crudeza, cuánto daño podemos hacernos entre nosotros mismos, poniendo en riesgo nuestra viabilidad como país. En un contexto donde los medios de información y comunicación permiten aproximarnos a los mismos acontecimientos pese a las distancias geográficas, vivir tales experiencias ha posibilitado el desarrollo de la capacidad de pensarnos colectivamente como una sociedad que requiere radicalizar procesos de integración social aún pendientes, especialmente respecto de quienes se encuentran limitados y marginados en sus posibilidades de participar de los bienes sociales.

Creemos que la conciencia compartida de la necesidad de enfrentar la pobreza y de buscar salidas pacíficas a los conflictos, las exigencias por un Estado responsable y eficaz, y la valoración positiva de nuestra diversidad cultural se han convertido en expresión de aspiraciones éticas comunes que buscan formas de justicia y de convivencia ciudadana entre personas y grupos distintos. Se trata de una apuesta que subsiste a pesar de todos los permanentes riesgos y amenazas que la cuestionan y debilitan.

Tomando en cuenta la perspectiva planteada por Villoro, podríamos decir que las experiencias vividas colectivamente desde fines del siglo XX —que, a su vez, tienen como telón de fondo procesos históricos y sociales de largo plazo— constituyen un momento de toma de conciencia de diversos grados de daño y exclusión a los que hemos llegado. El rechazo a estos ha generado reivindicaciones, algunas de las cuales nos llevaron al enfrentamiento y a la violencia inútil. En esta vía de confrontación y violencia, la postura de Sendero Luminoso resulta, sin duda, la más extrema. Sin embargo, el rechazo de la injusticia y la exclusión también ha llevado a afirmar la posibilidad de un camino de

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reconocimiento de demandas compartidas de niveles efectivos de justicia y equidad, sin eliminar las diferencias.

La interpretación que aquí ofrecemos y ponemos en debate es que, tras décadas de duro aprendizaje, los peruanos valoramos la diversidad y el pluralismo como oportunidades más que como obstáculos para nuestro desarrollo, preferimos la búsqueda de salidas dialogadas a nuestros conflictos a pesar de la reiteradas veces en que algunos limiten la posibilidad misma del diálogo, y apostamos por afirmar proyectos personales y familiares que buscan mejorar nuestras condiciones de vida. Así, pese a la precariedad económica y la tentación autoritaria, se confía en las reglas de la democracia y en la posibilidad de la competencia política entre diversas opciones, se demanda que nuestros gobernantes desarrollen políticas transparentes e inclusivas dirigidas a superar las inequidades existentes, y se sigue participando en organizaciones y asociaciones civiles que demandan un efectivo ejercicio de derechos en medio de la negociación de intereses sectoriales.

Consideramos que este conjunto de demandas compartidas constituye exigencias éticas por reconocimiento, equidad e inclusión que van modelando nuestra actual autocomprensión como sociedad. A pesar de las actitudes y prácticas de exclusión, intolerancia y falta de reconocimiento que cuestionan la posibilidad del diálogo entre diversos, tales exigencias éticas hacen posible encontrar algunas normas y valores compartidos que sean la base de unos mínimos éticos para la convivencia de personas y grupos plurales. Se trata, por tanto, de condiciones sobre las que se va construyendo (así, en gerundio) una sociedad moralmente pluralista en nuestro país. En esta, junto a la diversidad de concepciones sobre lo que consideramos una vida buena con otros, también se hace necesario contar con orientaciones éticas mínimas compartidas, que pretenden ser válidas para diferentes contextos éticos y culturales, precisamente, porque se trata de hacer frente a la ausencia de justicia, de inclusión y de reconocimiento.

Lo presentado hasta aquí podría enmarcarse dentro de una reflexión ética contemporánea más general: la referida al universalismo de los valores y normas morales. En esta discusión, se suele argumentar lo siguiente: si las normas éticas fueran válidas únicamente para el grupo o cultura que las afirma, no sería posible hablar de un pluralismo moral ni de normas con pretensión de universalidad, es decir, que pretendan validez ante los distintos grupos y culturas. Sin embargo, al ser necesario encontrar pautas comunes para la convivencia humana entre diversos, no podemos conformarnos con posturas que nos ofrecen un relativismo ético donde no existe ninguna instancia crítica desde la cual aspirar al entendimiento y al diálogo.

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Es posible que el relativismo no nos ofrezca salidas, pero aún queda pendiente la pregunta de cómo y desde qué punto de vista podemos afirmar valores y normas que pretenden universalidad, es decir, que sean universalizables. El filósofo peruano Fidel Tubino señala que la complejidad de este problema reside en que, por un lado, actuamos y argumentamos siempre desde las culturas, los contextos, los valores convencionales y las normatividades locales; pero, por otro, necesitamos «disponer de normas con validez inter-contextual, y, en este sentido, universalizables, porque nuestras sociedades son (…) socialmente complejas y culturalmente diversas. Vivimos entre diferentes y las normas de convivencia —para que obliguen éticamente a los agentes morales— deben ser intersubjetivamente plausibles» (Tubino 2007: 79-80). Así, las reflexiones que hemos planteado hasta ahora tienen, como fondo, preguntas como las siguientes:

• ¿Desde dónde entender unos valores o normas éticas mínimas para la convivencia que pretenden ser universales, y que, al mismo tiempo, no pueden desvincularse de los contextos y culturas?

• ¿Es posible identificar algunas normas y valores universalizables sin caer en la imposición de las normas y valores del grupo cultural hegemónico?

Consideramos que estas preguntas, por más intentos de respuesta que tratemos de darles, permanecerán siempre abiertas. Cada vez que intentamos articular alguna propuesta de mínimos éticos universalizables que guarden relación con los contextos y culturas (como veremos en el caso de los derechos humanos), deberemos tener claro que nos movemos en el terreno de lo que pretende ser razonable, es decir, de las propuestas que asumen sus propios límites y se abren a nuevas interpretaciones y modos de comprender sus alcances. De este modo, este tipo de interrogantes sirven como guía y orientación para continuar con la reflexión.

Antes de continuar, haremos un añadido «metodológico». Preguntas como las anotadas líneas antes han aparecido tras reflexionar sobre la diversidad y el pluralismo en un contexto particular como el peruano. En este sentido, por decirlo de alguna manera, hemos elegido una «vía interna» para plantear los asuntos de los mínimos éticos y el universalismo. Creemos importante mencionar que, en los debates éticos contemporáneos, es común encontrar otra vía argumentativa para llegar a este tipo de preguntas: una «vía externa» que toma como punto de partida la necesidad de construir unos mínimos éticos de convivencia a escala regional y global.

Efectivamente, la diversidad y el pluralismo, en sus diferentes dimensiones, se han potenciado debido a los múltiples intercambios económicos y culturales que la globalización ha traído consigo. El mundo contemporáneo es testigo de cómo resurge la afirmación de identidades étnicas y culturales locales, y de cómo se busca llevar a cabo procesos de integración regional. Además, tenemos el hecho irreversible de los nuevos

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flujos de migración internacional que transforman las condiciones de convivencia entre grupos y personas diversos en los países de destino. Como vemos, los retos de la diversidad y el pluralismo a escala internacional plantean con intensidad creciente la necesidad de compartir criterios éticos y normas transculturales para la convivencia entre países y en su interior. Así, a través de esta segunda vía argumentativa, llegamos a las mismas preguntas acerca de las potencialidades de un universalismo ético.

ÉTICA DE MÍNIMOS Y ÉTICAS DE MÁXIMOSDecíamos que, en una sociedad moralmente pluralista, desde las distintas concepciones de vida buena que los distintos grupos pueden ofrecer, es posible reconocer unos mínimos comunes de convivencia válidos para todos. Para ampliar esta perspectiva y antes de retomar la cuestión del universalismo ético en el caso de los derechos humanos, continuaremos haciendo referencia a la propuesta de Adela Cortina acerca del tema de los mínimos éticos y a la distinción que establece entre «ética de mínimos» y «éticas de máximos».

Para esta autora, las normas y valores que componen ese mínimo común compartido por los miembros de una sociedad pluralista, más allá de sus concepciones de vida buena y sus propuestas de vida feliz, conforman una «ética cívica», una ética que vincula a las personas en cuanto ciudadanas, es decir, en cuanto miembros de una comunidad política donde se crean lazos entre quienes pertenecen a religiones, culturas, familias y profesiones distintas. De este modo, en sociedades concretas que se comprenden como moralmente pluralistas, la ética cívica se entiende como una ética de mínimos, mientras que las éticas que ofrecen propuestas de vida feliz son consideradas como éticas de máximos.

Las éticas de máximos intentan mostrar caminos de cómo ser feliz, desde concepciones globales del ser humano y de su realización en la vida social. Todas estas concepciones de vida buena, que conviven en una sociedad pluralista, se superponen entre sí definiendo una zona de intersección que es la que define, precisamente, una ética de mínimos comunes. La ética de mínimos no tiene como prioridad pronunciarse sobre cuestiones de felicidad y de sentido de la vida, sino sobre cuestiones de justicia, lo que puede exigirse moralmente como mínimo a todos los ciudadanos. De esta manera, en una sociedad pluralista, se comparten unos mínimos de justicia, progresivamente ampliables; al mismo tiempo, se respetan activamente los máximos de felicidad y de sentido de la vida no compartidos y se promueven los máximos que sí se comparten11.

11 Cfr. Cortina 2005: 137-141.

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Esta distinción entre «ética de mínimos» y «éticas de máximos» de Cortina toma explícitamente como base una distinción presentada por el filósofo estadounidense John Rawls, quien desde 1971, con su obra Teoría de la Justicia, contribuyó significativamente a renovar la filosofía política contemporánea. En su obra Liberalismo político, de 1993, Rawls distingue entre «doctrinas comprehensivas del bien», ofrecidas por distintos grupos culturales y religiosos; doctrinas filosóficas e ideologías políticas, cuyo fin es orientar la vida de las personas hacia proyectos de vida feliz; y una concepción moral y política de la justicia para las instituciones políticas, sociales y económicas de una sociedad (lo que este autor califica como la «estructura básica» de una sociedad). Se trata de una concepción de justicia que ya comparten los ciudadanos de sociedades con democracia liberal y que forma parte de su cultura política. Así, este autor propone la necesidad de construir una concepción política de justicia que, partiendo de la cultura política ya existente entre los ciudadanos, se construya desde el «consenso entrecruzado» de las diversas doctrinas razonables de vida buena, tanto religiosas como filosóficas y morales12.

Cabe añadir que tanto la propuesta de Cortina como la planteada por Rawls se enmarcan en otra distinción más general en el ámbito de la filosofía moral y política: la distinción entre lo justo y lo bueno, entre el deber y el bien, entre una concepción moral de la justicia —compartida por los diferentes grupos de una sociedad— y los distintos ideales de felicidad existentes. Como apunta Cortina, los proyectos de vida buena, personales o colectivos, cobran sentido desde lo que cada persona o grupo considera su «bien», desde lo que cada uno elige como meta a partir de sus preferencias, deseos, convicciones religiosas o ideológicas, sus tradiciones culturales e historia. Las normas que nacen desde estos proyectos son obligatorias para quienes se interesan y están convencidos de ellos. Por tanto, tienen el carácter de invitaciones y consejos. En cambio, lo correcto o lo justo no invita ni aconseja: obliga a actuar en el sentido de lo moralmente valioso y, por consiguiente, exige universal cumplimiento13.

12 Cfr. Rawls 2005.13 Cfr. Cortina 2007a: 388. Conviene recordar que la distinción entre lo justo y lo bueno da lugar a que puedan diferenciarse dos tipos de teorías éticas paradigmáticas: las deontológico-formalistas y las teleológico-sustancialistas, a las que el filósofo peruano Miguel Giusti denomina, respectivamente, «éticas de la autonomía» y «éticas del bien común», modelos que priorizan una u otra dimensión para tratar de dar cuenta de la obligación moral. Las éticas teleológicas (télos = fin) toman como prioritarios la idea de bien y los valores que persigue una determinada comunidad para, desde ahí, construir lo moralmente obligatorio, es decir, lo correcto o justo. Las éticas deontológicas (deón = deber) parten de lo correcto o justo expresado en normas que reclaman validez universal, normas que ofrecen un marco para que las personas puedan vivir legítimamente lo que consideren su bien. Como señala Giusti, en la ética contemporánea, predominan las propuestas de conciliación entre estos modelos de ética, pues se admite de modo explícito que es necesario reconocer la validez de algunos de los argumentos que ambos reivindican, aunque con frecuencia suele mostrarse una tendencia a privilegiar una u otra postura. Cfr. Giusti 2007: 41.

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Cortina enfatiza que las opciones por unos modelos de vida feliz son cuestiones que pueden compartirse y comunicarse. Los demás pueden comprendernos o discrepar, pero siguen siendo apuestas personales; no tendría sentido exigir a los demás que adopten nuestra postura. En cambio, las exigencias de justicia que definen una ética de mínimos son, necesariamente, interpersonales, puesto que pretenden valer intersubjetivamente. Según esta autora:

«(…) quien dice “esto es justo” no se propone expresar sólo su punto de vista, no se propone expresar sólo su opción, sino que cree manifestar una convicción que los demás deberían compartir, o explicar muy bien porqué (sic) no lo hacen. (…) Y quien dice “esto es injusto” no cree que es igualmente aceptable lo contrario, y está esperando a que su interlocutor aporte razones para defender su punto de vista.» (Cortina 2007b: 18)

Tomando distancia de Rawls y acercándose a los planteamientos de la ética discursiva —como la que proponen los filósofos alemanes Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel—, Cortina sostiene que quien mantiene exigencias de justicia universalizables en una ética de mínimos tiene que estar abierto a un diálogo en el que los argumentos, las experiencias y los testimonios pueden afirmar, modificar y ampliar dichas exigencias. Por ello, una ética de mínimos es una ética intersubjetiva, en la que resulta necesario que los distintos grupos puedan discernir cuáles son aquellas exigencias y normas éticas que todos deberíamos tener como justas14.

¿Cuál es la relación entre ética de mínimos y éticas de máximos? Ambas están mutuamente interrelacionadas; entre ellas, existe un vínculo de complementariedad, no de mutua exclusión. Apostar por el desarrollo de una sociedad pluralista implica reconocer que ambas buscan conformar una sociedad justa y feliz. Por este motivo, es necesario articular la relación entre ética de mínimos y éticas de máximos, de modo que se potencie dicho pluralismo y la posibilidad del diálogo entre diversos.

14 Cortina 2007b: 21. ¿Cómo discernir aquellas normas éticas que todos deberíamos dar por justas? Esta es una pregunta a la que las «éticas procedimentales» (como es la ética discursiva) han tratado de responder. Como parte de las «éticas de la autonomía» (en términos de Giusti), estas propuestas se centran en los procedimientos por los que podemos encontrar normas justas. Es decir, no buscan decidir sobre lo justo y lo injusto, lo que corresponde a las personas en su vida diaria desde la propia capacidad de darse sus propias normas (autonomía). Sin embargo, lo que sí buscan estas éticas es descubrir los procedimientos racionales que permiten tomar decisiones sobre la justicia de las normas. Por ejemplo, en el caso de la ética del discurso, las normas justas se alcanzan a partir del reconocimiento recíproco de quienes se saben interlocutores válidos en diálogos racionales. La fuerza de los mejores argumentos, los argumentos que satisfagan intereses universalizables, serán los que obliguen a los interlocutores a dar por justa una norma (cfr. Cortina 2007b: 181-183). Según la autora, las éticas procedimentales permiten argumentar filosóficamente la ética cívica de las sociedades pluralistas; sin embargo, sus postulados resultan insuficientes para dar cuenta del conjunto de factores que se ponen en juego cuando los seres humanos hacemos frente a nuestras comunes obligaciones de justicia. Para una crítica de las éticas procedimentales y la insuficiencia de sus alcances, cfr. Cortina 2007b: 196-201.

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La autora que venimos comentando nos ofrece algunas pistas para entender esta relación entre mínimos y máximos15. En primer lugar, la relación entre ética de mínimos y éticas de máximos será una «relación mutua de no absorción»; es decir, ninguna ética civil está legitimada para prohibir o intentar anular alguna de las éticas de máximos que respetan los mínimos de justicia comunes. Asimismo, ninguna ética de máximos está autorizada para absorber o anular la ética civil.

En segundo lugar, los mínimos «se alimentan» de los máximos y pueden encontrar desde estos nuevas sugerencias de justicia, es decir, «que quien plantea unas exigencias de justicia lo hace desde un proyecto de felicidad, por eso sus fundamentos, sus premisas, pertenecen al ámbito de los máximos»16. Los máximos tienen un potencial dinamizador que puede aportar positivamente a la adhesión de los mínimos de justicia. Por ello, en una sociedad pluralista, es razonable promover el fortalecimiento de las cosmovisiones y tradiciones, tanto culturales como religiosas, ya que conectan y asumen los contenidos de una ética cívica de mínimos. En esta idea planteada por la filósofa, encontramos ecos explícitos de los argumentos del estadounidense Michael Walzer en su propia manera de entender los mínimos éticos y lo que denomina «minimalismo moral». Para este influyente autor, los significados minimalistas se encuentran siempre «arraigados» o «enraizados» en moralidades máximas concretas asociadas a contextos históricos y culturales particulares17.

Finalmente, las éticas de máximos en una sociedad pluralista también pueden autointerpretarse y repensar sus planteamientos desde la ética de mínimos. La ampliación de los horizontes de justicia en la ética cívica puede contribuir a que las éticas de máximos enriquezcan sus propias propuestas.

En suma, se trata de evitar la separación entre mínimos y máximos. Para la autora, lo más inteligente es «hacer que las propuestas felicitantes lo sean realmente de felicidad y que las exigencias de justicia se robustezcan desde sí mismas y desde las raíces que les dan sentido» (Cortina 2005: 144).

Esta relación complementaria entre ética de mínimos y éticas de máximos resulta significativa para entender las reflexiones que vienen a continuación. Así, cuando afirmemos más adelante que los derechos humanos pueden constituirse en expresión de mínimos éticos sin desvincularse de las condiciones históricas ni de los contextos culturales en los que pretenden ser válidos, estaremos haciendo hincapié en cómo sus

15 Cfr. Cortina 2005: 143-145.16 Cfr. Cortina 2005: 143.17 Cfr. Walzer 1994: 33-35.

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formulaciones se nutren necesariamente de las tradiciones culturales, religiosas y morales en las que operan. Si los derechos humanos pueden convertirse en fuente de obligación moral para las personas en tanto ciudadanos sujetos de derechos y deberes, es porque pueden «engancharse» a las motivaciones y valores que persiguen las personas como parte de sus proyectos de vida feliz en contextos histórica y culturalmente situados.

LOS DERECHOS HUMANOS COMO MÍNIMOS ÉTICOS: LÍMITES Y CONDICIONESAl reflexionar sobre el pluralismo moral en sociedades como la nuestra, hemos hecho hincapié en la necesidad de contar con normas éticas mínimas compartidas y válidas para diferentes contextos éticos y culturales. En efecto, como sugiere el español Xabier Etxeberria, la afirmación de la diversidad y el pluralismo presentes en una sociedad ya supone ciertas pretensiones de universalidad descrita en términos de mínimos éticos que contemplan un espacio amplio y plural de éticas de máximos. Para este autor:

«(…) si se quiere el respeto a la pluralidad es porque se aprecian de modo relevante valores como la autonomía de las personas y de los grupos identitarios, o como el de la diversidad. Y si se desea la viabilidad no traumática de la pluralidad, deben postularse inevitablemente normas que regulen creativamente los conflictos que aparecen entre las particularidades de los individuos, entre la particularidad del individuo y la dominante en su grupo de pertenencia y entre las particularidades intergrupales.» (Etxeberria 2002: 305)

En este marco de reflexión, podemos entender los derechos humanos como una expresión de un universalismo de mínimos éticos, un universalismo que se nutre fundamentalmente —aunque no exclusivamente— de la experiencia histórica de las sociedades occidentales. Desde esta experiencia particular y en su formulación más simple, los derechos humanos se entienden como derechos universales inherentes al ser humano «en cuanto tal» y que, como tales, han de ser respetados por los individuos y los Estados.

Si bien el reconocimiento jurídico de los derechos humanos a nivel nacional o internacional es una condición fundamental para que puedan ser promovidos, protegidos y garantizados por los Estados (tal como sucede con los apartados de «derechos fundamentales» de los textos constitucionales, o cuando aparecen en las declaraciones y pactos internacionales de derechos que los Estados ratifican), no podemos olvidar que estos derechos han sido y son principalmente invocados en un sentido que va mucho más allá de su sentido legal o jurídico. El lenguaje que utilizamos comúnmente cuando

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apelamos por los derechos de las personas excede el sentido jurídico que les podemos atribuir a estos. En este punto, compartimos la perspectiva de quienes afirman que los derechos humanos son, ante todo, exigencias morales.

Como indica Javier Muguerza, antes de su positivización jurídica, los derechos humanos son exigencias morales (de, por ejemplo, recibir un trato acorde con nuestra condición de seres dignos, libres e iguales, es decir, un trato justo) que individuos y grupos desearían ver jurídicamente reconocidas por la única y poderosa razón de ser seres humanos. En la argumentación de este autor, se trata de individuos y grupos que se vieron enfrentados con un consenso anterior que les negaba, justamente, la condición de sujetos de derechos, y por eso su condición de disidentes18. Históricamente, son quienes han luchado por el reconocimiento de los derechos humanos de las llamadas tres «generaciones» de derechos: la primera definida por los derechos civiles y políticos; la segunda por los derechos económicos, sociales y culturales; y la tercera por los denominados derechos de los pueblos a la paz y al desarrollo. En sus palabras:

«(…) los textos constitucionales permanecerían mudos en materia de derechos humanos si no hubiera habido individuos y grupos de individuos dispuestos a luchar por ellos, ya sea para conquistarlos, ya sea para preservarlos después de conquistarlos, ya sea para ampliarlos y extenderlos tras su preservación y consolidación.» (Muguerza 2007: 527)

Las pretensiones universalistas de los derechos humanos han sido criticadas desde distintas posiciones, en ocasiones asociadas a las reivindicaciones de determinados grupos o colectivos subordinados ante las formas hegemónicas del ejercicio del poder en las sociedades occidentales. Aquí queremos mencionar las críticas «culturalistas», aquellas que hacen énfasis en el contexto histórico y cultural desde el que surgen tales derechos, así como en la necesidad de contemplar las diferencias entre la cultura occidental hegemónica y las culturas no occidentales subordinadas cuando se trata de comprender los alcances de estos derechos.

Como señala Miguel Giusti, el cuestionamiento culturalista de los derechos humanos y la defensa cerrada del universalismo se han realizado, muchas veces, a modo de confrontación y han llevado a ambas posturas hacia extremos que se excluyen entre sí19.

18 Cfr. Muguerza 2007: 516-517. Para este filósofo, el acto de disentir es un acto llevado a cabo por individuos, puesto que solo a título individual y actuando moralmente se puede decir «no» y desobedecer una ley injusta. Sin embargo, los individuos, integrados en un grupo, pueden disentir juntos, lo que multiplica el efecto público de sus acciones, pero siempre será un grupo de individuos que disienten. Este grupo constituirá siempre una suma de disensos. Cfr. Muguerza 2007: 529.19 Cfr. Giusti 1999: 229.

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Por un lado, están quienes dicen que los derechos humanos son válidos universalmente para todas las culturas, es decir, un universalismo «ciego a la diferencia». Por otro, están los que sostienen que el solo hecho de aceptar estos derechos implica aceptar la dominación de la cosmovisión occidental y la hegemonía del individualismo, el dominio instrumental de la naturaleza y la economía capitalista de mercado.

Si pretendemos contar con elementos de juicio que nos permitan encontrar una perspectiva equilibrada que recoja lo que de razón tienen ambas posiciones, es preciso ofrecer argumentos que permitan el diálogo entre dichas posturas. Esta tarea de avanzar hacia una solución dialéctica que apunte hacia la salida de dicha controversia ha sido asumida por el mismo Giusti, quien ha sintetizado los principales argumentos que se plantean en este debate20.

¿Cuáles son las principales críticas hacia el universalismo ético de los derechos humanos? Se ha señalado que, bajo una apariencia de mínimos éticos, estos esconden propuestas de máximos provenientes de la particular experiencia de las sociedades occidentales, que los derechos humanos suponen una concepción individualista de la persona humana, y que la defensa de las libertades civiles y políticas resulta funcional a un sistema económico capitalista y a las leyes del mercado. También se critica la hipocresía a la que puede llegar el discurso sobre derechos humanos, en tanto busca encubrir las graves injusticias y desigualdades estructurales en el orden económico internacional que contradicen abiertamente el discurso de la igualdad entre los seres humanos. Una razón más en contra del universalismo de los derechos humanos es la que indica que, al hacer valer los derechos de un sujeto abstracto desarraigado de sus tradiciones y concebido de modo neutral, se están desvalorizando y deslegitimando los contextos culturales a los que pertenecen los individuos. Así, el supuesto ideal democrático de los derechos humanos se contradice con una actitud de desvalorización cultural desde las sociedades occidentales hacia las no occidentales, una actitud que no reconoce en su justa medida la autonomía de estas últimas.

Frente a este tipo de críticas, el universalismo ético expresado en los derechos humanos ha sabido responder desde su propia capacidad para asumir y procesar muchas de las críticas que se señalan en su contra. Como indica Giusti:

20 En lo que queda de este apartado, haremos referencia al análisis y perspectiva de síntesis que propone Giusti en Alas y raíces. Ensayos sobre ética y modernidad (1999). Asimismo, recogeremos los sugerentes planteamientos de Etxeberria (2002) respecto de las condiciones que permiten fundamentar un universalismo ético de mínimos que tome como referencia los derechos humanos. Ambos filósofos nos ofrecen claves importantes para una comprensión actual de las posibilidades y límites que tienen los derechos humanos para enfrentar los retos de sociedades plurales ubicadas en contextos interculturales.

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«Si se sostiene que esta concepción no contempla suficientemente la autonomía de otras culturas, o que desconoce fácticamente los derechos de algún grupo social, no se está en realidad necesariamente cuestionándola en su esencia, sino, por el contrario, se le está utilizando en un sentido normativo para exigir que sea realizada de un modo más consecuente. Jürgen Habermas habla por eso de una dimensión de “autorreferencialidad” (…) de los derechos humanos. (…) Quien denuncia sus limitaciones o quien formula una crítica en su contra, están en el fondo reivindicando un derecho y lo están haciendo en nombre de los principios de autodeterminación que subyacen a esta misma concepción.» (Giusti 1999: 239)

Efectivamente, cualquier posición culturalista que quiera dar por aceptable su posición en una sociedad pluralista (es decir, descartadas las «soluciones» que optan por la confrontación sin posibilidad de diálogo) necesita una concepción moral y jurídica que trascienda los límites de su propia tradición para poder ofrecer alternativas de convivencia con otras culturas particulares. Además, dado que cualquier tradición cultural puede desarrollar formas represivas y etnocéntricas que opriman a sus propios miembros, el universalismo de los derechos humanos puede también constituirse como una instancia crítica desde la cual denunciar los posibles atropellos y abusos que, en nombre de «la tradición» o «la cultura», puedan ejercerse contra las personas que las conforman. Las convicciones morales expresadas en los derechos humanos suelen ser el motor de las reivindicaciones por reconocimiento y respeto sostenidas por las personas o grupos de disidentes que forman parte de la misma cultura en cuestión, sobre todo, en realidades donde un poder autoritario aduce que los derechos humanos son una imposición cultural o una influencia de grupos con intereses ajenos a la propia cultura21. Del mismo modo, los derechos humanos, como instancia crítica, sirven de plataforma para denunciar toda forma de manipulación del mismo discurso de los derechos por parte de las mismas sociedades occidentales, cuando se utilizan para justificar formas injustas de opresión y violencia —como se ha evidenciado, por ejemplo, en la invasión arbitraria a países con argumentos de la llamada «guerra preventiva»—.

21 No olvidemos que las culturas no constituyen unidades cerradas al cambio o a la relación con otras culturas. Por ejemplo, la sola mención de «la» cultura occidental o «la» cultura andina muestra el uso de un lenguaje que generaliza lo que, de por sí, está constituido por particularidades diversas. Visiones monistas o estáticas al respecto obstaculizan cualquier comprensión que quiera dar cuenta de la complejidad existente al interior de los grupos que se identifican con alguna cultura en particular. Los planteamientos sobre un universalismo de los derechos humanos abierto a las diferencias que presentamos en este apartado suponen realidades culturales cambiantes y dinámicas. Si esto es así, los derechos humanos pueden recibir (y de hecho reciben) el enriquecimiento que ofrece el diálogo intercultural, tanto en su dimensión moral como jurídica, tanto en el desarrollo de sus contenidos como en las formas y declaraciones que se adoptan.

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En la propuesta de Giusti, una vez que llegamos a aceptar la validez parcial de las posturas universalistas y culturalistas, podemos dar un paso más y llegar a un «consenso dialéctico» que resulta del reconocimiento de un conjunto de reglas comunes que no lleva a renunciar a los principios de la propia cosmovisión cultural. Para este autor, para reconocer derechos humanos comunes, no tendría por qué ser necesario renunciar a la cosmovisión religiosa de una cultura particular, ni tener que admitir la ruptura de la solidaridad social o la necesidad de la racionalidad instrumental de la sociedad de mercado22.

Yendo más allá de lo planteado por Giusti, Etxeberria propone un modelo desde el cual es posible sostener la universalidad de los derechos y deberes humanos como mínimos éticos, siempre y cuando entendamos que se trata de una universalidad significativamente mediada por lo contextual y lo cultural, de modo que se constituya en una universalidad abierta a la diferencia. El modelo que ofrece está basado en una «circularidad hermenéutica» donde las convicciones que sostienen la concepción de los derechos humanos se deben interpretar buscando su legitimidad racional a través de procesos públicos de deliberación inspirados en ellas.

Así, por ejemplo, en lo que se refiere a la dignidad humana (el núcleo principal de la concepción de los derechos humanos), esta se nos muestra como una convicción fuerte a partir de la experiencia de lo intolerable. Es lo que sucede cuando decimos «¡Esto es indignante!» frente a situaciones de daño injustificado contra las personas. La fuerza de esta experiencia es la que nos incita a un compromiso que nos desborda y así surge la exigencia de unos deberes comunes. Sin embargo, junto a su fuerza, esa convicción nos muestra sus límites, pues depende de lo que los seres humanos podamos hacer o no. No hacernos daño, no utilizar a las personas como si fueran cosas y respetar nuestra dignidad común son convicciones creadas en procesos históricos. En otras palabras, indica Etxeberria, solo podemos sostener nuestras convicciones acerca de la dignidad si reconocemos que se trata de un saber transhistórico (es decir, que sabemos que está «desde siempre»), pero que aparece de modo explícito a través de un proceso histórico en el que ha recibido el aporte de diversas narraciones, interpretaciones y argumentaciones muchas veces en conflicto. Por todo ello, podemos reconocer que esa convicción de la común dignidad de los humanos permanece en un «fondo durable», pero que sigue pidiendo ajustes y reformulaciones en los actuales contextos23.

22 Cfr. Giusti 1999: 243.23 Cfr. Etxeberria 2002: 310-311.

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Desde esta manera de entender el universalismo ético de los derechos humanos, se afirma como universal no un listado detallado de los derechos y deberes que hoy podemos encontrar en las declaraciones y pactos internacionales, sino un núcleo básico de derechos, entendidos como exigencias morales. Se trata de una lógica intercultural enraizada en las dimensiones liberadoras y creativas presentes en las culturas y en el diálogo crítico entre estas. Desde esta lógica, resultarían afirmadas las exigencias morales que la tradición explícita de los derechos ha formulado con las palabras dignidad, libertad, igualdad y fraternidad24. Este conjunto de derechos-exigencias morales permite que sean afirmados algunos preceptos mínimos que se derivan de ellos, como los de la prohibición de la esclavitud, el genocidio, el apartheid, la tortura, las desapariciones forzosas, las ejecuciones arbitrarias, así como los principios vinculados al respeto de la integridad de la persona y de su capacidad de expresión.

Más allá de la inevitable densidad moral que rodea a los contenidos de palabras tales como «dignidad», «libertad» o «esclavitud», y de cómo pueden estar vinculadas y, de hecho, arraigadas a tradiciones particulares e históricamente situadas, creemos que el argumento de Etxeberria apunta a identificar un núcleo de valores y normas que posibilitan formas de convivencia humana razonables. En este contexto, «convivencia» supone la valoración básica de la vida e identidad de cada persona humana, en sus capacidades de expresión individual en el seno de las comunidades y grupos a los que pertenecemos y decidimos pertenecer. Son estos contenidos los que pretenden universalizarse desde el llamado «diálogo intercultural».

Por ello, en la propuesta de este autor, así como la universalidad se hace concreta en este núcleo de exigencias morales, la particularidad «se concreta como la encarnación plural de los principios antedichos en las culturas específicas y sus tiempos históricos» (Etxeberria 2002: 311). Estas formas específicas no son arbitrarias, no solo porque no contradicen los derechos básicos, sino porque, desde los contextos y culturas, se les puede dar —con sus riquezas y límites— ciertos contenidos materiales. Desde esta perspectiva, la universalidad de los derechos humanos puede «pluralizarse» y quedar abierta al cambio. A través del diálogo intercultural, esa universalidad puede, justamente, afinarse desde la encarnación específica de los derechos humanos en cada cultura.

Resumiendo los argumentos de Etxeberria, la universalidad de los derechos humanos puede ser sostenida en tanto se logre una articulación dialéctica de tres dinámicas: (i) la toma de conciencia crítica de la historicidad de los derechos, de sus contingencias y dependencia frente a contextos y culturas, y de su apertura al cambio y la pluralidad; (ii) la afirmación, aun en un lenguaje múltiple y transitorio, de un momento

24 Cfr. Etxeberria 2002: 311.

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transhistórico y transcultural que desborda los contextos particulares, momento que se convierte en una instancia crítica y normativa; (iii) la búsqueda de una universalidad dialógica que adopte la perspectiva de un diálogo intercultural, entendido como un proceso inacabado donde las particularidades de cada cultura no solo son inevitables sino potencialmente enriquecedoras25.

Antes de concluir, retomemos el hilo de nuestra argumentación. Líneas antes, nos preguntábamos cómo entender mínimos éticos para la convivencia que pretendan ser universales y que, al mismo tiempo, no se desvinculen de los contextos y culturas. Desde los planteamientos de Giusti y Etxeberria, hemos ofrecido argumentos a favor del potencial que tienen los derechos humanos como expresión de unos mínimos éticos universalizables, siempre y cuando los entendamos desde su propia capacidad de adaptación a los retos que supone la convivencia entre personas y grupos diversos en sociedades pluralistas, y sean evaluados bajo condiciones de apertura a la pluralidad y al diálogo intercultural. En este marco, es posible entender los derechos humanos como la expresión de unos mínimos éticos universalizables en sociedades moralmente pluralistas y culturalmente diversas; y reconocer y atender a las particularidades de personas y grupos que reclaman un trato respetuoso de sus diferencias desde una lógica intercultural.

DERECHOS HUMANOS, DIÁLOGO Y CULTURA CÍVICA EN EL PERÚAl inicio de este artículo, nos preguntábamos si era posible construir reglas de juego compartidas, unos mínimos éticos que puedan regular la convivencia entre personas y grupos diversos en el Perú, como ciudadanos de un orden democrático correspondiente a una sociedad moralmente pluralista. También señalamos que, considerando ese propósito, lo más razonable y coherente era tomar en cuenta la voz y la participación de todas las personas y grupos involucrados.

Luego del camino recorrido, podemos afirmar que los derechos humanos, desde los límites y condiciones señalados, gozan del potencial suficiente para constituirse en un referente central en la articulación de unos mínimos éticos universalizables. Para evitar que el universalismo ético de los derechos humanos implique el atropello de las diferencias en sociedades pluralistas —en particular, las diferencias culturales—, hemos visto necesario que los derechos humanos permanezcan abiertos a la pluralidad, lo que no es otra cosa que una universalidad definida por el diálogo intercultural.

25 Cfr. Etxeberria 2002: 319.

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Este diálogo intercultural «de ancha base», como lo califica Tubino, resulta imprescindible si queremos contar con normas que gocen de validez intercontextual. Sin embargo, como sostiene el mismo autor, para que el diálogo pase a ser «acontecimiento», es preciso construir las condiciones que lo hagan posible. En sus palabras, esto implica «reconstruir las relaciones de discriminación instaladas en las estructuras simbólicas de la sociedad y generar espacios de reconocimiento donde el diálogo sea posible» (Tubino 2007: 95).

La construcción de espacios de reconocimiento que propicien el diálogo (ya sea como espacios de encuentro con el otro o como espacios de deliberación pública de cuestiones que atañen a todos los grupos involucrados) tendría como referente crítico unos mínimos éticos basados en derechos humanos, universalizables y sensibles a las diferencias. Esta apertura a las diferencias es la que posibilita enriquecer los contenidos normativos de estos derechos desde la experiencia misma del diálogo entre diferentes, proceso que podría alcanzar el nivel de la normatividad jurídica.

Como puede notarse, la formulación general de estas cuestiones permite incluir a todos los grupos sociales que activamente luchan por reivindicar sus identidades y derechos. Estos mínimos éticos pueden constituir una plataforma válida para darles legitimidad a cuestiones referentes a las reivindicaciones de los derechos de las mujeres, y a las demandas de quienes defienden los derechos de las minorías (o mayorías) culturalmente marginadas y la diversidad de identidades y orientaciones sexuales, cuestiones todas relevantes en una sociedad pluralista.

Respecto del reconocimiento de las minorías y mayorías culturalmente discriminadas, sabemos que se trata de uno de los grandes retos históricos que, como país, aún tenemos pendiente. Más allá de algunas medidas de promoción y de discriminación positiva, requerimos radicalizar el diálogo intercultural hasta llegar a una aceptación y valoración de las diferencias que haga posible la expresión de formas de vida sin humillación ni discriminación cotidianas. Para ello, resulta fundamental la promoción e implementación de políticas públicas interculturales, sobre todo, en los terrenos más sensibles para la afirmación y supervivencia de las culturas: derechos a expresarse en su propia lengua en espacios públicos oficiales, derechos territoriales como pueblos indígenas, políticas educativas que integren activamente el bilingüismo, y la adecuación intercultural de las reglas de representación política y de administración de justicia. Nuevamente, la base crítica para establecer los alcances y límites de todo lo que pueda realizarse en estos campos estaría señalada por tales mínimos éticos

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centrados en los derechos humanos, contando con la posibilidad abierta de enriquecer sus contenidos desde los contextos diversos en que se ejercen.

Luego de estas consideraciones, es importante enfatizar que, en tanto estos mínimos éticos para la convivencia constituyen primordialmente «exigencias de justicia», se trata de desarrollar iniciativas y políticas que atiendan simultáneamente las demandas por reconocimiento de derechos diferenciados, y que permitan la redistribución de los bienes sociales y económicos necesarios para el ejercicio de derechos, como condiciones básicas para una ciudadanía efectiva26.

Construir espacios de reconocimiento que propicien el diálogo desde una base de mínimos éticos compartidos no solo facilitaría la convivencia entre personas y grupos diferentes. En general, podría ser el modo concreto desde el cual responder a las aspiraciones éticas por reconocimiento, equidad e inclusión, que, como decíamos, forman parte de nuestra autocomprensión actual como sociedad peruana. De esta manera, la toma de conciencia progresiva de unos mínimos éticos compartidos que nos exigen considerarnos iguales con nuestras diferencias, teniendo los mismos derechos y oportunidades para alcanzar niveles de vida humana digna, puede impulsarnos a una mayor identificación con nuestra diversa y compleja realidad social. Además, el desarrollo específico de espacios donde reflexionar, deliberar y ofrecer soluciones inspiradas en criterios éticos comunes puede contribuir significativamente a potenciar nuestros compromisos personales, grupales e institucionales para encontrar salidas a los problemas de inclusión y falta de reconocimiento que enfrentamos como sociedad.

Por eso, creemos que unos mínimos éticos así concebidos constituyen la piedra angular de una cultura cívica compartida por los peruanos y peruanas. Se trata de una cultura cívica marcada por la pluralidad y la apertura hacia el otro, y que, al ser un proyecto en construcción, no dejará de ser nunca un ideal por alcanzar. Esta cultura cívica nos permite sentirnos parte de proyectos comunes, y se manifiesta en actitudes de respeto hacia las normas de convivencia social, de aceptación de los «otros» y de rechazo a la discriminación. Desde ella, podemos apreciar el valor del diálogo como la mejor forma de solucionar conflictos interpersonales y sociales. En suma, una cultura cívica que valora la diferencia, el trato justo y la solidaridad entre quienes se saben ciudadanos.

26 Aquí aludimos a un importante debate académico y político surgido en los últimos años. Dos protagonistas importantes en esta discusión son el alemán Axel Honneth y la estadounidense Nancy Fraser. Véase al respecto Fraser y Honneth 2006.

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Pilar Robledo Ríos*

«(…) es justa toda oposición que erijamos contra cualquier propósito de reducirnos a la calidad de cosas, y de despojar con ello de significado nuestra existencia. La condición de personas, que nos es propia, no solo nos permite una tal oposición, sino que también —y antes aun— nos la exige.» (Schkolnik 2007: 107)

INTRODUCCIÓNEn el mundo contemporáneo, la crisis de la ciudadanía ha constituido un problema global1. Los cambios económicos, producto del proceso de globalización, han motivado el reordenamiento de las bases jurídicas y políticas, y, por tanto, del Estado. En ese contexto, el debate que se ha desarrollado para definir qué es o en qué consiste la ciudadanía ha sido tan complejo que, a pesar de varios siglos de reflexión, no se ha logrado establecer un consenso sobre esta condición de las personas.

De acuerdo con Alfaro, históricamente, la noción de ciudadanía se remonta a la Grecia clásica del siglo VI a. de C.; sin embargo, señala que son «múltiples las formas institucionales que ha adoptado y las orientaciones normativas que ha tenido» (Alfaro 2008: 202), y siempre habría estado vinculada con la pertenencia a una comunidad política. No obstante, en un contexto moderno, esta noción empezó a adquirir ciertas particularidades: la conformación de las sociedades vinculada con el surgimiento del

* Bachiller en Lingüística Hispánica por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesora del Área de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

1 Cfr. Beiner 1997: 5.

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capitalismo y con la burocratización del Estado implicó un cambio radical respecto del manejo de la autoridad (del Gobierno) y de la posición de las personas (los gobernados) en un Estado-nación. Este cambio dio lugar al surgimiento de una autoridad pública, cuyo gobierno se basaría en la universalidad de la ley, lo que generaría cambios radicales en la concepción de los individuos de una sociedad y, por tanto, en las formas de relacionarse.

Sin embargo, de acuerdo con los intereses y necesidades de los sujetos, la idea de ciudadanía ha ido cambiando en el tiempo y en los distintos lugares en los que se ha desarrollado: la ciudadanía se concibe como un proceso en el que los sujetos de una determinada sociedad han buscado incorporarse en un contexto en el que puedan recibir beneficios y vivir bien. En este proceso, los aspectos geográficos, temporales, ideológicos, entre otros, han cumplido y cumplen un papel importante.

Por su parte, en Hispanoamérica, luego del inicio de las repúblicas latinoamericanas, se dio lugar a un proceso de construcción del concepto de ciudadanía bajo los principios de la Modernidad a partir de la ruptura con el Antiguo Régimen. De ese modo, de acuerdo con Guerra, se impusieron «los principales elementos constitutivos de la política moderna: el fin definitivo del absolutismo, la noción contractual de la nación y su soberanía, la necesidad de apelar a estos últimos conceptos para legitimar todos los poderes, una concepción igualitaria y prácticamente universal de la ciudadanía, las elecciones modernas» (Guerra 1999: 58). Sin embargo, dicha ruptura no trajo consigo ni completa ni inmediatamente la aplicación de estos elementos modernos, muchos de los cuales se encontraban «impregnados de imaginarios y de prácticas heredadas del Antiguo Régimen» (Guerra 1999: 58). Así, si bien el absolutismo desapareció formalmente, permaneció en la práctica cotidiana: los que poseían el poder buscaron la legitimación de un Gobierno vertical a través del control de las elecciones. Del mismo modo, fue recurrente que primasen los «beneficios» colectivos sobre los derechos individuales. Desde esa primera etapa de la idea de ciudadano en Hispanoamérica hasta la actualidad, el proceso ha cambiado, pero sigue siendo complejo2.

En esa línea, el presente ensayo tiene como objetivo reflexionar sobre la noción de ciudadanía a partir de la revisión de los aspectos que la configuran y de las situaciones que la cuestionan, sobre la base de la lectura e interpretación de ciertos aspectos de la realidad del Perú.

2 Cfr. Alfaro 2008: 202.

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LA CIUDADANÍA: UNA CONDICIÓN PARA REFLEXIONAREl término «ciudadanía», tal vez, no nos resulte ajeno. Hoy, más que nunca, parece tener mucha difusión. A diferencia de hace tres o cuatro décadas, se lee, se escucha y se aplica en diversos ámbitos, como el educativo, el político, el institucional, y con mayor frecuencia. En este sentido, en ocasiones, nos enfrentamos a una serie de cuestionamientos aparentemente sencillos de responder, cuya reflexión parece innecesaria, dada su supuesta obviedad. Sin embargo, si nos detenemos por un momento para repensarlo con mayor profundidad, es posible que nos encontremos con un panorama más complejo que el que podríamos imaginar. Para empezar a abordar el tema, convendría intentar responder una serie de preguntas bastante comunes, de modo que podamos confirmar o desmentir dicha obviedad: ¿te consideras un ciudadano peruano?, ¿por qué?, ¿qué consideras que te «hace» ciudadano? y ¿qué características te definen como un ciudadano?

La respuesta a la primera pregunta podría ser una afirmación contundente: «Sí. Soy ciudadano peruano». Sin embargo, es posible que, dependiendo de la edad que tengamos, algunos duden al intentar una respuesta: «¿Y si aún no cumplo dieciocho3, soy ciudadano o no?». Otras respuestas podrían llevarnos a vincular la condición de ciudadano con el hecho de haber nacido en un país determinado, por ejemplo, en el Perú. De esta manera, el asumirnos como ciudadanos estaría relacionado, probablemente, con la emisión y posesión de una partida de nacimiento o con el Documento Nacional de Identidad (DNI), entre otros documentos expedidos y certificados por las instancias correspondientes del Estado que nos identifiquen por medio de nombres, apellidos paterno y materno, fecha y lugar de nacimiento, etcétera. Es decir, podríamos pensar que alguno de los documentos mencionados nos otorga la ciudadanía. Del mismo modo, es posible creer que estar (y ser) conscientes de que tenemos derechos que deben ser respetados y de que tenemos que cumplir con una serie de deberes podría ayudarnos a darle más sentido a la noción de ciudadano, a pesar de que, muchas veces, no sepamos con certeza cuáles son esos derechos y esos deberes.

Sin embargo, si bien las características y aspectos dados en estas respuestas pueden ser válidos, no serían, al parecer, suficientes para definir en qué consiste la ciudadanía. Las características atribuibles comúnmente a la ciudadanía, que pueden ser tan evidentes y básicas, y que muchos de nosotros damos por sentadas, no son generalizables, en tanto no se cumplen para todas las personas en el mundo ni en el Perú, ya sea por convicción o por ineficacia. Así, por la primera razón, algunos Estados han

3 En el Perú, la mayoría de edad se alcanza formalmente a los dieciocho años y, con ello, se logra la capacidad para participar en los procesos electorales nacionales. Es decir, se faculta al individuo para ejercer el derecho al voto, entre otros derechos.

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establecido un marco legal bajo el cual existen personas que pueden ser consideradas ciudadanos y otras personas que no. Esta diferencia determinará, legalmente, que algunos gocen de derechos que a otros les serán negados.

Por ejemplo, en muchos países árabes, aún persisten leyes que no consideran a todos los habitantes como iguales. En Kuwait, solo se le permite votar a la población masculina. Las leyes marroquís excusan el asesinato o la injuria de una esposa que es sorprendida en el acto de cometer adulterio; sin embargo, se castiga a las mujeres que agreden a sus maridos en las mismas circunstancias. En Myanmar, país del sudeste asiático, existen tres tipos de ciudadanía con tres tipos diferentes de derechos; de hecho, para ser ciudadano con plenos derechos, se debe demostrar que se tienen antepasados en Myanmar desde antes de 1824: solo los de esta categoría pueden recibir educación superior. Egipto, Marruecos, Jordania y Arabia Saudita tienen leyes que establecen que la herencia de una mujer debe ser menor que la de sus hermanos varones (usualmente, alrededor de la mitad del monto que estos reciben). Y, en este último, Arabia Saudita, todos los varones reciben un carné de identidad a los quince años, pero, en el caso de aquellos que sean considerados hijos «ilegítimos», no figurará ningún apellido; y, como no se les permite usar el apellido de la madre, deben optar por apellidos ficticios como «Saudi» o «Jedawwi»4.

Por otra parte, en otros Estados, si bien la ciudadanía no está negada legalmente, esta no se cumple por ineficacia o falta de recursos de las instituciones gubernamentales: un Estado que no logra integrar y satisfacer mediante políticas públicas aspectos materiales y culturales que requieren ser atendidos. Un estudio5 realizado sobre poblaciones indígenas en Sudamérica señala que el acceso al registro de nacimientos suele presentar obstáculos para estas poblaciones, entre los que se encuentran la pobreza, el nivel educativo de la madre, el acceso de las madres a atención prenatal y de partos en el sistema de salud oficial, las distancias entre las comunidades y los centros de servicios del Estado, los costos indirectos (transporte y tiempo de viaje), procedimientos legales para inscripción tardía o el hecho de que los mismos padres no cuentan con documentos legales que los identifiquen6.

4 Cfr. Unicef 2006.5 Cfr. Unicef 2009.6 De acuerdo con el informe (Unicef 2009), las barreras que limitan el acceso de pueblos indígenas al Registro Civil de Nacimiento se pueden clasificar en diversos tipos: por persistencia del modelo colonial (imposición de nombres no indígenas, funcionarios que desconocen el derecho indígena y las leyes con disposiciones especiales para indígenas, oferta centralizada de servicios y a través de la institucionalidad estatal, maltrato y discriminación por parte de funcionarios, ausencia de desagregación étnica en indicadores de sistemas estadísticos nacionales); por procedimientos administrativos de exclusión (funcionarios monolingües, correcciones para reposición en caso de errores de nombres costosas y lentas, migrantes urbanos indígenas que mantienen sentido de pertenencia territorial y demandan registro de hijos en comunidades de origen); por percepciones culturales

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Una primera reflexión sobre los casos presentados nos permite señalar que no basta con haber nacido en un espacio geográfico determinado, por ejemplo, en un país, para ser considerado ciudadano. Esta circunstancia de la vida no establece, de manera generalizada, que una persona adquiera automáticamente la condición o el «estatus» de ciudadano. En segundo lugar, no basta con ser una persona, un ser humano, para acceder a la ciudadanía; en muchos lugares, dependerá del sexo —masculino o femenino—, de la edad —ser adulto o niño—, de la etnia, del acceso a recursos económicos, entre otros, así como del sistema político y el tipo de Estado vigente.

De acuerdo con el caso de los países árabes señalados, se observa que el marco jurídico propio de cada Estado y sus instituciones gubernamentales son las instancias que determinarán cuál debe ser el perfil del ciudadano y, por tanto, quiénes son «aptos» para gozar de ciertos derechos. En este sentido, tal vez, lo que más sorprenda de estos casos es que lo que podría considerarse, desde ciertas perspectivas (filosóficas, jurídicas, políticas, entre otras), como un trato desigual o injusto hacia ciertos sectores de la población esté normado y sea considerado legal. Por otra parte, de acuerdo con el caso de las poblaciones indígenas latinoamericanas, el reconocimiento de todos dependerá de cuán eficaces puedan ser dichas instancias para cumplir con reconocer y velar por el respeto de los derechos de todos los ciudadanos.

LA ADQUISICIÓN DE LA CIUDADANÍA FORMAL: RECONOCIMIENTO BÁSICO DEL SUJETO DENTRO DE UN ESTADO MODERNOEs probable que algunas de las concepciones de «ciudadano» o de «ciudadanía» presentadas no coincidan con la idea que cada quien tiene sobre estos términos. En los casos presentados, hay una serie de aspectos que cuestionan esta noción, de la que, al parecer, resulta difícil hacer referencia en términos de universalidad. Si bien en muchos países, como es el caso del Perú, el Estado no niega la ciudadanía a las personas que hayan nacido en estos países y cuyos apoderados decidan registrarlas ahí, es difícil no sentirse interpelado sobre nuestra propia condición de ciudadanos. No bastaría, entonces, con cumplir una serie de «requisitos» como los planteados al inicio para ser considerado como tal. Es decir, ser registrado (oficialmente) por el Estado y, por tanto, ser un ciudadano formal no garantiza que los sujetos logren el ejercicio pleno y la consolidación de la ciudadanía. Sin embargo, sí constituye un requisito dentro de un Estado moderno y democrático, un primer y trascendental paso en la configuración de esta condición.

sobre registro civil de nacimiento (servicios del Estado desvinculados de los sistemas de registro tradicionales, mayor valoración del bautismo en Iglesias que del registro civil, utilidad vinculada al acceso a otros servicios del Estado y no como objeto de derecho humano).

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¿Y cómo se constituye la ciudadanía a nivel formal para los peruanos? Revisemos el siguiente caso que, si bien no representa a la mayoría, muestra lo que aún falta por hacer. De acuerdo con un informe7 publicado en el diario El Comercio, el 25 de agosto de 1970 nacieron las mellizas Úrsula y Juana Urbina Machuca en San Pablo de Occo, una comunidad campesina de Anchonga en Huancavelica. Ambas fueron registradas con el mismo nombre (Úrsula Juana Urbina) en una misma acta de nacimiento. Para diferenciarlas, sus padres las llamaron a una Juana y a otra Úrsula. Con el único documento con el que contaban, ambas fueron bautizadas, se casaron y obtuvieron el DNI, pero el Reniec8 canceló el DNI de Juana y mantuvo el de Úrsula al pensar que eran la misma persona. Desde ese momento, Úrsula es quien ha votado, la que se ha beneficiado del programa Juntos9, la que existe oficialmente. Las hermanas contaron que fue el médico que atendió el parto quien les recomendó a sus padres que les pusieran el mismo nombre. Dicen que es una práctica común recomendarles a los padres de mellizos y gemelos que les coloquen un solo nombre para que las madres no sufran en caso de que se llegue a producir la muerte de alguno, hecho que tiene altas probabilidades de suceder dadas las condiciones de pobreza que se viven en muchas zonas rurales del Perú, en este caso, de la sierra. Úrsula se casó por la Iglesia, mientras que Juana se casó también, pero por civil. Sin embargo, Úrsula es quien aparece oficialmente como esposa del esposo de Juana, quien, al parecer, la abandonó a esta y a sus cinco hijos. Así, al existir oficialmente solo una de ellas, Úrsula es la que puede ejercer sus derechos, cumplir sus deberes y recibir ciertos beneficios que ambas deberían gozar. Ante este caso, las salidas que se propusieron fueron dos: de acuerdo con Reniec, se analizaría la única partida existente para crear una segunda, lo que demandaría varios meses; la Defensoría del Pueblo, por su parte, sugirió que Juana se bautice con otro nombre que podrían elegir, por ejemplo, sus hijos. Este caso, que podría calificarse como sui géneris por muchos, muestra una cara, tal vez no muy difundida, de la situación de los indocumentados en el Perú.

Como se señala en el reportaje periodístico, sin DNI, el ciudadano no existe para el Estado; no es sujeto de deberes ni de derechos. Si bien no existe un número exacto, la cifra aproximada de 1 200 000 personas indocumentadas, que se ha manejado en los últimos cuatro años, revela la grave situación en la que se ha encontrado y se encuentra aún una gran cantidad de personas en el Perú, quienes, al no ser reconocidas oficialmente por el Estado, es decir, al no existir formalmente, no «tienen» derechos,

7 Cfr. Luna 2008.8 Registro Nacional de Identificación y Estado Civil.9 Juntos (Programa Nacional de Apoyo Directo a los Más Pobres) es un programa de apoyo social del Gobierno que forma parte de la Estrategia Nacional Crecer, creada mediante Decreto Ley 032-2005-PCM.

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en la medida en que no pueden ejercerlos ni exigirlos. Se cree que la mayor parte de indocumentados son mujeres, así como niños y niñas que no son inscritos en el Registro Civil, lo que constituiría el punto de partida de la imposibilidad de obtener el DNI llegada la mayoría de edad.

En la misma línea, de acuerdo con otro informe10, durante las décadas de 1980 y 1990, ser indocumentado era una situación común en muchas poblaciones del Perú, sobre todo, de zonas rurales. El caso de Etelvina Quispe, una trabajadora del hogar, natural de un anexo rural de Lircay, un poblado del departamento de Huancavelica, da cuenta de ello. Ella señala: «Yo nunca vi la utilidad de tener DNI, en mi familia no se inscribía a los hijos, ¿para qué, si todos en mi pueblo nos conocíamos?» (Portillo 2008). La señora Quispe cuenta también que pocas personas tenían documentos «para evitar ser identificados». Con ello, quiere decir que, en medio de la violencia política de la década de 1980, en muchas poblaciones sobre todo de zonas rurales, se consideraba una ventaja no figurar en ninguna base de datos para no ser identificado ni por las Fuerzas Armadas ni por los grupos terroristas. «Era mejor que no tuvieras nombre, que no existieras» (Portillo 2008). De acuerdo con este testimonio, la idea de ciudadanía solo habría estado asociada con el registro formal y su «beneficio» no sería la protección por parte del Estado. Ese beneficio, en realidad, estaría sujeto a la coyuntura política, económica y social, de modo que, como señala Portillo, cuando la señora Quispe llegó a Lima con su familia, se dio cuenta de la necesidad de «existir» oficialmente: «Acá sí es necesario. No consigues trabajo. No puedes quedarte en ningún lado si no tienes papeles, ni siquiera en el comedor popular te aceptan» (Portillo 2008).

En la reflexión de la señora Quispe, se puede interpretar que asume la necesidad del reconocimiento formal para el ejercicio de derechos; sin embargo, también deja ver que tales derechos están enfocados hacia la subsistencia económica y alimentaria en un contexto, quizás, muy distinto del de su comunidad de origen en muchos aspectos. En este sentido, en el transcurso de varios Gobiernos, la postura del Estado se ha mantenido al margen de muchos sectores de la población y no ha permitido que estos tengan conocimiento ni la oportunidad o capacidad para el ejercicio y exigencia del respeto de los derechos fundamentales. Sin embargo, esta falta de formalidad no significa, necesariamente, que las personas no hayan sido elementos determinantes en su propio desarrollo ni miembros activos de su comunidad. Por el contrario, estamos hablando de personas y de muchas comunidades que, al margen del Estado, se organizaron para vivir. En el caso de la señora Quispe, el nuevo contexto en el que se encuentra (ya sea porque ahora vive en otro lugar y en otra época) le permite acceder, a quien antes no «existía»

10 Cfr. Portillo 2008.

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oficialmente, a participar dentro de los parámetros establecidos por el Estado, situación cuestionable, ya que no es la forma óptima ni la más justa para «incorporarse» al Estado.

Por otra parte, como se sabe, la situación de las personas indocumentadas no solo es producto de dos décadas de violencia política, sino de una historia política más larga y compleja que ha vivido nuestro país. En esta, la poca capacidad de acción y, por tanto, la falta de reconocimiento por parte de las instituciones del Estado hacia varios sectores de la población han sido y siguen siendo problemas urgentes de resolver. Asimismo, se debe tener en cuenta que los factores culturales y cierta idiosincrasia —como el machismo— han servido para justificar, por ejemplo, la falta de reconocimiento legal de muchas personas. No obstante, si bien son los padres o madres las personas responsables de registrar a sus hijos luego del nacimiento, no es posible adjudicarles la responsabilidad en todos los casos, dado que el problema puede ser más complejo que una cuestión de falta de voluntad. Es importante tener en cuenta que las condiciones materiales para que todas las personas puedan acceder a la «formalidad» de ser reconocidas como ciudadanos no son las óptimas.

Los casos de las hermanas Urbina y de la señora Quispe, representativos de un sector de la población, muestran que, en el Perú, la llamada ciudadanía formal11 sigue siendo un reto que espera superarse pronto12. Como se sabe, el derecho a la identidad es un derecho fundamental que se consigna en el inciso 1, artículo 2 de la Constitución Política del Perú y que está estrechamente vinculado con la dignidad de la persona13. El Estado, entonces, debe asegurar tal derecho a través del registro de las personas y de la emisión de una identificación que le permita a cada una diferenciarse y ejercer sus derechos y deberes. El Perú es un país con diferencias culturales, lingüísticas, sociales, entre otras, que, a pesar de que no deberían generar desigualdades en el reconocimiento o en la consideración por parte del Estado, en muchos casos, sí constituyen factores que dificultan el acceso de todas las personas a la ciudadanía. Esta situación evidencia la inequidad que, entre otros factores, ha generado una ciudadanía de segunda clase en

11 De acuerdo con Castro, la ciudadanía formal es aquella que permite determinar, en términos legales, la identidad que el individuo adquiere por pertenecer a una comunidad política relevante, como el Estado-nación. Cfr. Castro 2002: 39-42.12 Se calcula que el número total de menores de dieciocho años de edad que no tiene partida de nacimiento es de 313 500, mientras que el de mayores de dieciocho años de edad que no tienen DNI es 890 600 (332 400 hombres y 558 200 mujeres). Además, un informe del Reniec de 2008 señala que 850 mil peruanos permanecen en condición de indocumentados y otros 700 mil aún no cambian la antigua libreta electoral de tres cuerpos por el DNI.13 Además, de acuerdo con la Defensoría del Pueblo, en el ámbito internacional, se encuentra en el artículo 6o de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que señala que «todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica». Ha sido también reconocido en tratados, como la Convención Americana sobre los Derechos Humanos de San José de Costa Rica —en sus artículos 3o y 18o—, la Convención sobre los Derechos del Niño en sus artículos 7o y 8o, y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en sus artículos 16o y 24o, mediante los cuales se establecen obligaciones para el Estado.

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el Perú. Esto significa que las personas indocumentadas están impedidas, por ejemplo, de votar, casarse, realizar una denuncia penal, entre otros derechos reconocidos por la Constitución Política del Perú vigente, lo que constituye una situación grave teniendo en cuenta que todos formamos parte de un Estado, teóricamente, moderno y democrático14.

Así, el acceso a la ciudadanía formal constituye un aspecto vital: es un paso que implica el reconocimiento por parte del Estado, lo que supone que todos somos iguales frente a este. Ese reconocimiento permite establecer un marco de protección para los ciudadanos. Por ello, se presume que el ejercicio de la ciudadanía debe sustentarse en un marco jurídico que asegure el respeto y delimite el campo de los derechos y deberes que les correspondan a todos. En este sentido, resulta fundamental que, en nuestro país, se busque alcanzar la igualdad a partir del reconocimiento de la diferencia —como hecho, como una realidad concreta— y de la toma de conciencia de la desigualdad. Solo así será posible hablar de ciudadanía, la cual debe desarrollarse en un escenario en el que existan y funcionen las siguientes instancias: un sistema jurídico que reconozca el principio de igualdad en su sentido más amplio, instituciones con objetivos claramente delimitados y la garantía irrestricta —entendida como Estado de derecho— de que el poder de quienes gobiernen será limitado, con el fin de salvaguardar los derechos fundamentales de los sujetos y de modo que se mantenga un entorno de respeto absoluto tanto del ser humano como del orden público.

¿QUIÉN ES EL «OTRO»?, ¿QUIÉN SOY YO?: LA CONFIGURACIÓN DE LAS IDENTIDADES Y EL RECONOCIMIENTO DE LA DIGNIDAD DE LOS SUJETOS COMO BASE DE LA CIUDADANÍA¿Cómo se construye la ciudadanía en un contexto tan diverso? ¿Qué elementos, además de la formalidad o legalidad, necesitamos? ¿Cómo podemos convivir en una misma sociedad tantos «otros»? Todos podemos ser el «otro», aquel que, más allá de las diferencias, es igual a mí, a nosotros, pero que no comparte nuestra forma de ser, de pensar ni de actuar. A pesar de ello, como señalan varios autores, el encuentro con el otro es un hecho que difícilmente podemos evitar. Esta posibilidad exige de cada quien

14 Cabe señalar que, durante los últimos cinco años aproximadamente, el Estado, a través de la institución encargada, Reniec, y de los ministerios competentes en el tema, ha realizado campañas de registro y emisión del DNI a adultos en zonas de extrema pobreza con la finalidad de entregarlo gratuitamente a los pobladores mayores de dieciocho años de edad y, en las localidades catalogadas como pobres, se pagará ocho soles en el Banco de la Nación. Asimismo, con el objetivo de simplificar y hacer más eficaz el circuito de documentación, Reniec está emitiendo los DNI de los recién nacidos para evitar la emisión de la partida de nacimiento, entre otras medidas implementadas para solucionar este problema.

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reconocer la humanidad del otro, así como reconocemos la propia. Esta constituye «la experiencia fundamental y universal de nuestra especie» (Kapuscinski 2007). El reconocimiento del otro supone aceptar que todas las personas son libres de vivir y opinar de maneras diversas y distintas entre sí.

El principio en el que se basa la aceptación de tal diversidad es el reconocimiento de la dignidad, de la posibilidad de ser vulnerable ante otros. Sin embargo, como señala Pelè (2004), a pesar de que el debate filosófico actual busque fundamentar la dignidad humana en la necesidad de aliviar el sufrimiento, no queda claro «por qué el alivio del sufrimiento debe ser el único y principal bien moral». En este sentido, plantea que la vulnerabilidad humana debe considerarse un elemento para identificar los rasgos de la naturaleza, pero no puede ser el fundamento de la dignidad. Por ello, «lo que importaría no serían las causas biológicas de la vulnerabilidad humana, sino entender cómo y cuándo el ser humano se preocupó de su propia vulnerabilidad y de la de los demás para deducir unas reglas de comportamiento que se fundan en el respeto» (Pelè 2004: 13). De esa manera, como veremos más adelante, el reconocimiento de la dignidad humana supone la existencia de diferencias entre los individuos, pero rechaza que esas diferencias justifiquen un tratamiento desigual y excluyente, basado en la inequidad, por parte de las instituciones o un trato degradante entre los individuos. Por esta razón, será necesario establecer una forma de regulación que proteja la dignidad de los seres humanos15, que se base en que es inherente al ser humano, que es inviolable, que es un fin en sí misma y que, a la vez, tiene un sentido normativo.

Sin embargo, si bien la justificación de la inviolabilidad de la dignidad es coherente y parece natural, en realidad, es producto de una reflexión histórica; es producto, además, de la decisión y del acuerdo entre los sujetos: la inviolabilidad de la dignidad se establece como un principio para la convivencia. Y, si bien la dignidad se asume como un fin en sí mismo —cuyo valor ya no deriva de la filiación, origen, posición social o cargos políticos que podría ejercer el individuo16—, la historia moderna nos ha mostrado que no siempre ha prevalecido tal principio en las relaciones entre «otros». Tal vez, su carácter aparentemente abstracto y la desmesura para alcanzar intereses propios han invisibilizado la prioridad y necesidad de su aplicación. Así, se ha intentado justificar el uso de distintos medios para eliminar la diferencia, para alcanzar un supuesto «bienestar». En este sentido, la búsqueda de la igualdad es una apuesta, una aspiración, que se traduce como derecho. Los grupos humanos se han formado y

15 Cfr. Pelè 2004: 12.16 Cfr. Pelè 2004: 10.

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nos seguimos formando en diversos contextos, donde, si bien prevalece la diferencia, se buscan vínculos o referentes que nos permitan vivir y convivir. Y una forma de establecer vínculos se traduce en la búsqueda de pertenencia a un grupo: buscamos reconocimiento. De esta manera, el desarrollo del sentido de pertenencia de un sujeto hacia uno o varios grupos se dará a partir de su reconocimiento por parte de estos.

Entonces, el sentido de pertenencia implica que el sujeto tiene plena conciencia de pertenecer a una comunidad que presenta una identidad propia. Dicha comunidad, a su vez, ha sido constituida por las ideas y principios de sus propios miembros. Así, el desarrollo del ser humano depende de la relación que establece un individuo con un grupo determinado, en tanto este permite establecer una dinámica basada en entregar y recibir. Solo así el sujeto podrá «construirse» a partir de los elementos significativos que pueda obtener de esta relación de pertenencia. El reconocimiento permitirá que los sujetos sean tomados en cuenta y puedan lograr vivir bien en relación con otros. De esta manera, dará lugar a la conformación de los sujetos, de sus identidades, las mismas que serán definidas y construidas dialógicamente17. Si se da tal reconocimiento en términos positivos, se dará el reconocimiento de la dignidad del sujeto y, por tanto, el inicio del proceso de construcción de la condición de ciudadano. Por el contrario, su falta dificultará el pleno ejercicio de la ciudadanía, de tal modo que el sujeto será invisibilizado por un sistema hegemónico incapaz de reconocer la dignidad debajo de las identidades que han sido construidas en la relación con los otros y que lo definen en varios sentidos.

No obstante, ¿qué sucede cuando, en un escenario más amplio, donde coexisten varios grupos humanos que en teoría aspiran a alcanzar objetivos comunes, los procesos de reconocimiento y de construcción de identidades se han producido, históricamente, solo en el interior de los grupos y no entre estos? Los hechos de Bagua, por ejemplo, muestran claramente la incapacidad o desinterés por conocer, respetar y dialogar entre «identidades» distintas, y exigen una profunda reflexión18. El 5 de junio de 2009, la «inseguridad jurídica sobre la propiedad de las tierras de las comunidades indígenas de la Amazonía, la indiferencia de un lado y la desconfianza del otro avivaron el conflicto»19. La negación del Gobierno para derogar cinco decretos legislativos que afectaban la seguridad jurídica de sus tierras —que, además, fueron promulgados contraviniendo el Convenio 169, artículo 6o, inciso a, en el que se señala la obligatoriedad de la consulta ante medidas como las promulgadas—, y la posterior e irresponsable provocación a

17 Cfr. Taylor 1993: 43-55.18 La extensión de la Amazonía ocupa el 61% del territorio nacional; tiene una población indígena de 332 975 habitantes, lo que representa aproximadamente el 1,1% de la población total del país. Ahí, se encuentran 65 de las 71 etnias del país, agrupadas en quince familias lingüísticas.19 Diario El Comercio 2009b.

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través de un anuncio publicitario en cadena nacional generaron un enfrentamiento condenable e innecesario, en el que fueron asesinados veinticuatro policías y nueve nativos, además de quedar varias personas heridas. Esta situación refleja que, si bien a través de la norma oficial se legitiman las particularidades —las diferentes identidades—, por un mal entendido principio de equidad se apuesta por el «desarrollo» de unas en perjuicio de otras.

Por ello, específicamente en relación con el caso de Bagua, no solamente es necesario, como se vio al inicio, que todos los pueblos indígenas sean reconocidos formalmente mediante el registro civil y que se reconozcan los derechos individuales, sino que, además, se respete el ejercicio de los derechos colectivos.

En esa misma línea, es pertinente hacer referencia también a las dos décadas de violencia política más cruenta vivida en el Perú (1980-2000), que dan cuenta de la incapacidad y el desinterés que también deben ser revisados en este caso.

Ha pasado el tiempo y, a pesar de las graves consecuencias de ambos episodios, no ha primado un debate que nos mueva a repensar y plantearnos cómo queremos y debemos convivir. Si bien ha habido algunos logros a nivel jurídico, aún hay mucho por resolver, por sanar: falta determinar y sancionar a muchos responsables, así como urge generar cambios sustanciales a nivel de una agenda que permita establecer acuerdos a largo plazo que reconozcan a la sociedad en general.

Convivir implica establecer principios básicos para relacionarnos. Con ello, se vuelve latente la posibilidad del encuentro con el «otro» y de iniciar una relación dialógica sobre la base de un proceso de construcción de identidades basado en el reconocimiento. Si bien, como ya se señaló, lo concreto es que las identidades personales, culturales y sociales siempre nos van a «igualar» con otros y, a la vez, «diferenciar» de otros, lo que debe prevalecer es la conciencia sobre la humanidad del otro. Por ello, cabe señalar que no basta con un discurso conciliador, esperanzador y promisorio: es necesario apelar «al autorrespeto, autoestima y autoafirmación de la persona», condiciones de la dignidad, así como «al reconocimiento, respeto y cumplimiento de condiciones concretas (culturales, materiales, económicas, políticas, etc.)»20. El respeto de la dignidad de las personas se debe concebir como la base de las relaciones humanas. Eso significa que nuestras acciones deberían aspirar a un trato igualitario y justo que nos permita a todos el pleno ejercicio de nuestra ciudadanía.

20 Cfr. Stalsett 2005: 49-51.

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Sin embargo, no se debe perder de vista que la noción de ciudadanía responde a un proceso cultural e histórico también:

«(…) [La ciudadanía es] el resultado de un proceso cultural en la historia personal de cada uno y en la [historia] colectiva de una sociedad. (…) Analizar así al ciudadano es abordar de otra manera el problema de la democracia, no como una cuestión institucional o sociológica en la que la historia no representa más que un telón de fondo para dar colorido a la escena, sino como un elemento esencial de inteligibilidad.» (Guerra 1999: 33)

Es importante, entonces, tener en cuenta que, en nuestro país, como en muchos otros, se ha desarrollado una tendencia que perdura hasta hoy en día: la homogeneización de las comunidades en función de un ideal nacional. Esta idea, contradictoriamente, parte de una supuesta igualdad para caer en la esencialización de las identidades, de modo que se vuelve excluyente y legitima la desigualdad, realidad que se vive en el Perú —como se vio en los sucesos de Bagua— y sobre la que seguiremos reflexionando.

¿VÍNCULOS EN UN PAÍS TAN DIVERSO?: LA NECESIDAD DE IDENTIFICARNOS Y ENTENDERNOSDe acuerdo con Quiroga, «el concepto de ciudadanía ha estado siempre determinado por la dialéctica de la inclusión-exclusión» (Quiroga 2007: 113) en términos legales. Esto quiere decir que, de todos los derechos que pueden poseer los individuos, los derechos políticos solo les corresponden a los ciudadanos por principios establecidos por el Estado, ya sea nacimiento, opción o naturalización. Así, actualmente, en el Perú, como en otros países, un extranjero no goza de ciertos derechos como votar en las elecciones municipales, por ejemplo. En este sentido, el estrecho vínculo entre «ciudadanía» y «nacionalidad» tiene correspondencia directa con el concepto de Estado-nación, propio de la Modernidad. Esto significa que, en la actualidad, la pertenencia en términos legales a una nación, es decir, una determinada nacionalidad, es lo que determina la condición de ciudadano de un sujeto y, con ello, la posibilidad de reconocimiento y de respeto del ejercicio de deberes y derechos del mismo. Esta idea, a pesar de que puede ser discutible para algunos especialistas, es considerada como una noción aceptada y difundida en los Estados modernos. Sin embargo, en el Perú, hemos tenido grandes dificultades para lograr su aplicación. Manrique señala lo siguiente:

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«Contra lo que suele suponerse, no existe una correspondencia necesaria entre el hecho político de fundar un estado y el hecho social de forjar una nación. En el Perú que nació a la vida independiente a comienzos del siglo XIX, el estado precedió a la nación. Un orden republicano supone la existencia de ciudadanos autónomos, sujetos independientes, considerados iguales ante la ley, pero la mayoría de los peruanos no estaba en esa condición. Era muy poco lo que tenían en común los criollos que habitaban el litoral y los indígenas del interior: hablaban diferentes idiomas, tenían distintas culturas, comían, vestían, se divertían de manera diferente, tenían diversas cosmovisiones, diferente religiosidad, etc.» (Manrique 2005: 9)

No se forjó previamente la idea de nación: se fundó una república sin las condiciones para construir una comunidad nacional. El Perú es un país diverso y, paradójicamente, con muchas dificultades para ser tolerante frente a tal diversidad. No sorprende escuchar que las relaciones entre nosotros se basan, muchas veces, en los aspectos que nos diferencian, como rasgos físicos, sexo, edad, opción sexual, lugar de origen, nivel educativo, posición económica, capacidades físicas, etcétera, de modo que, desde todos los flancos, es posible encontrar casos de discriminación y de violencia implícita o explícita que dejan de lado el (auto)reconocimiento de cada quien como ciudadano. Estos problemas que afrontamos como país se reflejan en las limitaciones para el ejercicio de la ciudadanía.

Como se ha señalado, esta situación podría tener sus orígenes en nuestra compleja historia, por lo que es útil reflexionar sobre algunas ideas o datos que reflejan parte de esta. De acuerdo con Grompone y Huber, en las sociedades latinoamericanas, como el Perú, las personas no logran establecer vínculos ni sólidos ni estables con aquellas que no pertenezcan al entorno o sean «conocidas» o «recomendadas» por dicho entorno. La cadena de relaciones sociales se basa en la desconfianza existente entre los miembros de la sociedad en general y hacia las instituciones públicas21. Un aspecto vinculado con la desconfianza es el que se refleja en un estudio de USAID (2008) sobre gobernabilidad y democracia22. En este, se observa que la corrupción es uno de los problemas que

21 Cfr. Grompone 2005, Huber 2007.22 USAID 2008: «La hipótesis general que guía este trabajo es que un buen gobierno genera actitudes positivas entre los ciudadanos, lo que a su vez genera un mayor nivel de apoyo de los votantes hacia las instituciones políticas, apoyo que es necesario para consolidar la democracia. Sin embargo, es preocupante que, cuando el sistema político no satisface las necesidades de la ciudadanía, esta pierde fe en la democracia, con lo que se abre el camino a opciones no democráticas, como el populismo o las “dictaduras electorales”. Este estudio se centra en el análisis de cuatro actitudes esenciales para establecer una democracia estable: 1) Creencia en la democracia como el mejor sistema posible. Creencia en el concepto “churchilleano” de democracia, a saber, que la democracia a pesar de todos sus problemas es mejor que cualquier otro sistema de gobierno; 2) Creencia en los valores esenciales de los que la democracia depende. Creencia en las dos dimensiones clave que definen la democracia según Robert Dahl (1971), derecho de oposición e inclusión; 3) Creencia en la legitimidad de las instituciones claves de la democracia: el ejecutivo, el legislativo, el sistema de justicia y los partidos políticos; 4) Creencia de que se puede confiar en otros: la confianza interpersonal».

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deteriora la legitimidad de las instituciones políticas: el Perú ocupa uno de los primeros lugares de la región en porcentaje de ciudadanos que declara haber sido víctima de un acto de corrupción, así como ocupamos un lugar relativamente alto en relación con el promedio de gente que afirma que la corrupción entre los funcionarios públicos se encuentra generalizada, a pesar de que, en relación con un estudio análogo de 2006, estos porcentajes han disminuido.

Además, de acuerdo con el mismo informe, los indicadores macroeconómicos señalan el crecimiento de la economía y la reducción de la inflación, con un modesto crecimiento del empleo. No obstante, a pesar de que se ha anunciado tantas veces que estamos creciendo económicamente, no es fácil generar cambios en un nivel más profundo. En este escenario, son las instituciones representativas (partidos, Congreso, presidencia) las que generan el menor nivel de confianza ciudadana, lo que revela que el desarrollo de las redes sociales se encuentra muy limitado. Estos bajos niveles de legitimidad de las instituciones pueden despertar una tendencia a apoyar el ejercicio no democrático del poder, situación recurrente en la política latinoamericana, en la que hay una tendencia al populismo por parte de los gobernantes y una tendencia de los sujetos a sacrificar o ceder un sistema democrático a cambio de alcanzar o, por lo menos, encaminarse en un «progreso» económico-social23. Muestra de ello es el desconocimiento, desinterés o desconfianza por parte de la población hacia mecanismos que posibiliten el diálogo en función de intercambiar opiniones, proponer alternativas, tomar decisiones y actuar en conjunto, tanto a corto y mediano como a largo plazo, mecanismos que permitan cambios reales en la condición de los ciudadanos, es decir, de todos.

Nos encontramos, entonces, ante un escenario complejo en el que, más allá de cuán real sea, hay una fuerte percepción de que el compromiso, entendido como conciencia de un acuerdo implícito basado en la confianza, puede ser trasgredido, lo que genera repercusiones en el trato cotidiano y en otros niveles. Por esa razón de orden estructural, es decir, por la debilidad de vínculos basados en la confianza, el ejercicio de la ciudadanía podría verse limitado: al parecer, la percepción generalizada, a pesar de que no sea de la totalidad ni de la mayoría, es que el ciudadano no espera nada ni está dispuesto a dar nada. Esta sensación tan extendida —aunque, como ya se mencionó, no necesariamente real— reflejaría las graves dificultades que tenemos para establecer mecanismos que permitan superar la fragmentación y la desestructuración social. Como consecuencia de esto, el sujeto puede considerar, en algunos casos, que no es necesario ni urgente el establecimiento de esos mecanismos y, en otros, que no se cuenta con la capacidad de generarlos. Este contexto, además de la falta de confianza que ya se ha señalado, evidencia la falta de reconocimiento de la dignidad del sujeto como principio para la convivencia.

23 Cfr. USAID 2008.

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Por ello, en nuestro caso, resulta un reto lograr que todos tomemos conciencia de que, más allá de las pequeñas o grandes diferencias y de las delimitaciones teóricas existentes, la ciudadanía es una, sin ninguna precisión ni calificación adicional, una que procurará el respeto más básico de los sujetos. Es un reto, además, desterrar el ejercicio de la violencia en nuestro país basado en el trato vertical de aquellos que consideran tener «más» derechos que otros, cuyo origen podría remontarse siglos atrás y que se reproduce hasta la actualidad, de manera cotidiana, en instituciones que se encargan de aspectos básicos como la salud pública, la escuela formal o la justicia, entre otros. En un escenario como este, la ausencia de confianza determina que cualquier mecanismo al que se apele para intentar enfrentar un problema se pueda agotar o descartar fácilmente. Así, las relaciones en el ámbito público se pueden ver afectadas y, como consecuencia directa, el sistema se retroalimenta negativamente.

Sin embargo, los datos indican que existe cierto nivel de confianza en las instituciones electorales, lo que es de gran importancia, en tanto la legitimidad de las instituciones representativas descansa en el reconocimiento de la elección electoral limpia y justa de las autoridades24. Asimismo, dicha investigación revela que, a pesar de los altos índices de desconfianza, el grado de involucramiento que los peruanos tienen en actividades comunitarias, en el gobierno local, en asociaciones de padres de familia o en grupos de mujeres es más alto, lo que nos daría algún indicio de no haber caído en la anomia ni en la apatía.

Inmediatamente, surgen dos preguntas: ¿a qué mecanismos se puede apelar para poder construir la ciudadanía en esos términos? y ¿cómo se puede (auto)regular una sociedad como la nuestra en función de lograr el acceso y el compromiso con la condición de ciudadanos? Si partimos de un sistema jurídico regulador, de acuerdo con Aguirre25, las sociedades modernas se sostienen en un aparato de coerción formado por un conjunto de leyes, instituciones y procedimientos: códigos, tribunales, fuerzas del orden, prisiones, entre otros, mediante los cuales el cumplimiento de tales mandatos se vuelve una «obligación» para los ciudadanos. De ese modo, la ley adecuadamente administrada permitiría procesar y resolver los conflictos; daría lugar, por tanto, a la administración de justicia.

Lo cotidiano nos muestra que nuestra sociedad, como otras, mantiene una constante: intentar convivir con los problemas que surgen tanto en el ámbito privado como en el público, en los que la diversidad de idiosincrasias y de intereses individuales

24 Cfr. USAID 2008: 11-12.25 Cfr. Aguirre 2008: 15.

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suelen ponernos al límite. Esto nos lleva a pensar que, si bien el acceso a la ciudadanía tiene como base la legalidad y el «reconocimiento» por parte del Estado, es fundamental un reconocimiento a otro nivel, uno más básico: el que debe construirse y fortalecerse en cada persona y en la sociedad, aquel que puede parecer idealizado, pero que nos permite reconocernos como seres humanos y, por tanto, como ciudadanos. Esta es una necesidad que debe ir acompañada del desarrollo de la conciencia de los derechos y deberes. Aparentemente, la cotidianidad, lo que somos, sabemos, pensamos, sentimos y creemos, parece estar desvinculada de la formalidad que implica la existencia de derechos. Por ello, no sorprende que nuestras actitudes y acciones, muchas veces, respondan automática y lógicamente a un «imaginario», es decir, a la existencia de una serie de prejuicios considerados válidos por intereses individuales o colectivos, más que a derechos o a la humanidad de un sujeto.

El caso de las esterilizaciones forzadas muestra cómo ciertas medidas ilegales, ajenas al respeto del Estado de derecho, pudieron ser aplicadas sobre la base de prejuicios legitimados de larga data, sin mayores obstáculos ni críticas que pudieran detener su implementación. Las decisiones tomadas e implementadas durante la década de 1990 para intentar regular las tasas de natalidad fueron parte de una iniciativa que se aplicó de manera sistemática y agresiva. En 1992, por recomendación de organismos internacionales, durante el gobierno de Alberto Fujimori, se declaró la «Década de la Planificación Familiar», año cuando se promulgó el Programa Nacional de Atención a la Salud Reproductiva de la Familia 1992-1995, que reemplazaría al Programa Nacional de Planificación Familiar 1988-1991. El objetivo era promover el crecimiento racional y ordenado de la población y mejorar la salud reproductiva. No obstante, esta política de planificación familiar propició la violación sistemática de derechos fundamentales tanto de mujeres como de hombres26.

26 Al ex presidente del Perú Alberto Fujimori y a tres ex ministros de Salud se los acusa de haber dirigido, entre 1996 y 2000, un plan de esterilizaciones forzadas a mujeres y hombres (215 227 ligaduras de trompas y 16 000 vasectomías) bajo presiones, amenazas e incentivos con alimentos, sin que fueran debidamente informados de la naturaleza de esas intervenciones. Del total de personas intervenidas, dieciocho mujeres murieron. De acuerdo con el informe, las evidencias en las que se basa la acusación son 56 documentos oficiales y los testimonios de diversos funcionarios del ministerio que trabajaron durante el gobierno de Fujimori. El método de planificación familiar más eficiente, en términos costo/beneficio, debía ser la ligadura de trompas y la vasectomía para disminuir el ritmo del crecimiento demográfico y, con ello, la pobreza. A partir de ello, a pesar de no contar con evidencias contundentes, las demás opciones de métodos anticonceptivos desaparecieron de los servicios públicos por decisión del Poder Ejecutivo. Ya en 1996, se señaló el inicio de un programa de planificación familiar que priorizaba la oferta del método de ligadura de trompas en los establecimientos públicos ubicados en las zonas más pobres del país. Entre 1997 y 1998, se evidenció que el Gobierno había determinado metas numéricas para los establecimientos de salud; que sus funcionarios, médicos o enfermeras recibían cuotas de captación de usuarios de este método con beneficios o sanciones si las cumplían o no; y que, en diversas ciudades o pueblos, sobre todo andinos, se realizaban festivales o campañas de ligaduras de trompas.

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Las personas afectadas fueron consideradas «ciudadanas y ciudadanos de segunda clase», quienes, probablemente, además de no tener fácil acceso a la justicia en ese momento, tampoco lo hubieran tenido a los medios de comunicación. A los pobladores andinos de zonas rurales y, en particular, a las mujeres se les atribuyó la condición de «ignorantes» y de ser los principales responsables del exceso de nacimientos. De esta manera, la falta de reconocimiento anuló caminos como el diálogo y el acuerdo para brindar las condiciones que permitieran el desarrollo de una vida sexual saludable. Estas ideas legitimadas por el discurso estatal fueron parte de la aplicación de una violencia estructural, instalada y registrada en «la memoria individual y colectiva» y que podría ser una de las razones del rechazo que se mantiene hoy en día en muchas mujeres y hombres hacia los servicios de salud estatales, sobre todo, de zonas rurales.

Por otra parte, el siguiente caso muestra cómo, en un ámbito distinto, también se produce esa falta de reconocimiento que afecta la libertad y, por tanto, la dignidad. Durante la primera quincena de mayo de 2009, fui al Hospital Nacional Eduardo Rebagliati para donar una unidad de sangre. Para poder hacerlo, el procedimiento exige que el donante se acerque al área respectiva con la «Solicitud de depósito de sangre y/o componentes para transfusiones», en la que se indica quién es el paciente, qué tipo de sangre se requiere, así como cuántas unidades se necesita. En el reverso, se señalan doce puntos con las instrucciones y requisitos para la donación de sangre:

En el punto 8, en el que se señala quiénes deben abstenerse de donar sangre, se indica: «Abstenerse de donar si toma medicamentos, ha tenido hepatitis después de los 11 años, fiebre malta, si es homosexual, promiscuo sexual, drogadicto intravenoso o si tiene tatuajes de dudosa procedencia». Si bien en una primera lectura puede parecer bastante lógico que no sean aptos para donar sangre aquellas personas que podrían

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contagiar a otras de alguna enfermedad, llama la atención que, al lado de enfermedades como hepatitis y fiebre malta, aparezca «si es homosexual».

¿Qué podría significar tal indicación en un documento oficial de una institución de salud pública? Primero, es poco probable que las personas vayan declarando su opción sexual por doquier, no porque esté mal o bien, sino porque no tendría sentido —en el mejor de los casos— o porque podrían ser objeto de discriminación —en el peor de ellos—. Si somos lesbianas, gais, bisexuales, travestis, transexuales, transgéneros, intersexuales, heterosexuales o cualquiera de las posibilidades imaginables, es un asunto que le compete a cada quien en tanto la libertad de opción sexual es un derecho. En este sentido, nada ni nadie nos puede obligar a declarar nuestra opción sexual en un Estado democrático donde las libertades están garantizadas. Sin embargo, si quisiéramos expresarlo, teóricamente, podríamos hacerlo con absoluta libertad, en tanto, por lo menos legalmente, no es una prohibición. Y, en caso de que estuviera prohibido legalmente, igual podríamos hacerlo más allá de las consecuencias que ello implique. Entonces, ¿por qué tenemos que vernos obligados a decir cuál es nuestra opción sexual y, peor aún, por qué nos tendríamos que ver obligados a ocultar nuestra opción sexual si fuéramos homosexuales cuando una entidad de salud pública del Perú, como es el caso del hospital en cuestión, no tiene el menor fundamento para llevar a cabo un acto de discriminación como el que se interpreta?

Al parecer, en este documento, se reproducen los prejuicios instalados en, tal vez, un gran sector de la población, prejuicios bajo los cuales se presume como cierta, sin ningún tipo de justificación, una generalización absurda: los homosexuales (que, en este caso, dado el prejuicio que vincula homosexual-promiscuidad-sida, podría asumirse que son hombres y no mujeres, cuando en realidad son de ambos sexos) están necesariamente afectados por alguna enfermedad contagiosa o son portadores de algún tipo de virus, por ejemplo, el VIH (Virus de Inmuno Deficiencia), que, además, no se menciona en el documento y que podría contraerlo cualquier persona más allá de su opción sexual. Es evidente que cualquier persona, independientemente del sexo o de la orientación sexual que tenga, si tiene algún tipo de enfermedad considerada contagiosa científicamente, no podrá donar sangre. Sin embargo, el problema surge cuando se asume que un grupo tiene una especie de «esencia»: una identidad claramente determinada y única que comparten «sus miembros». Esta idea lleva a establecer casi como una verdad científica que, si se pertenece en algún sentido o de alguna forma a ese grupo, se tendrán las mismas características o se actuará exactamente igual, patrones que «los miembros» del grupo en cuestión deberán cumplir por defecto.

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Lo mismo sucede con pacientes de VIH (seropositivo) y de sida, a quienes, sin importar el sexo o la edad, se les niega la atención, son discriminados, e, incluso, maltratados verbalmente en hospitales y centros de salud. De acuerdo con un informe27 de la Defensoría del Pueblo, de 2007 a 2008, del total de 149 quejas por discriminación que esta institución recibió, la mayoría de los casos fueron pacientes de VIH-sida (veintiocho casos) y, en segundo lugar, por razones de género (veintidós casos). Este problema no tiene una respuesta organizada por parte del Estado sino parcial e insuficiente, de acuerdo con lo señalado por la defensora Beatriz Merino. Esta situación, si bien se puede deber a falta de recursos en muchos casos, se presenta, principalmente, por falta de voluntad del personal médico y por la absoluta ignorancia de los procedimientos adecuados que deben cumplirse para atender a un paciente que es portador del VIH o que ya ha desarrollado la enfermedad (sida). En este caso, se puede ver que, más allá de que existan políticas gubernamentales que protegen los derechos de las personas infectadas con VIH, somos las personas quienes debemos atender esta situación; en este caso en particular, tendría que ser el personal de los hospitales (enfermeros, médicos, personal administrativo) el que debería asumir la responsabilidad de la ciudadanía.

Eso significa que debemos tener en cuenta dos aspectos que son susceptibles de cambios. En primer lugar, somos sujetos que pensamos, creemos, actuamos y nos relacionamos en el mundo de diversas maneras por distintas razones —que no son determinantes—: históricas, sociales y, también, en función de intereses particulares. En segundo lugar, la ley

«(…) responde a determinadas maneras de ver el mundo (incluyendo concepciones filosóficas, mentalidades y valores culturales), a ciertos intereses particulares (de clase, de género, de grupo) y a formas específicas de concebir el estado y su relación con la sociedad civil y los ciudadanos (formas de control y de coerción, prácticas punitivas). Con frecuencia refleja también prejuicios arraigados (religiosos, étnicos, culturales) y sirve para perpetuar (aunque, en otras ocasiones, para desarraigar) mecanismos de exclusión y de marginalización.» (Diario El Comercio 2009a)

Por eso, es necesario que los ciudadanos sean miembros activos de una sociedad. Ello exige abrir espacios para satisfacer necesidades ampliamente justificadas que, muchas veces, por costumbre, por ideología, por intereses de grupos de poder de diversa índole o por otras razones, no se ha permitido o no se permite aún que sean consideradas como derechos. En ese camino, en el que se logran derechos y se exige que sean respetados, se va construyendo, de manera continua, la ciudadanía.

27 Cfr. Diario El Comercio 2009a.

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SER Y HACER: LA PARTICIPACIÓN COMO EXIGENCIA Y COMPROMISO ASUMIDO CON LA CIUDADANÍAComo sostiene Quiroga (2006), en el transcurso de la historia, la construcción de la ciudadanía se ha basado en dos conceptos vinculados: la pertenencia a la comunidad y la participación política. Estos conceptos y la relación entre ellos han ido cambiando, lo cual ha ido generando, a su vez, transformaciones en la naturaleza de la ciudadanía.

La relevancia de la ciudadanía para la organización de la vida de los sujetos en el ámbito público reflejará las particularidades de cada sociedad28. Este proceso de (auto)reconocimiento, de construcción de identidades y de establecimiento de vínculos con una comunidad es lo que, finalmente y en gran medida, dará lugar a uno de los elementos fundamentales del ejercicio de la ciudadanía: la participación. Esta condición permitirá superar y fortalecer la llamada ciudadanía formal.

La conciencia de ciudadanía indica y recuerda que esta se establece a través de la interacción en un espacio común; por ello, no resulta posible, como ya se mencionó, que los derechos formales otorguen de manera automática la ciudadanía. Por lo tanto, el individuo será verdadero sujeto de derecho en tanto pueda ejercer efectivamente los derechos de ciudadanía29. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que, a pesar de que sea un lugar común, nuestra humanidad es lo que prevalece. Por ello, es necesario tener en cuenta los límites en la conformación de identidades, ya que exacerbarlas solo llevará a dañar al «otro».

Como ya se señaló, asumir nuestra ciudadanía también implica asumir el deber de conocer los problemas y cuestionar los estereotipos. Solo así será posible tomar una postura y actuar desde el ámbito que cada quien considere conveniente. Desde esa perspectiva, la construcción de la ciudadanía tendrá como uno de sus principales elementos la participación. Si bien ha sido vinculada con la facultad para el voto, la participación electoral es solo un aspecto de la misma. Por ello, es necesario tomar conciencia de que la vida pública no se agota con la participación en los canales políticos tradicionales como los partidos, elecciones, etcétera30. La participación ciudadana implica compromiso y responsabilidad frente a las decisiones y a las acciones que se tomen de acuerdo con lo más conveniente a nivel colectivo. La participación, entonces, supone pertenecer, ser reconocido y poder hacer ejercicio de la libertad. Constituye la capacidad y el poder para intervenir en el desarrollo social. Así, mediante el pleno

28 Cfr. Quiroga 2006: 111.29 Cfr. Quiroga 2006: 124.30 Cfr. Quiroga 2006: 118.

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ejercicio de la libertad política, se desarrolla y actualiza la capacidad de todo sujeto de cumplir con el ejercicio de los derechos en el ámbito público. Estas características son las que determinan que la ciudadanía no sea una condición inherente a los individuos, sino, por el contrario, un continuo proceso de construcción, un continuo hacer.

Ante las situaciones descritas, puede ser utópico, dada la condición del ser humano, construir una comunidad libre de contradicciones y conflictos, en tanto estos pueden considerarse partes constitutivas de la naturaleza humana. Habría, entonces, que asumir la integración de la sociedad como una tarea constante, que no termina, sino para la que se trabaja siempre. Así, surge la necesidad de «replantear la idea de comunidad como un sistema abierto y susceptible de integrar nuevas demandas, nuevos actores, los cuales emergerán de los vacíos y exclusiones que el mismo sistema genere» (Cosme 2007: 17). Por ello, es urgente que, en el proceso de transformación de individuos dependientes en ciudadanos autónomos, se reconozcan las posibilidades que puedan generar y permitan alcanzar los bienes básicos —alimentación, salud, etcétera—, antes que los bienes en sí mismos. De esa manera, quedarán claramente diferenciadas y establecidas las libertades —entiéndase derechos— y los medios para alcanzarlas31. Esta diferencia que puede resultar sutil es muy significativa para el logro de la autonomía y, con ello, para el desarrollo de una ciudadanía más plena.

Por otra parte, de acuerdo con Quiroga32, es necesario distinguir entre el derecho a la ciudadanía, que es de todas las personas, y el ejercicio efectivo de ese derecho. Si bien el derecho al voto no depende del pago de impuestos ni de tener trabajo, es decir, no es un requisito tener dinero o ganar el sueldo mínimo para ello, existen ciertas condiciones sociales básicas que deben cumplirse. Aunque la ciudadanía es un concepto no económico, su ejercicio se ve afectado por condicionamientos de este tipo. Y junto con el económico, también dificultan o limitan las libertades de acción y decisión de los ciudadanos ciertos aspectos culturales, educativos, de información, etcétera. En este sentido, se debe tener en cuenta que los derechos de ciudadanía están directamente vinculados con las condiciones de existencia material de los sujetos. Por ello, se debe precisar que la ampliación del sistema legal con nuevas inclusiones no es la salida; más bien, se deben «replantear los fundamentos materiales y simbólicos que legitiman y reproducen un “nosotros” excluyente» (Cosme 2007: 17).

Estas situaciones de inequidad deben señalarse y discutirse públicamente de manera continua, de tal modo que el reconocimiento formal que existe por parte del

31 Cfr. Quiroga 2006: 125.32 Cfr. Quiroga 2006: 121.

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Estado hacia los ciudadanos y el respeto de los derechos prevalezcan en cualquier ámbito de la cotidianidad, como en las instituciones públicas (hospitales, centros de salud o postas, escuelas, comisarías, instancias judiciales, entre otros), y no se quede únicamente en el discurso. Como señala Quiroga33, si bien el objetivo de la democracia moderna, mediante la consagración de la igualdad de derechos, es transformar a los individuos en ciudadanos a través de mecanismos como la educación, la protección social y la redistribución de la riqueza colectiva, la ciudadanía moderna no ha logrado suprimir las desigualdades que surgen de la existencia material de las personas. En este sentido, dado que la democracia y el capitalismo han podido convivir a pesar de que se basan en sistemas de poder con valores casi opuestos, como son la igualdad y la ganancia, les corresponde a las instituciones democráticas buscar la forma de corregir muchas de las desigualdades que genera el capitalismo. Este cambio significa un reto muy grande que debe ser enfrentado tanto desde políticas de Estado como desde las distintas formas de participación.

Se debe tener en cuenta que, si bien la búsqueda de igualdad por parte de los diversos grupos de personas que conforman cualquier sociedad es lo que determina el carácter de constancia y continuidad del proceso de construcción de la ciudadanía, es vital que las posibilidades que brinda la representación para reforzar la ciudadanía se concreten. Ante las demandas de igualdad y justicia, la representación —idea asociada con mandato, representatividad y responsabilidad por parte de quienes la asumen— se presenta como una necesidad en un contexto en el que se aspira y se apuesta por el funcionamiento de una democracia pluralista. Eso significa que la representación permitiría «articular al conjunto de los actores sociales, fortalecer las instituciones y alentar umbrales mínimos del nivel de tolerancia entre las personas» (Grompone 2005: 26-30).

De acuerdo con el Programa Capacides34, en el Perú, al igual que en Latinoamérica, se han dado varios y sucesivos procesos de centralización y descentralización económica, política y administrativa que presentan antecedentes previos a la Colonia. Sin embargo, a partir de la segunda mitad de la década de 1980, estos procesos han recibido mayor impulso a partir de cuestiones políticas y económicas que obligan al Estado a asumir la promoción de la competitividad económica, la equidad social y la participación ciudadana constructiva. En este sentido, «la descentralización tiende a ser concebida no solo como un mecanismo democratizador sino también como la mejor forma de organizar al Estado para el cumplimiento más eficiente de sus funciones». Así,

33 Cfr. Quiroga 2006: 122-123.34 Cfr. Programa Capacides 2010.

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desde 2002, se encuentra vigente un nuevo intento (el octavo en la etapa republicana) de descentralización, que busca transferir competencias, funciones y recursos a los gobiernos regionales y locales para potenciarlos en sus roles a través de la regionalización y la municipalización respectivamente. Dentro de la concepción unitaria del Estado peruano35, las municipalidades conforman un tercer nivel de gobierno, mediante el cual es posible concretar «la democracia participativa en armonía con la democracia representativa». En este contexto, hay 92 614 organizaciones sociales36 en el país, tanto en municipios urbanos como en municipalidades rurales37.

La participación ciudadana resulta un concepto complejo, cuyas posibilidades y límites dependerán de los contextos en los que se desarrolle. Tanaka38 establece tres formas de participación ciudadana de los sectores populares con distinto grado de complejidad. El primer nivel, bajo, correspondería con comunidades pequeñas, homogéneas, aisladas y alejadas de centros urbanos, con pobreza extrema, y con identidades comunales fuertes, que les permiten involucrarse en acciones colectivas de manera generalizada. La presencia del Estado y de otras instancias externas es débil y reciente, y, dado lo pequeño de la comunidad, la resolución de problemas colectivos y la sanción moral son más efectivas. En este nivel, solo se tiene acceso a bienes colectivos o públicos. El segundo nivel, medio, se refiere a comunidades mayores que las del nivel anterior, pobres, con acceso a bienes semipúblicos o privados (y no solo a bienes públicos), heterogéneas y más integradas a centros urbanos. En este nivel, es posible la ejecución de obras que benefician solo a algunos y no necesariamente a toda la comunidad. En este caso, la forma de participación está propiciada por la capacidad de intermediación de líderes locales entre los intereses de actores externos y los de la comunidad. Finalmente,

35 De acuerdo con el Programa Capacides, existen niveles de gobierno que componen la administración política del territorio nacional peruano: «(…) un gobierno central, 25 gobiernos regionales, 195 municipalidades provinciales y 1,636 municipalidades distritales. Recientemente, en el año 2007, fue aprobada la Ley sobre Mancomunidades Municipales que forma la base para entidades locales de cooperación voluntaria intermunicipal» (Programa Capacides 2010).36 De acuerdo con el Programa Capacides, estas organizaciones comprenden, en su mayoría, club de madres (12 959), vaso de leche (51 921), comedores populares (14 062), wawa wasi (4668), adulto mayor (433), juntas vecinales (6559) y otras (2012), distribuidas en zonas rurales y urbanas. Si bien estos programas pueden considerarse como prácticas válidas y necesarias en nuestro país, debo señalar que algunos no dejan de ser, a pesar de lo positivo de la participación y el compromiso de la población, la concreción de un asistencialismo institucionalizado que no permite que las comunidades beneficiadas por estos programas puedan desarrollarse de manera más autónoma. Son programas que deberían implementarse con objetivos que vayan más allá de los insumos para el día, la semana o el mes.37 La diferencia respecto de las zonas urbanas es que, además de las organizaciones como comedores populares, clubes de madres, vaso de leche, están las rondas campesinas, juntas de usuarios de agua, juntas administradoras de servicios de saneamiento, comunidades campesinas y organizaciones de productores.38 Cfr. Tanaka 2001: 31-70.

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el tercer nivel, alto, se da en contextos urbanos, donde la población es heterogénea por la diversidad de estratos socioeconómicos. Por lo general, los bienes públicos esenciales como los servicios básicos han sido conseguidos. La participación, en este caso, es propiciada por la interacción pluralista y cooperativa de los dirigentes sociales y existe cierta especialización en los promotores de la participación. Esta tipología nos permite apreciar que la inexistente o limitada presencia del Estado no impide la conversión de los pobladores en ciudadanos. Si bien lo han hecho al margen del Estado, los pobladores se organizan e intentan trabajar por el bien común sobre una serie de principios que les permitirían vivir. El reto del país es lograr el reconocimiento de la ciudadanía formal y brindar los recursos que permitan a peruanos y peruanas incorporarse como parte del Estado: este es el objetivo de una democracia.

Asimismo, revisar el funcionamiento de la participación en estos sectores resulta interesante para notar que, cuando se habla de participación, no se puede definir como una sola, a pesar de que, en términos generales, pueda definirse como «el involucramiento de los ciudadanos en asuntos públicos»39. Es decir, puede haber muchas formas de involucrarse y no todas deben asumirse colectivamente. Además, en el caso de las políticas sociales, la democratización no significa que la comunidad deba involucrarse en acciones colectivas o en la gestión de las políticas sociales. Si bien existen diferentes formas de participación, es posible establecer ciertos patrones en común: la posibilidad del ejercicio de la participación y, por tanto, de acceder a cargos públicos, y «la existencia de mecanismos de control y de rendición de cuentas» efectivos40. Estos factores cumplen un importante rol para evitar que el Estado sea un espacio para buscar el beneficio personal. Sin embargo, se debe señalar que la corrupción entendida como ‘abuso de un cargo público para el beneficio privado’ implica una serie de condiciones políticas, sociales y culturales que permiten ese abuso.

De acuerdo con una perspectiva liberal-democrática, la sociedad civil debe estar alerta ante las acciones del Estado y ejercer presión para evitar la corrupción e impulsar la transparencia. Sin embargo, se debe tener en cuenta que, en el Perú, el Estado y la sociedad civil están juntos en el mismo sistema de intercambio de bienes y servicios que forman el «complejo de la corrupción». Por ello, las iniciativas contra la corrupción deberían evitar dar por sentados los ideales burocráticos generalizados, sino considerar la relación compleja entre legalidad y legitimidad en un contexto específico y, a partir de eso, repensar en las formas de participación41.

39 Cfr. Tanaka 2001: 24.40 Cfr. Tanaka 2001: 25.41 Cfr. Huber 2007.

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De acuerdo con Gamio, una de las acepciones de sociedad civil es la que corresponde a la definición vigente en la filosofía política contemporánea: un «conjunto de instituciones cívicas y asociaciones voluntarias que median entre los individuos y el Estado. (…) que se configuran en torno a prácticas de interacción y debate, relacionadas con la participación política ciudadana, la investigación, el trabajo y la fe; constituyen por tanto espacios de actuación claramente diferenciados respecto del aparato estatal y del mercado» (Gamio 2004). La sociedad civil no es el Estado: la primera es independiente y autónoma de las instituciones del Estado. Más bien, coexisten y deben cumplir las funciones que les corresponden. El Estado debe garantizar esta relación: «La mayor libertad e igualdad posible y deseable de una sociedad es aquella en que la igualdad es igualdad de condiciones para desiguales aspiraciones y la libertad es libertad de elecciones para iguales opciones» (Cansino y Ortiz Leroux 1997: 11). Por su parte, la sociedad civil debe intervenir en la deliberación cívica y en la configuración pública, así como vigilar y criticar la conducta de las instituciones estatales en una democracia. Así, la política «es un espacio abierto, materialmente de nadie y potencialmente de todos, para encontrar bienes en común desde la diferencia y el conflicto propios de cualquier sociedad» (Cansino y Ortiz Leroux 1997: 11).

En estos tiempos, en el Perú, la lucha por lograr la cohesión y la consolidación de la ciudadanía a través del reconocimiento entre nosotros resulta compleja. Una de las razones, como ya se mencionó, podría ser el mantenimiento de la desconfianza interpersonal. Considerando este contexto, el retorno de las relaciones basadas en la confianza puede ser difícil, en tanto deberán pasar por ese también difícil proceso de mirar en el otro a otro como yo, de mirar en él mi propia dignidad como ser humano, de apostar por la posibilidad de poder vivir mejor. Por tanto, «la recuperación del espacio público como lugar de encuentro en el que se ejerza mayor igualdad simbólica, así como políticas focalizadas y compensatorias, para reducir las brechas sociales y paliar la pobreza»42 se vuelven una necesidad. De esta manera, la posibilidad de interrelacionarnos y la capacidad de fortalecimiento de la ciudadanía permitirán mejorar los niveles de cohesión social cuando nos involucremos en el proceso.

Para ello, se debe tener en cuenta que lo que prevalece en nuestro sistema jurídico no es la democracia participativa sino la representativa. Aunque su carácter representativo no constituye un problema en sí, no es suficiente si no cuenta con la participación activa de los ciudadanos. Por tanto, los cambios estructurales deberían pasar por la búsqueda de un tipo de organización de orden político. Esto permitiría sentar las bases para el desarrollo de un sistema democrático real: la representación, como dinámica de

42 CAJ 2006.

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organización y de funcionamiento de una sociedad democrática, se funda en la acción de los propios sujetos. Es decir, estamos hablando de una relación de «ida y vuelta», una relación de interdependencia entre dos niveles o espacios conformados, finalmente, por ciudadanos. En esa línea, se debería concebir la injerencia en la gestión pública como fin último de la participación ciudadana, de modo que se logre afianzar las instituciones a través de la consolidación de la representación. Sin embargo, si bien la participación ciudadana, a través de las organizaciones de la sociedad civil, se concreta de varias formas, estas deben fortalecerse y atender, entre otros, los problemas vinculados con los procesos de presupuesto participativo43, por ejemplo.

En términos generales, el ejercicio de la ciudadanía implica la reacción contra prácticas que atentan contra nosotros o cualquier sujeto y que, a pesar de que se encuentran legitimadas en el trato cotidiano, podrían ser ilegales. No es posible aceptar la naturalización de cualquier condición que atente contra aquellos que no son considerados ni reconocidos como sujetos de derecho. La ciudadanía, entonces, nos exige un gran esfuerzo ante actos que puedan considerarse discriminatorios o vejatorios: es necesario manifestarnos para rechazarlos, y revisar e intentar dialogar sobre los principios imprescindibles para convivir.

ANTES QUE EMPIECE EL CONCIERTO: ANÉCDOTAS PARA SEGUIR REFLEXIONANDO SOBRE LAS POSIBILIDADES DEL EJERCICIO DE LA CIUDADANÍAFinalmente, para cerrar la reflexión sobre la noción de ciudadanía, dejo dos breves anécdotas sobre un ámbito que podría ser considerado banal e intrascendente como, en alguna medida, podría serlo un concierto de rock, pero que podrían llevarnos a pensar que, incluso en estos contextos, la ciudadanía sigue cuestionándose. La primera tuvo

43 Programa Capacides 2010. De acuerdo con el informe, hay aún una limitada participación relacionada con la inexistencia de una institucionalidad representativa, falta de credibilidad en el proceso participativo, poca difusión del proceso, o inexistencia de prácticas y experiencias de negociar intereses o renunciar a beneficios particulares o zonales a favor de los sectores más pobres de la población. Participan menos los representantes de las comunidades distantes de las capitales distritales o provinciales. Hay cierta pérdida de confianza de la población en los procesos de concertación cuando sus requerimientos de recursos para proyectos no pueden ser atendidos. Se aprecia aún que los agentes participantes priorizan acciones de las organizaciones que representan, que no siempre coinciden con aspiraciones colectivas. Los partidos políticos no participan, lo que limita las posibilidades de cambio de la cultura política. En relación con esto, es significativo el hecho de que todas las experiencias de participación de las mujeres son significativamente menores que las de los varones. Aunque hay una débil tendencia a disminuir estas brechas, la representación de género sigue siendo muy desigual. Por otro lado, la participación de los jóvenes sigue siendo escasa o minoritaria en los partidos políticos. En ese sentido, el desarrollo y promoción de espacios de participación, y el fortalecimiento del compromiso de los ciudadanos constituyen un reto que debería ser asumido desde todos los ámbitos para construir un Estado más democrático.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

lugar en Lima. Luego de haber esperado por horas para entrar, por fin lo hicimos. Al parecer, había personas de varios países porque tenían banderas, polos, y sombreros con colores y escudos conocidos. Una bandera de Chile muy grande había sido colgada por una persona en la reja que separaba a la gente del escenario. Por su gran tamaño, no tardó mucho tiempo en que alguien la viera. Inmediatamente, surgió de una chica muy furiosa una consigna que fue contagiándose por un sector cerca del escenario: «¡Saca tu bandera!», «¡Es una falta de respeto!», «¡Vete a tu país!», entre otras frases. Cuando empezaron a caer vasos descartables cerca de donde se encontraba la bandera, intervinieron los miembros de la seguridad. Casi inmediatamente, empezaron a tocar los teloneros y, fuera de algunas discusiones que se suscitaron por tal reacción, no se volvió a mencionar nada sobre la bandera.

La segunda anécdota tuvo lugar en Buenos Aires. Nuestro arribo fue días antes del gran evento. Y llegó el día: faltaban cinco horas para que empezara el festival de rock tan esperado y ya había mucha gente, todos tratando de acomodarse y de llegar lo más cerca del escenario. De repente, empezó lo inevitable: la presencia de más de 20 mil personas que se empujaban había convertido a la gente en una masa humana imposible de contener, que impedía mantenerse en pie. Una pareja de uruguayos que estaban igual de sorprendidos y asustados estaba a nuestro lado. En un momento casi de pánico, el chico volteó y gritó, con mucha desesperación y rabia, que no empujen, que la gente se estaba cayendo. Alguien reaccionó desde atrás y le gritó desafiante. Su novia lo cogió del brazo y susurró muy asustada: «Por favor, no digas nada. No somos de aquí».

¿Qué de peculiar tienen estas anécdotas? ¿Qué se requiere en un país y en un mundo segmentado y dividido por fronteras para poder convivir? No eran ciudades en guerra ni se encontraban sitiadas ni nada parecido: solo eran dos grandes conciertos en el espacio público de dos Estados democráticos. Estas historias particulares no generalizables, que podrían abrir otra discusión, solo reflejan, al igual que los casos presentados en este ensayo, la necesidad de tener ciertos principios mínimos que impidan que las personas se vean vulneradas o violentadas; que no permitan que las diferencias y las identidades nos «quiten» la humanidad; que apelen a la individualidad de cada sujeto para que, bajo la razón y autonomía, pueda ser digno y respetar la dignidad del otro. Así, el ejercicio de la ciudadanía plena, en estos tiempos, no solo es lo deseable y esperable en una sociedad en la que las personas busquen vivir y convivir. Es, también, una apuesta diaria.

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Gisela Fernández Rivas Plata*

Gustavo Zambrano Chávez**

REFLEXIONES PRELIMINARESSimon Roberts (1979), en su libro Introducción a la antropología legal, define al Estado como «(…) la presencia de una autoridad suprema que gobierna sobre un territorio específico, reconocida por sus gobernados como poseedora de poder para tomar decisiones en asuntos de gobierno, y capaz de hacer cumplir tales decisiones y mantener el orden establecido»1. En esta definición, se distinguen tres capacidades en la actuación estatal. En primer lugar, se plantea la capacidad para el ejercicio del poder. Este poder se encuentra desplegado en la figura de una autoridad. En segundo lugar, se propone la capacidad del Estado de regir y mandar sobre un territorio. Esta manifestación espacial del poder de mando (soberanía) se da sobre individuos y sociedades habitantes de cierta extensión territorial demarcada por fronteras. Finalmente, la tercera capacidad planteada es la de regular la vida de las personas que viven en ese territorio a partir de una serie de normas que permiten mantener el orden social. Sin embargo, una característica necesaria para hablar de Estado, presente en el debate contemporáneo

* Estudios de maestría en el programa Género, Sexualidad y Políticas Públicas, de la Escuela de Postgrado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Abogada titulada por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesora del Área de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Ha realizado consultorías en materia de derechos humanos y perspectiva de género. Ha trabajado en instituciones del Estado como la Defensoría del Pueblo y el Consejo de Reparaciones, así como en organizaciones no gubernamentales como la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos y la Sección Peruana de Amnistía Internacional.

** Estudios de maestría en Ética Aplicada en los Negocios del Programa Erasmus Mundus de la Universidad de Linköping (Suecia). Licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Profesor del Área de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas y de la Facultad de Derecho de la PUCP. Ha publicado diversos artículos sobre participación ciudadana, manejo del conflicto socioambiental y rol del derecho en la sociedad.

1 «(…) the presence of a supreme authority, ruling over a defined territory, who is recognized as having power to make decisions in matters of government (and) is able to enforce such decisions and generally maintain order within the state» (Roberts 1979: 32). Traducción y notas de los autores.

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—y que Roberts no menciona—, es que dichas capacidades no son absolutas; por el contrario, se encuentran limitadas dentro de ciertos términos normativos que son dados por el mismo Estado para regular su trabajo.

Las normas a las que hacemos mención distinguen dos parámetros de actuación estatal: uno es el de las obligaciones (deberes) y el otro, el de las posibilidades de acción (derechos). Ambos, a su vez, establecen condiciones de vida adecuadas para las personas y que el Estado reconoce dentro de su propia actuación. Por ello, se puede afirmar que son normas para la actuación estatal dadas por personas y cuyo objetivo es la defensa de personas. En otras palabras, la actuación del Estado debe hacerse dentro de los parámetros de la ley y el respeto a las personas para lograr la construcción de su bienestar social. Esta condición de legalidad y de respeto a sí mismo (Estado) y a sus ciudadanos es conocida como «Estado de derecho». Sin embargo, esta noción requiere ser precisada por sus implicancias en la construcción del orden social y la democracia.

El objetivo principal del presente trabajo es desarrollar analíticamente la noción de Estado de derecho. Para conseguirlo, el trabajo tendrá como punto de partida el desarrollo histórico del Estado. Esta primera parte servirá para entender cómo se ha consolidado esta figura en la sociedad actual. Visualizar al Estado desde esta aproximación permitirá reconocer cómo diversas maneras de reflexionar el orden político han ido ayudando a su configuración, a la del ámbito de sus responsabilidades y a la garantía de respeto a los derechos humanos. Luego, teniendo esta base, se expondrán los alcances de la actuación estatal desde un enfoque constitucional para comprender lo que el Estado de derecho representa. Lograrlo permitirá establecer claridad al momento de entender la actuación del Estado en la construcción de ciudadanía a partir de las ideas de dignidad y orden constitucional de derecho.

ACERCA DEL ESTADO Y DEL GOBIERNOTomando en cuenta las ideas de Roberts como un punto de partida referencial, podemos empezar proponiendo que la noción más elemental de Estado se refiere al conjunto articulado de instituciones políticas de una colectividad. Dichas instituciones deberán ser entendidas como las partes de una estructura —el Estado— que permiten, a su vez, que esta funcione2. En este sentido, el Estado, además de tener las capacidades mencionadas en nuestras reflexiones preliminares, es la representación de instituciones políticas que van funcionando de manera articulada. Así, podemos considerar al Estado como un

2 Consideramos la palabra «función» en tanto su principal característica: cumplimiento correspondiente de una labor u objetivo. En otras palabras, «funcionar» deberá entenderse como alcanzar la razón de ser de una cosa.

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ente con ciertas capacidades (poder, autoridad, soberanía) que le permiten concretar sus funciones. Pero los Estados pueden tener características diferentes de acuerdo con su propia realidad, contexto histórico y agrupación social3, y, por ello, diferentes maneras de hacer uso de la estructura y de sus capacidades. Dicho desde un enfoque político: de gobernarse.

Se hace necesario, por tanto, considerar dos aspectos fundamentales para hablar de Estado: en primer lugar, la complejidad histórica en la formación de cada Estado a partir de las particularidades sociales de cada colectividad; en segundo lugar, el proceso en el que diversas maneras de gobierno se han ido desarrollando como parte de la vida política y, a partir de ello, la influencia que han tenido en la construcción de la estructura estatal. Esta aproximación permite aclarar el panorama conceptual sobre lo que puede entenderse por Estado y lo que le corresponde hacer (función). «Estado», así entendido, alude a una idea de estructura sostenida en una base de construcción histórica que no se detiene, pensada a partir de cómo las sociedades se han ido gobernando.

Sin embargo, ocurre que conceptos como Estado y gobierno, al encontrarse interrelacionados en el contexto del poder estatal, suelen utilizarse indistintamente al describir funciones y responsabilidades. Y ello no es correcto. Habría que diferenciar, por un lado, la estructura y sus partes (instituciones), y, por otro, su funcionamiento. Para ello, explicaremos, a continuación, qué es «gobierno», para diferenciarlo de la noción de Estado. Posteriormente, plantearemos algunas reflexiones acerca de la manera en que el Estado debe actuar (cómo se espera que actúe para funcionar adecuadamente). Comencemos por aclarar la noción de «gobierno».

En el transcurso de la historia, y más recientemente debido a la diversidad de realidades sociales e ideologías que abundan en el debate político, podemos encontrar variedad de figuras de gobierno. Se puede hablar, por ejemplo, de monarquías, sultanatos, monarquías constitucionales, repúblicas democráticas, dictaduras, gobiernos socialistas, etcétera. Tal variedad puede compartir una noción de Estado en su base y estructura política, pero ello no significa que todas ellas sean iguales. A manera de juego de palabras, podríamos decir que el Gobierno de un Estado toma decisiones de gobierno desde perspectivas diferentes acerca de lo que considera adecuado y posible para gobernar. En este ejemplo, se reconoce que la idea de gobierno tiene tres diferentes acercamientos conceptuales íntimamente relacionados entre sí y que destacamos a continuación:

3 Así, por ejemplo, en el caso de Estados Unidos, se trata de una organización de principios liberales y de naturaleza federal, mientras que, en el caso del Reino Unido, se trata de instituciones políticas propias de una monarquía parlamentaria. Asimismo, el Estado cubano responde a un esquema republicano-socialista, y así podríamos continuar con las descripciones.

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• Acercamiento 1: Entendido el Estado como estructura, el gobierno es la manera en que se dirige tal estructura. En otras palabras, el gobierno es un poder de determinación de mecanismos de dirección de la estructura. Representa, entonces, la manera en que se establece cómo el Estado lleva a cabo sus funciones. Es utilizar la palabra «gobierno» como verbo: ‘acción de llevar a cabo algo’.

• Acercamiento 2: Es el conjunto de personas que ejercen el papel de actuación en el Estado. De acuerdo con la forma en que se ha decidido llevar a cabo el ejercicio de gobernar, los gobernantes son elegidos o seleccionados de diversas maneras. Es utilizar la palabra «Gobierno» como el sustantivo que identifica al grupo de personas.

• Acercamiento 3: Es la forma de organización del Estado a partir de ideas o el régimen político ideológico que poseen quienes gobiernan, dentro de los marcos de la ley y el orden. Es utilizar la palabra «gobierno» como término que califica las ideas del grupo que está actuando (planes de gobierno, equipos de gobierno, etcétera).

Como vemos, la noción de «gobierno» no tiene un solo significado, sino varios que se van interconectando para entenderse mutuamente. Sin embargo, algo sí queda claro de lo presentado: el Gobierno no es el Estado. Este último es la institucionalidad que el Gobierno se encarga de regular y proteger (entendido a partir de los tres acercamientos). El Gobierno, a través de sus decisiones, ejerce el poder de hacer actuar al Estado (actuación estatal). Estas decisiones, al ser llevadas a cabo, permiten a los ciudadanos vivir en condiciones adecuadas y necesarias para su normal desarrollo (calidad de vida). Además, gobernar debe entenderse no solo como la decisión de quienes están al mando, sino la misma actuación del Estado. Esta actuación se manifestará en la forma en que se desenvuelve el Estado en la vida social y política de una sociedad. Por ello, gobernar implicará tomar en cuenta una serie de límites al momento de la actuación estatal (acercamiento 3) por parte de quienes se encuentran al mando (acercamiento 2) para lograr que el Estado actúe de manera responsable (acercamiento 1).

Gobernar, entonces, no será solo la acción, sino también la obligación de cumplir con lo que la estructura y sus fines exigen. Es la responsabilidad de manejar el Estado con criterio y respeto por sí mismo con el objetivo de cumplir sus fines.

Promulgar normas y tener poder de gobierno no significa que quien las dé o quien lo posee se encuentre desligado de responsabilidades para su cumplimiento. El que da la norma se ve obligado a cumplirlas también. El tener poder significa saber usarlo con responsabilidad. Por eso, es la ley la que va determinando la manera de actuar de

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gobernantes y gobernados (idea conocida como el imperio de la ley), y no intereses particulares. Gobernar el Estado, por tanto, no solo es actuar o dirigir, sino saber hacerlo dentro del marco normativo existente. Esta será la primera garantía de estar dentro de las premisas del Estado de derecho.

DESARROLLO HISTÓRICO DEL ESTADO: BASES HISTÓRICAS Y FILOSÓFICASSi se desea tener una noción más clara sobre lo que es el Estado de derecho, resulta imperativo ahora conocer cómo funciona el Estado y, previo a ello, saber qué es. Para obtener esta aproximación —ya teniendo claro qué es «gobierno»—, repasaremos brevemente, a partir del trabajo del profesor Stuart Hall (1984), cómo ha sido la historia y el desarrollo de las ideas políticas que han influenciado en la configuración de los Estados. Ello permitirá, posteriormente, acercarnos a la figura estatal nacional dentro de un marco de influencia global occidental.

Ya en la Grecia clásica del siglo VI a. de C., prevaleció el ideal de hacer predominar el imperio de la ley frente al capricho despótico4. En esa época, no existía una idea de Estado tal como la conocemos ahora. Eran «ciudades-Estado» (como Atenas o Esparta) en las que la administración de la vida social y política se reducía a los límites de una ciudad o polis. La vida pública en Grecia se caracterizó por ser típica de una sociedad de vanguardia en los ámbitos académico y militar de la época. Sus avances iban marcando la pauta sobre cómo vivir en colectividad y sobre cómo decidir sobre lo público. En este sentido, los gobernantes y gobernados buscaron reforzar sus ideales de vida buena a partir de decisiones éticas y políticas. Por ello, el poder era ejercido por quienes tenían talento, ya sea como guerreros, pensadores o estrategas, todos involucrados en alcanzar una manera adecuada de vivir en colectividad. Estos personajes basaban su autoridad en el apoyo de bases sociales o en pobladores a los que habían favorecido a lo largo de su actividad pública, por lo que se les reconocía cierta legitimidad.

Pero estos líderes necesitaban de límites para su actuación. Un amplio margen de las regulaciones sociales era regido por las costumbres, reglas y normas de conducta no dictadas por ninguna autoridad, sino extraídas de la vida cotidiana y la tradición. Esas normas servían para marcar los límites en la actuación política y reforzar la idea de no tener gobernantes autocráticos.

4 Cfr. Lucas Verdu 1983: 8-9. Si bien este ideal no logró institucionalizarse, siempre estuvo presente como una pretensión o meta deseable.

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Como consecuencia, la vida pública reconocía el talento humano y se sostenía en el respeto a la ley natural o costumbre. Es dentro de este contexto que se da un tipo de organización política caracterizado por el rol que empiezan a tener quienes eran considerados miembros activos de esas ciudades, sea como gobernantes o gobernados: individuos que participaban en el gobierno de la ciudad, de la polis, comprometidos en esta actividad, respetuosos de sus normas. A este modelo se le conoce como democracia griega: los gobernados se involucraban en la manera en que se decidía la forma de gobernar la ciudad a partir de la deliberación pública5, la conciencia de pertenencia a la polis y la responsabilidad colectiva6.

Posterior a la época de la Grecia clásica, Roma es un caso importante para tener en cuenta. Esta consideración permite entender el desarrollo de la idea de Estado desde una visión asentada en la noción de orden territorial soberano y en un sistema de normas.

La República romana (del latín res publica: ‘cosa que pertenece a todos’) —que se desarrolló del 509 a. de C. al 27 a. de C.— se basó en el trabajo del senado: organización política aristocrática que regía a la ciudad. Esta organización de debate y decisión política permitió, luego, la fundación del Imperio (27 a. de C.) durante el gobierno de César Augusto. Es decir, de un espacio de deliberación especializado se pasa a un sistema de gobierno basado en la centralización del poder en una persona. En ambos casos, tenemos la figura de un poder concentrado (colectivo o individual) que regía ya no solo los intereses de una ciudad, sino de todo un imperio que se extendía sobre un vasto territorio.

Lo que debe destacarse de este periodo de la historia es que, en Roma, no todos los ciudadanos podían participar en las decisiones de gobierno, por lo que se designaban individuos que representen la voluntad de unos cuantos. Se empieza, así, a hablar de representación política: personas elegidas para trasladar la voz de quienes las eligieron. Para hablar de participación política, debemos indicar que la organización social jerárquica romana se basó en dos elementos: la propiedad de la tierra, que solo tenían algunos, y el trabajo asalariado en estas, realizado por los proletarii (origen de la palabra «proletario»), de condición social inferior. Esta diferenciación de clases permitió un tipo de desenvolvimiento en dos ámbitos: el privado y el público. En ambos, la capacidad de involucramiento estuvo íntimamente ligada a las condiciones de ciudadanía jerárquica de las personas; es decir, quienes poseían libertad y propiedades tenían mayor nivel de involucramiento que quienes no. Esto, si bien definió la vida social y comercial del

5 A esta actividad pública se la conoce como «hacer política o hablar de la polis».6 Cfr. Quiroga 2006: 111-116.

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Imperio, también empezó a influir en la vida política. A la persona que contaba con capacidad de participación se la denominó pater familias, quien, a su vez, representó la célula de la organización familiar, social y luego política romana.

Las condiciones que el pater poseía eran la base a partir de la cual se reconocieron capacidades de acción en el ámbito público y que lo diferenciaron del proletarii. Esa figura representó, además, el eje de un sistema de normas basado en la protección de esa condición social, que generó la consolidación de un sistema estatal escrito, a diferencia del tradicional griego. De esta manera, Roma consolidó su estructura de organización política sobre la base de las ideas de la propiedad privada, las transacciones comerciales que se podían llevar a cabo con la tierra, los regímenes de trabajo asalariado y la protección del sistema social. Todo ello se encontró codificado en un cuerpo normativo de leyes (lex romana).

Las luchas en el ámbito público por el reconocimiento de grupos menos favorecidos, así como la dificultad para unir a diversas culturas subyugadas por el poder romano bajo una misma lógica de orden, fueron cambiando la manera de entender el ejercicio de facultades y derechos. Este contexto hizo necesaria la acción oportuna de gobernantes para entender las exigencias de los gobernados y mantener el orden social. Cuando ello sucedía, los logros alcanzados se plasmaban en normas de cumplimiento obligatorio. Dichas normas formales iban, luego, conformando un sistema legal («jurídico» = de iure = «de derecho») que se aplicó a todos los habitantes del Imperio. Por ello, es en Roma clásica donde se empieza a ver al derecho como parte de la estructura formal para el gobierno (la idea del imperio y soberanía de la ley pero asentada en un cuerpo escrito), necesario de conocerse para su respeto y debido seguimiento. En otras palabras, para que el sistema de gobierno funcione y se mantenga el orden estatal establecido, se hizo necesario que todos los gobernados y gobernantes sigan las reglas del derecho (de iure) dadas desde el Estado.

Lo explicado permite apreciar cómo se solidificó la figura de la estructura político-social romana: un sistema de leyes dadas por el Gobierno (el derecho civil romano) en el que se regulaban las relaciones públicas (pertenecientes al Estado) y privadas (vida doméstica y relaciones en la sociedad civil) de los habitantes del Imperio7. Se aprecian las bases para la articulación de un tipo de organización que requiere de una base social diferenciada que le permita existir y de un sistema de normas dadas para ordenar todo lo que dentro de las fronteras del país se encuentra. Sin embargo, a pesar de todo lo conseguido, la autocracia y la decadencia en la manera de regir el gobierno fueron parte

7 Cfr. Hall 1984: 3-4.

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de los sucesos generadores del declive de la Roma imperial y del posterior decaimiento de todo un orden sistémico8.

Aproximadamente del siglo V d. de C. al siglo XIV, la historia de modelos políticos es rica en ejemplos relacionados con la gesta de lo que conocemos como Estados modernos. Luego de la caída del Imperio Romano de Occidente, los diversos pueblos —antes bajo su dominio— empiezan a crecer dentro de sus propias fronteras. La influencia en la manera de organizarse de la Roma imperial en decadencia —caracterizada por un régimen social garantizado en un sistema de leyes—, junto con las nuevas formas de organización política provenientes de los pueblos germanos, originaron una nueva estructura social. Esta estructura estaba caracterizada por ser un orden social vertical estricto basado en un tipo de distribución de la tierra carente de garantías de protección tanto del bien como de la persona. Cabe resaltar que, durante este periodo, conocido como Medioevo europeo, las limitaciones a la voluntad omnímoda de las autoridades provinieron de doctrinas teológicas y filosóficas propias del contexto cultural y espiritual de esa época9.

En este sistema de poder, la persona que recibía la denominación de «señor» era dueño de la tierra y máxima autoridad sobre su territorio, el cual incluía a las personas que moraban en este. Pero el poder se encontraba fraccionado en diversos espacios territoriales colindantes y en constante tensión de fuerzas entre los «señores». El sistema de propiedad representaba un tipo de distribución de la tierra que requería defenderse constantemente. Por ello, se afirma que el poder feudal se basaba en la cantidad de extensiones de tierra y la capacidad para defenderlas a través de sus fuerzas militares. Esto permitió gestar lo que se conoce como estructura social feudal o feudalismo.

El Estado feudal se basó en tensiones y conflictos entre diversos reinos, debido a su propia estructura social autocrática en la que el poder era manifestación de fuerza. Los señores tenían que aliarse entre sí y lograr mantener su autoridad en virtud de alianzas. Las reglas no siguieron el mismo patrón establecido bajo la idea del imperio de la ley, sino bajo el imperio de la fuerza: era necesario sobrevivir más a partir de alianzas y poderíos que por lógicas y deliberaciones.

Por otro lado, la estructura piramidal de autoridad entre el señor feudal y el que se encontraba bajo su poder implicaba un sistema de vasallaje en el que el siervo rendía pleitesía al señor. Dentro de la tierra que poseía el señor feudal, se podían encontrar

8 Cfr. Hall 1984: 5-6.9 Estas inspiraron legislaciones de carácter ético-religioso o de derecho natural (ius naturalis).

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una serie de habitantes bajo la protección del dueño. Se genera una relación de poder y sumisión entre el dueño de la tierra y el que la habita: el señor feudal daba protección al siervo de los ataques de otros señores que se querían adueñar de sus vidas y territorios, a cambio de su fuerza de trabajo y, en algunos casos, su vida. En otras palabras, el poder implicaba poseer no solo mayor cantidad de territorios, sino también poder soberano sobre personas, las cuales le rendían vasallaje al señor feudal con mayor poder.

Como consecuencia, lo que se genera en la Alta Edad Media europea es que pueblos similares comienzan a diferenciarse cada vez más entre sí. Se da una concentración de poblaciones a partir de un idioma y costumbres comunes, pero, al mismo tiempo, enfrentadas entre ellas. Esta situación significó la formación de federaciones y confederaciones, reinos y nuevos imperios, siempre en luchas constantes y defendiendo sus territorios a partir de la consolidación de nacionalidades. Por ejemplo, se puede ya empezar a hablar de los ibéricos, los godos, los francos, los sajones, los anglosajones, los germanos, los lusos, etcétera, cada grupo nacional tratando de diferenciarse de otros pueblos y consolidarse como grupo a la vez.

Las diferencias y similitudes culturales, idiomáticas, consuetudinarias, económicas y sociales dejan sentadas las bases para la posterior emergencia de la idea del Estado-nación. Así, a ciertos territorios les corresponden ciertas naciones —dado que la gente se identifica con su tierra y con la cultura de estas— y, por tanto, cierta manera de gobernarse. Y todo esto se une a la idea de autoridad soberana, es decir, una autoridad capaz de ejercer poder sobre una extensión territorial, identificada de esta manera por quienes viven en estas tierras y que requiere del reconocimiento de su poder por parte de otras autoridades para gobernar. Entonces, la noción de poder soberano —ligada a la idea de Estado— empieza a reconocerse al momento de entender qué caracteriza a estos reinos: gobiernos y gobernantes con poder suficiente para mandar dentro de sus territorios y coexistir de manera equilibrada entre sí a partir de la defensa de sus linderos y lo que en ellos se encuentra.

A fines de la Edad Media (que se desarrolló del siglo XIV al XV), se empieza a producir un despoblamiento del campo hacia nuevos centros de poder urbano comercial que comienzan a aparecer con fuerza en Europa. De acuerdo con Hall, la manera en que se estructuraba la sociedad feudal, los diversos problemas que se empezaron a presentar en cuanto a salud (peste negra) y la necesidad de nuevas reglas para sobrevivir (escasez de recursos y necesidad de nuevos centros de trabajo) fueron el aliciente para el surgimiento de estas nuevas ciudades que centralizaban su organización en la figura del comercio (Florencia, Aviñón, Génova y Venecia son algunos ejemplos). Su estructura

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social y política se encontraba sustentada en la transacción comercial, la manufactura y las actividades financieras, basadas en la lealtad entre los comerciantes10.

Con la crisis del feudalismo a fines del siglo XIV y hasta el Renacimiento del siglo XVI, empiezan a surgir, en Europa, nuevos reinos, muchos de ellos con ejes de poder en las ciudades descritas. Estas nuevas formaciones políticas se caracterizan por el hecho de que el gobernante poseía aún poderes absolutos. Este es un rezago del feudalismo, quizás el que mayores costos sociales y políticos trajo en este proceso de cambio hacia ideas renacentistas modernas. Pero, a pesar de que se mantienen estas lógicas, el contexto se empieza a caracterizar por la presencia de un gran movimiento político que busca modelos de organización política nuevos que se opongan a las lógicas del antiguo régimen. De esta manera, se abre el abanico de cambios sociales que ayudarán, luego, a consolidar una economía de carácter burgués.

Los Estados absolutistas (del siglo XVI al XVII) aún poseían algunas de las características feudales dado que se regían por regímenes monárquicos jerárquicos y por poderes absolutos centralizados en la figura del rey, quien representaba la capacidad de gobierno sobre súbditos. El rey, quien era el Estado (Carlos V en España, Luis XIV en Francia, entre otros ejemplos), era soberano de todo lo que bajo su poder se encontraba: poderes absolutos centralizados en la figura de una persona.

Sin embargo, a pesar de las dificultades de un sistema de poder centralizado y absoluto, se generan, paralelamente, las condiciones económicas que asientan el crecimiento y consolidación de los Estados. El absolutismo permitió asentar Estados unificados sobre la base de una economía de producción, una organización que administraba tales recursos y un sistema de leyes cada vez más común (aunque aún de manera incipiente en comparación con los que conocemos hoy en día). Se dan así las bases para lo que luego se conocerá como burocracia y administración pública: un sistema lógico de orden que permite que el Estado camine.

Pero este poder se empieza a cuestionar. Principalmente, se cuestiona la figura real del monarca en tanto absoluta. Los cambios sociales que se empiezan a dar a partir del proceso de la Ilustración y que llegan a su cumbre a fines del siglo XVII representaron el debilitamiento del absolutismo. El poder real absoluto se cuestiona, así como la idea de centralización del poder en una persona y el supuesto carácter natural o divino de ese poder.

10 Cfr. Hall 1984: 7.

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Dentro de este debate político de la época, los cuestionamientos al absolutismo representan la búsqueda por un nuevo orden político. Las propuestas son diversas, pero muchas de ellas recogen la esencia de la relación comercial: la igualdad entre las partes en el pacto que se lleva a cabo. Como ya veníamos mencionando, las transacciones comerciales de este nuevo tipo de economía emergente empiezan a ser cada vez más fuertes como parte de la idea de desenvolvimiento de la sociedad. Una de sus bases es la confianza que está presente en los pactos contractuales entre pares libres e iguales (que son quienes pactan). Estos pactos obligan a las partes a cumplir lo estipulado con respeto no solo de lo pactado sino de las normas que lo sostienen, donde los pactantes se hacen merecedores de obligaciones y capacidades.

Dos de los principales exponentes de la idea de un contrato entre el Estado y sus ciudadanos —cuyas ideas permiten entender al Estado moderno en formación en contraposición al absolutismo— son los pensadores británicos del siglo XVII Thomas Hobbes y John Locke.

Hobbes plantea en el Leviatán (1651) las primeras bases ideológicas de la figura de un contrato entre los ciudadanos y lo que se empieza a conocer como Estado civil o moderno en comparación con el Estado absoluto. Este pacto representa en Hobbes la base de configuración de derechos y obligaciones. El interés último del individuo es sobrevivir en un estado natural. Entonces, para llevar a cabo lo que ha adquirido naturalmente (la vida), pacta con una figura que él mismo ha creado en comunidad con otros individuos. A esta figura los individuos le otorgan poder suficiente, aunque no absoluto, para asegurar la convivencia en la comunidad, para la cual es muy importante el equilibrio entre el Estado y sus ciudadanos. A ello Hobbes denomina «paso del estado de naturaleza al estado civil». El Estado civil es, entonces, el resultado de una relación contractual entre los ciudadanos y su propia creación para que puedan vivir en condiciones adecuadas para satisfacer sus intereses.

Por otro lado, John Locke, en su obra Dos ensayos sobre el gobierno civil (1689), retoma parte de las ideas de Hobbes distanciándose de este en tanto no considera al hombre como un ser impulsivo que necesita de ese Estado para controlar sus instintos y así pertenecer a una sociedad. Locke, como liberal, considera al hombre como un ser capaz de vivir en condiciones naturales de armonía: somos libres e iguales (derechos naturales), y capaces de tener propiedades por la fuerza de nuestro trabajo. Sin embargo, para que este individuo pueda conseguir el respeto de sus propiedades y que su vida y su libertad se vean aseguradas frente a terceros, requiere de la consolidación de un pacto con el Estado. En este nuevo pacto social, se reconoce que los derechos naturales adquiridos por el hombre previamente a la figura del Estado son inalienables, fuente de otros derechos y

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obligaciones, y que, por ello, el Estado debe respetarlos. El Estado es visto, entonces, como la consolidación sociopolítica de un tipo de gobierno en el que los gobernados poseen derechos que les permiten vivir y que, a su vez, permiten la propia armonía del Estado y sus normas. Todo garantizado a partir de la figura de este pacto tácito.

Locke plantea, además, entender el poder del Estado de manera descentralizada. Ello implica pensar el Estado como un equilibrio de fuerzas entre sus poderes. Y es precisamente en este punto donde se opone directamente a la figura de los Estados absolutos: el Estado no puede significar un solo poder centralizado e ilimitado; más bien, debe fundamentarse en un equilibrio que permita contrapesos entre esos poderes, de manera que se garantice la defensa de la persona y no se genere su opresión absoluta. Se propone, entonces, una de las ideas más destacadas con relación a la configuración del Estado: el poder estatal debería descentrarse en funciones como la administración, la dación de normas y la impartición de justicia.

Tanto Hobbes como Locke proponen que la figura estatal creada por los hombres en sociedad tiene como fin mantener la vida de los hombres. Ello se da en igualdad de condiciones y en un contexto de respeto a los derechos previos a la configuración del Estado. Esta es la base para cumplir sus funciones. Siguiendo esta reflexión, en el siguiente apartado, desarrollaremos la idea de Estado ya más consolidado y veremos cómo en siglos más recientes las ideas de Hobbes y Locke han funcionado como el eje central de la actuación y promoción del Estado.

DESARROLLO HISTÓRICO DEL ESTADO: BASES POLÍTICAS Y SOCIOLÓGICASComo expusimos líneas antes, la constitución de sociedades y regímenes políticos fueron diversos en el transcurso de la historia de la humanidad. Ello ha ido influyendo en la constitución de la idea de Estado que conocemos y en las ideas que lo sostenían. En esta parte, terminaremos de presentar esta revisión del proceso de formación de la figura que conocemos en la actualidad como Estado moderno. Pero, antes de continuar, es importante resumir lo presentado hasta aquí:

• Los Estados responden a un tipo de organización social que se ve consolidada a través de una organización política que se va asentando con el tiempo.

• Este Estado tiene un poder representado en la soberanía, poder que se extiende dentro de ciertas fronteras, que rige legítimamente la vida de las personas dentro de ellas, pero que presenta una serie de límites de actuación.

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• Para el buen funcionamiento del Estado, se requiere de un conjunto sistémico de normas que permita a ciudadanos y gobernantes conocer cuáles son las reglas que deberán seguir todos.

• Como dador de leyes, le corresponde a este Estado mantener el orden dentro de lo estipulado en sus normas a partir de la adecuada administración de justicia y el respeto del orden institucional.

• Finalmente, este Estado necesitará de un conjunto de funciones administrativas bien organizadas que faciliten su actuación, así como un sistema económico que permita la creación de riqueza y los sistemas de producción para su afianzamiento.

Este tipo de Estado —concebido sobre la base de la estructura institucional presentada— responde a un proceso social que se caracterizó por la consolidación de la razón como fundamento para la convivencia del hombre. En el contexto filosófico y político de fines del siglo XVII e inicios del XVIII, la idea de Estado simbolizó una convención entre este y los gobernados, en la que una de sus condiciones fue la concepción de que el primero no puede ir en contra de la vida de los segundos (se presume entonces la existencia de un tipo de pacto social que busca mantener esta condición). Ello deberá entenderse a partir del reconocimiento estatal de derechos y deberes de los ciudadanos, y de la construcción de la actuación estatal a partir de la razón. En este sentido, la acción del Estado constituye una lógica de conducción opuesta a la imagen absoluta de autoridades sin límites; por el contrario, busca la defensa de lo que este garantiza, sobre la base de la razón y la defensa de la persona humana. El reconocimiento de la figura del hombre no solo será el centro del debate político, sino el fin del Estado, el cual exigirá como tal su respeto y protección.

Para tener una idea más amplia acerca del momento en que el Estado descrito se empieza a consolidar, cabe presentar ciertas condiciones sociales del contexto posterior al Renacimiento que influirán en la manera de entender sus funciones. El proceso histórico conocido como Modernidad representó una serie de cambios en la manera de vivir de la Europa continental entre los siglos XVI y XVIII. Permitió una forma de entender la sociedad —y al individuo en esta— sobre la base de construcciones racionales que reconocían la valía de la persona como tal —presunciones que, de alguna manera, hoy reconocemos aún en el discurso político alturado—. A partir de este último punto, podríamos señalar, a pesar de la dificultad de esta tarea, aquellas premisas que representan a la sociedad moderna como contexto en el que este Estado se ubica:

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• Las ideas de individuo, autonomía y libertad, comprendidas como fundamentos del desenvolvimiento y el ejercicio humano de la toma de decisiones libres.

• La noción de dignidad que supera a la de honor; es decir, igualdad por sobre jerarquización social.

• La secularización social y alejamiento de la idea de órdenes naturales divinos (cuestionamiento del poder absoluto divinizado).

• Un sistema de producción basado en el capital, el mercado y la economía industrial, que abre fronteras y permite el crecimiento de mercados globales.

• Ejercicio y reconocimiento de libertades políticas presentes en la manera en que se eligen a los gobernantes.

• El reconocimiento de derechos y deberes en la actuación ciudadana sostenidos en un cuerpo o sistema jurídico promulgado desde el poder central.

• Triunfo de la racionalidad y del pensamiento científico experimental como fundamentos analíticos y académicos de la época.

Lo presentado permite afirmar que nos encontramos frente a una serie de condiciones de vida humana capaces de afianzar la manera de vivir y pensar la humanidad sobre la base de la razón, la libertad y la igualdad. Este es el contexto necesario sobre el que los antecedentes del Estado moderno se empiezan a desenvolver. Es por ello que pensar en el Estado es pensar en cómo fortalecer las premisas de la sociedad moderna.

Adicionalmente, este tipo de sociedad coincide con un tipo de organización política y de gobierno reguladores del Estado, un tipo de sistema económico basado en la transacción de capitales, un sistema jurídico sostenido en la legalidad, así como un sistema de organización administrativa que impulsa la maquinaria del Estado. Sin embargo, cabe resaltar que lo dicho no apunta a decir que todos los Estados son iguales en un sentido de homogeneidad absoluta. Al contrario: este acercamiento nos da la posibilidad de entender las bases sobre las cuales se funda el proceso político de los últimos tres siglos, en el que ideas, pensamientos, ideologías, luchas, propuestas y corrientes van llevándonos hacia la consolidación de la figura estatal.

En este contexto, se aprecia un Estado cada vez más sólido, una figura política que gira en torno al reconocimiento del hombre en tanto fin de sus funciones y que apunta a mejorar las condiciones de vida en sociedad. Como ya mencionamos, son los procesos políticos y sociales los que han ido fortaleciendo esta figura estatal. El hombre, en su condición de ciudadano, empieza a ser asumido como el fin del Estado. La garantía de

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esta consideración y la posibilidad de vivir en libertad conforman el marco en el que se desarrollan tanto los derechos y los deberes como el sistema económico sostenido en la idea de progreso. Tales condiciones han permitido fortalecer, además, ciertas instituciones políticas necesarias para pensar en la figura del Estado. Pero estas figuras no son entelequias aisladas de su contexto, sino momentos que implicaron el debate y la lucha por el reconocimiento de su importancia en la búsqueda de saber cómo vivir y de poder decidir cómo hacerlo.

Para entender de manera más concreta cómo esta figura estatal se fue estableciendo tomando en cuenta las ideas modernas, revisaremos los logros alcanzados por tres sociedades, en sus respectivos tiempos históricos, que influyeron en el fortalecimiento del Estado. Este trabajo permitirá ver cómo procesos socialmente particulares y decisiones políticas e históricas influyeron de manera crucial en la forma en que se debe entender el Estado. Los casos que presentaremos son los de las Islas Británicas del Reino Unido, las Trece Colonias asentadas en la América del Norte, y la Francia prerrevolucionaria y posrevolucionaria.

En el primer caso, el pueblo bretón de las Islas Británicas (actual Inglaterra del Reino Unido) aportó dos principios fundamentales en la formación del Estado moderno: el principio de protección y defensa de las libertades de la persona y el principio de que todos somos iguales ante la ley. En efecto, en la Carta Magna de 1215, se señalaba que la ley estaba por encima del rey. La idea de que todos son súbditos de la ley y que nadie está por encima de su mandato se concretó en la Edad Media, situación sobresaliente dado el contexto que aún se vivía. Pero fue recién muchos años después que este principio se consolidó adecuadamente en el debate político. Lo importante es señalar que el rey o el gobernante es tan ciudadano como el resto de sus súbditos, por lo que él también está obligado a cumplir el mandato de la ley. Este mandato obliga a todos los hombres bajo el imperio de la ley a seguirla y respetarla en tanto garantía de que sus libertades conseguidas no se vean doblegadas.

Por otro lado, fue en estas mismas islas donde se puso en práctica el ejercicio deliberativo de un Parlamento. Este ente colegiado reunía a un grupo de personajes ligados al poder y estaba organizado como un Poder Legislativo, encargado de dar leyes y de controlar al soberano en el ejercicio del gobierno. Es una de las primeras figuras del equilibrio de poderes entre dos órganos estatales. Permite apreciar en la práctica cómo las ideas se van convirtiendo en realidad.

Ambos aspectos del orden estatal se definieron en la Bill of Rights o Declaración de Derechos de 1689, en la que se recuerdan las obligaciones y deberes del rey y del Parlamento dentro del marco de la ley. Sin embargo, aunque estos documentos legales son

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fruto de una presión ejercida en este caso por la aristocracia británica, no dejan de ser aún una concesión otorgada unilateralmente por el rey sin intervención legislativa alguna.

Las Trece Colonias de la América del Norte, gestoras de lo que se conoce hoy como los Estados Unidos, se declararon independientes de Inglaterra a fines del siglo XVIII y elaboraron una Constitución (1787) sobre la base de la Declaration of Rights del Estado de Virginia (1776). La elaboración de estos documentos se llevó a cabo mediante la elección de representantes del pueblo reunidos en convenciones o asambleas. Sin embargo, no se trata de una carta otorgada por el soberano ni de un pacto entre el rey y el pueblo. La diferencia radica en que estos documentos son declaraciones emanadas del pueblo, considerado como el único soberano; en otras palabras, el poder es compartido entre gobernantes y gobernados11.

Así, los Estados Unidos sustentaron su orden y organización internos en un documento llamado Constitución, «la primera de las leyes», a la que atribuyeron un carácter de superioridad frente al resto. En este documento, la idea de poderes absolutos se desnaturaliza y el poder del Estado pasa a ser algo concreto, producto del acuerdo, de la acción del propio ciudadano como parte de decisiones políticas compartidas y participativas. Los Estados Unidos fueron la primera potencia mundial sin monarquía, la cual instaura la figura del presidente como jefe de Estado, que, con el tiempo, se fue incorporando a los demás regímenes republicanos del mundo.

Finalmente, tenemos el caso de la Francia prerrevolucionaria y posrevolucionaria. Una serie de acontecimientos que consolidaron las ideas políticas que actualmente consideramos comunes al hablar de actuación estatal se dieron como momento previo a los sucesos de 1789. En primer lugar, el Iluminismo francés del siglo XVIII permitió la gesta de las ideas liberales que luego se materializaron en los hechos del 14 de julio de 1789. Las ideas sobre la igualdad entre ciudadanos, y sobre la libertad y la fraternidad en la construcción de la sociedad y del Estado se hicieron comunes en el debate político y en las exigencias del pueblo. En segundo lugar, fue importante la influencia del Barón de Montesquieu en ese debate. Este, luego de observar el sistema de gobierno inglés, propuso, en su libro Del espíritu de las leyes (1748), la distribución de los poderes en tres: poder legislativo (el que dicta las leyes), poder ejecutivo (el que dirige y administra el Estado) y poder judicial (el que administra justicia). Y, en tercer lugar, las ideas planteadas por Jean Jacques Rousseau en su libro El contrato social (1762) permitieron el desarrollo de la idea de que todos pertenecemos a una unidad indivisible y que

11 El impulsor de estas ideas es Rousseau, quien se distancia de sus predecesores Hobbes y Locke: él no ve una relación contractual, sino un pacto social emanado del pueblo.

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poseemos, en consecuencia, una cuota de poder en la sociedad, igual a la de los demás. Esta idea del poder, idea presente en cada individuo y que nos hace iguales (y a partir de la cual se plantea que el poder proviene del pueblo), será el germen de la idea de decisión mayoritaria, y de que el pueblo hace la ley y, por tanto, es el soberano.

Quedaban así establecidas las bases para la elaboración de las primeras nociones de nación y de soberanía modernas que buscaban terminar con el absolutismo en su más terrible faceta. Estas ideas inspiraron tanto el proceso de independencia de los Estados Unidos como la propia Revolución francesa. La soberanía ya no radica en la figura de una persona sino en el pueblo, quien es el dador de poder a la figura del Estado y a los gobernantes, y, por ello, capaz de elegir cómo desea ser gobernado.

En este contexto, el 6 de agosto de 1789, se aprueba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, una declaración sobre derechos individuales que ningún organismo del Estado podía violentar en ningún caso. Esta declaración será la base de lo que conocemos actualmente como los derechos humanos y, en ella, se reconoce el poder del pueblo para legislarse y elegir a sus representantes. En suma, establece que el respeto a la dignidad del hombre y del ciudadano es la primera función del Estado y que este no está por encima de las personas que conforman la sociedad.

En consecuencia, la Francia posrevolucionaria aporta a la idea de Estado que hoy conocemos el desarrollo teórico y práctico de la separación de poderes, la institucionalización de los derechos fundamentales de la persona a través de textos legales y el principio de soberanía que reside en la nación12.

Los Estados de los siglos XVIII y XIX comparten, en su naturaleza, las bases alcanzadas en los procesos descritos. Se puede señalar, además, que estas ideas se concentran en el objetivo de alcanzar la libertad mediante la capacidad de gobernarse con autonomía, suerte de discurso presente en las luchas independentistas latinoamericanas.

En el siglo XIX, ya nos encontramos frente a una figura mucho más fuerte que la de sus antecesoras. Sin embargo, lo que caracterizará a este Estado es su capacidad expansiva. Del Estado europeo pasamos al Imperio, en el cual se solidifica un sistema económico basado en el capital, sistema que representa la manera actual de vivir y obtener ganancia. Grandes pensadores como Karl Marx y Max Weber nos señalan la presencia de un Estado no solo moderno, sino fundado en la construcción de la riqueza a partir de los sistemas económicos de producción. Weber dirá que este Estado es racional y formal en tanto es la culminación política de la figura ordenadora de la sociedad,

12 Con ello, según Elías Díaz (1983), se generaliza la fórmula de lo que, en adelante, llamaremos Estado de derecho.

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basada en un sistema ordenado y coherente de normas y de un aparato burocrático que lo hace funcionar. Mientras que Marx reconocerá que el verdadero ejercicio de la libertad se deberá basar en la construcción sociopolítica de la sociedad que permita que la mayoría (representada en el pueblo) sea quien gobierne sobre la minoría que concentra el poder y el capital.

Las instituciones políticas presentadas como parte de la construcción histórica del Estado continuaron apareciendo y consolidándose durante el siglo XX. Pero, en este siglo, la influencia del modelo económico capitalista ha ido enriqueciendo la manera de entender la acción política del Estado. Es decir, se empieza a ver al Estado como una institución política con fines marcadamente económicos sostenidos en la ganancia comercial, la tributación y las políticas sociales que ayuden a la ciudadanía a alcanzar mejores condiciones de vida. Sin embargo, en este último caso, los beneficios no se generan en igualdad de condiciones, por lo que el modelo de Estado capitalista se empieza a cuestionar. De esta forma, se da pie a dos de los ejes de debate sobre el Estado más influyentes en la dinámica política actual: pensarlo como garante de las libertades de las personas y de sus propiedades, y pensarlo a partir de sus funciones de injerencia en la vida social. Estos ejes nos enfrentan ante preguntas relacionadas con cuál debe ser la función del Estado en su propósito de garantizar la vida de los ciudadanos que habitan dentro de sus fronteras.

Finalmente, el Estado, tal como lo conocemos actualmente, no es más que el resultado de todos estos procesos presentados. Es el punto culminante de una manera de pensar acerca de cómo nos hemos organizado políticamente en nuestro propósito de ordenar la sociedad occidental. Pero ello no constituye un proceso de análisis acabado. Cuando hablamos de Estado, hablamos adicionalmente de una serie de instituciones y fundamentos jurídicos y políticos que han ido configurándose en el transcurso de siglos de nuestra historia occidental.

A manera de conclusión preliminar, podemos indicar que el Estado es una agrupación humana (pueblo o nación) fijada en un espacio geográfico determinado (territorio) en el que existe un orden social, político y jurídico (legalidad constitucional) orientado hacia el bien común. Asimismo, es un sistema de reglas de convivencia propias (la ley), donde el poder de mando se encuentra descentralizado (división de poderes). Este poder, a su vez, es único, lo cual le permite diferenciarse de otros Estados (soberanía). El Estado representa, entonces, una cuota de poder que le permite consolidar este orden social, jurídico y político (capacidad coercitiva) sobre sus gobernados, pero no por ello debe ser entendido como un poder absoluto, sino equilibrado dentro del marco de la ley y el respeto de los derechos de los ciudadanos.

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A partir de la comprensión de la estructura institucional y de cómo funciona, empieza a cobrar importancia la idea de Estado de derecho. Es decir, que el Estado funcione como se espera que funcione, que el Estado garantice lo que debe garantizar y que el Estado respete lo que se espera que respete nos pone frente a la condición de convivencia llamada Estado de derecho. En el siguiente apartado, empezaremos a desagregar esta idea tomando en consideración lo visto hasta el momento.

EL CONCEPTO DE ESTADO DE DERECHO Y SU IMPORTANCIAPara comenzar esta parte, es importante considerar la siguiente idea: no todo Estado es un Estado de derecho13. Esta afirmación es clave no solo para definir la noción de Estado de derecho, sino para incidir en los elementos que lo caracterizan.

De lo hasta ahora presentado cabe resaltar que el Estado de derecho se funda en el imperio de la ley. En este sentido, todos y todas deberían respetar lo que en esta se señala, porque ha sido resultado de la acción del poder legislativo, que no hace más que representar la voluntad popular de la sociedad.

Pero a este elemento esencial le corresponde otro que, a diferencia del primero, reposa sobre la acción de quienes tienen el poder: el Estado de derecho constituirá el límite por excelencia de la actuación estatal. Lo que la ley establece, por tanto, no solo deberá ser respetado por la ciudadanía, sino que resulta incluso más importante que sea el Estado y el poder conferido a este los que respeten estos límites. Por ello, es pertinente reconocer al Estado de derecho como «la ley del más débil»14, como la limitación al poder de quien podría, en el ejercicio del mismo, abusar de él. Así, los elementos que caracterizan al Estado de derecho tendrán como objetivo su construcción como ley del más débil. Los principales son los siguientes:

• Imperio de la ley

• Separación de poderes

• Respeto irrestricto de los derechos fundamentales

Los dos primeros elementos han venido siendo ampliamente comentados. Cabe ahora solo señalar que el imperio de la ley resulta sustancial pues de allí se desprenderán

13 Frase acuñada por el profesor Elías Díaz.14 Expresión propuesta por el profesor Luigi Ferrajoli para referirse a los derechos fundamentales (en el ámbito interno) y a los derechos humanos (en el ámbito internacional).

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principios que señalarán el camino para la actuación de quienes poseen el poder, tales como el principio de legalidad y el de irretroactividad de las normas15.

El imperio de la ley, a través de los principios de legalidad y de irretroactividad de normas, limita la actuación de los gobernantes, con lo cual evita que la ciudadanía se vea sometida a la actuación particular de estos basada en el puro arbitrio. Así, el desempeño de los gobernantes deberá estar de acuerdo con lo que se establece en la ley y no al revés (principio de legalidad). Asimismo, esa ley deberá ser preexistente a la situación que regulará, de modo que su creación no sea fruto de una arbitrariedad (principio de irretroactividad de las normas).

Por su parte, la separación de poderes intenta descentralizar y tecnificar funciones. Los poderes principales —tal como se ha hecho mención— que establece el Estado de derecho son el ejecutivo, el legislativo y el judicial. El primero se encarga de dirigir todo el aparato estatal; de él depende su desarrollo y su funcionamiento. El segundo se encarga de la dación de normas, que deberán darse de acuerdo con los mecanismos previamente establecidos para ello (de ese modo, se garantiza su legalidad). Finalmente, el poder judicial se encargará de impartir justicia allí donde sea necesario hacerlo y siempre lo hará de acuerdo con las normas estipuladas por el sistema para ello, es decir, acorde con la ley.

Cabe, entonces, detenerse sobre el tercer elemento señalado: el respeto irrestricto de los derechos fundamentales. ¿Cuáles son estos derechos? ¿Por qué importan para el funcionamiento del Estado de derecho? Resulta que estos constituyen la piedra angular sobre la que este se construye. Es el respeto por estos y su consagración en las normas principales del Estado lo que permite que este sea considerado un Estado de derecho.

Si bien se observa que el Estado se precia de serlo por establecer un orden basado en la ley y la legalidad de esta, lo cierto es que solo se podrá hablar de Estado de derecho cuando este establezca como eje central de su funcionamiento a los derechos fundamentales. Estos resultan de vital importancia en tanto constituyen los instrumentos necesarios para la concreción del respeto a la dignidad humana.

La presencia de los derechos fundamentales en el interior de un ordenamiento jurídico condiciona la naturaleza de este; lo caracteriza de un modo concreto. El sistema de normas y leyes que rige al Estado, y que tiene como piedra angular a los derechos

15 Entenderemos «irretroactividad de la norma» como la condición jurídica que consiste en que una norma jurídica no se aplica a hechos estipulados en su cuerpo normativo antes del momento de su promulgación. En otras palabras, una norma jurídica se aplica solo durante el tiempo de su vigencia (desde que la norma es promulgada hasta su derogatoria).

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fundamentales y su respeto irrestricto, define un determinado tipo de Estado de derecho: aquel que se funda en la dignidad humana, reflejada en el funcionamiento de los derechos fundamentales. En este aspecto, encontramos la dimensión material del Estado de derecho.

A esto cabe añadir que gran parte del cuidado y preocupación de la sociedad por limitar el ejercicio del poder en manos del Estado se suscitó debido al poder que este tenía. Ahora, al ya no tratarse de un poder divino o absoluto el que decidía la vida de la sociedad, sino que esta misma acordaba de qué forma sería esa vida, la mayor preocupación era limitar a la mínima expresión las arbitrariedades y los errores en los que podrían incurrir quienes tienen el poder: seres humanos tomando decisiones humanas y sin ser iluminados por divinidad alguna, seres falibles que podrían eventualmente no solo equivocarse sino abusar del poder que la sociedad les ha conferido.

Surge, entonces, una concepción artificial16 del derecho, «los hombres se han unido en sociedad sólo para ser más felices; la sociedad ha elegido soberanos sólo para velar más eficazmente por su felicidad lo que a su vez se traduce en la garantía de seguridad y de libertad» (Prieto Sanchís 2007: 35), elementos esenciales de la dignidad humana.

Esta garantía de seguridad y de libertad existe a partir de los derechos fundamentales reconocidos en la Carta Magna de cualquier Estado que se considere un Estado de derecho. No discutiremos acá si los derechos son naturales o no; solo nos centraremos en su reconocimiento por las cartas magnas o constituciones de los Estados de derecho en la actualidad, en su reconocimiento por la norma más importante del sistema jurídico. El que los derechos hayan sido incluidos como derechos fundamentales en los textos constitucionales de cada Estado constituye el mayor logro para el respeto de la dignidad humana; es la materialización del límite al ejercicio del poder de quienes administran el poder del Estado: los Gobiernos.

LA DIGNIDAD COMO ELEMENTO FUNDAMENTAL DEL ESTADO DE DERECHOEn la actualidad, la presencia de la dignidad humana es prioritaria en los sistemas jurídicos de Occidente. Estos sistemas la consideran como la piedra angular sobre la que

16 Cuando decimos «artificial», no aludimos a criterio alguno de falsedad; solo pretendemos resaltar la naturaleza del derecho como herramienta al servicio de los seres humanos para regular la vida en un Estado por propio acuerdo de estos. El derecho, en este sentido, es producción humana, no de origen sobrenatural ni nada que se asemeje a ello.

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se construyen sus ordenamientos jurídicos (la ley). En el caso del Estado peruano, nuestra Constitución señala, en sus artículos 1o, 2o y 3o, los elementos que evidencian la apuesta por el respeto irrestricto de la dignidad humana. En su artículo 1o, señala la importancia de esta para el Estado17; en el 2o, al enumerar una larga lista de derechos fundamentales18,

17 El artículo 1o de la Constitución Política del Perú de 1993 señala: «La defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado».18 El artículo 2o de la Constitución Política del Perú señala lo siguiente: «Toda persona tiene derecho:1. A la vida, a su identidad, a su integridad moral, psíquica y física y a su libre desarrollo y bienestar. El concebido

es sujeto de derecho en todo cuanto le favorece.2. A la igualdad ante la ley. Nadie debe ser discriminado por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión,

opinión, condición económica o de cualquiera otra índole.3. A la libertad de conciencia y de religión, en forma individual o asociada. No hay persecución por razón de

ideas o creencias. No hay delito de opinión. El ejercicio público de todas las confesiones es libre, siempre que no ofenda la moral ni altere el orden público.

4. A las libertades de información, opinión, expresión y difusión del pensamiento mediante la palabra oral o escrita o la imagen, por cualquier medio de comunicación social, sin previa autorización ni censura ni impedimento algunos, bajo las responsabilidades de ley.

Los delitos cometidos por medio del libro, la prensa y demás medios de comunicación social se tipifican en el Código Penal y se juzgan en el fuero común.

Es delito toda acción que suspende o clausura algún órgano de expresión o le impide circular libremente. Los derechos de informar y opinar comprenden los de fundar medios de comunicación.

5. A solicitar sin expresión de causa la información que requiera y a recibirla de cualquier entidad pública, en el plazo legal, con el costo que suponga el pedido. Se exceptúan las informaciones que afectan la intimidad personal y las que expresamente se excluyan por ley o por razones de seguridad nacional.

El secreto bancario y la reserva tributaria pueden levantarse a pedido del juez, del Fiscal de la Nación, o de una comisión investigadora del Congreso con arreglo a ley y siempre que se refieran al caso investigado.

6. A que los servicios informáticos, computarizados o no, públicos o privados, no suministren informaciones que afecten la intimidad personal y familiar.

7. Al honor y a la buena reputación, a la intimidad personal y familiar así como a la voz y a la imagen propias. Toda persona afectada por afirmaciones inexactas o agraviada en cualquier medio de comunicación social

tiene derecho a que éste se rectifique en forma gratuita, inmediata y proporcional, sin perjuicio de las responsabilidades de ley.

8. A la libertad de creación intelectual, artística, técnica y científica, así como a la propiedad sobre dichas creaciones y a su producto. El Estado propicia el acceso a la cultura y fomenta su desarrollo y difusión.

9. A la inviolabilidad del domicilio. Nadie puede ingresar en él ni efectuar investigaciones o registros sin autorización de la persona que lo habita o sin mandato judicial, salvo flagrante delito o muy grave peligro de su perpetración. Las excepciones por motivos de sanidad o de grave riesgo son reguladas por la ley.

10. Al secreto y a la inviolabilidad de sus comunicaciones y documentos privados. Las comunicaciones, telecomunicaciones o sus instrumentos sólo pueden ser abiertos, incautados,

interceptados o intervenidos por mandamiento motivado del juez, con las garantías previstas en la ley. Se guarda secreto de los asuntos ajenos al hecho que motiva su examen.

Los documentos privados obtenidos con violación de este precepto no tienen efecto legal. Los libros, comprobantes y documentos contables y administrativos están sujetos a inspección o fiscalización

de la autoridad competente, de conformidad con la ley. Las acciones que al respecto se tomen no pueden incluir su sustracción o incautación, salvo por orden judicial.

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11. A elegir su lugar de residencia, a transitar por el territorio nacional y a salir de él y entrar en él, salvo limitaciones por razones de sanidad o por mandato judicial o por aplicación de la ley de extranjería.

12. A reunirse pacíficamente sin armas. Las reuniones en locales privados o abiertos al público no requieren aviso previo. Las que se convocan en plazas y vías públicas exigen anuncio anticipado a la autoridad, la que puede prohibirlas solamente por motivos probados de seguridad o de sanidad públicas.

13. A asociarse y a constituir fundaciones y diversas formas de organización jurídica sin fines de lucro, sin autorización previa y con arreglo a ley. No pueden ser disueltas por resolución administrativa.

14. A contratar con fines lícitos, siempre que no se contravengan leyes de orden público.15. A trabajar libremente, con sujeción a ley.16. A la propiedad y a la herencia.17. A participar, en forma individual o asociada, en la vida política, económica, social y cultural de la Nación. Los

ciudadanos tienen, conforme a ley, los derechos de elección, de remoción o revocación de autoridades, de iniciativa legislativa y de referéndum.

18. A mantener reserva sobre sus convicciones políticas, filosóficas, religiosas o de cualquiera otra índole, así como a guardar el secreto profesional.

19. A su identidad étnica y cultural. El Estado reconoce y protege la pluralidad étnica y cultural de la Nación. Todo peruano tiene derecho a usar su propio idioma ante cualquier autoridad mediante un intérprete. Los

extranjeros tienen este mismo derecho cuando son citados por cualquier autoridad.20. A formular peticiones, individual o colectivamente, por escrito ante la autoridad competente, la que está

obligada a dar al interesado una respuesta también por escrito dentro del plazo legal, bajo responsabilidad.Los miembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional sólo pueden ejercer individualmente el derecho de petición.

21. A su nacionalidad. Nadie puede ser despojado de ella. Tampoco puede ser privado del derecho de obtener o de renovar su pasaporte dentro o fuera del territorio de la República.

22. A la paz, a la tranquilidad, al disfrute del tiempo libre y al descanso, así como a gozar de un ambiente equilibrado y adecuado al desarrollo de su vida.

23. A la legítima defensa.24. A la libertad y a la seguridad personales. En consecuencia:

a. Nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, ni impedido de hacer lo que ella no prohíbe.b. No se permite forma alguna de restricción de la libertad personal, salvo en los casos previstos por la ley.

Están prohibidas la esclavitud, la servidumbre y la trata de seres humanos en cualquiera de sus formas.c. No hay prisión por deudas. Este principio no limita el mandato judicial por incumplimiento de deberes

alimentarios.d. Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente

calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible; ni sancionado con pena no prevista en la ley.

e. Toda persona es considerada inocente mientras no se haya declarado judicialmente su responsabilidad.f. Nadie puede ser detenido sino por mandamiento escrito y motivado del juez o por las autoridades

policiales en caso de flagrante delito. El detenido debe ser puesto a disposición del juzgado correspondiente, dentro de las veinticuatro horas o en el término de la distancia.

Estos plazos no se aplican a los casos de terrorismo, espionaje y tráfico ilícito de drogas.

señala de qué manera se lleva a cabo el respeto por la dignidad ya mencionada; finalmente, en el artículo 3o, hace directa alusión al carácter progresivo de los derechos humanos al

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permitir la inclusión, en el ordenamiento jurídico peruano, de derechos fundamentales no enumerados en el artículo 2o del texto constitucional19.

La idea de un sistema meramente formal ya no se encuentra vigente. Ella ha sido reemplazada por aquella que concibe que la posibilidad de un planteamiento sistemático no se agota en la mera forma, sino que debe tener un contenido material que refleje su espíritu (su ratio o razón última). Esto encuentra su correlato en los conceptos que, en la actualidad, se manejan de Estado y de Estado de derecho. Por Estado, como hemos señalado, se entiende un sistema de reglas de convivencia propias, centralizadas y compartidas, lo que le permite diferenciarse de otros Estados. Esta estructura mantiene una cuota de poder que le permite consolidar este orden social, jurídico y político (capacidad coercitiva) sobre personas, instituciones y territorio. Por su parte, el Estado de derecho es la garantía que brinda el Estado a la ciudadanía para que pueda gozar de una condición jurídico-política que vele por el cumplimiento de las leyes y normas que rigen la vida en común. El Estado de derecho constituye, entonces, un conjunto de reglas que rigen la vida en el espacio geográfico constituido a partir de la idea de soberanía del Estado.

Las reglas que constituyen el Estado de derecho y que gozan de legitimidad no son solo de naturaleza formal; por el contrario, se encuentran inspiradas en un contenido material que gira sobre la base del respeto irrestricto de los derechos humanos. El hecho de que los ordenamientos nacionales, en el momento de elaborar su legislación interna (conocida también como el ordenamiento interno que tiene su base en su Carta Magna), no hablen de derechos humanos sino de derechos fundamentales no implica que se trate de contenidos esencialmente distintos. Sucede que «derechos fundamentales» es el nombre que reciben los derechos humanos al interior del sistema jurídico de cada Estado y que han sido reconocidos como parte expresa de este (parte del derecho positivo). Por ello, en el momento de su positivación (hacerlos norma escrita), se les cambia el nombre

En tales casos, las autoridades policiales pueden efectuar la detención preventiva de los presuntos implicados por un término no mayor de quince días naturales. Deben dar cuenta al Ministerio Público y al juez, quien puede asumir jurisdicción antes de vencido dicho término.

g. Nadie puede ser incomunicado sino en caso indispensable para el esclarecimiento de un delito, y en la forma y por el tiempo previstos por la ley. La autoridad está obligada bajo responsabilidad a señalar, sin dilación y por escrito, el lugar donde se halla la persona detenida.

h. Nadie debe ser víctima de violencia moral, psíquica o física, ni sometido a tortura o a tratos inhumanos o humillantes. Cualquiera puede pedir de inmediato el examen médico de la persona agraviada o de aquélla imposibilitada de recurrir por sí misma a la autoridad. Carecen de valor las declaraciones obtenidas por la violencia. Quien la emplea incurre en responsabilidad».

19 El artículo 3o de la Constitución Política del Perú señala: «La enumeración de los derechos establecidos (…) [en el artículo 2o] no excluye los demás que la Constitución garantiza, ni otros de naturaleza análoga o que se fundan en la dignidad del hombre, o en los principios de soberanía del pueblo, del Estado democrático de derecho y de la forma republicana de gobierno».

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en tanto ellos cuentan con el reconocimiento político por parte de aquella legislación interna perteneciente a un Estado concreto. La diferencia se encuentra a un nivel de reconocimiento de legislaciones particulares. Por tanto, puede darse el caso de que un derecho humano (enumerado en los tratados internacionales de derechos humanos) no sea considerado un derecho fundamental, en tanto no goza de aquel reconocimiento estatal. Sin embargo, no por ello deja de ser un derecho humano y, como tal, pertenece al ordenamiento jurídico en cuestión20.

Los derechos humanos constituyen una conquista histórica. Estos conforman un producto histórico que responde al avance de la civilización de Occidente. Por tanto, en contraposición con lo que en numerosas ocasiones se sostiene, constituyen una categoría histórica. Nacen en la Modernidad, en la atmósfera intelectual que inspiró las revoluciones liberales en el siglo XVIII. Por ello, los derechos humanos son considerados una de las aportaciones más importantes de la Ilustración a los ámbitos jurídico y político21.

A partir de la Modernidad, el mundo comenzó a girar en torno al ser humano. Comienza entonces a hablarse de titularidades individuales22. El fenómeno de positivación de los derechos humanos, que tuvo inicio con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, elaborada en Francia en 1789, o los Bill of Rights, de 1776, en lo que ahora constituye los Estados Unidos de América, no se agotó allí: fue solo el inicio de la formación de todo un sistema de protección con pretensión de universalidad basado en los derechos humanos23.

Son dos los ingredientes principales que colaboraron con la idea histórica de derechos humanos: el iusnaturalismo racionalista y el contractualismo. El iusnaturalismo racionalista postula que todos los seres humanos, desde su propia naturaleza, poseen derechos naturales que derivan de su propia racionalidad, en cuanto rasgo común a la especie humana; por tanto, esos derechos deberían ser reconocidos por el poder político a través del derecho positivo. Por su parte, el contractualismo sostiene que las normas jurídicas y las instituciones políticas no pueden ser concebidas como producto del mero arbitrio de los gobernantes, sino como resultado del consenso, es decir, de la voluntad popular24. Esto se debe, precisamente, a que se parte de la idea

20 Recordemos, además, que las constituciones suelen tener algún dispositivo que señala que los tratados de derechos humanos tienen rango constitucional o que la legislación nacional debe ser interpretada a la luz de los tratados de derechos humanos.21 Cfr. Pérez Luño 2002: 23.22 Derechos que pertenecen a cada uno de los seres humanos, de manera individual.23 Cfr. Pérez Luño 2002: 23.24 Cfr. Pérez Luño 2002: 23.

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de un derecho de origen artificial, ya no metafísico o trascendental, sino resultado del acuerdo de la voluntad humana.

Por ello, el principio de legalidad resultó, en su momento, el elemento esencial del Estado de derecho, ya que garantizaba que ese acuerdo de la voluntad popular se respetara limitando la actuación de los gobernantes sobre sus ciudadanos. Por su parte, la inclusión de los derechos fundamentales en la norma constitucional (en el acuerdo popular) constituirá el principal avance de la dignidad humana: esta se logra positivar y se brindan los instrumentos para garantizar su respeto en el interior del Estado. Con esto, se logra limitar el ejercicio de poder por parte de los gobernantes: atentar contra la dignidad humana ya no solo será inmoral o injusto sino que será ilegal. El Estado de derecho podrá ser, entonces, la ley del más débil.

DEL ESTADO LEGISLATIVO DE DERECHO AL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO25

Al consolidarse la figura de Estado de derecho, el principio de legalidad aseguraba el carácter prescriptivo de este. Ya no nos encontrábamos sujetos a la actuación de cualquier político, sino que la ley, previamente establecida, regularía la convivencia entre los seres humanos buscando que esta fuera pacífica y brindando los instrumentos de solución de las controversias que aparecían regularmente. Entonces, para que la norma sea válida, debía cumplir con determinados requerimientos expresamente señalados. A esto se le conoce como validez formal de la norma, que significó el divorcio de esta y la justicia: una norma podía ser válida y no ser justa. Lo ideal es que una norma sea justa, pero, si cumplía con todos los requerimientos formales, podía ser válida aunque no justa.

En un inicio, esta lógica constituyó la garantía del funcionamiento del sistema, ya que no toda decisión tomada por políticos o gobernantes constituía ley, sino que ella debía cumplir con determinados requerimientos. Sin embargo, esta garantía no fue suficiente para impedir que esas autoridades lograsen evitar o salvar las formalidades necesarias. Así, esta idea de Estado de derecho entró en crisis durante la Segunda Guerra Mundial y generó, desde entonces, la preocupación por diseñar mecanismos que impidan que la norma sea dada sobre la base de los intereses particulares de los grupos de mayor poder, con lo cual se validaría la injusticia y se convertiría el Estado de derecho en la ley del más fuerte.

25 Como se señaló anteriormente, el imperio de la ley ha constituido el origen del Estado de derecho; sin embargo, en la actualidad, se viene gestando un cambio de paradigma: el reemplazo del Estado legislativo de derecho por el Estado constitucional de Derecho.

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Por tanto, el Estado de derecho que anteriormente tenía como objetivo principal limitar el poder del juez a través del principio de legalidad26 (Ius imperium o capacidad coercitiva) ahora se orientará a establecer límites y vínculos jurídicos para la dación de legislación decidida en mayoría27.

El Estado de derecho limitará no solo la acción del poder judicial, que deberá fallar no solo acorde con la ley sino con lo establecido por la Constitución (de ese modo, si la ley contraviene la Constitución, deberá hacer prevalecer esta última), sino que el poder legislativo no podrá generar cambio alguno en su normativa si este resulta atentatorio de derechos fundamentales, así sea el caso de que una mayoría requiera el cambio. Esa esfera compuesta por los derechos fundamentales constituye el eje central sobre el que gira el concepto actual de Estado de derecho, concepto establecido en la Constitución, norma principal del ordenamiento jurídico del Estado.

Muchos tienden a cuestionar esta medida por pensar que la democracia se basa en las decisiones de las mayorías. Sin embargo, así las mayorías quieran recortar derechos de la ciudadanía o de un grupo de esta, no lo podrían hacer en tanto los derechos fundamentales constituyen la esfera de lo indecidible. Esto quiere decir que incluso las decisiones tomadas por la mayoría pueden ser limitadas y ese límite está constituido por la dignidad humana. Por tanto, si la mayoría decidiera atentar contra los derechos fundamentales de un grupo de ciudadanos, incluso de uno solo, lo que se está configurando no es un sistema democrático sino una dictadura de mayorías28, la cual desnaturaliza el contenido esencial de la democracia, ya que la decisión no se está dando como producto de un consenso en donde cuenten las opiniones tanto de la mayoría como de los grupos minoritarios o de los que se encuentran en especial situación de vulneración (cuyos derechos, muy posiblemente, estarían viéndose afectados).

Al establecer como exigencia principal el respeto irrestricto de los derechos fundamentales y al contar con una norma constitucional que coloca a la dignidad humana en la base de nuestro sistema, se cierra el círculo hasta ahora presentado. No existe norma más importante en el ordenamiento que la Constitución; por tanto, todas las acciones que desde el poder estatal se realicen tendrán como principal límite la vigencia de los derechos fundamentales. El paradigma propuesto en la actualidad no es más que la real consolidación de la idea de Estado de derecho entendida como un Estado constitucional democrático de derecho, es decir, la ley del más débil.

26 Los jueces decidían, en el marco de la interpretación de la norma, de acuerdo a ley.27 Cfr. Ferrajoli 1999: 10.28 Situación especialmente grave pues no solo no se estaría tomando en cuenta el sentir de la minoría, sino que la decisión es, en sí misma, atentatoria de la dignidad humana y, por tanto, del Estado de derecho. Es una decisión no solo injusta sino ilegal.

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EL ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO COMO «LA LEY DEL MÁS DÉBIL»En el acápite anterior, se ha visto cómo el respeto por el principio de legalidad, aunque necesario, resulta insuficiente si se queda en la mera forma. En la actualidad, se puede hablar de un reemplazo de este principio por el de constitucionalidad, en tanto es la Constitución la norma más importante del ordenamiento jurídico y no puede ser contravenida por gobernante o juez alguno. No se trata de un simple reemplazo: «antes era la ley, ahora es la Constitución». La diferencia principal se basa, más bien, en el contenido material que esta última tiene.

Líneas antes, se ha señalado que la Constitución representa el mayor logro en tanto ha logrado positivizar la dignidad humana, traducida en derechos fundamentales. Estos constituyen el elemento característico del nuevo paradigma del Estado constitucional de derecho (también llamado Estado constitucional democrático de derecho). Es la inclusión de estos derechos fundamentales la que le otorga al Estado constitucional de derecho la categoría de ley del más débil:

«Todos los derechos fundamentales son leyes del más débil como alternativa a la ley del más fuerte que regiría en su ausencia: en primer lugar el derecho a la vida, contra la ley de quien es más fuerte físicamente; en segundo lugar los derechos de inmunidad y de libertad29, contra el arbitrio de quien es más fuerte políticamente; en tercer lugar los derechos sociales, que son derechos a la supervivencia contra la ley de quien es más fuerte social y económicamente.» (Ferrajoli 2008: 45)

Estos derechos son establecidos en las constituciones como límites a las mayorías, precisamente, porque siempre están «contra» estas. Al constituir un elemento esencial del Estado de derecho, los derechos, además, han sido retirados de los ámbitos de la política y del mercado: del primero porque su reconocimiento no se encuentra sujeto a la decisión de la mayoría y del segundo porque no será el mercado quien decida sobre su vigencia y validez.

29 Estos derechos son los que aluden a la integridad física y a la libertad personal, que se han visto especialmente afectados durante dictaduras que, ya sean de extrema derecha o de extrema izquierda, atentan contra toda posibilidad de pensar diferente y de hacer esto público a través del ejercicio de la libertad de expresión. Las violaciones a esos derechos se han hecho a través de torturas, detenciones-desapariciones y ejecuciones extrajudiciales, que, durante gobiernos dictatoriales, se han cometido contra los grupos de ciudadanos y ciudadanas más débiles.

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Así, al ser la ley del más débil, estos derechos constituyen «la esfera de lo indecidible»30 frente a la que sería «la esfera de lo decidible», que sí pasa por la toma de decisiones en el espacio político o contractual del mercado.

La «operacionalización» de la dignidad humana resulta, entonces, la ley del más débil, que garantiza un pacto de no exclusión de las minorías, de los más vulnerables:

«Son derechos de los individuos que sirven para protegerlos contra sus culturas e incluso contra sus familias: que protegen a la mujer contra el padre o el marido, al menor contra los padres, en general a los oprimidos contra sus culturas opresivas. (…) [Pero esto va de la mano con] la tutela de las libertades y con ella el respeto de las diferencias culturales que gracias a ella se expresan.» (Ferrajoli 2008: 56)

Parece ser, entonces, que, solo a través del respeto irrestricto de la ley del más débil, se garantizaría el igual respeto a todas las diferentes identidades culturales, pues las decisiones relativas a este no estarán en manos de una mayoría política, sino que constituirían la esfera de lo indecidible. Y esta nos impone el gran reto de «aprender a conocer las culturas distintas y superar nuestros prejuicios y nuestro presuntuoso analfabetismo cultural» (Ferrajoli 2008: 57).

30 Frase acuñada por el profesor Ferrrajoli como uno de los elementos constitutivos del concepto de democracia constitucional propia del Estado de derecho.

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César Escajadillo Saldías*

INTRODUCCIÓNA menudo, somos conscientes de cómo nuestro comportamiento varía dependiendo de a quiénes nos dirigimos y en qué circunstancia nos encontramos. Como señala William James, «muchos jóvenes, muy serios ante sus padres y maestros, maldicen y fanfarronean como piratas entre sus jóvenes amigos “duros”. No nos mostramos a nuestros hijos como a nuestros camaradas de club, a nuestros clientes como a los obreros que empleamos, a nuestros maestros y empleadores como a nuestros amigos íntimos» (James s.f.: 128-129 en Goffman 2001: 60). Pero lo que podría parecer un simple hecho —no mostrarnos siempre igual ante los demás— es, en realidad, un aspecto central de la persona, uno que resulta clave para entender el significado del concepto «persona». No en vano esta palabra deriva etimológicamente del griego prosopon1, término que significa ‘máscara’ y que nos remite a la posibilidad de ser «otros» a través de las distintas facetas que comprende nuestro yo.

Precisamente, la importancia que el encuentro con los otros tiene para la persona y la ética es el tema de este artículo. Nos interesa averiguar hasta qué punto nuestra concepción de la persona es una que incluye elementos propios del terreno ético o moral, como el actuar por voluntad propia (libertad) y asumir obligaciones hacia el resto (responsabilidad). En otras palabras, ¿hablar de la persona es hablar de un ser dotado

* Bachiller en Periodismo por la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) y magíster en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Actualmente, se desempeña como profesor de filosofía en la UPC, en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y en el Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima. Es miembro del grupo interdisciplinario de investigación Mente y Lenguaje, y coautor del libro Pensamiento y acción. La filosofía peruana a comienzos del siglo XX. Sus intereses se centran en la filosofía de la mente y el lenguaje, la epistemología, y el pragmatismo.

1 Cfr. Hobbes 1979: 255.

Persona, pluralismo y progreso moral

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Persona, pluralismo y progreso moral

de lo que se conoce como «derechos» y «deberes»? A primera vista, podría parecer que no. Después de todo, los derechos individuales son pisoteados constantemente y, a menudo, evadimos nuestros deberes por pura comodidad. Sin embargo, la objeción no parece tocar el fondo del asunto. ¿No es acaso porque concebimos a la persona como un ser libre y responsable, dotado de derechos y deberes, que podemos criticar el abuso y la falta de interés por otros? ¿No es el asumir una posición crítica respecto de las acciones de otros una muestra clara de que evaluamos sus acciones bajo un punto de vista moral?

Si respondemos afirmativamente estas preguntas, entonces, para dar cuenta de la dimensión ética de la persona, debemos mostrar bajo qué circunstancias es posible considerar a otros como seres libres y responsables, capaces de hacer o no lo correcto, y de ser elogiados o recriminados por ello. En otras palabras, debemos hacer evidentes las condiciones en que surge la persona entendida como un agente moral. Como veremos, hablar de la persona en estos términos implica situarla en un espacio creado por la empatía (la capacidad de ponerse en el lugar de otros), un espacio en el que tienen cabida nociones como las de «bueno» y «malo», «justo» e «injusto», «deseable» y «no deseable», entre otras más, nociones que están en la base del lenguaje que empleamos al evaluar las cosas bajo un punto de vista moral. Se trata de un espacio intersubjetivo que, además de ser una condición para la persona, resulta ineludible al momento de tomar decisiones sobre lo que resulta más conveniente, pues se trata, básicamente, de un espacio de deliberación moral.

El presente artículo se divide en cinco secciones. Las primeras dos abordan el papel de la intersubjetividad en la constitución de la persona. Asimismo, muestran cómo dicho papel revela tanto su carácter social como moral. La caracterización que ofrecemos de la persona en estos términos servirá para poner de manifiesto, en la tercera sección, su relación con el pluralismo, es decir, la posición que reconoce la importancia y el valor del desacuerdo. Para hacer evidente esa relación, nos basaremos en la concepción del pluralismo propuesta por William James. En la cuarta sección, mostraremos cómo esta concepción del pluralismo complementa y enriquece la visión del minimalismo moral defendida por Michael Walzer, y en qué sentido dicha visión del minimalismo cuestiona la necesidad de proveer a la moral de fundamentos que garanticen la convivencia. Finalmente, en la quinta sección, utilizaremos las ideas de las secciones precedentes para enfatizar el carácter intersubjetivo del progreso moral.

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EL CARÁCTER SOCIAL DE LA PERSONAEn esta sección, sostendremos que el término «persona», o lo que solemos designar con él, nos remite fundamentalmente a la idea de un ser social, un ser que se constituye en interacción con otros sujetos. Nuestro punto de partida es la distinción que G. H. Mead realiza entre la persona y el organismo2.

Como sabemos, todo ser humano posee un organismo, es decir, está dotado de un conjunto natural de órganos con diferentes funciones. Esto no significa que podamos considerar a todo ser humano persona, pues el concepto «persona» incluye más de lo que supone la posesión de una serie de órganos. Lo que distingue a la persona del organismo es, según Mead, el hecho de ser un objeto para sí, o sea, ser alguien capaz de pensar en sí como uno piensa en los demás. «Ser un objeto para sí» es una capacidad: la de poder hablar y pensar acerca de uno mismo como si se tratara de alguien más. Se trata de una capacidad que no poseen todos los seres humanos, mucho menos todos los animales, y que se manifiesta al emplear el pronombre «yo» para aludir a la experiencia personal, aquella que pertenece a cada individuo y a la cual nos remitimos, entre otras cosas, al señalar nuestro punto de vista. Al decir «yo», la persona es un objeto para sí porque toma su propia experiencia como objeto de discurso, porque se ve a sí misma como si fuera «otro» sin serlo (como se describe en la cita inicial). En resumen, uno es un objeto para sí cuando puede asumir el papel de sujeto y objeto al mismo tiempo, cuando es capaz de pensar en sí como uno piensa en los demás. Dado que no todo ser humano logra hacer esto, se sigue que no todo ser humano es persona en sentido estricto.

Así pues, vemos que hablar de la persona no es lo mismo que hablar del organismo. Y si bien no podemos desligar a la persona del componente físico que requiere para sobrevivir, la diferencia entre ambos sigue siendo fundamental, ya que la sola posesión de un cuerpo no basta para tener un «yo» ni lo que a menudo se conoce como «subjetividad». Esto quiere decir que no podemos hablar de la persona sin reconocer la presencia de elementos propios de la experiencia subjetiva, como son las creencias, las emociones, los deseos, las intenciones y demás elementos a los que se les denomina «estados mentales». La existencia de estos estados y su relación con la persona nos obligan, entonces, a preguntarnos por los factores que hacen posible la aparición de la subjetividad.

La posición de diversos autores sobre este punto es que solo podemos tomar conciencia de nuestra propia subjetividad —esto es, empezar a vernos como seres independientes de otros—en el encuentro con otros individuos3. La razón de ello es

2 Cfr. Mead 1993: 166-175.3 Cfr., además del trabajo de Mead recién citado, los artículos reunidos en Davidson 2001b.

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que la interacción con otros individuos provee la base a partir de la cual aprendemos a reconocer la diferencia entre la experiencia propia, la experiencia ajena y la realidad que compartimos con los demás, diferencia que, al no depender de uno mismo, solo podemos reconocer al interactuar con otros sujetos. En otras palabras, el hecho de ser esta una diferencia que uno no establece por sí mismo hace que solo pueda reconocerse en un contexto de interacción con otros. En este sentido, se trata de una diferencia cuyo origen es social; por tanto, solamente en un contexto intersubjetivo, marcado por la presencia de otros sujetos o individuos, puede uno aprender a reconocerla.

Podemos ilustrar esta idea sirviéndonos de una analogía con el juego. Todos sabemos que participar en un juego implica conocer y acatar sus reglas. Pues bien, uno de los aspectos centrales de las reglas es que son compartidas; esto quiere decir que no las modifica libremente cada jugador. Tomemos como ejemplo el fútbol. Para practicar este deporte, es esencial que el jugador sepa qué acciones están permitidas y cuáles no, cosa que no depende de él ni de cualquier otro jugador, sino del deporte mismo. (Desde luego, las reglas del fútbol fueron inventadas por personas comunes y corrientes, pero esa es otra historia). El punto es que el carácter social de las reglas hace posible que el fútbol exista como una actividad independiente de la voluntad individual, es decir, como un hecho social. Este asunto es importante, pues, así como uno no decide qué reglas han de seguir los que participan en un juego (a menos que se desee jugar otra cosa), uno no establece por sí solo la diferencia entre uno mismo, los demás y el mundo que compartimos con ellos. Y es que se trata de una diferencia que, como las reglas del fútbol, no depende de cada persona, sino de una comunidad de personas, es decir, de lo interpersonal. Por eso, cuando decimos que la persona es un objeto para sí, un ser dotado de subjetividad, lo que hacemos en el fondo es señalar la existencia de un vínculo fundamental e irreductible entre ella y los demás, pues solo en un contexto interpersonal, marcado por la presencia de otros, es posible tomar conciencia de nuestra individualidad al aprender a diferenciar entre uno mismo y los demás. Podemos decir que se necesita de otra persona para ser una persona.

Precisamente es la existencia de un vínculo fundamental e irreductible entre la persona y otros seres similares a ella lo que pone de manifiesto su naturaleza social. Como hemos visto, dependemos de la interacción con otros individuos para distinguir entre la propia individualidad y la individualidad del resto, y es claro que, de no ser por esta distinción, no habría nada parecido a lo que solemos llamar «persona» (un ser que es un objeto para sí, alguien dotado de subjetividad). La consecuencia de esto es que tanto la subjetividad como los estados que la conforman tienen un origen en la intersubjetividad, en el espacio que crean dos o más individuos al interactuar entre sí y con el mundo que comparten. Como se verá en la siguiente sección, situar a la persona

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en un espacio como este permite considerarla un agente moral, un ser que actúa de manera libre y responsable.

LA DIMENSIÓN ÉTICA DE LA PERSONAEn la sección anterior, pusimos en evidencia la naturaleza social de la persona al mostrar cómo esta se constituye en un contexto marcado por la intersubjetividad. El objetivo de esta sección es completar nuestra caracterización de la persona tomando en cuenta su dimensión ética, la dimensión por la cual hablar de la persona es hablar de un ser con derechos y deberes. Para ello, será imprescindible considerar a la persona no solo como un objeto para sí, sino también como alguien capaz de empatía.

Hemos insistido en que solo la interacción con otros individuos consolida la idea de persona como un ser que es objeto para sí, es decir, como un ser con subjetividad. Esta característica aparece como consecuencia del espacio que crean dos o más individuos interactuando entre sí y con el mundo que comparten (un espacio intersubjetivo). Ahora bien, la existencia de ese espacio es fundamental para la persona porque brinda el marco necesario para atribuir a otros la capacidad de actuar libre y responsablemente, tomando en cuenta las obligaciones que tiene con el resto. Dado que estos son algunos de los componentes centrales de la «agencia», veremos que es nuestra relación con ese espacio lo que hace de nosotros «personas» o «agentes morales».

Apelaremos a una situación bastante conocida para explicar esta afirmación. El proceso de adquisición de una primera lengua es uno que involucra a un niño (el aprendiz) y a un adulto (el hablante) interactuando entre sí y con los objetos del entorno que ambos comparten. En la fase inicial de este proceso, el hablante emite una serie de sonidos con el objetivo de suscitar en el aprendiz una respuesta similar a la suya. Desde el punto de vista del aprendiz, los sonidos del hablante no son todavía palabras con significado: son como muchos otros sonidos que provienen de los adultos. ¿Qué debe ocurrir para que el aprendiz empiece a tratar esos sonidos como palabras con significado? Que este pueda reproducir los mismos sonidos del hablante no basta, pues eso es algo que muchos animales entrenados logran hacer. Lo que revela que el aprendiz trata esos sonidos como palabras es la manera en que las emplea en diferentes situaciones. Supongamos que se trata de la palabra «silla». Si el aprendiz emite la palabra «silla» cada vez que está delante de un objeto, sin importar cuál sea, podemos darnos cuenta de que no ha entendido aún su significado porque no reconoce a qué objetos debe aplicarla. En cambio, si emite la palabra «silla» al notar los objetos en que las personas se sientan, entonces ya tiene una idea de cómo debe emplearse. La diferencia entre un caso y otro es que solo en el segundo podemos decir que el aprendiz reconoce la diferencia entre el

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acierto y el error, entre un uso correcto y uno incorrecto de la palabra, diferencia que es fundamental para atribuirle un dominio de esta. En ese sentido, no se conoce una palabra si no es posible señalar (aunque sea de manera implícita) en qué casos se emplea correcta o incorrectamente, pues emplear una palabra en cualquier circunstancia equivale a no saber de qué palabra se trata.

Como se desprende de lo anterior, conocer una palabra es saber utilizarla, lo cual supone reconocer en qué casos se emplea bien o mal. Ahora bien, esta es una habilidad que solo se adquiere en una situación interpersonal, cuando el aprendiz y el hablante logran hallar una correlación entre la conducta verbal de cada uno ante los mismos objetos del entorno. Solo tiene sentido hablar de una diferencia entre el acierto y el error, entre un uso correcto y uno incorrecto, si esta diferencia se establece a partir de criterios comunes, independientes de cada individuo. Dicho de otra manera, el aprendizaje de una primera lengua requiere de una situación interpersonal porque los criterios con que se determina si el aprendiz utiliza las palabras correctamente o no son sociales. En efecto, no es el aprendiz quien determina cuándo una palabra se emplea correctamente, sino la comunidad de hablantes a la que empieza a pertenecer. Así, podemos ver el aprendizaje de una primera lengua (así como el dominio de un juego) como un asunto de práctica social4.

Esta idea nos devuelve al asunto anterior: la existencia de un espacio intersubjetivo, compuesto de normas como las que premian o sancionan la conducta verbal del aprendiz, es indispensable para hallar sentido en las acciones de los demás, para atribuirles estados mentales, pero, sobre todo, para considerarlos personas o agentes morales. Así como la aplicación de una palabra depende de compartir con otros un mismo espacio de normas y conceptos (un espacio en el que tienen cabida las nociones de acierto y error, «se debe» y «no se debe»), la posibilidad de considerar personas a otros depende, como en el caso anterior, de poder situarlos en un espacio que permita identificar la presencia de los elementos propios de la experiencia subjetiva, aquellos que dan cuenta de los componentes centrales de la agencia: la libertad y la responsabilidad. A continuación, veremos por qué esto se relaciona estrechamente con la empatía y en qué medida esta capacidad pone de relieve la dimensión ética de la persona (la dimensión que hace de la persona un ser con derechos y deberes).

4 Es importante notar que esta es la manera en que aprendemos no solo nuestras primeras palabras («mamá», «silla», «pelota», etcétera), sino también es la forma en que adquirimos conceptos como «bueno» y «malo», «justo» e «injusto», «deseable» e «indeseable», entre otros más, conceptos que están en el centro del lenguaje moral. En este sentido, ser un usuario de este lenguaje, emplearlo para aprobar o recriminar las acciones de otros, significa asumir una perspectiva común sobre las acciones y los hechos de la realidad, significa compartir lo que Wittgenstein denomina una «forma de vida».

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Consideremos, para empezar, el vínculo entre los conceptos de «libertad» y «responsabilidad moral». Un sujeto es moralmente responsable de sus actos cuando estos pueden merecer la aprobación o el rechazo de otros, cuando se le dice, por ejemplo, «Te felicito por el buen trabajo» o «Te sobrepasaste, deberías pedir disculpas». La aprobación o el rechazo de una acción se hace siempre bajo el supuesto de que quien actúa fue libre en el momento de actuar, ya que nadie puede ser responsable de lo que escapa de su control5. En este sentido, la capacidad de actuar de manera libre o voluntaria es un requisito indispensable para atribuir responsabilidad moral a otros, el tipo de responsabilidad que hace que sus acciones puedan merecer nuestra aprobación o rechazo. Así, no es posible atribuir responsabilidad moral allí donde no existe libertad de acción, pero tampoco donde no hay creencias, deseos e intenciones: en una palabra, subjetividad. Si no podemos explicar la conducta de un individuo a partir de lo que este cree y desea, tampoco podemos decir en razón de qué elige o decide actuar, lo que equivale a no reconocer en él la capacidad de actuar de manera libre o voluntaria. Esto hace que la identificación de los estados mentales característicos de la experiencia subjetiva sea una condición para ver y tratar a otros como «agentes morales» (seres libres capaces de asumir responsabilidades).

Ahora bien, hemos venido diciendo que solo al interactuar con otros individuos dentro de un espacio intersubjetivo podemos identificar la presencia de esos estados mentales. Nótese, sin embargo, que esto es posible solo poniéndonos en el lugar de otras personas, en tanto uno logra «ver las cosas» como otros las ven, lo que hace de la empatía un requisito indispensable para la atribución de libertad y responsabilidad moral. Y es que, al igual que en el caso de la subjetividad, tanto la libertad como la responsabilidad moral tienen un origen en lo intersubjetivo, en esa visión compartida de las cosas que genera la empatía. Así, caracterizar a la persona como un agente moral es también entenderla como un ser capaz de empatía, alguien con obligaciones hacia los demás en tanto puede relacionar su propio punto de vista con el de un grupo mayor.

Considerar «persona» a otro individuo es pensar en este como alguien capaz de relacionarse con otros en una red de obligaciones mutuas: una red de derechos y deberes. En suma, ver y tratar a otro individuo como persona es reconocer que pertenecemos a

5 Desde luego, existen diferentes grados de responsabilidad moral. Una persona que comete un robo bajo amenaza no es enteramente responsable del delito que se le imputa, pues fue obligada a cometerlo. Ahora bien, si una pesquisa revela que la persona pudo evitar el robo, pero no lo impidió (quizás porque el riesgo era muy grande), entonces el grado de responsabilidad que le corresponde es mayor. Si meses después se descubre que la persona mintió y que todo era parte de un plan para cometer el robo en complicidad con otro individuo, entonces le corresponde toda la responsabilidad por el delito imputado.

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una misma comunidad y que es nuestra pertenencia a esta comunidad la que crea el espacio en que se sustentan las obligaciones que compartimos. Como señala Wilfrid Sellars, «considerar a un bípedo implume persona es entender su conducta a partir de la pertenencia actual o potencial a un grupo más amplio, cada uno de cuyos miembros se considera a sí mismo miembro del grupo. Llamemos “comunidad” a semejante grupo, que en otro tiempo fue la tribu primitiva y hoy es (casi) la hermandad de todos los hombres» (Sellars 1971: 48).

Así, la relación que el individuo establece con un grupo mayor o comunidad se torna decisiva en dos aspectos: en primer lugar, porque revela que no se es una persona a menos que uno pueda pensar en sí como uno piensa en los demás, esto es, a menos que uno pueda ponerse en el lugar de los demás; en segundo lugar, porque muestra que las obligaciones que compartimos con otros hacen del individuo un agente moral, un ser libre capaz de asumir la responsabilidad de sus actos. Si combinamos ambas afirmaciones, obtenemos que ser una persona, o agente moral, significa ser capaz de actuar de manera libre y responsable, de ponerse en el lugar de otros y de relacionarse con estos en una red de obligaciones mutuas (una red de derechos y deberes).

También podemos apreciar esto si consideramos las razones por las que no vemos a los bebés y a los animales como agentes morales. Ciertamente, es la ausencia de un patrón de conducta intencional —similar al que caracteriza a los seres dotados de subjetividad— lo que dificulta considerarlos de esa manera. Pero la ausencia de dicho patrón, según lo visto hasta aquí, significa que ni los bebés ni los animales son miembros plenos de nuestra comunidad. Es decir, no son capaces de pensar en sí mismos como uno piensa en los demás, ni de relacionar su perspectiva con la de un grupo más amplio. En suma, no poseen la capacidad de ponerse en el lugar de los demás; por ese motivo, no están vinculados a otros en una red de obligaciones mutuas (una red de derechos y deberes). Por supuesto, esto no quiere decir que no tengamos consideraciones morales hacia ellos. Los bebés y los animales poseen derechos como cualquier persona; lo que no poseen es deberes u obligaciones hacia el resto, pues no establecen con otros el tipo de relación empática que es esencial para considerarlos agentes morales6.

6 Según Peter Strawson, los conceptos de «agencia» y de «responsabilidad moral» son indicativos de una actitud participativa en las relaciones interpersonales, la que se manifiesta a través de los sentimientos que somos proclives a experimentar en respuesta al trato de los demás, como el resentimiento, la gratitud, el perdón, la ira y el amor (los llamados «sentimientos reactivos»). Dado que estos reflejan un grado importante de compromiso e involucramiento en las relaciones interpersonales, no experimentarlos equivale a asumir una actitud «objetiva» hacia los demás, la actitud que los sitúa al margen del castigo, la condena y la aprobación moral. Para el vínculo entre los conceptos de agencia y participación, cfr. Strawson 1995: 37-67.

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Precisamente, es esta asimetría la que no debemos perder de vista al evaluar el significado del concepto «persona», pues, a diferencia de los casos anteriores, la persona es un ser con derechos y también con deberes hacia los demás, deberes que no podría dejar de asumir a menos que deje de ser considerada como tal. Y es que, según lo visto hasta aquí, uno se convierte en persona al relacionarse con otros, allí donde el individuo logra ser un objeto para sí o pensar en sí como uno piensa en los demás, lo cual conlleva reconocer que pertenecemos a una misma comunidad y que la pertenencia a dicha comunidad nos vincula en una red de obligaciones mutuas. En suma, es el carácter social de la persona lo que pone de manifiesto su dimensión ética.

EL PLURALISMO Y LA INEVITABILIDAD DEL DESACUERDOEn la sección anterior, hemos señalado en qué condiciones surge la persona entendida como un agente moral: un ser capaz de actuar por voluntad propia y de asumir obligaciones hacia los demás. Dado que estas condiciones encuentran un sustento en la empatía, nuestra conclusión fue que debemos pensar en esta capacidad como un rasgo esencial de la persona, aquel sin el cual no sería lo que es. En gran medida, ser una persona es saber que compartimos con otros un espacio intersubjetivo.

Una consecuencia de lo anterior es que la categoría «persona» no puede aplicarse antes o con independencia de una situación intersubjetiva, una situación que involucra a dos sujetos como mínimo. Esto quiere decir que el hecho de caracterizar a alguien como persona equivale a asignarle un lugar dentro de un espacio de naturaleza social, el espacio en el que uno logra identificar y atribuir los elementos típicos de la experiencia subjetiva (creencias y deseos), junto con las propiedades comúnmente asociadas al concepto de agencia: racionalidad, libertad y responsabilidad moral. En este sentido, no podemos hablar de la persona independientemente de la presencia de estos elementos y propiedades, ni del espacio en que se adquieren y atribuyen.

Ahora nos gustaría mostrar cómo lo dicho hasta aquí es compatible con algunas de las intuiciones centrales del «pluralismo», la posición que reconoce la importancia y el valor del desacuerdo. La afinidad surge cuando constatamos que un espacio intersubjetivo es también un espacio para el desacuerdo: un espacio plural en el que las diferencias tienen cabida y son esenciales. Veremos cómo el carácter ético y social de la persona implica reconocer que compartimos una visión general acerca del mundo, una visión que, lejos de eliminar las diferencias, las garantiza al mostrar su carácter irreductible.

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El marco de referencia de la presente discusión es la interpretación del pluralismo que ofrece William James7. Técnicamente, James entendió el pluralismo como una alternativa a lo que denominó «la filosofía del absoluto», la corriente filosófica de corte idealista que concibe el universo como un todo omnicomprensivo y racional (un todo absoluto). De acuerdo con esa corriente, nuestro conocimiento de la realidad es posible en virtud de esa unidad absoluta, tesis que James criticó al mostrar que nuestra concepción de las cosas puede ser fragmentaria. A eso se refiere cuando afirma que bajo una óptica pluralista «algo siempre se escapa»:

«Las cosas están unas “con” otras de muchas maneras, pero nada incluye todo, o domina sobre todo. La palabra “y” se arrastra en cada oración. Algo siempre se escapa. “Nunca con exactitud” debe ser dicho de los mejores intentos realizados en cualquier parte del universo por alcanzar la inclusividad total. El mundo pluralista es así más parecido a una república federal que a un imperio o un reino.»8 (James 1987: 776)

La creencia de que algo siempre se escapa es inherente al pensamiento pluralista, pues, de acuerdo con este, cualquier intento por ofrecer una descripción de la realidad que pretenda abarcar todos sus aspectos falla irremediablemente. Como señala William Connolly, «la filosofía del pluralismo se presenta como una que da sentido a dimensiones fugitivas de la experiencia humana, olvidadas en la sombra por filosofías racionalistas, monistas y dualistas» (Connolly 2005: 76). La estrategia subyacente a esta filosofía consiste en mostrar que las partes que conforman el universo existen de manera distributiva o con cierta independencia de las demás, lo que hace que pueda haber más de una manera adecuada de establecer conexiones entre ellas. Así, según James, no conocemos las partes por el todo, sino el todo por las partes; por eso, el universo pluralista se parece más «a una república federal que a un imperio o reino».

La defensa que hace James de un universo compuesto de «pluralidades irreductibles» adquiere otra relevancia si se compara con la manera en que el absolutista y el relativista ven el conocimiento. El absolutista considera que existe solo una manera correcta de describir la realidad, la misma que es verdadera independientemente de cualquier punto de vista. Según esta postura, una cosa es la realidad «en bruto», por así decir, y otra la manera en que la representamos en el pensamiento. El relativista, por su parte, sostiene

7 Psicólogo y filósofo estadounidense, hermano del novelista Henry James. William James fue, junto con Charles S. Peirce, uno de los precursores del pragmatismo, movimiento que se originó en los EE. UU. a mediados del siglo XIX. Originalmente concebido como una máxima para esclarecer el significado de los conceptos, el pragmatismo toma con James, y posteriormente con John Dewey, un giro decisivo en la dirección del instrumentalismo, la tesis según la cual el valor de las ideas reside en su capacidad para transformar la realidad.8 Traducción y cursivas del autor.

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que existen tantas realidades como descripciones de la misma y que, por ese motivo, toda descripción resulta, a fin de cuentas, tan legítima como cualquier otra. Desde este punto de vista, es posible hablar de «tu verdad» y «mi verdad», así como de «tu moral» y «mi moral», donde cada una de estas «verdades» y «morales» es asumida como puntos de vista que, además de ser distintos, son también irreconciliables. Para el pluralista, en cambio, existen diversas maneras (correctas) de describir la realidad, lo que no implica que toda descripción sea tan legítima como cualquier otra, pues la creencia de que existen diversas formas de describir la realidad que son igualmente legítimas lo lleva a reconocer que otras descripciones han de ser, necesariamente, incorrectas o falsas. En este sentido, lo que el pluralista quiere decir es que no todo vale o da igual.

La distinción entre lo verdadero y lo falso, entre descripciones de la realidad que pueden ser correctas o incorrectas, compromete al pluralista con una creencia adicional: la de que existe una realidad que es, en sus aspectos básicos o generales, la misma para todas las personas. ¿Qué justifica esta suposición por parte del pluralista? Para empezar, toda diferencia requiere, para ser inteligible, de algún grado de acuerdo o semejanza entre las posiciones involucradas. Por ejemplo, los motivos divergentes que A y B aducen para explicar por qué C ganó la lotería presuponen un conjunto de creencias y supuestos comunes sin los cuales no podríamos entender su discrepancia. La misma exigencia se da al tratar de entender y explicar el comportamiento de los demás, tarea que depende en gran medida de nuestra habilidad para hallar un terreno común desde el cual comprenderlo. Con todo, podemos decir que lo que permite tener visiones distintas —e igualmente correctas— de la realidad es el hecho de que compartimos una visión de la realidad. Si bien esto no quiere decir que todas las personas piensan igual, sí implica que las diferencias de pensamiento y opinión no pueden ser tan radicales después de todo: si cada uno viviera, por así decir, «en su propio mundo», no tendríamos ningún punto de referencia común desde el cual comparar entre una visión y otra (ni habría, por consiguiente, razones para decir que cada quien vive en su propio mundo). Siguiendo esta reflexión, la pregunta «¿por qué hablar de una realidad y no de tantas realidades como perspectivas de la misma?» se responde sola, pues no puede haber diversidad sin un suelo común que articule las diferencias. Dicho de otra manera: como interlocutores sabemos en qué discrepamos porque sabemos de qué hablamos.

En síntesis, de no ser la realidad una, no habría manera de comparar entre una visión y otra; es más, no podríamos ni siquiera decir si estamos ante visiones diferentes o similares de la realidad. James entendió esto; de ahí su insistencia en que no hay ninguna razón de peso, filosófica o de otro tipo, que nos obligue a asumir una visión de la realidad que excluya de plano todas las demás, justamente porque ninguna visión es infalible, porque «algo siempre se escapa». Si tenemos esto en cuenta, notaremos

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por qué posiciones como el absolutismo y el relativismo pierden atractivo. El problema con la primera es que asume que hay una descripción de las cosas que no es ninguna descripción, una visión de la realidad que no es la visión de alguien. Por su parte, la segunda mantiene que hay tantas realidades como perspectivas de la misma, pero, cuando se le pregunta al relativista, parafraseando su afirmación central, «¿tantas realidades como perspectivas de qué?», lo único que puede responder es «de la realidad», dejando en evidencia la precariedad de su posición.

Al tratar lo similar como una condición para lo diferente, el pluralismo muestra que existen diversas maneras de interpretar la realidad porque compartimos una visión general de esta, una visión que no es la de un solo individuo o grupo humano en particular, sino la de todos. Por eso, antes que la esperanza de un acuerdo definitivo o total, lo que subyace al pluralismo es el reconocimiento de que vivimos y actuamos en un mundo compartido con otros, un mundo que, al ser común, no confiere a nadie la última palabra. En esto, la filosofía del pluralismo se asemeja al modo en que Marcia Cavell explica el concepto de empatía. Según esta autora:

«(…) la “empatía” no puede ser cuestión de que en alguna forma yo salga de mi propia mente y entre en la de usted, sino que se basa más bien en descubrir y ampliar la base común que compartimos, usando mi imaginación en relación con las creencias y deseos que usted pueda tener con respecto a los cuales su comportamiento le parezca más o menos razonable a usted.» (Cavell 2000: 66)

En efecto, así como la empatía no consiste en abandonar nuestra propia subjetividad para ocupar la subjetividad del otro (sino en ampliar la base común que ya compartimos), en el caso del pluralismo, es también indispensable situar las diferencias en un contexto de semejanzas o, por lo menos, hallar un suelo común desde el cual reconocerlas. Desde luego, esto no quiere decir que tengamos que coincidir con los demás en todo; de lo que se trata es de generar un espacio para hacer posible —o inteligible— el desacuerdo9, mostrando su origen en una apreciación compartida de las cosas. En ese sentido, podemos decir que, tanto en el caso de la empatía como en el del pluralismo, la necesidad de situar las diferencias en un contexto de semejanzas obedece al hecho de que no podemos más que apelar a un espacio común —y sobre todo, a un mundo compartido con otros— para entender a los demás, para considerarlos personas o simplemente «otros». Podemos ver, entonces, el espacio de la persona como

9 Al decir esto, tengo en mente el modo en que Donald Davidson aborda el fenómeno de la interpretación: «El método no está diseñado para eliminar el desacuerdo, tampoco podría hacerlo; su propósito es hacer el desacuerdo posible, y esto depende enteramente de una fundamentación —alguna fundamentación— en el acuerdo» (Davidson 2001a: 196-197). Traducción del autor.

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un «espacio para el desacuerdo», un espacio plural en el que las diferencias tienen cabida y son esenciales, no porque el acuerdo sea imposible, sino porque las diferencias al interior del mismo son su condición de posibilidad.

Así pues, quienes son parte de una comunidad y se vinculan en una red de obligaciones mutuas tienen en común un mundo, una visión general acerca de este, lo que no entraña la eliminación de las diferencias. Visto de otra manera, el hecho de considerar a la persona un ser ético y social es reconocer la inevitabilidad del desacuerdo, de las diferentes y posibles interpretaciones de ese mundo compartido. Ahora bien, aunque no todas las personas son proclives a reconocer la importancia del desacuerdo en la vida diaria, hay un sentido en el cual las bases mismas de la persona apuntan en la dirección del pluralismo, pues uno no podría querer o pensar algo si no compartiera un mundo con otros. Vale decir, no se es una persona a menos que uno comparta con otros una visión del mundo.

En ese sentido, considerar a la persona un ser ético y social es poner de manifiesto su relación con el pluralismo. Se trata de una relación que, como hemos visto, excluye la tesis relativista (la posibilidad de que pueda haber una incompatibilidad radical entre las distintas descripciones del mundo), así como la tesis absolutista (la posibilidad de que solo una de esas descripciones sea la correcta). Allí donde el absolutista niega la diversidad que es constitutiva de lo humano, el relativista la exacerba al punto de convertirla en algo incomprensible. El pluralista, en cambio, considera esa diversidad en su real dimensión: como algo inherente a la persona y al mundo en que esta se desenvuelve.

MINIMALISMO NO FUNDACIONALHemos visto de qué manera la persona se relaciona con el pluralismo al considerar el espacio en que ella se constituye como un «espacio para el desacuerdo»: un espacio plural en el que las diferencias tienen cabida y son esenciales. Precisamente, es ese espacio lo que garantiza que no exista una sino diversas maneras de interpretar la realidad, posición que, como veremos ahora, es consistente con la concepción del minimalismo moral que plantea Michael Walzer10. Se trata de una concepción «no fundacional» del minimalismo porque cuestiona la existencia de valores y principios «últimos», es decir, valores y principios no revisables que fundamentan un código moral objetivo, libre de connotaciones históricas y particulares. La idea de un código moral objetivo, dentro de la tradición occidental, es la de un modelo que no responde a ninguna visión del

10 Cfr. Walzer 1996.

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mundo pero que sirve para criticar cualquier visión, un modelo que está más allá de las particularidades propias de las sociedades y los seres humanos. Dado que es la posibilidad de un código moral semejante lo que Walzer critica, conviene empezar desarrollando algunas de las intuiciones centrales de su propuesta.

Según Walzer, los conceptos morales poseen significados mínimos y máximos. Los primeros nos remiten a experiencias comunes cuyo significado es accesible universalmente; los segundos, en cambio, se expresan en un idioma particular y, por su especificidad, tienden a generar desacuerdo. Por ejemplo, el reclamo de un sector de la ciudadanía que exige mayor honestidad por parte de sus autoridades se expresa en un lenguaje minimalista porque es accesible a cualquiera que pueda identificarse con el descontento de esos ciudadanos (imaginemos que diversos funcionarios públicos han sido acusados de fraude y corrupción). No sucede lo mismo con el debate acerca de cómo debe organizarse la administración pública para evitar más casos de fraude y corrupción, el cual se expresa en un lenguaje maximalista porque involucra una serie de ideas y preferencias que podrían no ser compartidas por todos. Así, un mismo concepto moral, en este caso la honestidad, puede ser abordado desde una óptica minimalista o maximalista dependiendo de cuáles sean las necesidades en juego. La diferencia entre significados mínimos y máximos en relación con los conceptos morales coincide, a su vez, con la distinción entre descripciones «tenues» y «densas» de la moral. Lo «tenue» alude aquí al carácter universal de los conceptos que expresan cuestiones elementales (justicia, verdad, respeto), mientras que lo «denso» nos remite a las distintas elaboraciones de estos conceptos que, por su especificidad, pueden no ser compartidas por todos (cómo lograr un Estado más justo y eficiente, cómo evitar más casos de corrupción y fraude, etcétera). Mínimo y máximo, tenue y denso: estas son, pues, las dos caras del fenómeno moral.

Ahora bien, tradicionalmente, se ha considerado al minimalismo como algo que precede al maximalismo; es decir, se suele señalar que los significados mínimos tienen que ser anteriores a los máximos porque son los que hacen posible la convivencia entre seres humanos. Esta posición considera a los mínimos como un conjunto de valores y principios unánimemente reconocidos que son el punto de partida de la moral o su fundamento, lo que explica su carácter prioritario. Desde esta perspectiva, los mínimos son los acuerdos de fondo en que se sustenta la convivencia civilizada, aquello que divide a lo humano de lo inhumano. Siguiendo esta misma lógica, las descripciones tenues de la moral antecederían a las densas, pues generan el tipo de consenso de base que la moral parece necesitar en su seno. La moralidad, según esta óptica, es tenue en sus inicios y va ganando densidad con el tiempo; empieza universal y se va haciendo cada vez más particular a medida que se hacen más complejos los modelos de convivencia social.

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Podemos llamar a esta concepción de los mínimos «fundacional» en tanto sostiene que, sin un fundamento del tipo adecuado, la convivencia sería imposible, donde por «fundamento adecuado» debe entenderse un conjunto de valores y principios «últimos», es decir, valores y principios que, al no sustentarse en otros valores y principios, son inmunes a la crítica y al error.

Dicho esto, es importante tener en cuenta que, desde la perspectiva de Walzer, cuando hablamos de moral lo hacemos de algo que nunca es tenue o universal desde el inicio. En efecto, la moral no empieza con un conjunto de valores y principios unánimemente reconocidos que dan paso a una concepción más elaborada de esos valores y principios, como si se tratara de una progresión que va sumando elementos hasta formar un bloque bien definido y estructurado. Sucede más bien lo opuesto: la moral es densa o particular desde el inicio porque se sitúa siempre en un contexto cultural concreto; «nace», por así decir, dentro de un horizonte cultural que permite entender su dinámica y desarrollo particulares. Justamente, al prescindir de dicho contexto cultural, obviamos las diferentes concepciones del mundo y de la vida que la articulan, concepciones sin las cuales no sería posible hablar de «moral» alguna. En este sentido, Walzer argumenta que no debemos entender el minimalismo como el punto de partida de la moral ni tampoco como su fundamento. La moralidad mínima no es un punto de partida neutral u objetivo, ni sirve como fundamento para una moralidad densa. Es, más bien, una abstracción, un rasgo que comparten las moralidades máximas o densas. Se trata de algo que todos somos capaces de reconocer una vez que hemos dejado de lado nuestras diferencias más específicas. Así, según este autor, la moral se hace tenue únicamente en casos excepcionales, cuando esta se libera de los significados maximalistas que cada cultura le asigna: «La moralidad es densa desde el principio, culturalmente integrada, completamente significativa, y se revela tenue sólo en ocasiones especiales, cuando el lenguaje moral se orienta hacia propósitos específicos» (Walzer 1996: 37).

En eso consiste su crítica a la visión estándar o filosófica del minimalismo moral, la visión que sostiene que la moralidad mínima no pertenece a ninguna cultura ni sirve a ningún interés en particular. Walzer es consciente del esfuerzo de distintos filósofos occidentales por proveer al minimalismo de fundamentos últimos, inmunes a la crítica y al error, ya que son estos fundamentos la base para un código moral objetivo, «un modelo singular más o menos completo de lo que debemos hacer y de cómo debemos vivir, un modelo que pudiera usarse como estándar crítico para todas las demás construcciones circunstanciales de sociedades y culturas particulares» (Walzer 1996: 39). Sin embargo, la idea de un código moral que sirve como estándar para la crítica pero que no está sujeto él mismo a crítica está muy lejos de ser la expresión de algo neutro u

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objetivo, simplemente porque cuesta entender la idea de un código moral desprovisto de intereses particulares. En efecto, cuesta entender cómo un código de conducta, que es al fin y al cabo una creación humana más, puede erigirse como estandarte de otros códigos morales sin una justificación adecuada de por medio. Después de todo, ¿no sería esa una justificación tan interesada como cualquier otra? No resulta, entonces, descabellado comparar la pretensión de lograr un código moral semejante con la idea de una visión desde ningún lugar11, la visión que el absolutista desea alcanzar (infructuosamente) en relación con el mundo. Entendida de esta manera, la búsqueda de un código moral neutro u objetivo constituye un intento por fundamentar la moral en algo que comulga con lo eterno, intento que pierde vigor al reconocer la ininteligibilidad de lo que se busca.

Así pues, ver el minimalismo como un subproducto de la moral densa es lo que dificulta tratarlo como un fundamento filosófico, que apoya y antecede a una moral densamente elaborada. Dado que el minimalismo, en palabras de Walzer, «explica cómo podemos unirnos y garantiza nuestra posibilidad de separarnos», resulta más apropiado pensar en este como algo que, a lo sumo, apoya una «solidaridad limitada»12: a diferencia de otras concepciones del minimalismo, esta no busca determinar qué valores y principios son indispensables para la convivencia o exigibles a toda persona en cualquier situación. Es innegable que Walzer reconoce la importancia de ciertos valores y principios universalmente aceptados, pero acierta al ubicarlos en el único ámbito de donde pueden extraerse: el ámbito de la moralidad densa. En cierta forma, es esta la única moral que tenemos porque somos seres sociales, el resultado inacabado de una cultura y una historia, de un conjunto de prácticas, costumbres y tradiciones. Dado que Walzer no ve otro fundamento para la moral y la convivencia que no sea eso (cultura, historia, prácticas sociales; en suma, todo lo que resulta ser un mal candidato para servir como fundamento filosófico), su propuesta puede ser descrita con justicia como «no fundacional». Antes que la búsqueda de un fundamento filosófico, lo que Walzer destaca es la prioridad de lo intersubjetivo.

Como se señaló al inicio, esta propuesta de mínimos complementa la manera en que hemos abordado el pluralismo en la sección anterior. Ni el minimalismo walzeriano ni el pluralismo de James admiten la existencia de algo que deba obligar a las personas a pensar igual o querer lo mismo (una visión neutral del mundo, un código moral objetivo). Recordemos que, en su acepción jamesiana, el pluralismo parte de la convicción de que ninguna visión del mundo puede incluir todo. Y a esto se suma el reconocimiento de que, solo en relación con un mundo compartido con otros, es posible hablar de diferentes

11 La expresión es de Thomas Nagel. Véase su obra The View from Nowhere (1986).12 Cfr. Walzer 1996: 43.

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puntos de vista, igualmente válidos o legítimos. La consecuencia de todo esto es que quienes comparten un mismo espacio intersubjetivo comparten también una visión del mundo que, lejos de suprimir las diferencias, las potencia y posibilita. Ello hace del espacio en que la persona se constituye un «espacio para el desacuerdo», un espacio plural en donde, para citar nuevamente a James, «nada incluye todo o domina sobre todo».

Desde luego, uno puede decir que la idea de un espacio plural o intersubjetivo implica la existencia de ciertos mínimos, acuerdos sobre qué es lo correcto y cómo es el mundo, que se manifiestan a través de normas, creencias y valores compartidos. Eso es, en gran medida, lo que hemos venido diciendo: no puede haber diferencias sin semejanzas, ni semejanzas sin «otros» a los que consideramos diferentes. Lo que resulta más complicado, sin embargo, es que estos mínimos respondan a una concepción elaborada de la moral y del mundo, de lo que es justo y verdadero. Ese sería el caso de quienes identifican los mínimos con los artículos contenidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos o con las reglas de juego de la democracia constitucional, algo que, según lo visto hasta aquí, resulta excesivo. Si Walzer tiene razón al decir que el maximalismo precede al minimalismo, y no al revés, entonces no hay cómo sostener que los mínimos son los derechos humanos o las reglas de juego de la democracia constitucional. Tanto los derechos humanos como la cultura democrática actual son elaboraciones maximalistas de principio a fin, pues responden a una visión particular de la moral y del mundo. Pretender lo contrario, asumir que esta visión no es ninguna visión, sería ceder ante la tentación fundacional por antonomasia: garantizar un modelo de conducta y convivencia aduciendo la existencia de valores y principios absolutos. No es que los derechos humanos o las reglas de juego democráticas sean elaboraciones deficientes; el problema está en que, al asumir su carácter último, limitamos significativamente el margen de creatividad y espontaneidad que las sociedades y los individuos han sabido mostrar en el transcurso de la historia. Es decir, limitamos la posibilidad de que, en el futuro, tengamos mejores constructos morales. Quizá por eso el mejor argumento en contra del fundacionalismo es que no hay manera de hablar de mínimos antes o con independencia de un espacio intersubjetivo, más allá del contexto en que las personas se atribuyen mutuamente los estados que explican su manera de actuar. No hay mínimos sin empatía. O, por lo menos, no hay mínimos si por estos entendemos el resultado de algo dado con anterioridad a nuestras prácticas sociales. En suma, es la convivencia entre personas lo que genera el mínimo, y no el mínimo un preámbulo para la convivencia entre personas13.

13 Desde luego, no se está diciendo con esto que no existen valores universalmente reconocidos. El argumento es, más bien, que el carácter universal de ciertos valores (como la justicia y la verdad) no es el punto de partida ni el fundamento de nada y que sería un error considerar que en la base de la moral hay algo (como los derechos humanos) sin lo cual no habría moral alguna.

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Decir que el maximalismo precede al minimalismo significa, pues, que no podemos emitir un juicio acerca de lo que es bueno o correcto sin estar en relación con otros, sin compartir con otros un mundo y una visión de ese mundo. Se trata, como hemos venido diciendo, de una visión del mundo que no sirve como punto de partida o fundamento para una más específica. En este sentido, notaremos, al hacer los reemplazos correspondientes, que la «delgadez» del minimalismo es como esa visión del mundo que compartimos, la cual, así como no puede justificar a una sola descripción correcta de la realidad, tampoco puede justificar un solo modelo de conducta y convivencia. En suma, no hay necesidad de postular algo que trasciende la moral para explicar la moral. La búsqueda de un código moral objetivo, según la interpretación que hemos expuesto, es infructuosa porque intenta proveer a la moral de algo que no necesita14.

Hemos de reconocer que no hay nada más allá de lo intersubjetivo que sirva para explicar la moral ni aquello que las personas hacen: entender a otros, indignarse, protestar, solidarizarse entre sí, etcétera. Y esto es lo que hace del espacio de la persona un espacio de deliberación moral, aquel en el que tomamos decisiones sobre lo que resulta mejor o más conveniente. Como veremos a continuación, esta es otra manera de decir que solo la empatía puede dar cuenta del rechazo moral y los compromisos que asumimos hacia los demás, y no algo dado con anterioridad al encuentro intersubjetivo. Plantear las cosas de esta manera hará posible entender el progreso moral como algo que se relaciona más con la expansión de la empatía que con el descubrimiento de algo último (algo que condiciona nuestros juicios de valor pero que no es condicionado por nada más).

EL PAPEL DE LA EMPATÍA EN EL PROGRESO MORALEn la sección anterior, expusimos la concepción no fundacional del minimalismo defendida por Michael Walzer. En gran medida, esa concepción muestra por qué los mínimos no fundamentan un código moral objetivo ni sirven como punto de partida para una moralidad densamente construida. Con todo, es posible resumir la intuición central de este autor en la afirmación de que no deberíamos esperar del minimalismo

14 Una obra que refleja el modo en que estos cambios se manifiestan actualmente es El crepúsculo del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, de Gilles Lipovetsky. Esta obra tiene como virtud el haber identificado en el corazón mismo de la cultura democrática actual un cambio de actitud respecto de la moral, un cambio en cuyo centro está el abandono de la idea de un fundamento moral absoluto (encarnado en la figura de Dios, la Ley o el deber incondicional hacia el otro). La intuición fundamental detrás de este abandono es que ya no es necesario partir de un fundamento ético absoluto —que señala con nitidez la frontera entre lo bueno y lo malo— para gozar de una vida moral plena.

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algo que no sea una «solidaridad limitada» (una explicación de cómo podemos unirnos y por qué es probable que nos separemos), intuición que hemos relacionado con algunas de las ideas centrales del pluralismo de William James. Y es que si en algo coinciden Walzer y James es en la convicción de que no todos tienen que compartir las mismas creencias. En efecto, no todos tienen que pensar y valorar lo mismo porque no hay nada (ningún fundamento último, ningún atributo universalmente compartido) inmune a la crítica y al error. La convicción jamesiana de que «algo siempre se escapa» es análoga, en ese sentido, a la afirmación walzeriana de que no deberíamos esperar del minimalismo algo que no sea una «solidaridad limitada».

La negativa de ambos autores a explicar el comportamiento moral sobre la base de algo que no sea la intersubjetividad brinda el marco propicio para abordar un tema de especial interés para la ética: el progreso moral (cómo construir comunidades más tolerantes e inclusivas). Así, en esta sección, veremos por qué nada que sea relevante para esta tarea puede provenir de algo cuyo valor reside en el hecho de ser universal, pues lo universal no puede, simple y llanamente, servir para justificar las decisiones que tomamos ni para extender a otros el tipo de consideración que solemos tener hacia nuestros semejantes.

Hemos visto líneas antes en qué sentido la persona es indesligable de la noción de comunidad al mostrar cómo se relaciona con otros dentro de una red de obligaciones mutuas (una red de derechos y deberes). Básicamente, la noción de comunidad a la cual apelamos aquí es una que comprende la totalidad de sujetos o agentes morales, es decir, todos los seres capaces de actuar libremente y de asumir obligaciones hacia los demás. Ahora bien, esta noción de comunidad no es incompatible con el sentido local y concreto que damos a este término cuando se piensa en la comunidad como un conjunto de prácticas y costumbres que subyacen a las creencias y los valores de un grupo humano específico. Ambas nociones de «comunidad» son compatibles pues, así como podemos decir de la persona que es un sujeto o agente moral, también podemos referirnos a ella en términos relativos a la cultura a la cual pertenece, considerando si es musulmán, occidental, shipibo, africano, hindú, etcétera. En este segundo caso, la extensión del término «comunidad» disminuye, pues incluye, únicamente, a quienes se reconocen dentro de las mismas prácticas y costumbres, es decir, aquellos que configuran un «nosotros» de tipo local.

Ahora bien, hay algunos filósofos que ven estas dos acepciones del término «comunidad» como dimensiones de la persona que, lejos de ser compatibles, conviven en permanente conflicto, ya que se apoyan en el primer sentido de comunidad para extraer de él razones que justifican cierto modelo de conducta. En otras palabras,

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apelan al sentido más general de este término para explicar, sobre la base de algo que es poseído por todos, por qué uno debería actuar siempre moralmente, algo que no podrían hacer apelando al sentido más particular y concreto de «comunidad», aquel que otorga prioridad a las costumbres, las opiniones, los afectos, las vivencias y los deseos subjetivos. Dado que lo concreto, según esta perspectiva, es demasiado variable e incierto como para justificar el respeto incondicional que todo ser humano debe sentir hacia sus congéneres, ven el segundo sentido de comunidad como algo que «entorpece» el reconocimiento de que, ante todo, somos seres racionales. Así, por ejemplo, mientras que para Platón es el conocimiento del Bien lo que impide a uno actuar de manera injusta, para Kant es la racionalidad inherente a todo ser humano lo que nos mueve a tratar dignamente a los demás. Ambos autores consideran que solo lo universal puede justificar el tipo de obligación en que se funda la convivencia humana, motivo por el cual ven las costumbres, las vivencias, las opiniones y los deseos subjetivos como factores de escaso interés para la ética (excepto cuando se trata de explicar por qué en ocasiones uno hace lo que no debe, como cuando se actúa «cegado» por las pasiones).

Sin embargo, la idea de que tenemos una obligación hacia los demás que se deriva del reconocimiento de algo universal, poseído por todos, resulta altamente cuestionable. De hecho puede interpretarse como parte del intento, descrito en la sección anterior, de proveer a la moral de fundamentos últimos, no susceptibles de crítica ni de revisión. Precisamente, son intentos como este los que no resisten el análisis cuando reconocemos, con Walzer y James, que no hay ningún fundamento último o atributo compartido por todos los seres humanos capaz de asegurar semejante cosa. No solo no hay ninguna creencia, valor, norma o principio que asegure que la convivencia no será afectada por la irracionalidad humana; tampoco existen buenas razones para desear algo semejante: el intento de una fundamentación última, no susceptible de crítica ni de revisión, suele significar un riesgo muy alto para las diferencias individuales y culturales, sobre todo en lo que respecta a su aceptación.

El problema con justificar cierto modelo de conducta apelando a un fundamento último o universal es que, como argumenta Walzer, la moral se manifiesta en términos particulares y concretos desde el inicio; es densa desde el origen, porque se expresa a través de significados sociales, significados que están atados a la historia, a los intereses y a las vivencias de los pueblos. En palabras de este autor:

«Las sociedades son necesariamente particulares porque poseen miembros y memoria, esto es, miembros con memoria no solo de sí mismos, sino de su vida en común. La humanidad, por el contrario, tiene miembros, pero no memoria, de modo que no posee historia ni cultura, ni costumbres, ni prácticas, ni formas de

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vida familiares, ni fiestas, ni comprensiones compartidas de los bienes sociales.» (Walzer 1996: 41)

Es importante notar que los significados con que expresamos y evaluamos nuestras vivencias comunes no pueden ser el resultado de algo que no tiene memoria, costumbres ni historia, pues los significados son, ante todo, formas de vida, comprensiones compartidas de la realidad. Ello hace que la categoría «humanidad» —entendida como expresión de algo que no depende de esas formas de vida— sea un mal candidato para explicar la obligación que tenemos hacia otros seres humanos, como es tratarlos con respeto y justicia (siempre como fines). El problema, en ese sentido, con emplear el término «comunidad» en su acepción más amplia para justificar el tipo de obligación que tenemos hacia otros seres humanos es que difícilmente damos cuenta de lo particular en términos de lo universal, difícilmente explicamos la conducta solidaria y compasiva apelando a lo que no tiene memoria, costumbres ni historia.

Esta es otra manera de decir que la justificación moral se da siempre sobre el trasfondo de una cultura y un contexto. Nos detendremos brevemente a explicar esta idea. El carácter cultural de la justificación moral implica que todo acto de respaldo y crítica se da al interior de una visión del mundo; corresponde a un conjunto particular de significados, creencias y valores. Lo que resulta más difícil de entender, sin embargo, es que los significados, las creencias y los valores que conforman una visión del mundo provengan de algo universal o, menos aun, de algo absoluto, pues ni lo universal ni lo absoluto poseen significados, creencias y valores. Desde luego, que toda justificación se dé como parte de una visión del mundo no quiere decir que nuestras convicciones morales valen solo para aquellos que comparten esa visión, pues eso sería confundir el alcance de la justificación con el contenido de esta. Según hemos visto, el contenido de la justificación es particular: son experiencias, costumbres, historias y formas de vida que compartimos con otros. Pero el alcance de la justificación puede ser, y es a menudo, de carácter universal. Si yo digo: «Es repudiable cometer asesinato», quiero decir que nadie, en ningún lugar del mundo, debería hacerlo, cosa que puedo justificar con razones que estimo legítimas (razones que son, desde luego, mis razones o las de la comunidad en la que crecí, y que pueden ser aceptadas o criticadas por cualquiera que las entienda). En este sentido, no hay incompatibilidad alguna entre defender un punto de vista a partir de las creencias y los valores de nuestra comunidad (lo que, a fin de cuentas, es inevitable) y la validez que dicho punto de vista ostenta cuando está debidamente justificado. Lo problemático no es que existan diferentes puntos de vista sobre un mismo tema, sino la suposición de que el nuestro es el único válido o legítimo, o que nuestras creencias y valores son siempre superiores a los de otras personas y comunidades.

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Recordemos que, en esta actitud crítica respecto de las propias opiniones, radica la diferencia entre el absolutismo y el pluralismo. Para el pluralista, es perfectamente posible hablar de diferentes puntos de vista —que pueden ser igualmente válidos o legítimos— siempre y cuando exista un trasfondo común desde el cual articularlos. Esto quiere decir que es perfectamente posible hablar de creencias, deseos y valores que son relativos a una visión del mundo particular, pero que, al mismo tiempo, permiten extraer conclusiones de carácter universal, pues, como hemos dicho, una cosa es el contenido de la justificación y otra su alcance. El problema del absolutista consiste en confundir estos dos planos, pues cree que, si el alcance de la justificación es universal, el contenido también tiene que serlo. En ese sentido, considera que un juicio de valor como «es repudiable cometer asesinato», si es válido para todos, lo es porque ha de corresponder a algo que no es relativo a lo particular, que está más allá de las experiencias, costumbres y formas de vida. Se podría decir del relativista que comete un error similar al suponer que el carácter particular de la justificación le dice algo importante acerca de su alcance, o sea que, si el origen de la justificación es relativo a lo particular, entonces también deben serlo las conclusiones que se obtienen de ella. El pluralista, en cambio, considera que el sustento de la justificación debe decirnos otra cosa, a saber, que incluso nuestras mejores conclusiones son susceptibles de crítica y revisión, ya que no hay un fundamento último o universal capaz de asegurar su validez indefinida. Precisamente, es el carácter cultural de la justificación moral, el reconocimiento de que lo particular no tiene que ser igual para todos, lo que asegura la existencia de diversas maneras de ver y valorar las cosas. Lo denso, para ponerlo en el lenguaje de Walzer, no está reñido con la verdad, sino con la certeza final.

Ello nos remite a una segunda e inofensiva forma de relatividad presente en el caso de la justificación moral. Se trata del carácter contextual de la justificación, el cual muestra que todo acto de respaldo y crítica tiene lugar dentro de un contexto y es relativo a una situación específica. Esto quiere decir que las circunstancias que rodean una acción o situación dada son decisivas respecto de la evaluación que hagamos de ella en términos morales y que resulta muy difícil —por no decir imposible— saber qué resulta más conveniente a priori, es decir, sin tener en cuenta la información que el contexto suministra. Ello cuestiona, en gran medida, la distinción —discutida por Amartya Sen— entre juicios de valor «básicos» y «no básicos»15, que coincide con la distinción entre juicios de valor «no revisables» y «revisables», esto es, aquellos que no necesitan tomar en cuenta el contexto de la acción y aquellos que sí lo requieren. Sin duda, se trata de una distinción con la que está comprometido el absolutista, quien

15 Cfr. Sen 1967.

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considera que ciertos juicios de valor deben su legitimidad a algo que no es relativo al contexto en el que se aplican generalmente, algo que los legitima siempre. Ese sería el caso de, por ejemplo, juicios de valor como «es malo mentir» o «es repudiable cometer asesinato». Mentir y asesinar son acciones que desearíamos evitar siempre, sin duda, pero eso no implica que no puedan ser justificables en una situación específica, como en el caso de una guerra entre dos países, uno de los cuales ha invadido al otro con pretensiones de someter a su población. La distinción entre juicios de valor «básicos» y «no básicos» es ciertamente dudosa, pues implica, en el fondo, que uno puede saber qué hará de antemano o que es posible juzgar moralmente los hechos sin conocerlos. Bien vista, la idea de juicios de valor «básicos» no es sino la ilusión del fundamento último: algo que afecta pero que no es afectado por nada más. Es la ilusión de que ciertos juicios de valor ostentan el estatuto de la certeza final, pues son verdaderos independientemente del contexto particular en que se emiten.

El carácter cultural y el contextual de la justificación moral se combinan para poner en evidencia la precariedad de los intentos de fundamentación en ética, pues hemos visto que nada ajeno a la persona —y al espacio en que esta se constituye— puede dar cuenta de aquello que las personas hacen. Esta conclusión no debe sorprendernos, pues, al criticar la posibilidad de un fundamento último o universal, lo que deja de tener sentido no es el comportamiento moral en sí, sino la idea de que este tipo de comportamiento se deriva de algo que no es la familiaridad con el sufrimiento, la alegría, el dolor y la tristeza. En otras palabras, negar la existencia de un fundamento moral no es poner en tela de juicio la posibilidad de una convivencia civilizada: es poner en duda la idea de que la convivencia civilizada es posible si y solo si esta se sustenta en algo que está más allá de lo intersubjetivo. Por este motivo, al decidir sobre cuestiones morales, el sentido más amplio de «comunidad» no es tan relevante como el otro, el más reducido, aquel que se expresa en estrecha conexión con lo particular y lo concreto.

Muestra de ello es que, rara vez, nos detenemos a pensar en qué propiedad comparten todos los seres humanos antes de tomar una decisión de tipo moral. Como señala Richard Rorty:

«Los jóvenes matones nazis cargados de resentimiento se daban perfecta cuenta de que muchos judíos eran inteligentes y cultos, pero eso no hacía sino aumentar el placer que sentían al golpearles. Ni sirve tampoco de mucho hacer que esta gente lea a Kant y acepte que uno no debe tratar a los agentes racionales meramente como medios. Pues todo depende de quién cuente como otro ser humano semejante nuestro, quién cuente como agente racional en el único sentido relevante: el sentido en el cual agencia racional es sinónimo de pertenencia a nuestra comunidad moral.» (Rorty 2000: 232)

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La decisión de quién cuenta como «uno más de nosotros», en la manera en que Rorty la entiende, siempre tiene como trasfondo lo particular y lo concreto: las costumbres, las vivencias, las formas de vida. Todas ellas juegan un rol central en las decisiones morales porque son las que dan contenido a la comprensión que tenemos del mundo y de los demás individuos, no algo que podemos identificar antes de relacionarnos con otros. En este sentido, la decisión de quién cuenta como «otro ser humano semejante nuestro» no puede depender de que tengamos un conocimiento especial sobre el ser humano, ni de valores y principios últimos16, depende de que uno logre imaginarse a sí mismo en el lugar de los demás, de que lleguemos a ampliar lo suficiente la base común de creencias y deseos que compartimos. En suma, se trata de una decisión relativa a esa forma de empatía que, a menudo, se conoce como «simpatía» (del inglés, sympathy), esto es, la capacidad de sentir con el otro, de compadecerse y solidarizarse con él.

Como señala Rorty, la posibilidad de que un soldado judío deje de ver a los musulmanes como seres humanos de segunda clase no pasa por hacer que tome conciencia de que son seres racionales como él. Se vincula más con la posibilidad de que llegue a verlos como ve a sus hermanos, a sus camaradas o a sus hijos, es decir, a las personas a quienes no dudaría en defender. A eso se refiere este autor cuando señala que solo la educación sentimental, la «manipulación de los sentimientos», puede hacer que las personas dejen de ver a quienes no son similares a ellas como si fueran seres humanos de segunda clase17. Si la educación sentimental logra esto es porque acostumbra a las personas a pensar en los términos propios de la empatía («¿qué sentiría yo si estuviese en su lugar?», «¿cómo hubiese reaccionado yo en una situación semejante?»), que están más cerca de la familiaridad que nos genera lo particular y lo concreto.

Cabe señalar que esto no hace de la deliberación moral una cuestión meramente subjetiva; no la convierte en un asunto de «mi moral versus tu moral». Una cosa es decir que la decisión de quien cuenta como otro ser humano semejante es arbitraria o irracional y otra es reconocer que solo podemos desarrollar vínculos morales hacia aquellos que experimentan lo mismo que nosotros. Así, por ejemplo, no vemos a las cucarachas y las ratas como a los perros y los monos, simplemente porque nos cuesta encontrar en los primeros lo que resulta más visible en los segundos: su semejanza con los seres humanos.

16 Como señala Hilary Putnam: «No es que yo posea un discurso metafísico que explique cómo sé, por ejemplo, que la preocupación por el bienestar de los demás sin consideración de fronteras nacionales, étnicas o religiosas, y la libertad de palabra y pensamiento son mejores que sus alternativas, excepto en el sentido de ser capaz de ofrecer los tipos de argumentos que gente normal, sin ínfulas metafísicas y con convicciones liberales puede ofrecer y ofrece» (Putnam 2004: 60).17 Cfr. Rorty 2000: 230.

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Reconocer en otros lo que uno mismo experimenta es lo que permite, en buena cuenta, ampliar el alcance de expresiones como «semejante nuestro» o «uno más de nosotros», lo que permite hablar de progreso moral. Ampliar el alcance de estas expresiones equivale a ensanchar los límites de nuestra comunidad moral, a expandir la noción que tenemos acerca de quiénes son parte de nuestra red de derechos y deberes. En suma, es la manipulación de los sentimientos, y no el descubrimiento de un fundamento universal, lo que amplía nuestra idea de quién cuenta como otro ser humano semejante. Con todo, es posible decir que hay progreso moral allí donde nuestra obligación hacia los demás se amplía, pero el asunto es que se amplía no porque descubrimos que hay algo que hemos compartido siempre, sino porque uno logra familiarizarse lo suficiente con el otro como para decir: «No me di cuenta pero en verdad es como yo». En este sentido, es posible pensar en el progreso moral como una empatía más amplia, un asunto de incluir a más personas en nuestra red de obligaciones mutuas.

Precisamente, la esterilidad del intento por proveer a la moral de fundamentos últimos se evidencia en lo poco que hace por ampliar el alcance de las expresiones con que contamos a otros en nuestra red de obligaciones mutuas, esto es, por ampliar el alcance del término «nosotros» en su uso local y concreto. El problema de dicho intento ha sido que, cuando el filósofo se empeña en señalar los fundamentos últimos de la moral, se imagina cómo podría convencer al egoísta y al sicópata de que está en su interés actuar moralmente. Sin embargo, como señala Rorty, antes que convencer al egoísta y al sicópata, los filósofos morales deberían prestar más atención al caso de aquel que muestra respeto y afecto por sus semejantes, pero ve con sospecha y recelo a los extranjeros. Es el caso de aquel que, pese a reconocer por qué está en su interés actuar moralmente, no ve razón alguna para extender esa consideración a todos18.

Uno podría ser concesivo y decir que la necesidad de fundamentar la ética en valores y principios últimos obedece a un fin que es en sí mismo deseable: tratar a todos como iguales, ser más solidarios y tolerantes, entre otras virtudes que son indispensables. Sin embargo, podemos prescindir de esta necesidad reteniendo el fin subyacente si reconocemos que no podemos dar cuenta de lo humano en términos de lo no humano, ni de lo intersubjetivo en términos de lo absoluto. No podemos actuar o decidir en cuestiones morales sin atravesar el terreno de la intersubjetividad, que es, a fin de cuentas, el de la persona (un terreno, huelga decirlo, de diferencias irreductibles). Hacer del espacio de la persona el espacio de la moral es reconocer, por tanto, que no hay valores ni principios últimos que puedan servir para deliberar moralmente ni para construir sociedades más abiertas e inclusivas.

18 Cfr. Rorty 2000: 231.

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WITTGENSTEIN, Ludwig (2002) Investigaciones filosóficas. 2a ed. México D. F.: UNAM-Crítica.

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Glosario de términos sobre ética y ciudadanía

CIUDADANÍA

Forma de organización política que se caracteriza, en su concepción moderna, por el hecho de que sus miembros —los ciudadanos y las ciudadanas— comparten de manera igualitaria un conjunto de derechos y de deberes. Los derechos consisten en los beneficios en asistencia social y las garantías políticas que brinda un Estado a sus ciudadanos en cuanto tales. Los deberes remiten a los compromisos y a las obligaciones que señalan las leyes elaboradas por los propios ciudadanos. La igualdad de derechos y deberes evita la existencia de privilegios entre los miembros de una colectividad política y debería asegurar el ejercicio de la justicia, al permitir que todos los ciudadanos puedan practicar su libertad personal y política sin objeciones en razón de sexo, raza, origen, creencia, ideología, entre otros. Asimismo, ser ciudadano significa participar de la propia vida considerando que se forma parte de un colectivo mayor, en el que la identidad de uno necesita y confluye con las identidades de los otros miembros de la comunidad. Existen distintas interpretaciones de ciudadanía: (i) liberal, cuando se resalta el tema de los derechos; (ii) republicana, cuando se pone énfasis en las obligaciones y pautas de conducta públicas; y (iii) comunitarista, cuando lo que predomina es el sentido de pertenencia (identidad). Estas interpretaciones de ciudadanía, según sea el caso, colocan un acento mayor en temas de interés privado o en temas de interés común (el gobierno, el Estado, la sociedad, las relaciones entre los ciudadanos, etcétera). Hay que añadir a estas interpretaciones la ciudadanía intercultural, la cual busca reconocimiento para los grupos o minorías culturales que existen al interior de los Estados nacionales y que suelen ser «invisibilizados» por otros sectores de la sociedad.

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Glosario de términos sobre ética y ciudadanía

DEMOCRACIA

Forma de gobierno en el que el poder recae sobre la decisión que toma la mayoría. Dado que en la antigüedad se recurrió a este concepto para implementar un sistema de gobierno en donde todas las personas sean tomadas en cuenta, hoy es necesario superar el paradigma de la democracia plebiscitaria (aquella que se sustenta en la decisión de la mayoría) y reemplazarlo por el de la democracia constitucional, en la que las decisiones tomadas por la mayoría no afectan la dignidad de los grupos minoritarios. De esta manera, se intenta combatir el poder ilimitado de los más fuertes. La Constitución, como norma suprema, es el límite principal a ese poder, límite que se impone con el objetivo de proteger la dignidad de todas las personas; es decir, constituye la «ley del más débil». El arribo a este nuevo paradigma de democracia se produjo a raíz de episodios nefastos para la humanidad, como los totalitarismos y fascismos vividos durante la Segunda Guerra Mundial. Precisamente como consecuencia de estos eventos empezó una preocupación real por limitar el poder de quienes no tenían en cuenta las necesidades y opiniones de las minorías.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

ESTADO DE DERECHO

Garantía que brinda el Estado al actuar dentro del marco que establece la ley y la Constitución, así como el conjunto de acciones efectivas que realizan sus instituciones en beneficio de la ciudadanía. Desde este punto de vista, es posible señalar tres condiciones básicas que determinan la actuación del Estado cuando se atiene a los lineamientos del Estado de derecho. Primero, el imperio de la ley como base para el funcionamiento del Estado: todos (ciudadanos y gobernantes) están obligados a cumplir lo que la ley estipula. Segundo, el respeto a la separación de poderes: el Estado está constituido por tres poderes (legislativo, judicial, ejecutivo) que gozan de independencia y autonomía entre ellos para actuar. Tercero, el respeto irrestricto de los derechos fundamentales de la persona: los ciudadanos deben poder desenvolverse con libertad y en igualdad de condiciones. En este sentido, es posible entender la noción de Estado de derecho como la garantía de que se vive dentro de una comunidad política.

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Glosario de términos sobre ética y ciudadanía

ÉTICA

Consideración acerca de cómo deben ser las cosas de acuerdo con un criterio moral. El criterio moral es una razón informada sobre qué tipo de acciones son correctas o incorrectas, o bien sobre qué tipo de cosas son buenas o malas, teniendo en cuenta el bienestar, los derechos y la justicia hacia otros seres con intereses propios. Si un ser es capaz de desarrollar intereses, merece ser considerado éticamente. Por definición, la relevancia de una consideración ética se hace evidente toda vez que entren en conflicto, de una u otra manera, los intereses distintos de dos o más partes. El alcance de la ética incluye a personas, humanos en condiciones marginales (alzhéimer severo, coma, etcétera) y muchos animales. Existe más de un modo en que se expresan las consideraciones éticas. Algunas de estas son conscientes y producto de un análisis esforzado; otras asumen un modo intuitivo y automático, como cuando uno reacciona sin pensar. La ética es una forma de evaluación normativa y, como tal, no es ajena a desacuerdos sobre cómo jerarquizar o compatibilizar intereses encontrados. Si bien suele ser confundida con normas sociales convencionalmente establecidas, este es un error que hay que evitar. Ciertas convenciones no responden a criterios razonables e imparciales. En la ética, por el contrario, la razonabilidad y la imparcialidad constituyen una necesidad elemental.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

IGUALDAD

Condición por la cual todos los seres humanos son dignos de respeto, independientemente de las peculiaridades que puedan tener en tanto individuos o como parte de un determinado grupo. El reconocimiento de la igualdad entre seres humanos supone, a su vez, que cada individuo acepte al otro como semejante, como un ser humano igual en dignidad y derechos. La igualdad suele ser entendida desde dos perspectivas: una formal y otra sustantiva. La igualdad formal alude, por lo general, a un trato igualitario ante la ley y en materia de derechos; es decir, supone que la ley es una norma de carácter general que debe ser aplicada a todos por igual. Por tanto, quienes son iguales deben ser tratados como tales, de acuerdo con los mismos principios y reglas. La igualdad sustantiva está referida a las condiciones materiales que garanticen a los individuos igualdad de oportunidades para concretar sus proyectos de vida. En los últimos años, se ha planteado la necesidad de concebir una igualdad que no ignore que las diferencias significativas entre individuos (por razones culturales, sociales, de género, entre otras) pueden dar lugar a situaciones injustas o generar inequidad; por ello, se propone que la igualdad implique también un tratamiento diferente para aquellos que pertenecen a grupos que, de alguna manera, se encuentran en una situación de subordinación, desventaja o vulnerabilidad.

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Glosario de términos sobre ética y ciudadanía

INTERSUBJETIVIDAD

Vínculo por el cual se relacionan entre sí dos o más perspectivas individuales y que permite hablar de una subjetividad compartida. Considerada de esta manera, la intersubjetividad requiere de empatía: la capacidad de ponerse en el lugar de otro. Si bien esto es necesario para entender y tratar a los demás con justicia, ser empático no implica aceptar el modo en que otros ven y valoran el mundo. Sin embargo, la estrecha conexión entre los conceptos de empatía e intersubjetividad sí convierten a esta última en una condición para la ética, pues podemos reflexionar acerca de cómo debemos vivir solo si tomamos en cuenta el modo en que nuestras decisiones afectan a los demás. En este sentido, es posible considerar la intersubjetividad como una condición para la persona misma —el sujeto libre y moralmente responsable—, en tanto provee una base a partir de la cual cada uno desarrolla, siempre en relación con otros semejantes, un modo particular de ver y valorar el mundo. Queda claro, entonces, que hablar de intersubjetividad no es simplemente constatar la presencia simultánea de diversas personas: es remitirnos al vínculo básico que permite a estas reconocerse como tales. No es tanto advertir que existen otros como reconocer que se vive y actúa en un mundo compartido con otros.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

LIBERTAD

Facultad para actuar por decisión propia, conscientes del modo en que nuestras decisiones repercuten sobre los demás. La libertad es una característica atribuible a los individuos cuyo comportamiento responde a una serie de estados subjetivos, como son las creencias, los deseos y las intenciones. Así, hay libertad allí donde podemos explicar la conducta de un agente mediante razones que dan cuenta de por qué actúa de determinada manera (por ejemplo, cuando señalamos las razones por las que Juan elige quedarse en casa en vez de ir a la fiesta). En pocas palabras, hay libertad allí donde detectamos la presencia de subjetividad, así como un grado mínimo de racionalidad. Por otro lado, el concepto de libertad está estrechamente ligado al de responsabilidad moral, ya que solo puede ser responsable de sus actos quien puede elegir de qué manera actuar. Así, quien no es libre tampoco está sujeto a la responsabilidad que, en un sentido moral, cabe atribuir a una acción cuando es voluntaria. En relación con esta última idea, es importante no confundir libertad con omnipotencia, ya que nadie es libre de hacer todo. Precisamente, los límites físicos y morales que constriñen el ámbito de lo posible son también los que permiten entender la acción como libre o voluntaria.

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Glosario de términos sobre ética y ciudadanía

MÍNIMOS ÉTICOS

Conjunto de valores y normas compartidos por los diferentes grupos y personas que conforman las sociedades moralmente pluralistas. Las distintas concepciones de vida buena o de felicidad pueden obedecer a diferentes perspectivas culturales, religiosas, políticas o filosóficas, y constituir ideales «máximos» que se ofrecen a quienes adoptan estas perspectivas. Así, por ejemplo, las distintas posturas religiosas invitan a sus fieles a realizar un determinado modelo de vida con el fin de alcanzar un bien de naturaleza trascendente o divina. Unas pueden ofrecer la vía del amor al prójimo; otras, la contemplación de la divinidad; otras postularán la no creencia en un ser superior para alcanzar la trascendencia; etcétera. Sin embargo, en sociedades moralmente pluralistas, surge la necesidad de buscar una convivencia entre grupos y personas que abrazan estos distintos ideales «máximos». Se hace necesario identificar y articular aquellos valores y normas que sean comunes entre los que son diferentes y que posibiliten la convivencia. Estos constituyen unos mínimos éticos compartidos por las distintas propuestas de máximos, unos mínimos que se originan y se nutren del encuentro entre tales máximos. Las sociedades que se rigen bajo las reglas de la democracia liberal suelen afirmar como contenidos de estos mínimos éticos los valores de la libertad y autonomía de las personas, así como la igualdad basada en los derechos y deberes del individuo. Sin embargo, se debate acerca de si estas normas y valores, elaborados desde la particular experiencia de las sociedades occidentales, pueden postularse como universales, es decir, como válidos para otras sociedades y culturas.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

MODERNIDAD

Período de la historia occidental que marca el fin de la Edad Media y en el que se consolida la concepción moderna del ser humano, aquella que considera a este un individuo autónomo, dotado de razón y miembro de una comunidad política. Como se puede apreciar, se trata de un concepto muy complejo porque alude tanto a una época histórica (aproximadamente, del siglo XVI al XIX) como a una serie de cambios que afectan las esferas personal y social de la vida. Las principales características que presenta la Modernidad son, en este sentido, la secularización, la racionalidad y el individualismo. La secularización se puede entender como el proceso por el cual la religión deja de ser un factor determinante en los asuntos comunes. Ello implica la división entre Estado e Iglesia, así como la disolución de los órdenes jerárquicos basados en el honor. Otra característica de la Modernidad es la racionalidad, el tipo de pensamiento que busca maximizar resultados atendiendo a la relación entre medios y fines. Es de destacar la confianza que los modernos depositaron en la razón como medio idóneo para alcanzar el progreso de la humanidad, confianza que se plasma en un importante desarrollo comercial, tecnológico e industrial en el transcurso de este período. Finalmente, tenemos el individualismo, la capacidad de pensar en uno mismo como un ser autónomo y libre. Se trata de una capacidad estrechamente vinculada a la existencia de derechos subjetivos que hacen del bienestar de la persona el fin último del Estado.

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Glosario de términos sobre ética y ciudadanía

PARTICIPACIÓN CIUDADANA

Concepto que, en términos generales, se puede definir como el compromiso y la injerencia de los ciudadanos y ciudadanas en asuntos públicos. Es uno de los elementos fundamentales de la ciudadanía, que se basa en el (auto)reconocimiento, la construcción de identidades, la interacción en un espacio común y el establecimiento de vínculos políticos y afectivos con una o varias comunidades, y que implica la existencia de mecanismos que le garanticen al ciudadano su ejercicio pleno. En este sentido, si bien la participación ha sido vinculada con la facultad para el voto, esta es solo un aspecto de aquella. La vida pública no se agota con la participación mediante los canales políticos tradicionales como los partidos u otras instancias; implica, además, estar informados, ser observadores constantes y sujetos activos que se desenvuelvan sobre la base del respeto irrestricto de la dignidad de todos. La participación, entonces, supone reconocimiento, respeto a la libertad y a las identidades, y capacidad para intervenir en el desarrollo social de una comunidad. Si bien la participación implica muchas formas que no deben asumirse necesariamente de manera colectiva, es mediante el ejercicio de la libertad política que se desarrolla y actualiza la capacidad de todo sujeto de actuar en el ámbito público. En esa línea, se debería concebir como fin último de la participación ciudadana la injerencia en la gestión pública, de modo que se logre el fortalecimiento de las instituciones a través de la consolidación de la representación.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

PERSONA

Individuo humano en su condición de agente libre y responsable, capaz de actuar por voluntad propia y de asumir responsabilidad por sus actos. De manera más específica, la persona es un agente moral, alguien que interactúa y se relaciona con otros sobre la base de ciertos derechos y deberes. Hay al menos dos aspectos interrelacionados que debemos tener en cuenta al abordar de esta manera el concepto de persona. En primer lugar, la persona no surge ni se desarrolla sola, sino a partir del vínculo que establece con otros individuos en un contexto marcado por la intersubjetividad. Dicho vínculo hace de la empatía (la capacidad de ponerse en el lugar de otro) un aspecto clave de la persona, en la medida en que permite reconocer que se vive y actúa en un mundo compartido con seres que son semejantes a uno. En segundo lugar, para ser una persona no basta con tener únicamente derechos, sino que también es necesario saber que se tienen deberes: obligaciones que acompañan el reconocimiento de que se vive y actúa en un mundo compartido con otros. De esta manera, vemos que ser una persona o agente moral significa ser capaz de actuar de manera libre y responsable, de ponerse en el lugar de otros y de relacionarse con estos en una red de obligaciones recíprocas.

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Glosario de términos sobre ética y ciudadanía

PLURALISMO MORAL

Situación en la que coexisten distintas maneras de comprender la vida buena o la felicidad, y en la que es posible la convivencia entre quienes adoptan estas diferentes posturas. En las sociedades modernas actuales, existen grupos y personas con diferentes concepciones religiosas, políticas o filosóficas, quienes, además, pueden pertenecer a distintas tradiciones culturales. Son sociedades conformadas por «diferentes». Para que los diferentes puedan convivir en un mismo espacio (un Estado nacional, una región, una ciudad) requieren compartir ciertas normas o valores comunes que permitan el respeto mutuo y, simultáneamente, el libre desarrollo de cada una de estas formas de entender la vida o la felicidad. Estas normas o valores, válidos intersubjetivamente, definen unos mínimos éticos compartidos, aquellos que hacen posible la convivencia entre quienes son distintos. A diferencia del relativismo moral, que afirma que cada postura moral es valiosa por sí misma y que no tiene sentido encontrar elementos compartidos, el pluralismo moral hace posible la libertad y autonomía de quienes son diferentes, así como la mutua colaboración para resolver problemas o conflictos que les puedan afectar. Para que sea viable, el pluralismo moral —tal como ha sido definido— requiere una forma de organización de la vida social que asegure un igual acceso a ciertas oportunidades básicas (alimentación, vestido, vivienda, educación, salud), así como a iguales oportunidades de participación en los espacios donde se resuelven los asuntos públicos comunes.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

RECONOCIMIENTO

Noción clave en los debates de filosofía práctica a partir de la segunda mitad del siglo XX, específicamente en el contexto de las luchas reivindicatorias de grupos como el de las feministas y el de los afroamericanos. En la actualidad, el uso del término se ha extendido y alude a las exigencias y reclamos de distintas minorías: étnicas, sexuales, lingüísticas, religiosas, etcétera. El concepto refiere, básicamente, a la consideración y visibilización de las diferencias y singularidades que expresan la identidad de grupos minoritarios que tradicionalmente han sido excluidos —e incluso oprimidos— por las mayorías dominantes, es decir, por aquellos grupos que detentan el poder, tanto político y económico como simbólico. El reconocimiento apunta, entonces, a la creación de derechos diferenciados que, justamente, permitan que las particularidades de las minorías antes olvidadas sean respetadas tanto en el espacio público como en el privado. Reconocer es, en pocas palabras, otorgarles un rostro y una voz a quienes, por cuestiones estructurales e históricas, han sido sistemáticamente relegados. El reconocimiento es considerado una virtud y una actitud ética y política fundamental, pues, como mostró Hegel en el siglo XIX, la adecuada formación de nuestra identidad —personal o colectiva—, y las posibilidades de alcanzar una vida buena y de establecer relaciones justas y empáticas con los demás dependen directamente de cómo hemos sido reconocidos nosotros en el transcurso de nuestra vida. Quien no es correctamente reconocido, quien es maltratado, negado, olvidado, excluido, invisibilizado, oprimido, etcétera, desarrolla una identidad o imagen de sí mismo (autoestima) lesionada, que puede volverlo incapaz de amar, respetar y valorar a otros.

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RESPONSABILIDAD

Capacidad atribuida a un agente de poder responder por sus acciones y omisiones, y por las consecuencias de estas. Un agente es alguien que actúa; puede tratarse de una persona, pero también de un grupo humano o de una institución. Se considera responsable a un agente porque se presupone que este actúa intencionalmente: sabiendo lo que hace cuando actúa y entendiendo que las implicancias de su acción pueden hacerlo sujeto de interpelación por otros. Excepciones a este supuesto son que el agente haya sido coaccionado o esté mentalmente incapacitado. Se pueden distinguir tres tipos de responsabilidad: causal, legal y moral. Es causal si el agente ha causado de algún modo un evento, pero pasa a ser legal si la acción atenta contra bienes protegidos por un sistema jurídico (por ejemplo, los derechos individuales). Hay responsabilidad moral si la acción es legítimamente interpretable según un criterio moral, lo que suele involucrar el bienestar, los derechos y la justicia.

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Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

SENTIDO DE PERTENENCIA

Vínculo afectivo que los seres humanos establecen con los diferentes grupos a los que pertenecen. Definido de esta manera, este concepto se encuentra relacionado con el de identidad, relación que se expresa a través de los diferentes grupos de los que podemos formar parte en nuestras vidas. Así, por ejemplo, se puede ser parte de una serie de grupos por nacimiento (familia, sexo, etnia, nacionalidad, etcétera) o por elección (religión, filiación política, afición, etcétera). Cada uno de estos grupos (a los que se puede pertenecer de manera simultánea) le otorga a la persona una identidad particular, sin ser ninguna de estas identidades única o exclusiva. Según Amartya Sen, el sentido de pertenencia consiste en ese sentimiento de filiación y lealtad que podemos guardar con los integrantes de los grupos a los que pertenecemos y con quienes compartimos una identidad, con quienes podemos tener estrechos vínculos de solidaridad y unión. Pero, de otro lado, es importante notar que ese mismo vínculo puede ser tremendamente excluyente con quienes no son semejantes, con quienes no son parte de un mismo grupo.

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Ética y ciudadanía: los límites de la convivencia surge de la experiencia de un grupo de profesores de distintas disciplinas, durante más de diez años de trabajo, en el campo de la ética y la ciudadanía. Así, el tratamiento de los temas está sustentado en el permanente quehacer pedagógico. Por ello, constituye una herramienta válida para otros profesores universitarios tanto en el Perú como en América Latina. La obra presenta nueve ensayos elaborados por profesores del curso Ética y Ciudadanía de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, a través de los cuales se discuten los conceptos de libertad, responsabilidad, intersubjetividad, pluralismo moral, mínimos éticos, participación ciudadana, sentido de pertenencia, Estado de derecho, entre otros. Estos ensayos invitan a los alumnos universitarios a reflexionar sobre la experiencia intersubjetiva del ser humano y su propio papel en un entorno moral, social y político. Se trata, en suma, de un libro estimulante tanto para profesores como para estudiantes, y para todo aquel que se encuentre ávido de entender un poco mejor los límites de la convivencia en la sociedad en la que se encuentra.