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Annotation

'El Pirata Negro', cuyo nombre era CarlosLezama, viajaba a bordo del Aquilón combatiendoa los buques ingleses y holandeses que se oponíanal dominio hispano de los océanos, sobretodo enPanamá, donde el Pirata Negro tenía su moradahabitual. Su ropaje consistía en un traje de pirata, pañuelorojo en la cabeza y un enorme medallón colgadodel cuello.

El Pirata Negro se publicó en 85 números, desde1946 hasta 1949. Nº 7 de la colección

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ARNALDO VISCONTI CIEN VIDAS POR UNA Colección El Pirata Negro n.° 07 Primera edición 1946 Es propiedad del editor Reservados todos los derechos Impreso en GRAFICAS BRUGUERA Mora de Ebro, 92 y 94 — BARCELONA

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CAPÍTULO PRIMEROLa ciudadela pirata La siniestra piratería conocida bajo el nombrede "Los Hermanos de la Cosía” era unadiscordante cofradía de asesinos salteadores demar y puertos, que por azares de casualesencuentros, o para unirse aumentando su fuerza, seasociaban pactando permanente unión... queduraba a veces solamente meses. Pero en las postrimerías del siglo diecisiete lasescuadras españolas y los corsarios franceses eingleses, formaban una poderosa amenaza contralos piratas que navegaban aislados, y el afán deeludir el nudo corredizo de cáñamo o el hacha delverdugo del rey, impulsó a los piratas a reunirseen asociaciones que, si bien tempestuosas en suconfraternidad, les permitían dormir sin la zozobrade un despertar violento en poder de infantesespañoles o corsarios franco-ingleses. Y los piratas fueron eligiendo para asentarse

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mientras no navegaban distintos lugares en tierraque les ofrecieran garantías. Y así como— lasarañas abundan donde hay grietas y escondrijos,instaláronse los piratas por donde un nido de islasles invitaban con sus caletas protegidas, sus bajíosy la profusión de farallones, rocas y arrecifes, que,en suma, les concedían lo que era tan preciadopara su sangriento comercio: facilidades paraespiar el paso do los mercantes, para atacar desorpresa... y para escapar en caso de inminentepeligro. Cuatro jefes piratas de distinta nacionalidadeligieron un seguro refugio en una bahía del nortede la rocosa isla de las Tortugas, que distaba unascien millas (le la costa noroeste de La Española. François Le Clerc, jefe bucanero; Bill. Paunchy,maleante evadido y oriundo de Nueva Inglaterra;Joe Bird, inglés de Liverpool, y Tristán Martos,“El Antillano”, aunaron sus fuerzas, entendiéndosetodos ellos verbalmente a la perfección empleandoel “bechemer”, el lenguaje de todos los mares,mezcla de español, francés e inglés1. Bill Paunchy, el americano del Norte, poseía,

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además de una gran panza que le valía elremoquete, un aparente humorismo bonachón, y laciudadela que fué naciendo en el lugar elegidorecibió por nombre: “La Fraternidad" Bajo la sabia administración de François LeClerc, que cuidábase de la parte comercial decompra y venta, “La Fraternidad” prosperó. Y aella arribaban aventureros franceses e ingleses detoda clase, marinos prófugos, cultivadores,bucaneros... Los cuatro jefes piratas erigidos encuatriunvirato dictaban la ley y eran respetadoscomo cualquier otro gobierno legal de ciudadescivilizadas. Si el voto de François Le Clerc valíadoble que el de los tres restantes jefes piratas,debíase a que, aparte de la inteligenteadministración del francés, sus bucaneros eran losprimeros que, al ser expulsados sangrientamentede La Española, habíanse instalado en aquelparaje, artillando sus cumbres. Antes de que Bill Paunchy bautizase el lugar conel nombre de “La Fraternidad” y que con los dosotros jefes piratas pactase unión con François Le

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Clerc, en aquella bahía protegida sólo vivían losbucaneros. Eran una singular comunidad desalvajes y zaparrastrosos franceses, insolentes yfieros. Vestían pieles empapadas en la sangre delos animales que sacrificaban. Usaban botas de piel de cerdo y cinturones decuero crudo, donde introducían sus saldes ycuchillas. Eran cazadores de oficio y salvajes porhábito; perseguían ganado salvaje, con cuya carnetraficaban, siendo para ellos el manjar favorito eltuétano crudo de los huesos machacados de lasbestias que mataban. Comían y dormían en elsucio, empleando por mesa una piedra; susalmohadas eran troncos de árboles y su techo elcálido y rutilante cielo de las Antillas. Tales eran los pobladores que, acaudillados porFrançois Le Clerc, consintieron en la alianza conlas fuerzas piratas de Bill Paunchy, Joe Bird yTristán Martos. Y cuando las cuatro naves piratas emergíanamenazadoras al acecho de cualquiera de lasunidades que había tenido el infortunio deretrasarse o separarse del grueso de la ilota

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mercante, los bucaneros rivalizaban en salvajismocon los piratas, convirtiéndose de matarifes dereses en carniceros de hombres. Al regreso a la ciudadela pirata todo el botín erallevado a los almacenes instalados bajo cobertizosen la playa y administrados por François Le Clerc,que era también quien valoraba y tasaba,efectuando el reparto. No desdeñaban tampoco el surtir a otras navespiratas de alimentos y bebidas, recibiendo acambio géneros robados en pillajes y saqueos, ytambién de vez en cuando no vacilaban en sentirsemercaderes, pagando en barras de plata lasmercancías de las que piratas de paso por lasaguas del norte de las Tortugas deslastraban suscalas. Pronto “La Fraternidad” se convirtió en unemporio, donde el botín apresado a las navesmercantes, la carne cecina y los cueros secambiaban por coñac, armas de fuego, pólvora...Un fructuoso intercambio que iba rellenando loscofres de los cuatro jefes piratas gobernadores de“La Fraternidad”, y en mucha menor escala las

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bolsas de los hombres enrolados bajo sus distintospabellones. Y la ciudadela pirata, protegida por un sólidofuerte construido en un alto fu rallón de rocasartillado, presentaba también una gran ventaja.Surtía de hombres a barcos piratas que tenían querenovar las bajas que los combates dejaban en susbordas... Y por esto la hez de muchos suburbios yarrabales marinos de toda Europa venía a “LaFraternidad”, seguros de hallar prontoenlistamiento, y, mientras eso llegaba, bebían oengullían vino en abundancia, por François LeClerc sabía prestarles dinero. El especial procedimiento de François Le Clercdemostraba que nada tenía de filantrópico y símucho de sanguijuela. Sólo prestaba a mozosrobustos cuanto peor encarados mejor; ellosfirmaban recibos empleando su “señal” deidentificación, y el doble de la cantidad recibidaen préstamo era lo que percibía François Le Clerccuando algún jefe pirata venía a reclutartripulación en “La Fraternidad”.

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El enlistamiento tenía lugar en la playa, y, conparsimoniosos ademanes de escribano, FrançoisLe Clerc iba tachando sus “deudores” a medidaque el jefe pirata iba pagando con la pródigagenerosidad propia del dinero robado, lascantidades que el francés estipulaba como preciodel “enrol”. Y todas esas circunstancias hacían de “LaFraternidad” ciudad donde reinaba la mayor de lasfrancachelas, porque el dinero abundaba y losinstintos salvajes necesitaban expansionarse al noguerrear. Vino, reyertas, canciones groseras... La sangremezclándose con el mosto libremente, sin trabas,porque la única autoridad, que era la delcuatriunvirato, sentíase muy paternal y benévolaante esos “pasatiempos". Para Bill Paunchymatarse en riñas tabernarias era “no perder lamano y estar en forma” para Joe Bird, el inglés,“era muy útil porque sobrevivían los mejores ymás aptos”; para François Le Clerc, “cuanto másvino corría, más aumentaba la cifra de susingresos”.

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Sólo uno de los cuatro, el huraño y bestialTristán Martos, no comentaba con carcajadas laeterna orgía que reinaba en "La Fraternidad”. En lo alto de un farallón gemelo al de lafortaleza emplazábase la vivienda de TristánMartos, horadada en la roca viva. Y para llegarhasta el pináculo en que se abría la entrada allugar donde moraba Tristán Martos, el únicomedio era trepar por una escala de hierro queverticalmente ayudaba la ascensión medianteescalones tallados en la piedra. Escasas veces Tristán Martos so dignabacompartir las comilonas do sus tres asociados. Ycomo un gigantesco sapo maligno descendía de sugruta alta, sólo cuando un imperativo de gobiernoen que su voto era preciso o una salida al mar leobligaban a abandonar su guarida. La antítesis de la hosca misantropía del antillanoeran los inseparables Paunchy, el americano, y JoeBird, el inglés. Condescendían en compartir lamesa con cuantos piratas de ínfimo rango lesinvitaban. Pero dábase una coincidencia: sóloaceptaban las invitaciones que partían del interior

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de la taberna de Tula, “La Cubana”. Y François Le Clerc, en cambio, sólo remojabasu garganta en la posada del viejo bucanero GrosJean... al que le ayudaba en atender a losconcurrentes una lejana sobrina llegadarecientemente de Francia y llamada “Reinita", enafectuoso apodo, por los bucaneros. Si discrepaba el lugar de esparcimiento favoritode los dos jefes piratas sajones, y del jefebucanero galo, también discrepabandetonantemente sus aspectos. François Le Clerc, pequeño, magro y siemprecubierto por redondo gorro de piel, ocultaba lamás feroz y fría de las crueldades bajo suapariencia de escribano, al vestir siempre denegro con gorguera de encajes. Bill Paunchy bamboleaba una obesa panza sobreágiles piernas y largos brazos de espadachínconsumado; su rostro bestialmente glotóndiferenciábase del de su inseparable. Joe Bird lucía una carnosa nariz ganchuda que,complementada por los redondos ojos saltones einquietos, daba a su faz la expresión de un rostro

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de ave, de donde le nació el remoquete de “Bird".Alto y flaco, llevaba siempre un arsenal consigo,además de la larga espada duelista, cuya traidoraacometividad era la que le había obligado aabandonar tempranamente la tierra inglesa. Y aquellos tres maleantes de la peor especieformaban, con el solitario y misántropo TristánMartos, el cuatriunvirato dueño y señor de losdestinos humanos de toda la población do laciudadela pirata de “La Fraternidad”. Y a eso se debía que la turbamulta deaventureros que infestaba la ciudadela pirata, nosólo respetaban a Tula, “La Cubana”, y a“Reinita”, la francesa, sino que evitaban hasta elmirarlas con demasiada insistencia. A Tula, portemor de Joe y Bill, que la cortejaban infructuosa einsistentemente, y a “Reinita”, no sólo porque LeClerc la distinguía con su asiduidad, sino porqueera el ídolo de todos los bucaneros. La vida en “La Fraternidad” deslizábase con unametódica alternancia; de día, los cultivadores queplantaban y cosechaban el azúcar y las especias,trabajaban en las extensas planicies de las afueras,

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mientras los piratas enrolados y los aventureros,en espera de enlistamiento, dormíanprofundamente. Al crepúsculo, los cultivadores regresaban a suscabañas del exterior, y en las calles de “LaCiudadela” empezaban a transitar piratas yaventureros dirigiéndose a sus favoritas bodegas.Y al caer la noche oíanse ya las báquicascanciones alteradas de vez en cuando porentrechocar de espadas y pistoletazos aislados,renovándose, al dirimirse las querellas, los cantos,que resonaban con más ardor... Sólo hacia las cinco de la madrugada renacía elsilencio y la quietud imperaba en la ciudadela,mientras los bucaneros partían hacia el interior enbusca de caza. A las cuatro de la madrugada del 27 de mayo delaño de gracia de 1699 el hombre de servicio en eltorreón-vigía de la fortaleza del murallóndistinguió a lo lejos los puntos brillantes de variasluces que se bamboleaban posadamente sobre lanegra superficie liquida del Mar de las Antillas. Por el lento navegar y la pesadez dé los

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bandazos de aquellos buques que surcabanaquellas aguas con todas sus luces apagadas,menos la obligatoria linterna de popa, alumbradaen evitación de un abordaje entre ellas mismas, elvigía reconoció el paso cauteloso de dos galeonesespañoles. Y a proa de los dos galeones bailaban con másvelocidad y con superior singladura maniobrerados otras naves de menor tonelaje, que erapresumible fueran dos goletas artilladas que dabanescolta a los dos galeones hasta llevarlos lejos deaquellos parajes peligrosos. Uno de los «preceptos estratégicos de los cuatrojefes piratas era que turnasen en servicio de ataquetres naves, mientras la cuarta permaneciese con sutripulación a bordo y preparada a intervenir comoreserva, si el combate se desarrollaba pocofavorablemente. Pertenecía a la goleta de Tristán Martos quedaren aguas de la bahía, mientras se hicieron a la marlas restantes goletas de los dos sajones y elbucanero galo. Empezó la maniobra do acecho, la peculiar

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“pesadilla de los marinos”. Las tres goletas, contodas sus luces apagadas, abriéronse en abanicotras la popa lejana del segundo galeón. Dos deellas tomaron velocidad hasta parearse a prudentelejanía lateral del último galeón. La maniobra estribaba en aguardarpacientemente a que fuera doblado el cabo de lapróxima isla La Cristiana por su extremomeridional, sin guarnición y despoblado. Las dos goletas, la de Bill Paunchy y Joe Bird,parearon siempre a obscuras, hasta alcanzar lamisma altura que las goletas-escolta, y el ataquepor sorpresa se desencadenó simultáneamente. Mientras la goleta de François Le Clercabordaba violentamente el segundo galeónrezagado, cuya cubierta vióse pronto invadida deun enjambre de bucaneros aullantes, las goletas deBird y Paunchy concentraron un fuego nutrido enandanadas súbitas sobre el fácil objetivo de lasluces de popa de las goletas-escolta. La noche tropical, en su densa negruraaterciopelada, fué rasgada como por inesperadatormenta; los relámpagos de las bocas de los

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cañones precedían en segundos el horrísonoestruendo de los proyectiles... Desmanteladas, con sus palos cayendofragorosamente, las goletas-escolta, bandeandoescoradas, eleváronse de babor, hundiendo en elagua la hilera de sus cañones de estribor... Y lassucesivas andanadas cobardes, disparadas casi abocajarro por las naves de Bird y Paunchy contrael voluminoso casco ofrecido por las goletas-escolta semihundidas, terminaron de hundirlas. El galeón atacado por Le Clerc era ya remolcadohacia “La Fraternidad”, cuando el primer galeónque intentaba huir fué abordado por amboscostados, cayendo sobre sus puentes una lluvia dedisparos, que precedieron la entrada en masa delos piratas... Los miembros supervivientes de la tripulaciónfueron empujados y aguijoneados como reses a lacala. Bill Paunchy y Joe Bird entraron en la cámaracapitana, y ante la resistencia del capitán delgaleón le dieron pronta muerte, tras lo que miraroncomplacidos a los tres ocupantes de la gran

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cámara. Un caballero de distinguida presencia arroganteen cada uno de cuyos brazos se colgabahorrorizada una mujer. Dos damas ricas hembras españolas—dijolacónicamente Joe Bird. —La empuñadura de la espada es de brillantes yoro. No es, pues, un pobretón—rió Bill Paunchy,mientras su diestra, alargándose, introdujo la puntade la espada que manejaba en la empuñadura de ladel prisionero, que estaba ya siendo maniatado, asícomo las dos mujeres. Con un golpe de muñeca hizo saltar Bill Paunchyla espada de su vaina y la recogió en el aire.Examinó la cazoleta. —Escudo y armas grabados en la orejeta—comentó Joe Bird, que miraba por encima delhombro de su inseparable—. Ese elegante debe sertítulo español; vida salva, pues, para él y sus dosmujeres. Los demás... —...aumentan el peso de las calas. Hay quedeslastrar—dijo Bill Paunchy, mientras ordenabaque fueran llevados a bordo de su goleta los tres

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prisioneros. Instantes después, con gran delectación, los dosjefes piratas entraban los primeros en las calasatestadas de indefensos tripulantes heridos y dabanla señal de la horrible matanza disparando losprimeros y manejando con rápidos avances susespadas, hasta que la cala del galeón capturado fuésólo un inmenso hacinamiento de cadáveres... —¡Al agua!—dijo concisamente Joe Bird—.Aferrad los garfios de remolque... Y la caravana formóse en fila india; la goleta deLe Clerc, en calma, remolcaba al primer galeónapresado. A dos millas, la goleta de Bill Paunchy timba delotro galeón, y a retaguardia, la nave de Joe Birdremataba el desfile. Y ya en la playa de la ciudadela pirata, cuandolos bucaneros de Le Clerc hubieron dado ferozmuerte a todos los supervivientes del galeón porellos apresado, François Le Clero empezó a tasary valorar como un consumado mercader honestolos tejidos, vajillas y joyas que contenían loscofres do los galeones.

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Junto al almacén de la misma playa erigíase uncuadrado barracón de sólidas rejas empotradas enla madera de gruesos leños toscamente cepillados:era la única cárcel de “La Fraternidad”. La ocupaban sólo los prisioneros cuyo rescate sevaloraba en crecida suma.

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Capítulo II El"consejo de loscuatro" Un velero de esbelta línea y afilada proa, contodo el amplio velamen extendido y tensamentecombado, perfilábase cortando la azuladasuperficie del quieto mar en aquel mediodía del 27de mayo. Distaba tres millas en línea paralela del fortíndel farallón de “La Fraternidad”, cuando arrió lasvelas mayores, disminuyendo velocidad e izandopabellón. Flameó al aire el lienzo, en el que unaguilucho se cernía, y bajo la insignia pirata delvelero izóse a continuación un banderín triangularde negro color, en el que una calavera parecíaestallar en muda carcajada encima de dos huesoscruzados. —¡Velero “Aquilón”!—gritó el vigía de laciudadela—. ¡Banderín de anclaje!

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El cañón de aviso de la fortaleza disparó unproyectil que levantó un penacho de espuma a uncentenar de metros ante la proa del velero. El“Aquilón” obedeció la señal, y, conservando sólosus velas bajas, avanzó lentamente, dando proa alfarallón. Instantes después echaba andas a dos millas dela playa. Destacóse de su costado Una lanchaimpulsada por vigorosos remos que manejaba unhercúleo negro. En proa, su único ocupante fué avistado por ellargavista de François Le Clerc, que, satisfecho desu examen, tendió el largavista a Joe Bird, quien,tras un instante de observación, pasó el anteojo aBill Paunchy. —El Pirata Negro—dijo Bill Paunchyinnecesariamente. Los tres hallábanse sentados tras una larga mesainstalada bajo un cobertizo en la playa. Ante ellosvarios bucaneros amontonaban las mercancías delos dos galeones va valoradas por François LeClerc, que tomaba meticulosamente nota con largapluma de ave.

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De la lancha que arribó en la playa saltó un altoy atezado individuo cuyo desnudo tórax bronceadomostraba unas amplias espaldas y una musculaturade acerada elasticidad. Los negros cabellosestaban semiocultos por rojo pañuelo anudado a lanuca. Do los lóbulos de las orejas pendían dosaretes de oro, y del cuello una cadena del mismometal de gruesos eslabones soportaba colgante unaplaca circular que destellaba áureos reflejos alrecibir el impacto del sol. De su cinto pendía larga espada duelista y sobresu estómago se cruzaban las culatas de dospistolas. El negro pantalón ceñido hundíase enaltas botas mosqueteras de media vuelta. El rostro rasurado presentaba sólo el tino trazosedoso de un bigote que sombreaba el labiosuperior; y la barbilla hendida en dos, lasarqueadas cejas, los intensos ojos negros deburlones destellos y la nariz levemente aquilinaconferían al recién llegado un aspecto de hombrede recio carácter indomable. Saludó a usanza pirata al detenerse al otro ladode la mesa en el cobertizo de la plaza, frente a los

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tres “Hermanos de la Costa”. Apoyó levemente lamano zurda en el hombro derecho desnudo, einclinó casi imperceptiblemente el busto. —Carlos Lezama, llamado el Pirata Negro, tieneel disgusto de saludaros —pronunció con vozclara y bien timbrada. —¿Disgusto? — interrogó François Le Clercfrunciendo las cejas. —Sí. Porque vengo en busca de bribones pararenovar bajas. Y no es de mi gusto perdertripulantes en combate, ni tampoco será delvuestro. Necesito también renovar las provisionesde mi cala, porque mis corderos comen comoleones. —Podremos llegar a un acuerdo si traes bolsarepleta—dijo Le Clerc. —Quien aquí viene, sólo dos cosas puede traer:o hambrienta desesperación, o tintineantesdoblones de oro. Yo traigo oro suficiente para hacer honor a mí“Aquilón”. Levantaron los tres “Hermanos de la Costa” lacabeza. El Pirata Negro siguió la dirección de la

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mirada de los tres jefes. Acababa de resonar elsordo mugido de una caracola de mar. La llamadaprovenía de la sima de un farallón fronterizo conla fortaleza. —¿Qué querrá Tristán? — inquirió Joe Bird—.Ha sonado su especial aviso de reunión delconsejo de nosotros cuatro. ¿Para qué? —El gavilán del “Palomar” se decide a abrir lasalas—comentó Bill Paunchy, y su índice señaló lafigura humana que descendía por los escalonestallados en piedra del farallón. Vió también Carlos Lezama la simiesca figuraque, emergiendo de una gruta horadada en lo altode la roca, aferrábase a la vertical escalera dehierro, apoyando con destreza los pies en lasrendijas talladas en la roca. —¿Empieza el trato, hermanos?— preguntó elPirata Negro, apartando la vista de la siluetahumana que había ya pisado la playa y acercábaseal cobertizo. —Aguarda — dijo secamente Franç0is Le Clerc—. Tristán Martos quiere hablarnos. Tristán Martos, “El Antillano”, poseía unas

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descomunales espaldas voluminosas, aun másvoluminosas al compararse el largo tórax con lascortas piernas. Si bien era de estatura mediana,parecía más pequeño por la anchura titánica de supecho y la redonda joroba que abultaba en suespalda. Tenía un semblante muy serio y peludo, de barbaextremadamente poblada y cejas y pestañasexcesivamente largas y gruesas, y vestíaenteramente de rojo. Jubón prieto, que moldeaba lapotencia de sus largos brazos, y ceñida malla enlas cortas piernas. La punta de la vaina de suespada arrastraba por el suelo. Fué a colocarse tras François Le Clerc y apoyó una manaza vellosa encima delhombro del francés. —Ya estamos todos—comenzó con sucaracterística desenvoltura Carlos Lezama—.Empiece, pues, el regateo. Yo no pienso allanarmea mesonera en mercado. Pedid y pagaré si essensato, pero discutir no quiero. —¿A santo de qué has venido?— habló TristánMartos. Su voz era honda, cavernosa.

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—¡Toma! Ten por seguro, Antillano, que no fuépara contemplarte. Vengo a comprar hombres yprovisiones. —Oí hablar de tu desfachatez, pero nunca creífuera tanta—dijo el Antillano, manoseando con ladiestra el pomo de su espada. —Mucha es mi desfachatez, lo reconozco. Esuna de mis pocas cualidades, pero no veo porquesacas a relucir tal cualidad de la que meenorgullezco. —Te llaman el Pirata Negro. ¿Eros acasopirata? Carlos Lezama echó la cabeza hacia atrás yestalló en sonora y burlona carcajada. —Me parece pregunta ociosa—IntervinoFrançois Le Clerc—. ¿Quién no conoce elpabellón del Pirata Negro? —Llevo la voz cantante—advirtió TristánMartos—. Dejadme vosotros seguir con miinterrogatorio, del que presumo que este audazinsolente no saldrá bien parado. Repito, ¿eresacaso pirata? —Ociosa pregunta ha sido la calificación con la

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que uno de tus propios colegas, en el gobierno de“La Fraternidad”, ha definido tu graciosainterrupción del trato que iba a iniciar. Escucha,Tristán Martos; deber es para hombres inteligentescomo yo ilustrar a los ignoros como tú. Loshombres de ley de todas las naciones definen alpirata como un ladrón de mar, como un hombreque se apodera por la violencia de la propiedad deotro, como al que de la profesión do navegar hacepor meta robar y saquear. Es decir, un bandolerode mar que también roba en los puertos. ¿Negarásque yo soy tan ladrón como tú y tus tres amigos? —Esa es definición de hombres leguleyos. Nome basta. —Exigente eres, ¡voto al diablo! Te daré, pues,mi definición, la definición de quién soy yo,Carlos Lezama, el Pirata Negro. Poseo máscualidades que la de desfachatez que mereprochaste sin motivo, porque aun no te la hedemostrado. Poseo audacia, sagacidad y destrezaen el uso de las armas como el que es el mejor delos jefes piratas de todo el Caribe, sé gobernar mibarco (que al principio fué un barco poco

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marinero, hasta que logré robar otro mejor) y sédominarlo en tormentas y combates. Hombres yelementos obedecen a mí voz y sé hacer rumbo,desmantelado, en busca de puerto seguro; sédominar a la más indócil de las tripulaciones, aunsea la de la peor especie, durante lasenfermedades y el descontento, y sé emplear lasartes del diplomático, para procurarme unmercado seguro para las mercancías robadas... quees a lo que he venido aquí y no para oírtepreguntar necias cosas. Tristán. —Charlatán y poco modesto eres, Pirata Negrodijo Joe Bird. —Soy orgulloso porque tengo conciencia de loque valgo y me gusta charlar porque lengua medieron. ¿Qué más quieres saber, Tristán? —Tengo entendido que predicas a tus hombresrespecto a la mujer. —Aunque mentira parezca, Tristán, de madrehas nacido. Y yo también. Y oídme, vosotros tres—dijo el Pirata Negro, encarándose con los tresrestantes asociados—: ¿es acaso esa mesa en queos sentáis mesa de tribunal bachiller de

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Salamanca? Vengo a surtirme y no a contestarbaladronadas y estupideces. —Ten la lengua, español — rugió TristánMartos, avanzando un paso. —Ten la tuya y en paz viviremos, tú en tu“Palomar’’, yo en mi cubierta. —¡Callad los dos!—gritó agudamente Le Clerc—. ¿A qué viene pelear sin razones? ¿No vino él acomprar y substituir bajas, Tristán? —Nunca hablo en balde. Sostengo que eseinsolente es Pirata sólo de nombre, y si contestacomo hombre a mis preguntas os lo sabrédemostrar. —Cuando hombre me pregunta, como talcontesto—replicó sonriendo el Pirata Negro—. Demi hombría respondo, de la tuya... tú sabrás. Tristán Martos ostentó una frente de hinchadasvenas azuladas. —¡Contesta, español! ¿Quién mató al piratallamado Brazo-de-Hierro? —Yo. La breve respuesta pasmó de estupor a los tresasociados de Tristán Martos, que avanzó el busto

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amenazador por encima de la mesa. —¿Reconoces, pues, haber matado a un hermanonuestro? —Sí; lo maté, y cien vidas tuviera, cien que yole arrebatara. François Le Clerc sacudió un inexistente polvode su gorguera de encajes, mientras su diestra,armada de la pluma de ave, apuntó al PirataNegro, que, brazos cruzados, sonreía, con laspiernas muy abiertas y aplomadas en la arena. —¿Dices y reconoces haber matado al piratallamado Brazo de Hierro? —Me estáis ya amostazando, cuarteto depreguntones. Vengo sólo a visitaros para mercarmecosas preciosas y os sentís jueces de delitos queno existen. Maté a Brazo de Hierro porque no medió a elegir otro camino. ¿Sí a ti, francés, te hablancon un sable en la mano, un garfio en la otra ycañones enmechados a punto de vomitar, quéhaces? ¿Entonas el Miserere y das tu cuello alsacrificio? Creo que no; lucharás hasta quedesaparezca la amenaza. Brazo de Hierro nosimpatizaba conmigo ni yo con él y la cosa terminó

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como debía de terminar; le madrugué por la manoy Brazo de Hierro murió porque tal era su sino.¿Sois piratas o sois pelucones jueces de tierraadentro? ¿De cuándo acá un hombre, para defendersu vida, no puede matar al que le injuria? ¿Quémás, Tristán? Sigue preguntando, que hoy estoy envena amable y sólo me causas gracia... no porqueseas gracioso, sino porque sé apreciar siempre ellado cómico de todas las cosas grotescas. —¿Cuál ha sido tu último combate? ¿Contra quénave pirata? —Vuestro hermano tiene fiebre de calenturas.Créese, por lo visto, que mi fobia es desayunarmecon mugrienta carne pirata. Mi último combate hasido contra un tal Gars, “El Albino”. —¿Gars, “El Albino”? ¡El corsario! —gritó LeClerc—. ¿Y lo mataste? —Pregunta ociosa, Le Clerc. ¿No me ves en pie?Lo maté para satisfacer un odio antiguo: prendífuego a su carabela. No queda uno solo de suscorsarios. ¿Qué, Tristán? ¿Soy monja disfrazada?La profesión pirata es la mía, porque hay oro,lucha y aventura. Tiene también su lado festivo,

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artes extrañas, ardides ingeniosos, hechosridículos y puede estudiarse el lado grotesco de lanaturaleza humana. Desde luego, sería absurdopretender que todos los piratas fueran como yo,heroicos y bien humorados. Y el Pirata Negro, saludando en son de mofa aTristán Martos, añadió sonriendo: —Los hay... agrios como vinagre rancio, quecuando es de sol preguntan si hay estrellas, ycuando la noche asoma, buscan el canto del galloen la aurora. Bill Paunchy rió sonoramente, imitado por JoeBird. Tristán Martos jugó por unos instantes con lahoja de su espada, sacándola y volviéndola aenvainar a medias. Al fin, dió media vuelta y sealejó. François Le Clerc se encogió de hombros. JoeBird seguía riendo cuando Bill Paunchy preguntó: —¿Por qué habrá manifestado de pronto eseinterés el “joroba”? Ese español es un bravopirata decente. —Un tipo contrahecho como Tristán—dijo JoeBird estirando y engallando su larguirucho cuerpo

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mientras se pellizcaba la nariz ganchuda—forzosamente ha de odiar a los que, como eseespañol y yo, somos guapos y bien formados. —Así será—dijo sonriente el Pirata Negro—.Lo cierto es que nunca oí en mi accidentadaexistencia preguntas tan peregrinas como las deese tortugón que ahora parece trepar como caracolpor su ladera. El matar como lo he hecho aenemigo común nuestro es mi mejor blasón para ély vosotros. Pero él parecía reprochármelo. ¿Seráque piensa convertirse en cremita? Bien, volvamosa nuestros zapatos. Con treinta hombres hequedado, Le Clerc. Las andanadas de la“Vengeance” de Gars, “El Albino", y sus sutilesme segaron unos cuantos corderos. Necesito veinterufianes de pelo en pecho y que se hallendispuestos a vivir corto poro sabroso. ¿Los tienes? —Tengo los veinte que necesitas y muchos más.Pero valen ríen piezas de a ocho por barba. —Caros son, pero no tendrán precio cuandopisen mi cubierta. Ordena tus mejores cincuentaque formen semicírculo. Elegiré veinte. —No es ese mi modo de tratar, Pirata Negro. Yo

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te daré los veinte por que los conozco y sé cuántovalen. —Tripularán mi velero, no el tuyo bucanero. Lospagaré a ciento diez piezas de a ocho, pero loselijo yo. A los caballos la dentadura, los belfos ylos trancos. A los hombres, la lengua, losmúsculos y los ojos. Me jacto de reconocer a unhombre echándole la vista encima y oyéndolehablar unos instantes. ¿Ordenas que salgan a laplaya tus “protegidos”? —Bien. A ciento diez piezas de a ocho porelegirlos entre mis mejores. En la lista que contenía a todos sus “deudores”fué Le Clerc marcando una cruz junto al nombreque elegía, hasta marcar cincuenta cruces. Entregóel pergamino a un desharrapado bucanero que enbandolera llevaba los cueros tronzados quesostenían un tambor. Por las calles de La Fraternidad el tamborileroconvocó a reunión en la playa de los cincuenta“comprometidos", cuyos nombres fué desgranandocon parsimonia.

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CAPÍTULO III Losnuevos tripulantesdel Aquilón Entre los aventureros que poblaban la ciudadelade La Fraternidad, se encontraban toda clase depersonajes raros, de diferente calaña y condición.Médicos, naturalistas, criminales, poetas,arruinados hombres de título y fortuna; nadieestaba fuera de lugar en aquella extraña compañíadonde la única credencial era demostrar ser unhuido de la justicia. Pronto fueron reuniéndose en la playa losconvocados; algunos se tumbaron indolentemente ala sombra de las palmeras, reclinándose contra lostroncos, otros sentáronse cruzando las piernas enla misma arena. La mayoría llevaban el anchosombrero de paja que resguardaba sus cráneos delduro sol antillano. Carlos Lezama, seguido de François Le Clerc

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fué pasando por entre todos aquellos forajidos, aalguno de los cuales, de vez en cuando, tocaba enun hombro. Los así advertidos poníanse en pie yformaban grupo aparte. Selecciono veintemusculosos individuos, de abigarrada y distintavestimenta. —Buen ojo timador tienes, Pirata Negro —hablóFrançois Le Clerc con untuosos ademanes demercader—. Has escogido la flor y nata de loshabitantes de mi ciudad. —Si éstos son la flor y nata, no quiero ni pensaren cómo serán los que no han venido. Que uno detus bucaneros ondee el pabellón verde. Milugarteniente entenderá la señal y vendrá conlancha para recoger a esos y a la vez traer la plata. Junto a la lancha donde aguardaba el negroremero, vino instantes después a anclar otramayor, remada por cuatro piratas del "Aquilón”.En la lancha fueron instalándose los veintehombres seleccionados por el Pirata Negro,cuando éste hubo entregado a Le Clerc el precioestipulado. Dispúsose el Pirata Negro a dirigirse a su

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lancha, cuando Le Clerc preguntó: —¿Qué “otras” mercancías necesitas? —Cuando haya aleccionado a los nuevostripulantes de mi velero, regresaré. Y trataremoslos restantes negocios. Hacia el anclado "Aquilón”, distante dos millasde la playa, fueron bogando las dos lanchas. Laimpulsada por el negro púsose prontamente encabeza, llegando al costado del velero muchoantes que la tripulada por los cuatro remeros ytransportando a los veinte forajidos reciénreclutados. Uno a uno fuero subiendo a la borda... Tras elsurco que las popas de las dos lanchas habíandejado en el agua, rozaban la superficie las aletasde varios tiburones que, voraces, coletearonairados, dando media vuelta al no hallar presa,pero nadando entre dos aguas por las cercanías deaquel casco... El lugarteniente del “Aquilón", un piratarechoncho y de basta fuerza corpulenta, fuéempujando poco ceremoniosamente a los que ibanpisando la cubierta. Su rostro corcusido por

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innumerables cicatrices y costurones era unamáscara horrenda arrugada en múltiples plieguesrojizos, y bien merecía su remoquete do "CienChirlos”. —¡Formad en una hilera al pie del castillete deproa!— gruñía a medida que iban saltando losveinte "deudores’’ de Le Clerc. El Pirata Negro, con los brazos en jarras y lospuños en las caderas, estaba adosado al pie delcastillete indicado, examinando los rostros do losveinte hombres formados en una hilera. —Uno por uno iréis declinándome vuestrosnombres o apodos y vuestras hazañas. Empieza tú,el de la izquierda. El primero habló del robo de una bolsa a unpaseante distraído de Burdeos; galeras y su huida.Todos fueron relatando acciones que les obligabana mantenerse alejados de toda ciudad civilizadadonde la ley existiera. Uno de ellos se extendiómás profusamente en su relato. El Pirata Negro leescuchó atentamente y siguió escuchando el relatodo los restantes. Cuando el último de ellos hubo ya hablado, el

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Pirata Negro tendió el índice hacia el que máshabía hablado.

—Me dices llamarte Rufino ‘‘Caracas”.Repíteme tus cualidades. Jaquetón y ensanchando el pecho el «ludido dióun paso avante. —Morgan me contrató como remador deheridos, y también tenía a mí cargo el preocuparmede las doncellas dolientes—dijo riendo con ruinmofa—. Y ninguna moría de enfermedad porque

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las apuñalaba sabiamente. —Con tal pericia ¿por qué Morgan te dió riendasuelta, maestro?—preguntó el Pirata Negro. —Cuando fué elegido gobernador de la Jamaica,me licenció como a todos los demás. —Lástima que no te ahorcara, porque mis sogasno se hicieron para mancharse con tu piel. Vuelvea tierra. ¡“Cien Chirlos!’’ Palanca para ese doncelque va a echarse al agua y nadará hasta la costa. Rufino “Caracas” dió un paso hacia atrás, lívido. —¡No puedo... ir a tierra nadando! esas aguasestán infestadas de tiburones. —Allá ellos si no temen envenenarse y allá tú.Quien remata heridos y horroriza doncellas, nopuedo temor a tiburones. —Pero... ¿no es este buque pirata? —balbuceóel venezolano. —Lo es. Pero lo mando yo y por eso te mando alagua libre de pies y manos para nadar y burlarte sipuedes de los peces dentados. —¡Es mandarme a la muerte! ¡No tienesderecho!—exclamó el venezolano crispando lamano en la empuñadura de su espada.

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—Yo tengo todos los derechos, doncel apestoso.Pero les tengo cariño a los tiburones y no quieroestropear sus barrigas. ¿Qué arma manejas mejor?¿El puñal de asesino, el hacha de verdugo o laespada de camorrista? —No entiendo que... —empezó a decir Rufino“Caracas” mientras la hilera de hombres seensanchaba a su alrededor apartándose de él. —Elige entre los peces y mi diestra. De todasformas has de morir. Rufino “Caracas”, con grito salvaje de ira,lanzóse hacia delante a la par que desenvainaba.Fríamente, el Pirata Negro fué parando todas susestocadas con leves giros de muñeca y sinmoverse. Al fin, tendióse a fondo Carlos Lezama ysu espada, perforando el cuello del venezolano,asomó tinta en sangre por la nuca del reciénreclutado. El Pirata Negro limpió la hoja de aceroensangrentada en la casaca del cadáver. Le tocócon la punta de la bota. —¡“Cien Chirlos"! ¡Al agua con esa carroña!Desangrado será menos perjudicial para los

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paladares de esos buenos tiburones que aguardan. Mientras él lugarteniente volteaba sobre sucabeza el cadáver, que cruzando la borda fué ahundirse en el agua con sordo chapoteo, prontoseguido de feroces coleteos y remolinossangrientos, el Pirata Negro, con ágil saltoacrobático, encaramóse a lo alto del castillete. —Diecinueve rostros contemplo. Leo asombroen algunos de ellos. Pensáis seguramente queRufino “Caracas” era do vosotros el que mejoresprendas reunía para quien, como yo, mando barcopirata. Realmente, sus hazañas eran superiores avuestras bribonadas. Algunos de vosotros hanmatado en duelo a esbirros de la ley, otros hanrobado y unos pocos han matado a rivales en amoro amantes más dichosos. Sois un hatajo debergantes, pero... no sois asesinos, porque la caradisteis y vuestro cuello os jugasteis. En micubierta las plantas que la pisan, plantasencallecidas y mugrientas, son plantas de hombresde pelo en pecho. Rufianes que por un quítame alláesas pajas se matan con su sombra. Pero no hayningún asesino y, por eso, Rufino “Caracas” no me

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servía. Apoyadas ambas manos en el reborde delcastillete, el Pirata Negro echó hacia atrás lacabeza y rió alegremente. —Os valoré por la expresión de los ojos y elaspecto de vuestros músculos. Tuve que aguardara que manejaseis la lengua para saber si habíaelegido bien. He perdido sólo ciento diez piezasde a ocho y las doy por bien perdidas. Sé yaquiénes sois y ahora vais a saber quién soy yo.Buen yantar y buena paga tendréis; Indias, más delas que podéis desear. Vuestro pellejo mepertenece y yo no guardo disciplina a toque desilbato como los corsarios, pero cuando silboimitaréis en celeridad al resto de mis valientes. Elque se sienta Rufino “Caracas” está aún a tiempode lanzarse por la borda y le aseguro que sonpreferibles los tiburones a mis dentelladas. Y adentelladas le quitaré la vida a quien hiera aanciano indefenso o roce siquiera falda de mujerhonesta. ¿Alguien no está conforme? De la hilera se destacó un joven alto ylarguirucho, pero de amplias espaldas. Vestía con

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pretensiones de elegancia y lucía peluca blanca,enmarcando un rostro de granuja de agradablesfacciones. —Yo, señor, tengo que presentaros una protesta.Me enrolé porque el zumo de uva me encanta, ytémome que, dado vuestro puritanismo, a vuestrobordo sólo beberé agua. Vos me parecéis hombrede lucha, pero también algo mojigato para pirata. —A mí me llamas señor, pero tutéame. Escostumbre a mí bordo, madrileño. Porque, si no.me engaño, dijiste llamarte Diego Lucientes,nacido en la capital de las Españas. —La gente inculta llámame “Madriles”. Para loscaballeros como tú soy Diego Lucientes, nacido enel castizo barrio del Lavapiés. Y no puedo niquiero negar que borracho soy por afición y no mearrepiento. —Sólo el cielo sabe lo que oculta el alma de unbebedor de mosto, Diego Lucientes. Nada tengo depuritano ni de mojigato, muy al contrario, y eltiempo te lo dirá... si no bebes en demasía. En misbodegas hay vino para quien sepa beberlo.Tambaléate cuanto quieras, pero si por tu lado

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paso reúne los restos de tu cerebro para quitartechambergo, gorro o cubrecabezas que quierasllevar y sostenerte inmóvil en pie. Y en combatelucha como el que más si el vino te enciende lasangre, pero sin mi orden no pelees a mí bordo,porque la corbata de cáñamo te haría vomitar hastala madre del primer vino que bebiste. El Pirata Negro inclinóse aun más sobre elpasamanos y destellaron de blancura sus dientes enel atezado rostro al sonreír. —Ese es el “Aquilón, mis valientes. Corta elagua como cuchillo, navega por todos los mares ycon todos tiempos. Es nave pirata, pero la mandoyo y tengo mis credos. Obedecedlos al pie de laletra y hallaréis vida sabrosa y corta, que ideal hade ser de hombres como vosotros que, al igual queyo no poseéis ni hogar ni ternura. Desde esteinstante sois tripulantes del “Aquilón”. Después demí, la autoridad está en mi segundo: el guapetónmás valiente que en cara me eché. Vedlo, es elmozo de la faz que pregona su poco pacienteánimo. Llámase “Cien Chirlos” y cuanto diga sehace, porque cuanto dice es repetir mis deseos. Id

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al armero; elegid las armas que prefiráis. Pasad ala bodega y bebed cuanto queráis. Nadie irá ya atierra hasta que levemos anclas. ¡Despejad! Cruzándose de brazos vió desfilar el PirataNegro a los recién enlistados. Poco despuésbajaba a su camarote, en el que apenas entróresonó un hondo gruñido. Un leopardo de magnífica estampa fiera arqueóel lomo estremecidas las pintas rojas y negras desu piel, tendiendo hacia adelante las poderosaszarpas que arañaban el maderamen del suelo. Dió un paso con majestuoso andar y sus erizadosbigotes rozaron las botas mosqueteras de CarlosLezama, quien, propinándole un puñetazo en elcuello, fué a sentarse en un escabel. —Hay nueva gente a bordo, “Satán”. No te losbe presentado aún porque no sé si son dignos deque tus belfos les sonrían. El leopardo, criado a vino y carne, desde que elPirata Negro lo recogió con escasos días deexistencia en la selva jamaiquina, compartía desdehacía seis meses el camarote del que para élrepresentaba un ser bípedo que sabía acariciarle

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brutalmente y por la palma de cuyas manos corríaun algo cálido que le gustaba. Tendióseindolentemente bajo el banco-litera a espaldas delPirata Negro, y su peludo hocico se apoyó en elsuelo de madera junto a las negras botas. Tichli, el negro cubano sordomudo, fué trayendoy llevándose las fuentes del contenido variado conel que el Pirata Negro demostró poseer un recioapetito y un paladar amante del buen vino. “Cien Chirlos”, después de llamar en la puerta,asomó su feo rostro. —Un “novato” quiere hablarte, señor. Le headvertido con claridad que tú no deseas sermolestado cuando comes. —Terminé ya, guapetón. ¿Quién es el charlatán? —El “Madriles”, el mozo que te llamó“mojagatos” y “pirutano”... y le perdonaste lavida. —No son insultos, “Cien Chirlos”. Querían seralabanzas. Dile al mozo que entre. Diego Lucientes quedóse en el umbral, con eltricornio en la mano. Su casaca, aunqueremendada, era de buen paño azul, y su

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deshilachada camisa de encajes había conocidotiempos mejores. El pantalón de pardo coloranudábase bajo la rodilla y las blancas medias ylos zapatos de ancha hebilla eran prendas decaballero. Pero el rostro pálido y ojeroso al sonreírhablaba de un temperamento insolente y carente detimidez, así como la larga espada de duelistadesentonaba con el atuendo de cortesano. —¿Bebiste ya todo el vino de la bodega, DiegoLucientes? —Procuro contenerme cuando no me aburro,señor. Y gústame tu carácter y la limpieza con laque ajusticiaste al venezolano. Oí hablar de ti enespañola tierra y ha sido para mí un placerenrolarme a tus órdenes. —Hablas como mozo culto, madrileño. Pero enel “Aquilón”, para charlatán, me basto yo solo.Agradezco tus opiniones, pero no alquilé tu lengua,sino tu brazo y tu pellejo. —Lo sé, señor. Y... ¡caramba!—y el madrileñodió un respingo, echándose hacia atrás. Sus ojospardos miraban desorbitados a “Satán”, que

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bostezando acababa de cambiar de postura. Y albostezar, sus colmillos ofrecían agudezas pocotranquilizadoras—. Excéntrico me dijeron queeras, pero... eso bicho me asusta. Te lo confiesofrancamente. —Olvídate de él, que ni siquiera se ha dignadointeresarse por tu presencia. ¿Para qué quisisteverme? —Decirte quién soy, señor. Puedo serte útil. —¿Si? Tu utilidad ha sido tasada en ciento diezpiezas de a ocho. Nada más quiero saber de ti. —Soy bachiller, señor. Cursó Medicina enAlcalá de Henares. —Juanón es el curandero de a bordo y nonecesito cirujano. Y tampoco barbero; navajatengo y mis valientes se rasuran cuando lesapetece. —Quiero que sepas, señor, que nací de honradafamilia. —Todos nacimos de santa madre. Ella no tuvoculpa que seamos bribones. —Reñí en duelo con marqués que sedujo a mínovia. Le maté.

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—Bien hiciste. Pero, ¿a mí qué me importan tuscuitas? No me confundas con fraile confesor. —No he hallado caballero en mi camino desdeque huí de España y arribé a esa ciudadela, que elcielo confunda. Para malbeber aprendí a manejarel naipe a mí favor. —No pienso jugar contigo, seas o no fullero.¿Por qué clamas la ira del cielo contra ciudad quees gobernada por hermanos míos de profesión? —Eres pirata por nombre, señor, pero caballeropor tus acciones. Lo sé y me consta de buena tinta.No eres un asesino como ellos. —Me parece que a ti te es tan necesario el bebercomo el hablar. Dime, ¿adivinaste por qué ordenéque ninguno de vosotros bajara a tierra? —Porque si alguno decía cómo administrastejusticia al venezolano, Tristán Martos se saldríacon la suya. El Pirata Negro apoyó ambos codos sobre lamesa. Con el mentón señaló el escabel que ante sítenía al otro lado de la mesa. —Siéntate, bachiller. ¿Qué sabes de TristánMartos? Tú nada me interesas; que seas inteligente

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o torpe me lo demostrarás si sigues empeñado enhablar. Si sabes luchar, la ocasión lo dirá. Peroahora complaceré tu afán de competir conmigo encharlatanería. ¿Qué sabes de Tristán Martos? —Te odia. —¿Quién te lo dijo? ¿Él? ¿Te honra con susconfidencias? —Comentóse escasos momentos antes de quenos llamasen a la playa, tu respuesta a cuantaspreguntas el jorobado te hizo. Y un antillanoaseguró que Tristán hace tiempo juró matarte. —Nunca tropecé con el jorobado. Pero libre esde querer matarme, como tan Ubre soy yo de nodejarme matar. ¿Quieres vino, estudiante? Sírvete.Queda aún el fondo del frasco y apagué mi sed. —Agradezco tu invitación, señor, en todo elhonor que vale. Pero ante ti procuraré hablarsiempre con mente despejada. —O eres listo o eres adulón. Padre Tiempo lodirá. Aclarada la simpatía que me manifiestaTristán, dime ahora por qué impetrabas furorescelestes sobre “La Fraternidad”. ¿No te conmueveciudad que nombro tan dulce lleva?

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—¡Piara de cobardes asesinos son todos ellos!—exclamó con vehemencia el madrileño. —De ahí te enlisté. Y olvidas que hablas conquien es conocido por el Pirata Negro. ¿No temesque le indique a mí gato que cierre sus mandíbulasalrededor de tu cuello por insolente? Estáshablando de “La Fraternidad”, ciudad piratagobernada por hermanos míos. —Tú no eres como ellos. Tú no ordenasmatanzas contra indefensos presos dando elejemplo, como hacen los del cuatriunvirato. Y túno aherrojas rellenes para pedir rescate,matándolos al recibir el dinero pedido... y dando alas mujeres infame muerte. —¿Mujeres dijiste? Las que puede haber en “LaFraternidad” bien supieron dónde iban antes deentrar en ella. No son de compadecer. —Esta misma noche han hundido galeonesEspañoles, No ha quedado nadie vivo. Sólo elmarqués de Aguilar, su esposa y su hija que estánencerrados en el caserón enrejado de la playa,junto a los almacenes. —¡Ah! ¿Y cómo conoces tú el título y los

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parentescos? ¿Tomaste parte en el asalto a losgaleones? ¿Suplicaste del noble español que teentregara sus credenciales? —Era “deudor” del jefe bucanero. Y n0 luchéporque estaba en espera de alistamiento. Pero viarrastrar al marqués y a ellas dos, por entre filasde piratas de Bill Paunchy y Joe Bird. El marquésde Aguilar era gobernador en la ciudad de Méjico;deduzco que debía regresar a España. Y de lacorte de Madrid lo conozco. —¿Es bella la hija? —Sonríes burlón, señor. Ni a la esposa ni a labija conozco. Pero a él sí lo conozco. Sufrirán lostres muerta indigna, y son españoles como tú y yo. —Por español y por marqués debió matar consus propias manos a su esposa y a su hija antes queconsentir que presas cayeran. No lo hizo; quepague las consecuencias. Hablemos de otro asunto;¿qué diversiones ofrece “La Fraternidad"? —“Zumo de vid y fembras placenteras”, comocantó el Arcipreste de Hita. Pero ni el jugo de viñani la hembra alquilada es diversión de hombre detu temple, señor. Sólo hay dos mujeres en la

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ciudadela que son recatadas, no por temperamentovirtuoso, sino por imperativo de temor. Todosrespetan a Tula “La Cubana” y a “Reinita”, lafrancesa. —¿Quiénes son esas tiernas criaturas?—inquirióLezama, con ironía. —“La Cubana” regenta taberna y es hembrabravía, que maneja como tú y yo el puñal y lapistola. La desean Joe Bird, el inglés, y BillPaunchy, el americano. Nada consiguen de ella,porque es astuta y sabe que será respetada ymandará mientras siga siendo esquiva. —Talento tiene la tal Tula. ¿Y quién es la queresponde por tan deseado y orgulloso apodo de“Reinita”? —Sobrina de Gros Jean, un ex jefe bucanero.Vino hace poco de Francia y ayuda a su tío enmesón concurrido por bucaneros... y por Le Clercque hipócritamente encelado ronda a la mocita.Nadie se atreve tan siquiera u mirar a “Reinita”porque Le Clerc pareciendo un escribanomercader es líe los cuatro el peor si cabe pensarque alguno sea mejor que otro entro esos cuatro

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criminales de la más baja laya. Interesante es tu charla, estudiante. Pero puedeslargarte. Ya te he oído bastante. El madrileño se levantó. Contempló de nuevo alleopardo; miró después el rostro audaz del PirataNegro, y saludando ceremoniosamente se marchó. —¿Oíste al timante, “Satán”? De dos cosas una:fué caballero y quiere quizás volver a serlo, o esredomado pillo que intenta granjearse miconfianza. Allá él. Instantes después subía el Pirata Negro acubierta. Silbó de manera especial. Corriendoacudió “Cien Chirlos”. —Dos días para aprovisionarnoscompletamente, guapetón. Nadie saldrá del“Aquilón”. Y quizás carenemos en estas aguas dosdías más. Dependerá de mi humor. Ahora llama a“Piernas Largas” y a Juanón. Tú y ellos vendréisconmigo a tierra. “Cien Chirlos” n0 hizo el menor comentario. Fuéa avisar al andaluz espadachín de esqueléticaspiernas y ancho tórax robusto y al pirata curanderode rostro angelical y mofletudo.

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Pero “Cien Chirlos” pese a la tranquilidad delmar y al azulado cielo soleado, olfateaba tormentaen tierra. Tormenta de sangre en “La Fraternidad" Conocía muy bien las expresiones del rostro de“él”. Y los negros ojos del Pirata Negrodestellaban con intensa diversión íntima, y suscejas so arqueaban algo diabólicamente... Y con placer anticipado, el horrendo semblantede “Cien Chirlos” se arrugaba en múltiplespliegues que querían expresar la sonrisa con la quecomo gato que se relame, olfateaba tormenta desangre en “La Fraternidad”...

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Capítulo IV El primerchispazo Ancha era la vasta sala en la que blasfemaban yagitaban cubiletes (le dados los piratas de BillPaunchy y Joe Bird, que dada la preferencia detras dos jefes elegían también para matar las horas,la taberna propiedad de Tula “La Cubana”. Sentados en grupos alrededor de mesas surcadaspor inscripciones do todas clases trazadas a puntade cuchillo, dedicaban toda su atención a losdados y a renovar con asiduidad la permanentecabida de sus jarros. Y no miraban unís que desoslayo y con seriedad a la mujer que de vez encuando desfilaba por entre ellos, portando jarrasque depositaba en las mesas llevándose lasvacías... cuando los bebedores habían pagado lapetición de nuevo liquidado alcohólico. Y si la miraban simulando indiferencia no eraporque más que el vino no les inflamara la sangrela salvaje belleza de Tula “La Cubana”. Pero por

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bella no les hacía olvidar la muerte que anidaba enla mujer que era codiciada por Joe Bird y BillPaunchy. Alta y esbelta, estatuaria en su rústica beldadagreste, Tula Camagüey tenía fuego en los ojos yen el andar, y llama en los rojos labios sensuales.Vestía corpiño rojo y falda negra, corta a mediapierna. En el escote sobresalía el pomo de unpuñal y en la estrecha tira de piel que rodeaba subreve talle cimbreante, una pistola cruzábase alcostado. La negra melena suelta desparramábase sobresus hombros. Los brazos desnudos, como laspiernas, que calcaban chapines rojos de alto tacón,eran de morena epidermis, dorada por el sol. Erguía la cabeza con altanero ademán y más queservir bebidas parecía conceder merced a quienbebía. Afirmaba con orgullo que no queríaservidumbre para ayudarla porque ella sola sebastaba... Tal afirmación sólo la manifestó cuandoadivinó la muda súplica de los ojos de Joe Bird yBill Paunchy. Aquélla había sido su suerte: la suerte que iba a

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colmar su sed de ambición. Porque si sólo hubierasido uno de los dos jefes el que se enamorase deella, habría tenido de buen grado que sucumbir yser una más de las mujeres do “La Fraternidad”.Pero los dos enamorados eran su más seguragarantía. Por inseparables y amigos el uno nopodía intentar robarle ni otro la mujer deseada, yaguardaban pacientemente a que ella eligiera entrolos dos, respetando el pacto mutuo do conformarsecon la elección. Y por esa especial circunstancia, Tula “LaCubana” llenaba su cofre y alzaba cada vez conmás orgullo en hermosa cabeza de fiera belleza. Pero el vino es el peor enemigo de la prudencia.La excitación de los dados rodando adversamentesobre las mesas, ponía sequedad en las gargantas.E insensiblemente los piratas bebían, bebían... Un antillano, perteneciente a la tripulación deTristán Martos, perdía al crepúsculo la mayorparte de su recién ingresado dinero del reparto delos dos galeones. Y enfurecido seguía sosteniendoterco combate contra la fortuna esquiva... Apurabajarro tras jarro, y al pedir uno más, asió por la

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muñeca a Tula, que aguardaba pago. —He pagado con creces lo que he bebido,tabernera. Sírveme nuevo jarro y que el diablo telleve a ti y tus aires de ricahembra blasonada. Añadió el antillano alguna exclamaciónmalsonante al ver cómo Tula, arañandosalvajemente la mano que la aferraba por lamuñeca se liberaba. —No bebe quien no paga—dijo concisamente. El antillano se levantó tambaleándose... Pin elumbral cuatro hombres que acababan de llegar sedetuvieron. El que iba delante, se cruzó de brazosy con indolente postura se reclinó contra el dintel. El antillano enlazaba en aquellos instantes por lacintura a la cubana, murmurando soecesimprecaciones. Brillo un segundo centelleantefulgor de un acero que rasgó el aire ocultándosehasta la empuñadura entre las espaldas delantillano. El borracho jugador perdidoso setambaleó, arañó el aire y desplomóse inerte. Fríamente, Tula Camagüey volvió a introducirentre su escote el puñal con que acababa de mataral antillano. El juego se reanudó y ya todos los

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concurrentes se desentendieron de lo ocurrido. Enel umbral resonó una seca carcajada burlona. Losjugadores no prestaron siquiera oídos a la risa delrecién llegado... A la taberna íbase a reír, beber,jugar el dado, y blasfemar. Pero Tula “La Cubana" contempló los cuatrorecién llegados, y se acercó al que había reído. Sedetuvo en silencio ante el. —Vino queremos, bella. Pero en tu piel haysangre—y el índice del Pirata Negro señaló elescote de la cubana—. Si a quien vino te pide,puñal le hincas, mal provecho me hará vino quebeba de tus manos. —Pagando, todos son bien recibidos, forastero.¿Por qué reíste? —Porque me pareció que mal atendías a tusconveniencias. Si matas uno a uno a tus clientes,vas a quedarte sola. ¿Podemos entrar, con tuvenia? Tula se encogió de hombros y volviendo laespalda dirigióse a la estantería en la que sólo ellatenía acceso, por ser donde tras larga tabla tendidahorizontalmente apiñábanse los barriles de

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borboteante espita. El Pirata Negro eligió una mesa en un rincóncercano a la estantería. Vacilantes quedaron anteél en pie, “Cien Chirlos” Juanón y “PiernasLargas”. —Sentaos, bergantes. Vinimos a conocer cómose divierten los habitantes de "caí Fraternidad”.Trajiste tu amiga guitarra, andaluz. Púlsala conoído y lanza al aire copla que sacuda la modorrade esos torpes bebedores. Pero no, rasguea sólopor lo bajo. Sería desperdiciar tu voz tratar deplasmar sol de Andalucía en taberna de “LaFraternidad”. Encorvándose sobre la guitarra que manteníaentre sus rodillas, “Piernas Largas” pulsó ensordina, rasgueando unas bulerías... Tula aproximóse a la mesa de los cuatrohombres a los que contempló despacio condesdeñosa mirada. —¿Qué queréis? —¿Qué nos ofreces?—díjole sonriente el PirataNegro. —Clarete costarriqueño, pita mejicana, negro

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Madeira, agua de fuego cubana... —excuso ellaalzadas las cejas en ademán despectivo. —Al verte me avergüenza casi pedirte vino,Tula. Temo haberme confundido y no estar entaberna, sino en mansión palaciega... Pero sólo alverte, perqué oyendo y oliendo a esos bergantesque llenan tu sala desvanécese mi impresión. —Para pedir de beber no hace falta tanto hablar,Pirata Negro. —Quien como yo es nuevo en plaza y a beberviene, justo es que se pasme al contemplar labravía belleza de la castellana anfitriona. —Guarda tus requiebros para mujer que guste deoírlos. Si dinero lleváis pedid ya, que no puedoperder tiempo con tocadores de guitarra ycharlatanes galanteadores. —Tengo un gato en mi camarote, Tula, que noposee toda la sin par belleza indómita de tu altivocontinente. Llámase “Satán” y si hembra fuese en tipensando la llamarla “Diablesa”. Bella diabla,que por arisca más dulce debe ser verla sonreír yhablar suaves palabras. Tula “La Cubana”, miró con colérica expresión

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al Pirata Negro, que sonriente guiñó con descaroun ojo. Ella volvióse hacia los tres piratas queconservaban el más absoluto silencio, limitándoseel andaluz a pellizcar muy por lo bajo las cuerdasde su guitarra. —Decid ya presto lo qué queréis vosotros tres.En mi taberna no se viene a perder el tiempo ni ahacérmelo perder. ¿Qué os sirvo? Los tres piratas miraron hacia el techo como sifueran sordos. —Sírveme una sonrisa, Tula, Ella se encaró con el Pirata Negro poniendo losbrazos en Jarras y apoyando los puños en suscaderas. —Por ser yo mujer sola, no confundas, pirataespañol. Ni gusto ni quiero que nadie se insolenteconmigo. —Si insolencia es pedirte que me sonrías, rey delos insolentes soy, porque no he de cejar hasta veriluminarse tus labios en mohín de risa. Fuego erespor vestido y atractivo; viérteme agua y beberemosla mezcla cubana que antes ofreciste. Ella marchóse con su característico andar

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dominante, taconeando sus chapines. Regresóportando una bandeja con cuatro vasos de estaño,y casi con brusquedad fué colocando los jarrillosante cada hombre. —¿Qué te debo, bella?—preguntó el PirataNegro. —Cuatro centenes —dijo ella tendiendo lamano. —Insulto sería depositar en la palma de tu manotan míseras monedas. E insultarme a mí seríahacerme pagar un centén por lo que bebo. Mishombres son selectos y yo soy el más selecto detodos. Pago a dobla de oro por vaso que vacío.Toma... Ella tendió ávidamente la mano hacía las cuatromonedas de oro que el Pirata Negro acababa dedepositar sobre la mesa. Carlos Lezama le impidiócogerlas ocultándolas con el antebrazo. —Tu mano se mancha con míseras monedas.Pero mi oro la ennoblece y tuyas son si me dejasbesar el dorso satinado que luce venillas azules. Ella por vez primera sonrió y su mano quedó enel aire a poca distancia del rostro del Pirata

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Negro. —Darme tu oro ningún daño te aportará, PirataNegro. Besar mi nan0 es osadía que cara puedespagar. —Si tú en ello consientes, nada ni nadie puedenprohibir a mis labios que beban el fuego de tu piel,que prefiero al de tu agua cubana. —¿Me darás las cuatro doblas? El Pirata Negro asió la mano femenina y apoyóen ella los labios durante un largo minuto. Ellaenseriecióse, cogió las cuatro monadas de oro yalejóse bacía otra mesa. Juanón, el pirata curandero de mofletudoscarrillos y bobalicona expresión, tosió en demandade hablar. El Pirata Negro le miró con divertidodestello burlón en los ojos. —¿Besé mal, Juanón? ¿Quieres aconsejarmemodales? —Quisiera decirte, señor, sin que te enfadaras,que he sabido a bordo que nadie osa siquieramirar a esa mujer porque tiene “veto”. —¡Ah! ¿Y con qué comes tú ese manjar llamado“veto”?

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—Bien sabes, señor, que “veto” es aquello queun hombre de importancia echa sobre mujer a laque aspira Y dijéronme que a Tula la rondaban losdos jefes ingleses de “La Fraternidad”. —Me temo que te tendré que azotar cuando abordo estemos, bellaco bribón. ¿Existe en elmundo mujer a la cual yo, con rendida cortesía, nopueda requebrar? ¿Existe alguien superior a mí? —Quien lo dudase, señor, sería un borrico. Perocreí advertirte en bien, por si lo ignorabas y sinquerer corrías innecesario peligro. Esta esciudadela fuerte donde imperan hombres sin almay te puede acechar traidora muerte. Hay peligro,señor. —¿Qué me dices, frailón gordo? ¿Peligro? ¡Votoa sanes! ¿A qué crees hemos, pues, venido aquí?Vivir donde peligro no hay es vegetar. —Son muchos y nuestro barco está lejos—dijotímidamente Juanón. —Cuanto mayor el peligro es, mayor es elplacer. Y ahora vete, gordinflón. A mí mesa no sesientan los cobardones y a bordo faldas te pondránpara que la comida sirvas a tus compañeros. ¿Te

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ríes, “Cien Chirlos”? Me das la razón, ¿verdad? —Yo de ti, señor—contestó muy serio ellugarteniente —habría ya roto los dientes de esetunante que osa advertirte y aconsejarte prudencia,como si fueras un hombre como los demás. Juanón, contrito y apesadumbrado, púsose enpie, rodando entre sus dedos el orillo de su gorrode lana. —Azótame a bordo, señor, pero no me eches detu lado. Yo... dije cuando dije, porque si túsufrieras daño yo me mataría por no habérteloadvertido. Tú... tú sabes que te reverencio yrespeto como si mi padre fueras. El Pirata Negro prorrumpió en alegre carcajada,mientras con violento empujón hacía sentar algordo pirata curandero. —Si tu padre fuera, me daría pena de mí almirarte, Juanón bellaco. Anda con tiento en tulengua y remójala ahora a mí salud, si tanto mereverencias. ¿Peligro dijiste? El peligro es miagua de fuego. * * *

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Bill Paunchy y Joe Bird mantenían unaencarnizada partida de naipes bajo una lonatendida en la playa, cuando ante ellos llegó uno delos tripulantes de la goleta de] americano —Cumpliendo lo que me ordenaste, Bird, vigilolo que ocurre alrededor de Tula. Ha llegado elpirata español de aquel velero iniciado, ydedicase a cortejarla desvergonzadamente, comosi no supiera que tiene “veto”. Joe Bird tiró al suelo sus naipes. Bill Paunchyrecogió el dinero amontonado en la mesa. —¿Y ella qué dice y hace?—preguntó Joe Bird. —Le dió de buen grado la mano y el español labesó. Bill Paunchy levantóse tan bruscamente que suescabel rodó por los suelos. Mordióse la guía desil mostacho hirsuto y grasiento. —¡Llama a Rodney! ¡Que venga al acto! Joe Bird elevó la vista hacia su compañeromientras el pirata-espía marchábase corriendo. —¿Para qué llamas a Rodney? ¿No tienesespada? ¿No tenemos suficiente presencia paracortarle los labios a ese insolente español que se

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ha atrevido a desafiar nuestro “veto”? —Sus hombres están mercando en el almacén deLe Clerc. Hasta que la compra no termine ya sabeslo que Le Clerc nos hizo votar. Vida salva paraquien cambie su dinero por provisiones mientrasdure el trato. Pero si ambos no podemos hacerlecomprender al Pirata Negro quién somos; ahíviene Rodney que se encargará de ello. Un corpulento y rubio pirata de largos brazossimiescos, cuyo rostro estaba surcado por anchacicatriz, plantóse con ademán desafiador ante losdos jefes. Rodney, el inglés, era considerado comola mejor espada de “La Fraternidad” y envanecidode ello siempre andaba como quien busca continuaquerella. —¿Me mandaste llamar, Bill? —Vete a la taberna de Tula. Hay allí un pirataespañol llamado el Pirata Negro. ¿Lo conoces? —Le vi esta mañana. —Compóntela de manera de provocarle.Mátalo... pero mátalo como si fuera lance personaltuyo. Nada te he dicho yo, ¿comprendido? —Comprendido—dijo Rodney, apoyando con

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fuerza la mano en la empuñadura de su espada—.Lo mataré porque derramará vino sobre mi jubón yme insultará. —Eso es. Cuando termines con él, pásate poraquí. Te habrás ganado cincuenta libras de plata. La cantidad no era mucha; sin embargo los ojosdel asesino profesional brillaron codiciosos. * * * Carlos Lezama oyó con placer la copla que porlo bajo cantó "Piernas Largas", copla en la quehablaba de una mujer cuja sonrían era clavelreventón y cuyos ojos eran negras joyas que ningúntesoro Igualaba. —A ti se refiere. Tula —indicó el Pirata Negroa la cubana que cerca de la mesa fingía atender avecinos Jugadores—. La letra le di mirándote. Ella volvióse despaciosamente y enfrentóse conel Pirata Negro, chispeantes los ojos de malicia. —Pienso, español, que tu imprudencia iguala atu labia. —Gran merced que me haces con decírmelo.Ante una bella es tanto más galante un hombre

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cuanto más imprudente. —Eres nuevo en la ciudad. ¿Sabes quién soy? —Estatua de pasión... morena figura queenamora... Eso eres para —Joe Bird y Bill Paunchy me pretenden,imprudente. —¿A cuál de los dos correspondes? Porque sicorazón de hombre que por ti late es traba parahablarte, nadie puede siquiera suspirar a tu vera.Ya que lisios los pechos que resuellan en tu sala,cantan un himno de amores por ti. El mío es el queredobla con más fuerza. ¿Lo oyes? —¿No viste que a uno maté cuándo entrabas?Fué para evitarle peor muerte a manos de Bird yPaunchy. Quedas avisado. Dedica tus trovas y tussuspiros a mujer menos guardada y más a tualcance. Las hay en gran número en la ciudadela. —No existen las babosas donde vuela lamariposa. Por una sonrisa de tus labios milmuertes desafiaría. —Prisa pareces tener en perder la vida—dijoella en voz baja, alejándose presurosa. Acababade ver entrar a Rodney y adivinó a lo que venía

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porque momentos antes había visto abandonar lasala al pirata-espía de Bill Paunchy. Rodney atusándose los bigotes y muy erguido,tras la espalda el extremo de su larga tizona, andócon pausado ademán retador por entre las mesas.Cogió un vaso de encima de una mesa y con él enla mano acercóse donde se sentaba el PirataNegro, que ajeno a su presencia dictaba nuevaletra para coplilla a “Piernas Largas”. Rodney era maestro consumado en el arte deprovocar, pareciendo ser el provocado. Aunquefué su codo el que chocó con el hombro de CarlosLezama y su propia mano la que volcó elcontenido del vaso sobre su propio jubón, fué congran dignidad que voceó: —¡Tened más cuidado, forastero! ¡Voto aldiablo, que me habéis manchado el jubón! —¿Qué jubón, qué diablo y qué cuidado? —inquirió el Pirata Negro desde su escabel,insertando los dos pulgares en su cinto. —¡En “La Fraternidad” no estamos dispuestos atolerar bravatas! ¿Me oís, forastero? —Vuestros graznidos se oirían en mar

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tormentoso. Tampoco yo estoy dispuesto a tolerarbravatas. —¿Me provocáis, acaso?—preguntó Rodney,retrocediendo un paso. A ciencia cierta no sé quién provoca a quién.Pero me revientan vuestros modales de matónpendenciero. Contentaos con mancha de vino quevuestra mano vertió torpemente y no andéisbuscándole los pies al gato porque soy muyquisquilloso. —¡Desenvaina! ¡Vas a darme razón de tusinsultos, camorrista! — gritó Rodney flameando alaire su tizona. —Fiero empeño tienes en ensuciar tu jubón—dijo el Pirata Negro, levantándose. Los jugadores abandonaron por unos instanteslos dados y se instalaron más cómodamente parapresenciar la muerte de aquel bronceado españolque “insultaba” a Rodney. Las mesas vecinas a losdos contendientes quedaron rápidamentedesalojadas. Como espadachín profesional, Rodney aguardóinmóvil besando la hoja de su espada enhiesta

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verticalmente ante su rostro. Carlos Lezama cimbreó junto a su sien el aceroque acababa de desenvainar. Tula, a espaldas deél, susurró rápidamente. Ten cuidado. Es duelista de Bill Paunchy. Resonó la alegre carcajada sempiterna del PirataNegro. Y con elegante ademán besó la hojabrillante. —Ataca, inglés. Tengo por costumbre matarsolamente a quien puede matarme y me temo que tuespada no en digna de mi temple. Rodney atacó enfurecido, pero sin perder lacautela adquirida en miles de desafíos. Tanteó laespada enemiga con hábiles latigueos de costado,saltado ágilmente sobre las piernas flexionadas.Trabáronse los dos aceros entrechocando lasempuñaduras, y las dos puntas amenazadoras seirguieron juntándose en la cruz así formada los dossemblantes de los contendientes. —No eres despreciable espadachín —comentóel Pirata Negro a la vez que empujando conviolencia la guardia del inglés, abatía la punta desu espada—. Tu tizona habrá perforado a muchos,

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porque... la estocada que acabas de dirigirme espropia de un maestro de armas. Desafiar así esmenester de asesino. Rodney asestó un hondo tajo mientras su rostrose contraía en excitada risa de bajos instintos. —¿Te has dado cuenta de que mi espada va aterminar con tus fanfarronadas?—y masculló unaimprecación al ver que con giro de muñeca elPirata Negro desviaba fácilmente la mortalestocada que tras el tajo habíale dirigido alentrecejo. —Ya me basta, espadachín—advirtió CarlosLezama, mientras avanzaba prodigando estocadasque obligaron al duelista profesional a irretrocediendo—. Yo soy quien te anuncia ahoraque tengas cuidado. ¡Para en quinta! ¡Atención a tuflanco! ¡Traba en tercia! ¡Cuidado! ¡Un poco másde atención! ¡Hay una mesa tras de ti! Eso es;apártala de un taconazo. ¡Finta en sexta! Me parece que tus labiostiemblan, ¿no? Rodney acababa de comprender demasiado tardeque aquella “víctima”, una más de las

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innumerables que con tunta facilidad habíaasesinado, poseía un dominio insuperable de laesgrima. Intentó desesperado el último recurso.Abatiéndose sobre las dos rodillas lanzóse a fondoy la punta de su espada buscó el estómago de sucontrincante. La estocada era la llamada enescuela italiana: “miserere”. El Pirata Negro chocó hábilmente la cazoleta desu espada contra la hoja enemiga que rozó sucostado abriendo surco sangriento. Distendióse ycon ronco estertor Rodney quedó arrodillado,vacilando lentamente, atravesado el pecho porrecio golpe de punta. —¡“Miserere” para ti, inglés!—gritó mientrasretiraba del pecho del vencido la espada. Rodney engarfió las dos manos como sipretendiera con ellas contener la sangre quebrotaba de la herida; desgarró su jubón, dobló lacabeza y sin vida cayó de bruces, quedandomacabramente arrodillado con el rostro besando elsuelo. Los jugadores reanudaron los convulsivossalteos de dados; algún que otro bebedor miró con

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nuevo respeto al forastero que tan limpiamenteacababa de matar al invencible “matón” de BillPaunchy. Carlos Lezama volvió a sentarse y,espontáneamente, sin poderse contener, “PiernasLargas” rasgó el aire cantando las glorias de lostoledanos aceros... Tula acercóse portando un jarrillo de plata quecolocó ante el Pirata Negro. Este la miró concuriosidad. —Gracias, bella — dijo, y bebió un sorbo. —No des gracias por lo que pagas. —No pago, sino que rindo tributo de oro a lagentileza. Te di las gracias por tu advertencia. —¿Qué advertencia? — Interrogó ella como sisintiera extrañeza. Pero en sus ojos había luz deironía. —Tus pupilas son de terciopelo cuando asímiran, Tula. Los bravíos panoramas se embellecencuando un tibio sol los acaricia, Y es sol laluminosa burla de tus ojos al mirarme. ¿Por qué teburlas de mí? —Mataste a Rodney... Vete. Te matarán.

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Fueron palabras que sólo oyó Carlos Lezama, yno pudo contestarlas porque andando aprisa Tula“La Cubana”, alejóse. El Pirata Negro tocó en el hombro a “PiernasLargas” y le dijo una frase. El andaluz aclaróse lagarganta y lanzó la copla dictada por el PirataNegro:

“Muerte quiero si bella la inspira, que nada hay más fiero que el vivir del que suspira...”

Tula “Lu Cubana”, sostuvo erguida la frentemirando sin desviar la vista al que antes de salirlanzóla beso de despedida aplicándose dos dedosen los labios. Sólo cuando ya el Pirata Negro y sustres hombres estaban lejos de allí y no la podíanver, dibujóse en los labios de Tula “La Cubana”una sonrisa de complacencia... Conocía hombres de toda condición; insolentes,

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pendencieros, rufianes sin ley, galantesaventureros... Pero ninguna había logrado que ellasonriera... * * * François Le Clerc examinó con perplejidad aBill Paunchy y Joe Bird que acababa de entrar enel vasto almacén donde el Jefe bucaneropresenciaba el apartamiento de provisiones paralos hombres del velero “Aquilón”. —¿Y por eso queréis convocar consejo?—preguntó—. Bien, vuestros devotos suman igualque el mío. ¡Grand-Pierre!— llamó a un bucanero—. Advierte a Tristán Martos que le aguardamospara deliberar. Y tú, Groscon invita al PirataNegro a presentarse ante nuestro tribunal. Groscon tardó diez minutos en dar con el PirataNegro, que a solas, tras haber enviado a los trespiratas al almacén para hacerse cargo de lasadquisiciones, paseábase por el alto malecón quebordeaba la playa. —Mi jefe me manda decirte que vayas alcobertizo de la playa donde está reunido con los

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otros tres gobernadores—anunció Groscon. * * * Tristán Martos, “El Antillano”, habíase hechoacomodar lujosamente el interior de su gruta-morada. Profusión de velas perfumadas iluminabanlas ricas colgaduras y los valiosos tapices queadornaban las desnudas paredes socavadas en laroca. Un gran dosel de terciopelo recamado de oroestaba empotrado en el fondo de la vasta yalargada cueva formando a modo de palio encimade un lecho amplio de bruñido nogal incrustado depedrería. En el centro una mesa cubierta de deslumbrantemantel de Holanda, rebosaba de vajillas plateadas.Tras un tapiz abríase la pequeña cueva donde elpropio Martos se guisaba. Desde que un hermanosuyo había muerto envenenado por su cocinero,Tristán Martos comía sólo aquello que él mismocondimentaba. Sentado en un gran sillón de recto respaldo,Tristán Martos contemplaba fijamente las llamitasde un candelabro colocado ante él. Su agudo oído

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percibió el roce de unas suelas en los escalones depiedra que trepaban hasta su refugio solitario. Levantóse y su silueta jorobada proyectósegigantesca contra los tapires y la colgadura. En lazurda alzó un candelabro, mientras la diestrareposaba sobre una culata de pistola, ni acercarsea la única abertura de su morada. Vió una figura humana ascendiendo lentamentepor la difícil escalera. —Soy Higinio Arce, señor—dijo el queascendía, deteniéndose a tres metros de la entrada—. A comunicarte vengo un hecho reciente. Tristán Mar tos, sin pronunciar palabra,retrocedió volviendo a sentarse. Instantes despuésentraba Higinio Arce, quedando en pie ante él. —Han matado a un antillano en la tu taberna deTula, señor. —¿Quién? —Tula. Lo mató porque el intentó abrazarla. Ydespués vino el Pirata Negro y mató en duelo aRodney, yéndose tan ufano. Tristán Martos se levantó; uno de sus brazos seadelantó asiendo por el cuello ni mensajero. La

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otra mano le asió por el cinto y con una pasmosafacilidad el antillano jorobado elevó por encimado su cabeza el pataleante y corpulento HiginioArce. Tristán Martos, como si en vez de transportar aun robusto pirata que intentaba debatirse, llevaseun leve almohadón de inerte pluma, acercóse a laentrada de la cueva. Echó un poco hacia atrás losbrazos y despidió por los aires el gesticulantecuerpo que trazó un arco aplastándose contra lasrocas do la playa, allá al fondo, —¡Imbécil!—masculló Tristán Martos alsentarse de nuevo—. Viene a decirme que el PirataNegro se “marchó tan ufano” en vez de anunciarmeque como antillano que era, lo apuñaló por laespalda. Instantes después, desde la playa, y haciéndoseportavoz con las dos manos el bucanero Grand-Pierre gritaba repetidamente el nombre del jefeantillano, añadiendo la palabra: “Tribunal”. Tristán Martos descendió pausadamente laescalera vertical. Su silueta jibosa recortábase enel horizonte como la de un monstruo prehistórico

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que tuviera la facultad de andar por paredesrocosas cortadas a pico.

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CAPÍTULO V El diablosopla... Carlos Lezama acudió a la convocatoria. Bajo elcobertizo y tras la larga mesa los cuatro jefesgobernadores de “La Fraternidad”, aguardabansentados. El hirsuto rostro de Tristán Martosmanteníase de perfil como si le repugnaracontemplar al Pirata Negro. François Le Clerc sacudióse la gorguera deencajes, y alisó las mangas do su ensaca de negropaño. —¿Para qué me habéis llamado, hermanos?—interrogó Lezama—. ¿Es que pensáis proponermealguna adivinanza? —Has matado a un hombre en la taberna de Tula—dijo Le Clerc—. ¿Es cierto? —Veamos al nos ponemos de acuerdo misqueridísimos hermanos. ¿Dónde estoy? ¿En tierramora o en tierra de piratas? ¿Es esa la ciudadelapodrida llamada “La Fraternidad?

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—Modera tu lenguaje, español—advirtió LeClerc, frunciendo el entrecejo—. No estoydispuesto a oír tus impertinencias. —Ni yo vine a escuchar sandeces. Apenas,llegué, el esbelto Tristán me disparó salivazosestúpidos y ahora os reunís muy seriamente sindaros cuenta que sois grotescos. Si en “LaFraternidad” dos hombres no pueden pelearalegremente, ¿dónde rayos la harán? —Tú provocaste a Rodney—dijo Bill Paunchy,torvamente. —¿Rodney se llamaba? Era experto en coseraire con gorda aguja. Le quite de en medio porqueintentaba darme tierra y hoya en esa comarca.¿Acaso os habéis reunido para entonarleresponso? —Nos hemos reunidos para decirte que vamos avotar si puedes o no permanecer en “LaFraternidad”. No queremos intrusos que busquenquerella—dijo Le Clerc, con la impasibleseriedad de un escribano-juez. —Trato tengo hecho contigo de vida salva hastael fin de mis adquisiciones en tus tenderetes de

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mercader. Pero no me quiero perder el espectáculode veros votar, ¡voto al diablo! ¿O acaso tambiénes buscar querella lanzar votos, si no son losvuestros? Le Clerc desenfundó su puñal manteniéndole conla punta en alto. Bill Paunchy colocó el suyo con lapunta hacia abajo, al igual que Joe Bird. Tristán Martos imitó el gesto de Le Clerc,manteniendo rígido y enhiesto su puñal. —Mi voto es doble y añadido al de Tristán,suman tres contra los dos de Bird y Paunchy.Puedes, pues, quedarte, español. Pero te adviertoque no me gusta tu presencia — dijo Le Clerc. —Pero tu almacén es tu amor primero y pasaspor el disgusto de verme, disgusto que es mutuo,con tal de hacer sonar mis monedas. Bien,hermanos, francamente os confieso que no sé loqué queréis. Me retan a duelo, me defiendo y esoparece que os apena. Grandes aflicciones osesperan pues, ya que os prometo que no piensoperder mi vida para complaceros. —Anda, pues, con cuidado, español. Puedesretirarte—dijo Le Clerc.

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El Pirata Negro separó las piernas e hincó susdos puños en los costados, riendo con sorna, frentea los cuatro hombres. —“Hermanos de la Costa” somos. Ninguno de nosotros cinco manda en ninguno.Nadie eres tú para ordenarme que me retire, LeClerc. Me retirare cuando me apetezca, porque nosoy tu lacayo y esa es ciudadela pirata y libre.¿Está claro o hablo en lenguaje de amarilloscoletudos? Vine a comprar y compraré; quierobeber y beberé; y si matarme quieren, matare.Ahora vuélvome a mí bordo, porque tal es mibuena voluntad. Mañana por la mañana, regresaréa tierra y espero que actives el despacho de lasprovisiones que te tengo solicitadas, Le Clerc.Sería de lamentar que por cada hombre queenviéis a asesinarme, tuvierais que reunir consejoy obligar a Tristán Martos a balancearse en elabismo de su palomar. Salud para vosotros osdeseo, “Hermanos de la Costa”. Los cuatro jefes piratas vieron alejarse al PirataNegro. Nada tenían sus rostros de amables... Alfin, Bill Paunchy propinó un recio puñetazo sobre

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la mesa, encarándose con Le Clerc, sentado a sulado. —¿Dejaremos que ese bravucón nos provoquecon sus carcajadas y sus impertinencias? Meavergüenza pensar que un hombre solo nos hable alos cuatro tal como él hace. —Ten paciencia, Paunchy. Mañana al amanecerhabrá terminado la carga del velero. Y podrásentendértelas con el Pirata Negro, porque quedaréyo relevado de mí promesa de vida salva. —¿Vamos a respetar promesas tuyas como siestuviéramos en tierra de esclavos?—preguntó JoeBird, airado. —Si. Las respetaréis—dijo fríamente Le Clerc—. Porque en todas las Antillas nadie debe nuncadudar que yo en mis tratos comerciales soy hombrede palabra. Uno que matásemos en pacto demercar previsiones y ya nadie vendría a “LaFraternidad”. Tristán Martos habló por vez primera. Lo hizocasi entre dientes. —Si se odia a un hombre no se mandan segundospara solucionar la cuestión, Bill Paunchy si andas

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enamoriscado de la cubana dirime en persona tuscelos. Y llevo ya soportándole más de la cuenta atal mujer. Mató esa tarde a uno de mis antillanos yme cansa el engreimiento de la que nada es aquímás que una mujerzuela más. Bill Paunchy secóse el sudoroso rostro con lapalma de la mano y resoplando fatigosamenteencaróse con el jorobado. —Quien de ella algo pretenda en bien o en maltendrá que vérselas conmigo. —Y conmigo—acotó Joe Bird. —No discutamos ahora tales asuntos—intervinoLe Clerc—. Nos es preciso más unión que nunca yvoto secretamente por la muerte del Pirata Negrotan pronto su velero quedo cargado. Presurosos Joe Bird y Bill Paunchy asintieroncon malsonante afirmación. Tristán Martos nadadijo: se levantó y sin mirar a los tres asociados,marchóse en dirección a su refugio. Encaramábase poco después por la empinadaescalera vertical, cuando Bill Paunchy murmuró: —¿Por qué se opondría el maldito jorobado a laexpulsión del Pirata Negro, si me consta que lo

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odia con furor de tiburón herido? —No hace falta romperse los cascos —aclaróJoe Bird—. Maquinará saciar su furor, y por esono quiso que el Pirata Negro pudiera abandonarsin daño “La Fraternidad”. François Le Clerc dirigióse de nuevo alalmacén, y los dos inseparables reanudaron bajo elmismo cobertizo su interrumpida partida denaipes. Y enfrascados en el juego no pudieron vercomo de detrás de unas matas cercanas, un hombrorechoncho y de cortas piernas iba se alejando casiarrastrándose a gatas por la arena. La noche tropical era oreada en el mar porfresca brisa y el “Aquilón", anclado a dos millasde la costa, bandeaba blandamente chapoteandocontra su casco los leves rizos de espuma del martranquilo. Todos dormían a bordo, menos los vigías deservicio... y tres hombres. Uno el Pirata Negro,que paseaba lentamente por la cubierta de toldilla,mientras junto a él, Juanón procuraba alargar elcompás de sus cortas piernas para encajar su pasoa la larga zancada ágil de su jefe.

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—Buenas nuevas son, bergante. ¿Conquetendiendo la oreja y agazapado tras unas matasoíste no sólo mis palabras sino las que más tardepronunciaron los cuatro patroncitos de “LaFraternidad”? ¿No sabes, Juanón imprudente, quequien escucha sin permiso pierde en el mejor delos casos sus orejas? Podían ellos habertesorprendido. ¿Qué habrías hecho? —Correr... si defenderme no bastaba. Pero asísabes ahora, señor, que se han juramentado paramatarte tan pronto el velero esté aprovisionado. Ymandan en turbamulta de asesinos, o séase, quemandan en todos los habitantes de la ciudadelamaldita. —Ahueca el ala, Juanón, que tus sebos apestan yla noche es perfumada. Vete a bodega y que tesirvan vino dulce de mi barril. Cinco copas y adormir, orejazas. Y tiéndelas con tiento en elfuturo, que me disgustaría verte sin ellas y con lalengua colgando en última mueca. —Por ti lo hago, señor porque te... —...me reverencias, ¿no?—dijo riendo el PirataNegro—. Anda, vete, y déjame solo con mi amiga

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la luna. Siguió sus paseos Carlos Lezama hasta que leintrigó una luz que brillaba tras un barril de aguaen pie junto a una escotilla. Acercóse andandosilenciosamente, y sorprendió la figura de DiegoLucientes sentado en el suelo y escribiendo sobresus rodillas a la luz de una vela asentada en elbarril. —“A Sonsoles, mi amada imposible y por esotanto más amada”—leyó en voz alta el PirataNegro por encima de la espalda del madrileño. Ysonriendo burlonamente mientras el madrileñoretiraba precipitadamente el papel en el queescribía añadió; —¿Charlatán, aventurero y poeta?Tres cosas en común tienes ya conmigo, DiegoLucientes. Desconfía de luz lunar que llena el almade dulces sueños. Vive mejor sin poesía durante eldía comiendo, bebiendo y luchando, y de nocheduerme como bestia. Es consejo para vivirtranquilo. —No lo sigues tú, señor, porque ha rato que teveo pasear meditabundo. Y la luna brilla igualpara todos—dijo Lucientes, poniéndose en pie.

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—Tienes otro punto de contacto conmigo. Eresinsolente... Pero procura asomar esa cualidad conprecaución. Noches hay que mi humor no está envena de soportar confianzas. —Perdona, señor, y ya que me honras con tucharla, ¿puedo preguntarle si te gustaron lasdiversiones de "La Fraternidad"? —Conocí a la bella Tula, y me creo que es mujerpara inspirar coplas ardientes pero no para en ellapensar al influjo de la luna. Es llama viva cuyocrepitar chamusca. —¿Puedo preguntarte qué piensas de "Reinita",la francesa? —No la vi. Pienso hacerlo mañana. ¿Es acaso, aella a quien llamas “Sonsoles” en poéticalicencia? Porque dados sois los poetastros queletras tenéis, a rebautizar en ángeles las mujeresque amáis. Diego Lucientes, pese a la penumbra, desvió lavista, pero en su rostro, de simpático truhán asomóleve sonrisa. —“Reinita” es gatita que no maúlla más quemusicales arpegios, señor. Y para mí resúltame

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más peligrosa que Tula, con toda su altivez y rojasangre ardiente. Porque “Reinita" parece muñecade porcelana trasplanta en infierno para hacercomprender a los hombres que existen losángeles... Y siendo ángel por la apariencia, esmala, cruel y mezquina, señor. —¡Oh, oh, madrileño! ¿Renovóse la herida quelos desdenes de la francesita te produjeron? Hayencono en tus palabras. ¿Encono de pocoafortunado galán? —El “veto” de Le Clerc es suficiente para quenadie ronde las faldas y el recato aparente de“Reinita”. Si hablo así de ella, es porque meprecio de conocer a la mujer en general. —Fanfarrón eres, Lucientes. ¿Acaso en alta marturbulenta ves el fondo de algas? Nunca hombrepuede jactarse de conocer a ninguna mujer en sucarácter. ¿Y dices que “Reinita” tienta el “veto”de Le Clerc? El francés es quizás de los cuatromandones de “La Fraternidad” el que más mecrispa los vellos. Afecta aires de superioridad y esun redomado hipócrita mercader con ribetes deescribano y superabundancia de asesinas

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intenciones. —¿Por qué no me llevas contigo a tierra mañana,señor? —¿Qué se te ha perdido en ella? ¿Tu Sonsolesbien amada? —No, señor. Pensaba en refrán español quedice: “Si las barbas de tu vecino ves rapar, pon lastuyas a remojar". Y si por tus barbas van, no meimporta remojar también las mías, señor. Si el“Aquilón” se queda sin tu mando, no me interesaya navegar en el “Aquilón”. —Adulador eres, estudiante. Yo voy a decirteotro refrán. ¿Oíste en española tierra el dicho: “Elhombre es fuego, la mujer estopa... viene el diabloy sopla”? —Lo oí, señor. ¿Dónde está el fuego y la estopa?Porque el diablo... ya lo presiento. Los dos hombres, frente a frente, estallaronsimultáneamente en alegre risa. Enserecióse depronto Carlos Lezama. —Tu carcajada se parece mucho a la mía, DiegoLucientes. Domínala, así como tu insolencia. Elfuego son los tres granujas llamados Le Clerc,

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Bird y Paunchy. La estopa, bella estopa, es Tula ypodrá ser “Reinita”. Siéntome diablo... y conmuchos deseo de soplar. —¿Buscas atizar un fuerte incendio, señor? —Encender simples antorchas, no me divierte.Lo que yo busco quizás yo mismo no sé. Lo ciertoes que me revienta la bellaquería que suponellamar “La Fraternidad” a ese un antro desangrientos bellacos. ¿Te gusta remar por noche deluna? —Tanto como vagar por los amaneceres. ¿Quéremos he de empuñar? —Los de la lancha que nos llevará a la playa.Hay un lugar que quiero ver con penumbra. Tú melo describirás porque por visitar a gente de noblealcurnia no quiero que el incendio crepitedemasiado pronto. * * * Genaro de Aguilar, marqués del mismo nombre,estrechaba con animosa sonrisa las manos de suesposa y de su hija. Hallábanse en pie en el centrode la pieza rectangular cuyos tabiques eran leños y

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cuyas ventanas eran sólidas rejas de hierro. Laantorcha empotrada en la pared de madera,desparramaba su vacilante luz sobre la monstruosafigura de Tristán Martos que acababa de entrar. Yla maligna expresión de los ojillos del jorobado almirar a las dos mujeres hicieron que estas seestrecharan aun más contra los brazos de Genarode Aguilar. —Ahí tienes lo que exigiste —dijo el marqués,señalando la mesa—. En la ciudad de Méjico poresas líneas escritas de mi puño y letra percibiráslos cinco mil ducados en que has puesto precio anuestra libertad. Tristán Martos alargó un brazo cuyo grosor ylargura puso nuevos estremecimientos en loshombros de las dos mujeres. Cogió el pergamino ylo leyó trabajosa y lentamente. Al fin,arrollándolo, lo colocó en su faja. Miró de nuevoel retador semblante del marqués de Aguilar, laopulenta belleza otoñal de Olalla de Aguilar y ladelicada hermosura de Sonsoles, la hija de losmarqueses. Sin pronunciar palabra, salió el jorobado,

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cerrando tras sí los cerrojos de la puerta, y por elexterior siguieron resonando los pasos de los doscentinelas que daban vueltas al caserón-cárcelcuya única celda era la ocupada en aquellaocasión por los Aguilar. De rancia nobleza avileña, el marqués deAguilar poseía un temperamento despótico yaltanero que le había granjeado muchasenemistades. Designado por el Rey comogobernador de la ciudad de Méjico, al cabo de tresaños de gobernación, el propio Rey le relevóenviando a otro gobernador más dúctil y menostiránico. Y al regresar a España el galeón en quecomo únicos pasajeros viajaban los Aguilar, lasgoletas de los jefes piratas de “La Fraternidad”habíanse interpuesto en la ruta. Al abandonar Tristán Martos la reducida ymísera estancia, Olalla de Aguilar dejóse caer conabatimiento sobre el único camastro que habíaentre aquellas paredes, donde todo el mobiliariolo constituían la mesa de tosco roble y el camastrode paja. —No te aflijas, esposa. Una vez sea pagado el

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rescate volveremos a España, y algún día estaré encondiciones de hacer pagar cara esta acción a esospiratas, que Dios confunda. Sonsoles abrazóse al cuello de su madre,sentándose junto a ella. Era visible que el mayorde los terrores embargaba el ánimo de las dosmujeres, pese a los esfuerzos del marqués paraintentar convencerlas de que nada debían temerpuesto que los piratas sólo deseaban un crecidorescate que les sería entregado en la ciudad deMéjico, tan pronto llegasen las líneas escritas porel ex gobernador. —Vos sois hombre curtido en lances de estasuerte, Genaro—balbuceó la esposa—. Pero yo ymi hija corremos peligro entre... —¡Bah, bah, querida! — la atajó bruscamente sumarido—. No te forjes inexistentes peligros. Nohemos de sufrir más que la incomodidad de estahabitación y unos cuantos días de beber agua ycomer pan poco apetitoso. Ven aquí, Sonsoles. Tumadre gusta mucho de llorar y no quiero que tú laimites. ¿Confías sí o no en mí? —¿Si no confiara en vos, padre, en quién podría

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confiar después de Nuestro Señor?— dijo ella contemblorosa voz. Abrió el marqués los brazo estrechando entreellas a su hija, que era su único amor, desde que,tácitamente pero en secreto, marido y mujerhabíanse manifestado su mutua aversión. Oyóse en la puerta, única entrada al caserón-cárcel, el forcejeo de una llave y, rechinandopesadamente, el cerrojo se abrió. Un rayo de lunaentro y a su luz se dibujó la silueta de un hombreembozado en negra capa, cubierta la cabeza unancho sombrero de rectas alas. Adosándose a la puerta, de nuevo cerrada, elrecién llegado separó levemente el embozo de sucapa. Genaro del Aguilar, manteniendo abrazadasu hija, levantó orgullosamente la cabeza. —¿A qué vienes a importunar, Pirata? ¿No sellevó ya el jorobado amigo tuyo la carta exigida? —Amigos no tengo y los jorobados ofenden mibuen gusto. El tiempo apremia—habló elembozado—. He pasado a cuchillo a los doscentinela Acompañadme. Olalla del Aguilar se levantó impulsivamente,

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corriendo hacia el embozado, pero extendiendo unbrazo la detuvo su marido. —¿No ves que es otro pirata? Sólo bandidos deesta calaña tienen libre acceso a “La Fraternidad”.Yo soy el marqués del Aguilar y no voy contigo,Pirata. Tu marquesado y tú me importáis un bledo. Sime arriesgo es por ellas dos, las mujeres honestasnada tienen que ganar en “La Fraternidad”. —Detente, Olalla— y el marqués contuvo a suesposa—. Quedemos donde estamos. Ese no esmás que otro bandido, que deseará para él unrescate traicionando a sus otros asociados. Y porel cielo, juro que no te saldrás con la tuya. Dosmanos tengo libres para estrangularte si te acercas. —Tanta bravura estúpida la debiste demostrar abordo del galeón, impidiendo que ellas cayeranpresas. No pertenezco al cuatriunvirato, ni a nadietraiciono, y yo también, por el cielo, juro que si nofuera por ellas ahí te dejaba que te pudrieras,insensato. Cuando ellos entren en poder delrescate os matarán, y tú serás el mejor libradoporque hombre eres.

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El marqués del Aguilar avanzó unos pasos hastaenfrentarse con el Pirata Negro. Tendió una manoseñalando la puerta: —Vete por donde viniste, que ya la horca seencargará de ti. —Lindo agradecimiento. Por suerte de cuantohago nunca espero gratitud. Lo hago porque tal esmi voluntad. Inesperadamente y con la celeridad de unrelámpago, el brazo derecho del embozado salióde la capa proyectándose con tanta fuerza contra elrostro del marqués, que la puñada resonóhuecamente contra la sien del ex gobernador de laciudad de Méjico. El Pirata Negro avanzó, pasando su hombro bajoel sobaco del contuso que tambaleábase a punto dedesplomarse, perdido el sentido. Lo levantó confacilidad, atravesando el cuerpo del desvanecidosobre sus espaldas. —Lo siento, mis distinguidas señoras, pero nohay tiempo que perder. Quiéralo él o no, yo noestoy dispuesto a consentir que os quedéis aquí.Seguidme.

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En la penumbra de la noche, al salir tropezaronlos pies de Sonsoles del Aguilar con un cuerpotendido, brazos en cruz, cara al cielo. Era uncentinela apuñalado. Estrechándoseconvulsivamente contra su madre, siguió andandotras la sombra que cargaba a sus espaldas elcuerpo sin sentido del Marqués del Aguilar. * * * Diego Lucientes aguardaba en la lancha arrimadaa un embarcadero natural formado por una roca delisa superficie alta colindando con el mar. Lapequeña caleta estaba casi oculta por elsemicírculo de vegetación que crecía en lasriberas, y pese a que la luna no penetraba hasta ellugar donde se hallaba la lancha, Diego Lucientesembozóse el rostro en la capa y descendió sobresus cejas el tricornio, cuando vió acercarse elgrupo del Pirata Negro con su humana carga y lasdos mujeres. —No estés ahí inmóvil, bachiller— apremió elPirata Negro—. Ayuda como hombre galante queeres a entrar en tu cascarón a las damas.

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Olalla del Aguilar apoyóse en la mano tendida, ymás que sentarse dejóse caer en el banquillo depopa; sentíase a punto de desvanecerse. ¿Habíanhuido de algo horrendo para caer en trampa peor?Sonsoles no pudo fijarse en que la mano delremero sostenía demasiado tiempo la suya, auncuando hallábase ya sentada junto a su madre.También a ella obscuros temores la asaltabanhaciéndola creer que vivía momentos de pesadilla.Los centinelas apuñalados, aquella cautelosacaminata en la noche, su padre transportado comoun fardo, los dos embozados, aquella lanchabamboleándote en la obscuridad de la pequeñacaleta... —Tus manos en los remos, estudiante—ordenóel Pirata Negro— Boga lindando las rocas hacia elsudoeste. Te avisaré cuando lleguemos. Diego Lucientes quedó con el rostro aun másoculto cuando, remando, su capa arrollósealrededor de su semblante. El Pirata Negro asióuna soga echada en el fondo de la lancha, y,diestramente, en la obscuridad, ató los tobillos ylos puños del marqués, que seguía desvanecido.

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Extrajo del bolsillo del faldón de la casaca deGenaro del Aguilar un gran pañuelo, con el quehizo una torcida amordazando al rescatado contrasu voluntad. La lancha surcaba silenciosamente las negrasaguas, a poca distancia de las blanquecinas masasde rocas. El Pirata Negro sentóse en el remate deproa. A vos, señora dijo dirigiéndose a Olalla delAguilar, que le contemplaba despavorida, quepresumo seréis la muy noble dama marquesa, osdebo advertir de algo que espero en vuestropropio bien cumpliréis. Por el escaso tiempo enque he tenido el escasísimo honor de hablar convuestro esposo, he comprobado que gasta genio y adestiempo. El juraba por el cielo sin tener encuenta que con su torpe resistencia os enviaba alas dos a muerte infernal. Para evitar que élconsiga su propósito, lo he maniatado sólidamenteasí como puse mordaza en su boca. No os alteréismás de lo que ya estáis, mis distinguidas señoras.Os he de pedir que desobedezcáis vuestrosdeberes de esposa y de hija. Nos dirigimos ahora a

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cueva cuya entrada estará cubierta pronto pormarea. Allí habréis de permanecer hasta mañanatarde... —¿Si queréis salvarnos, por qué no nos lleváislejos de esta isla?—preguntó Sonsoles temblando,pero afirmando su voz. —Quizás vos misma comprobéis mañana quepor el instante, el único lugar en que a salvoestaréis es la gruta a la que os llevo. Y ahora osruego que rae prestéis suma atención; vuestrasalvación dependo exclusivamente de doscometidos: que sepáis aguardar en la gruta sinmoveros y para ello bajo ningún conceptolibertaréis al excelentísimo y muy honorable señormarqués de las amarras con que yo mismo le heobsequiado. Gritaría, con lo que vendrían denuevo a apresaros, y doy mi palabra de que estavez no acudiría yo, o intentaría alejarseconduciéndoos a una muerte segura e infame enesta isla, infestada de hediondos piratas.¿Prometéis cumplir con lo que os pido? —Lo prometo — dijo rápidamente Sonsoles—Tarde es ya para pensar; si obro bien o mal, pero

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quiero confiar en vos, señor... —Llámanme Pirata Negro. Pero no hagáis cusoal apodo, ya que ante las damas me llamo CarlosLezama, y por saber mejor que vuestro padre dequé son capucen los pimías comunes, es por lo quevelo con más escrupulosidad por vuestra honra.¡Vira a estribor, bachiller! La lancha entró en obscura gruta; cuya entradaafloraba a ras de agua. Las tinieblas erancompletas, hasta que el Pirata Negro encendió unaantorcha a cuya luz vióse que las salitrosasparedes encerraban una concavidad a modo depequeño lago, al final del que una diminuta mesetaelevábase. Desde la lancha, Diego Lucientes cargó con elmarqués, que, recuperado el sentido, condensabaen sus ojos todo el furor que le embargaba, peroestaba demasiado bien atado para podermanifestar prácticamente su ira. Saltó el Pirata Negro al suelo y ayudó a las dosmujeres a pisar la roquiza altura. —Aquí estaréis a salvo hasta que regrese abuscaros. Y recordad lo prometido, señora, si

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vuestras vidas queréis salvar. Diego Lucientes demostró ser poco cuidadoso enel trato a un hombre convertido en fardo. Arrojócon fuerza el cuerpo del marqués al suelo yempuñó de nuevo los remos. Si la gruta era estrecha y pequeña, era en cambiohondísima en longitud... La luz de la antorcha queiluminaba a los tres nobles fué disminuyendo,hasta desaparecer del todo cuando la lancha salíaya a la mar libre. —Paréceme, bachiller, que no te preocupóromperle alguna costilla al excelentísimo cuandolo depositaste con tan poca ternura contra el durosuelo. ¿Acaso ignorabas que era el muyexcelentísimo y muy honorable Marqués delAguilar? Remando en dirección al “Aquilón”, DiegoLucientes desembozóse el rostro y sonriópicarescamente. —No respeto más títulos que los que yo mismootorgo. Y parco soy en concederlos. —Vendrás, pues, a decir lo mismo que yo. Quesólo respetas la nobleza de las acciones, no los

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títulos que se llevan. —Así es. Más marqués eres tú, porque noble hasido tu acción, señor. Y, ¿qué importa te llamen elPirata Negro si plasmas para mí la imagen de unaventurero leal, a usanza de los cruzados antiguos? —Como el hidalgo Alonso Quijano, témome queleíste demasiados libros de caballerías—yestallando en alegre carcajada, señaló el PirataNegro la luna en el obscuro firmamento—. ¿Laves? Ella es la responsable. Te dije ha poco quehabías de desconfiar de la luz lunar, porqueimpregna el alma de romanticismo. Y si elMarqués del Aguilar vuelve a las Españas, no seráporque yo, el Pirata Negro, le haya salvado, sinoporque obedecí al plateado reflejo debilitante dela luna que nos hace cometer inesperadas accionesy meternos en asuntos que no nos importan. Diego Lucientes, próxima ya la lancha al“Aquilón”, rió alegremente. Y su carcajada sonómuy semejante a la del Pirata Negro.

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Capítulo VI Unapoesía, un clavel y unprisionero Las primeras luces del amanecer teñían desonrosados matices el caserón donde el viejobucanero Gros Jean, ayudado por “Reinita”,atendía a los numerosos bucaneros que,madrugadores, tomaban el desayuno para dirigirsepoco después al interior, a la caza de las fieras,cuya carne y piel les suministraba la principalfuente de ingresos. “Reinita”, ojos bajos y recatados ademanes,semejaba más bien colegiala extraviada entreaquella turba do malolientes bucaneros. Sólo devez en cuando sus azules ojos cándidos se posabanfugazmente en un joven bucanero de anchasespaldas y audaz mirada, que comía lentamente sinapartar de ella la vista. Fué vaciándose el caserón de sus habituales

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clientes y pronto quedaron solos Gros Jean,“Reinita” y el joven bucanero. Gros Jean, casiciego a resultas de un feroz combate en la isla delos Cuervos2, encaminóse hacia la playa con dosodres vacíos. “Reinita” desapareció en una habitaciónposterior del caserón donde antes de entrarvolvióse, y sus cándidos ojazos azules posáronsesumisa y tímidamente en el joven bucanero. Con fiero ademán, el joven bucanero echó haciaatrás la cabeza y sus largos cabellos cayéronlesobre los hombros mientras se levantaba. —Es peligroso—susurró ella cuando él huboentrado—. Le Clerc... —Le Clerc se cree omnipotente, mi Iluda. Y yono reconozco más omnipotencia que la tibieza detus labios. Con gesto remilgado fingió ella oponerse al rudoabrazo del joven bucanero, pero aceptó el besocon tanta delectación, que ambos no pudieron verque en la ventana un rostro burlón lescontemplaba, retirándose casi inmediatamente. Media hora después, el Joven bucanero Salía del

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caserón deslizando una mirada de soslayo, perosin inquietud, hacia el hombre que, «poyado en unárbol que distaba media milla del caserón, cruzabaindolentemente los brazos. “Reinita” apareció poco después ante la puertadel caserón. Modosamente, terció sobre el regazoun bastidor rústico, y sentándose empezó a bordarencaje francés. Alzó la vista cuando en el suelo y ante ella seproyectó una sombra. Aletearon tímidamente suspárpados y continuó mirando su labor. —Buenos días, preciosa. ¿Puedes dar de beber aun sediento? —Cuando papá no está nadie entra —murmuróella en un susurro. —¿Papá? ¿Quién es papá? —Así llamo a mí tío Gros Jean, por que me hacelas veces de padre. Y no insistáis, forastero, papáme tiene prohibido que sirva a nadie si él no esta. —No insisto—y el Pirata Negro sentóse en unbanco cercano a ella. Sonreía reconociendo que Diego Lucientes no sehabía equivocado al juzgar a “Reinita”. Deseoso

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de hablar con Gros Jean, había dado vuelta alcaserón para sorprender, contra su voluntad, latierna escena de amor entre el joven bucanero y“Reinita”, Y la hipocresía era defecto que noperdonaba Carlos Lezama, para quien elverdadero valor consistía en tener el valor de susactos. —Dime, “Reinita”, ¿no te asusta vivir en sitiotan mal poblado? —¡Oh, sí, señor! Pero papá me protege y nadiese atreve a importunarme, porque todos saben quéhonesta soy. —La virtud que en tu linda faz res pía micro meconmueve, francesita. No por hija do tabernero,menos respetable eres para mí. ¿Permites quepoesía te recite? —¡Oh, no, señor! Es feo aceptar trovas deforastero desconocido. —No son trovas por mi cacumen rimadas. Espoesía que un español compuso poco antes que sudestino se cumpliera. Mojó la pluma en sangre dedesdenes y más tarde su poesía se empapaba en lapropia sangre de sus venas.

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—Me asustáis—dijo ella con deje de gazmoñaatemorizada. El Pirata Negro rió irónicamente, y mirandofijamente el rostro sonrosarte y pudibundo de“Reinita”, empezó a recitar:

“La hija del tabernero está sentada ala puerta. Es un sensual avispero su aire demosquita muerta. Yo sé que una noche habrá en lataberna alboroto y que un hombremaldecirá lívido y el pecho roto. Y sé que al día siguiente ella seguirá ala puerta, con su carita inocente y suaire de mosca muerta.” Y sé que ni día siguiente ella seguirá ala puerta, con su carita inocente y suaire de mosca muerta.”

La francesa estrujó entre sus manos la labor de

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bordado. Pasó por sus ojos un destello de ira queprontamente aplacó, pura sonreír tímidamente. Poco galante es la trova, forastero. Habla demosca muerta. Pero bien decís que fue compuestapor español poeta y se referiría a otra muy distintaa mí. El Pirata Negro se levantó, dedicando una leveinclinación de busto a la sentada “Reinita”. —Volveré quizás más tarde, linda. Atiéndemeconsejo que quiero darte: si no quieres que unjoven bucanero, de largo cabello rubio, maldigalívido y el pecho roto... cierra tu ventana. Las mejillas de “Reinita” se inflamaron en súbitarojez y sus labios temblaron malignamente. —¿Qué quieres decir, bribón?—exclamóolvidándose de su afectado recato que era sumejor arma. —Que Le Clerc puede quizás amoscarse si veque su mosquita muerta es sólo un sensualavispero hipócrita. Y perdona la bruscaadvertencia, pero eres jovencita, que derecho tienea vivir como la plazca mejor, aunque más ganaríasabandonando tu careta y dejando lucir tu carita tal

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como es en realidad. Amor es cosa bella si seproclama sin temor a todos los vientos. Ella había reflexionado velozmente y ahoratendió las manos cruzadas en ademán suplicante ysupo verter dos lágrimas, que, siendo de miedo,parecieron de confusión. —Os imploro que nada digáis de lo que visteis.Pedidme lo que queráis, que dispuesta estoy aconceder con tal de que guardéis silencio. —Mal me has mirado, linda. Lo que veo para mílo guardo. Concederme sólo te pido que cierres tusventanas, porque formáis bella pareja tú y el jovenbucanero... mientras sigáis en vida. Hasta la vista,“Reinita", y no olvides la poesía del español.Evita que el alboroto en la taberna siegue la vida yel corazón de tu joven amante. * * * Tula "La Cubana” desatendía aquella mañanamuchas de las peticiones que del interior partían.En pie en el umbral miraba fijamente el puntoblanco que en el horizonte formaba el velero“Aquilón” y su pecho se agitó a impulsos de una

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incontenible emoción cuando vió avanzar por lacalleja arenosa al Pirata Negro. Ella salió del dintel e interceptó el paso delrecién llegado. —Vete a tu nave, si aun estás a tiempo de llegar.Corres peligro y esta vez... —Bello clavel llevas en tu escote, Tula.Rivaliza en carmesí con tus hermosos labios. —Te buscan, Pirata Negro. Te... —Llámame Carlos. ¿Me das tu clavel? Ella, nerviosamente, quitóse del escote la florque tendió al Pirata Negro, que besó la mano y laflor. Con el clavel rozando sus labios, sonrióirónicamente: —¿Qué te debo por la flor, Tula? La cubana, casi con fiereza, arrebató el clavel,que de nuevo colocó en su escote. Irguió la cabezacon ademan airado. —Lo que doy de buen grado no tiene precio,pirata. Pero por ser quien soy, puedes insultarme. —lábreme el infierno de cometer tal pecado,bella. Oí decir que tú nada dabas si oro nosonaba...

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—Si tan buen oído tienes ¿no has escuchado laspisadas de piratas y bucaneros que andanbuscándote para apresarte? Han hallado los doscentinelas de la prisión de rescates apuñalados yhan desaparecido los tres nobles. Tristán Martos teacusa a ti... Dame ron azucarado, bella. El sol arde y sombraquiero. Ella hízose a un lado, mientras el Pirata Negroentraba al interior. Y acodándose en la estantería,aguardó. Dos antillanos abandonaron la sala. —¿Los viste? — susurró ella mientras vertía ronen jarrillo de plata que eligió cuidadosamente deentre varios. —Correveidiles seguramente de Tristán Martos.Pero hombre que como yo tiene siempre laconciencia tranquila, nada teme—dijo sonriendo elPirata Negro—. Rico jarrillo, bella. —Es el mío. Nadie bebe en él. —¿Ni siquiera el larguirucho inglés o el panzudoamericano? —Sólo mis labios tocan esa plata. Pero ¿eresloco o tu vida te resulta insoportable tortura?

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—Tortura la de oírte respirar tan cerca do mí, ylocura la que por mis venas asciende,contemplando tu belleza fiera y noble porque no eshipócrita. —Te mataran... Carlos. Huye, que aun estasquizás a tiempo... —El clavel, ¿Quieres perdonarme y dármelo?Contra sus pétalos mi piel alentará pasión. Dámeloy déjame de nuevo besar tu mano. Ella desprendióse la flor del escote y laintrodujo en un eslabón de la cadena de oro quependía del cuello del Pirata Negro. Este cogió lasdos manos femeninas, que besó lentamenterecorriendo a suaves besos el antebrazo hasta elcodo. Desprendióse ella bruscamente, retrocediendocon los ojos chispeantes. Siguió el Pirata Negro ladirección de su mirada, aunque le había yaadvertido el repentino silencio que se enseñoreóde la taberna. En el umbral, François Le Clerc, Joe Bird, BillPaunchy y Tristán Martos estaban en pie,inmóviles. Bird y Paunchy encañonaban al Pirata

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Negro con sus pistolas. Ante ellos se colocó laatlética mole del jorobado. El Pirata Negro adosóse con indolencia en laestantería. —Buenas mañanas, hermanos de la Costa.Madrugadores sois a fe mía. ¿A quién deseáissometer a preguntas de juez? François Le Clerc dió sucesivamente un golpe encada antebrazo de los dos jefes piratas sajones. —Enfundad armas. No venimos aquí a pedirlecuentas de su galanteo a mujer que no sabéisguardar. Date preso, Pirata Negro. —¿Preso yo? ¿A santo de qué? —Tú solo puedes haber sido quien matando alos dos centinelas ha liberado a los marqueses delAguilar, los tres prisioneros españoles queteníamos en la cárcel en espera del rescate. El Pirata Negro estalló en su peculiar carcajadaburlona. —¡Valiente empeño tenéis en achararmeinexistentes delitos! Reflexiona, Le Clerc, en loque dices. ¿Si tal desaguisado hubiera cometido,estaría aquí bebiendo ron azucarado? Tiempo ha

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que orzaría a favor del viento rumbo a las costasdel Yucatán. ¿Por qué había yo de preocuparmepor marqueses? Así se pudran todos. —Date preso, repito. Tú los liberaste paraconseguir rescate y robarnos lo que nos pertenece. François Le Clerc dió un paso más y tras él losotros tres jefes piratas imitaron su avance. —Tengo vida salva que tú prometiste, Le Clerc.Si intentáis ponerme una mano encima, de cuatroque sois quizás queden menos de la mitad. Yopodré emprender el camino final sin alforjas, perocundirá por el Caribe la voz de que los hermanosde la Costa matan a sus cofrades y no respetan lapromesa debida a quien sólo viene a mercar,aunque le acusen de felonías calumniosas.¿Rescate? Lo ibais a compartir entre cuatro.¿Quién te garantiza, Le Clerc, que uno cualquierade tus compinches no ha sido quien, para sacar lagran tajada, ha apuñalado a los centinelas y haocultado a los prisioneros? Piensa en ello antes decometer acto imprudente como remate a tuimprudencia al acusarme sin motivo. Tristán Martos separó a Le Clerc; su gesto quiso

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ser simplemente el normal apartamiento de unasociado, pero mandó al francés tres pasos másallá. El jorobado escupió en el suelo. —Feo gesto, antillano. Hay una dama delante.Me obligas a imitarte para que compartamos lafalta de galantería y a menos culpa te toque. Y el Pirata Negro escupió a los pies deljorobado. Tristán Martos desenvainó y su gesto fuétambién imitado por el Pirata Negro. —¿Pelea quieres, antillano? Empieza... porqueharto estoy ya de todos vosotros, que sois unoscalumniadores peleones, indignos de llamarosHermanos de la Costa. Con mi muerte se acabarátu almacén de mercader, Le Clerc. Las olas delCaribe hablan mucho... —¡Detente, Tristán!—gritó Le Clerc aplicandosu mano en el antebrazo del jorobado—.Llevémosle a su bordo y allí dirimiremos lacuestión poniendo en claro la verdad. ¿Te niegas aacompañarnos a tu velero? —Mi velero se honrará enormemente convuestra visita—dijo el Pirata Negro saludando consu espada, que envainó a continuación—. Pero

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formad un círculo amplio que no me respalde. Alos costados llevo siempre mis invitados, nunca alas espaldas. Sería en mí descortesía. Y cincuentahombres tengo a bordo. Sólo, pues, a cincuenta devuestros hombres pueden atender, sin faltartampoco a nuestra proverbial cortesía. Le Clerc fué susurrando al oído de sus restantesasociados algunas rápidas palabras. Aregañadientes los dos sajones abandonaron la sala,deteniéndose en el umbral. Tristán Martos lesimitó. —¿Estáis ya de acuerdo? ¿Ron, Madeira o coñacfrancés? ¿Qué habéis elegido para beber a míbordo? —Nadie te atacará si no intentas alguna trampade las que dicen eres fecundo—advirtió Le Clerc—. Vendrás conmigo en mi lancha, y sólo nosacompañarán lanchas que lleven cincuentahombres. Salió la extraña comitiva de la taberna, yendo ala cabeza Tristán Martos ceñudo y bamboleandosus largos brazos. Tras él iban los dos sajones aunmás ceñudos, y a dos pasos seguía el Pirata Negro

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llevando a su lado al jefe bucanero. Llegando a la playa, dió rápidas órdenes TristánMartos. Formóse nueva comitiva: dos lanchasabrían la marcha hacia el velero, anclado a dosmillas, y transportando al antillano y a los dossajones. Tras ellos iba la lancha en que sentábasea proa Le Clerc, mientras a popa el Pirata Negrohincados los pulgares en su cinto, silbaba entredientes unos compases de burlesca canción. A los costados de las dos lanchas cincoballeneras transportaban diez remeros cada una. —Adviértole, Le Clerc, que en el “Aquilón”manda durante mi ausencia un guapetón llamado“Cien Chirlos” y es muy quisquilloso porque así lohe educado. Antes de atracar tendré que dirigirlela palabra a de lo contrario si mal pensaráescupirían fuego las culebrinas como bienvenidaal honor que me hacéis de escoltarme. —En tu buque tú mandas—dijo lacónicamente elfrancés. En la cubierta del “Aquilón” se apiñaron todoslos tripulantes contemplando las lanchas que seacercaban. Poniéndose en pie, el Pirata Negro

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hízose portavoz con las manos ahuecadas. —¡“Cien Chirlos”! ¡Oído al parche! —gritóestentóreamente. Con no menos volumen de voz desde lo alto,replicó el segundo: —¡A la escucha, señor! —¡Todos en hilera a borda estribor! ¡Despejadborda babor! ¡Los jefes de la Fraternidad honrannuestro velero! Por la escala lanzada al costado subieron a lapar el Pirata Negro y François Le Clerc. Lostripulantes del “Aquilón” formaban en hilera en laborda opuesta. Saltaron a cubierta Tristán Martosy los dos sajones, que aguardaron a que en laborda de babor fueran formando los cincuentapiratas qué les acompañaban. —Si realmente eres inocente de lo que yo teacuso, Pirata Negro, permitirás que sea registradotu barco desde la torreta de cofa hasta el fondo dela cambusa. —Si tal es tu capricho, Le Clerc, acepto.Supongo que desearás enterarte de cómo estáconstruido el mejor de los barcos que rasga las

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aguas de las Antillas. Pero... tengo vajilla de platay no quiero perderla. Que registren tus trescompinches acompañados por mi segundo y tú y yonos quedaremos aquí a cubierta respirando eseaire tan delicioso. ¡“Cien Chirlos"! El pirata del rostro corcusido avanzó corriendo,llevando entre dientes su corvo sable de abordaje.El Pirata Negro chasqueó la lengua. —¿Qué modales son esos de recibir misinvitados, carota fea? Coloca tu pincho dondedebe estar y acompaña a esos tres... hermanos portodo el barco. Tienen mi autorización para hurgarcuanto quieran y meter las narices por donde se lesantoje, pero que tengan quietas las manos. El Pirata Negro paseaba en silencio por entre lasdos hileras de hombres en pie a ambos costadosdel buque anclado. De pronto resonaron unosrugidos acelerados, que al ir creciendo ensonoridad hicieron sonreír a Carlos Lezama. —¿Qué es eso?—preguntó a gritos Le Clercacercándose a Lezama. —Mi gato. No admite visitas en mi camarote,pero podrán verlo desde la lucarna. Solo hay una

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mesa, mi litera y un estante de libros. Nadie puedeocultarse en el interior. Si quieres entrar acerciorarte sin que yo esté presente lo celebraría y“Satán” aún más porque le gusta mucho la carnecruda y la jiba del antillano debe ser bocadosabroso, como lo es la paletilla de cerdo. Instantes después Tristán Martos y los dossajones subían a cubierta; y sin el menorcomentario el jorobado descendió por la escalahasta entrar en una lancha. Señaló al remero otrabarca y él solo y fruncido el rostro, alejóseremando. —Bien, Pirata Negro, espero que sabráscomprender que eran lógicos mis recelos—empezó a decir Le Clerc mientras los dos sajonesbajaban la escalera de cuerda—. Fué el antillanoquien te acusó y yo tenía la obligación decomprobarlo. Entre hermanos... —...no hay rencores. Y si son de la Costa, comonosotros, justo es que no nos fiemos ni un pelo eluno del otro. —¡No digas! Mi palabra es siempre palabra dehombre cabal. ¿Volverás a tierra?

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—Sí querido hermano Le Clerc. Al crepúsculo,cuando falte sólo uno de tus lanchones pura que lacarga de provisiones esté completa, vendré apagarle la otra mitad del precio concertado. La pazsea contigo, hermano Le Clerc. Alejóse la lancha que se llevaba a los jefespiratas. Volvióse Carlos Lezama hacia loscincuenta “ciudadanos” de La Fraternidad. —¡Presto, largaos!—gritó riendo—. ¡Apesta elaire! ¡Más prisa, bellacos!... Ayudadles a salir,mis valientes. Pero no empleéis más que laspunteras de vuestras botas... Precipitadamente fueron saltando por la bordalos acompañantes de los jefes piratas. “CienChirlos” iba pies desnudos. Fué quizás por estoque en vez de emplear puntera que no tenía azuzóalguna que otra posadera de los que huían en buscade sus lanchas, con la punta de su puñal. Apenas hubieron pisado la playa de regreso desu frustrado registro del “Aquilón”, Joe Bird y BillPaunchy emprendieron el camino arenoso queconducía a la cercana calleja donde se erguía elcaserón que era taberna y domicilio de Tula, “La

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Cabaña”.

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CAPÍTULO VII Laemboscada Andaban a paso largo y en silencio, y si unopensaba en rojo clavel que vió lucir en cadenacolgante del cuello del Pirata Negro, el otropensaba en las manos y en los brazos de Tulabesados por el portador de la flor reventona y rojaque había abandonado el escote de la mujer queellos consideraban su única pertenencia hasta queella eligiera entre los dos. —“Eso” termina hoy, Paunchy—dijo el inglés—.Nos someteremos a su elección, pero ella no juegamás con nosotros dos. —Tentaciones tengo de matarla y que paraninguno de los dos sirva, Bird. ¿Te opones a quela apuñale? —Hay tiempo para hacerlo... más tarde. Despuésde que consigamos dos palomos del mismopistoletazo. Cuando al crepúsculo termine la vidasalva prometida por Le Clerc, ¿no te gustaría

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beberte la sangre de ese canalla Pirata Negro? —Con tal de poderlo hacer, sería capaz de nobeber más vino en toda mi vida. Siempre hereconocido tu talento como urdidor de tramasingeniosas. ¿Qué te propones? —Déjame a mí hablarle a ella y verás cómoconseguimos dos cosas. Pero debes sacrificarte,Paunchy. A ella tendremos que matarla... después.Nos ha puesto en evidencia y si no queremos quenuestros hombres se burlen de nosotros hay quedemostrar quién somos. —¡Maldita mujerzuela! se engrió porque ladistinguimos con nuestra galantería. Pero ahoraque la he visto dar su flor al pirata Negro y aceptarsus besos como enamorada labradora de tranquilatierra, ya sólo podrá calmarme el matarla. Los dos sajones, al entrar en la sala, hicieron ala vez un solo ademan. Señalar con la mano lapuerta por la que acababan de entrar. —Fuera todos— dijo sordamente Joe Bird. —¡Se acabó el venir aquí! — rugió Bill Paunchy—. Quien de vosotros vuelva a este lugar tienepena de horca. Proclamadlo así por todas las

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calles de “La Fraternidad”. Uno a uno fueron abandonando la taberna todossus ocupantes. Tula pasó tras el mostrador de laestantería. Sirvióse ron en el jarrillo de plata yechó azúcar líquido; su mano temblaba cuandobebió, mientras los dos hombres avanzaron por lasala vacía hasta detenerse ante la estantería. El larguirucho inglés atrajo un escabel y sentósepellizcándose la gruesa nariz ganchuda, prietos loslabios delgados en mueca amenazadora BillPaunchy, tras propinar un recio puñetazo en elmadero del mostrador, avanzó una mano en garrahacia la garganta de Tula, que retrocedió apoyandosus espaldas contra la estantería de licores ybarriles. —Calma, Paunchy. Siéntate a mí lado, y déjamehablar con mi inteligente diplomacia — dijo elinglés—. No asustes a nuestra paloma, porque ellapodrá quizás explicarnos los motivos por los quedespués de jurarnos que do uno de los dos sería,prodigó sonrisas y arrumacos al español,dejándose por él besar. —Ni prodigué arrumacos ni me dejé besar. El

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me forzó... —Ayer mataste a un antillano con muy buen tino—comentó Bird—. ¿Por qué lo mismo no hicistecon el Pirata Negro? —Tenía vida salva que vosotros le prometisteis.No podía matarlo porque, de hacerlo, Le Clerc mehabría mandado colgar. —¿Y el clavel, serpiente embustera?—estallóBill Paunchy—. ¿También se lo diste porque teforzó? Tula se encogió de hombros con desdeñosoademán. —Me dais pena—murmuró—. Os creíainteligentes y tenéis menos sesos que un frascovacío. Al menos tú, Joe, que estimaba comointeligentísimo, creí que supieras comprenderme. —¡No hagas caso, Bird! — gritó Paunchy—. Teestá engatusando y nos va a soltar sarta deembustes. —Déjala hablar que yo con mi cerebroprivilegiado adivinaré cuando miente y cunadodice verdad. Explícate. —El Pirata Negro tiene fama de poseer mucho

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oro y ser muy generoso. Ayer me dió por cuatrovasos cuatro doblas de oro. Nunca os he negadoque poseer oro, mucho oro, es mi ambición. Poreso resolví aguardar al crepúsculo y fingiendoamores por el español atraerlo a trampa en queperdiera su vida y su oro. —¿Crees acaso que somos tan tontos como paracreerte o que él es tan tonto como para caer en tanburda trampa?—gritó Bill Paunchy. —Siempre hombre que sucumbe a pasiónamorosa pierde caletre — dijo doctoralmente JoeBird—. Medio hay de comprobar si dices verdad,Tula. En todo el día no nos separaremos de tulado, y al anochecer llamarás al Pirata Negro. Dequé medio te valdrás para hacer que venga es cosaque dejo a tu albedrío, pero no por ello te moverásde aquí ni saldrás un solo instante de nuestrapresencia. ¿Qué dices? —Que no es por guardar mujer que ella es fiel,si infiel quiere ser. Yo os prometí fidelidad ycumplo. No soy como otra que, dándose aires desantita, se burla de Le Clerc. Bill Paunchy tenía una espina clavada en el

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corazón. Cada vez que Le Clerc se burlaba de él,pretendiendo que era impropio de hombre dejarsedominar por mujer, el americano sentíaacrecentarse la antipatía que por el seco y puritanofrancés sentía. Golpeó ahora ruidosamente sobresus propias rodillas. —¿A qué citas a Le Clerc? —Todas las mañanas cuando los bucaneros,terminado su desayuno abandonan la taberna deGros Jean, sólo un bucanero se queda: Thibaut. YGros Jean, como siempre, va a rellenar dos odresde agua del arroyo, mientras ella, la santita,conjuga amores con Thibaut. —¡Pruebas de eso que afirmas!—exigió BillPaunchy, excitado. —Long Ben, tu artillero, me lo ha contado. Ellos vió, pero no quiso decírtelo, porque aseguróque tú irías a contárselo a François Le Clerc y queesto podría originar querella entre vosotros dos. —¿Querella? ¡Voto a Satanás que el francés va atragarse cuanto yo le diga! ¡Yo mismo...! —y BillPaunchy dirigióse hacia la puerta. —Calma, Paunchy, calma — dijo Bird—.

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Aguarda unos instantes. Vinimos a discutir cosamás importante que la perfidia de la francesa. Esapérfida que ante nosotros tenemos es la que deberesponder de... —¡No te separes de ella! Vuelvoinmediatamente, pero nadie ni nada me impediránque yo mismo esté llamándole imbécil hastacansarme, al bucanero que creíase muy por encimade nosotros dos. ¡No te separes de ella que seríacapaz de tramar artimaña! Y Bill Paunchy salió corriendo de la taberna:oyéronse sus carcajadas al alejarse. Joe Birdsonreía complacido; no le disgustaba tampoco queLe Clerc conociera de qué forma era burlado. —Volvamos a lo nuestro, Tula. Durante más deun mes nos has tenido a Paunchy y a mí en jaque,esquivándote con el aquello de que delitos elegirentre él y yo. Hora es de que elijas; él y yo hemospactado respetar tu elección. —Siempre te creí inteligente, Joe Bird. —Quien lo dude poca agudeza tiene. —¿No viste entonces lo qué me ocurre? ¿Nosupiste comprender que no podía declarar mi amor

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por ti? Temo que Paunchy te mate y no respete miincontenible atracción hacia ti. ¿Quién es el piratamás afortunado en oro y varonil hermosura en todoel Caribe? Tu, Joe Bird. El inglés atusóse los mostachos con gestoarrogante. Lo que oía no hacía más queconfirmarle en una sospecha que tuvo desde unprincipio al atribuir la vacilación de la cubana asu “superioridad” en todos los conceptos sobre elamericano. —Cautela, mujer, cautela. Siempre he temidoque Paunchy no acogiera de buen grado tu naturalenamoramiento de mí. —¿Te molesta el Pirata Negro? ¿Te ha ofendidoel que yo me viera obligada o soportar susinsolencias y sus caricias? Podemos librarnos dedos males y quedar el uno para el otro, matandodos pájaros de un mismo pistoletazo. —Ha sido ésta siempre mi caza favorita. No, note sientes en mis rodillas, Tula. Bien está que nopuedas contener tu amor, pero puede de unmomento a otro regresar el compadre Paunchy y... —Entonces, atiende a la emboscada que he

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imaginado. ¿Si Bill Paunchy mata al Pirata Negroantes de que la última lancha de Le Clerc hayasuministrado el velero del español, qué ocurrirá? —No ocurrirá, porque Le Clerc, y sus bucanerosmatarían a Paunchy. —Eso es. Dos pájaros de un mismo pistoletazo.Atraigo aquí al Pirata Negro para que Paunchy lomate y... tú y yo seremos felices y libres dequerernos sin sombra alguna. Joe Bird sonrió malignamente acariciándose laganchuda nariz y exhibiendo sus dientes ralos yamarillentos. —Pero el compadre Paunchy se guardará bien dequebrantar la promesa de vida salva del bucanero—objeto con disgusto. —Mi vino y mis palabras pueden mucho enhombre tan torpe como el americano. La grancapacidad de inteligencia que tú posees es lamisma cantidad de imbecilidad que Paunchyatesora. Joe Bird rió con cavernosa risa satisfecha y asílo encontró Bill Paunchy al entrar aceleradamenteen la taberna. Miró sonriente a su inseparable.

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—¿De qué ríes, Bird, si aun no te he contado lacara que ha puesto el francés cuando le he contadocon Long Ben por testigo lo que su pequeña reinahace para adornarle la frente? Joe Bird rió aún con más alegría, y Bill Paunchy,contagiado, estalló en sonoras carcajadas. Elinglés aferrándose las manos a sus propioscostados, reía tan a placer que gruesos lagrimonescaían de sus ojillos porcinos. Tula lo contemplabasonriente. —¿Y... qué ha hecho el imbécil de Le Clerc?—preguntó Joe Bird entre dos carcajadas, —Dice... dice que ahora no tiene tiempo... deocuparse de esto, porque ha de seguir con la cargadel velero español. —y Bill Paunchypropinándose grandes palmadas en los muslos sesentó—. Que el comercio es antes que todo... y queal crepúsculo ya arreglará ese asunto...

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Enserecióse súbitamente el americano, mirandoa Tula. —Sírveme vino, tabernera. La carrera haresecado mis fauces. ¿Qué hacemos con ella,Bird? —Más tarde decidiremos. Ahora comamos ybebamos, Paunchy... pero sin separarnos ni un sóloinstante de su lado. Quizás mi cerebro sin igualatine con medio de resolver a gusto de todos esacuestión, Eran las cuatro de la tarde cuando Bill Paunchycongestionado el rostro, aceptaba modestamente laafirmación de Joe Bird de que "nadie, ni siquierael propio Le Clerc podía impedir a Bill Paunchyque hiciera lo que te propusiera”. Y fué a las cuatro y media cuando Tula señaló lacalleja a los dos piratas. Por la arenosa calzadadeambulaba un pirata de rostro gordinflón einocente. —Ese es hombre del Pirata Negro. Podría élllamarlo, Bird. ¿Qué opinas si le hago entrar? Bill Paunchy balbuceó algo sobre “tener cautela,

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compadre Bird”, y el inglés aclaró que paracautela nadie ganaba a los uncidos en Liverpool.Tula agitó la mano en dirección al umbral yJuanón, vacilante, entró andando lentamente, singran entusiasmo. —¿Eres de la flota del Pirata Negro?—preguntóTula. —“Soilo”. —Nosotros nos vamos, Tula — dijo el ingléshaciendo ademán de levantarse, y guiñando un ojocon intención de parecer astuto. —Una copa más y os vais—sonrió ella—. Dile atu amo que venga tan pronto pueda. Que yo, Tula,quiero hablarle y le espero. Añade que es cuestiónde vida o muerte. Corre. Juanón no se lo hizo repetir y sus cortas piernasrepiquetearon de tacones contra sus posaderas, alalejarse por el camino arenoso hacia la playa. Bill Paunchy asió con rudeza el hombro delinglés. —¿Por qué dijiste que nos íbamos? ¿Por qué ellahabla de vida o muerte? ¿Por qué ha enviadomensaje al Pirata Negro? Huélome infernal

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emboscada en todo eso. —¡Bobo!—dijo Joe Bird, sacudiéndose elhombro de la mano que le aferraba— Dije que nosíbamos para que no recele el español. Ella haenviado mensaje al Pirata Negro ante nosotrosdos, y éste vendrá. Y la única emboscada es la quele costará la vida al demonio ese de español y...—se detuvo Bird. —Ya comprendo. ¿Qué ibas a decir más que teinterrumpiste? —Nada. Que después... ella elegirá entre los dos—y burlón guiñó un ojo el inglés. Bill Paunchy empezó a reír a carcajadas, imitadopor Joe Bird que cogiéndose los costados,enjugábase de vez en cuando los lagrimones quede sus ojillos fluían. * * * Juanón subió a bordo del "Aquilón” y dirigióseal entrepuente, donde el Pirata Negro estabaobservando la maniobra de carga del penúltimolanchón bucanero. —Tengo urgente mensaje para ti, señor—dijo

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Juanón, con ademan de conspirador. —¿Tendiendo has estado las orejotas? Te lasvan a cortar, seboso, y luego chillarás pidiendootras ¿Que fué lo que espiaste? —No fué tal, señor. Fué mujer hermosa que memandó llamar, Dijome llamarse Tula y que teaguardaba porque era cuestión de vida o muerte.Dos piratas allí había que iban a tomarse la últimacopa y marcharse. —¿Te dijo para qué me necesitaba? —Sólo me dijo que fueras tan pronto pudieses,señor. —Incorrecto es a damas hacer esperar. Vete doquieras, Juanón y vigila tus pasos; tu afición a laescucha de lo que no te importa puede acarrearlemales de los que consuelo no me pidas porque teazotaría. ¡Diego Lucientes!—llamó el PirataNegro. El madrileño acercóse, ladeado el tricornio yapoyada con bizarría la diestra en su larga espada. —Antes de hora escasa vendrá la última lanchadel mercader Le Clerc. Tengo la vaga sospecha deque para entonces empezará la danza y quiero que

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ya a bordo estén los tres nobles. Vete a por ellos yreclúyelos en la camareta capitana. Lleva lanchacon lonas y suplica a las damas que se tiendan afondo cubiertas por las lonas. Y al excelentísimomarqués no le pidas permiso para enfardarlo.Espero que la hija cumplió su promesa y hallarásal padre continuando siendo el embutido prudenteen que le dejé convertido. Explica que las lonasson para que de tierra sólo vean un perillán queeres tú remando en bote sin más carga que unaslonas revueltas. Instantes después el Pirata Negro ordenaba a"Cien Chirlos” que distribuyese a los hombres deconfianza en sus lugares de combato. El negroTichli al timón, “Piernas Largas” con el látigo decontramaestre señalando a los tripulantes suspuestos, y el propio “Cien Chirlos” en la torreta deproa. —Nada ocurrirá hasta que no descargue laúltima lancha, con la cual regresaré. Pero yaconviene que mi “Aquilón” esté a la guarda. Voy atierra unos instantes, “Cien Chirlos”. Mientras quelos artilleros ceben las piezas sin

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exteriorizaciones. Preparado todo como si acombatir fuéramos pero sin que muestras de ellodemos. Y el Pirata Negro pidió remero para la lanchaque a tierra debía acompañarle. Hubo un forcejeoentre varios para ocupar tal misión y poco despuésen la playa, el Pirata Negro dirigíase hacia lataberna de Tula “La Cubana”. Bill Paunchy aguardaba con morbosa ansia elmomento en que en el cuartucho de la taberna,cuartucho sumido en completas tinieblas con todassus ventanas cerradas, entrase el hombre que porhaber besado a Tula ante todos los piratas de supropia tripulación había amenguado la poderosa eindiscutible autoridad de dos de los jefesgobernadores de la “Fraternidad”. Empuñando con la diestra el largo puñal deancha hoja afilada, Bill Paunchy pegábase contrael tabique junto al que la puerta cerrada era elúnico acceso. Aguardó pacientemente ron ávidadelectación de asesino. No pasó ni por un instantepor su mente la idea de retar frente a frente alPirata Negro. Recordaba a Rodney, la mejor

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espada de “La Fraternidad", semillero deespadachines... Apretó con más fuerza el mango del puñal, ni oírrechinar suavemente la puerta. Sus ojosacostumbrados a la obscuridad vieron cruzar elumbral abierto a Tula que, mirando hacia atráshacia un ademán invitador. —Entra, amor mío. Aquí solos estaremos. Una sombra alta y enjuta, embozado el rostro,entró en el cuartucho, avanzando un paso, y dandola espalda a Bill Paunchy. La expresión “coser apuñaladas” tuvo en Bill Paunchy el más eficaz delos símbolos humanos. Fueron tan rápidas ycerteras sus dos puñaladas primeras, que el intrusocayó al suelo como abatido por rudo y repentinovendaval. Aunque sabía Bill Paunchy que aquellasdos puñaladas eran suficientes por mortales, yaque entrando entre las dos paletillas habíanperforado el corazón y era ataque que por muyexperimentado nunca le fallaba, repitió sobre elcaído por dos veces más la feroz agresión, estavez apuñalándolo en el cuello y en el vientre consalvaje frenesí hercúleo, que tiñó prontamente de

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sangre la capa del muerto. Tula deslizóse hacia la puerta y llegada a lavasta sala empezó a correr. Pero gritó despavoridacuando sintió su brazo aprisionado por la mano deBill Paunchy que de dos saltos la había alcanzado. —¡Tras él tú, pécora!—bramó Paunchylevantando su puñal goteante. Consiguió ella librarse con sobrehumanoesfuerzo y reemprendió nueva carrera. Resoplandoebrio de sangre y brillantes los ojos con sadismoasesino, Bill Paunchy corrió tras ella. Y llegandoal umbral se detuvo boquiabierto, lívido depronto... Retrocedió como si viera un fantasma queapareciendo espectralmente se burlara de él... Porque Interponiéndose entre Tula y él, acababade aparecer el Pirata Negro con la espadadesenvainada y riendo con la poco amable risa quele caracterizaba cuando se disponía a luchar. —Hombre que a mujer persigue con puñalenrojecido, poco galante es, Bill Paunchy.Desenvaina, que quiero quitarte para siempre losimpulsos de repetir tal bravura. Pero Bill Paunchy seguía retrocediendo como

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quien está bajo el influjo de paralizante pesadilla. —Te... le acabo de matar—murmuróroncamente. Tú... tu cadáver está allí—y señalabael cuartucho en tinieblas cuya puerta se abría a susespaldas. —Presumido eres, asesino —dijo el PirataNegro avanzando con la espada desnuda—. ¿Tantased de sangre tienes que me matas de mentirijillas?Desenvaina y procura hacerlo de veras. —¡Fué a Bird al que mataste!— gritó Tula,enardecida. La declaración de Tula pareció desvanecer elpánico de Bill Paunchy. Comprendióinstantáneamente que habían sido burlados él y JoeBird, y que no era tal como su supersticioso ánimotemió, cadáver el que cuentas venía a pedirle, sinohombre de carne y hueso. Desenvainó y como untorbellino lanzóse contra el Pirata Negro,esgrimiendo en su zurda el puñal tinto en sangrecon el qu3 amagó larga flota ni flanco. Con amplio molinete el Pirata Negro separó lasdos aceradas puntas de su enemigo, y con velocesmandobles fué obligando a retroceder al pirata

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americano cuyos pasos hacia atrás le fueronllevando hasta el umbral de la habitación dondehabía apuñalado a Joe Bird creyéndole el PirataNegro. La recta estocada de Carlos Lezama atravesó elcuello de Bill Paunchy de parte a parte, y, enmacabra ironía final, quiso el destino que los doscadáveres de los dos “inseparables” quedaranjuntos en último contacto mortal. Bill Paunchy quedó tendido boca abajo sobre elembozado cadáver de Joe Bird, que brazos encruz, miraba con ojos vidriosos y sin vida el techode la reducida habitación que quedórepentinamente iluminada al abrir Tula la ventanaque permitió al sol declinante entrar y posar sureflejo sobre los dos cadáveres. —Me dijo Juanón que me mandaste llamar, Tula—comentó el Pirata Negro envainando—. No vinea matar, y dos cadáveres hay. La danza haempezado antes de lo que creí. Cuéntame, ¿qué haocurrido? —Ellos dos vinieron a terminar conmigo y lomisino querían hacer contigo. Conseguí adormecer

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el recelo del presuntuoso inglés haciéndole creerque le quería y le pareció de perlas mandar a lamuerte a su amigo, forzándole con vino y halagos aque te esperase en esta habitación para matarte.Mientras Joe Bird se cercioraba en la playa de quetú venias, cambié de habitación a Bill Paunchydiciéndole que en mi alcoba tú entrarías másconfiado, y al regresar Joe Bird le aseguré que enevitación de que tú le vieras, viniera conmigo aldesván donde sin él saberlo aguardaba Bill Paunchy. Y... cuando huía llegaste a tiempo. —A mucho te expusiste, mujer. ¿Por qué hicistetodo eso? —¿No lo sabes adivinar?—dijo ella con labiostemblorosos—. Te quiero y lo supe apenas te vi. El Pirata Negro llevóse la diestra de Tula a loslabios. Mientras besaba el dorso cálido de lamano femenina, musitó: —Amor no puedo ofrecerte, Tula. Quedé sinalma para amar desde que murió la mujer queelegí. Pero salvación puedo darte. A otras tierrasmás propias de mujer te llevaré y suficientesriquezas poseo para impedir que vuelvas nunca a

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ser juguete de pasiones torpes. —¡No quiero ni tus riquezas ni tu compasión!—exclamo ella salvajemente, retirando su mano—.¡Vete! ¿Por qué me mentiste amor? Tus ojos meacariciaban y... Cubrióse ella el rostro con las manos, y ensilencio sollozó. —No supe, Tula, que en taberna hallaría mujersincera. Perdóname si mentí pasión como uno másde los piratas que te rondaban. Ven conmigo yabandona esa ciudadela de vicio, donde sólo penahallarás. —Vete — dijo ella cansinamente—. Quizávenga contigo... más tarde. Ahora quiero pensar...No insistas. Creo vendré, pero ahora no. —Decide pronto porque a mí bordo vuelvo.Tengo que estar presente a la llegada de la últimalancha bucanera, para entregar a Le Clerc elsegundo pago. Decídete pronto porque si de buengrado no vienes, volveré a por ti. No quiero queaquí te quedes. Besando rápidamente la mano que pendíadesmedejada al costado de la cubana, abandonó el

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Pirata Negro la habitación donde sólo quedaronlos dos cadáveres de los inseparables, y una mujerdesilusionada.

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Capítulo VIII TristánMartos, el Antillano Fué poco a poco apaciguándose el martilleo quela sangre batía en las sienes de Tula. Cincominutos pasaron y al final ella se inclinó sobre losdos cadáveres. Quitó de su vaina el puñal que enel cinto llevaba Joe Bird y colocó su empuñaduraen la mano del inglés, tras haber frotadorepetidamente la hoja desnuda contra el puñalenrojecido y chorreante de Bill Paunchy. Dirigióse a un armario de la misma habitación yempezó a vaciar sus cajones cuyo contenidovolcaba en amplio lienzo. Arrodillada iba aanudar los cuatro extremos del lienzo formando unhatillo cuando de pronto se puso en pie,dominando su angustia. No se volvió pero estabaconsciente de una respiración poderosa queprovenía del umbral de la habitación. Fingiópensar un instante y deshaciendo el bulto volvió acolocar en los cajones cuanto de ellos había

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estado sacando. —¿Quién los ha matado?—preguntó TristánMartos desde el umbral. Ella volvióse súbitamente como si por vezprimera se diera cuenta de la presencia delantillano. Se cubrió el rostro con las manos. —¡Fué horrible, Tristán! gimió con expresión depavor—. Se pelearon y no pude impedir que semataran a puñaladas... ante mis ojos. —Ya. ¿Por qué vaciabas tu armario? —Venía a pedirte protección. François Le Clerccuando sepa que aquí se han dado mutua muertelos dos sajones, puede tomar represalias contramí. Pensé que tú eres el único que puedeprotegerme. —¿Por qué he de tomar tu defensa? —Porque como yo eres antillano. Y seré tuesclava; vives muy solo y una mujer es siempreprecisa... —Sígueme—dijo secamente el jorobado. Crujió la arena bajo los pasos del hérculesjorobado mientras tras él Tula andaba pensativa.Temía más que a nadie en el mundo al antillano;

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nunca había sentido el estremecimiento de físicoterror que la sola presencia de Tristán Martos leproducía, pero comprendía que su única salvaciónera intentar engañar a aquel engendro humano cuyaimplacable ferocidad quizás tenía sólo un puntodébil: la atracción femenina a la cual ella habíapodido comprobar siempre que muy escusashombres podían resistir. Al pie de la escalera vertical que conducía a sugruta, Tristán Martos se detuvo Indicándole lasdos rampas de hierro. —Sube. Empezó ella la difícil ascensión... Un hombre seacercó corriendo al antillano murmurando algo queTula no pudo oír. Tristán Martos sin palabrasseñaló también al recién llegado la escalera. Instantes después entraba Tula en la lujosacaverna iluminada por perfumadas velasrepartidas difusamente en varios candelabros demaciza plata. Sentóse en un escabel, agitada larespiración. Un desconocido entró tras ella,quedándose en pie. Tristán Martos fué a sentarseen su sillón recabado de incrustaciones de oro y

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pedrería. —Habla. El desconocido avanzó dos pasos, hasta quedarfrente al antillano. —El Pirata Negro os ha engañado, Tristán.Registrasteis el barco y no encontrasteis a lospresos, porque él les tenía ocultos en tierra. Le heoído dar órdenes para que fueran a buscarlos y notardarán en estar a su bordo. —Cuando la última lancha bucanera descargue,yo mismo dispararé la pieza que desmantele elvelero—dijo concisamente el jorobado—. Y asíno podrá huir. Sabía que tarde o temprano tendríapruebas de que ese maldito bandido que se las dade caballeroso, sería ahorcado en “LaFraternidad”. Vuelve a bordo y quédate en la cala.Serás premiado con generosidad. Vete. Tula al quedarse a solas con el antillano aguardóa que éste le hablara. Pero Tristán Martos parecíahaberse olvidado de su presencia y ella no pudosoportar el largo silencio. Intentó sonreír. —Es bonita tu morada, Tristán. Pero hombre detu alcurnia y poder no debe guisarse. Yo puedo...

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—Callarte. Eso es lo que puedes hacer. ¡Cállate!— repitió imperativamente el jorobado mientrassilenciosamente se levantaba, acercándose alumbral de la caverna. Monstruosamente recortado por las llamas de lasvelas, Tristán Martos tendía el oído hacia algo queTula no podía percibir. El jorobado balanceaba en su diestra una largacuerda rematada en garfio triple de hierro queconstituía en anzuelo irrompible con que a veceslos antillanos amantes de comer aletas detiburones apresaban al voraz pez carnívoro. Distendió Tristán Martos su largo brazo y comolaceador campero proyectó hacia abajo la cuerda-anzuelo. Oyóse un agudo chillido mientras TristánMartos, con fuertes tracciones tiraba de la tensacuerda. Fué retrocediendo el jorobado y la cuerdafué arrastrando un peso hasta que en el bordeinferior de la entrada, un cuerpo humano debatióseinútilmente en agónicos intentos de liberarse delos tres garfios de hierro que sangrantes lehincaban la carne entre las espaldas. Y Juanón quedó en el suelo inmóvil, espumeante

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la boca por la que huía su aliento vital,destrozados los pulmones por el triple anzuelo. —Espía del Pirata Negro—dijo el antillano,mientras que avanzando un paso hundía su espadaen la garganta do Juanón—. No le contarás a nadielo que pudiste oír. Volviendo con indiferencia la espalda alcadáver de Juanón, Tristán Martos dirigióse alfondo de la honda caverna regresando con un largobambú de recios nudos. Tula “La Cubana” cerró los ojos. Habíacontemplado miles de reyertas sangrientas, habíavisto a muchos hombres luchar a muerte, ellamisma había dado muerte a varios hombres, peronunca había presenciado nada que igualase encrueldad a lo que Tristán Martos estaba haciendocon el cadáver de Juanón. El jorobado empalaba al muerto... Ella movióse con inquietud, levantándose conprecaución. De repente había acudido a supensamiento que no podía esperar ni protección nideseo humano en aquella fiera sanguinaria queahora estaba alzando al empalado Juanón,

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poniendo en pie la macabra figura del atormentadoen muerte. Deslizóse hacia la salida de la gruta; alcanzabaya el borde cuando chilló despavorida. Las dosmanos peludas y de recios tendones del jorobado,a espaldas de ella, la asían poderosamente por lagarganta. —Si a todos los fascinabas con tus artes dehembra, más tonta que todos ellos fuiste al pensarque yo sería uno más—dijo Tristán Martos,mientras presionando el enlace de sus manosestrangulaba a la cubana. — ¿Crees que no vi salirde tu bebedero al Pirata Negro? ¿Le queríasporque era arrogante y recto como un mástil? ¿Tepreparabas a huir con él cuando te sorprendí?¡Vete a reunirte con él! Tristán Martos levantó sobre su cabeza a laestrangulada y con rapidez arrojó el cadáverfemenino al vacío. Tras él, en pie y adosado contrala pared tapizadalujosamente, Juanón, sostenido por el junco queatravesaba su cuerpo, doblaba la cabeza sobre elpecho, y de su rubicundo rostro había huido todo

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vestigio de color. Sólo la lividez de la muerteanidaba en su semblante.

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Capítulo IX La huidadel "Aquilón" Diego Lucientes, acodado al pasamanos delvelero anclado, contemplaba cómo ibanacercándose las dos lanchas que conducíanrespectivamente a François Le Clerc y al PirataNegro en una, y a portadores bucaneros con lasúltimas provisiones concertadas en la otra. Subieron al entrepuente ambos jefes piratas...Limitóse Diego Lucientes a asentir en silenciocuando la mirada del Pirata Negro se posó en él;quería con ello significar que estaba cumplida sumisión y que ya en la camareta de la Rala capitanaestaban Genaro de Aguilar con su esposa e hija. Yasí, al no hablar, no tuvo que explicar que habíamanifestado a Sonsoles de Aguilar que aún eratemprano para liberar de sus ligaduras y mordazaal marqués, hasta que no lo ordenase el propioPirata Negro. François Le Clerc fué contando los barriles y

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pellejos de tasajo que fueron siendo trasladados ola cala del “Aquilón". Cuando ya en la lanchabucanera entraba sus hombres, volvióse liada elPirata Negro. —Terminó el trato, español. Págame la segundamitad y podrás siempre decir que cumplo mipalabra. —Y yo la mía. Toma y cuenta el contenido deese bolsón. Hazlo porque a veces entre nosotroshay traidores embusteros y embaucadores. —¿Acaso la mercancía no te ha sido servida talcomo pediste?—Inquirió Le Clerc, mientrasvaciando en el suelo el contenido de la gran bolsade piel que acababa de entregarle el Pi— rataNegro, iba apilando monedas y barras de plata. —Me refería al dinero que amontonas. Podríahaberte dado menor cantidad de la fijada. —Para eso cuento siempre. La amistad a un lado— dijo hipócritamente el francés — y los negociosa otro. Siguió contando, mientras “Cien Chirlos”acerrándose al Pirata Negro estuvo hablándolelargamente en voz baja. En el bronceado rostro de

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Carlos Lezama dibujóse una sonrisa... Las primeras penumbras del crepúsculo ibanobscureciendo el horizonte. François Le Clercvolvió a colocar en la bolsa las monedas contadasy las barras de plata, sopesadas expertamente. —De acuerdo, español. Hazme ahora el honorde acompañarme en mi lancha a tierra dondetomaremos el champaña de amigos para sellarnuestra confraternidad de “Hermanos de la Costa”. Inesperadamente desenvainó el Pirata Negroaplicando la punta de su espada en el pecho delfrancés, que repentinamente empalidecido,quedóse inmóvil. —¿Traición?— preguntó con desprecio. —No hay más traición que la que me aguardabatras tu invitación a champaña. No te muevas. LeClerc, si no quieres perder para siempre laposibilidad de volver a tu ciudad bienamada.¡Largad trapos presto!—gritó el Pirata Negro—.¡Todas las velas izadas! ¡A la maniobra todos! Fué con toda celeridad que las órdenes secumplieron y el propio “Cien Chirlos” manejó larueda que levaba el ancla...

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En lo alto del farallón de rocas donde seasentaba el fortín, dibujóse un violento coloranaranjado... Era el primer fogonazo disparadopor el cañón apuntado por Tristán Martos hacia elvelero... El proyectil vino a estallar a cinco pasos tras lapopa del “Aquilón” levantando un surtidor deespuma... —¡Orzad a babor! ¡Tensad a barlovento!—gritóel Pirata Negro mientras su espada no se apartabadel pecho de François Le Clerc. El segundo cañonazo abrió brecha en la amurade popa haciendo saltar en astillas un ancho panelde madera. El Telero, obedeciendo los giros queal timón imprimían a la par “Cien Chirlos” y elnegro Tichli, fué navegando veloz hacia el sur,surcando el agua en raudos zigzags... El tercer cañonazo cayó un cuarto de milla trasel “Aquilón", y cuando las hinchadas velasrecogiendo en su seno el viento a su favor,impulsaron el velero a toda marcha, alejando todaposibilidad de ser alcanzado por disparo algunodel fortín, el Pirata Negro separó su espada del

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pecho del francés, y con la misma le señaló el —Nadando debería hacerte volver a tu“Fraternidad”, que es nido de traidores asesinos. —Te juro... que nada tengo que ver con estepérfido ataque—protestó sinceramente el bucanero—. Será obra del loco jorobado, que te odia. —Ya sé, hermano, que no ibas a ser tan cándidocomo permitir que me cañonearan estando tú abordo. Ahí verás sólo una muestra de la fidelidadde Tristán Martos. Quiso aprovechar la ocasiónpara quédame dueño y señor de “La Fraternidad”. —Pudieron ser también Bird y Paunchy. —No, porque a las cinco de la tarde los maté enla taberna de Tula. Y los muertos nunca disparancañones. Mira a popa: remolcando va la lancha enque vinimos. Tuya es y nada quiero tuyo. Puedesdemostrarme que como descendiente de simiosabes andar por la cuerda. No esperes que mandeal pairo para permitirte cómodo descenso por másjefe que seas de “La Fraternidad”. Tu bolsa no laaprietes tanto contra tu pecho, que te vas a hacerdaño con el metal. Vete... y algún día volveré avisitarte, mercanchifle.

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François Le Clerc fué retrocediendo hasta lapopa; pasóse los cordones de cuero de la bolsaalrededor del cuello y ayudándose con las dosmanos se suspendió de la cuerda que remolcaba lalancha tras la veloz singladura del “Aquilón”. Casi a obscuras sus pies tropezaron con lamadera de la lancha que se encabritababamboleando a los costados en el oleaje. Apenastocó el banquillo de proa, corto de un tajo de supuñal la cuerda que arrastraba la lancha aremolque... Desde la cubierta estalló la carcajada con la queel Pirata Negro se burlaba de los esfuerzos deljefe bucanero para conservar el equilibrio al girarvertiginosamente la lancha repentinamente libre desu amarra. Por fin logró Le Clerc dominar lasituación, y empuñando los remos bogó rumbo a lalejana ciudadela. Por unos instantes le siguió con el largavistaenfocado el Pirata Negro. Lo alzó hacia el fortín de “La Fraternidad” yllamó su atención un resplandor en la cumbre delfarallón de rocas vecino.

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A la luz de cuatro antorchas empotradas en elsuelo vió distintamente la gesticulante ymonstruosa figura del jorobado que tendíavesánicamente los puños hacia el velero. Rió alegremente el Pirata Negro... pero depronto su carcajada se quebró en sonora maldiciónal ver por el largavista el acto a que se dedicabaTristán Martos. Arqueado en dos cogía del sueloun largo bulto e izándolo lo empotraba en el sueloentre las cuatro antorchas, en todo lo alto de lasrocas que a modo de natural azotea cubrían sugruta. Y el largavista reveló la inconfundible figura deJuanón atravesado su cadáver por el juncoempalador... —¡Maldito seas! —rugió el Pirata Negroabatiendo el largavista y con las venas de la frentehenchidas de furor— ¡Cien vidas por una! ¡Cienvidas te costará, Jorobado canalla, la muerte deJuanón! Saltó del castillete de proa a cubierta y andandocon larga zancada entró en el camarín central queservía de alojamiento a “Cien Chirlos". Atado en

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la litera un hombre mostraba su cuerpo surcadopor innumerables jirones sangrantes. “CienChirlos’’ cuando manejaba el látigo no osabamuchas contemplaciones... El azotado era eldesconocido que había informado a Tristán Martosde que los tres prisioneros nobles iban a serconducidos a bordo del velero. —Tú fuiste reclutado por mí, y si mi memoria esfiel te llamas Casiano Luque—murmuró con vozronca el Pirata Negro, asiendo por el cuello altripulante del “Aquilón”—. Te ofreciste paraacompañarme a tierra y hasta peleaste con otrospara ser el primero un coger los remos. ¿Viste entierra a Juanón, el curandero? —No le vi, y yo nada hice, señor, os lo juro pormi eterna salvación. Vuestro segundo me azotó yme torturó obligándome a decir cosas que verdadno eran—gritó apresuradamente Casiano Luque. —Dirás que le acarició, comparado con lo quepienso yo torturarte por mi cuenta. ¡“CienChirlos"! El segundo entró, impresa en el rostro horrendouna mueca interrogante.

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—Repíteme cuanto me dijiste en voz bajamientras Le Clerc contaba el dinero. —Verás, señor. Yo atisbé como ese tunante sedesencuadernaba para ser el único en acompañartea tierra. Eso no me escamó, pero obedeciendo loque me recomendaste al entrar a bordo esa nuevarecua, desde aquí enfoqué el anteojo y vi cómo esetunante, tras dejarte en la playa en vez de volver al“Aquilón” cómo debía, puesto que tú debías veniren la lancha bucanera, amarraba la lancha ycorriendo se iba hacia las rocas donde vive eljiboso. Primero subió una mujer, la cubana que nossirvió agua de fuego, después este pingajo y trasellos él jiboso. “¡Tate!”, que me dije, "este tunanteva a soplarle algo al antillano de la joroba”. Y lovi bajar la escalera tan contento y tan campantemeterse en la lancha y venir al “Aquilón" como sifuera angelito del cielo caído. Aguardé, le así delpellejo, le até donde lo ves y le fui dando marchahasta que cantó como gallo en aurora. —¡Mien...! —empezó a gritar Casiano Luque. —¡A callar cuando hablo con el jefe!—rugió“Cien Chirlos”—. Me soltó primero, señor, una

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sarta de tonterías, pero yo interrogándolehábilmente... —Sí; huelo la habilidad con que le echaste sal yvinagre en los cortes que le hiciste con el látigo. —...pues, eso, que cantó de plano letra por letralo que él y el jiboso habían hablado. Y así supeque el tal proyectaba hundirnos tan pronto LeClerc abandonara el velero. —Bien. Sabes que a bordo no quiero torturas...Pero te excuso por esta vez ya que aun fuistedelicado con ese traidor doble. —¡Piedad, gran señor!—aulló Casiano Luque. —Doble traidor, porque me debía fidelidad yfué a venderme al antillano y después a ti te vendióa Tristán Martos al confesarte los propósitoscañoneadores del jorobado. Llévatelo, “CienChirlos”, y átale al cuello el más pesadocalabrote. Tíralo por la borda. —¡Perdóname, señor, nunca más hablaré a nadiede ti!—iba gritando Casiano Luque, mientrasdesatándolo con ademanes violentos, “CienChirlos” lo inmovilizó con una de sus manazasapresando las dos suyas.

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—Llévatelo, guapetón, y asegúrate de que elcalabrote sea el más pesado. Terminada esa faenade limpieza, vuelve aquí que quiero hablarte. Tres minutos después reaparecía “Cien Chirlos”frotándose las manos. —Cumplida la faena de limpieza, señor. Lástimade calabrote que se llevó al cuello ese traidor. —Han matado a Juanón, “Cien Chirlos”. Lepredije que algo le pasaría si persistía en escuchary espiar por “La Fraternidad”. Lo ha empaladoTristán Martos, y por esa muerte que ni a un cerdose da, he jurado que me cobraré cien vidas. Dentrode unos instantes anclaremos en la “Caleta de losNáufragos”. Quedarán sólo a bordo Tichli al timóny Diego Lucientes a la custodia de los prisionerosmarqueses. Y nosotros emprenderemos la másrauda y alegre de las cabalgadas. ¿Conoces a diezleguas de la “Caleta de los Náufragos” laexplanada llamada de los Bisontes? —¿Quién conociendo el islote de las Tortugasno conoce también tal explanada? Es donde por lasnoches, señor, reposan esos toros americanosllamados bisontes... que tienen, por cierto, también

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joroba y barbaza. —Pláceme observar que eres buen fisonomista.Iremos primero al potrero que tiene el tullidobucanero en la cercana caleta. Mercaremoscincuenta caballos y... ¿sabes cómo se inmovilizaa los bisontes mejor que con lazos ni lanzas? —Es entretenimiento, señor, en que pasó muybuenas horas. Pegan ellos fuertes testarazos pero sise les sorprende de noche con antorchasencendidas de pronto, quedan cegados y no semueven. —Tú lo has dicho. Así es. Cuando la manadaesté cegada organizaremos la “estampida” hacia“La Fraternidad”. Pero no me basta que laspezuñas pisoteen y las testas derriben todo lo quepor delante hallen. Deberé hablarte de unosantiguos que los libros llaman “romanos” y queingeniaron treta de guerra muy habilidosa. Primerodime, ¿te crees lo suficiente buen jinete paraconmigo ir a la cabeza de la “estampida”? —Antes de entrar a tu servicio hasta mi muerte,señor, cabalgaré frente a dos “estampidas” entierras de La Florida. ¿Qué deberé hacer para

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procurar ser digno de ti y de tus “romanos”? —Destreza, reaños y rapidez las tienes, ya. Unavez los bisontes queden cegados... Y el Pirata Negro fué explicando el conjunto dela maniobra y del ardid a su segundo que, mudo depasmo y admiración, iba asintiendo repetidamentecon la cabeza, riendo al final con risa de gárgolasatisfecha. Poco después en la noche, el “Aquilón” anclabaen la “Caleta de los Náufragos” y todos sustripulantes menos Tichli y Diego Lucientes,dirigíanse hacia el potrero donde entreempalizadas, centenares de caballos estaban enventa. Y la primera instrucción que “Cien Chirlos”repitió hombre por hombre fué que mantuvieranmudos los belfos de las monturas apretándolesreciamente con cuerdas los hocicos, y silenciasenlos trancos rodeando con trapos las pezuñas.

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CAPÍTULO X Laciudadela infernal Era ya da noche cuando François Le Clerc encuya busca había salido la goleta bucanera, gritóairadamente hasta que sus hombres le oyeron yarriando velas izaron la lancha a bordo. —Inútil perseguir al velero — dijo fríamente eljefe bucanero—. Es mucho más veloz que nosotrosy en esta negrura no hay quien vea siquiera lamayor de sus velas. Rumbo a tierra. Con ademanes reposados, aunque su pálidosemblante fruncido denotaba toda la fría cóleraque le embargaba, François Le Clerc comprobóprimero que en la alcoba de Tula había los doscadáveres de Joe Bird y Bill Paunchy que el PirataNegro le dijo haber matado. Con meticuloso ademán de escribanoaproximóse a una antorcha y con el pulgar pasó lauña por encima de la línea que escrita a bordo desu goleta, decía: ‘'Comprobar verdad muerte Bird

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y Paunchy”. Miró la línea escrita debajo: “VisitarGros Jean y su sobrina”. —Sí, es cierto—meditó en voz alta. —Pero serámás prudente visitar primero a Thibaut. O másdisciplina habrá en el que me visite a mí. Dos bucaneros fueron recorriendo las callejas dela ciudadela entrando en todos los caserones. Alfin dieron con el joven bucanero de largoscabellos al que advirtieron que François Le Clercdeseaba verle en la taberna de Tula para confiarleuna misión urgente. Jacques Thibaut con la insolentedespreocupación de su juventud entró en lasolitaria taberna de Tula. Echó una ojeada a laestantería, a las vacías mesas, y llamó a gritos: —¡Le Clerc! ¡Le Clerc! —Hola, Thibaut—replicó a sus espaldas el jefebucanero con voz tranquila. En cada manoempuñaba una pistola. Volvióse Thibaut con normal actitud; al verseencañonado intentó saltar de costado, pero las dospistolas vomitaron su único plomo. Alcanzado enla frente y en el estómago, Thibaut desplomóse

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inerte. Sin mirarlo siquiera, François Le Clercprocedió a recargar sus dos pistolas, apilando conmeticulosa atención la pólvora en los cubiletes yempujando con el pulgar el grueso plomomortífero. La entrada de François Le Clerc en la taberna deGros Jean fué solamente saludada por un bruscosilencio que enmudeció a todos los bucanerospresentes. La mirada del jefe francés fuérecorriendo toda la sala. —Quiero sólo que me escuchen oídosbucaneros, hombres del “Boucan”. Si alguno hayentre vosotros que no es de nuestra tribu, dadlemuerte. Sonaron sólo dos pistoletazos y dos bucanerosponiéndose en pie señalaron a sus costados loscuerpos do los dos piratas recién asesinados. —Escuchadme todos, hombres del "Boucan”.Me han querido traicionar, olvidando que estaciudadela nos pertenece y yo soy y quiero ser denuevo su único jefe. He dado ya muerte a Joe Birdy Bill Paunchy. Iré ahora a hacer lo mismo conTristán Martos. Todos vosotros id de caserón en

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caserón y que sólo queden en "La Fraternidad”hombres del “Boucan”. Uno a uno fueron saliendo los bucaneros con suclásico andar de cazadores selváticos. François LeClerc dirigióse al mostrador tras el que Gros Jeanentrecerró los ojos semiciegos para mejor verle. —Hora era, François, que te decidieras acomprender que aquí es ciudad de bucaneros y node piratas y ladrones. —Hora es, también, Gros Jean, que purgues tuimprudencia al haber traído a esa isla a tu sobrina. El ruido del pistoletazo que abatió sobre elmostrador al viejo Gros Jean, atrajo a “Reinita”que acudió corriendo. Extrañada, pero noconmovida por la muerte de Gros Jean, preguntócon su sonrisa meliflua: —¿Quién ha sido, François? —La de la derecha, bribonzuela. Y levantando sus dos manos, mostró Le Clerc lapistola que en la diestra humeaba aún. Apuntólentamente con la pistola que en la mano izquierdallevaba... En la lejanía oyéronse pistoletazos,ruido de sables entrechocando y gritos de

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combatientes enardecidos. —Empieza la limpieza de “La Fraternidad”—dijo Le Clerc con rígido semblante presionando elgatillo. La angelical expresión de “Reinita” sufrió unatotal transformación cuando el plomo horadando sucorpiño dibujó en su pecho una rosa sangrienta. Desus labios infantiles brotó una maldición mientrassus ojos se vidriaban y lentamente se desplomaba. Iba generalizándose en las callejas el combate ylos característicos gritos salvajes de los bucanerosimperaban, manifestándose su superioridad en lalucha contra los hombres de Bird y Paunchy, quesin jefes peleaban desordenadamente. Los antillanos, parapetados en los almacenes dela playa resistían el ataque, mientras cargadas denuevo sus pistolas, François Le Clerc salió alexterior levantando la vista hacia el farallón derocas donde residía Tristán Martos. * * * El extenso semicírculo de jinetes montandocaballos silenciados y amortiguadas sus pisadas

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por los trapos, fué cerrándose. Cada jinete llevababrazadas de ramones secos junto a uno de loscuales mantenían yesca y pedernal. En la vasta explanada dormitaban dos centenaresde bisontes formando apretada manada. Uno deellos alzó la potente testuz y bramó inquieto. Otroreplicó con hondo mugido de intranquilidad...Algunos doblaron las rodillas delanterasincorporándose. De pronto, respondiendo almandato do un seco silbido estridente, estallaronuna serie de chispazos coreados por gritosensordecedores y los ramones prendiendovelozmente inundaron de repentina luz vivísima lapradera... Una cacofonía de mugidos y coces sonorassustituyó al anterior aquietamiento de los torossalvajes. Las antorchas improvisadas alsorprenderles de súbito les inmovilizaron semiarrodillados. Giraban la testuz para huir lassensibles papilas al cegador color de las llamas. El Pirata Negro quitó rápidamente los trapos queenvolvían los cascos de su caballo. Hizo lo mismo“Cien Chirlos” sin dejar de agitar su antorcha

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frente al hocico del bisonte que a un paso de sumontura tenía. —¡A caballo! ¡Cada uno en su lugar designado!—gritó el Pirata Negro—. ¡Tirad las antorchas aretaguardia! Una sucesión de arcos luminosos perforó lanoche y las llamaradas crepitaron a espaldas delrebaño piafante que mugiendo con frenesí diómedia vuelta emprendiendo veloz carrera tras elruido de pezuñas que ante ellos oían. Y los dos caballos montados por el Pirata Negro y “Cien chirlos" galopabandesenfrenadamente en cabeza de la “estampida” depánico provocado en los bisontes, mientras losrestantes jinetes en semicírculo cubrían los flancosy retaguardia de la enloquecida manada,aumentando el pánico con sus feroces gritos. La ululante cabalgata dirigiéndose hacia el valleplayero donde estaba instalada la ciudadela pirata,levantaba nubes de polvo y arena que aureolabanen la obscuridad aquella masa confusa de Jinetesgritando y los bramidos de los apiñados bisontescorriendo tras los dos jinetes que en cabeza

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parecían a cada instante ser alcanzados por losenloquecidos toros salvajes... * * * François Le Clerc comprendió que la ascensiónpor la vertical escalera de hierro significaría unamuerte irremisible. Miró hacia el farallón que seelevaba frente al montículo de rocas donde abríasela gruta de Tristán Martos. Y lanzando los gritos peculiares de llamada alos hombres del “Boucan” corrió hacia la base delfarallón donde hallábase la fortaleza. Porque fértilen malévolas intenciones comprendió de prontopor qué ante la gruta del jorobado bailabansombras estrechas como proyectadas porserpientes dando vueltas sobre sí mismo. Tristán Martos giraba sobre su cabeza desde elinterior la cuerda de triple anzuelo con la quehabía apresado al infortunado Juanón. Y no siendoél visible estaba a salvo de cualquier pistoletazo,mientras silbando agudamente la cuerda sedistendió hasta engarfiarse su triple diente dehierro en un peñasco de la cúspide del farallón

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fronterizo. El atlético cuerpo deforme del antillano cruzólos aires saliendo como saeta del interior de lagruta. Sus pies chocaron de planta contra el lisomuro vertical del fortín y ayudándose con lacuerda trepó ágilmente... Los dos pistoletazos de François Le Clerclevantaron esquirlas de roca a los pies delantillano. Poco después la monstruosa silueta deljorobado perfilábase en lo alto del fortín. En elinterior de la fortaleza un grupo de antillanosempezaba a sucumbir ante el ataque de losbucaneros. La llegada de Tristán Martos y sumétodo de combate enardeció a los que estabancerca de la derrota... El jorobado asió con sus poderosos brazos alenemigo más cercano y levantándolo encima de sucabeza, lo lanzó contra un grupo que acudía ainterceptarle el camino. Eran tan rápidos losmovimientos del hércules jiboso que los balazos aél destinados perdíanse en el cuerpo de los queempleaba como humanos proyectiles. La suerte delcombate varió, y sucesivamente fueron pereciendo

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los bucaneros bajo las armas de los antillanos yproyectados por lo alto de los muros al vacío losque cegado por ancestral cólera de hombreprehistórico lanzaba el jorobado, que al finalsudoroso y jadeando bestialmente gritó: —¡A los cañones! ¡Tiro rasante en las laderas!¡Andanada a la goleta del bucanero! Por las laderas ascendían corriendo losbucaneros reunidos por Le Clerc que habíaprevisto las intenciones de Tristán Martos. Laprimera ráfaga de metralla abrió ancha brecha enlos asaltantes, y la estrepitosa andanada contra elmar desmanteló la goleta bucanera. En las callejasde la ciudadela el combate continuaba... De pronto, un sordo retumbar lejano, como detruenos repiqueteando en los valles del interior,fué creciendo, y como si se desatara repentinatormenta, precedida por un vendaval huracanado,una nube de polvo iba a ras de suelo,descendiendo cuesta abajo por la ladera que delinterior conducía a las primeras callejas de laciudadela. Intensos bramos, rechocar de pezuñas, alaridos

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de jinetes, relinchos de caballos fatigados yespoleados sin piedad, formaron unaestremecedora sinfonía que se mezclaba a lospistoletazos y el entrechocar de aceros delcombate entre bucaneros y piratas. En lo alto seguía el estruendo de los cañonazos,y las laderas del fortín iban cubriéndose decadáveres despedazados por los tiros rasantes delos cañones manejados por los antillanos. El obscuro vendaval incomprensible iluminósede pronto como por arte de magia. Todos a una losjinetes encendían sus brazadas de ramones, y aldesembocar a los caserones de la ciudadela,construida toda de leños aserrados y asamblados,los ramones, prendidos en improvisadas antorchas,fueron surcando los aires, cayendo sobre lostechos, mientras las pesuñas de los bisontes ibanderribando cuanto a su paso se oponía. Era un cuadro dantesco inimaginable por mentehumana. El incendio iba iluminando con rojizosresplandores la loca cabalgata, que semejabacreación de un genio diabólico. Los combatientespretendían huir ante aquella avalancha de bestias y

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centauros aullantes, corriendo hacia la playa... El Pirata Negro y “Cien Chirlos”, conduciendocon maestría y arriesgándose continuamente a serpisoteados por la manada que bramaba junto a lasgrupas de sus monturas, llevaban los apiñadosbisontes hacia los que huían y, describiendoamplio círculo, repitieron por tres veces lasangrienta correría devastadora por las callejas dela ciudadela, donde ya algunos edificios sedesmoronaban entre llamas. Al fin, obedeciendo a una señal del PirataNegro, se dispuso “Cien Chirlos” a terminar sucometido. Los flancos de los dos caballosmontados por los dos hombres que iban en cabezade la “estampida”, jadeaban con roncosestertores... El Pirata Negro dirigió su caballo hacia unapalmera, y, al pasar junto a ella, saltó de la silla,abrazándose ágilmente al tronco. “Cien Chirlos”desvió la manada, conduciéndola a la playa, y porla ancha faja arenosa fué galopando la cabalgataasoladora... Las dos goletas de Bill Paunchy y Joe Bird eran

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tomadas por asalto por confusas masas piratas queluchaban entre sí para llegar antes, mientras trasellos los bucaneros disparaban sus pistolas,lanzando sus puñales y sables. La matanza era general, adquiriendo caracteresde horrenda furia demoniaca... En lo alto del fortínlos antillanos seguían disparando los cañones,pero los bucaneros, dispuestos en círculo, ibanavanzando inexorablemente hacia los muros,donde algunos, más audaces, empezaban ya aencaramarse. En lo alto de un murallón dibujóse la atléticamole del jorobado, que, empuñando larga cadenacalabrote, la hacía girar en remolinos, con los quebarría el muro, derribando los rotos cuerpos de losasaltantes. François Le Clerc, tumbado en el suelotras una roca, tomó cuidadosamente puntería,enfocando hacia la visible mole de Tristán Martosel cañón de sus dos pistolas. El doble disparo partió, y Tristán Martos,alcanzado en pleno pecho, se tambaleó, sin soltarla cadena-calabrote con la que causaba mortíferosestragos entre los bucaneros. Vaciló y, dando un

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traspiés, cayó hacia atrás. —¡Al asalto!—gritó Le Clerc, parapetado tras suroca—. ¡Lo he matado! ¡Nuestros son, hombres del“Boucan”! ¡“La Fraternidad” nos pertenece! La ciudadela era ya una gigantesca hoguera,cuando los cañones del fortín variaron su tiro. Lasandanadas estallaron, levantando penachos deespuma ante las dos goletas, que huían llevando asus bordas la inmensa mayoría de lossupervivientes de “La Fraternidad”. En el interior del fortín los veinte bucanerossupervivientes emplazaban las piezas contra lasgoletas indemnes. La goleta de Le Clerc habíaquedado hundida... Pronto los nuevos artillerosvengaron la suerte de su barco, y, alcanzadarepetidamente por intenso cañoneo, la goleta deBill Paunchy escoró a banda, levantándose depopa para hundirse verticalmente. Poco después lagoleta Inglesa que había pertenecido a Joe Birdestalló en los aires, incendiada por certeroproyectil su Santa Bárbara. Los veinte bucaneros prorrumpieron enfrenéticas exclamaciones de triunfo. François Le

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Clerc seguía tras su roca esperando losacontecimientos. Maldecía con fría cólera alcontemplar el incendio que asolaba sus almacenesy, con ellos, toda su riqueza acumuladapacientemente. De pronto, se sobresaltó al oír, procedente delinterior del fortín, una serie de alaridos de pavor.Una brutal explosión sacudió el suelo como si seabriera por súbito terremoto. Proyectado haciaatrás, Le Clerc arreció en sus maldiciones... Comprendía el porqué sus veinte bucanerossupervivientes habían quedado acallados parasiempre. En lo alto del murallón dibujóse latambaleante figura de Tristán Martos, entre cuyosbrazos relucía la metálica armazón de unaculebrina, con la que a mansalva había disparadocontra el polvorín de la fortaleza. El muro seresquebrajó, y el jorobado, envuelto en nubes dehumo y llamas, pareció hundirse en un infiernorepentino... Negro de tizne y sangrando copiosamente por losbalazos con que Le Clerc le había herido, elantillano avanzó inexorable hacia donde el jefe

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bucanero pretendía huir del estruendosoderrumbarse de la fortaleza. François Le Clerc quedó enmudecido de pavorcuando sobre sus espaldas sintió el irresistiblepeso del jorobado, que, hincando sus dos manos enla garganta del francés, le hizo rodar por lossuelos. Confundidos en mortal abrazo, los dos últimossupervivientes de “La Fraternidad” fuerondeslizándose por la abrupta pendiente queconducía al abismo. El grito de Le Clerc quedóabogado por las recias garras del jorobado,cuando los dos juntos, estrechamente abrazados, sedespeñaron, cayendo al hondo abismo entre losdos farallones... El incendio amenguaba en tierra, y en el marsólo flotaban los maderos e hierros retorcidos queseñalaban el lugar en que antes había tres goletasde arrogante línea combativa... A lo lejos, en la linde del mar cerca do la Caletade los Náufragos, "Cien Chirlos”, asiéndose a unarama, desmontó, mientras su caballo pisoteadoquedaba bajo las pesuñas de la manada de

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bisontes, que siguieron su loca carrera de“estampida” hacia el interior... Colgado en el aire, “Cien Chirlos” aguardó aque terminase el desfile de bramidos, y cuandosólo quedaron los jinetes, bajo muchas de cuyaspiernas cayeron reventados caballos, el segundodel Pirata Negro señaló al anclado “Aquilón”. —¡Todos a bordo!... —rugió—. ¡Voy en buscadel jefe! Cabalgó nuevo caballo, llevando de la rienda aotro. Cuando a pie, muertos en la ruta los doscaballos, llegó a “La Fraternidad”, no tuvo quebuscar largo tiempo en la ciudadela, reducida acenizas. En lo alto del farallón donde moraba TristánMartos, junto a un cadáver en pie y empalado, elPirata Negro, brazos cruzados, contemplaba lo quehabía sido antes antro de crímenes y codiciasangrienta. Y cuando, tras penosa ascensión, pudo llegarjunto a él, “Cien Chirlos” le oyó murmurar: —¡Cumplióse la maldición bíblica contraSodoma y Gomorra! Y tú, Juanón, cuando tus

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huesos brillen pulimentados por el sol, indicarás alos navegantes que se aparten de esos parajesmalditos. Colocó el Pirata Negro una mano en el hombrode su lugarteniente. —Con creces nos cobramos la muerte y torturade Juanón. Y las olas del Caribe pregonarán que sipródigo soy en las recompensas, más lo soy en loscastigos. Dejaban ya a sus espaldas los restos de laciudad, cuando el Pirata Negro estalló en burlonacarcajada. —¡Llamáronla “La Fraternidad” donde sólofraternizaban en el asesinato! Y ya cumplióse sudestino, convirtiéndose en muerta eluda lelainfernal...

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EPILOGO Diego Lucientes oyó las narraciones de losjinetes que, si bien algo deformadas y aumentadas,plasmaron con exactitud la terrorífica verdad de laasoladora cabalgata. Y cuando el Pirata Negro pisó la cubierta yordenó levar anclas rumbo a una cala bajadeshabitada de La Española, Diego Lucientespidió a “Cien Chirlos" autorización para hablarcon el Pirata Negro. —¿De nuevo tú, letrado?—inquirió CarlosLezama, cuando en su camarote entró el madrileño—. ¿Qué quieres decirme? —Quisiera ser hombre de tu confianza, señor, yno me llevaste contigo en esta expedición dejusticiero castigo contra la ciudadela. —A bordo debías velar por tus amigos. —¿Mis amigos? — inquirió Lucientes, conextrañeza—. ¿A quién te refieres, señor? —Al arrogante marqués que hora es ya

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liberemos de sus amarras. Y a las dos bellasdamas, bella cada una en su género de belleza.Sazonada fruta madura la madre, lindo broteprimaveral la hija. —Mis amigos no son, señor—dijo hoscamenteel madrileño. —Óyeme, bachiller. Mucha letra sabrás, peroletra menuda sé yo mucha más de la que los librospuedan enseñarte. A buen entendedor, mediaspalabras bastan, y supe comprender en tusprimeras palabras cuando primera audienciapediste que deseabas meterme donde no meimportaba. Es decir, deseabas que liberase a losdel Aguilar. Y... escúchame: ¿no dedicabas tupoesía a la “imposible amada” a damita quellamabas Sonsoles? Es nombre común en Ávila,así como el de Olalla, la madre. Pero en tus trovasescritas a la luz de una vela en el mar Caribe, raroes que pensases en una amada de nombreSonsoles. —¿Puedo hablarte con franqueza, señor? —Ganarás mucho con ello. Aborrezco traidoresy detesto a los mentirosos. ¿Quién era el marqués

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que en duelo mataste? —No maté a marqués ninguno, señor. Lo... matésólo en octavillas coléricas. —Muerte indolora para el cuitado a quien lasoctavillas se refieren. ¿Paréceme ver rubor en tusmejillas, estudiante? Y, sin embargo, tu simpáticacara de granuja bachiller no debe ser propensa avergüenzas. —Es que, señor... a nadie he matado más que enpoesía. El Marques del Aguilar mandóme azotar apalos ante su hija y por sus lacayos cuando yo laenvié soneto de madrigales encendidos, que ellahalló bajo su servilleta. —¿Palos te dió el marqués ante su hija? ¿Y nosupiste vengarte más que con rimas detestables depoetastro cobardón? —En Madrid, el Marqués de Aguilar era granautoridad e hízome desterrar a raíz delapaleamiento. Sólo pude matar al lacayo que másme aporreó. —Algo es algo. ¿Qué más? —Hui a Cádiz y embarqué. Viví del juego y sóloen "duelo me he batido con quien matarme

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pretendía. No manejo mal la espada, señor. —¿Sí? Ven conmigo, belitre. Quiero verte enacción.

* * * En la sala camareta de capitana, donde sehallaban los tres Aguilar, entró el Pirata Negro,que, tras dedicar leve reverencia a las dos damas,

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señaló al marqués, que yacía en la litera atado yamordazado. Ahí lo tienes, estudiante. Tú fuiste quien quisoque escapasen al rescate de los Hermanos de laCosta. Dispón de ellos. Diego Lucientes desenvainó y con la hoja de suespada fué cortando las ligaduras que manteníanatado al marqués, Genaro del Aguilar púsose enpie abrazado por su esposa e hija, a las que, trasun instante, apartó con brusquedad. —De celada caímos en otra nueva, piratas. ¿Quépiensas hacer con nosotros, tú, pirata, que meagrediste cobardemente y a traición?—gritóGenaro del Aguilar, dirigiéndose puños crispadoshacia Lezama. El Pirata Negro desenvainó, tendiendo su aceropor el pomo al marqués. Sonrió burlonamente. —Conmigo no es la querella, marqués.Perteneces a ese "hombre que aquí ves y que conespada te aguarda. Las dos mujeres chillaron estremecidas al ver aGenaro del Aguilar cargar furibundo hacia elestudiante madrileño. Diego Lucientes esgrimió

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con destreza y sangre fría, y poco despuésdesarmaba al marqués, sobre cuyo cuello aplicó lapunta de su espada. —Quieto como un tronco, Genaro del Aguilar—rezongó entre dientes el madrileño—. Míramebien. ¿No me reconoces? —A los canallas de tu ralea sólo los heconocido pataleando al extremo de una cuerda—dijo con voz ronca el marqués, quedando, sinembargo, quieto bajo la amenaza. —Yo te voy a demostrar quién de los dos es elcanalla. Tú me mandaste apalear por tus siervospor el gran delito imperdonable de haberledeclarado en inocente rima un amor imposible a tuhija. —¿Tú... tú eres el insolente estudiante madrileñoque...? —El mismo, Genaro del Aguilar... Y si antes tehubiera encontrado, ten por seguro que tu esposaviuda quedaba. Pero aprendí de caballero quelecciones puede darte de nobleza. Sí tú palos mediste, yo libertad te doy, y que mi señor, elcaballero Carlos Lezama, disponga lo que de ti ha

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de hacerse. El Pirata Negro recogió su espada y con elladescendió el acero que el estudiante manteníacontra la garganta del marqués. —Tienes otro punto más de semejanza conmigo,Diego Lucientes. En premio a tu conducta deempecatado romántico imbécil, que es lo que yotambién soy, desembarcaremos a los señoresmarqueses en tierra deshabitada de La Española.Y andando sólo unas leguas hallarás ciudadcivilizada. —¡No creas que por eso tu perdón pediré,villano!—gritó el marqués. Cimbreó en el aire la espada de Carlos Lezama. —Muérdete la lengua cuando ante mí estés,Genaro del Aguilar. Ganas no me vengan de cogerpalo recio y tundirte las costillas, colocándote enellas nuevos blusones. No abuses de que elestudiante y yo seamos dos románticos... porque simosca nos pica, coces propinamos como asnos quesomos. ¡A callar, que en mí bordo mando yo y sóloyo! Despedían tal amenazadora luz los negros ojos

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del pirata, que el marqués retrocedió unos pasos yaceptó sin rechazarlo el prudente abrazo de suesposa y de su hija. —Velos, Diego Lucientes. Caro habrían pagadoel rescate. Por su precio puedes tratar de trabaramistad con la hija del señor muy excelentísimoGenaro del Aguilar. —Fué locura de estudiante, mi señor. Ante ellaquedé plasmado en la peor de las varonilesposturas, y hombre apaleado es ridículo parasiempre. Por tanto, más que nunca, ella, Sonsolesdel Aguilar, es mi amada imposible. Listo eres, estudiante. Otro punto más de comúnconmigo. Señoras, pronto pisarán tierra noble, yrecuerden siempre que la vida deben a DiegoLucientes, que afrentas sabe pagar con realnobleza de espíritu, que mejor es, a veces, que lanobleza de los pergaminos. Saludó el Pirata Negro y abrió la puerta. DiegoLucientes vaciló y al fin inclinóse también anteSonsoles del Aguilar. —Permíteme que te tutee, Sonsoles. Nunca másnos veremos, pero recuerda sólo que de alma cruel

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es reírse ante hombre apaleado, cuando dañosrecibe por poesía que con alma infantil escribió.Adiós. Cerrada la puerta sobre los enmudecidosaristócratas, el Pirata Negro dió un amistosoempellón en el hombro del estudiante. —Aún estás a tiempo, bachiller. Ella es bonita, yquizá podría olvidar que en ridículo te conoció,porque acaba de conocerte de caballero cabal.Intenta... Dedícale nueva poesía. —Sólo al mar quiero querer, señor. Y déjamepelear siempre a tu lado. Aun mucho he deaprender en lo tocante a ser caballero cabal —Dije ya que adulón me parecías, pero tu cara degranuja amable lo redime de tal pecado.¿Quedarte, pues, quieres conmigo? —Sí, señor dijo fervientemente el estudiante—.Y sólo pido muerte a tu lado. —Di mejor vida bravía, arrullada por la sinceracanción del mar. * * * Y sólo fué “Cien Chirlos” el que en tierra dejó a

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los asombrados aristócratas. El “Aquilón”, velas hinchadas, desapareció en elhorizonte arrullado por la bravía canción del mar.

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notes

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Notas a pie de página 1 Histórico. "El Bechemer" fue el primeresperanto, con predominación de léxico español yque era hablado por piratas de toda nacionalidad. 2 Ver el volumen de esta colección “Brazo deHierro”.