Culdbura nº 2

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enero 2016 nº 2 (invierno) Destacamos en este número: * Viajeros ilustrados en el Burgos del s. XVIII * Carpeta artística de Fernando Renes * Cómic de Eloy Luna

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enero 2016 nº 2 (invierno)

Destacamos en estenúmero:

* Viajeros ilustrados enel Burgos del s. XVIII

* Carpeta artística de Fernando Renes

* Cómic de Eloy Luna

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El valor de cambio aparece en principio como una relación de cantidad, en la que

los valores de uso se intercambian los unos con los otros. En esta relación, representan

una misma cantidad de uso. Así, un volumen de Propercio y 8 onzas de tabaco pueden

tener el mismo valor de cambio, a pesar de la diferencia de valores de uso del tabaco y

de la elegía. Como valor de cambio, un valor de uso vale como otro si son cambiados en

proporciones exactas. El valor de cambio de un palacio puede expresarse en un cierto

número de cajas de betún. Los fabricantes de betún londinenses han expresado el valor

de cambio de sus múltiples cajas de betún en sus palacios. Así, pese a su carácter

particular, y sin atender a la naturaleza específica de la necesidad a la cual sirven de valor

de cambio, las mercancías, consideradas en ciertas cantidades, son iguales unas a otras,

se reemplazan mutuamente en el intercambio, aparecen como equivalentes y presentan,

pues, no obstante su aspecto abigarrado, una común unidad.

K. Marx

¡Más madera!

G. Marx

Agradecemos a Myriam de Miguel que nos haya proporcionado las imágenes de sus pinturas,

merced a lo cual hemos podido iluminar el presente número.

Catálogo de exposiciones y concursos en los que ha participado la pintora:

http://www.laventanadelarte.es/exposiciones/sala-de-exposiciones-del-arco-de-santa-

maria/burgos/myriam-de-miguel

Cul ura es un empeño de: Fernando Ortega, Fernando Arnaiz, José Mª Izarra, Alfonso Hernando, Jesús

Borro, Jesús Pérez, Luis Carlos Blanco y Félix J. Alonso, entre otros.

©de los textos (faltas de ortografía incluidas), ilustraciones y fotos, los respectivos autores.

©del logo, grafismo y maquetación: el maquetista.

Contacto: [email protected]

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Sumario

Viajeros ilustrados en el Burgos del siglo XVIII, Leonardo Romero Tobar ................. Pág. 5

Diario de un hombre de barro, Carlos de la Sierra ..................................................... 11

Nuestra ciudad / Hombrelobo, Montserrat Díaz Miguel ............................................... 13

Historia increíble, pero…, Luis Carlos Blanco Izquierdo ............................................... 17

El forastero que vino a casarse, Félix J. Alonso Camarero .......................................... 21

Isósceles, Jorge Saiz Mingo ................................................................................... 25

Viernes Santo, Sonia Martínez ............................................................................... 31

Historia de la fama imperecedera, Alfonso Hernando ................................................. 37

¡Bulevar es robar!, Lino Varela Cervino ................................................................... 41

Carpeta de Fernando Renes, Esther Rojo Hernández ................................................. 45

Me han llamado a existir durante un rato, Antolín Iglesias Páramo .............................. 51

Seré tu sombra, Luis C. Montenegro ....................................................................... 53

Horizonte, Carmen Martínez Alonso ........................................................................ 55

Cuando se oculte el sol recogeré, Merche Rodrigo ..................................................... 57

Meditación, Soledad Medina .................................................................................. 59

El Relojerico, Rocío de Juan Romero ....................................................................... 61

Cetmen C, Jesús Borro Fernández .......................................................................... 63

¡Que yo no me llamo Claustro!, José María Izarra ..................................................... 67

El regalo, Pedro Olaya .......................................................................................... 69

Teófilo, amigo de la infancia, Eloy Luna ................................................................... 71

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VIAJEROS ILUSTRADOS EN EL BURGOS

DEL SIGLO XVIII

La ciudad que, desde los orígenes de la imprenta, había sido uno de los focos de

producción impresa importante, tanto en cantidad como en calidad, experimentó un

retroceso llamativo en el siglo XVIII por la reducida actividad de muy pocos talleres

tipográficos que imprimieron un centenar de obras en el curso de la centuria. Los

escritores burgaleses notorios de este tiempo ejercieron su actividad fuera de la ciudad;

por ejemplo, el P. Enrique Flórez elaborando su España Sagrada en distintos lugares de

la Península y Gaspar Zavala y Zamora escribiendo para el teatro de la Corte.

Precisamente la vida teatral sufrió también una penosa detención al procederse en 1755

a la demolición del teatro público. De forma que lo que en el siglo XVIII estaba siendo el

tiempo de las iniciativas ilustradas sobre progreso y la actividad cultural, la de Burgos

había descendido llamativamente en relación a lo que había sido durante los siglos

anteriores y sólo se mantenía en pie el conjunto de monumentos religiosos y civiles que la

decadencia local no había demolido.

Las valoraciones estéticas de estos monumentos fueron los efectos más

percutientes en las consideraciones que distintos viajeros ilustrados registraron en sus

impresiones, además de, claro está, las páginas que redactaron los viajeros interesados

en la descripción técnica de edificios, documentos históricos o reconstrucciones del pasado

histórico. En contraposición con esta tendencia de atonía cultural, el siglo XIX volvería a

vivir el auge de las imprentas y la creatividad literaria como han mostrado Luisa Cuesta,

Justo García Morales, Martínez Añíbarro y Ortega Barriuso en sus respectivos trabajos

sintéticos de la historia editorial y literaria de Burgos.

Enrique Flórez resumió abundante información sobre iglesias, monumentos y

documentación de valor histórico en su obra monumental y Antonio Ponz en su Viaje de

España dedicó casi todas las cartas de un tomo de su obra a la descripción de muchos de

estos lugares, sin olvidar el lamento por el aire de decadencia que observa en el mal

estado en el que se conservaban cuando él los visitó:

El castillo no pudo dejar de ser de los más inaccesibles y

fuertes, y habiéndose conservado casi hasta nuestros días daba

a la ciudad una cierta majestad de que ya está privada; gran

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desgracia que se experimenta en todas nuestras provincias,

cuyas eminencias se veían hermoseadas a cada paso de estos

suntuosos edificios, que no podían menos de dar al reino

notable majestad y mucho placer a los que transitaban por él.

Todo esto se abandonó, se destruyó y se acabó, y si algo queda

se acabará presto sin ninguna esperanza de reedificación para

en adelante1.

Isidro Bosarte compendiaba sus noticias en el tomo 1º (1804) de su Viaje

artístico a varios pueblos de España2 en una reiteración de las penosas impresiones

que habían registrado los viajeros que le habían precedido. Pero el tono cambiará con el

cambio de perspectiva estética que introdujo la sensibilidad emocional hacia los paisajes y

lugares “sublimes” que se extendería a finales del siglo XVIII y que, para la ciudad

burgalesa y sus proximidades geográficas, aplicarían los románticos del siglo XIX.

Habrían de ser los viajeros del siglo XIX los que innovarían en la descripción de los

espacios, bien en el dibujo de lugares impresionantes —como Richard Ford ayudado por

Mariano José de Larra en su visión del desfiladero de Pancorbo3—, bien en la emoción del

pasado histórico revivido en los viejos monumentos —Théophile Gautier, Richard Clifford

y otros— que proyectarían un romanticismo intenso al contemplar las tierras de la

provincia o los relieves arquitectónicos de la capital.

Pero volviendo al siglo XVIII, podemos recordar cómo en obras de ficción la ciudad

es presentada simplemente como un nudo más de las aventuras picarescas de Gil Blas

de Santillana cuando, después de salir de la cárcel, fue recibido en Burgos por doña

Mencía para vivir allí otra aventura en la que están ausentes los reflejos del paisaje y los

edificios (caps. XIII a XV de la traducción efectuada por “un español celoso”, es decir el P.

Isla, en 1715). Y con análoga indiferencia para los escenarios urbanos un ilustrado

español de primera fila —José Cadalso— reconstruirá en un avance pre-noventayochista,

lo que era el panorama humano y social de la vieja ciudad castellana. Es sabido que el

regimiento de José Cadalso pasó por Burgos en 1764 como él mismo lo anotó en la

“Noticia de las leguas que he andado por vía recta” de sus anotaciones autobiográficas.

Esta experiencia o las de algún otro viaje Cadalso las debió de tener muy presentes al

escribir sus Cartas Marruecas en las que caracteriza el modo de ser de los “castellanos”

que conservan el viejo carácter español de gentes orgullosas y honradas (carta 26), y así

lo refleja Nuño al hablar de la amiga de su hermana que vivía en Burgos (carta 35) o el

caso de sus abuelos, vinculados a Burgos porque se habían conocido en un sarao

celebrado en la ciudad (carta 11), y vuelve a subrayarlo al estimar que “las provincias del

1 .- Antonio Ponz, Viaje de España…, 1788, vol. 12, p.20.

2 .- “La situación de Burgos es tan amena que parece dictada por los poetas, devotos siempre de los conquistadores.

Porque los godos, a quienes no debía ser incómodo el rigor del clima de Burgos, hicieron en su eminente cerro una

fortaleza que debiese custodiar las llanuras de las vegas; y los hombres de imaginación, atraídos por la feracidad de la

tierra, de la prontitud con que en ella se crían los árboles y de la confluencia de las aguas, fueron haciendo Burgos bajo

la tutela de las montañas, como si buscasen la comunicación del estómago con la cabeza” (*Viaje artístico…*, 1804, p.

238).

3 .- Leonardo Romero Tobar, “Larra ante el paisaje sublime”, AA. VV., Letras de la España contemporánea-

Homenaje a José Luis Varela, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995, pp. 297-307.

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interior de España, por su poco comercio, malos caminos y ninguna diversión (…)

producen hoy unos hombres compuestos por los mismos vicios y virtudes que sus quintos

abuelos” (carta 21).

Ahora bien, serían los viajeros poseídos por aquel deseo del vagabundeo

cosmopolita, como definió Friedrich Wolfzettel su interpretación de los viajeros franceses

decimonónicos, los que dejarían en sus anotaciones una percepción más aguda y personal

de su visión de la ciudad de Burgos. Leandro Fernández de Moratín, favorecido con una

prestamera sobre el arzobispado de Burgos, debió de atravesar la urbe en el curso de su

viaje a Francia de 1787 del que da cuenta en sus cuadernos de viaje y en cartas a

Jovellanos del mismo año aunque no disponemos de las impresiones que esta visita pudo

depararle. Por el contrario, un viajero procedente de las islas Canarias —José Viera y

Clavijo— escribía en su “Diario” cómo su grupo de viajeros encaminados a Francia había

salido de Lerma el día treinta de junio de 1777 para llegar a la ciudad, en la que

permanecieron un solo día, y de la que ofrece estas impresiones:

Llegamos a Burgos a las once y media no siendo muy

ventajosa la casa de nuestro alojamiento. Es ciudad grande, de

arquitectura gótica y anticuada con malas calles y algunas

buenas fuentes. Su catedral es de las más bellas de España.

Hay 14 parroquias y muchos conventos de frailes y monjas, con

algunos hospitales. Cuando los señores viajeros fueron a ver la

metropolitana, en el coche del arzobispo D. José Rodríguez de

Arellano (quien los había cumplimentado) se tocó el órgano y la

música de la capilla entonó un villancico. Después de haber

registrado todo lo más notable del Templo, sacristía, claustro,

aula capitular etc., fuimos unos al colegio llamado de Saldaña,

para educación de niñas, y otros en coche al real convento de

las Sras. Huelgas (sic).

El viajero ilustrado que integró la mejor información factual y sus impresiones fue,

sin lugar a dudas, Gaspar Melchor de Jovellanos que estuvo en Burgos en dos ocasiones

de las que deja constancia detallada en sus imprescindibles Diarios. Su primera

permanencia en Burgos se verificó entre el miércoles 22 y el jueves 25 de abril de 1795.

Jovellanos anotaba cómo en el amanecer de su primer día en Burgos “aún duran las

nubes y el tiempo frío” para pasar inmediatamente a la visita a la catedral, de la que su

primer comentario está referido a la modificación neoclásica que había sufrido su portada

en años recientes: “A la catedral, grande, magnífica, renovada, una portada antigua con

otra muy bella moderna pero que, por lo mismo, desdice”. Desde su buen conocimiento de

los pintores y la arquitectura juzga negativamente la media naranja levantada en el

siglo XVI sobre el crucero al par que valora y discute autorías de algunas pinturas de

las capillas discutiendo las opiniones de Ponz, para pasar, sin transición alguna, a contar

sus visitas a personas 4 y conventos de la ciudad, visitas en las que no podían faltar, la

4 .- Acerca de las obligaciones de los obligados encuentros de sociedad escribe al final del jueves: “Semejantes

martirios de la razón y el gusto deberían desaparecer cuanto antes de la sociedad urbana. ¡Viva el retiro y la lisura

aldeana! A casa, cenar y a la cama”.

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Cartuja, las Huelgas, el Hospital Real donde se conservaban algunos cartularios

medievales. Sobre su salida de Burgos el día 25 escribe que la “mañana (era) parda”.

Síntesis de las impresiones y valoración jovellanista de la ciudad son los versos

que leemos en su “Epístola a Poncio” (escrita también el año del viaje de 1795):

Llegué a Burgos ¡Oh Corte derrotada!1

Ya vuelve a ser ciudad. Planta, edifica,

limpia, proyecta, pero ¿instruye? Nada.

Aún la pereza allá se santifica

y la ignorancia se regala (…).

Su segunda estancia burgalesa fue mucho menos grata para él ya que corresponde

a su traslado como detenido político desde Gijón hasta Barcelona camino de Mallorca

donde sería recluido en la cartuja de Bellver. En este penoso recorrido llegó a Burgos el

día 31 de marzo de 1801 de donde partió al día siguiente. Al entrar en la ciudad por el

camino de Valladolid le llama la atención el feraz arbolado que la rodea y el nuevo paseo

extramuros que sería conocido como el Paseo del Espolón:

Al fin, los grandes plantíos de chopos de la vega de

Burgos que la cubren y cruzan en varios sentidos y son

muchos y magníficos. Muy plantado también el camino en las

cercanías de la ciudad. El castillo la domina majestuosamente

colocado sobre el cerro y parece bastante conservado.

Entramos por la noche a la posada de la Vega, que es

magnífica. (… Al día siguiente… se dirigieron) al puente, al

nuevo paseo, que es magnífico, adornado con cuatro bellas

estatuas de las de Palacio; asientos, respaldos de fierro,

ánditos para la gente de a pie; todo lo cual, con los bellos

edificios que hay a la parte de la ciudad, le hace agradable y

majestuosa. Niebla espesa, fría y húmeda5.

Paseo del Espolón, acuarela de Telmo Hernández, 1802, Museo de Burgos

5 .- “Diarios”, en Obras vol. 86, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1956, pp. 41-46 y 255-258.

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Jovellanos sintetizó las que fueron impresiones de los viajeros ilustrados en su

interés por los documentos conservados, en su atención técnica y artística a los edificios

históricos y a la abundante riqueza botánica de las cercanías de la ciudad, una información

a la que se solapa las poco agradables sensaciones térmicas del clima, el mal estado de

algunos monumentos y la decadencia cultural que también habían señalado otros

visitantes de la ciudad y que se podían fijar en la caída de la producción editorial o la

interrupción de las actividades teatrales. Tendrían que venir otros tiempos para que se

modificaran estas circunstancias y para que los nuevos viajeros percibieran otras

impresiones de la vieja cabeza de Castilla.

Leonardo Romero Tobar

Complacencia

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Inconformismo. El triunfo de los matices absorbe cierto nivel de esperanza frente al negro más absoluto

Esperanza absurda. Descubrir la propia imagen ante el espejismo

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Diario de un hombre de barro

Hemos logrado darnos una apariencia física bastante humana (puede ser un error),

utilizando el barro pegado a nuestros cuerpos. Ahora distingo con facilidad a mujeres y

hombres; todos hemos perdido los restos de ropa que portábamos y somos esculturas

desnudas que poseemos el don de caminar. Las articulaciones están húmedas y nos

movemos con perfecta libertad. Es curioso, pero hasta aquí nos han seguido las taras

físicas que padecimos en vida. Veo a cojos, mancos, cheposos, leporinos, encorvados,

deformes, demediados, retorcidos, incompletos, siameses, abortos… Por suerte (creo) no

distingo a los asesinos, dictadores, militares, ladinos, perros rabiosos, fascistas, nazis,

sacerdotes, monjas, frailes, jesuitas, fariseos, hipócritas, mercenarios, falsarios,

inquisidores, guardianes de la sabiduría, fanáticos, beatos bautizados, talibán, infalibles,

papas, cardenales, economistas liberales, globalizadores, artistas con plumas de colores,

creadores con plumas de carroñeros, generales, banqueros, políticos errantes, políticos

errabundos, políticos vagabundos, políticos ensoberbecidos, más fascistas (especie

bigotito, camisa vieja y corbata de diseño); puedo llenar un libro mencionado sólo su

maloliente catadura humana. Supongo que todos ellos estarán aquí, y dudo que sean

distintos a como fueron… ¡Pero no puedo evitarlos! Imagino que, además, estaré rodeado

de los mejores entre todos aquellos que fueron (mujeres y hombres) los hermosos

vencidos, los desarrapados, las víctimas, los vulgares, los comunes, las putas, los

ladrones, los ajusticiados, los pobres, los odiados, los olvidados; aquellos que siempre

quedaban aplastados por los terremotos, ahogados por las avalanchas de barro, asfixiados

bajo toneladas de basura, hundidos en los mares, abrasados en los desiertos, arrasados

por las necesidades de los países ricos, condenados al hambre, la enfermedad, las

guerras, la muerte, el fracaso, la miseria desde las salas enmoquetadas del Fondo

Monetario Internacional, desde las mesas de ébano del Banco Mundial. Ahora, ¿todos

juntos?)

El suelo que pisamos ya no es barro; una fina capa de arena cubre la soledad que

nos acoge.

Carlos de la Sierra

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Forma corporal del viento

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Nuestra ciudad / hombrelobo*

*(Para ser leído en luna llena)

No exagero ni miento cuando afirmo que en Burgos está enterrado un

HOMBRELOBO.

Según se entra en el cementerio, en la calle principal, a mano izquierda, caminando

apenas unos pasos, se puede leer una inscripción en lo alto de una pared vertical. Claro

que en ella no pone “aquí está enterrado un HOMBRELOBO”, allí está escrito el nombre del

que lo representó, su nombre propio, el que le pusieron al nacer para que formara parte

de la sociedad. Me refiero aquí a él con gran respeto, ya que fue su voluntad personal ser

enterrado en Burgos. Y algo tuvo que amar a la ciudad si quiso que así fuera, algo hubo

de importarle en ella. Dejemos, no obstante, descansar sus huesos en la tranquilidad de la

tierra.

Trascendió esta personalidad primeramente, hasta convertirse en un actor de cine

de fama universal. El cine es la escenificación del cuento, la narración de la historia, la

explicación del misterio… Por ello los actores se elevan por encima de la simple condición

humana, se hacen mundialmente famosos, traspasando las fronteras. Y este hombre

consiguió su puesto entre los grandes actores del cine clásico. Pero permitamos,

asimismo, que el actor moreno de grandes ojos negros siga mostrando su rostro serio y

sereno en las pantallas de todo el mundo.

Ambos nombres están escritos en esa pared vertical del cementerio.

Volvió a trascender su personalidad una tercera vez, ya que, en muchas ocasiones,

encarnó al mito del HOMBRELOBO. Y lo hizo tantas veces, que su mirada triste tuvo, por

fuerza, que rozar su alma.

Al contrario que los hombres, los mitos no mueren. Se renuevan, se hacen

perennes. Hechos de arena o espuma, permanecen vagando eternamente por la tierra,

alrededor nuestro.

No ha de haber sido difícil para ese lobo dar el salto desde el cementerio hasta el

cerro que se eleva en sus inmediaciones. Sólo un salto de animal para superar la

carretera, y ya encontrarse en la gran explanada semisalvaje que domina, por un lado, a

la ciudad; por el otro al cementerio y al campo abierto.

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Si en esos montecillos no se hace extraña la figura solitaria de un hombre paseando

en soledad, tampoco habrá de serlo la silueta de un Lobo, ni tampoco la de su unión, el

HOMBRELOBO; si un hombre puede caminar embebido en sus pensamientos, también

podrá desarrollar los suyos el mito; si éste puede vagar con la carga de sus pesares, lo

podrá hacer de igual forma si se piensa un lobo.

En la noche, sorberá el aire por todos los costados del cerro abierto, o recorrerá

inquieto los infinitos vericuetos que se internan en los pinares sombríos, con su suelo

cubierto de agujas, aullando confusamente junto al viento, a la par, en un dúo

sobrecogedor.

Cuando llueve pueden verse unas huellas extrañas impresas en el barro de algún

camino. No quiere infundir miedo; sólo desea asombrar a los buscadores de fábulas.

Sueño o delirio, el HOMBRELOBO recorre la explanada las noches de luna llena; y, si no

hay luna, la recorre igualmente; tampoco le importa si es de día, o si, en el atardecer,

agazapado en un extremo de la planicie, desea contemplar quietamente la puesta de sol.

No tiene barreras, ni metas, ni cadenas. Es nuestra expresión libre y salvaje. Es como

nosotros. Somos nosotros, además de algo extraño que puede que nos haga mejores.

Tendido en la hierba silvestre de la llanura, dejará descansar la inmortal cabeza,

mostrará sus dientes agudos, cerrará los enrojecidos ojos. Se empapará con el agua del

rocío. Quizás se aleje alguna vez hacia las sierras; quizás baje a la ciudad, paseando su

esencia pura de animal, cauto y curioso, sin deseo de compañía, y cuya sombra

monstruosa puede sobrecoger a los insomnes. Quizás, de vez en cuando, se acerque al

tranquilo y solitario cementerio, salpicado de pequeños cipreses, para, cuando esté

bañada por la luz de la luna, lamer la tumba del hombre que lo amó.

Luego regresará al cerro. En él tiene su hogar ese HOMBRELOBO que llegó a

Burgos de la mano de un actor. Él lo trajo, él nos lo entregó, sencillamente porque,

cuando sintió próxima la muerte, quiso que lo enterraran en Burgos.

Tras intentar seguir las huellas por las arboledas del castillo de ese imaginario

HOMBRELOBO, debo expresar mi gratitud y admiración hacia Jacinto Molina, Paul Naschy,

nombre con el que se hizo actor. Sin él no hubieran sido posibles estas ensoñaciones.

Burgos Noviembre 2015

Montserrat Díaz Miguel

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Alucinación verídica

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Vínculos. Guarda el barro el calor del sol, y los ojos el calor humano

Opuestos inseparables

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historia increible, pero…

...tan cierta para el hombre que la gozó o

padeció —según la interpretación de su

lectura— como veraz es que al

protagonista no le quedó resuello para

contarla. Su corazón dejó de latir.

El hombre murió sin hablar, así

que pondré fe en la ciencia y en mi propia

ingenuidad-ficticia, o al revés, según me

convenga en cada línea y párrafo, para

narrar lo ocurrido.

El hombre se dijo, después de

asombrarse por la luminosidad de artificio

que anunciaba el solsticio de invierno,

que era el momento idóneo para hacer un

chantaje emocional a la humanidad;

procurar, por así decirlo, alivio para sus

muchas hambres atrasadas y sentir,

mientras restaurase su cuerpo, un poco

de calor aunque éste fuese desprendido

por una estufa eléctrica, ya que ésta

concede la caloría más parecida al calor

humano, aunque la factura de aquella sea

feroz e inhumana.

La aldaba de la puerta elegida le

pareció de mucho peso, de bronce

macizo, como si la hubiesen puesto,

intencionadamente, con el fin de romper

la voluntad de llamar.

El hombre pensó que siendo así

el aldabón, si la proporcionalidad se

ajustaba a la lógica, los dueños tendrían

una conciencia susceptible a la emoción y

lo admitirían para invitarlo a su mesa.

El hombre se embargó en la

aventura y el esfuerzo que le suponía

tañer un aldabonazo, único, pues las

escasas energías disponibles en su alma y

cuerpo le impidieron repetir la llamada.

La espera resultó corta: cinco

minutos de cierto anhelo incierto. La

puerta se abrió con lentitud y alguna

queja oxidada de sus goznes.

—¿Qué desea? —pregunto la voz

de una singular especie de mayordomo.

Y lo juzgo raro por la toba que

bruñía el atavío del sirviente, ya que por

la misma vestimenta era de suponer que

el caserón que gobernaba, tal personaje,

tenía podridas las entrañas estructurales,

como si éstas se hundieran poco a poco,

igual que se vislumbraba, en el cuello

negruzco de su camisa, el lodo económico

de sus dueños.

El albedrío caritativo está por

ver, debió pensar el hombre, ya que sus

dos únicas palabras, disminuidas por la

impresión de lo visto, se acogieron a lo

imprevisto:

—Tengo hambre.

El mayordomo franqueó el paso

al hombre y, abriendo una puerta

aledaña, le ofreció pasar a un amplio

recinto. Después cerró la puerta y se fue,

no sin antes decirle, con voz apática, que

esperase mientras anunciaba su

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presencia y la necesidad de comer que

traía.

Aquel espacio, aposento de

todos los fríos y saturado de penumbra,

parecía ser el taller de un pintor, a juzgar

por las emanaciones que surgían de

aguarrás y pinturas.

El hombre logró adaptarse a la

luz, distribuida ésta por rayos celestes

que se introducían a través de pequeñas

ventanas, tupidas éstas, en parte, por

cuartillos atorados; esto debido a la

herrumbre de sus charnelas.

La escasa luminosidad parecía

dispuesta con el propósito de descollar

los lienzos. Éstos semejaban descolgarse,

agotados por el paso de los tiempos, tal

si pretendiesen huir de las gruesas

arañas que se intuían, ocultas, entre los

recovecos de sus simétricas y bellas

urdimbres.

No hay mayor estímulo para las

hambres que ponerles los alimentos al

alcance de la vista, tras vidrieras

impenetrables, sin posibilidad de tener

acceso a catarlos.

Y las hambres de aquel hombre,

además de muchos años tenían ojos. Una

mirada que, suspendida sobre aquellos

bodegones plasmados en las telas,

extraído el fulgor de los mismos por la

estrategia lumínica, puso en el cerebro

del hombre una certeza: la planitud de la

pintura tomaba relieve ante él. La carne

de aquella olla —ésta hirviendo sobre la

trébede que posaba sus patas entre la

viveza de las ascuas— era una carne que

bien admitiría una dentellada.

Los motivos de otros bodegones:

frutas, vinos..., y las palmatorias que

tenían sus velas encendidas para lucir los

lomos de las hogazas y relumbrar la hoja

del cuchillo, turbaron la mente del

hombre.

No obstante el hombre logró

contener sus impulsos; el poso de su

razón le hizo creer que el mayordomo no

tardaría mucho en traerle las sobras de

una mesa bien surtida; incluso, se dijo,

que también le traería una vasija con

agua potable.

El hombre sosegó su espera;

aunque su esperanza se difuminase por el

tiempo, y tomara, para guarecerse, los

telones que cubrían otros cuadros y

morrallas.

A falta de reloj y calendario, y

menos poder observar a la luna para

medir el tiempo, el hombre comprobó

que las noches dentro del estudio de

pintura eran muy largas, y que por la

estrechez de las celosías ya habían

transcurrido tres amaneceres.

El mayordomo seguía sin

aparecer, siquiera con un mendrugo. Y

los alimentos que se plasmaban en

aquellos lienzos parecían guisados con

esmero y sanas especias. El hombre

acercó sus manos al calor de las ascuas

que, de veraz aspecto en la pintura,

lograron poner calor en las yemas de

unos dedos que apenas se sentían entre

sí.

Ante tal sensación calórica el

hombre adquirió una nueva razón: los

sabañones de sus dedos se despertaron y

exigieron ser restregados mutuamente.

Tal estímulo despertó en el hombre otra

idea.

Se puso a buscar entre los útiles

de pintor y halló las espátulas que antaño

deslizaron los colores sobre las telas.

Tomó con decisión la que le pareció más

limpia y se dispuso a rascar sobre los

alimentos que se lucían en los cuadros.

Las arañas, atemorizadas ante el

improvisado cucharón que blandía el

hombre, huyeron por la lisura de sus

hilos.

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La carne de aquella olla,

obtenida en gruesas virutas, puso calor y

sabrosura de guiso en el paladar del

hombre. El estómago humano comenzó

a reír con gratitud. Las frutas, los vinos y

el resto de alimentos, todos pintados con

pinturas al óleo, fueron desapareciendo

de los lienzos a medida que las luces del

día se apagaban. Las llamas de las velas,

pintadas en los cuadros, comenzaron a

lucir, con luz y calor propios, en la

oscuridad nocturna del recinto.

La mente del hombre así lo vio

mientras se apagaba su vida.

La puerta del salón de pintura

fue abierta el diez de enero.

El mayordomo abrió sin

dificultad, el cometido que portaba era el

de colgar un cuadro retirado de otra

pared. No recordaba que días antes había

dejado allí al hombre. El sirviente contuvo

su sorpresa..., o quizá no se asombró. La

indolencia es así.

Al ver el deterioro de los

bodegones soltó un juramento; después

maldijo al hombre. Abrió una puerta

trasera, dispuso el cuerpo del difunto

sobre una carretilla y, después de

transportarlo hasta un recoveco de la

ribera norte del río, lo arrojó sin

miramientos ni disimulo.

El caserón se veía a lo lejos.

Las autoridades judiciales

cedieron a la ciencia el cuerpo del

hombre, éste sin documentación que lo

identificara.

La ciencia descubrió que el

hombre había muerto por un ataque

agudo de plúmbeo-estomacal: o sea,

todo el plomo con el que se habían

amalgamado los óleos habían apagado

sus hambres y su vida.

La ciencia también afirmó que

mejor así, porque, de haber pasado el

plomo a la sangre y de ésta a los huesos,

el hombre habría sufrido tanto como los

romanos borrachos antes de fenecer, ya

que, trasformada la enfermedad en

saturnismo, la soldadesca del lejano

imperio moría, brindando con vino

caliente en copas de plomo, ante el dios

Baco.

Mientras tanto, el mayordomo

trató de subsanar el deterioro de los

bodegones, por así decirlo, y esconder a

los dueños la realidad. Se le ocurrió pegar

recortes de periódico donde antes

estuvieron los alimentos, y el resultado

no le pareció mal.

Los bodegones pasaron a ser

obra de arte sin definir; no obstante los

expertos en pintura ascendieron su valor

monetario en un millar por ciento, y si

antes valían cero euros, pasaron a valer

mil veces nada. Los valores pictóricos

dependen de los marchantes.

Aun así, como las valías

increíbles tienen un precio oculto, los

ingresos monetarios por las renovadas

pinturas sirvieron para reconstruir la

casona de tan pesado y broncíneo

aldabón.

Está claro que el mérito se debe

al sacrificio del hombre; no obstante el

mayordomo y el mercader litigan por

apropiarse de la leyenda.

La autoría de ésta se ríe a pesar

de todo, porque con la risa se desarma a

todos los dioses y sus demonios.

El título es claro y conciso: esta

historia que he narrado es increíble.

Pero he de intentar que mi

fábula se llegue a creer sin lograr que se

use para la ofensa. Sólo deseo que sirva

para divertir y evitar que distraiga la

realidad de cada pensamiento.

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20

No deseo que mi cuento atore

los cerebros, igual que al espíritu libre lo

ciegan otras fábulas, escrituras

nombradas divinas que, en manos de

testaferros indeseables, hacen creer lo

increíble de sentirse como seres elegidos,

sobre otros, para masacrar a éstos.

Os aseguro que mi relato no

proviene de visiones sobrenaturales,

aquellas que nacieron para avalar tanta

violencia e intrigas sobre siglos de

humanidad, porque, de seguir así... Pobre

lobo.

Luis Carlos Blanco Izquierdo

Los fantasmas que te habitan

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21

EL FORASTERO QUE VINO A CASARSE

“El que a pueblo ajeno va a

casar o va engañado o va a engañar”, es

lo que viene diciendo el refrán desde hace

muchos años aunque yo no me atrevo a

aventurar que el lector llegue a sacar

esta conclusión de la historia que me

dispongo a contar.

Debió de llegar al pueblo por el

tiempo de la vendimia, dado que la

mayoría de vecinos no advertimos su

presencia sino tras aquellos días de

mucho ajetreo y mucha animación con

tanto foráneo como había acudido para la

recolección de la uva. Cuando el pueblo

recuperó su tranquilidad habitual la figura

del forastero se hizo patente y

empezamos a preguntarnos quién era, de

donde procedía y qué venía a hacer

entre nosotros. Supimos entonces que

paraba en casa de doña Juana Gaitán,

una señora muy puesta que no hacía

mucho se había establecido en el pueblo

con su segundo marido, procedente de

Madrid. El forastero venía también de la

Corte y había sido muy amigo del primer

marido de la señora y también poeta

como él, razón por la cual su persona

acicateó mucho más nuestra curiosidad.

La cosa es que de pronto

empezó a correr por los mentideros el

rumor de que cortejaba a la hija de doña

Catalina de Palacios, la hermana de don

Juan, el cura-párroco, rumor por cierto

bastante sorprendente que no era fácil de

creer dado que la muchacha no había

cumplido los veinte y este señor andaría

rondando los cuarenta. No hacía mucho

que había muerto el padre de familia

dejando a la viuda con tres hijos, dos

varones por debajo de los diez años y

una hija en edad casadera, con lo cual

quiero decir que aquella casa precisaba

de un hombre como Dios manda que

preservara el orden dentro de ella y la

hiciera prosperar adecuadamente a fin

de que todo el mundo la siguiera

respetando.

Pero a un sujeto como el

forastero, que no iba a tardar en peinar

canas, no le veíamos con las aptitudes

necesarias para tal cometido, pues al

hecho de ser capitalino y a la diferencia

de edad tan notable con la novia, como

he apuntado, había que añadir que tenía

casi inutilizado el brazo izquierdo. Con

tantos años y esa tara, poco tiempo le

quedaría ya para salir al campo y mal se

había de valer para manejar las

caballerías y aricar los majuelos y

podarlos y luego vendimiar y todo lo

demás que no es poco en el quehacer

permanente de todo labrador que quiera

llevar sus cosas como es debido. A no ser

que trajera posibles con los que pagar a

jornaleros que trabajaran en su lugar si

es que al fin se hacía cargo de aquella

casa.

Aunque todas estas

consideraciones de seguro que sobrarían

pues más probable fuere que, tras la

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boda, se llevara a la joven esposa al

lugar de donde procedía, a vivir otra clase

de vida menos fatigosa y aburrida y más

próspera a poco que la fortuna se pusiera

de su parte. En último término, sabios

tenía nuestra Santa Madre la Iglesia,

como siempre los tuvo, que podrían

explicar aquel misterio mejor que

nosotros, que no pasábamos de ser

aldeanos pobres e ignorantes. Quiero

decir que allí estaba el pariente sacerdote

que, por cercanía y autoridad, llevaba

toda la ventaja para conocer las

intenciones y propósitos del pretendiente,

amén de tener bajo su exclusivo

gobierno el confesionario, punto al que

todos los cristianos de bien acaban

acercándose y desvelando sus verdades

interiores, hasta las más ocultas y

extrañas, cosa que en algún momento

digo yo que haría el que aspiraba a

convertirse en su sobrino.

Hasta que inesperadamente un

domingo a primeros de noviembre, a

punto de concluir la misa mayor, el

celebrante se vuelve hacia los asistentes

y se pone a leer unas amonestaciones

con la noticia ya verdadera de que el

forastero y su sobrina se casaban. Todo

el mundo nos quedamos de piedra. ¡Pero

si el noviazgo había sido visto y no visto

dado que no hacía ni tres meses que el

novio había llegado al pueblo! Aquello fue

un bombazo. Por toda la iglesia surgieron

los cuchicheos e insistieron las miradas

de sorpresa sobre todo entre las mujeres

que eran las que con mayor interés

seguían esto de los casorios. Ni que las

dos familias se conocieran de siempre

cuando no se conocían de nada. ¿No sería

que los futuros contrayentes se habían

comido el pastel antes de tiempo?

Algunos aventuraron por lo bajo

que quien más prisa había tenido en

rematar el negocio había sido la madre,

que parecía que la que había de meterse

en la cama con el pretendiente era ella y

no su hija. Algo de verdad sí que debía

de haber en esta opinión pues no había

más que verla, según decían, cada vez

que su futuro yerno abría la boca, una

boca tan bien hablada, que parecía que

iba a derretirse como un helado. Claro

que reciente como tenía la muerte del

marido, que no llevaba ni un año de

viuda… De pronto doña Catalina de

Palacios habría comprendido que los años

se le echaban encima y habría acabado

obsesionándose con poner cuanto antes

un varón al frente de su hacienda…

Aunque quien sabe si con tanta prisa por

casar con el primero que se lo había

pedido no estaba metiendo la pata. Si así

sucedía, ella sería la responsable única. A

la hija, al fin y al cabo, no le quedaba

sino agachar la cabeza y obedecer.

Catalina, si bien era muy joven, no

propendía a la rebeldía, tan propia de la

juventud, porque era buena chica y para

mí que algo pánfila.

Una cosa más puedo añadir

sobre este punto. Los hidalgos no

debieron de ver con buenos ojos aquella

relación. Incluso se sentirían ofendidos. Y

es que yo creo que más de una familia

había puesto los ojos en Catalina para

emparejarla a no tardar con alguno de

sus vástagos, que sería a fin de cuentas

de edad más apropiada que la de aquel

desconocido que de la noche a la mañana

se había presentado en el pueblo con una

mano delante y otra detrás, como decían

no pocos. Lo digo porque al conocerse el

noviazgo entre aquella pareja tan

desparejada, a la familia, sus iguales de

abolengo comenzaron a hacerle el vacío,

como si se sintieran despreciadas al

preferir a un forastero, viejo y manco

por más, antes que a uno de sus hijos.

Con el aislamiento lo que pretendían

decirle era: “¿Ah sí? Pues con tu pan te lo

comas”.

El recién casado no tardó en

convertirse en un vecino más o sea en

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uno de los nuestros. Era simpático como

el solo y muy bien hablado, vamos, que

labia no le faltaba, como no tardamos en

comprobar también los asiduos de la

taberna en cuanto con el paso de los

días empezó a frecuentarla. Decía que no

era por alabarnos pero que no había

probado vinos como los nuestros. Con el

segundo trago se ponía a contar de sus

andanzas y no paraba. Mira que había

recorrido mundo que hasta en Nápoles y

en Florencia y en Génova había estado, y

en Portugal donde a punto estuvo de que

el Rey le recibiera. No sé si esto último

no sería tirarse el moco para dárselas de

muy importante. Una noche en que ya

andábamos un poco cargados le

propusimos la apuesta de a ver si era

capaz de distinguir a ciegas tres vinos

diferentes, que si acertaba no

tendríamos inconveniente en nombrarle

mojón principal del pueblo. Pues acertó

sin vacilar. Qué nariz y qué paladar los

suyos.

Otra noche vino a contarnos en

medio de un silencio expectante que lo

del brazo se lo habían hecho los turcos

luchando en la batalla de Lepanto. Pero

en lugar de decirlo como con pesar —al

fin y al cabo se trataba de una mutilación

para toda la vida—, los ojos le brillaban

de entusiasmo y al final se emocionó

tanto que le brotaron las lágrimas, hecho

que arrancó también las de muchos de

los presentes. Creo que fue en el pueblo,

a raíz de contar esta última historia, tan

proclives como somos los aldeanos a

estas cosas, donde le colgaron el apodo

con que se haría famoso en el mundo

entero.

Y para remate, otra noche contó

que, regresando a España por mar desde

Italia, los piratas le habían hecho

prisionero y había estado cautivo nada

menos que cinco años en Argel. ¡Cinco

años, se dice pronto, bajo la bota del

turco! Había que ser un tipo entero y con

aguante para haber sufrido todo aquello y

haber sobrevivido.

Madre mía, que vida tan

extraordinaria la del forastero,

pensábamos sobre todo los que como yo

no habíamos salido nunca del pueblo que

se nos quedaba la boca abierta

escuchándole. No era extraño que

hubiera encandilado a la madre antes que

a la hija. Si en un principio pudimos

sospechar que todo cuanto nos contaba

sobre su vida, buena parte de ello podía

ser pura invención, con el trato y la

confianza, acabó convenciéndonos de que

era un tío cabal. Es que además entendía

de todo como no fuera de lo que más

debía entender de allí en adelante que

era de la tierra y de laborar las viñas. Ahí

veíamos otro inconveniente para despejar

el último recelo sobre su persona porque

no sé yo si sabría siquiera que el vino que

bebíamos procedía de los majuelos que

florecían cada primavera a tan poca

distancia de la taberna.

Se nos hacía muy cuesta arriba

pensar que un hombre así que había

conocido tantas cosas de las Españas y

del mundo viniera a encerrarse para

siempre en un poblacho como el nuestro.

Aunque ni por asomo cuadraba su

aspecto con el de un malhechor o un

calavera, ¿no vendría huyendo de algo o

escondiéndose de alguien? De manera

que el misterio que nos ofreció a su

llegada se fue espesando hasta

convertirse en un verdadero enigma. No

creo que estuviera tan enamorado de la

muchacha como para condenarse el resto

de su vida a vivir de la agricultura. Era

poeta, sí, que bien se veía que de letras

entendía, por las cosas que decía y por

como las decía, y que los poetas buscan

la soledad y el vino para inspirarse, y el

pueblo tenía las dos cosas. Pero no solo

de hacer poesía vivían los poetas y

menos este, tan comunicativo y con tanta

letra pequeña.

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Dos años duró el misterio. Dos

años apenas mandando como cabeza de

familia en la casa de doña Catalina de

Palacios, y de la noche a la mañana el

manco desaparece sin dar explicaciones

ni dejar rastro. Al pájaro viejo no le sacas

las plumas, que dice otro refrán. En algún

momento la vida tranquila y rutinaria se

le había trocado en cautiverio, palabra

que tan malos recuerdos despertaba en

su conciencia, o fuera, quien sabe, que

en su corazón se había enfriado

prematuramente la calentura del amor

tras el flechazo y el rápido noviazgo, y

por tanto, “acabados los higos, pájaros

idos”. Pobre Catalina, tan joven y ya sin

marido. Cuando acudían a la iglesia los

domingos podía verse a la madre y a la

hija, enlutadas y cogidas del brazo, como

si el marido de la última también hubiese

muerto, la madre con el rostro medio

oculto entre los pliegues de la mantilla y

la hija cabizbaja. Con qué caprichosa

ligereza el destino juega a veces con la

felicidad de las personas.

Luego siempre estaban los duros

de corazón, los tocados de insana malicia,

que trataban de sonsacar a los más

inocentes de la familia:

—Eh, Paquillo, ¿y tu cuñado

cuándo vuelve? —le preguntaban con

sorna al mayor de los hermanos de

Catalina, que apenas contaba diez años,

mientras jugaba en la calle con sus

amigos. Y el muchacho se quedaba

mirando al preguntón con cara de alelado

sin saber qué responder.

Alguien dijo entonces que en la

Corte el manco había estado liado con

una casada, tabernera por más, de cuya

relación había nacido una criatura. No

sé…

Félix J. Alonso Camarero

El jardín de Eolo

Realidad o ficción. Todas las imágenes son

mentira; la ausencia de imágenes también

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Página

25

ISÓSCELES

Encontramos a Dueñas en medio

de un charco de sangre detrás de la tapia

de la fuente, la cabeza machacada con

aspecto de balón de rugby, los brazos en

cruz como si hubiera querido emular al

cristo que presidía el aburrimiento de las

clases. Aunque el cadáver, en posición de

decúbito supino, estaba vestido de calle,

las perneras del pijama sobresalían por

debajo del dobladillo del pantalón

arrugado. Comenzamos a buscarle muy

temprano, intrépidos, con la mosca

detrás de la oreja por su ausencia.

Burgos, el hijo del mayor terrateniente de

la región, comentó que el caso saldría en

la prensa. Todos nos asustamos con la

imprevisión de las consecuencias,

conmovidos por la suerte funesta del

finado. Pasaron más de cinco minutos

hasta que el hocico de hurón del hermano

Dalmacio apareció. Se le escapó una

blasfemia voluminosa y todos nos reímos

por lo bajines. El cielo, encapotado de

repente en la mañana de mayo, disecó

dos cuervos en el celaje agrisado de las

nubes y un chirimiri de pacotilla se

obcecó en cubrir el lugar de los hechos.

Poco después se aproximó el resto de los

hermanos con el resabio de la merienda

todavía en el paladar, pero ninguno se

quejó ni expelió injurias hacia la bóveda

del universo. Se dedicaron simplemente a

acariciarse el mentón en pos de una

explicación, de una coartada de cara a las

indagaciones de la policía o de una

solución a la endemoniada adversidad

que se cernía sobre la institución. La

ambulancia derrapó en una esquina de

los jardines que decoraban la parte

izquierda del edificio. Un par de hombres

bajaron con prisa de trolebús y solo

pudieron refrendar la notoriedad del

óbito. La camilla, manchada con

lamparones granas, acogió el rostro de

Dueñas que mostraba un rictus de rabia

en el despropósito de la boca. También

surgió una patrulla de la policía dentro de

un coche sin distintivos. Un hombre con

tripa de peonza charló a solas con el

padre Silvano, que ese año era el

director, y se fue por donde había venido

sin dirigirnos la palabra. Al poco fuimos a

la capilla y rezamos una oración por el

alma de nuestro compañero. La

penumbra del altar se evaporaba con la

luz vespertina que penetraba por la

estrechez de los ventanucos y el

murmullo de las voces, atónito, amarraba

un embrollo de recelos agrios a la toba de

las bancadas.

Ha sido Espinosa, y una catarata

de suposiciones gratuitas se despeñó por

la garganta de Burgos, el rabillo del ojo

posado sobre el aludido, las ratas de la

cocina contentas con la recompensa de

los desperdicios.

La cena transcurrió sumergida

en un océano de silencio sepulcral. Solo

se oía el anhelo de la sopa sorbida a

lengüetadas, los flequillos amorrados

sobre los platos de peltre, las cejas de los

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comensales preñadas de inquietud. Los

ochenta y siete internos conformamos las

filas de siempre y fuimos a la zona de los

dormitorios con el orden pretoriano

habitual. Allí los revoltosos se ensañaron

con la funda áspera de las almohadas y

las ganas de cotillear se ensamblaron con

la rebeldía de la adolescencia. Esa noche

el reloj carillón que marcaba con sus

nueve toques el inicio del reposo sonó

diferente. Las planchas de metal

retumbaron con retintín de esperanzas

truncas y el artesonado del techo crujió

con insolencia de bruja. Alguien

cuchicheó en la esquina derecha de la

sala, pero fue acallado con un juramento

por el cabo celador que vigilaba el ritmo

de las respiraciones. La mudez devino

sobrecogedora y la imaginación se

agigantó a vuelapluma sobre el

galimatías de los cabeceros. El sueño se

demoró en el rincón más recóndito de mi

memoria y, antes de dormirme, recordé

mi última conversación con Dueñas. Era

un chaval rubicundo de trato afable que

jamás se enfadaba, el buen humor

intacto, los paquetes de la familia rellenos

de longanizas caseras. Solíamos

compartir con frecuencia, en el descanso

del estudio, un bocadillo de salchichón o

de chorizo. En general sacaba buenas

notas y prometía de lo lindo, según las

lisonjas que de continuo le regalaba el

hermano encargado de las matemáticas.

Nunca se entrometía en las peleas del

patio y, si le preguntaban por el que

había empezado la gresca, se parapetaba

en un silencio cómplice de nicho

mortuorio.

Ha sido Hernández, y Burgos

cambió de opinión al día siguiente, la

barahúnda del amanecer trufada de

hipótesis grandilocuentes, el gusano de

las sospechas emperrado con la pelusa de

las camas.

Los compañeros se dividieron en

dos facciones dentro del guirigay cáustico

de los aseos. Los amigos de Espinosa

acudieron a la llamada del aludido y

defendieron a capa y espada el albor de

su inocencia. Los camaradas de

Hernández amusgaron los ojos y

taladraron a los enemigos sin dilación. La

batalla, principiada, enconaba el vigor de

los bandos, pero la sangre no llegó al río.

El hueco abismal de Dueñas explotó de

sopetón y masticamos las galletas del

desayuno despistados como cervatillos.

Un pánico alborotado se fue hincando en

las nucas y la congoja, dispuesta a todo

con tal de salvar el pellejo, se lanzó sobre

el territorio del crimen. El hermano

Dalmacio notó algo con su peculiar

perspicacia, los nudillos chasqueados, la

tenacidad de los preceptos cumplida a

rajatabla. Sus iris, arrebatados por la

falta innata de alegría, estaban

acostumbrados a demoler con el martillo

de la barbilla cualquier atisbo de

algarada. Nos observó con detenimiento

mientras bebíamos la leche y una

incertidumbre mucilaginosa culebreó por

su cerebro de oso colmenero. Sin

embargo, tras la oración que agradecía el

hecho de habernos despertado vivos, fue

el hermano Silvano el que nos echó un

rapapolvo de tomo y lomo. Las quejas,

inauditas, extrapoladas, encastraban la

mezquindad de sus propias miserias en la

peculiaridad de nuestras personalidades

quinceañeras. Al final de la perorata

anunció la visita de la policía a lo largo de

la mañana, y los consejos, rebozados en

la manteca de su pavor, empalmaron la

chismografía de los concurrentes con la

enormidad de la desgracia.

Ha sido Burgos, y el ariete de

mis palabras se estrelló contra las

taquillas del pasillo, las quince caras

vueltas del revés en torno a la concisión

de la acusación, la excitación frondosa

por la presencia inminente del comisario.

Un cincuentón atocinado de pelo

cano se dirigió a nosotros con un discurso

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de sílabas encariñadas. Le imaginé,

repantingado en el sofá de su hogar,

explicando a un vástago de nuestra edad

los pormenores del código penal.

Aparentaba el afecto franco de quien

nunca ha arrancado, por el mero placer

de hacerlo, las patas a una rana agónica.

Entonces comenzó a interrogarnos, en

privado, uno a uno. Cuando llegó mi

turno, todos me miraron con el asombro

calcado en el fondo del espíritu.

Aguardaban la cuchilla envenenada de las

aseveraciones, la fertilidad ubérrima de la

enjundia y el tono gallardo que

caracterizaba mi vida en el internado.

Burgos me acribilló con sus ojeras de

cachalote, pero me ofreció la mano en un

acto de caballerosidad inusual. Los

fuertes se situaron al rececho de la

caricatura de los débiles y la puerta del

director permaneció entornada por si las

moscas. Tragué saliva y entré al umbral

del purgatorio. El comisario, risueño

como una ternera recién amamantada,

me invitó a sentarme en la silla de anea

en cuyo respaldo el hermano Silvano nos

colocaba para zurrarnos a voluntad con

una vara punitiva. Luego me convidó a un

caramelo de menta que acepté. La baba

se engolosinó con la redondez de la

chuchería y el abismo de la existencia se

bosquejó a tiro de piedra. Dejó pasar un

minuto antes de hablar y, cuando lo hizo,

sacó a colación a mi madre. Entonces

comentó que la conocía de los viejos

tiempos, que eran primos lejanos y que

muchas veces se saludaban en la calle

con efusión de parientes. Supuse que me

hallaba ante la táctica de un sabueso

experimentado en ganarse la confianza

de los sospechosos, que todo lo que decía

era mentira y que me consideraba metido

en el ajo hasta las cartolas. Las

interrogaciones, tras el lapso de

educación arraigada, se deslizaron por los

hábitos cotidianos que primaban en el

colegio. Me preguntó por el rigor de las

clases, por las zancadillas de los partidos

de fútbol, por el grosor de las rencillas y

por las envidias vinculadas al favoritismo

de los hermanos. La templanza de mis

contestaciones se erguía contundente y la

lengua, ávida por acabar con la retahíla

de las inquisiciones, se mezclaba con la

pose de cristo extinto de Dueñas

escondida en el laberinto de la mente.

¿Has sido tú, chaval? y el arado

de la puntilla surcó la ingenuidad de mi

frente, el no tajante, el blancor de los

almendros enamoriscado en las fincas al

edificio.

Esa noche la sopa de la cena

vibró con fantasías íntimas de asesinos

crueles y las cucharadas se colmaron de

presagios entre los tropezones de pan

frito. Burgos reviró los ojos con un

disgusto palmario en el cadalso del ceño

mientras sus partidarios, arrollados en un

halo de bienaventuranza, plantaban el

busilis de la cuestión entre Espinosa y

Hernández. Al cabo, un sosiego de

ultratumba patinó por las coronillas con

los nueve aldabonazos que marcaban,

recios, casi traidores, el comienzo de la

absolución del silencio. Pensé en mi

madre y en sus penurias económicas para

alcanzar con desenvoltura el final de cada

mes. El esfuerzo de sus gestos, hastiado

con el trabajo de dependienta en una

tienda, discordaba con la mediocridad de

mi rendimiento escolar. Desde que mi

padre se fugó con otra mujer, había una

distancia infranqueable entre nosotros,

una carantoña extraviada o tal vez un

recodo de secretos indecibles en la

cúspide de un amor jamás prescrito. Me

besaba cada lunes en la verja del colegio,

pero sus labios de alhelí se posaban solo

una fracción de segundo sobre mi carrillo.

Nunca me llamaba entre semana. El

teléfono de la crujía, ocupado por otros

condiscípulos más afortunados,

balanceaba la pena en el columpio de la

soledad. En las vacaciones navideñas me

recibía con los brazos abiertos y me

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entregaba un paquete envuelto en papel

de regalo. Dentro había una camisa con

cuello de tirilla, idéntica año tras año, que

se encajaba en la simetría de mis

hombros antes de que cenáramos

zambullidos en una atmósfera tan espesa

como la mermelada de higos preparada

por ella en primavera. De todos modos,

guarnecí el instante nocturno con un

turbión de melancolía atávica y fijé el

escrúpulo en el recuerdo de la habilidad

congénita, ensalzada por propios y

extraños, del regate del occiso.

Burgos me mira con ojos raros,

y la avaricia del coraje se apoltronó en mi

ánimo tras la confesión de Dueñas, la

camaradería robusta, las chicas

expatriadas en la inmensidad remota de

otro internado.

Jugaba de defensa en el campo.

Debajo de las medias, subidas hasta la

frontera velluda de las rodillas, se

colocaba unas espinilleras traídas por

unos primos de la capital y aguardaba a

los delanteros con porte de titán. Cuando

se echaba a suerte la composición de los

equipos, todo el mundo le quería a su

lado. Se merecía la fama que le rodeaba,

la estrategia excelente, la puntería de los

disparos avezada. Si el marcador se

ponía en su contra, corría como un

descosido con elegancia de antílope,

derrocaba el infortunio mediante la

sublevación del brío y llenaba la

asignatura del honor gracias a una

avalancha de ímpetus. Escupía por

doquier y a menudo soltaba exabruptos

inéditos que nos sorprendían por la maña

de su léxico. Blandía una risa de cuy en el

marfil de las paletas y aturullaba el

aliento con jadeos de chucho

asilvestrado. Burgos, mientras tanto,

destrozaba los padrastros de sus uñas en

la cárcel de los reservas, sin disimular la

cara larga al quedarse fuera del reto del

cuero. El entrenador, sin apiadarse de

ningún pelele, lo había dejado bien claro

desde el principio, o se echaban las

entrañas por la boca, literalmente, o a

chupar banquillo. Imponía una disciplina

imperativa y zanjaba los favores con un

ramo de improperios recolectados en el

terruño del infierno. Entre Burgos y

Dueñas existía una tirantez que excedía

las reglas juiciosas del balompié. Los

nervios hervían a flor de piel en el

descanso. No se dirigían la palabra en

todo el partido, pero cualquiera con dos

dedos de frente podía palpar el afán de la

tensión que les abrumaba. Un zarpazo de

celos precipitados arañaba mi ser al otear

el devenir del mundo y el sexo,

vapuleado por la copiosidad de las

masturbaciones, amodorraba el cricrí de

los síes en cuanto se cerraban las puertas

del dormitorio.

Prefiero estar contigo, y Dueñas

asomaba su visaje de querubín por

encima del cobijo de mi manta, el

sonsonete de los gemidos circense, el

zigzagueo de las manos envalentonado

por la picardía de la connivencia.

En la madrugada del día de

marras, Dueñas y Burgos burlaron la

vigilancia del cabo celador y se escaparon

por una ventana. Se enfrentaron a una

aventura de gigantes en medio del

crepúsculo matutino, las pelvis indómitas,

las estelas de la eternidad vehementes.

Enseguida, detrás de los ciruelos, se

besaron apabullados. La pasión se

almidonaba por la frescura del relente y

la vara de los castigos, apoyada en el

atril del hermano Silvano, se difuminaba

lejana. Hablaron del futuro con astucia de

gatos, y la miel de los labios,

acaramelada con dulzor de pera madura,

expuso los pros y los contras de la

fidelidad a la pata llana. Habían llevado la

manta basta de la cama y se arroparon

con ella detrás de la tapia de la fuente.

Un duermevela de felicidad exuberante se

explayó encima de la hierba porque el

miedo a la vergüenza, talado por el hacha

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del arrobo, azuzaba el alborozo de las

promesas. Oyeron unas campanadas que

engalanaban otro tiempo distinto al del

reloj carillón mientras las ideas,

hermoseadas, desordenadas por el sigilo

de las prioridades, se bañaban en la

candidez de sus almas. Los vi desde mi

puesto de espía del tercer piso y

permanecí alelado, barnizado por un

lustre de enojo y consternación. En ese

momento me sentí el lado desigual de un

triángulo isósceles. Me desguindé por la

ventana utilizada por ellos y fui a su

encuentro con los ojos nublados por la

fárfara del espanto. La discusión se

desbarató de inmediato con rezongos de

órdago a la grande y la furia terminó

regada sobre la cabeza de Dueñas con

una piedra de aristas filosas. A la postre,

la maraña del vértigo se apareó con la

ventolera de los golpes y Burgos,

desorbitado, lacado por una palidez de

momia, detuvo la locura agarrándome la

muñeca sin saber qué decir. Después,

pasmados como fantasmas, regresamos a

toda pastilla al refugio solitario de las

sábanas.

Ha sido Jiménez, y la reputación

de bocazas de Burgos astilló el oxígeno

en el comedor, la verdad jaleada por la

pandilla de los adláteres, el porvenir de

mi apellido encadenado a un reformatorio

de normas draconianas.

Jorge Saiz Mingo

Veladura de matices y la tenue luz lleva la

imagen evaporada a tu retina

Anábasis o expedición hacia el interior

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Liza

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Viernes Santo

Ya es completamente de noche y

fuera debe hacer bastante frío, a juzgar

por cómo se empaña el cristal con

nuestra respiración acelerada y arrítmica.

Por fin parecen tranquilos y está claro

que ya alcanzaron su meta. Desde la

ventana de mi salón, en el tercer piso, la

vista es perfecta. Ahora sí que están

alineados y cada cofradía custodia sus

pasos en el orden en que los tendríamos

que haber visto desfilar en la plaza, hace

ya más de tres horas. Me lo sé de

memoria y los intuyo uno a uno, aunque

no los alcanzo a distinguir al completo,

porque la fila se extiende a lo largo de

toda la calle como una serpiente de

colores vivos. Cristo azotado, humilde,

coronado, nazareno, despojado, que

perdona, crucificado, que musita las Siete

Palabras, ensangrentado, descendido, en

los brazos de su madre, a la vera de su

cruz desnuda, yacente en el sepulcro…

Son todos y lo ocupan todo, carretera y

aceras de ambos lados. Por el jaleo que

se escucha abajo intuyo que ya están

forzando el acceso al portal. Abro la

ventana y me incorporo sobre el alféizar

para ver lo que ocurre. Un par de

penitentes descalzos de gran

envergadura se están valiendo de una

cruz de hermosas dimensiones para

forzar la puerta. Cierro de golpe la hoja

porque el puzzle de capuchones vuelve la

cabeza a lo alto para contemplarme. Por

la estridencia del ruido de cristales, que

seguramente han volado contra el suelo

con los embates, creo que ya han logrado

franquear la entrada. Margaret, que ha

empalidecido de forma patente, no

consigue apartar la mirada de la puerta

de casa. John, por su parte, la abraza con

fuerza mientras en su cara se van

dibujando los rasgos del horror. Yo

recuerdo ahora que mi única vecina de

planta me dijo hace tan sólo un par de

días que se iba a pasar la Semana Santa

a la casa de su hermana en el pueblo. Los

golpes secos y acompasados de los

tambores retumban ya en las paredes del

piso segundo y están aporreando con

fuerza mi puerta cuando se me ocurre

pensar en el daño que pueden sufrir las

valiosísimas imágenes como intenten

encajarlas en el ascensor y no las suban

a plomo por las escaleras.

La tarde estaba fresca cuando

llegamos a la Plaza Mayor y todavía había

bastantes huecos entre las sillas que

habían habilitado para que locales y

foráneos asistiéramos con cierta

comodidad al paso de las treinta y dos

imágenes y diecinueve cofradías que

conforman la Procesión General de la

Sagrada Pasión del Redentor, uno de los

actos culminantes de la Semana Santa.

La ciudad, como todos los años, llevaba

varios días agitándose bajo un ambiente

sacro y contrito. El asfixiante humo de los

tubos de escape había cedido su espacio

a las emanaciones balsámicas de los

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incensarios, y cofrades y penitentes, que

habían arrebatado a los coches su

espacio natural, atravesaban vías y

plazas en un intrincado ir y venir de

capas de raso, velones llameantes y

golpes de tambor reiterativos y secos.

Ocupamos nuestros asientos en

un lateral de la plaza. Yo me entretenía,

bien mirando la sorprendente crestería

del edificio del Ayuntamiento, en la que

no había reparado antes a pesar de lo

distinguida que me parecía ahora, bien

tratando de descifrar alguna conversación

o bisbiseo de los que se sentaban en los

asientos aledaños. Muy bajito, escuché

que John le comentaba a Margaret que

seguía fascinado por el realismo de

algunas de las imágenes que veníamos

contemplando estos días en el gran teatro

de la calle.

―Son bastante crudas, pero a la

vez resultan tan bellas ―susurraba a su

oído mientras repasaba en su cámara

digital las instantáneas atesoradas

durante estos días.

―Perdona que me entrometa,

John. Es el modo que tenían de avivar la

fe de los fieles ―apunté a mi amigo para

tratar de justificar una forma de arte que

sólo se ha manifestado en nuestro país,

al margen del resto de Europa, y que a

buen seguro tiene que resultar difícil de

digerir para los que no lo han

contemplado como un hecho cotidiano

toda su vida―.Y viendo cómo está la

plaza ―completé― se podría decir que la

Iglesia sigue exacerbando a sus devotos

muchos años más tarde.

Margaret, un ángel de veintiún

años, tez blanca, cabellos rubios y ojos

pardos que se había traído John a mi casa

como compañera de viaje, comentó que

este gusto por exhibir en las calles

cuerpos escarnecidos y sangrientos le

provocaba mucha angustia. Se explicaba

así:

―No sé, estar aquí ahora

mismo. Es como si de un momento a otro

fuera a dar comienzo uno de esos

horribles autos de fe de un tribunal

inquisidor y el destino nos hubiera elegido

a nosotros para presenciar el juicio a los

reos. Sólo de imaginarlo siento

escalofríos ―decía con cara de angustia y

abrazándose con unas manos delicadas

de finos y delgados dedos.

―Qué exagerada eres ―la besó

tiernamente John.

―No te preocupes, Margaret

―intervine de inmediato―. Mañana

iremos a pasar el día fuera para que

contemples el cielo luminoso de esta

tierra y los enormes campos de cereal

que se extienden a escasos kilómetros.

Ya verás cómo dentro de poco estas

procesiones quedan en tu recuerdo como

una curiosidad más de un viaje de

primavera a otro país.

Luego los tres permanecimos en

silencio, ensimismados en los pequeños

entretenimientos que teníamos a mano:

John manipulando su cámara de fotos,

Margaret ojeando una guía que nos

habían dado al adquirir las localidades y

yo contemplando cómo las nubes iban

dibujando o desdibujando perfiles

caprichosos en un cielo que parecía

pintado a brochazos púrpuras y naranjas.

Porque sentía que mis pies y mis

piernas se empezaban a entumecer, se

me ocurrió echar un vistazo al reloj de la

torre del Ayuntamiento, al que faltaban

tan sólo cinco minutos para marcar las

nueve menos cuarto de la noche. Si no

me fallaban los cálculos, en escasos

minutos harían su entrada los primeros

hermanos de la Cofradía de la Sagrada

Cena, precedidos por un piquete de la

Guardia Civil a caballo y con uniforme de

gala, recordando la participación en el

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pasado de las fuerzas de seguridad para

garantizar que las gentes se apartasen al

paso del cortejo; pero no fue así.

El tiempo iba pasando, el cielo

ennegrecía deprisa y el aire, con la

ausencia de luz, se iba volviendo gélido y

espeso. Resultaba cada vez más

incómodo permanecer en esas

condiciones a la espera de un

acontecimiento que no tenía prisa por

comenzar. Mucha gente, igual que

nosotros, se empezó a mostrar

impaciente. Unos se pusieron de pie,

otros silbaron y muchos alzaron las voces

lanzando fueras y reclamando que

comenzará el espectáculo o que

devolvieran el dinero. Los de la

organización, hombres que se distinguían

por ir vestidos con traje y medallón

distintivo de la cofradía colgado al cuello,

se movían de un lado a otro

desconcertados y solicitando a la

audiencia un poco de calma. El murmullo

de cornetas y tambores que había estado

cercando la plaza durante más de una

hora apenas ya se intuía a lo lejos.

Ante aquel tumulto de un público

descontento y enfadado irrumpió en la

balconada de la Casa Consistorial un

grupo de cinco o seis clérigos ataviados

con hábito negro y borlones rojos, de

entre los que el más orondo tomó un

altavoz y se dirigió al apasionado graderío

para relatar algo que nos dejaría aún más

asombrados de lo que estábamos. El

mensaje podría resumirse en que, por

causas que desconocían, tallas y cofrades

se habían separado de la ruta prevista y

estaban procesionando sin control por

otras calles de la ciudad, causando un

tremendo caos de tráfico y un

desconcierto general entre vecinos y

turistas.

Policía y organización, según se

explicaba el sacerdote con esa voz

cansina y neutra que vuelve algunas

homilías soporíferas y alejadas de este

mundo, estaban intentando a esa hora

reconducir la comitiva con escaso éxito.

Aquella marcha, a esas alturas

incontrolada, aunque pacífica, se

mostraba vehemente en alcanzar un

destino para ellos ignoto, y el comité

anticrisis creado para la ocasión estaba

valorando la mejor alternativa para

terminar con tan imprevisto suceso,

recomendándonos a todos que nos

retiráramos a nuestras casas para evitar

mayor confusión y por si se veían

obligados a adoptar medidas de fuerza

que hicieran entrar en razón a los

desbocados cofrades.

Tras una especie de bendición

que apenas pude entender, debido a las

voces y arrastrar de sillas de los

asistentes, pero que intuí por el gesto del

oficiante, los sacerdotes abandonaron la

balconada. John y Margaret no salían de

su extrañeza, y yo tampoco, para qué

negarlo. Convinimos los tres en que lo

mejor era regresar a casa como nos

habían indicado, más que por atender la

recomendación porque estábamos

ateridos de frío tras tan larga e

infructuosa espera. Margaret no dejaba

de mover la cabeza de un lado a otro en

una señal inequívoca de no entender

nada. Yo me trataba de excusar, aunque

nada tenía que ver conmigo lo ocurrido,

señalándoles que en toda mi vida había

asistido a algo semejante.

―¡Españoles! Qué carácter.

Hasta las fuerzas del orden para controlar

el motín. Esto tiene gracia ―bromeó

John.

―Quizá exageraron un poco

―manifesté casi sin saber de qué modo

justificar este desatino, y añadí, para

poner un poco de cordura a la

situación―: si por algo se han distinguido

las procesiones de esta ciudad es por su

carácter serio y solemne.

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―Estoy helada ―dijo Margaret.

John, solícito, la rodeó con el brazo y los

tres comenzamos a andar sin prisa.

Avanzábamos hacia mi casa,

situada en una calle secundaria

seccionada por la vía del ferrocarril y

rodeada por otras calles estrechas y

callejones sin salida, cuando desde todas

las arterias que atravesábamos en

nuestro recorrido comenzaron a salir a

nuestro encuentro muchas de las

cofradías y pasos que hubieran tenido

que estar procesionando por la ruta

prevista. La sensación fue muy extraña,

me temo que para los tres, o así me

pareció al ver la cara de susto que

llevaba la pobre Margaret. Carretas y

cofrades marchaban muy deprisa,

emulando un río desbocado que, fuera de

su senda natural, anegara todo lo que

encuentra por delante. En nuestro rápido

marchar, arrastrados por la

muchedumbre de capirotes, cruces y

tallas, temí que alguna de las

preciosísimas esculturas se fuera al suelo

sufriendo daños irreparables o hiriendo a

alguno de los escasos viandantes que,

como nosotros, aún no habían llegado a

su casa.

No podría asegurar que nos

estuvieran acorralando o persiguiendo,

pero el ambiente resultaba cada vez más

violento y vertiginoso. Varias veces sentí,

mientras me abría paso entre esa legión

de fanáticos, que la llama de algún velón

se aproximaba demasiado a mi cabeza y

al menos una vez sorprendí a John

sofocando con la mano pequeñas llamitas

que se habían prendido en el pelaje de la

capucha de mi cazadora, aunque no me

dijo nada, pienso ahora que para no

preocuparme. Gracias a él, que iba en

cabeza y que se valió de más de un

empujón a esa panda de desbocados,

conseguimos situarnos por delante de

ellos, pero a punto estuvimos de no salir

ilesos de esa aglomeración demente,

pues tuvo John también que arrastrar a

Margaret unos metros cuando un

capuchón le puso claramente la zancadilla

para impedir que avanzara y escapara de

entre ellos. De este modo, libres los tres,

echamos a correr al unísono, y aunque

parecían tener ganas, ninguno se lanzó

detrás de nosotros. En realidad, sólo

respiramos tranquilos cuando

conseguimos llegar a casa y dar dos

vueltas a la llave.

No sé por qué los tres nos

plantamos delante de la ventana para

esperar algún desenlace y, por desgracia,

el desenlace iba a llegar antes de lo que

imaginábamos.

Sonia Martínez

La metamorfosis kafkiana

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La broma infinita

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Urna de luna

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HISTORIA DE LA FAMA IMPERECEDERA

Desde antiguo los hombres aspiraron a la fama. Así sus huellas durarían y no

serían solo barro, huesos que se pisotean.

Los muertos hablaban a los vivos para convencerles de que la fama perdura. Pero

hasta los muertos se cansaban de aparecerse y se disolvían en humo, los abuelos eran

desplazados por los padres que inevitablemente también dejarían su hueco a los

siguientes muertos que se apresuraban a buscar su lugar.

No tardaron mucho los hombres en comprender que la auténtica gloria debía

remontarse más allá, y poblaron sus historias de héroes legendarios, que resistían los

embates del tiempo, y cada generación cantaba sus hazañas con renovado ímpetu.

Cada terruño tenía su héroe y del héroe al dios no hay mucho trecho.

La humanidad, siempre inquieta, con habilidad y tesón fue dominando mares y

tierras. El mundo se hacía más pequeño a la vez que el comercio aumentaba. Pronto se

erigieron monumentos y el mayor de todos: palabras hechos símbolos y símbolos que

formaban historias. El héroe imperecedero lo era doblemente. Al fin, resguardadas en

tablillas y pergaminos, sus aventuras y extravagancias pervivían inmutables en símbolos

encerradas.

Ay, el humano. No, nunca descansa. Ya no era solo el héroe el que reclamaba el

hueco sino su contador, su hacedor, su embaucador: el artista. De este modo, los escritos

empezaron a tener autor, desde el ciego legendario hasta los serios griegos que

representamos intachables y serenos. El artista reclamó su cuota de inmortalidad junto a

los reyes que erigieron maravillas, cuyas ruinas, pasados los siglos, contemplan

admirados los turistas.

Pero esa humanidad insaciable quería más y más, inventando dioses cada vez

más poderosos de modo que la propia inmortalidad de cada uno era cosa de pura fe, de

humilde recogimiento. Tanta era la misericordia de su Dios. No es de extrañar que ante

tan gran señor el artista enmudeciera, callara el nombre, dejara solo la huella, la plegaria.

Pues el arte se hizo oración y ninguna otra cosa.

Mas tampoco eso era para siempre, ay, que estamos entreviendo que nada dura,

pues hasta la bondad divina parece cansarse, si juzgamos el devenir doloroso de la

criatura humana.

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De nuevo, los inventos, los conocimientos y el orgullo se acrecieron y el hombre

acabó por dejar a Dios en un rincón, más para ser entretenimiento de sabios piadosos que

guía de la humanidad. El artista, que se había agazapado detrás del humo de los altares,

salió de su escondite y otra vez proclamó su nombradía. Ahora sí era inmortal: la

imprenta hacía que sus palabras se reprodujeran casi infinitas por innúmeros lugares. Los

libros, la cultura, la palabra heredada, repetida, estudiada, endiosada.

Los héroes antiguos palidecían, las historias contadas al amor de la lumbre eran

ya un recuerdo casi innecesario. Miles y miles de veces se repetía lo mismo en el mismo

orden y cumplimiento. Aquello era lo máximo que ningún bardo hubiera nunca imaginado.

El hidalgo manchego ya era de más personas de lo que nunca habían soñado los ceñudos

habitantes del Olimpo.

El mundo se llenó de libros, se atiborró de letras, se estremeció en sus cimientos.

Y también de ellos se hartó, se aburrió y los olvidó. ¿Dónde quedaba su memoria, dónde

el imperecedero destino de sus ocurrencias y naderías?

Qué decir de cuadros y músicas, en partituras congeladas. El mundo se atestó de

manifestaciones artísticas, cada una con su autor en busca de reconocimiento. Y, cómo

no, la humana criatura halló forma de inmortalizar cuadros en fotografías y sonidos en

grabaciones. No solo sabíamos la obra, sino también el retrato de un señor del que se

predicaba su composición.

El artista, siempre ensoberbecido, proclamaba a los cuatro vientos la excelencia

de su alma, y, a menudo, miraba con desdén los avances de la técnica. Desagradecido

hasta el extremo, no reparaba en que la perduración de su obra descansaba en la labor

oscura de los olvidados hombres que, incansables, ideaban artilugios para que su arte

sobreviviera y se multiplicara, sin nunca calmar del todo su desmedida ansia de gloria.

Hubo quien, ante la inevitable proliferación de archivos, bibliotecas y museos,

vaticinó que el mundo entero se cubriría por completo con libros, o, incluso, con un mapa

minucioso de sí mismo, detalle por detalle, biografía amontonada. Y todo destinado al

olvido y a la destrucción, pues la mayor enemiga de la fama es la sobreabundancia de

celebridades nimias.

De este modo llegamos a la modernidad, donde los acontecimientos han dado

otra vuelta inesperada. De la mano de la llamada digitalización, se hace diminuto el

archivo y gigantesco su contenido. Ya no hace falta preocuparse de la exponencial

acumulación de datos. Todos a buen recaudo. Aún más, el casi infinito hervidero de la red

se convierte en un vete y ven instantáneo de noticias, cotilleos, opiniones y también de

arte, que, ahora, definitivamente inmortal, se asoma a millones de hogares, a millones de

almas. ¿Qué chamán hubiera sospechado tan numerosa concurrencia?

Todos entre todos aspirando a esa fama imperecedera que, siempre esquiva, se

esconde en los pasillos de servidores ignotos en islas inverosímiles. Y es fama, como

siempre en el fondo ha sido, un cosquilleo, una nubecilla de verano que acaba en

tormenta que moja apenas un prado y se disuelve para siempre, perdida su memoria

entre los miles de millones de bits que anónimos circulan olvidados de su remoto origen.

Alfonso Hernando

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Abismos

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Obliteración

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¡bulevar es robar!

No hace mucho que he terminado de escribir un nuevo guión. El argumento va de todo

aquello que sucedió en el barrio de Gamonal hace un par de años, en enero de 2014 por culpa del

tan renombrado bulevar. Es además un musical. Una locura que probablemente acabará (como

tantos otros guiones que he escrito) agotado por el tiempo en un cajón. Pero tranquilos, que

contrariamente a lo que diría el otro, “yo no he venido aquí a hablar de mi libro”. Lo que sí puedo

afirmar es que escribir un guión siempre es apasionante, es una gozada (no en vano es la parte más

libre y desde luego más económica del proceso de hacer una película).

Para documentarme he visto innumerables vídeos y fotografías. Los hay a cientos, la

mayoría hechos por gente anónima cuya única pretensión es dejar constancia gráfica de todo lo que

sucedió durante aquellos delirantes días de asfalto, humo y revolución.

Me doy cuenta de que actualmente hay tantos fotógrafos como personas con teléfono

móvil. Es decir muchas… casi todas. La mayoría de las fotos que hacemos con el móvil acabarán

probablemente pudriéndose algún día en la tarjeta SIM o en el mismo teléfono sin llegar a ver

nunca la luz. Pero algunas imágenes tienen suerte, son indultadas y acaban expandiéndose por la

realidad y la vida, catapultadas por Internet y las redes sociales. Es el caso de estas fotos de

Gamonal, sin cuya existencia no hubiéramos podido comprender lo que allí sucedió y

probablemente yo no habría podido escribir este guión.

Muchas fotos están hechas desde la posición de la valentía, desafiando al Gran Hermano

que todo lo ve. Cualquier fotógrafo manifestante saca entonces en mitad del tumulto su teléfono

móvil y ¡zas!, dispara. Lo hace con más rapidez y eficacia que la propia policía, que observa

impotente y desconcertada como es fotografiada desde cualquier ángulo posible. Y ante esto… “no

hay ley mordaza que valga, señor ministro”.

Observo con detenimiento varias de mis fotografías favoritas… Y elijo una. Una de las

que yo denomino fotografía movimiento. Una imagen estática donde varios elementos parecen

moverse. Probablemente se trate de un efecto indeseado, propio de la escasa calidad fotográfica de

las cámaras de los teléfonos. Pero esas manos en movimiento, denotan y traducen toda la acción que

se vivió esos días. Quizá alguien grito “¡manos arriba esto es un atraco!” y todos levantaron las

manos. Bueno, todos no. La chica de la derecha parece algo desubicada. Si la aislamos del contexto

podría encajar perfectamente como espectadora viendo la vuelta a Burgos o la cabalgata de Reyes.

Pero ahí está, en todo el meollo, con las manos en los bolsillos, escapando del frío, sin que por ello

podamos acusarla de falta de compromiso.

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El resto levanta las manos y grita. Incluso el chico de la braga polar calada hasta la nariz,

que en su mano izquierda sostiene esa pequeña pancarta con un mensaje que resume todo el peso

de la indignación que el barrio de Gamonal fue acumulando tras tantos años de injusticia y recortes:

¡Bulevar es robar! La pequeña pancarta es liviana y está predestinada a no durar mucho más de lo

que iban a durar las protestas, pero ahí está, cumpliendo su papel discreto pero efectivo.

Creo vislumbrar también cierta metáfora al observar en la parte superior derecha, el cartel

de la calle Vitoria junto a la antena parabólica. Un elemento fundamental de estas protestas fue sin

lugar a dudas la presencia de la televisión. El lanzamiento al mundo de todo lo que estaba pasando

en esta calle de Burgos. Es más, me atrevo a decir que si durante las movilizaciones del Bulevar

hubiera habido una proclamación independentista en Cataluña o se hubiera descubierto vida en otro

planeta, la historia del Bulevar apenas hubiera trascendido y probablemente las movilizaciones

hubiesen sido tan efímeras que quizás al día de hoy el cuerpo de aquel horroroso bulevar estaría

reptando a lo largo de la calle Vitoria.

Pero sigamos con la fotografía. Abajo a la izquierda hay una parte de la imagen que me

confunde y me desconcierta. Incluso llega a darme algo de miedo. Parece una conjunción entre

brazo y cara. Tiene apariencia de espectro. Una imagen confusa digna del análisis de Iker Jiménez.

Algo extraño que no inquieta para nada al señor que se ha convertido en uno de los elementos

principales de la fotografía. Grita y levanta las manos convencido de que por fin ha llegado el

momento. De que ya basta de ser el figurante que ve la vida en zapatillas desde el balcón de casa.

De que la calle es de todos y no sólo de Lacalle. No tiene pinta de terrorista, de malhechor, de

criminal, ni tan siquiera de no haber votado al PP en más de una ocasión. Un hombre del barrio que

está ya (como tantos otros) hasta las pelotas de tanto mamoneo. Ha llegado la hora y “si hay que

salir a la calle, pues se sale. Y si hay que gritar, se grita, coño”.

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Completamos la imagen con uno de los símbolos de Gamonal. Un gigantesco edificio que

observa en último término impertérrito, como justo en frente han levantado un buen trozo de asfalto

que al cabo de unos días el señor alcalde humillado y vencido, tendrá que tapar. Porque este partido

lo gana Gamonal y ya lo dice la pancarta: ¡Bulevar es robar!... ambos infinitivos… de la primera

conjugación.

Lino Varela Cervino

Ensueño indescifrable

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Las lágrimas del criptarca

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[Carpeta de Fernando Renes]

Por Estela Rojo Hernández

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La trayectoria artística de Fernando Renes (Covarrubias, Burgos, 1970) se

nutre de experiencias vitales, cotidianas, de afrontar el día a día desde la mirada de un

“buscador” como el mismo se ha definido en más de una ocasión. Innovar e inventar

forma parte de ese recorrido, por eso su práctica creativa ha ido evolucionando de la

sencillez del dibujo a la animación hasta experimentar con soportes diversos desde el

propio muro a la terracota recientemente.

Su carrera como artista le ha llevado a alternar residencias que van desde Nueva

York a Roma convirtiéndose en el contrapunto a su lugar de origen Covarrubias. De la

pequeña a la gran urbe pero todos ellas por igual testigos activos que han proporcionado

experiencias con los que ha ido construyendo su personalísimo imaginario. Las dualidades

de este bagaje se plasman en sus obras con ironía y humor dos de las más cualidades

más atrayentes de sus propuestas.

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El trabajo de Fernando está marcado por la absoluta libertad tal vez por ello

encontró en el dibujo su mejor aliado. Acuarelas, lápiz y papel han sido desde sus inicios

sus herramientas principales, que le han permitido afrontar la práctica artística bajo

premisas como la ligereza y la inmediatez y siempre bajo la inquietud de explorar los

límites formales del dibujo lo que le ha hecho trascender los soportes habituales.

“Entiendo el dibujo como práctica y como producto de algo radical, individual e

incisivo y, sobre todo, como un fin en sí mismo”

A partir de 1998 dio paso al uso de la tecnología creando toda una serie de

videoanimaciones que dotaban de movimiento a sus dibujos.

“Comencé a hacer animación al sentir que podía desarrollar los caracteres y

escenas, darles movimiento y así llevarles a un mundo más temporal”.

En el natural proceso de crecimiento artístico también el dibujo se fue ido

haciendo más complejo, ganando en dimensiones y en la actualidad sorprende

incorporando ese mundo visual a soportes como los lebrillo. Fue una propuesta expositiva

que homenajeaba a Lorca el detonante que hizo incorporar la cerámica a sus propuestas,

dotando de corporeidad al dibujo.

«Sabiendo que a Lorca le apasionaba lo popular, intuía que la cerámica sería algo

de su gusto, pero me apetecía hacer alguna pieza que no fuera meramente decorativa;

por eso pensé en el lebrillo, recipiente que antes servía prácticamente para todo y que,

desde el punto de vista plástico, veo muy potente, muy corpóreo”

Imagen de la Galería Adora Calvo

Imágenes y palabras se complementan en sus proyectos generando referencias

que van de lo erudito a lo popular como han definido algunos críticos.

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“Siempre he trabajado con la palabra, a veces apropiándome de textos, otras con

textos propios. Algunas veces la imagen crea la frase y otras es una frase la que

desarrolla la imagen, pero ninguno de los dos métodos es intencionado.”

Imagen de la exposición "Cibernética y Nutrición" en el DA2 Salamanca

Sobre el uso el uso de referencias escritas podemos remitirnos a los títulos de sus

obras y las frases que protagonizan muchas de sus exposiciones. Ejemplos de ellos nos

dan pistas de las variadas temáticas a las que se enfrenta, desde cuestiones relativas al

mundo del arte, la alimentación, la vida en la urbe, anécdotas del día a día, o cuestiones

existenciales. Tiempos de Pasta fresca, De Covarrubias a Nueva York, Everything

matters, dibujos de un tartamudo, Romance omnívoro…

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Fernando presta atención a los pequeños detalles de su experiencia, detalles que

pueden parecer superficiales, insignificantes pero que él logra trascender y situarlos en un

primer plano convirtiéndolos en reflexiones que articulan su día a día.

“Todo puede ser relevante de alguna manera, suelo pensar que el arte y la

práctica del mismo entronca con la irrealidad de este mundo. Las escenas y elementos

que aparecen en mi obra a veces son pensadas y otras automáticas, pero siempre

personales.”

El carácter instalativo ha ido cobrando fuerza también en sus planteamientos

expositivos, donde las piezas adquieren un carácter escenográfico casi teatral a través de

los cuales se respira el ingenio y el humor del artista articulando el recorrido del

espectador.

Imagen de la exposición "Cibernética y Nutrición" en el DA2 Salamanca

El trabajo de Renes en definitiva es una mirada incisiva y crítica al mundo que

nos rodea pero sin más pretensiones que su propia evidencia. Una obra cargada de

ironía, que aborda desde la honestidad de aquel que no busca en el arte más que una

herramienta de autorreflexión y crítica hacia el mundo en el que vivimos.

Para saber más:

http://fernandorenes.com/

http://www.rtve.es/alacarta/videos/metropolis/metropolis-dibujamos-2-

espana/214192/

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No es ilógico, sino el delirio de la lógica

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Me han llamado a existir durante un rato,

y daba gusto estar vivo.

No han tirado a morderme ni han ladrado

los dos perros de guardia

apostados a la entrada del jardín.

Nadie ha salido a gritarme o a ser servido.

Me encontraba como en un cuarto de estar

a modo de pérgola o cenador

dentro de un jardín sin límites.

Tenía ante mí servida una gran mesa

con un sillón inmenso

en el que alguien ha debido de sentirse solo.

Pero no he osado aproximar mi hambre.

Nadie podrá decir que fue el intruso.

Me he dado una vuelta por allí

en medio de un silencio sospechoso,

sintiéndome furtivo.

Me gustaría haber nacido dentro.

Porque sólo de ponerme a pensar

que estaba teniendo el atrevimiento de existir

siendo de fuera...

Porque sólo de pararme a considerar

que no era sino un invitado ocasional

y que pronto iba a sonar la señal para salir...

¿Dónde quedaba el interior interno,

ese cuarto de estar acogedor e íntimo

donde todo se ha urdido,

donde habría prendido la idea

y la semilla de esta profusión?

¿Dónde estaba el ausente?

Antes de abandonar el jardín,

lo he mirado por última vez

y me he quedado fijo en la instantánea.

En el momento de salir,

he visto que los dos perros eran de mármol.

Pero me han mirado con ojos de misericordia,

y he echado a correr despavorido.

Antolín Iglesias Páramo

(De El río no encontraba el mar, Ediciones Rilke)

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Relatos de agua

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SERÉ TU SOMBRA

Ayer leí en la palma de tu mano

la línea inexorable que te ata a mi destino,

pero elegí nada decir para no ahuyentar

aún más tu corazón prófugo de mí.

Anhelo las esencias siempre ignotas

que guardas en tu piel que me desvela,

y seguro estoy que se esparcen

en fragancias deliciosas. que impregnan

el aire en el que habitas.

Y he de aguardar anidado en el silencio

hasta que al fin adviertas que yo existo,

que soy esa sombra lánguida y callada

que se elonga para fundirse con la tuya,

y así, de esa penumbra que visita tu figura,

no podrás despojarte ni aunque quieras.

Luis C. Montenegro

(Buenos Aires, noviembre 2015)

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Relatos de agua. LAS MORADAS

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hORIZONTE

Tarragona, 28-07-2015

Para Marina,

la sirena de las olas de mi corazón

“Sumergirse en el agua, cerrar los ojos

y convertirse en pez”1)

Silencio, el mar la recibe callado, atento, a expensas del dibujo de su cuerpo en el agua,

a la espera de las primeras escamas y del primer aleteo.

Abre los ojos y el mar se mete dentro,

explora su alma, sus recuerdos; y tras una película de burbujas se oye su lamento.

El mar le habla y le cuenta un cuento.

Se tiñe del verde de sus ojos y se ciñen las olas a su movimiento.

Ella lo olvida todo, y tumbada sobre ostras perleras y

corales mira el encharcado cielo. Y entonces vuela,

y las nubes bajan al suelo.

Ya no tiene cola, la sirena es un ave del viento. Se la llevan suspiros de marineros

y las canciones piratas de otros tiempos.

El olor a sal despierta su apetito de sueños. Balanceada por las olas

comienza a bailar lento, bailarina de papel pinocho y amazona de veleros.

Al dar las doce pierde la cola de cristal

y toca el suelo, dice adiós al mar y se despide del cielo.

Finaliza el baile

y acaba el cuento; aterriza el ave y cesa el lamento.

Pero el mar la quiere en su lecho,

y dejando un corazón de escamas entre sus piernas, la acompaña con su brisa

mientras camina y le susurra al oído: “Marina”.

Carmen Martínez Alonso

——————————————————

1) Referencia a la obra Reflexiones de una

soñadora, de la misma autora

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¡Fracking NO!

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Cuando se oculte el sol recogeré

las pequeñas basuras que fue dejando el día:

detritus de sucesos, pensamientos banales,

los últimos ladridos de los perros

y en una bolsa negra, bien atados,

los llevaré a la planta de residuos.

Allí se mezclarán

con el semen incierto de tantos perdedores

y muy temprano, como cada mañana

comenzará de nuevo la rutina

de la autoinmolación.

Café con leche y un poquito de azúcar

para no hacer las horas más amargas.

Julián Alonso

(Del libro inédito Arrugas en un traje recién planchado)

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Destrucción. La niebla inunda la morgue y disipa el tiempo… y disipa el alma

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Meditación

A las silenciosas B.y M.

Cerrar las puertas, las ventanas, las cortinas. Cerrar los ojos. Por las rendijas se

cuelan siempre hilos de pensamientos, rastros de supervivencia, jirones de maldad

humana y esa molesta baba de caracol que es la esperanza.

Pero la suerte está echada. Tú ya has cerrado los ojos y la tormenta de arena

sobrevuela tu cabeza. La dejas pasar, se aleja arrastrada por el poderoso aliento del

Norte.

Sin embargo tú no te alejas. Te quedas, sentada en la penumbra. Ningún viaje,

ninguna escapada a una galaxia o a la vuelta de la esquina. Te quedas. Respiras. Te

sientas y respiras. Hacer silencio. Hacer el gran silencio. Como si fuera fácil acallar la

música subterránea, la algarabía de la sangre, la flauta de los bronquios, la pajarería de

los nervios.

Respira. Aquí y ahora. Es el instante que atrapas en los haikus que escribes.

Todavía hay destellos, luz de cristales que centellean en los resquicios de las puertas.

Vanidad de vanidades. Nada de nada.

Más oscuridad aún. La oscuridad que eres y en la que te hundes, negra noche que

es. Ni luna, ni estrellas, ni pirámides de Egipto, ni doradas arenas del desierto.

Hundirte aquí mismo, en este páramo del color de los gorriones, disuelta en el

humus de la meseta, en tu tierra leve, en tu pequeña patria., en tu tierra prometida. No

otra. Aquí es. Aquí estás, embebida. Ahora lo sabes.

Junto a los demás silenciosos te despiertas, abres los ojos, las ventanas, las

puertas. Junto a los demás silenciosos te levantas, sacudes la tierra de tu vestido, sales a

la calle, renaces de tus cenizas.

Soledad Medina

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Musa de Jano, dios de los principios y finales

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EL RELOJERICO

Le llamaban El Relojerico, porque tenía el afán de acercarse a cada transeúnte preguntando qué hora era. «Pobre chiflado loco», se decían, y reían entre dientes, aunque les costaba disimular su incomodidad cuando El Relojerico les aferraba la muñeca para mirarles a los ojos. Sus dedos huesudos tenían una fuerza que desmerecía de su enjuta presencia. «¡Pues vaya con el viejo!», se carcajeaban, molestos.

El Relojerico siempre estaba en el mismo lugar, la Gran Avenida del Paseo Mártires, pero le acompañaba un niño avispado que hacía los mandados para él. Le llamaban El Minutero, en honor a su patrón.

Solo hoy supe, por fin, a qué se dedicaban realmente El Relojerico y El Minutero, cuando el segundo me retorció la manga de la chaqueta del traje y me llevó ante el viejo loco.

—¿Qué hora es? —me preguntó.

—No llevo reloj —le contesté, deseando zafarme de él.

Entonces me miró al fondo de los ojos y pude contemplar en los suyos un océano de galaxias, constelaciones brillantes en una oscuridad infinita.

—Es la hora de tu muerte —me anunció, con voz serena.

Y la noche, una noche bellísima, me envolvió.

Rocío de Juan Romero

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Relatos de silencio I

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CETMEN C

Dedicado a J. Manrique

Por enésima vez, introduzco el

pañuelo envolviendo la punta del dedo

por la recámara y vuelve a salir negro, se

diría que hemos venido a hacer la mili

para limpiar los chopos, pero nos

jugamos el permiso del fin de semana y

el sargento Mansilla aguarda a

comprobarlos, uno por uno, ayudado por

su pañuelo inmaculado con las siglas ET

primorosamente bordadas en color caqui.

Cada vez que venimos al campo de

tiro se repite la misma historia: limpieza

y revista; da igual si el arma se ha

encasquillado (como suele ocurrir de

media cada cuatro disparos), o si has

tenido la fortuna de disparar todo el

cargador, es por eso que en lugar de

llamar al cetmen por su nombre oficial,

«Centro de Estudios Técnicos de

Materiales Especiales», los reclutas

preferimos renombrarlo como «Cada

Esquina Tiene Mierda Escondida». El

cetme es lo que diferencia a un soldado

de un recluta, o a un militar de un civil,

su tacto es áspero como el de la madera

que lleva tiempo esperando a ser

quemada; te puede llegar a deformar la

clavícula si lo llevas durante mucho

tiempo desfilando, un metro de largo y

cinco kilos de peso donde se resumen

buena parte de las historias cuarteleras

de los últimos reemplazos del glorioso

ejército español.

Anoche dormí bien, me tocó la

primera imaginaria, y después todo de un

tirón hasta el toque de diana. Hemos

formado con las miradas perdidas en las

taquillas, y tras un frugal desayuno,

hemos subido al viejo camión Ebro que

debe llevarnos de maniobras. En la mili

llaman maniobras a lo que en la vida civil

es subir al monte, pero con las botas

roídas, el tres cuartos que siempre queda

pequeño, y el chopo a cuestas, como si

fuera la prolongación armada de tu brazo.

Para estas maniobras (las terceras en lo

que llevo de mili), he solicitado un par de

botas nuevas: en el pie derecho se me ha

abierto un boquete por el que a veces

asoma la uña del dedo gordo, y de tanto

taconear para fardar de bisagra, se me

ha despegado el tacón del resto de la

bota. Al presentar mi solicitud al

sargento, éste me mandó a Intendencia,

y el mismo capitán que entrega los

uniformes a los bichazos recién llegados,

estudió la bota con minuciosidad y celo

militar, antes de desaparecer en la

trastienda y presentarse de nuevo con un

ejemplar del mismo pie que extrajo de

una caja nueva que ha abandonado lejos

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de mi alcance: «Creo que este es su

número, tenga, y procure cuidar mejor el

material que el Ejército pone a su

disposición», sentencia con gravedad, a

lo que replico «¡A la orden mi capitán!

pero… ¿y el otro pie?». «Vuelva a la

formación, soldado», concluye con

aspereza.

La semana pasada recordé esta

asombrosa historia pasando revista a las

tres botas polvorientas alineadas en un

rincón olvidado del desván de mi casa,

difícil encontrarle una explicación

racional.

La marcha por el monte las más de

las veces resulta penosa, el cabo primero

ordena ir a paso li-¡gero! Entre la maleza

y la hojarasca apenas si se vislumbra la

senda, algunos reclutas se pierden, otros

se tropiezan, cayendo pesadamente

sobre el lodazal, arma y soldado juntos,

está prohibido soltarla, se trata de una

imagen cómica para los veteranos pero

desgarradora para los recién llegados, los

bichazos, que se limpian con la manga el

barro expulsado por la planta de las botas

del recluta que les precede y aguantan

estoicamente las bromas por su torpeza.

El soldado Armendáriz, que trota paralelo

a mí, tropieza con un socavón y está a

punto de perder el control de su arma,

me dirige una mirada de terror antes de

quedarse con los ojos en blanco.

Parece mareado cuando cae el

cetme al suelo, situación de la que se

apercibe el sargento chusquero, al

romperse la bella (para él) simbiosis

cetme-soldado, y ordena detener la

marcha; acude con el ceño fruncido

cuando ve que por la expresión del

soldado, allí ha ocurrido algo grave. «¡El

dedo mi sargento! ¡A Armendáriz le falta

un dedo!» la voz de alarma la da Ochoa,

que observa cómo de la mano de

Armendáriz pende un hilillo de sangre.

«¡A ver, todos! ¡A buscar el dedo!»

ordena enfadado el sargento, presupongo

que si se le hubiera extraviado la cabeza

hubiera sido igual de flemático.

Armendáriz descansa sentado con

la confusión propia del momento, el

chopo inerte a su lado, le escoltan dos

soldados. Los más próximos a él

buscamos por el suelo embarrado la

falange que misteriosamente ha perdido

su contacto con el resto del cuerpo,

porque es la falange del dedo meñique lo

que le falta. Pasan los minutos y nada

aparece, por azar se me ocurre mirar por

la bocacha del cetme de Armendáriz, y

doy una arcada al ver el resto del

meñique allí encajado, un huesecillo

blanco rodeado por una masa encarnada,

siete con sesenta y dos milímetros de

calibre asesino.

Sin necesidad de más preámbulo,

intercambio una mirada fugaz con el

sargento y echamos a correr hacia la

tienda de campaña que nos sirve de base

en el monte, donde se encuentra el

camión, que es el medio de transporte

más cercano. Corro penosamente con un

chopo en cada mano, sin perder de vista

el cañón del cetme de Armendáriz, donde

sobresale con morbosidad la falange,

imposible no verla; detrás dos soldados

llevan cogido de los hombros a paso

ligero al infortunado recluta, que ya

parece completamente inconsciente.

Por fortuna me conozco el camino

de memoria, y desde que no fumo tengo

un buen rendimiento físico, por lo que

saco una buena ventaja a mis

perseguidores, y en menos de quince

minutos llego a la base, allí encuentro al

comandante Cuevas, que viene a

supervisar las maniobras de su tropa,

fumando un cigarro con expresión de

gran placer. Le acompaña un capitán con

cara de ave rapaz y dotado de tupido

mostacho negro, al que desconozco. Me

observan con gran extrañeza, y podría

decir que el capitán hace amago de

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mover el mostacho para dirigirme algún

reproche por mi actitud poco marcial,

¡habrase visto!

Antes de decir nada, doblo el

cuerpo hacia abajo para tomar un poco

de oxígeno, cuando me incorporo —aún

jadeante—, lanzo el chopo de Armendáriz

con violencia sobre una mesa en la que

descansan dos tazas adornadas con un

humeante café, que están a punto de

caer por el impacto. Los dos mandos me

interrogan inquisitivamente con la

mirada, mientras esperan con la

expectación propia de una partida en la

que el último jugador está a punto de

lanzar la carta final, cuando proclamo con

satisfacción «¡A la orden…! ahí tienen el

arma… y ahora viene el resto del

soldado».

A continuación, salí precipitada-

mente al exterior para poder vomitar a

gusto; por suerte no me hice militar… ni

cirujano.

Jesús Borro Fernández

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Relatos del silencio II

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¡Que yo no me llamo claustro!

Se abrió la autopuerta del ascensor

y el inevitable espejo acabó con el buen

humor con que se había levantado

aquella mañana. Cuidado que había

puesto toda su alma en higienizarse al

tacto, sin mirarse en superficie

reflectante alguna… pues nada, al final,

no había podido prescindir del elevador.

¡Gilipollas!

Se metió en la cabina y pulsó la B.

El ingenio se paró al poco de arrancar. Se

abrió la automática de doble hoja, y allí

estaba esperando la tonta del séptimo.

―¡Huy, no me monto, que tengo

claustrofobia! ―protestó.

―¡Señora ―retrucó el hombre

antes de que se cerrara la automática―,

que yo no me llamo Claustro!

El ascensor prosiguió su marcha

descendente, esta vez sin interrupciones.

Al llegar al portal, se dio cuenta de que

iba descalzo. Dejó que se cerrara la de

doble hoja y apuntó con el índice hacia la

botonera, pero se retuvo. ¿En qué piso

vivía? Se notaba más desmemoriado que

de costumbre. Las nuevas pastillas que le

había dado el neurólogo, al parecer, no le

estaban haciendo mucho efecto, o le

estaban haciendo el efecto contrario.

Recordó, no obstante, que en el descenso

se había encontrado con la tonta del

séptimo, ergo tenía que vivir más arriba.

Oprimió el ocho. Se asomó al descansillo,

pero ninguna de las puertas le dijo nada,

fundamentalmente porque no estaban

historiadas con los nombres de quienes

moraban del otro lado. Se echó para

atrás. Dio al noveno, y replicó su

actuación precedente. Pulsó el diez y, en

esta ocasión, al ver que la puerta A

presentaba un letrero, salió de la cabina

para descifrarlo. Jacinto del Prado

Hermoso, leyó. No, aquella no era su

identidad. A propósito, ¿cómo se llamaba

él? Jacinto… Sí, esa era su identidad.

Sacó las llaves del bolsillo y, tras

probarlas todas, pudo verificar que le

resultaba imposible abrir la puerta. No, él

no era Jacinto.

Pidió el ascensor. Se subió la

manga… del pijama. ¡Iba en pijama! Se

había dejado el reloj. Se abrió la

automática. Entró. Era un montacargas

Schindler parsimonioso: estaba

programado para que los ancianos y

gente con alguna carencia física pudieran

usarlo sin tener que apresurarse. Pulsó la

B. Llegó a la cota cero. Al salir, se

encontró con una señora que parecía

conocerlo.

―¿Adónde vas con esa facha,

Nicolás?

¿Nicolás? Ahora se enteraba.

―¿Y quién es usted, si puede

saberse?

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―O sea, que, después de treinta

años metiéndote en la cama conmigo,

¿ahora resulta que no me conoces?

―Empujándolo hacia el camarín―:

¡Venga, tira para dentro!

―Sí, sí, pero ¿cómo se llama

usted?

―¿Me estás tomando el pelo? ¡No

ves que soy Berenilde, tu mujer!

―¡Ah! Berenilde.

Se cerró la automática, y Berenilde

apretó el ocho.

―¿No te da vergüenza? ¡Vas hecho

un adán! ¡Anda, sácate la chaqueta por

fuera del pantalón! Y en cuanto

lleguemos arriba, te cambias.

Nicolás no podía salir de su

asombro. ¿De verdad aquella desconocida

que le estaba echando la bronca era su

mujer? Se encogió de hombros y,

simultáneamente, frunció los labios y

abrió desmesuradamente los ojos.

―¡No te hagas el sueco! ―le

reprochó Berenilde.

Llegados a destino, la mujer

franqueó la puerta del octavo C y

aguardó en el umbral a que pasara su

marido. Seguidamente, entró ella y cerró.

Apenas un cuarto de hora más

tarde, envuelto en una gabardina con el

cuello levantado, con sombrero y gafas

oscuras, abandonaba la casa y llamaba al

elevador. Al entrar, se encontró de frente

con un extraño. Expresó los buenos días

y se compuso el cuello del gabán.

Finalizada la travesía, dijo adiós a su

propia imagen y, embozado y a grandes

zancadas, alcanzó la puerta de la calle,

donde se dio prácticamente de morros

con la tonta del séptimo, que regresaba

de hacer la compra. No la saludó.

―¡Huy, este hombre! ―exclamó

ella, ofendida.

Enristró la vía pública a toda prisa

y pegado a la pared, previsiblemente

(eran las doce y cuarto) con rumbo al

jardín de infancia donde estaba

escolarizada su nieta Isabel, de cuatro

años de edad, a la que recogía

diariamente a eso de las doce y media.

Sobre la una menos cinco entraba

de regreso en el portal del inmueble en

que habitaba, de la mano de Isabelita,

que tiraba de él. Llamaron al ascensor.

Se abrió la de doble hoja y entró la niña,

siempre tirando del remiso abuelo.

―¡Vamos, abu!

La ternura que despertaba en él su

nieta lo doblegó al fin.

―Da al ocho ―le urgió Isabelita.

―¿Al ocho? ¿Por qué?

La niña meneó la cabeza y resopló.

Al final de la carrera, cogió a su

abuelo de la mano para que no se

despistara, avanzó hasta la C y,

poniéndose de puntillas, llamó al timbre.

Abrió Berenilde.

―Yaya, traigo al abu Nicolás.

Estaba perdido, no sabía venir a casa y

dice que no vive aquí.

José María Izarra

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EL REGALO

Un amigo me lo trajo de Houston.

Una extraordinaria novedad: un libro-

televisor. Modesto de apariencia. Dotado

de una virtud prodigiosa: si alguien

hablaba de mí, aunque estuviera a

inalcanzables distancias, el aparato hacía

que lo viera y oyera. Si nadie hablaba de

mí, la pantalla del libro permanecía

apagada.

He de decir que no sentí nada; lo

dejé encima de una de las estanterías de

mi biblioteca. Excéntrico artilugio. La

maledicencia, ya se sabe, es un deporte

muy cómodo y difundido, uno de los

pocos consuelos de muchos mortales.

Yo, acostumbrado a ser amado y odiado, escritor en mi torre de marfil, imaginaba ya los comentarios. Y, no me

hacía ilusiones, sabía que incluso los amigos en cualquier conversación no renunciarían a hacer sobre mí maliciosos

sarcasmos. ¿Por qué amargarse inútilmente?

Pero el aparato estaba allí. Y un

buen día, el reloj marcaba las nueve y

media, hora en que en las oficinas suelen

abandonarse a confidencias y maldades

(además, esa mañana había aparecido en

el periódico local un artículo mío),

después de rumiar el asunto durante

media hora, no pude resistirme a

encender el aparato.

De momento, permaneció inerte.

Hasta que, de pronto, apareció un grupo

de gente desconocida; después, dos

sujetos acapararon la pantalla. Uno tenía

sobre sus rodillas el periódico en el que

se había publicado mi artículo. Y decía:

—No estoy de acuerdo. Yo lo he

encontrado ingenioso, aparte que dice

cosas que todos pensamos, pero nadie se

atreve a decir.

El otro meneó la cabeza como

asintiendo. Seguidamente, se esfumaron;

señal inequívoca de que habían cambiado

de tema.

Al poco rato, la pantalla volvió a

encenderse. Se asomaron tres colegas de

quienes me había alejado últimamente.

Se me aceleró el corazón. Me

descuartizarán vivo, aventuré.

—¿Ves? —manifestó uno de ellos,

corroborando sus palabras los otros

dos—. Para mí es un gran texto, en su

atmósfera de siempre, lleno de cowboys,

que para él representan el crisol donde el

fracaso se trasmuta en épica. Además,

¿quién no tiene defectos? ¿Por qué

siempre hablar mal de los ausentes?

Me quedé extrañamente tranquilo.

Cuando me disponía a salir de mi

biblioteca, el libro-televisor se encendió

de nuevo. Vi a mis amigos de siempre,

con los cuales había compartido todos los

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ideales posibles cuando desconocíamos

las miserias de la vida. Un escalofrío me

recorrió de arriba abajo.

—Me ha gustado mucho —dijo el

más bajo, mientras que el otro, de

considerable estatura, conocido por sus

corrosivas afirmaciones, argumentó—: A

mí también, pero el lector medio nunca

va a entender tantas sutilezas…

Me dirigí a la sala donde suelo

escribir, meditativo, y mientras me

fumaba un cigarrillo, alumbré una terrible

sospecha. ¿Cómo era posible que mis

queridos amigos se hubieran enterado de

que yo tenía un libro-televisor que podría

delatarlos?

Siempre será para mí un absoluto

misterio.

Pedro Olaya

Refugiados. Huida a ninguna parte

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Caigo en la sombra, en medio

de destruidas cosas,

y miro aranas, y apaciento bosques

de secretas maderas inconclusas,

y ando entre húmedas fibras arrancadas

al vivo ser de substancia y silencio

Pablo Neruda (De Entrada a la madera)

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