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Enseñar y aprender: viejos y nuevos roles Texto adaptado: Curso moderado del Portal Educ.ar Autora: Natalia Cantarelli Primeras aproximaciones a un abordaje filosófico de la educación. Los roles del maestro y del discípulo. Antigüedad, filosofía y educación Según los estudiosos, la filosofía, en tanto disciplina independiente de las aplicaciones prácticas, encuentra sus orígenes más remotos alrededor de los siglos VII y VI a.C., primeramente en Asia Menor, en épocas en las que Mileto, Samos y Éfeso intensificaban sus relaciones con Egipto, Mesopotamia e Irán, por medio de Fenicia y Lidia. 1 Esto da cuenta de la importante, aunque siempre discutida, influencia oriental en los comienzos del pensamiento filosófico occidental. En el establecimiento de estas múltiples relaciones e intercambios con las civilizaciones que les eran contemporáneas, los griegos antiguos se hallaban impulsados por dos poderosos motores: el comercio y la curiosidad. Esto da cuenta de una muy peculiar disposición que la filosofía a lo largo de toda su historia, hereda de los griegos y hace propia: el estado de ánimo de la maravilla, la disposición de quien percibe una dificultad, queda perplejo y se admira, reconociendo así su propia ignorancia. 2 La primera forma que adquirió esta reflexión proveniente de la perplejidad fue la explicación mítica y antropomórfica de la naturaleza. Esto significa que los problemas cósmicos (el cosmos, su orden, sus orígenes) comenzaron a ser concebidos bajo la forma de problemas humanos. Los fenómenos del mundo fueron comprendidos, entonces, de manera antropomórfica, es decir, gobernados por las mismas fuerzas que rigen las relaciones humanas. 3 De esta manera, la reflexión sobre el mundo humano imprime su sello a la reflexión sobre el mundo natural. Entre los siglos VII y VI a.C., el problema cósmico se constituye en el centro de las investigaciones y reflexiones. Esto se debe a factores tales como la asimilación de ciertos conocimientos astronómicos y matemáticos (provenientes de Mesopotamia y Egipto) y a la acentuación de la observación de la naturaleza, esto último consecuencia directa del desarrollo de la navegación y la colonización. No obstante, es importante insistir en que los conceptos centrales fueron tomados del mundo humano y social, lo que nos muestra que la reflexión sobre la naturaleza está asociada fundamentalmente a problemas relativos a la existencia del hombre y de la sociedad. 4 Alrededor del siglo V a.C., comienza a predominar una nueva perspectiva en la reflexión filosófica antigua. Ahora sí, el problema antropológico se 1 Mondolfo, El pensamiento antiguo, Losada, Buenos Aires, 1980, pág. 13. 2 Mondolfo R., Op. Cit., pág. 15. 3 Mondolfo R., Op. Cit., pág. 16. 4 Mondolfo R., Op. Cit., 35. 1

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Enseñar y aprender: viejos y nuevos rolesTexto adaptado: Curso moderado del Portal Educ.ar

Autora: Natalia Cantarelli

Primeras aproximaciones a un abordaje filosófico de la educación. Los roles del maestro y del discípulo.

Antigüedad, filosofía y educación

Según los estudiosos, la filosofía, en tanto disciplina independiente de las aplicaciones prácticas, encuentra sus orígenes más remotos alrededor de los siglos VII y VI a.C., primeramente en Asia Menor, en épocas en las que Mileto, Samos y Éfeso intensificaban sus relaciones con Egipto, Mesopotamia e Irán, por medio de Fenicia y Lidia. 1 Esto da cuenta de la importante, aunque siempre discutida, influencia oriental en los comienzos del pensamiento filosófico occidental.

En el establecimiento de estas múltiples relaciones e intercambios con las civilizaciones que les eran contemporáneas, los griegos antiguos se hallaban impulsados por dos poderosos motores: el comercio y la curiosidad. Esto da cuenta de una muy peculiar disposición que la filosofía a lo largo de toda su historia, hereda de los griegos y hace propia: el estado de ánimo de la maravilla, la disposición de quien percibe una dificultad, queda perplejo y se admira, reconociendo así su propia ignorancia.2

La primera forma que adquirió esta reflexión proveniente de la perplejidad fue la explicación mítica y antropomórfica de la naturaleza. Esto significa que los problemas cósmicos (el cosmos, su orden, sus orígenes) comenzaron a ser concebidos bajo la forma de problemas humanos. Los fenómenos del mundo fueron comprendidos, entonces, de manera antropomórfica, es decir, gobernados por las mismas fuerzas que rigen las relaciones humanas. 3 De esta manera, la reflexión sobre el mundo humano imprime su sello a la reflexión sobre el mundo natural.

Entre los siglos VII y VI a.C., el problema cósmico se constituye en el centro de las investigaciones y reflexiones. Esto se debe a factores tales como la asimilación de ciertos conocimientos astronómicos y matemáticos (provenientes de Mesopotamia y Egipto) y a la acentuación de la observación de la naturaleza, esto último consecuencia directa del desarrollo de la navegación y la colonización. No obstante, es importante insistir en que los conceptos centrales fueron tomados del mundo humano y social, lo que nos muestra que la reflexión sobre la naturaleza está asociada fundamentalmente a problemas relativos a la existencia del hombre y de la sociedad.4

Alrededor del siglo V a.C., comienza a predominar una nueva perspectiva en la reflexión filosófica antigua. Ahora sí, el problema antropológico se presenta, ya no como el formato adjudicado a las cuestiones naturales, sino antes bien, como una esfera específica de pensamiento. Esta predominancia está profundamente asociada al desarrollo democrático de las ciudades griegas. Las nuevas formas de gobierno dan creciente importancia a instituciones tales como las asambleas y los tribunales, en las que se plantean discusiones de carácter jurídico y moral. Estas exigencias sociales interpelan a los maestros a ejercer una especial tarea: preparar a los hombres políticos. Éstos requieren una educación política y un conocimiento general de las cuestiones humanas y sociales.

Desde sus inicios, el horizonte de la reflexión filosófica ha sabido sostener relaciones muy íntimas con la educación. Esas relaciones se estructurarán fundamentalmente sobre la cuestión de los objetivos de las prácticas educativas. ¿Cuál es finalidad? ¿Para qué educar? ¿Qué se forma a través de las prácticas educativas? Ya en sus formulaciones más tempranas, las posibles respuestas a estas preguntas encuentran suelo fértil en un campo sumamente problemático5. En sus orígenes griegos, las prácticas educativas se encuentran íntimamente ligadas a la formación política, específicamente entendida como formación para la libertad. La educación entendida como un dispositivo que reúne un conjunto de prácticas orientadas a inducir a los hombres, mediante la transmisión de saberes y valores, a una cierta actitud y disposición, siempre resulta un elemento problemático, y por lo tanto extremadamente rico, para la consideración filosófica. ¿Qué supone la idea de que es posible inducir o obligar o a un hombre en nombre de la libertad? ¿En nombre de qué alguien se puede atribuir este rol?6

El orden vigente entre los siglos VIII y VI a. C., detenta un tipo de educación –una paideia- heredada de una sociedad arcaica, guerrera, heroica y rural. Sus fuentes son los poemas de Homero y Hesíodo, los cuales confluyen

1 Mondolfo, El pensamiento antiguo, Losada, Buenos Aires, 1980, pág. 13.2 Mondolfo R., Op. Cit., pág. 15.3 Mondolfo R., Op. Cit., pág. 16.4 Mondolfo R., Op. Cit., 35.5 Cerletti A., Repetición, novedad y sujeto en la educación. Un enfoque filosófico y político, Del Estante, Bs. As., 2008.6 Cerletti A., Op. Cit., pág. 14.

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para dar forma a un ideal educativo denominado como kalakagothía. Es en la repetición sistemática de los mitos y en la derivación de una ética del heroísmo y la valentía, y su comprensión y adquisición a través de la mímesis o imitación, que se concentra la educación de este período. La paideia griega arcaica también incluye como elementos centrales de su consideración, la gimnasia, la retórica, la gramática y la matemática, atendiendo con ello un ideal de armonía física y espiritual.

Con el anteriormente referido cambio de perspectiva –la predominancia de la cuestión antropológica- la modalidad de transmisión y formación ya no encontrará sustento preferentemente en las escuelas místicas y sacerdotales, aquellas comunidades sagradas en las que los discípulos eran iniciados por sacerdotes en doctrinas secretas con las que establecía una relación estable y duradera; tampoco estará identificada con la transmisión repetida y sistemática del corpus mitológico. Ahora, la enseñanza será más flexible. Aquí son los maestros quienes se ponen al servicio de los discípulos, sin imponer rigurosos sistemas a los que adscribir.

Es así que surgen los sofistas, los maestros vagabundos, quienes se concentran en el aspecto humano y político de los problemas a tratar. El modo en que las distintas corrientes sofistas se formularon las preguntas centrales en torno de la formación política y ética, es variado y no puede reducirse a una sola expresión. Todos ellos elaboraron diversas soluciones para los problemas comunes.

Los Sofistas“Si yo gano, es preciso que por haber ganado me entregues los honorarios; si tú ganas, por haberse cumplido

la condición, también deberías pagarme.”Protágoras, según Diógenes Laercio

La educación sofista se enmarca en un contexto de renovación cultural. Los procedimientos de educación tradicionales comienzan a mutar en el período de mayor desarrollo de la democracia en Atenas, y se revolucionan con la llegada de aquellos maestros itinerantes que distribuían sus saberes y cuestionamientos a los jóvenes reunidos en el ágora. Por un lado, los sofistas -en su mayoría- ofrecían sus disertaciones a cambio de elevados honorarios, característica novedosa y extremadamente cuestionada, ligada a un principio de fe en la educabilidad humana. Por otro lado, haciendo eco de las especulaciones filosóficas, éticas y políticas de la época, cuestionaban la autoridad tradicional en esos ámbitos, profundizando el desplazamiento del eje de una perspectiva mítica y religiosa para indagar sin mediaciones en las problemáticas humanas y sociales.

Antes del siglo V a. C., la cultura griega arcaica centraba su interés educativo en la formación de un sujeto identificado con el mundo homérico, en el cual se sintetizaban rasgos tales como belleza, fuerza física, valor y armonía espiritual, pero también destreza oratoria. Esta educación estaba orientada a la formación en la cosmología y la moral de una poesía que remitía a sociedades compuestas por reyes, nobles y guerreros. Hasta aquel momento, en ciudades como Atenas, si bien saber leer, escribir y contar era algo relativamente habitual entre los ciudadanos libres, la educación no estaba en manos del Estado, sino que era privada (haciendo excepción del entrenamiento militar y el gimnasio). Hasta el siglo V a. C., entonces, la enseñanza regular alcanzaba solamente los rudimentos elementales.7

En la segunda mitad del siglo V a. C, y en relación directa con el desarrollo de instituciones tales como la asamblea y el tribunal, comienza a requerirse un nuevo y más rico aprendizaje oratorio. Esto posibilita la ampliación hacia una formación cultural más general, alcanzando al joven y al adulto con un nuevo objetivo. Comienza a perfilarse así, un modelo agonístico de la educación y de los saberes, una suerte de evocación de las competencias gimnásticas, pero ahora en el plano discursivo. Los sofistas son entonces portadores de una nueva modalidad de transmisión, fuertemente dialogada, que se separa de la lógica mimética (imitativa, repetitiva, conmemorativa) que hasta allí articulaba los procedimientos educativos. En un contexto donde la palabra escrita constituía una rareza (por su escasez, pero también por la desconfianza que despertaba), el pueblo griego se ve como un pueblo aficionado a la conversación y especialmente a la palabra oral. Su arquitectura es prueba de ello, y también lo es la modalidad de enseñanza privilegiada entre los filósofos: la conferencia y la discusión.

La consolidación de las formas democráticas de participación directa, sin representación ni burocracia civil, abren espacios donde la oratoria, la elocuencia y la capacidad de persuasión se transforman en herramientas preciadas e indispensables. La participación del ciudadano ateniense en los ámbitos de la asamblea y el tribunal constituye una marca de época. Para el siglo V a. C., la asamblea ya era un organismo en el que podía participar (si así lo consideraba pertinente) todo ciudadano libre, varón y mayor de 18 años. Allí las decisiones tomadas, eran rubricadas como decisiones del demos, el decir, por la comunidad de los ciudadanos. Por su parte, los componentes de los tribunales de

7 Finley M., Los griegos de la antigüedad, Labor, 1992, pág. 95

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justicia -como en el caso de la gran mayoría de los cargos gubernativos-, eran seleccionados al azar, por sorteo, entre un numeroso conjunto de ciudadanos dispuestos a tal fin8.

La educación sofista responde, por lo tanto, a una necesidad histórica. Pone el acento en la gran fuerza persuasiva de la palabra, en su poder de dominación; talento excluyente para el buen desempeño de tales obligaciones. De esta manera la figura que domina la escena de la enseñanza y el aprendizaje es la del polemista. El maestro sofista hace gala de un talento especial para discurrir, para infundir diversos sentimientos en su auditorio, y para convencerlo. Esas son las artes que enseña, y esa es también la relación en la que se sitúan los roles del maestro y el discípulo.

Vale destacar que a estos maestros se remontan los lineamientos básicos del currículum educativo que luego se denominará como “las siete artes liberales”, organizadas en el trivio (gramática, dialéctica y retórica) y en el cuadrivio (aritmética, geometría, astronomía y música), que articularán más tarde la enseñanza medieval. Esto significa que es también en este ámbito donde se está produciendo una renovación no sólo metodológica, sino antes bien, curricular (si cabe la utilización de tal término). Haber colocado al hombre en el centro de la reflexión a fin de abordar desde esa perspectiva las problemáticas humanas es un legado propio del discurso filosófico, que no puede circunscribirse a la herencia sofista. No obstante, es innegable que los maestros sofistas representarán una excelente ilustración de aquel cambio de perspectiva que inició la historia del pensamiento filosófico.

Platón“[…] los más perfectos guardianes de la ciudad deberán ser los filósofos.”

República, Platón

Las ideas educacionales planteadas por Platón también responden –y quizá incluso lo hagan de un modo más manifiesto- a la imperiosa necesidad de ligar la educación con una nueva formación política y con el reaseguro de la conformación de una comunidad de hombres libres. Platón describe a la Atenas de su tiempo como una comunidad en crisis institucional, crisis que incluso alcanza el horizonte de valores de sus integrantes. Se vive, según afirma, una época de degradación. La progresiva “especialización” en las tareas gubernativas parece producir un desplazamiento, a sus ojos, desfavorable. El siglo IV a. C. encuentra a Atenas en un proceso institucional que establece una escisión antes desconocida: los dirigentes políticos ya no son, a la vez, caudillos militares. Los generales ahora son soldados de profesión y lo mismo sucede en la actividad pública9. Este desdoblamiento, demás está decir, se encuentra, para Platón, íntimamente ligado a la perniciosa influencia sofista.

Asegurar una forma de gobierno justa parece ser una preocupación central en su pensamiento. Si se trata de gobernar con justicia, será necesario preparar a quienes estén a cargo de tal tarea. Para enfrentar una responsabilidad de esta índole, Platón idea un modelo de Estado, un ensayo abstracto de república. Esta república ideal encuentra su punto de apoyo en un sistema de educación institucional que dispone trayectos orientados a formar a regentes y guardianes del Estado, es decir, a aquellos que tendrán en sus manos el discernimiento del bien común y de la justicia. Esto es, como se sabe, una tarea compleja.

Discernir el Bien, contemplarlo, es para Platón una tarea reservada a los mejores hombres de la polis, es decir, a los filósofos. Por supuesto, para discernir el Bien y realizarlo, será necesario antes que nada, conocerlo. Por ello, resulta indispensable establecer una importante aclaración sobre el conocimiento de los fenómenos sensibles y cambiantes. Para el filósofo, este conocimiento no es, en realidad, conocimiento en el sentido estricto de la palabra. Más bien se trata de meras opiniones. Dicho de otro modo, no puede haber conocimiento seguro y certero de aquellos fenómenos que cambian, mutan y se transforman, es decir, de aquellos objetos que no son constantes. Por lo tanto se impone una pregunta: si no podemos generar conocimiento certero sobre los fenómenos del mundo que nos rodea, ¿sobre qué versará el conocimiento verdadero?

Para Platón, el conocimiento verdadero deberá ser objetivo, riguroso y constante. En otras palabras, no podrá cambiar porque su objeto no cambia. Pero, repetimos, si el mundo sensible, en el que nos movemos y al que percibimos, no es objeto de nuestro conocimiento, ¿cuál será su objeto? Platón responderá los conceptos, o más exactamente, las Ideas (o las Formas). Las ideas no pertenecen al ámbito de lo sensible, sino antes bien, al de lo inteligible. Entre estos ámbitos prima una curiosa relación: el ámbito sensible copia, reproduce, al mundo inteligible, lo replica imperfectamente, lo repite de manera discontinua. Las cosas justas, por ejemplo, aspiran a ser como la idea de justicia; se asemejan a ella, se le acercan, de la misma manera que un dibujo pretende asemejarse al objeto que representa. La verdad y la certeza, entonces, no deberán ser buscadas en las cosas sensibles, sino antes bien, en los

8 Finley M., Op. Cit., 76.9 Finley M., Op. Cit.,91

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conceptos, en las Ideas, esas entidades que Platón considera más reales que el propio mundo sensible. Allí radica ese elemento constante e inmutable que el filósofo pretende poner en el lugar del objeto del conocimiento verdadero.

Esto nos enfrenta a una seria dificultad: ¿cómo enseñar el Bien? ¿Cómo asegurarnos de formar hombres capaces de reconocer lo Bueno sin equivocarse? ¿Cómo formar un buen gobernante? ¿Cómo formar un buen ciudadano? ¿Cómo asegurar que su comprensión de las cosas buenas se corresponda con lo Bueno en sí mismo? Para asegurar que la polis esté en manos de aquellos que efectivamente procurarán el bien sin equivocarse, Platón desarrolla en uno de sus diálogos centrales, República, un pormenorizado programa de política educativa. Respaldado por una teoría de las diferencias naturales entre los hombres, allí diseña un régimen institucional para la educación de los gobernantes y los guerreros.

Según sostiene, entre los hombres existen diferencias naturales transmisibles, en parte, por herencia. Estas diferencias se deben, en cada caso, al predominio de una de las tres partes en las que está dividida el alma humana. El alma de los hombres, para Platón, posee una parte racional, donde se arraiga la virtud de la prudencia, una parte irascible, donde hace pie la virtud de la valentía, y una parte concupiscible, a la que debe limitar la virtud de la templanza. La preponderancia de cada uno de estos rasgos se corresponde con un rol social para el que el hombre se encuentra especialmente constituido. El hombre prudente será aquel capaz de gobernar la polis, el hombre valiente será quien la defienda. Ahora bien, el hombre en quien predomina la concupiscencia no podrá llevar en sus manos los destinos de la polis y estará destinado a una vida de comercio y producción, sin ingerencia ni derecho sobre la cosa pública. Este último modo de vida, vale la pena aclararlo, se encuentra en el extremo inferior de esta jerarquía, e imprime en el modelo político platónico, rasgos aristocráticos.

Para asegurar una formación efectiva y exitosa de los líderes de la polis, Platón delimita un complejo dispositivo institucional. En aquella república ideal que formula, se centrarán los esfuerzos en criar y educar a los mejores hombres. Valga una aclaración, la familia como institución no tiene espacio en este sistema, por lo cual los niños son directamente criados por el Estado. En primer lugar se propone un ámbito de formación para los más pequeños, organizado en torno de juegos, cantos y fábulas. Luego, comenzará a desarrollarse una instrucción progresiva en música, poesía y gimnasia. Entre los 16 y los 20 años de edad se iniciará a los jóvenes en la vida militar. Entre los 20 y 30, los más aptos estudiarán materias propedéuticas (como matemática pitagórica y geometría). Finalmente, hasta los 35 años, los mejores se ejercitaran en dialéctica (el arte de encontrar el principio del que dependen las ideas y las relaciones que hay entre ellas), y los demás se constituirán en guerreros. A partir de aquí, los aspirantes a filósofos-regentes se formarán como funcionarios de segundo orden, y sólo a partir de los 50 años, se los liberará a la contemplación y a la reflexión filosófica, para que luego puedan cumplir las funciones de conducción.

Esto pone de manifiesto una concepción sobre las relaciones educativas radicalmente distinta a la referida con anterioridad. Aquí la educación es una prerrogativa absolutamente exclusiva del Estado. No hay lugar para la transmisión doméstica de saberes, y mucho menos para la instrucción privada. No hay que dejar de lado el hecho de que a pesar de ser ateniense, Platón es un declarado admirador de Esparta: una sociedad gregaria y cerrada, donde la comunidad es en todo anterior a sus componentes. Todo esto implica una suerte de impersonalización de los roles en la esfera educativa. La transmisión de saberes y la conformación de conductas ya no se apoyará en la dupla maestro-discípulo, sino que más bien estará completamente pautada por un régimen institucional predeterminado, rígido, burocrático e impersonal.

En este marco es posible establecer, respecto de la paideia griega, e incluso respecto de cualquier educación, dos tendencias que pueden funcionar como finalidades a la hora de concebir la función de la educación en el conjunto social.

Por un lado, la educación puede ser entendida como el conjunto de prácticas a través de las cuales se cultiva la virtud; pero también, como el conjunto de prácticas instrumentales que halla su sentido en una utilidad inmediata para la vida práctica.

Suele considerarse a la educación sofística como una expresión de este segundo modo de entender lo educativo. Esto se debe a que el discurso sofista centra su atención en la adquisición de ciertas habilidades orientadas a la eficacia y fundamentalmente al éxito oratorio. No obstante, es necesario tener en cuenta que esta valoración de la tradición sofista se encuentra fuertemente influenciada por las críticas que realizará Platón al respecto, quien defiende un modo de entender la educación ligado al cultivo de la virtud.

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La educación medieval: monjes y guerreros

La fisonomía cultural de la Edad Media europea comienza a delinearse como consecuencia de la crisis del Imperio romano, a partir del siglo III, y fundamentalmente desde los siglos VII y VIII. Por un lado, la crisis inicial está centralmente relacionada con la creciente presencia de los pueblos orientales en el ámbito del Imperio romano y con el desplazamiento de su centro hacia Constantinopla. Este movimiento supone la apertura de una fuerte vía de influencia oriental en el mundo occidental. Por otro lado, desde el Oeste y a partir del siglo V, son los pueblos germánicos quienes empiezan a desplegar una avasalladora y violenta influencia que desembocará en la división del Imperio, lo cual se traducirá en la escisión Oriente-Occidente.

Esto nos habla del cruce de tres flujos de influencia muy significativos: el oriental, el germano y el romano. Desde el flujo oriental se fija la progresiva influencia cristiana y monoteísta; desde el germano, cobra presencia un sistema de ideales de vida heroico y rural; y desde el romano, se preservan los rasgos imperiales.10

Este proceso se traduce en el acceso al poder y a las riquezas de la minoría germana conquistadora, y en la consolidación de la antigua aristocracia romana como depositaria de la herencia cultural. Esta demarcación de campos fue el primer paso para que los integrantes de aquella antigua aristocracia se situaran como cuadros administrativos y judiciales, pero fundamentalmente, encontraran en la Iglesia un reducto de resistencia y legitimidad.

Para la concepción romana de hombre, el destino se hallaba estrictamente delimitado al mundo terreno. En este sentido, sus posibilidades de trascendencia se hallaban articuladas con la idea de gloria, heroísmo y fama póstuma. Ese era el modo de trascendencia al que el hombre podía aspirar.

La influencia cristiana interviene sobre este sistema de valores para depositar una noción de trascendencia celeste. La felicidad y la trascendencia ya no se verán circunscriptas al mundo terrenal, sino antes bien, encontrarán su máxima expresión en una vida espiritual, depositando la patria verdadera en el trasmundo. Asimismo, el ámbito en el cual se moverá inicialmente el discurso cristiano será el de sentimientos tales como la fraternidad, la caridad y el amor al prójimo.

Ante la creciente hegemonía cristiana, la influencia germana vuelve a activar los valores heroicos del mundo romano. Para la mentalidad germana, el destino del hombre se cumple de manera eminente en la tierra y dentro de los acotados límites de su vida. Es específicamente el guerrero quien encarna el modelo supremo de vida virtuosa.

Según entendemos, las sociedades se dan dispositivos de transmisión de saberes acordes a sus necesidades. Generalizando un poco, en el caso de la sociedad medieval, habrá dos tipos sociales que justifiquen dos dispositivos institucionales educacionales para su reproducción.

Educación y religión: la formación del monje

“Yo soy el que es, dijo el Dios de los hebreos. Yo soy el camino, la verdad y la vida, dijo Nuestro Señor. Pues bien, el saber no es otra cosa que el atónito comentario a esas dos verdades.”

El nombre de la rosa, Umberto EcoLa reconstrucción cultural requerida en la Edad Media fue realizada casi exclusivamente por el clero. Al

amparo de muchos monasterios, parroquias y catedrales, se formaron escuelas elementales comunales y en algunos casos, medias y superiores. Es en estas instituciones donde poco a poco comienzan a conformarse cuerpos de profesores licenciados para enseñar en el ámbito de su diócesis o incluso más allá de ella.11

Por supuesto, es importante aclarar que sólo un grupo minoritario tenía acceso a la educación: algunos clérigos. Ellos serían los encargados de realizar una tarea pedagógica fundamental: formar un hombre nuevo, espiritual, miembro del reino de Dios. El recurso central con el que contaban para ello eran las escrituras, especialmente los evangelios, ricos en parábolas e imágenes, y simples por la linealidad de sus preceptos.

Esta acción educativa estaba dirigida a los hombres adultos y precedía al rito de iniciación cristiana del bautismo. Como toda religión basada en la revelación escrita, el cristianismo requería un ambiente social no demasiado iletrado. Con el tiempo, la iniciación ritual quedó exclusivamente en manos de sacerdotes. Las instituciones encargadas de esa instrucción se denominaban “escuelas de catecúmenos” y se orientaban a la predicación de la vida de Cristo y a los preceptos morales que de ella se desprendían, dejando de lado la tradición griega de la especulación conceptual.

No obstante esto, con el trascurrir del tiempo, el ámbito del clero posibilitó un fuerte desarrollo institucional donde sí tendrá lugar una reflexión que excederá por mucho a la mera evangelización. El nacimiento de las

10 Romero J.L., La edad Media, FCE, 1998, pág. 111.11 Abbagnano N., Visalberghi A., Historia de la pedagogía, FCE, México, 2205, pág. 151.

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universidades es en parte tributario de ello. Allí se dará la recepción y traducción de la herencia filosófica griega y latina. Sin embargo, esta recepción estará sujeta a un marco muy peculiar: la tarea de la razón quedará identificada con la constatación de las afirmaciones de la fe. Así, la reflexión racional se ve orientada a la tarea de justificación doctrinaria religiosa. A este campo de pensamiento se lo denominó escolástica. Esto hace que la actividad preponderante no sea la de innovar, sino antes bien, la de traducir, comentar y justificar la herencia cultural, abocándose preferentemente al campo de las cuestiones espirituales, es decir, aquellas artes que dejan de lado el ámbito de lo mundano para centrarse sólo en el ejercicio de la inteligencia pura. Estas serán las artes liberales: gramática, retórica, lógica, aritmética, geometría, astronomía y música.

En este contexto, la figura del maestro cobra una nueva dimensión. En la educación escolástica, el maestro ya no es quien transfiere saber al discípulo, como si éste adquiriera algo que antes ignoraba. Más bien, las verdades que se aprenden se hallan en igual medida en todas las almas. La palabra del maestro no hace más que volver explícita una verdad que ya se encuentra en el discípulo.

Tras este modo de comprender las relaciones pedagógicas subyace una teoría de la iluminación, la cual supone la necesidad de cierta intervención divina para que se produzca la comprensión. De esta manera, el maestro es quien, en ocasión de esa iluminación, procura que el discípulo pueda hacerla propia. De alguna manera, la figura del maestro queda desplazada a la de mediador de una intervención que le es ajena. Lo mismo sucede con el discípulo: no hay allí relevancia en los modos de apropiación de la verdad aprendida, no hay proceso individual de comprensión. No en vano el monasterio es el lugar donde los hombres, al entrar, pierden su nombre y con ello su individualidad.12

Educación caballeresca: la formación del guerrero“Muchas veces había oído yo repetir la frase según la cual el pueblo de Dios se divide en pastores (o sea los

clérigos), perros (o sea los caballeros) y ovejas, el pueblo.” El nombre de la rosa, Umberto Eco

Si bien sólo una minoría de clérigos constituía la población objetivo de las instituciones y prácticas educativas del ámbito propio la Iglesia cristiana, esto no tiene que hacernos suponer que el resto de la población quedaba absolutamente por fuera de toda instrucción.

En lo referente a los estratos sociales de los señores y caballeros, se desarrolló un horizonte de enseñanza propio, ligado a la profesión de las armas y a la vida “cortés” que fue constituyendo la educación caballeresca13.

La sociedad feudal se fundó en relaciones personales de fidelidad entre señor y vasallo, fundamentalmente derivadas de la influencia germana. Esta sociedad se estructuraba sobre la distinción entre hombres libres y hombres no libres, condición consagrada por la tradición y ratificada por las instituciones jurídicas de la época. Pero más allá de esta diferencia central, un rasgo unificaba a los hombres: todos ellos se encontraban jerárquicamente condicionados. Unos dependían de otros. En este sentido, en este tipo de sociedades, el hombre es primeramente miembro de un conjunto social, y sólo después individuo, sólo adquiere valor en su marco de dependencia. Primero está el todo, y sólo después, la parte.14

En tal contexto, donde el dinero es un bien extremadamente raro y donde no existe organización estatal que pueda solventar el mantenimiento de ejércitos y funcionarios, las recompensas adquieren la forma de extensiones de tierra. Las tierras son adjudicadas a los guerreros más valientes a condición del establecimiento de las referidas relaciones de fidelidad. Estos guerreros, denominados feudatarios, representan el surgimiento de una fuerza militar con capacidad de guerra y justicia, y a largo plazo, se constituyen en la única organización política vigente. La Iglesia procurará intervenir en la conformación de este estrato con el objetivo de transformarlo en una fuerza de protección, adosando a sus ideales de valentía, valores religiosos.

La épica medieval que los caballeros tributan se apoya en una valoración positiva del orden jerárquico, en la adquisición de derechos por fuerza y estirpe, y en una ética del honor fundada en la fidelidad al señor. Sangre noble y formación caballeresca en calidad de paje y escudero de un señor, serán las etapas de su instrucción; saberes de armas y formas corteses, sus contenidos.15 Todo ello, tendrá lugar en un marco carente de formación literaria, pero rico en códigos de disciplina, modales y refinamiento de los sentimientos. Estos dispositivos de transmisión de saberes y –primordialmente- conformación de hábitos, parecen disolver los roles del maestro y el discípulo que hemos identificado en otros contextos. La figura que se instala es más bien la del modelo a imitar, con respecto al cual se guarda una fidelidad indeclinable.

12 Romero J.L., Estudios sobre la mentalidad burguesa, Alianza, Buenos Aires, pág. 89.13 Abbagnano N., Visalberghi A., Op. Cit., pág. 15214 Romero J.L., Op. Cit., pág. 89.15 Abbagnano N., Visalberghi A., Op. Cit., pág. 153.

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Respecto de lo dicho anteriormente hay que tener en cuenta una aclaración. Según afirma Romero, junto a los hombres destinados a rezar y aquellos otros destinados a guerrear, hay un tercer grupo: los que trabajan. Se trata de los campesinos, siervos de la gleba, en el contexto sociocultural del Medioevo. Este estrato social no dispone de instituciones destinadas a su educación. Sólo en lo que suele denominarse “escuelas gremiales” tiene lugar una educación de carácter práctico y artesanal. Si bien dijimos que la expansión del cristianismo requería de cierta alfabetización mínima de base, no es sino hasta la baja Edad Media y en pos de los esfuerzos tanto reformistas como contrareformistas, que las escuelas comunales comienzan a consolidarse como escuelas de primeras letras.

Esto nos da la pauta de que, durante el Medioevo, el ámbito de lo educativo se ver restringido desde dos perspectivas diversas. Por un lado, sólo los estratos superiores de la sociedad feudal se educan tienen acceso a algún tipo de educación institucionalizada. Por el otro lado, sólo el clero dispone de un dispositivo institucional de formación intelectual. Son los hombres de la iglesia quienes saben leer diversas lenguas, manejan el cálculo y heredan la tradición cultural y científica de helénica.

Esto hace que las figuras del maestro y el discípulo queden en gran medida restringidas al mundo clerical, y por lo tanto, que los desarrollos institucionales de la educación –que luego desembocarán en los sistemas educativos modernos- tengan lugar de manera exclusiva en ese ámbito.

La educación moderna: niños y ciudadanos

“Hace mucho tiempo que me he dado cuenta de que, desde mi niñez, he admitido como verdaderas una porción de opiniones falsas, y que todo lo que después he ido edificando sobre tan endebles principios no

puede ser sino muy dudoso e incierto; desde entonces he juzgado que era preciso acometer seriamente, una vez en mi vida, la empresa de deshacerme de todas las opiniones a que había dado crédito, y empezar de nuevo,

desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias.”Meditaciones metafísicas, René Descartes

René Descartes comienza sus Meditaciones metafísicas afirmando que es tiempo de revisar las creencias y los conocimientos adquiridos. La mayoría de ellos, por supuesto, han sido establecidos en ámbitos educativos bajo la égida de la herencia religiosa medieval. Para Descartes, no sólo se trata de cuestionar el contenido de aquellas enseñanzas, sino también sus métodos y sus objetivos. Este espíritu cuestionador responde a un proceso de transformación y crisis del mundo medieval y sus instituciones, y al consecuente nacimiento de un nuevo tipo de mentalidad.

De una manera pausada y procesual comienzan a hacerse lugar los elementos centrales de lo que será el mundo moderno. Una de las primeras características que es posible destacar, es el surgimiento de las nuevas sociedades urbanas. En contraposición con el mundo medieval, los habitantes de la ciudad son individuos de origen diverso que se suman, uno a uno, al recinto urbano, conformándolo. Aquí no prepondera aquel arraigo a la tierra propio de las sociedades señoriales, ni tampoco la predominancia de la comunidad por sobre sus integrantes.

Por otra parte, el modo en que esta aglomeración de individuos adquiere organización política es ilustrado con la figura del pacto o del contrato social. Esto significa que el elemento aglutinante del conjunto social es el consentimiento y no la tradición. A este respecto, el establecimiento de las relaciones jerárquicas (es decir, quién mandará y quién obedecerá), que se configura a partir del modelo de contrato social, fundará el poder sobre un suelo profano, en ostensible contradicción con la tradición feudal.

Esta fuerte transformación de las relaciones sociales tiene impactos en todos los niveles de la existencia. La mentalidad burguesa invierte la herencia medieval, hace que el individuo preceda a la comunidad, lo entiende como condensación del universo (como microcosmos) y percibe a la sociedad como una sumatoria de individualidades.16

En el campo de los saberes, el hombre, su razón y su experiencia se presentan como fuente de conocimiento, lo cual constituye una revolución frente al principio de verdad revelada del Medio Evo. Se trata de una revolución mental, pero también de una revolución de las relaciones reales. La filosofía comienza a indagar el alma humana bajo el signo de la individualidad. Incluso si leemos las primeras líneas de las Meditaciones metafísicas antes citadas,

16 Romero J.L., Op. Cit., pág. 89.

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veremos que Descartes se presenta en primera persona como personaje principal del texto, sirviendo esto como ilustración del referido desplazamiento hacia lo individual.

Todo ello, por supuesto, dará origen a un nuevo concepto de educación. La novedad reside en que se tratará de formar al individuo. Aunque por un lado los esfuerzos de la educación procurarán reducirlo y adecuarlo a las condiciones sociales imperantes, por otro lado, se propondrá desarrollar todo aquello que encierra su mundo interior. Educar, entonces, será obtener la plenitud del hombre logrando que realice todo el potencial que en él se encierra. Esto es sólo concebible bajo la concepción del hombre como individuo.17

En consonancia con las exigencias de renovación provenientes del ámbito de la filosofía, las ciencias y las letras, también la pedagogía y la educación en general se abocan a la búsqueda de nuevos rumbos. Podemos distinguir tres ámbitos centrales en esta transformación:

Con respecto a los contenidos, se produce una fuerte renovación. Por un lado, se multiplican las escuelas de corte humanista, en las cuales se privilegia la recepción y acceso directo a las fuentes griegas y latinas. El renovado interés por el aprendizaje del griego, el latín y el hebreo dan cuenta de una tendencia específica: ya no resulta adecuado fiarse de las traducciones medievales, ahora importa procurar el acceso directo a esas fuentes, privilegiando la lectura particular que cada individuo realice. Al respecto no es en absoluto desdeñable el impacto que el luteranismo tuvo sobre la instrucción elemental y superior, y más específicamente, sobre la concepción de la libertad de conciencias. En este sentido, y justamente de la mano del la Reforma, se multiplican las escuelas elementales, instituciones continuadoras de las escuelas comunales medievales, y prefiguración de la educación popular.

Con respecto a los métodos, el humanismo y el Renacimiento no cesan de condenar los procedimientos escolásticos de transmisión. La sistemática apelación a la autoridad y la utilización de disciplinas extremas como así también la utilización de la memoria como mecanismo privilegiado en el aprendizaje, son entendidas como modos de limitar las capacidades de la razón humana. Por lo tanto, comienza un significativo desarrollo metodológico en casi todos los ámbitos de la cultura. Por supuesto, la didáctica no quedará relegada en este proceso.

Con respecto al destinatario privilegiado, en el ámbito de la educación se produce un notable giro. El sujeto sobre el cual se estipulan los procedimientos de transmisión de saberes y constitución de hábitos, es el niño. Según afirma Philippe Ariès, es a partir del siglo XVII que surge una sensibilidad muy peculiar: la sensibilidad de la infancia. Según señala, haciendo alguna excepción en el mundo griego clásico, la representación de la infancia se halla significativamente ausente del campo de las artes estéticas, como así también en el campo de la literatura y de las costumbres, hasta comienzos del siglo XIV. En ese contexto, la representación del niño está asociada a imágenes religiosas (el niño Jesús, los ángeles) y no a la presentación de una etapa de la vida, es decir, a la consideración del mundo infantil. Al surgimiento de este espacio Ariès lo denomina sentimiento moderno de la infancia. Hacia el siglo XVI comienza a aparecer la figura del niño en las efigies funerarias. Lo curioso es que esta inclusión de la imagen infantil se da primeramente en la tumba de maestros y profesores, y sólo más tardíamente en la de los progenitores.18

Esto da cuenta de una importante ligazón entre el desarrollo de la educación moderna y la conceptualización de la infancia. Es en el marco de la referida renovación metodológica donde comienzan a considerarse las peculiaridades del mundo infantil, sus etapas de desarrollo y la relevancia de los juegos, para la definición de los criterios de transmisión institucionalizados.

No hace falta señalar que con la Modernidad nacen los sistemas educativos centralizados, como así también, toda una red de instituciones orientadas a la normalización infantil. Las escuelas son sólo una pieza de este entramado institucional. Es en ellas donde se configura la imagen del maestro y del alumno moderno, de la que somos tributarios.

Aquí, el rol del maestro cumplirá una función múltiple. Por un lado, como hemos señalado, será aquel que, como en un juego de simetrías, da lugar al alumno, Ambos se requieren y se constituyen de manera mutua. El maestro, si seguimos el planteo de Ariès, es en la Modernidad el primer correlato de la infancia, el que le da lugar, la conceptualiza y la atiende. Por otro lado, será el que la normalice, institucionalizándola y adecuándola a los requerimientos sociales, mediante la transmisión de saberes con respecto a los cuales él se yergue como absoluto poseedor, en tanto adulto ilustrado, es decir, en tanto consumación de la razón humana.

El niño alumno, por su parte, presentará también dos escorzos. Por un lado, se constituirá en objeto de estudio de saberes incipientes como por ejemplo la psicología. Por su parte, la pedagogía lo abordará considerando su proceso de desarrollo (el cuál influirá, por ejemplo, en el ordenamiento del currículum), y a la vez, como individuo con características singulares a normalizar. Por otro lado, en lo que a los saberes respecta –y con el habitual desprecio por los conocimientos prácticos- el niño es interpelado como tábula rasa. No se supone en él ningún saber relevante a la hora de comenzar su instrucción, ya que su razón no es adulta.

17 Romero J.L., Op. Cit., pág. 96.18 Ariès P., El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Taurus, Madrid, 1987.

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Con el comienzo de la Modernidad tiene lugar un explosivo desarrollo de los dispositivos educacionales. Todos ellos se hallan influenciados por los cambios en el modo de entender lo humano y lo social. La educación, entonces, es identificada con un tipo de práctica que da lugar al desarrollo de lo esencialmente humano que hay en el hombre. Educación y liberación parecen haber encontrado una articulación precisa en la figura de ciudadano.

Las prácticas educativas van a tender a concentrarse en cierto tipo de instituciones cada vez más especializadas. Nacerá la escuela pública en sentido estricto y la educación se transformará de manera explícita en una cuestión de Estado.

Esto último presentará un problema central para el pensamiento heredado de la Modernidad educacional y filosófico: si bien la escuela se presenta como factor de liberación (de ilustración) de la persona, al mismo tiempo muestra su faceta normalizadora, aquella por la cual produce la adaptación del individuo al conjunto, perpetuando el orden social.

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