Cahiers du Cinema No. 04 - José Luis Guerin

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CARLOS LOSILLA / GONZALO DE LUCAS / ÁNGEL QUINTANA Con José Luis Guerín no cabe el formato clásico de la entrevista. Su discurso fluye como el de su cine, primero con cierta timidez, luego torrencialmente, sin tomar nunca una forma definitiva. Por ello lo mejor es provocarlo, incitarlo a la charla por medio de observaciones a media voz o alusiones distraídas. Es lo que intenta- mos hacer en esta conversación a cuatro bandas. Sin prisas, adaptándonos a su respiración, los temas fueron apareciendo lentamente y al final desbordaron nues- tras expectativas. Surge así el retrato de un cineasta singular, cuya última película se ha situado ya en el centro del debate que mueve ahora mismo al cine español. Ángel Quintana: ¿Quién es Sylvia? ¿De dónde surge el personaje? José Luis Guerín: No quiero decir que surge de Nerval porque una de mis principales preocupaciones ha sido la depuración, borrar cualquier referencia cultural. Es mi película más depurada y "vaciada", que no vacía, o eso espero. Y en ese proceso, el rasgo más ambicioso es el que afecta al personaje central. No sé si existe, no sabemos absolutamente nada de él, ni el nombre, ni la clase social, ni sus intenciones. Mi objetivo es que el personaje sea lo que ve: nada más. Gonzalo de Lucas: Tengo muchas dudas sobre la necesidad de ese per- sonaje, que no encuentro misterioso, y considero una especie de filtro. No sé, por otro lado, si te resulta molesto que se interprete como tu alter ego. JLG: Forma parte del riesgo. Al ver a alguien que fabula a partir de lo que ve, podemos confundirlo con el cineasta. Puede suceder, pero, insisto, para mí la belleza de esta experiencia consiste en la posibilidad de convertir el personaje en un icono vaciado en el que cada espec- tador pueda acabar proyectándose. Al dibujar esta figura pensé en el personaje de El sabor de las cerezas, de Kiarostami. Si ves la película sin saber nada de ella, es muy interesante advertir cómo el protagonista conduce el coche, mira la periferia sin saber qué ve, se fija en un obrero... Tardas mucho tiempo en descu- brir qué busca. No sabemos nada de él, y esto para mí era fascinante. ¿Está casado, tiene amigos, por qué quiere morir? me parece preciosa la creación de ese icono en el que el espectador puede proyectar muchas cosas. ÀQ: De todas formas, el aspecto del per- sonaje revela un imaginario que tiene sus raíces en el romanticismo. JLG: No sé si es un pintor, un poeta, un cineasta... Los referentes culturales

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CARLOS LOSILLA / GONZALO DE LUCAS / ÁNGEL QUINTANA

Con José Luis Guerín no cabe el formato clásico de la entrevista. Su discurso fluye como el de su cine, primero con cierta timidez, luego torrencialmente, sin tomar nunca una forma definitiva. Por ello lo mejor es provocarlo, incitarlo a la charla por medio de observaciones a media voz o alusiones distraídas. Es lo que intenta­mos hacer en esta conversación a cuatro bandas. Sin prisas, adaptándonos a su respiración, los temas fueron apareciendo lentamente y al final desbordaron nues­tras expectativas. Surge así el retrato de un cineasta singular, cuya última película se ha situado ya en el centro del debate que mueve ahora mismo al cine español.

Ángel Quintana: ¿Quién es Sylvia? ¿De dónde surge el personaje? José Luis Guerín: No quiero decir que surge de Nerval porque una de mis

principales preocupaciones ha sido la depuración, borrar cualquier referencia cultural. Es mi película más depurada y "vaciada", que no vacía, o eso espero. Y en ese proceso, el rasgo más ambicioso es el que afecta al personaje central. No sé si existe, no sabemos absolutamente nada de él, ni el nombre, ni la clase social, ni sus intenciones. Mi objetivo es que el personaje sea lo que ve: nada más. Gonzalo de Lucas: Tengo muchas dudas sobre la necesidad de ese per­sonaje, que no encuentro misterioso, y considero una especie de filtro. No sé, por otro lado, si te resulta molesto que se interprete como tu alter ego. JLG: Forma parte del riesgo. Al ver a alguien que fabula a partir de lo que ve, podemos confundirlo con el cineasta. Puede suceder, pero, insisto, para mí la belleza de esta experiencia consiste en la

posibilidad de convertir el personaje en un icono vaciado en el que cada espec­tador pueda acabar proyectándose. Al dibujar esta figura pensé en el personaje de El sabor de las cerezas, de Kiarostami. Si ves la película sin saber nada de ella, es muy interesante advertir cómo el protagonista conduce el coche, mira la periferia sin saber qué ve, se fija en un obrero... Tardas mucho tiempo en descu­brir qué busca. No sabemos nada de él, y esto para mí era fascinante. ¿Está casado, tiene amigos, por qué quiere morir? me parece preciosa la creación de ese icono en el que el espectador puede proyectar muchas cosas.

ÀQ: De todas formas, el aspecto del per­sonaje revela un imaginario que tiene sus raíces en el romanticismo. JLG: No sé si es un pintor, un poeta, un cineasta... Los referentes culturales

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de cada espectador deben operar en la configuración del personaje. Carlos Losilla: Gonzalo habla desde el punto de vista de una narratividad fuerte, según la cual no conoceríamos al perso­naje. Yo creo que tu película, a diferen­cia de El sabor de las cerezas, posee una narratividad muy tenue, hasta el punto de que termina en la disolución a partir de lo que podríamos llamar "antiepifa­nías". Siguiendo a Dante, vemos que el personaje desciende por los círculos del infierno hasta llegar a dos escenas clave: la del bar nocturno, donde se enfrenta a una imagen fantasmal y siniestra de la feminidad, y la escena final, con ese ros­tro deformado de mujer. JLG: Cuando miramos a través del per­sonaje la mirada siempre es muy selec­tiva. Si eso no sucede puede surgir una imagen más cruda, y es cuando emerge, por ejemplo, la clochard que juega con las botellas. La mujer del rostro deformado es distinta: podría ser el destino trágico de Sylvia. Vemos a una mujer, luego surge otra por detrás que la reemplaza, vemos a una madre con sus hijos y al final intui­mos la imagen de una belleza deformada. Era muy importante establecer la idea de los destinos en la parte final, y así esbo­zar la tragedia. Los tranvías que se cru­zan pero no se encuentran también llevan implícita cierta idea del destino. GdL: De todas formas, creo que lo que te motiva a realizar esta película es el deseo de filmar a las mujeres. En Tren de som­bras también existía este deseo, pero no necesitabas un mediador. JLG: En Tren de sombras, efectivamente, no había ningún alter ego que desempe­ñara la función de enunciador. Aquí sí hay una presencia. No sabemos por qué sigue a la chica, por qué hace dibujos. Puede serlo todo, incluso un asesino. Hay algo

del efecto Kulechov, consistente en ver en ese rostro una serie de signos o movi­mientos que deberían restituir el relato en el espectador. Por otro lado, un motivo central del film es la nostalgia de la mujer luminosa, renacentista, y el décalage con el mundo que provoca la enajenación amorosa. Lo vemos todo con el personaje masculino, pero también lo vemos a él. Creo que toda la película se organiza en torno a la clásica relación pictórica entre el paisaje y la figura. El cuerpo del hom­bre que mira es esencial para acercarme a su mirada y poder distanciarme de ella. Y, a diferencia de En construcción, donde la ciudad era la metáfora social de un cam­bio, aquí se convierte en un conjunto de signos de evocación de una mujer.

Entre cálculo y azar CL: Da la sensación de que el prota­gonista está en un laberinto que debe interpretar y, a partir de ahí, seguir su sueño, su ideal. La película empieza con un mapa. Es como si quisieras decir que es preciso traducir una topografía que no es únicamente física, sino también la de sus sueños e ideales. JLG: El personaje es un extranjero en la ciudad de Sylvia, una ciudad sin nombre. CL: También podría ser que el personaje de Sylvia nunca hubiera existido. A mí me interesa mucho ese corrimiento de posibles ficciones a partir del tronco nodal de la película. Creo que eso enlaza con tu voluntad de dejar claro el lado fic­ticio de tus documentales anteriores. JLG: No se me había ocurrido pensarlo así. Los cineastas somos muy impulsivos y muchas veces no sabemos de dónde proceden los impulsos. Un exceso teórico me inmoviliza, y necesito hacer abstrac­ción de ello.

ÀQ: ¿Todos los personajes que aparecen en la película son figurantes? JLG: Sí, prácticamente. Algunos reapa­recen en diferentes ocasiones dando una morfología social al paisaje. El paisaje de cualquier ciudad europea de hoy está marcado por los paquistaníes que ven­den rosas, los acordeonistas rumanos y los africanos que venden carteras. Para mí es muy importante decir que esta ciudad, la ciudad de esa chica, se parece a las ciudades que transitamos a diario porque tiene las mismas presencias. GdL: Es tu película más calculada. JLG: Sí. Considero que el cine está en perpetua tensión entre el cálculo y el azar. En esta película quería organizar las cosas más que en En construcción, donde debía capturar unas palabras que no eran mías. El deseo de filmar las calles a partir de bocacalles que se cierran, por ejemplo, remite a la idea del plató. No podía filmar libremente en las calles, dejándolo todo a la lógica del azar. He rodado en Estras­burgo, una ciudad sin tráfico, silenciosa, en la que es fácil organizar una coreo­grafía de bicicletas y tranvías, también silenciosos. En el soundtrack he querido que se oyera un amplio abanico de len­guas (alemanes, ingleses, hispanos), era muy importante la idea de que estamos en una ciudad extranjera, que no perte­nece al protagonista porque es la ciudad de una mujer, la ciudad de Sylvia. ÀQ: Hace unos años tenías un proyecto llamado Jeanne 92: una especie de casting ideado para hallar una moderna Juana de Arco. El eje de tu trabajo continúa siendo la idea del casting como vehículo para explorar tu propio imaginario femenino. JLG.: Mi personaje podría ser un direc­tor de cine, en el sentido en que lo for­muló Alfred Hitchcock. En sus películas el acto de mirar es equivalente al acto de

José Luis Guerín durante la conversación

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Pilar López de Ayala y Xavier Lafitte, cruce de destinos en el tranvía

hacer cine. En ese proyecto sobre Juana de Arco estaba muy interesado por el personaje. Pensé que se podría llegar a escribir una historia del cine única­mente con él: Méliès, De Mille, Dreyer, Rossellini, Bresson, Preminger, Rivette, etc. El enigma de Juana de Arco parte de la imposibilidad de recrear su imagen. Juana es una niña que sale de su casa a los dieciséis años, se hace con cien soldados y finaliza su vida activa a los dieciocho. ¿Cómo te explicas la imagen de una niña de dieciséis años a caballo con cien sol­dados detrás? Es inexplicable. También recurrí a la literatura: Mark Twain, Ber-nard Shaw, Brecht, Schiller, etc. Todas las imágenes e interpretaciones eran misteriosas. Realicé un recorrido por los espacios de Juana, hasta Rouen, donde la quemaron. Cincuenta años después de su muerte, la primera frase que se escribió sobre ella fue: "Joven muchacha sin ima­gen y sin sepultura". No tenía sepultura porque vertieron las cenizas al Sena y tampoco disponemos de imagen suya en vida. Ese enigma ha generado una pro­ducción de imágenes impresionantes. Ante tantas películas, mi única solución era relacionarme con la figura, por lo que pensé en organizar un casting cerca de Domrémy. Hice una selección de las fra­ses que me parecen más conmovedoras de Juana para que fueran pronunciadas por diferentes rostros. CL: Acabas de hablar de Hitchcock, que es una referencia inevitable. En Vértigo la mirada es la del deseo, mientras que en tu película creo que no. Es el descu­brimiento de un ideal, es una mirada que quiere organizar una ficción. Es un deseo más conceptual, y no un deseo carnal, como en Hitchcock. ÀQ: Ni siquiera hay algún momento de erotismo.

JLG: El erotismo lo hubiera banalizado todo. El misterio está en la imagen de una mujer de espaldas, a partir de la cual empiezan a latir todas las mujeres posibles. El cine y la mujer como gran ilusión. GdL: Pero sí existe el deseo de filmar determinados gestos, y ése es el motivo principal de la película. No soy capaz de interpretarla de otra manera. CL: Yo pienso que la película realiza una abstracción, pues busca los filtros adecuados para que la filmación de un rostro, que puede ser la esencia del cine,

se convierta en la filmación de la estili­zación de ese rostro. No estamos en el territorio de la carnalidad, sino en el de la conceptualización de lo femenino. ÀQ: Lo que más me desconcierta es que el tratamiento que recibe Pilar López de Ayala no es el de una actriz: es sobre todo un rostro con frase, pero un rostro. Podría haber sido cualquier otra mujer. GdL: Diría que está filmada, y es algo necesario, en su condición de actriz, por lo cual no podría ser una mujer que tuviera otro oficio.

JLG: Entiendo el cine como deseo, por lo que me sería muy difícil filmar a alguien que detesto. Para mí es fundamental conseguir una empatia con el rostro que estoy filmando. Me entristece la relación contractual de trabajar con alguien sin ninguna implicación. No había pensado en Pilar por haberla visto en el cine. Habíamos coincidido en festivales y me impresionaron mucho sus ojos lumino­sos, su condición de mujer luminosa. Debía filmar esos ojos.

Arte del retrato GdL: En la filmación de ese rostro está lo más hermoso de la película, en tres o cuatro planos de Pilar... JLG: Intentar transmitir la belleza de un rostro, preguntarte cómo capturarlo de la mejor manera o buscar las condiciones de rodaje que lo permitan es algo básico. Me gusta pensar el cine como un arte

del retrato. En ¡a ciudad de Sylvia es una película muy lúdica en su realización. Se trata de la búsqueda mítica de la mujer luminosa y el décalage con el paisaje. GdL: Por un lado está la interpretación conceptual (la búsqueda de la figura ideal femenina) sobre la que estamos hablando, pero, a mi modo de ver, la película trata sobre todo de los cuerpos femeninos que quieres filmar, en especial el de Pilar López de Ayala. Un pintor puede pensar en hacer el retrato ideal de una mujer, pero tú estás obligado a dirigirte hacia la presencia real de la mujer. Esta tensión es muy importante. La película contiene el documento de la ciudad junto al esbozo de posibles ficciones a partir de las figu­ras de fondo: de repente algunas pasan a primer término y después se disuelven o se pierden de nuevo en el fondo. JLG: Hay un soneto de Petrarca en el que habla de estar "buscando en otras vuestra deseada forma verdadera". La película propone la búsqueda de esa idea mítica a través de distintos rostros de mujer. Tal como lo vive el personaje, la presen­cia de Pilar, una vez se ha revelado por el equívoco creado por él mismo, pasa a ser deseada al día siguiente, mediante las evocaciones. En la última parte el sonido de una botella vacía que rueda en la calle posee el poder de evocación de lo que aconteció el día anterior. ÀQ: Podríamos volver a Vértigo para preguntarnos quién es realmente el pro­tagonista masculino de tu película. ¿Está

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La búsqueda de "la presencia mítica de la mujer luminosa" por las calles de una ciudad anónima

cerca de Scottie, que desea a una mujer, o es el flâneur del que hablaba Baudelaire? Creo que el flâneur no desea, es alguien que pasea, mira, analiza y divaga. GdL: Sí desea, pero es más pasivo que Scottie... JLG: Entre Scottie y el flâneur está la figura del soñador. CL: La estructura del film en tres noches tampoco sería casualidad: Dostoievski, Bresson y las "noches del soñador"... JLG: Creía que era importante dividirla en tres días. El primer día es un pequeño presagio de lo que va a acontecer, el segundo es el de los acontecimientos, y el tercero no es más que una evocación del anterior, los mismos espacios pero ahora vacíos. La vida cotidiana se transforma en la evocación de un fantasma. En el tercer día Pilar está tan idealizada como esa Sylvia que nunca hemos visto. Hay dos mujeres evocadas: la que no vemos nunca y la mujer luminosa que persigue el personaje masculino. Hay películas en las que ver se parece a filmar. ÀQ.: En Tren de sombras hay un tema muy proustiano: la diferencia entre lo real y lo visible. Cuando miramos, no vemos la realidad, que siempre es hui­diza. Es un tema fundamental de En la

ciudad de Sylvia. El protagonista cree que está en posesión de la verdad por­que ve, pero se da cuenta de que algo se le escapa. JLG: Es curioso, pero la instalación que he presentado en Venecia, titulada Las muje­res que no conocemos, es una adaptación muy libre de un cuento de Proust titulado Mujeres desconocidas, que en pocas pági­nas contiene buena parte del misterio de En busca del tiempo perdido.

Sentido musical CL: Es una película que quiere ser una filigrana estilística depurada al máximo. GdL: Sin embargo, eres un cineasta vir­tuoso, en el sentido musical del término. JLG: Me gusta concebir el cine en un sentido musical, como si estuviera organizando las luces, las sombras, los movimientos. La película que ha acabado resultando no es la película que había pensado de antemano, que enlazaba más con En construcción. En mi proyecto inicial, la ciudad tenía una dimensión más documental y contaba con muchos personajes populares, que tenían más presencia. Creía que después de En cons­

trucción podía realizar un film en con­diciones industriales normales, con la posibilidad de vivir varias semanas con los personajes e integrar una cierta ten­sión documental con la presencia mítica de la mujer luminosa. Esto no pudo ser así, se rodó en cinco semanas y tuve que reinventarlo. No es ninguna justificación. Asumo plenamente la película y una de las cosas que pueden definir a un autor reside en su capacidad para ajustarse a los medios de los que dispone. No me siento solidario con los directores que consideran que el fracaso de una deter­minada película sea debido a que no han conseguido los medios necesarios para hacerla. Si no tenemos capacidad de negociar, debemos tener capacidad para reelaborar o para renunciar. ÀQ: Resulta sorprendente tu método para dirigir a las actrices. Más que una frase, les exiges que miren, que hagan un mínimo gesto...

JLG: Enlaza mucho con el gusto por la pintura. Uno de los ejes centrales del pla­cer que siento por la pintura es la política del casting en los grandes pintores del Renacimiento. A partir del Quatrocento, los pintores, incluso cuando representan escenas bíblicas o mitológicas, quieren

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tener cuerpos reales enfrente. Hay pocos datos sobre la procedencia de esos cuer­pos de mujer. La elección para la encar­nación les define en tanto que autores: qué relación mantienes con la persona que tienes delante del caballete o de la cámara, cómo va a ser iluminada y su relación con el fondo. La cuestión clave es la fotogenia, expresada en un sentido profundo. Para Jean Epstein, la fotogenia en el cine es aquel motivo que adquiere una cualidad moral superior al ser captu­rado por una cámara de cine. La emoción que muchas veces se retiene de una pelí­cula está en la captura de un gesto, por encima del argumento. Me entusiasma la grandeza de Flaherty como retratista de Nanuk, cómo utilizaba determina­dos recursos para llegar a capturar una expresión o una sonrisa. Pialat también llegó muy lejos fotografiando a Sandrine Bonnaire...

ÀQ: Cuando estabas hablando pensaba en el pintor de La bella mentirosa, de Rivette. Durante su proceso creativo necesita hacer muchos esbozos hasta que llega a revelarse un gesto esencial. En tu película, en cambio, no hay ese tiempo, parece como si lanzaras una mirada más impresionista hacia las mujeres. JLG: El trabajo del cineasta no siempre ha consistido en indagar pictóricamente en otra persona. Cuando Chaplin tra­baja con el niño, en The Kid, o con Sofia Loren, en La condesa de HongKong, para conseguir que reproduzcan los gestos de Charlot, acaba convirtiéndose en un escultor. Pienso también en la imagen de Truffaut en El pequeño salvaje, donde sus manos no hacen más que modelar al niño. Truffaut dijo que debía actuar en la pelí­cula porque ceder el personaje del doctor

Itard a un actor hubiera supuesto ceder la dirección del niño, que para él era esen­cial. La relación que establece el director con el chico en este film es muy física: le enseña a leer, a comer, a caminar. Otros, como Leo McCarey, intentan crear un clima para que sobrevenga un momento expresivo, un momento mágico.

Un tiempo en fuga GdL: Antes de realizar En la ciudad de Sylvia pasaste mucho tiempo trabajando en una serie de apuntes que has conver­tido en la película Unas fotos en la ciudad de Sylvia1. Son películas que comparten el tema del retrato, pero de forma distinta. Una está más calculada y la otra es más libre e intuitiva. En una estás solo con tu cámara y te ocultas, mientras que en la otra organizas una puesta en escena con la ayuda de un equipo. JLG: En ningún caso Unas fotos... debe verse como un esbozo. Está hecha a partir de fotografías en blanco y negro, mudas. En ese caso lo que cuenta es la pequeña elipsis que hay entre una fotografía y otra. Esta misma idea también está presente en mi aportación a la Bienal de Venecia, en la que lo fundamental es lo que hay entre las cosas. Entre una foto y otra hay un tiempo que se fuga, un misterio que se escapa. En Unas fotos... trabajaba en blanco y negro, con fotos y sin sonido. Esas limitaciones autoimpuestas requerían de un enun­

ciado en primera persona que actuara como vía o conductor. En este sentido, esas notas son mucho más narrativas que En la ciudad de Sylvia. ÀQ: Todos estos proyectos han cam­biado tu relación con el cine... CL: ¿Cómo se enfrenta tu condición de cineasta arraigado en una determi­nada cultura humanista a esta situación creada por las nuevas tecnologías y for­mas de exhibición? JLG: No tengo ningún plan para mi carrera posterior. Quizás lo único que he hecho hasta ahora es un cine esbozado, con una trama muy tenue. En la ciudad de Sylvia es, sobre todo, un esbozo. Las pelí­culas de verdad aún las tengo que hacer. En cualquier caso, los trabajos que he hecho para otros medios, como ahora es el caso de Venecia, siempre los considero como películas. No me gusta eso de "Una película de...", es de una vacuidad abso­luta, cualquier funcionario del cine puede decir "Una película de...". En cambio lo he puesto en el cartel de la instalación de la Bienal de Venecia porque, para mí, es otra manera de pensar el cine. Trabajo con fotografías y con muchas pantallas, pero mientras tanto estoy reflexionando sobre mi propio medio desde los orígenes de los orígenes, desde Marey y Muybridge. En la instalación he vuelto a pensar el fotograma como fotografía y como hue­lla de luz. Las ideas que he buscado para el mundo del arte son las más antiguas que la expresión cinematográfica. Las fotos me permiten, por ejemplo, jugar con el formato cuadrado de los Lumiére, un formato que ya no proyectan en casi ningún cine. Hoy es imposible filmar en formato cuadrado, en blanco y negro, como en el cine mudo, con el que siento una gran deuda afectiva. Mis experien­cias cinematográficas más intensas las he vivido viendo películas mudas y en silencio, como nunca se veían, por otra parte. Las experiencias con el mundo del arte me permiten una relación con el cine que éste ya me tiene prohibida. •

La conversación tuvo lugar en Barcelona,

el 5 de julio de 2007

(1) Unas fotos en la ciudad de Sylvia será presentada en el próximo Festival de Gijón, que tendrá lugar en noviem­bre. La instalación realizada para la Bienal de Venecia podrá verse en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), durante enero de 2008.

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EN LA CIUDAD DE SYLVIA / CRITICA

Todo estaba oscuro CARLOS LOSILLA

"El escritor como es debido es alguien que acecha, un cazador, un ojeador..."

ROBERT WALSER

¿Cómo enfrentarse a una película como En la ciudad de Sylvia, el último trabajo de José Luis Guerín? No hay manera de aga­rrar esas imágenes huidizas, ambiguas, que primero parecen rechazar al espec­tador y luego lo acogen con actitud ambi­gua. Es imposible identificarse con ese voyeur en busca de una figura femenina que quizá ni siquiera exista, pero también son intolerables la distancia o el repro­che. Un hombre que mira a las mujeres, tal como Charles Denner las amaba en aquella película de Truffaut. Qué des­propósito, dirán algunos. Qué hermoso, exclamarán otros. Pero ni una cosa ni otra: Truffaut murió hace mucho tiempo y esa actitud romántica ha desaparecido del cine actual. O quizá se ha transformado, porque de eso habla la película de Guerín: de lo que ha sido del romanticismo en la sociedad neocapitalista.

Por supuesto, estamos hablando del romanticismo que surge de la gran tradi­ción humanista y del neocapitalismo que se hace visible en las calles de las nuevas ciudades. Sin embargo, a Guerín no le interesa mostrar grandes aglomeracio­nes urbanas. Sus ciudades son siempre aparentemente manejables, a la medida del hombre. O eso parece. En Tren de sombras, las callejuelas de Le Thuit se pierden en un dédalo inextricable. Algo de eso hay también en su película más reciente. En la ciudad de Sylvia está rodada en Estrasburgo y, sin embargo, da lo mismo. He ahí una ciudad poblada de rostros y cuerpos, atravesada por tran­vías y paseantes, y también el lugar en el que las relaciones entre las personas se estructuran como las relaciones entre las calles. Esos planos que provienen de Tren de sombras, esa geografía inmóvil de un cruce a través del cual se vislumbra otro, o quizá una fachada solitaria, seguramente ocultan algo, igual que la sofisticación de

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El voyeur como detective de un rastro, el de la belleza, que se transforma a su paso

fusión contemporánea, de ese comercio de lo posible en que se ha convertido la atracción amorosa: quiere sentar a la belleza en sus rodillas y que le obe­dezca, por lo que ésta acaba huyendo. De ahí sus persecuciones, sus rodeos, sus miradas imperiosas: ven aquí y sigueme, parece decir. Paradójicamente, ese acoso le conduce a lo sublime, que incluye vida y muerte, amor y desamor, euforia y melancolía, emoción e ininteligibilidad. ¿Cómo puede amarse aquello que nos rechaza? Esa pregunta es la que se hace ese nuevo flâneur del desconcierto, de los rostros inquisitivos, de los espectros fugitivos, de los espejos que sólo devuel­ven simulacros. Es también la pregunta del espectador, estupefacto ante una pelí­cula inhóspita, incómoda, y sin embargo hermosa. Y es también, en fin, la pregunta del cineasta, "en la mitad del camino de la vida", cuando los fantasmas de Tren de sombras se materializan en figuras amenazadoras. Testimonio vital, tratado estético, ensayo narrativo, En la ciudad de Sylvia podría terminar con las palabras de otro paseo, el de Robert Walser: "Me había levantado para irme a casa, porque ya era tarde, y todo estaba oscuro". •

haber conocido y que ahora, asegura, se ha vuelto a presentar ante él, se ha trans­figurado para la ocasión. El voyeur como detective de un rastro, el de la belleza, que se transforma a su paso. Pero ese ros­tro es algo más que un rostro, es también un cuerpo flexible y en constante movi­miento, que huye de su perseguidor, que se enfrenta a él en un tranvía. En cons­trucción, la película anterior de Guerín, ya hablaba de estratos, de niveles, de capas que se superponen unas a otras, en un momento dado se volatilizan y dejan al descubierto la historia y su mito. Allí se trataba de El hombre que mató a Liberty Valance, de un mundo que desaparecía para dejar paso a otro. Aquí más bien se convoca al John Wayne de El hombre tranquilo, otro rostro geológico que per­sigue a la sinuosa Maureen O'Sullivan (ambos, por cierto, el objeto de deseo de Guerín en Innisfree), aunque la meta es el Chaplin de Luces de la ciudad y Candilejas, es decir, la máscara desen­mascarada. La mujer, sea como fuere, queda petrificada por la mirada mascu­lina, y por lo tanto desaparece: no, ella no es Sylvia, ni Beatrice, ni Laure. No puede ser otra cosa que un monstruo creado por la imaginación del voyeur, por su delirio. La inmovilidad siniestra de las chicas del bar. El rostro deforme de otra mujer en la parada del tranvía. Sylvia también es eso. Y la mirada del voyeur, que ya no puede ser voyeur, sino sólo creador de sombras, deviene una mirada glacial. Todo se con­gela ante su presencia.

"Una noche senté a la belleza sobre mis rodillas, y la encontré amarga, y la inju­rié", escribió Rimbaud. Ése es el gesto que escoge el artista moderno para ini­ciar su andadura. El paseante de En la ciudad de Sylvia va aún más allá, pues intenta recrear lo que ya no se puede concebir en los pliegues de la gran con-

nuestro voyeur esconde otras miserias: los mendigos que trasiegan las aceras, las camareras que deben limpiar la cerveza que se derrama. La lucha de clases se ha convertido en un enfrentamiento entre lo bello y lo siniestro, cuyo contraplano acostumbra a ser lo monstruoso. En la ciudad de Sylvia es la historia de un hom­bre que busca a una mujer hermosa y se encuentra con el horror.

En el principio están Dante y Petrarca, Beatrice Portinari y Laure de Noves, que aparece varias veces en una pintada: "Laure je t'aime". Pero hay más prin­cipios. Está también ese hombre que es muchas cosas a la vez, sin ser nada. Guerín lo ha vaciado de toda psicología, de toda motivación. Lo ha privado de pasado y de futuro. Ostenta la mezcla de presencia y ausencia de las pinturas de Giotto o Masaccio, los versos de La vita nuova o el Canzoniere. Al principio apa­rece frente a la cámara, en actitud melan­cólica, pero también inmóvil, como un pantocrátor que empezara a despertar. En él se concentran todos los principios: el del humanismo, el del romanticismo y el de la modernidad. Por eso Estrasburgo se convierte en una ciudad sin tiempo, de la misma manera que, en sus calles, conviven el silencio de otra época y la confusión sentimental contemporánea. El héroe de Guerín, pues de héroe se trata al fin y al cabo, transita el espacio y el tiempo aglutinando la historia de una cultura que se precipita hacia su fin.

Ven aquí y sigueme El arte occidental ha sido siempre gino-céntrico. Y En la ciudad de Sylvia es una película sobre el arte, no sobre la realidad. O mejor: sobre la imagen que da el arte de la realidad, de su labor de zapa y excava­ción. Por eso el ideal de nuestro voyeur es un rostro de mujer, alguien a quien dice

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TALLER DE CREACIÓN

Todas las imágenes

Sobre el libro en blanco caben todas las historias, todas las imágenes. Caben también todos los rostros, todos los gestos, todas las mujeres que busca José Luis Guerín en la ciudad de Sylvia... al encuentro de "la única imagen". Por ese itinerario, una suerte de ruta de trabajo, nos conduce el cineasta a través de las siguientes páginas, que ha elaborado especialmente para Cahiers du cinéma. España. Compuesto de fotos, dibujos, apuntes, fotogramas, rótulos... este "Itinerario", necesariamente creativo, perfila un emocionante mapa del imaginario y la mitología que recorre la búsqueda de En la ciudad de Sylvia. El palimpsesto resultante es un documento tan hermoso como revelador sobre la investigación y la mirada creativa de uno de los cineastas más importantes del cine español contemporáneo.

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Como antesala a En la ciudad de Sylvia, Guerín elaboró con fotos de su viaje una obra insólita y desconocida, que podrá verse en el próximo Festival de Gijón

UNAS FOTOS EN LA CIUDAD DE SYLVIA

Los puntos cardinales GONZALO DE LUCAS

Soledad de una película. De una película que nos acerca a la soledad de un libro, a las letras impresas en una página blanca o manuscritas en un cuaderno. Pocas veces el cine comparte una intimidad semejante: soledad del viajero, del paseante, del espectador, del cineasta. Soledad radical del proceso con que Guerín compone su película: durante tres años, con una pequeña cámara de vídeo digital y la única colaboración de su montadora, sin esperar a que ninguna productora ni cadena de televisión le conceda un visado para rodar. Ni siquiera con la expectativa de que de ahí -de esos apuntes que graba durante sus viajes por dis­tintas ciudades- salga una película. Unas fotos que envía como si fueran tarjetas postales: noticias de sus viajes.

Soledad, también, de la forma de una escritura (y una inter­pretación solista) que Guerín inventa de manera intuitiva: fotos en blanco y negro, en silencio, con frases intercaladas sobre las imágenes y sobre la pantalla en negro. Y soledad, cómo no, de la historia, muy misteriosa: el relato de un cineasta que desea recobrar (mediante evocaciones, hipótesis, adivina­ciones) un recuerdo de juventud del que tan sólo posee leves

imágenes en la memoria y dos pruebas materiales (una caja de cerillas, un posavasos). Un hombre visita una ciudad extran­jera. Allí conoció a una mujer veintidós años atrás. Mientras recorre la ciudad de nuevo, imagina qué rostro tendrá hoy aquella muchacha. Una doble historia que une sus polos: la de un cineasta que prepara el proyecto de una película y la de un recuerdo. O la de un recuerdo proyectado a través de la voz (callada) visible en los textos que comentan las imáge­nes (congeladas) en las que vibra el instante que, pese a todos los empeños, no se detendrá. El vértigo, la jetée.

¿Qué clase de investigación persigue ese hombre? Al princi­pio, se trata de unas notas filmadas para su próxima película (no olvidamos al Godard de Scénario du film Passion: es preciso ver antes de hacer ver). Sabemos que es cineasta y que así piensa (observa y forma) el mundo: en el ángulo con que retrata a una mujer, en la distancia con que contempla a otra, en el ritmo que se crea al juntar dos imágenes (asiéndolas) y en la pausa que las retiene para ver el tiempo que se fuga entre ellas (liberándolas). Y, entonces, basta un gesto, muy al principio, para que perciba-

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mos que -en vez de unas notas, de un anteproyecto- se forma una verdadera película. Tan sólo basta (el gesto es godardiano) una caja de cerillas (la imagen de unos aviadores, casi un plano de Hawks) a la que se encadena la foto de unas nubes. ¿Quién creyó que la belleza, en el cine, costaba mucho dinero?

Esta película no podía ser "como las otras". Sus imágenes vienen a la memoria como si fueran un poema; sus reflexiones (Guerín recuerda que las palabras escritas son también imá­genes) se encadenan como ensayos visuales sobre el curso del propio film y su carácter enigmático; los retratos de mujeres dibujan pronto un autorretrato (el tiempo se enhebra entre el cineasta y las modelos); el relato autobiográfico (poco importa si es o no ficticio) se espeja en documentos e indagaciones sobre Dante, Goethe o Petrarca, sobre los ojos y el rostro del artista ante la figura deseada del amor.

Un film de viajero (de alguien que está siempre "entre" lugares, entre imágenes) a la búsqueda de los signos que evocan los ros­tros ausentes o sin imagen: Sylvia, Beatriz, Laura, Juana de Arco, o la mujer vislumbrada una vez en una estación de metro (según el cuento inédito Una visión, de Miguel Marías). Una auténtica ars poética en la que el cineasta ensaya y enseña (en imágenes) el arte de fijar un rostro: la frágil naturaleza del rostro que, al ser capturado en una imagen, expresa toda su fugacidad y eva-nescencia. La pérdida del cuerpo, el tiempo que se fuga, el gesto poético. Tales son las pequeñas pulsaciones que sintió Dante tras su primer encuentro con Beatriz: "el espíritu de la vida, que reside en la secretísima cámara del corazón, empezó a temblar".

Sorprende que Unas fotos... muestre con tanta simplicidad -y con una naturaleza tan lúdica y ligera- posibilidades que el cine no ha explorado y que, sin embargo, vistas aquí resultan natu­rales y fáciles de hallar. Es una película que no posee nada (ni color, ni sonido, ni siquiera la ilusión del movimiento de las imá­

genes) que no tuviera el cine antes de empezar su historia, pero que nadie hasta hoy había imaginado. La situación de Guerín muestra el despliegue del oficio para un cineasta contemporá­neo: un largometraje rodado con una productora, una instala­ción en Venecia, un film en vídeo doméstico. En Unas fotos..., es uno de los primeros en explorar y sacar verdadero partido de las herramientas digitales, y con la voz -casi un monólogo- que puntúa por escrito las imágenes, descubre una forma exacta de filmar en primera persona sus búsquedas, deseos, recuerdos o preocupaciones de cineasta, mediante asociaciones "justas y lejanas" entre las impresiones captadas al vuelo. Una técnica muy distinta -mucho más misteriosa y bella- a la de En la ciu­dad de Sylvia, que rueda con un guión preciso, una puesta en escena coreografiada, actores y un equipo de rodaje. Y, si tal como ha escrito Miguel Marías1, Unas fotos... reinventa el cine con medios digitales, en parte es porque recuerda que el cine nació siendo muy fuerte, y que nada disipó la fuerza inquebran­table y asombrosa que liga el mundo a una imagen.

Existe una gran generosidad en esta clase de invenciones formales (de impulsos de juventud, de revoluciones estéticas), aunque después casi siempre se desperdicien. Ningún noti­ciario ha recogido el testigo de Vertov y, tras noventa años de imitar a Griffith, ya va siendo hora de partir de las Histoire(s) du cinéma. Unas fotos... debería ser una de las películas más sugerentes y estimulantes para los jóvenes cineastas. Contiene algo reservado a contados filmes. Una fuerza estable que la con­vierte en un punto cardinal cuando pensamos de nuevo en el cine: en sus posibilidades, en sus aventuras, en sus riesgos, en sus destinos. Un faro, o la luz que arroja a las olas. •

(1) "Something Really New: Starting Over", en www.fipresci.org, Trad. española: Heterodocsias. Festival Internacional de Cine Documental de Navarra, 2006.

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PABELLÓN ESPAÑOL EN LA BIENAL DE VENECIA

Intuición de deseo PILAR RIBAL

Mediante un montaje-secuencial de 24 fotografías sobre un panel,

José Luis Guerín prolonga su búsqueda creativa con una instalación

en la Bienal de Venecia, titulada las mujeres que no conocemos

"La vida quizá es una larga calle por la que pasa cada día una mujer... quizá es ese cigarrillo que se enciende en la pausa entre dos abrazos o esa mirada absorta del transeúnte que se quita el sombrero y saluda: ¡"buenos días"! con una sonrisa insignificante". FORUGH FARROJZAD

Como un deambular por ese tiempo dilatado y fugaz en que la memoria hace suyas las intuiciones del presente. Captando huellas de luz en el silencioso discurrir de las imágenes. Fotograma a fotograma. Desgranando la inmediatez misteriosa de lo visible en sus fragmen­tos. De este modo "realizó" el cineasta José Luis Guerín su montaje, su instala­ción del Pabellón de España en el con­texto de la Bienal de Venecia.

Lo anuncia el cartel de entrada a esa especie de "antesala" romántica oscura que nos aguarda: es "un film en 24 cua­dros" sobre esas "mujeres que no cono­cemos" lo que nos ofrece la fetichista mirada del cineasta en las secuencias que se encadenan sincopando una narración que desvela el film. En el contexto de la progresiva disolución de los ámbitos con­ceptuales de los lenguajes artísticos, esta presentación de fotografías adosadas a un muro y algunos de sus recursos expresi­vos (como el uso del fragmento o el rol activador de sentido que es la mirada), son los propios de un artista plástico.

Pero a nosotros, José Luis Guerín nos ha parecido un narrador atrapado en un espacio incierto entre el Renacimiento y la posmodernidad, o en ese espacio limí­trofe entre la realidad y la ficción que es también el de la vida y la literatura. Un

creador que, a pesar de rozar la plástica, sigue mostrándose como un realizador, un "escultor del tiempo" cuyo trabajo posee claves estéticas, artísticas y litera­rias de una ambigüedad que tal vez acen­túe su puesta en escena en Venecia.

Pues esta vez, y quizás como un "guiño" a la hermosa ciudad de los cana­les, el director de cine ha "depositado" las escenas que nos conducen por su anó­nima ciudad como si lo hiciera en un sin­gular gabinete de retratos renacentista. El pasillo oscuro sustituye a la estancia luminosa, y la silueta, huidiza, de Elena es la misma belleza metafórica de aque­lla Marietta-Venus que nos miraba de frente sobre la espuma del mar. La pan­talla se ha comprimido en un cuadro. La cámara es el pincel. Quizá porque, como dijera Picasso, para que todo cambie, todo ha de seguir siendo igual. •