Von Balthasar - LA EPIDEMIA ANTIROMANA

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La epidemia antirromana ~~

HANS URS VON BALTHASAR

La finalidad de este artículo no es la de repetir lo que ya se ha dicho en el libro Der antiromische Ajfekt (El complejo antirromano ), obra de difícil venta pues ninguno de los que abrigaban ese sentimiento la ha comprado. Ahora bien, este modo de sentir ha logrado difundirse tanto que, aquellos que no lo comparten, son considerados por la mayoría (de «izquierda» o de «derecha») como individuos aislados.

Es, por otra parte, la consecuencia de la continua confusión, o iden­tificación, entre ministerio y persona (en el fondo se trata del error doc­trinal del donatismo, que san AgustÍn tuvo el mérito de desenmascarar). Pero cuando hoy la psicología proclama a los cuatro vientos que tiene autoridad sólo quien es capaz de procurársela, y este concepto se aplica al ámbito de la autoridad teológica, retrocedemos en relación con la con­quista realizada por san Agustín. El obispo de Hipona, reputado como uno de los «padres espirituales de Occidente», ha llegado a ser, para mu­chos teólogos actuales, un chivo expiatorio.

La impresión que se tiene al observar la situación mundial de la cato­licidad es la de que los católicos, y en modo particular los teólogos, no se dan cuenta de este complejo antirromano. La ingenua comparación del concepto de libertad con el derecho a la crítica universal, en manera especial a toda forma de autoridad civil y espiritual, se ha convertido en nuestros días en patrimonio común de todo el mundo. Esta afirma­ción se verifica incluso en aquellas regiones en que reinan la tiranía y el despotismo; allí, también por influencia de la prensa y de los medios

* Este artículo se publicó por primera vez en castellano en 30 Giorni, N. 1-enero 1988, pp. 39-43.

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de comunicación social, ninguno, en la práctica, contradice este tipo de crítica, dado que ella forma parte de la «historia de la libertad» de la épo­ca moderna.

Pero dejemos el ámbito mundano con sus tendencias democráticas (admitiendo que lo sean de verdad). N o podemos, de ningún modo, con­fundir con ellas nuestro objeto, que se relaciona, por el contrario, con el ámbito del misterio de la Iglesia.

Al tratar este misterio podemos distinguir tres aspectos: 1) el carácter de misterio, que permanece oculto en medio de un mundo que no lo comprende; 2) aquel ámbito del misterio que, con una cierta plausibili­dad, se abre ante el estupor del mundo, y 3) el peligro mortal de que los católicos olviden, o no tengan en justa consideración, ambos aspec­tos del misterio: el Íntimo y el exterior visible.

Consideraremos, respectivamente, tales aspectos.

El misterio del papado

No puede eliminarse del Evangelio la acción por la que Cristo con­fiere a Pedro el ministerio pastoral (lo que no quita nada a la autoridad ministerial de los otros apóstoles y de los obispos, sus sucesores, que tam­bién deriva de Cristo). Que tal gesto, por el que se confiere un oficio, no fue la mera activación de una «funciÓn», resulta claro por dos moti­vos. El primero, porque la plenitud del poder ministerial de Cristo (el «Sumo sacerdocio») consistÍa en la posibilidad y en la capacidad de ofre­cer la propia vida por sus ovejas; el segundo, porque la condición reque­rida para conferir el oficio de Buen Pastor a Pedro es la de un amor más grande (solicitado tres veces). Por otra parte, la promesa de la realización de esta unidad entre ministerio y amor está garantizada por la predic­ción de la muerte (por crucifixión) de Pedro. Siguiendo el ejemplo del apóstol Pablo sería demostrable, de modo perfecto, que dicha «Crucifi­xiÓn>> se requiere y se realiza en el «ministerio>>, donde no hay escisión entre ministerio y persona, y el apóstol es consciente de las dos verda­des: no es Pablo, por cierto, «quien ha sido crucificado por vosotros>>; pero no obstante esto, de manera maravillosa y en virtud del misterio de la gracia, él, «con sus sufrimientos y humillaciones>>, puede «comple­tar lo que falta a los dolores de CristO>>. Esto significa que la estructura del ministerio eclesial sólo puede hacerse comprensible a partir de la cruz redentora de Cristo. Así, esta estructura participa Íntimamente del ca­rácter mistérico de la cruz y con ella representa un aspecto de la realidad de la salvación a través de los tiempos. A este aspecto ministerial se liga indivisiblemente otro aspecto del misterio: la presencia de Cristo en la eucaristía. Ambos misterios, en su indivisibilidad, sirven a aquella uni­dad de la Iglesia tan profundamente deseada por Cristo e implorada al Padre. En esta estructura unitaria se hallan los otros grandes elementos

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constitutivos de la Iglesia: la <<predicación apostólica», cuya unidad está asegurada por la recíproca compenetración de Escritura, Tradición y Ma­gisterio, como lo afirma la constitución Dei Verbum sobre la divina re­velación al final del capítulo II: <<Así, pues, la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almaS>>. Pero, podemos pre­guntarnos, ¿cómo es posible que los extraños comprendan este nexo mis­terioso en la cruz de Cristo y en el Espíritu Santo? La compenetración es reconocida justa y necesaria sólo mediante una profunda y devota con­templación, pues sin ella las distintas partes se separan unas de otras. La' Escritura se transforma en un libro, en uno de los muchos libros que pueden adquirirse e interpretarse a voluntad de cada lector. La Tradición se convierte en una materia muy compleja y discutible para el estudioso de la historia de la Iglesia y para el teólogo crítico. El Magisterio, priva­do de sus soportes, sufre lo que es necesario que sufra en la lógica del seguimiento de Cristo: al igual que Pablo, es <<denigrado», «insultado>>, <<puesto en el último lugar>>; tratado <<como el desecho del mundo, como el peripsema de todos>> (que literalmente significa la suciedad que queda después de que todos se han lavado). Así el misterio sigue una vez más unido al misterio ministerial de la cruz de Cristo que, mucho más que Pablo, se ha convertido en el peripsema de todos. Pero <<el siervo no pue­de ser más que su señor>>. Más aún: <<el apóstol debe considerarse feliz si le corresponde pasar por todo lo que ha pasado su Señor>>.

El oficio que Cristo otorgó a Pedro para que obrara como el Buen Pastor es el misterio más insondable, ya que la cruz de Cristo fue un misterio de absoluta obediencia, de obediencia que se vuelve incompren­sible en la noche (¿<<Por qué me has abandonado?>>), pero que, precisa­mente en esa misma noche, aparece como la luz de la salvación en la impenetrable obscuridad. ¿Qué puede comprenderse, vista desde fuera, de esta obediencia de Cristo? El mundo, en el mejor de los casos, pensa­rá en una obediencia similar a la de los Estados absolutistas o a la de los cuarteles; rememorará la fatal mezcla de obediencia teológica y esta­tal (por ejemplo, en la Inquisición) y se alejará horrorizado. Por consi­guiente, ninguno se maravillará del hecho de que cualquiera, cristiano o no cristiano, juzgue el <<residuo>> de autoridad oficial de la catolicidad como un resto de las pretensiones seculares, y de que los teólogos, frente a las disposiciones oficiales, diversifiquen la obediencia debida a la Igle­sia mediante una casuística cada vez más sutil, sabiendo que su sentimiento antijerárquico recoge las simpatías de una gran mayoría. Nada resulta más fácil que poner detrás del término «infalible>> un signo de interroga­ción (si bien no tenemos que ocuparnos de él aquí), pues ahora casi na­die ve que el ministerio eclesial, no obstante toda su humanidad, es una prolongación del miste'bo de Cristo.

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Se comprende, pues, por qué los últimos Papas (como Pablo VI) se han dado cuenta de que son, a causa de la función que les compete, el obstáculo más grande para la «reunificación de las Iglesias».

El esplendor del papado

Todo misterio cristiano presenta siempre, por ser tal, un aspecto visi­ble que le confiere una credibilidad delante de la gente. Demostrar mi­nuciosamente esta afirmación es superfluo, dado que se encuentra en el significado bíblico original del término. Estos son algunos ejemplos: si Dios no fuera trino (hecho que se conserya como un misterio), no sería (en sí mismo) el Amor, y a esta consideración se asocia toda la credibili­dad del cristianismo. Si Cristo no fuera Hijo del Padre, y por tanto Dios, entonces la reconciliación de la humanidad con Dios realizada por El sería un mero modo de hablar, y Pablo y Juan podrían ser archivados. Y si lo que Pablo denomina el «mysterion» por antonomasia, esto es, la participación de judíos y paganos (inaceptable en la perspectiva del judaísmo), no existiera, el «muro divisorio» abatido por Cristo existiría

' aun. En esta consideración también el papado ofrece su lado plausible, que

nunca llega a ser tan evidente como en la cuestión ecuménica. Si el obis­po de Roma, desde el comienzo de una teología del papado, ha sido re­conocido como el representante y fiador de la unidad de la Iglesia, es porque constituye el punto de referencia de todo cuanto atañe a la uni­dad de la Iglesia.

Esta consideración, a pesar de todo, no significa que el «sistema» de la Iglesia tiene que ser elaborado de acuerdo con un modelo piramidal. Y esta posición -es mi impresión- ha sido explicada exhaustivamente en el libro Der antiromische Af!ekt, así como también se la percibe en la cita de la Dei Verbum (cfr. supra).

El ministerio de preservar la unidad no es la unidad misma (la uni­dad está representada por Cristo y en El actúa el Dios trino), pues, ade­más de considerar con absoluto respeto la Escritura, la Tradición, la pre­dicación y la teología, es cierto que cada uno de los cristianos es corresponsable de la unidad de la Iglesia. Es evidente, por otra parte, que sin el sucesor de Pedro cualquier otra vía queda abandonada al libre ar­bitrio. Si falta el papado como poder espiritual con que Dios ha querido investir a determinada persona, dicho poder es substituido, o por una institución civil (Bizancio, los principios del fundamento de la Reforma y la Suecia de hoy), o por Órganos religiosos nacionales (privados de una real autoridad y sin suficientes relaciones recíprocas, como bien muestra la historia, trágica e ineficaz, de las Uniones).

Este error muestra, además, algo no menos trágico para la historia del ecumenismo. Se trata, en efecto, de observar cómo, si se exceptúa el

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catolicismo, ninguna de las confesiones cristianas posee una unidad en la que pueda reconocerse a sí misma. Si en los coloquios se logra llegar a un acuerdo (no sólo verbal) con una persona o grupo de no católicos, puede tenerse la certeza total de que tal acuerdo será contestado por uno o más grupos, puesto que la persona o grupo no ha representado el pen­samiento teológico o la opinión de los otros. Podría citarse una inmensa cantidad de ejemplos de esta índole. El pluralismo en el que estas confe­siones se han fragmentado (en la mayor parte tras haberse separado de la Iglesia católica) no es casual, sino que está más o menos teológicamen­te condicionado.

Aunque pueda apreciarse el diálogo ecuménico con todos los cristia­nos no católicos, y aunque semejante diálogo haya logrado resolver cier-, tas polémicas e incomprensiones, cabe la pregunta de si alguna vez uno de estos grupos religiosos se decidirá (si es capaz de hacerlo) a reconocer sin reservas el papado con los plenos poderes que le reconoce el Vatica­no I. Tales poderes no pueden ser puestos en discusión (mediante posi­bles agregados en «clave democrática>>) y sólo pueden ser dejados de la­do por el olvido o por los pactos de católicos confusos o pusilánimes.

Y una vez suprimidas las actuales prerrogativas vaticanas, no pueden ser reemplazadas con alguna lucubración extravagante, por ejemplo, con una presidencia concedida democráticamente. Ninguna intriga, por su­til que sea, y ninguna representación, documentada y dictada por el odio, de los agitados y trágicos acontecimientos de aquel concilio, podrán en-

. gañarnos acerca de lo que él ha afirmado: todo lo que desde hacía siglos era ya práctica y convicción indiscutible de la catolicidad.

La enfermedad antirromana

Nadie pretende negar que algunos representantes del ministerio pon­tificio han faltado de manera atroz al mandamiento de Cristo, o sea, a la unidad entre ministerio y ejemplo de vida, y que con los escándalos han provocado cismas. Es natural que la credibilidad del seguimiento de Pedro haya sufrido muchísimo a causa de esta conducta no cristiana, mu­cho más que en los tiempos de los malos reyes de Israel y de los desórde­nes de los Asmoneos. Pero si bien la tensión constante y tangible entre ministerio y modo de vida en armonía (armonía que exige la imitación del Buen Pastor) llegó a ser intolerable en algunos Papas (piénsese en el Renacimiento), ésta no es una razón suficiente para juzgar al Papa, con suma ligereza, como el Anticristo. O compararlo con los puercos de los endemoniados gerasenos (es un texto de Lutero citado recientemente por Eberhard Jüngel en una conferencia). Afirmaciones tan deplorables co­mo éstas pueden modificarse o corregirse con el paso del tiempo, pero ni aún así se admite el nexo (ya establecido por san Agustín) entre un mal uso del ministerio y la válida administración de los sacramentos (nexo

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cuya importancia ha sido puesta en evidencia desde hace tiempo). Así como nadie puede acceder a un ministerio (ni siquiera mediante una elec­ción democrática), sino que sólo puede recibirlo mediante la transmi­sión de quien posee legítimas facultades, así tampoco un cristiano puede conferirse a sí mismo un sacramento (ni siquiera el del matrimonio), si­no que lo recibe administrado por la Iglesia estructurada según una je­rarquía.

Todo Papa, por santo que sea, ofrece siempre un «lado humano» ex­puesto a la crítica. Pero es lamentable que en la Iglesia católica, que está formada por pecadores -dejemos ahora a Lutero con sus pecados-, ape­nas uno ocupa un cargo superior, pierde todas las simpatÍas que tenía y acaba en las manos de una crítica más o menos enconada. Por lo general, debe morir para que salgan a la luz sus verdaderos méritos. Ejemplo de lo afirmado es Pablo VI, tantas veces denigrado por los católicos, si bien es verdad que lo mismo sucede con los obispos y los superiores de órde­nes masculinas y femeninas. No existe sólo el clericus clerico lupus, sino también ellaicus, ahora, en los tiempos modernos más que nunca, tiem­pos en los que cualquiera que protesta contra la autoridad de la Iglesia es proclamado por los medios de comunicación mártir o héroe nacional.

Estos medios de comunicación social ejercen en la sociedad (a la que deberían servir) una autoridad y una fuerza de penetración mayores que las que ejerce la Iglesia. La Iglesia, a su vez, se ve circundada por el odio (en sentido paulino) hacia la debilidad, por el desprecio y por el ridículo (a causa de sus pretensiones).

Con lo expuesto se aclara, por fin, el fenómeno del sentimiento anti­rromano extendido por todo el mundo católico. Dicho sentimiento se pre­senta en la Europa occidental, en América del Norte y del Sur; por el contrario, los países del Este están menos afectados, ya que para ellos ( co­mo para muchos obispos medievales perseguidos por los príncipes) la auto­ridad de la Iglesia es un lugar de libertad. Pero en los sitios mencionados algunos se comportan como si fueran perseguidos por Roma y despoja­dos de sus libertades democráticas. Y esto tiene lugar antes de que pueda realizarse un coloquio suficientemente objetivo y que aclare los proble­mas pendientes. En el Nuevo Testamento se lee que las tensiones de la Iglesia de Cristo pueden resolverse sólo mediante la caridad. San Ignacio de Antioquía nos comunica que Roma posee, precisamente, la <<presiden­cia de la caridad» y que no es cristiano criticarla a priori. Los cristianos deben saber inmunizarse contra la mordacidad fomentada sistemáticamente desde el exterior (en especial por los medios de comunicación). Grandes cantidades de firmas que se recogen contra Roma (se trata casi siempre de campañas promovidas por el clero), a causa de noticias de prensa ente­ramente falsas, recortadas y tergiversadas no son hoy una novedad. Son hechos que envenenan la atmósfera eclesial y que, a la larga pero delibera­damente, preparan el camino a los movimientos cismáticos.

Quien olvida lo que he dicho al principio, que el misterio de la uni-

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dad exterior de la Iglesia está profundamente ligado al misterio de la Ín­tima unidad con Cristo, se mueve en el ámbito espiritual usando catego­rías terrenas como monarquía y democracia. En este caso habría que de­nunciar al episcopado como una oligarquía. De hecho, el sentimiento antirromano degenera, con bastante rapidez, en un sentimiento antie­piscopal. Esta puede ser la razón por la que algunos obispos con su auto­ridad recibida de Cristo se esconden detrás del colectivo de las conferen­cias episcopales que, en cuanto tales, carecen de autoridad apostólica (dado que Cristo no instituyó ninguna conferencia, sino que quiso tan sólo la comunión eclesial). Los contactos recíprocos entre los obispos son útiles y necesarios, pero sólo con el propósito de alentar e iluminar a cada uno de los pastores.

Cada estilo de guía pastoral es personal y, en consecuencia, limitado. Puede, así, ser criticado desde el punto de vista opuesto. Si un Papa viaja porque se preocupa por su grey y anhela tener contactos más estrechos con ella, la Curia o la Conferencia Episcopal italiana lo amonestan por­que se interesa muy poco por los asuntos de casa. Si, por el contrario, se consagra a ellos, lo recriminan pues se despreocupa del mundo. Cual­quiera que sea su comportamiento, se equivoca siempre. No hace falta enumerar aquí las expresiones vulgares dirigidas contra la Santa Sede desde la «izquierda», y las no menos obscenas que provienen de la «derecha>>. Baste con mencionar la fantástica historia sobre la detención del verda­dero Pablo VI en los «subterráneos vaticanos>> y la pretensión del «Fáti­ma Crusader>> (Otawa), en nombre de «nuestra Señora>>, de que existe un traicionero acuerdo secreto de los Papas con Moscú. Pero, mutatis mutandis, lo mismo ocurre con los prefectos de cada una de las congre­gaciones (y aumenta según el grado de importancia de éstas). Las distin­tas vías de acceso al misterio central de la salvación son limitadas, pero esta limitación es relativa, pues las vías, consideradas individualmente, pueden desembocar en el misterio sin límites. ¿Acaso no hacen esto las encíclicas «Mystici Corporis>>, «Redemptor Hominis>> y «Dives in mise­ricordia>>? ¿No es limitada la humanidad de Jesús? ¿No son limitadas las palabras del Evangelio, y no obstante contienen en sí mismas el infinito? La «presidencia de la caridad>> puede ser administrada de manera inteli­gente y eficaz, pero sólo en el amor. Lo cual significa que cada católico que vive en la caridad tiene libre e inmediato acceso a Dios, así como la posibilidad de expresarse libremente en la Iglesia, con la única condi­ción de que su pensamiento se exprese en el amor. La <<presidencia de la caridad>> no puede ser fecunda cuando en la comunidad falta la benig­nidad del amor. El Papa prestará atención al verdadero <<Consensus fide­lium>> (con tal que sea verdadero y no esté deformado por los medios de comunicación), y la verdadera comunidad de los creyentes, por lo que a ella incumbe, escuchará sus indicaciones, a pesar de que éstas se mani­fiesten mediante la limitación de las palabras. Esta compenetración se opone a cualquier tipo de «papismo>>. ¿Cómo puede un <<movimiento

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por el Papa y por la Iglesia» anteponer el Papa a la Iglesia? (parece exagera­do que el Papa sea saludado en el extranjero con gritos, tal como sucedió, por ejemplo, en Bélgica y en Austria por parte de los grupos juveniles del Opus Dei). Corresponde, más bien, a un afectuoso intercambio de opinio­nes entre el Papa (el actual es maestro en el arte de escuchar) y los fieles, y también entre él y los teólogos, que deberían escuchar mejor más a me­nudo. De este modo no viajarían con tanta frecuencia a Roma para presen­tar problemas (casi siempre del ámbito local o nacional) que ya han sido examinados exhaustivamente, y declarados irreconciliables con los funda­mentos de la fe. Y a pesar de todo ciertos personajes que provienen de fue­ra y a quienes la prensa, la radio y la televisión abren sus puertas con la única finalidad de que minen las bases dt;. la Iglesia, viajan por el mundo con una lista fija de «problemas candentes>>, para convencer a la gente de cómo Roma finge no entender y en qué grado es retrógada. Y el público, que ha llegado a ser insensible a los verdaderos valores a causa de los me­dios de comunicación, presta atención con mayor disposición a los extra­ños que están acostumbrados a mofarse de los gestos de amor (a la larga aburridos) de aquel que visita a los enfermos, a los pobres, a los que reali­zan labores pesadas, a los pescadores y a las tribus semisalvajes del Perú o de Oceanía. ¡Todo esto no sería más que una costosa farsa! Jamás los ca­tólicos han hecho tantas cuentas como con los viajes del Papa.

Todo lo dicho confirma la conocida expresión de N ewman: en la his­toria del mundo el bien permanece silencioso e inobservado, en tanto que la mentira y la bajeza se hacen oír muy bien. ¿Qué queda hoy de María Teresa de Habsburgo y de todos aquellos bribones que poseían el tÍtulo de «El grande>> y que han destruido interiormente mucho más de cuantas construcciones fastuosas hayan edificado (San Petersburgo, Post­dam, Versalles)? Pero en lo que hemos señalado como «autodestrucción de la Iglesia>> está en juego algo mucho más trágico de lo que presenta el pequeño teatro de la historia del mundo: es la profanación de lo más sagrado, del «Cuerpo de Cristo>>, eternamente vulnerable, «que es la Igle­sia>>. Y que somos, o debemos serlo, nosotros.

Nota biográfica

Hans Urs von Balthasar nació en Lucerna en 1905. Ordenado sacerdote en 1935. Fue miembro de la Comisión Teológica Internacional y el fundador e inspirador de la revis­ta <<Communio». Falleció en Basilea dos días antes del acto en que iba a ser creado carde­nal (junio, 1988). Su última bibliografía (aparecida en Johannes Verlag, Einsiedeln, 1975), aunque incompleta, llena 58 páginas. Gran parte de su obra permanece aún sin traduc­ción y edición en castellano. Su obra más importante es una trilogía: Gloria. Una estéti­ca teológica (7 vols., traducida ya Íntegramente al castellano por Ediciones Encuentro), Teodramática (5 vols.) y Teológica (3 vols.).

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