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45 Vol. 10, n.º 19 EnERo - JUnIo 2015 · ISSn ImpRESo 1909-230X · En lÍnEA 2389-7481 /pp. 45-67 | Este artículo está publicado en acceso abierto bajo los términos de la licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 Colombia. Violencia, Política, Civilidad Violence, Politics, Civility Étienne Balibar Profesor emérito de la Universidad París Ouest Nanterre, Nanterre, Francia Traducción del francés Laura Esperanza Venegas Piracón Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia [email protected] ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN Fecha de recepción: 20 de octubre de 2014 Fecha de Aprobación: 10 de diciembre de 2014

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Este artículo está publicado en acceso abierto bajo los términos de la licencia Creative Commons

Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 Colombia.

Violencia, Política, Civilidad

Violence, Politics, Civility

Étienne BalibarProfesor emérito de la Universidad París Ouest Nanterre, Nanterre, Francia

Traducción del francés

Laura Esperanza Venegas PiracónUniversidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia

[email protected]

ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN

Fecha de recepción: 20 de octubre de 2014 Fecha de Aprobación: 10 de diciembre de 2014

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Resumen La violencia no es lo otro de la política. Al relacionar esta afirmación con la ambivalencia

fundamental de la política, este artículo propone reexaminar las tensiones y las estrategias que se

configuran entre política y violencia, discutiendo particularmente los grados y las modalidades

de esta última. Se trata, así, de trazar las líneas de reparto, instables y móviles, y no metafísicas,

de un lado, entre formas de crueldad y formas de civilidad, donde la civilidad hace referencia

a las políticas de la antiviolencia y, del otro, entre violencia y violencia extrema. El artículo

se enfrenta a la cuestión de la violencia extrema con respecto a la globalización capitalista, a

las violencias comunitarias y al Estado, y examina finalmente las posibilidades y estrategias

políticas de la civilidad, como una capacidad de actuar en el conflicto y sobre el conflicto.

Palabras clave: política, violencia, conflicto político, capitalismo, globalización

AbstractViolence is not the other of politics. By relating this affirmation to the fundamental

ambivalence of politics, this article proposes to reexamine the tensions and the strategies

between politics and violence, discussing in particular the degrees and the modalities of

the latter. It seeks to trace the instable and mobile lines that separate and relate, on the one

hand, forms of cruelty and forms of civility (where civility is understood as a politics of anti-

violence) and, on the other hand, violence and extreme violence. The article confronts the

question of extreme violence in relation to capitalist globalization, communitarian violence

and the State, and examines the political possibilities and strategies of civility, as a capacity

to act in conflict and on conflict.

Keywords: politics, violence, political conflict, capitalism, globalization

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Antes de llegar a lo que será la parte principal de mi examen, debo pe-dirles que me permitan algunas consideraciones preliminares. Tengo una tesis epistemológica que formular y algunas distinciones concep-tuales o terminológicas que hacer. La tesis que enuncio toma la forma de una refutación a lo que, no obstante, ha constituido durante mucho tiempo el eje de la filosofía política; a saber, la idea de que política y vio-lencia son términos que se oponen, como un fin racional y un obstáculo, una perversión o un sinsentido. Sostengo, al contrario, que la violencia no es lo otro de la política; es decir, que de hecho no hay, ni en la experien-cia ni en el concepto, una política que no se constituya en el elemento de la violencia. Lo anterior no quiere decir que esta sea únicamente su expresión, la “continuación por otros medios”, o su gestión pasiva; sino que, si aspira a aportarle transformaciones o a servirse de ella, no puede esperar salir de ella de una vez por todas, como de un “estado de natura-leza”, ni permanecer indiferente a sus efectos, como una esencia ideal.

Deberíamos aquí, de una vez, plantear toda una serie de cuestiones

perjudiciales, pero que tendré que obviar. Algunas son de orden antro-

pológico, y a veces incluso teológico. Si es cierto que la política está con-

denada a la violencia, ¿es a razón de que, fundamentalmente, esta se

despliega en el elemento del mal, de la derelicción a la que la especie hu-

mana y las sociedades en las que se subdivide están condenadas por una

disposición originaria? Podríamos querer “secularizar” este tipo de razo-

namiento –lo que no es irrelevante en lo absoluto– invocando más bien

una condición antropológica general, que sea una condición de finitud ra-

dical: los seres humanos siempre están de por sí inmersos en relaciones

de dependencia con respecto a poderes y a autoridades, lo que los expone

a padecer la violencia, o a ejercerla, de un modo sólo superable en el sue-

ño o la utopía. La concatenación inevitable y en cierto modo predispues-

ta, sería entonces algo así: vulnerabilidad, dependencia, poder, exceso de

poder, violencia, crueldad… Y el punto cumbre, donde detenerse, si hay

tal, no sería preexistente sino que sólo podría resultar de una práctica,

de una institución, de una invención. Tenemos entonces un equivalente

pragmático del mal, que permite devolverlo al terreno de la historia y de

la experiencia. Pero estas últimas, en sí mismas contienen una cuestión

muy similar, a menos de que sea lo contrario o el correlato de la anterior:

es la cuestión de la contaminación de los fines de la política por sus medios.

Los “fines” de la política siempre son nobles, si no puros. Estos prome-

ten la justicia y la concordia, que por principio se oponen a la violencia.

Los medios, por su parte, implican la posibilidad e incluso la necesidad

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de ser usados, si damos por sentado que justicia y concordia no existen

espontáneamente, sino que implican volver a cuestionar poderes e inte-

reses. Ahora bien, el hecho es que los medios se tornan a su vez en fines, e

incluso llegan efectivamente a sustituirlos cuando estos últimos existen

sólo condicional o provisionalmente en relación a los medios y durante

el tiempo en que estos operen. Pero sobre todo –es la lección ineludi-

ble de Gandhi– los medios transforman los fines a los que son aplicados,

al tiempo que condicionan y de cierto modo “fabrican” a sus sujetos o

emisarios. Es por esto que la violencia no es lo otro de la política, salvo

si imaginamos una política sin poderes, sin relaciones de fuerza, sin des-

igualdades, sin desacuerdo, sin intereses, es decir, una política sin política.

Sin embargo, en el proceso real de la política y de su historia, la vio-

lencia hace parte de las condiciones, los medios y, en consecuencia, hace

parte de los fines, porque los fines son inmanentes a los medios, o termi-

nan siéndolo. Se trata entonces de examinar las formas, las modalidades,

las transformaciones de la violencia. Sobre esta base, que exige recono-

cer una ambivalencia fundamental de la política, cuya relación con la

violencia sería a la vez el signo y la consecuencia, se hace posible discutir

efectivamente sobre los grados de esta última (en particular sobre lo que

distingue la permanencia del conflicto, de las luchas, de las hegemonías,

de su hundimiento en el terror o en la barbarie) y sobre sus modalidades

(en particular sobre lo que distingue a las violencias que atentan contra

el cuerpo o contra el alma, de las violencias transpuestas y desplegadas

en el discurso, incluso en la argumentación). La civilidad, que es una

antítesis posible de la crueldad, pese a recoger bajo un nombre genérico

toda suerte de políticas de la anti-violencia, o de control de la violencia

en su utilización misma, no aparece como un contrario metafísico de la

violencia (lo que aún tiene el riesgo de convertirse en la idea de “no-vio-

lencia”), sino como una contradicción móvil, un conflicto en segundo

grado, que opone una tendencia a otra en la relación con la violencia y

su utilización, que podría ser así o “civilizada” o “bárbara” (Balibar, 2010).

Pero el que exista de cierto modo algo de imposibilidad en esta propuesta

de una “civilización de la violencia”, como inversión de todas las eviden-

cias sobre las que se teje nuestra cotidianidad, es apenas obvio, y no es

nada más que otra forma de decir que se necesita aquí “pensar en los

extremos”, es decir, yendo por el pensamiento de un extremo al otro, para

tener la posibilidad de penetrar en esta realidad a la que la política sólo

podrá aportar transformaciones desde dentro.

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Pero precisamente lo que se impone aquí como una segunda condi-

ción previa, es operar una distinción cualitativa o, como ya lo dije antes,

“fenomenológica” entre violencia y extrema violencia. No con el fin –lo

que sería una forma indirecta de devolvernos al idealismo de una políti-

ca “fuera de la violencia”– de organizar cuidadosamente estas dos figuras

en compartimentos separados, a modo de tipologías y de juicios de valor,

de modo que la “violencia extrema” quede como una posibilidad excep-

cional, de la que la política “normal” sabría protegernos; sino al contra-

rio, con el fin de intentar comprender, y en primer lugar de describir lo

que sucede cuando la violencia da un vuelco hacia la extrema violencia,

no solamente sin avisar, incluso a veces sin que se perciba hasta cuando

ya es “demasiado tarde”. También con el fin de intentar pensar lo que

significa, o significaría, una civilización política que tenga el poder de

contener la violencia antes de que sea violencia extrema, o de devolverla a

ese punto anterior.

En mis estudios previos, había intentado formular criterios –que na-

turalmente no son medidas– en cantidad de sufrimiento o amplitud de

destrucción, sino modelos ideales de situaciones o de condiciones en las

cuales los seres humanos dan un vuelco al otro lado de las condiciones

de una acción individual y colectiva sobre su propia vida. Propuse tres:

el aniquilamiento de las posibilidades de resistencia al exceso de poder o a

la violencia misma; la reversión del deseo o del instinto de conservación

que hace que, “naturalmente”, incluso la vida más difícil y más misera-

ble parezca preferible a la muerte; y finalmente la desutilidad radical, no

en el sentido que manejan los economistas de una sustracción de valor

o de satisfacción que sería dado por determinado factor de producción o

por su consumo, sino en el sentido de una violencia sin otro “fin” que su

propia continuación, destruyendo el uso adaptado. Diré con Spinoza, la

adecuación de los individuos y de las cosas.

Estos criterios por supuesto, son aproximativos; sus nombres son pro-

visionales, no son independientes unos de otros, ni sirven esencialmen-

te para caracterizar las múltiples dimensiones antropológicas de un mis-

mo problema. Sin embargo, los considero útiles, y tendré la ocasión de

señalar en seguida cómo es posible emplearlos para acentuar el aspecto

dominante en ciertas formas de la extrema violencia actual y del peligro

mortal al que ésta expone a la política. Pero aquí quisiera concentrarme

en el primero de estos criterios, para dar un panorama de las dificultades

que recubre y de los recursos que puede ofrecer al análisis.

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Dificultades, porque la idea de aniquilamiento de las posibilidades de

resistencia (incluso tomada tendencialmente), correspondiente al paso

de la calidad de agente, o de actor de su propia vida y de su propia histo-

ria, al de “víctima” y más allá, de víctima impotente o de “cosa”, implica

el cruce de un límite cuya existencia no es certera, ni tampoco verdade-

ramente concebible. Pero el hecho mismo de tratar de acercarse al punto

en que lo sería, constituye también un medio privilegiado para definir lo

que está en juego en la posibilidad y la imposibilidad de la política. Lo

que no quiere decir solamente: ¿en qué momento podemos temer o cons-

tatar que una política existente se encuentra aniquilada?, sino también,

¿cuándo debemos postular que la política debe ser inventada, ampliada

o refundada, para que la resistencia, a priori imposible, entre en la esfera

de lo posible?

Pensemos, por ejemplo, en el “caso” de la extrema violencia en las

relaciones domésticas, entre los sexos y las generaciones. Yo digo que

no es cierto que dicho límite exista, por varias razones. En primer lugar,

porque la resistencia al exceso de poder es una capacidad compleja, he-

cha de instinto de vida y de imaginación sobre el futuro, que se reparte

entre el cuerpo y el alma. Los estoicos habían explicado que el esclavo

sometido a la tortura podía aún encontrar en su alma la capacidad de

ser libre, e inversamente, Foucault definió el alma como una “prisión del

cuerpo”. Cuando se busca definir las situaciones de extrema violencia y

el comportamiento de sus víctimas, se observa que el punto en el que

se toca fondo es cuando toda solidaridad ha desparecido, cuando toda

esperanza de ayuda o incluso de un llamado de auxilio son aniquilados.

Pero se observa también que, de cierta manera, es siempre demasiado

pronto para decidir que no intervendrá algún auxilio o que no se produ-

cirá alguna sinergia entre fuerzas que “resisten” aisladamente a la misma

violencia. Lo que Spinoza describía como el mínimo incomprensible de la

vida humana, y que relacionaba explícitamente al hecho de que ningún

individuo vive absolutamente aislado de los otros, parece siempre con-

tener poderes invisibles, y son estos los que una política anti-violencia

busca descubrir y movilizar.

Pero todavía podemos dar otro paso, problematizando un límite sim-

bólico que es tan difícil de conceptualizar de manera justa como de ig-

norar: muchas de las violencias políticas extremas, en particular las que

tienen un carácter esclavista o exterminista, no están destinadas sola-

mente a aniquilar resistencias y existencias presentes, sino a hacerlo de

suerte que en el futuro, el recuerdo de aquellos que las padecieron y la

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posibilidad de su renacimiento, o de su rehabilitación, esté aniquilada.

A partir de esto, la cuestión que se plantea es la de la supervivencia y de

los sobrevivientes, en el sentido amplio, no solamente genealógico del

término. Para aniquilar a los grupos humanos también hay que aniqui-

lar su memoria, el recuerdo de aquello que fueron y lo que fueron. Con

esto, somos llevados a pensar no solamente que en este campo no hay

reglas generales, sino que lo que es casi posible no es, con certeza, absolu-

tamente demostrado. De nuevo, somos convocados a pensar, y a intentar

actuar, en un límite y en situaciones-límite. Este límite es múltiple, y de

hecho no dejamos de descubrirle nuevas formas que se suman a nuestro

sentimiento de tener que tratar con la extrema violencia, en el acumula-

do de las incertidumbres que afectan la definición misma de lo que hay

que entender por “política”.

Puesto que la extrema violencia toca al individuo en su entorno más

próximo, es crucialmente “micropolítica”, como decía Foucault, aunque

sea a la vez eso que surge como lo inevitable e incontrolable cuando las

masas están en movimiento, en cada extremo de la institución del po-

der. La extrema violencia hace parte de lo que, para decirlo esta vez con

Jacques Rancière, dirige las grandes divisiones de lo sensible, pero tam-

bién revela toda la ambivalencia de la noción misma de “sensible”, o de

perceptible, de decible y de comunicable, ya que algunas de sus formas

están sobremediatizadas, mientras que otras, las más secretas o las más

cotidianas, son esencialmente invisibles, o en todo caso indecibles para

aquellos que las padecen.

Con lo anterior, muy abstractamente, quiero también poner de ma-

nifiesto otra dimensión de la incertidumbre unida a la ambivalencia en

las situaciones de extrema violencia: es muy difícil saber en qué nivel

del cuerpo o del alma, del interior o del exterior de un sujeto o de un

colectivo interviene el umbral de aniquilamiento de las posibilidades de

resistencia. Porque no hay signo incuestionable que permita separar los

casos en los que la resistencia es simplemente vencida por el desequili-

brio absoluto de las fuerzas y medios materiales, de aquellos en los que

se debe hablar de aquiescencia a la dominación, de condicionamiento

por parte de la violencia simbólica o de esclavitud voluntaria. Y de cierta

manera, todo el debate sobre la significación del sacrificio o del martirio,

la significación de los atentados suicidas (en el caso palestino en parti-

cular), tiene también que ver con el hecho de saber cómo distinguir una

resistencia política sometida a la absoluta “asimetría” de una relación de

fuerzas, de un caer en la profunda trampa de la extrema violencia que

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se lleva consigo a la vez a sus víctimas y a sus verdugos… Y sin embargo,

nada de todo lo anterior se presta para sugerir que la distinción política

de la violencia y de la extrema violencia sea un falso problema. Es un

problema real, pero que no contiene una solución general distinta a la

discusión de sus “casos” por parte de aquellos que, espectadores o partes

activas, deben hacer conjeturas sobre su sentido. Es en este espíritu que

ahora me gustaría evocar tres cuestiones de cierta actualidad.

La primera concierne a la extrema violencia objetiva de la mundia-

lización capitalista. Hay aquí dos cuestiones imbricadas una en la otra.

La primera concierne al capitalismo en cuanto tal: ¿Hasta qué punto po-

dríamos pensar que implica no solamente una violencia, inherente a la

explotación y a los diferentes modos de sometimiento de los individuos

que pone en práctica, sino también una violencia extrema, destructora

de la vida de los hombres cuyo trabajo es, sin embargo, necesario para

su desarrollo? La segunda concierne a la mundialización: ¿Qué aporta

o agrega esta, además de lo que aporta el capitalismo, que sea no sola-

mente excedentario, sino cualitativamente diferente? No se trata aquí de

pretender contenerlo todo en una fórmula única, ni a fortiori de entablar

un análisis detallado, sino de señalar el sentido de una diferencial. Yo

diría que la extrema violencia del capitalismo (cuyas raíces económicas

y consecuencias sociales fueron claramente indicadas por Marx, inclu-

so si este sólo alcanzó a ver parcialmente las consecuencias que iban a

derivarse para las transformaciones de la política en el siglo XIX y en el

XX), se contiene esencialmente en dos palabras: sobreexplotación y –en el

“código” marxista– acumulación primitiva permanente. Y yo diría que la

extrema violencia de la mundialización, o más exactamente, la extrema

violencia engendrada por la fase actual de la mundialización, se debe

esencialmente a dos desarrollos desde ahora muy visibles, y sin duda

interdependientes: la extensión de la denominada destrucción “creado-

ra” al ambiente planetario, y por ende a las condiciones materiales (tanto

naturales como culturales) de la vida humana, y la realización de lo que

Marx había llamado la “subsunción real” del trabajo al capital bajo la

forma de una incorporación del consumo, de la salud, de la educación,

de la vida afectiva, y generalmente de las funciones de “formación” y de

“individuación” del ser humano, al circuito de acumulación del capital

financiero, a lo que los economistas neoliberales llaman la emergencia

del “capital humano”.

Ahora, consideremos algunas palabras sobre este diferencial, tratan-

do de evitar la jerga. Muchos marxistas, y tal vez hasta el mismo Marx en

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algunas de sus argumentaciones, tendieron a pensar que la explotación

de la fuerza de trabajo, a partir del momento en el que esta toma la forma

de trabajo asalariado y por ende supone un contrato y una “libre” nego-

ciación entre el trabajador y el capitalista, debe “normalmente” respetar

ciertas normas de protección del trabajo y de respeto de la persona del

trabajador. Pero la verdad es que este estado de normalidad sólo existe de

forma temporal y local, en la medida en que las luchas de clases (las cua-

les son siempre en última instancia luchas políticas) imponen límites a

la explotación, proscriben las formas más violentas, obligando con ello

incluso al capital a adoptar otras formas de desarrollo, en parte fundadas

en el consumo de masa de trabajadores, en su acceso a la educación y a

los servicios sociales y en la negociación colectiva. Cuando esta lucha es

interrumpida o debilitada, las formas de sobreexplotación que ponen en

peligro la integridad física y moral de los trabajadores resurgen inmedia-

tamente, según la necesidad, bajo maneras nuevas pero no menos des-

tructivas, favorecidas por nuevas tecnologías. Y en todo caso, estas nun-

ca habían dejado de existir en la mayor parte de la economía capitalista,

por cuanto esta es una “economía mundo”. Lo que nos conduce al segun-

do aspecto, al que he llamado “acumulación primitiva continuada”.

Sabemos que Marx, al final del Libro primero de El Capital había con-

sagrado una parte a lo que llamaba la acumulación primitiva u origina-

ria del capital, para mostrar que esta, desmintiendo el mito difundido

por la economía política clásica de la abstinencia virtuosa de los propie-

tarios de dinero, había consistido esencialmente en una violenta expro-

piación de los pequeños productores, seguida de una violenta represión

contra los vagabundos y los pobres para hacer de ellos, a la fuerza, obre-

ros de manufactura. Pero el sentimiento ampliamente difundido era que

estos episodios ultra-violentos (a propósito de los cuales Marx evocaba

también los beneficios coloniales, apoyados en la esclavitud y el trabajo

forzado) sólo caracterizarían una fase de transición, precisamente “ini-

cial”, entre el viejo mundo precapitalista y las formas “normales” de la

sociedad burguesa.

Sin embargo, los marxistas ulteriores, de Rosa Luxemburgo a Im-

manuel Wallerstein, relevados hoy por David Harvey, iban a mostrar

al contrario que esta violencia sanguinaria y completamente extrajurí-

dica acompaña toda la historia del capitalismo, al constituirse en uno

de los modos necesarios de acumulación, repartiéndose desigualmente

–según los periodos– entre el “centro” industrial y las “periferias” co-

lonizadas y colonizables; de suerte que hay que hablar de una acumu-

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lación primitiva permanente o continuada. Hoy bien se ve que esta es

susceptible de volver a “colonizar” en un segundo grado, las antiguas

metrópolis industriales, desmantelando progresivamente los sistemas

de protección y de integración social de las clases trabajadoras que allí

se habían impuesto, volviéndolos a la forma de una precariedad de ma-

sa semejante a una segunda proletarización. Hoy en día encontramos

en la superficie de toda la tierra a aquellos a quienes Bertrand Ogilvie

llamó los “hombres desechables”, fabricados por la sociedad con el fin

de ser clasificados, usados como instrumentos de bajo precio y después

de usados, desechados en las modalidades de la miseria fisiológica que

en este caso viene a duplicar la guerra endémica o incluso el genocidio

(Ogilvie, 2012).

El capitalismo fabrica una sobrepoblación y se deshace de ella, o de

su “excedente”. Pero como lo decía hace un instante, aquí interviene con

la mundialización actual un diferencial. Porque a la acumulación “primi-

tiva” –que destruye las filiaciones personales, las solidaridades de grupo

y de profesión sobre las cuales reposa la seguridad de los individuos–, se

suma ahora también una destrucción sistemática del medio ambiente,

que tal vez estaba en germen en las concepciones productivistas de la

sociedad industrial, pero que antes de la mundialización actual no ponía

en juego la estabilidad incluso de los ecosistemas y de las regulaciones

geológicas. Y sabemos que esta violencia contra la naturaleza, que po-

dríamos considerar metafórica, es también una extrema violencia contra

el hombre, que afecta cada vez más cerca el modo de vida, la implanta-

ción en cierta región del planeta, la identidad cultural, y para ciertos pue-

blos la supervivencia misma. No obstante, la globalización no es sola-

mente una extensión de las posibilidades de acumulación en detrimento

de la vida, de la naturaleza y de la cultura de las poblaciones; es también

una gigantesca mutación de las fuentes de acumulación del capital y de

los modos de sujeción de los individuos, que aprovecha la flexibilidad y

la capilaridad del capital financiero para explotar a los seres humanos a

la vez como productores y como consumidores, como fuerza de trabajo y

como fuerza de dolor y disfrute, en su capacidad de producción y en sus

deseos o sus necesidades…

Con el hundimiento de los sistemas de crédito popular y la multipli-

cación de las deudas insolventes, presenciamos en la actualidad el tipo

de esclavitud y las tragedias a que puede conducir esta nueva “gobernan-

za” de la existencia humana, sobre todo cuando se superpone a las situa-

ciones de miseria humanitaria y militarizada que son también, por otro

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medio, las consecuencias de la globalización. En otra parte afirmé que la

violencia “utilitaria” no es, sin duda, menos feroz que la violencia “totali-

taria”, incluso si aparentemente difiere de ella en sus intenciones y en el

carácter relativamente anónimo de sus autores (aun cuando no es tarea

sencilla describir el organigrama de las principales empresas comprome-

tidas con la especulación sobre el ahorro popular o en la experimenta-

ción farmacéutica in vivo, logramos enumerar las empresas de ropa im-

plicadas en la sobreexplotación de las mujeres o de los niños del tercer

mundo). La extrema violencia utilitaria que conduce paradójicamente a

desechar una y otra vez millones de vidas humanas y a condenarlas en

la “desutilidad” radical, no es entonces una violencia soberana, sino más

bien una violencia cuasi-soberana. Sus responsables están organizados

en forma de red más que de monarquía y sus mecanismos de sujeción

incorporan permanentemente los deseos y las necesidades de aquellos a

quienes amenaza con eliminar.

Pero hay una forma todavía más perversa bajo la cual la extrema vio-

lencia eliminadora se puede diseminar en una “zona gris” donde los in-

dividuos no están ubicados de forma estable, unívoca, preestablecida o

predestinada en la categoría de los verdugos o de las víctimas y que, por

esta razón, no da lugar a las políticas de corte humanitario-militar (que

en general tienen más el efecto de acentuarla que de disminuirla). Me

refiero a lo que llamamos de manera extraordinariamente imprecisa las

violencias comunitarias, es decir, intracomunitarias o intercomunita-

rias. Una distinción que no es en sí misma fiable, puesto que lo que está

en juego en esos tipos de violencia (sea que se presenten como religiosas,

étnicas o ideológicas), es justamente la falta de una delimitación clara de

la comunidad, tanto por aquellos a quienes excluye, como por aquellos a

quienes quiere reunir. Cuando designé las violencias del sistema capita-

lista y de la mundialización financiera como violencias “ultra-objetivas”

–en el sentido de que reducen a sus víctimas al estado de mercancías

desechables, y delegan las responsabilidades al nivel de un proceso de

circulación y de acumulación anónima, donde incluso los mismos bene-

ficiarios son sólo instrumentos sustituibles– propuse ubicar las violen-

cias comunitarias bajo el vocablo de lo ultra-subjetivo, porque me pareció

que en los casos más característicos lo que interviene no es una simple

intensificación de las pasiones de simpatía y de antipatía, ligadas a las

pertenencias y a las constituciones de identidad colectiva, sino que es

más bien la sustitución de tales pasiones por una obsesión de “purifica-

ción” inaccesible, que exige constantemente “verificarse” a través de la

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eliminación de las marcas de alteridad y de sus portadores, y así amena-

za y aterroriza a sus propios instigadores y ejecutores.

Pero esto no es más que una característica especulativa destinada a

indicar a qué nivel de profundidad se arraiga la violencia comunitaria,

a saber, la absorción integral del “yo” o del “tú” en un “nosotros” mitifi-

cado o fetichizado; y así a identificar un “aire de familia” entre lo que se

hace aquí a nombre de la religión (incluidas las “religiones políticas” o

las “religiones seculares”), allá a nombre de la raza o de uno de sus rasgos

distintivos (ya sea el idioma o la apariencia física, la mayoría de las veces

uno y otra envueltos en un esquema genealógico de descendencia y de

herencia imaginaria).

Hay que intentar constituir una metodología más precisa para ana-

lizar a la vez aquello que cristaliza causalidades heterogéneas y aquello

que inesperadamente las excede a todas en un paso al acto criminal,

de quienes arrastrados a él pierden la libertad de detenerse, y que son

conducidos a su propia consumación. Este asunto es aún más candente

al ver cómo resurgen hoy en Europa (incluso a nivel institucional) las

tendencias racistas y los comportamientos xenofóbicos que habían sido

oficialmente desterrados; y descubrimos en muchas partes del mundo

“antiguo” y “nuevo”, colonizador o colonizado, desarrollado o subdesa-

rrollado, la actualidad aparentemente inmutable de la guerra de religión

en su discurso y sus mandatos.

No veo, sin embargo, ninguna posibilidad de proponer aquí una etio-

logía o una tipología uniforme, y los diagramas que incluí al respecto

en Violence et civilité (Balibar, 2010), justamente tenían por único objeto

indicar la variabilidad aleatoria de esas combinaciones o “formaciones

comunes” en y por la violencia (Balibar, 2010, pp. 113-116). Me parece que

más bien hay que comenzar por reflexionar sobre lo que es la incerti-

dumbre constitutiva, formulando a este propósito las preguntas para las

que jamás hay una respuesta clara. La primera es saber si alguna vez

hay, en el fondo, “odios comunitarios” puros o aislables de otros factores

totalmente heterogéneos, en particular factores económicos, incluyen-

do la explotación, la dominación, la expropiación. Ahora bien, estoy tan

convencido de lo inapropiado de las metodologías reduccionistas (inclui-

das principalmente las “marxistas”) que en el estallido de una guerra de

religión o de una persecución racial no ven más que el desplazamiento

de un conflicto o de una contradicción socioeconómica, como creo im-

posible sostener que la extrema violencia comunitaria excede sus pro-

pios límites por el efecto de una lógica interna tan simple como lo sería

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el delirio identitario o el fanatismo ideológico. Es en otro escenario don-

de se maquinan las masacres o las persecuciones, o al menos, nunca es

sin tomar el desvío de otro escenario (en este caso económico) que se cris-

talizan los llamados umbrales de intolerancia en las poblaciones, como

lo muestra, aun hoy elocuentemente en diferentes países de Europa, la

combinación del desempleo y del desclasamiento con la obsesión por la

seguridad y la fobia a la diferencia cultural o religiosa.

En el fondo, siempre hace falta una sobredeterminación, pero la fór-

mula de esta sobredeterminación no está dada por sus términos. A lo que

se suma un segundo factor de incertidumbre o de irracionalidad, que es

el carácter reactivo de la violencia comunitaria: es un terreno resbaladi-

zo, pero quiero decir con ello que la violencia comunitaria es sin duda

una violencia intrínseca al ser en común, o virtualmente presente en toda

reducción de una multiplicidad de individuos y de grupos (ya sea de la de

las poblaciones de un territorio o de la de los súbditos de un soberano)

en la consistencia de un “nosotros” o a la figura de una unidad transhis-

tórica, lo que vuelve a la vez más urgentes y más improbables tentativas

como las de ciertos filósofos contemporáneos de pensar una “comuni-

dad sin comunidad”, es decir, sin unidad sustancial siquiera imaginaria.

Y sin embargo, lo que ocasiona un vuelco hacia el extremo parece ser

siempre un fantasma de amenaza, extremadamente violento, y que en-

gendra cómodamente una cadena de reacciones miméticas, en particular

cuando vemos a comunidades perseguidas como “minoritarias” buscarse

ellas mismas enemigos internos e instituir en su seno desviaciones mo-

rales o culturales inaceptables. En suma, la forma comunitaria (en parti-

cular, históricamente, en sus figuras religiosas y políticas) parece poseer

una capacidad singular de intensificar y de metamorfosear en instinto

asesino exclusiones de las cuales esta no es siempre, o quizás nunca en

definitiva, la fuente histórica –lo que llevaría tal vez a un psicoanalista

a cuestionarse sobre su lazo originario con la “pulsión de muerte”–. La

comunidad, al parecer, es lo que “carece” de existencia, de suficiencia,

y por esta razón debe buscar, y encontrar, suplementos de realidad y de

unidad, y es a la vez lo que encuentra esa carencia en la forma paradójica

de una sustracción, incluso de una amputación de lo que, en ella, puede

figurar de más: el hereje, el enemigo interior, el extranjero inasimilable,

pero también el minoritario y el marginal. Esta lógica puede tal vez no

ser autónoma, como factor causal, pero es ciertamente irreductible.

Retomaré todo esto de otra forma, volviendo a los fenómenos de ex-

trema violencia que asedian nuestro presente “mundializado”, diciendo

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étienne balibar

que estos se superponen, se imbrican, se intercambian en una economía

de violencia generalizada, que es una economía de metamorfosis y de

superposiciones, de las violencias capitalistas de nuevo libres de sus re-

gulaciones sociales, y de las violencias o contra-violencias comunitarias

cuya fantasía propia –la de la unidad indivisible– es exacerbada por su

propia fragilidad, su exposición creciente a la diferencia y a la disiden-

cia. Situación que hace pensar en un “estado de naturaleza”, salvo que

los ingredientes no son anteriores a la civilización, sino completamente

históricos y sociales, aunque irreductibles a toda ley de evolución o de

composición de los grupos.

Tradicionalmente, lo que se da por entendido en este tipo de combi-

nación “hobbesiana” es la autoridad del Estado, o es el Estado como siste-

ma jurídico universalista y capacitado para concentrar los instrumentos

de coacción o del uso de la fuerza en la figura de un poder público, que

tal vez no está exento de fallas, o que puede ser desviado de su función,

pero que constituye el principal medio del que disponen colectivamente

los ciudadanos para regular las contradicciones sociales y neutralizar las

pasiones ideológicas. Aquí de nuevo intento desplegar un máximo de

prudencia: ciertamente no quiero excluir la posibilidad de que el Estado

juegue alguna vez este rol, o que haga falta apelar a él (o a instancias, apa-

ratos, instituciones que lo prolongan o que emanan de él) para afrontar

situaciones de extrema violencia en condiciones de extrema urgencia

(por ejemplo, las guerras civiles), o aun para hacer retroceder dominacio-

nes inveteradas. Y lo excluyo todavía menos cuando percibo la urgencia

de dos cuestiones relativas a la vez a la filosofía política y práctica: en

primer lugar, la cuestión de las mutaciones, ampliaciones, redoblamien-

tos que habría que imponer al poder público para permitirle operar no

solamente a nivel nacional, cuando este se concentró en el periodo mo-

derno, sino también a nivel trasnacional y cosmopolita; y en segundo

lugar, la cuestión de las revoluciones que hay que llevar a cabo no para

abolir al Estado, en una perspectiva anarquista, sino para reformarlo in-

corporándole mecanismos de control y de autolimitación siempre más

democráticos.

Pero precisamente por esta razón me parece indispensable mostrar

aquí, al menos en el principio, cómo el Estado es él mismo un factor de

extrema violencia, y por qué, en consecuencia, su intervención es sus-

ceptible no de reducirla, sino al contrario, de agregarle un nivel de in-

tensidad suplementaria y sobre todo una irreversibilidad específica; lo

que en otras partes había denominado un elemento de violencia “incon-

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vertible” (Balibar, 2010, p. 99). Y tal es, me parece, la situación a la que

asistimos en muchos países, que no tienen y están lejos de tener una

reputación dictatorial o totalitaria, y en la esfera histórica posnacional

misma. Una vez más vamos a encontrarnos confrontados a la ambivalen-

cia intrínseca de los elementos que hacen volcar la violencia, elemento

ineludible de la política, en la extrema violencia, condición que aniquila

hasta la posibilidad de su existencia.

Tal demostración podría ser conducida a diferentes niveles. Por ra-

zones de principio, tanto como de espacio, voy a dejar de lado –en de-

trimento de su importancia práctica en este proceso– la cuestión de los

micro-poderes o de los aparatos particulares y de su crueldad propia,

cotidiana, sobre la que Foucault tanto se apoyó: la de las prisiones, los

tribunales, incluso de los hospitales y de las escuelas. O, más bien, voy a

considerarla en tanto revela, realiza y multiplica una extrema violencia

que es propia del Estado como unidad de poder, centralizado y legítimo

(o según la fórmula consagrada que se le atribuye las más de las veces

a Max Weber –pero que no es de él–, como detentor del monopolio de

la fuerza legítima). Es de esta unidad de la que hay que partir en efecto,

a la vez para entender lo que hace que la idea de soberanía no se deje

eliminar de la imagen y del funcionamiento del Estado, en detrimento

de todas las “secularizaciones” y de todas las “descentralizaciones” de

lo político, pero también lo que hace que el poder estatal intensifique

tendencialmente su violencia, no solamente en las manifestaciones de

su poder, sino también en las de su impotencia, y en fin, lo que hace que

la propensión del Estado a la extrema violencia tenga la tendencia de

reproducirse en las fuerzas y las formas mismas de su contestación, en

particular las empresas revolucionarias.

Mi tesis es que, como lo simbolizan además muy antiguas mitologías

de la soberanía, el proceso de transformación de la violencia en derecho,

o de “conversión” de la violencia en institución, que pasa a la vez por su

monopolio en las manos del Estado, privando a todos sus “adversarios”

internos de poder hacer justicia por sí mismos, y por la autolimitación

del Estado a los medios, que son previamente sancionados por el dere-

cho, no puede estar sin un movimiento inverso que lo dobla y lo contra-

dice, un movimiento de transformación del derecho en violencia. Pascal,

en fórmulas célebres, efectivamente lo había observado muy bien (“no

pudiendo volver fuerte al justo, hubo que volver justo al fuerte”). Walter

Benjamin lo dijo de nuevo en su ensayo ahora célebre Para una crítica

de la violencia. Se puede estar tentado, evidentemente, a pensar que esto

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étienne balibar

se produce solamente en circunstancias excepcionales: la guerra, la sub-

versión, el terrorismo, pero lo que muestra más que todo la experiencia

histórica, la de nuestra época en todo caso, es la extensión y la banali-

zación de esta excepción, de suerte que el Estado, en sus micro-poderes

como en sus macro-poderes, no para de transgredir su propio derecho, y

de servirse de esto para legitimar lo que, de hecho, lo contradice.

¿De dónde viene esta situación? Aquí de nuevo estamos tentados por

una explicación de sentido común, y que además no es falsa en su princi-

pio: que el “monopolio” del Estado sigue siendo teórico, y fundamental-

mente cuestionado, desde que existen conflictos que no puede arreglar,

o en los que es a la vez juez y parte, como son, por esencia, las luchas

de clases, pero también otras luchas, alrededor de valores “morales” o

de procedimientos de socialización de individuos. La soberanía funcio-

na entonces bajo un modo imperfecto y no “absoluto”, y como anterior-

mente, a propósito de la comunidad, deriva de una tendencia que busca

suplementos que son particularmente suplementos visibles del poder,

o marcas de su absolutez. Ahora bien, las marcas más visibles, las más

inmediatas y las más chocantes del poder absoluto (es decir irresistible)

son las marcas de la violencia y de la transgresión. Recordemos el pasaje

de Maquiavelo sobre la ejecución pública del ministro que eclipsa a su

soberano o que le sirve de chivo expiatorio (Maquiavelo, 1935). Pero esta

idea no me parece suficiente, o más bien creo que hay que llevarla a otro

nivel, hasta plantearse la cuestión de las fuerzas ocultas de la crueldad

del Estado que residen no en su poder, incluso imperfecto, sino específi-

camente en su impotencia. Diversos fenómenos atraen hoy nuestra aten-

ción en ese sentido. El principal es la desproporción creciente entre las

capacidades del Estado, incluso en los países más poderosos, de definir y

hacer aplicar políticas, y las del mercado financiero y de sus operadores.

Sostuve en otro lugar que el síndrome de la impotencia del “todopode-

roso” era uno de los mecanismos de las manifestaciones de racismo ins-

titucional del que somos testigos, y lo vemos, por ejemplo, en las perse-

cuciones visibles dirigidas contra los inmigrantes o los Gitanos (Balibar,

2002, pp. 89-132). Pero quiero proponer aquí otra idea: la impotencia del

Estado para controlar la sociedad, las actividades de los ciudadanos, de

forma estructural o coyuntural (en caso de manifestación “demasiado

concurrida para ser dispersada” o de movimiento de desobediencia cí-

vica, o simplemente de ilegalismo espontáneo), engendra directamente

una violencia propiamente estatal cuya forma más extraña, pero tam-

bién más común, es la venganza del Estado sobre aquellos que lo desafían

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o lo ignoran. Evitemos aquí psicologizar indebidamente las estructuras

y las instituciones, pero tampoco perdamos de vista la incongruidad que

representa, a los ojos del sentido común, ilustrada sin embargo por in-

contables ejemplos, desde la arbitrariedad administrativa ordinaria has-

ta Guantánamo, el hecho de que una máquina jurídica e impersonal se

ocupe con tanto empeño de “hacer pagar” con exceso, es decir más allá

de la ley misma, los desafíos a los que se ve confrontada. Se trata enton-

ces, una vez más, de un fantasma, pero estamos obligados a admitir que

hay fantasmas colectivos, administrativos, en cierto sentido “sin suje-

tos”, o más bien, que evocan de forma espectral la figura de un “sujeto del

Estado” que no es ni su representante ni su servidor.

Si admitimos la realidad de este fenómeno, podemos dar un paso

más, y completar lo que llamaré un esbozo de teoría de la patología es-

tatal. Esta concierne, primero que todo, a la relación de los fenómenos

revolucionarios con la violencia estatal. El carácter mimético de las re-

laciones entre la violencia del Estado y la de las empresas revoluciona-

rias (aquí no me refiero a “terrorismo”, aunque la asimilación sea hecha

frecuentemente por los poderes oficiales) ya no se tiene que demostrar,

y sabemos por experiencias trágicas que por lo general termina en que

la restauración estatal recupera, directa o indirectamente, la esperanza

revolucionaria a su servicio. Pero lo que es interesante es que ese mi-

metismo procede a la vez de los dos lados que acabo de mencionar: del

poder de las revoluciones frente a los Estados, que intentan afirmarse

apropiándose, de alguna manera, de un súper-monopolio del uso legítimo

de la violencia, no un monopolio de la violencia “conservadora” y repre-

siva, sino un monopolio de la violencia transformadora e históricamente

creadora; y procede de la impotencia de las revoluciones, es decir, del

descubrimiento cruel que hacen sobre su incapacidad de superar políti-

camente los obstáculos internos y externos, genéricamente bautizados

con el nombre de fuerzas “contra-revolucionarias”, y que engendran el

vuelco de la revolución en la represión de aquellos mismos a quienes

busca emancipar, donde se combinan trágicamente los efectos de mime-

tismo estatal y las dimensiones de violencia comunitaria.

Me gustaría invocar aquí un fenómeno completamente diferente, que

no tiene nada que ver con el gran conflicto de soberanía, o de poder y

contra-poder, de legitimidad y de contra-legitimidad, que evoca la an-

títesis del Estado y de la Revolución. Se sitúa más bien en un nivel de

banalidad y de cotidianidad, y por lo tanto, hace parte también de la

fenomenología de la crueldad. Y es a lo que llamaré, con La Boétie, la

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replicación del Uno del poder de Estado en el comportamiento de los

pequeños “unos”; es decir, de los pequeños jefes, trátese de gobernantes

o de funcionarios (La Boétie, 1993). Creo que sería útil combinar la ter-

minología de La Boétie con aquella que Wilhelm Reich había usado en

su tentativa de analizar la génesis del fascismo, justamente porque no

queremos ver fascismo en todas partes, sino mucho prefascismo o, como

decía, esta vez Deleuze, “microfascismo”: Reich hablaba de los “hombres

del Estado” como de un tipo antropológico autoritario, cubriéndose con

el caparazón del Estado en razón misma de la debilidad de su propio

carácter, o dicho de otra manera, de su impotencia (Reich, 1982). Y como

hay pequeños, incluso muy pequeños “unos”, hay una violencia casi invi-

sible, que es tan extrema como la otra. Es todo el sistema del poder y de

la impotencia del Estado, de las alternativas que encarcela en su propia

representación del poder, y de sus innumerables réplicas a lo cotidiano,

lo que forma quizás el teatro de la crueldad estatal. Como anteriormente,

este poder no resume todo, pero contribuye a apretar un nudo, y lo que

podríamos preguntar es cómo la política podría efectivamente deshacer

este nudo.

Es difícil en este momento intentar elaborar una respuesta a aquello

que llamé hipotéticamente estrategia de anti-violencia o de civilidad.

Más bien, voy entonces a proceder por alusiones. Partiré de la idea de

que la extrema violencia representa para la política una cuestión de vida

o muerte. Naturalmente, hay algo de tautológico en esta formulación: si

la extrema violencia entra en juego, la política está amenazada con desa-

parecer al borde de su propio aniquilamiento, pues esta no encuentra los

recursos para reinventarse bajo formas necesariamente transformadas.

Lo que quiere decir es más bien que individuos y grupos encuentran allí

los medios para reinventarla, y entonces encontrarán los medios para

reinventarse (o simplemente para inventarse a sí mismos como sujetos

políticos y actores de la política, cuando han sido excluidos sistemática-

mente, estatutariamente y violentamente de la capacidad política). Pen-

semos en el verso de Hölderlin, citado en particular por Heidegger: Wo

Gefahr ist, da wächst auch das Rettende, “en el peligro surge también lo

que puede salvar”… Esta fórmula tiene una connotación mesiánica que

precisamente quisiera evitar, porque no es el peligro como tal el que en-

gendra, hipotéticamente o milagrosamente, la venida de la salvación o

de un salvador. Eso no puede ser sino una combinación de reflexión y

pasión, de conocimiento de la situación, de conciencia de lo que está en

juego, de capacidad de decisión y de solidaridad colectiva. En fin, lo que

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en circunstancias análogas Maquiavelo llamaba a la antigua la “virtud”

o la iniciativa, cuyo carácter improbable no se ocultaba. Y como esta vir-

tud o capacidad sólo se constata a posteriori, en sus efectos al menos pro-

visionales, volvemos a la pregunta: ¿ha habido civilidad, históricamente,

en la figura siempre singular de revoluciones, de fundaciones institucio-

nales, de mediaciones o de hegemonías?

Tomo el riesgo de decir que sí, e incluso que siempre hay, bajo for-

mas que nunca son rigurosamente imitables, pero que pueden servir de

inspiración. Sin embargo, se puede observar como esas formas o esas

“estrategias”, como también las he nombrado, contienen siempre una pa-

radoja, que no es solamente descriptiva o epistemológica, sino también

ontológica, inscrita en la esencia de la política como tal: y es que estas

estrategias están obligadas a presuponer el resultado al que deben llegar,

contando con fuerzas cuyo propio resurgimiento es la condición de po-

sibilidad, anticipando en cierta forma su realización, y tomando el riesgo

de equivocarse de objetivos (lo que quiere decir en la práctica el riesgo de

agravar las situaciones de violencia). Es lo que las distingue de una apli-

cación de la ley, que presupone una regla dada, fingiendo según la nece-

sidad que existe. Esto nos hace pensar en la forma en cómo Jean-Fran-

cois Lyotard (1983) había caracterizado el juicio, la “frase” filosófica, salvo

que se trata de acción y no solamente de frase.

Agregaría una determinación suplementaria a estas generalidades

especulativas. Puede ser útil apoyarse,, a título indicativo, en las tres

grandes categorías de violencias extremas de las que acabo de hacer un

esquema. Podemos plantear entonces que las estrategias de civilidad im-

plican hacer lo contrario de lo que aparece como la modalidad domi-

nante de la extrema violencia. Así, si el capitalismo en la cumbre de su

mundialización financiera implica una reversión de la utilidad en desu-

tilidad radical, habrá que intentar pensar e imponer como un objetivo a

corto y a largo plazo una política del uso, que no sea solamente un uso

económico de los recursos naturales y tecnológicos, sino un uso (o un

buen uso) de los mismos seres humanos. No, en consecuencia, un respeto

abstracto de su persona, tal como se inscribe en los textos de famosas de-

claraciones universales, aunque estos tengan su valor, sino una versión

radical de la fórmula spinozista: “nada es más útil al hombre que otro

hombre” (Spinoza, 1988), de donde puede salir la extrapolación: tiene que

haber un medio para que todo ser humano sea utilizado por los otros,

quienes de este se sirvan maximizando las posibilidades. O incluso, si es

cierto que las violencias comunitarias, en la multiplicidad de sus causas

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circunstanciales, implican siempre un factor de purificación de la iden-

tidad (y de normalización de los comportamientos colectivos en función

de un mito o de un fetiche de esta identidad), habrá que imaginar, no

solamente políticas de la diferencia, sino políticas de la hibridez o de la

variación interior, que funcionen como el medio para practicar el distan-

ciamiento con respecto a la adhesión misma, a la “fe” o a la convicción

en la que se sostienen los compromisos políticos. Vemos bien el carácter

circular de la proposición, puesto que la primacía del Uno es, como tal, el

obstáculo a superar. Pero sabemos también que esta primacía es atacada

por intrusiones de elementos exteriores, extranjeros que como tales son

ofrecimientos permanentes de civilidad.

Y en fin, si el mimetismo de las violencias estatales y de las violen-

cias revolucionarias es la tumba en la que se hunden frecuentemente

las tentativas de “transformación del mundo”, se puede decir que el de-

bilitamiento de este lazo especular, una suerte de línea de fuga que es

otro nombre para la hipótesis de una “civilización de la revolución”, es

una forma de nombrar el círculo en cuestión. Pero esto también puede

decirse en el lenguaje de la conducta y de la utilización del conflicto: el

“peligro mortal” al que expone la violencia extrema a la política, no es el

del conflicto como tal, así sea intensificado o radicalizado, es al contra-

rio el peligro de la destrucción del conflicto y de las posibilidades de ser-

virse de él, ya sea para sobrepasar los obstáculos económicos y sociales,

cambiar las relaciones de fuerza, o para ampliar la misma democracia,

de la que una parte esencial se juega siempre en términos de agonismo

y de antagonismo, en el intervalo incierto del simple pluralismo de opi-

niones que sólo sirve para decorar la gestión del orden existente, y de la

guerra civil, que conduce directamente al aniquilamiento de la política.

Al respecto la fórmula de Lenin en 1915, “transformar la guerra impe-

rialista en guerra civil revolucionaria”, independientemente de su valor

de protesta y de movilización inmediato, produjo a largo plazo daños

incalculables1.

Por supuesto que lo que quiero proponer no es una inversión térmi-

no a término de las fórmulas escatológicas kantianas sobre la instaura-

ción de una “paz perpetua” por la vía de la hospitalidad y del comercio,

1 “Transformar la guerra imperialista entre los pueblos en una guerra civil de las cla-

ses oprimidas contra sus opresores, en una guerra por la expropiación de la clase de

los capitalistas, por la conquista del poder política por el proletariado, por la realiza-

ción del socialismo” (Lénin, 1915, mi traducción).

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a lo que vendría a sustituirse la idea de una conflicto perpetuo. Es más

sustancialmente la idea de una capacidad de reaccionar en el conflicto y

sobre el conflicto mismo o, si se quiere, de “tomar partido” de forma que

se logren transformar las condiciones y se pueda rectificar la tendencia

dominante. Allí se juegan a la vez las posibilidades de hacer comunicar

el compromiso y la reflexión de los individuos con la construcción del

poder colectivo (que es llamado “partido” o “movimiento” o “campaña”),

así como las posibilidades de invertir la esclavitud voluntaria en recha-

zo del statu quo y de la fatalidad, lo que de hecho está muy próximo,

puesto que la idea misma de una eficacia política depende de una ele-

vación de la praxis individual a la acción colectiva, lo que se denomina

frecuentemente hoy en inglés empowerment. Pensemos en un ejemplo:

en una conversación en la Universidad de Bogazici de Estambul, un cole-

ga antropólogo –Nükhet Sirman– me habló de cómo feministas kurdas y

turcas, inspiradas en ejemplos latinoamericanos del periodo de las dicta-

duras y de las guerras civiles entre el Estado, las guerrillas y los carteles

de droga, buscan hoy posicionarse visiblemente en el teatro del conflic-

to interminable entre nacionalismo de Estado y separatismo étnico, no

solamente reclamando su transposición en un terreno civil, o dicho de

otro modo, la negociación, sino también promoviendo la mediación de

organismos de derecho internacional, que es no obstante rechazada por

todos los adversarios presentes a nombre de su respectiva soberanía (o

de su pretensión de soberanía). Aun si, como siempre en situaciones de

extrema violencia, depende de condiciones locales que no son generali-

zables, este ejemplo es tan interesante y significativo por cuanto ilustra

inmediatamente lo que podríamos llamar –con Engin Isin– “actos de

ciudadanía” (Isin, 2008) que serían al mismo tiempo, ipso facto, “actos

de civilidad”, para no decir actos de civilización y recíprocamente, gestos

civilizadores que sean actos ciudadanos (Isin & Nielsen, 2008). Pero si lo

son, no es solamente porque las mujeres sean, tradicionalmente, y sim-

bólicamente, como Antígona, fuerzas morales de resistencia a la guerra

donde triunfa la hybris de lo masculino. Es sobre todo porque las muje-

res han sido y siguen siendo las excluidas milenarias de la ciudadanía

activa, y porque afirmando así su “derecho a los derechos”, hacen surgir

ipso facto un factor de desplazamiento y de alteración de las lógicas de la

violencia que aniquilan la función política transformadora del conflicto,

esclavizándola a su propia perpetuación. Formalmente, al menos, no es-

tamos muy lejos de lo que Marx, en su tiempo, creyó haber profetizado

como la capacidad del proletariado de surgir en medio de las rivalidades

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étienne balibar

nacionalistas como un factor de deslegitimación radical de los naciona-

lismos y de su política de poder. No es la fórmula de una política de la

política, es sólo un ejemplo de esta, que se ofrece a la reflexión y al juicio.

Sólo hay civilidad en la singularidad de las coyunturas y de los riesgos,

al borde de la derrota, como una cualidad adicional de la ciudadanía que

le confiere, excepcionalmente y por cuanto dure, su poder de resistir, de

vivir y de inventarse.

 Reconocimientos

El anterior texto constituye lo esencial de la conferencia inaugural del Coloquio In-

ternacional: Violence, Politiquuem Exil/Désexil dans le monde aujourd’hui, organizada

en el Instituto Francés de Estambul, Estambul, Turquía, del 7 al 10 de mayo de 2014,

por la Universidad Galatasaray, Estambul, Turquía y el Collège International de Philo-

sophie, París, Francia, bajo la dirección de los profesores Ahmet Insel y Marie-Claire

Caloz-Tschopp.

 Étienne Balibar

Profesor emérito de l'Université Paris Ouest Nanterre La Défense, Nanterre, Francia, y

Distinguished Professor of Humanities en la Universidad de California de Irvine, Irvi-

ne, California. Étienne Balibar trabaja sobre temas como racismo europeo, la noción

de frontera, ciudadanía, violencia y política, identidad y emancipación.

 Laura Esperanza Venegas Piracón

Estudiante de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Co-

lombia.

Referencias

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(2ème edición). Paris: Presses Universitaires de France colección «Quadrige».

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Page 24: Violencia, Política, Civilidad · Violencia, Política, Civilidad Violence, Politics, Civility Étienne Balibar Profesor emérito de la Universidad París Ouest Nanterre, Nanterre,