Valero, Urbano - Mujeres Ignacianas

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Mujeres -4 Ignacianas Urbano Valero Agúndez, SJ (coord.)

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Mujeres -4 Ignacianas

Urbano Valero Agúndez, SJ (coord.)

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Colección «SERVIDORES Y TESTIGOS»

126 Urbano Valero Agundez, SJ (coord.)

Mujeres ignacianas

S A L TERRAE Santander-2011

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© 2011 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria) Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201

[email protected] / www.salterrae.es

Imprimatur. * Vicente Jiménez Zamora

Obispo de Santander 15-06-2011

Diseño de cubierta: María Pérez-Aguilera

[email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

almacenada o transmitida, total o parcialmente, por cualquier medio o procedimiento técnico

sin permiso expreso del editor.

Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 978-84-293-1937-8

Depósito Legal: SA-619-2011

Impresión y encuademación: Artes Gráficas J. Martínez, S.L. 39611 El Astillero (Cantabria)

ÍNDICE

Presentación, por Urbano Valero 9

1. Juana de Lestonnac, 1556-1640 por Colette Codet de Boisse 15

2. Mary Ward, 1585-1645 por Ana Gimeno 37

3. Claudina Thévenet, 1774-1837 por María Campillo 59

4. Magdalena Sofía Barat, 1779-1865 por Dolores Aleixandre 79

5. Bonifacia Rodríguez de Castro, 1837-1905 por Adela de Cáceres 97

6. Cándida Ma de Jesús Cipitria y Barrióla, 1845-1912 por Ma del Pilar Linde 115

7. Vicenta Ma López y Vicuña, 1847-1890 por María Digna Pérez 135

8. Dolores R. Sopeña, 1848-1918 por Jacqueline Rivas Agurto 153

9. Rafaela Ma Porras Ayllón, 1850-1925 por Inmaculada Yáñez 173

10. Margarita Ma López Maturana, 1884-1934 por Isabel Avila Llopis 193

Epílogo, por Urbano Valero 213

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Presentación

C/N mi actividad como jesuíta, larga ya en el tiempo gracias a Dios, he tenido frecuentes contactos con institutos religio­sos femeninos de espiritualidad ignaciana, dando y acompa­ñando los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, fuente viva y perenne de la misma, y, sobre todo, asesorando fraternal­mente en cuestiones institucionales y asuntos del gobierno. Dos cosas me llamaron fuertemente la atención desde el principio en estos contactos. Una era la facilidad de comu­nicación que existía desde el primer momento entre «el je­suíta» y las religiosas de estos institutos: había un lenguaje común, unos valores compartidos y una sensibilidad espiri­tual y apostólica de resonancias muy afines. Aunque no hu­biera entre la Compañía de Jesús y esos institutos una fami­lia formalmente estructurada -la añorada, al menos, por al­gunos y algunas, «familia ignaciana»- el real «aire de fami­lia» se respiraba con gran naturalidad, y, sin necesidad de explicaciones previas, había una comprensión fácil y espon­tánea. La otra, para mí más llamativa, era la adhesión tan vi­va de los (o, al menos, de no pocos) miembros de esos ins­titutos religiosos no sólo a los rasgos comunes de lo «igna-ciano», tal como se presentan en los Ejercicios, sino también a lo más propia y privativamente «jesuítico», tal como se formula en los documentos fundacionales de la Compañía de Jesús: Fórmula del Instituto como esbozo y síntesis de la

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propia profesión, Constituciones y otros documentos poste­riores. Me sorprendía que, en grados diversos y con diversi­dad de matices, se llegara a percibir ese «patrimonio», tam­bién como algo propio. Incluso no son raros ni escasos los institutos femeninos de espiritualidad ignaciana que tienen como propias, con algunas adaptaciones o aun en su estricto tenor literal, las Constituciones de la Compañía de Jesús, pa­ra no llegar a mencionar alguno que se ha apropiado, -por su­puesto, legalmente-, nuestras Constituciones recientemente «anotadas» y sus «Normas Complementarias». Además de producirme una gran alegría, ambos hechos me han dado mucho que pensar y agradecer. Quizá por eso, ahora, en la tranquilidad de mi retiro, con el espíritu y la mente más libres de incumbencias apremiantes, me ha venido, «sin dudar ni poder dudar», la moción de promover este libro, por iniciati­va exclusivamente personal, formado por diez semblanzas de «mujeres ignacianas», fundadoras de sendos institutos reli­giosos, en un intento de esclarecer el fenómeno, adentrándo­me e invitando al lector o lectora a adentrarse en él, a través de la peripecia vivida por esas mujeres. No ha habido perso­na con la que haya comentado el proyecto, que no lo haya juzgado positivo e interesante, y las más directamente afec­tadas, con especial entusiasmo. Gracias a ese entusiasmo y a la notable competencia y destreza de las colaboradoras de­signadas, como se podrá comprobar en la lectura del libro, la idea ha podido hacerse realidad en poco tiempo.

Estas «mujeres ignacianas» son sólo algunas, concreta­mente diez, nueve canonizadas o beatificadas, y una cuyas virtudes heroicas han sido ya reconocidas. Este ha sido el cri­terio objetivo que definía y facilitaba la selección y le daba un aval inapelable de acierto. Son también fundadoras de sus res­pectivos institutos, lo que indica que han hecho cuanto estaba en su mano para transfundirles el carisma ignaciano, que ellas habían asimilado, y hacer partícipes de él a sus seguidoras. Hay afortunadamente otras muchas mujeres, religiosas1 o no, que pueden ser reconocidas como ignacianas. Como puede

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haber también muchos varones, religiosos o no, que pueden ser reconocidos igualmente como ignacianos2.

El objeto del libro es mostrar cómo esas mujeres llega­ron a ser «ignacianas» y qué hicieron para comunicar a sus institutos y, a través de ellos, a sus seguidoras el carisma que como gracia recibieron. Visto desde el otro lado, se trata también de mostrar cómo los jesuítas, beneficiarios prima­rios -al menos, así se ha de presumir- del carisma ignacia­no, han cooperado a que éste pudiera ser participado inten­samente por otras personas fuera del ámbito jesuítico, con­templando de cerca el hecho y los procedimientos emplea­dos para ello. Y, visto lo uno y lo otro, se trataría de dejar aparecer los frutos que este proceso de difusión y participa­ción del mismo carisma ha producido en la Iglesia de Dios. Sin dar al significado de las palabras más realce que el que realmente tienen, se trata de mostrar cómo se ha producido este complejo proceso eclesial de comunicación de gracias, que se desborda hacia fuera de sí mismo y redunda en bene­ficio de otras muchas personas en la Iglesia y en el mundo, a las que el «don de Dios» ha llegado por medio de las per­sonas previamente «agraciadas» por él.

1. Sobre Institutos religiosos femeninos ligados a la Compañía de Jesús puede verse el interesante estudio, muy informativo e iluminador, de J. DE CHARRY en Diccionario Histórico de la Compañía de Jesús, Ins-titutum Historicum S.I. / Universidad Pontificia Comillas, Roma-Madrid 2001, 2.050-2.056. Sobre la base de una encuesta hecha en Roma, en 1983, por el cauce de las respectivas Curias Generalicias, la autora llega a cifrar en 252, hasta aquella fecha, el número de estos Institutos ligados a la Compañía e inspirados en diverso grado en la espiritualidad ignaciana y en el modo de gobierno de aquella. Parti­cularmente interesante es la descripción del papel desempeñado por los jesuítas en el nacimiento de los institutos y en su apropiación de la espiritualidad ignaciana.

2. Gracias a la difusión de la práctica de los Ejercicios Espirituales entre laicos y laicas y a la intensificación de la colaboración entre unos y otros en la misión por cada uno recibida para la difusión del Reino de Dios, va aumentando el número de personas que se sienten atraídas y beneficiadas por la espiritualidad ignaciana en nuestros días.

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Todo esto se va tratar de «mostrar», es decir, de presen­tar para ser visto y contemplado, simplemente «narrando fielmente la historia» (EE 2), con brevedad y concisión, de lo que Dios ha hecho en y con esas personas especialmente agraciadas en sí y para sí mismas y con una fecundidad mul-tiplicadora para que la gracia por ellas recibida se comuni­cara sucesivamente a otras personas. Se mostraría así cómo el manantial que brotó a la superficie en lugares y momen­tos determinados habría ido produciendo una red de canales, visibles a ratos e invisibles en otros, que fluyen silenciosa­mente y van fecundando las tierras por donde pasan, según el beneplácito de la voluntad de Dios, para alabanza de la gloria de su gracia (Ef 1,5-6).

En esta «muestra» va a ir apareciendo una sorprendente galería de personas muy diversas, todas ellas de una talla hu­mana descollante y de calidades espirituales admirables, cu­yo denominador común, en medio de tan gran variedad de ambientes, de horizontes y de proyectos concretos, es ha­berse puesto incondicionalmente en manos de Dios para de­jarse configurar como hijos/hijas suyas en Cristo, y desde ahí cooperar en la realización de su designio salvador de la humanidad, en un modo de vida que en todo quiere imitar y parecerse más a quien se vació de sí mismo y, tomando la forma de siervo, vino a este mundo, no a ser servido, sino a servir. «En todo amar y servir», según lo aprendido en la es­cuela de los Ejercicios ignacianos, es finalmente es el im­pulso común que mueve y guía a todas estas personas y a cuantas, en la sucesión del tiempo, las seguirían, en res­puesta a las necesidades de ayuda y salvación percibidas en sus respectivos entornos.

Aparecerá también otra galería paralela de jesuítas (y de algún que otro no jesuíta), algunos de ellos ya casi contem­poráneos, de los que al día de hoy conocemos poco más que sus nombres y sus actividades de colaboración para acom­pañar el nacimiento de los institutos en cuestión y orientar a

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sus fundadoras, con gran libertad y con una dedicación y es­píritu de servicio también muy encomiables.

Penetrando un poco más, se podrán percibir también elo­cuentes muestras de algo que hoy parece que estamos bus­cando, como tierra que se va descubriendo, a la que se anti­cipan los nombres de «colaboración con otros y otras», tam­bién de «intercongregacionalidad» (palabra de articulación bastante complicada) y otros semejantes, amasado todo ello con fermentos de reconocimiento y confianza mutua incon­dicional, simple gratuidad, trascendencia generosa de quere­res e intereses particulares, e «intención pura» de servir a un designio mayor que todos los nuestros y que da su verdade­ro y único sentido a todos ellos.

Y, si nos acompaña una suficiente iluminación, tendría­mos que llegar a comprender que, a través de estas pequeñas historias, se ha ido tejiendo una porción de la gran Historia, la historia de la Iglesia y de la humanidad, y que los perso­najes en acción han sido sólo «flacos instrumentos» e hilos del gran tejido, en manos de quien «trabaja y labora en to­das cosas criadas sobre la haz de la tierra» (EE 236), y «obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quie­re» (ICor 12,11), ordenándolo todo para «para su mayor servicio y gloria y bien de las almas».

Vamos a descubrir, yendo más allá de nuestras crónicas de familia, las «cosas grandes» que, de generación en gene­ración, Dios ha hecho con nosotros y con muchos otros y otras, «acordándose de su misericordia». Y, así, enteramen­te reconociendo tanto bien recibido, podremos disponernos para «en todo amar y servir a su divina Majestad», fortale­cidos con la esperanza de que Su mano, que no se ha empe­queñecido, siga haciendo con nosotros las maravillas que antiguamente hizo con nuestros padres y nuestras madres, para bien de los que él ama.

* * *

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Este libro, como se ha podido ver ya, no es mío; es de aqué­llas que han escrito para él las semblanzas de sus Madres Fundadoras. Como lo han hecho con competencia consuma­da, con dedicación generosa y dócil, y también con gracia y entusiasmo admirables, cumplo muy gustoso el deber de agradecérselo cordialmente y de felicitarlas por la calidad de sus contribuciones. Ha sido un placer colaborar con ellas du­rante los meses pasados. Pasen y lean, sin prisa; al final in­tercambiaremos lo que hayamos visto y sentido en la lectu­ra. Agradezco igualmente el entusiasmo con que sus respec­tivas superioras acogieron el proyecto y la confianza y alien­to con que les confiaron el encargo de cooperar a su realiza­ción, y también el crédito que generosamente me otorgaron a mí. La editorial Sal Terrae, que acogió con generosidad y confianza el proyecto, todavía no muy definido, y ha dado todas las facilidades para realizarlo, merece también nuestro agradecimiento.

URBANO VALERO, SJ

Salamanca, Pentecostés 2011

1. Juana de Lestonnac (1556-1640)

Fundadora de la Compañía de María Nuestra Señora

«Tender la mano» a la juventud femenina abandonada»

JUANA de Lestonnac nace en Burdeos en 1556. Cumplidos ya los 50 años, después de una vida de esposa, madre de fa­milia y viuda, culminada por una experiencia de unos meses de vida contemplativa, funda en 1607, en Francia, la Com­pañía de Nuestra Señora, primera Orden religiosa femenina dedicada a la educación. A su muerte, el 2 de febrero de 1640, deja implantados más de treinta conventos-escuelas, especialmente en el centro y el suroeste de Francia.

No se puede comprender la riqueza de su personalidad ni de su obra sin considerar las numerosas influencias histó­ricas, culturales, sociales y religiosas que la marcaron du­rante esta segunda mitad del siglo XVI que la vio nacer y crecer. También hay que acompañarla en sus años de dama de la sociedad bordelesa, hasta el giro que significará para ella como un segundo nacimiento. Comienza entonces una nueva etapa, con la entrega incondicional de su vida en el se­guimiento de Cristo y en compañía de Nuestra Señora, para «tender la mano» a la juventud femenina de su tiempo a tra­vés de la educación.

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1. Juana de Lestonnac, heredera de múltiples influencias

a) Influencias históricas: las guerras de religión

La infancia, la juventud y una parte de la vida adulta de Jua­na se desarrollan a lo largo de un período de hostilidades y continuos disturbios. En Francia, en aquel momento, las cues­tiones políticas y religiosas están estrechamente mezcladas, y los actos violentos que, entre 1562 y 1589, oponen al partido católico y al protestante dejan un campo de ruinas materiales y morales en todo el país. Al día tristemente célebre de la ma­tanza de unos 3.000 hugonotes (nombre dado a los calvinistas franceses del siglo XVI al XVIII), que tuvo lugar en París el 24 de agosto de 1572, día de san Bartolomé, seguirá un mes más tarde su réplica, promovida en Burdeos, siendo entonces gobernador de la ciudad Carlos de Montferrant, y uno de los líderes el concejal Pedro de Lestonnac, tío de Juana... Enrique de Navarra, pretendiente al trono, pero jefe de la Unión pro­testante, acaba por abjurar en 1593, y en 1594 es consagrado rey de Francia en Chartres. La paz religiosa no se restablece­rá hasta 1598, una vez firmado el Edicto de Nantes, que ins­taura la libertad del culto protestante, con la devolución de los derechos civiles a los reformados -eran algo más de dos mi­llones: el equivalente a un 10% de la población- y la conce­sión de un centenar de plazas fuertes.

No obstante, paralelamente a este ambiente de guerras ci­viles surge un clima de curiosidad intelectual, una prolifera­ción de ideas y nuevas iniciativas que hallarán su pleno desa­rrollo en el siglo XVIII, el siglo de oro francés. De nuevo, la familia de Juana toma parte activa en este resurgir intelectual.

b) Influencias culturales: el humanismo

En efecto, Juana nace en un hogar muy culto. Su padre, Ri­cardo de Lestonnac, es consejero del Rey en el Parlamento de Burdeos. Además de sus amistades parlamentarias, cultiva es­trechas relaciones con la sociedad literaria de la ciudad. De

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ahí que se reúna a menudo en su casa un notable círculo de poetas y filósofos: Pierre Charon, Elie Vinet, comentarista de Ausone, Florimond de Raymond, teólogo de Toulouse, Pierre de Brach, quien dedicará una elegía a Ricardo de Lestonnac... Incluso en 1563 muere en casa de este último, en Germignan, Etienne de la Boétie, célebre amigo de Montaigne.

Con respecto a su madre, Juana Eyquem de Montaigne, hermana del célebre escritor, las crónicas de la época elo­gian su dominio del griego y del latín, prueba evidente de una cultura refinada para una mujer de esta época.

Juana vive, pues, en una familia de humanistas; entre ellos destaca ciertamente la insigne figura de Miguel de Montaigne. Cuando, en 1580, se publican los dos primeros libros de los Ensayos, su sobrina tiene ya 24 años y, sin du­da alguna, es una de sus primeras lectoras. Aunque no com­parte plenamente la concepción de la vida adoptada por su tío, ¿cómo no descubrir en su visión optimista del hombre, su sentido de la persona humana y sus principios sobre la educación, una herencia en la que sabrá inspirarse cuando llegue el momento de orientar su obra educativa?

c) Influencias familiares y sociales: el ambiente parlamentario

Las dos familias de las que procede Juana, los Eyquem de Montaigne, originarios del Périgord, y los Lestonnac de Burdeos, le aportan además una herencia enriquecida por una larga tradición.

Su abuela materna, Antonieta de Louppes (López), des­ciende de una antigua familia de comerciantes judíos espa­ñoles que hicieron fortuna y compraron el señorío de Mon­taigne en 1477. Su esposo, Pedro Eyquem de Montaigne, es alcalde de Burdeos en 1544, como lo será más tarde su hijo Miguel.

Los Lestonnac ocupan en el siglo XV un lugar distin­guido en la alta burguesía bordelesa, y en el siglo XVI ac-

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ceden, como los Eyquem, a la principal nobleza del país, asumiendo cargos públicos importantes en Burdeos. El am­biente parlamentario, al que pertenece el padre de Juana, ejerce entonces una influencia considerable. Fiel a las insti­tuciones y a la fe católica, es el único defensor de los dere­chos del Reino y de la Iglesia, en medio de los incesantes disturbios que debilitan a las dos fuerzas en oposición, y frente a un poder episcopal en declive.

A Juana, la primogénita del hogar, la seguirían Guy en 1562; Audet, de la que será madrina, en 1564; Roger (lla­mado Francois en la Historia de la Orden), que en 1589 in­gresará en la Compañía de Jesús con 17 años de edad; Jua­na Francisca, Francisca y Jacoba. Todas contraerán matri­monio con familias significativas de Guyena.

Honradez, rectitud, fidelidad a las tradiciones religiosas: tal es el ejemplo que Juana y todos sus hermanos reciben de su padre. Su madre no es menos fiel a los mismos principios, pero su adhesión al cristianismo sufre una transformación que acarreará una dramática fractura en la pareja.

d) Influencias religiosas: los calvinistas y los jesuítas

Las ideas de la Reforma protestante, difundidas por Lutero en Alemania y retomadas con algunos matices en Francia por Calvino (1509-1564) en su obra Institution de la Reli­gión Chrétienne (1541), habían encontrado, desde la prime­ra mitad del siglo XVI, un terreno favorable preparado tan­to por la corriente del humanismo evangélico, inspirado por Erasmo, como por la influencia luterana. Calvino, obligado a huir a Suiza, siguió desplegando una atención especial por Francia, considerada, según su opinión, como el campo de la fe renovada, una fe que debía ser purificada de todos los añadidos humanos con los que la Iglesia católica la había desfigurado.

Poco a poco, la madre de Juana se irá decantando hacia el calvinismo e intentará conquistar a su hija. La envía a ca-

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sa de uno de sus hermanos, Tomás, señor de Beauregard, fiel adepto, junto con su esposa, de la religión reformada. Una visita que Michel de Montaigne efectuará a su hermano le moverá a advertir a Ricardo de Lestonnac del peligro que corre la fe católica de la pequeña Juana. Su padre ordena su regreso a Burdeos. En una primera etapa de su educación, aunque por breve tiempo, Juana tuvo, por tanto, un contacto directo con situaciones religiosas contrastadas, por no decir opuestas.

Sufre por este profundo desacuerdo entre sus padres, también por la lejanía de su madre, ocasionada por esta dis­crepancia religiosa que se prolonga hasta la muerte de Jua­na Eyquem de Montaigne. Más tarde tuvo ocasión de reco­nocer la eficacia y los aspectos positivos que presentaban al­gunas ideas y prácticas propuestas por los Reformados: la importancia de la enseñanza de los jóvenes de ambos géne­ros para poder dar razón de su fe; la dimensión social de la enseñanza; ciertas orientaciones pedagógicas innovadoras; la importancia concedida a la mujer...

De vuelta al hogar paterno, Juana recibe una educación católica. En esta época, Burdeos acogerá a un acérrimo ad­versario de Calvino, el jesuíta Edmond Auger (o Augier), el cual, autor de la Historia de la Orden, escrita en 1697, indi­ca que a los trece años Juana está profundamente marcada por sus enseñanzas: «Desde aquel momento, ella percibió en su corazón las primeras chispas de un fuego cuyos ardores experimentaba con gusto».

Señalemos la importancia de este primer encuentro con los jesuítas. Juana nació el mismo año de la muerte de Igna­cio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, y el mis­mo año también de la fundación, por vez primera en Fran­cia, de un colegio de jesuítas (en Billón, Auvernia). En las primeras orientaciones de su vida, Juana no permanece in­sensible al fuego apostólico que irradia uno de sus discípu­los, aunque algunos historiadores no dudan en acusar al Pa­dre Auger de haber sido, por su virulencia, uno de los cul-

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pables de la matanza de los protestantes acaecida en Bur­deos el 3 de octubre de 1572, como réplica a la de san Bar­tolomé en París... Pero sin suscitar en ella tales extremos, Auger está sin duda entre los «Padres de la Compañía de Je­sús que en su infancia, con sus consejos, le habían evitado emprender los caminos desviados de la herejía», según los términos mismos de la Historia de la Orden.

Dos días antes de este episodio funesto, en ese clima ex­tremadamente revuelto, el Colegio de la Madeleine, creado por los jesuítas en Burdeos, había abierto las puertas a sus primeros quinientos alumnos; dos años más tarde, serían ya un millar. En los años siguientes, y a pesar de su expulsión temporal, el impacto de los jesuitas en la vida bordelesa irá creciendo... Cuando a Juana le llegue el momento de las grandes decisiones, se dirigirá con toda espontaneidad a la Compañía de Jesús para recibir sus consejos, apoyo y ayuda espiritual.

Entre las influencias recibidas por Juana, no podemos si­lenciar la enorme impresión y admiración que ejercía sobre ella, joven adolescente, la obra de reforma emprendida en esta época por Teresa de Jesús. La Historia de la Orden se hace eco en diversas ocasiones del deseo que entonces sus­citaba en ella el ejemplo de esta mujer diligente y audaz. Presa, además, de los deseos apostólicos que inflamaban su corazón, tendrá una profunda experiencia que la marcará pa­ra siempre y que será narrada por ella misma más tarde: mientras oraba, escuchó en su interior unas palabras que la acompañarían a lo largo de toda su existencia: «Procura, hi­ja mía, no dejar apagar este fuego sagrado que he encendido en tu corazón y que ahora te lleva con tanto ardor a servir­me». ¿Sería el presagio de un largo camino, antes de poder realizar esta consagración radical que comenzaba a entrever y desear?

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2. Juana de Montferrant-Landiras, señora de Lestonnac. Hermana Juana de San Bernardo

Aunque el anhelo de servir a Dios la lleva a admirar y de­sear imitar a Teresa de Jesús, la situación de la Iglesia a fi­nales del siglo XVI, sobre todo en la diócesis de Burdeos, no es demasiado favorable para satisfacer la aspiración a una auténtica donación de sí en la vida religiosa. Las ruinas son tanto materiales como morales, a pesar del resurgir que se anuncia con el excepcional episcopado de Antonio Prévost de Sansac, precursor del Cardenal de Sourdis, que se esfor­zará por infundir el espíritu del Concilio de Trento y de la Contrarreforma.

A los 17 años, Juana de Lestonnac acepta el proyecto de matrimonio que le proponen sus padres, y en 1573 se casa con el barón Gastón de Montferrant-Landiras. Entra entonces a formar parte de una de las familias más ilustres de la región, y así lo constata un historiador: «No se puede escribir la his­toria de la Provincia de Guyena sin encontrar en cada una de sus páginas el nombre de los señores de Montferrant». Aban­dona entonces Burdeos para instalarse a unos cuarenta kiló­metros, en el castillo de Landiras, una de las baronías más ex­tensas de Guyena. Se la ve una esposa feliz, y más adelante, después de varias esperanzas frustradas, madre de los cinco hijos que sobrevivieron: dos hijos y tres hijas.

Viviendo la síntesis de las variadas influencias recibidas, se dedica durante casi treinta años a ejercer en su hogar su talento de educadora, antes de guiar un día a otras discípu-las en esta misión educativa. Pero Juana no se limita a aten­der a su familia: abre generosamente su casa a todas las mi­serias que descubre, ya sea acogiendo a los vagabundos o preocupándose por los que viven en sus tierras. Sabe tam­bién abandonar Landiras para visitar en Burdeos a los en­fermos afectados por la peste y llevarles ayuda material y apoyo moral. Su disponibilidad y su caridad son conocidas por toda la sociedad bordelesa.

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La repentina muerte de su marido, en 1597, pone fin a veinticuatro años de felicidad. Recupera su apellido de sol­tera, según la costumbre de entonces entre las viudas del su­roeste de Francia, y se enfrentará en solitario a la pérdida de su apoyo más cercano, sumándose en pocos años la desapa­rición de su padre, de su tío Miguel y de su hijo mayor... Pe­ro los otros hijos están ahí, y hay que completar su educa­ción y asegurar su futuro; desde aquel momento, como mu­jer inteligente, asumirá el papel de cabeza de familia im­puesto por las circunstancias: administra con destreza los bienes de la baronía y acompaña poco a poco a sus hijos en la elección de su estado de vida.

Los años pasan..., pero la llamada percibida en su ju­ventud no se ha desvanecido con el tiempo; la llama sigue ardiendo con la misma viveza. Su hijo Francisco ya ha con­traído matrimonio; dos de sus hijas han ingresado en el Mo­nasterio de la Anunciada de Burdeos; la más joven, Juana, cumplirá pronto 16 años... Ya no la necesitan, y en 1603, después de confiar todo a su hijo, la señora de Lestonnac, ante el asombro de toda su familia, anuncia su decisión de ingresar en el Monasterio de las Fulienses de Toulouse, mo­nasterio cisterciense famoso por su austeridad. Las críticas de unos y las súplicas de otros no cambian nada: a sus 47 años, a pesar del desgarramiento familiar, suelta las amarras, creyendo haber encontrado finalmente cómo responder a la sed de absoluto que arde en ella.

Comienza entonces su noviciado con el nombre de Her­mana Juana de San Bernardo. Se lanza con entusiasmo y sin reservas a todas las prácticas rigurosas de esta Orden con­templativa: silencio, ayunos, vigilias y toda suerte de priva­ciones, trabajo físico... Esta vida tan exigente la colma espi-ritualmente, pero es excesiva para sus fuerzas físicas; al ca­bo de seis meses de experiencia, cae gravemente enferma y se ve obligada a rendirse a una cruel evidencia: este camino no es para ella, su salud no lo resistirá. Debe abandonar el monasterio..., es la decisión de sus superiores.

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La aceptación de este fracaso aparente es muy difícil y dolorosa: experimenta la noche, el desconcierto, la duda; el horizonte parece cerrado... Su vigilia de oración en el vacío de las tinieblas, cuando faltan pocos días para su salida de las Fulienses, conocida con el nombre de «Noche del Cís-ter», se considera como el acontecimiento fundante y el gi­ro decisivo en la vida de la futura fundadora. El texto que nos relata esta experiencia espiritual muestra hasta qué pun­to su fe y su fuerza de carácter le permitirán seguir a la es­cucha y percibir una nueva llamada.

Después de poner su vida en manos de Dios y abando­narse a su voluntad, recibe unas luces que le señalan un ser­vicio que respondería a una necesidad que reclama a gritos la sociedad de la época: las jóvenes carecen de instrucción y educación en la fe. Con este fin funda una nueva Orden re­ligiosa femenina, que respondería también a una necesidad de la Iglesia en relación con la vida religiosa. En estos tiem­pos revueltos, en los que es necesario saber dar razón de su fe y desempeñar su papel en el hogar y en la sociedad, Jua­na comprende, aunque todavía de un modo confuso, que es llamada a «tender la mano» a toda una juventud femenina abandonada que reclama ser salvada. Y todo ello, viviendo con otras una vida de consagración religiosa que tomará a Nuestra Señora como modelo y protectora. Repara así tam­bién todos los ultrajes cometidos contra la Madre de Dios en las recientes guerras de religión.

Una vez recobrada la serenidad, regresa a Burdeos y, pa­ra madurar su proyecto, decide retirarse a la soledad de una dependencia de Landiras: La Mothe Darriet. Aquí, en un re­tiro de casi tres años, interrumpido esporádicamente por al­gunos viajes a Burdeos, efectuará la relectura de todo lo vi­vido y profundizará la gracia vivida en Toulouse. Poco a po­co, irá también rodeándose de un pequeño grupo de jóvenes que comparten sus obras de caridad y podrán lanzarse con ella a la gran aventura de su proyecto: una nueva Orden re­ligiosa destinada a la educación de las jóvenes... Y cuando

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intuye que este proyecto ya está maduro, se pone en contac­to con personas capaces de ayudarla a discernir el camino a seguir. Al quedarse viuda y sentirse atraída por una vida contemplativa, había entrado en relación con los Padres Feuillant; ahora, que ha percibido con claridad la llamada a una vida que une contemplación y servicio apostólico, se di­rigirá a los Padres de la Compañía de Jesús.

3. La obra se perfila

La experiencia vivida en las Fulienses es tan fundamental para el futuro de la nueva fundación impulsada por Juana de Lestonnac, que la Historia de la Orden de la Compañía de Nuestra Señora no duda en afirmar que aquella noche ella recibió la idea de su proyecto «como san Ignacio concibió la suya en la cueva de Manresa, para caminar tras las huellas de este santo fundador». Coincidencia de las experiencias, las relaciones mantenidas con estos religiosos por la presen­cia de su hermano en la Compañía de Jesús desde hacía ca­si quince años, o por sus propios hijos, que fueron alumnos del Colegio de la Madeleine... Sea cual fuera la causa, Jua­na se encamina espontáneamente hacia ellos para buscar di­rección espiritual y recibir sus consejos. Por la Historia de la Orden sabemos también que en aquel momento su hermano jesuita, conocido en la Compañía de Jesús con el nombre de Padre Jerónimo de Lestonnac, pone a Juana en contacto con los Padres Raymond y de Bordes: en ellos encontrará, muy especialmente en este, no solo una escucha atenta y benévo­la, sino una coincidencia de proyectos y un apoyo activo de primordial importancia.

En efecto, estos dos jesuitas compartían el deseo de aportar una solución a la situación de abandono e ignoran­cia de la juventud femenina. Desde el momento en que los dos recibieron la confirmación sobre la validez del proyec-

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to, durante una eucaristía celebrada el 23 de septiembre de 1605, día de santa Tecla, buscaban a la persona que pudiera asumir la responsabilidad de la empresa. Su encuentro con la señora de Lestonnac es la respuesta esperada: reconocen en ella a la persona destinada sin duda alguna a realizar es­ta misión, y poco después conocerán, por sus confidencias, que también ella había recibido hacía algunos años la lla­mada. Su propuesta no viene sino a confirmar la inspiración recibida en las Fulienses. Desde aquel momento ya no du­dan en confiarle la plena responsabilidad de la puesta en marcha del proyecto, limitándose a dirigirla espiritualmente y a aconsejarla sobre el espíritu ignaciano que ella desea pa­ra la nueva Orden.

En este sentido, el Padre Juan de Bordes asumirá duran­te largos meses un papel importante en el nacimiento de la Orden. Era un apóstol nato: sugirió al Padre Pierre Cotón enviar misioneros a Canadá, fue enviado a Santoña para tra­bajar en la conversión de los protestantes, y de él se escribió que fue «uno de los personajes más grandes y más santos que hayan honrado en Francia a la Compañía de Jesús». Reunirá después a la futura fundadora con el pequeño grupo de jóvenes que la acompañan, exhortándolas al espíritu mi­sionero que debe animarlas, ayudándolas a redactar la forma de su Regla y, sobre todo, a sentar las bases espirituales que serían el fundamento de su vida futura, acompañándolas en la experiencia del proceso de los «Ejercicios» de san Igna­cio. En esta experiencia de conversión, Juana descubrirá po­co a poco, y con verdadero gozo, la armonía posible entre su deseo de interioridad profunda y de relación con Jesucristo y su anhelo de ayudar al prójimo mediante la enseñanza de la juventud: contemplación y acción integradas en una mis­ma dinámica y formando una unidad.

Ayudada por los consejos del Padre de Bordes, Juana de Lestonnac redactará también las Reglas y Constituciones de su futura congregación según el modelo de los jesuitas, pe­ro adaptadas a una Orden femenina. Al estar su formación

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enraizada en la experiencia de los Ejercicios, un gran núme­ro de citas de estos forma el entramado de los textos igna-cianos de la Compañía de Nuestra Señora; por eso la Histo­ria de la Orden puede señalar que «los Ejercicios ayudaban a la comprensión de las Constituciones, y las Constituciones explicadas por este sabio maestro de la vida espiritual ayu­daban al conocimiento y al amor de lo que hay de más per­fecto en el Evangelio, según el fin y el método de los Ejer­cicios». Sin embargo, no se trata únicamente de una pura y simple adaptación de la espiritualidad ignaciana: Juana de Lestonnac decide llamar al nuevo Instituto «Orden de la Compañía de Nuestra Señora», y a sus religiosas «Hijas de Nuestra Señora», porque este vocablo resume todo su pro­yecto: María, perfecto modelo de los Apóstoles, será no so­lo una protectora de la obra comenzada, sino un modelo y una presencia inspiradora para las religiosas educadoras que llevarán su nombre.

A principios de 1606 está todo preparado: falta única­mente obtener las autorizaciones oficiales. Además de las Reglas de la futura Compañía de Nuestra Señora, Juana de Lestonnac redacta un texto: el Abrégé, en el que realiza un detallado análisis de la sociedad de su tiempo, demostrando la necesidad de la empresa que le ha sido inspirada, así co­mo una presentación de la nueva Orden religiosa cuya apro­bación solicita, y el fin que perseguirá: la educación de las jóvenes mediante una formación integral, tanto en el ámbito religioso como en lo concerniente a «todo lo que una joven educada debe saber: leer y escribir correctamente, coser, ha­cer labores, contar, calcular...». Con estos documentos acu­de al Cardenal de Sourdis, arzobispo de Burdeos, el 7 de marzo de 1606.

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4. La Fundación

La futura fundadora desconocía que el Cardenal estaba pro­yectando la fundación en Burdeos de una comunidad de ur­sulinas; sus miembros dependían entonces directamente del obispo y conservaban su carácter laico, sin clausura ni votos solemnes. Y estaba buscando a la persona capaz de respon­sabilizarse de tal proyecto. El Padre de Bordes le había anunciado la visita de la señora de Lestonnac. Al recibirla, acoge su proyecto muy positivamente, con mucha esperan­za, y escucha con atención la exposición de sus intenciones, narradas así por la Historia de la Orden: «Monseñor, la glo­ria de la Santa Virgen, el honor de la vida religiosa y los in­tereses de la fe cristiana, al unísono, forman parte del desig­nio que el Cielo me ha inspirado y constituyen toda mi vo­cación. Si consigo realizarla plenamente, veré, como frutos de mis desvelos, los comienzos de una Orden que enseñará a las jóvenes cristianas las verdades y las máximas de la fe frente a todas las astucias de los herejes». Al oírla, el Car­denal pensaba que la Providencia le enviaba a la persona que iba a hacer realidad la empresa que él deseaba promover. También Juana se retiró muy confiada, visto el entusiasmo manifestado por su interlocutor.

Inútil describir su sorpresa y su decepción cuando quien ella creía serle favorable la convoca, pasados unos días des­de su primera entrevista, para notificarle que, al ser idéntico al de las ursulinas el fin apostólico que ella persigue, ha de­cidido la unión de ambas en una sola Orden. Pero el Carde­nal no contaba con la seguridad que tenía Juana de ser el ins­trumento de una voluntad que les sobrepasaba a los dos: «El cielo me ha inspirado siempre la fundación de otra Compa­ñía, con otro nombre y otra Regla». Nuestra Señora, a la que toma como modelo y protectora de la vida religiosa apostó­lica que ella va a inaugurar y que da nombre a todo su pro­yecto y lo resume, será el argumento esencial con el que lo defenderá, con tacto pero con firmeza. Contra toda expecta-

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ti va, el Cardenal acaba cediendo ante tanta determinación: la aprobación de la Orden es concedida y firmada el 25 de mar­zo de 1606.

Transcurrido apenas un año, el 7 de abril de 1607, el Pa­pa Pablo V aprueba también la Orden de la Compañía de Nuestra Señora con el Breve Salvatoris et Domini. La His­toria de la Orden cuenta que, pasado un tiempo, al recibir al Padre Claudio Acquaviva, Prepósito General de la Compa­ñía de Jesús, Pablo V le habría dicho: «Acabo de asociaros sin haber pedido vuestro consentimiento». «¿A quién, San­to Padre?», respondió el General. «A unas virtuosas religio­sas», añadió el Papa, «que quieren prestar a la Iglesia, en las personas de su sexo, los mismos servicios que ustedes pres­tan a toda la cristiandad». «No merecemos», respondió el Ge­neral, «que nos tomen por modelos; pero ya que se nos quie­re imitar, intentaremos mantener esta condición».

5. Una Orden nueva - novedad de una Orden

Pablo V, al conceder el Breve de aprobación a la Compañía de Nuestra Señora, no solamente erigía una nueva Orden re­ligiosa, sino que además instauraba una verdadera novedad con la forma de vida religiosa que él autorizaba: era la pri­mera Orden religiosa docente femenina, aprobada como tal por la Iglesia, con una nueva organización desconocida has­ta entonces. En efecto, por vez primera, unas mujeres obte­nían el permiso para pronunciar sus votos solemnes de po­breza, castidad, obediencia y vivir en clausura, teniendo al mismo tiempo como fin de su existencia consagrada una mi­sión apostólica: la educación de las jóvenes. Vivirán esta fu­sión de la vida activa y contemplativa, su vida religiosa y su vida apostólica en una sola y única realidad. A esto se aña­dían sus Constituciones, tomadas en su mayor parte del Su­mario de los Jesuítas con una adaptación femenina, una marcada espiritualidad mariana, la autorización de recibir

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alumnas externas a pesar de la clausura, el oficio del coro su­bordinado a las funciones de la enseñanza de las jóvenes... Con estas características innovadoras, la Compañía de Nues­tra Señora era la primera en abrir camino a todas las Congre­gaciones religiosas femeninas de espiritualidad ignaciana del futuro, y el Breve concedido a ella servirá muy pronto de re­ferencia y modelo a otras Congregaciones femeninas deseo­sas de obtener este mismo estatus canónico.

Juana de Lestonnac y sus primeras compañeras están ahora dispuestas a comenzar su formación para la vida reli­giosa: después de algunas deserciones de las seguidoras de la primera hora, que se reincorporarán más tarde, la primera comunidad de Nuestra Señora tomará forma con cuatro jó­venes que, junto con Juana de Lestonnac, de 52 años de edad, serán las «cinco piedras fundamentales» de la Orden. A comienzos del año 1608, se trasladan a una casa pequeña situada en las afueras de Burdeos, cerca del Priorato del Es­píritu Santo, abandonado hasta ahora, no lejos de la fortale­za del «Cháteau Trompette»; allí viven unos meses de pos-tulantado ejercitándose en la vida regular.

El 1 de mayo de 1608 tiene lugar la ceremonia de la to­ma de hábito: el Padre Raymond, amigo del Padre de Bor­des, pronuncia el sermón; a continuación reciben de manos del Cardenal de Sourdis el hábito religioso de novicias, el velo negro en lugar del blanco para la Madre de Lestonnac, reconocida desde aquel momento como fundadora, superio-ra y maestra de novicias. Acaba de nacer la Compañía de Nuestra Señora.

Los comienzos son, sin embargo, modestos y no exentos de dificultades: la pobreza, los ruidos de la cercana fortale­za, la estrechez de los espacios, las deserciones ya mencio­nadas, las críticas procedentes incluso de su propia familia... Pero nada fue suficiente para detener el impulso ardiente de Juana de Lestonnac: ella sabe que ha encontrado por fin el objetivo al que la conducían todas las etapas vividas hasta entonces. Los hechos se encargarán de darle la razón.

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En efecto, a partir de ahora todo será rápido: retorno de las que por un tiempo habían desertado y a las que seguirán muchas otras; formación del noviciado, asegurada por la Madre de Lestonnac y el acompañamiento de los padres je­suítas, en especial del padre de Bordes; preparación humana e intelectual mediante el estudio de la religión preferente­mente en «todos los libros espirituales escritos por los Pa­dres de la Compañía de Jesús y otros buenos autores». En 1609 tiene lugar la apertura de las primeras clases con tal éxito que la fundadora debe pensar en un traslado de la co­munidad a otro barrio y la construcción de un edificio adap­tado a la novedad de un convento-escuela. Además, ella per­sonalmente concibe los planos que después servirán de mo­delo para todas las Casas de la Compañía. Y el 8 de diciem­bre de 1610, después de verse obligada una vez más a de­fender con firmeza su proyecto ante el Cardenal, Juana y sus primeras compañeras pronuncian sus votos solemnes en la nueva Casa de Nuestra Señora de la calle del Ha. Vida reli­giosa y misión apostólica gozan entonces de todas las con­diciones deseadas para poder levantar el vuelo. Pero ¿cómo se concretaba esta misión?

6. «Tender la mano»

«Estáis llamadas a la santidad y al ministerio de los Apósto­les [...] entre estas mujeres ilustres que anunciaron la fe y la defendieron en los primeros siglos de la Iglesia»: tales fue­ron las palabras que el Padre de Bordes dirigió a la pequeña Compañía, en germen desde 1605... La espiritualidad apos­tólica de la Orden de Nuestra Señora fue revelada a Juana de Lestonnac con la toma de conciencia de la necesidad de «ten­der la mano» a la juventud femenina, ofreciéndole una edu­cación integral. Y dirá que este servicio es fundamental en esta Orden. Por este motivo había que edificar escuelas que

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acogieran a las alumnas a partir del nivel elemental, tanto in­ternas como externas, impartiendo una enseñanza gratuita al alcance de todas las clases sociales. El contenido de este pro­yecto educativo presentado por la Madre de Lestonnac al Cardenal en su Abrégé era bastante ambicioso para la época: apuntaba a un equilibrio entre virtud y ciencia, o piedad y le­tras, que hoy traduciríamos por fe-cultura. Pero en el Breve concedido por Roma sufrió una poda considerable, al poner­se el acento en los deberes y oficios propios de la vida cris­tiana. Sin embargo, según el historiador Robert Boutruche, se puede ver en la Fórmula de las Clases, impresa en 1638 con las otras Reglas y Constituciones de la Compañía de Nuestra Señora, «una combinación de la educación de los jesuitas y de las ideas pedagógicas de Montaigne». Este pro­yecto -heredero, en efecto, de las bases del humanismo cris­tiano y de otras influencias asimiladas por la fundadora, aunque con un nivel de enseñanza menos elevado- estaba fuertemente influenciado por la Ratio Studiorum de los je­suitas, motivo que hará exclamar a Daniel Rops que Juana de Lestonnac inaugura unos «colegios femeninos que serían para las chicas la institución equivalente a los abiertos por los jesuitas para los chicos». La importancia dada al trabajo personal, a la preparación intelectual, al esfuerzo de memo­ria, a la reflexión; la pedagogía activa y adaptada a cada per­sona; las conversaciones espirituales; la división en decu­rias; etc. constituyen otras tantas características comunes a ambas pedagogías.

Ante el éxito alcanzado en Burdeos por el centro edu­cativo de Nuestra Señora, rápidamente llegarán las deman­das de las ciudades vecinas, en especial del suroeste de Francia; afluyen igualmente las vocaciones religiosas -en 1615, la comunidad cuenta con más de 40 miembros-, de manera que la fundadora ve llegado el momento de iniciar la expansión.

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7. Expansión de la Compañía de Nuestra Señora

Béziers es la primera que, en 1615, llama a las religiosas de Nuestra Señora, seguida de Poitiers, Le Puy, Périgueux, Agen, la Fleche, Riom... Con frecuencia, los padres jesuítas indican a sus dirigidas la existencia de la fundación de Bur­deos como una posibilidad de realizar el mismo proyecto en su propia ciudad. O bien, si el proyecto no está todavía bien organizado cuando llegan las religiosas, Juana de Lestonnac confía a los jesuítas el pequeño grupo, que se prepara hasta que todo esté dispuesto... En otras circunstancias, ellos ayu­dan una vez más a las fundadoras a quienes la población ha dejado en la más completa indigencia. O, cuando los temores de una guerra expulsan a las religiosas, custodian los edificios hasta la vuelta de la comunidad, no sin aportarles mejoras sus­tanciales... En la Historia de la Orden, en la narración de sus comienzos, se llega a nombrar a unos 60 padres jesuítas. En general, se puede constatar que la fundadora escogía prefe­rentemente para sus nuevas fundaciones lugares donde la Compañía de Jesús estaba ya implantada y en los que la in­fluencia del calvinismo había sido más fuerte... Aseguraba así para sus religiosas la posibilidad de lo que hoy llamaríamos la formación permanente, como afirma ella misma en una carta dirigida a un jesuita: «En la medida de lo posible, nos servi­mos de vuestros padres y de los que han sido educados por los vuestros para no recibir un espíritu distinto».

La actividad de la Madre de Lestonnac es entonces ex­traordinaria: a pesar de su edad, viaja para animar personal­mente nuevas fundaciones, prepara a las religiosas que serán enviadas, mantiene relaciones epistolares con sus casas, afronta las dificultades, las contrariedades, los obstáculos, los fracasos... Tampoco se libra de las contradicciones inter­nas, ya que a partir de 1622 y durante tres años, a causa de unas intrigas, sufre una situación de exclusión, de humilla­ciones y de terribles tensiones en el seno mismo de su co­munidad de Burdeos, privada de las primeras «piedras fun-

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damentales», que habían sido enviadas ya a diversas funda­ciones. En el momento de las elecciones, es destituida de su cargo de Superiora en beneficio de otra muy ambiciosa, pronto superada por la magnitud de su tarea. También en es­ta situación da muestras de su grandeza de alma, y esta prue­ba, vivida en una aceptación silenciosa y una profunda ad­hesión al misterio de la Cruz, no consigue perturbar en lo más mínimo su paz y su confianza inquebrantables. La in­trigante reconoció su error, y Juana de Lestonnac encontró de nuevo en la comunidad su puesto de Madre Fundadora, sin ningún alarde.

Su celo misionero, con impulso renovado, a sus 70 años, la conduce a Pau, bastión del calvinismo, con la idea, según sugiere su primer biógrafo en 1645, de «tener así un medio más fácil y un acceso más libre para ir a España con el fin de implantar su Orden en las mismas tierras en las que ha­bía nacido san Ignacio de Loyola». Pero no tendrá esta ale­gría, ya que solo diez años después de su muerte, unas reli­giosas de la casa de Béziers, a petición del jesuita padre Gui­llermo de Jossa, cruzarán los Pirineos para fundar el primer convento-escuela en Barcelona, núcleo de la expansión en España y, más tarde, en América Latina.

En 1634 regresa a Burdeos para dar el último toque a la redacción de las Reglas y Constituciones antes de su impre­sión definitiva en 1638. Y el 2 de febrero de 1640, habiendo cumplido hasta el final su servicio, entrega su alma a Dios, asistida -según dicen- por trece padres jesuitas.

8. «¡Llenad vuestro Nombre!»

Esta recomendación, dada por Juana de Lestonnac a las Re­ligiosas de Nuestra Señora de Burdeos que salían para fun­dar la Casa de Toulouse en 1630, puede tomarse como el tes­tamento de la fundadora, dirigido a todas las generaciones futuras de Religiosas de Nuestra Señora. Tomando la expre-

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sión ignaciana «a la mayor gloria de Dios», cuando hablaba de la acción apostólica que deseaba impulsar, la fundadora de la Orden de Nuestra Señora acostumbraba añadir: «y el honor de Nuestra Señora». La misión educativa, en el cora­zón de la identidad de la Compañía y en el corazón de la identidad de cada religiosa, recibirá su dinamismo en la re­lación e imitación de la Madre del Redentor, la primera en seguirle en su experiencia pascual. A esta profundidad de la unión con Nuestra Señora corresponderá la santificación personal y la eficacia de la misión al servicio de Dios y de la juventud. Así lo escribe la fundadora a una de sus sobri­nas, religiosa en Poitiers: «Nuestra Señora es el verdadero modelo que debemos tener ante nuestros ojos en todas nues­tras acciones».

La Compañía de Nuestra Señora no se ha librado de los avatares de la historia-, revoluciones, leyes de expulsión, de­samortizaciones y otras vicisitudes parecían en repetidas ocasiones reducir a la nada la obra comenzada. Pero, cada vez, dignas herederas de Juana de Lestonnac han sabido le­vantar con coraje las ruinas y tomar de nuevo la «transmi­sión de la llama» a las generaciones siguientes. La autenti­cidad y el valor de este carisma y de este proyecto de edu­cación han podido así verificarse en el tiempo; han sido tam­bién reconocidos por la Iglesia, que canonizó a Juana de Lestonnac el 15 de mayo de 1949.

Después de 400 años, este nombre continúa hoy «lle­nándose» en Europa, América, África y Asia, en 26 países del mundo, por las religiosas y los laicos que viven del ca­risma legado por santa Juana y que actualizan el proyecto educativo de la Compañía de María Nuestra Señora en todas las latitudes, en ámbitos diversos: colegios y escuelas, cole­gios mayores y residencias universitarias, obras de educa­ción social, el mundo de la salud... Como expresan sus Constituciones, reformuladas en 1981, las religiosas de la Compañía de María Nuestra Señora buscan, «impulsadas por la mayor gloria de Dios, en continuo discernimiento,

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unas respuestas adaptadas a cada época». Los puntos clave de la fundación de santa Juana de Lestonnac siguen siendo para ellas la base sólida de su identidad: una misión educativa en­raizada en su consagración religiosa, un dinamismo apostóli­co alimentado por la espiritualidad de los Ejercicios ignacia-nos y un carácter mariano que engloba y armoniza los diver­sos componentes de una vida de contemplativas en la acción. Apasionadas por Jesucristo, y deseando vivir su vida religio­sa apostólica según los mismos principios en los que quieren educar, su fidelidad consiste en seguir «tendiendo la mano» como mujeres educadoras, preferentemente a «la juventud, que lleva en sí misma una esperanza de vida y de transforma­ción de la sociedad». La confirmación recibida durante el úl­timo Capítulo General (2009), la llamada a «echar las redes bajo su Palabra», ha relanzado mar adentro a la Compañía de María Nuestra Señora y ha renovado su envío a servir «de una manera siempre nueva y con un nuevo fervor», con la misma certeza que hace cuatro siglos animaba a Juana de Lestonnac: es él, Jesucristo, quien lleva el timón.

COLETTE CODET DE BOISSE,

Religiosa de la Compañía de María Nuestra Señora. Archivera Provincial. París

(Traducción del original francés: Victoria Riera Barull, ODN)

* * *

Para saber más:

P. DE LA COUR, Regles et Constitutions de l'Ordre des Religieuses de Notre-Dame, estably premiérement en la ville de Bourdeauxpar l'authorité du S. Siége, Imprimeur de Monseigneur 1'Illustrissime et Révérendissime

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Archevéque de Bourdeaux, Bourdeaux 1638; nueva edición, 1981; traducción española: Ediciones Lestonnac, San Sebastián 2006.

Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, Documentos Fundacionales, 1605-1638, Tip. Italo-Orientale, Grottaferrata 1975.

J. BOUZONNIÉ, Histoire de l'Ordre des Religieuses Filies de Notre-Dame, Tome I, chez la veuve de Jean-Baptiste Braud, Poitiers 1697. Traducción española: Historia de la Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, Tomo I, por M. Cerero Blanco; notas y Apéndices de I. De Azcárate Ristori, Ediciones Lestonnac, San Sebastián 1964.

F. SOURY-LAVERGNE, Un camino de educación. Juana de Lestonnac, 1556-1640, Ediciones Lestonnac, San Sebastián 1986 (traducción del francés).

P. Foz, Archivos Históricos Compañía de María Nuestra Señora, 1607-1921, Tipografía Vaticana, Roma 1989.

— Archivos Históricos Compañía de María Nuestra Señora, 1921-1936, Tipografía Vaticana, Roma 2006.

— «El Proyecto Educativo de Juana de Lestonnac a través del tiempo», separata del libro Fuentes primarias de la Educación de la Mujer en Europa y América. Archivos históricos de la Compañía de María Nuestra Señora, 1921-1936, cap. IV, vol. 2, Tipografía Vaticana, Roma 2006, pp. XLVI+279-390 y 1.089-1.174, imp. en español, 25x18 cm. Roma, 2011, en francés.

M. PUNCEL, Juana de Lestonnac, Ediciones Lestonnac, Oiartzun (Guipúzcoa) 2004 (2a ed.).

2. Mary Ward (1585-1645)

Fundadora del Instituto de la B. Virgen María y la Congregación de Jesús

«Pertenecer totalmente a Dios»

- L A vida de Mary Ward se desarrolla en tres grandes etapas. La primera está marcada por las vivencias relacionadas con la fe católica en el seno de la familia. Vivió desde pequeña la importancia de la oración, la devoción a María; contem­pló y aprendió la atención a los pobres y necesitados; expe­rimentó los sufrimientos por la separación de la familia, la pérdida de bienes, persecuciones y cárceles infligidas a sus familiares por causa de su fe. Una segunda etapa, está mar­cada por la búsqueda: ¿Qué tengo que hacer en la vida? Sus deseos se van unificando en una dirección: to be wholly God's, pertenecer sólo a Dios. Será religiosa, siente gozo por esta decisión. Es la clave para entender su vida. En la tercera etapa, después de dos intentos anteriores frustrados en la vida monástica, se interroga: ¿Cómo tengo que hacer lo que Dios me pide? ¿Qué me pide en realidad? Esto la lle­vará a una actitud profunda de discernimiento, que desem­bocará en la decisión de fundar un Instituto nuevo: sin clau­sura ni votos solemnes, dedicado a la formación de las jóve­nes, pensando especialmente en Inglaterra, regido por las re­glas de los jesuítas, gobernado por una superiora general y

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dependiendo directamente del Papa. A este empeño dedica­rá toda su vida, sin que fortísimas oposiciones y sufrimien­tos le hagan desistir de él.

1. Contexto histórico: la Inglaterra de los siglos XVI y XVII

Comprender la vida de Mary Ward no es fácil si no se co­noce el marco cultural, político y religioso de Inglaterra en los siglos XVI y XVII. Esta época ofrecía nuevas tierras por descubrir, nuevos caminos del saber, de las artes, de la cien­cia y de la técnica; se inicia la Filosofía Política moderna. Es, además, un tiempo de intensas y violentas luchas inter­nas que se libran por motivos políticos y religiosos. En la In­glaterra de esta época, no se podía imaginar la coexistencia pacífica entre católicos y protestantes.

Enrique VIII, rey de Inglaterra, protagonizó la escisión con la iglesia de Roma. El 3 de noviembre de 1534, el Par­lamento Inglés aprobó el Acta de Supremacía, que convertía al rey en cabeza suprema de la iglesia de Inglaterra. Thomas Cromwell, Secretario de Estado y Primer Ministro, inició la desamortización de los monasterios y, con ella, la aniquila­ción de la vida religiosa en Inglaterra. Se consolidó el poder real frente a la iglesia católica y sus seguidores. Comenza­ron las persecuciones y las matanzas de los católicos.

Isabel I reinará desde 1558 hasta 1603. Contribuyó al siglo de Oro en Inglaterra, y se inclinó decididamente por el protestantismo. Promulgó el Acta de uniformidad (1559), que obligaba a usar el Libro de Oración Común en los oficios y asistir a la iglesia todos los domingos. Si no cumplían con este requisito, los católicos tendrían que pagar multas. Res­tauró además el Acta de Supremacía, que forzaba a los em­pleados de la corona a reconocer, bajo juramento, la subor­dinación de la iglesia inglesa a la monarquía.

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En 1570 el Papa Pío V, mediante la Bula «Regnans in ex-celsis», excomulgaba a Isabel I, y liberaba a los subditos de la obligación de obedecerla; de esta manera convertía a los católicos en traidores potenciales. Así comenzó una perse­cución despiadada en la que hubo muchos mártires. En ene­ro de 1585, se promulgó una ley por la que se expulsaba a los sacerdotes del reino y se condenaba a las personas que los ayudaran.

2. Mary en familia; infancia y juventud

El 23 de enero de 1585, nacía Mary Ward en Multwith, Yorkshire (Inglaterra), hija de Marmaduke Ward y de Úrsu­la Wright. Era la mayor de los hermanos: David, Francis, Elisabeth, Bárbara y George. Padres e hijos vivían conven­cidos de la fe católica, ayudaban a sacerdotes y jesuítas que pasaban por la casa, y eran multados por no asistir a los ofi­cios anglicanos. El padre se distinguía por su amor a los po­bres y por su compasión hacia los necesitados.

Mary vivió los primeros años de su infancia con sus pa­dres en Multwith, hasta que en 1589, decidieron llevarla a casa de sus abuelos maternos en Ploughland (sureste de York). La abuela de Mary, Úrsula Wright, era una mujer muy conocida y estimada por su gran virtud. Acababa de sa­lir de su última estancia en la cárcel, donde había permane­cido catorce años. Era una mujer de oración, e invitaba a Mary a rezar con ella, pero la pequeña se sentaba en su sitio y se entretenía jugando. Con su abuela, Mary aprendió a leer y a escribir y se inició en el conocimiento del latín.

Al cumplir diez años, regresó a Multwith. En su ausen­cia, las multas habían afectado seriamente a los bienes fa­miliares. A pesar de todo, los padres de Mary le inculcan la fidelidad a la fe católica y se preocupan por su educación.

La familia tiene que trasladarse de nuevo, pero a Mary la dejaron en Harewell con la señora Ardington, pariente de su

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abuela materna, que también había estado encarcelada en York por la causa católica. Recibía en su finca a fugitivos y a sacerdotes para esconderlos de los espías de la reina. Durante este tiempo, va despuntando la personalidad de Mary. Decide prepararse para la primera comunión, a pesar de tener mensa­jes confusos sobre la voluntad de su padre; sin embargo, rea­lizará su deseo. Mary sufrió en este tiempo la experiencia de una vida solitaria: echaba de menos a su familia.

A los dieciséis años Mary ya es mayor de edad en ma­teria religiosa. Estaría obligada a acatar las normas de la iglesia anglicana o a pagar las multas correspondientes. Su padre la llevó a casa de unos parientes, los Babthorpe, en Osgodby, donde estuvo de 1600 a 1606. Bárbara, una de las hijas de esta familia, será compañera fiel de Mary hasta el fi­nal. Vivía con la familia y ayudaba al servicio en las tareas de la casa. Le gustaba escuchar los relatos de una anciana sirvienta sobre la vida en los conventos de Inglaterra, antes de la supresión de los mismos.

Comprendió allí la excelencia de la vida religiosa, y sen­tía una honda inclinación hacia esa forma de vida: esto es lo que yo busco. Dios infundió en mí un deseo tal de no amar nada fuera de él, que no recuerdo haber tenido nunca ni la mínima inclinación contraria. Mary experimenta una gran alegría por este deseo, amaba su contentamiento.

Quería una orden austera que asegurase la mayor sole­dad. Se sintió aliviada cuando supo que su confesor la iba a ayudar.

Sin embargo, Marmaduke tenía otros planes para su hija: necesitaba hablar con ella sobre su compromiso con Edmun­do Neville, heredero legítimo del condado de Westmoreland. Viajarían a Londres para encontrarse allí a finales de noviem­bre con el padre jesuíta Richard Holtby. Querían convencer a Mary de la conveniencia de este matrimonio. Mary amaba profundamente a sus padres, no quería disgustarles, pero tam­poco estaba dispuesta a renunciar a su proyecto: to be wholly God's, pertenecer sólo a Dios.

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A la muerte de Isabel I, en 1603, le sucedió en el trono Jacobo I de Inglaterra. El comienzo de su reinado despertó alguna esperanza para los católicos. Prometió tolerancia y la derogación de la ley de multas. Pero les obligaba a apartar­se del Papa y a prestar juramento público de fidelidad al rey. Esta situación provocó la rebeldía de los católicos. Un gru­po, entre los que se encontraban tres tíos de Mary Ward, pre­pararon un complot (la denominada Conspiración de la Pól­vora). Su intención era volar el Parlamento cuando estuvie­ra el rey, el 5 de noviembre de 1605. Los conspiradores fue­ron descubiertos y ajusticiados. El padre de Mary fue dete­nido, pero le dejaron libre a los pocos días.

En la primavera de 1606, Marmaduke y su hija Mary es­taban en Londres. Se alojaron en una casa secreta que te­nían los jesuítas en Baldwins Gardens. Es posible que el fra­caso de la Conspiración de la Pólvora afectara al interés de la boda de Mary con Edmundo Neville. Lo cierto es que al padre Richard Holtby, celebrando la eucaristía, se le volcó el cáliz después de la consagración. No puso resistencia al de­seo de Mary: irá a Saint-Omer, en los Países Bajos (actual­mente Francia), pensando en realizar su deseo de entrar en la vida religiosa.

3. Pasos a tientas en Saint-Omer

Mary embarcó en Dover, en mayo de 1606, rumbo a Calais. Durante la travesía, se ve acosada por grandes dudas acerca del lugar y de la orden en la que debía entrar.

Comienza otra etapa en su vida en la que se esforzará por descubrir qué es lo que Dios quiere de ella. Inicia un gran proceso de discernimiento.

En esta época, las religiosas tenían que permanecer en clausura, sólo podían dedicarse a la vida espiritual. Así lo establecían los decretos del concilio de Trento.

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Cuando llegó a Saint-Omer, se dirigió al convento de los jesuitas para entregar una carta del P. Richard Holtby. La atendió el P. George Keynes, que la envió como lega a un convento de clarisas pobres. Le aseguró que las «monjas de coro» y las legas tenían las mismas reglas. Mary comprobó que esto no era cierto. Le asignaron la tarea de limosnera: te­nía que mendigar la comida para las hermanas del convento. Fue un tiempo de gran oscuridad.

En la primavera de 1607, el 12 de marzo, rezó a san Gre­gorio para clarificar su vocación. Ese día las hermanas reci­bieron la visita del Comisario General de los franciscanos, el español Andrés de Soto, a quien Mary propuso fundar un monasterio de clarisas para inglesas. El comisario quedó sorprendido y le aseguró que ella no estaba llamada a ser le­ga. Estas palabras ayudaron mucho a Mary para las decisio­nes que debía tomar; poco después salió. Decidió fundar un convento de clarisas para inglesas en Flandes.

En 1608, el Obispo de Saint Omer, Jacobo Blaes, que es­taba impresionado por la personalidad de Mary, solicitó del Archiduque Alberto e Isabel Clara Eugenia, regentes en los Países Bajos, «la benevolencia de los soberanos a favor de "ciertas damas inglesas" que deseaban fundar un convento». Mary residió un tiempo en Bruselas, se entrevistó con Isabel Clara Eugenia y volvió a Saint Omer con el permiso para fundar el convento en Gravelinas. Mary, que siempre tuvo la firme resolución de servir a Dios, entró en este convento co­mo postulante. De aquellas angustias y esfuerzos «le quedó el afán de trabajar por Dios sin recompensa». La nueva co­munidad comenzará su experiencia, haciendo el mes de ejer­cicios de san Ignacio, dirigidos por el jesuíta P. Roger Lee.

El 2 de mayo de 1609, día de san Atanasio, Mary expe­rimenta la acción de Dios de tal manera que se siente im­pulsada a un cambio de estilo de vida. Tuvo la certeza de que debía abandonar el convento de las clarisas. «Debía ha­cer algo distinto; pero qué cosa y de qué índole fuera, no lo

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vi, ni lo pude adivinar; sólo comprendí que era algo bueno y que Dios lo quería».

Después de su salida, le «sobrevinieron desaprobaciones y duros juicios por parte de muchos, e insultos de quienes poco antes no sabían cómo alabarme».

Regresa a Londres en octubre de 1609, y se propone ha­cer lo que estaba en su mano, por Dios y por el prójimo. Quiere trabajar a favor de la fe en Inglaterra. Se dio cuenta de la influencia positiva que había ejercido sobre otras per­sonas durante este tiempo. El obispo anglicano de Londres, que quería acabar con los católicos, consideraba a Mary más peligrosa que seis jesuitas juntos.

4. Un proyecto nuevo

Una mañana después de hacer la oración, Mary tuvo una ex­periencia mística sobre su nueva forma de vida: realizaría al­go que daría mucha gloria a Dios. «Su corazón estaba lleno de amor hacia ese proyecto y no escogería nada contrario a aquello. Pero no sabía exactamente de qué se trataba».

Regresó a Saint-Omer los primeros meses de 1610, con un grupo de compañeras: Jane Brown, Catherin Smith, Su-san Rookwood y Winfrid Wigmore. Por su porte distinguido las llaman las «Damas Inglesas». Con la ayuda del Obispo Jacobo Blaes e Isabel Clara Eugenia, consiguen los permi­sos para abrir una escuela para niñas. El primer grupo fue de 12 alumnas externas, ricas y pobres, sin hacer distinción. Más tarde, también admitirán internas, algunas venidas de Inglaterra. Pronto llegan a cincuenta entre profesoras y alumnas. Llevan un sistema de vida que sorprende a todos: tienen una vida de comunidad intensa, una vida austera, y dedican largos ratos a la oración. En otoño de 1610, las vi­sitó el nuncio del Papa en los Países Bajos, monseñor Gui­do Bentivoglio. Entre otras cosas, dirá en su informe: «tie-

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nen una superiora que me parece prudente y ejemplar». Des­pués de esta visita, Mary enfermó gravemente.

Los primeros meses de 1611, convaleciente todavía, Mary recibe la inspiración divina sobre la orientación del Instituto: «Toma lo mismo de la Compañía». Escribirá al representante de la Curia romana, el nuncio de Colonia Antonio Albergati, con el fin de tranquilizarle: «Entendí que nosotras debíamos tomar las mismas reglas, en contenidos y estilo, exceptuando sólo aquello que Dios, a través de la diversidad de sexos, ha prohibido». Le comunicó que esta certeza le había dado tanta luz, tal ánimo y fuerza, y cambiaron tanto su alma entera, «que no podía dudar que venían de Aquel cuyas palabras son obras». Ha comprendido la obra que Dios espera de ella y de sus compañeras, será fiel hasta el final.

a) Mujeres jesuítas

Mary dice: «Mi confesor se resistió, toda la Compañía se opuso». Pero el padre Roger Lee confía en ella, la va a ayu­dar. En 1612 Mary elabora un primer plan para el nuevo Ins­tituto: Schola Beatae Mariae. Será apostólico, sin clausura, con una «Madre principal». Desde el comienzo del docu­mento, se pone de manifiesto la necesidad de ayudar a In­glaterra y «la posibilidad del apostolado de la mujer en este campo, dadas las condiciones, las mujeres deben y pueden aportar algo más que lo corriente en relación con esta nece­sidad espiritual general. Debemos esforzarnos según nuestra pequenez en dar al prójimo servicios de caridad cristiana que no pueden desempeñarse en la vida monástica».

El obispo Jacobo Blaes y el teólogo jesuíta Leonardo Lessio acogen favorablemente el plan del Instituto. El 19 de marzo de 1615, el obispo Jacobo Blaes promulga la carta pastoral Nobiles ac piae aliquot Virgines Anglicanae, en la que se legitima la forma de vida de las Damas Inglesas. Des­de Coimbra, el jesuíta Francisco Suárez contestará negativa­mente al informe de Lessio.

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El 31 de octubre de 1615, Mary percibe en la experien­cia del alma justa, las actitudes fundamentales que deben animar a las hermanas que formen parte de este Instituto: sinceridad, justicia y libertad. «La felicidad de este estado consistía, en cuanto yo puedo expresarlo, en una singular li­bertad de todo apego a las cosas de la tierra, junto con una entera disponibilidad y aptitud, para toda clase de obras buenas. También percibí claramente en qué estaba la esen­cia de aquella libertad: en que un alma tal tendría que re­ferirlo todo a Dios. Si estamos bien arraigadas en ellas, re­cibiremos de la mano de Dios, verdadera sabiduría y capa­cidad para realizar todo aquello que exige de nosotras este Instituto». La Justicia es un «estado original», una disposi­ción de la persona que la capacita para toda clase de obras buenas. Aquí justicia no tiene un sentido de equidad. Li­bres de cualquier mala inclinación, las hermanas están en­teramente entregadas a la voluntad amorosa de Dios. Vera­cidad: «ser en realidad lo que aparentamos y aparentar lo que realmente somos. Hacer bien lo que tenemos que ha­cer. Eso es la verdad». Mary veía en estas virtudes un ca­mino para la felicidad de las hermanas y una ayuda para la actividad apostólica.

Consciente de las polémicas que suscita el nuevo Insti­tuto, quiere entregar lo antes posible el Plan al Papa Paulo V para obtener su aprobación. Thomas Sackville, persona de confianza que viajaba a Roma, llevaría el documento. Cum­pliendo instrucciones, se lo entregó a los jesuítas del colegio Inglés de Roma. Estos después de leer el documento de so­licitud, recomendaron a Thomas Sackville entregar al Papa una «síntesis». Como respuesta, Mary recibe una notifica­ción aprobatoria, el Decreto Laudatio, en 1616; pero los su­cesores del Pontífice, por las dificultades que se verán, no aprobarán el nuevo Instituto.

En 1617 Mary vuelve a Londres para animar a las her­manas, ganar más vocaciones y recoger el dinero de las jó­venes internas.

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b) La igualdad de la mujer

A su regreso a Saint-Omer, en otoño de 1617, encuentra a las hermanas con cierta inquietud por los comentarios del padre Michael Freeman, jesuita subdirector del colegio in­glés de Saint-Omer. Se permitió afirmar en tono despectivo refiriéndose a las Damas: «Su fervor decaerá, pues al fin y al cabo no son más que mujeres». La respuesta de Mary no se hizo esperar:

«Hasta ahora, los hombres nos han dicho lo que noso­tras debíamos creer. Es verdad que nosotras debemos creer lo que nos dicen; pero permítasenos no ser tontas, y saber lo que nosotras debemos creer, sin aceptar bo­bamente que las mujeres no podemos llevar a cabo na­da grande. Más todavía. Yo espero en Dios que en el fu­turo se han de ver mujeres realizando grandes cosas. ¿Qué fruto obtendréis oyendo "no sois más que muje­res", débiles, ineptas y que vuestro fervor decaerá? In­tentan deprimiros, negándoos la esperanza de perfec­ción. No existe diferencia entre hombres y mujeres, ninguna pierde el fervor por el hecho de ser mujer, si­no por ser mujer imperfecta buscando la mentira en lu­gar de amar la verdad.

Dios os ha mirado a vosotras con atención particu­lar... os ha llamado a este modo de vida...os ha dado es­ta vocación... buscad los medios para ser perfectas».

Mary reafirma a las suyas en la vocación que han recibi­do, ensancha horizontes, les anima a buscar los medios para superarse. La vida del nuevo Instituto sigue pujante. En 1621 ya cuenta con cinco casas: Saint-Omer, Lieja, Londres, Colonia y Tréveris.

Han transcurrido diez años desde los comienzos de la fundación y van creciendo los ataques de los adversarios. Je­suítas distinguidos escriben contra Mary, especialmente el padre Jean Heren, provincial de Bélgica, a quien asombra el

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rápido crecimiento de las Damas; ya pasan de sesenta, pero teme la usurpación que hacen de los símbolos de la Compa­ñía. El padre Francis Young cuenta al general de la Compa­ñía Muzio Vitelleschi el trabajo que realizan las Damas en Inglaterra, pero le parece mal que imiten a los jesuítas.

c) Viaje a Roma: el proceso de aprobación del Instituto

Los caminos de Europa no son seguros. En mayo de 1618, había comenzado la guerra de los Treinta Años que enfren­taba la «Unión Protestante» contra la «Liga Católica». Isa­bel Clara Eugenia recomienda a las Damas vestir de pere­grinas para el viaje. El 21 de octubre de 1621, saldrán des­de Bruselas hacia Roma para conseguir la aprobación papal. Son 2.000 km, hay que atravesar los Alpes. El jesuita, P. John Gerard, ayuda a Mary, le prepara una lista de personas de las que puede conseguir apoyos para su proyecto. Isabel Clara Eugenia escribirá cartas de recomendación que incluían al Papa, cardenales y al mismo general de la Compañía.

Los diez años siguientes, van a suponer una lucha conti­nua para conseguir el reconocimiento oficial del Instituto por parte de la Iglesia. Lo más sorprendente es que en me­dio de las contrariedades, se abrirán puertas que consolida­rán el Instituto, aun en medio de la aparente derrota. Son años de sufrimiento, son años de gracia.

d) Audiencias con Gregorio XV y Urbano VIII

Llegaron a Roma el 24 de diciembre, la víspera de Navidad. El día 28 tuvo lugar la audiencia con el Papa Gregorio XV. Mary le presenta el Tercer Plan del Instituto, elaborado po­siblemente con la ayuda del P. John Gerhard. Pide al Papa la aprobación pontificia, y también le entrega un informe en el que se explica la orientación del Instituto. Entre otras cosas, el Instituto prepara a sus jóvenes con buena formación, las capacita como misioneras para ir donde sea necesario: «a

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cualquier parte del mundo, o a los turcos, o a cualesquiera otros infieles, aun a aquellas partes que llaman Indias, o a tie­rras de herejes, cismáticos; o con fieles cristianos». El Papa las acogió favorablemente, pero la Congregación de Obispos y Regulares se oponía a su petición, principalmente, porque no tenían clausura.

Para que los obispos y cardenales pudieran ver el estilo de vida del nuevo Instituto, solicitó permiso para abrir una escuela gratuita en Roma, que empezó a funcionar a finales de octubre de 1623. Las niñas aprenderán catecismo, letras, música y lenguas; también, oficios para ganarse el pan. La escuela funciona muy bien, incluso los cardenales están ad­mirados. Desde otras ciudades, solicitan la apertura de nue­vos centros. Las hermanas abrirán una escuela en Ñapóles y, en enero de 1624, otra en Perugia.

A la muerte de Gregorio XV, le sucederá Urbano VIII y Mary solicitará una audiencia con el nuevo Papa. La recibi­rá en octubre de 1624 en Frascati. Entrega al Papa un me­morial en el que se recogían escritos anteriores sobre el Ins­tituto, y una súplica.

Ellas quieren:

S Ser reconocidas como religiosas sin clausura, •S Trabajar acercando personas a la Iglesia, sin invadir

el terreno propio de los sacerdotes,

•S Gobernarse por sí mismas, no sometidas a varones, ni siquiera jesuítas,

•S Depender solamente del Papa, sin estar sujetas a la jurisdicción de los obispos,

•S Seguir la espiritualidad y el estilo de vida de la Com­pañía de Jesús.

El Papa creó una comisión formada por cuatro cardena­les para que estudiaran el caso. Mary habló con cada uno ellos, luchó para hacerles comprender; sabe que los infor­mes sobre el Instituto no son favorables.

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El 11 de abril, la Congregación de Obispos y Regulares ordena el cierre de las casas en Italia porque las hermanas no aceptan la clausura. Mary es consciente de los problemas que se avecinan y pide a Dios que «le dé a conocer la ma­nera provechosa de sobrellevar el sufrimiento». El 26 de ju­nio, en la iglesia de San Eligió, Mary recibió luz acerca del perdón a los enemigos y el 1 de agosto, en la fiesta de san Pedro ad Vincula, cuando ella encomendaba el Instituto a Dios, comprendió claramente que «la prosperidad, el pro­greso y la seguridad del Instituto no está en al favor de los príncipes, ni en las riquezas, ni en la fama, sino en que las hermanas tengan libre acceso a Dios, de quien tiene que ve­nir toda fuerza, luz y protección».

En esta situación, no tenía ninguna razón importante pa­ra quedarse en Roma, y su presencia podía ser necesaria en Inglaterra. El 10 de noviembre de 1626, Mary reza en San Marcos, aceptará los sufrimientos con alegría. Después, con tres compañeras, sale de Roma. Este viaje va a ser provi­dencial: encontrará mujeres que la van a ayudar y descubri­rá experiencias de vida religiosa femenina sin clausura.

e) Nuevas fundaciones en Europa

En Florencia serán recibidas por Ma Magdalena, viuda de Cosme de Médicis, y por Cristina de Lorena, hermana de Isabel de Lorena, esposa Maximiliano de Baviera. La du­quesa Cristina dio a Mary una carta de recomendación para Maximiliano para abrir un colegio en Munich: «No puedo menos que apoyar los propósitos de esta noble inglesa»... Continuaron su viaje y pasaron por Parma, donde encontra­ron Ursulinas que vivían sin clausura. En Castiglione traba­jaban ciertas «Vírgenes de Jesús», fundadas por tres sobri­nos de san Luis Gonzaga. Vivían sin clausura y tenían espi­ritualidad ignaciana. En Hall había una residencia de reli­giosas, las «Stifsdamen» bajo dirección espiritual de los je­suítas y sin clausura, otra sorpresa para Mary.

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Al llegar a Munich en enero de 1627, fueron recibidas por Maximiliano de Baviera y su esposa Isabel de Lorena. Les asignaron una casa que será emblemática para el Instituto, la «Paradeiserhaus», y les concedieron una subvención anual.

El emperador Fernando II quiere un colegio en Viena. En otoño de 1627, las hermanas abren una escuela en dicha ciudad; pronto tendrán 450 alumnas.

A Mary se le presenta una oportunidad para fundar en Pressburg (hoy Bratislava). En esta ciudad, estaba el jesuita arzobispo Peter Pázmány que entendió la vocación de Mary. Se abrió una escuela y a comienzos del verano de 1628, ya tenían 50 alumnas.

En abril Mary viajará a Praga. Pero el arzobispo carde­nal Adalberto Harrach, que no tenía buenas relaciones con el emperador Fernando II, y además odiaba a los jesuitas, nie­ga a Mary el permiso para instalarse en su territorio. Mel­chor Klesl, arzobispo de Viena, y A. Harrach escribieron a Francisco Ingoli, Secretario de Propaganda Fide, contra las «jesuitisas» y contra el Emperador.

5. La supresión del Instituto

La Sagrada Congregación de Propaganda Fide (actualmen­te, Congregación para la Evangelización de los Pueblos) era una Congregación romana creada por Gregorio XV en 1622 para la propagación de la fe. Como también le fueron con­fiados los territorios protestantes del norte de Europa, Ingla­terra entraba dentro de su jurisdicción. Por eso, la aproba­ción del Instituto de las «Damas Inglesas» pasará por ella.

El clero inglés, que estaba enfrentado a los jesuitas, era amigo de Francisco Ingoli, Secretario de la Congregación. A él le llegarán muchas acusaciones contra el Instituto.

En 1628 Propaganda Fide crea una comisión para pre­parar la supresión de las «jesuitisas». El 7 de julio de 1628, es oficial el Decreto Pontificio de Propaganda Fide conde-

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natorio para el Instituto. Se envían copias a los nuncios de los países donde están las Damas, y a los cardenales de Vie­na y de Praga. En septiembre, el nuncio Pallotto recibe en Viena a Mary, que ha oído rumores de un Decreto de Propa­ganda Fide. El nuncio le aseguró que él las defendía y que conocía bien el trabajo que realizaban, pero las noticias eran preocupantes por lo que convenía que viajara a Roma.

a) Segundo viaje a Roma

En noviembre, Mary se despidió del emperador y de sus amigos y salió para Roma. Todos ellos ignoraban la conde­na. Llegará a Roma el 10 de febrero. Mary está enferma, tie­ne que reposar tres semanas y aprovecha este tiempo para recibir algunas visitas. De palabra o por carta, la fundadora sostuvo el ánimo de las hermanas. A una de ellas destinada desde Munich a la peligrosa misión de Inglaterra le escribe: «A mi pobre juicio, la confianza en la bondad de Dios para con vosotras debe ser permanente, pues todo lo emprendéis por su amor y su servicio. Cuidad vuestra salud, y tened miedo tan sólo de tener demasiado miedo».

Mary escribe un alegato en defensa del Instituto y una súplica en la que pide se investiguen las acusaciones que les achacan.

El Papa la recibió en Castelgandolfo en mayo de 1629. En esta entrevista le dijo a Mary que encomendaría a dos eclesiásticos distinguidos el estudio de las «Vírgenes Ingle­sas». Le pidió un resumen de un par de folios del informe redactado para él. No le habló del Decreto condenatorio de Propaganda Fide.

En julio el cardenal Peter Pázmány, desde Pressburg, en­vió una carta a Propaganda Fide, en la que reconoce la valía de estas mujeres, las defiende y las llama «Madres de la Compañía».

En diciembre de 1629, llega al nuncio Juan B. Pallotto un escrito de F. Ingoli en el que se le pedía la asistencia de

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los obispos para suprimir las casas de las Damas. Mary creía que continuaba la discusión sobre la aprobación del Instituto. Escribió una carta el 6 de abril de 1630 dirigida a sus hijas del centro de Europa. Quiere visitar estas casas y confía en que su presencia pueda ayudar a las hermanas, fir­ma como Madre General. «En cuanto se refiere a las órde­nes de disolver nuestro Instituto, quiero que sepáis que los fundamentos de esas cosas que contra nosotras han sido de­cretadas se apoyan en falsedades...Cualquier cosa que os sea mandada en virtud de tales órdenes debéis rechazarla». Esta carta llegó a Francisco Ingoli, y se consideró como rebeldía contra el Papa. Se convocó un pleno de Propaganda Fide, que presentó una denuncia ante el Santo Oficio por faltas gravísimas contra la fe católica.

b) Retorno a Munich

Mary vuelve a Munich, donde encuentra a las hermanas tranquilas bajo la protección de Maximiliano. Ella no tiene fuerzas para viajar a Lieja y envía como delegada a Winefrid Wigmore a Tréveris, Colonia y Lieja. Nombra visitadora ¡a una mujer! En Lieja, Winefrid dejó claro al nuncio Pedro Luis Caraffa que ni ella ni la fundadora negaban la autoridad del Papa. Pero se negaban a obedecer mientras él no pro­nunciara su condena.

6. Bula de supresión del Instituto

El 13 de enero de 1631, por la Bula Pastoralis Romani Ponti-ficis, se suprimía el Instituto. Se publicará tres meses más tar­de. Mary escribe una carta a las hermanas, les pide que obe­dezcan los mandatos pontificios. «Seguid amando y sirviendo a Aquel por cuyo amor y servicio abandonasteis vuestra pa­tria y vuestra familia. Ahora sufrís por él». Por orden del San­to Oficio, Mary es encarcelada por hereje en el convento de

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las clarisas de Anger en Munich, el 7 de febrero de 1631 y Winefrid en Lieja el 13 de febrero del mismo año.

Mary habla a las hermanas desde la cárcel: «Os pido co­raje y confianza en Dios... Esté yo viva o muerta, perdonad a mis adversarios, rogad por ellos de corazón, sin rencor». Hemos de superar el desamor a nuestros enemigos.

Elisabeth Keyes, una hermana de la comunidad de Ro­ma, avisa al Papa que Mary está gravemente enferma, pue­de morir si no la liberan. A primeros de abril, el Papa orde­na su excarcelación.

7. Tercer viaje a Roma

La guerra de los Treinta Años continúa por Europa. A las afueras de Leipzig, los suecos derrotaron al mariscal Tilly; pe­recieron veinte mil soldados de la Unión Católica. Los ejérci­tos de Gustavo Adolfo están cerca de Austria y Baviera. Las hermanas no piensan marcharse de la «Paradeiserhaus».

Este viaje de Mary a Roma fue bastante complicado; el grupo salió de Munich a finales de octubre. Por una parte, se multiplicaban los riesgos a causa de la guerra y además, en Bolonia había peste. No podrán continuar el viaje sin un sal­voconducto. Llegaron a Roma en marzo de 1632. En esta ciudad, viven ahora ocho hermanas en las inmediaciones de Santa María la Mayor.

El Papa toma a Mary bajo su protección y le concede sus peticiones: liberar a Winefrid encarcelada en Lieja, librarles de la acusación de herejía, y el permiso para que puedan ve­nir algunas hermanas a Roma. Un decreto del Santo Oficio de 1632, declara a Mary Ward y a sus compañeras libres de herejía. Va dirigido a los nuncios de Lieja, Colonia, Flandes y «otros lugares donde se hallen las Vírgenes Inglesas».

Mary no se rinde, la Bula no les prohibe ejercer la ense­ñanza y pueden emitir votos privados. De momento, será su­ficiente para mantener el Instituto.

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En el verano de 1634, Mary que se encuentra enferma, recibe permiso del Papa para ir al balneario de San Cascia-no y hacer allí una cura. Cuando regresa a Roma, se entre­vista con el Papa, que le promete ayuda, incluso económica.

8. Regreso a Inglaterra

En diciembre de 1636, la salud de Mary empeora, y el 30 de julio de 1637 recibe la extremaunción. Los primeros días de agosto comienza la mejoría de Mary y el Papa le autoriza viajar a Lieja con tres de sus compañeras. Irá a Spa para ha­cer una cura.

En verano de 1638, la acogen en la abadía de Stavelot (principado de Lieja). Visita Colonia y Bonn, obtiene permi­so para fundar una casa en Lieja, y hacen gestiones para abrir escuelas bajo protección del príncipe-arzobispo Fernando.

Finalmente en la primavera de 1639, Urbano VIII auto­rizó a Mary a viajar a Inglaterra. Llegaron a Londres el 20 de mayo. Mary continuó el apostolado con las hermanas aunque actuaban como seglares. Permanecieron allí hasta fi­nales de 1642, después se dirigieron a York. El Papa les per­mite ahora vivir juntas y ejercer la enseñanza.

9. La muerte de una mujer íntegra

En la primavera de 1643, se instalaron en Heworth (York). Mary está muy enferma, da instrucciones a las hermanas y se despide de ellas. Deben reconocer a Bárbara Babthorpe como superiora General, hasta que todas reunidas elijan a otra. «Os recomiendo vivir vuestra vocación, que sea cons­tante, vigorosa y llena de amor. Dios estará con vosotras, os ayudará, no importa por medio de quién, ni dónde». Murió el 30 de enero de 1645.

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De su vida se pueden destacar grandes virtudes, pero lo que da sentido a todas ellas es su integridad. No retrocedió ni un ápice para realizar aquello que consideró la voluntad de Dios.

La visión de las hermanas, la paciencia y la perseveran­cia mantuvieron vivo su espíritu. El Instituto que ella soñó no fue aprobado hasta 1877 por el Papa Pío IX, bajo el nom­bre de «Instituto de la Bienaventurada Virgen María».

10. El Espíritu que mueve la vida de Mary Ward

La vida de Mary es profundamente ignaciana: tiene la expe­riencia de los Ejercicios Espirituales, confesores jesuítas y ella misma adoptará para su Instituto las Constituciones de san Ignacio.

El tema de la voluntad de Dios, tan importante en los Ejercicios Espirituales, estuvo presente durante toda la vida de Mary Ward.

La frase de san Ignacio «buscar y hallar a Dios en todas las cosas», Mary Ward la expresa como «referirlo todo a Dios» En muchas ocasiones, inculcaba esta actitud a sus compañe­ras. Esta frase, en sentido amplio, abarca toda la creación.

Mary cree, tal como lo expresan los Ejercicios Espiri­tuales, que Dios llama a cada persona a seguir a Cristo de una forma determinada. Atenta a la llamada de Cristo, está dispuesta a ser enviada al mundo entero, quiere servir a la Iglesia y a la humanidad.

Su actitud ante el ayuno y la penitencia es una manera de escuchar más intensamente el Espíritu que la conduce.

Mary quiere seguir su camino con libertad, es la libertad de la que hablan los EE: libertad de toda atadura que nos im­pida el camino hacia Dios. Es la libertad que permite que el plan de Dios se realice en nosotros.

La vida de Mary Ward es rompedora. Se atreve a iniciar formas nuevas de vida religiosa, que respondían a las nece-

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sidades de la sociedad de su tiempo. La inspiración y la for­taleza, las recibe de Dios.

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Algunos datos históricos sobre el Instituto

• La Bula de supresión del Instituto sigue vigente.

• El Instituto de la Bienaventurada Virgen María de Dere­cho Pontificio fue aprobado en 1877.

• A Mary Ward se le reconoció como Fundadora del Ins­tituto en 1909.

• Benedicto XVI la declaró Venerable el 19 de diciembre de 2009.

• La obra de Mary Ward, por razones históricas, está pre­sente actualmente en La Congregación de Jesús, en 23 países, y en el Instituto de la Bienaventurada Virgen Ma­ría, en 24 países.

ANA GIMENO, CJ

Licenciada en Ciencias Químicas y en Estudios Eclesiásticos. Barcelona

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Para saber más:

J.M. JAVIERRE, (con la colaboración de M. DE PABLO-ROMERO,

IBVM), La Jesuíta Mary Ward. Mujer rebelde que rompió moldes en la Europa del s. XVII, Libros libres, Madrid 2002.

M. DE PABLO-ROMERO, IBVM, Mary Ward Peregrina de la Espe­ranza, Visión-Net, Madrid 2004.

D. DE VALLESCAR y otras autoras, Libertades ganadas o perdi­das, Visión Libros, Madrid 2009.

F. TORRALBA ROSELLÓ, El ideario Educativo de Mary Ward. Irradiación del carisma y su traducción educativa, Visión Libros, Madrid 2008.

G. KIRKUS, CJ, Mary Ward, Editions du Signe, Strasbourg 2006.

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3. Claudina Thévenet (María de San Ignacio) (1774-1837)

Fundadora de las Religiosas de Jesús María

Afectada por la realidad y urgida por el deseo

V^LAUDINA fue una de tantas mujeres de la burguesía fran­cesa que sale de la esfera privada y se implica en la trans­formación social, porque se mantiene abierta al mundo y a Dios. Descubre las carencias de su entorno herido y las ca­pacidades del ser humano, por deteriorado que esté. Afecta­da por esa realidad se siente urgida por el deseo de construir, con otras mujeres, un mundo desde Dios, implicando a las personas en su propio proceso. El perdón hecho misericor­dia, recibido y otorgado, configura su experiencia. La huella ignaciana aparece en su proceso y en su obra.

1. Ambiente familiar y social

Los Thévenet y los Guyot de Pravieux pertenecían a la bur­guesía sedera de Lyon (Francia). Filiberto y Ma Antonieta tuvieron siete hijos y se dedicaron al trabajo y educación de los mismos. Familia acomodada, culta y trabajadora, de am­biente y formación urbana, numerosa y unida. Ligada a la

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tradición y a la monarquía. De valores sólidos y religiosidad sobria. En el hogar se vivía con naturalidad la relación con Dios, Padre bueno, y con los hombres como hermanos. So­correr a los pobres era un deber familiar y, aunque tuvieron reveses de fortuna, siempre encontraron medios para ayu­darlos. Vivían en el centro, cerca de la Abadía de San Pedro y de la Parroquia de San Nizier, donde fue bautizada Clau-dina y con la que estaban muy vinculados. Durante la Revo­lución no había actividad parroquial sino misiones. El vica­rio Linsolas organizó 25 para toda la diócesis a fin de soste­ner en la clandestinidad la ayuda espiritual de los fieles. Pa­rece que Claudina formó parte de esos grupos. Se exigía una discreción total para no ser descubiertos pues arriesgaban la vida. En 1794 la familia se traslada a un barrio periférico.

La sociedad francesa de finales del XVIII era injusta­mente desigual en lo social, político, cultural y económico. La brecha entre las clases altas y la miseria generalizada del pueblo serán caldo de cultivo de huelgas y revoluciones. Pe­riodo agitado y violento. Las instituciones se tambalean; to­do poder queda cuestionado. Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad son el eje que sostiene el cambio de era. En 1793 la Convención declara a Lyon ciudad rebelde. El ejército la in­vade y los lioneses organizan la resistencia. Tras dos meses, la ciudad se rinde y se la condena a la destrucción. Comien­zan las violencias más atroces. Se instaura el Terror. No hay familia que escape al sufrimiento. Los Thévenet no quedan al margen. Se suceden el Antiguo Régimen, Revolución y Restauración.

La Iglesia está divida por el clero fiel a Roma y el jura­mentado, las ideas jansenistas y el galicanismo. Está perse­guida, con asesinatos de cristianos y sacerdotes que se nie­gan a prestar juramento y debe vivir en la clandestinidad. Por esos años surgen también numerosos laicos, sobre todo mujeres, que desean dar respuesta a las necesidades de la so­ciedad: enseñanza y sanidad y descristianización. Suplen

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las carencias del Gobierno. La mujer pasa a ser sujeto hace­dor, transmisor y receptor de cultura como grupo social sig­nificativo. Las congregaciones femeninas, fundadas y dirigi­das por mujeres e independientes de una rama de varones, ya no son excepción. La incorporación de la mujer consa­grada a una actividad apostólica directa en la Iglesia es un logro de esta etapa. C. Langlois afirma que el catolicismo en el s. XIX se escribe cada vez más en femenino. Pero el esti­lo de vida permanece demasiado conventual pues la Iglesia, en su conjunto, no asume la modernidad.

2. Datos biográficos

La vida de Claudina Thévenet transcurre toda ella en Lyon, donde nace el 30 de marzo de 1774. Queda marcada por el sufrimiento y las fortalezas que ese dolor le posibilita. Se configura en la familia y en la Abadía, la Parroquia y su cír­culo de amigas, la sociedad y ciudad en la que vivió. Sus 63 años se pueden agrupar en tres periodos:

a) Glady hasta los 20 años: 1774-1794

Glady, así la llaman y así firma, es la segunda de los herma­nos. Desde pequeña tiene gran influencia sobre ellos. Crece en un ambiente sano y feliz, rodeada del afecto de familia­res y amigos. Éstos, viendo su sencillez y discreción le apli­can el sobrenombre de «petite violette». A los nueve años ingresa como pensionista en la Abadía benedictina de San Pedro donde estará hasta los quince que estalla la Revolu­ción. Son pocas chicas y cada religiosa se encarga de una. Recibe formación cristiana y los conocimientos propios de la época. La ayuda el entorno de fe y equilibrio, buen gusto, orden y austeridad, con espacios para la reflexión y la ora­ción. Allí recibe la Primera Comunión y la Confirmación. Es una chica normal, con muchas amistades. Valora la familia

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y desea formar una. Parece que tenía un novio, al que se re­fiere su sobrino marista: algo mundana en su primera juven­tud, se disfrazó de soldado para entrar en los calabozos y salvar a su novio.

La paz familiar queda truncada con la Revolución. El pa­dre lleva a los hijos pequeños lejos de Lyon para ponerlos a salvo. Al regresar no puede entrar en la ciudad, donde per­manecen la madre y los tres mayores. Esa separación au­menta la angustia y el dolor de todos. Sus hermanos Luis y Francisco, de 20 y 18 años, quieren defender la ciudad y se enrolan en la Resistencia. Glady queda sola con su madre. Tras la rendición, los jóvenes son denunciados, encarcela­dos y condenados a muerte. Ella acude a la cárcel para lle­varles ropa y víveres que comparten con otros detenidos. Horas antes de la ejecución escriben a su familia una carta llena de cariño. Testimonio impresionante de fe y perdón: «Adiós querida hermana, tan buena y tan sensible, Glady. A ti te toca la dolorosa tarea de consolar a nuestra madre. Den­tro de unas horas estaremos en presencia de Dios, nuestro buen Padre. Siento que la religión es una fuerza que me ha­ce mirar la muerte con serenidad. No hagáis a nadie respon­sable de mi muerte. Buscad en Dios el consuelo...». La ma­ñana del 5 de enero de 1794, sin saber que la sentencia está dictada, va a visitarlos. Al llegar ve un destacamento con un grupo de condenados entre los que descubre a sus hermanos. Estremecida, se acerca con un criado y consiguen la carta. Luis se vuelve y le dice: Glady, perdona como nosotros per­donamos. Sigue valiente al cortejo hasta el lugar del fusila­miento, donde presencia la ejecución y cómo los rematan. Algo de ella también muere. Regresa para dar la dura noti­cia a los suyos.

A sus 20 años, tiene ya una personalidad madura. Ca­rácter firme, humilde, prudente y sensible. Fuerte en el su­frimiento, trabajadora y equilibrada. Gran talento y dotes de liderazgo (creatividad, buena gestión y sentido práctico). Fe profunda, gran confianza y caridad con todos. Sobria en sus

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manifestaciones. Seria, algo distante, exigente con las fuer­tes y comprensiva con las débiles.

b) Claudina, de los 20 a los 44 años: 1794-1818

La herida de los hermanos aún sangra y ella será el consue­lo de todos. En 1815 muere el padre y los otros hermanos van dejando el hogar. Queda sola con su madre y las tías. Tras tanta muerte, llega la alegría de los sobrinos. Amadrina a Claudio, futuro marista. Babet, además de hermana, es una buena amiga con la que compartirá muchas vivencias. Tam­bién con su marido e hijos tiene una relación cordial, apre-ciable en la fluida correspondencia que mantienen.

Claudina será la principal colaboradora del Párroco de San Bruno durante más de veinte años. Se dedica, con un grupo de amigas más jóvenes, a niñas y chicas abandonadas, lo más vulnerable de la sociedad. Animadas por el sacerdo­te Andrés Coindre (Vicario Parroquial, director espiritual y después fundador de la Congregación de los Hermanos de los Sagrados Corazones), constituyen la Asociación del Sa­grado Corazón el 31 de julio de 1816. Éste les recuerda los fines, las anima a caminar unidas y les propone como mo­delo a san. Ignacio de Loyola, patrono de la misma junto con san Luis Gonzaga. Claudina y sus compañeras hacen su consagración, obligándose a cumplir el Reglamento redac­tado por ella y el P. Coindre. En él y en las actas de las reu­niones se reflejan las ayudas para ahondar en la fe. La espi­ritualidad y devociones son las propias de la época: Corazón de Jesús y de María y la Eucaristía, según la espiritualidad ignaciana. Desean mantenerse unidas a la Iglesia y obrar siempre para agradar a Dios. La divisa es «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». Crean también la Providencia del Sagrado Corazón que será el germen de su obra (las Providencias son instituciones creadas a comien­zos del s. XIX para acoger a la infancia pobre, formarla y darle un oficio). En ella sacan adelante a niñas que llegan en

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condiciones deplorables, expuestas a la marginación por ser mujeres, pobres y menores. Desea que vivan felices, reciban cariño, educación y herramientas para un trabajo que las dignifique. Quiere potenciar sus capacidades e implicarlas en su propio proceso confiando en la respuesta que podrán dar a Dios. Pretende «formar mujeres, cristianas, capaces de formar hogares cristianos felices, dándoles una cultura con­veniente. Prepararlas para ganarse la vida como obreras de la seda o trabajadoras domésticas». El proceso educativo concluye con la colocación y seguimiento en el primer pe­riodo de trabajo. Claudina será la Presidenta de ambas obras. Paulina Jaricot formará parte del grupo. Las asocia­das, de clase media y alta, desean crecer en la fe y hacer obras de caridad.

c) Ma de San Ignacio, de los 44 a los 63 años: 1818-1837

Dos años más tarde, el 31 de julio de 1818, fiesta de san Ig­nacio, se reúnen Claudina y once jóvenes con el P. Coindre quien les propone: «para cumplir los designios de Dios, es preciso, sin dudas ni dilaciones, os reunáis en Comunidad». Y dirigiéndose a Claudina: «Dios te ha elegido, responde a su llamada». Todas quedan impresionadas. Tiene 44 años y es la mayor del grupo, la más joven apenas 15. En esa invi­tación descubren otra llamada de Dios. Unos meses más tar­de, la noche del 5 de octubre, Claudina deja a su anciana madre para instalarse en una pobre casa del barrio, apenas amueblada. Con una obrera, una huérfana y un telar, funda la Congregación.

La obra crece bajo la dirección de Claudina, ahora Ma de San Ignacio. En 1820 la casa se queda pequeña y se trasla­dan a la Angélica, una extensa finca frente al santuario ma­ñano de Fourviére, comprada con muchos esfuerzos. En ella instala una Providencia, un Pensionado y la casa general de la Congregación. Allí vivirá el resto de su vida. A sus 48 años no duda en presentarse, junto a otras compañeras, al

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examen de Estado y obtener la titulación oficial para dirigir el Pensionado. En 1823 recibirá la noticia de la primera aprobación de su Instituto para la diócesis de Le Puy, con el nombre de Congregación de los Sagrados Corazones de Je­sús y de María. A los pocos días, el 25 de febrero, en Mo-nistrol, pueblo de dicha diócesis, hará sus votos con cuatro compañeras. En 1825, tendrá la alegría de verla aprobada en la diócesis de Lyon pero morirá el 3 de febrero de 1837, pri­mer viernes, a las tres de la tarde, sin tener la aprobación pontificia. Sus últimas palabras, «¡Qué bueno es Dios!», re­sumen su vida e indican el talante de esta gran mujer que se dejó guiar por el Espíritu Santo. En Roma, el Papa Juan Pa­blo II la beatifica en 1981 y la canoniza en 1993. Con ese motivo, pareció más conveniente introducir la causa con su nombre de bautismo.

3. Proceso espiritual-apostólico

Ante la escasez de datos históricos directos y con los testi­monios disponibles, hemos de adentrarnos en la experiencia de Claudina con respeto y cariño, intuyendo sentimientos y deseos. Aventura hermenéutica delicada pero apasionante.

El cálido ambiente familiar y el sufrimiento no la plie­gan sobre sí. Se abre al mundo y descubre una realidad a la que no está acostumbrada. En las cunetas se encuentra con las víctimas que la sociedad genera, pero no da un rodeo. Capta el tesoro que toda persona encierra. Su sensibilidad y corazón quedan afectados. Se compadece y sueña proyectos humanizadores. Se encuentra con Jesús implicado en su his­toria. Los sentimientos que experimenta los discierne y comparte con quienes va haciendo camino. Henchida de de­seos, responde creando estructuras domésticas solidarias, cada vez más consistentes. Cree que, desde Dios, otra revo­lución es posible y que no existe crecimiento sin afrontar ra­cional y creativamente los conflictos y dolores de la vida.

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a) Su proceso y el de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio

La vida es un proceso jalonado de experiencias. En cada etapa, alguna resalta con más fuerza. El de Claudina es lar­go pero camina con una firme esperanza en el Dios que la conduce.

I. PRINCIPIO Y FUNDAMENTO

«El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios» (EE 23).

«Mantenerse libres e indiferentes hacia lo que no atañe a la gloria de Dios» (P 108).

Conoce al Dios bueno y providente, fundamento de todo lo creado que ama al hombre, se nos revela en Cristo y nos conduce por la fuerza de su Espíritu. Tiene una cosmovisión cristiana del mundo y unas relaciones armónicas. Pero las experiencias de su juventud le hacen percibir distintas for­mas de situarse ante la vida. Cuando el hombre vive para sí, en lugar de vivir para los otros y para el Otro, cae en la ido­latría, la autodestrucción y la injusticia. Sus relaciones no son de servicio y ayuda sino de domino y manipulación. Co­noce también personas que generan armonía y humanidad. Que poseen el poder y la libertad que da devolver bien por mal, y alabar al que da sentido a toda existencia, al Padre compasivo. Ella desea ser como esas buenas gentes.

Penetra en la dignidad del hombre, creado por Dios pa­ra alabarle, amarle y servirle. Relativiza lo demás y desea elegir solo lo que conduce a la Vida y a que otros la tengan en abundancia. El deseo de la gloria de Dios, de hacer lo que más le agrada, de vivir en libertad y confianza se afianza en ella. El lema de la Congregación lo expresa: sean por siem­pre alabados Jesús y María.

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II. PRIMERA SEMANA

«Conocimiento del mundo y de mis pecados. Gracias a Dios por tanta misericordia» (EE 63 y 71).

«Mirando a Cristo en cruz... pena por nuestros pecados, compasión y gratitud» (P. 103).

A sus 16 años, se ve sumergida en una crisis que la mar­cará para siempre. Se da una inflexión en su proceso y tiene una experiencia de Dios que reorienta su vida hacia la mi­sión futura.

Contempla la realidad que la violencia y el odio ha pro­vocado en las criaturas. Se siente afectada por ese desorden estructural: víctima con otras víctimas. Experimenta las cau­sas y consecuencias del pecado. Descubre hasta qué grado de deshumanización puede llegar quien no tiene valores. Llena de angustiosos interrogantes, su inteligencia no acaba de comprender, su corazón sangra, su sensibilidad y su físico quedan afectados. Le queda un temblor y dolor de cabeza pa­ra toda la vida que lo llama «mi terror». En el campo de eje­cución contempla a sus hermanos que, como Jesús en la Cruz, perdonan a sus verdugos y le piden, como Cristo al Padre, que también ella los perdone. Desea hacerlo pero no puede, nece­sita tiempo. En Cristo Crucificado descubre la dimensión teo­logal del pecado y la misericordia del Padre, que la posibilita para derrochar bondad. En él todo cobra sentido. Cree que la causa del mal es la ignorancia de Dios. Comprende que solo el perdón restaura al ser humano y aniquila la espiral de vio­lencia. Sus entrañas se conmueven y desea poner su vida al servicio de la reconciliación en un pueblo dividido. La pre­gunta ¿qué puedo hacer por Cristo?, encontrará respuesta en el día a día, en la calle, en las niñas pobres, en el perdón al de­lator de sus hermanos. Los Thévenet lo conocían y no quisie­ron denunciarlo. El perdón vence al odio.

A esa respuesta seguirán otras, expresión de la experien­cia fundante: Conocimiento de la maldad del pecado y sus

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consecuencias y de la bondad y misericordia de Dios mani­festada en Cristo Crucificado. Deseo de darlo a conocer y amar, sobre todo a los más indefensos.

III. SEGUNDA SEMANA

«Comenzaremos juntamente contemplando su vida, a inves­tigar y demandar...» (EE 135).

«Imaginarse a Jesús... Que la santa y suprema voluntad de Dios se cumpla» (P. 207,95).

El terror ha pasado pero sus marcas perduran. Claudina no se marcha, permanece con su familia junto a su pueblo herido. Medita y se pregunta: ¿No habrá algo de evangélico en los ideales revolucionarios, aunque los medios fuesen in­humanos? ¿no será necesario modificar las estructuras in­justas que habían generado tanta miseria e ignorancia, in­cluida la religiosa? El movimiento antirreligioso ¿no estaría motivado también por una iglesia necesitada de conversión? ¿no habría que despertar en la gente sus fortalezas y darles ayudas para crecer en libertad y llegar a una mayor fraterni­dad entre todos? ¿qué querrá Dios de mí?

La contemplación de Jesús, pobre y humilde, afianza en ella el deseo de seguirle. Viéndole consolar, devolver la dig­nidad a la mujer y al marginado, descubre el corazón com­pasivo de Dios apostando sobre todo por los excluidos y se va configurando con sus sentimientos. Escuchará: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Aprended de mí». Ella irá con frecuencia a encontrar alivio y reposo en ese Corazón, llevando consigo los agobios y cansancios de tanta gente de la que se sentía solidaria y, a su calor, aprende la misericordia y la humildad que la caracte­rizó. Jesús hecho servidor de todos la atrae cada vez más. Es consuelo y luz en su camino. A mayor conocimiento de Cristo, mayor deseo de vivir como él.

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La realidad la va transformando y descubre la dimensión teologal de la ayuda. En las menores abandonadas ve el ros­tro de Dios y una llamada a aliviarlas. Cuando encontraba alguna por las calles, se enternecía hasta derramar lágrimas. Claudina creyó en ellas. Donde los demás veían limitaciones ella descubría posibilidades. Cada vez les dedica más tiem­po y dinero. Ayudarlas se convierte en una necesidad. La suerte que esperaba a tantos niños expuestos a la ignorancia de Dios la estremecía, porque para ella la mayor desgracia era vivir y morir sin conocerle. Sabe que la ayuda no con­siste sólo en solventar las consecuencias de la pobreza y del mal, sino en evitar las causas. Su respuesta será: ante la or­fandad y el abandono, hogares; ante la crisis económica, for­mación para el trabajo; ante la increencia y falta de valores, apuesta por la educación cristiana.

Forma un grupo que se dedica a aliviar carencias y a po­ner enjuego capacidades con consuelo, pan, cultura... y con el conocimiento y amor a Jesús y a María. La misión está en marcha, pero al no llegar a todo, eligen las niñas y jóvenes pobres, porque de ellas se puede obtener mayor fruto. Son años de intenso trabajo, pero muy felices para Claudina. Asociadas y chicas aumentan considerablemente y comien­za a ver algunos frutos apostólicos. Esto la va confirmando en el camino elegido. Otra revolución se va gestando entre­tejiendo pequeñas utopías: mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mun­do (E. Galeano).

La experiencia fundante se define más: la mayor gloria de Dios; la santificación de sus miembros por la práctica de las virtudes cristianas y de los consejos evangélicos; las obras de caridad, principalmente la educación integral de ni­ñas y jóvenes de la clase obrera.

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IV. TERCERA Y CUARTA SEMANAS

«Dolor porque por mis pecados va el Señor a la Pasión (EE 193). Oficio de consolar» (EE 224).

«Pena por nuestros pecados, causa de la muerte del Se­ñor. Alegría de corazón» (P. 103,55).

Al oír Claudina la propuesta que le hacen, se turba, co­mo María. Tras la sorpresa y emoción, descubre otra llama­da de Dios a seguirle más radicalmente. Necesita orar lo que acaba de vivir. En su corazón y en su mente se agolpan sen­timientos y razones encontradas. El Señor tiene la iniciativa y lo único que desea es serle fiel, pero intuye dificultades y sufrimientos que, sin duda, llegarán. Recurre a la Virgen y va a visitarla a Fourviére como es su costumbre. La Palabra de Dios la reconforta: «No temas, yo estoy contigo» como lo he estado tantas veces. Encuentra paz y sabiéndose en sus manos dirá: «hágase en mí según tu voluntad». El Espíritu comienza a gestar en ella nueva vida. Une su ofrenda a la de Cristo Eucaristía, de la que es tan devota: «haced esto en memoria mía». Jesús se entrega para la vida del mundo. Ella acepta también morir para ser instrumento de bondad, «Si el grano de trigo...».

Comienzan los preparativos y una noche, Claudina sale sin saber adonde iba. Noche de desolación y angustia que, al fin de su vida, recordará como la más terrible de todas: «Me parecía haberme comprometido en una empresa loca y pre­suntuosa, sin ninguna garantía de éxito». Al contrario, con­siderando las circunstancias, la obra estaba llamada al fra­caso. Vuelven a surgir dudas. La pobreza, despojo y soledad han tocado las raíces de su ser, es su Getsemaní. Dios guar­da silencio. Quiere seguirlo hasta el final, pasando por la prueba y uniéndose a su Misterio Pascual. «Probada en el sufrimiento, pudo ayudar a otros». Jesús crucificado vuelve a ser fuerza y sentido.

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La Congregación nace, como Jesús, en pobreza y humi­llación, como la Iglesia, de un corazón roto por el dolor. Clau­dina sufre las mofas y humillaciones de la gente del barrio y las bromas de sus parientes. Se siente crucificada con Cristo y desde su Corazón abierto, podrá derramar misericordia y alumbrar una familia religiosa. La fe sola la guiaba, la con­fianza en Dios la sostenía, el amor de Dios la consolaba y el deseo de darlo a conocer a los más pequeños la motivaba. Años después dirá su sobrino: «he comprendido que la obra ha sido edificada sobre la nada, la pobreza, que es el verdade­ro y sólido fundamento, indispensable a toda obra de Dios».

Durante el resto de sus años no le faltarán sufrimientos: la soledad que le produce la muerte, en 1826, del P. Coindre, su director, consejero y apoyo; tener que dejar la primera Providencia y la casa de Belleville; varias muertes de niñas y religiosas de la primera hora; revueltas sociales y caren­cias económicas; intentos de fusión con la Sociedad del Sa­grado Corazón de Jesús promovida por eclesiásticos, reli­giosas y conocidos; recriminaciones del sacerdote en el le­cho de muerte...

El amor de Dios vence en su dolor y genera vida. Tras los primeros días de oscuridad, sentirá que Jesús la consue­la y la confirma en su vocación. Le experimenta como com­pañero de camino que la vuelve a llamar, le pregunta como a Pedro: «¿me amas?», y la envía: «confirma en la fe a mis hermanos». Siente alegría, confianza y paz en la misión en­comendada. Ve aumentar el número de chicas y religiosas, consigue comprar otra propiedad más grande para albergar­las, le alegra sobremanera la aprobación de su Congregación por parte de la Iglesia, comprueba el fruto de su entrega y misión: muchas jóvenes salen de sus obras preparadas para el trabajo, la familia y educadas para afrontar la vida desde la fe. Con la ayuda del P. Coindre elabora las Constituciones y Reglas, dando así estructura al carisma recibido. Cuenta con colaboradoras y familiares que la ayudan y comparten su proyecto, confiando siempre en la providencia.

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V. ALCANZAR AMOR

«Enteramente reconociendo, pueda en todo amar y servir» (EE 233).

«¡Qué bueno es Dios! Hacer todo con el único fin de agradarle» (P. 478 y 101).

Claudina, al mirar atrás y recorrer su vida descubre que ha sido una historia de salvación. Muchas veces ha llorado de dolor; ahora llora de alegría. El sufrimiento ha sido trans­figurado. Le queda la paz profunda, el gozo pleno de quien se siente indigna y pobre pero inmensamente amada. Expe­rimenta como nunca la bondad de Dios y tanto bien recibi­do de su mano a lo largo del camino. La gratitud y alegría desbordan su corazón y el deseo de amar y servir es más fuerte que nunca. Ofreciendo a Dios lo que de él ha recibi­do, pone la vida en sus manos para que disponga de ella se­gún su voluntad. «Omnipotente y misericordioso Dios, yo tu indigna hija y sierva, animada del deseo de procurar tu glo­ria, mi salvación y la del prójimo, no queriendo vivir sino para Ti y depender únicamente del impulso de tu gracia, en presencia de Jesús, de María....hago voto...Sostén Dios mío mi flaqueza para que sea siempre fiel».

Al final de su camino, cuando el Señor venga a buscar­la, sus últimas palabras expresarán, con admiración y grati­tud profunda, la experiencia de su vida: «Qué bueno es Dios».

4. Proyecto fundacional

La Congregación es fruto del proceso de Claudina y sus compañeras. Tiene su origen inmediato en la Asociación cu­yo proyecto se mantiene pero da un salto cualitativo.

La espiritualidad se consolida y ahonda. La misión se amplía a todas las clases sociales, con la preferencia por los

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pobres, y se extiende a otros países. El cuerpo apostólico y la obra propia gana fuerza. El estilo de vida se organiza y es­tructura desde una consagración religiosa vivida en comuni­dad apostólica. La formación y el gobierno de las religiosas se viven desde la espiritualidad que las configura y para la misión a la que son enviadas. Con los Pensionados preten­den educar a las hijas de familias acomodadas, ayudar a las Providencias y suscitar vocaciones religiosas.

A la muerte de Claudina la Congregación es insignifi­cante: tiene 19 años, dos casas en Francia y un grupo de re­ligiosas. Pero ella murió confiada en Dios providente. Pro­fundamente humilde, deseosa más de la calidad que de la cantidad y con un celo apostólico que la quemaba, se preo­cupó sobre todo de ahondar las raíces y de prender el fuego en el corazón de sus religiosas. Por eso el árbol pequeño pe­ro «bien fundado», según el Cura de Ars, daría fruto abun­dante. Su sucesora, la M. San Andrés y las primeras compa­ñeras recogen la antorcha. En 1841, tras un discernimiento, responden a la llamada que el obispo de Agrá (India) les ha­ce. Las religiosas son muy pocas pero se sienten afectadas por la necesidad y urgidas por el deseo de llevar el conoci­miento de Dios a tierras lejanas. También ésta parecía una empresa loca. En esos años hay otro conato de fusión, pro­movido por las mismas personas que lo intentaron viviendo Claudina. La ayuda de algunos obispos y la fundación en la India lo apagaron.

El nombre de la Congregación se modifica pues había otros institutos con uno parecido. Pasan a llamarse Congre­gación de las Religiosas de Jesús-María. Con ese nombre, la M. San Andrés presenta las Constituciones y Reglas para su aprobación pontificia. La obtienen en 1847 motivada, en gran parte, por su rápida expansión misionera. En los diez años posteriores a su muerte la Congregación, con su cans­ina fundacional, se había consolidado.

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a) Huella ignaciana

No consta que Claudina tuviera contacto directo con la Compañía de Jesús, suprimida, salvo sus últimos años en Le Puy, donde ésta se instala en 1825. Pero en el ambiente reli­gioso en el que crece permanecen elementos y formas de ha­cer de los jesuítas que influyen en ella y le llegan, probable­mente, por su madre, el P. Coindre, las misiones de Linsolas y en Le Puy.

Desea que su Congregación sea ignaciana en las líneas generales de su estructura y en su espiritualidad, que busca y encuentra a Dios en la vida. Toma el nombre de M" de San Ignacio y así firma. La devoción al S. Corazón de Jesús y de María, la vive según la interpretación ignaciana. El jesuíta José Murall, SJ, muy buen conocedor del Instituto de la Compañía de Jesús, que estudió los primeros documentos de las RR de Jesús-María, dice que sus reglas están penetradas de las de la Compañía de Jesús. Hay referencias a los Ejer­cicios, Constituciones y reglas comunes.

Ejercicios Espirituales: En el Reglamento de la Asocia­ción aparece/ «En torno a la fiesta de S. Ignacio, las asocia­das harán unos breves ejercicios anuales de tres días». En las primeras Constituciones de la Congregación y en la aplica­ción de las mismas se lee: «Las religiosas harán cada año unos ejercicios espirituales de ocho días enteros, al final de los cuales renovarán sus votos en el momento de la comu­nión. Habrá otros ejercicios espirituales para las novicias». Los Ejercicios no se conciben sólo como una práctica anual; informan toda la vida. Así lo vemos en los documentos de la Asociación, de la Congregación y en la herencia recibida: Llamada de Dios y respuesta en libertad. Conocimiento de Cristo y compromiso con El para la misión. El fin es la glo­ria de Dios y ayudar a los demás. Amor a la Iglesia. Con­templaciones del rey temporal, banderas, maneras de humil­dad. Método de oración, discernimiento, exámenes, direc­ción espiritual, formas de elección.

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Constituciones de la Compañía de Jesús: En 1822, en el acta de institución aparece: «habiendo adoptado la Regla de san Agustín y las Constituciones de san Ignacio, con las mo­dificaciones necesarias por la diferencia entre mujeres y clé­rigos». En 1836, «haciendo los votos en nuestra Congrega­ción según la Regla de san Agustín y las Constituciones de san Ignacio».

5. Pervivencia del carisma

Durante 200 años, la Congregación ha evolucionado adap­tándose a los cambiantes signos de los tiempos. El fuego ini­cial se ha extendido por 28 países muy diversos de Asia, Eu­ropa, América y África. Es una familia de unas 1.350 reli­giosas, una Asociación seglar: «Familia Jesús-María», una fundación: «Juntos Mejor» para la educación y el desarrollo, y muchos laicos participando del carisma y misión, desde diferentes plataformas.

Encender y extender el fuego ha sido tarea de muchas ge­neraciones. Hoy sigue vivo, porque vivas continúan las nece­sidades y posibilidades que lo vieron nacer y los deseos de respuesta: a la crisis de Dios y de sentido que conlleva la ruptura entre fe y cultura; a la brecha cada vez mayor entre ricos y pobres, norte-sur, y sus secuelas; a la infancia, ju­ventud y mujer, excluidas.

Encarnar el carisma implica buscar lo que otras busca­ron. Después de dos siglos, seguimos apostando por la edu­cación integral, convencidas de que es el mejor servicio que podemos ofrecer a los jóvenes. Les proporciona las cartas náuticas de un mundo en cambio y complejo, al tiempo que la brújula para navegar, y es un instrumento capaz de trans­formar el corazón humano.

En las Constituciones de la Congregación, documento de Carisma, se lee:

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«Claudina, entregada a la acción del Espíritu, penetra­da de un conocimiento íntimo de la bondad operante de Cristo y conmovida por las-miserias de su tiempo, tuvo un solo deseo: comunicar este conocimiento; y una an­gustia: ver abandonados a su desgracia a quienes viven en la ignorancia de Dios.

La Congregación esencialmente apostólica, está lla­mada a vivir, por la fuerza del Espíritu que le garantiza su comunión y su universalidad, el misterio de Cristo enviado del Padre para anunciar la Buena Nueva de la salvación. Tiene como fin dar a conocer y amar a Jesús y a María por la educación cristiana en todos los am­bientes sociales, con la preferencia que su Fundadora tenía por los jóvenes y entre ellos los pobres. Atenta a la llamada de la Iglesia y a las necesidades del mundo, dispuesta a servir en los países más diversos, con el es­píritu misionero que la caracteriza. Su espiritualidad cristocéntrica y mañana se centra en la Eucaristía, don del amor y fruto del sacrificio de Jesús en la cruz. Des­de sus comienzos ha recibido la influencia de la doctri­na de san Ignacio, buscando a Dios en todas las cosas y todas en El, con la única intención de agradarle. En fidelidad a la Iglesia y adhesión al Papa».

En la Aplicación de las Constituciones, documento de Misión, se encarna más en este momento histórico:

«Compartir carisma y misión es un signo de comu­nión entre religiosas y laicos. Por la educación, en to­das sus formas, trabajamos por el desarrollo integral de niños y jóvenes abriéndoles a la trascendencia y al compromiso con una sociedad más justa y solidaria. La escuela es un medio privilegiado. Buscamos me­dios para defender la vida humana, actuar contra la violencia, promover los derechos humanos, especial­mente la dignidad y promoción de la mujer. Favore-

CLAUDINA THÉVENET (MARÍA DE SAN IGNACIO) (1774-1837) 7 7

cemos una cultura de la paz y el perdón así como el cuidado del planeta y el uso responsable de los recur­sos naturales. Participamos en proyectos intercongre-gacionales. Trabajamos por la unidad de los cristianos y el diálogo con otras religiones».

Para un mayor servicio apostólico, el Capítulo General de la Congregación de 2007 acuerda:

S Revitalizar nuestra vida, «vino nuevo». Afirmar la di­mensión contemplativa, que exprese la pasión por Dios como nuestro Absoluto, desde comunidades vivas.

S Renovar las estructuras de gobierno, «odres nuevos». Buscar una mayor integración de los seglares en el carisma y misión. Renovar el sentido pastoral de la autoridad.

S Escuchar y dar respuesta al grito de los pobres y ex­cluidos y a las nuevas llamadas de un mundo dividi­do y falto de sentido.

Las Religiosas de Jesús-María, como Claudina, nos sen­timos afectadas por la situación de nuestro mundo y urgidas a responder, ofreciendo nuestras personas para que el fuego siga alumbrando y la bondad de Dios actuando. Para ello en­contramos en la espiritualidad ignaciana, característica de nuestra Congregación, inspiración y alimento. Con memoria agradecida pedimos al Espíritu, presente en su origen, que mantenga en ella una vida siempre renovada.

MARÍA CAMPILLO

Religiosa de Jesús-María. Estudiosa del carisma

y espiritualidad de la Congregación. Granada.

* * *

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Para saber más:

Causa de beatificación y canonización de la M. María de S. Ignacio (Claudina Thévenet).

Positio (estudio y documentación) (P). Roma, Sagrada Congre­gación de Ritos, 1981.

M. CAMPILLO, «Vigencia del Carisma, hoy» Congreso de Edu­cación. 150 años de

Jesús-María en España, 2000

G.M. MONTESINOS, De aquella noche en Pierres-Plantées, Jesús-María, Barcelona 2006.

Constituciones y Aplicación de las Constituciones de las Reli­giosas de Jesús-María, Roma 2008.

E. DE VEGA, Leer a C. Thévenet desde la experiencia profética de Dios, México 1999.

4. Magdalena Sofía Barat (1779-1865)

Fundadora de la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús

«Como un sello sobre el corazón» (Cant 8,6)

« / \ D I Ó S , hija, me despido porque tengo prisa. Esperaba quedarme tranquila en el agujero de la roca, pero tengo que trabajar, hablar, escribir, como siempre...». Este fragmento de una de las cartas de Sofía Barat comunica algo de una per­sonalidad movida por dos atracciones muy fuertes: la de la oración y la del trabajo apostólico (hoy lo expresaríamos con términos como «mística y profecía»). Y lo expresa con el len­guaje del Cantar de los Cantares, un libro bíblico que debió de leer y releer muchas veces, vista la frecuencia con que lo cita en sus escritos ¡y siempre en latín!: las viñas en flor, el tiempo de la poda, el ramillete de mirra, las raposillas, el huerto cerrado, la fuente sellada, la herida del corazón...

Siguiendo la inspiración de ese lenguaje bíblico y sim­bólico, nos acercaremos a ella, a partir de algunas frases del Cantar que reflejan algo de su vida.

1. «Las viñas exhalan su aroma...» (Cant 2,13)

Ese olor, junto con el de la madera recién cortada, el verdor de los pámpanos, los racimos apretados, el sabor de las uvas, la poda y la vendimia, marcaron su infancia con el se-

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lio de lo natural y lo sencillo. Era el paisaje vital de Joigny, un pueblecito de la Borgoña francesa, en el que nació el 12 de Diciembre de 1779, en la familia de Jacobo Barat, tone­lero, y María Magdalena Bouffé, que ya tenían otros dos hi­jos: Luis y Luisa. Creció contemplando en las cepas de su tierra cómo los sarmientos se adhieren a la vid y apren­diendo que el secreto para dar fruto está en la vida que na­ce desde las raíces.

Su formación intelectual fue atípica, y desmesurada pa­ra una muchacha de aquel tiempo: su hermano Luis, semi­narista entonces y después sacerdote, se propuso sacarle partido a la inteligencia de su hermana y se ocupó de que rindiera al máximo, descuidando en cambio la extrema sen­sibilidad de Sofía. Las ideas jansenistas de su madre y la ri­gidez exigente de su hermano hubieran podido ahogar su inicial pero honda experiencia religiosa y aunque no lo lo­graron, sí la hicieron tímida, callada y desconfiada de sí. Pe­ro junto a aquel estrechamiento, las lecturas le ensanchaban el horizonte: gozaba con la historia y la literatura, aprendió filosofía y astronomía, latín y griego, se acercó a los clási­cos en su lengua original y se rió leyendo El Quijote en es­pañol. Le gustaba tanto la literatura clásica que llegó a decir más adelante: «En aquella época era yo más virgiliana que cristiana».

Luis, su hermano y tutor, huido a París por las turbulen­cias de la revolución, fue encarcelado allí y, liberado des­pués, entró en contacto con los Padres de la Fe que mante­nían el espíritu de la suprimida Compañía de Jesús. Decidió que Sofía debía reunirse con él y completar en París sus es­tudios, venció la resistencia de sus padres, y Sofía aceptó ir a París a los 15 años, dejando atrás una etapa de su juventud y totalmente ignorante de lo que escondía la siguiente. De una sola cosa estaba segura: sería carmelita.

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2. «A su sombra quisiera sentarme...» (Cant 2,3). «Me levanté y recorrí la ciudad...» (Cant 3,2)

Las dos citas del Cantar son contradictorias: «levantarse» parece romper el sosiego de estar sentada, y el deseo de per­manecer tranquila a la sombra se opone a la decisión de «re­correr la ciudad». En el caso de Sofía ¿cómo podría compa­ginar el atractivo por una vida puramente contemplativa con el deseo creciente de «levantarse» y «recorrer la ciudad» pa­ra hacer conocer el amor de su Dios? En los cinco años si­guientes estuvo buscando una respuesta coherente y la lec­tura de las vidas de tres grandes santos la orientó en su bús­queda: santa Teresa le daba el atractivo por la oración; san Ignacio y san Francisco Javier le contagiaron la urgencia de «ayudar a las ánimas» y la vida de Margarita María le dio la clave de que el amor al Corazón de Cristo podía conciliar los dos atractivos.

Los años de París fueron austeros y de intenso estudio. Luis le imponía minuciosos exámenes de conciencia que la llevaron hasta los escrúpulos, y esta severidad hubiera podi­do replegarla sobre sí misma si ella no hubiera aprendido a relativizarla. «Lo que me hacía sufrir, terminó al final por hacerme reír», decía ella más tarde. Quería ser santa. «Nun­ca lo serás», le decía su hermano. «Pues entonces me ven­garé siendo muy humilde», replicó Sofía.

Se alojaban en una modesta vivienda, en estrecho con­tacto con personas huidas en la etapa del Terror y con otras jóvenes de la edad de Sofía que se reunían allí para recibir la misma formación: Sagrada Escritura, Patrística, santo To­más, los místicos. Ella dormía poco, estudiaba, cosía, bor­daba y se sometía a las penitencias corporales que le impo­nía su hermano. Fue él quien le presentó a José Varin que, junto con Leonor Francois de Tournely y otros jóvenes, que­rían consagrar sus vidas a extender la devoción al Sagrado Corazón de Jesús bajo el lema: «Un corazón y un alma en el Corazón de Jesús». La gente los consideraba jesuítas, aun-

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que en realidad lo ignaciano de su espiritualidad era muy cuestionable y no llegaron a comprender del todo la profun­didad del sentido que encerraban sus Constituciones. Su gé­nero de vida tenía detrás el ideal de la Trapa y del Carmelo y, aunque su movimiento inicial tenía una dirección ignacia-na, había en ellos mezcla de otros talantes religiosos. Otra congregación con un proyecto parecido había surgido en Ita­lia en la misma época: Nicolás Paccanari y un grupo de sa­cerdotes deseaban trabajar por la restauración de la Compa­ñía de Jesús y presentaron al Papa, de acuerdo con el P. Va-rin, el proyecto de unir ambas congregaciones. La fusión se hizo en abril de 1799 y pasaron a llamarse «Padres de la Fe», ya que el nombre de «Sagrado Corazón» tenía en aquel mo­mento en Francia contenido político y no se podía usar para fines apostólicos.

Surgió entre ellos el deseo de fundar una congregación femenina con su mismo espíritu y Francois de Tournély la veía como «un caminar de personas contemplativas entran­do por la herida del costado abierto de Cristo». La nueva So­ciedad se llamaría del Sagrado Corazón y «las que la com­pongan deberán entrar en los sentimientos y disposiciones del Corazón de Jesucristo y revelarlos a otros mediante la educación».

Comenzó entonces la búsqueda de alguna joven que die­ra comienzo a lo que Tournély llamaba «la Compañía de mu­jeres» y, cuando José Varin conoció a Sofía, pensó que al fin había encontrado «la piedra fundamental» de la congregación femenina que soñaban. Habló de ello con Sofía, que se resis­tía pensando que su vocación era el Carmelo. Finalmente vio en ello la voluntad de Dios y junto con otras tres compañeras hizo su consagración el 21 de Noviembre de 1800 en la capi­lla instalada en la buhardilla de la calle Touraine. En una de las paredes había un cuadro del Sagrado Corazón y en la otra uno de san Ignacio y sus compañeros haciendo sus vo­tos en Montmartre. La promesa se hizo ante hostiam como los votos de los jesuitas, siendo esta forma de compromiso

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especialmente apostólica, a diferencia de la que se hace su-per altare en la vida monástica.

Así lo contará Sofía mucho tiempo después: «Las pri­meras llamadas por el Señor para establecer la Sociedad te­nían el atractivo por la soledad y querían entregarse a la vi­da contemplativa, dedicándose solamente a la vida interior; pero el que era para ellas el órgano de la voluntad de Dios les hizo comprender que, en un momento en que la fe pare­cía extinguirse, debían entregarse a reanimarla en los cora­zones dedicándose a la educación de la juventud. Dóciles a la voz de Dios, sacrificaron su atractivo a causa de Su gloria (...) Parece que el Señor, guiándonos con su providencia, ha querido enseñarnos que la vida interior debe ser la primera necesidad de nuestro corazón y que el sólo motivo de su glo­ria y el celo por las almas debería hacernos salir de ella. Y que debemos, en medio del trabajo hacia fuera, conservar ese atractivo interior que nos une a Dios, de manera que no actuemos más que bajo el impulso de su gracia. Si poseemos ese Espíritu es para comunicarlo a otros».

Contemplativa y educadora, Sofía querría ganar el mun­do entero al amor de Jesucristo. Por eso soñaba con «una multitud de adoradoras de todas las naciones hasta las ex­tremidades de la tierra». En esa intuición realizaba la sínte­sis de sus dos deseos en apariencia contradictorios: la vida de soledad con Dios y el celo misionero.

La nueva comunidad siguió consolidándose «con un es­píritu amplio, fuerte y generoso, mezcla de intrepidez y de suavidad, con un amor muy humano y muy abierto a todos», dirá uno de los primeros biógrafos de Sofía. Otras se fueron adhiriendo, se abrió la primera casa en Amiens y se comen­zó la obra educativa. Sofía fue elegida superiora de la So­ciedad cuando tenía veintitrés años.

Al morir el 25 de mayo de 1865, la Sociedad contaba con 3.500 religiosas en Europa y América y 111 fundacio­nes realizadas a lo largo de los sesenta y dos años de su go­bierno. Dejaba las Constituciones terminadas, organizada la

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administración y, por la creación del cargo de vicaria gene­ral, el futuro quedaba ligado con el pasado.

3. «La fuente del jardín es pozo de agua viva» (Cant 3,15)

Toda la espiritualidad de Sofía se resume en esta afirmación de las Constituciones redactadas en 1815: «Tienen la segu­ridad de encontrar en el Corazón de Jesús un manantial ina­gotable de fuerza, de gracias y de consuelo». Lo más hondo de la convicción y experiencia de Sofía se apoya en la con­vicción de que Dios Padre ha revelado a su Iglesia «los in­mensos tesoros de gracia encerrados en el Corazón de su Hi­jo» porque lo propio de Dios es darse , comunicarse, soco­rrer, derramar, iluminar, revelar, manifestar, abrir lo encerra­do, volcarse, vaciarse, entregarse. De ahí nace su «seguridad de encontrar» y su deseo de abrirse y vaciarse para acoger ese don y, por eso, su imagen preferida a la hora de expre­sarlo es la de una Fuente que mana incesantemente, un to­rrente que se desborda. Habla de ello en sus cartas: «Esta fuente de agua viva trasforma al viejo Adán en el nuevo...». «Son frutos del árbol plantado sobre la corriente de agua vi­va que mana en abundancia del costado de nuestro Salvador, manantial abierto sobre la Cruz». «No busques más que a Jesús, la verdadera fuente de aguas vivas; los hombres no son sino cisternas que no pueden retenerla...». «Recurre con frecuencia a la oración, de ahí sacarás ese espíritu de fuerza y de dulzura». «Deberemos poner la soledad al servicio de la labor que desempeñamos y, para contrarrestar esta vorá­gine, tener una hendidura profunda donde refugiar el alma tan frecuentemente como sea posible. Para nosotras esta hendidura en la roca es el Corazón de Jesús».

Su familiaridad con el lenguaje bíblico la lleva a emplear también otro símbolo «fluido»: el aire (el espíritu, el alien­to...) que también se derrama y puede ser recibido. La imagen

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aparece ya en uno de los más antiguos relatos de la Biblia: «El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente» (Gen 2,7). Dios comunica su vida, su «respiración», al Adam que a partir de ese momento comienza a ser «un ser viviente». El «soplar» o «exhalar» Jesús su aliento sobre los discípulos encerrados en el cenáculo (Jn 20,19-23), es la ma­nifestación de que la definitiva Creación ha acontecido en la Resurrección de Jesús y que él derrama ahora el Espíritu so­bre su Iglesia.

Sofía se hace eco de esta convicción: «Necesitamos un medio que dé aliento al alma, que la alimente y la eleve so­bre sí misma y el medio de los medios es el Espíritu que fe­cunda y vivifica todo. Este Espíritu llega a ser como la res­piración del alma...». «El Espíritu de Jesús que habita siem­pre en un alma interior unida al Divino Corazón, le comuni­ca lo que en cada momento debe decir, decidir, aconsejar, como un instrumento que recibe y da. Feliz el alma sencilla y recta, despojada de su propio interés, que ofrece sencilla­mente lo que recibe sin apropiarse de nada, lo mismo que una acequia lleva el agua que recibe de la fuente».

El corazón es la sede de lo que ella llama «la vida inte­rior, la virtud que entraña todas las demás» y es sobre ella y sobre la oración donde está «esencialmente fundado» el es­píritu de la Sociedad.

4. «Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor» (Cant 8,7)

A Sofía y a aquellos que la ayudaron a configurar el estilo de vida de la naciente congregación, les ocurría algo pareci­do a lo que le sucedió a Ignacio de Loyola en los orígenes de la Compañía de Jesús: su deseo de «ayudar a las ánimas» y las nuevas formas de hacerlo a las que se sentían estar lla­mados, no eran compatibles con las formas de vida religio-

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sa conocidas hasta entonces. En el caso de Ignacio porque era inconcebible en el siglo XVI una orden religiosa de va­rones sin coro; en el de Sofía, porque en su tiempo no había más modelo que el de las monjas sujetas a clausura papal. Ella hubiera querido que, por su consagración al Corazón de Jesús, las religiosas de su Sociedad fueran enteramente reli­giosas como las monjas de votos solemnes, pero teniendo la libertad de acción propia de las asociaciones pías de su tiem­po. Al final, la dimensión apostólica fue en Sofía más fuer­te que la monástica y renunció a la profesión solemne. La ra-dicalidad que pedirá en las Constituciones será su manera de «resarcirse» de lo que en aquellos tiempos se interpretaba como una carencia.

«Pronto comprendimos que era inútil formarnos según las órdenes anteriores y respetables por lo demás: a ejemplo de san Ignacio, debíamos tender a la mayor gloria del Sa­grado Corazón salvando almas, más bien que retirándonos como otras órdenes religiosas a trabajar en secreto encerra­das entre cuatro paredes», dirá más tarde Sofía. Había en­tendido pronto que su atractivo por la vida de clausura del Carmelo, así como los intentos de algunos de sus consejeros de dar a la Sociedad naciente las reglas de la Trapa, las aus­teridades y penitencias de otras órdenes religiosas de la épo­ca, no pertenecían al verdadero espíritu de la Sociedad, de la que dirá: «Se ha modelado con las modificaciones conve­nientes de las reglas de san Ignacio a fin de poder trabajar más directamente en la salvación de las almas».

El camino que tuvo que recorrer hasta ver formulada la auténtica identidad de la Sociedad fue largo y difícil y hubo que superar las crisis que surgían de las tendencias diver­gentes: unas deseaban una vida más monástica y, bajo la in­fluencia peligrosa de algunos consejeros, hacían peligrar la fidelidad a lo más hondo de la primera intuición espiritual. Uno de estos consejeros, el abate St. Estéve, tuvo una in­fluencia nefasta sobre la naciente Congregación por su pos­tura contraria a la intuición fundamental de Sofía, no sólo en

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lo tocante a la espiritualidad del Corazón de Cristo, sino también a nivel de gobierno. Le ofrecía la letra de las Cons­tituciones ignacianas pero ignoraba lo que en el gobierno constituye un cuerpo apostólico. Inspiradas en las reglas de san Basilio, recopilaba fragmentos de la observancia de las ursulinas y de las clarisas y en aquel conjunto carente de uni­dad desaparecían las referencias al Corazón de Jesús. Esta si­tuación ambigua fue una de las mayores fuentes de sufri­miento de Sofía, pero ella se mostró inflexible en algunos as­pectos. En una carta a St. Estéve escribe: «Hay un punto que se debe reconsiderar y es el nombre que debemos llevar. "Re­ligiosas del Sagrado Corazón" ha sido aceptado por todas con entusiasmo y habrá dificultades para aceptar otro. En­tiendo que, para presentar las Constituciones a la aprobación del Papa, es necesario escoger antes un nombre y tanto este asunto como el de las Constituciones han de ser examinados previamente por el Consejo: el resultado le será enviado lo antes posible. Por mi parte he sondeado el modo de pensar de la Sociedad entera y me creo en el deber de ofrecerle las Constituciones y Reglas de san Ignacio. Creo también es el único modo de restablecer la unión y conseguir la unanimi­dad de la Sociedad». (Carta del 11 de septiembre de 1814.)

La intención de Sofía no era la de formar «jesuitesas», sino inspirarse en el espíritu ignaciano adaptándolo a muje­res y lo que le importaba no era la referencia de su Sociedad a la Compañía de Jesús, sino que estuviera situada en su ver­dadero lugar en la Iglesia: el Corazón de Jesucristo.

Tomó del espíritu de Ignacio la llamada a la identifica­ción con Cristo: aparece en las Constituciones del Sagrado Corazón como «unión y conformidad con el Corazón de Je­sucristo». El acento está puesto en la interioridad, en las «disposiciones interiores». «El espíritu de esta Sociedad es­tá esencialmente fundado en la oración y en la vida interior, pues no podemos glorificar dignamente al Corazón de Jesús, sino aplicándonos a estudiar sus sentimientos para unirnos y conformarnos con ellos».

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El «afectarse» de Ignacio, tan presente a lo largo de los Ejercicios, encuentra una fuerte resonancia en la espirituali­dad de Sofía y la referencia a los afectos es una constante en las Constituciones de la Sociedad: «amar de todo corazón», «buscar y desear», «aficionarse», «conformar los deseos, los afectos y la voluntad» ... Son expresiones que revelan una convicción común en ambos: es en el mundo de los afectos (en el «ordenarlos» que diría Ignacio) y, por supuesto, en la opción por los medios, donde se juega toda la vida espiritual.

El acento en la interioridad es tan fuerte en las Constitu­ciones del Sagrado Corazón que podemos encontrar en ello una nota distintiva que las diferencia: en los Ejercicios igna-cianos la mirada se dirige en primer lugar hacia lo que dice o hace Cristo para después llegar a un «conocimiento inter­no» de su persona. En las Constituciones del Sagrado Cora­zón, la mirada se refiere directamente a las «disposiciones interiores» del Corazón de Cristo para captar, a su luz, el al­cance de sus gestos y palabras... Se podría decir que, así co­mo el acto contemplativo propio de los Ejercicios va del ex­terior al interior, el que caracteriza la espiritualidad de la So­ciedad tiende a captar el exterior a partir de su foco interior.

La «ayuda a las ánimas» de Ignacio sirvió también de fuerte inspiración para Sofía: «Consagrándose los miembros de esta pequeña Sociedad enteramente y sin reserva a la ma­yor gloria del Sagrado Corazón de Jesús, no se limitan a glo­rificarle atendiendo a la propia perfección por la imitación de sus virtudes y las prácticas aisladas de una devoción per­sonal, sino que abraza además todos los medios que están a su alcance para propagar su culto, trabajando en la santifi­cación de las almas...».

En Diciembre de 1826 la nueva congregación recibía la aprobación pontificia de manos de León XII, y Sofía sintió una vez más que se apoyaba en la roca firme de una con­fianza inquebrantable en la Iglesia. Sin embargo, mantener esa postura no le fue siempre fácil, y su fidelidad estuvo mu­chas veces amenazada por los conflictos eclesiales acucian-

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tes del momento histórico que le tocó vivir. Por un lado, los obispos franceses desconfiaban de una Congregación que se extendía fuera de Francia, y querían mantener la autoridad sobre ella a toda costa; por otra, muchos consideraban que, si la Sociedad del Sagrado Corazón quería implantarse en otros países, la Casa General debía estar en Roma cerca del Papa, centro visible de la Iglesia. Sofía estaba en medio de las dos tendencias y cualquiera que fuera su decisión, era mal interpretada por los que sostenían la postura contraria.

Vivió esta tensión, una de las mayores causas de sufri­miento de su vida, con paciencia, humildad y sabiduría. De­cía: «Por temperamento no soy recelosa y no me gusta pen­sar mal de nadie. Si alguien obra mal abiertamente, pienso que lo hace con buena intención y no indago más. A través de todo, el Señor hace su obra. Como acostumbro, no tengo sino que dejarle hacer y él sacará el bien del mal. Sin duda, para no encontrar obstáculo a sus planes, el Señor ha esco­gido un instrumento tan pobre y desprovisto de medios na­turales; de tenerlos, quizá me hubiera sido difícil sacrificar­los para actuar a mi modo. El Señor quería que esta obra no fuese de mano humana, sino enteramente suya».

En medio de tantas opiniones controvertidas, oposición y críticas, Sofía eligió el silencio, la paciente espera y la dis­culpa: «No vivimos entre ángeles sino entre seres humanos y a veces lo olvidamos. Conoces y admiras a las personas pe­ro cuando tropiezas con faltas reales, te defraudan. Cuando me sucede eso, para quedarme en paz, procuro ponerme a mí misma en su lugar y no juzgarla por las apariencias. Después de todo, ¿qué saco de conocer aquello a lo que no puedo po­ner remedio? Espero. Cada uno tiene sus puntos de vista y respeto los que son distintos de los míos». Mons. Affre, Ar­zobispo de París que la había tratado con tanta dureza, dio este testimonio sobre ella: «Me duele haber hecho sufrir a esta mujer, porque es una verdadera religiosa del Corazón manso y humilde de Jesús. Nunca abrió sus labios para de­fenderse o disculparse».

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Las «aguas torrenciales» no habían conseguido vencer la solidez de su humilde fidelidad.

5. «¡Levántate, hermosa mía!» (Cant 2,10)

«Poner al hombre en pie». Esta expresión de un poeta espa­ñol contemporáneo, Blas de Otero, coincide con lo que pre­tendía Sofía, al emprender una obra educativa que descan­sa sobre una antropología muy esperanzada, capaz de con­templar la «hermosura» que esconde cada ser humano y de creer en el potencial de sus posibilidades: «Miremos a cada niña con un profundo respeto: está hecha a imagen de Dios y existe ya en ella la opción por lo mejor, si nos tomamos el tiempo de despertar su razón y de ayudarla a poner en práctica su capacidad reflexiva». «Hay fuentes que perma­necen largo tiempo desconocidas: existen, pero algún obs­táculo les impide manar. Quitad un poco de tierra, apartad aquello que las esconde y en seguida veréis aparecer un agua clara y limpia».

Cada alumna debía ser considerada y atendida como si fuera la única: «Así debe ser, y cada padre tiene derecho a exigírnoslo». «Por una sola hubiera fundado la Sociedad», solía decir. «Hay que ser amables, pacientes y, sin embargo, firmes, pues la debilidad hace perderlo todo. Hay que reves­tirse de Jesucristo y debe ser el Espíritu Santo quien nos guíe e inspire...». Estaba convencida de la permeabilidad del ser humano, de su capacidad de escucha y de transforma­ción y, al hablar de la relación educativa, emplea estos ver­bos: presentar, preguntar, inspirar, hablar, enseñar, insistir, hacer amar y hallar gusto, decir, hacer conocer y penetrar­se vivamente del peligro, insinuar con suavidad... (Const. 184-185). Para ella «el motor más poderoso de nuestro esti­lo de educar es la acción constante de un educador auténti­camente cristiano que sabe aprovechar con tino y celo todo

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cuanto las ciencias que enseña ponen en su mano para con­seguir el fin principal: formar el espíritu y el corazón de sus alumnos».

En aquellas circunstancias políticas, la influencia social se consideraba competencia exclusiva de la clase alta y el in­flujo en la sociedad a través de la educación cristiana era el objetivo fundamental de la obra externa del Sagrado Cora­zón: la compra del Hotel Biron (hoy Museo Rodin), un pa­lacete muy conocido en París, marcó durante mucho tiempo a la Sociedad como clasista y Sofía, que tomó la decisión llena de dudas, lo lamentó después: «Me parece que estamos demasiado en el candelera por culpa de este Hotel Biron». La humildad de su origen y su innata sencillez hacían que no se sintiera a gusto allí y escribía a Rosa Filipina Duchesne, su gran amiga y primera misionera en América, canonizada por Juan Pablo II el 3 de julio de 1988: «¡Con cuánto mayor gusto me dedicaría a evangelizar a los salvajes...!»

Se preocupó siempre de que la educación del Sagrado Corazón alcanzara también a las niñas carentes de medios: junto a cada colegio destinado a niñas internas, se iban abriendo por todas partes escuelas gratuitas y, a la muerte de Sofía el número de éstas era de 5.700 frente a las 3.700 in­ternas. Cuando no era posible abrir una escuela gratuita, creaba orfelinatos (se abrieron 18 durante su generalato). En un momento de epidemia la reacción de Sofía fue inmedia­ta: «¿No tienen madre? La Sociedad del Sagrado Corazón está fundada para ellos. Aunque no quedaran plazas en el co­legio, crearía uno nuevo inmediatamente para los niños huérfanos o abandonados por sus padres». «A los pobres les daría yo mi piel», solía decir.

Un tercer tipo de educación previsto por las Constitucio­nes eran los retiros y ejercicios abiertos en casas de Sagrado Corazón para personas de todas las edades. Y añadió tam­bién como medio apostólico, con intuición y lenguaje insó­litos para aquel tiempo: «la relación necesaria con las per­sonas de fuera».

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6. «Soy morena y hermosa» (Cant 1,5)

Tenía sólo 32 años cuando decía: «Si volviera a nacer, lo ha­ría sólo para obedecer al Espíritu Santo y actuar movida por él». Los que la conocieron bien dieron testimonio de que su vida consistió precisamente en eso. Eran conscientes (y ella también...) de que, sin su fuerza, hubiera sido imposible que una mujer tan frágil, con tendencia a la timidez y a reple­garse sobre sí misma, con tanto atractivo por vivir la soledad y el escondimiento, fuera capaz de emprender la aventura de fundar una nueva congregación religiosa, mantener firme su inspiración original, llevar adelante tantas fundaciones, ha­cer tantos viajes, enfrentarse con tantos conflictos, superar tantas crisis, encajar tantos sufrimientos. Y, en medio de to­do eso, permanecer fiel a las personas y seguir confiando en ellas, perdonar deslealtades, no dejarse desanimar, reaccio­nar con mansedumbre y con humilde paciencia.

Quizá fue su capacidad de relación el rasgo más atractivo de su personalidad: tenía el don de sacar a flote lo mejor que había en las personas e impulsarlo hacia adelante. Miraba de frente y a los ojos, pero no para analizar ni controlar, sino con la mirada de quien, desde una honda compasión, se ofrecía para hacer camino con quienes se le acercaban.

Tenía un carácter vivo y se comunicaba por carta con asombrosa facilidad (¡se conservan unas 14.000!) y tuvo el don de hacerse cercana a sus hijas, a pesar de las distancias. Su preparación intelectual y sobre todo humana, la había ca­pacitado para hacerse cargo con precisión de los datos de una situación, decidir lo que debía hacer en cada momento y llevar a término lo que consideraba acertado. Sus cartas es­tán llenas de innumerables propuestas, ideas y proyectos, de los que algunos podían ser llevados a cabo mientras que otros resultaban irrealizables. Sofía, flexible y creativa a la hora de buscar soluciones, se convirtió en una fuente de ins­piración para sus compañeras y, cuando pasaron los tiempos de fuertes crisis, el túnel oscuro desembocó en un espacio

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amplio que ensanchó su corazón y lo abrió a nuevas pers­pectivas. Se había liberado de antiguas ataduras y temores y su imagen de Dios se había transformado en una presencia amorosa y cálida.

Se le notaba su procedencia campesina: al fin y al cabo del contacto con el campo había aprendido el ciclo del tiempo, el temor a las heladas, la paciencia de la espera, la necesidad del agua, del sol, del aire, de muchas manos trabajando en la co­secha al mismo tiempo. Era realista, práctica y organizadora, con un gran sentido de la economía y administración pero re-lativizando también los «saberes». En una reunión sobre el plan de estudios dijo con humor: «Menos mal que mi herma­no tuvo la buena ocurrencia de hacerme aprender unas cuan­tas cosas..., no sé qué hubiera sido de mí, si no, viviendo con tantas mujeres sabias o aspirantes a sabias...».

Tenía una salud desastrosa. Había nacido sietemesina, porque hubo un incendio en una casa cercana y a su madre se le adelantó el parto por el sobresalto. «¡El fuego me trajo al mundo!», solía repetir ella. La consecuencia fue que siempre tuvo una salud fue muy frágil: pasó por enfermedades graves, sus piernas nunca la sostuvieron bien y se caía con frecuen­cia, lo que la obligaba a guardar reposo precisamente cuando tenía viajes urgentes proyectados. De mayor, los catarros y reumas la debilitaban casi habitualmente de Noviembre a Fe­brero cada año... Era una especie de «hibernación» que, aun­que le resultaba muy difícil de soportar, le concedía tiempo para reflexionar, orar e ir integrando los problemas y dificul­tades que vivía. De todas maneras, enferma o sana, nunca rehusó un viaje que considerara necesario para gloria de Dios. Y esos viajes sumaron miles de kilómetros.

En diferentes momentos de su vida Sofía había tenido que avanzar sola hacia el futuro. Pasó momentos de un ais­lamiento angustioso y se equivocó a veces al confiar dema­siado en sus amigas. A lo largo de su vida, más de una trai­cionó su confianza y, sin embargo, Sofía no dejó nunca de sostenerlas, a pesar de las críticas, manteniendo hasta la

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muerte su amistad con una perseverancia, que algunas juz­gaban ceguera y terquedad. Pero esa su manera de amar.

Sus decisiones y tomas de postura en tiempos políticos y eclesiales complicados recibieron críticas en el interior de la Congregación y también por parte de la Iglesia. En un momento difícil de la naciente Congregación, le llegó una carta dura e insultante: «Ya es hora de que esas monjas ten­gan una buena dirección y que cese para ellas esa deplora­ble inestabilidad que es la causa de que la gente comente qué mala superiora las gobierna...» Sofía comentó con hu­mor y humildad: «Al menos este me trata como merezco. Tendría que estarle agradecida...».

No soportaba las alabanzas, los homenajes ni los elo­gios que le parecían siempre fuera de lugar y se las arregla­ba para escaparse de ellos siempre que podía. Un día, un sa­cerdote empezó a hablar en su homilía de la «piedra funda­mental» sobre la que descansaba toda la fundación; al oír­lo, Sofía se marchó sigilosamente de la capilla y se las arre­gló para que ese predicador no volviera nunca más. Cuan­do el Superior General de los Jesuítas, Jan Roothaan, la fe­licitó por sus cincuenta años de gobierno, haciendo notar que era raro que alguien permaneciera en un cargo así tan­to tiempo, Sofía le contestó con humor: «Eso no es ningún elogio para mí...Más bien significa que nadie se ha cuidado tanto como yo...». Sabía combinar bien el agradecimiento y el buen humor.

A través de todo ello, fue creciendo en libertad interior y en fuerza personal. Cada etapa le trajo su lote de alegrías y de sufrimientos, pero ella tuvo siempre el valor de respon­der a la vida, incluso en los momentos en que se sentía in­capaz de llegar al día siguiente. La fuente de su energía es­taba en su fe profunda y en la oración: ahí encontró valor pa­ra salir de las tinieblas de su desconfianza de sí misma y de sus resistencias a asumir el liderazgo.

En abril de 1865, tenía 85 años y le quedaba solamente un mes de vida (murió el 25 de Mayo de ese año). En una

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carta a un sobrino suyo, le comentaba que en París estaban teniendo una primavera espléndida y que esperaba que no hubiera alguna helada tardía, porque eso estropearía todas las flores. En los comienzos de mayo disfrutaba del buen tiempo y pasaba algunas mañanas en el jardín. Sentada bajo el cedro, su árbol preferido, esperaba a que las niñas peque­ñas vinieran durante el recreo a estar con ella. Y era enton­ces cuando se sentía plenamente feliz, porque estaba rodea­da de lo que más le gustaba: los niños y la naturaleza.

7. «Queremos buscarlo contigo» (Cant 6,1)

A 211 años después de la fundación, las RSCJ que formamos hoy la Sociedad que alentó Sofía seguimos seducidas por su sueño, con la alegría de haber encontrado un tesoro en la tie­rra que ella nos dejó en herencia. Somos unas 3.000 en este momento, y nuestro número desciende en Europa y EEUU, algo menos en Latinoamérica y crece tímidamente en Áfri­ca y Asia. Junto a nuevas fundaciones (Haití, Moscú, Indo­nesia...), vivimos en otros lugares situaciones de fragilidad, envejecimiento y pérdidas. A Sofía le gustaba hablar de «pe­queña Sociedad» y vamos camino de ello: estamos en un «tiempo de gracia», según la visión de la asamblea de Pro­vinciales reunidas en Corea en 2004.

Las prioridades del Capítulo General de Lima en 2008 han sido el diálogo, la contemplación, la comunidad, los jó­venes, la justicia, paz e integridad de la creación. Nos senti­mos llamadas a dejar espacio a los laicos, a aprender a vivir mejor la reciprocidad y la colaboración.

Avanzamos en un diálogo de culturas que quieren en­contrarse, enviadas a recorrer nuevos caminos sin perder la sabiduría de las que nos precedieron, diseminadas por todo el ancho mundo y convocadas en una Iglesia caminante, conscientes de nuestra fragilidad y nuestros límites, pero arraigadas en la esperanza.

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Tratando, sobre todo, de vivir atentas al latido del Cora­zón de Dios en el corazón del mundo.

DOLORES ALEIXANDRE

Religiosa del Sagrado Corazón. Biblista. Comunidad Provincial. Madrid.

* # *

Para saber más:

D. SADOUX - P. GERVAIS, La vida Religiosa. Primeras Consti­tuciones de la Sociedad del Sagrado Corazón, Comentario. Roma 1987.

J. DE CHARRY, Sainte Madeleine Sophie. Service d'Église, Pa­rís 1985.

P. KILROY, Magdalena Sofía Barat. Una vida, Madrid 2000.

M. LUIRARD, Magdalena Sofía Barat. Una educadora en el co­razón del mundo desde el Corazón de Cristo, París 1999

J.L. ORTEGA, Santa Magdalena Sofía Barat. Un símbolo blan­co, Madrid 1995.

D. ALEIXANDRE, A la sombra de la Palabra. Orar con santa Magdalena Sofía, Madrid 1996.

— El árbol peregrino. Caminar con Sofía Barat, Madrid 2001.

5. Bonifacia Rodríguez de Castro (1837-1905)

Fundadora de las Siervas de San José

Santificación por medio de la oración y el trabajo

OoNrFACiA Rodríguez es una mujer que en su experiencia espiritual tiene toda la hondura de los Ejercicios Espiritua­les de san Ignacio, con un subrayado especial en la contem­plación de Nazaret. Es una mujer sencilla y humilde, una mujer de la «intrahistoria salmantina» que diría Miguel de Unamuno. Con un nombre corriente, Bonifacia, uno de los nombres que llevaban las trabajadoras de su tiempo, el siglo XIX. En ella lo extraordinario y lo sencillo se conjuga con perfecta armonía en su vida controvertida y dura. Hubo de morir para que el aprecio, la estima y la admiración se fue­ran abriendo paso lentamente en la historia del siglo XX y se fuera perfilando toda la fuerza evangélica de su vida y su proyecto.

Hoy es una santa que inició en la Iglesia un camino de servicio y solidaridad desde la perspectiva de Jesús, trabaja­dor en el Taller de José el Artesano de Nazaret. Este camino llevó los calificativos de original y utópico, por lo que fue continuamente obstaculizado por la incomprensión, el prag­matismo y el tradicionalismo de los hombres de Iglesia que la rodearon. Ella continuó su camino venciendo obstáculos con la fuerza del silencio y la fidelidad a Jesús, Siervo y Se-

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ñor, que la había escogido. El sufrimiento y su aparente de­rrota fueron sus compañeros de viaje.

Bonifacia, fiada de Dios, fue anunciando con sencillez un modo de ser y de estar para Dios en el mundo desde lo oculto e insignificante. Testificó así la importancia de lo irrelevante, siendo un eco, en su siglo, prepotente y eficacis-ta, de la actitud de Jesús «que tomó la condición de siervo y pasó como uno de tantos».

Desde esta postura, situada en la clase trabajadora deci­monónica, fue levadura en la masa en el mundo trabajador fe­menino. Ella, una trabajadora más, irradió desde su «taller» el Evangelio con su vida y su obra. Continuaba así, como dijo Juan Pablo II, «la proclamación más exhaustiva del Evange­lio del trabajo, que hizo Jesús el Hijo de Dios, hecho hombre -y hombre de trabajo manual- sometido a duro esfuerzo, que dedicó gran parte de su vida terrena al trabajo artesano e in­corporó el mismo trabajo a la historia de la salvación».

1. Su entorno

Nos situamos en el siglo XIX, en España, y en una ciudad castellana, Salamanca. En ella no quedaban apenas vestigios de su glorioso pasado universitario; la Universidad no había asimilado la modernidad, ni había incorporado nuevas disci­plinas. Las tropas de Napoleón, en su paso a Portugal, habían deshecho gran parte de sus magníficos monumentos. En los ' enclaves del puente romano sobre el río Tormes y en los ba­rrios artesanales del centro de la ciudad, continuaba una vi­da lánguida e inmovilista, sin perspectivas de futuro. Lo mismo sucedía en las demás capas sociales.

Desde Madrid, que tomaba el protagonismo de la histo­ria contemporánea de España, llegaban a Salamanca ecos del liberalismo reinante, de las sucesivas Constituciones, de las luchas de partidos, de las guerras carlistas y de los pro­nunciamientos militares. También se hacía presente el fenó-

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meno del anticlericalismo. La pobreza, el subdesarrollo eco­nómico y la falta de horizontes envolvían a la ciudad de Sa­lamanca anquilosada en estructuras arcaicas, frente a un mundo que se modernizaba y que recibía el impacto de la Revolución Industrial.

2.1837, el año en que nació

En este contexto nació Bonifacia Rodríguez de Castro el 6 de Junio de 1837, en Salamanca, en una pequeña casa del actual centro histórico, flanqueada por magníficos edificios: las Catedrales, la Universidad y la Clerecía. Fue una niña más de las que nacieron ese año en Salamanca y cuyos nom­bres solo aparecen en los libros parroquiales de bautismo y en los padrones municipales.

Bonifacia está entre ellas. En su juventud, aparece en los padrones municipales con los «cordonera». Todo un lujo pa­ra las mujeres de su clase social en su tiempo, donde un 80% de las mujeres eran analfabetas en Salamanca.

Tuvo una buena educación, asistió a la escuela, «termi­nó la instrucción primaria en la Escuela de la Compañía», una de las tres escuelas para niñas que había en Salamanca. «Sus padres la pusieron a que aprendiera el oficio de cordo­nera en compañía de dos señoras solas que vivían retiradas y eran muy buenas cristianas». Su centro de formación espi­ritual fue la iglesia de la Clerecía, regida por los jesuítas, donde participó del asociacionismo religioso del momento y donde tuvo «siempre como director espiritual un padre de la Compañía».

Sus padres, Juan Rodríguez y María Natalia Castro, ar­tesanos y creyentes, formaban una familia de trabajadores con sus cuatro hijas y un hijo, centrada en su taller de arte­sanía. El trabajo manual, la laboriosidad, la piedad y la soli­daridad con los pobres, fue el clima donde nació y creció Bonifacia, rasgos que configuraron su vida de adulta. El tra-

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bajo iba tejiendo su historia personal. Su hogar fue la pri­mera escuela de Nazaret.

«Y así se iban deslizando sus años» en el trabajo, la pie­dad y la caridad, en el anonimato y en la irrelevancia. Iba ha­ciendo memoria de los largos años trascurridos de Jesús tra­bajador en la ciudad de Nazaret.

La personalidad fuerte y recia de Bonifacia se armoni­zaba con una especial sensibilidad, ternura y compasión. En su juventud, con una buena preparación profesional, monta su propio taller de cordonería y pasamanería en la céntrica «calle Traviesa frente a la Universidad». Es una mujer pro­fundamente religiosa, orante y apóstol, siempre dispuesta a servir. Siente la llamada de Dios a consagrarse en la vida contemplativa, la única forma de vida religiosa que existía en su juventud en Salamanca.

3. Dos catalanes en Salamanca

Entonces llegaron a Salamanca dos catalanes, el Obispo Fray Joaquín Lluch i Garriga y el jesuita P. Francisco Bu-tinyá i Hospital. Estos dos hombres dieron un giro a la vida de Bonifacia, haciéndola entrar en una dinámica social y eclesial, desconocidas para ella. Son hombres de una talla humana y espiritual excepcionales, paralela a su celo apos­tólico. Ambos conocían la realidad de su tiempo. La imagen-de Cataluña en plena Revolución Industrial y su preocupa­ción por la suerte que corrían los trabajadores, les era co­mún. Tenían conciencia del protagonismo, que la clase so­cial nacida del fenómeno de la industrialización tendría en un futuro. También eran conscientes del reto que suponía para la Iglesia la explotación, increencia y marginación del mundo del proletariado. Ambos deseaban dar una respuesta evangélica a ese mundo surgido de la máquina y al margen de la Iglesia. En esta situación la mujer salía perdiendo.

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La preocupación social de ambos estaba plasmada en sendas obras literarias. «La Primera Internacional Socialis­ta» del Obispo y «La luz del Menestral» del jesuita, ambas dedicadas a los trabajadores A esto había que añadir una ex­periencia pastoral en el mundo del trabajo.

Estos catalanes en Salamanca no encontraron fábricas, ni mujeres explotadas en ellas, pero sí encontraron paro fe­menino, falta de preparación laboral, jóvenes sin futuro «que no tenían nada que hacer y se perdían», que había que recuperar, evangelizar y abrirles perspectivas laborales; en un contexto de crispación ideológica de los varones, eran las «hijas y hermanas de los revolucionarios».

La línea pastoral del Obispo Lluch tenía dos objetivos: la formación del clero, encomendada a los jesuitas y la crea­ción de centros de formación y evangelización para las tra­bajadoras, pues en «Salamanca no había instituciones que cuidaran de las jóvenes de condición modesta...que las apar­tara de la corrupción, les enseñara el catecismo y las habili­tara para ganarse el sustento por sí mismas».

Las inquietudes apostólicas de Francisco Butinyá, SJ, tu­vieron cauce dentro de estos objetivos pastorales del Obispo.

4. Una pequeña asociación

En torno al taller de Bonifacia se reunieron sus amigas. Era un espacio de trabajo, oración y de amistad, con un relevan­te matiz lúdico. Las amigas de Bonifacia eran artesanas, tra­bajadoras, pertenecientes a los sectores pobres de la ciudad. Una profesión común y un ideal apostólico las había convo­cado en torno a Bonifacia. Todas eran dirigidas de los jesui­tas y la mayoría del P. Butinyá. «Inspiradas por los buenos ejemplos de Bonifacia decidieron reunirse como asocia­ción». Lo consultaron con su confesor, «que aprobó la idea y además le dio forma». La Asociación quedó marcada por

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la espiritualidad ignaciana, «el P. Butinyá fue el Director, Bonifacia la hermana mayor».

Esta Asociación se llamó de la «Inmaculada y San José», y tuvo como telón de fondo social, la pobreza, el desempleo e ignorancia de la Salamanca de finales del siglo XIX y tam­bién las devociones de la Iglesia: el culto a la Inmaculada y a san José. Fue un pequeño ejemplo del asociacionismo re­ligioso vigente en el momento. El objetivo nuclear de la Asociación Josefina fue la promoción femenina, su forma­ción profesional y religiosa; «unas aprendían un oficio y otras se hacían maestras», y así se ganaban honradamente el pan. Bonifacia aportó las líneas educativas desde su condi­ción de artesana, imitando la educación que san José dio a Jesús en Nazaret, lejos de paternalismos y del rigorismo pe­dagógico de la época. Bonifacia y sus compañeras, de forma humilde, se habían adelantado a las consignas sociales que defendían la promoción de la mujer.

Bonifacia era el alma de la Asociación, «la hermana ma­yor, la más humilde, la más sensata, la más seria». Bonifa­cia vivió en este momento con entusiasmo el acompaña­miento espiritual de sus amigas. Fue el tiempo de su mayor prestigio personal. «Conferenciaban con su amiga Bonifacia a la que amaban y respetaban. La buena semilla que había echado en el corazón de sus amigas no desapareció». En la mayoría de las asociadas empezó a despuntar el deseo de una consagración a Dios en totalidad. «Aquí tuvo origen la Congregación de las Siervas de san José».

Se necesitaba un compromiso más estrecho con el mun­do de las mujeres pobres y de las jóvenes desempleadas ca­rentes de promoción y evangelización.

Un día en la iglesia de la Clerecía, el P. Butinyá dijo a Bonifacia: «Vamos a fundar una Congregación con el nom­bre de Siervas de San José», como respuesta al detonante so­cial de la precariedad de la mujer trabajadora y pobre. El co­razón de Bonifacia empezó a soñar con un proyecto de pro­moción femenina, novedoso, audaz y fraterno, realizado por

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mujeres sencillas e irrelevantes, «pobres artesanas». Por es­to no tuvo inconveniente en renunciar a su vocación de con­templativa, «porque daría más gloria a Dios en otra parte».

«Cuando el P, Butinyá vio que la Asociación iba bien, hi­zo que vivieran internas en la casa de Bonifacia».

5. Salamanca 1874: fundación de las Siervas de San José

El 7 de Enero de 1874 el Obispo Lluch i Garriga aprobó la Congregación de las Siervas de San José, en un contexto his­tórico convulsivo: caída de la Primera República, disolución de las Cortes por el general Pavía y gobierno dictatorial del general Serrano.

Las Siervas de San José surgen en un centro de trabajo, en el taller de Bonifacia y en su hogar, no en un convento. Es una Congregación «distinta a las antiguas, de religiosas trabajadoras, sin dote, vestidas con el traje de las artesanas del país», signo de identidad de su clase social en el mo­mento. Sus casas se llamarán «Talleres de Nazaret» y tienen por modelo «aquella pobre morada donde Jesús, María y Jo­sé ganaban el pan con el sudor de su frente». «En el jardín de la Iglesia había nacido una pequeña florecilla destinada a reproducir el Taller de Nazaret».

«Todas las que dieron origen a la Congregación eran pobres artesanas que trabajaban en el oficio e industria que habían aprendido y no aportaban más dote que su decidi­da voluntad de trabajar, viviendo al abrigo de la Divina Providencia».

El Decreto fundacional perfila el ser y el servicio a la Iglesia de la Congregación de las Siervas de San José: «La santificación por medio de la oración y el trabajo», la acogi­da en el taller de las pobres sin trabajo y que están en peli­gro de perderse y al mismo tiempo fomentar «la industria cristiana», una industria artesanal mecanizada, lejos de toda explotación y factor novedoso y fundamental sobre el que se apoyaría la experiencia mística de «la oración y el trabajo

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hermanados», traducción Josefina de la contemplación en la acción ignaciana.

El Taller de Nazaret se presentaba como una utopía so­cial, cercana al socialismo utópico. En él estaba señalado el principio de igualdad, no había lugar para la explotación ni la marginación. Estaba diseñado como una pequeña contes­tación a la lucha de clases y la explicitación de lo que se en­tendía por fraternidad y solidaridad desde el Evangelio.

El Obispo Lluch, que aprobó la Congregación, la definió como una especie «de sociedad cooperativa, que la religión católica puede solamente realizar, porque ofrece la base ver­dadera del capital y del trabajo común fomentado con el es­píritu de piedad, de abnegación y de pobreza voluntaria».

Bonifacia, una mujer realista y comprometida, asume este proyecto de vida que la desestabiliza y desborda, tanto por su amplitud como por sus dificultades. Constituyen ella y sus primeras compañeras un signo profético de una misión que competía a toda la Iglesia. Pero, fiada de «Dios que se vale de instrumentos débiles para hacer sus obras» se pone en marcha hacia lo desconocido y pone a disposición de es­te proyecto todo lo que tenía: su casa, sus máquinas y su profesionalidad. Inicia con sus seis compañeras la experien­cia de «Jesús que se despojó de su rango de Dios y vino a servir y no a ser servido».

El 10 de Enero de 1874 se inicia la vida en común, hay alegría y esperanza en el primer Taller de Nazaret. Comien­zan su proyecto: promocionar y evangelizar a la mujer, La realidad se imponía, pues «como en estos países hay muy poca industria las chicas no saben qué hacer y se pierden. Para prevenir tan gran mal se ha establecido la congregación de las Siervas de San José...; darán trabajo a las que lo de­seen, albergue a las sirvientas desacomodadas y refugio a las mujeres de mayor edad que no siendo pobres tampoco tie­nen lo necesario para vivir modestamente».

De la casa de Bonifacia la comunidad pasa a una casa en la calle de Placentinos, luego en el Colegio de los Ángeles,

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en la calle Libreros donde hacen la profesión religiosa en 1876 y, por último, en la Casa de Santa Teresa, donde la san­ta fundó el Convento de San José en 1570 y que estaba aban­donada, hasta que en 1882 fue «ocupada por una comunidad religiosa llamada Siervas de San José que tienen por institu­to la industria manufacturera, enseñándolo a las niñas po­bres y dando albergue a las jóvenes desacomodadas».

Todo un proyecto de promoción femenina. Tienen una caja común y un mismo techo para todas, religiosas y aco­gidas, trabajan según sus fuerzas y se les asiste según sus ne­cesidades. «El pequeño grano de mostaza sembrado en la diócesis salmantina comenzaba a germinar felizmente».

En el taller se trabaja muchas horas, pues «no tenían más rentas que el trabajo». El trabajo se hacía en silencio, solo roto solo por el rezo de jaculatorias que recordaban la in­fancia de Jesús desde la Encarnación hasta la vuelta de la Sagrada Familia de Egipto. Como María, las mujeres que trabajaban en el taller, meditaban estas cosas y las guarda­ban en el corazón. Hermanaban oración y trabajo, bajo la mirada de la Sagrada Familia. El trabajo era oración, en él mantenían el diálogo con Dios en un espacio industrial y profano. «El taller es el coro».

6. Con solo el apoyo de Dios

A tres meses de la fundación, abril de 1874, la comunidad de Jesuitas, que tanto había ayudado a la fundación y con ellos el fundador P. Butinyá, son expulsados de Salamanca y marchan al destierro. El sentimiento mayor del Fundador por este suceso «fue dejaros a vosotras sin que esta casa es­tuviera formada a medida de mis deseos y según creo deben ser las Siervas de San José».

Un año después el Obispo Lluch sale de Salamanca, nombrado Obispo de Barcelona. Las Siervas de San José con Bonifacia al frente se quedan indefensas y sin ningún

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apoyo humano. Enseguida comienzan los ataques a la Con­gregación de una sociedad tradicional que no comprende su proyecto y se empieza a decir «que es cosa de locos y que es inviable». El clero diocesano, dolido por el protagonismo que el Obispo Lluch había dado a los jesuitas, empieza a ata­car sus obras, entre las que se encuentran las Siervas de San José.

El rechazo y la oposición llega enseguida a la primera comunidad de Siervas, dirigidos por uno de los clérigos más significativos de la Iglesia salmantina. Se empieza a cues­tionar el objetivo de la Congregación y a Bonifacia, que con fidelidad mantiene las líneas fundamentales del proyecto congregacional. Ella permanece fiel a lo que cree que es vo­luntad de Dios y resiste todo tipo de rechazos. Se comienza a decir en la comunidad que es una mujer inútil, sin capaci­dad de gobierno, despreocupada de sus hermanas, que no sa­be nada. La «ponen verde» ante la autoridad eclesiástica, que permite todo tipo de insultos en una reunión comunita­ria. El descrédito de Bonifacia llega a límites insospechados y se la quiere quitar de superiora.

El descontento comunitario incide también en la propia obra y se comienza a decir: «esto se deshace», no tiene futu­ro. Había muerto casi en su totalidad el grupo fundacional, to­das dirigidas del P. Butinyá, que conocían el significado y mi­sión de la Congregación, y se incorporaron otras hermanas procedentes del campesinado que no habían hecho un trabajo manual, ni sabían manejar las máquinas y pretendían que la Congregación siguiera las tareas habituales de la vida religio­sa apostólica del momento: enseñanza o beneficencia.

En medio de grandes dificultades de convivencia y opo­sición a Bonifacia, sigue la vida del Taller, se acoge a jóve­nes pobres y se les enseña un oficio y a las criadas sin em­pleo hasta que lo encuentren. El taller tiene una gran activi­dad, «tiene máquinas y artefactos que solo ellas tienen hoy en la ciudad de Salamanca». «La comunidad vive del fruto de su trabajo y este es incesante», las industrias del taller se

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comercializaban en gran parte de España. Para el Director de la Congregación, aliado del grupo opositor a Bonifacia, esto no basta, teme la «competencia de las manufacturas» y pretende, por seguridad, que «se dediquen a la enseñanza».

Bonifacia sufría en silencio «el nublado de su comuni­dad», mal orientada y desconfiada de la eficacia de su lide-razgo, «corrigiéndola con bondad y misericordia y discul­pando». Puestos los ojos en Jesús, que «buscaba quien pade­ciese con él», no resistió al mal, sabía «que la fuerza se rea­liza en la debilidad».

En este momento Bonifacia ejerció su magisterio espiri­tual con gran valentía, bondad y misericordia, orientando y advirtiendo de los peligros que corrían y temía «que fueran a desagradar a Dios».

7. En busca de la unión

Cuando Francisco Butinyá volvió del destierro, no fue a Sa­lamanca, sino que se quedó en Cataluña, donde el problema social de la explotación de la mujer trabajadora era grande. Le urgía dar respuesta a esta situación y fundó allí Talleres de Nazaret con los mismos objetivos y reglas que el de Sa­lamanca. Butinyá pensó que había llegado el momento de unificar toda su obra: los Talleres de Nazaret. Con este fin llama a Bonifacia, que viaja a Cataluña con permiso del Obispo y aprobación del Director, lleva una gran ilusión, gestionar la unión, quiere conocer a las hermanas catalanas y aprender los adelantos fabriles y nuevas técnicas artesana-les. En Cataluña es acogida con cariño por las todas las her­manas. Allí «había obediencia y basta».

En su ausencia, la comunidad de Salamanca nombra ca­nónicamente a otra superiora. Bonifacia sabe de su destitu­ción en el viaje de regreso a Salamanca, acompañada de al­gunas hermanas de Cataluña. Todo se había frustrado. Hu-

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mulada y triste, llegó a su comunidad de Salamanca donde fue recibida con hostilidad y con disculpas ficticias.

La actitud de Bonifacia es de aceptación y de obedien­cia. Vive una situación donde intencionadamente se le hace la vida imposible, «para que se fuera». Ella misma dijo que «no sabía cómo había podido resistir». Soportó burlas, ca­lumnias y desprecios y se la encargó realizar los oficios más humildes. Bonifacia sufre en silencio, disculpando y perdo­nando, «dichosa de poder imitar el silencio de Jesús y su ca­ridad en perdonar a los que lo crucificaban». Pasaba, por el Señor, toda injuria, todo vituperio y toda pobreza, puesto que Dios la había elegido y recibido en tal estado. «El Señor le había dado parte en su cruz».

8. Un nuevo taller de Nazaret en Zamora

En 1883 Bonifacia, por fidelidad a la misión que el Señor le había encomendado, salió de Salamanca para hacer en Za­mora un nuevo Taller de Nazaret con la autorización del nuevo obispo de Salamanca, Martínez Izquierdo, y en co­munión con el primitivo Taller de Nazaret. Va en suma po­breza, «no tiene ni clavo en pared». Pasa necesidad, pero tie­ne la perfecta alegría. De Salamanca no les mandan nada. Amigos y el obispo Belestá de Zamora la protegen, el mis­mo que siendo arcediano de la catedral de Salamanca la ha­bía tratado con poca consideración. Se va ubicando con su pequeña comunidad poco a poco en la ciudad, fue cambian­do de casa hasta que se sitúa en una «donde podía cumplir los fines para los que se fundó el Instituto: admitir a criadas desacomodadas hasta que encontrasen casa y a las pobres desamparadas a fin de librarlas de toda perdición».

En este objetivo primigenio Bonifacia puso gran interés, y fue en lo que más se distinguió en Zamora, «en la educa­ción de las jóvenes acogidas, instruyéndolas en el catecis­mo, lectura, escritura y las labores propias de menestrales

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trabajadoras, que sirviendo, o en el taller, tenían que ganar el pan con el sudor de su frente». Pretendía una formación integral de las jóvenes y una independencia económica que las liberase de la dependencia del padre o del marido, algo insólito en su tiempo, de consecuencias importantes que tal vez se le escapaban a Bonifacia.

Mientras, la comunidad de Salamanca se alejaba afecti­va y jurídicamente de Bonifacia. Cuando se marchó a Za­mora «la comunidad rechazó dedicarse a este objetivo», a la acogida de jóvenes trabajadoras y pobres, avalada «de for­ma provisional» por un Auto del Obispo Martínez Izquierdo en 1884. Con él la Congregación perdía su principal objeti­vo apostólico, la dedicación a la mujer trabajadora.

El hueco apostólico que quedaba en el taller, al prescin­dir de la mujer, fue ocupado por la escuela. En 1887 se ha­cen unas nuevas Constituciones de acuerdo con los objetivos marcados en el Auto de 1884. En ellas las Siervas de San Jo­sé aparecen como una Congregación de enseñanza.

Bonifacia en Zamora sigue fiel a la primera intuición ca-rismática. Anuncia su taller en la prensa y dice: «Esta Con­gregación tiene como objetivo unir la oración con el trabajo religiosamente hermanados, para acoger a las jóvenes de­samparadas, dar asilo a las criadas desacomodadas a fin de librarlas de todo peligro. Se trabaja en el taller toda clase de cordonería, se cose y se borda y se pide limosna por amor de Dios». * En un clima de aceptación y cariño de su comunidad y

de la ciudad de Zamora, donde «era notoria su bondad», Bo­nifacia pudo transmitir su mensaje espiritual a la Congrega­ción desde su propia vida laboriosa y orante: «Seguir la hue­llas de la Sagrada Familia, que habría de ser el modelo de vi­da y de trabajo, imitar aquella pobre morada donde Jesús María y José ganaban el pan con el sudor de su frente» y «si­guiendo a Jesús que olvidó su condición y rango de Dios y se hizo pequeño como los hombres, porque vino a servirlos y no a ser servido ellos». Todo esto sería vivido en la Con-

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gregación desde la gratitud, «la humildad, la sencillez y la pobreza y con una fe inquebrantable en la Divina Providen­cia, siendo árboles de fuertes raíces que aguantasen todo viento y tempestad».

9. Caminos de comunión

Desde el comienzo de la fundación del Taller de Zamora, empezó Bonifacia un camino de acercamiento y comunión con la comunidad de Salamanca, que no reconocía la funda­ción zamorana como salida del primitivo Taller. El rechazo fue continuado y total. Esto la tenía dolorida, «como si tu­viera una lima». Sus cartas a la comunidad y al Obispo de Salamanca son interceptadas por el Director de la Congre­gación, que al mismo tiempo era secretario de Cámara del obispado. Nunca tuvieron respuesta. La comunidad zamora­na de Bonifacia nunca la oyó una queja, al contrario, siem­pre hablando bien de las hermanas de Salamanca, a las que quería de forma entrañable, a pesar del desamor de todo ti­po que le llegaba.

En 1901 la congregación de Siervas de San José obtiene la Aprobación Pontificia. En el Decreto de Aprobación se excluye la comunidad de Zamora, donde vivía la Fundado­ra. Bonifacia se entera de este acontecimiento, tan impor­tante, por la calle. Inmediatamente escribe a la Superiora General, al Obispo de Salamanca, P. Tomás Jenaro de Cá­mara, pidiendo, de forma dramática, que se incluya su co­munidad en la aprobación pontificia. No tiene respuesta.

Armada de valor viaja a Salamanca en busca de comu­nión y de unión. Cuando llega a la Casa de Santa Teresa y llama a la puerta le dice la portera: «Tengo órdenes de no re­cibirla». «Y entonces volvió a Zamora con el corazón parti­do de dolor; y, al salir de Salamanca, dijo con amargura in­decible: "Ya no volveré más a la tierra que me vio nacer, ni a esta querida Casa de Santa Teresa"».

BONIFACIA RODRÍGUEZ DE CASTRO (1837-1905) 111

El proceso de marginación de Bonifacia no había termi­nado, se prohibió hablar de ella y se borra su nombre de las primeras estadísticas de la Congregación. Su comunidad quedó descolgada del resto de las Siervas de San José, sola­mente protegida bajo el amparo del obispo de Zamora.

Mientras Bonifacia, como grano de trigo moría, la Con­gregación iba creciendo. Decía a su comunidad: «Cuando yo muera os uniréis». Sabía que ella era el principal obstá­culo para la unión por su inquebrantable fidelidad al caris-ma primigenio. i

Después de transitar tantos desiertos de desamor, ya «te­nía ganas de estar con Jesús». En 1905, el 8 de Agosto, mu­rió en Zamora, «en la oscuridad, ni siquiera a la hora de su muerte llegó el tiempo de las alabanzas, pues ni aun aquí la perdonaron, quitándole el título de fundadora y primera Sierva de San José». Aparentemente había fracasado.

10. El archivo escondido

En 1907, tal y como había profetizado Bonifacia, la comu­nidad de Zamora se une al resto de la Congregación. Los obispos de Zamora, Felipe Ortiz, y Salamanca, Javier Val-dés, gestionan valientemente la unión. El testimonio que de Bonifacia dio el Obispo de Zamora para conseguir la unión, muestra su fidelidad y valentía: «...fue una víctima de sacri­ficio por las humillaciones y desprecios que recibió y so­portó con resignada paciencia, humildad y silencio. Duran­te su gobierno se cumplieron con estricta observancia los primitivos Reglamentos que tuvo la Congregación en la ca­sa de Salamanca».

Antes de salir de Zamora, la pequeña comunidad de Bo­nifacia escondió en una Caja todo lo necesario para conocer la vida y obra de Bonifacia, pues, por la hostilidad que ha­bía en la Congregación hacia ella, su imagen había sido dis­torsionada y trasmitida de forma negativa. La Caja contenía

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una biografía de Bonifacia, los documentos que confirma­ban la legitimidad de la fundación de Zamora, reglamentos, cartas, objetos personales y fotografías. Una vez enterrada la caja, la comunidad se comprometió con juramento a no de­cir nada, fiadas de que: «cuando Dios quiera, se descubrirá».

Pasó el tiempo, en 1936, treinta años después de ser ente­rrada la caja, de forma inesperada, se descubrió. Las dificul­tades políticas de España por Guerra Civil de 1936-1939 ra-lentizaron la publicación del descubrimiento. En 1941 la Su-periora General de la Congregación, entonces Aurora Sán­chez, en carta a toda la Congregación, proclamó a Bonifacia Rodríguez y Francisco Butinyá, SJ, Fundadores de la Congre­gación de las Siervas de San José. A partir de este momento se inicia un largo y lento proceso de reconocimiento, acepta­ción y asimilación del mensaje espiritual de Bonifacia, par­tiendo de algunos de sus escritos.

Tuvo que remitir el Concilio Vaticano II a las Congrega­ciones religiosas a sus orígenes para que se conocieran los elementos carismáticos primigenios de la Congregación y la fidelidad de la Fundadora a ellos y su ser de trabajadora al estilo de Jesús en Nazaret. Hoy podemos decir con el salmo: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente».

La Iglesia ha reconocido la vida evangélica de Bonifa­cia, su experiencia interior, concretada en el seguimiento de Jesús, «que bajó del cielo para vivir pobre y desconocido en la casa de Nazaret, sujeto a dos pobres artesanos». Ella, una humilde artesana, sintió en su corazón la llamada a ser tra­bajadora al estilo de Jesús de Nazaret. Desde su taller, em­pujada por el Espíritu, se asomó a las necesidades del mun­do laboral del siglo XIX herido por la injusticia, y se hizo pionera en el ámbito social de la promoción femenina. Toda su vida fue una invitación a la experiencia de Dios desde lo cotidiano, desde el trabajo diario accesible a todo creyente. Su experiencia puede iluminar los caminos trillados a diario

BONIFACIA RODRÍGUEZ DE CASTRO (1837-1905) 113

con la claridad que emana de la fe en Jesús trabajador en Na­zaret para hacer un mundo más justo y más humano.

Juan Pablo II la beatificó en 2003, y Benedicto XVI la ha canonizado en 2011.

ADELA DE CÁCERES SEVILLA, SSJ

Doctora en Historia. Historiadora de la Congregación. Profesora. Salamanca

* * *

Para saber más:

Positio Sobre las Virtudes y Fama de Santidad de Bonifacia Rodríguez de Castro, Roma 1997.

B. RODRÍGUEZ DE CASTRO, Escritos desde el Silencio. Recopi­lación de escritos de Bonifacia Rodríguez, Salamanca 2003.

A. DE CÁCERES, Encina y Piedra, Salamanca 1981.

C. ESTEBAN, Bonifacia desde lo Cotidiano, Salamanca 1992.

S. HERNÁNDEZ, Breve reseña o biografía de la M. Bonifacia Rodríguez, Fundadora de las Siervas de San José, Sala­manca 1997.

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6. Cándida M§ de Jesús (1845-1912)

Fundadora de las Hijas de Jesús

Lo que Dios quiera y sólo lo que Dios quiera

1. «Santo mío, yo quiero hacer lo que dice ese libro»

A L entrar en la Parroquia de Santa María de Tolosa, en una de las naves laterales encontramos un altar dedicado a Igna­cio de Loyola. La imagen del santo sostiene en una de sus ma­nos un libro de las Constituciones de la Compañía de Jesús. Una niña, que todavía no tiene nueve años, pasa delante de ese altar, mirando al santo y al libro, y dice: «Santo mío, yo quie­ro hacer lo que dice ese libro». La niña es Juana Josefa Cipi-tria y Barrióla; la llaman familiarmente Juanitatxo.

Es un deseo ingenuo, atrevido, porque Juanitatxo no puede leer lo que el libro encierra, ni conocer el alcance de su afirmación. Es su primer encuentro con el santo; un en­cuentro que deja impronta en su vida, pues, pasados muchos años, lo recuerda con detalle. Todavía ignora el camino que tendrá que recorrer para hacer realidad ese deseo, ignora que, conducida por ese camino, gozoso unas veces y difícil otras, llegará a ser Cándida María de Jesús, fundadora de la Congregación de las Hijas de Jesús.

Vendrán otros encuentros entre el Santo y Juana Josefa; serán otras las mediaciones con las que el Señor siga con-

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duciendo su camino, y será entonces cuando tome de ese li­bro bastantes textos para escribir sus Constituciones.

Juanitatxo había nacido en Andoain, el 31 de mayo, fies­ta de la Madre del Amor Hermoso, de 1845. Es la primera hi­ja de las siete que tuvieron Juan Miguel Cipitria y de Ma Je­sús Barrióla. Andoain es una villa de Guipúzcoa, situada en la confluencia de los ríos Oria y Leizarán, al pie del monte Bu-runtza. Las ocupaciones comunes de sus habitantes son la agricultura y la ganadería; hay también una ferrería estableci­da sobre el río Leizarán y dos molinos harineros, y, hacia 1857, se construye sobre el Oria una gran fábrica de tejidos.

Las casas torres medievales habían pasado a ser caseríos o casas de vecinos. En uno de ellos, en Berrozpe, vive la fa­milia Cipitria, allí tiene también su telar Juan Miguel.

La infancia de Juanitatxo, hasta los siete años, transcu­rre en Andoain, una vida sencilla, sobria, en una familia obrera y numerosa, profundamente cristiana. Criada por su abuela paterna, que vivía muy próxima a Berrozpe y que, se­gún la costumbre del tiempo, es la que fundamentalmente la inicia en la fe cristiana, la enseña a rezar, la lleva a la Parro­quia. Todavía en Andoain vemos a Juanitatxo que los sába­dos, en honor a la Virgen, suele dar a un pobre la tortilla que le hace la abuela; otro día es una niña pobre la que recibe el vestido nuevo que Ma Jesús le ha hecho. El amor a la Virgen y la tierna compasión para con los pobres son rasgos que se irán perfilando y cobrando fuerza a lo largo de los años.

En cuanto a la economía familiar, el pequeño taller arte­sano ve reducida su actividad ante la incipiente industria textil, lo que hace muy difícil su subsistencia.

2. «Yo, sólo para Dios»

En julio de 1852 Juan Miguel y Ma Jesús con las tres hijas: Juanitatxo, Josefa Ignacia y Josefa Jerónima, dejan Andoain y salen para Tolosa en busca de mejores condiciones de vi-

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da. Aquí nacen las otras cuatro hijas. La vida de Juanitatxo transcurre con simplicidad. Como hija mayor, ayuda a su madre en la casa y con las hermanas pequeñas, y no le que­da mucho tiempo para ir a la escuela; los domingos asiste a misa a primera hora, luego a misa mayor y hace la guardia al Corazón de Jesús. Desea hacer la Primera comunión, pe­ro tendrá que esperar hasta cumplir diez años; juega con sus amigas a monjas y las lleva a la iglesia y a visitar a las Cla­ras. La familia ha ido creciendo, pero no los recursos. Ma Je­sús sale algunos días a trabajar como sirvienta y poco des­pués una hija, Juana Josefa, se coloca como sirvienta interi­na, y además de sus tareas en casa, trabaja cuidando ocasio­nalmente el jardín de unos señores.

En Tolosa tienen lugar dos hechos significativos. En 1862 llega D. Martín Barrióla, como capellán de la Santa Casa de Misericordia y confesor en Santa María; será el primer direc­tor espiritual de Juana Josefa. Nacido en 1834, había realiza­do sus estudios en la Universidad y en el Seminario; en julio del 57 entró en el Noviciado de la Compañía de Jesús en Lo-yola, del que salió pasados dos años, aunque siempre mantu­vo el sentir ignaciano.

El segundo hecho es clave en la vida de Juana Josefa. Un chico honrado, formal, buen cristiano, que ha hecho fortuna en América, ha puesto sus ojos y su corazón en esta joven que tiene ya 18 años, y se decide a pedirla en matrimonio a su padre. Para Juan Miguel y su mujer es una gran alegría; su hija será feliz con él y la precariedad económica persis­tente se verá aliviada. Pero no son esos los planes de Juana Josefa, porque no es eso lo que Dios quiere: hace tiempo que, después de rezar y consultar con D. Martín, sabe que el Señor la llama a la vida religiosa, ya su corazón es todo pa­ra él y así se lo dice a sus padres con una de esas frases su­yas firmes y rotundas: «Yo, sólo para Dios». No está dis­puesta a aceptar ese matrimonio, la voluntad de Dios está antes que los razonables intereses de sus padres. Al mismo tiempo comprende la situación familiar y su responsabilidad

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de hija mayor; comparte su problema con D. Martín, que le busca, con ayuda de una prima suya, una casa en Burgos, donde servir.

Acompañada por esta señora, Juana Josefa sale por pri­mera vez de su casa, deja a sus padres y hermanas y va ca­mino de Castilla. Ya no será una carga familiar, incluso po­drá ayudar y, sobre todo, con la distancia, no sufrirá la pre­sión del pretendido matrimonio y podrá discernir el modo y lugar donde realizar su vocación. Va a necesitar ayuda y acompañamiento; por ello, D. Martín le aconseja que bus­que la dirección espiritual de los jesuítas.

3. «Donde no hay sitio para los pobres tampoco lo hay para mí»

Su entrada en Burgos, probablemente en 1865, significa lle­gar a una ciudad, a un ambiente totalmente nuevo para ella. Entra al servicio de la familia Montoya, pero por poco tiem­po, porque las obligaciones y ritmo de vida no son compati­bles con sus prioridades; no es el exceso de trabajo, que nun­ca la echó para atrás, sino la imposibilidad de la misa diaria y falta de tiempo para rezar. Con esta dificultad acude al P. Ramón Sureda, jesuíta, al que Juana Josefa ha elegido como confesor. El P. Sureda conoce a Dña. Hermitas Becerra, es­posa del Magistrado D. José Sabater, y piensa que tal vez es­ta familia, muy numerosa, cristiana y de buena posición, ne­cesite la ayuda de Juana Josefa, y ésta pueda encontrar así un ambiente y familia donde le sea posible aquello a lo que no está dispuesta a renunciar.

En el servicio a la familia Sabater, que la acoge con mu­cho cariño, se manifiestan el carácter y las actitudes de Jua­na Josefa: su paciencia y humildad cuando los niños le ha­cen trastadas y le gastan bromas por su mal castellano; la sencillez y alegría en medio del mucho trabajo; su vida de oración y penitencia; el tener habitación para ella sola la

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permite dedicar horas de la noche para buscar la voluntad de Dios y contemplar los misterios de la vida del Señor al mo­do ignaciano, según la orientación del P. Sureda.

También despliega su sensibilidad y caridad con los más necesitados: vuelve de la calle sin mantón por haberlo dado a una mendiga, o pasa tiempo con los zapatos rotos porque da su dinero a los pobres; arriesga su puesto de trabajo cuan­do Dña. Hermitas le dice que los vecinos, el Contador de Hacienda y el Gobernador militar, no ven bien la cola de po­bres a la puerta de la casa y hay que dejar de repartirles la comida, a lo que ella responde: «Donde no hay sitio para los pobres tampoco lo hay para mí»; nuevamente una frase ro­tunda y firme, como cada vez que algo se opone a lo que Dios quiere.

El amor al prójimo lleva también a Juana Josefa a ayu­dar en las necesidades espirituales, desarrollando su inquie­tud apostólica por medio de las «conversaciones», con la criada de enfrente y con su hermana Ma Dominica para lle­varlas a una vida más cristiana y piadosa...

En junio de 1868 la familia Sabater se traslada a Valla-dolid y Juana Josefa con ellos; para estas fechas es ya con­siderada más como una de la familia que como sirvienta, y aunque no deja de prestar sus servicios, los lazos de afecto y confianza son manifiestos y perdurarán ya toda la vida.

Destinado el P. Sureda fuera de Burgos, Juana Josefa se había acogido a la dirección del P. Rafael Sanjuán. Ahora en Valladolid deberá buscar nuevamente director, y pide al Se­ñor que le dé el confesor que necesita. Parece difícil que pueda ser un jesuíta, pues la Compañía de Jesús estaba re­cién expulsada de España; sin embargo, el Señor sigue con­duciendo su camino y haciendo cada vez más posible la rea­lización de aquel deseo infantil «Santo mío, yo quiero hacer lo que dice ese libro».

En Valladolid va a vivir Juana Josefa una experiencia fun­damental: la manifestación de la voluntad de Dios sobre ella de una forma insospechada; le aguarda la sorpresa de Dios.

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4. «Decidme, Dios mío, qué queréis que haga»

Esta frase de sus Apuntes espirituales define toda la vida de Juana Josefa, pero especialmente el proceso que vive en Va-lladolid hasta abril del 69, cuando su búsqueda de la volun­tad de Dios se hace más intensa. Lleva varios años fuera de casa, sus padres han tratado de hacerla volver, los Sabater piden que permanezca con ellos y sobre todo Juana Josefa mantiene vivo el deseo, busca y espera el modo de realizar la decisión tomada tiempo atrás, que la ha puesto en camino hasta llegar a Valladolid: «Yo sólo para Dios».

En este tiempo aparece una nueva y singular mediación para Juana Josefa: el jesuita P. Miguel Herranz. Si ya D. Mar­tín, con la formación recibida en Loyola, empezó a orientar­la y posteriormente, por su consejo, busca la dirección espi­ritual de los jesuítas, es con el P. Herranz con quien la espi­ritualidad ignaciana cobra claridad y fuerza hasta llegar no sólo a configurar la experiencia personal de Juana Josefa, si­no a caracterizar sustancialmente la identidad de las Hijas de Jesús. Miguel de los Santos San José Herranz había nacido en Valladolid el 5 de julio de 1819 en una familia acomoda­da de comerciantes. Licenciado en Derecho, no sigue el ca­mino de las leyes, sino que trabaja en el negocio familiar. In­gresa en la Compañía de Jesús con 36 años. Son tiempos di­fíciles para la Compañía en España, y su formación se desa­rrolla en Francia. Se ordena sacerdote en 1861. De 1862 a 1868 es ministro en el Colegio de San Marcos de León, has­ta la expulsión decretada por la Junta revolucionaria. El P. Herranz se instala en Valladolid en casa de un hermano, don­de celebra diariamente la Misa y atiende confesiones en la iglesia de San Felipe de la Penitencia.

En marzo de 1869 Juana Josefa se acerca a su confesio­nario. A la pregunta de Herranz sobre si tiene vocación reli­giosa responde afirmativamente, pero añade que no tiene ninguna instrucción y no sabe leer ni escribir. Convencido de la necesidad urgente de educación cristiana de la mujer,

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Herranz piensa en una nueva congregación religiosa, de es­píritu ignaciano, dedicada a esta misión y busca personas para su proyecto. Las circunstancias sociopolíticas no son las más adecuadas; sin embargo, las dificultades se convier­ten, providencia de Dios, en instrumento para su realización.

Dios va a manifestar al P. Herranz y a Juana Josefa, de for­ma desconcertante, su voluntad y ellos van a dar prueba de una confianza total en él; de lo contrario no se hubiera inicia­do una empresa en la que la desproporción entre el sujeto y el fin no podía ser mayor. El Señor hace ver al P. Herranz, mien­tras celebra la misa, que Juana Josefa es la elegida para su proyecto. El se pregunta si será posible, cuando no tiene la mínima preparación y apenas si sabe hablar castellano. Cual­quier camino hubiera parecido mucho más sensato que reco­nocer en una joven sirvienta, sin recursos humanos, ni econó­micos ni intelectuales, la persona adecuada. Sin embargo, el P Herranz cree y confía; por eso, cuando Juana Josefa le co­munica lo que Dios le ha manifestado, se dispone a ayudarla, sostenerla y orientarla en la fundación de la Congregación.

Como Ignacio hiciera, en busca de la voluntad de Dios, y como indica en los Ejercicios, el P. Herranz, una vez que Juana Josefa le manifiesta su vocación, le aconseja intensi­ficar la oración y la penitencia para que el Señor le muestre claramente su voluntad. Además de hacerlo por la noche, suele ir por la tarde a rezar a la iglesia del Rosarillo, que tie­ne en un lateral un altar de la Sagrada Familia coronado con un JHS. Este será el lugar de la respuesta y de la fe.

El 2 de abril de 1869, viernes santo, estando rezando an­te ese altar, Juana Josefa llega a conocer, de forma extraor­dinaria, con claridad, la voluntad de Dios sobre ella: fundar una congregación religiosa con el nombre de Hijas de Jesús, dedicada a la salvación de las almas por medio de la educa­ción e instrucción de la niñez y juventud femenina; otro día, en el mismo lugar y con la intervención clara de la Virgen, se le muestra el hábito y el que va a ser su nuevo nombre: Cándida Ma de Jesús.

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122 MUJERES IGNACIANAS

5. «Pronta estoy para obedecerte en todo»

Tras la revelación del Rosarillo, Juana Josefa sigue buscan­do cómo realizar la voluntad de Dios. Continúan la oración y la penitencia, se encomienda a María para superar las du­das y tentaciones que experimenta, mantiene su fe confiada, su generosidad y disponibilidad. Pero hay que sopesar y su­perar la realidad de carencias y dificultades, hay que poner los medios humanos razonables.

El P. Herranz solicita y consigue de Dña. Hermitas, co­nocedora del proyecto de la fundación que apoya, que libe­re a Juana Josefa dos horas diarias para acudir a casa de su hermano y así poder enseñarle a leer y escribir y algo de la­tín. Junto a esta ayuda intelectual, durante dos años la ins­truye en la espiritualidad ignaciana y pone a prueba la soli­dez de la su vocación; y, conforme la va conociendo, descu­bre su riqueza espiritual, sus dotes humanas, su voluntad abierta y generosa, su firme y, a la vez, dócil decisión.

Hay que decidir dónde comenzar la Congregación. Jua­na Josefa ha escrito al Papa, pidiéndole la bendición para la fundación y planteándole empezar en Roma o en Jerusalén, y de allí a los confines de la tierra, sometiéndose a lo que or­dene. También en esto quiere seguir el proceder de Ignacio. Pío IX responde que, bajo su bendición, empiece en España. Se trata de buscar un lugar; Dios le hace entender que su vo­luntad es que funde en Salamanca. Una vez más, Juana Jo­sefa y el P. Herranz saben leer lo que Dios quiere a través de las circunstancias: en Salamanca el obispo Joaquín Lluch y Garriga defiende los derechos de la Iglesia, es favorable a la presencia de congregaciones religiosas y mantiene buenas relaciones con la Compañía de Jesús. En Salamanca está también el P. Juan Bautista Bombardó, amigo y conocedor de los planes de Herranz. Por otra parte ninguna de las ór­denes y congregaciones religiosas existentes en Salamanca tiene escuelas para niñas, actividad apostólica de la Congre­gación, que pronto quedará recogida en la Forma del Insti-

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tuto: «ir a los pueblos que fueren más necesitados de nues­tras Escuelas».

Antes de iniciar la fundación, en el verano de 1871 va a Tolosa para despedirse de sus padres; no entra en explica­ciones, que harían más difícil la aceptación de su decisión. Su madre la ruega que entre en las Claras pero, finalmente, su padre le dice: «Hija, ve donde Dios te llame».

En octubre de 1871 viaja con el P. Herranz a Salamanca, pues a la carta de solicitud para fundar, escrita al Obispo, és­te le responde pidiéndole que vaya cuanto antes. El P. Bom­bardó le busca dónde hospedarse, en casa de Dña. Jacoba de Carlos, en la calle Gibraltar. Bombardó les presenta a Emi­lia Torrecilla, que acompaña a Juana Josefa para buscar una casa en alquiler donde iniciar la fundación y encuentran en la misma calle Gibraltar la Casa de San José. Vuelve a Va-lladolid, dejando a Emilia, la primera que se le une, encar­gada de preparar todo y recibir lo que ella envíe.

6. «Sola nada, pero con Dios todo lo puedo»

El 6 de diciembre salen de Valladolid Juana Josefa y el P. Herranz con Petra Piernavieja, Cipriana Vihuela y Gertrudis García, que formarán el primer grupo de Hijas de Jesús jun­to con las que esperan en Salamanca: Emilia Torrecilla y Jua­na García, las dos que, de las cinco presentadas por Bombar­dó, Juana Josefa ve ante Dios aptas para la fundación. Via­jan en un carro, pues sólo tiene 500 pesetas. Personas ge­nerosas le dieron cantidad suficiente para iniciar la funda­ción, ya que antes de salir de Valladolid Juana Josefa había repartido su dinero a los pobres, pues había prometido fiar­se sólo de Dios, no pedir nada para sí y recibir cuanto le dieran como limosna para asemejarse a Jesucristo, como si­glos antes había hecho Ignacio de Loyola en las distintas etapas de su peregrinar.

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Pasan la noche en Zamora, y llegan a Salamanca al atar­decer del día 7. Los esperan el P. Bombardó, Dña. Jacoba y Emilia. Después de rezar en la Clerecía, se dirigen a la Ca­sa de San José. El P Herranz les presenta el origen y el ho­rizonte del camino que empiezan: son cimiento de una nue­va obra en la Iglesia, inspirada por Dios para su mayor glo­ria y bien de las almas.

El día 8 asisten a misa a la Clerecía. Después Juana Jose­fa y Petra van a visitar al Obispo; Emilia con Gertrudis, a re­coger a Juana García que estaba de educanda en las Úrsulas.

Por la tarde, en un acto muy sencillo, Herranz les re­cuerda las palabras del día anterior, insiste en la pobreza del grupo a los ojos humanos -son pocas en número, en calidad todavía menos, la preparación de las compañeras tampoco es grande- pero han sido elegidas por el Señor en el que pondrán toda su confianza, como Hijas de Jesús, y bajo el amparo de María Inmaculada. Las exhorta a la fidelidad, aunque no faltarán dificultades. Les impone un escapulario interior con el IHS bordado y les pide que acepten a la M. Cándida como Madre y Superiora. Juana Josefa prosigue el camino iniciado hace tiempo. Ahora tiene compañeras: ha nacido la congregación de las Hijas de Jesús.

Al llegar a la Casa de San José había dicho: «Aquí mi paz». En el horizonte se dibujan sombras; en su corazón de fundadora recién estrenado, una certeza: «Sola, nada, pero con Dios todo lo puedo».

7. «Que tengan el espíritu de san Ignacio»

El número de las Hijas de Jesús crece poco a poco; en fe­brero de 1872 ya son nueve. Viven bajo la orientación de la Fundadora, que transmite su sencilla sabiduría sobre el Dios conocido internamente y lo que considera el verdadero espí­ritu de las Hijas de Jesús; quiere que se refleje en la comu­nidad el espíritu de san Ignacio; cuenta para ello con la ayu-

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da del P. Herranz, que acude todos los días para instruirlas y orientarlas.

Al mismo tiempo, la M. Cándida sabe que, aunque lo que más va a ayudar es la interior ley de la caridad, es necesario escribir una constituciones, y dedica los primeros meses a es­ta tarea. El P. Herranz le facilita el Sumario, las Reglas comu­nes y Costumbres de la Compañía. La M. Cándida, en actitud de discernimiento, pasa horas y horas rezando y escribiendo, acoge, modifica, completa o rechaza, para poner en palabras la inspiración recibida en germen en el Rosarillo.

El obispo Lluch y Garriga aprueba el 3 de abril de 1872 las primeras Constituciones que contienen la Forma de la Congregación, Constituciones, Reglas de las Hermanas Maestras y Ayudantes y Reglas de las Hermanas Coadjuto-ras, un texto que ha recogido las fuentes ignacianas: el Su­mario y las Reglas comunes, los Ejercicios, y gran parte de la praxis de la Compañía. Privada de la ayuda del P. Herranz, que había sido destinado repentinamente a Galicia a finales de agosto del 72, la M. Cándida cuenta ahora con la ayuda del P. Bombardó para añadir, urgida por el Obispo, las Re­glas de gobierno y de los votos, que son aprobadas el 27 de noviembre de 1873.

Con esta aprobación y después de los Ejercicios de mes dirigidos por el P. Bombardó, el 8 de diciembre de 1873 emiten sus primeros votos ante el Obispo la M. Cándida y cuatro de las cinco primeras compañeras.

Para llegar a la aprobación diocesana definitiva deben presentarse Constituciones más completas. La M. Cándida viaja a Santiago varios veranos consecutivos y a Valladolid para consultar con el P. Herranz, pues se resiste a las modi­ficaciones que el nuevo obispo, Tomás Jenaro de Cámara y Castro, agustino, pretende introducir en las Constituciones y, por tanto, en la Congregación. En enero de 1892 aprueba las nuevas Constituciones; conservan mucho de las anterio­res, se salva la identidad y el espíritu ignaciano de la Con­gregación, pero suprime algunas Reglas, modifica otras e in-

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corpora contenidos sobre gobierno. En febrero la M. Cándi­da viaja a Santiago para estudiar con el P. Herranz la forma de incorporar las correcciones y añadiduras impuestas, sin perder sustancialmente el carisma original.

El 31 de mayo de 1901 la Fundadora presenta ante la Santa Sede la solicitud de aprobación del Instituto y de las Constituciones. El 30 de julio de ese mismo año firma León XIII el Decreto de aprobación del Instituto; pero la Congre­gación de Obispos y Regulares exige que las Constituciones se ajusten a las nuevas Normas. Hay que reestructurar el tex­to presentado y se ponen en peligro nuevamente elementos propios del carisma de las Hijas de Jesús.

La M. Cándida con Ángela Cipitria y Gabriela Hondet viaja a Roma. Realizan un trabajo intenso y viven una expe­riencia dolorosa. Se salva lo más fundamental del carisma, pero también se pierden elementos sustanciales que lo ex­presan: la Forma del Instituto, el cuarto voto de disponibili­dad apostólica para todo el mundo, el mes de Ejercicios, las fórmulas de los votos y otras Reglas claramente ignacianas.

En septiembre de 1902 se recibe la aprobación pontificia por tres años, con la esperanza de poder después recuperar los elementos perdidos. Sin embargo, no ocurrirá así, y el 3 de diciembre de 1912, muerta ya la M. Cándida, se obtiene la aprobación definitiva del Instituto con las Constituciones de 1902 sin ninguna modificación.

8. «En Jesús todo lo tenemos»

Ante alguien que cuestiona el título de la Congregación, la M. Cándida responde clara y firmemente: lo eligió la Virgen y no se puede poner otro. El nombre nace de una experien­cia espiritual, contiene el carisma recibido en el Rosarillo, expresa el modo de relacionarse con Dios, con Jesús, el mo­do de ser y de proceder. Situarse como hija ante Dios, cual­quiera que sea el nombre que se le dé, marca todas las di-

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mensiones de una vida entregada a la búsqueda de su gloria en el servicio al prójimo.

Las cartas y los Apuntes espirituales transparentan el Dios sentido y gustado internamente, apasionadamente amado por la M. Cándida; un Dios que en muchos de sus rasgos trae al presente el Dios de Ignacio. Dios, el Absoluto, el sentido de la vida, y especialmente, el Padre misericordioso y providen­te, de quien todo se recibe, que tanto nos quiere, que nunca abandona a sus hijos y los tiene de su mano.

Jesús, contemplado y conocido internamente, es todo un Dios que por nuestro amor se hizo hombre, pobre y humil­de, nuestro Salvador y Redentor, que nos elige y llama a se­guirle, a anunciar su reino, a sufrir con él para resucitar con él. Encontrar en Jesús el amor y la protección, la seguridad, como de un padre para con sus hijos, llevan a la M. Cándi­da a llamarlo Padre; para expresar un amor total, completo, lo llama nuestro Padre y Esposo querido. Al referirse a lo que significa llevar como Hijas el nombre de Jesús, escribe: «imitando sus virtudes, no disgustando a tan buen Padre, que en él todo lo tenemos y sin él todo lo tenemos perdido».

9. «Virgen Purísima, Madre de Dios y Madre mía»

En los «Apuntes para lo que me mandó la Santa Obedien­cia» escribe: «la devoción a la Purísima Virgen los sábados particularmente, desde la edad de unos cuatro años». Desde entonces no hay circunstancia importante en su vida sin la presencia de María, manifestación especial de una vivencia continuada.

Y en sus Apuntes de Ejercicios de 1873: «Virgen Purísi­ma, Madre de Dios y Madre mía, te ruego, aunque soy la más indigna de las criaturas, me concedas o me alcances la gracia de tu divino Hijo para que yo cumpla lo más perfec­tamente lo que yo le propongo ... no puedo sin tu gracia, si­no faltar y caer; por eso desconfío de mí y pongo toda mi

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confianza en ti, queridísima Madre mía. Y tú pide a tu San­tísimo Hijo Jesús que me dé su amor, su gracia y su bendi­ción...» Son los rasgos de su espiritualidad mañana.

Tenía Juanitatxo nueve años cuando se proclamó el dog­ma de la Inmaculada Concepción. Conforme al momento eclesial y a la devoción popular de su tiempo, la Virgen es sobre todo «la Purísima»; considerar a María como madre de Jesús, presente en las contemplaciones de los misterios de su vida, e intercesora en las situaciones clave de la vida revelan el carácter ignaciano; la actitud filial que marca to­da su persona, la llevan a la confianza y a la imitación de «nuestra Madre y Señora».

Esta vivencia mañana no se queda en lo personal; como Fundadora la transmite al Instituto: en las Constituciones, en las cartas que siempre encabeza con «La Purísima Virgen nos cubra con su manto» y en las que insiste en acogerse a su protección, imitarla al seguir a Jesús y ser fieles hijas, en las celebraciones litúrgicas...

En octubre de 1902, cuando recibe de León XIII el De­creto de aprobación del Instituto y sus Constituciones, es­cribe a las comunidades: «Pidamos mucho a la Purísima Vir­gen que nos tenga bajo su manto y nos alcance de su divino Hijo y nuestro amado Jesús la gracia de la perseverancia fiel en la congregación de las Hijas de Jesús». No se han olvi­dado las palabras del P. Herranz en el nacimiento de la Con­gregación el 8 de diciembre de 1871: «llevando siempre por estrella de vuestros caminos a María Inmaculada».

10. «Servir y amar a su Divina Majestad»

En una carta autógrafa del año 1898, que no tiene más fina­lidad que la comunicación sencilla y el afecto a una Herma­na, la M. Cándida escribe: «...pero bendito sea Dios que ali­via las horas y sean todas para servir y amar a su Divina Ma-

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jestad, que tanto merece ser amado y tan olvidado está de los hombres, ¡Qué ingratitud, Dios mío!»

Estos sentimientos que surgen de la vida, brotan del co­razón, en su expresión coincidente, casi literalmente, con el 2o preámbulo de la Contemplación para alcanzar amor reve­lan la huella ignaciana, la impronta que los Ejercicios dejan en la vida de la M. Cándida. El contexto en el que se inserta pone de manifiesto que para ella la Contemplación para al­canzar amor es algo connatural; aflora a su pluma impensa­damente, porque sabe vivir la vida desde una mirada con­templativa que descubre a Dios en toda realidad, que recibe como don todo lo que acontece y traduce su gratitud en ala­banza. En sus notas de Ejercicios de 1873 nos revela la sín­tesis, sencilla y profunda, de la experiencia a la que el Señor la ha ido llevando. Los Ejercicios están en la raíz de la res­puesta de la M. Cándida al Señor y, por consiguiente, en la raíz de la vocación de Hija de Jesús. Las Constituciones re­cogen aspectos nucleares de la espiritualidad de los Ejerci­cios; en las cartas abundan las referencias a cómo los Ejerci­cios deben llevar a un modo de proceder en lo cotidiano, vin­culándolos estrechamente a «ser verdaderas Hijas de Jesús», llamadas a amar mucho a Dios y a trabajar por su gloria.

Los Ejercicios son considerados un medio para el bien de los prójimos; así las alumnas los hacen en los colegios, a su modo y dirigidos por Jesuítas o por las Hermanas, y en Tolosa dedica una zona del edificio para las tandas que los Padres dan a señoras.

11. «Para que reciban una cristiana educación»

El panorama de la enseñanza pública es desolador: el 75,50% de la población es analfabeta, en las mujeres el porcentaje as­ciende al 81,79%; es clara la necesidad de escuelas y colegios para niñas y jóvenes. Por otra parte, la cultura general que ofrecen algunas Ordenes de monjas llega casi exclusivamen-

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te a la clase alta y los colegios de Congregaciones francesas, por razón de la lengua, a jóvenes de la aristocracia; las clases media y baja tenían difícil acceso a esta educación.

Juana Josefa, que escucha la voz de Dios que le habla en la realidad concreta de las personas y de la sociedad, sinto­niza con la preocupación del P. Herranz y su proyecto, dan­do respuesta con la misión de la Congregación, dedicándo­se a la educación cristiana sobre todo de la niñez y juventud femenina. El «servir a Dios nuestro Señor» de la Fórmula del Instituto se concreta especialmente en la «educación ca­tólica de los pueblos» y se realiza a través de «la enseñanza del catecismo a los párvulos y de la educación cristiana de las niñas, enseñándoles todas las artes y labores de la mujer cristiana».

«Ya saben mis hijas que mi gozo es que vengan muchas niñas a nuestros colegios para que reciban una cristiana educación».

Pero las circunstancias políticas retrasan la apertura del primer colegio hasta que el 1 de enero de 1874 en la Casa de la Concordia, en Salamanca, comienzan con una clase de pensionistas y otra de gratuitas, y fiel a su proyecto de que el beneficio de la educación se extienda a todas las clases so­ciales, al domingo siguiente, empiezan las «Dominicales», de las que se hace cargo directamente la M. Cándida. En 1876 se trasladarán a la calle Zamora y allí tendrán internas y mayor número de alumnas.

Tras el primer colegio de Salamanca vendrá enseguida el de Peñaranda (Salamanca) en 1875. Diversas circunstancias llevan a esperar algunos años, después, con trabajos y viajes sin cuento, fuertes problemas y sufrimientos unas veces y grandes ayudas de benefactores otras. Entre 1886 y 1909 irá fundando Arévalo (Ávila), Bernardos (Segovia), Tolosa (Gui­púzcoa), Segovia, El Espinar (Segovia), Coca (Segovia), Me­dina del Campo (Valladolid) y Pitillas (Navarra). En todos ellos, con alguna excepción, se atiende a pensionistas inter­nas, pensionistas externas, gratuitas, párvulos y dominicales.

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Consciente de sus propias carencias, pero clara en su proyecto, recoge lo usual de su tiempo y algunos principios de la Ratio Studiorum de la Compañía de Jesús y muchas ideas de escritos de la Sociedad del Sagrado Corazón. Con esta base, en las cartas que escribe a las Hermanas, en los Diarios de las Casas y, de forma más sistemática, en las Re­glas de las Hermanas Maestras y en los Consejos para la educación cristiana va expresando su pensamiento pedagó­gico, las líneas organizativas de los colegios y un modo pro­pio de educar cristianamente.

12. «Al fin del mundo iría yo en busca de almas»

En esta ocasión la palabra rotunda de la M. Cándida suena casi desmesurada: «al fin del mundo iría yo en busca de al­mas», es su forma de expresar, desde los deseos del corazón, la acogida a la llamada del Rey eternal «mi voluntad es de conquistar todo el mundo».

Tras varias peticiones e intentos malogrados, el 29 de septiembre de 1911, en Salamanca, entre lágrimas de despe­dida y alegría por el deseo cumplido, la M. Cándida bendi­ce y despide a las seis primeras Hijas de Jesús enviadas fue­ra del país. Las acompañarán hasta Cádiz las Madres Ánge­la y Joaquina, embarcarán rumbo a Brasil el 3 de octubre. Desde el puerto de Santos, en un viaje a caballo, en balsa o a pie, llegan a Pirenópolis el 7 de noviembre. El colegio de «La Inmaculada» abre sus puertas el 8 de diciembre de 1911, con el mismo fin de educación cristiana, para todas las clases sociales, con las formas y organización propias de es­te país.

En enero de 1912 llega a Mogi Mirim la segunda expe­dición. El 17 de marzo se inaugura el nuevo colegio. La M. Cándida ya no verá la tercera fundación en Brasil, Caconde, aunque aprobada por ella; empezará en enero de 1913, poco después de su muerte.

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Casi cien años después las Hijas de Jesús estarán pre­sentes en diecisiete países, en busca de la mayor gloria de Dios y bien de los prójimos, en una tierra sin fronteras.

13. Verdaderas Hijas de Jesús

«Es lo que anhelo de mis hijas, verlas verdaderas Hijas de Jesús», una expresión incansablemente repetida en las cartas que la Fundadora escribe. Así va desplegando el modo de encarnar la identidad del Instituto y su trasfondo ignaciano en la vida concreta, cotidiana: Vivir la fe, la confianza y abandono en Dios como Padre; amar a Jesús, demostrándo­lo con las obras y conformando la propia voluntad con la su­ya en todo, seguir sus huellas y parecerse a él como un hijo se parece a su padre. Acogerse a la protección la Purísima Virgen como Madre y Señora. Trabajar incesantemente por la gloria de Dios y salvación de las almas.

«Ser verdaderas Hijas de Jesús» seguirá resonando como un lema en la Congregación a través del tiempo, será una ex­presión leída y desentrañada en cada momento histórico, en cada Congregación general.

Y junto a la llamada a la autenticidad, el constante deseo de recuperar las Primitivas Constituciones, aquellas que quedaron tan desdibujadas en 1902, aunque las Hijas de Je­sús hayan seguido bebiendo de ellas, hundiendo sus raíces en la fuente ignaciana con la que la M. Cándida se identifi­có y que tomó como expresión del carisma recibido en el Rosarillo.

Habrá que esperar al Concilio Vaticano II para que las nuevas Constituciones incorporen las escritas por la Funda­dora y otros elementos ignacianos. La Congregación General XII, en 1983, aprobará el nuevo texto, de neto sabor ignacia­no, que obtendrá la aprobación de la Santa Sede en 1985.

La consecución de este deseo largamente esperado com­prometerá a las Hijas de Jesús en una profunda renovación

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de su vida y misión. Ya en el siglo XXI, mirando a la Fór­mula del Instituto, pórtico y esencia de las Constituciones, en la C.G. XVI se preguntarán: ¿Qué nos pide hoy la Fór­mula? ¿Cómo ser hoy verdaderas Hijas de Jesús? En la «Lectura vivencial y actualizada de la Fórmula» quedará re­cogida la respuesta.

14. «...y todos para mi Dios»

9 de agosto de 1912. Hace cuatro días la M. Cándida subía desde la casa de los Mostenses al colegio de la Inmaculada para celebrar el cumpleaños de la Superiora. Ahora, a las cinco de la tarde, acaba de morir. Ha terminado su camino en esta tierra y vive para siempre junto a Dios. Han sido cua­tro días, de procurarle atención corporal y espiritual, de la compañía de sus hijas, de ir y venir de personas de toda cla­se social para verla o interesarse por ella, de oraciones y lá­grimas. Entre los primeros en acudir está el P. Pedro Muná-rriz, que, al recordarle los cuarenta y un años de su vida re­ligiosa, recibe una respuesta espontánea, salida del corazón: «...y todos para mi Dios», réplica serena y gozosa de aquel firme y rotundo «Yo sólo para Dios» de su juventud. Casi un siglo después, el 17 de octubre de 2010, Benedicto XVI de­clarará santa a esta mujer que, con amor y confianza abso­luta en Dios, siguió las huellas de Jesús en obediencia a la voluntad del Padre: «Yo, todo lo que Dios quiera y sólo lo que Dios quiera».

Ma DEL PILAR LINDE, FI

Religiosa Hija de Jesús. Especialista en Constituciones y Espiritualidad

y Misión del Instituto. Sevilla

* * *

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Para saber más:

CÁNDIDA Ma DE JESÚS, Constituciones (1872-73; 1892), Sala­

manca 1899.

— Cartas, Edición preparada por T. Lucía, Editorial Católica, Madrid 1983.

C. DE FRÍAS, Cándida Ma de Jesús Fundadora, Salamanca 1988.

— Donde Dios te llame, Sigúeme, Salamanca 1990.

M.T. ZUGAZABEITIA, «Influencia ignaciana en las Hijas de Je­sús»: Manresa 58 (1986), 299-327; y 59 (1987), 49-87.

7. Vicenta Ma López y Vicuña (1847-1890)

Fundadora de las Religiosas de María Inmaculada

«Es él quien lo quiere: las chicas han triunfado»

1. Perfil biográfico

VICENTA María nació en Cascante (Navarra), el 22 de mar­zo de 1847. Fueron sus padres, el abogado don José María López y Jiménez, catalán de naturaleza y navarro-andaluz en sus raíces familiares, y la estellesa María Nicolasa Vicu­ña. Al día siguiente fue bautizada en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción y le impusieron los nombres de Vi­centa María Deogracias, respondiendo a una antigua tradi­ción familiar, a la profunda devoción mariana que profesaba la familia y en atención al santo del día.

La profesión religiosa de su tía y madrina, María Domi­nica Vicuña, en el Primer Monasterio de la Visitación en Madrid, fue la ocasión propicia para realizar un viaje a la Cor­te en mayo de 1854 y conocer a sus tíos maternos, D. Manuel María y su hermana María Eulalia casada con D. Manuel de Riega. Antes de volver a Cascante se confesó por vez pri­mera con el servita D. Luis Marín.

La costumbre de la época imponía esperar a los doce años para poder comulgar, pero Vicenta María consiguió el permiso de su padre para adelantarse, y, a los diez, hizo su

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Primera Comunión. Unos meses más tarde, sus padres deci­dieron enviarla a Madrid, junto a sus tíos, con el fin de ofre­cerle la esmerada formación que deseaban para ella.

Su tía María Eulalia le organizó el régimen de vida que había de seguir para cumplir los deseos manifestados por aquellos: D. José María soñaba sobre todo con que llegara a adquirir una brillante educación, y doña Nicolasa, encomen­daba a su hermana que «se la educara para santa».

Vicenta María observó con toda fidelidad el plan traza­do por su tía. Profesores particulares le impartían en casa las distintas materias, mientras que su misma tía se encargaba de su formación espiritual y del crecimiento en la vida cris­tiana. Con ella iba a Misa, a la Exposición y Reserva del Santísimo Sacramento, visitaba el hospital donde doña Ma­ría Eulalia practicaba el amor al prójimo y un Estableci­miento organizado por ella, junto con su hermano y otras se­ñoras, para la acogida y formación de jóvenes sirvientas. Así se inició Vicenta María en la dimensión apostólica de su fe cristiana, de tal forma que crece con ella como algo conna­tural a su manera de ser.

Dando por terminada la educación de Vicenta María en Madrid, sus padres la reclamaron en Cascante, mientras que sus tíos alegaron los derechos que sobre ella habían adquiri­do. Un cierto forcejeo provocado entre padres y tíos se so­lucionó con un acuerdo familiar, según el cual de junio a oc­tubre lo pasaría en Cascante y el resto del año en Madrid.

A medida que va dejando de ser una niña, sus padres se forjan legítimos sueños e ilusiones en vistas a su futuro. As­piran a verla realizar un matrimonio, de acuerdo con su ran­go y formación. Pero ella abriga otras aspiraciones, y en una frase corta y tajante manifiesta su resolución de no abrazar el estado matrimonial: «Ni con un rey ni con un santo». Se­gura de su vocación religiosa y con la aprobación de su di­rector, el P. Victorio Medrano, SJ, hizo voto de castidad a los 19 años de edad. En marzo de 1868, se retiró al Primer Mo­nasterio de la Visitación en Madrid para hacer una experien-

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cia de ocho días de Ejercicios espirituales bajo la dirección del P. Luis Pérez.

Llegado el mes de junio, para eludir el acuerdo familiar, según el cual debía ir a Cascante, manifestó a sus padres su proyecto. D. José María no compartía las aspiraciones de su hija y alegó razones para negarse a consentir que se queda­ra en Madrid. Toda insistencia resultó inútil, y Vicenta Ma­ría se sometió a las exigencias de su padre.

En febrero de 1869 regresa a Madrid y se entrega a una intensa actividad apostólica y al proyecto de elaboración de las Constituciones del nuevo Instituto.

El 11 de junio de 1876, Solemnidad de la Santísima Tri­nidad, el actual beato Ciríaco María Sancha y Hervás, Obis­po Auxiliar de Toledo con residencia en Madrid, impuso el hábito religioso a Vicenta María y otras dos compañeras, dando así origen en la Iglesia a la nueva congregación de «Hermanas del Servicio Doméstico».

El año de 1879 señaló para Vicenta María el inicio de una vida particularmente marcada por el dolor, la enfermedad y el sufrimiento, con los primeros síntomas de la tuberculosis. Ella y las personas que la rodean, saben que vivirá pocos años. El Instituto necesita consolidarse, las Hermanas son po­cas y el trabajo excesivo. Algunos viajes al balneario de Pan-ticosa o a la fuente de aguas sulfurosas de El Molar (Madrid) fueron los remedios que, según las posibilidades de la época, se pusieron para paliar la enfermedad. El mal sigue inexora­ble su curso, pero Vicenta María no se da tregua en orden a la formación de las religiosas y la consolidación del Instituto.

En marzo de 1882 viaja a Sevilla para comenzar los pre­parativos de una fundación, que le habían solicitado, y que, por falta de personal, no se llevó a cabo hasta 1885. El tiem­po pasa y los acontecimientos se suceden. Cada preocupación o nuevo trabajo es para la ella como una preparación para el siguiente. Una prueba grande e inesperada llega en 1884 con la pérdida de una parte considerable del capital que mantenía la obra, de lo cual tuvo noticia a la muerte del administrador,

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en el mes de enero. Urgida por el P. Leonardo de la Rúa y otros jesuítas, va a Cataluña en octubre de 1887, para entre­vistarse con Doña Dorotea de Chopitea, y, con su apoyo, fun­dó una casa en Barcelona el 10 de febrero de 1888.

El año de 1888 trajo otras buenas nuevas para Vicenta María y su Congregación. Rebosante de gozo y acción de gracias por lo que ella denomina «el más fausto aconteci­miento desde que la Congregación existe», reconoce en la concesión del Decreto de Alabanza, por parte del Papa León XIII, el sello con el que queda confirmada la voluntad de Dios acerca de la existencia de la Congregación.

En septiembre de 1889, convocó en Madrid el primer Capítulo General de la Congregación, que se celebró bajo la presidencia del beato Ciríaco María Sancha.

La menguada salud de Vicenta María, le impidió hacer la experiencia del mes de Ejercicios antes de su profesión perpetua en la fiesta de san Ignacio en 1890, apenas cinco meses antes de su muerte. Misas, triduos y novenas se suce­dieron ininterrumpidamente pidiendo el milagro de la salud. Pero el mal siguió su curso y el día 26 de diciembre, a las dos menos cuarto de la tarde, entregó su alma a Dios con la misma santidad sencilla y heroica que había vivido durante los 43 años que pasó sobre esta tierra.

El Año Santo de 1975, declarado también «Año inter­nacional de la mujer», ofreció el marco ideal para el reco­nocimiento público por parte de la Iglesia de la santidad de Vicenta María López y Vicuña, canonizada en Roma por el Papa Pablo VI, el 25 de mayo, solemnidad de la Santísima Trinidad.

2. Ambiente familiar y social

La vida de Vicenta María transcurre en la segunda mitad del siglo XIX en dos escenarios familiares diversos. Su infancia y algunas temporadas de su juventud permanece junto a sus

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padres en Cascante, su ciudad natal, y a partir de los diez años reside en Madrid con sus tíos maternos.

Vivir según la voluntad de Dios en orden a su mayor glo­ria es el principio motor que mueve la vida en los ambientes familiares de profunda raigambre cristiana que acogen y ven crecer a Vicenta María López.

Los acontecimientos sociopolíticos que marcaron las pri­meras cuatro décadas del siglo XIX en la historia de España tuvieron una fuerte incidencia en Navarra, particularmente en Estella, donde la Guerra de la Independencia, los enfrenta-mientos entre absolutistas y constitucionalistas y la Primera Guerra Carlista, provocaron dolor e indigencia en la pobla­ción. Las circunstancias particulares que envolvieron la vida de la ciudad de Estella, se hicieron sentir también en el hogar de los Vicuña y García, que, a pesar de todo, mantuvieron en la vida familiar una atmósfera impregnada de sólida piedad, auténtica caridad cristiana y amor a la justicia. Allí vivió has­ta su matrimonio doña María Nicolasa Vicuña, de tempera­mento más bien sombrío, dotada de una bondad innata, que la hacía aparecer como una mujer más bien tímida, amable y condescendiente. Sus ejemplos de vida, marcaron en gran medida la forma de ser Vicenta María y prepararon su cora­zón para la vivencia de una piedad profunda que desde la ni­ñez aparece como algo connatural a su forma de ser.

En Cascante, junto a su madre viuda y a una hermana, vivió su padre, don José María López, miembro del Real Colegio de Abogados de Pamplona, a quien el estudio de las leyes y el ejercicio de su profesión, ayudaron a cultivar un temperamento más bien rectilíneo y preceptista, mitigado por su carácter alegre y extrovertido. Conocedor de las bue­nas dotes de su hija, se constituyó en su primer maestro, en­señándola a leer y el catecismo. El ejemplo de su padre ini­ció en Vicenta María la forja de una voluntad capaz de lle­var adelante grandes empresas.

La primera hija del matrimonio López y Vicuña falleció apenas dos semanas antes del nacimiento de Vicenta María.

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Sus padres acogieron no sólo con cristiana resignación sino con sentimientos de gratitud y alabanza la muerte prematu­ra de su primogénita, que no alcanzó los tres años de edad. Don José María López comunicó así la noticia a sus herma­nos de Madrid: «Nuestra muy amada hija, la hermosa Vi­centa no existe; Dios la quiso para sí, y subió a su gloria el día 8, a las 3 horas % de la madrugada. Sea el nombre del Señor bendito y téngase por contento de haber ofrecido so­bre su altar las primicias de nuestras entrañas». Días más tarde, participó la alegría por el segundo alumbramiento de su esposa, con el reconocimiento de que «Dios aflige y no desampara».

Vicenta María crece sana y despierta. El ambiente que la rodea agudiza su inteligencia, y capta con facilidad el com­portamiento de las personas mayores; disfruta con las fiestas y con los regalos, goza yendo a la iglesia y enseñando a otras niñas de su misma edad el Catecismo que ella aprende de su padre, o subiendo al Romero para honrar a nuestra Señora.

Cuando llegó a Madrid en 1857 para continuar su edu­cación, encontró en la casa de sus tíos, además de un hogar, una auténtica escuela de la más genuina caridad cristiana. Al margen del proceso industrial que caracterizó el siglo XIX europeo, Madrid se convirtió en foco de atracción de la emi­gración popular. El latifundismo y la prohibición de cultivar terrenos comunales y cercar parcelas provocaron el aumen­to del precio de las propiedades y la disminución de las ren­tas del campo. Los campesinos emprendieron una emigra­ción creciente y desordenada que obligó a romper las mura­llas de las viejas ciudades para integrarlos dentro de ellas en busca de trabajo. Este fenómeno de la emigración campesi­na explica la aparición en Madrid de adolescentes y jóvenes que, sin recursos económicos, sin profesión y sin cultura bá­sica, sólo podían aspirar a emplearse en el servicio domésti­co y a permanecer al margen de una ebullición social que iba encuadrando a la sociedad en clases bien diferenciadas y distantes.

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Los tíos de Vicenta María, D. Manuel María y doña Ma­ría Eulalia Vicuña, miembros de la Congregación de la Doc­trina, establecida en Madrid desde 1842, ejercían su aposto­lado en los hospitales, en las cárceles y en otros centros de Beneficencia. Ante la situación desoladora del crecido nú­mero de mujeres que, al salir del hospital, no tenían más me­dio de subsistencia que vender sus propios cuerpos o intro­ducirse en otros ambientes de mala vida, los hermanos Vi­cuña se sintieron inspirados a practicar de una manera parti­cular la caridad para con las más jóvenes. La idea maduró hasta tomar forma en una «Casa de caridad» para huérfanas y sirvientas que, con el apoyo y la colaboración del P. Juan Cabañero, SJ y otras personas, inauguraron el 8 de diciembre de 1853, en un pequeño piso de la calle de Lucientes.

Esta obra benéfico-asistencial, que los Vicuña cuidaban con particular desvelo, marcó profundamente los ideales de Vicenta María. El Establecimiento tenía como principal ob­jeto el de «acoger e instruir a las jóvenes que, huérfanas o ausentes de sus familias, se dedican o debieran dedicarse al servicio doméstico, antes de que llegaran a ser víctimas de la disolución e instrumentos de la perversión pública del Madrid decimonónico». Interpelada por la vida y los peli­gros que corrían aquellas muchachas, descubrió Vicenta María una forma nueva de servir al Señor. Las dificultades y los fracasos que hubieron de superar sus tíos para llevar ade­lante aquella obra de caridad, no tardaron en convencerla acerca de la necesidad de fundar una congregación religiosa que garantizara su continuidad el día que faltaran ellos.

3. Influjo ignaciano

Vicenta María fraguó su espiritualidad en la escuela de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, que ella misma consideraba como un medio para ir segura y aprove­chando por el camino del cielo. Cuando llegó a Madrid pa-

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ra continuar su educación, Doña María Eulalia se preocupó de que eligiera el que había de ser su confesor mientras per­maneciera en la Corte. En el Oratorio del Olivar, Vicenta María se fijó en el P. Juan Cabañero, SJ y bajo su dirección inició una relación personal con varios miembros de la Compañía de Jesús que habría de durar hasta su misma muerte. Apenas sabemos nada de su relación personal con el P. Cabañero, pero sin duda, fue allí donde germinó la semi­lla de su posterior vocación no sólo a la vida religiosa sino como fundadora de una nueva congregación.

Tenía dieciséis años cuando se puso bajo la dirección es­piritual del P. Victorio Medrano, y pasaba cada vez más tiem­po colaborando en la obra apostólica que impulsaban sus tíos, que no pasaba por su mejor momento. Todo parecía reclamar una actitud de discernimiento. Vicenta María se mira a sí mis­ma y mira a su alrededor tratando de descubrir la mirada de Dios en todo lo que acontece. Más tarde dirá que «de sólo Dios le ha venido la afición por aquel trabajo con las sirvien­tas». El P. Medrano fue el primer depositario de la idea que empezó a rondar a Vicenta María sobre la necesidad de fun­dar una Congregación religiosa que garantizara la extensión y continuidad de la obra iniciada y mantenida por sus tíos.

Su vida de oración, su actitud constante de escucha y discernimiento, la apertura y fidelidad a cuanto el director espiritual le iba aconsejando llevaron a la joven Vicenta Ma­ría a la conclusión de que en las cosas de Dios, es él quien tiene que dar la fuerza y los medios para realizarlas. A pun­to de cumplir veintiún años de edad, Vicenta María, cons­ciente de su ser de criatura en relación con su Creador y Se­ñor, no tiene ya ninguna duda acerca de su vocación. Porque Dios la quiere embarcada en esa nave de salvación para mu­chas almas que será la futura congregación, puede esperar ella el ánimo y la fuerza necesaria para hacer frente a todas las tempestades.

En busca de gracia y fuerza para secundar los planes de Dios y llevar a cabo su obra, se retira al Real Monasterio de

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la Visitación para hacer su primera experiencia personal de Ejercicios espirituales según el método ignaciano bajo la dirección del P. Luis Pérez, SJ. Las notas redactadas des­pués de la primera meditación del primer día, y la elección, hecha por insistencia del P. Luis Pérez son, sin duda, la me­jor prueba de hasta dónde había hecho suya Vicenta María la espiritualidad ignaciana: «Me ha creado con el fin de ser­virle aquí y de gozarle en la otra vida. Mi memoria no se emplee más que en aquello que agrade a Su Majestad; mi entendimiento sólo en conocerle y en todo aquello que re­dunde en gloria suya; y mi voluntad en amarle y hacer cuanto exija, pues es suya, y sería una injusticia apropiár­mela y abusar de ella inclinándola a practicar mis capri­chos, etc. Pues os diré con san Ignacio: "Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, entendimiento y toda mi voluntad, cuanto tengo y poseo a Vos lo devuelvo, pues Vos me lo disteis: todo es vuestro, disponed de ello a vues­tra voluntad; dadme vuestro amor y gracia que esto me bas­ta y con ello seré bastante rico"». San Ignacio coloca al co­mienzo de la experiencia de Ejercicios la meditación del Principio y Fundamento y al final, como broche o culmen de lo vivido, la contemplación para alcanzar amor con la ofrenda de todas las cosas y de sí mismo «así como quien ofrece afectándose mucho». En aquella primera experien­cia, Vicenta María ha asimilado ya el núcleo de la espiri­tualidad ignaciana de tal manera que le basta la primera me­ditación sobre el Principio y Fundamento para decir con san Ignacio «Tomad, Señor, y recibid».

En aquella experiencia y de acuerdo con su director, el P. Medrano, Vicenta María no haría la elección porque esta­ba ya hecha. Pero no todos querían renunciar a la idea de verla monja en la Visitación. El P. Pérez era uno de ellos y por eso insistió en que, a su debido tiempo, se haría la elec­ción entre ser salesa o dedicarse a la proyectada fundación.

Vicenta María se aviene, sin oponer resistencia, a los de­seos del director y nos sorprende a todos con una elección,

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fruto de su total indiferencia y apertura a que Dios confir­mara su proyecto o revelara un nuevo camino.

En ninguna de las opciones encuentra inconvenientes. Halló tres ventajas obvias en ser salesa: «Seguridad en mar­char por el camino de la obediencia. Estar libre de peligros. Se da gloria a Dios con oración y santa vida».

Las ocho ventajas que encontró en realizar la fundación del Instituto, dice ella que hicieron caer la balanza, «de una manera que no quedó duda alguna» de que Dios lo quería. Sólo quien ha asimilado el seguimiento de Cristo hasta la Cruz como el camino para la total identificación con él en aras de la mayor gloria de Dios puede reconocer como ven­tajas: «más pobreza, más mortificación de las naturales in­clinaciones, mucho peligro de sufrir desprecios, vituperios, continuo esfuerzo y continuo sacrificio» porque en ello se manifiesta la gloria de Dios más palpable y se responde a «una necesidad de la época».

Cuando su tía, Sor Dominica, la pregunta por la reso­lución definitiva, Vicenta María no deja resquicio a la du­da: Consolémonos en Dios que es él quien lo quiere y por Quien debemos quererlo también nosotras: las chicas han triunfado.

A partir de esa experiencia decisiva, toda la vida de Vi­centa María discurre en una ininterrumpida actitud de dis­cernimiento. Atenta y dócil a lo que sus consejeros y direc­tores le indiquen, en cuanto mediadores para ella de la vo­luntad de Dios, no duda en mostrarse firme en sus convic­ciones frente a ellos mismos, cuando el Señor le manifiesta su querer en la intimidad de la oración personal. El P. Isidro Hidalgo, que la dirigió desde 1875 hasta su muerte, y la ayu­dó a completar y revisar el texto de las Constituciones, re­fiere que «siendo tan humilde y desconfiada de sí y de sus cosas, cuando veía así con esa luz, era tal la firmeza con que lo apoyaba que, probada muchas veces por su Director, ex­poniéndole dudas y aduciendo dificultades, e imponiendo a veces por prueba su parecer contrario, jamás retrocedía».

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Una actitud constante de búsqueda y cumplimiento de la voluntad de Dios en orden a su mayor gloria resume la vida de Vicenta María y resplandece de modo particular en su fal­ta de salud. Cuando a los treinta y dos años de edad, apare­cen los primeros síntomas de la tuberculosis, admite la ne­cesidad de reflexión para aceptar una vida corta pero tam­bién señala en sus notas de ejercicios que no quiere en ab­soluto más que en todo se cumpla la voluntad de Dios.

Cercana ya su muerte, en su última experiencia de Ejer­cicios, el padecer es para ella un medio para probar la au­tenticidad de su deseo de identificación con Cristo y sólo en Dios y en la unión práctica con su voluntad busca y halla consuelo.

4. Perfil espiritual y apostólico

La espiritualidad de Vicenta María es la sabia que anima y alimenta su dimensión apostólica y que se manifiesta en la Eucaristía y el amor a Cristo; la obediencia como medio pa­ra su identificación con Cristo en orden a la búsqueda y rea­lización de la voluntad de Dios; la oración como contem­plación de la Persona de Jesús y medio para la unión con él; la caridad fraterna, como consecuencia de ese mismo amor, y la devoción a la Virgen, sobre todo como Inmaculada.

El amor a la Eucaristía y a la persona de Jesucristo, par­ticularmente en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, son para Vicenta María, mucho más que una devoción de su época, de la que naturalmente participa. Son la fuente y el cauce de la transformación de su propio espíritu que se va fraguando en la intimidad personal, en la continua presencia de Dios y en la contemplación de los misterios de la vida de Cristo.

Vicenta María experimenta un gozo especial en conocer, admirar y adorar al Señor presente en el Sacramento de la Eucaristía, hasta el punto de afirmar que «Mi contento acá

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en la tierra es conocerle y admirarle en el Santísimo Sacra­mento, cuya grandeza nada puede excederle». Días memo­rables para ella eran aquellos en los que Jesús Sacramenta­do tomaba posesión de las casas del Instituto, hasta el pun­to de anotar cada fundación como «un Sagrario más».

La devoción al Corazón de Jesús que no supo ni quiso nunca separar del amor a la Eucaristía, constituyó para ella un ideal de vida. A través de la vivencia del amor y del do­lor penetró en lo sustancial de esta devoción: saberse amada de Jesús y amarle a su vez con un amor exclusivo y total, hasta obligarse con voto a «hacer lo más perfecto bajo el amparo de este misericordiosísimo Corazón».

La entrega incondicional, en obediencia y disponibilidad a la voluntad de Dios constituyó el norte único de la vida de Vicenta María. Obedeció a lo largo de toda su vida y obede­ciendo de forma madura, activa y responsable, creció en la identificación con Cristo, obediente al Padre. En su expe­riencia personal maduró en ella el estilo de obediencia que quiso como distintivo para sus hijas, una forma de obedecer que sólo se aprende «mirando al divino modelo, Cristo Se­ñor nuestro, que para enseñarnos se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz».

La oración personal fue para Vicenta María una escuela en la que aprendió a descubrir la presencia de Dios en todas las cosas y a servirse de todas las cosas para elevarse hasta Dios. El progreso y adelantamiento en su vida espiritual, es el fruto maduro de un intenso trabajo de ascesis personal y una como invasión de la gracia en la que Dios mismo pene­tra totalmente su ser, lo purifica y lo transforma. No hubo en su vida circunstancia próspera ni adversa que Vicenta María no llevara a su encuentro con el Señor.

Si ser plenamente cristiano supone un corazón con las proporciones del Corazón de Cristo, que ama a todos los hombres, porque todos son hijos, así puede ser definida la vivencia de la caridad en Vicenta María. De su convicción de ser amada por Dios brotó con fuerza incontenible un

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amor que no conoció fronteras, ni supo de diferencias. Amó entrañablemente a cada una de las personas que encontró a lo largo del camino y a todas aquellas por las que se sintió llamada a dar su vida.

En sus apuntes espirituales anota que el amor no se co­rresponde sino amando y que no consiste en palabras sino en obras, y el Papa Pablo VI en la homilía de la ceremonia de su canonización afirmó que santa Vicenta María había sen­tido, imperioso, el reclamo de la caridad hecha servicio.

Cuando la muerte rondaba ya cercana, pedía a sus her­manas que amaran las unas a las otras como Jesucristo nos amó y con el mismo amor a todas las almas redimidas con la sangre de Jesucristo.

Las raíces de su honda piedad mariana, hay que buscar­las en el culto a Nuestra Señora, en la devoción al Rosario, en las plegarias y fórmulas de devoción que fecundaron su alma desde la infancia. En su celo apostólico destaca un fuerte acento mariano, que despliega ya en su adolescencia como apóstol del Rosario. A la Virgen, Madre y modelo de todas las virtudes, acude Vicenta María en todas las circuns­tancias de la vida; por su mediación pide todas las gracias que necesita; como Modelo trata de seguirla y en unión con María contempla cada uno de los misterios de la vida de Cristo, desde Belén hasta el Calvario. María Inmaculada, la Virgen preservada de toda mancha de pecado es, para Vi­centa María el modelo y la más perfecta expresión de lo que el Señor ha hecho con ella misma llevándola por el camino de la gracia y de lo que se reconoce llamada a hacer con las jóvenes alejándolas del peligro.

5. Proyecto fundacional

La primera etapa del camino espiritual de Vicenta María al abrigo de la espiritualidad ignaciana, bajo la dirección del P. Cabañero, coincide con los años de su adolescencia, mien-

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tras que para la Obra apostólica fundada por sus tíos, abar­ca dos etapas bien diferenciadas: una época de consolador desarrollo y el posterior fracaso en el intento de mantener unido el Asilo para sirvientas con el Colegio del Carmen en la plaza de San Francisco.

El P. Cabañero, había apoyado y sostenido con entusias­mo la idea de los hermanos Vicuña desde sus comienzos en 1853. Nada tendría de extraño pensar que el jesuita aproba­ra y secundara el razonamiento que doña María Eulalia re­petía a su sobrina, ya adolescente, de que ella no estaba en Madrid solamente para estudiar piano y francés sino para ocuparse de los pobres cuando sus tíos murieran. Lo cierto es que, aún se confesaba y dirigía con el P. Cabañero cuan­do, en 1862 empieza a colaborar de una manera más asidua en el trabajo con las sirvientas, separadas ya del Colegio del Carmen.

En 1864, la joven Vicenta María comunicó al P. Medra-no la idea que ella tenía de la necesidad de fundar un nuevo instituto religioso con el fin de garantizar la continuidad de la obra iniciada por sus tíos. El jesuita aprobó la idea, pero con la consigna de dejar en suspenso la realización.

A partir de entonces el proyecto de fundación sigue una línea ascendente en la que, por una parte, hay que hacer frente a dificultades que en lo humano parecen hacer peli­grar su realización definitiva; y, por otra, el proyecto de Dios se va realizando paulatinamente y no sin sufrimiento.

El verano de 1868, en Cascante, representó uno de los momentos de mayor sufrimiento en la vida de Vicenta Ma­ría y de mayor peligro para la fundación. D. José María Ló­pez se siente en el deber de proteger a su hija de un estilo de vida que él considera arriesgado e incierto y de exigirle el cumplimiento del deber de cuidar a sus padres. La corres­pondencia epistolar con el P. Medrano, la oración, el silen­cio y la práctica fiel del examen particular fueron medios que le ayudaron a leer el querer de Dios en medio de aque­llos sufrimientos y contradicciones.

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De regreso a Madrid, la situación social y política, des­pués de la revolución de septiembre de aquel año, no era la más propicia para emprender fundaciones, pero puesto que Dios lo quería, Vicenta María no duda de que a ella le toque ir dando pasos, y no se detiene.

De momento, introduce una novedad en el reglamento para las jóvenes acogidas: Ninguna de las jóvenes que in­gresen en la casa sea colocada sin haberse confesado y siem­pre que se pueda, particularmente cuando entran por prime­ra vez, se las preparará para hacer una confesión general por medio de algunos días de ejercicios cuyo medio es muy efi­caz para que reformen sus costumbres y emprendan una nueva vida. Vicenta María admite que ella no sabe si san. Ig­nacio hubiera dado ejercicios a personas de esta clase, lo que sí sabe es que esa experiencia es acaso el único medio de ha­cer que se fijen en la importancia de su salvación, el más efi­caz para arreglar sus conciencias y poner el cimiento para emprender una vida cristiana, y de tanta importancia que en ningún tiempo ha de descuidarse esta práctica que la expe­riencia acredita ser tan provechosa.

El 22 de febrero de 1871, con la aprobación del P. Vic-torio Medrano, Vicenta María y un reducido grupo de seño­ras que viven en el establecimiento dedicadas al trabajo con las jóvenes, empiezan un ensayo de vida religiosa con la ob­servancia de una Reglitas provisionales que Vicenta María había redactado mientras llegaba el momento de poder ob­servar las Constituciones ella misma estaba elaborando.

La llegada a Madrid del P. Isidro Hidalgo, SJ en 1875 y su inmediata dedicación a los ministerios en el Asilo de sir­vientas resultó ser providencial para la definitiva puesta en marcha de la nueva Congregación religiosa. Vicenta María acepta con generosidad de espíritu y en total indiferencia lo que su director le va confirmando como voluntad de Dios en los pasos a seguir. Completa el texto de las Constituciones y el 11 de junio de 1876, junto con otras dos compañeras vis­te el hábito de la Congregación de Hermanas del Servicio

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Doméstico (oficialmente denominadas más tarde «Religio­sas de María Inmaculada»).

Las llamadas a fundar fuera de Madrid se suceden y la Fundadora responde a algunas, no sin antes conocer el pare­cer de los jesuítas y asegurarse de su apoyo en los lugares donde va a abrir nuevas casas. En tanta estima llegó a tener la espiritualidad y doctrina de san Ignacio de Loyola que re­celaba de fundar donde no hubiera jesuítas, por no privar de sus consejos, dirección y ministerios a las religiosas y a las jóvenes. Así ocurrió con la fundación en Burgos, que se le resistió hasta que en 1889 el P. Antonio Martínez fue desti­nado a reorganizar allí la residencia.

6. Pervivencia del carisma original

La obra benéfica iniciada por D. Manuel María y doña Ma­ría Eulalia Vicuña no se limitó a aliviar la pobreza de las jó­venes sirvientas o a cambiar su imagen social. Vicenta Ma­ría heredó de sus tíos una obra apostólica en la que, a través de la acogida y formación brindó a las jóvenes medios para descubrir su verdadera identidad de hijas de Dios salvadas en Jesucristo y, por consiguiente, su vocación a la santidad. La práctica de los Ejercicios espirituales, el apostolado de la oración, la frecuencia de los sacramentos, las congregacio­nes marianas con sus prácticas de piedad y su propia espiri­tualidad, fueron otros tantos medios que ayudaron a las jó­venes a realizar su trabajo de una forma diferente y a sentir­se ellas mismas apóstoles en sus propios ambientes.

La joven fundadora, que no dudó en reconocer en la crea­ción de esta Congregación una obra de la Divina Providen­cia que, a medida de las necesidades de los tiempos, envía remedios oportunos, demostró tener una amplia visión de futuro y un hondo sentido práctico, al señalar en las Consti­tuciones que siendo el fin del Instituto, por una parte, tan im­portante y, por otra, tan difícil, la Congregación deberá po-

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ner en práctica en todo tiempo cuantos medios vaya ense­ñando la experiencia para el mayor bien de las acogidas.

Las Religiosas de María Inmaculada viven hoy los ras­gos evangélicos que santa Vicenta María les señala para res­ponder a la llamada de Cristo, según un estilo propio que hunde sus raíces en el Evangelio y en la espiritualidad igna-ciana, asimilada en la experiencia, fiel e intensamente culti­vada, de los Ejercicios espirituales. Estos rasgos son: la bús­queda y realización constante de la voluntad de Dios; la ca­ridad fraterna como fundamento del Instituto; la santifica­ción personal como condición para lograr la salvación y san­tificación de las jóvenes que el Señor confía a sus cuidados; la obediencia como expresión de fe y amor a Cristo que ma­nifiesta la voluntad del Padre también a través de la media­ción humana; la oración como medio para la unión con Dios y fuerza para el apostolado; la unión con María y el amor a la Eucaristía como sacrificio, comunión, presencia y medio de participación en la vida trinitaria.

Las jóvenes han sido y son la riqueza de la Congrega­ción. Sus problemas y sus aspiraciones, su deseo de felici­dad, y su necesidad de liberación en Jesucristo, son la fuer­za que impulsa y dinamiza hoy la tarea apostólica de las Re­ligiosas de María Inmaculada. Cada casa del Instituto man­tiene viva la misión de evangelizar a la joven de origen mo­desto, empleada de hogar, obrera o estudiante, ausente del hogar, y por lo mismo expuesta a dificultades y peligros de orden económico, espiritual o moral. Para ello la acoge y pone en camino de liberación en Jesucristo, procurando que tome conciencia de su personal vocación humana y la reali­ce en orden a su último fin y al bien de la sociedad.

MARÍA DIGNA PÉREZ

Religiosa de María Inmaculada. Historiadora. Roma.

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Para saber más:

SANTA VICENTA MARÍA LÓPEZ Y VICUÑA, Cartas, BAC-RMI, Madrid 1976.

— Apuntes de Ejercicios Espirituales, RMI, Roma 1986.

M.T. CANOS, El alma de santa Vicenta María, RMI, Roma 1982.

M.T. ORTÍ Y MUÑOZ, Vida de la Reverenda Madre Vicenta Ma­ría López y Vicuña angelical fundadora del Instituto de las Hijas de María Inmaculada para el servicio doméstico, Barcelona 1981 (original 1918).

8. Dolores R. Sopeña (1848-1918)

Fundadora del Instituto Catequético «Dolores Sopeña»

«Hacer de todos los hombres una sola familia en Cristo Jesús»

1. Primeros años (1848-1870)

U O L O R E S Sopeña nace el 30 de diciembre de 1848 y mue­re el 10 de enero de 1918. Su vida se va a desarrollar en ple­no auge de la conocida «Cuestión Social», surgida como consecuencia de la revolución industrial. El año de su naci­miento, Karl Marx y Friedrich Engels publican «El Mani­fiesto del Partido Comunista» y, meses antes de morir ella, triunfa en Rusia la «Revolución de Octubre». Dolores será una mujer de su tiempo y conseguirá acercar el evangelio a las masas de obreros que poblaban las barriadas marginales de las ciudades.

Dolores nace en Vélez Rubio, un pueblo de Almería (Es­paña), cuarta entre siete hermanos, poco después de morir la pequeña Natividad. Su nacimiento en tierras andaluzas obe­dece a un hecho fortuito. Sus padres, don Tomás Rodríguez Sopeña y doña Nicolasa Ortega Salomón, se habían casado en Madrid el 11 de enero de 1841. Él había accedido a la ca­rrera judicial demasiado joven, por lo que no tenía la edad reglamentaria para ejercer, y consiguió trabajo como admi-

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nistrador de las fincas de los Marqueses de Vélez, adonde se trasladó con su esposa y sus dos primeros hijos, Enrique y Tomás.

Los padres, de profundas convicciones religiosas, bauti­zan a su hija el mismo día de su nacimiento en la Parroquia de la Encarnación. Recibe los nombres de María de los Do­lores Francisca Fermina Jacoba Rodríguez Ortega Sopeña Salomón, aunque será siempre conocida sencillamente co­mo Dolores Sopeña; «Sopeña», por ser el apellido con el que se llamaba a su padre: el señor Sopeña. Al año siguien­te, el 27 de junio, recibió la Confirmación.

En 1855 don Tomás alcanza la edad reglamentaria y em­pieza a ejercer como juez. Dolores vive su infancia con re­cuerdos diseminados entre diversos pueblos de Almería y Granada: Albuñol, Guadix, Guayos, Ugíjar, Sorbas... Es en Ugíjar donde, a la edad de 9 años, sufre una dolorosa opera­ción en los ojos, pues desde muy pequeña los tenía delica­dos; este mal la acompañará durante toda su vida. Pese a to­do, en su Autobiografía ella define esta etapa como «un la­go de tranquilidad».

En 1866 su padre es nombrado Fiscal de la Audiencia de Almería. Dolores tiene 17 años y, dada la posición de su pa­dre, empieza una intensa vida social, muy a su pesar, pues sus inquietudes son otras.

Un día le comentan que dos jóvenes, pobrísimas, esta­ban enfermas de tifus, pues había epidemia en la población, y, sin decir nada a nadie, va a verlas con su amiga Araceli Núñez. El cuadro que se encuentran es terrible, las jóvenes echadas en el suelo sobre unos trapos sucios, atendidas por una madre anciana que sólo podía darles agua azucarada. Su intención inicial era prepararlas para recibir el Santo Viáti­co, pero era imposible, dada la gravedad de la enfermedad; entonces se hacen cargo de llevarles medicinas y alimentos. Para ello, primero toman de las despensas de sus casas; lue­go, emplean sus propios ahorros y, agotados estos, deciden vestirse de mendigas y pedir limosna por las casas, una gran

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temeridad, pues eran muy conocidas en la ciudad. Final­mente una de las jóvenes murió y, la otra, salió adelante. Pe­ro Araceli se contagió de tifus; sus padres se enteraron de to­do, y a Dolores le dio un ataque a la vista, quedando prácti­camente ciega.

Al poco tiempo, vuelven a las andadas. Un día conocen a un leproso que vivía en un cerro. Y allí van, pero no para darle limosna, sino para hablarle de Dios que para ellas era el mejor regalo que le podían ofrecer. El cochero da parte a la familia de Araceli, y les prohibieron volver a salir solas.

En aquella época su madre pertenecía a las Conferencias de San Vicente de Paúl. Dolores estaba solo de aspirante, pues aún no tenía edad para pertenecer, y acompañaba a Dña. Ni-colasa en sus visitas a las familias necesitadas. Cuando su ma­dre no podía ir, iba con uno de sus hermanos más pequeños y aprovechaba para «hacer de las suyas»: reunía a los pobres en medio de la calle y les hablaba de Dios.

En 1867 muere de tifus su hermano mayor, Enrique. Aunque ella tenía determinado ingresar en las Hijas de la Caridad, aplaza su decisión por no aumentar la pena de sus padres. No era la primera vez que sentía la llamada a la vi­da religiosa. Ella recuerda dos ocasiones anteriores: a la edad de cinco años y a los quince. Poco después muere tam­bién su hermano Antonio.

En 1868 estalla una revolución en España. La reina Isa­bel II se exilia en Francia y, con el cambio político, destitu­yen al padre de Dolores, aunque luego, al comprobarse que la decisión había sido improcedente, es repuesto. Meses más tarde, es destinado como magistrado a Puerto Rico, enton­ces colonia española. Emprende viaje con su hijo Tomás, militar, pues no se atreve a ir con toda la familia, por miedo a las enfermedades. Dña. Nicolasa se traslada a Madrid con Dolores, Fermín y Martirio, para poder atender mejor a la educación de estos.

En la capital Dolores elige director espiritual, realiza su primera confesión general, recibe permiso para comulgar to-

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dos los días - algo extraordinario en su época - y se dedica ampliamente a obras de apostolado: los lunes va al Hospital de la Princesa donde prepara a los enfermos para recibir los sacramentos; los miércoles, a la cárcel de mujeres a enseñar la doctrina cristiana a las presas; y los domingos, a la Es­cuela Dominical de la Parroquia de San Lorenzo. Es allí, en esos años en Madrid, donde Dolores empieza a intuir un «vacío»: «No hay nada para los adultos ignorantes, en que se les dé a conocer y amar a Dios. (...), la necesidad de la educación de los niños y niñas está cubierta; hay Institutos religiosos para todas las clases de la sociedad; pero, ¿y para los que han tenido la desgracia de no ser educados cristia­namente y carecen de todo?». Esta inquietud la acompañará toda la vida y dará origen a un nuevo carisma en la Iglesia.

2. En tierras americanas (1871-1876)

En 1871 la familia se reúne en Puerto Rico, menos su her­mano Fermín que se queda en la Península para terminar sus estudios de medicina.

Dolores llega a San Juan con la preocupación de poder continuar con total libertad la vida apostólica que llevaba en la península. Elige como director espiritual al P. Martín Goi-coechea. La influencia de este jesuíta va a ser determinante. Es él quien la introduce en la espiritualidad ignaciana, y la sintonía entre ambos fue inmediata.

Al mes siguiente de llegar a la isla, el Padre Rector le en­comienda la misión de fundar la Congregación de Hijas de María, como un medio para evangelizar a la juventud. Le marca como meta conseguir 217 jóvenes. Dolores deseaba, más bien, dedicarse a enseñar el Catecismo a la gente senci­lla del lugar, pero acepta el reto y, pese a su timidez, consi­gue reunir a 800. Primero se dedica a su formación cristia­na, pues la mayoría se habían educado en escuelas protes­tantes de los Estados Unidos; mientras tanto, ella enseña la

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doctrina a las empleadas domésticas de su casa y atiende los casos que le salen al paso.

Al año siguiente, cuando las jóvenes estaban preparadas, organiza con ellas Escuelas Dominicales para las personas de raza negra, donde, además del catecismo, se enseña cul­tura básica. Todo esto ocasiona un gran revuelo en la socie­dad portorriqueña. Dolores es criticada incluso en la prensa, preguntándose cómo es posible que esta señorita asista a bailes y funciones y al día siguiente vaya a comulgar. Efec­tivamente, todas las semanas se organizaban fiestas en los salones de la familia Sopeña para ofrecer una alternativa de diversión a los jóvenes del lugar.

En Puerto Rico tuvo ocasión de contraer matrimonio, ta­les eran las simpatías que despertaba, pero en Dolores latía con fuerza la llamada a consagrar su vida a Dios, aunque no sabía dónde.

De repente, el 29 de marzo de 1873, su padre es desti­nado como Fiscal a la Audiencia de Santiago de Cuba. Mu­cho costó a Dolores esta partida.

En Santiago acababa de estallar un cisma religioso. El Gobierno había nombrado obispo a D. Pedro Llórente sin la aprobación de la Santa Sede. Desde Roma se declara la ex­comunión para quienes reconociesen al obispo cismático. Las consecuencias inmediatas fueron la expulsión de los sa­cerdotes afines al Papa, el encarcelamiento del Provisor, Sr. Orberá, y del Sr. Penitenciario, D. Ciríaco Ma Sancha.

El nuevo Fiscal tenía que elaborar una serie de informes en los que se ponía de manifiesto la arbitrariedad del Go­bierno. Tanto su esposa como Dolores lo animaban a actuar conforme a su conciencia, aun sabiendo que con ello podía perder su puesto. Y, efectivamente, es destituido, aunque al poco tiempo se le repone, al reconocerse que había actuado legalmente.

Dada la situación, Dolores ve reducidas sus posibilida­des apostólicas y sólo puede visitar a los enfermos del Hos­pital Militar. Allí entra en contacto con las Hijas de la Cari-

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dad y pide la admisión, pero es rechazada por sus problemas en la vista. En esta época continúa su relación con el P. Goi-coechea, quien la dirige por carta.

Un año más tarde, el 30 de marzo de 1874, se da por ter­minado el cisma, y Dolores da rienda suelta a sus inquietu­des apostólicas. Ahora cuenta con su nueva amiga, Julia Puncet, a la que había conocido en las misas clandestinas que se celebraron durante el cisma. Se dirigen a los barrios extremos e invitan a todos, hombres, mujeres y niños, a unas reuniones los domingos. Su intención es enseñar la doctrina cristiana y prepararlos para recibir los sacramentos. La res­puesta es abrumadora. Al finalizar el curso, 800 personas hacen su Primera Comunión. Al principio se reúnen al aire libre, bajo un sol infernal. Más adelante consiguen que el gobierno les ceda algunos locales donde establece unos «Centros de Instrucción», llamados así porque en ellos no sólo se enseñaba el catecismo sino que se impartían clases de alfabetización. Recordando estos años, escribirá: «Allí nació el Instituto de Damas Catequistas...»

El 15 de abril de 1875 se constituye una Asociación be­néfica de Damas, a la que se adhiere, y, un mes más tarde, el 14 de mayo, es nombrada Directora de la Escuela Catequis­ta. Al año siguiente funda la Asociación de Hijas de María.

En 1876 un acontecimiento inesperado viene a enturbiar la paz familiar. Su madre cae gravemente enferma y muere a los pocos días, sumiendo en un profundo dolor a su padre. Don Tomás pide el retiro y, el 27 de marzo, regresa con sus hijos a Madrid. Al marchar, Dolores deja establecidos tres Centros de Instrucción.

3. De nuevo en Madrid (1876-1885)

En Madrid la vida de Dolores da un giro radical. A partir de ahora tiene que estar al frente de la casa y dedicarse al cui­dado de su padre. Pese a todo, saca tiempo para retomar las

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mismas actividades apostólicas que realizaba antes de viajar a Puerto Rico. Elige como Director Espiritual al P. Félix Ló­pez Soldado, jesuíta. En marzo de 1877 hace por primera vez los Ejercicios Espirituales de san Ignacio y, desde en­tonces, los hará todos los años. En sus Apuntes Espirituales aparecen recogidos sus planes de vida, claramente inspira­dos en la distribución de los Ejercicios. Los Ejercicios igna-cianos son la Escuela donde se sigue fraguando su espiri­tualidad apostólica.

En 1883 muere su padre y resurgen sus «luchas de vo­cación». Postula en el Sagrado Corazón, pero su deficiencia visual vuelve a aparecer como un impedimento para ser ad­mitida. Por indicación de su Director, pide la admisión en el convento de las Salesas de la Visitación, aunque ella nunca manifestó una vocación contemplativa. Esta decisión es es­pecialmente dolorosa pues, poco antes de ingresar en la clausura, llegan a Madrid las hermanas Puncet, y Julia se ofrece para ayudarle en sus trabajos. Dolores la presenta en las diversas Asociaciones donde colabora y le encomienda los casos que tenía pendientes. Tal como tenía decidido, in­gresa en las Salesas el 8 de diciembre de 1884. La experien­cia duró sólo 10 días.

Descartado, al menos de momento, su ingreso en un Instituto religioso, dirige todas sus energías al apostolado, ahora ayudada por su amiga Julia. De sus visitas a la cárcel surgen numerosos asuntos que había que intentar solucio­nar, por lo que abre «una oficina en toda regla». Al princi­pio recibe a las personas en su casa, pero al aumentar la de­manda, alquila una casita en la calle de Almagro, a la que denomina la «Casa Social». Allí cita a la gente un día a la semana para facilitarles el arreglo de sus papeles (partidas de nacimiento, legitimación de uniones) y para prepararlos a recibir los sacramentos. En esta casita solía hacer un día de retiro al mes.

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4. La Obra de las Doctrinas (1885-1896)

El año 1885 es importante. En una de sus visitas a la cárcel, «Pepa, la cigarrera», que estaba a punto de salir en libertad, la invitó a su casa. El día señalado, Dolores y Julia van a ha­cerle la visita. Ellas conocían casi todos los barrios de Ma­drid, puesto que tenían costumbre de visitar a las familias que querían legitimar sus uniones, pero nunca habían estado en «Las Injurias». Quedan fuertemente impactadas por las condiciones de vida de la gente y deciden volver.

A sus actividades habituales, suman las idas al barrio las tardes del viernes. Visitan a la gente en sus casas, los soco­rren en sus necesidades y, más adelante, los convocan en la plaza para enseñarles el catecismo. Su hermana Martirio y las hermanas de Julia reunían a las mujeres, y Dolores y Ju­lia, a los hombres. Cinco años le costó reunir al primer gru­po de hombres. No tenía reparo en ir a los bares, acompa­ñarlos mientras jugaban a las cartas y beber un poco de vi­no con ellos; así los tenía mejor dispuestos para aceptar su invitación. Los grupos crecen, las necesidades aumentan, y poco a poco invita a algunas amigas para colaborar en Las Injurias, pero a los dos o tres días muchas dejaban de ir por­que la zona era muy peligrosa.

Estos trabajos llegan a oídos del Sr. Obispo de Madrid, D. Ciríaco Ma Sancha, a quien conocía de Santiago de Cu­ba. La manda a llamar y en la entrevista conciertan una fe­cha para visitar el barrio. Esta visita da gran publicidad a su actividad y empieza a extenderse por otros barrios de la pe­riferia: el Barrio de las Cambroneras, poblado mayoritaria-mente por gitanos; Casa Blanca y la Casa del Cabrero.

A propuesta del P. López Soldado, unos jóvenes jesuítas del último año de formación dan una misión en la Parroquia de Las Peñuelas, a la que pertenecían dichas barriadas.

Al ver la buena marcha de este apostolado y la incorpo­ración progresiva de señoras, el Obispo le indica que haga

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los trámites necesarios para fundar una Asociación que con­solidara la denominada «Obra de las Doctrinas», que con­sistía fundamentalmente en ir a los barrios marginales a en­señar el catecismo y a atender a los pobres en sus necesida­des, sin esperar a que estos fueran a las parroquias. Así, el 30 de julio de 1892 se aprueban los estatutos del «Apostola­do de Señoras del Sagrado Corazón de Jesús y San Ignacio de Loyola», y en octubre del año siguiente consigue la apro­bación civil.

A sugerencia del P. López Soldado, se nombra como di­rector de la Asociación al P. Crisóstomo Alonso, SJ. Dolores cuida de manera especial la formación de las señoras. Tie­nen reuniones semanales para organizar los trabajos apostó­licos, un retiro mensual y Ejercicios ignacianos anuales.

Las Doctrinas continúan su expansión por Vallecas, Cua­tro Caminos, Guindalera, Puerta de Toledo.

En estos años conoce al P. Francisco de Paula Tarín, SJ., con quien mantendrá una relación estrecha. Es él quien en 1893 da la primera misión en Vallecas y, siempre que puede, da las misiones en los barrios donde está establecida la Obra. Más adelante, Dolores colabora en las misiones de es­te padre por Andalucía.

Pese a su intensa actividad, mantiene vivo el deseo de consagrarse a Dios. Hacia 1889 se le presenta la ocasión de ir como misionera al Ñapo (Ecuador), pero tanto el P. López Soldado como el P. Goicoechea, entonces destinado en Bil­bao, se lo desaconsejan, animándola a dedicarse plenamen­te al trabajo en los barrios. Con todo, en sus Ejercicios de 1889 hace su elección de estado, y el 9 de junio de 1893, día del Sagrado Corazón, hace en privado voto de castidad y de trabajar por la mayor gloria de Dios y salvación de las al­mas, renovándolos todos los años hasta hacerlos perpetuos el 8 de febrero de 1901.

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5. Por los caminos de España (1896-1901)

En 1894 el P. Bernardo Rabanal, jesuíta, la invita a estable­cer las Doctrinas en los barrios de Sevilla. Corren los años finales del siglo XIX. Los barrios están llenos de personas que han tenido que emigrar del campo a la ciudad y que vi­ven en condiciones infrahumanas. Pocos años antes, en 1891, el Papa León XIII había publicado la Encíclica Rerum Novarum llamando a los católicos a responder, desde el evangelio, a la denominada «cuestión social». Y, precisa­mente, la Obra de Las Doctrinas se presenta como un modo eficaz de adentrarse en los barrios y conectar con las nece­sidades del mundo obrero.

Lo que podría haber sido motivo de alegría, se convierte en un problema. Toda la Asociación, especialmente el P. Alonso, se opone a que Dolores deje la capital, por temor a que decayeran los trabajos. Lo consulta con el P. López Sol­dado y con el P. Tarín, y ambos entienden que es providen­cial la oportunidad de extender las Doctrinas fuera de la ca­pital, pues en Madrid ya estaba todo perfectamente organi­zado. En 1896 viaja a Sevilla. Allí las cosas no resultan tan fáciles. Era difícil conseguir señoras que la ayudasen, pues les parecía peligroso adentrarse en los barrios extremos. Fi­nalmente empieza con 17.

Mientras tanto, estalla una fuerte crisis en la Asociación. Dolores es acusada de soberbia, de actuar por puro amor propio y de abandonar sus responsabilidades. Le informan de todo la Secretaria de la Asociación y su hermana Marti­rio. El P. López Soldado le escribe diciéndole que presente su dimisión inmediatamente. Por indicaciones del P. Raba­nal, consulta el asunto con el Padre Provincial, Juan de la Cruz Granero, pero, al no contarle todos los detalles por te­mor a faltar a la caridad, le aconseja no dimitir. Al regresar a Madrid, el P. López Soldado insiste en su dimisión y lo ha­ce sin dilaciones.

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Dolores permaneció en Madrid unos meses, asistiendo a las Doctrinas como una más, sufriendo el desprecio y el de­saire de quienes antes estaban a su lado. Pero en Sevilla re­claman su presencia y decide abandonar la capital y poner su centro de operaciones en la capital hispalense. Dejar Ma­drid le produjo uno de los sufrimientos más grandes de su vida, tanto que enfermó. La Asociación estaba extendida por distintas barriadas de la capital y atendía a 6.000 personas adultas de ambos sexos. No era sólo el hecho de dejar la Obra que había visto nacer, sino la serie de malos entendi­dos que rodearon los acontecimientos y los desengaños que esto le provocó.

El P. López Soldado la anima a establecer la Asociación allí donde lo soliciten. Su hermano Tomás intenta retenerla; le parecía una temeridad emprender esa nueva vida estando casi ciega; pero fue inútil. En sólo cuatro años realizó 199 viajes. Las Doctrinas se extienden por Jerez de la Frontera, Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, San Fernando, Lebrija, To­ledo, Daimiel, Linares, Cuenca, Ciudad Real, Burgos, Al­mería, Barcelona, Málaga, Jaén, Badajoz, Mérida, Alicante, Guadalajara, Villanueva de la Serena, Camuñas, Bilbao, Santoña. Su expansión es fácil, pues tiene ya un método de trabajo experimentado. Al llegar a una población, establece la Asociación y explica el modo de actuación, pues son las señoras quienes tienen que desempeñar el trabajo en los ba­rrios; Dolores sólo los podía visitar dos o tres veces al año.

Para seguir su trayectoria basta consultar las Cartas que Dolores le escribe a san Ignacio en Loyola durante estos años, al terminar sus Ejercicios, y que devotamente introdu­ce en las mangas de la camisa de la talla que actualmente se conserva en la Ermita de la Magdalena, en Azpeitia.

Sin embargo, Dolores constata que al ser este apostola­do llevado fundamentalmente por señoras, en muchos mo­mentos dejaba mucho que desear, pues no podían dedicarle todo el tiempo que era necesario. Entonces empieza a tomar

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fuerza la idea de fundar una Congregación de Misioneras que sirviera de apoyo a la Asociación y que asumiera la par­te más dura de los trabajos.

6. La fundación del Instituto de Damas Catequistas

En sus notas de Ejercicios del año 1895 aparece la primera constancia escrita de la llamada a fundar un Instituto Reli­gioso, y el 15 de agosto de 1900 escribe unos apuntes sobre lo que ella denomina «Congregación de Misioneras del Sa­grado Corazón de Jesús, María Inmaculada y San Ignacio de Loyola. O Misioneras de Cristo Redentor», en los que des­cribe el modo de vida y apostolado de estas religiosas.

Empieza el siglo XX. En Roma se organiza un Año Ju­bilar dedicado a Cristo Redentor. Dolores participa en la pe­regrinación que organiza el Arzobispo de Sevilla, Cardenal Marcelo Spínola (hoy beato), durante el mes de octubre. Son ochos días intensos. Conoce al Papa León XIII, por quien sentía gran admiración. Aprovecha para hacer algunas visi­tas, entre ellas, al Prepósito General de la Compañía de Je­sús, P. Luis Martín. El es la primera persona a quien le con­sulta la posibilidad de consolidar la Obra de las Doctrinas fundando un Instituto Religioso. Para su sorpresa, este Padre estaba al tanto de todo lo que había sucedido en Madrid y le brinda su apoyo.

El 22 de octubre hace un día de retiro en el sepulcro de san Pedro. Allí ve con luces clarísimas que el Señor la llama a fundar un Instituto Religioso con el fin de animar la Aso­ciación de señoras y consolidar la Obra de las Doctrinas, aunque no cuenta con nadie para empezar la fundación.

Al volver a España, habla con el P. Tarín y él le propone hacer unos Ejercicios en Sevilla. El 31 de enero de 1901, en la Hora Santa que hace en la víspera como preparación a di­chos Ejercicios, recibe la confirmación definitiva. En las no­tas que recogen esta experiencia, aparecen los elementos

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esenciales del carisma que se ha ido gestando a lo largo de estos años. Un carisma llamado a dar a conocer a Dios a los que no le aman porque no le conocen, a ir a los lugares más apartados donde el evangelio no haya penetrado aún. Sus ex­presiones están tomadas de los Ejercicios. En ellas laten la llamada a la Conquista del Reino, la entrega plena al apos­tolado y los rasgos esenciales de la espiritualidad ignaciana, una espiritualidad apostólica, que presenta el mundo como tierra de misión y como lugar de encuentro con Dios. Desde entonces, dirige todas sus energías a buscar compañeras.

En uno de sus viajes a Madrid, pone en conocimiento del P. López Soldado los últimos acontecimientos. Nunca se ha­bía atrevido a darle a leer el proyecto que había ido esbo­zando hacía ya algunos años, por miedo a que lo encontrase una locura; sin embargo, al leerlo, él exclama: «Esta es su vocación».

Consulta también con él una decisión delicada: dónde debía nacer el Instituto. Tanto el Obispo de Sevilla como el de Málaga, le habían ofrecido su protección. De igual modo, el ahora Cardenal Don Ciríaco Ma Sancha, Arzobispo de To­ledo (hoy beato), le había dicho que eligiese iglesia o ermi­ta en las afueras o dentro de la población de Toledo y que él se encargaría de edificar las habitaciones que hicieran falta. El P. López Soldado le aconseja aceptar el ofrecimiento del Arzobispo, dada la estrecha relación que tenía con Dolores y su influencia en la Iglesia española.

El 17 de septiembre de 1901, bajo la dirección del P. Ig­nacio Aramburu, Dolores y nueve señoras empiezan unos Ejercicios Espirituales en Loyola, con el fin de discernir si era voluntad de Dios que se formase un nuevo Instituto Re­ligioso en la Iglesia. Al término de los mismos, el 24 de sep­tiembre, fiesta de la Virgen de las Mercedes, en la Capilla de la Inmaculada de la Santa Casa, se firma el acta que refleja la decisión de fundar la Congregación de Misioneras de Cristo Redentor. A continuación, se elige por unanimidad a Dolores Sopeña como cabeza de la nueva familia espiritual.

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Sus primeras compañeras fueron: Pepa y Petra Ayala, Tere­sa Segura, Dolores Navarro, Dolores Fernández, Dolores Bécquer, María Manjón, Carmen Moreno y Martirio Sope­ña. Dolores Navarro y Dolores Fernández, al escuchar los compromisos que estaban a punto de contraer, determinaron no continuar y no llegaron a ir a Toledo.

El 29 de octubre empiezan el Noviciado y el 31 se levan­ta el acta de fundación oficial del nuevo Instituto que, poco después, pasa a llamarse «Instituto de Damas Catequistas».

Dolores continúa sus viajes a las poblaciones donde tenía establecida la Asociación, aunque los reduce momentánea­mente, pues durante el primer año tiene a su cargo la formación de las nuevas religiosas, que poco a poco van en aumento.

En España hay aires anticlericales. Ese mismo año, el presidente del Gobierno, Práxedes Sagasta, había firmado un Decreto contra las Órdenes Religiosas. Por este motivo, Do­lores elabora para el Instituto unos estatutos que lo presentan ante el Estado como Asociación Civil. Y el 15 de abril de 1902, recibe la aprobación del Gobierno bajo el nombre de «Asociación Catequística de Damas».

Al año de estar en Toledo, empiezan las primeras funda­ciones: Carmona (1902), Santoña (1903), Barcelona (1905). El día de su santo de ese mismo año, le regalan un caserío en Loyola, adosado a la Ermita de Olatz, y la casa del Insti­tuto se inaugura el 31 de julio. Aquí pasa gran parte del ve­rano para hacer sus Ejercicios anuales y trazar las grandes lí­neas para la construcción del Noviciado «a la sombra de san Ignacio».

7. La aprobación de las Constituciones (1905-1907)

El 28 de agosto de 1905 obtiene el Decretum Laudis y elige como Cardenal Protector del Instituto a Rafael Merry del Val, Secretario de Estado del Papa Pío X. Esto le hace sen­tir la urgencia de terminar el texto de las Constituciones,

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pues el Cardenal Sancha había redactado unas que no la sa­tisfacían del todo por no reflejar el espíritu propio del Insti­tuto, y lo que ella deseaba era hacer «un injerto del espíritu especial que Dios había puesto en mi alma con las Reglas de san Ignacio» pues «el Instituto es una flor brotada en los Ejercicios del espíritu de san Ignacio, estando la raíz en el Divino Corazón».

Tiempo antes, el P. Tarín le había dicho que, en el mo­mento oportuno, Dios le pondría en su camino quien la ayu­dase. Y así fue. Un día, en Santander, el P. José Antonio Zu-gasti, SJ le pregunta si tenía terminadas las Constituciones, y al decirle que no, le recomienda hablar con el P. Cesáreo Ibero, Rector de Loyola y Maestro de Novicios. Bajo la di­rección de este padre, había empezado la redacción el día de san Ignacio de 1905. Al año siguiente tiene que someterse a dos operaciones; primero, le intervienen una rodilla y luego, un brazo. Con todo, realiza en primera persona la fundación de Almería y continúa sus idas y venidas a Loyola para su­pervisar la construcción del Noviciado y escribir las Consti­tuciones. La primera parte de las mismas se promulga el 15 de agosto de 1906; la redacción de la segunda parte se hizo inmediatamente después.

En octubre de 1907 viaja a Roma con la única intención de conocer al Papa Pío X. Llega el día 12, Fiesta de la Vir­gen del Pilar. Dos días más tarde es recibida en audiencia pública y, poco después, en audiencia privada. Por sugeren­cia del Cardenal José Vives, Prefecto de la Congregación de Obispos y Regulares, presenta el texto de las Constituciones a un Consultor para pedirle su opinión. Ante las múltiples objeciones, no ve oportuno presentarlas a la Sagrada Con­gregación para su estudio por temor a que le quitasen as­pectos que consideraba esenciales. Así, por ejemplo, al Con­sultor Mons. Batandier, le parecía exagerado tener dos años de Noviciado, hacer una experiencia apostólica antes de los Primeros Votos y establecer una Tercera Probación. Otra de las dificultades era que los elementos tradicionales de la vi-

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da religiosa, tales como el hábito y determinados signos ex­ternos, habían sido eliminados, apareciendo siempre al exte­rior con una presencia laical, precisamente para adentrarse en los lugares más alejados de Dios y de la Iglesia.

Sin embargo, días más tarde, el 21 de noviembre, Fiesta de la Presentación, es citada en la Secretaría de Estado y, allí, recibe la noticia de que las Constituciones habían sido aprobadas directamente por el Santo Padre.

8. Últimos años (1908-1918)

El año 1909 es especialmente fecundo. El 30 de mayo fun­da en Madrid; allí abre «Talleres de Aprendizaje» para las hijas de los obreros. En julio, el Noviciado se traslada de To­ledo a Loyola, aunque la inauguración oficial no fue hasta el 31 de julio del año siguiente, pues estaba sin terminar; en septiembre abre una comunidad en Sevilla y, a continuación, otra en Sanlúcar.

El día de la inauguración del Noviciado, amanece com­pletamente ciega. A continuación, se celebra el I Capítulo General y es elegida Superiora General.

Las fundaciones continúan, pese a estar en vigencia la «Ley del Candado», que prohibía el establecimiento de nue­vos Institutos religiosos. Abre nuevas comunidades en Valen­cia (1910), Bilbao (1911), Oviedo (1913) y Roma (1914). Se abre un Centro en Pau (Francia), pero se cierra al estallar la guerra (1912). También realiza una incursión en África, pues le proponen colaborar en unas misiones en Oran, con la posi­bilidad de establecer allí un Centro.

El 24 de agosto de 1915 recibe la Cruz de la Orden Ci­vil de Alfonso XII, pensada para premiar los méritos con­traídos en los campos de la educación, la ciencia, la cultura, la docencia y la investigación.

Durante estos años, las «Doctrinas» se van transforman­do en «Centros Obreros de Instrucción», pero no todos

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aprueban estos cambios. Muchos no comprenden que estas religiosas no lleven hábito, que aparezcan externamente co­mo señoras, que actúen como miembros de una asociación civil, no confesional, y que hayan dejado de enseñar direc­tamente el catecismo, por lo que fueron acusadas de ser sim­plemente una institución laica. Ésta era una acusación seria, pues entonces se entendía lo «laico» como lo opuesto, in­cluso contrario, a lo religioso. Pocos entendieron que este cambio de modo de proceder respondía perfectamente a los nuevos tiempos. De hecho, por aquellos años se está bajo la influencia del movimiento creado por la «Institución Libre de Enseñanza», que pretendía abolir la educación religiosa en favor de la educación laica. Francisco Ferrer acababa de fundar la denominada «Escuela Moderna», que tenía como objetivo esencial educar a la clase trabajadora de una mane­ra racionalista, secular y no coercitiva.

Pero lo más doloroso fueron las incomprensiones dentro del mismo Instituto, llegando a constituirse dos facciones opuestas: una, fiel a Dolores Sopeña y, otra, liderada por Do­lores Muñoz (Vicaria General) y Margarita Cabellos (Conse­jera), que pretendía mantenerse fiel al espíritu original, inter­pretando los cambios introducidos por Dolores como pérdida o tergiversación del fin del Instituto. Sin embargo, Dolores Sopeña tiene gran cuidado de consultarlo todo con el Carde­nal Merry del Val, recibiendo su aprobación y su estímulo pa­ra mantenerse en esa dirección pese a todas las oposiciones.

En enero de 1916 se inaugura la Casa Generalicia en Madrid. Allí se celebra el segundo Capítulo General que ree­lige a Dolores como Superiora General y ratifica los méto­dos de apostolado del Instituto, dejando claro que lo que se pretendía era penetrar en el mundo obrero a través de la asis­tencia social y de la instrucción para, poco a poco llegar, cuando fuese posible, a la formación religiosa.

En 1917, acepta la invitación de ir a fundar a Chile. En­vía a dos Catequistas, Consuelo Arguelles y Magdalena Te­jero, con la intención de ir ella misma más tarde.

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A finales de año, Dolores viaja a Toledo para hacer sus Ejercicios anuales. Aprovechando su ausencia, Dolores Mu­ñoz y otras Catequistas hablaron con el Obispo de Madrid, diciéndole que la Madre General, por causa de su enferme­dad, no estaba en condiciones de gobernar el Instituto. Mons. Prudencio Meló reunió a las Catequistas de la Casa Generalicia para decirles que de ahora en adelante se con­fiaran a la M. Muñoz. Al mismo tiempo, hablan con el P. Ce­sáreo Ibero para que le sugiera a Dolores Sopeña dimitir de su cargo. Cuando ella vuelve de Toledo, el P. Ibero le hace una visita y la invita a retirarse de la dirección del Instituto; pero al día siguiente, al darse cuenta de la situación, le pide que olvide todo el asunto.

Pocos días después, su salud se deteriora aún más. Do­lores sufría del corazón, era diabética y terminó casi ciega, con los ojos llenos de úlceras. El 3 de enero dicta su última carta, su «testamento espiritual». En él anima a las Cate­quistas a tener una confianza total y absoluta en Dios, a ve­lar por el espíritu del Instituto, a trabajar sin descanso y a in­tegrar acción y contemplación.

Dolores Sopeña muere en Madrid, el 10 de enero de 1918; es enterrada dos días más tarde en el cementerio de la Almudena, y en 1923 sus restos se trasladan a Loyola.

Fue beatificada en Roma por S.S. Juan Pablo II, el 23 de marzo de 2003.

9. Actualidad del carisma

El carisma Sopeña surge para responder a la urgencia de «dar a conocer a Dios a los que no lo aman porque no lo co­nocen». Esta llamada va jalonando todos los pasos que da Dolores Sopeña. Es esto lo que la lleva a las enfermas de ti­fus y al leproso; es esto lo que la mueve a trabajar en la cár­cel, en los hospitales, a adentrarse en los barrios marginales de las grandes ciudades, a colaborar en las misiones popula-

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res, a abrir los Centros Obreros de Instrucción. Su llamada es a ir allí, donde la Iglesia no llega.

Su visión integral del ser humano la llevó a atender a la persona en su totalidad. Por eso, desde los inicios, el caris­ma Sopeña concibe la evangelización como un proceso que integra la promoción humana, el anuncio de Jesucristo y la fraternidad. Esta llamada a construir fraternidad la conduce a involucrar a otros en su trabajo, a comprometerlos en la atención humana y cristiana de los más desfavorecidos, a acercar a los distanciados socialmente, a ser puente entre sectores sociales incluso antagónicos, con el deseo de «ha­cer de todos los hombres una sola familia en Cristo Jesús».

Su presencia en traje seglar y su concepción de la vida religiosa apostólica, marcada por el carisma ignaciano, re­sulta profundamente original y sumamente adaptada a las exigencias de los tiempos. Dolores Sopeña logra la integra­ción entre la total consagración a Dios y la entrega plena al trabajo apostólico, dos cosas que en muchas ocasiones pare­cen incompatibles.

Sus obras apostólicas son concebidas como lugares abiertos y de encuentro, donde acuden personas sin impor­tar su ideología, credos o creencias para, allí, a través de la cercanía y la generación de procesos de crecimiento huma­no y cristiano, presentar un rostro de Dios amable y cerca­no, padre de todos.

En la actualidad, un siglo después, su carisma se man­tiene vivo y se prolonga en sus sucesoras, las Catequistas, a través de las tres instituciones que Dolores fundó: el Institu­to Catequista Dolores Sopeña, la Obra Social y Cultural So­peña (oscus) y el Movimiento de Laicos Sopeña.

JACQUELINE RIVAS AGURTO

Catequista Sopeña. Licenciada en Teología Espiritual. Vicepostuladora de la causa de canonización

de Dolores Sopeña. Roma.

* * *

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172 MUJERES IGNACIANAS

Para saber más:

D. SOPEÑA, Autobiografía, Gráficas EUacuría, Erandio-Bilbao 1977.

D. SOPEÑA, Apuntes Espirituales (Transcripción mecanografia­da para uso interno).

T. y R. CONCHA, El pasar de un apóstol. Vida de la Sierva de Dios Dolores R. Sopeña, fundadora del Instituto de Damas Catequistas, Editorial Católica Toledana, Toledo 1945.

CONGREGATIO PRO CAUSIS SANCTORUM, Canonizationis Servae Dei Mariae Perdolentis Rodríguez Ortega Sopeña. Positio super virtutibus, Tipografía Guerra, Roma 1987.

A. FERNÁNDEZ POMBO y S.F. DEL VADO, Vida y Obra de Dolo­res R. Sopeña, BAC Popular, n° 109, Madrid 1995.

J. RIVAS AGURTO, Itinerario espiritual de Dolores Sopeña (Te­sina para la obtención de la Licenciatura), U.P. Comillas, Madrid 1998.

9. Rafaela M- Porras Ayllón (1850-1925)

Fundadora de las

Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús

«Para él solo; con mayor perfección y ternura»

1. Los orígenes

XVAFAELA María Porras Ayllón nació el 1 de marzo de 1850 en Pedro Abad (Córdoba). Su infancia y juventud se sitúa en el marco de una familia que tiene raíces en la aristocracia ru­ral pero que va emparentando con la burguesía urbana. El padre, Ildefonso Porras Gaitán, notable propietario de la campiña cordobesa y alcalde del pueblo durante bastantes años, deja entre sus compaisanos el recuerdo de hombre rec­to, generoso, desinteresado, entregado a las funciones de su cargo y especialmente preocupado por mejorar la suerte de los pobres. La muerte en plena madurez, contagiado en la asistencia a enfermos del cólera de 1854, corona con una au­reola de heroísmo toda una vida patriarcal. La madre, Ra­faela Ayllón del Castillo, que procede de otra familia de agricultores acomodados, sabe educar a los hijos en los va­lores que siempre han visto en don Ildefonso: religiosidad profunda, trabajo, austeridad, sentido de familia, estabili­dad. Entre los numerosos hermanos de Rafaela María, inte­resa destacar el nombre de Dolores, cuatro años mayor que ella, con la que va a compartir casi todos los acontecimien-

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tos importantes de la vida; ninguno tanto como la fundación del Instituto de Esclavas del Sagrado Corazón, del que las dos hermanas son justamente reconocidas como fundadoras.

Si se tienen en cuenta los limitados niveles culturales de la mujer en esa época, la educación de Dolores y Rafaela Porras puede calificarse de muy cuidada. Gracias a un exce­lente preceptor, dominaban la lengua hablada y escrita, y te­nían nociones de francés, historia, geografía, matemáticas... El maestro les proporcionó sobre todo una sólida formación religiosa, que vino a complementar la recibida en familia.

Fechas significativas en la infancia-adolescencia de Ra­faela María son la Primera Comunión (1857), recibida a los siete años, y el voto de castidad (1865) a los quince. Al filo de los diecinueve, la sacudió bruscamente la muerte repen­tina de su madre. Según testimonio de la misma Rafaela Ma­ría, el enorme dolor estuvo compensado por una extraordi­naria experiencia de Dios: fue un abrir los ojos y un ver to­das las cosas nuevas, como le ocurriera un día a Ignacio mientras miraba el correr del agua a orillas del Cardoner... La luz, que desde niña venía alumbrando su camino, le mar­có ahora un sendero de entrega a los demás. Esta nueva an­dadura será también la de la hermana mayor, Dolores. La in­comprensión de la familia Porras ante el cambio les sirvió de indicador para tomar otro rumbo. Las dos hermanas com­prendieron el alcance exacto de las palabras de Jesús: «An­da, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres»... Co­menzaron a entender el evangelio a la letra: por eso decidie­ron romper con todo y hacerse religiosas.

Un día de febrero de 1874 salieron para siempre de Pe­dro Abad sin tener aún claro el camino. Para ellas, ser reli­giosas era ingresar en una orden o congregación de clausu­ra o en un Instituto semejante al de las Hijas de la Caridad. Don José María Ibarra, antiguo párroco de Pedro Abad, las orientó hacia un verdadero discernimiento, al aconsejarles que ingresaran como residentes en un convento de Córdoba; allí, lejos de influencias familiares y aconsejadas por ecle-

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siásticos muy competentes de la curia cordobesa, debían elegir el modo de vida más conducente al objetivo de entre­ga total al evangelio que se habían propuesto. Los represen­tantes de la Iglesia cordobesa les hicieron ver lo que, a su juicio, era la necesidad más urgente en ese momento: en Córdoba era la educación de la mujer. Ellas, aun conocien­do su falta de experiencia en este campo, aceptaron el reto. Contribuirían a la empresa con todo lo que eran y poseían. Se habían puesto incondicionalmente en manos de la Igle­sia, y lo suyo, como diría san Ignacio, era «offrescer sus per­sonas al trabajo». Para hacerse cargo del proyectado colegio, los eclesiásticos cordobeses habían pensado en una orden o congregación ya existente, en la que entrarían como novi­cias las dos hermanas. Pero, a punto de comenzar la realiza­ción de estos planes, aparecería en escena otro personaje que supondría un importante cambio de timón. Se trataba de un sacerdote guatemalteco, José Antonio Ortiz Urruela, que lle­gaba a España con el prestigio de haber sido consultor del Concilio Vaticano I. El recién llegado, al habla con los canó­nigos cordobeses, manifestó que, en las circunstancias de aquel tiempo, lo más conveniente sería una fundación dedi­cada a la adoración del Santísimo y a «otras obras de celo». Sugería el nombre de la Sociedad de María Reparadora, que había conocido en Roma, y que era lo que en aquel tiempo se denominaba un «Instituto nuevo»; es decir, libre de los con­dicionamientos habituales de las órdenes tradicionales -clau­sura, votos solemnes- que dificultaban la dedicación a las distintas obras apostólicas, tan necesarias en la reconstruc­ción del mundo posterior a las revoluciones. La Sociedad de María Reparadora inspiraba su legislación en la de los jesuí­tas. Tenía ya una comunidad en Sevilla, y se estableció en Córdoba en una casa propiedad de Rafaela María y Dolores Porras. Las dos hermanas comenzaron el noviciado el día 1 de marzo de 1875. A lo largo de los diecinueve meses si­guientes se formaron e hicieron suyo el carisma eucarístico de la Sociedad y el espíritu de la Compañía de Jesús.

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2. Un nuevo instituto en la Iglesia

Una serie de pequeños y grandes problemas se entrelazaron en el conflicto que enfrentó, primeramente, al sacerdote Or-tiz Urruela con las Reparadoras francesas, y meses más tar­de, retornadas estas a Sevilla, a la joven comunidad de novi­cias con el obispo de Córdoba. El dominico Fray Ceferino González, al frente entonces de la diócesis cordobesa, quiso cambiar la inspiración ignaciana del naciente Instituto reto­cando su rudimentaria legislación con elementos propios de la familia dominicana y de otros fundadores; también quería someter a las Reparadoras españolas a una clausura rígida, que, de hecho, comprometía seriamente el carácter apostóli­co activo que estaba en el proyecto inicial de los canónigos cordobeses y que habían hecho suyo las fundadoras y las de­más novicias. Incluso propuso el obispo limitar el culto de adoración a la Eucaristía tal como desde el principio se vivía en la comunidad. Con esta última pretensión tocaba un pun­to muy sensible, porque todas sentían que esta especial dedi­cación era «vida del Instituto como la raíz lo es del árbol».

La defensa del espíritu ignaciano fue decisiva en el naci­miento de las Esclavas del Sagrado Corazón. La reacción de las novicias ante los planes del obispo fue unánime: «¡Que­remos las reglas de san Ignacio como las tenemos ahora!» En crónica posterior, Dolores Porras escribía que, en una tensa comparecencia, acabaron «intimándonos para resolvemos a aceptar o no dichas condiciones en un plazo de veinticuatro horas». Y añade que no hubo necesidad de agotar el plazo, porque «a las dos o tres horas, por una unanimidad espontá­nea y alegre en casi todas y animosa en mí, estábamos re­sueltas a arrostrarlo todo por salvar nuestras reglas y género de vida». Según dejó escrito una de las protagonistas, «ellas hubieran querido obedecer, pero comprendían que ningún prelado puede obligar a una religiosa a que profese una regla contraria a su vocación». La clarividencia y la libertad de aquellas novicias -algunas, menores de edad- eran difícil-

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mente comprensibles en una sociedad en la que el papel de la mujer era de absoluta sumisión a los hombres.

La comunidad salió de Córdoba buscando el apoyo del obispo de Jaén. También salió Ortiz Urruela, suspendido a divinis, al ser considerado por la curia cordobesa inspirador de lo que se juzgaba una actitud rebelde. El sacerdote se pro­ponía explicar al cardenal-arzobispo de Toledo su situación personal y la de la comunidad cordobesa. En Madrid se en­contró con un antiguo conocido dispuesto a ayudarle: el je­suíta José Joaquín Cotanilla. Tras enfermedad fulminante, la muerte de Urruela, acaecida en aquellos mismos días, pare­ció a las Reparadoras cordobesas un contratiempo aparente­mente irreparable, pero fue en realidad el camino abierto ha­cia el establecimiento del Instituto. El P. Cotanilla facilitó el encuentro de las fundadoras con el cardenal, que se mostró propicio al establecimiento del grupo de novicias en Madrid, perteneciente entonces a la diócesis de Toledo. La fecha del documento episcopal -14 de abril de 1877- es considerada tradicionalmente como inicio del Instituto.

De esta manera, Madrid fue el primer hogar de las Es­clavas. En Madrid encontraron al primer jesuíta de su histo­ria, que por cierto debió de admirarse mucho al conocer a aquella joven comunidad dispuesta a todo por defender el espíritu ignaciano. En Madrid tuvieron la primera aproba­ción de la Iglesia, que les concedió el cardenal-arzobispo de Toledo Juan de la Cruz Ignacio Moreno. En Madrid, con la ayuda del P. Cotanilla, escribieron los primeros estatutos, germen de la legislación posterior. Una nota al final de estos afirmaba que «para el gobierno espiritual y práctica de las virtudes, tiene la Congregación las reglas de san Ignacio».

Las primeras Esclavas del Sagrado Corazón -que recibi­rían este nombre años después, por voluntad de la Iglesia, con el Decretum laudis de 1886- apreciaron mucho al P. Cotanilla y su ayuda en los primeros años del Instituto, pero nunca lo consideraron fundador. Tampoco el jesuíta se arrogó ese pa­pel. Las hermanas Porras Ayllón solían decir que no habían te-

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nido en realidad fundadores, y que ellas mismas tampoco lo eran: «Aunque todos los Institutos son de Dios, tienen funda­dores, es decir, santos que por inspiración divina concibieron algún proyecto y bajo esta idea comenzaron. Pero en esta obra, ¿quién fue el que delineó su existencia? Que yo sepa, na­die ... No salió ni lo del P. Antonio ni lo de aquellos señores ni lo que nadie quiso. Sino del no ser, es decir, en fuerza del des­hacerse planes, se realizaba el del Corazón de Jesús ... »

Rafaela María y Dolores Porras se llamaron en el nuevo Instituto María del Sagrado Corazón y María del Pilar. Una contemporánea, refiriéndose a Rafaela María, dijo que «fue el corazón porque formó los corazones». Y refiriéndose a Dolores, dijo que le iba bien el nombre de «Pilar», porque había personificado la fuerza y la seguridad en los avatares de la fundación y aun mucho después. La verdad es que am­bas fueron «fuertes» y «cordiales» no sólo en los primeros tiempos sino a lo largo de toda su vida. Y, a pesar de su re­sistencia a ser llamadas «fundadoras», como tales fueron re­conocidas por la primera comunidad y por las que llegaron después. Si Rafaela María fue superíora desde el principio, M. del Pilar, acostumbrada desde su juventud a administrar la fortuna familiar, acogió con naturalidad el encargo de ges­tionar la economía del Instituto. Su papel fue decisivo en las primeras fundaciones.

«Reparación»: respuesta de amor

Desde aquel 14 de abril de 1877, considerado dies natalis del Instituto, la comunidad gozó de estabilidad y mostró toda la fuerza de su carisma. La instancia dirigida al cardenal solici­tando el permiso de fundación recogía por primera vez el nombre oficial de la Congregación: Reparadoras del Sagrado Corazón. En los estatutos aprobados por el cardenal Moreno, el Instituto se presentaba especialmente consagrado a una gran misión: «corresponder al amor inmenso que Jesucristo nos tie­ne y que nos manifiesta en el adorable y divinísimo Sacra-

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mentó del Altar». La «reparación» era, ante todo, una res­puesta de amor. En estos primeros estatutos se hablaba tam­bién de las actividades apostólicas -educación, catequesis, Ejercicios de san Ignacio- intrínsecas a la misión: verdadera dedicación que implicaba toda la vida y exigencia específica de la vivencia eucarística. Aunque hasta 1886 se conservó co­mo definitoria del Instituto la expresión «Reparación al Cora­zón de Jesús», otras muchas indicaron síntesis personales de las fundadoras y de algunas de las primeras religiosas. La M. Sagrado Corazón escribía en 1881 que el espíritu del Instituto era «el amor verdadero a Jesús Sacramentado y el interés que al Divino Corazón devoraba de la salvación de las almas».

Al reclamo de la alegría de aquellas jóvenes, pronto acu­dieron otras que incrementaron el grupo inicial. Y comenzó la expansión: la primera fundación se hizo, lógicamente, en Córdoba (1880) y sirvió para restablecer las buenas relacio­nes con la curia cordobesa. El «discurrir por cualquier parte del mundo donde se espera mayor servicio de Dios y ayuda de las ánimas» {Sumario de las Constituciones 3) estuvo en el origen de aquel hondo sentido de universalidad que fue característica de las Esclavas, incluso cuando todavía no eran más que un puñado de jóvenes decididas y entusiastas. Hay una anécdota muy expresiva al respecto: conversaba un día Rafaela María con el secretario de la Nunciatura de Ma­drid, Monseñor Della Chiesa (después Benedicto XV), y es­te sugirió que de momento tal vez convendría limitar el cam­po de acción a España. «Eso no -contestó con viveza la M. Sagrado Corazón-, nuestro Instituto ha de ser universal co­mo la Iglesia, y, si otra cosa se intenta, desde ahora protes­tamos. ¿Lo entiende usted bien, Sr. Secretario? Sí, sí, -con­testó él- como la Iglesia».

Desde el principio las comunidades entendieron el culto a la Eucaristía como verdadera misión apostólica desarro­llada en iglesias o capillas abiertas al público. Las Esclavas querían «poner a Cristo a la adoración de los pueblos» y promover la adoración eucarística en personas de toda edad

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y condición. El culto a la Eucaristía era la vida del Instituto, la razón de ser de unas comunidades volcadas en distintas tareas: enseñanza en colegios preferentemente gratuitos, ca-tequesis a niños y adultos y Ejercicios Espirituales de san Ignacio. El primer desarrollo del Instituto respondió a la motivación, tan ignaciana, de «la mayor necesidad» -«el bien más universal»-. Las fundadoras procuraron estable­cerse en lugares en que urgía la presencia de vida religiosa; una urgencia que explica el hecho de que en ciertas ocasio­nes se tuvieran menos en cuenta determinados aspectos dis­ciplinarios considerados importantes en aquellos tiempos. Al establecerse en Jerez (1883), por ejemplo, las religiosas se acomodaron en una vivienda reducidísima, en la que no se podía habilitar ni siquiera una pequeña capilla; por esta razón todos los días salían a iglesias cercanas para participar en la Eucaristía, sin pensar que la clausura -algo normal­mente aceptado en aquella sociedad- aconsejaba pasear me­nos por la ciudad. Para ellas no importaban de momento la clausura ni las mil incomodidades de aquella casa; lo verda­deramente importante era abrir una escuela para niñas muy necesitadas, que, de otro modo, irían a buscar educación en un centro regentado por protestantes.

3. El gobierno de la M. Sagrado Corazón (1887-1893)

El Instituto obtuvo la aprobación pontificia en 1887. Inme­diatamente después Rafaela María fue elegida unánimemen­te superiora general, y a continuación sus cuatro consejeras, entre las cuales, se contaba la M. Ma del Pilar. Desde ahora se hacía imposible continuar con aquel estilo de gobierno fa­miliar en el que las dos hermanas fundadoras tenían compe­tencias distintas pero en la práctica igualmente importantes. Ya para entonces la M. Pilar mantenía una postura crítica constante, que con frecuencia resultaba molesta; seguía ac­tuando como la hermana mayor de los tiempos de Pedro

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Abad. La M. Sagrado Corazón, consecuente con aquel ex­traordinario instinto que le hacía valorar ante todo la unidad, mostraba siempre ante las religiosas la estima más profunda de las cualidades de la M. Pilar y de hecho compartía el aprecio de todas por su hermana.

La recién elegida general alentaba con entusiasmo el cre­cimiento del Instituto. Su liderazgo espiritual era indiscutible para todas. Animaba a cada una de las religiosas en sus ta­reas apostólicas. Trabajadora y entusiasta por naturaleza, po­día entender muy bien el deseo impaciente de las jóvenes de trabajar en la misión del Instituto. Ella misma hubiera queri­do llegar al fin del mundo para anunciar el amor de Dios y suscitar en todos la respuesta a ese amor increíble. Era incan­sable en su tarea de gobierno, desde la casa de Madrid y tam­bién en sus frecuentes visitas a las demás comunidades.

En 1888 se abrió la casa de La Coruña, cuya principal obra apostólica fue la educación en régimen de internado. La ejecutora directa del proyecto fue la M. Pilar, que escri­bía en los días de la fundación: «Si san Ignacio viviera y vi­niera aquí, y entendiera la grandísima necesidad sobre toda ponderación de esta obra, aunque no esperara utilidad para la Compañía, por sólo la honra y gloria de Dios en el bien de estas almas, traía aquí Padres ... ». «A mí no me pesa que se haya fundado -contestaba la M. Sagrado Corazón- por­que donde hay necesidad es preciso ir». Ninguna de aquellas Esclavas había olvidado la motivación que estuvo en el ori­gen del Instituto y que reconocía en la misión de educar la más acuciante tarea apostólica de aquel tiempo.

Superando muchas dificultades, en el mismo año la M. Sagrado Corazón consiguió abrir una casa en el centro de Madrid, en la calle de San Bernardo. La fundadora se goza­ba en aquella capilla desde la cual Cristo, «expuesto a la adoración de los pueblos», iluminaba a toda clase de perso­nas, pero muy especialmente a un público joven que fre­cuentaba la vecina universidad. En San Bernardo funciona­rían además una escuela gratuita al mejor nivel pedagógico

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de la época y una primera «casa de Ejercicios». El sueño du­ró poco tiempo. Dificultades económicas y malentendidos del obispo de Madrid llevaron pronto al cierre de la casa. Esos motivos apremiaron a la M. Sagrado Corazón a em­prender la fundación de Roma: experimentaba la necesidad de aproximarse a la curia vaticana para solucionar proble­mas parecidos; recordando la historia, juzgaba que podían repetirse con relativa frecuencia. Ella se encargó personal­mente del asunto, viajando a Roma en aquella primavera. Permaneció en la ciudad más de dos meses, en los que con­siguió la admisión incondicional de la fundación por parte de la curia romana, el establecimiento de una primera co­munidad y un buen protector para el Instituto: el jesuita car­denal Camillo Mazzella. El tiempo no le alcanzó, en cam­bio, para gestionar eficazmente la salvación de la casa de San Bernardo. Aquel verano en Roma, más allá de éxitos o frustraciones, hizo más honda y sensible su vocación ecle-sial, y fue una de las experiencias más gozosas de su vida.

Los jesuítas y el Instituto de Esclavas del Sagrado Corazón

Es innegable la aportación de los jesuitas tanto en la funda­ción como en la primera expansión de las Esclavas, no sólo en España sino también en Italia. En todas las comunidades se acudió al consejo de alguno de ellos, y todos lo brindaron con verdadera amistad. Recordemos especialmente algunos nombres: junto al ya citado Cotanilla, Isidro Hidalgo, direc­tor espiritual de Rafaela María; José María Vélez, comenta­dor de las reglas en la comunidad de Madrid; el provincial Francisco de Sales Muruzábal, estimadísimo de la Santa y sobrio apoyo de esta en la última etapa de su gobierno; José Vinuesa, con su aportación a la redacción de unas constitu­ciones basadas en las de la Compañía y lo más fieles posi­ble a estas; Juan José Urráburu, director espiritual de la M. Pilar; Juan José de la Torre, asistente general; y el mismo prepósito general Luis Martín. La lista sería interminable.

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(Si la M. Sagrado Corazón pudiera completar ahora esta re­lación, incluiría en ella a un jesuita muy joven que, siendo ella una anciana enferma, celebraba la Eucaristía a diario en la iglesia de Roma. Le daba especial devoción y rezaba mu­cho por él. Sería él, Ramón Bidagor, quien se encargaría, pocos años más tarde, de estudiar todos sus escritos y llevar a buen puerto el proceso de su beatificación).

Los últimos años del gobierno de la M. Sagrado Corazón

Al volver a España, la M. Sagrado Corazón encontró con­tradicciones de todo tipo: dificultades económicas, diferen­cias con el obispo de Madrid, enfermedades y muertes pre­maturas en las comunidades. A todo podría haberse hecho frente si hubiera habido la voluntad decidida de aunar es­fuerzos en la solución de los problemas. La M. Pilar no es­tuvo en este momento a la altura que cabía esperar de una persona que, como la M. Sagrado Corazón, había visto na­cer entre sus manos el Instituto. Exageró mucho en la apre­ciación negativa de la situación económica, y, lo que es peor, responsabilizó casi enteramente de esa situación a su her­mana; a la que nunca había reconocido competencia en cuestiones de administración. La opinión de la M. Pilar fue ganando terreno entre las asistentes generales, y como en otras ocasiones anteriores la M. Sagrado Corazón se mostró dispuesta a renunciar al cargo de superiora general.

En 1892, a instancias del cardenal protector, delegó su autoridad en la M. Pilar y marchó a Roma. La delegación, en principio temporal, fue de hecho definitiva: la M. Sagra­do Corazón no volvería a gobernar, y pasaría los más de treinta y dos años que le quedaban de vida en una absoluta oscuridad. Con la excepción de brevísimas salidas, su resi­dencia sería, ya para siempre, Roma. En 1893 se reunió la segunda Congregación, en la que fue elegida superiora ge­neral la M. Pilar. La actitud constructiva de la M. Sagrado Corazón al informar sobre estos asuntos mantuvo a todo el

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Instituto en paz. La inmensa mayoría de las religiosas en­contró natural el cambio de gobierno, dado que este seguía en manos de una de las fundadoras.

Y comenzó la etapa oscura en la vida de Rafaela María (1893-1925). Durante estos años nunca desempeñaría una tarea de gobierno ni trabajaría en ninguna de las actividades apostólicas del Instituto. Su misión, desde ahora, iba a ser la de ayudar; y de muchas maneras: realizando sencillos traba­jos manuales -siempre bajo la autoridad de las que eran res­ponsables por designación de la superiora- pero sobre todo manteniendo en la comunidad y en el Instituto la opinión tranquilizadora de que, con el cambio de gobierno, no había ocurrido en realidad nada importante. La monótona suce­sión de sus días se abría solamente al horizonte que le pro­curaba una visión de fe ampliada y profundizada hasta lími­tes increíbles. Pero la fe no le ahorró nunca el peso y el do­lor de su situación.

4. La M. Sagrado Corazón durante los gobiernos siguientes

«Pasión» de la M. Pilar y «compasión» de Rafaela María

El generalato de la M. Pilar (1893-1903) se vio desde el pri­mer momento obstaculizado por la oposición de sus conseje­ras, y es evidente que entre ellas destacaba la M. Purísima. Por distintas causas, las diferencias de criterio entre la supe­riora general y sus asistentes se agudizaron en los últimos años del siglo XIX. Todo venía a entorpecer el gobierno de la M. Pilar, lleno de problemas internos y externos que, por otra parte, contribuyeron en buena medida a la maduración espiri­tual de la segunda fundadora. Sufrir la injusticia de una opo­sición continua y bastante inmerecida la llevó a reconsiderar sus propias actitudes durante el gobierno de la M. Sagrado Corazón. Su sincera contrición expresada en muchos escritos,

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y el reconocimiento ante su hermana de pasados errores logró, sin duda, que la M. Pilar recuperara ante la historia el puesto verdaderamente carismático que siempre le había reconocido la inmensa mayoría de las Esclavas. La M. Sagrado Corazón rechazó en este momento la rehabilitación pública que su her­mana le ofrecía; pensaba que sería contraproducente para el Instituto, y la unidad de este era lo que importaba, ahora co­mo siempre. Consecuente con la actitud permanente de su vi­da, iba a tomar el único partido que le parecía aceptable, ade­más de fraternal: apoyar generosamente a la M. Pilar, orien­tándola hacia una conciliación con las asistentes que, por cier­to, se veía cada vez más difícil, casi imposible.

En 1894, Rafaela María viviría desde la sombra un acon­tecimiento verdaderamente importante: la redacción de las Constituciones y su aprobación definitiva. Desde 1886, las fundadoras se venían ocupando de esta trascendental tarea. La M. Pilar retomó el asunto al comenzar su gobierno, en­cargando su tramitación directa a la M. Purísima, primera asistente; esta debía asesorar al P. José Vinuesa, que sería en realidad el redactor. El jesuíta Gennaro Bucceroni, consultor de la Sagrada Congregación, reelaboró, condensándolo, el trabajo de Vinuesa, y finalmente las nuevas Constituciones fueron aprobadas en 1894. El texto era fiel a la inspiración ignaciana, aunque subrayaba algunos aspectos disciplinarios -la clausura sobre todo- ajenos a la inspiración y al primer desarrollo del Instituto; muy acordes, desde luego, con el criterio de la M. Purísima. Tal como se desarrollaron los acontecimientos, ninguna de las dos fundadoras tuvo la po­sibilidad de influir personalmente en la redacción.

La M. Pilar fue finalmente depuesta del cargo de supe­riora general en mayo de 1903; de nada habían servido los intentos conciliadores de jesuítas tan eminentes como Urrá-buru, Mazzella, Juan José de la Torre... Salió pocos días des­pués camino de su último destino, Valladolid, dejando a la comunidad romana verdaderamente edificada por su entere­za -auténtica elegancia- y su aceptación humilde de la prue-

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ba. La M. Purísima fue designada vicaria por un período de tres años, pasados los cuales, una Congregación general de­bía elegir nuevo gobierno según las Constituciones.

Las fundadoras de las Esclavas durante el tercer gobierno general

La M. Sagrado Corazón permaneció en Roma. Animando, casi siempre sin palabras, pero con el ejemplo de una sere­nidad y una amabilidad heroicas. Sentía como nunca el de­ber de mantener en el Instituto la unión y la alegría. Creía que ese deber la obligaba sobre todo con la M. Pilar. Cono­ciendo por experiencia la dureza de una marginación indefi­nida, temía que su hermana, siempre valiente y dispuesta a morir por Dios y por el Instituto, no estuviera preparada pa­ra aceptar una vida que tenía mucho de muerte. En cartas de oro, Rafaela María recordaba a Pilar el papel de ambas en la obra de Dios: «Nosotras somos los cimientos, que ni se ven... Piedras hechas pedazos y apisonadas; y no obstante, son los que sostienen el edificio, y cuanto este más hermo­so, los cimientos más hondos y maltratados por el pisón». «Hagámonos santas, y nadie hace más por el Instituto que nosotras ... Acuérdese usted de lo que decía san Ignacio: que si la Compañía, que tanto amaba, se destruía sin culpa suya, con un cuarto de hora de oración se tranquilizaba». (Es de justicia reconocer que la M. Pilar batió con creces la marca de fe y paciencia que algunas personas le habían calculado; los últimos trece años de su vida fueron un ejemplo para to­dos los que vivieron cerca de ella).

Por extraño que parezca, a pesar de tan grande conmo­ción, el Instituto siguió creciendo durante los años siguien­tes. Las religiosas antiguas respondieron a la confianza que en ellas habían puesto las fundadoras; pero del ejemplo si­lencioso de estas últimas se nutrieron todas las actitudes de obediencia y humildad. «Si el Instituto prospera -decía por ese tiempo el asistente general P. de La Torre- es en atención

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a las virtudes y sacrificios de la M. Pilar... Ella y su herma­na son dos santas».

En 1911, la M. Purísima fue reelegida superiora general; inmediatamente después, con la aquiescencia de la Sagrada Congregación, se la declaró general ad vitam. Las dos fun­dadoras, definitivamente excluidas del gobierno, acogieron la noticia con absoluta paz. Y en ella permanecieron los años que aún les quedaban de vida.

5. La más preciada herencia de san Ignacio: los Ejercicios Espirituales

Lo que significó la experiencia ignaciana en la vida de Ra­faela María está patente en sus apuntes espirituales, que son, casi en exclusiva, el relato de los Ejercicios practicados a lo largo de cincuenta años. Es forzoso resumir el contenido de esos escritos, refiriéndonos solamente a unas cuantas etapas de su trayectoria espiritual.

1887-1890. «Quién es Dios, quién soy yo»

En esos años, Rafaela María recibe iluminaciones que le ayudan a situarse en un universo habitado, rebosante, de Dios. Descubre cada vez mejor el lugar del hombre, de las cosas, su propio lugar en la creación y en la historia. «Vién­dome pequeña, estoy en mi centro», escribe por ese tiempo; el sentimiento de «pequenez» se le presenta como el umbral absolutamente necesario para entrar en el espacio del «co­nocimiento interno». Otra iluminación de estos años se re­fiere a «la dignidad que Dios ha concedido al hombre». El hombre, imagen de Dios. Cristo, el Hombre-Dios que nos eleva a la dignidad de hijos y nos hace hermanos. Ella sien­te estas convicciones como un don gratuito del Espíritu, que, «con gran intensidad», «las infunde» en su propio espíritu.

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1890 marca un punto de inflexión en su vida espiritual. En los Ejercicios de ese año aparece por primera vez la re­ferencia explícita a las «tres maneras de humildad» que va ser desde entonces una especie de ritornello en sus escritos. La humildad y la pobreza se mezclan en los argumentos de unas páginas que rezuman realismo y remiten a una expe­riencia humana durísima, pero siempre iluminada por el amor. Al final de los Ejercicios de ese 1890, escribe: «Haz, Jesús mío, que el conocimiento que he adquirido de lo que vale la vida crucificada contigo no se me borre jamás». No es tanto la experiencia de la cruz, sino de «la vida crucifica­da contigo»: «Contigo». «Como tú».

Los años de la paciencia y la constancia en el amor. «Reflectir»

Los largos años de Roma son tiempo para la paciencia, pe­ro sobre todo para la constancia en el amor. Suponen un am­plio espacio para la repetición, para ese «reflectir», dejar que se refleje en nosotros la verdadera historia de Jesús. «Traeré siempre ante mí los ejemplos de su vida santísima toda...». En medio de la monotonía, Rafaela María vive en la paz inmensa que proviene del convencimiento de que, en lo más íntimo de su ser, está Cristo, «internamente conoci­do», amado y seguido con pasión creciente.

«La verdadera libertad de los hijos»

1905 marca una de las cumbres espirituales de Rafaela Ma­ría. Al comenzar los Ejercicios de ese año está en una gran desolación. Duda sobre lo que debería hacer con respecto a la situación del Instituto, y esta duda le produce una gran tensión. Según cuenta en un apunte, el primer día de los Ejercicios, después de pasar la oración de la mañana e in­cluso la misa «en grandísima desolación», de pronto, y en medio de una ocupación prosaica, recibe la luz de Dios:

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«Sentí en mi alma gran fortaleza y confianza extraordinaria de que el Señor está conmigo... Debo vivir en este mundo pendiente de la sola voluntad de Dios, y jamás esclavizada a ninguna criatura que se interponga a esta independencia san­ta de los verdaderos hijos de Dios. Debo tener en todas mis acciones presente que estoy en este mundo como en un gran templo, y que yo, como sacerdote de él, debo ofrecer conti­nuo sacrificio y continua alabanza... Siempre todo a mayor gloria de Dios, que es el fin para que nos ha puesto en el mundo». Son, indudablemente, los Ejercicios de la libertad, y la lectura atenta de los apuntes de esos días nos permite entender qué significa para ella: algo amplio y hondo, com­prensivo y unificador -como el propio «conocimiento inter­no»- que le va a hacer posible interpretar positivamente to­dos los sucesos. La convicción de estar en el mundo «como en un gran templo» no va a abandonarla nunca, y es una for­ma renovada de sentirse criatura en las manos del Creador y destinada a su servicio y alabanza. «El fin para que nos ha puesto Dios en este mundo...». «Siempre todo a mayor glo­ria de Dios...». Como en tantas ocasiones importantes, Ra­faela María ha pedido prestadas a san Ignacio las palabras para mejor expresar una experiencia especialísima.

«Con mayor perfección y ternura». Los últimos años

Con la reelección de la M. Purísima y el hecho consumado de su generalato vitalicio, lo inevitable aporta una buena do­sis de tranquilidad al espíritu de la M. Sagrado Corazón. Es­tá cumplido el discernimiento, solo queda la aceptación ge­nerosa e incluso alegre. Los apuntes de Ejercicios no hablan ya de angustiosos esfuerzos. El conocimiento interno «de tanto bien recibido» en lo próspero y en lo adverso a lo lar­go de la vida, le ayuda ahora a simplificar sus propósitos. Ya no desea nada más -tampoco nada menos- que vivir «para él solo». Y solamente para él, hacerlo todo «con mayor per­fección y ternura».

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6. «Humildes, humildes, humildes...»

Rafaela María dijo una vez que la certeza de la bienaventu­ranza casi le hacía cantar de alegría. Los años finales de las dos fundadoras están como impregnados de una suave mú­sica de esperanza.

La M. Pilar murió en 1916. En los últimos meses perdió casi toda su lucidez mental, pero el final fue suavísimo, lle­no de unción. Las que la asistieron dicen que, como en un susurro, repetía una y otra vez solo dos palabras: «Jesús» y «gracias». Al enterarse de su muerte, la M. Sagrado Corazón rezó tres veces el Te Deum; era una tradición de las religio­sas de la primera hora, su particular forma de celebrar cris­tianamente un gran dolor.

Hasta 1918 aproximadamente la M. Sagrado Corazón disfrutó de buena salud. Trabajaba incansablemente. Ayuda­ba. Era la viva imagen de la amabilidad.

Se presentó al fin el dolor físico, la enfermedad. Seguía adorando al Señor desde el coro alto de la iglesia, a donde llegaba despacio, apoyada en un bastón. «¿Qué le dice al Se­ñor en ratos tan largos?» -le preguntaron un día-. «¿Decir? Nada: yo lo miro y él me mira».

En 1922 comenzó definitivamente su vida de enferma, aunque conservaba una extraordinaria lucidez que la acom­pañó hasta el final.

Uno de sus últimos días la visitó la superiora general. Las palabras de la M. Sagrado Corazón en este momento pueden considerarse la mejor herencia para el Instituto: «M. Purísima, seamos humildes, humildes, humildes, porque así atraeremos las bendiciones de Dios».

Murió el día 6 de enero de 1925. Los funerales fueron ex­tremadamente sencillos, pero en aquel mismo momento se al­zó un verdadero clamor en reconocimiento de su santidad.

Fue beatificada por Pío XII el 18 de mayo de 1952. Entre los millares de personas que llenaban San Pedro, se contaban algunas religiosas que la habían conocido en vida. Ahora las

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Esclavas eran ya cerca de tres mil y estaban repartidas por medio mundo. Venían de todas partes. Seguían haciendo vida los ideales universales que Rafaela María -la M. Sagrado Co­razón- desde su rincón de Roma, tanto había soñado y de­seado. Pablo VI la canonizó el día 23 de enero de 1977.

INMACULADA YÁÑEZ

Esclava del Sagrado Corazón. Doctora en Historia por la universidad de Barcelona.

Experta en historia y espiritualidad del Instituto de Esclavas del Sagrado Corazón.

Colegio Mayor Santa María, Universidad de Granada.

* * *

Para saber más:

SANTA RAFAELA MARÍA DEL SDO. CORAZÓN, Palabras a Dios y a los hombres. Cartas y apuntes espirituales. Ed. prepara­da por I. YÁÑEZ, Madrid, 1989.

F. MATEOS, SJ, El P. Cotanilla y la fundación de las Esclavas, Manresa 1953.

C. DE DALMASES, SJ, «Ignacio forja un alma», Roma, 1966. Ed. Separata de La Beata Rafaela María del Sagrado Corazón y los Ejercicios de san Ignacio, Manresa 1952.

G. PAPASOGLI, La Beata Raffaela M" del S. Cuore, Ed. Ancora, Milano 1970.

M. AGUADO, Anotaciones sobre la espiritualidad de Santa Ra­faela María del Sagrado Corazón, Roma 1977.

I. YÁÑEZ, Cimientos para un edificio. Santa Rafaela María del Sagrado Corazón (Prólogo del R Arrape), BAC, 408. Ma­drid, 1979. 2a ed.: Madrid, 2000.

— Amar siempre. Santa Rafaela María del Sagrado Corazón, BAC popular. Madrid, 1989. 3a ed.: BAC biografías, Ma­drid, 2010.

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10. Margarita M§ López de Maturana (1884-1934)

Fundadora de las Mercedarias Misioneras de Bérriz

Del monasterio a la misión

A-JOMINGO, 12 de Agosto de 1928, a bordo del barco D'Artagnan. Una mujer de 44 años escribe su diario sobre el puente, en la proa del barco, de cara al mar. Lleva un há­bito de monja, blanco con un velo negro y sobre el pecho un escudo de la orden de la Merced. Lleva gafas pero a través de ellas brilla su mirada. Una mirada que irradia simpatía y confianza. Tiene la sonrisa en su rostro. Transmite sencillez y sinceridad, serenidad y hondura y esa chispa de luz que brota de su corazón encendido de amor. Un corazón y una mirada que intuye deseos, endereza pesares, sonríe a los te­mores, llama a la confianza. Escribe: «El mar no me cansa. Siempre lo encuentro distinto. Me dice muchas cosas de Dios. De su grandeza, de su inmensidad, de su poder y mi­sericordia. El ruido de las olas y la inmensidad que nos ro­dea, es el órgano más adecuado para acompañar el rezo del Oficio Divino. ¡Qué bien saben los salmos! Los pasajeros de tercera clase parecen cadáveres ambulantes. Los niños llo­ran mucho. Están enfermos y hambrientos. Voy hacia ellos por cariño, más que por pretender aliviarlos. Reparto todo lo que tenemos, galletas y chocolate. No creo que tarde en ha­cer amistades. En este viaje he conocido costumbres muy

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diversas y me he relacionado con gentes muy distintas. Le he pedido al Señor que lleve adelante la obra que, por nues­tro medio, ha comenzado. El Señor ha puesto en mis manos asuntos difíciles que requieren mucho espíritu y valor. Ne­cesito luz y fuerza de Dios para hacer lo que él espera de no­sotras, sin apartarme, por nada ni por nadie, de su voluntad».

1. El porqué de una transformación

Hay vidas, historias, y acontecimientos que seducen por su sencillez y sorprenden por su fuerza y trascendencia. Como seduce y sorprende por su dinamismo creador la semilla es­condida en la tierra o ese poco de levadura que transforma y recrea toda la masa, trascendiendo su propia existencia.

La intención y el deseo de esta semblanza es que ayude a contemplar el ser y el hacer de Margarita Ma López de Ma-turana, su proceso espiritual y su respuesta a los signos y lla­madas de su tiempo. Que lleve a descubrir sus sueños y sus deseos, su recreación del carisma Mercedario Redentor que le llevó a la transformación de un Convento de clausura pa­pal en Instituto misionero.

Una transformación en cuyo origen está un pequeño y solitario beaterío, pobre y oculto entre los montes de Bérriz (Vizcaya), y unas monjas, humildes y sencillas, dedicadas a la oración y al trabajo, abiertas a la acción de Dios. Y con ellas, la Madre Margarita, una mujer que supo transformar el corazón, los deseos y sueños de aquellas monjas de clau­sura papal, en sueños misioneros de fraternidad universal. En su origen están también el Amor y la Libertad y está la profundidad de una experiencia espiritual que hizo posible cambiar costumbres y tradiciones de siglos.

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2. El origen de una llamada y una decisión

Vizcaya. Ciudad de Bilbao. 25 de julio de 1884. Calle de Ten­dería, n°. 52, piso tercero. Nacen dos gemelas. Primero Leo­nor y después Pilar. Son bautizadas en la Parroquia de San Antón. Sus padres: Vicente López de Maturana y Juana Ortiz de Zarate, naturales de Ullívarri de Gamboa y de Margarita (Álava). Sus hermanos: María Dolores, Felicia y Vicente. Su padre era de ideas republicanas; su madre, muy cristiana y piadosa. Hasta los 8 años frecuentan el Colegio de las Hijas de la Cruz. Al morir su padre, su hermana mayor Lola, maes­tra, se encarga de su formación. A las dos hermanas, muy se­mejantes, vestidas iguales, alegres, ocurrentes y atractivas, se las conoce como las gemelitas de la calle de Jardines. Geme­las y, a la vez, distintas. Leonor se enfrasca en el piano. Pilar, en los libros. Leonor es jovial, alegre, expansiva. Pilar, más seria, reflexiva y reservada, de gran entereza de carácter. Ayu­dan en la imprenta-librería que abre su madre. De familia ca­tólica y piadosa, Dios entra en su vida desde niñas y desde ni­ñas las dos comparten sentimientos, lecturas, oraciones, prác­ticas devotas, ayudas a los pobres y deseos de hacer el bien. Les gusta dar largos paseos por lugares solitarios, contem­plando el mar. El mar, su horizonte abierto, les parece un re­flejo de la grandeza y la inmensidad de Dios, un Dios que las atrae desde lo profundo de su ser. De jóvenes, dos estudiantes de náutica se interesan por ellas y comienzan unas relaciones de amistad que parecen ir a más. Preocupada su madre por es­ta relación, les indica que deben dejarla. Leonor obedece, pe­ro Pilar se resiste a hacerlo. Como consecuencia de esta re­beldía, Pilar es llevada al Colegio-internado de la Vera Cruz de Bérriz. Tiene 16 años. Allí consta su entrada: el 10 de ene­ro de 1901. Su salida: el 25 de julio de 1902. En el internado pronto se capta las simpatías de colegialas y monjas. Es ale­gre, de iniciativas, decidida, con talento y buena formación. A los dos meses hace los Ejercicios Espirituales con el P. Pedro Olasagarre, SJ. Hace voto de castidad y con otras dos colegia-

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las escribe una carta a la Virgen suplicándole que en ese año les conceda entrar allí para hacerse religiosas. Cuando sale del internado se lo pide a su madre, pero ésta considera más opor­tuno hacerla esperar hasta los 19 años. De vuelta a casa, su an­terior amigo vuelve a insistir para unas relaciones más forma­les, pero Pilar no cambia su decisión. Mientras su hermana Leonor, que desde hace tiempo quiere ser religiosa, trata de buscar dónde ingresar y deja la decisión en manos de su di­rector espiritual, Pilar sigue firme en su decisión de entrar en Bérriz. El día 25 de julio de 1903 ingresa en el Convento Mer-cedario de la Vera Cruz de Bérriz. El 10 de agosto toma el há­bito de la Orden de la Merced y cambia su nombre por el de Margarita María.

Allí inicia su vida religiosa, en la clausura de aquel pe­queño y aislado Convento Mercedario de Bérriz, escondido en una naturaleza silenciosa, llena de fuerza y de vida. Allí contempla la firmeza del monte Amboto, el correr del agua del molino, el cambio de estaciones en los árboles, la diver­sidad de colores de las flores. Allí escucha también el silen­cio que vive y que da vida. Allí comienza su nueva forma de existencia, una experiencia donde se le abre la puerta al Mis­terio que nos constituye y se enciende ese destello divino que brilla en cada uno. Son los primeros años de su expe­riencia de Dios y de sí misma, una aventura única y perso­nal de fe, amor y libertad, con unos rasgos que irán confi­gurando la historia de su transformación.

Desde 1906 anota sus sentimientos, deseos y propósitos, y la manera de irlos viviendo en su cotidianidad:

«Me mantengo fiel a mis propósitos y deseos y descu­bro en mi interior, como regalada por Dios, una liber­tad de espíritu y un abandono en sus manos que es el fundamento de mi paz y felicidad».

«También me he propuesto ir purificando cada día mis afectos para que la vida de Cristo sea mi vida, y mi úni­co alimento, la voluntad de mi Padre. Quiero alcanzar

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esa quietud interior que tanto envidio en los santos. Es­to será vivir en verdad. Pues Cristo es vida y en él he de fundar la mía».

Son años en los que ora, medita, lee y aprende. Experi­menta, reflexiona su experiencia y escribe.

«La lectura de Teresa de Lisieux es muy a propósito pa­ra los deseos que Dios me da, de una vida sencilla, con­fiada y amante». «Qué verdad es que Dios obra en no­sotras oportuna, delicada y maternalmente».

«La lectura de las obras de santa Teresa me hace mu­cho bien por más decaída que esté. Avivan mi fe, me descubren la grandeza de Dios y me dejan amor a la humildad. Es la santa que me habla de él más a mi gus­to. La que mejor me enseña a vivir en verdad».

En estos años la historia de su vida es, sobre todo, la his­toria de su oración. Un tiempo de experiencias hondas y de descubrimientos puestos en práctica. Pronto comienza a ha­blar de su entrada en la «noche oscura». Una experiencia que la templa y purifica, que le abre a otra experiencia más profunda que le cambia la mirada y la comprensión de Dios y de sí misma. Una experiencia que la dispone a la acción de Dios, que va tomando la iniciativa de una unión que la irá transformando.

«Sigo leyendo a san Juan de la Cruz. Me parece elevadísi-mo. Lo comprendo todo pero me veo a una distancia casi infinita, aunque no en los deseos. Ya hace mucho que aspi­ro a esa vida, que yo llamo verdadera, y sé que Dios tiene mil caminos para unirnos con él. Me pongo en sus manos y confío en mi confianza. Leo la "Llama de amor viva", que me deja hambrienta del bien que persigo y deseosa de despojarme de todo para unirme más con Dios. Veo, con mucha claridad, que Dios se ocupa en dirigirme y que a mí me toca vaciarme de todo y dejarle actuar».

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4. En el Colegio-internado

Comenzó enseñando caligrafía y pronto pasó a encargarse directamente de la educación de las niñas. Desde que se le­vanta hasta que se acuesta está con ellas. Quiere que las ni­ñas la amen y confíen en ella para poder educarlas mejor. Las observa y escucha con atención, aclara sus dudas, res­ponde a sus preguntas, orienta sus corazones. Vive para ellas. Juega, les hace bromas y risas, charla largamente con ellas y a veces con sólo su mirada, les dice todo. Con su bon­dad paciente y comprensiva, con su admirable mezcla de suavidad y firmeza, con esa dignidad que todas respetan, con su saber entenderlas, va formando su carácter, desarro­llando sus cualidades. Nunca deja mal a nadie y cada una se siente querida y comprendida. Las quiere de verdad, y sólo desea hacerles el mayor bien posible y formar en ellas la imagen de Jesucristo. Piensa que Dios y Jesús son los que principalmente actúan y que si ella les deja obrar, el resulta­do será siempre bueno. Está convencida de que todo se re­suelve amando.

Procura que hasta aquel pequeño y retirado Colegio, lle­gue un buen material pedagógico, libros, revistas, manuales. Lee y asimila con profundidad ideas, que luego recrea origi­nalmente para sus tareas. Se interesa por todo aquello que significa avance y progreso y de todo sabe sacar consecuen­cias prácticas. Trabaja y, al mismo tiempo, estudia. Toma lecciones de contabilidad. Conserva el francés, perfecciona el inglés y comienza a aprender alemán.

Con su gemela Leonor, destinada a Suipacha, Argentina, comparte también sus entusiasmos y afanes pedagógicos. Aquella relación de gemelas, unidas por un amor entrañable, continúa. Se escriben regularmente. Son cartas en las que, durante más de veinte años, comparten toda su vida, volcan­do su corazón y sus experiencias la una en la otra. Cartas en las que comparten su camino hacia Dios. Un camino que por amor renunciaron a vivirlo juntas en el mismo Convento,

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ofreciendo a Dios lo que más amaban, su estar juntas. Acep­taron su separación sin renunciar a su unión, a la unión de ese ser gemelo, abierto el uno al otro, en continua relación, igual y, a la vez, distinto, compartido siempre. Ese ser que lo sentían viniendo de Dios y volviendo a él, en un Amor que sin cesar, les proporcionaba felicidad, gozo, libertad y paz. Un amor que se derramaba en ellas y sobre otros y que crecía al ser compartido.

5. La semilla misionera

En 1919 a esta tierra de Bérriz, abierta a los horizontes de Dios por aquellas sencillas y acogedoras monjas, llegaron al Colegio dos misioneros. El Padre carmelita Vicente Zengo-tita, que volvía a su misión en la India y el Padre José de Vi-daurrázaga, jesuita, que iba a su misión en Wuhu, China. A grandes rasgos les hablaron de la vida misionera. Y de lo que parecía un hecho insignificante, una visita casual, una pequeña semilla, brotaría una transformación, un rumbo nuevo que cambiaría sus vidas, abriendo sus horizontes de manera insospechada.

6. El contexto misionero

En 1919, Benedicto XV en su Carta encíclica Maximun Illud, de 30 de noviembre, invita a todos los Obispos del Or­be católico a participar en la Misión que Jesucristo enco­mendó a los apóstoles. Habla de mil millones de gentiles que yacen en sombras de muerte, a los que hay que comu­nicar los beneficios de la Redención. Invita a procurar la vi­talidad de la misión y a fundar nuevos puestos.

En España el movimiento misionero se extiende desde dos focos: La Universidad Pontificia de Comillas, de los PP. Jesuítas y el Colegio de Ultramar y de Propaganda Fide,

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creado en Burgos en 1897. La aparición de la Revista El Si­glo de las Misiones del P. Hilarión Gil y su colaborador el P. José Zameza, SJ, contribuye al crecimiento del movimiento misionero. El P. Zameza anima e impulsa el movimiento, tanto en la Escuela de Misionología como en cursillos, con­ferencias y días misionales

En 1920 la M. Margarita inicia su relación con el P. Za­meza. Por su cargo de Director del Siglo de las Misiones le pareció la persona más adecuada para encontrar la orienta­ción misionera que tanto deseaba. Muy pronto la relación se trocó en apoyo mutuo y en una profunda amistad. El P. Za­meza estuvo vinculado muy estrechamente desde el princi­pio al proceso de apertura de Bérriz a Misiones; guió sus pa­sos y allanó los caminos para hacer realidad su sueño de ser Misioneras, colaborando con los Padres de la Compañía de Jesús, en Wuhu, en las Islas Marianas y Carolinas, y más tar­de en Japón. Su aportación en la formación misionera de la Comunidad fue inestimable.

En estos años el espíritu misionero es inseparable de la vida del Colegio. Forma parte del proyecto educativo. Lo llena todo y traspasa los muros del internado. A través de Leonor se extiende a los Colegios de Carmelitas y por me­dio del Anuario Misionero, llega a los colegios de la Orden. La compenetración entre niñas y profesoras es total y la Co­munidad participa cada vez con más entusiasmo del am­biente que se vive en el colegio. La Comunidad empieza a preguntarse por los planes de Dios

Lo que se plantean es una cooperación activa en las Mi­siones; la posibilidad de enviar un grupo de religiosas a Wuhu, al Vicariato de Anwhei, en China, regido por los pa­dres jesuítas. El P. Ladislao Aparáin, SJ, ya conocido por sus retiros y Ejercicios, es elegido para dirigir un triduo de ora­ción a la Comunidad que quiere discernir la voluntad de Dios sobre su proyecto de ir a misiones. Hacen el triduo y cada una se manifiesta libremente y por escrito. La mayoría es fa­vorable al proyecto. En todas hay amor a la Obra misional, a

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la Orden de la Merced, a la Casa, a las hermanas. Aprobados los planes por el P. General, ya nada las detiene. Roma las autoriza para fundar en países de misión. Ya son misioneras y todos quieren ayudarlas. Tampoco les faltan complicacio­nes. A las monjas les parece que viven soñando. Se les está abriendo un vasto horizonte. Hay otros planes además de ir a misiones.

El 29 de septiembre de 1926 parte la primera expedición para Wuhu. Las misioneras van al país de sus sueños, la le­jana y desconocida China. El pequeño y escondido monas­terio de clausura ha abierto sus puertas al mundo y sus pri­meras misioneras han traspasado la clausura papal, rom­piendo una tradición de siglos. En octubre de este mismo año parte la segunda expedición, rumbo a las Islas Caroli­nas. Las misioneras van bien dispuestas y preparadas. Son conscientes del aislamiento, la soledad, y la pobreza que van a experimentar. Son un testimonio de alegría, generosidad y grandeza de ánimo.

El 17 de Abril del año 1927, la M. Margarita es elegida Comendadora del Convento y la M. Nieves, Vicaria. En su nuevo cargo aparece con fuerza su estilo de relación. Para quienes se relacionan con ella, tratarla es conocerla y que­rerla. Irradia simpatía y confianza. Su cercanía es cálida y acogedora. Es una mujer dulce y fuerte a la vez. Muestra pa­ciencia en su escucha, amplitud, comprensión y bondad. Po­see convicciones profundas y buen juicio, con el que da va­lor, temple y audacia a su fe. Toda una forma de ser y de vi­vir, volcada ahora en una nueva responsabilidad. Con mucho diálogo, amor y dulzura quiere fomentar los deseos de tra­bajar y padecer por el Reino y se ha propuesto unir a las her­manas en estos ideales. Pide para todas, las que se van a mi­siones y las que se quedan, ese doble espíritu de acción y oración del que siempre ha deseado vivir. Entiende que el vivir para el Reino lo sintetiza todo.

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7. Un viaje misionero alrededor del mundo

La facultad de ir a Misiones concedida por Roma es sólo pa­ra 6 años. Piensan que ha llegado el momento de ir dando pasos para asegurar la continuidad y el futuro de la obra mi­sionera de Bérriz. La M. Margarita quiere visitar Wuhu, las Islas Marianas y Carolinas y pasar por Japón. Desea convi­vir un tiempo largo en cada misión y experimentar el modo de vida de las misioneras. Quiere recoger sus experiencias, sus dificultades y su parecer sobre posibles cambios. Sope­sa las razones para este viaje, consulta, escucha, madura la idea, y decide emprenderlo con las misioneras que van a Po-napé. La Comunidad está impresionada pero la apoya.

«Este viaje ha sido para mí una gracia especialísima. Un viaje que me ha dado mucha luz para conocer prác­ticamente lo que son las misiones, y me ha hecho pal­par esas necesidades tan grandes y tan escondidas a muchos. Ahora me será más fácil preparar el personal para cada misión. También estoy contenta y agradeci­da, porque durante este tiempo he recibido de Dios gra­cias extraordinarias de oración y unión con él en cir­cunstancias bien poco favorables. El Señor me empuja a amarle con todas mis fuerzas. En la Comunidad, feli­ces de tenerme en casa y yo de encontrarme entre ellas. Las impresiones que puedo darles, son inmejorables. Puedo hablar horas y horas, pero nunca podré darles una idea exacta del amor de estas misioneras a Jesu­cristo ni de su entrega generosa a la Misión».

Después de lo experimentado deciden pedir a Roma los cambios necesarios para el buen desenvolvimiento de la obra misionera. Son tantos y de tal naturaleza que implican una transformación esencial. Desean que esta sea entendida por la Orden y por la Comunidad. Reunidas en Capítulo, la M. Margarita, las informa de la encrucijada en que se en­cuentran, y con toda claridad y sinceridad, va abordando to-

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dos los puntos, sin que nada quede por aclarar. Luego habla en particular con cada una. No encuentra el menor recelo, disgusto o discrepancia y todas a una determinan pedir a Ro­ma transformarse en Congregación, y solicitar a la vez la aprobación de las nuevas Constituciones.

Desde antiguo el Convento Mercedario de Bérriz man­tuvo, además de su aprecio y afecto por los Padres Merce-darios, una estrecha relación con los Padres de la Compañía de Jesús. Bebieron la espiritualidad ignaciana a través de sus retiros y Ejercicios Espirituales y encontraron en ellos di­rección espiritual, orientación y apoyo. Junto con el P. Za-meza, los Padres Jesuítas Luis Chalbaud y Pedro Vidal tu­vieron un importante papel tanto en la orientación de Bérriz a Misiones como en la posterior transformación del Con­vento en Instituto Misionero. El P. Chalbaud, con su tino co­mo director espiritual de la Comunidad, con sus retiros, con­ferencias, y con el trato personal, fue siempre muy valorado por sus dotes como consultor y consejero en los momentos más decisivos. El P. Vidal, como canonista prestigioso y es­pecialista en vida religiosa, supo elegir el momento y medir los tiempos «para lograr tan pronto y tan suavemente una transformación que a ellas se le antojaba larga y difícil». Ambos contribuyeron en la elaboración de las nuevas Cons­tituciones, dejando su sello ignaciano en los capítulos dedi­cados al gobierno, al contenido de los votos, y a las etapas de formación. También se introdujeron determinadas prác­ticas de vida espiritual ignaciana como el mes de Ejercicios y la Tercera Probación. Las Constituciones en su totalidad fueron redactadas por la M. Margarita que incorporó intac­tos, de las Antiguas, los capítulos concernientes al espíritu mercedario redentor. Y lograron que Roma aceptase actua­lizado el cuarto voto redentor de dar la vida, como distinti­vo del Nuevo Instituto. Aprobadas las Constituciones, el P. Chalbaud redactó personalmente el Reglamento Espiritual.

El 23 de Mayo de 1930, Roma expide el decreto de transformación del Convento de clausura papal de las Mer-

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cedarias de Bérriz, en Instituto misionero, y el 14 de Agos­to llega la aprobación de las Constituciones. En ellas queda definido el carácter misionero redentor del nuevo Instituto. Su distintivo es un 4o voto de trabajar con amor redentor y dar la vida por la libertad de los nuevos cautivos.

Fue una transformación trenzada y entretejida con el pro­ceso espiritual de la M. Margarita. Un proceso de unión con Dios, de participación en su Amor misericordioso, compasivo y liberador, infinito y desbordante por toda la Humanidad y la Creación entera. Por en este Amor se dejó transformar. En él experimentó su dicha y su felicidad, y con este mismo Amor supo transformar el corazón, los deseos y sueños de aquellas monjas de clausura papal, en sueños misioneros de justicia y liberación, de unión y fraternidad universal.

Una transformación hecha en libertad, con apertura y osadía, con suavidad y tino, llena de comprensión y respeto por todas las monjas. Una transformación acompañada y participada, confrontada, compartida y apoyada por todas aquellas y aquellos que vieron en la M. Margarita alguien que transparentaba e irradiaba el querer y el hacer de Dios. Una transformación buscada y deseada, querida por todas, pedida unánimemente en votación secreta, y recibida con profundo gozo y alegría.

El 30 de Julio de 1931 se celebra el I Capítulo General del Instituto misionero. La Madre Margarita es elegida Su-periora General y la M. Nieves Vicaria, ambas por unanimi­dad. Empieza su trabajo con el respaldo de todas las monjas, con la experiencia reciente de su segundo viaje misionero, y en un momento histórico, crítico y conflictivo, en el que en España se proclama la II República, y en el que la situación se vuelve incierta y preocupante.

«Quiero derramar, a manos llenas, la felicidad que Dios me da, y pasar por la vida como Jesús haciendo el bien. En mi cargo tengo un ejercicio continuo de bon­dad, paciencia, mortificación y olvido propio. No ten-

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go miedo al sufrimiento si Jesús está conmigo. Quiero aprovechar las ocasiones de padecer para engendrar a Cristo en todos los que trato. Me atrae su amor y el de­seo de crecer en ese amor. Para lograrlo, y por extender su Reino, quiero darme a una vida dura que ya no ce­sará hasta mi muerte. Quiero dar mi vida por amor, sin que nadie se percate de mis continuos sacrificios. Sin quejas. Con la fuerza del Espíritu voy a llevar adelante este programa, sin volverme nunca atrás. Adelante, siempre adelante, mientras me dure la vida».

Viven con tristeza y sufrimiento la disolución de la Com­pañía de Jesús. Son conscientes de que la persecución puede llegar. Con la M. Margarita piensan que puede ser una puri­ficación necesaria y que hay que aceptarla con las actitudes de Jesús. Renuevan su espíritu redentor y su cuarto voto de estar alegremente dispuestas a dar la vida. Viven alertas. Sin ingenuidades se preparan para afrontar y sortear las dificul­tades. La M. Margarita sigue mostrándose realista y a la vez emprendedora. Si prohiben la enseñanza a los religiosos, aprovecharán esa coyuntura para prepararse mejor. Tal vez estas amargas pruebas sirvan para que el Instituto extienda sus ramas. Proyectos no faltan. Viven confiadas en que Dios les dará fortaleza y les abrirá caminos nuevos, que no per­mitirá que Bérriz desaparezca, pero si esto llegara a ocurrir, están dispuestas a aceptarlo con paz y serenidad. La M. Margarita contempla el riachuelo de Bérriz y piensa que, a pesar de todo, sus aguas saltarán por encima de las dificul­tades y darán a beber del agua viva a muchos. Dios las sigue llevando en las palmas de sus manos con sabiduría y amor.

Son años de trabajo duro e intenso en el que se siente empujada por Dios con una fuerza irresistible. Tiene que ir organizando la nueva vida del naciente Instituto misionero. El espíritu mercedario redentor les llevó a hacerse misione­ras y lo misionero recreó lo redentor. Asimila todos aquellos elementos que ella considera oportunos para el fin que se ha

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trazado en el Instituto, y después obra con una resolución se­rena, tan suave como eficaz que es la admiración de todos.

Se reúne frecuentemente con la Comunidad y con las jó­venes. La vida de las comunidades de misión es motivo de alegría y esperanza. Da conferencias dentro y fuera del Con­vento. Guía hacia Dios y siente intensa alegría de hacer el bien, de alentar, de orientar, de abrir horizontes.

Siente dentro de ella ese fuego vibrante, entusiasta y mi­sionero, que comparte con el Padre Zameza, SJ, el fuego de un deseo que no la deja sosegar hasta que no lo convierte en realidad. Escribe el esbozo de un plan de formación misio­nera en el que expresa sus convicciones y deseos para el Ins­tituto que acaba de nacer y el espíritu que debe animar la vi­da de las mercedarias misioneras de Bérriz.

«Este Instituto que acaba de nacer yo lo quiero grande, gigante en el espíritu, lleno de la vida de Cristo, y ple­namente empapado de su carisma misionero merceda-rio. No quiero que llevemos el nombre y no seamos ge-nuinas Misioneras Mercedarias. Quiero que conozca­mos lo que este nombre significa, que nos enamoremos de nuestra vocación y que, clavados los ojos en el ideal sublime a que ella nos levanta, no paremos en nuestro empeño hasta haberlo realizado en plenitud. Cada una a la medida de los dones que el Señor quiera darnos. ¡Teníamos que ser redentoras! Bullía hirviente la san­gre que nuestros Padres nos transmitieron y, al ver ce­rradas las cárceles berberiscas, y sin esperanza nuestros afanes, volvimos a Roma nuestra mirada y ¡qué vieron nuestros ojos! La mirada del representante de Cristo es­taba fija en millones de hombres que, como dice el Apóstol, estaban sentados en sombras de muerte. Y al decirnos que éstos eran los esclavos que en nuestro tiempo quería redimir la Iglesia, miramos a nuestra Madre la Virgen, fundadora de la Orden, y ésta nos se­ñalaba a Jesús, pendiente de la cruz por salvar a todos

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los hombres, y diríase que sus labios subrayaban esta sú­plica: "Hijas mías mercedarias, sed corredentoras con­migo". Y de estas tres miradas, a Cristo, a su Madre y a la Iglesia, nació el anhelo irresistible de hacernos misio­neras. Para ello fue preciso transformarnos en Congre­gación, dentro de la misma Orden, y fue así como, con la aprobación de Roma, nacía en la Iglesia nuestro Insti­tuto. Un retoño tierno y prometedor del árbol siete veces secular de la Orden Mercedaria. Retoño que si algo pro­mete es porque supo nutrirse de la savia redentora del tronco. Como ellos, un cuarto voto es el distintivo de nuestro Instituto: "ir a misiones, si los superiores así lo disponen, y dar la vida si necesario fuere por ellos". És­ta es la característica que nos distingue de las demás Ordenes y Congregaciones religiosas. De esta caracte­rística brota una obligación ineludible y urgente: la de formarnos de una manera especial para la vida misio­nera propia del espíritu misionero redentor. Formación que debe abarcar todo nuestro ser.

Antes que nada, he querido deshacer un error que consiste en creer que las personas poco aficionadas a la oración, a la vida interior, son las más aptas para la vi­da misionera. Como si la vocación apostólica no exi­giera más que actividad exterior, afición al trato social, y hasta una especie de inconstancia caprichosa. ¡Qué equivocados están los que discurren así! Soy de las que firmemente creen que para que una misionera lo sea de verdad lo primero que hay que arraigar en ella es una afición profunda a la vida de oración. Una oración alta, larga, profunda, cercana a la contemplación. De esa que sabe adentrarse en los misterios de la Divinidad y sorprender allí los arcanos de la Redención. No sé dón­de leí que rara vez escoge Dios para obras grandes a personas poco dadas a la contemplación. Y lo creo fir­memente así. Por eso, cuando me proponen vocaciones para nuestro Noviciado y oigo que alegan que tal per-

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sona es propia para misionera porque no le atrae la ora­ción, ni el Oficio Divino, ni la soledad, me sorprende un concepto tan equivocado, falso y perjudicial. Al me­nos para nuestro Instituto, no quiero vocaciones de esa hechura. Nuestra oración y contemplación ha de ser tal que de ella salgamos enardecidas y deseosas de dar fru­to de apostolado activo. Que el fruto sea el trabajo, la entrega a la misión. Y la raíz de todas nuestras activi­dades esté en el convencimiento de que somos miem­bros vivos de la Iglesia con la misión de clarificar a Je­sús, estampando en cuantos pueblos y razas podamos la imagen de Cristo Redentor de la humanidad».

En 1933, dedicada a la dirección y formación del Institu­to, se siente empujada por Dios con una fuerza irresistible. El Padre Zameza les da cursos y conferencias. Especialmente clarificadoras son el ciclo desarrollado para responder a un deseo expreso de la M. Margarita: «Padre, háblenos de Jesu­cristo, sobre todo de Jesucristo Redentor». Estas conferencias fueron publicadas después como «Luces de Redención».

«Las conferencias "Luces de Redención" han sido pa­ra mí perspectivas celestiales. Como un rasgárseme el velo de la fe y ver a Cristo realizando las maravillas de la redención dentro del plan divino. Un asomarme al abismo insondable de la divinidad amante de nosotras y sentir el vértigo de su atracción irresistible. Me han quedado deseos de vivir en continua adoración y amor a Jesucristo. De clarificarle, de estudiarle más y más. De ahondar en ese piélago de riquezas insondables y, a fuerza de mirarle enamorada, asemejarme a él. Cuando miro atrás me parecen incontables los dones de Dios».

Son años difíciles. En medio de sus sufrimientos, tribula­ciones y dificultades penosas, experimenta la luz y la fuerza de Dios obrando en ella, llenándola de una felicidad profun­da, participada de él. Bajo este nuevo impulso hace un plan de

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trabajo para el año. Dirección espiritual de toda la Comuni­dad, formación de las jóvenes, preparación de reuniones y conferencias semanales. Formación misionera de la casa, ex­plicación de las Constituciones, redacción de un pequeño tra­tado sobre la función de las superioras y sobre la vida interior de las misioneras y estudiar con el Consejo el proyecto de una escuela para hijos de obreros solidarios en Vitoria.

«Cómo me gusta oírles decir que en Comunidad se aman mucho. Porque, sin esta caridad y amor, yo no daría valor a esos deseos de amar y padecer por el Rei­no, pues en el amor a nuestras Hermanas no cabe en­gaño, ya que el ejercicio es continuo. En cambio, en el amor a Dios, sin obras, puede haberlo. El Espíritu San­to las une y hace que todo importe a todas y que unas a otras se ayuden a llevar sus pequeñas cargas con una caridad delicada, cariñosa y sacrificada».

«Procuro llevar en paz mis defectos y ese decaimiento de ánimo que trae consigo la enfermedad. Quiero vivir alegre por dentro y por fuera. Aprovechar con avaricia el tiempo que Dios me da. Y estar preparada para, cuando él me llame definitivamente, arrojarme para siempre en sus brazos en un último acto de supremo abandono ¡Qué felicidad!»

Saluda el año 1934, año jubilar de la Redención, llena de deseos. En Julio, la enfermedad que lleva acompañándola tantos años, empeora. Desde la cama escribe y contesta car­tas. Nada le es ajeno. Atenta y comprensiva ante todo lo que sucede. Sin quejas. Agradecida a todos los que la ayudaron a llevar adelante la voluntad de Dios. Llena de cariño y de deseos de felicidad para todas.

El día 15 de julio de 1934 ingresa en la clínica San Ig­nacio de San Sebastián. Se encontraba con muy pocas fuer­zas. El 21 la operan. Sufría sed y angustia, pero no se que­jaba. Daba las gracias por cualquier cosa que se le hacía. Só-

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lo se le oía decir: «Lo que Dios quiera, lo que Dios quiera». Cuando llegaron las Madres del Consejo General estaba ya muñéndose, pero con pleno conocimiento. Miró a la M. Nieves, que estaba a su cabecera, y con voz amorosa, entre­cortada por el ahogo, le dijo: «Madre, tienen mucho en qué pensar, pero yo les ayudaré desde el cielo. Sí». Este sí de Amor, dicho con las últimas fuerzas que le quedaban, fue su última palabra. Después aspiró un aliento grande y se entre­gó. Era el 23 de julio de 1934.

Al desaparecer llovieron los mensajes y artículos de es­tima, de admiración y de consternación por su muerte. Se fue, pero quedó vivo el «Sí» de su intenso amor misericor­dioso y audaz. Verla vivir fue siempre una ayuda para creer y confiar y, desde entonces, sus sueños y deseos, vivos en sus monjas, continuaron impulsando nuevos compromisos misioneros. Situaciones de conflicto acompañaron al na­ciente Instituto en China, Micronesia y Japón. No conocie­ron la estabilidad y tuvieron que desarrollar su acción mi­sionera en medio de problemas y dificultades, desprendién­dose y luchando, sacando fuerzas contra miedos e inseguri­dades, aprendiendo a resistir y a comenzar de nuevo lo que las guerras iban deshaciendo.

En pocos años se extendieron por los cinco continentes. No hubo obstáculos, lejanías ni fronteras. Nada les impidió realizar su misión. Fueron no sólo a países lejanos y desco­nocidos, sino que estuvieron allí donde se manifiesta el cla­mor por la Vida y la Libertad y se juega el destino de los se­res humanos. Fueron hasta donde Dios quería llevarlas, y allí se hundieron en la entraña del sufrimiento, de los de­seos y sueños de la Humanidad. Y lo hicieron desde la sen­cillez, la pequenez y la pobreza que ocultan el gran tesoro del Amor infinito de Dios para todos. Como una pequeña se­milla que esconde la fuerza transformadora de lo auténtico para una nueva Creación.

Desde entonces la luz que alumbra su aventura esencial, la belleza que irradia su corazón y su alma inasible, su mira-

MARGARITA Ma LÓPEZ DE MATURANA (1884-1934) 211

da y su espíritu siguen acompañando a las misioneras mer-cedarias de Bérriz para mejorar el presente y abrir el futuro. Para asegurar que la Vida ha sido difícil y hermosa muchas veces antes de ahora y sigue siéndolo, y para que el amor, la libertad y el gozo de lo que vamos descubriendo nos empu­jen a vivir el futuro que soñamos. Y con su memoria, permi­tirnos las audacias que, a veces, se adormecen en el olvido.

ISABEL ÁVILA LLOPIS

Mercedaria Misionera de Bérriz, misionera en distintos países. Estudiosa de la vida y espiritualidad de Marga­rita Ma López de Maturana y de la transformación del Convento mercedario de clausura en Instituto misione­ro. Casa de mayores de Madrid.

Para saber más:

ARCHIVO GENERAL DEL MONASTERIO DE BÉRRIZ, Monumenta Maturana, 15 vols. III. 1924.

LÓPEZ DE MATURANA, M. Ma, Viaje misionero alrededor del mundo"; Ángeles de las Misiones, Bérriz 1960.

AA. vv., Margarita María López de Maturana. Recopilación de cartas y escritos, Bérriz 1986.

LÓPEZ DE MATURANA, M. Ma, El porqué de una transforma­ción, edición de T. POSTIGO e I. ÁVILA, Mercedarias Misio­neras de Bérriz, Madrid 2006.

ZAMEZA, J, SI, Una virgen apóstol, Ángeles de las Misiones, Bérriz (Vizcaya) 1959.

LAMET, P. M, si, La Buena noticia de Margarita, Marsiega, Madrid 1997.

AA. vv. Gemelas en cuerpo y alma. Introducción y notas de M.C. LÓPEZ RAMOS, ccv, y L. FERNÁNDEZ VEGA, MMB, Ma­

drid 1997.

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I

Reflexión final

Mujeres ignacianas, ayer, hoy y mañana

J.ERMINADO el recorrido por esta galería de «mujeres igna­cianas», nos sentamos a comentar e intercambiar sobre lo que hemos contemplado y lo que, en contacto y comunica­ción con ellas, hemos sentido, para luego mirar desde ahí nuestro presente y nuestro futuro.

Hemos visto diez mujeres inmensamente agraciadas por Dios, parecidas a otras muchas posibles. Nada de exclusivo o excepcional en cada una de ellas, que no se hubiera podi­do encontrar en otras. De procedencias geográficas distintas y de extracciones sociales también diferentes. Todas euro­peas; las más antiguas, una inglesa y tres francesas, y las otras, las más recientes, todas españolas. Doscientos años de historia separan a éstas últimas de aquellas. Todas ellas, hi­jas de su tiempo y marcadas por su ambiente social y fami­liar. Entre ellas hay algunas aristócratas (Juana de Leston-nac) o de la nobleza rural (Mary Ward); otras de la alta bur­guesía urbana (Claudina Thévenet) o de terratenientes aco­modados (Rafaela Ma Porras); algunas, hijas de profesiona­les (Vicenta Ma López Vicuña) o funcionarios públicos (Do­lores R. Sopeña), o procedentes de una clase media trabaja­dora (Margarita Ma López de Maturana) y de artesanos más o menos bien establecidos (Magdalena Sofía Barat, Bonifa-cia Rodríguez de Castro, Juana Josefa -Cándida María de Jesús- Cipitria y Barrióla). Todas ellas célibes de por vida,

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214 MUJERES IGNACIANAS

a excepción de Juana de Lestonnac, casada y madre de cin­co hijos y después viuda. Todas, de familias fervientemente católicas, a excepción también de Juana de Lestonnac, cuya madre derivó al calvinismo. Algunas de alta cultura, y más, para su tiempo, otras de cultura normal para la época, con Juana Josefa Cipitria, de lengua materna vasca, que tuvo que aprender a leer y escribir en castellano tardíamente. A ex­cepción de Mary Ward y Claudina Thévenet, que por las cir­cunstancias políticas de sus países, tuvieron una vida, espe­cialmente la infancia y juventud, muy agitada por persecu­ciones y violencias, incluso en el ámbito familiar, las demás tuvieron una vida apacible y normal en familia hasta que emprendieron sus propios caminos. En cuanto a su desarro­llo humano personal, aparte de la repercusión de sus opcio­nes religiosas en él, no se registran otras quiebras o rupturas traumáticas que lo hayan influido decisivamente.

De las peculiaridades personales de cada una de ellas ha­bremos podido entrever algo, seguramente más de algo, a lo largo de la lectura, gracias a la calidad de los retratos que se nos han ofrecido de cada una. No descenderemos aquí a más particularidades.

El rumbo vital de todas estas mujeres -y esto es un ras­go común a todas ellas- ha estado marcado por la intensa acción de Dios en sus vidas y por su respuesta generosa a esa acción. Lo decisivo para todas ellas, concretado de ma­neras diversas, fue el afán de buscar y hallar la voluntad de Dios para sus vidas y entregarse a cumplirla con todo el co­razón, con toda el alma y con todas sus energías, costara lo que costara. Dentro de la diversidad y peculiaridad de cada una en este aspecto fundamental, hay también algo muy sig­nificativo de común. Esa búsqueda de lo que Dios quería de ellas estuvo estrecha e inseparablemente entrelazada con la búsqueda del modo mejor de responder a las necesidades más apremiantes de las personas con las que se encontraban en la vida y a las que fueron vivamente sensibles, para re­mediarlas; necesidades materiales de diverso orden, pero

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siempre leídas e interpretadas como necesidades de desarro­llo y plenitud personal, de encuentro con el Dios de cada vi­da y de cada persona. La necesidad más común a que se sin­tieron llamadas a responder fue la necesidad de instrucción, educación y formación y promoción humana de la mujer jo­ven, en un horizonte de contribución a esa humanización plena de la persona, según su condición de hijo/hija de Dios. En algunos casos (Dolores R. Sopeña) esta intención de po­ner a la persona -y no sólo a la joven- en contacto con Dios, podría verse quizá con mayor claridad, aunque tampoco siempre, en el primer plano. En otro (Bonifacia Rodríguez), la intención de cristianizar la vida y el trabajo manual, a la luz y ejemplo del Taller de Nazaret era la única aspiración. En otro (Margarita Ma López de Maturana) el deseo ardien­te de llevar el conocimiento de Dios a quienes nunca habían oído hablar de él. En todas, el afán predominante y determi­nante de toda su actividad, fuera ésta la que fuera, era llevar a las personas al encuentro vivo y personal con Dios, su Creador y Padre.

Pero, ya en el arranque de esta búsqueda, todas estas mu­jeres habían sido encontradas por Dios en lo más hondo de su ser. Sorprende fuertemente ver cómo todas ellas, cada una en su forma y por su camino, habían sido ya profunda­mente tocadas por Dios en momentos muy tempranos con un deseo o una decisión de entrega total y exclusiva a él, previa a todo lo demás, que, aunque indefinida en su con­creción última, tenía ya la fuerza suficiente para marcar el rumbo de sus vidas y ponerlas en movimiento. Para Juana de Lestonnac sería «este fuego sagrado que he encendido en tu corazón y que ahora te lleva con tanto ardor a mi servicio». Mary Ward dirá, «Dios infundió en mí un deseo tal de no amar nada fuera de él, que no recuerdo haber tenido nunca ni la mínima inclinación contraria», y la aspiración central de su vida desde muy pronto era «to be wholly God's» (per­tenecer completamente a Dios). A Claudina Thévenet la vi­sión de la muerte cruel de sus dos hermanos en el furor per-

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secutorio de El Terror, y la carta de perdón total de los ene­migos, escrita por ellos, le marca ya en su primera juventud su trayectoria de servicio ilimitado al prójimo en las más di­versas formas. Magdalena Sofía Barat, de muy niña, «de una sola cosa estaba segura: sería carmelita», como la forma en­tonces entrevista por ella de vivir sólo para Dios. Bonifacia Rodríguez, es profundamente religiosa, orante y apóstol, siempre dispuesta a servir, y siente, también desde niña, la llamada de Dios a consagrarse en la vida contemplativa, la única forma de vida religiosa que conocía. Cándida María de Jesús, cuando todavía no tiene nueve años, en la Parroquia de Santa María de Tolosa, delante del altar de san Ignacio que sostiene en su mano las Constituciones de la Compañía de Je­sús, ora desde lo hondo de su corazón: «Santo mío, yo quie­ro hacer lo que dice ese libro»; y, más tarde, ante la pro­puesta de un buen matrimonio, que le hace su padre, cuan­do acaba de cumplir los 18 años, responde serena y simple­mente: «Yo, sólo para Dios». En Vicenta Ma López Vicuña la dimensión apostólica de su fe cristiana crece con ella co­mo algo connatural a su manera de ser, en el seno mismo de la familia; y, cuando sus padres le sugieren también la posi­bilidad de un matrimonio acorde con su posición social, res­ponde con absoluta naturalidad: «Ni con un rey ni con un santo». Dolores R. Sopeña, desde muy pronto y medio sin saber cómo y por qué, empieza a visitar y socorrer a pobres y enfermos, reuniéndolos en medio de la calle y hablándo-les de Dios». A Rafaela Ma Porras, que, a sus quince años había hecho voto de castidad, la repentina muerte de su ma­dre, cuando ella tenía diecinueve, le proporcionó una extra­ordinaria experiencia de Dios, como un abrir los ojos y un ver todas las cosas nuevas, como le ocurriera un día a Igna­cio mientras miraba el correr del agua a orillas del Cardoner; la luz, que desde niña venía alumbrando su camino, le mar­có un sendero definitivo de entrega a los demás. De Marga­rita Ma López de Maturana se nos dice que «Dios entra en su vida desde niña», y, siendo aún colegiala en Berriz, hace

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voto de castidad y con otras dos colegialas escribe una car­ta a la Virgen suplicándole que en ese año les conceda entrar allí para hacerse religiosas. Son todas ellas mujeres, casi ni­ñas todavía, en las que Dios había empezado a trabajar muy pronto y muy a fondo, preparándolas, sin que ellas supieran para qué, aunque él sí lo sabía; el protagonista de sus vidas era Dios. Y así, cada una por su camino, bien diferentes unos de otros, fueron entrando en la vida adulta con esta semilla que él había sembrado secretamente en sus corazones.

Quedaba todavía para todas mucho por aclarar y precisar. Pero parece que también ellas, como se había dicho de san Ig­nacio, no se anticipaban al Espíritu, sino que lo seguían; por­que no tenían un plan concreto de vida propio, sino que iban buscando el que Dios tenía sobre ellas. Y, como Dios efecti­vamente lo tenía, se lo fue poniendo a mano poco a poco, sin que faltaran de parte de ellas oraciones intensas, ayunos y penitencias, en busca de la luz. Mary Ward, de modo huma­namente inexplicable, en la oscuridad de su búsqueda, «oyó» interiormente que el Señor mismo le decía: «toma lo mismo de la Compañía». Las demás, a excepción de Clau-dina Thévenet y Magdalena Sofía Barat, tuvieron la oportu­nidad de encontrarse con algún jesuíta, al menos como con­fesor y director espiritual, que las fueron acompañando en su discernimiento personal y sobre el proyecto fundacional de sus respectivos institutos. En algunos casos el encuentro se limitó a esto (Vicenta Ma López Vicuña). Algo parecido, aunque con proyección colectiva sobre la comunidad ya existente, fue el acompañamiento de diversos jesuítas a Margarita María y sus Mercedarias de Bérriz en su transfor­mación de monasterio autónomo en instituto misionero de derecho pontificio. Rafaela Ma Porras contó siempre con un buen número jesuítas, además de otros sacerdotes, como guías y tutores. Otras veces los jesuítas acompañantes fue­ron, diríamos hoy, más «directivos», aunque siempre res­petuosos: así Francisco Butiñá con Bonifacia Rodríguez. Hubo ocasiones, en que acompañante y acompañada se

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sintieron iluminados por Dios, cada uno por separado, hacia una coincidencia de propósitos: así Juan de Bordes y Juana Lestonnac y Miguel Herranz con Cándida Ma de Jesús, y en algún modo también López Soldado, en el momento final, con Dolores R. Sopeña. Todos ellos, de distinta manera y en grado también diverso, las ayudaron también a redactar Constituciones y Reglas de cuño netamente ignaciano, con­forme a su deseo, como garantía de concordancia con lo que habían encontrado en su discernimiento. No hay indicio al­guno de que entre los jesuítas hubiera como una consigna común de dedicarse a buscar, descubrir y promover «muje­res ignacianas», y menos para que fueran fundadoras de ins­titutos religiosos. Más bien, lo contrario. La experiencia del propio Ignacio no fue muy feliz en este punto y, por lo que se refiere a incorporarlas a la Compañía, llegó a la conclusión absolutamente negativa, procurando la expresa prohibición pontificia de hacerlo, para no caer en la tentación ni en el tiempo de su vida ni en el futuro. Por otra parte, debiendo los jesuitas estar siempre dispuestos a ser movidos de un lugar a otro en busca del mayor servicio de Dios, dispuso que «no de­ben tomar cura de almas, ni menos de mujeres religiosas o de otras cualesquiera para confesarlas de ordinario o regirlas»; prohibición que, en lo que se refiere a religiosas, se mantiene literalmente en la Compañía de Jesús en nuestros días y ha si­do confirmada hace poco tiempo. El encuentro de esos jesui­tas con las «ignacianas» tuvo lugar siempre en el marco de su actividad pastoral ordinaria, en el confesonario, en el acom­pañamiento de los Ejercicios, en la dirección espiritual o en la práctica del ministerio, tan ignaciano, de «conversar con los prójimos para su provecho espiritual».

Los casos de Magdalena Sofía Barat y Claudina Thevé-net, fueron, como he anunciado, enteramente singulares. Las dos vivieron en el período en que la Compañía de Jesús es­taba canónicamente suprimida, y ninguna de ellas trató per­sonalmente con jesuitas en su discernimiento. A Magdalena Sofía el «espíritu de san Ignacio», a que ella alude frecuen-

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temente en sus escritos, le llegó por medio de los «Padres de la Fe» (Congregación de sacerdotes, fusionada de otras dos anteriores, dedicados principalmente a promover la devo­ción al Corazón de Jesús, que se proponían suplir la ausen­cia de los jesuitas suprimidos y alentaban el deseo de incor­porarse a ellos cuando fueran restaurados). Llama la aten­ción la fina comprensión del espíritu ignaciano y la estrecha identificación con él, lograda por Magdalena Sofía por ese cauce. Lo de Claudina Thévenet fue en ese aspecto todavía, en algún modo, más sorprendente. Fue el influjo, principal­mente, del abate André Coindre, fundador de los Hermanos del Sagrado Corazón, que llegó a la espiritualidad ignaciana también por medio de los «Padres de la Fe», y de otros sa­cerdotes, y el campo abonado de antes por la acción pasto­ral de los jesuitas en la región de Lyon, lo que la puso en contacto con aquélla.

Sin llegar al extremo de Mary Ward, y en su tanto al de Bonifacia Rodríguez, no faltaron a estas mujeres serios obs­táculos, aun por parte de la autoridad eclesiástica, para lle­var a cabo sus respectivos proyectos fundacionales, precisa­mente por lo que tenían de ignaciano y, consiguientemente de novedoso y opuesto al modelo de vida religiosa femeni­na tradicional, establecido entonces en la Iglesia. Pero tam­poco faltaron en ninguna de ellas la convicción, la audacia y la tenacidad para defender ante cualquier instancia humana, sin ceder en nada, lo que habían visto ser la voluntad de Dios. Gracias a ellas se instauraba en la Iglesia un nuevo modelo de vida religiosa femenina, no ligada a la clausura papal, ni dependiente de otra orden masculina ni de los obis­pos, dedicada por igual a la contemplación y a la acción apostólica.

Casos hubo también, algunos tan clamorosos como los de Bonifacia Rodríguez y Rafaela Porras, en los que las fun­dadoras fueron reducidas a la marginación y exclusión más humillante y dolorosa, incluso de por vida, en sus propios institutos. Hubo otros más benignos y pasajeros (Juana de

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Lestonnac y Dolores R. Sopeña). El ejemplo de humildad, paciencia e identificación con Cristo excluido y humillado que dieron estas mujeres, es, quizá el legado más valioso de­jado a sus seguidoras.

Un toque final que caracteriza a estas mujeres, y que ellas imprimen en sus fundaciones y transmiten a sus here­deras es la intensa nota mañana que incorporan a su «igna-cianidad», tomando fervientemente a María como modelo y protectora de su forma de seguimiento de Jesús en sus pro­yectos de vida religiosa y de su acción apostólica.

Estas son las mujeres que hemos contemplado en la ga­lería que el libro presenta. Mujeres admirables, de talla hu­mana y espiritual excepcional, don inestimable de Dios, que hicieron con su vida y su obra aportaciones de extraordina­rio valor para el bien de la humanidad y de la Iglesia. Sólo Dios podrá apreciarlas en su justo valor. A partir de ellas, sus sucesoras, a lo largo de años y siglos se fueron multiplican­do y «repartiendo» (voz de neto sabor apostólico ignaciano) por el mundo entero, anunciando el nombre de Dios por to­das partes y en muy diversas lenguas, dándose por entero y ayudando y sirviendo con todo cuanto eran y tenían. Aque­llas eran las «mujeres ignacianas» de ayer y sus seguidoras han ido siendo sucesivamente, en cada momento, las «muje­res ignacianas» de cada hoy, adaptándose y respondiendo con generosidad y fidelidad creativa a las nuevas situaciones y exigencias de los tiempos, como cada una de las semblan­zas trata de expresar en su parte final. Es obligado recono­cer, «ponderando con mucho afecto» el inmenso don hecho por Dios a su Iglesia y al mundo entero, por medio de estas familias religiosas, retoños del tronco ignaciano, que han si­do y están siendo ricas reservas de virtud y de vigor apostó­lico y entrega generosa.

¿«Mujeres ignacianas» también para mañana? Una de las semblanzas del libro -¡sólo una!- confiesa al final, en re­ferencia al estado actual de su instituto: «Junto a nuevas fun­daciones (Haití, Moscú, Indonesia...), vivimos en otros lu-

REFLEXION FINAL 221

gares situaciones de fragilidad, envejecimiento y pérdidas», sin que ello sea obstáculo para poder añadir: «Tratando, so­bre todo, de vivir atentas al latido del Corazón de Dios en el corazón del mundo». Probablemente todas podrían haber di­cho algo semejante; porque esa, o muy parecida, es la situa­ción general que afecta a nuestros institutos en el momento presente. Entonces, ... ¿«mujeres ignacianas» también para mañana? Por una parte, creo que sería fácil coincidir en que serían tan necesarias y más que en los tiempos en que apa­recieron. Las necesidades del anuncio creíble del Dios ver­dadero, que se ha ido eclipsando progresivamente en el ho­rizonte de la humanidad, y de remedio de las carencias y su­frimientos humanos, nuevos dolores y nuevas pobrezas, mezcladas con extraordinarios avances en los ámbitos del conocimiento y del bienestar humano, desgraciadamente no son menores, ni mucho menos, que en tiempos pasados. El Santo Padre Benedicto XVI, bien consciente de ello, está llamando con insistencia a la Iglesia a realizar urgentemen­te una nueva evangelización, emprendiendo iniciativas nue­vas para ello, destinadas a movilizar el mayor número posi­ble de agentes dedicados a promoverla. El mismo Pontífice ha señalado lo natural que resulta que la evangelización y la iniciación a la fe estén acompañadas por una acción educa­tiva desarrollada por la Iglesia como servicio al mundo. Es­ta tarea se ha de realizar en un momento y en un contexto cultural en el que cada forma de acción educativa aparece más crítica y difícil, hasta el punto de que el mismo Papa ha­bla de «emergencia educativa», aludiendo a las dificultades cada vez mayores que hoy encuentra no solo la acción edu­cativa cristiana, sino más en general toda acción educativa, dado que cada vez es más arduo transmitir a las nuevas ge­neraciones los valores fundamentales de la existencia y de un recto comportamiento. Esta es la difícil tarea no sólo de los padres, que ven reducida cada vez más la capacidad de influir en el proceso educativo de sus hijos, sino también de todos los agentes de la educación.

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222 MUJERES IGNACIANAS

«Mujeres ignacianas», como las que hemos visto y las que las han seguido, estarían llamadas a desempeñar hoy y en el futuro un papel importantísimo en ella, para bien del mundo y de la Iglesia, como lo habían hecho en el pasado. ¿Será esto posible? No falta, desde luego, el deseo ardiente de hacerlo. Pero los números, tan severamente escasos, de este tipo de mujeres en la actualidad y en un previsible fu­turo, junto con el envejecimiento de las generaciones mayo­res, dejarían la respuesta, al menos, en suspenso. Solamente si Dios lo quiere, como lo quiso en momentos anteriores, eso será posible; solamente así. Por ello, según nos enseña­ba san Ignacio ante la perspectiva del futuro de la Compañía de Jesús, «es menester en él sólo poner la esperanza de que él haya de conservar y llevar adelante lo que se dignó co­menzar para su servicio y alabanza y ayuda de las almas». Y conforme a esta esperanza..., -siguiendo la enseñanza y el modo de actuar del mismo Ignacio-, poner de nuestra parte todos los medios, naturales y sobrenaturales a nuestro al­cance, «como si de ellos dependiera el resultado, y de tal manera confiar en Dios y en su providencia, como si todos los otros medios humanos no fueran de algún efecto». En la convicción de que, tratándose de Dios, «la esperanza no de­frauda», porque él es el Señor de nuestros destinos y de los de toda la humanidad, y también de los modos y medios de llevarlos a su cumplimiento. A nosotros nos bastaría, como a «siervos inútiles» (Le 17,10) que somos, haber cumplido y estar siempre dispuestos a cumplir nuestro deber; lo demás está en sus manos, y de ello es él quien, a su modo, se en­cargará. ¿Cómo? Sólo él lo sabe, y no nos queda más que acatar con confianza e ilusión sus misteriosos designios. Porque, «¿quién conoce la mente del Señor?, ¿quién fue su consejero?» (Rm 11,34).

URBANO VALERO, SJ