Vainilla y frutilla

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1 1. vainilla y frutilla Fue una mañana atípica, tan atípica que esa mañana comenzó a la una de la tarde. Thiago se había acostado a las siete, luego de una noche movida. Ese mediodía de viernes se sentía distinto. Ya lo estaba antes de acostarse porque todo había sucedido tan precipitado y “tan mágico”, pensó, que se sentía distinto. Cuando decidió cerrar las persianas de su habitación, algo que jamás hace, pues se levanta con la luz del sol golpeando justo en la pared que enfrenta su cama, se notaba que estaba distinto, que quería regocijarse entre las cálidas sábanas sedosas verdes con flores, sin mirar siquiera el reloj que, por vez primera en casi dos años, no tenía la perilla de la alarma activada. En algún momento tenía que levantarse. Le estallaba la vejiga de ganas de ir al baño. Dio vueltas para un lado, para el otro, se tapó incontables veces con la almohada que siempre tiene a su costado contra la pared como una compañía de ocasión. El calor era tan intenso, quemaba, y su nariz estaba llena de mocos por el golpeteo constante del aire que emanaba del ventilador. Se sonó fuerte como para despertarse de una vez, se levantó, echó una ojeada al reloj -marcaba las 13:15- y se fue a descargar parte del alcohol que había acumulado en la intensa noche de placer que había tenido. Después de un año, ocho meses, veinte días y casi tres horas, había despertado a la pasión. Aunque más no sea una agitada noche de revuelque, de encamada, de sexo fugaz, de roces baratos, que había activado su más recóndito placer dormido, atormentado, frisado, cobijado entre la eterna espera por lo que podría llegar (es de esos que nunca provoca un encuentro. Por lo menos no era su intención hasta ese viernes a las dos de la tarde) y la eterna alegría (que manifestaba a sus más cercanos) por no tener que darle explicaciones a nadie, luego de cinco años y seis meses de relación de pareja. Estaba feliz con su soledad. No esperaba nada, pero lo esperaba. Se repetía que la esperanza era el peor de lo males porque alargaba el sufrimiento. Y de sufrimientos sabía y mucho. Sin embargo, ese viernes estaba feliz. Sí, se sentía distinto. En su oficio, es periodista, le va considerablemente bien. En cuanto a sus roces baratos, como suele mencionar, le resultaban cada día más esquivos. Jamás pagaría, pensaba siempre, por un roce de una noche. Y este roce, el de la

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Es una estructura quebrada exacta para esta historia. Es desesperante, histérica, da un millón de vueltas, muy analítica, tierna, llena de sensaciones y situaciones cotidianas. Deleite para Freud. /Neyda Pitt -Editora-.

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1.

vainilla y frutilla

Fue una mañana atípica, tan atípica que esa mañana comenzó a la una de la

tarde. Thiago se había acostado a las siete, luego de una noche movida. Ese mediodía de viernes se sentía distinto. Ya lo estaba antes de acostarse porque todo había sucedido tan precipitado y “tan mágico”, pensó, que se sentía distinto. Cuando decidió cerrar las persianas de su habitación, algo que jamás hace, pues se levanta con la luz del sol golpeando justo en la pared que enfrenta su cama, se notaba que estaba distinto, que quería regocijarse entre las cálidas sábanas sedosas verdes con flores, sin mirar siquiera el reloj que, por vez primera en casi dos años, no tenía la perilla de la alarma activada.

En algún momento tenía que levantarse. Le estallaba la vejiga de ganas de ir al baño. Dio vueltas para un lado, para el otro, se tapó incontables veces con la almohada que siempre tiene a su costado contra la pared como una compañía de ocasión. El calor era tan intenso, quemaba, y su nariz estaba llena de mocos por el golpeteo constante del aire que emanaba del ventilador. Se sonó fuerte como para despertarse de una vez, se levantó, echó una ojeada al reloj -marcaba las 13:15- y se fue a descargar parte del alcohol que había acumulado en la intensa noche de placer que había tenido.

Después de un año, ocho meses, veinte días y casi tres horas, había despertado a la pasión. Aunque más no sea una agitada noche de revuelque, de encamada, de sexo fugaz, de roces baratos, que había activado su más recóndito placer dormido, atormentado, frisado, cobijado entre la eterna espera por lo que podría llegar (es de esos que nunca provoca un encuentro. Por lo menos no era su intención hasta ese viernes a las dos de la tarde) y la eterna alegría (que manifestaba a sus más cercanos) por no tener que darle explicaciones a nadie, luego de cinco años y seis meses de relación de pareja. Estaba feliz con su soledad. No esperaba nada, pero lo esperaba. Se repetía que la esperanza era el peor de lo males porque alargaba el sufrimiento. Y de sufrimientos sabía y mucho. Sin embargo, ese viernes estaba feliz. Sí, se sentía distinto.

En su oficio, es periodista, le va considerablemente bien. En cuanto a sus roces baratos, como suele mencionar, le resultaban cada día más esquivos. Jamás pagaría, pensaba siempre, por un roce de una noche. Y este roce, el de la

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madrugada del viernes, lo había despertado, en su interior ya casi frío de un entierro en pleno julio. Lo que había experimentado, gozado, lo envalentonó. Se duchó rápido, porque a las tres tenía que ingresar a la revista. Al vestirse se miró en el espejo, se gustó. Hacía tiempo que le molestaban algunos de sus rollitos y la cadera engrosando, producto del letargo de oficina y de los tragos cerveceros de los viernes con sus compañeros. Se notaba distinto, eligió ponerse una chomba verde, un jeans de los nuevos que se había comprado hacía dos meses y no había estrenado por no hallar la ocasión ideal, las zapatillas rojas All Stars y se cruzó un morral, a lo Kwai Chang Caine, que le había pedido prestado a un amigo para un viaje corto de labores y que todavía no le había devuelto.

Salió. Eran las dos menos cuarto. Enfiló, como todos los días desde hacía ocho meses, a la misma esquina -dos cuadras de su casa- para tomar el colectivo. Pasó, como desde hace ocho meses, por la heladería de esa esquina, miró como desde hace ocho meses para adentro, lo vio, como muchas de las veces que pasaba por allí desde hacía ocho meses, y siguió diez metros más. No tenía hambre, pero reculó pensando que un buen helado no le vendría nada mal. Lo ayudaría a aflojar un poco el intenso incendio que llevaba en sí -por los tragos de la trasnochada-. Verlo allí: parado, inmóvil, de frente… ¿acaso no lo había visto ya tantas veces, de cerca, de lejos y, aunque no entrara a pedir un heladito, le parecía algo mágico y angelical? Pues se volvió sobre sus pasos y lo encaró. Encararlo es una manera simple de describir que se acercó y le pidió un helado. Nada más que eso, pero fue su primer contacto y se dijo: “estoy bárbaro, hoy sí”.

Una potente canción lo envolvía todo.

…y que en tu risa viva el arte de que rían los demás…

–Uno de quince, por favor.

–¿Qué gustos?

–Vainilla y frutilla.

–A la crema o…

–Al agua.

–¿Prefiere la vainilla abajo o arriba?

Se quedó pensando: “¿Prefiere? No me tutea. ¿Tratará así a todos los clientes, por mera formalidad, o es que puso distancia? Pero distancia, ¿por qué?”.

–Es indistinto… -dijo y agregó- sin cucharita, por favor. Gracias, -luego de que el heladero le trajera el vasito de vainilla, arriba, y frutilla, abajo-.

Se encaminó a la calle, se sentó relajado por el recuerdo de una noche de aquellas, el sol estaba desbordante de furia, pero era otra la luz. La mirada del heladero que sentía a sus espaldas.

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La heladería está dispuesta en una esquina. Tiene dos bancos estilo plaza, con respaldos de madera, en cada vidriera a ambos lados de las puertas, dos mesas centrales en la esquina, con sillas plegables y cuatro mesas más en cada costado con sus respectivas sillas. Las mesas laterales tienen sombrillas. Lindando con el cordón se disponen, en ambos laterales, macetones con ficus, helechos, malvones y jazmines. Thiago estaba bien, estaba agrandado, había tenido sexo y del bueno. Él prefiere describirlo siempre como la mordida de un tiburón blanco a su víctima: certero, contundente, sangriento, desgarrador y mortal. “Tiburón blanco. Certero, contundente, sangriento, desgarrador, mortal”, suele afirmar a los reiterados “cómo te fue ayer”, que suelen esbosar sus amigos el día posterior a una cita (teniendo en cuenta, además, que hace casi dos años que no tiene ni citas ni roces baratos).

Se sentó, dándole la espalda, en uno de los bancos laterales. Y se puso a chupar el helado mientras enviaba un par de mensajes de respuestas a quienes, preocupados, lo habían dejado a las tres de la mañana en la parada del autobús porque insistía en quedarse en esa esquina y no irse a dormir a lo de Ale.

Segundos después de sentarse apareció. Esa luz, el heladero. Con una rejilla en mano y un aromatizador se puso a limpiar las mesas de la calle. Su estrella lo guiaba. Así que se animó.

–¿Te puedo decir algo? -expresó entre balbuceos. “¡Sos hermoso!”. Solo lo pensó mientras le decía en realidad… ¿así que se metió un auto en la vidriera el otro día?

–Fue una moto.

Lo que siguió, una fraccionada conversación entre las heridas del motoquero, el calor de ese viernes y un prolongado silencio mientras las miradas se entrelazaban, tejió el rato que duró el helado en su mano y el heladero aseando las mesas.

Esa noche regresó por una nueva dosis, estaba cebado. Dicen que los tiburones se enloquecen cuando atacan a sus presas. Y él había comido bien la noche anterior: certero, contundente, sangriento, desgarrador, mortal. Pero lo que más lo movilizó fue que todo el día estuvo pensando en esa sonrisa que el heladero le había obsequiado cuando dijo: “Fue una moto.” Esa pequeña, ínfima, irrisoria respuesta lo había estimulado, le había estimulado los latidos, lo había conmovido. Jamás escuchó lo que el heladero le explicaba sobre el accidente. Los labios, intensos como el planear de las águilas, se movían sin emitir palabras que Thiago pudiera entender. Solo escuchó “fue una moto”, pero ese “fue una moto” despertó todo, fue una luz mágica de un sonido intenso y esa luz le daba esperanza, esa esperanza de nada, la que alarga el sufrimiento, pero en ese mientras tanto, por primera vez en mucho tiempo, estaba feliz que apareciera.

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Se acercó, le pidió uno de doce, le dijo vainilla y frutilla y el heladero le contestó: “al agua, ¿sí?”. Algo ya sonaba distinto, algo irreal se mixturaba con su alegría. Se sentó bajo una sombrilla, mirándolo de costado. No pudo quitar su mirada del heladero, cada giro se topaba con la mirada de su príncipe. Se pensó Gustav observando a Tadzio a orillas del mar, aunque tenía solo 32 años recién cumplidos y el heladero, pensó, no llegaba a los 26. Esa noche se fue a dormir feliz.

Repitió helados el sábado y el domingo. Les contó a Tucu y Eduardo sobre esa luz que había nacido. Estuvo con Alejandro que le dijo: “permitite disfrutar esas dos cuadras yendo a la heladería”, con Tucu: “andá despacio, pero te noto feliz”, con Eduardo: “andá y ponele la cereza a ese postre”. Prefirió ir hilvanando finamente. Haciendo la telaraña para conquistarlo, si es que había chances posibles de hacerlo en poco tiempo, o en el que fuera. Si había esperado tanto por un sol, por qué buscar la luna. Claro que para él era un roce barato e inescrupuloso tender una tela para atrapar a alguien. Debía ser paulatino, que el otro también tuviera ganas, así que fue de a poco acercándose sin decirle nada más que “uno de vainilla y frutilla”.

Una noche cenó en el bar de enfrente, para espiarlo, luego cruzó -mientras hablaba por teléfono con Eduardo- y le pidió los gustos de siempre.

–No tengo más de frutilla.

Sin interrumpir su conversación telefónica le dijo: “¿Qué gustos tenés?”, cuando frente a él se levantaba un enorme cartel con más de cincuenta gustos de helado. Atento, como siempre, el heladero comenzó a enumerarle cada gusto, empezando por los frutales, hasta que señaló melón y con ese se quedó.

Otro día decidió no ir, para que lo extrañe. Lo mismo hizo al día siguiente, sabiendo que “su luz”, los lunes y martes tenía franco. Cuatro días sin verlo era mucho, pero no quería desgastar la visita, quería disfrutarla.

El miércoles fue. Volvió a sentarse de espaldas a él con su vasito de vainilla y frutilla. En esos cuatro días de ausencia les contó a todos que estaba enamorándose de alguien que no sabe que es amado. Una rara sensación experimentaba, de esas que suelen pasar a menudo cuando la intensidad de la pasión desborda la prudencia. “Si el amor nunca es igual, que sea yo el que más ame”. La frase de Benedetti era el anillo ideal para el momento, luego habría tiempos de compartir otro tipo de anillos si daba el paso y resultaba correspondido por el heladero. Jamás le había pasado de engancharse con alguien que no sabe que existe.

Eso creía.

Ese miércoles se acercó, lo enfrentó tras el mostrador una morocha sexy que muchos describirían como infernal. Como estaba hablando por teléfono con

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Alejandro, cuando la chica le preguntó que tomaría la ninguneó, se hizo el distraído, no sin percatarse al escuchar al heladero decir: “dejá que lo atiendo yo”. Le dijo a Ale que esperara, mientras los ojos negros del despachante se posaron sobre él, iluminándolo todo: “¿de quince?”. Otra señal pensó. O era lógico que pidiendo tantas veces de quince y siempre siendo el mismo despachante así sucediera. Luego de pagar siguió su charla telefónica.

–La verdad es que me gusta mucho.

–Yo te lo señalé el día que pasamos y te invité un helado y no quisiste entrar. El flaco te miró como buscándote.

“¿Podía ser que en casi ocho meses no me hubiera dado cuenta que el flaco me miraba tanto como yo a él, aunque yo lo miraba sin aparente, ningún, interés?”, pensó. Le dijo a su amigo: “lo que vale es que esa lucecita que vi en sus ojos, en su sonrisa, me disparó para bien. No sé qué pasará, ni sé si me dará bola, ni me importa mucho, aunque me encantaría que algo pudiera suceder. Pero esa luz me enriqueció. No me dio esperanza de nada, pero sí me enriqueció. Me dio un sabor distinto, me dieron ganas de avanzar a quienes se me cruzan. Lo hago, ya lo hago desde aquel viernes, hace dos semanas. Contactos por msn, por el face, en la calle, fue un despertar a un nuevo sol, volver al amor, como diría La Negra”.

–Estás enamorado. -le soltó Alejandro. Te merecés el mejor amor, decile que digo yo que si te deja ir es un estúpido. O pasámelo que se lo digo yo…

“Como si fuera fácil”, se dijo antes de levantarse porque lo apuraban para limpiar la vereda antes de cerrar.

Se cruzaron en un saludo y a pesar de mirarse, las miradas cayeron al suelo.

La noche del jueves no fue a la heladería. Estaba terminando un proyecto y estuvo frente a la pc hasta casi las tres de la mañana. A eso de las dos se tomó un relajo. Calentó la pava, cambió la yerba y tuvo una visión. “¿Y si la heladería tiene una página Web y tal vez aparece él?, así sabría su nombre.” Buscó “Heladería Ayelén”. No encontró una Web, solo páginas turísticas y amarillas con el teléfono y dirección. Pero algo le llamó la atención. Fue un dibujo donde hizo un clic y le abrió el Facebook. Descubrió un grupo de fans: “Yo también voy a la heladería Ayelén”. Chusmeó en cada uno de sus miembros. No lo encontró. Por las dudas se hizo fan de la página y dejó un mensaje. Al día siguiente, la morocha que lo había querido atender en Ayelén contestó a su escrito “hace poco que vivo en el barrio, estoy a dos cuadras. Me encanta ese helado, especialmente el de vainilla y frutilla” con un firme “especialmente las que despachan, como la morocha. Jejeje”.

El viernes fue por otro helado. Pero le pidió un cuarto como para confundir. Eso creyó o quería hacerle creer o hacerse creer. Y se animó a decirle algo más.

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–¿Sabías que en Facebook hay un grupo fan de la heladería?

–Nooooo! -dijo, soltando una sonrisa que él describe como prodigiosa, pero que, además, notó estaba cargada de alegría y consideración especial-. ¿Y cómo es?

–Algo así como yo voy… o a mí me gusta el helado de Ayelén, o algo así.

–Me voy a fijar.

Mientras pagaba escuchó que el heladero le comentaba a su compañera sobre lo del Facebook. Vio que ella asentía. Más tarde, en su casa, se quedó pensando en la morocha que había contestado: “especialmente las que despachan, como la morocha. Jejeje”. Se quedó mirando un buen rato en el Facebook a los fans de la heladería. Una mirada perdida, fija en la pantalla. Con la rapidez de una hormiga como reaccionando a un ataque a su hormiguero entró a ver a los amigos de la morocha, para ver si lo encontraba. Y lo encontró. O creyó que podía ser él. Una foto compartida con otros dos amigos, casi fuera de foco, pero esa sonrisa que tanto describe se hacía evidente para él. Era él. Era Lucas. Es Lucas.

El sábado se comió un heladito tempranero, muy fugaz, no estaba de ánimo. Una orden judicial lo citaba para dentro de un mes para definir su divorcio. Estaba en Ayelén, lo había atendido Lucas, pero estaba un poco distraído, tanto que la sonrisa que le dibujó la esquivó distrayendo su mirada en torno a un diario que estaba sobre una de las mesas de adentro. Se sentó un rato, preocupado, hojeando las páginas deportivas y policiales, comió sus gustos preferidos con la rapidez de un águila cazando a su presa y se fue enfrente a cenar un plato de raviolones a la salsa húngara, con dos cervezas previas, para soslayar el calor más abrumante que la ciudad estaba regalando a fines del otoño. Luego del segundo trago se aflojó y le solicitó al mozo que trasladara la vajilla a una de las mesas de la vereda. Quería cenar mirándolo desde lejos y disfrutar de sus movimientos tan delicados como los pétalos de una rosa, su andar tan peculiar como una góndola por los ríos venecianos y su sonrisa tan luz como esa lucecita que encendió cada tictac de su corazón despertado a la vida, hacía dos semanas. Desde ese púlpito del bar lo miraba. Feliz.

–Averigüé cómo se llama. Lucas. -le dijo a Tucu.

–Lucas significa luz.

–Causalidad. Hablo de una lucecita y se llama Lucas.

–Si te acercás, esa lucecita es más fuerte y los seres vivos necesitamos luz para vivir. Ya tenés otro tema para hablar.

La heladería cerró como siempre, pasada las dos de la madrugada. El bar permanecía abierto y él iba por su cuarto porrón. Lucas salió con la morocha, caminaron en dirección opuesta a él. Se perdieron en la noche. Seguramente

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apurados por salir a bailar o a beber, eso pensó, o tal vez a ver a su novio, pero qué novio no iría a buscar a esta hermosa flor, se dijo. Se levantó, dejó la cuarta birra casi llena y se fue a dormir. Mientras se iba caminando a su casa le llegaron tres mensajes: “Espero que hayas tomado ricos helados amenizados con una buena vista”. “¿Le pusiste la cereza al postre?”. “Ya, andá a tomarte un cuarto más”. Eran Tucu, Edu y Ale.

El domingo eligió no ir. Tampoco fue el miércoles ni el jueves.

La tarde que Nora lo dejó -luego de tres años de matrimonio y una nula vida sexual- por su enemigo, otro periodista que había conseguido el puesto de Jefe de Redacción, un puesto que Thiago nunca había perseguido, que le hubiera reportado un sueldo más elevado, quedó entristecido, pero no devastado. Lo consideraba una traición de su esposa aunque no estaba dolido. Se dio cuenta que nada sería igual para él. Nada quería que fuera igual. En el medio de dar las pertinentes explicaciones del caso se refugió una quincena en las termas de Copahue, escuchando Dark side of the moon, The Joshua tree y el último de Abel Pintos, y aprendiendo a esquiar en Caviahue. Ese lapsus de tiempo, hasta el flechazo del encuentro con Lucas, se mantuvo en lo que denominaba la transformación. Se sintió como en “La metamorfosis”, pero trasmutando de insecto a hombre. A pesar del dolor y los también impertinentes pedidos de explicaciones sobre su divorcio, la primera noche que durmió en un hotel céntrico, cercano al teatro Colón -para no tener que escuchar ni dar la perorata del caso a sus amigos y familia, quizá por la bronca de la traición y por lo mísero que estaba- se sintió a pleno, regocijado, sin extrañar la compañía de Nora. Se abrazó a la almohada, como para abrigarse de algo, pero no la extrañaba, a su Nora, a ese rayo de alegría y motivaciones que lo había sacado del enjambre de malos tratos de su padrastro y de las cruces de su madre. No estaba feliz por la separación, pero se sentía libre. Se sentía vivo y anduvo. Anduvo sin apuro, repitiéndose los versos de una canción que no dejaba de escuchar: “vas a verme llegar, vas a oír mi canción, vas a entrar sin pedirme la llave…”.

Unos meses más tarde del quiebre de su relación, viajando en tren, lo vio. Era Luciano. El ex de Marisel, la mejor amiga de Nora. Luciano, que había terminado esa relación de una manera abrupta, sin que nadie -ni siquiera Marisel- entendiera los porqués, estaba ante él.

–Thiago, ¿cómo estás? ¡Pero qué gusto volver a verte!

Thiago y Luciano tenían una buena relación. Algo los atraía. La inteligencia y acidez de Luciano. La calidez y genialidad de Thiago. Siempre, en las salidas con sus parejas y otros amigos, se sentaban juntos y hablaban todo el tiempo hasta

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que una de las chicas, Nora o Marisel, tenían ganas de irse a dormir. Sin embargo, cuando devino la separación de Luciano y Marisel, ambos perdieron contacto. Jamás intentó llamarlo, pero reconocía que lo extrañaba. Era un gran compinche de charlas. Era el único varón que lo miraba a los ojos, que le miraba los labios cuando hablaba. Luciano era guapo, grandote, no tenía un cuerpo escultural, pero era imponente y su voz era suave, dulce, calma. Un abrazo de Luciano era como perderse en lo más recóndito de una cueva. Un abrazo entre tanta armadura.

–Hola Thiago, ¡tanto tiempo!

–¿Qué fue de tu vida? ¡Cómo te borraste!

“Soné re frío” -se dijo después.

–Es que pasaron algunas cosas que no venían al caso comentarlas en ese entonces… Ahora ya pasó un poco más de tiempo.

–Casi… tres años que no nos vemos.

–Tres años, sí.

Quedaron mirándose, hablando de las cosas actuales de cada uno; apenas mencionaron sendas separaciones, como escapándole a los malos recuerdos, pero como afirmando, también, que estaban bien así.

–Thiago, debo ser honesto con vos. Marisel no lo sabe y te pido discreción al respecto. Y con vos tuve… tengo confianza.

Una tormenta de fuego cruzó por su cuerpo, como lacerándolo cual lanza incrustada en el cuerpo de un guerrero, cuando Luciano lo soltó: “Soy gay” y ese fuego, ese terror único e impronunciable, era, sin embargo, cálido, fresco, sanador.

-Soy gay. -repitió.

El tren se detuvo en una estación, se abrieron las puertas. Esa sanación que percibía Thiago en todo su sentir lo sofocaba. No sabía qué decirle. El silbato del guarda daba la melodía de alerta para huir.

–Nunca te llamé porque siempre estuve enamorado de vos.

Ahora la sanación era un vapor que elevaba los peores miedos. Pero pudo hablar. Tenía que decirle algo. Y se lo dijo nomás.

–¡Uy, me tengo que bajar acá! Te llamo. Llamame.

Bajó precipitadamente, como escapando, buscando respirar mejor. Le tocó el hombro antes de bajar, como comprendiéndolo. Pero ¿comprender qué?, ¿qué lo había impulsado a escapar?, ¿qué lo había traicionado a sí mismo y a aquella amistad que supieron tener? Es que, acaso ¿él también se había motivado con Luciano? Solo supo escapar. Pero algo lo había movilizado hacía adentro y se pudo permitir averiguarlo; se recostó en Lacan, Freud, algunos divanes, Jung,

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Nietszche, Frankl, Castaneda, Osho, Saramago, Buscaglia, Cohelo, Redfield, Bucay. Todo era válido. Todo para encontrarse. Para que ese ser humano que ahora era terminara de componerse y en esa propia deconstrucción de lo que fue pudo dar un salto más y empezar a salir. Su salida al nuevo mundo que lo esperaba fue tan solo de una noche. Entró en un bar, después de darle varias vueltas a la redonda. Fue allí donde conoció a Tucu, Alejandro y Eduardo. Esa noche estaban acompañando a un amigo que estaba mal ante una fresca separación. Los chicos lo vieron solo, tomando varios cafés y lo invitaron a compartir su mesa. Con el tiempo se hicieron amigos casi inseparables. Pudo abrirles su mundo, contarles de sus miserias en torno a su crianza, su pautada y paupérrima relación con Nora y sus inquietudes respecto de Luciano. Ellos le contaron historias parecidas. Tucu le dijo que había tenido dos novias y a una la había dejado plantada en el civil. Alejandro le contó que era pura sangre, como suele repetir, pero con varias historias densas con tipos casados. Eduardo, el más novato, señaló que había tenido una mujer que quería mucho, con quien estuvo a punto de casarse, hasta que apareció Aníbal para arreglarle el motor del auto y, desde entonces, hace cuatro años, están en pareja, lo que devino en la ruptura inmediata con su prometida, a dos meses de planificar la unión matrimonial en un templo evangélico. Con ellos comenzó a transitar un nuevo camino de vida. Cinéfilos los tres, lo metieron en los clásicos del celuloide con temática gay, lo que trajo, luego, extensas charlas sobre sexualidad y género.

Toda esa semana estuvo igual. Cada tarde, al volver de su trabajo, se bajaba una parada más allá de donde debe hacerlo. Esos doscientos metros extras que hace a paso lento son el mayor deguste de los sabores que vendrán, no porque vaya a entrar y pedir su especial de vainilla y frutilla sino porque la sonrisa de esa luz diáfana, tórrida, fresca, será el mejor regalo que recibirá tras un trajín de gritos en la redacción con el cierre de las notas.

Un jueves se había juntado a comer unos panchos y tomarse unas cervezas con Sebastián, su amigo de la infancia, el más compinche, el más audaz, el que lo banca en todas sus ocurrencias y a quien un cierto día no solo le contó que se sentía raro -lo que luego tradujo como gay- sino que le dijo también se estaba enamorando de él. Le habló de un amor exclusivo, único, no de sexo ni de revolcadas, sino un termo lleno de dulzura y desfachatez. Con Seba podía ser él, no tenía que fingir.

–Con respecto a ese nuevo brillo. Destiny calls, Thia. Algo te puso a vos en esa heladería, vio a ese que pasaba cada día durante estos siete, ocho meses y te dijo “¡boludo! ¿qué hacés? Espero que ya frenés y te comprés un helado y hagás lo que tanto aconsejás”. Y algo le dijo a tu heladerito: “¡Boludo! ¿qué esperás? ¿No ves que podés ir a limpiar las mesas y entablar conversación?”. Destiny calls. ¿Qué hubiera pasado si no me sentaba en el mismo pupitre de primer grado, si

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no te hubiera conocido, si no hubieses estado para el momento de mis desenlaces con Caro?, entre otras tantas cosas. En ese lugar quiero estar como creo que a vos también se te va dando. ¿Viste que fácil es decir “Seba decile esto” y después cuando te toca la misma situación hacer lo contrario a lo que aconsejás? Alejandro tiene razón. Enjoy the moment, porque te lo merecés. ¡Uhhh!… ¡Bueh!... la birra ya me pegó. El alcohol en nosotros se compara con los trucos que implementa Harry Potter...

Hacer esas dos cuadras son la delicia más perfecta que un rito puede proponerle, el confort de esos ojos azabache bajando para no cruzarse con los suyos (y los suyos hacia arriba, como disimulando una elección de un gusto que jamás se atreverá a pronunciar; solo su vainilla -resultado hecho crema de una orquídea trepadora, la única orquídea que produce un fruto- y frutilla -la vedette de los antojos-) y descubrir lo que también está sintiendo (pensó), que se define en la mejor sonrisa que atesorará por mucho tiempo. No porque no fuera a cruzarse con otras más, sino porque esta es especial, esta es su sonrisa luz, que le da sangre fresca a su cuerpo. Se enorgullece, se lo permite porque se siente feliz. Y aunque no admite su felicidad quiere sentirse feliz. Sabe que ese lugar es utópico, pero se atreve a avizorarlo de esplendor porque se siente así, espléndido.

Retrasa a veces su llegada, aminora su marcha, piensa: “hoy no voy a pedir ningún helado”, como presagio de que no va a entrar. “Me basta con mirarlo y que sonría”. Luego hace veinte metros más y lo ve, de reojo, parado, deslumbrante, sonriente, esperándolo. No entra. No lo mira. Cruza la calle, entra en el bar, pide una cerveza y un tostado, toma uno de los asientos de la vereda para enfocarlo y animarse. No puede ignorarlo tanto. Un rato después vuelve a cruzar, pide su eterno de vainilla y de frutilla y no sabe, no quiere, no puede decir más que “hola”. Hasta que una noche se sorprendió.

–¿Uno de quince?

Escuchó esa voz que había… ¿adivinado? …el precio del vasito que pediría.

–Sí dulce, hermoso, luz que agitás este atontado corazón… -Pudo decírselo, estaba ahí nomás para el remate, pero solo lo dijo para sus adentros. Esperó, lo miró fijo como juntando fuerzas para decirlo de una vez, no vaya a ser que pensara que era un tonto, un histérico más del gran harén de irritables y perturbadas mariquitas-. Sí, melón y dulce de leche. -Quiso confundirlo, creyendo que así no lo notaría predecible-.

Lucas había adivinado que era un vaso de quince pesos. Era una buena oportunidad para el remate y gol. Pero no: “melón y dulce de leche”. Se perdió el festejo, la vuelta olímpica. Total el fútbol da revancha, recordó que le dice un compañero de la sección Deportes.

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La sonrisa de esa luz, su luz, se agigantaba. Lo miró reír, pero no supo qué decir. El centro que se había tirado se fue desviado derecho a la tribuna. “¿A remarla de nuevo?”, se preguntó… “o mejor llevarme un triste empate…”. Con su helado en la mano se acercó al cajero.

–Chiche, ¡le cobra quince al chico!

Chico… ¿Chico…? No solo sabía que elegía los de doce sino que ya no era “usted” sino “chico”. Se animó. Salió, se sentó por vez primera en una de las sillas sobre la vereda, de frente, mirando hacia adentro. No le importó que otro choque estrellara un Scania y se lo llevara puesto desde atrás, un tren, un huracán o el ciclón más devastador. Nada le importó más que mirarlo atento, directo hacia esos ojos oscuros llenos de luz, buscando la mueca de esa cálida sonrisa.

Al día siguiente pasó temprano. Entró, pero Lucas estaba ocupado despachando los delivery. Lo atendió uno de sus compañeros.

–Un cucurucho, por favor.

El heladero se fue hacia atrás a buscar el vaso. Eso pensó. De golpe, frente a él estaba Lucas.

–Vi el Facebook. Y me agregué. Yo sí que voy todos los días a la heladería Ayelén.

La sonrisa se hizo universal, como alcanzando a los barrios aledaños. Thiago no supo qué expresar hasta que pudo enfocarse.

–Bueno, los días de franco no venís.

–Depende, igual vengo a comprar.

Pensó en esas últimas palabras, allí había una clave: “…igual vengo a comprar”. Le estaba diciendo que es del barrio, que vive cerca. Pero hacia dónde. ¿Dónde? Lo miró, le hizo una mueca asintiendo y lo escuchó.

–A veces, cuando estoy aburrido, también como. Pero no mucho para no…

Lucas se rió mientras hacía gestos de gordura. Ambos rieron. Se quedaron mirándose a los ojos como los amantes cuando están poniéndose los anillos en una boda, o como aquellos perros que miran con ternura y obsesión a sus amos esperando un trozo de lo que estuvieran comiendo. Aunque el cruce de miradas duró apenas unos segundos, aunque pudieron percatarse que ambos estaban como bizcos y una especie de electricidad corría por sus cuerpos, aunque los latidos podrían escucharse hasta Manila, Lucas tuvo que romper ese momento para hacerle la pregunta lógica, elemental.

–¿Qué gustos?

–Pero no… eh… le pedí a tu compañero.

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Se dio cuenta que Lucas sostenía el cucurucho, que algo había ocurrido. Thiago jamás llegó a percibir cuándo se produjo el enroque entre ambos heladeros. Se puso aún más nervioso y para destrabarlo todo y para confundirlo más le dijo: “naranja y frutos del bosque”.

Esa noche llegó a su casa contento, encendió la pc, entró en el Facebook, estaba decidido a todo. Lo agregó como amigo, solo restaba esperar la aceptación por parte de Lucas que, seguramente, llegaría al día siguiente. O nunca. Quiso comprometerse más, ya que si Lucas lo aceptaba, cuando viera su perfil, sabría que era gay. Y le mandó un mensaje en privado. Escribir en su muro hubiera sido comprometerlo y si vivía por el barrio, quizá muchos de sus amigos del Facebook pudieran descubrir algo que Lucas preferiría mantener íntimamente. Todas conjeturas, vagas, vacías, lo único concreto es que estaba seguro que esa sonrisa escondía algo, que la buena onda era más que un cumplido al cliente y que las señales eran claras. Estaba eufórico y le escribió: “Hola Lucas, cómo estas? vivís en el barrio? Yo me mudé el pasado noviembre, pero recién hace tres semanas que empecé a disfrutarlo. Estuve muy abrumado de laburo. Siempre viví en Almagro. La verdad es que me copa el lugar, pero por tanto trabajo que tuve no he conocido a mucha gente. Hace un mes que empecé a tener onda con mis vecinos, jejeje. Y me copa ir a la esquina del bar a tomar una birrita o comer y cruzarme para un helado. O a veces solo el helado. Dan ganas de comerse dos o tres, pero terminaría como un globo. Están buenos de verdad. Especialmente la atención... Es lo mejor de todo. Abrazo de oso. Thiago”. Se detuvo un buen rato antes de dar enter al mensaje, sabiendo que no habría marcha atrás. Lo releyó. Cambió algunas cosas. Ensayó un “me encanta el helado que me servís”, pero lo borró enseguida porque le sonaba despectivo. Lucas no le servía. Lucas le regalaba el mejor de los sabores, con dedicación y calidez. Sacó lo de “Especialmente la atención…”, pero enseguida hizo un “control z” con las teclas para que reapareciera. Lo repitió varias veces en voz baja, mientras tarareaba “la distancia y el tiempo no saben la falta que le haces a mi corazón”. Su índice derecho se estrelló en la tecla enter y el mensaje ya no era más suyo, sino de él.

Thiago está mirando caer una lluvia torrencial. Decide que tomará el paraguas y en vez de salir a correr al parque se irá a tomar un café. Camina cinco cuadras hasta la avenida principal y entra en un bar. Pide un café, percibe un cierto malestar en el mozo que lo atiende. Un señor de saco azul lo mira con firmeza, pero como sin mirar, como los tiburones cuando van hacia su presa, estático, pálido, con peinado a lo Gardel, de fina estampa. Thiago saca su anotador para garabatear algunas ideas de lo que sería su nota de fondo a publicar a fin de mes sobre los peces de ciudad. No entiende bien de qué se trata, pero algo se le va a

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ocurrir. Imagina peces beta dominando Mataderos. Piensa, observa como una especie de libélula se posa en el tazón de ¿café con leche? del engominado, que ahora está con un saco gris. “¿Gris? ¡Qué raro!”, se dice mientras el insecto ahora es una mariposa multicolor. Recuerda haber escuchado que el aleteo de una mariposa puede provocar un huracán en el futuro. “¡Qué raro!”.

Una imagen lo lleva al centro de batalla, a muerte, entre la libélula, carnívora y letal, con la mariposa, que la duplica en tamaño y en aparente potencialidad. El camarero lo trae de vuelta, siempre sin dejar de mirarlo de modo despectivo, para cobrarle.

–Pero… es que no terminé mi licuado.

–Le estoy cobrando su café con leche, joven.

“¿Por qué pagaría por algo que no había consumido?”, se dijo mientras se llevaba el dedo índice derecho hacia su boca para descargar su incertidumbre mordiéndose una uña.

–¿Tiene cambio de cien?

–Esto es un locutorio, no puede pagar una mísera llamada de veinticinco centavos con cien dólares.

–Pero en Nueva York me los aceptan.

Amaga con levantarse cuando el mozo se para frente a Gardel. Romance de barrio, en el violín de Antonio Agri, endulza desde los parlantes. “Agri… Sé que es Agri”. Aprovecha la distracción para correr hacia ningún lugar. Corre, corre, no sabe por qué. Su impulso único, correr. Hace un par de cuadras, pero se ve siempre en la misma esquina. Mira hacia atrás y no observa nada ni a nadie siguiéndolo. Mira hacia arriba y ve salir el sol. Vuelve a mirar atrás y dos mujeres lo señalan: una de rojo, con cabellos negros y mucho busto. La de castaño claro tiene un sencillo jogging lila, con estampas que él no llega a comprender. Acelera su paso, trota haciéndose el distraído, sus pies siguen sin moverse del lugar, pero tampoco las mujeres se acercan. Al girar se halla en la plaza, como si el predio verde se hubiera posado sobre él. Atraviesa los jacarandás, siente el sabor de sus aromas, se detiene a respirar bajo una araucaria y se deja caer, su cuerpo en cruz. Mira hacia el cielo, entregado, desorientado, furibundo, teme por la caída de un piñón sobre su rostro, pero en vez de un golpe ve una luz que lo enfoca, sin enceguecerlo, avivándolo. Le resuena a algo cercano, algo de bien.

–Thiago. Thiago. ¡Arriba!

Abrió los ojos y no llegó a decir ni una palabra. Una sonrisa, los labios de su amor, de Lucas, esos labios tan soñados, tan necesarios, tan inconfundibles, lo despertaban, en su cuarto, en su cama, en sus brazos, con un jugoso beso.

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Tedeschi Loisa, Diego

Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema

1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm.

© 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Impreso por Bubok

Fecha de catalogación: 06/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723

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