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PLIEGO El decreto Unitatis redintegratio fue promulgado por su santidad Pablo VI el 21 de noviembre de 1964, después de su aprobación por 2.137 votos a favor y 11 en contra. Veamos seguidamente qué significó aquella puesta de largo en el Aula, qué supuso más tarde su funcionamiento y qué panorama tenemos hoy a la vista. Sobre ciertas carencias, van a primar los éxitos. Sus recurrentes decenios no han hecho sino incrementar la bibliografía y darnos ocasión así para un análisis cada vez más riguroso y, en consecuencia, para un mejor conocimiento. UNITATIS REDINTEGRATIO, UN REGALO PARA LA IGLESIA En el 50 º aniversario del decreto conciliar sobre el ecumenismo PEDRO LANGA AGUILAR, OSA Teólogo y ecumenista 2.917. 15-21 de noviembre de 2014

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PLIEGO

El decreto Unitatis redintegratio fue promulgado por su santidad Pablo VI el 21 de noviembre de 1964, después de su aprobación por 2.137 votos

a favor y 11 en contra. Veamos seguidamente qué signi� có aquella puesta de largo en el Aula, qué supuso más tarde su funcionamiento y qué panorama tenemos hoy a la vista. Sobre ciertas carencias, van a

primar los éxitos. Sus recurrentes decenios no han hecho sino incrementar la bibliografía y darnos ocasión así para un análisis cada vez más riguroso

y, en consecuencia, para un mejor conocimiento.

UNITATIS REDINTEGRATIO,UN REGALO PARA LA IGLESIA

En el 50º aniversario del decreto conciliar sobre el ecumenismo

PEDRO LANGA AGUILAR, OSATeólogo y ecumenista

2.917. 15-21 de noviembre de 2014

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Signo de un espíritu nuevoalgunos se temían), sino una vuelta a la tradición bíblica, patrística y medieval, que permitió una comprensión nueva y más nítida de la naturaleza de la Iglesia”1.

El decreto, por otra parte, abrió la Iglesia católica a una sana renovación y dio paso “no a una Iglesia nueva, sino una Iglesia espiritualmente renovada y enriquecida”2, matiz, este, de mucho fundamento. Dicha visión, pese a todo, estuvo al principio lejos de ser la que luego fue. Los ecumenistas de la Iglesia católica en vísperas del Concilio eran desdichadamente pocos, según permiten deducir los datos hoy a nuestro alcance. Quienes recelaban de la iniciativa, en cambio, eran mayoría punto menos que hegemónica. Así que la institución del Secretariado para la Unidad de los Cristianos resultó fundamental en este proceso. Sobre todo al principio. Entre sus competencias entraba fomentar un movimiento ecuménico entonces –insisto– casi en mantillas. El cardenal Willebrands nada menos llegó a escribir: “No hemos de olvidar que, antes del Concilio, una gran mayoría de los padres conciliares no había tenido algún contacto ni experiencia de tipo ecuménico, por no hablar de las experiencias negativas, prevalecientes en muchos países”3.

La tarea del Secretariado con el decreto consistió en dejar de imponer desde fuera elementos eclesiales a las otras Iglesias, para ofrecérselos de forma más auténtica, ya que la experiencia de estas podía ser de ayuda en orden a purificarse y reencontrar la autenticidad. Monseñor De Smedt había precisado bien este espíritu en su célebre intervención (19-XI-1962)4; y, justo al año de la misma, también monseñor Martin presentando los tres primeros capítulos del esquema. No era cosa, pues, de perderse en un ecumenismo falso de puro considerar como equivalentes las formulaciones todas del cristianismo. Porque el ecumenismo no es un trágala, ni un todo vale, ni un pasatiempo. Que es sobremanera gracia, don, trabajo y esfuerzo común.

Los redactores, además, estaban muy lejos de reabrir viejas heridas. Aspiraban, más bien, a reblandecer el corazón al arrepentimiento de los pecados del pasado: así lo había dicho el beato Pablo VI en la apertura de la segunda sesión, y había motivos para saber de quién fiarse: insistir menos en lo que separa que en lo que une, menos en insuficiencias de las otras Iglesias que en lo bueno y esencial de su fe. Espíritu de lealtad, por tanto, sin ocultar las divergencias; diálogo de

I. RESTAURAR LA UNIDAD CRISTIANA, UNO DE LOS PRINCIPALES PROPÓSITOS DEL VATICANO II

Aquel documento, del que ahora nos separa medio siglo, es sin duda la más recordada hazaña de la Iglesia católica en la historia del ecumenismo. El prestigio de este esfuerzo no ha cesado de crecer, y hoy es prácticamente universal su estima: por de pronto, debe seguir estudiándolo quienquiera que desee comprender el concilio ecuménico Vaticano II con la debida profundidad.

Conviene, pues, tener presente de entrada su íntima relación con la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, promulgada precisamente el mismo día por 2.151 votos a favor y 5 en contra; y con el decreto sobre las Iglesias orientales católicas, Orientalium Ecclesiarum, también votado y promulgado ese día por 2.110 a favor y 39 en contra. A ello cumple agregar los dos capítulos que inicialmente formaban un todo en el esquema-borrador y terminaron siendo autónomos, al quedar transformados en, respectivamente, las declaraciones Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (28-X-1965), con 2.221 votos a favor, 88 en contra y 3 nulos; y Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa (7-XII-1965), con 2.308 a favor, 70 en contra y 8 nulos. Todo lo cual denota que no es posible analizar adecuadamente Unitatis redintegratio desvinculado de los documentos que acabo de mencionar.

Con él se abría en la mañana de su promulgación un camino ya irreversible, a la vez que prioridad pastoral de los últimos pontificados (Ut unum sint, 3.99). Gracias a este puñado de páginas bien pensadas y ampliamente debatidas, en Roma “se abandonó por fin la visión restringida de la Iglesia de la Contrarreforma y postridentina, y se promovió, no un ‘modernismo’ (como

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Pablo VI con el patriarca Atenágoras (Jerusalén, 1964)

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mutua comprensión, lenguaje accesible al otro, colaboración práctica en lo moral y social, y, sobre todo, oración común. La Iglesia católica comprendió que para ser aceptada por las otras debía renovarse, colectiva e individualmente.

“El acontecimiento ecuménico central de esta sesión, se puede incluso decir de este año, –afirmó entonces el cardenal Bea– es, sin duda, la definitiva votación y promulgación del decreto conciliar sobre el ecumenismo. Este representa la toma de posición oficial teórica y práctica de la Iglesia católica como tal de cara a la causa de la unión y al movimiento ecuménico; y este significado ha sido reconocido largamente, casi por todas partes”5.

Pudo el Concilio, en resumen, hacer suya la causa ecuménica, porque acertó a entender la Iglesia como movimiento, esto es, como pueblo de Dios en camino. Revalorizó en ella su dimensión dinámico-escatológica, y dejó sentado que el ecumenismo, lejos de constituir una añadidura o apéndice, es parte integrante de la vida orgánica de la Iglesia y de su actividad pastoral, centrada en la tradición viva y en la gracia del Espíritu.

Fue histórico que un concilio abordase los problemas del ecumenismo, según era entonces entendido el término, o sea como el fenómeno de conciencia colectiva en torno al escándalo de la desunión cristiana y al deber de todos por comprometerse a remediarlo mediante comprensión profunda y búsqueda en común. El catolicismo oficial se había mostrado reacio a ello

durante largo tiempo. Muchos teólogos católicos profesionales, sin embargo, amén de maestros de espiritualidad y pensadores laicos comprometidos, habían puesto interés en él. De modo que no solo no le hicieron ascos, sino al contrario, decidieron adherírsele de buen grado mediante congresos, conferencias, artículos y libros. Era Unitatis redintegratio, pues, en cierto sentido, el fruto de esta evolución y venía de pronto a consagrarla.

Leído a bote pronto, el decreto parece que fuera un exhorto bienintencionado desde las altas esferas con el fin de que los católicos pudieran concienciarse del espíritu ecuménico, aunque sin proponerse adelantar una teología del ecumenismo ni tampoco arbitrar medidas que la hicieran posible. Considerado, en cambio, con detenimiento, sale pronto a la superficie que se trata de una pieza magistral con más alcance del que aparenta. Y no digamos ya si se lee a la luz de la constitución Lumen gentium, o si se tienen en cuenta los otros documentos arriba dichos. Entonces comprende uno que constituye el signo de un espíritu nuevo. Y esto es, a mi ver, lo más importante. Pensemos que, por las fechas de su promulgación, la teología ecuménica no estaba todavía lo bastante madura como para ser consagrada por un concilio.

Ilustres ecumenistas sostienen que fue el documento más importante. La verdad es que, tanto por las vicisitudes de su elaboración como a causa de las esperanzas de su promulgación, es,

entre todos los escritos del Vaticano II, donde tal vez más se dejó sentir el Pneuma. Óscar Cullmann no vaciló en afirmar, a propósito del segmento “jerarquía de verdades”, que era lo más revolucionario del Concilio. Con el decreto, en cualquier caso, la Iglesia católica demostró sabiduría trabajando la unidad, arrojo rompiendo prejuicios y esperanza señalando horizontes. Los acatólicos podían saber, por fin, a qué se atenía la Iglesia católica en ecumenismo. Quizás uno de sus más grandes logros haya sido concienciar a unos y otros de que las divisiones dentro de la gran familia cristiana representan uno de los más graves obstáculos para la evangelización. No podemos, entonces, comprometernos por la paz en el mundo sin hacerlo, a la vez, por la unidad y la paz entre cristianos.

Cuatro acontecimientos jalonaron la clausura conciliar: el culto ecuménico en San Pablo Extramuros, el discurso de Pablo VI el 7 de diciembre, la supresión de los anatemas entre Constantinopla y Roma, y la reforma del Santo Oficio. Del primero, baste recordar que, en 1963, el cardenal Léger había asistido a una ceremonia organizada por el Movimiento Fe y Constitución en el gran auditorio de la Universidad de Montreal, lo que molestó en Roma. ¡Y eso que no era un acto de culto! Algunos medios de la Urbe tampoco dejaron de criticar la participación papal en la liturgia ecuménica de San Pablo Extramuros. El decreto, en suma, no terminaba de calar. Menos mal que opusieron su contrapeso figuras de la talla de los

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El ortodoxo John de Pérgamo, el anglicano Rowan Williams y el cardenal Walter Kasper

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hacia su vocación, o que el auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior, es tanto como dejar hablar al Evangelio. Harina de otro costal es ocuparse del conocimiento mutuo y de la cooperación recíproca, de la formación e información, de los modos de expresar y exponer la doctrina de la fe. En casos tales, el modus operandi puede jugar una mala pasada, según sea de católicos, protestantes u ortodoxos. Para colores está el arco iris.

El 3º es el que más problemas ha dado desde su aparición. Fue también el más difícil de redactar. El cardenal König se opuso en redondo a que se designase a los protestantes como comunidades cristianas. Era preciso admitir en ellos vestigios eclesiales y así reflejarlo: o sea, comunidades eclesiales. Quienes abogaban por lo primero aducían su razón de peso –no convincente, sin embargo–: las diversas separaciones difieren mucho entre sí, no solo por su origen, lugar y época, sino, sobre todo, por la naturaleza y gravedad de los problemas relativos a la fe y la estructura eclesiástica. Pero de ahí a concluir que tales comunidades solo son cristianas hay un abismo. Así que terminó por imponerse lo de eclesiales. Pese a lo cual, los protestantes han seguido viendo ahí una deficiencia. Con la Ortodoxia, en cambio, exquisitamente tratada en el decreto, tampoco han faltado pegas, de Moscú sobre todo: uniatismo, proselitismo y el Primado, hoy plato fuerte de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico.

A juicio del cardenal Willebrands, “el movimiento ecuménico, por lo menos en la tradición católica, moriría sin la teología”6. Es verdad. La más empeñada en el decreto abogó por el abandono de una espiritualidad demasiado individualista, para convertir la

II. DURANTE 50 AÑOS, UNITATIS REDINTEGRATIO HA PRESENTADO BAJO UNA LUZ MÁS PLENA EL ROSTRO DE CRISTO SIERVO

El decreto, en realidad, fue más un punto de partida que de llegada. Salió con mucho fruto a las espaldas, sí, pero también con grandes desafíos por delante y muchas ganas de marcha. Los cinco capítulos del borrador inicial se quedaron reducidos a tres: 1º. “Principios católicos sobre el ecumenismo”; 2º. “La práctica del ecumenismo”; y 3º. “Las Iglesias y las Comunidades eclesiales separadas de la Sede Apostólica Romana”. El 4º y el 5º se convertirían después en las declaraciones ya dichas.

El capítulo 1º se reveló desde el principio lo mejor. Roma, por fin, tan reticente desde 1910, aclaraba que entendía esta vocación a la luz de Lumen gentium. Hasta el título trajo de cabeza a los redactores: no se trataba del ecumenismo católico –así reza el borrador–, sino de los principios católicos del ecumenismo: solo hay un ecumenismo, aunque su vivencia difiera según quien lo vive. Es cuanto salió a flote. Precisarlo era como adentrarse en la identidad: los interlocutores deben conocer quién es quién. Unitatis redintegratio suministraba de pronto las credenciales.

Más preocupación había de causar en estos diez lustros el capítulo 2º, sobre todo por la praxis. Decir –es una muestra– que la reforma de la Iglesia consiste en el aumento de la fidelidad

cardenales Bea, Suenens y König, igual que después purpurados insignes como Willebrands o Martini.

De los observadores, cabe decir que llegaron con ellos figuras teológicas de relieve, verbigracia Max Thurian, Óscar Cullman, Schlink y otros nombres de peso en las sesiones conciliares. Bea era un buen conocedor de la exégesis protestante. Y a Willebrands, secretario del Secretariado, le adornaba una profunda experiencia ecuménica de los Países Bajos y toda Europa en general. En cuanto a consultores del Secretariado, salieron de la Conferencia católica para las cuestiones ecuménicas, del Grupo de les Dombes, del círculo alemán Jäger-Stählin (Joseph Höffer, Hermann Volk), de muchas comunidades religiosas con vocación ecuménica (Chevetogne, Franciscanos del Atonement, Agustinos Asuncionistas) y, entre los teólogos de antemano comprometidos, de buenos conocedores del judaísmo.

En lo relativo a la abrogación de las excomuniones, resultó partitura musical en clave del decreto, publicado un año antes. Vendrían luego otras iniciativas del Secretariado, pero ya en fechas posteriores al inicial regocijo de la promulgación. Entusiasmo ecuménico, el del inmediato posconcilio, que luego iría remitiendo con los años. La pregunta que los observadores se hacían en las horas de la clausura era llamativa: ¿será capaz la Iglesia católica de poner en práctica lo que acaba de aprobar y promulgar en Unitatis redintegratio?

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Juan Pablo II y el anglicano Robert Runcie (Asís, 1986)

El metropolita ruso Hilarión de Volokolamsk

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experiencia cristiana en algo comunitario, lo cual tenía que traer disgustos, claro. Pero el Secretariado tuvo la fortuna de contar entre sus redactores con teólogos de mano maestra; algunos lo harían también –aún supervivientes– en la Ut unum sint (25-V-1995).

La base de Unitatis redintegratio, en otro orden de cosas, radica en el término comunión, decisivo para comprender los elementa Ecclesiae, expresión esta que sugiere una dimensión cuantitativa, casi material, como si se pudieran medir o contar esos elementos. El decreto, de hecho, no se detuvo en esa “eclesiología de los elementos”, criticada en y después del Concilio, pues queda lejos de su ánimo definir las Iglesias y Comunidades eclesiales separadas como entidades que conservan un residuo de elementos. Entiende estas, más bien, como entidades integrales, reflejando esos elementos dentro de su concepción eclesiológica global.

La integración de la teología ecuménica en la eclesiología de comunión permitió distinguir el cisma entre Oriente y Occidente, y las divisiones en la Iglesia de Occidente desde el siglo XVI. Son cismas distintos: con la Reforma estamos ante otra estructura eclesial que frente a la Ortodoxia. De ahí lo de Iglesias locales e Iglesias hermanas (UR, 14). Esta formulación, bastante vaga en el decreto, fue desarrollada en el intercambio de mensajes entre el beato Pablo VI y Atenágoras (Tomos agapis). Y en la Declaración común de san Juan Pablo II y el patriarca ecuménico Bartolomé I en 1995.

Huelga decir que lo tradicional-conservador no estuvo durante el Concilio –ni lo estaría después– por

la causa ecuménica. Tampoco –y es curioso– algunos aperturistas: era pedir demasiado en tan poco tiempo. Pero si no toda la progresía conciliar entendía el ecumenismo, análoga deficiencia cabe detectar en algunos conservadores, entonces y ahora: lo que prueba qué ecumenismo postulan algunos pseudoecumenistas. No siempre es oro todo lo que reluce.

Grandes repercusiones, sin duda, las del decreto dentro y fuera de la Iglesia católica, por más que la situación haya cambiado en estos 50 años. Salió dejando abiertas algunas cuestiones, es verdad, de ahí las críticas y el ulterior desarrollo, pero inició un proceso irreversible frente al que no existe alternativa, y continúa mostrándonos en el siglo XXI el camino, pues la voluntad del Señor es recorrerlo con prudencia, valentía, paciencia y, sobre todo, inquebrantable esperanza. El ecumenismo, en definitiva, es aventura del Espíritu. Es gracia.

Con lúcida visión, Yves Congar, al que Unitatis redintegratio tanto debe, se había opuesto antes del Vaticano II a contemplar la reunión de las Iglesias como simple retorno de los cristianos acatólicos –eso afirma Pío XI en la encíclica Mortalium animos (1928)–; había preferido verla como la posibilidad de un desarrollo cualitativo de la catolicidad, siendo consciente de que las otras Iglesias han acertado, a veces mejor que la católica, a preservar o desarrollar ciertos valores. Atrevido enfoque, sin duda, que le valió, cómo no, más de un exilio. Pero su línea conseguiría triunfar plenamente con el Vaticano II.

Tampoco el aggiornamento de san Juan XXIII había pretendido mejorar

solo la organización institucional (me temo que sea lo que va quedando), sino, ante todo, una verdadera renovación, a fin de poner la Iglesia en estado de misión y de diálogo con el mundo moderno (a lo que todavía hoy parece que no hayamos llegado). Para avanzar en esa línea, la presencia de representantes de otras Iglesias y de católicos orientales fue capital. Y aquí es donde la dinámica conciliar consiguió aunar la vocación a la vez ecuménica y eclesiológica que el cardenal Congar había, de hecho, reconocido suya desde 1930 a base de meditar a fondo el capítulo 17 de san Juan.

La Iglesia católica se metió con san Juan XXIII tan al vivo en el movimiento ecuménico que, a partir de entonces –y luego del beato Pablo VI y del mismo decreto–, la unidad debía exceder la simple asignatura para convertirse en “dimensión de todo aquello que se hace en la Iglesia”7. Dijo en 2004 el cardenal Kasper que Juan XXIII “puede considerarse el padre espiritual del decreto sobre el ecumenismo”8. De acuerdo, a condición de que tampoco se omita que, cuando el decreto vio la luz, hacía ya casi año y medio que él había pasado a la casa del Padre. Importante su institución, sí, pero aquello fue solo el comienzo. Había que seguir en la brecha del ecumenismo, entonces solo balbuciente dentro del mundo católico.

Por la senda de Unitatis redintegratio caminan la abrogación de las excomuniones Roma-Constantinopla (7-12-1965); la promulgación escalonada del primer directorio (1967-1970) y la total del segundo: Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo (25-3-1993), la encíclica de san Juan Pablo II Ut

R. Williams, Bartolomé I y Benedicto XVI (Asís, 2011)

Juan Pablo II y el ortodoxo rumano Teoctist

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(UR, 19). En parte, atañen a la doctrina de Jesucristo y de la redención, a la Sagrada Escritura en su relación con la Iglesia, al Magisterio auténtico, a la Iglesia y sus ministerios y a la Virgen María en la obra de la redención (UR, 20s.; UUS, 66). Y, en parte, también a cuestiones morales (UR, 23), estas últimas recientemente subrayadas y causa por ello de problemas tanto dentro de las Comunidades eclesiales reformadas como entre ellas y la Iglesia católica.

En la Reforma no solo hallamos diferencias doctrinales. Hay, además, otro tipo de Iglesia, concebida por los reformadores como criatura verbi a partir de la Palabra de Dios y no de la Eucaristía, donde la distancia se acentúa (UR, 22), pues en eclesiología eucarística la distinción entre Iglesias y Comunidades eclesiales depende de esta falta de sustancia eucarística. El cisma de Occidente –así lo reconoce el decreto– es un fenómeno complejo, de índole a la vez histórica y doctrinal. Cierto, sin duda, que nos unen a la Reforma importantes elementos de la verdadera Iglesia, de modo particular el anuncio de la Palabra de Dios y el bautismo: se me antojan al respecto dignos de cita, entre otros, el documento de Lima Bautismo, Eucaristía y Ministerio (BEM, 1982); los de ARCIC con la Comunión anglicana; los convergentes con los luteranos –La cena del Señor, El ministerio espiritual en la Iglesia, etc.–. Cerrando la breve lista, me parece de relevancia la Declaración común sobre la doctrina de la justificación (Augsburgo, 1999).

Preguntas son todas, en realidad, que arrojan, por otra parte, abundante luz sobre los éxitos, que son muchísimos. No importa que se hayan producido fisuras, que los impedimentos hayan ralentizado a veces la marcha, que se encuentre uno por ahí –¡todavía!– con nostálgicos que nada quieren saber del asunto: bien harían poniendo en hora el reloj de su eclesiología. El avance del mundo es imparable, y hasta el ecumenismo se ve hoy amenazado por el boom del diálogo interreligioso. La Iglesia está para salvar hombres, no para perderse en bizantinas discusiones acerca de galgos y podencos.

III. LOS PROBLEMAS QUE SUBSISTEN NO DEBEN IMPEDIR EL RECUERDO DE LA GRAN COSECHA CONSEGUIDA

San Juan Pablo II expuso en la Ut unum sint (1995) –el documento que mejor refleja el espíritu de Unitatis redintegratio (1964)– los temas que debían ser profundizados para alcanzar un verdadero consenso de fe (n. 79): 1) las relaciones entre Sagrada Escritura y Sagrada Tradición; 2) la Eucaristía; 3) el sacramento del Orden; 4) el Magisterio de la Iglesia; y 5) la Virgen María, Madre de Dios. Más o menos, los contempla ya el decreto, donde se puede leer –nótese bien–, a propósito de las relaciones entre la Iglesia católica y las separadas en Occidente, que subsisten “discrepancias de gran peso, no solo de índole histórica, sociológica, psicológica y cultural, sino, ante todo, de interpretación de la verdad revelada”

unum sint (25-4-1995) y la Dimensión ecuménica en la formación de quienes trabajan en el ministerio pastoral (1997). Asimismo, la institución del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso (1988) –su precursor había sido el Secretariado para los no cristianos, instituido por el beato Pablo VI en 1964–, el documento interdicasterial Diálogo y Anuncio (19-5-1991) y el Pontificio Consejo para el Diálogo con los No Creyentes (1965), hoy, tras la fusión con el Pontificio Consejo para la Cultura (25-3-1993), denominado Pontificio Consejo de la Cultura. Naturalmente que ambos pontificios consejos han producido en el transcurso de este medio siglo copiosa documentación deudora de Unitatis redintegratio. Y ahí no queda todo.

En esta celérica exposición se impone hacer memoria también del diálogo de la caridad y del teológico. La expresión del primero, cuya autoría se atribuye al metropolita Melitón de Calcedonia en la Conferencia panortodoxa de Patrás, se adelanta, en realidad, al mismo decreto, cuya primera andadura discurre bajo sus efectos. Él hizo posible, de hecho, acelerar la hora del diálogo teológico –san Juan Pablo II solía denominarlo en sus últimos años diálogo de la verdad–, donde procede incluir la cuantiosa documentación de comisiones mixtas y diálogos multilaterales de la causa ecuménica en este medio siglo, de imposible referencia aquí y ahora.

Al cabo de este cincuentenario, el Pontificio Consejo para la Unidad mantiene un diálogo teológico internacional con las siguientes Iglesias y Comunidades mundiales: Iglesia ortodoxa, Iglesia copta ortodoxa, Iglesias malankares, Comunión anglicana, Federación Luterana Mundial, Alianza Reformada Mundial, Consejo Metodista Mundial, Alianza Bautista Mundial, Iglesia cristiana (Discípulos de Cristo) y responsables de las Iglesias pentecostales. Es difícil responder qué sería hoy de todos estos diálogos si no hubiera visto la luz Unitatis redintegratio. Pronunciarse en firme es tan arriesgado como recurrir a futuribles. ¿Qué habría sido del Vaticano II? ¿Y del Sínodo de los Obispos? ¿Qué relaciones mantendría hoy Roma sin el decreto? Ni se sabe.

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Celebración ecuménica de la Federación Luterana Mundial

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El mayor problema entre Oriente y Occidente lo constituye hoy el ministerio petrino, sobre cuyo futuro ya san Juan Pablo II invitó a un diálogo fraterno (UUS, 88-96) que permita buscar juntos “las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros” (UUS, 95). El Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos se tomó esto a pecho promoviendo congresos, semanas y estudios en tal sentido. La Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa lo viene haciendo, asimismo, con especial esmero en sus últimas sesiones, comprendida la reciente en Amán (Jordania), del 15 al 23 de septiembre de 20149.

Desde el encuentro de Pablo VI y Atenágoras, hasta la citada Declaración católico-luterana sobre la justificación, sin omitir otros signos, como la entrega en Moscú del Icono de la Virgen de Kazán, o de reliquias de san Gregorio Nacianceno y san Juan Crisóstomo al Patriarcado Ecuménico, hay eventos inimaginables antes del Concilio. “La fraternidad universal de los cristianos, pues, se ha convertido en una firme convicción ecuménica” (UUS, 42).

Tampoco faltan desilusiones, por supuesto; ni desafíos del relativismo y pluralismo cualitativo posmoderno; ni extorsiones del fundamentalismo agresivo de sectas antiguas y nuevas; ni, en algunas Comunidades eclesiales, una suerte de liberalismo doctrinal y, sobre todo, ético, causa de nuevos disensos. No parece sino que aquel entusiasmo ecuménico del inmediato posconcilio hubiera desaparecido. “Sin embargo –puntualiza el cardenal Kasper– no se puede siquiera afirmar, como hacen algunos, que el ecumenismo

atraviese un período de glaciación o un invierno ecuménico. Mejor hablar de un estadio de maduración y de una necesaria clarificación”. Salta a la vista que la causa de la unidad registra hoy mutaciones profundas y el convencimiento ecuménico ha crecido dentro de la Iglesia: “A través de los diálogos, a nivel internacional, regional y local, hemos eliminado muchos malentendidos y prejuicios, hemos superado diferencias del pasado, profundizado y enriquecido la comunión en la fe, y hemos estrechado muchas amistades”. Tan sensatas palabras de Kasper10 tampoco impiden, pese a todo, reconocer que aún perduran serias cuestiones por resolver.

Los principales problemas nublando ahora mismo la perspectiva ecuménica están determinados por el extraordinario auge de las religiones y del relativo diálogo interreligioso. A veces, se llama a eso ecumenismo, sin caer en la cuenta de que son cosas distintas. Ni el diálogo interreligioso, ni menos aún las sectas, son, estrictamente hablando, ecumenismo, concepto este dentro del cual interviene como fundamental y decisivo –imprescindible, diría yo– el factor cristológico11. Paradójicamente, los capítulos que un día se dejaron al margen del decreto y luego, recuperados y refundidos, llegarían a ser las declaraciones arriba dichas, son hoy temas bandera en el panorama internacional. Es sintomático, sí, que empezaran formando parte del primer esquema. Quiere ello decir, sin duda, que alguna relación guardan entre sí. No son, por tanto, elementos a desechar sin más, sino a estudiar como es debido. Se requieren para el buen funcionamiento ecuménico. Porque

podría este verse perjudicado, sobre todo si, para que las religiones y la libertad religiosa salgan adelante, nos olvidáramos del ecumenismo.

Otro lote de asuntos, este ya dentro del ecumenismo propiamente dicho, lo constituye la documentación que los diálogos teológicos han producido durante los 50 años de marras. Y claro es que no se trata de que todo hijo de vecino tenga que leérselos enteros, pero tampoco de relegarlos sin más al baúl de los recuerdos. El ecumenismo es

B I B L I O G R A F I A

(NB: con los títulos que aquí aporto, el lector tendrá la oportunidad de saltar a la copiosísima bibliografía de y sobre Unitatis redintegratio).

→ BOSCH, J., Para comprender el ecumenismo,Verbo Divino, Estella (Navarra), 1991, pp. 141-145.

→ KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º aniversario de la promulgación del decreto conciliar UR (Rocca di Papa, 11-13 de noviembre de 2004): 11-XI-2004” (www.vatican.va).

→ KASPER, W., (ed.), Il ministero petrino, Cattolici e ortodossi in dialogo. Pontificio Consiglio per la Promozione dell’Unità dei Cristiani, Città Nuova, Roma, 2004.

→ LANGA, P., “XIII sesión plenaria de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa” (I) y (II): 29 y 30-IX-2014.(equipoecumenicosabinnanigo.blogspot.com.es/2014_09_01_archive.html).

→ LANGA, P., “Decreto UR. De su elaboración a su promulgación”, en Pastoral Ecuménica 22 /64-65 (2005), pp. 29-54.

→ LANGA, P., “Participación de los teólogos en la elaboración de UR”, en RODRÍGUEZ GARRAPUCHO, F. (ed.), 40 años del decreto conciliar UR. Evocación histórica y perspectiva de futuro: Diálogo Ecuménico XXXIX/ 124-125 (2004), pp. 315-356.

→ LANGA, P., “El diálogo ecuménico y el interreligioso: objetivos específicos”: Religión y Cultura 58 (2012), pp. 19-55.

→ SCHMIDT, S., Agostino Bea, il cardinale dell’unità, Città Nuova, Roma, 1987.

→ WILLEBRANDS, J., Una Sfida ecumenica. La nuova Europa (Discorsi). Koinonía, Dialogo ecumenico e interreligioso, Pazzini Editore, Verucchio, 1995.

→ WILLEBRANDS, J., Augustin Bea, Vorkänpfer für die Einheit der Christen, für die Religionsfreiheit und ein neues Verhältnis zum jüdischen Volk, en: Kardinal Augustin Bea. Die Hinwendung der Kirche zur Biblewissenschaft und Oekumene, Freiburg i. Br., 1981, pp. 33-55: p. 45; trad. it.: Il Regno-Docum. 7/82, p. 241.

Benedicto XVI con el patriarca ortodoxo Teófilo III de Jerusalén

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esta asignatura. ¡Como si el ecumenismo tuviera ébola! Es lo cierto, sin embargo, que Unitatis redintegratio y sus documentos afines piden que se explique, no una, sino todas las asignaturas del cuadro teológico con espíritu ecuménico. Lo cual es de temer que, por lo que a España concierne, suene a cuento chino. El Directorio demanda “un plan para cada disciplina en modo tal de asegurar una dimensión ecuménica en todas las materias enseñadas”. Es decir, enseñar con metodología ecuménica12.

Hay, de igual modo, que practicar la unidad sin espíritu partidista y lejos de paternalismos que pudieran derivarse de la mayoría demográfica en una de las partes. Este peligro acecha a los contertulios católicos de países, como el nuestro, con abrumadora mayoría católica. Sobre todo en el diálogo. En reuniones así, los interlocutores deben afrontar cuestiones principalmente teológicas, “en un nivel de igualdad” [= par cum pari ] (UR, 9). De lo contrario, el diálogo terminará sofocado por el autoritarismo de un monólogo insufrible y prepotente. Países hay –Francia, Suiza, Alemania, la misma jerarquía de Roma (no España por desdicha)– donde se están dando en este sentido lecciones de disponibilidad y compostura para el entendimiento. Y, cuando por ahí salte alguna destemplanza, no dejará de haber quien denuncie el ridículo. Como en Rávena (2007), cuando un insigne monseñor abandonó de mala manera la plenaria de la Comisión mixta internacional: los medios se encargaron de poner pronto en solfa el extemporáneo desplante del figurón.

El diálogo exige respeto, mucho amor y gran dosis de paciencia. Igual exactamente que el ecumenismo. De modo que a quien esto se le atragante, bien hará en dedicarse a otros menesteres. Y cuando la vida misma imponga volver –lo impondrá–, que el interesado empiece por leerse la Ecclesiam suam, saludable remedio contra los despropósitos. Le resultará utilísima para rehuir discusiones y acogerse al buen sentido, a la sensatez y a la armonía que el ecumenismo pide. Unitatis redintegratio, en resumen, confirma la sabia frase de san Agustín: “Fuera de la unidad, aun quien hace milagros no es nada”13.

que Roma y Constantinopla tienen en esto más cercanía que nadie, de suerte que, teológicamente hablando, no habría impedimento mayor que remover. Dejando claro, eso sí, que, en tal supuesto, la iniciativa no sería homologable en modo alguno, hoy por hoy, al campo protestante. ¿A qué atribuir que ni siquiera hayamos alcanzado todavía el acuerdo de celebrar la Pascua todos los cristianos en la misma fecha?

Los temas por san Juan Pablo II avanzados en la Ut unum sint como menesterosos de más estudio siguen en barbecho, excepto el del primado. Las clases de teología en algunos seminarios –hablo de España– discurren a ritmo punto menos que partidista y monocolor. Hay centros donde se contentan con unas clasecitas de tapadillo. “Escribe Sobre la unidad de la Iglesia y no pongas Ecumenismo”, se me llegó a recomendar a mí, profesor en trance de proponer el programa de

formación, desde luego, pero esta debe alimentarse de información, o sea, de lo que Unitatis redintregratio afronta en el capítulo 2º. Y aquí encontramos ya la primera vía de aguas en la nave de la unidad: desdichadamente, existe hoy al respecto excesiva indolencia, mucho aislamiento y no poca desinformación.

No parece de recibo que, a estas alturas cincuentenarias, haya diócesis con la Delegación de Ecumenismo prácticamente desatendida, o entregada al pobre sacerdote de turno, o al religioso quizás, o tal vez a un seglar, ya de suyo bien atareados con otros compromisos. En casos así, lo probable es que el delegado no atienda estos ni tampoco pise por la delegación. Carencias formativas e informativas tales llevan de modo inevitable a una ignorancia peligrosa y a una eclesiología rancia, la cual nada tiene que ver –se mire por donde se mire– con la sugestiva, abierta, valiente y viva del Vaticano II, cuyo fin principal es “anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo; e iluminar la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo” (Ef 3, 8b-9). Una eclesiología, en suma, preocupada no solo ni exclusivamente de los católicos, sino de todos los hombres.

Otro tema donde Unitatis redintegratio se ve hoy insuficientemente desarrollado es el de la intercomunión u hospitalidad eucarística. Las reacciones, algunas, que el gesto del hermano Roger Schutz, de Taizé, provocó al acercarse –o ser acercado– en silla de ruedas a comulgar en el funeral del hoy ya san Juan Pablo II fueron penosas. Como el ritmo cansino de encuentros ecuménicos de altas instancias intereclesiales –está previsto que el 30 de noviembre Francisco visite el Fanar–. Si es cierto –y lo es– que ya el patriarca Atenágoras propuso a Pablo VI concelebrar juntos, tras el abrazo en Jerusalén y levantadas las recíprocas excomuniones, ¿por qué después de 50 años seguimos con el mismo esquema de sonrisas y buenas palabras, sin pasar de ahí? ¿Por qué no llega de una vez la dichosa concelebración? Y claro es que yo no estoy por hacer tabla rasa, ni preconizo el llamado ecumenismo salvaje. Nada más lejos de mi propósito. Lo que sobremanera pretendo es afirmar

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n O t A s1. KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º de UR”

(www.vatican.va).

2. KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º de UR” (www.vatican.va).

3. WILLEBRANDS, J., Augustin Bea, Freiburg i. Br. 1981, p. 45.

4. Vid. LANGA, P., PE 22 (2005) 29-54, n. 13-22.

5. SCHMIDT, S. 532, nota 164.

6. WILLEBRANDS, J., Una Sfida ecuménica, pp. 71-82.

7. La dimensión ecuménica en la formación, 9; cf. Directorio, 72-78, 83-84.

8. KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º de UR” (www.vatican.va).

9. LANGA, P., “XIII sesión plenaria de la Comisión…”, (I) y (II).

10. KASPER, W., “Conferencia sobre el 40º de UR” (www.vatican.va).

11. Vid. LANGA, P., RC 58, p. 20.

12. Vid. La dimensión ecuménica en la formación, 9; cf. Directorio, 72-78, 83-84.

13. In Io. eu. tr. 13, 17.

Francisco saluda al patriarca ortodoxo Bartolomé I

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