Tica Obiols

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Obiols, Guillermo, Curso de Lógica y Filosofía; Buenos Aires, Editorial Kapeluz, 1985. LA CUESTION ÉTICA Kant formula sucintamente el problema ético mediante la siguiente pregunta: ¿Qué debo hacer? En estas tres palabras está formulada la pregunta ética fundamental y planteado el tema de que se ocupa la ética: el obrar humano o las acciones del hombre. Se entiende que la pregunta kantiana significa qué debo hacer de mi vida, cómo tengo que comportarme, cuál ha de ser la conducta adecuada, tanto conmigo mismo como en relación con los demás hombres. Esta es la cuestión. Las grandes respuestas éticas A lo largo de la historia de la filosofía la cuestión del obrar humano ha recibido múltiples respuestas. Algunos filósofos dijeron que se debe perseguir el placer, en griego "hedoné", como el bien supremo, y, en consecuencia, el hedonismo sostiene que se debe obrar procurándose el mayor placer posible. Otros filósofos señalaron que se debe tratar de lograr la autorrealización del hombre, es decir, la máxima perfección y señalaron que en esto consistía la felicidad. Otros señalaron que el fin de la vida humana

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Este texto de Obiols, se basa sobre la cuestión ética, el cual dimensiona sobre todos aquellos aspectos relevantes sobre la ética en sí. Un texto muy práctico y no muy largo el cual evidenciará la claridad de los contenidos otorgados y no dejará muchas dudas.

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Obiols, Guillermo, Curso de Lógica y Filosofía; Buenos Aires, Editorial Kapeluz, 1985.

LA CUESTION ÉTICA

Kant formula sucintamente el problema ético mediante la siguiente pregunta: ¿Qué debo hacer? En estas tres palabras está formulada la pregunta ética fundamental y planteado el tema de que se ocupa la ética: el obrar humano o las acciones del hombre. Se entiende que la pregunta kantiana significa qué debo hacer de mi vida, cómo tengo que comportarme, cuál ha de ser la conducta adecuada, tanto conmigo mismo como en relación con los demás hombres. Esta es la cuestión.

Las grandes respuestas éticas

A lo largo de la historia de la filosofía la cuestión del obrar humano ha recibido múltiples respuestas. Algunos filósofos dijeron que se debe perseguir el placer, en griego "hedoné", como el bien supremo, y, en consecuencia, el hedonismo sostiene que se debe obrar procurándose el mayor placer posible. Otros filósofos señalaron que se debe tratar de lograr la autorrealización del hombre, es decir, la máxima perfección y señalaron que en esto consistía la felicidad. Otros señalaron que el fin de la vida humana no era de este mundo, sino que el auténtico fin se encontraba en otro mundo, estas últimas éticas se denominan "éticas trascendentalistas", Kant y otros filósofos pensaron que el hombre debe actuar por deber, seguir el mandamiento que surge bajo ciertas condiciones en nuestra conciencia moral. También se postuló que se debe obrar de acuerdo a una cierta escala de valores: estas éticas se denominan "éticas axiológicas"; algunos sostienen que la escala de valores es objetiva, otros piensan que es subjetiva. También se ha sostenido que el hombre debe obrar tratando de lograr el máximo de utilidad social: esta corriente se denomina "utilitarismo ético". Estas posiciones no son sino algunas de las múltiples respuestas que se han dado a la pregunta por el obrar humano.

Si bien las respuestas son múltiples se las puede agrupar, para su estudio, en tres grandes grupos que trataremos de caracterizar a continuación.

Un primer gran tipo de ética lo constituyen las llamadas éticas de bienes o fines. En las mismas se parte de señalar un bien o un fin último o sumo bien, algo que debe ser querido por sí mismo y no con miras a otra cosa. Este bien o fin último puede ser la felicidad, el placer, la perfección, la vida eterna, etc. ; en función de este bien supremo es que se podrá calificar de bueno a aquello que acerque al ser humano al logro de ese fin y malo, en cambio, será lo que lo aparte. Expresado con palabras de Aristóteles.

“...el fin común de todas nuestras aspiraciones será el bien, el bien supremo, ¿No debemos creer que, con relación a la que ha de ser regla de la vida humana, el conocimiento de este fin último tiene que ser de la mayor importancia, y que, a la manera de los arqueros que apuntan a un blanco bien señalado, estaremos entonces en mejor situación para cumplir nuestro deber?”

La metáfora del arquero es muy clara: así como el arquero necesita poseer un blanco para dirigir sus flechas, los seres humanos necesitamos conocer el fin último al que tienden nuestros actos para darles unidad, coherencia y sentido. Según cual sea ese bien supremo, la perfección, el placer, etc., es que nos encontraremos a su vez con distintas éticas de bienes o fines.

Un segundo tipo de ética lo constituyen las éticas formales, cuyo máximo ejemplo es Kant. En estas éticas no hay un bien o fin último: los conceptos fundamentales son el de deber y el de obligación. Desde la perspectiva de Kant, la bondad o maldad moral de un acto no depende de las consecuencias que puede producir, sino de su naturaleza intrínseca. La calificación del acto depende de la intención. Con palabras de Kant:

“La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto: es buena solo por el querer, es decir, es buena en sí misma”.

Según Kant, ningún contenido externo al acto mismo puede servir como medida para evaluar el valor del mismo. Las éticas de valores coinciden con las éticas formales en rechazar la noción de bien supremo o fin último, pues consideran que lo moral no puede definirse por la persecución de un objeto. Pero las éticas de valores se diferencian de las éticas formales al señalar un contenido respecto del cual se juzga la moralidad del acto: esto, que sirve como medida para evaluar el acto, es precisamente una escala de valores.

En las páginas que siguen estudiaremos estos tres grandes tipos de éticas: la ética aristotélica de bienes o fines, la ética formal kantiana y la ética de valores en R. Frondizi y M. Scheler. Presentaremos también dos desarrollos contemporáneos de la ética; la moral existencialista de J. P. Sartre, y el intento de relacionar la ética y el psicoanálisis realizado por E. Fromm.

La ética aristotélica

La obra fundamental para estudiar la concepción aristotélica es la Ética a Nicómaco. Este libro comienza con las siguiente palabras:

“Todas las artes, todas las indagaciones metódicas del espíritu, lo mismo que todos nuestros actos y todas nuestras determinaciones morales tienen, al parecer, siempre por mira algún bien que deseamos conseguir por sí mismo; y por esta razón ha sido exactamente definido el bien cuando se ha dicho que es el objeto de todas nuestras aspiraciones.

(...) Si en todos nuestros actos hay un fin definitivo que quisiéramos conseguir por sí mismo, y en su vista aspirar a todo lo demás; y si, por otra parte, en nuestras determinaciones no podemos remontarnos sin cesar a un nuevo motivo, lo cual equivaldría a perderse en el infinito y hacer todos nuestros deseos perfectamente estériles y vanos, es claro que el fin común de todas nuestras aspiraciones será el bien, el bien supremo, ¿No debemos creer que, con relación a la que ha de ser regla de la vida humana, el conocimiento de este fin último tiene que ser de la mayor importancia, y que, a la manera de los arqueros que apuntan a un blanco bien señalado, estaremos entonces en mejor situación para cumplir nuestro deber?”.

Aristóteles parte de señalar que el sentido de nuestras acciones es comprensible a ciertas ocasiones, la acción tiene un fin trascendente a la misma acción y en otros casos, la finalidad es inmanente. Así, por ejemplo, podemos tomar las herramientas y componer un artefacto descompuesto o escuchar música sencillamente porque nos gusta escuchar música. Pero, en cualquier caso, la acción tiene sentido, piensa Aristóteles, sobre la base de la finalidad. Los fines son múltiples, pero se subordinan unos a otros, los fines subordinados se constituyen en medios para fines ulteriores. Así, por ejemplo, la acción de componer un artefacto tiene por fin lograr que el mismo funcione, pero que el artefacto funcione es un medio para lograr escuchar música. Pero, piensa Aristóteles, que la cadena de medios y fines no puede permanecer abierta al infinito sino que debe culminar con

un fin último, algo que sea querido por sí mismo y no por otra cosa. Si la cadena de medios y fines no se cerrara, todo el querer sería vano. La comparación con el arquero es muy clara. De inmediato Aristóteles se plantea dos cuestiones:

Si esto es cierto, debemos intentar definir el bien, aunque no sea más que haciendo de él un sencillo bosquejo, y hacer notar de qué ciencia y de qué arte forma parte. Los dos temas son entonces: cuál es este fin último y cuál es la disciplina que los estudia. El resto de este capítulo inicial lo consagra a dilucidar esta segunda cuestión, dejando para el capítulo siguiente el análisis del fin último. Continúa Aristóteles:

“Un primer punto, que puede tenerse por evidente, es que el bien se deriva de la ciencia soberana, de la ciencia más fundamental de todas: y esta es, precisamente la ciencia soberana, de la ciencia más fundamental de todas, y esta es, precisamente la ciencia política. Ella es, en efecto, la que determina cuáles son las ciencias indispensables para la existencia de los Estados, cuáles son las que los ciudadanos deben aprender, y hasta qué grado deben poseerlas.

Es cierto, por otra parte, que el bien es idéntico para el individuo y para el Estado. Sin embargo, procurar y garantizar el bien del Estado parece cosa más acabada y más grande: y si el bien es digno de ser amado, aunque se trate de un solo ser es, no obstante, más bello, más divino, cuando se aplica a toda una nación, cuando se aplica a estados enteros”.

Determinar el fin último corresponde, según palabras de Aristóteles a la Política. ¿Qué debe entenderse por esta palabra? Quizás lo más adecuado sea considerarla como una especia de filosofía o ciencia social global, es decir, como la disciplina que se ocupa del conjunto del obrar humano, y como el hombre es para Aristóteles un ciudadano de la polis, la política es, por excelencia, la ciencia del obrar humano. Inclusive en este párrafo Aristóteles considera como más importante procurar el bien del Estado que el del individuo, pero este juicio no lo va a mantener a lo largo de toda la obra. Sentado entonces que es la política, como ciencia global de las acciones humanas, la que estudia el fin último corresponde ahora volver a la cuestión principal: cuál es ese fin último. Dice Aristóteles:

“La palabra que le designa es aceptada por todo el mundo: el vulgo, como las personas ilustradas, llaman a este bien supremo felicidad y, según esta opinión común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que se dividen

las opiniones es sobre la naturaleza y la esencia de la felicidad, y en este punto el vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con lo sabios”.

El fin último es indudablemente la felicidad, la palabra griega correspondiente es eudemonia y puede traducirse también por "buena-fortuna", "prosperidad" y "bienestar". Evidentemente nadie quiere la felicidad para otra cosa, sino las otras cosas para ser feliz. Pero en lo que no hay acuerdo es en la naturaleza de la felicidad, es decir, en qué consiste la felicidad, pues, aún un mismo individuo puede pensar que la felicidad consiste en diferentes cosas en distintas circunstancias. Como no puede examinar todas las concepciones de la felicidad examinará las más importantes, tema al que dedica el resto del capítulo:

“...Las naturalezas vulgares y groseras creen que la felicidad es el placer, y he aquí por qué sólo aman la vida de los goces materiales. Efectivamente, no hay más que tres géneros de vida que se puedan particularmente distinguir: la vida de que acabamos de hablar; después, la vida política o pública; y por último, la vida contemplativa e intelectual. La mayor parte de los hombres, si hemos de juzgar tales como se muestran, son verdaderos esclavos que escogen por gusto una vida propia de brutos, y lo que les da alguna razón y parece justificarles es que los más de los que están en el Poder sólo se aprovechan de éste para entregarse a excesos dignos de un Sardanápalo. Por lo contrario, los espíritus distinguidos y verdaderamente activos ponen la felicidad en la gloria, porque es el fin más habitual de la vida política. Pero la felicidad comprendida de esta manera es una cosa más superficial y menos sólida que la que pretendemos buscar aquí. La gloria y los honores pertenecen más bien a los que los dispensan que al que los recibe, mientras que el bien, tal como nosotros le proclamamos, es una cosa por completo personal y que muy difícilmente se puede arrancar al hombre que le posee”.

El tercer genero de vida, después de los dos de que acabamos de hablar, es la vida contemplativa e intelectual, que estudiaremos luego. Aristóteles pasa revista a los tres tipos fundamentales de vida y con ello a tres posibles concepciones de la felicidad: la vida de placer, la vida política y la vida contemplativa. En cuanto a un tipo de vida, la vida de negocios, cuya finalidad es la riqueza, no la considera en el mismo nivel que las otras porque considera que las riquezas, el dinero, constituyen sólo medios para otras cosas, pero no un fin en sí.

Una vida dedicada a la obtención de placer es una vida propia de bestias. Los que dicen que la felicidad consiste en el placer, aceptan vivir como animales que sólo aspiran a la satisfacción plena de sus impulsos sensibles. Este es un duro ataque

al hedonismo. Una vida dedicada a la búsqueda de gloria y honores, que tal es el fin de la vida política, le parece a Aristóteles una vida más elevada; pero tampoco en los honores puede consistir la felicidad, ya que el bien supremo debe ser "algo propio y difícil de arrebatar", es decir, algo en lo cual no se dependa de los demás.

El tercer tipo de vida, la vida teorética, no es analizado en este capítulo, con lo cual nos deja en la incertidumbre respecto de la naturaleza de la felicidad. En el capítulo cuatro ensaya otra vía para determinar cuáles la naturaleza de la felicidad. Esta segunda vía es preguntar: "¿cuál es la obra o función propia del hombre?".

Así como para el músico, para el estatuario, para todo artista y, en general para todos los que producen alguna obra y funcionan de una manera cualquiera, el bien y la perfección están, al parecer, en la obra especial que realizan; en igual forma, el hombre debe encontrar el bien en su obra propia (...)

“Vivir es una función común al hombre y a las plantas, y aquí sólo se busca lo que es exclusivamente especial al hombre: siendo preciso, por tanto, poner aparte la vida de nutrición y desenvolvimiento. En seguida viene la vida de la sensibilidad: pero ésta a su vez, se muestra igualmente en otros seres, el caballo, el buey y, en general, en todo animal, lo mismo que el hombre. Resta pues, la vida activa del ser dotado de razón. Pero en este ser debe distinguirse la parte que no hace más que obedecer a la razón y la parte que posee directamente la razón y se sirve de ella para pensar. Además como esta misma facultad de la razón puede comprenderse en un doble sentido, es preciso fijarse en que de lo que se trata, sobre todo, es de la facultad en acción, la cual merece más particularmente el nombre que llevan ambas. Y así, lo propio del hombre será el acto del hombre conforme a la razón o, por lo menos, el acto del alma que no puede realizarse sin la razón”·.

El tipo de vida en que consiste la felicidad es la vida activa del ser dotado de razón. Aquí sí Aristóteles encuentra algo específico y propio del hombre. Lo propio del ser humano es la actividad que realiza conforme a la razón o por lo menos no desprovista de razón. En esta actividad es que el hombre encuentra su perfección, su autorrealización y en esto consiste la felicidad. La vida contemplativa o teorética, la vida dedicada al conocimiento, que había quedado pendiente de análisis, constituye el grado culminante de la vida activa del ser dotado de razón. Pero en el ser racional se pueden distinguir dos partes, la parte directiva, que piensa, o razón propiamente dicha y la parte directiva y una parte que puede ser dirigida. Estas dos partes corresponden: la primera a las funciones intelectivas, la segunda a las funciones sensitivas, es decir, a la razón propiamente dicha y a nuestro ser animal,

respectivamente. Esta distinción va a ser de importancia para distinguir entre las virtudes intelectuales y las virtudes morales: las primeras corresponderán a la parte directiva, las segundas a la facultad de desear. En el capítulo II dice Aristóteles:

“La virtud en el hombre nos presenta, asimismo, distinciones fundadas en esta diferencia; y así entre las virtudes llamamos a unas virtudes intelectuales y a otras virtudes morales. La sabiduría o la ciencia, el ingenio, la prudencia, son virtudes intelectuales; la generosidad y la templanza son virtudes morales. Hablando de la moralidad y el carácter de un hombre, no decimos que es sabio o ingenioso, mientras que podemos decir que es dulce o que es moderado”.

¿Qué son las virtudes? Son hábitos, modos de obrar constantes que inclinan a las facultades a obrar de un modo determinado, que las perfeccionan. Así, por ejemplo, quien posee la virtud de la justicia inclina a su voluntad a darle a cada uno lo que le es debido. Las virtudes intelectuales perfeccionan la parte directiva del alma: las virtudes morales, la facultad de desear, moderándola. La realización del hombre requiere el desarrollo de ambos tipos de virtudes. Todas son importantes, pero las virtudes intelectuales lo son más porque sólo en el desarrollo acabado de estas virtudes se encontrará la felicidad. La palabra griega que se traduce por "virtud" es "areté", que significa "excelencia" o "perfección". Así, por ejemplo, la "areté" de un caballo es lo que lo hace apto para correr y para montar en él. Aristóteles entiende las virtudes como perfecciones del carácter y de la inteligencia del hombre que contribuyen a realizar su esencia.

El libro II de la Ética lo consagra al estudio de la virtud moral. En el capítulo 5 distingue en el alma tres elementos: pasiones, facultades y cualidades adquiridas o hábitos. Llama pasiones a los sentimientos, como la cólera, por ejemplo. Llama facultades a las capacidades o potencias que permiten que experimentemos esos sentimientos, es decir, en nuestro ejemplo, la capacidad para encolerizarnos. Finalmente, llama cualidades adquiridas o hábitos a las disposiciones con que encaramos o moldeamos nuestros sentimientos, es decir, en nuestro ejemplo, la manifestación o no de la cólera, el sentirla en forma excesiva o en forma defectuosa. Aristóteles dice que no se nos considera ni buenos ni malos por nuestras pasiones o por nuestras facultades porque no dependen de nuestra voluntad. Pero, en cambio, se nos considera buenos o malos según las cualidades adquiridas o hábitos porque los mismos dependen de nosotros. Resumiendo: la calificación moral no puede aplicarse a lo que nos pasa, sino a lo que hacemos con lo que nos pasa; el modo en que nos comportamos frente a lo que nos pasa es lo que interesa desde el punto de vista ético. Las virtudes son, en consecuencia, hábitos; pero debemos precisar qué tipos

de hábitos. En el capítulo 6 de Aristóteles hay una célebre definición de la virtud moral que transcribimos y analizamos.

“...La virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad, consistiendo en este medio que hace relación a nosotros y que está regulado por la razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio”.

Lo primero que dice Aristóteles es que la virtud es un hábito, es decir, un modo de obrar constante: no posee la virtud de la justicia el que realiza una vez en su vida un acto justo, sino el que habitualmente realiza actos justos. Esta cualidad depende de nuestra voluntad, es decir, se ejercita en actos libres; el carácter moral no se puede manifestar en acciones que no dependen de nuestra voluntad. Consistiendo en este medio en relación a nosotros, la acción virtuosa se distingue de la viciosa, su opuesta, porque consiste en un término medio entre dos extremos; uno por exceso y otro por defecto. Así, la valentía consiste en un término medio entre dos extremos que son la cobardía, extremo por defecto, y la temeridad, extremos por exceso. Pero este término medio no es de tipo aritmético esto es lo que Aristóteles quiere decir al señalar "en relación a nosotros", sino un término medio que depende de las circunstancias concretas en las que se encuentra el sujeto de la acción. Lo que en ciertos casos puede ser considerado un exceso, puede en otras circunstancias o para otras personas ser considerado un defecto. Regulado por la razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio, quiere decir bajo el control de la virtud intelectual que se denomina sabiduría práctica o prudencia.

Para comprender bien esto último debe recordarse que la virtud moral se aplica a la facultad de desear que no posee la razón por sí misma sino que puede seguir los dictados de la razón. La virtud moral no es completa en sí misma, se requiere de la virtud intelectual que se denomina sabiduría práctica o prudencia, que relaciona principios generales con casos particulares. El término medio aristotélico significa una crítica tanto al ascetismo, que condena todos los impulsos naturales, como al naturalismo, que coloca los impulsos naturales por encima de todo. Si la virtud está en el medio, el vicio está en los extremos. La virtud consiste en el medio, pero, es un extremo en cuanto a su perfección.

Las virtudes morales son la justicia, la fortaleza y la templanza. Junto con la prudencia, las tres mencionadas, constituirán las llamadas virtudes cardinales de la ética de Santo Tomás. En la ética, como en otras partes de la filosofía, la concepción de Santo Tomas se basa en la obra aristotélica. De esta manera, la ética de

Aristóteles por su influencia sobre la moral cristiana ha tenido una gran importancia hasta nuestros días.

La ética formal kantiana

Tal como lo señalamos anteriormente, la perspectiva kantiana es radicalmente distinta de la de cualquier ética de bienes o de fines. La ética de Kant está expuesta en dos obras que son la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de 1785 y la Crítica de la razón práctica, de 1788. En la exposición que sigue nos basamos fundamentalmente en la primera de estas obras.

Kant comienza el capítulo 1 de la Fundamentación... con las siguientes palabras: “Ni en el mundo, ni en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad”.

Lo que Kant quiere decir es que puede haber muchas cosas que sean buenas como el valor, la decisión, la perseverancia y otras muchas cualidades, pero ninguna de ellas puede ser llamada buena sin restricción porque cualquiera de estas cualidades pueden llegar a ser extraordinariamente malas y dañinas si la voluntad que ha de hacer uso de ellas no es buena. Continúa Kant:

“Estas cualidades son los principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado”.

Poco más adelante dice Kant: “La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma”.

Esto significa que lo valioso es la buena voluntad misma, con independencia de que alcance o no un buen fin propuesto. La utilidad o la esterilidad no puede añadir ni quitar nada a ese valor. Lo que interesa es el querer o la intención, claro que, dice Kant, no como mero deseo sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder. A continuación Kant señala su oposición a las éticas que como la aristotélica enfatizan que la felicidad es el fin último de los actos humanos. Según él, si el fin último del hombre fuera el logro de la felicidad, la naturaleza no habría dotado al hombre de razón, pues el instinto es mucho más adecuado para el

logro de este propósito, por el contrario, la razón hace más bien desgraciados a los hombres. Continúa Kant:

“...como, si embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para la cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en la distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera con un sentido de finalidad”.

Esto quiere decir que la razón práctica, o sea, la razón que puede dirigir a la voluntad, no tiene por misión que la voluntad quiera algún fin último, como la felicidad, por ejemplo, sino que la tarea de la razón es producir una voluntad que sea buena en sí misma con independencia de lo que efectúe o realice.

Cabe preguntar: ¿cuándo, en qué circunstancias una voluntad es buena en sí misma? Para responder a esta pregunta Kant introduce una noción muy importante que es la noción de deber. Kant afirma que el valor moral de un acto radica en hacer el bien no por inclinación sino por deber. Por inclinaciones entiende el conjunto de tendencias a las que nos impulsa nuestra sensibilidad: el amor, el odio, el orgullo, la avaricia, el placer, etc. La voluntad es buena en sí misma cuando dejando de lado las inclinaciones actúa por deber. Con palabras de Kant:

“Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones u obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad”.

Algunos ejemplos que señala el propio Kant aclararán el concepto de deber y permitirán distinguir entre obrar por deber y obrar conforme al deber.

“...conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Más, por eso mismo, el cuidado angustioso que

la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conforme al deber, sí pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene contenido moral”.

La acción conforme al deber es, entonces, una acción que coincide con lo que el deber manda, pero que en realidad, no es realizada por deber, sino siguiendo alguna inclinación. De inmediato Kant analiza el caso de los actos de beneficencia, señala al respecto que hacer beneficencia es un deber, pero que en realidad, muchas personas experimentan un cierto regocijo al efectuar la beneficencia, en consecuencia, obran conforme al deber, siguiendo una inclinación, pero no por deber. Kant imagina, en cambio, el caso de una persona que por dolor propio no siente ninguna conmiseración por los demás, si en esas circunstancias, dejando de lado su insensibilidad, sin seguir ninguna inclinación obrando sólo porque el deber manda ser benéfico, si entonces ayuda a los demás, este acto es plenamente digno de estimación moral; pues en el mismo se hace el bien no por inclinación sino por deber.

Tal como se deja ver, la ética kantiana es extremadamente exigente; sólo el acto que se realiza por deber y no el que se realiza conforme al deber ha de ser estimado como moralmente bueno. Aclaremos que Kant no considera malos los actos que son conforme al deber pero por alguna inclinación, sino que sencillamente los considera neutros desde el punto de vista de la valoración moral porque, en tanto obremos por inclinación no somos sujetos morales. En apoyo de sus argumentos Kant hace referencia al pasaje de la Biblia en el que se señala como un imperativo el amor al prójimo.

Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aún cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.

Recapitulemos rápidamente lo que hemos dicho hasta ahora. Partimos de señalar que sólo una buena voluntad merece ser considerada como buena sin restricción. A continuación dijimos que la voluntad es buena no por lo que efectúe o realice sino sólo por el querer. Señalamos la oposición de Kant a las éticas que como la aristotélica enfatizan que la felicidad es el fin de todos los actos humanos. A continuación dijimos que era tarea de la razón práctica producir una voluntad que sea buena en sí misma. Y habíamos llegado a la conclusión de que la voluntad es buena en sí misma cuando obra por deber, diferenciando claramente entre obrar por deber y obrar conforme al deber. Debemos ahora preguntar ¿qué es, en realidad, obrar por deber? Kant contesta: “el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley”.

Esta respuesta puede desconcertar un tanto: ¿a que ley se refiere Kant? ¿en qué consiste esta ley? Según Kant, la razón es capaz de conocer lo que todo hombre está obligado a hacer. La razón práctica da a la voluntad una ley suprema capaz de tornarla buena en sí misma. Esta ley moral universal es la siguiente:

“...yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal”.

¿Y qué quiere decir esto? Sencillamente lo siguiente: que al obrar debemos guiarnos por máximas que puedan ser universalizables; que nunca nos consideremos una excepción y que por lo tanto no nos permitamos nosotros mismos aquello que no le permitiríamos a los demás. Por máxima entiende Kant el principio subjetivo del querer, por ley, el principio objetivo. La ley moral universal, a la que Kant llama también imperativo categórico, nos dice que sólo obramos moralmente bien cuando podemos querer que el principio de nuestro querer se convierta en ley válida para todos. Algunos ejemplos del propio Kant aclararán la cuestión.

“Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? [...] Para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima - salir de apuros por medio de una promesa mentirosa - debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería

vano fingir mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda; por lo tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.

Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en el ocurren, bástame preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible”.

La axiología y las éticas de valores

La axiología es la parte de la filosofía en la que se estudian los valores. Si bien la filosofía estudia desde la antigüedad algunos valores, como la belleza, por ejemplo, la constitución de una disciplina filosófica que aborda específicamente la temática de los valores es un hecho reciente: la axiología data de fines del siglo pasado. Hasta entonces, los valores habían sido estudiados en diversas áreas: la estética, la ética o la metafísica. La constitución de la axiología supone el descubrimiento de caracteres comunes a todos los valores, sean estos éticos, estéticos, religiosos, etc. A su vez, sobre la base de noción de valor se constituyeron diversas éticas que tienen en común el hecho de afirmar todas ellas que el obrar humano debe guiarse sobre la base de preferir ciertos valores y postergar otros. Pero, antes de entrar en el campo de las éticas axiológicas debemos abordar el estudio de los valores en general.

¿Que son los valores? Analicemos algunas características de los mismos. En primer término los valores son entes frente a los cuales los seres humanos no permanecemos indiferentes, es decir, entes que provocan nuestra adhesión o, por el contrario, nuestro rechazo.

La segunda característica es la polaridad, los valores se presentan desdoblados en un valor positivo y un valor negativo, es decir, de a pares. Así, la belleza se opone a la fealdad; la justicia, la injusticia; a lo agradable, lo desagradable, etc.

Una tercera característica es la jerarquía. Los valores se distinguen por su importancia, hay valores que son considerados más altos otros más bajos; se pueden hablar de una tabla o escala de valores, aunque sea difícil señalar criterios para construir una que sea generalmente aceptada.

Una distinción que es necesario efectuar desde el principio es la diferencia entre los bienes y los valores. Un bien es una cosa valiosa; así, por ejemplo: un cuadro en un bien, porque es una cosa en la que se realiza un valor: la belleza. El valor es lo que posee la cosa y lo que lo hace un bien. Los valores existen como cualidades de los bienes; es decir, de un cuadro, de una estatua o de una mujer predicamos el valor belleza. Pero, más allá de los bienes en los cuales se alojan, ¿tienen los valores algún tipo de existencia?. Algunos filósofos han respondido a esta pregunta afirmativamente, para ellos, los valores existen de un modo más o menos semejante a las ideas platónicas.

Risieri Frondizi en un hermoso libro titulado ¿Qué son los valores?, sostiene que la pregunta fundamental de la axiología es la siguiente:

“¿Tienen las cosas valor porque las deseamos o las deseamos porque tienen valor? ¿Es el deseo, el agrado o el interés lo que confiere valor a una cosa o por el contrario, sentimos tales preferencias debido a que dicho objeto posee un valor que es previo y ajeno a nuestras reacciones psicológicas u orgánicas?. O si prefiere términos más técnicos y tradicionales: ¿son los valores objetivos o subjetivos?. Tal planteamiento exige una previa aclaración terminológica que nos impida caer en una disputatio de nomine. El valor será objetivo si existe independientemente de un objeto o de una conciencia valorativa; a su vez, será subjetivo si debe su existencia, su sentido o su validez a creaciones, ya sea fisiológica o psicológica, del sujeto que valora”.

A continuación presentamos el planteo de un objetivista axiológico: Scheler.

El objetivismo axiológico y la ética de valores de Max Scheler.

Max Scheler: (1874-1928), filósofo alemán, ha defendido una teoría objetivista del valor, y sobre la base de esta teoría ha elaborado una ética. La obra más importante referida a esta materia se titula Ética; el primer tomo de esta obra se publicó en 1913 y el segundo en 1916.

Según Scheler, los valores existen con independencia no sólo de cualquier sujeto, sino también con independencia de los bienes. La objetividad de los valores es plena. Lo que, en cambio, es relativo es nuestro conocimiento de ellos. De la misma manera que la existencia de los objetos físicos o los objetos ideales no implica que haya un sujeto que los conozca, el mundo de los valores o, por lo menos, cierta clase de valores o el orden existente entre los mismos, sólo indica que se trata de "ciegos axiológicos", es decir, de personas incapaces para captar el mundo de los valores. Dice Scheler:

Al modo como en todo tiempo tenemos la conciencia de saber muchas cosas sin tenerlas actualmente presentes, y de que hay muchas cosas que es posible saber, teniendo nosotros simultáneamente la conciencia de que no las sabemos, del mismo modo también sentimos muchos valores como tales valores conocidos por nosotros y pertenecientes a nuestro mundo de valores, pero muchos otros infinitamente más numerosos que existen sin haberlos sentido o sin posibilidad de sentirlos.

Scheler piensa que los valores se nos hacen presentes o los captamos mediante la percepción sentimental, es decir, a través de una intuición emotiva. Los valores no son conocidos mediante la inteligencia, sino mediante el sentimiento. En esto, retoma la idea de Pascal de que hay una lógica del corazón distinta de la lógica de la inteligencia y que se expresa en el conocido pensamiento: "El corazón tiene sus razones que la razón no comprende". Scheler entiende que por la pura vía emocional conocemos los valores. El considerar esta vía podría llevar a pensar que Scheler concede algo al subjetivismo. Pero esto no es así. Señala nuestro autor:

“El principio de que es propio de la esencia de los valores el estar dados en un ‘percibir sentimental de algo’ no quiere decir tampoco que los valores existen únicamente en la medida en que son sentidos o pueden ser sentidos. El hecho fenomenológico precisamente es que en el percibir sentimental de un valor está dado este mismo valor con distinción de un sentirle”.

Según Scheler, los valores se disponen en una jerarquía objetiva y absoluta, desde los más bajos hasta los más elevados, constituyendo una tabla de valores. En el nivel más bajo se encuentran los valores sensibles de lo agradable y lo desagradable: en el siguiente escalón los valores vitales como la salud y la enfermedad; el tercer nivel corresponde a los valores espirituales que se dividen en valores estéticos, valores jurídicos y valores del conocimiento puro de la verdad; finalmente, el nivel más alto de la escala se adjudica a los valores religiosos.

Esta jerarquía de valores se fundamenta en los siguientes criterios: la durabilidad, un valor ocupa un lugar más alto cuanto menos efímero o fugaz es; la divisibilidad, un valor es más elevado cuanto menos fraccionable es; el tercer criterio es la fundación, es más alto el valor que sirve de fundamento a otro (por ejemplo, los valores sensibles se apoyan en los valores vitales); la profundidad de la satisfacción es el cuarto criterio; un quinto y último criterio es la relatividad, el valor de lo agradable, por ejemplo, es relativo a un ser dotado de sentimientos sensibles.

¿Qué ocurre con los valores éticos? ¿Qué valor ocupan en la escala? Los valores éticos no integran la tabla, es decir, no ocupan un puesto determinado en la misma sino que se encuentran relacionados con el conjunto de los valores de la escala. Lo éticamente bueno reside en preferir un valor positivo a un valor negativo, y un valor superior frente a un valor inferior.

De esta manera, la ética de Scheler constituye un tipo totalmente distinto de ética. Desde la perspectiva axiológica, lo bueno no es un bien o fin último; nada se va a obtener como recompensa por la buena conducta; en esto, Scheler coincide con la ética formal kantiana. Pero, a diferencia de Kant, la norma no es una mera fórmula vacía, sino que la norma es una escala de valores, que debe ser respetada. Por la referencia a un "contenido", los valores, la ética de Scheler se denomina ética material de los valores.

El carácter relacional del valor: posición de R. Frondizi

En el ya mencionado libro ¿Qué son los valores?, Risieri Frondizi, pensador argentino contemporáneo, enfrenta la antítesis entre objetivismo y subjetivismo con una postura propia que tiende a lograr una superación de la oposición. Bien puede ocurrir que subjetivistas y objetivistas estén errados, que ambas posiciones, siendo contrarias, sean ambas falsas, y que el valor tenga más bien un carácter relacional. Con un ejemplo sencillo, el agrado que se experimenta al beber un vaso de cerveza, muestra el carácter relacional del valor.

Para un subjetivista, todo el valor de la cerveza depende del agrado que experimento; si por alguna razón, sea fisiológica o psicológica, no siento ningún agrado, la cerveza no tiene valor. El objetivista, por el contrario, afirmará que el agrado está ínsito en la cerveza y, si no lo estuviera, ésta no sería agradable. Pero frente a estos planteamientos extremos, objeta Frondizi:

“...El agrado supone un paladar capaz de traducir las propiedades fisicoquímicas del objeto en vivencia de agrado; y hasta aquí tienen razón el subjetivista. Mas se trata de la "traducción" de ciertas propiedades que están en el objeto y no de la creación y proyección de estados psicológicos. De modo que la presencia del objeto es indispensable para que exista la valoración”.

Hay entonces dos factores, uno subjetivo y otro objetivo. El sujeto no siempre valora del mismo modo: las condiciones biológicas o psicológicas en que se encuentran modifican la reacción del sujeto. También el objeto es complejo: sí se altera la constitución físico-química de la cerveza, su densidad o su temperatura, la sensación de agrado será distinta. El valor "agradable" surge de la confluencia de ambos factores. Frondizi se vale de una comparación para apoyar su tesis de la confluencia de factores. En el cine percibimos un movimiento aparente de imágenes producto de la proyección muy veloz de fotografías estáticas. La percepción del movimiento es producto de una doble contribución, un factor objetivo, las imágenes estáticas por sí solas no producirían la percepción de movimiento y, por cierto, un sujeto frente a una pantalla en blanco, tampoco.

Si admitimos, de acuerdo con lo que llevamos dicho, que el valor surge de la reacción de un sujeto frente a propiedades que se hallan en un objeto, debemos convenir en que esta relación no se da en un vacío, sino en una situación física y humana determinada. Esto nos lleva al tema del valor y la situación. Dice Frondizi:

“La situación no es un hecho accesorio o que sirve de mero fondo o receptáculo a la relación del sujeto con las cualidades objetivas. Afecta a ambos miembros y, por consiguiente, al tipo de relación que mantienen. De ahí que lo ‘bueno’ puede convertirse en ‘malo’ si cambia la situación, como es frecuente en casos de alimentos y herramientas, y también en acciones de la más diversa índole”.

Los factores que considera Frondizi como constituyentes de una situación con cinco. En primer lugar el ambiente físico: la temperatura, la presión, el clima afectan las maneras de comportarse de los hombres y también su escala de valores. En segundo término, el ambiente cultural, constituido por el marco socio-histórico en el que se desenvuelve el hombre. Cada forma cultural posee su propio conjunto de valores. No hay justificación para la pretensión de imponer valores a una cultura menos fuerte. Un tercer factor es el medio social, que forma parte del ambiente cultural y que incluye las estructuras políticas, sociales y económicas. El cuarto factor es el conjunto de necesidades, expectativas, aspiraciones y posibilidades de cumplirlas; este factor tiene un margen muy amplio pues va desde la escasez de

ciertos productos esenciales hasta las aspiraciones sociales y culturales de una comunidad. El quinto factor es el temporoespacial, el hecho de que nos encontremos en un lugar en un momento determinado, por ejemplo, en época de guerra o de paz. En resumen, dice Frondizi:

“Si se denomina situación al complejo de factores y circunstancias físicas, sociales, culturales e históricas, sostenemos que los valores tienen existencia y sentido sólo dentro de una situación concreta y determinada”.

Con estos elementos es posible abordar la cuestión de la jerarquía de los valores. Al respecto, dice Frondizi:

“La determinación de la altura de un valor debe atender, en primer lugar a las reacciones del sujeto, sus necesidades, intereses, aspiraciones, preferencias y demás condiciones fisiológicas, psicológicas y socioculturales. En segundo término debe tomar en consideración las cualidades del objeto. No basta que alguien prefiera algo para que se convierta en mejor: es menester que sea "preferible" para él en esa situación concreta. Dicha cualidad depende, en buena parte, de las propiedades del objeto. El tercer factor que hay que tomar en consideración para determinar lo mejor es la situación”.

Estos son los tres criterios que Frondizi piensa que deben tenerse en cuenta para determinar cuándo un valor es superior a otro. Está claro que él se opone a hablar de una "tabla de valores" o de un "orden jerárquico" porque sugiere una jerarquía lineal, vertical e inmutable con la que no está de acuerdo. La conclusión a la que llega Frondizi es que el acto de valoración, la evaluación, debe tomar en cuenta estos factores, que tienen un carácter dinámico:

“Debemos suponer todos los factores relevantes que integran la totalidad dada por la relación del sujeto con el objeto en la situación, y decidir luego, tomando también en consideración las consecuencias. En otras palabras, la evaluación requiere el ejercicio pleno de la razón y de la experiencia total, además de imaginación para prever y responsabilidad para decidir. [...] Una evaluación, lo mismo que un conocimiento científico o filosófico, sólo puede alcanzar un elevado grado de probabilidad. De ahí que esté siempre abierta a la rectificación y al perfeccionamiento. Quienes prometen verdades absolutas y definitivas se basan en dogmas o en pretendidas formas de captación que comparten unos pocos privilegiados. O responden a una ingenua y anticuada actitud frente al conocimiento y la evaluación.

La falta de verdades absolutas no debe inducirnos a un escepticismo desesperado o a un relativismo indiferente. La complejidad del problema no permite resolverlo con recetas simplistas. Si es difícil una decisión jurídica, donde las normas de fondo y de procedimientos están escritas, ¿cómo se puede esperar que sea sencilla una evaluación moral o estética, o se pueda decidir con la balanza grosera de un mercader o un dogmático?”.

Por supuesto que, al igual que en otros campos de la filosofía, las discusiones en la axiología contemporánea continúan con gran ímpetu.

Algunos desarrollos contemporáneos en el terreno de la ética

En nuestra época los estudios de ética se han desarrollado en variadas direcciones. A continuación, señalamos dos de estos caminos: la vinculación de la ética con el psicoanálisis propuesta por el alemán Erich Fromm y la ética existencialista del francés Jean P. Sartre.

La ética y el psicoanálisis

Una de las direcciones en las que se han encaminado las investigaciones éticas contemporáneas es la de vincular a la ética con el psicoanálisis. La idea básica es la siguiente: la ética siempre ha dependido de las ideas antropológicas prevalecientes, en nuestra época; el psicoanálisis ha revolucionado el conocimiento del hombre; en consecuencia, es posible y necesario elaborar una ética que tome en cuenta el aporte de la teoría psicoanalítica. Esta es la dirección tomada por Erich Fromm en su libro Ética y psicoanálisis, publicado en 1947, Fromm constata que:

“Ha habido pocos intentos, tanto desde el campo filosófico como desde el psicológico, de aplicar los hallazgos del psicoanálisis al desarrollo de la teoría ética; hecho tanto más sorprendente cuanto que la teoría psicoanalítica ha aportado contribuciones que son de particular relieve para la ética”.

Quizás una de las contribuciones más importantes del psicoanálisis, fundado por Sigmund Freud a fines del siglo pasado, sea que no estudia aspectos aislados del hombre, sino su personalidad total. Mediante el análisis de los sueños, de los actos fallidos, asociación libre, etc., logró acceder a zonas de la personalidad que no hubieran podido ser observadas de otra manera. La vieja psicología de la conciencia y de las facultades divorciadas (inteligencia, memoria, voluntad, etc.) fue superada

por una teoría que, ahondando en las motivaciones inconscientes, logró un cuadro global del psiquismo humano. Continúa Fromm:

“Freud se interesó, al comienzo de sus estudios, principalmente por los síntomas neuróticos, pero a medida que avanzó el psicoanálisis, se hizo más evidente que un síntoma neurótico puede comprenderse únicamente comprendiendo la estructura del carácter en el cual está incrustado. El carácter neurótico, más que el síntoma, llegó a ser el objeto principal de la teoría y terapéutica psicoanalíticas. En la prosecución de su estudio del carácter neurótico, Freud estableció nuevos fundamentos para una ciencia del carácter (Caracterología), fundamentos que durante los últimos siglos fueron menospreciados por la psicología y dejados para los novelistas y los comediógrafos”.

Este estudio del carácter es considerado por Fromm como de fundamental importancia, porque la atribución de virtudes y vicios a una persona es ambigua si no se comprenden en relación con la estructura del carácter de esa persona. Una virtud, considerada aisladamente de la estructura del carácter, puede, en realidad, carecer de todo valor; así, por ejemplo, la humildad que nace del temor difícilmente pueda ser considerada una virtud. Estudiar vicios y virtudes como rasgos aislados puede conducir a serios errores en materia moral. Por el contrario, dice Fromm:

“El carácter virtuoso o vicioso, más que las virtudes o los vicios aislados, son el verdadero objeto de la investigación ética”.

Otro concepto psicoanalítico que es importante para la ética es el de motivación inconsciente. Tantas veces a lo largo de la historia de la ética se juzgó que lo realmente importante era la intención, que una teoría que echa luz sobre las motivaciones más profundas de la conducta humana no puede dejar de ejercer influencia sobre la ética.

No obstante lo señalado, las referencias a la ética y los aportes a la ética procedentes del psicoanálisis y de Freud en particular son escasos y confusos, en buena medida porque Freud adhirió a teorías relativistas en materia moral, pero, aunque no explícita, sí implícitamente hay una ética no relativista en Freud. Este ideal ético freudiano se puede sintetizar en la siguiente fórmula "virtud = Salud".

Fromm lo expresa así: “La caracterología de Freud implica que la virtud es el fin natural del desarrollo del hombre. Este desarrollo puede ser obstruido por circunstancias específicas y generalmente externas y puede así ocasionar la

formación de carácter neurótico. El crecimiento normal, no obstante, producirá el carácter maduro, independiente y productivo, capaz de amar y de trabajar; para Freud, en último análisis, salud y virtud son lo mismo”.

La moral existencialista de J. P. Sartre

Puede decirse sin temor a equivocarse que la gran preocupación que recorre toda la obra del francés Jean P. Sartre es la cuestión de la acción humana. Los personajes de sus novelas y de sus obras teatrales son seres humanos que constantemente deben tomas decisiones y actuar. La breve conferencia, editada con el título El existencialismo es un humanismo, del año 1945, constituye, en realidad, en toda su integridad, un esbozo de ética existencialista. De ella hemos extraído y comentado algunos párrafos. Afirma Sartre:

“El primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres [...]. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser”.

El punto de partida es señalar que cada hombre es plena y totalmente responsable de sus actos; pero, al elegir actuar de una manera, elijo para toda la humanidad. Si, por ejemplo, elijo casarme y tener hijos, estoy eligiendo un tipo de vida, una serie de actos, pero ésa, mi decisión, encamina a la humanidad toda por una determinada senda. Al decidir luchar contra una dictadura o someterme a ella, estoy, en mi elección, eligiendo lo que debería hacer la humanidad toda. A partir de aquí pasa a tratar algunos conceptos caros al existencialismo como los de angustia, desamparo y desesperación.

“El existencialista puede declarar que el hombre es angustia. Esto significa que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad. Ciertamente hay muchos que no están angustiados, pero nosotros pretendemos que se enmascaran su propia angustia, que la huyen; en verdad,

muchos creen al obrar que sólo se comprometen a sí mismos, y cuando se les dice: ¿pero si todo el mundo procediera así? se encogen de hombros y contestan: no todo el mundo procede así. Pero en verdad hay que preguntarse siempre: ¿qué sucedería si todo el mundo hiciera lo mismo ? [...] Todo ocurre como si, para todo hombre, toda la humanidad tuviera los ojos fijos en lo que hace y se ajustara a lo que hace”.

La angustia procede entonces de la responsabilidad del ser humano ante cada elección. No es una angustia que conduzca a la inacción. No nos impide actuar; por el contrario, forma parte de la acción misma. Por lo que se refiere al desamparo, este concepto sólo quiere decir que el hombre está solo, que Dios no existe y que de este hecho hay que sacar todas las consecuencias, que corresponde al hombre y sólo al hombre decidir sobre su vida. Por lo que se refiere a la desesperación, quiere decir que el existencialista no espera cosa alguna que no dependa de su voluntad. Continúa Sartre:

“El quietismo es la actitud de la gente que dice: los demás pueden hacer lo que yo no puedo. La doctrina que yo les presento es justamente lo opuesto al quietismo, porque declara; sólo hay realidad en la acción; y va más lejos todavía, porque agrega: el hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza, no es por lo tanto más que el conjunto de sus actos, nada más que su vida”.

De acuerdo con esta doctrina un hombre es el conjunto de sus actos, no el conjunto de sus potencias. Sartre no acepta las excusas que señalan la responsabilidad de las circunstancias, no acepta que se diga: "las circunstancias han estado contra mí ; yo valía mucho más de lo que he sido". El cobarde es responsable de su cobardía y queda definido no por un temperamento cobarde sino por el acto que realiza. Afirma entonces Sartre:

“Ustedes ven que el existencialismo no puede ser considerado como una filosofía de quietismo, puesto que define al hombre por la acción; ni como una descripción pesimista del hombre: no hay doctrina más optimista, puesto que el destino del hombre está en él mismo; ni como una tentativa para descorazonar al hombre alejándolo de la acción, puesto que le dice que sólo hay esperanza en su acción, y que la única cosa que permite vivir al hombre es el acto. En consecuencia, en este plano, tenemos que vérnosla con una moral de acción y de compromiso”.

Sin la ayuda de Dios, sin invocar ninguna forma de determinismo, corresponde al hombre, en libertad, construir su propia moral.