La cuestión ética - Guillermo Obiols

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Obiols, Guillermo, Curso de Lógica y Filosofía; Buenos Aires, Editorial Kapeluz, 1985. LA CUESTION ÉTICA Kant formula sucintamente el problema ético mediante la siguiente pregunta: ¿Qué debo hacer? En estas tres palabras está formulada la pregunta ética fundamental y planteado el tema de que se ocupa la ética: el obrar humano o las acciones del hombre. Se entiende que la pregunta kantiana significa qué debo hacer de mi vida, cómo tengo que comportarme, cuál ha de ser la conducta adecuada, tanto conmigo mismo como en relación con los demás hombres. Esta es la cuestión. Las grandes respuestas éticas A lo largo de la historia de la filosofía la cuestión del obrar humano ha recibido múltiples respuestas. Algunos filósofos dijeron que se debe perseguir el placer, en griego "hedoné", como el bien supremo, y, en consecuencia, el hedonismo sostiene que se debe obrar procurándose el mayor placer posible. Otros filósofos señalaron que se debe tratar de lograr la autorrealización del hombre, es decir, la máxima perfección y señalaron que en esto consistía la felicidad. Otros señalaron que el fin de la vida humana no era de este mundo, sino que el auténtico fin se encontraba en otro mundo, estas últimas éticas se denominan "éticas trascendentalistas", Kant y otros filósofos pensaron que el hombre debe actuar por deber, seguir el mandamiento que surge bajo ciertas condiciones en nuestra conciencia moral. También se postuló que se debe obrar de acuerdo a una cierta escala de valores: estas éticas se denominan "éticas axiológicas"; algunos sostienen que la escala de valores es objetiva, otros piensan que es subjetiva. También se ha sostenido que el hombre debe obrar tratando de lograr el máximo de utilidad social: esta corriente se denomina "utilitarismo ético". Estas posiciones no son sino algunas de las múltiples respuestas que se han dado a la pregunta por el obrar humano. Si bien las respuestas son múltiples se las puede agrupar, para su estudio, en tres grandes grupos que trataremos de caracterizar a continuación.

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Obiols, Guillermo, Curso de Lógica y Filosofía; Buenos Aires, Editorial Kapeluz,

1985.

LA CUESTION ÉTICA

Kant formula sucintamente el problema ético mediante la siguiente pregunta:

¿Qué debo hacer? En estas tres palabras está formulada la pregunta ética

fundamental y planteado el tema de que se ocupa la ética: el obrar humano o las

acciones del hombre. Se entiende que la pregunta kantiana significa qué debo hacer

de mi vida, cómo tengo que comportarme, cuál ha de ser la conducta adecuada, tanto

conmigo mismo como en relación con los demás hombres. Esta es la cuestión.

Las grandes respuestas éticas

A lo largo de la historia de la filosofía la cuestión del obrar humano ha

recibido múltiples respuestas. Algunos filósofos dijeron que se debe perseguir el

placer, en griego "hedoné", como el bien supremo, y, en consecuencia, el hedonismo

sostiene que se debe obrar procurándose el mayor placer posible. Otros filósofos

señalaron que se debe tratar de lograr la autorrealización del hombre, es decir, la

máxima perfección y señalaron que en esto consistía la felicidad. Otros señalaron

que el fin de la vida humana no era de este mundo, sino que el auténtico fin se

encontraba en otro mundo, estas últimas éticas se denominan "éticas

trascendentalistas", Kant y otros filósofos pensaron que el hombre debe actuar por

deber, seguir el mandamiento que surge bajo ciertas condiciones en nuestra

conciencia moral. También se postuló que se debe obrar de acuerdo a una cierta

escala de valores: estas éticas se denominan "éticas axiológicas"; algunos sostienen

que la escala de valores es objetiva, otros piensan que es subjetiva. También se ha

sostenido que el hombre debe obrar tratando de lograr el máximo de utilidad social:

esta corriente se denomina "utilitarismo ético". Estas posiciones no son sino algunas

de las múltiples respuestas que se han dado a la pregunta por el obrar humano.

Si bien las respuestas son múltiples se las puede agrupar, para su estudio, en

tres grandes grupos que trataremos de caracterizar a continuación.

Un primer gran tipo de ética lo constituyen las llamadas éticas de bienes o

fines. En las mismas se parte de señalar un bien o un fin último o sumo bien, algo

que debe ser querido por sí mismo y no con miras a otra cosa. Este bien o fin último

puede ser la felicidad, el placer, la perfección, la vida eterna, etc. ; en función de este

bien supremo es que se podrá calificar de bueno a aquello que acerque al ser

humano al logro de ese fin y malo, en cambio, será lo que lo aparte. Expresado con

palabras de Aristóteles.

“...el fin común de todas nuestras aspiraciones será el bien, el bien supremo,

¿No debemos creer que, con relación a la que ha de ser regla de la vida humana, el

conocimiento de este fin último tiene que ser de la mayor importancia, y que, a la

manera de los arqueros que apuntan a un blanco bien señalado, estaremos entonces

en mejor situación para cumplir nuestro deber?”

La metáfora del arquero es muy clara: así como el arquero necesita poseer un

blanco para dirigir sus flechas, los seres humanos necesitamos conocer el fin último

al que tienden nuestros actos para darles unidad, coherencia y sentido. Según cual

sea ese bien supremo, la perfección, el placer, etc., es que nos encontraremos a su

vez con distintas éticas de bienes o fines.

Un segundo tipo de ética lo constituyen las éticas formales, cuyo máximo

ejemplo es Kant. En estas éticas no hay un bien o fin último: los conceptos

fundamentales son el de deber y el de obligación. Desde la perspectiva de Kant, la

bondad o maldad moral de un acto no depende de las consecuencias que puede

producir, sino de su naturaleza intrínseca. La calificación del acto depende de la

intención. Con palabras de Kant:

“La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por

su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto: es buena solo

por el querer, es decir, es buena en sí misma”.

Según Kant, ningún contenido externo al acto mismo puede servir como

medida para evaluar el valor del mismo. Las éticas de valores coinciden con las

éticas formales en rechazar la noción de bien supremo o fin último, pues consideran

que lo moral no puede definirse por la persecución de un objeto. Pero las éticas de

valores se diferencian de las éticas formales al señalar un contenido respecto del

cual se juzga la moralidad del acto: esto, que sirve como medida para evaluar el

acto, es precisamente una escala de valores.

En las páginas que siguen estudiaremos estos tres grandes tipos de éticas: la

ética aristotélica de bienes o fines, la ética formal kantiana y la ética de valores en R.

Frondizi y M. Scheler. Presentaremos también dos desarrollos contemporáneos de la

ética; la moral existencialista de J. P. Sartre, y el intento de relacionar la ética y el

psicoanálisis realizado por E. Fromm.

La ética aristotélica

La obra fundamental para estudiar la concepción aristotélica es la Ética a

Nicómaco. Este libro comienza con las siguiente palabras:

“Todas las artes, todas las indagaciones metódicas del espíritu, lo mismo que

todos nuestros actos y todas nuestras determinaciones morales tienen, al parecer,

siempre por mira algún bien que deseamos conseguir por sí mismo; y por esta razón

ha sido exactamente definido el bien cuando se ha dicho que es el objeto de todas

nuestras aspiraciones.

(...) Si en todos nuestros actos hay un fin definitivo que quisiéramos

conseguir por sí mismo, y en su vista aspirar a todo lo demás; y si, por otra parte,

en nuestras determinaciones no podemos remontarnos sin cesar a un nuevo motivo,

lo cual equivaldría a perderse en el infinito y hacer todos nuestros deseos

perfectamente estériles y vanos, es claro que el fin común de todas nuestras

aspiraciones será el bien, el bien supremo, ¿No debemos creer que, con relación a

la que ha de ser regla de la vida humana, el conocimiento de este fin último tiene

que ser de la mayor importancia, y que, a la manera de los arqueros que apuntan a

un blanco bien señalado, estaremos entonces en mejor situación para cumplir

nuestro deber?”.

Aristóteles parte de señalar que el sentido de nuestras acciones es

comprensible a ciertas ocasiones, la acción tiene un fin trascendente a la misma

acción y en otros casos, la finalidad es inmanente. Así, por ejemplo, podemos tomar

las herramientas y componer un artefacto descompuesto o escuchar música

sencillamente porque nos gusta escuchar música. Pero, en cualquier caso, la acción

tiene sentido, piensa Aristóteles, sobre la base de la finalidad. Los fines son

múltiples, pero se subordinan unos a otros, los fines subordinados se constituyen en

medios para fines ulteriores. Así, por ejemplo, la acción de componer un artefacto

tiene por fin lograr que el mismo funcione, pero que el artefacto funcione es un

medio para lograr escuchar música. Pero, piensa Aristóteles, que la cadena de

medios y fines no puede permanecer abierta al infinito sino que debe culminar con

un fin último, algo que sea querido por sí mismo y no por otra cosa. Si la cadena de

medios y fines no se cerrara, todo el querer sería vano. La comparación con el

arquero es muy clara. De inmediato Aristóteles se plantea dos cuestiones:

Si esto es cierto, debemos intentar definir el bien, aunque no sea más que

haciendo de él un sencillo bosquejo, y hacer notar de qué ciencia y de qué arte forma

parte. Los dos temas son entonces: cuál es este fin último y cuál es la disciplina que

los estudia. El resto de este capítulo inicial lo consagra a dilucidar esta segunda

cuestión, dejando para el capítulo siguiente el análisis del fin último. Continúa

Aristóteles:

“Un primer punto, que puede tenerse por evidente, es que el bien se deriva de

la ciencia soberana, de la ciencia más fundamental de todas: y esta es,

precisamente la ciencia soberana, de la ciencia más fundamental de todas, y esta es,

precisamente la ciencia política. Ella es, en efecto, la que determina cuáles son las

ciencias indispensables para la existencia de los Estados, cuáles son las que los

ciudadanos deben aprender, y hasta qué grado deben poseerlas.

Es cierto, por otra parte, que el bien es idéntico para el individuo y para el

Estado. Sin embargo, procurar y garantizar el bien del Estado parece cosa más

acabada y más grande: y si el bien es digno de ser amado, aunque se trate de un

solo ser es, no obstante, más bello, más divino, cuando se aplica a toda una nación,

cuando se aplica a estados enteros”.

Determinar el fin último corresponde, según palabras de Aristóteles a la

Política. ¿Qué debe entenderse por esta palabra? Quizás lo más adecuado sea

considerarla como una especia de filosofía o ciencia social global, es decir, como la

disciplina que se ocupa del conjunto del obrar humano, y como el hombre es para

Aristóteles un ciudadano de la polis, la política es, por excelencia, la ciencia del

obrar humano. Inclusive en este párrafo Aristóteles considera como más importante

procurar el bien del Estado que el del individuo, pero este juicio no lo va a mantener

a lo largo de toda la obra. Sentado entonces que es la política, como ciencia global

de las acciones humanas, la que estudia el fin último corresponde ahora volver a la

cuestión principal: cuál es ese fin último. Dice Aristóteles:

“La palabra que le designa es aceptada por todo el mundo: el vulgo, como

las personas ilustradas, llaman a este bien supremo felicidad y, según esta opinión

común, vivir bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que se dividen

las opiniones es sobre la naturaleza y la esencia de la felicidad, y en este punto el

vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con lo sabios”.

El fin último es indudablemente la felicidad, la palabra griega

correspondiente es eudemonia y puede traducirse también por "buena-fortuna",

"prosperidad" y "bienestar". Evidentemente nadie quiere la felicidad para otra cosa,

sino las otras cosas para ser feliz. Pero en lo que no hay acuerdo es en la naturaleza

de la felicidad, es decir, en qué consiste la felicidad, pues, aún un mismo individuo

puede pensar que la felicidad consiste en diferentes cosas en distintas circunstancias.

Como no puede examinar todas las concepciones de la felicidad examinará las más

importantes, tema al que dedica el resto del capítulo:

“...Las naturalezas vulgares y groseras creen que la felicidad es el placer, y

he aquí por qué sólo aman la vida de los goces materiales. Efectivamente, no hay

más que tres géneros de vida que se puedan particularmente distinguir: la vida de

que acabamos de hablar; después, la vida política o pública; y por último, la vida

contemplativa e intelectual. La mayor parte de los hombres, si hemos de juzgar tales

como se muestran, son verdaderos esclavos que escogen por gusto una vida propia

de brutos, y lo que les da alguna razón y parece justificarles es que los más de los

que están en el Poder sólo se aprovechan de éste para entregarse a excesos dignos

de un Sardanápalo. Por lo contrario, los espíritus distinguidos y verdaderamente

activos ponen la felicidad en la gloria, porque es el fin más habitual de la vida

política. Pero la felicidad comprendida de esta manera es una cosa más superficial

y menos sólida que la que pretendemos buscar aquí. La gloria y los honores

pertenecen más bien a los que los dispensan que al que los recibe, mientras que el

bien, tal como nosotros le proclamamos, es una cosa por completo personal y que

muy difícilmente se puede arrancar al hombre que le posee”.

El tercer genero de vida, después de los dos de que acabamos de hablar, es la

vida contemplativa e intelectual, que estudiaremos luego. Aristóteles pasa revista a

los tres tipos fundamentales de vida y con ello a tres posibles concepciones de la

felicidad: la vida de placer, la vida política y la vida contemplativa. En cuanto a un

tipo de vida, la vida de negocios, cuya finalidad es la riqueza, no la considera en el

mismo nivel que las otras porque considera que las riquezas, el dinero, constituyen

sólo medios para otras cosas, pero no un fin en sí.

Una vida dedicada a la obtención de placer es una vida propia de bestias. Los

que dicen que la felicidad consiste en el placer, aceptan vivir como animales que

sólo aspiran a la satisfacción plena de sus impulsos sensibles. Este es un duro ataque

al hedonismo. Una vida dedicada a la búsqueda de gloria y honores, que tal es el fin

de la vida política, le parece a Aristóteles una vida más elevada; pero tampoco en los

honores puede consistir la felicidad, ya que el bien supremo debe ser "algo propio y

difícil de arrebatar", es decir, algo en lo cual no se dependa de los demás.

El tercer tipo de vida, la vida teorética, no es analizado en este capítulo, con

lo cual nos deja en la incertidumbre respecto de la naturaleza de la felicidad. En el

capítulo cuatro ensaya otra vía para determinar cuáles la naturaleza de la felicidad.

Esta segunda vía es preguntar: "¿cuál es la obra o función propia del hombre?".

Así como para el músico, para el estatuario, para todo artista y, en general

para todos los que producen alguna obra y funcionan de una manera cualquiera, el

bien y la perfección están, al parecer, en la obra especial que realizan; en igual

forma, el hombre debe encontrar el bien en su obra propia (...)

“Vivir es una función común al hombre y a las plantas, y aquí sólo se busca

lo que es exclusivamente especial al hombre: siendo preciso, por tanto, poner

aparte la vida de nutrición y desenvolvimiento. En seguida viene la vida de la

sensibilidad: pero ésta a su vez, se muestra igualmente en otros seres, el caballo, el

buey y, en general, en todo animal, lo mismo que el hombre. Resta pues, la vida

activa del ser dotado de razón. Pero en este ser debe distinguirse la parte que no

hace más que obedecer a la razón y la parte que posee directamente la razón y se

sirve de ella para pensar. Además como esta misma facultad de la razón puede

comprenderse en un doble sentido, es preciso fijarse en que de lo que se trata, sobre

todo, es de la facultad en acción, la cual merece más particularmente el nombre que

llevan ambas. Y así, lo propio del hombre será el acto del hombre conforme a la

razón o, por lo menos, el acto del alma que no puede realizarse sin la razón”·.

El tipo de vida en que consiste la felicidad es la vida activa del ser dotado de

razón. Aquí sí Aristóteles encuentra algo específico y propio del hombre. Lo propio

del ser humano es la actividad que realiza conforme a la razón o por lo menos no

desprovista de razón. En esta actividad es que el hombre encuentra su perfección, su

autorrealización y en esto consiste la felicidad. La vida contemplativa o teorética, la

vida dedicada al conocimiento, que había quedado pendiente de análisis, constituye

el grado culminante de la vida activa del ser dotado de razón. Pero en el ser racional

se pueden distinguir dos partes, la parte directiva, que piensa, o razón propiamente

dicha y la parte directiva y una parte que puede ser dirigida. Estas dos partes

corresponden: la primera a las funciones intelectivas, la segunda a las funciones

sensitivas, es decir, a la razón propiamente dicha y a nuestro ser animal,

respectivamente. Esta distinción va a ser de importancia para distinguir entre las

virtudes intelectuales y las virtudes morales: las primeras corresponderán a la parte

directiva, las segundas a la facultad de desear. En el capítulo II dice Aristóteles:

“La virtud en el hombre nos presenta, asimismo, distinciones fundadas en

esta diferencia; y así entre las virtudes llamamos a unas virtudes intelectuales y a

otras virtudes morales. La sabiduría o la ciencia, el ingenio, la prudencia, son

virtudes intelectuales; la generosidad y la templanza son virtudes morales.

Hablando de la moralidad y el carácter de un hombre, no decimos que es sabio o

ingenioso, mientras que podemos decir que es dulce o que es moderado”.

¿Qué son las virtudes? Son hábitos, modos de obrar constantes que inclinan a

las facultades a obrar de un modo determinado, que las perfeccionan. Así, por

ejemplo, quien posee la virtud de la justicia inclina a su voluntad a darle a cada uno

lo que le es debido. Las virtudes intelectuales perfeccionan la parte directiva del

alma: las virtudes morales, la facultad de desear, moderándola. La realización del

hombre requiere el desarrollo de ambos tipos de virtudes. Todas son importantes,

pero las virtudes intelectuales lo son más porque sólo en el desarrollo acabado de

estas virtudes se encontrará la felicidad. La palabra griega que se traduce por

"virtud" es "areté", que significa "excelencia" o "perfección". Así, por ejemplo, la

"areté" de un caballo es lo que lo hace apto para correr y para montar en él.

Aristóteles entiende las virtudes como perfecciones del carácter y de la inteligencia

del hombre que contribuyen a realizar su esencia.

El libro II de la Ética lo consagra al estudio de la virtud moral. En el capítulo

5 distingue en el alma tres elementos: pasiones, facultades y cualidades adquiridas o

hábitos. Llama pasiones a los sentimientos, como la cólera, por ejemplo. Llama

facultades a las capacidades o potencias que permiten que experimentemos esos

sentimientos, es decir, en nuestro ejemplo, la capacidad para encolerizarnos.

Finalmente, llama cualidades adquiridas o hábitos a las disposiciones con que

encaramos o moldeamos nuestros sentimientos, es decir, en nuestro ejemplo, la

manifestación o no de la cólera, el sentirla en forma excesiva o en forma defectuosa.

Aristóteles dice que no se nos considera ni buenos ni malos por nuestras pasiones o

por nuestras facultades porque no dependen de nuestra voluntad. Pero, en cambio, se

nos considera buenos o malos según las cualidades adquiridas o hábitos porque los

mismos dependen de nosotros. Resumiendo: la calificación moral no puede aplicarse

a lo que nos pasa, sino a lo que hacemos con lo que nos pasa; el modo en que nos

comportamos frente a lo que nos pasa es lo que interesa desde el punto de vista

ético. Las virtudes son, en consecuencia, hábitos; pero debemos precisar qué tipos

de hábitos. En el capítulo 6 de Aristóteles hay una célebre definición de la virtud

moral que transcribimos y analizamos.

“...La virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad,

consistiendo en este medio que hace relación a nosotros y que está regulado por la

razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio”.

Lo primero que dice Aristóteles es que la virtud es un hábito, es decir, un

modo de obrar constante: no posee la virtud de la justicia el que realiza una vez en

su vida un acto justo, sino el que habitualmente realiza actos justos. Esta cualidad

depende de nuestra voluntad, es decir, se ejercita en actos libres; el carácter moral no

se puede manifestar en acciones que no dependen de nuestra voluntad. Consistiendo

en este medio en relación a nosotros, la acción virtuosa se distingue de la viciosa, su

opuesta, porque consiste en un término medio entre dos extremos; uno por exceso y

otro por defecto. Así, la valentía consiste en un término medio entre dos extremos

que son la cobardía, extremo por defecto, y la temeridad, extremos por exceso. Pero

este término medio no es de tipo aritmético esto es lo que Aristóteles quiere decir al

señalar "en relación a nosotros", sino un término medio que depende de las

circunstancias concretas en las que se encuentra el sujeto de la acción. Lo que en

ciertos casos puede ser considerado un exceso, puede en otras circunstancias o para

otras personas ser considerado un defecto. Regulado por la razón en la forma que lo

regularía el hombre verdaderamente sabio, quiere decir bajo el control de la virtud

intelectual que se denomina sabiduría práctica o prudencia.

Para comprender bien esto último debe recordarse que la virtud moral se

aplica a la facultad de desear que no posee la razón por sí misma sino que puede

seguir los dictados de la razón. La virtud moral no es completa en sí misma, se

requiere de la virtud intelectual que se denomina sabiduría práctica o prudencia, que

relaciona principios generales con casos particulares. El término medio aristotélico

significa una crítica tanto al ascetismo, que condena todos los impulsos naturales,

como al naturalismo, que coloca los impulsos naturales por encima de todo. Si la

virtud está en el medio, el vicio está en los extremos. La virtud consiste en el medio,

pero, es un extremo en cuanto a su perfección.

Las virtudes morales son la justicia, la fortaleza y la templanza. Junto con la

prudencia, las tres mencionadas, constituirán las llamadas virtudes cardinales de la

ética de Santo Tomás. En la ética, como en otras partes de la filosofía, la concepción

de Santo Tomas se basa en la obra aristotélica. De esta manera, la ética de

Aristóteles por su influencia sobre la moral cristiana ha tenido una gran importancia

hasta nuestros días.

La ética formal kantiana

Tal como lo señalamos anteriormente, la perspectiva kantiana es radicalmente

distinta de la de cualquier ética de bienes o de fines. La ética de Kant está expuesta

en dos obras que son la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de

1785 y la Crítica de la razón práctica, de 1788. En la exposición que sigue nos

basamos fundamentalmente en la primera de estas obras.

Kant comienza el capítulo 1 de la Fundamentación... con las siguientes

palabras: “Ni en el mundo, ni en general, tampoco fuera del mundo, es posible

pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo

una buena voluntad”.

Lo que Kant quiere decir es que puede haber muchas cosas que sean buenas

como el valor, la decisión, la perseverancia y otras muchas cualidades, pero ninguna

de ellas puede ser llamada buena sin restricción porque cualquiera de estas

cualidades pueden llegar a ser extraordinariamente malas y dañinas si la voluntad

que ha de hacer uso de ellas no es buena. Continúa Kant:

“Estas cualidades son los principios de una buena voluntad, pueden llegar a

ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más

peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que

sin eso pudiera ser considerado”.

Poco más adelante dice Kant: “La buena voluntad no es buena por lo que

efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos

hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma”.

Esto significa que lo valioso es la buena voluntad misma, con independencia

de que alcance o no un buen fin propuesto. La utilidad o la esterilidad no puede

añadir ni quitar nada a ese valor. Lo que interesa es el querer o la intención, claro

que, dice Kant, no como mero deseo sino como el acopio de todos los medios que

están en nuestro poder. A continuación Kant señala su oposición a las éticas que

como la aristotélica enfatizan que la felicidad es el fin último de los actos humanos.

Según él, si el fin último del hombre fuera el logro de la felicidad, la naturaleza no

habría dotado al hombre de razón, pues el instinto es mucho más adecuado para el

logro de este propósito, por el contrario, la razón hace más bien desgraciados a los

hombres. Continúa Kant:

“...como, si embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como

facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la

voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir

una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma,

cosa para la cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza

en la distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera con un sentido de

finalidad”.

Esto quiere decir que la razón práctica, o sea, la razón que puede dirigir a la

voluntad, no tiene por misión que la voluntad quiera algún fin último, como la

felicidad, por ejemplo, sino que la tarea de la razón es producir una voluntad que sea

buena en sí misma con independencia de lo que efectúe o realice.

Cabe preguntar: ¿cuándo, en qué circunstancias una voluntad es buena en sí

misma? Para responder a esta pregunta Kant introduce una noción muy importante

que es la noción de deber. Kant afirma que el valor moral de un acto radica en hacer

el bien no por inclinación sino por deber. Por inclinaciones entiende el conjunto de

tendencias a las que nos impulsa nuestra sensibilidad: el amor, el odio, el orgullo, la

avaricia, el placer, etc. La voluntad es buena en sí misma cuando dejando de lado las

inclinaciones actúa por deber. Con palabras de Kant:

“Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí

misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se

encuentra en el sano entendimiento natural sin que necesite ser enseñado, sino, más

bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de

toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo

lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una

voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones u obstáculos subjetivos, los cuales,

sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo

hacen resaltar y aparecer con mayor claridad”.

Algunos ejemplos que señala el propio Kant aclararán el concepto de deber y

permitirán distinguir entre obrar por deber y obrar conforme al deber.

“...conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una

inmediata inclinación a hacerlo así. Más, por eso mismo, el cuidado angustioso que

la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima

que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conforme al

deber, sí pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin

consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con

ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun

deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por

inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene contenido moral”.

La acción conforme al deber es, entonces, una acción que coincide con lo que

el deber manda, pero que en realidad, no es realizada por deber, sino siguiendo

alguna inclinación. De inmediato Kant analiza el caso de los actos de beneficencia,

señala al respecto que hacer beneficencia es un deber, pero que en realidad, muchas

personas experimentan un cierto regocijo al efectuar la beneficencia, en

consecuencia, obran conforme al deber, siguiendo una inclinación, pero no por

deber. Kant imagina, en cambio, el caso de una persona que por dolor propio no

siente ninguna conmiseración por los demás, si en esas circunstancias, dejando de

lado su insensibilidad, sin seguir ninguna inclinación obrando sólo porque el deber

manda ser benéfico, si entonces ayuda a los demás, este acto es plenamente digno de

estimación moral; pues en el mismo se hace el bien no por inclinación sino por

deber.

Tal como se deja ver, la ética kantiana es extremadamente exigente; sólo el

acto que se realiza por deber y no el que se realiza conforme al deber ha de ser

estimado como moralmente bueno. Aclaremos que Kant no considera malos los

actos que son conforme al deber pero por alguna inclinación, sino que sencillamente

los considera neutros desde el punto de vista de la valoración moral porque, en tanto

obremos por inclinación no somos sujetos morales. En apoyo de sus argumentos

Kant hace referencia al pasaje de la Biblia en el que se señala como un imperativo el

amor al prójimo.

Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se

ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como

inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aún cuando

ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e

invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la

voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la

acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.

Recapitulemos rápidamente lo que hemos dicho hasta ahora. Partimos de

señalar que sólo una buena voluntad merece ser considerada como buena sin

restricción. A continuación dijimos que la voluntad es buena no por lo que efectúe o

realice sino sólo por el querer. Señalamos la oposición de Kant a las éticas que como

la aristotélica enfatizan que la felicidad es el fin de todos los actos humanos. A

continuación dijimos que era tarea de la razón práctica producir una voluntad que

sea buena en sí misma. Y habíamos llegado a la conclusión de que la voluntad es

buena en sí misma cuando obra por deber, diferenciando claramente entre obrar por

deber y obrar conforme al deber. Debemos ahora preguntar ¿qué es, en realidad,

obrar por deber? Kant contesta: “el deber es la necesidad de una acción por respeto

a la ley”.

Esta respuesta puede desconcertar un tanto: ¿a que ley se refiere Kant? ¿en

qué consiste esta ley? Según Kant, la razón es capaz de conocer lo que todo hombre

está obligado a hacer. La razón práctica da a la voluntad una ley suprema capaz de

tornarla buena en sí misma. Esta ley moral universal es la siguiente:

“...yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi

máxima deba convertirse en ley universal”.

¿Y qué quiere decir esto? Sencillamente lo siguiente: que al obrar debemos

guiarnos por máximas que puedan ser universalizables; que nunca nos consideremos

una excepción y que por lo tanto no nos permitamos nosotros mismos aquello que

no le permitiríamos a los demás. Por máxima entiende Kant el principio subjetivo

del querer, por ley, el principio objetivo. La ley moral universal, a la que Kant llama

también imperativo categórico, nos dice que sólo obramos moralmente bien cuando

podemos querer que el principio de nuestro querer se convierta en ley válida para

todos. Algunos ejemplos del propio Kant aclararán la cuestión.

“Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo

apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? [...] Para resolver

de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa

mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo

por satisfecho si mi máxima - salir de apuros por medio de una promesa mentirosa -

debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo

decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en

un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si

bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de

mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería

vano fingir mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi

fingimiento o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda;

por lo tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí

misma.

Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no

necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se

refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que

en el ocurren, bástame preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en

ley universal? si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda

ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en

una legislación universal posible”.

La axiología y las éticas de valores

La axiología es la parte de la filosofía en la que se estudian los valores. Si

bien la filosofía estudia desde la antigüedad algunos valores, como la belleza, por

ejemplo, la constitución de una disciplina filosófica que aborda específicamente la

temática de los valores es un hecho reciente: la axiología data de fines del siglo

pasado. Hasta entonces, los valores habían sido estudiados en diversas áreas: la

estética, la ética o la metafísica. La constitución de la axiología supone el

descubrimiento de caracteres comunes a todos los valores, sean estos éticos,

estéticos, religiosos, etc. A su vez, sobre la base de noción de valor se constituyeron

diversas éticas que tienen en común el hecho de afirmar todas ellas que el obrar

humano debe guiarse sobre la base de preferir ciertos valores y postergar otros. Pero,

antes de entrar en el campo de las éticas axiológicas debemos abordar el estudio de

los valores en general.

¿Que son los valores? Analicemos algunas características de los mismos. En

primer término los valores son entes frente a los cuales los seres humanos no

permanecemos indiferentes, es decir, entes que provocan nuestra adhesión o, por el

contrario, nuestro rechazo.

La segunda característica es la polaridad, los valores se presentan

desdoblados en un valor positivo y un valor negativo, es decir, de a pares. Así, la

belleza se opone a la fealdad; la justicia, la injusticia; a lo agradable, lo

desagradable, etc.

Una tercera característica es la jerarquía. Los valores se distinguen por su

importancia, hay valores que son considerados más altos otros más bajos; se pueden

hablar de una tabla o escala de valores, aunque sea difícil señalar criterios para

construir una que sea generalmente aceptada.

Una distinción que es necesario efectuar desde el principio es la diferencia

entre los bienes y los valores. Un bien es una cosa valiosa; así, por ejemplo: un

cuadro en un bien, porque es una cosa en la que se realiza un valor: la belleza. El

valor es lo que posee la cosa y lo que lo hace un bien. Los valores existen como

cualidades de los bienes; es decir, de un cuadro, de una estatua o de una mujer

predicamos el valor belleza. Pero, más allá de los bienes en los cuales se alojan,

¿tienen los valores algún tipo de existencia?. Algunos filósofos han respondido a

esta pregunta afirmativamente, para ellos, los valores existen de un modo más o

menos semejante a las ideas platónicas.

Risieri Frondizi en un hermoso libro titulado ¿Qué son los valores?, sostiene

que la pregunta fundamental de la axiología es la siguiente:

“¿Tienen las cosas valor porque las deseamos o las deseamos porque tienen

valor? ¿Es el deseo, el agrado o el interés lo que confiere valor a una cosa o por el

contrario, sentimos tales preferencias debido a que dicho objeto posee un valor que

es previo y ajeno a nuestras reacciones psicológicas u orgánicas?. O si prefiere

términos más técnicos y tradicionales: ¿son los valores objetivos o subjetivos?. Tal

planteamiento exige una previa aclaración terminológica que nos impida caer en

una disputatio de nomine. El valor será objetivo si existe independientemente de un

objeto o de una conciencia valorativa; a su vez, será subjetivo si debe su existencia,

su sentido o su validez a creaciones, ya sea fisiológica o psicológica, del sujeto que

valora”.

A continuación presentamos el planteo de un objetivista axiológico: Scheler.

El objetivismo axiológico y la ética de valores de Max Scheler.

Max Scheler: (1874-1928), filósofo alemán, ha defendido una teoría

objetivista del valor, y sobre la base de esta teoría ha elaborado una ética. La obra

más importante referida a esta materia se titula Ética; el primer tomo de esta obra se

publicó en 1913 y el segundo en 1916.

Según Scheler, los valores existen con independencia no sólo de cualquier

sujeto, sino también con independencia de los bienes. La objetividad de los valores

es plena. Lo que, en cambio, es relativo es nuestro conocimiento de ellos. De la

misma manera que la existencia de los objetos físicos o los objetos ideales no

implica que haya un sujeto que los conozca, el mundo de los valores o, por lo

menos, cierta clase de valores o el orden existente entre los mismos, sólo indica que

se trata de "ciegos axiológicos", es decir, de personas incapaces para captar el

mundo de los valores. Dice Scheler:

Al modo como en todo tiempo tenemos la conciencia de saber muchas cosas

sin tenerlas actualmente presentes, y de que hay muchas cosas que es posible saber,

teniendo nosotros simultáneamente la conciencia de que no las sabemos, del mismo

modo también sentimos muchos valores como tales valores conocidos por nosotros

y pertenecientes a nuestro mundo de valores, pero muchos otros infinitamente más

numerosos que existen sin haberlos sentido o sin posibilidad de sentirlos.

Scheler piensa que los valores se nos hacen presentes o los captamos

mediante la percepción sentimental, es decir, a través de una intuición emotiva. Los

valores no son conocidos mediante la inteligencia, sino mediante el sentimiento. En

esto, retoma la idea de Pascal de que hay una lógica del corazón distinta de la lógica

de la inteligencia y que se expresa en el conocido pensamiento: "El corazón tiene

sus razones que la razón no comprende". Scheler entiende que por la pura vía

emocional conocemos los valores. El considerar esta vía podría llevar a pensar que

Scheler concede algo al subjetivismo. Pero esto no es así. Señala nuestro autor:

“El principio de que es propio de la esencia de los valores el estar dados en

un „percibir sentimental de algo‟ no quiere decir tampoco que los valores existen

únicamente en la medida en que son sentidos o pueden ser sentidos. El hecho

fenomenológico precisamente es que en el percibir sentimental de un valor está

dado este mismo valor con distinción de un sentirle”.

Según Scheler, los valores se disponen en una jerarquía objetiva y absoluta,

desde los más bajos hasta los más elevados, constituyendo una tabla de valores. En

el nivel más bajo se encuentran los valores sensibles de lo agradable y lo

desagradable: en el siguiente escalón los valores vitales como la salud y la

enfermedad; el tercer nivel corresponde a los valores espirituales que se dividen en

valores estéticos, valores jurídicos y valores del conocimiento puro de la verdad;

finalmente, el nivel más alto de la escala se adjudica a los valores religiosos.

Esta jerarquía de valores se fundamenta en los siguientes criterios: la

durabilidad, un valor ocupa un lugar más alto cuanto menos efímero o fugaz es; la

divisibilidad, un valor es más elevado cuanto menos fraccionable es; el tercer

criterio es la fundación, es más alto el valor que sirve de fundamento a otro (por

ejemplo, los valores sensibles se apoyan en los valores vitales); la profundidad de la

satisfacción es el cuarto criterio; un quinto y último criterio es la relatividad, el valor

de lo agradable, por ejemplo, es relativo a un ser dotado de sentimientos sensibles.

¿Qué ocurre con los valores éticos? ¿Qué valor ocupan en la escala? Los

valores éticos no integran la tabla, es decir, no ocupan un puesto determinado en la

misma sino que se encuentran relacionados con el conjunto de los valores de la

escala. Lo éticamente bueno reside en preferir un valor positivo a un valor negativo,

y un valor superior frente a un valor inferior.

De esta manera, la ética de Scheler constituye un tipo totalmente distinto de

ética. Desde la perspectiva axiológica, lo bueno no es un bien o fin último; nada se

va a obtener como recompensa por la buena conducta; en esto, Scheler coincide con

la ética formal kantiana. Pero, a diferencia de Kant, la norma no es una mera

fórmula vacía, sino que la norma es una escala de valores, que debe ser respetada.

Por la referencia a un "contenido", los valores, la ética de Scheler se denomina ética

material de los valores.

El carácter relacional del valor: posición de R. Frondizi

En el ya mencionado libro ¿Qué son los valores?, Risieri Frondizi, pensador

argentino contemporáneo, enfrenta la antítesis entre objetivismo y subjetivismo con

una postura propia que tiende a lograr una superación de la oposición. Bien puede

ocurrir que subjetivistas y objetivistas estén errados, que ambas posiciones, siendo

contrarias, sean ambas falsas, y que el valor tenga más bien un carácter relacional.

Con un ejemplo sencillo, el agrado que se experimenta al beber un vaso de cerveza,

muestra el carácter relacional del valor.

Para un subjetivista, todo el valor de la cerveza depende del agrado que

experimento; si por alguna razón, sea fisiológica o psicológica, no siento ningún

agrado, la cerveza no tiene valor. El objetivista, por el contrario, afirmará que el

agrado está ínsito en la cerveza y, si no lo estuviera, ésta no sería agradable. Pero

frente a estos planteamientos extremos, objeta Frondizi:

“...El agrado supone un paladar capaz de traducir las propiedades

fisicoquímicas del objeto en vivencia de agrado; y hasta aquí tienen razón el

subjetivista. Mas se trata de la "traducción" de ciertas propiedades que están en el

objeto y no de la creación y proyección de estados psicológicos. De modo que la

presencia del objeto es indispensable para que exista la valoración”.

Hay entonces dos factores, uno subjetivo y otro objetivo. El sujeto no siempre

valora del mismo modo: las condiciones biológicas o psicológicas en que se

encuentran modifican la reacción del sujeto. También el objeto es complejo: sí se

altera la constitución físico-química de la cerveza, su densidad o su temperatura, la

sensación de agrado será distinta. El valor "agradable" surge de la confluencia de

ambos factores. Frondizi se vale de una comparación para apoyar su tesis de la

confluencia de factores. En el cine percibimos un movimiento aparente de imágenes

producto de la proyección muy veloz de fotografías estáticas. La percepción del

movimiento es producto de una doble contribución, un factor objetivo, las imágenes

estáticas por sí solas no producirían la percepción de movimiento y, por cierto, un

sujeto frente a una pantalla en blanco, tampoco.

Si admitimos, de acuerdo con lo que llevamos dicho, que el valor surge de la

reacción de un sujeto frente a propiedades que se hallan en un objeto, debemos

convenir en que esta relación no se da en un vacío, sino en una situación física y

humana determinada. Esto nos lleva al tema del valor y la situación. Dice Frondizi:

“La situación no es un hecho accesorio o que sirve de mero fondo o

receptáculo a la relación del sujeto con las cualidades objetivas. Afecta a ambos

miembros y, por consiguiente, al tipo de relación que mantienen. De ahí que lo

„bueno‟ puede convertirse en „malo‟ si cambia la situación, como es frecuente en

casos de alimentos y herramientas, y también en acciones de la más diversa índole”.

Los factores que considera Frondizi como constituyentes de una situación con

cinco. En primer lugar el ambiente físico: la temperatura, la presión, el clima afectan

las maneras de comportarse de los hombres y también su escala de valores. En

segundo término, el ambiente cultural, constituido por el marco socio-histórico en el

que se desenvuelve el hombre. Cada forma cultural posee su propio conjunto de

valores. No hay justificación para la pretensión de imponer valores a una cultura

menos fuerte. Un tercer factor es el medio social, que forma parte del ambiente

cultural y que incluye las estructuras políticas, sociales y económicas. El cuarto

factor es el conjunto de necesidades, expectativas, aspiraciones y posibilidades de

cumplirlas; este factor tiene un margen muy amplio pues va desde la escasez de

ciertos productos esenciales hasta las aspiraciones sociales y culturales de una

comunidad. El quinto factor es el temporoespacial, el hecho de que nos encontremos

en un lugar en un momento determinado, por ejemplo, en época de guerra o de paz.

En resumen, dice Frondizi:

“Si se denomina situación al complejo de factores y circunstancias físicas,

sociales, culturales e históricas, sostenemos que los valores tienen existencia y

sentido sólo dentro de una situación concreta y determinada”.

Con estos elementos es posible abordar la cuestión de la jerarquía de los

valores. Al respecto, dice Frondizi:

“La determinación de la altura de un valor debe atender, en primer lugar a

las reacciones del sujeto, sus necesidades, intereses, aspiraciones, preferencias y

demás condiciones fisiológicas, psicológicas y socioculturales. En segundo término

debe tomar en consideración las cualidades del objeto. No basta que alguien

prefiera algo para que se convierta en mejor: es menester que sea "preferible" para

él en esa situación concreta. Dicha cualidad depende, en buena parte, de las

propiedades del objeto. El tercer factor que hay que tomar en consideración para

determinar lo mejor es la situación”.

Estos son los tres criterios que Frondizi piensa que deben tenerse en cuenta

para determinar cuándo un valor es superior a otro. Está claro que él se opone a

hablar de una "tabla de valores" o de un "orden jerárquico" porque sugiere una

jerarquía lineal, vertical e inmutable con la que no está de acuerdo. La conclusión a

la que llega Frondizi es que el acto de valoración, la evaluación, debe tomar en

cuenta estos factores, que tienen un carácter dinámico:

“Debemos suponer todos los factores relevantes que integran la totalidad

dada por la relación del sujeto con el objeto en la situación, y decidir luego,

tomando también en consideración las consecuencias. En otras palabras, la

evaluación requiere el ejercicio pleno de la razón y de la experiencia total, además

de imaginación para prever y responsabilidad para decidir. [...] Una evaluación, lo

mismo que un conocimiento científico o filosófico, sólo puede alcanzar un elevado

grado de probabilidad. De ahí que esté siempre abierta a la rectificación y al

perfeccionamiento. Quienes prometen verdades absolutas y definitivas se basan en

dogmas o en pretendidas formas de captación que comparten unos pocos

privilegiados. O responden a una ingenua y anticuada actitud frente al

conocimiento y la evaluación.

La falta de verdades absolutas no debe inducirnos a un escepticismo

desesperado o a un relativismo indiferente. La complejidad del problema no permite

resolverlo con recetas simplistas. Si es difícil una decisión jurídica, donde las

normas de fondo y de procedimientos están escritas, ¿cómo se puede esperar que

sea sencilla una evaluación moral o estética, o se pueda decidir con la balanza

grosera de un mercader o un dogmático?”.

Por supuesto que, al igual que en otros campos de la filosofía, las discusiones

en la axiología contemporánea continúan con gran ímpetu.

Algunos desarrollos contemporáneos en el terreno de la ética

En nuestra época los estudios de ética se han desarrollado en variadas

direcciones. A continuación, señalamos dos de estos caminos: la vinculación de la

ética con el psicoanálisis propuesta por el alemán Erich Fromm y la ética

existencialista del francés Jean P. Sartre.

La ética y el psicoanálisis

Una de las direcciones en las que se han encaminado las investigaciones

éticas contemporáneas es la de vincular a la ética con el psicoanálisis. La idea básica

es la siguiente: la ética siempre ha dependido de las ideas antropológicas

prevalecientes, en nuestra época; el psicoanálisis ha revolucionado el conocimiento

del hombre; en consecuencia, es posible y necesario elaborar una ética que tome en

cuenta el aporte de la teoría psicoanalítica. Esta es la dirección tomada por Erich

Fromm en su libro Ética y psicoanálisis, publicado en 1947, Fromm constata que:

“Ha habido pocos intentos, tanto desde el campo filosófico como desde el

psicológico, de aplicar los hallazgos del psicoanálisis al desarrollo de la teoría

ética; hecho tanto más sorprendente cuanto que la teoría psicoanalítica ha

aportado contribuciones que son de particular relieve para la ética”.

Quizás una de las contribuciones más importantes del psicoanálisis, fundado

por Sigmund Freud a fines del siglo pasado, sea que no estudia aspectos aislados del

hombre, sino su personalidad total. Mediante el análisis de los sueños, de los actos

fallidos, asociación libre, etc., logró acceder a zonas de la personalidad que no

hubieran podido ser observadas de otra manera. La vieja psicología de la conciencia

y de las facultades divorciadas (inteligencia, memoria, voluntad, etc.) fue superada

por una teoría que, ahondando en las motivaciones inconscientes, logró un cuadro

global del psiquismo humano. Continúa Fromm:

“Freud se interesó, al comienzo de sus estudios, principalmente por los

síntomas neuróticos, pero a medida que avanzó el psicoanálisis, se hizo más

evidente que un síntoma neurótico puede comprenderse únicamente comprendiendo

la estructura del carácter en el cual está incrustado. El carácter neurótico, más que

el síntoma, llegó a ser el objeto principal de la teoría y terapéutica psicoanalíticas.

En la prosecución de su estudio del carácter neurótico, Freud estableció nuevos

fundamentos para una ciencia del carácter (Caracterología), fundamentos que

durante los últimos siglos fueron menospreciados por la psicología y dejados para

los novelistas y los comediógrafos”.

Este estudio del carácter es considerado por Fromm como de fundamental

importancia, porque la atribución de virtudes y vicios a una persona es ambigua si

no se comprenden en relación con la estructura del carácter de esa persona. Una

virtud, considerada aisladamente de la estructura del carácter, puede, en realidad,

carecer de todo valor; así, por ejemplo, la humildad que nace del temor difícilmente

pueda ser considerada una virtud. Estudiar vicios y virtudes como rasgos aislados

puede conducir a serios errores en materia moral. Por el contrario, dice Fromm:

“El carácter virtuoso o vicioso, más que las virtudes o los vicios aislados, son

el verdadero objeto de la investigación ética”.

Otro concepto psicoanalítico que es importante para la ética es el de

motivación inconsciente. Tantas veces a lo largo de la historia de la ética se juzgó

que lo realmente importante era la intención, que una teoría que echa luz sobre las

motivaciones más profundas de la conducta humana no puede dejar de ejercer

influencia sobre la ética.

No obstante lo señalado, las referencias a la ética y los aportes a la ética

procedentes del psicoanálisis y de Freud en particular son escasos y confusos, en

buena medida porque Freud adhirió a teorías relativistas en materia moral, pero,

aunque no explícita, sí implícitamente hay una ética no relativista en Freud. Este

ideal ético freudiano se puede sintetizar en la siguiente fórmula "virtud = Salud".

Fromm lo expresa así: “La caracterología de Freud implica que la virtud es

el fin natural del desarrollo del hombre. Este desarrollo puede ser obstruido por

circunstancias específicas y generalmente externas y puede así ocasionar la

formación de carácter neurótico. El crecimiento normal, no obstante, producirá el

carácter maduro, independiente y productivo, capaz de amar y de trabajar; para

Freud, en último análisis, salud y virtud son lo mismo”.

La moral existencialista de J. P. Sartre

Puede decirse sin temor a equivocarse que la gran preocupación que recorre

toda la obra del francés Jean P. Sartre es la cuestión de la acción humana. Los

personajes de sus novelas y de sus obras teatrales son seres humanos que

constantemente deben tomas decisiones y actuar. La breve conferencia, editada con

el título El existencialismo es un humanismo, del año 1945, constituye, en realidad,

en toda su integridad, un esbozo de ética existencialista. De ella hemos extraído y

comentado algunos párrafos. Afirma Sartre:

“El primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo

que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando

decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el

hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de

todos los hombres [...]. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que

cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al

elegirse elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que

al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del

hombre tal como consideramos que debe ser”.

El punto de partida es señalar que cada hombre es plena y totalmente

responsable de sus actos; pero, al elegir actuar de una manera, elijo para toda la

humanidad. Si, por ejemplo, elijo casarme y tener hijos, estoy eligiendo un tipo de

vida, una serie de actos, pero ésa, mi decisión, encamina a la humanidad toda por

una determinada senda. Al decidir luchar contra una dictadura o someterme a ella,

estoy, en mi elección, eligiendo lo que debería hacer la humanidad toda. A partir de

aquí pasa a tratar algunos conceptos caros al existencialismo como los de angustia,

desamparo y desesperación.

“El existencialista puede declarar que el hombre es angustia. Esto significa

que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige

ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la

humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda

responsabilidad. Ciertamente hay muchos que no están angustiados, pero nosotros

pretendemos que se enmascaran su propia angustia, que la huyen; en verdad,

muchos creen al obrar que sólo se comprometen a sí mismos, y cuando se les dice:

¿pero si todo el mundo procediera así? se encogen de hombros y contestan: no todo

el mundo procede así. Pero en verdad hay que preguntarse siempre: ¿qué sucedería

si todo el mundo hiciera lo mismo ? [...] Todo ocurre como si, para todo hombre,

toda la humanidad tuviera los ojos fijos en lo que hace y se ajustara a lo que hace”.

La angustia procede entonces de la responsabilidad del ser humano ante cada

elección. No es una angustia que conduzca a la inacción. No nos impide actuar; por

el contrario, forma parte de la acción misma. Por lo que se refiere al desamparo, este

concepto sólo quiere decir que el hombre está solo, que Dios no existe y que de este

hecho hay que sacar todas las consecuencias, que corresponde al hombre y sólo al

hombre decidir sobre su vida. Por lo que se refiere a la desesperación, quiere decir

que el existencialista no espera cosa alguna que no dependa de su voluntad.

Continúa Sartre:

“El quietismo es la actitud de la gente que dice: los demás pueden hacer lo

que yo no puedo. La doctrina que yo les presento es justamente lo opuesto al

quietismo, porque declara; sólo hay realidad en la acción; y va más lejos todavía,

porque agrega: el hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la

medida en que se realiza, no es por lo tanto más que el conjunto de sus actos, nada

más que su vida”.

De acuerdo con esta doctrina un hombre es el conjunto de sus actos, no el

conjunto de sus potencias. Sartre no acepta las excusas que señalan la

responsabilidad de las circunstancias, no acepta que se diga: "las circunstancias han

estado contra mí ; yo valía mucho más de lo que he sido". El cobarde es responsable

de su cobardía y queda definido no por un temperamento cobarde sino por el acto

que realiza. Afirma entonces Sartre:

“Ustedes ven que el existencialismo no puede ser considerado como una

filosofía de quietismo, puesto que define al hombre por la acción; ni como una

descripción pesimista del hombre: no hay doctrina más optimista, puesto que el

destino del hombre está en él mismo; ni como una tentativa para descorazonar al

hombre alejándolo de la acción, puesto que le dice que sólo hay esperanza en su

acción, y que la única cosa que permite vivir al hombre es el acto. En consecuencia,

en este plano, tenemos que vérnosla con una moral de acción y de compromiso”.

Sin la ayuda de Dios, sin invocar ninguna forma de determinismo,

corresponde al hombre, en libertad, construir su propia moral.