Textos literarios de la Edad Media al XIX

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1 POESÍA LÍRICA TRADICIONAL Vayse meu corachón de mib. ya Rab, ¿si me tornarád? ¡Tan mal meu doler li-l-habib! Enfermo yed, ¿cuánd sanarád? Mi corazón se me va de mí. Oh Dios, ¿acaso se me tornará? ¡Tan fuerte mi dolor por el amado! Enfermo está, ¿cuándo sanará? Ai ondas que eu vin veer, se me saberedes dizer por que tarda meu amigo sen min? Ai ondas que eu vin mirar se me saberedes contar por que tarda meu amado sen min? Ay, olas que vine a ver, si me supiérais decir ¿por qué tarda mi amigo sin mí? Ay, olas que vine a mirar si me supiérais contar ¿por qué tarda mi amado sin mí? Garid vos, ¡ay yermanielas!, ¿cóm’contenir el mio male? Sin el habib non vivreyo: ¿ad ob l’irey demandare? Decidme, ¡ay hermanitas!, ¿cómo contener mi mal? Sin el amado no viviré: ¡adónde iré a buscarlo? Caballero, queráisme dejar, que me dirán mal. ¡Oh qué mañanica, mañana , la mañana de San Juan, cuando la niña y el caballero ambos se iban a bañar! Caballero, queráisme dejar, que me dirán mal. ¿Agora que sé de amor me metéis monja? ¡Ay Dios, qué grave cosa! ¿Agora que sé de amor de caballero, ¿agora me metéis monja en el monasterio? ¡Ay Dios, qué grave cosa! Enviárame mi madre por agua a la fonte fría: vengo del amor ferida. Desde niña me casaron por amores que no amé: mal casadita me llamaré. Soltáronse mis cabellos, madre mía. ¡Ay, con qué me los prendería! Soy casada y vivo en pena: ¡ojalá fuera soltera! Ya cantan los gallos amor mío y vete; cata que amanece. Vete, alma mía, más tarde no esperes, no descubra el día los nuestros placeres. Cata que los gallos, según me parece, dicen que amanece. Si la noche se hace escura y tan corto es el camino, ¿cómo no venís amigo? La media noche es pasada y el que me pena no viene: mi desdicha lo detiene, ¡qué nascí tan desdichada! Háceme venir penada y muéstraseme enemigo. ¿Como no venís amigo? Dentro en el vergel moriré; dentro en el rosal matarme han. Yo me iba, mi madre, las rosas coger; hallé mis amores dentro en el vergel. Dentro en el rosal matarme han. Por el montecillo sola ¿cómo iré? ¡Ay, Dios!, ¿si me perderé? Malferida iba la garza enamorada: Sola va y gritos daba. Donde la garza hace su nido, ribericas de aquel río, sola va y gritos daba. Por una vez que mis ojos alcé dicen que yo lo maté. Ansí vaya madre, virgo a la veguilla, como al caballero no le di herida. Por una vez que mis ojos alcé dicen que yo lo maté. Salga la luna, el caballero salga la luna, y vámonos luego. Caballero aventurero, salga la luna por entero, salga la luna, y vámonos luego. Salga la luna, el caballero, salga la luna, y vámonos luego. Al alba venid, buen amigo, al alba venid. Amigo el que yo más quería, venid al alba del día. Amigo el que yo más amaba venid a la luz del alba. Venid a la luz del alba, non traigáis compañía. Venid a la luz del alba, no traigáis gran compaña. Entra mayo y sale abril: ¡tan garridico le vi venir! Entra mayo con sus flores, sale abril con sus amores, y los dulces amadores comiencen a bien servir. EDAD MEDIA

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1

POESÍA LÍRICA TRADICIONAL

Vayse meu corachón de mib.

ya Rab, ¿si me tornarád?

¡Tan mal meu doler li-l-habib!

Enfermo yed, ¿cuánd sanarád?

Mi corazón se me va de mí. Oh Dios, ¿acaso se me tornará?

¡Tan fuerte mi dolor por el amado! Enfermo está, ¿cuándo sanará?

Ai ondas que eu vin veer,

se me saberedes dizer

por que tarda meu amigo

sen min? Ai ondas que eu vin mirar

se me saberedes contar

por que tarda meu amado

sen min?

Ay, olas que vine a ver,

si me supiérais decir ¿por qué tarda mi amigo

sin mí?

Ay, olas que vine a mirar si me supiérais contar

¿por qué tarda mi amado sin mí?

Garid vos, ¡ay yermanielas!,

¿cóm’contenir el mio male?

Sin el habib non vivreyo:

¿ad ob l’irey demandare?

Decidme, ¡ay hermanitas!,

¿cómo contener mi mal?

Sin el amado no viviré: ¡adónde iré a buscarlo?

Caballero, queráisme dejar,

que me dirán mal.

¡Oh qué mañanica, mañana ,

la mañana de San Juan,

cuando la niña y el caballero

ambos se iban a bañar!

Caballero, queráisme dejar,

que me dirán mal.

¿Agora que sé de amor

me metéis monja?

¡Ay Dios, qué grave cosa!

¿Agora que sé de amor

de caballero,

¿agora me metéis monja

en el monasterio?

¡Ay Dios, qué grave cosa!

Enviárame mi madre

por agua a la fonte fría:

vengo del amor ferida.

Desde niña me casaron

por amores que no amé:

mal casadita me llamaré.

Soltáronse mis cabellos,

madre mía.

¡Ay, con qué me los

prendería!

Soy casada y vivo en pena:

¡ojalá fuera soltera!

Ya cantan los gallos

amor mío y vete;

cata que amanece.

Vete, alma mía,

más tarde no esperes,

no descubra el día

los nuestros placeres.

Cata que los gallos,

según me parece,

dicen que amanece.

Si la noche se hace escura

y tan corto es el camino,

¿cómo no venís amigo?

La media noche es pasada

y el que me pena no viene:

mi desdicha lo detiene,

¡qué nascí tan desdichada!

Háceme venir penada

y muéstraseme enemigo.

¿Como no venís amigo?

Dentro en el vergel

moriré;

dentro en el rosal

matarme han.

Yo me iba, mi madre,

las rosas coger;

hallé mis amores

dentro en el vergel.

Dentro en el rosal

matarme han.

Por el montecillo sola

¿cómo iré?

¡Ay, Dios!, ¿si me perderé?

Malferida iba la garza

enamorada:

Sola va y gritos daba.

Donde la garza hace su nido,

ribericas de aquel río,

sola va y gritos daba.

Por una vez que mis ojos alcé

dicen que yo lo maté.

Ansí vaya madre,

virgo a la veguilla,

como al caballero

no le di herida.

Por una vez que mis ojos alcé

dicen que yo lo maté.

Salga la luna, el caballero

salga la luna, y vámonos luego.

Caballero aventurero,

salga la luna por entero,

salga la luna, y vámonos luego.

Salga la luna, el caballero,

salga la luna, y vámonos luego.

Al alba venid, buen amigo,

al alba venid.

Amigo el que yo más quería,

venid al alba del día.

Amigo el que yo más amaba,

venid a la luz del alba.

Venid a la luz del alba,

non traigáis compañía.

Venid a la luz del alba,

no traigáis gran compaña.

Entra mayo y sale abril:

¡tan garridico le vi venir!

Entra mayo con sus flores,

sale abril con sus amores,

y los dulces amadores

comiencen a bien servir.

EDAD MEDIA

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POEMA DE MÍO CID

Cantar del destierro

[Las crónicas históricas narran que el Cid, que servía al rey Alfonso VI, fue atacado por el conde García

Ordóñez, un gran amigo del rey. El Cid no pudo dejar sin vengarse el ataque y venció al conde, insultando su

honor: le mesó la barba. García Ordóñez se puso furioso y le habló mal del Cid al rey. El rey desterró al Cid.

El poema comienza en el momento de salir de Burgos.]

Con sus ojos muy fuertemente llorando

tornaba la cabeza y estábalos mirando:

vio las puertas abiertas, los postigos sin candado,

las perchas vacías sin pieles y sin mantos

y sin halcones y sin azores mudados.

Suspiró mío Cid triste y apesadumbrado.

Habló mío Cid y dijo resignado:

«¡Loor a ti, señor Padre, que estás en lo alto!

Esto me han urdido mis enemigos malos».

Ya cabalgan aprisa, ya aflojan las riendas.

Al salir de Vivar, tuvieron la corneja diestra,

y entrando en Burgos, tuviéronla siniestra.

El Cid se encogió de hombros y meneó la cabeza:

«¡Albricias, Álvar Fáñez, que si ahora nos destierran

con muy gran honra tornaremos a Castiella!»

Mío Cid Ruy Díaz por Burgos entróve,

van en su compañía sesenta pendones;

salen a verlo mujeres y varones,

burgueses y burguesas a las ventanas se ponen,

llorando de los ojos, ¡tan grande era su dolor!

De las sus bocas todos decían una razón

«¡Dios, qué buen vasallo, si tuviese buen señor!»

Le hospedarían con gusto, pero ninguno osaba:

que el rey don Alfonso le tenía gran saña.

Antes de la noche en Burgos entró su carta

con gran mandamiento y fuertemente sellada

que a mío Cid Ruy Díaz que nadie le diese posada

y aquellos que se la diesen supiesen vera palabra

que perderían sus bienes y además los ojos de la cara,

y aun además los cuerpos y las almas.

Grande duelo tenían las gentes cristianas;

se esconden de mío Cid, que no osan decirle nada.

El Campeador se dirigió a su posada;

cuando llegó a la puerta, la halló bien cerrada,

por miedo del rey Alfonso, así ellos acordaran:

que a menos que la rompiese, no se la abrirían por nada.

Los de mío Cid a altas voces llaman,

los de dentro no les querían responder palabra.

Aguijó mío Cid, a la puerta se llegaba,

sacó el pie del estribo, un fuerte golpe daba;

no se abre la puerta, que estaba bien cerrada.

Una niña de nueve años a mío Cid se acercaba:

«Ya Campeador, en buen hora ceñiste espada

«El rey lo ha vedado, anoche entró su carta,

«con gran mandamiento y fuertemente sellada.

«No os osaríamos abrir ni acoger por nada;

“corneja diestra ... siniestra”:

ver una corneja la derecha

(diestra) significaba buena

fortuna; a la izquierda

(siniestra) indicaba mala

fortuna.

entróve: entró

razón: palabra

saña: enojo, odio

fuertemente sellada: enviada por el rey

con intenciones severas

supiesen vera palabra: no debieran

dudar

acordaran: habían acordado

la rompiese: rompiese la puerta

aguijar: espolear, incitar (un caballo)

ceñiste: te pusiste

vedado: prohibido

glera: ribera del río

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«si no, perderíamos los bienes y las casas,

«y aún además los ojos de las caras.

«Cid, en nuestro mal vos no ganáis nada;

mas el Creador os guarde con todas sus virtudes santas».

Esto la niña dijo y tornó para su casa.

Ya lo ve el Cid que del rey no esperaba gracia.

Partióse de la puerta, por Burgos aguijaba,

llegó a Santa María, luego descabalga;

hincó las rodillas, de corazón rogaba.

La oración hecha, luego cabalgaba;

salió por la puerta, el río Arlanzón pasaba.

Junto a la villa de Burgos en la glera acampaba,

mandó plantar las tiendas, después descabalgaba.

Mío Cid Ruy Díaz, el que en buen hora ciñó espada,

acampó en la glera que nadie le abre su casa;

están junto a él los fieles que le acompañan.

Así acampó mío Cid como si fuese en montaña.

[El Cid pasa por San Pedro de Cardeña para despedirse de su mujer, doña Jimena, y a sus hijas, doña Elvira

y doña Sol.]

He aquí a doña Jimena que con sus hijas va llegando;

dos dueñas las traen a ambas en sus brazos.

Ante el Campeador doña Jimena las rodillas ha hincado.

Lloraba de los ojos, quiso besarle las manos:

«¡Ya Campeador, en hora buena engendrado,

«por malos intrigantes de Castilla sois echado! »

«Ay, mi señor, barba tan cumplida,

«aquí estamos ante vos yo y vuestras hijas,

«(muy niñas son y de pocos días),

«con estas mis damas de quien soy yo servida.

«Ya lo veo que estáis de partida,

«y nosotras y vos nos separamos en vida.

«¡Dadnos consejo, por amor de Santa María!»

Alargó las manos el de la barba bellida,

a las sus hijas en brazos las cogía,

acercólas al corazón que mucho las quería.

Llora de los ojos, muy fuertemente suspira:

« Ay, doña Jimena, mi mujer muy querida,

«como a mi propia alma así tanto os quería.

«Ya lo veis que nos separan en vida,

«yo parto y vos quedáis sin mi compañía.

«Quiera Dios y Santa María,

«que aún con mis manos case estas mis hijas,

«y vos, mujer honrada, de mí seáis servida».

Por Castilla se va oyendo el pregón,

cómo se va de tierra mío Cid el Campeador;

unos dejan casas y otros, honor.

En ese día en el puente de Arlanzón

ciento quince caballeros todos juntados son;

todos demandan por mío Cid el Campeador.

[Ya llega el momento de salir de su tierra. El Cid les habla a sus hombres.]

barba tan cumplida: referencia al

poder del Cid y al respeto que

se le debe

bellida: bella

honor: aquí, tierras y haciendas

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El día es salido, la noche quería entrar,

a sus caballeros mandólos todos juntar:

«Oíd, varones, no os dé pesar;

«poco dinero traigo, vuestra parte os quiero dar.

«Tened en cuenta cómo os debéis comportar:

«mañana temprano cuando los gallos cantarán,

«no perdáis tiempo, los caballos ensillad;

«en San Pedro, a maitines tañerá el buen abad,

«nos dirá la misa de Santa Trinidad;

«dicha la misa, tendremos que cabalgar,

«pues el plazo se acerca y mucho hemos de andar».

Como lo manda mío Cid así todos lo harán.

Hecha la oración, la misa acabada ya,

salieron de la iglesia, ya quieren cabalgar.

El Cid a doña Jimena la iba a abrazar;

doña Jimena al Cid la mano le va a besar,

llorando de los ojos que ya no puede más.

Y él a las niñas volviólas a mirar:

«A Dios os encomiendo, nuestro Padre espiritual,

«ahora nos separamos, ¡Dios sabe el ajuntar!

Llorando de los ojos con un dolor tan grande,

así se separan como la uña de la carne.

Se acostó mío Cid cuando la noche llegó,

soñó un sueño dulce, ¡qué bien que durmió!

El ángel Gabriel a él vino en visión:

«Cabalgad, Cid, el buen Campeador,

«que nunca en tan buen hora cabalgó varón;

«mientras que vivieseis tendréis buen honor».

Cuando despertó el Cid, la cara se santiguó.

[El Cid y sus hombres entran el reino moro de Toledo, un rey tributario del rey Alfonso. El Cid va rumbo a

Castejón mientras Álvar Fáñez y otros hombres pasan por Guadalajara. El Cid llega a Castejón.]

Ya amanecía y venía la mañana,

salía el sol, ¡Dios, qué hermoso apuntaba!

En Castejón todos se levantaban,

abren las puertas, afuera se mostraban,

para ir a sus labores y a sus campos de labranza.

Todos han salido dejan libre la entrada,

sólo pocas gentes en Castejón quedaban;

las gentes por los campos andan ocupadas.

El Campeador salió de la celada,

en torno a Castejón aprisa cabalgaba,

Mío Cid don Rodrigo corre hacia la entrada,

los que guardan la puerta viéndola asaltada,

tuvieron miedo y la dejan desamparada.

Mío Cid Ruy Díaz por las puertas entraba,

trae en la mano desnuda la espada,

quince moros mataba de los que alcanzaba.

Ganó a Castejón y mucho oro y plata.

Sus caballeros llegan con la ganancia,

la dejan a mío Cid sin querer para sí nada.

a maitines tañerá: se doblarán las

campañas para llamar a la gente a la

iglesia

ajuntar: el momento de reunirse otra vez

salió de la celada: salió de donde estaba

escondido

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[Álvar Fáñez vuelve de Guadalajara con la riqueza que ganó (ovejas, caballos, etc.). El Cid comparte el

tesoro con sus hombres. El Cid decide abandonar Castejón porque no quiere ser atacado por el rey Alfonso.

Para mostrar su generosidad, el Cid libera a 200 moros que había cautivado.]

«Del castillo que tomaron todos ricos se van;

los moros y las moras bendiciéndole están».

[El Cid decide atacar Alcocer. El rey de Valencia, que controla Alcocer, manda un ejército de 3.000

hombres para reconquistar la ciudad. Los moros cercan al Cid y le quitan el agua. Antes de la batalla, el Cid

consulta a su mesnada sus hombres.]

Al cabo de tres semanas, cuando la cuarta iba a entrar,

mío Cid de los suyos se quiso aconsejar:

«El agua nos han quitado, nos va a faltar el pan,

«si quisiéramos irnos de noche no lo consentirán;

«son demasiadas sus fuerzas para con ellos luchar;

«decidme, caballeros, qué consejo tomar».

Primero habló Minaya, un caballero leal:

«de Castilla la gentil hemos venido acá,

«si con moros no luchamos no ganaremos el pan.

«Somos unos seiscientos, acaso alguno más;

«en el nombre del Criador que no se haga más;

sino irlos a combatir mañana sin tardar».

Dijo el Campeador: «ése es buen hablar;

hablasteis como honrado, como era de esperar».

[Se preparan para el ataque y, al amanecer, el Cid manda que todos salgan a la batalla. El Cid entrega su

enseña a Pero Bermúdez para que la lleve.]

Abrieron las puertas, afuera salen ya;

los ven las avanzadas, a sus huestes van a avisar.

¡Con qué prisa los moros se comienzan a armar;

ante el ruido de los tambores la tierra quería quebrar;

vierais armarse a los moros, aprisa entrar en haz

En la parte de los moros dos grandes enseñas van,

y los otros pendones, ¿quién los podría contar?

Las haces de los moros comienzan a avanzar

hacia mío Cid y los suyos, para irlos a atacar.

«Estad quietas, mesnadas, aquí en este lugar,

«nadie salga de filas hasta que lo oigáis mandar».

Aquel Per Bermúdez no se pudo aguantar;

la enseña tiene en la mano, comenzó a espolear:

«¡El Criador nos valga, Cid Campeador leal!

«Voy a meter vuestra enseña en medio del mayor haz;

«veremos estos caballeros cómo la protegerán».

Dijo el Campeador: «¡No lo hagáis, por caridad»

Repuso Per Bermúdez: «¡Ya veréis como se hará!»

Espoleó al caballo, lo metió en mayor haz.

Los moros lo reciben, la enseña vanle a quitar,

le dan grandes golpes no le pueden derribar.

Dijo el Campeador: «¡Valedle, por caridad!»

Embrazan los escudos ante sus corazones,

enristran las lanzas, envueltos los pendones,

inclinaron las caras encima de los arzones,

íbanlos a atacar con fuertes corazones.

A grandes voces llama el que en buena hora nació:

«¡Atacadlos, caballeros, por amor del Criador!

«¡Yo soy Ruy Díaz de Vivar, el Cid Campeador!»

Todos atacan al haz donde está Per Bermudoz.

Trescientas lanzas son, todas llevan pendón;

trescientos moros matan al primer empujón,

avanzadas: hombres moros que

vigilaban la tierra

haz: formación para la batalla

enseña: bandera

mesnada: tropa

espolear: incitar al caballo

enristran: bajan

pendones: banderas o estandartes

arzón: parte de la silla

hacer la tornada: virar para atacar

desde la dirección opuesta

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y al hacer la tornada otros tantos muertos son.

Allí vierais tantas lanzas subir y bajar,

tanta adarga horadar y pasar,

tanta loriga romper y rajar,

tantos pendones blancos rojos de sangre quedar,

tantos buenos caballos sin sus dueños andar.

Oyerais a unos, «¡Mahoma!»; a otros, «¡Santiago!» gritar.

Yacían por el campo en poco lugar

mil y trescientos moros muertos, ya.

[Los hombres del Cid vencen a los moros y los persiguen hasta Calatayud. Los hombres del Cid ganan

muchos tesoros en la conquista y envían parte de su riqueza al rey Alfonso. El rey acepta el regalo y

proclama que los que quieran pueden juntarse con el Cid, pero todavía mantiene en efecto el destierro. El

Cid continúa sus hazañas en Zaragoza y termina por dominar el reino de Zaragoza. Hacia el final del cantar,

el Cid decide ir a tierras bajo la protección de Barcelona, pero el Conde de Barcelona se siente insultado y

ataca al Cid. El Cid vence al Conde y gana la espada Colada. En el segundo Cantar, el Cid continúa sus

campañas militares y conquista Valencia. Todos sus hombres ya son muy ricos. Como símbolo de su honor, el

Cid deja crecer su barba. El éxito del Cid provoca que los Infantes de Carrión, codiciosos, piensen en

casarse con sus hijas. Jimena y las hijas se reunieron con el Cid en Valencia. El Rey Alfonso perdona al Cid y

propone el matrimonio entre sus hijas y los Infantes. Al Cid no le gusta la idea pero acepta, ya que es el

Rey quien propone estos casamientos.]

Cantar de la afrenta de Corpes

[Los Infantes se han casado con las hijas del Cid y viven con sus hombres. Un día, un león que tenían se

escapó de su jaula.]

En Valencia estaba el Cid y los que con él son;

con él están sus yernos, los infantes de Carrión.

Echado en un escaño, dormía el Campeador,

cuando algo inesperado de pronto sucedió:

salió de la jaula y desatóse el león.

Por toda la corte un gran miedo corrió;

embrazan sus mantos los del Campeador

y cercan el escaño protegiendo a su señor.

Fernando González, infante de Carrión,

no halló dónde ocultarse, escondite no vio;

al fin, bajo el escaño, temblando, se metió.

Diego González por la puerta salió,

diciendo a grandes voces: «¡No veré Carrión!»

Tras la viga de un lagar se metió con gran pavor;

la túnica y el manto todo sucios los sacó.

En esto despertó el que en buen hora nació;

a sus buenos varones cercando el escaño vio:

«¿Qué es esto, caballeros? ¿ Qué es lo que queréis vos?»

«¡Ay, señor honrado, un susto nos dio el león».

Mío Cid se ha incorporado, en pie se levantó,

el manto trae al cuello, se fue para el león;

el león, al ver al Cid, tanto se atemorizó

que, bajando la cabeza, ante mío Cid se humilló.

Mío Cid don Rodrigo del cuello lo cogió,

lo lleva por la melena, en su jaula lo metió.

Maravillados están todos lo que con él son;

lleno de asombro, al palacio todo el mundo se tornó.

Mío Cid por sus yernos preguntó y no los halló;

aunque los está llamando, ninguno le respondió.

adarga: escudo de cuero

horadar: agujerear, atravesar de parte

a parte

loriga: arma para defender el cuerpo,

cota de mallas

rajar: romper

Santiago: santo patrón a quien los

cristianos dedicaban sus batallas

escaño: banco

viga: soporte de madera; tronco

lagar: máquina para hacer exprimir el

jugo de la uva para hacer vino

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Cuando los encontraron pálidos venían los dos;

del miedo de los Infantes todo el mundo se burló.

Prohibió aquellas burlas mío Cid el Campeador.

Quedaron avergonzados los infantes de Carrión.

¡Grandemente les pesa esto que les sucedió!

[El rey de Marruecos ataca Valencia. Los hombres del Cid salen victoriosos y el Cid gana otra espada,

Tizona (o Tizón). Pero los Infantes de Carrión otra vez prueban su cobardía. Se sienten humillados y

conciben un plan para vengarse del Cid y de sus hombres. Piden permiso al Cid para llevar a sus mujeres a

Carrión. El Cid se lo permite, pero también les pide que pasen por tierras del rey Abengalbón para pedirle

protección durante su viaje. Los Infantes, codiciosos de la riqueza del moro, conspiran para matarlo.

Afortunadamente se descubre su plan. Llegan los Infantes al robledo de Corpes.]

En el robledo de Corpes entraron los de Carrión,

los robles tocan las nubes, ¡tan altas las ramas son!

Las bestias fieras andan alrededor.

Hallaron una fuente en un vergel en flor;

mandaron plantar la tienda los infantes de Carrión,

allí pasaron la noche con cuantos con ellos son;

con sus mujeres en brazos demuéstranles amor;

¡mal amor les mostraron en cuanto salió el sol!

[Mandan adelantarse a todos, y se quedan ellos solos con sus esposas.]

Todos se habían ido, ellos cuatro solos son,

así lo habían pensado los infantes de Carrión:

«Aquí en estos fieros bosques, doña Elvira y doña Sol,

«vais a ser escarnecidas, no debéis dudarlo, no.

«Nosotros nos partiremos, aquí quedaréis las dos;

«no tendréis parte en tierras de Carrión.

«Llegarán las nuevas al Cid Campeador,

«así nos vengaremos por lo del león».

Los mantos y las pieles les quitan los de Carrión,

con sólo las camisas desnudas quedan las dos,

los malos traidores llevan zapatos con espolón,

las cinchas de sus caballos ásperas y fuertes son.

Cuando esto vieron las damas así hablaba doña Sol:

«Don Diego y don Fernando, os rogamos por Dios,

«dos espadas tenéis, fuertes y afiladas son,

«el nombre de una es Colada, a la otra dicen Tizón,

«cortadnos las cabezas, mártires seremos nos.

« Moros y cristianos hablarán de vuestra acción,

« dirán que no merecimos el trato que nos dais vos.

«Esta acción tan perversa no la hagáis con nos

«si así nos deshonráis, os deshonraréis los dos;

«ante el tribunal del rey os demandarán a vos».

Lo que ruegan las dueñas de nada les sirvió.

Comienzan a golpearlas los infantes de Carrión;

con las cinchas de cuero las golpean sin compasión;

así el dolor es mayor, los infantes de Carrión:

de las crueles heridas limpia la sangre brotó.

Si el cuerpo mucho les duele, más les duele el corazón.

¡Qué ventura tan grande si quisiera el Criador

que en este punto llegase mio Cid el Campeador!

[Los Infantes dejan así a las hijas del Cid y se van. Féliz Muñoz vuelve, las descubre y las lleva a San

Esteban de Gormaz. La noticia de tal abuso llega al rey y al Cid.

escarnecidas: humilladas

no tendréis parte: no compartiréis

espolón: espuela

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Van estas noticias a Valencia la mayor;

cuando se lo dicen a mío Cid el Campeador,

un gran rato pensó y meditó;

alzó al fin la mano, la barba se tomó

«Alabado sea Cristo, que del mundo es señor;

«ya que así me han ofendido los infantes de Carrión,

«juro por esta barba, que nadie me mesó,

«no lograréis deshonrarme, infantes de Carrión;

«que a mis hijas bien las casaré yo».

[Álvar Fáñez y muchos hombres del Cid van a recoger a doña Elvira y doña Sol. Todos vuelven a Valencia. El

Cid recibe un mensaje diciéndole que están cerca.]

Al que en buen hora nació llegaba el mensaje,

aprisa cabalga, a recibirlos sale;

iba jugando las armas, grandes gozos hace.

Mío Cid a sus hijas íbalas a abrazar,

besándolas a ambas sonriéndoles está:

«¿Venís, hijas mías? ¡Dios os guarde de mal!

«Yo accedí a vuestras bodas, no me pude negar.

«Quiera el Creador, que en el cielo está,

«que os vea mejor casadas de aquí en adelante.

«De mis yernos de Carrión, ¡ Dios me haga vengar!»

Las hijas al padre la mano van a besar.

Jugando las armas iban, entraron en la ciudad;

doña Jimena, su madre, gozosa las fue a abrazar.

El que en buen hora nació no lo quiso retardar;

de los suyos, en privado, se quiso aconsejar:

al rey Alfonso, un mensaje decidieron enviar.

[El Cid le pide justicia al rey. Puesto que el rey se tomó la responsabilidad por los casamientos de las hijas

del Cid, el rey comparte la deshonra de las acciones de los Infantes. El rey reúne a todos en Toledo para

resolver la situación. Los Infantes no quieren ir, pero no pueden desobedecer al rey. Además de la familia

de los Infantes, también vienen jueces que decidirán el caso. Todos están menos el Cid; él los hace esperar

su llegada, quedando al otro lado del río Tajo en San Servando. Por fin el Cid, acompañado de todos sus

hombres fieles, decide entrar en Toledo, pero no tienen mucha confianza: debajo de su ropa elegante llevan

sus armas y escudos. Sigue una larga descripción del Cid, notando especialmente que lleva su barba

recogido por un cordón para que nadie se la toque. Llegan a la puerta de la ciudad.]

A la puerta de fuera el Cid descabalgó;

con los suyos entra dignamente el Campeador:

él va en medio, los ciento, alrededor.

Cuando lo vieron entrar al que en buen hora nació,

levantóse en pie el buen rey don Alfonso

y el conde don Enrique y el conde don Ramón,

y así como ellos, sabed, toda la corte:

con gran honra lo reciben al que en buen llora nació.

No se quiso levantar el Crespo de Grañón,

ni todos los del bando de los de Carrión.

El rey a mío Cid de las manos le tomó:

«Venid acá a sentaros conmigo, Campeador,

«en este escaño que me regalasteis vos;

«aunque a algunos les pese, mejor sois que nos ».

Aunque el honor agradece, el Cid no lo consintió:

«Seguid en vuestro escaño como rey y señor;

«con todos estos míos aquí me sentaré yo».

Lo que dijo el Cid al rey le complació.

En un escaño torneado el Campeador se sentó,

Valencia la mayor: epíteto que

implica la grandeza de la ciudad

mesar (la barba): quitar pelo de la

barba

posar: alojarse

el conde don Enrique y el conde don Ramón

Enrique y Ramón de Borgoña, yernos del rey

Alfonso

el Crespo de Grañón: el Conde García Ordóñez

torneado: con piernas y respaldo curvados

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los ciento que le guardan están alrededor.

Mirando están a Mío Cid todos los que hay en la corte,

admiran su larga barba cogida con el cordón;

¡en toda su persona se muestra muy varón!

No se atreven a mirarlo los infantes de Carrión.

[El rey comienza el proceso, subrayando que habrá justicia. El Cid presenta tres demandas.]

Primera demanda

Mio Cid la mano besó al rey y en pie se levantó:

«Mucho os lo agradezco como a rey y a señor,

«porque estas cortes convocasteis por mi amor.

«Esto les demando a los infantes de Carrión:

«por dejar a mis hijas no me alcanza deshonor,

«como vos las casasteis, rey, vos sabréis qué hacer hoy;

«mas cuando sacaron a mis hijas de Valencia la mayor,

«yo bien los quería de alma y de corazón,

«les di dos espadas, a Colada y a Tizón,

«-—estas yo las gané luchando como varón—-

«para que se honrasen con ellas y os sirviesen a vos;

«cuando dejaron mis hijas en el robledo de Corpes,

«conmigo rompieron y perdieron mi amor;

«que me den mis espadas ya que mis yernós no son ».

Otorgaron los jueces: «Todo esto está en razón».

[Los de Carrión hablan entre sí, decidiendo finalmente cumplir la demanda. Se le dan ambas espadas al Cid.

El Cid, como expresión de su gratitud, le da Tizona a Pero Bermúdez y Colada a Martín Antolínez.]

Segunda demanda

«¡Gracias al Criador y a vos, rey mi señor!

«Ya he cobrado mis espadas Colada y Tizón.

«Pero aún tengo otro cargo contra los de Carrión:

«cuando sacaron a mis hijas de Valencia la mayor,

«en oro y en plata tres mil marcos les di yo;

«ya sabéis lo que hicieron a cambio los de Carrión;

«denme mis dineros pues ya mis yernos no son ».

[Otra vez se decide la demanda a favor del Cid, pero los Infantes no tienen el dinero porque ya lo han

gastado. En vez de dinero, le ofrecen al Cid animales y otros bienes, y le piden prestado el resto.]

Tercera demanda: El reto

«¡Merced, oh rey y señor, por amor y caridad!

«El cargo mayor no se me puede olvidar.

«Oigame toda la corte y duélase de mi mal;

«a los infantes de Carrión que me ultrajaron tan mal,

«tengo que retarlos, no los puedo dejar ».

[El Cid acusa a los Infantes de infamia y cobardía. Se levanta el conde García Ordóñez y él y el Cid se

lanzan palabras hostiles.]

1. Contienda entre García Ordóñez y el Cid.

El conde don García en pie se levantaba:

«¡Merced, oh rey, el mejor de toda España!

«Preparóse el Cid para estas Cortes tan altas;

«se la dejó crecer y larga trae la barba;

Todo está en razón: todo está bien.

10

«unos le tienen miedo, a otros los espanta.

«Los de Carrión son de nobleza tan alta,

«que no debieran tomar sus hijas por barraganas,

«cuánto menos por esposas y veladas.

«Estaban en su derecho cuando dejaron a ambas.

«De cuanto diga el Cid no se nos importa nada ».

Entonces el Campeador echóse mano a la barba:

«¡Loado sea Dios, que cielo y tierra manda!

«Por eso es larga porque con honor fue criada.

«¿Qué tenéis, conde, que decir de mi barba?

«Que desde que nació con honor fue criada;

«que por hijo de mujer nunca jamás fue mesada,

«no me la mesó hijo de moro ni de cristiana,

«como yo os la mesé, conde, en el castillo de Cabra.

«Cuando tomé a Cabra y a vos también por la barba;

«no hubo entonces muchacho, que no mesó su pulgada;

«de la que yo os mesé aún se os nota la falta.

«¡Aquí la traigo yo en esta bolsa alzada!»

2. Fernando González se defiende. Pero Bermúdez lo reta.

Fernando González en pie se levantó,

con grandes voces oiréis lo que habló:

«Dejaos ya, Cid, de toda esta razón;

«de nuestros dineros ya todo se os pagó.

«No crezca la disputa entre nos y vos.

«Somos del linaje de los condes de Carrión:

«debemos casar con hijas de rey o emperador,

«no nos corresponden las hijas de un infanzón.

«Porque las dejamos bien hicimos nos,

«por ello más nos preciamos, sabed, que menos no».

Mío Cid Ruy Díaz a Per Bermúdez cata:

«Habla, Pero Mudo, varón que tanto callas;

«si ellas mis hijas son, son tus primas hermanas;

«de lo que me dice a ti la ofensa alcanza,

«si soy yo quien responde tú no entrarás en armas».

Pero Bermúdez se levantó a hablar;

la lengua se le traba, no puede comenzar,

mas cuando comienza no le podrían parar:

«Eres hermoso mas mal barragán,

«¡lengua sin manos!, ¿cómo osas hablar?»

[Se recuerdan las varias instancias de cobardía mostrada por los Infantes, incluso el episodio del león. Pero

Bermúdez termina por retar al Infante.]

3. Diego González se defiende. Martín Antolínez lo reta.

Diego González oiréis lo que dijo:

«Tenemos sangre de los condes más limpios;

«en estos casamientos consentir no debimos,

«ni emparentar con mio Cid don Rodrigo!

«Por dejar a sus hijas no nos arrepentimos;

«mientras que vivan ya pueden hacer suspiros:

«vivirán deshonradas por lo que les hicimos.

«Esto mantendré ante el más atrevido:

«que porque las dejamos honra nos ha venido».

Martín Antolínez en pie se fue a levantar:

«Calla, traidor, boca sin verdad!

«Lo del león no se te debe olvidar;

«saliste por la puerta, te entraste en el corral,

contienda: disputa

barragana: concubina

veladas: legítimas

pulgada: se entiende: pulgada de barba

bolsa alzada: esta bolsa que levanto para

que todos la vean

infanzón: caballero de baja nobleza

cata: mira

entrarás en armas: lucharás

mal barragán: cobarde

brial: túnica de seda rica

lid: lucha

11

«te fuiste a esconder tras la viga de un lagar;

«¡buenos quedaron tu manto y tu brial!

«Yo te mantendré que esta es la verdad:

«a las hijas del Cid las pudisteis dejar,

«pero por eso mismo en todo valen más.

«Al partir de la lid por tu boca lo dirás,

«que eres traidor y en todo mentido has».

4. Asur González insulta al Cid. Muño Gustioz reta a Asur González.

Así entre los dos la disputa ha quedado,

cuando Asur González entró por el palacio,

con el manto de armiño y el brial arrastrando;

acaba de almorzar y el rostro trae colorado.

Poco sentido hay, sabed, en lo que ha hablado

«¡oh, varones, quién vio nunca cosa igual,

«que ganaríamos en nobleza con mio Cid el de Vivar!

«¡Váyase al río Ubierna sus molinos a cuidar,

«y a cobrar maquilas como en él es natural!

«¡Cómo se atrevió con nos a emparentar!»

Entonces Muño Gustioz en pie se levantó:

«¡Calla, alevoso, malo y traidor!

«Siempre primero almuerzas antes de ir a la oración;

«al dar el beso de paz bien lo dice tu olor.

«No dices verdad ni a amigo ni a señor,

«eres falso a todos y más al Criador.

«En tu amistad no quiero tener ración.

«¡Yo te haré confesar que eres como digo yo!»

Dijo el rey Alfonso: «¡Calle ya esta discusión!

«¡Los retados lidiarán, así me salve Dios! »

He aquí que dos caballeros entraron en la corte;

al uno dicen Ojarra, de Navarra embajador,

al otro Iñigo Jiménez, del infante de Aragón.

Besan las manos al rey don Alfonso,

piden sus hijas a mío Cid el Campeador,

para ser reinas de Navarra y de Aragón.

[El Poema termina con la máxima gloria del Cid. Sus hijas serán reinas y el honor del Cid es ya legendario.

Los retos se cumplen tres a tres en tierras de Carrión. Naturalmente, los hombres del Cid vencen a los de

Carrión. El Cid y los suyos regresan a Valencia donde termina la acción.]

Dejémonos de pleitos con los infantes de Carrión,

de lo acontecido mucho les pesó.

Hablemos ahora de aquel que en buen hora nació.

Grandes son los gozos en Valencia la mayor,

por la honra que han tenido los del Campeador.

Hicieron sus tratos los de Navarra y Aragón,

tuvieron junta con Alfonso el de León.

Hicieron sus casamientos doña Elvira y doña Sol.

Así crece la honra del que en buen hora nació,

cuando señoras son sus hijas de Navarra y de Aragón.

Hoy los reyes de España sus parientes son.

A todos alcanza honra por el que en buena nació.

el rostro trae colorado: implica que está

borracho

Ubierna: río donde el Cid poseía molinos

maquila: la cantidad de grano o harina pagada

al molinero por sus servicios

alevoso: traidor

siempre ... olor: indicación de que Asur González

come y bebe demasiado

tener ración: tener parte

12

EL ROMANCERO Mañanita, mañanita,

mañanita de San Juan

fue a dar agua a su caballo

a las orillas del mar.

Mientras el caballo bebe,

empezó a cantar un cantar,

ni muy alto ni muy bajo,

que al cielo podía llegar;

los peces que nadan hondo

los hacía sobreaguar,

las aves que van volando

se paraban a escuchar,

-No son ángeles del cielo,

ni sirena de la mar,

es el condesito, madre,

que por mis amores va.

-Si es el condesito, hija,

yo lo mandaré a matar.

-Si usted lo manda a matar,

mándeme a mí a degollar.

Él muere por la mañana,

ella a horas de almorzar.

A él lo entierran en capilla

y a ella junto en el altar.

De él se forma un naranjero

y de ella un rico naranjal;

crece uno, crece otro,

crecen los dos a un igual,

los gajitos que se alcanzan

se empezaban a abrazar,

La reina des que lo supo

los mandaría a cortar,

De él se forma una paloma,

de ella un rico palomar;

de allí levantaron vuelo

a las orillas del mar.

¡Dos amantes que se quieren

no se pueden olvidar!

Por el mes era de mayo

cuando hace la calor,

cuando canta la calandria

y responde el ruiseñor,

cuando los enamorados

van a servir al amor,

sino yo, triste cuitado,

que vivo en esta prisión,

que ni sé cuándo es de día,

ni cuándo las noches son,

sino por una avecilla

que me cantaba al albor.

Matómela un ballestero

¡Dele Dios mal galardón!

Cabellos de mi cabeza

lléganme al corvejón,

los cabellos de mi barba

por manteles tengo yo;

las uñas de las mis manos

por cuchillo tajador.

Si lo hacía el buen rey,

hácelo como señor,

si lo hace el carcelero,

hácelo como traidor.

Mas quien ahora me diese

un pájaro hablador,

siquiera fuese calandria,

o tordico, o ruiseñor,

criado fuese entre damas

y avezado a la razón,

que me lleve una embajada

a mi esposa Leonor:

que me envíe una empanada,

no de trucha, ni salmón,

sino de una lima sorda

y de un pico tajador:

la lima para los hierros

y el pico para el torreón.

Oídolo había el rey,

mandóle quitar la prisión.

¡Quién hubiese tal ventura

sobre las aguas del mar,

como hubo el conde Arnaldos

la mañana de San Juan!

Con un falcón en la mano

la caza iba a cazar,

vio venir una galera

que a tierra quiere llegar.

Las velas traía de seda,

la jarcia de un cendal,

marinero que la manda

diciendo viene un cantar

que la mar ponía en calma,

los vientos hace amainar,

los peces que andan al hondo

arriba los hace andar,

las aves que andan volando

las hace a el mástil posar.

-Galera, la mi galera,

Dios te me gaurde de mal,

de los peligros del mundo

sobre aguas de la mar,

de los llanos de Almería

del estrecho de Gibraltar,

y del golfo de Venecia,

y de ñps bancos de Flandes,

y del golfo de León,

donde suelen peligrar.

Allí habló el conde Arnaldos,

bien oiréis lo que dirá:

-Por Dios te ruego, marinero,

dígaisme ora ese cantar.

Respondióle el marinero,

tal respuesta le fue a dar:

-Yo no digo esta canción

sino a quien conmigo va.

Paseábase el buen conde

todo lleno de pesar,

cuentas negras en sus manos

do suele siempre rezar,

palabras tristes diciendo,

palabras para llorar:

-Véoos, hija, crecida,

y en edad para casar;

el mayor dolor que siento

es no tener que os dar.

-Calledes, padre, calledes,

no debéis tener pesar,

que quien buena hija tiene

rico se debe llamar,

y el que mala la tenía

viva la puede enterrar,

pues amengua su linaje

que no debiera amenguar,

y yo, si no me casare,

en religión puedo entrar.

Bodas se hacían en Francia,

allá dentro de París

¡Cuán bien que guía la danza

esta doña Beatriz!

¡Cuán bien que se la miraba

el buen conde don Martín!

-¿Qué miráis aquí, buen conde?

conde, ¿qué miráis aquí?

Decid si miráis la danza

o si me miráis a mí.

-Que no miro yo a la danza,

porque muchas danzas vi,

miro yo vuestra lindeza

que me hace penar a mí.

-Si bien os parezco, conde,

conde, saquéisme de aquí,

que un marido me dan viejo

y no puede ir tras de mí.

Yo me adamé una amiga

dentro de mi corazón,

Catalina había por nombre,

no la puedo olvidar, no.

Rogóme que la llevase

a las tierras de Aragón.

-Catalina, sois muchacha,

no podréis caminar, no.

-Tanto andaré, el caballero,

tanto andaré como vos;

si lo dejáis por dineros,

llevaré para los dos:

ducados para Castilla,

florines para Aragón.

Ellos en aquesto estando,

la justicia que llegó.

13

En Paris está doña Alda,

la esposa de don Roldán,

trescientas damas con ella

para bien la acompañar;

todas visten un vestido,

todas calzan un calzar,

todas comen una mesa,

todas comían de un pan.

Las ciento hilaban el oro,

las ciento tejen cendal,

ciento tañen instrumentos,

para a doña Alda alegrar.

Al son de los instrumentos

doña Alda adormido se ha;

ensoñado había un sueño,

un sueño de gran pesar.

Despertó despavorida

con un dolor sin igual,

los gritos daba tan grandes

se oían en la ciudad.

-¿Qué es aquesto, mi señora,

qué es lo que os hizo mal?

-Un sueño soñé, doncellas,

que me ha dado gran pesar:

que me veía en un monte,

en un desierto lugar,

y de so los montes altos

un azor vide volar;

tras dél viene una aguililla

que lo ahincaba muy mal.

El azor con grande cuita

metióse so mi brial;

el águila con gran ira

de allí lo iba a sacar;

con las uñas lo despluma,

con el pico lo deshace.-

Allí habló su camarera,

bien oiréis lo que dirá:

-Aqueste sueño, señora,

bien os lo entiendo soltar:

el azor es vuestro esposo,

que de España viene ya;

el águila sodes vos,

con la cual ha de casar,

y aquel monte era la iglesia

donde os han de velar.

-Si es así mi camarera,

bien te lo entiendo pagar.-

Otro día de mañana

cartas de lejos le traen;

tintas venían de fuera,

de dentro escritas con sangre,

que su Roldán era muerto

en la caza de Roncesvalles.

Cuando tal oyó doña Alda

muerta en el suelo se cae.

Fontefrida, Fontefrida,

Fontefrida y con amor,

do todas las avecicas

van tomar consolación,

sino es la tortolica

que está viuda y con dolor.

Por allí fuera a pasar

el traidor del ruiseñor,

las palabras que le dice

llenas son de traición:

-Si tú quisieses, señora,

yo sería tu servidor.

-Vete de ahí, enemigo,

malo, falso, engañador,

que ni poso en ramo verde,

ni en prado que tenga flor,

que si el agua hallo clara,

turbia la bebía yo;

que no quiero haber marido,

porque hijos no haya, no;

no quiero placer con ellos,

ni menos consolación.

¡Déjame, triste enemigo,

malo, falso, mal traidor,

que no quiero ser tu amiga

ni casar contigo, no!

«Abenámar, Abenámar,

moro de la morería,

el día que tú naciste

grandes señales había.

Estaba la mar en calma,

la luna estaba crecida;

moro que en tal signo nace,

no debe decir mentira.»

Allí respondiera el moro,

bien oiréis lo que decía:

«No te la diré, señor,

aunque me cueste la vida,

porque soy hijo de un moro

y una cristiana cautiva;

siendo yo niño y muchacho

mi madre me lo decía:

que mentira no dijese,

que era grande villanía:

por tanto pregunta, rey,

que la verdad te diría.

«Yo te agradezco, Abenámar,

aquesta tu cortesía.

¿Qué castillos son aquéllos?

¡Altos son y relucían!»

«El Alhambra era, señor,

y la otra la mezquita;

los otros los Alijares,

labrados a maravilla.

El moro que los labraba

cien doblas ganaba al día

y el día que no los labra

otras tantas se perdía.

El otro es Generalife,

huerta que par no tenía;

el otro Torres Bermejas,

castillo de gran valía.»

Allí habló el rey don Juan,

bien oiréis lo que decía:

«Si tú quisieras, Granada,

contigo me casaría;

daréte en arras y dote

a Córdoba y a Sevilla.»

«Casada soy, rey don Juan,

casada soy, que no viuda;

el moro que a mí me tiene

muy grande bien me quería.»

Yo me era mora Moraima,

morilla de un bel catar,

cristiano vino a mi puerta,

cuitada, por me engañar;

hablóme en algarabía,

como aquel que la bien sabe:

-Ábreme las puertas, mora,

sí Alá te guarde de mal.

-¿Cómo te abriré, mezquina,

que no sé quién te serás?

-Yo soy el moro Mazote,

hermano de la tu madre,

que un cristiano dejó muerto,

tras mí venía el alcalde.

Si no me abres tú, mi vida,

aquí me verás matar.

Cuando esto oí, cuitada,

comencéme a levantar,

vistiérame una almejía

no hallando mi brial,

fuérame para la puerta

y abrila de par en par.

14

EL LIBRO DE BUEN AMOR Consejos de don Amor: [Condiciones que ha de tener la mujer para ser

bella]

Si leyeres a Ovidio que por mí fue educado,

hallarás en él cuentos que yo le hube mostrado,

y muy buenas maneras para el enamorado;

Pánfilo, cual Nasón, por mí fue amaestrado.

Si quieres amar dueñas o a cualquier mujer

muchas cosas tendrás primero que aprender

para que ella te quiera en amor acoger.

Primeramente, mira qué mujer escoger.

Busca mujer hermosa, atractiva y lozana,

que no sea muy alta pero tampoco enana;

si pudieras, no quieras amar mujer villana,

pues de amor nada sabe, palurda y chabacana.

Busca mujer esbelta, de cabeza pequeña,

cabellos amarillo no teñidos de alheña;

las cejas apartadas, largas, altas, en peña;

ancheta de caderas, ésta es talla de dueña.

Ojos grandes, hermosos, expresivos, lucientes

y con largas pestañas, bien claras y rientes;

las orejas pequeñas, delgadas; para mientes (fíjate)

si tiene el cuello alto, así gusta a las gentes.

La nariz afilada, los dientes menudillos,

iguales y muy blancos, un poco apartadillos,

las encías bermejas, los dientes agudillos,

los labios de su boca bermejos, angostillos.

La su boca pequeña, así, de buena guisa

su cara sea blanca, sin vello, clara y lisa,

conviene que la veas primero sin camisa

pues la forma del cuerpo te dirá: ¡esto aguisa!

[Necesidad de una vieja mensajera y condiciones

que ésta ha de tener.]

Si le envías recados, sea tu embajadora

una parienta tuya; no sea servidora

de tu dama y así no te será traidora:

todo aquel que mal casa, después su mal deplora.

Procura cuanto puedas que la tu mensajera

sea razonadora sutil y lisonjera,

sepa mentir con gracia y seguir la carrera

pues más hierve la olla bajo la tapadera.

Si parienta no tienes, toma una de las viejas

que andan por las iglesias y saben de callejas;

con gran rosario al cuello saben muchas consejas,

con llanto de Moisés encantan las orejas.

Estas pavas ladinas son de gran eficacia,

plazas y callejuelas recorren con audacia,

a Dios alzan rosarios, gimiendo su desgracia;

¡ay! ¡las pícaras tratan el mal con perspicacia!

Toma vieja que tenga oficio de herbolera

que va de casa en casa sirviendo de partera

con polvos, con afeites y con su alcoholera

mal de ojo hará a la moza, causará su ceguera.

Procura mensajera de esas negras pacatas

que tratan mucho a frailes, a monjas y beatas,

son grandes andariegas, merecen sus zapatas:

esas trotaconventos hacen muchas contratas.

Donde están tales viejas todo se ha de alegrar,

pocas mujeres pueden a su mano escapar;

para que no te mientan las debes halagar

pues tal encanto usan que saben engañar.

De todas esas viejas escoge la mejor,

dile que no te mienta, trátala con amor,

que hasta la mala bestia vende el buen corredor

y mucha mala ropa cubre el buen cobertor.

Si dice que tu dama no tiene miembros grandes,

ni los brazos delgados, luego tú le demandes

si tienes pechos chicos; si dice sí, demandes

por su figura toda, y así seguro andes.

Si tiene los sobacos un poquillo mojados

y tiene chicas piernas y largos los costados,

ancheta de caderas, pies chicos, arqueados,

¡tal mujer no se encuentra en todos los mercados!

En la cama muy loca, en la casa muy cuerda;

no olvides tal mujer, su ventajas acuerda.

Esto que te aconsejo con Ovidio concuerda,

y para ello hace falta mensajera no lerda.

Hay tres cosas que tengo miedo de descubrir,

son faltas muy ocultas, de indiscreto decir:

de ellas, muy pocas mujeres pueden con bien salir,

cuando yo las mencione se echarán a reír.

Guárdate bien que no sea vellosa ni barbuda

¡el demonio se lleve a la pecosa velluda!

Si tiene mano chica, delgada o voz aguda,

a tal mujer el hombre de buen seso la muda.

Le harás una pregunta como última cuestión:

si tiene el genio alegre y ardiente el corazón;

si no duda, si pide de todo la razón

si al hombre dice sí, merece tu pasión.

15

EL CONDE LUCANOR

Cuento I: Lo que sucedió a un rey y a un ministro suyo

Una vez estaba hablando apartadamente el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:

-Patronio, un hombre ilustre, poderoso y rico, no hace mucho me dijo de modo confidencial que, como ha tenido algunos

problemas en sus tierras, le gustaría abandonarlas para no regresar jamás, y, como me profesa gran cariño y confianza, me

querría dejar todas sus posesiones, unas vendidas y otras a mi cuidado. Este deseo me parece honroso y útil para mí, pero

antes quisiera saber qué me aconsejáis en este asunto.

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, bien sé que mi consejo no os hace mucha falta, pero, como confiáis en mí, debo

deciros que ese que se llama vuestro amigo lo ha dicho todo para probaros y me parece que os ha sucedido con él como le

ocurrió a un rey con un ministro.

El Conde Lucanor le pidió que le contara lo ocurrido.

-Señor -dijo Patronio-, había un rey que tenía un ministro en quien confiaba mucho. Como a los hombres afortunados la

gente siempre los envidia, así ocurrió con él, pues los demás privados, recelosos de su influencia sobre el rey, buscaron la

forma de hacerle caer en desgracia con su señor. Lo acusaron repetidas veces ante el rey, aunque no consiguieron que el

monarca le retirara su confianza, dudara de su lealtad o prescindiera de sus servicios. Cuando vieron la inutilidad de sus

acusaciones, dijeron al rey que aquel ministro maquinaba su muerte para que su hijo menor subiera al trono y, cuando él

tuviera la tutela del infante, se haría con todo el poder proclamándose señor de aquellos reinos. Aunque hasta entonces no

habían conseguido levantar sospecha en el ánimo del rey, ante estas murmuraciones el monarca empezó a recelar de él; pues

en los asuntos más importantes no es juicioso esperar que se cumplan, sino prevenirlos cuando aún tienen remedio. Por ello,

desde que el rey concibió dudas de su privado, andaba receloso, aunque no quiso hacer nada contra él hasta estar seguro de

la verdad.

»Quienes urdían la caída del privado real aconsejaron al monarca el modo de probar sus intenciones y demostrar así que era

cierto cuanto se decía de él. Para ello expusieron al rey un medio muy ingenioso que os contaré en seguida. El rey resolvió

hacerlo y lo puso en práctica, siguiendo los consejos de los demás ministros.

»Pasados unos días, mientras conversaba con su privado, le dijo entre otras cosas que estaba cansado de la vida de este

mundo, pues le parecía que todo era vanidad. En aquella ocasión no le dijo nada más. A los pocos días de esto, hablando

otra vez con aquel ministro, volvió el rey sobre el mismo tema, insistiendo en la vaciedad de la vida que llevaba y de cuanto

boato rodeaba su existencia. Esto se lo dijo tantas veces y de tantas maneras que el ministro creyó que el rey estaba

desengañado de las vanidades del mundo y que no le satisfacían ni las riquezas ni los placeres en que vivía. El rey, cuando

vio que a su privado le había convencido, le dijo un día que estaba decidido a alejarse de las glorias del mundo y quería

marcharse a un lugar recóndito donde nadie lo conociera para hacer allí penitencia por sus pecados. Recordó al ministro que

de esta forma pensaba lograr el perdón de Dios y ganar la gloria del Paraíso.

»Cuando el privado oyó decir esto a su rey, pretendió disuadirlo con numerosos argumentos para que no lo hiciera. Por ello,

le dijo al monarca que, si se retiraba al desierto, ofendería a Dios, pues abandonaría a cuantos vasallos y gentes vivían en su

reino, hasta ahora gobernados en paz y en justicia, y que, al ausentarse él, habría desórdenes y guerras civiles, en las que

Dios sería ofendido y la tierra destruida. También le dijo que, aunque no dejara de cumplir su deseo por esto, debía seguir

en el trono por su mujer y por su hijo, muy pequeño, que correrían mucho peligro tanto en sus bienes como en sus propias

vidas.

»A esto respondió el rey que, antes de partir, ya había dispuesto la forma en que el reino quedase bien gobernado y su

esposa, la reina, y su hijo, el infante, a salvo de cualquier peligro. Todo se haría de esta manera: puesto que a él lo había

criado en palacio y lo había colmado de honores, estando siempre satisfecho de su lealtad y de sus servicios, por lo que

confiaba en él más que en ninguno de sus privados y consejeros, le encomendaría la protección de la reina y del infante y le

entregaría todos los fuertes y bastiones del reino, para que nadie pudiera levantarse contra el heredero. De esta manera, si

volvía al cabo de un tiempo, el rey estaba seguro de -35- encontrar en paz y en orden cuanto le iba a entregar. Sin embargo,

si muriera, también sabía que serviría muy bien a la reina, su esposa, y que educaría en la justicia al príncipe, a la vez que

mantendría en paz el reino hasta que su hijo tuviera la edad de ser proclamado rey. Por todo esto, dijo al ministro, el reino

quedaría en paz y él podría hacer vida retirada.

»Al oír el privado que el rey le quería encomendar su reino y entregarle la tutela del infante, se puso muy contento, aunque

no dio muestras de ello, pues pensó que ahora tendría en sus manos todo el poder, por lo que podría obrar como quisiere.

»Este ministro tenía en su casa, como cautivo, a un hombre muy sabio y gran filósofo, a quien consultaba cuantos asuntos

había de resolver en la corte y cuyos consejos siempre seguía, pues eran muy profundos.

16

»Cuando el privado se partió del rey, se dirigió a su casa y le contó al sabio cautivo cuanto el monarca le había dicho, entre

manifestaciones de alegría y contento por su buena suerte ya que el rey le iba a entregar todo el reino, todo el poder y la

tutela del infante heredero.

»Al escuchar el filósofo que estaba cautivo el relato de su señor, comprendió que este había cometido un grave error, pues

sin duda el rey había descubierto que el ministro ambicionaba el poder sobre el reino y sobre el príncipe. Entonces comenzó

a reprender severamente a su señor diciéndole que su vida y hacienda corrían grave peligro, pues cuanto el rey le había

dicho no era sino para probar las acusaciones que algunos habían levantado contra él y no por que pensara hacer vida

retirada y de penitencia. En definitiva, su rey había querido probar su lealtad y, si viera que se alegraba de alzarse con todo

el poder, su vida correría gravísimos riesgos.

»Cuando el privado del rey escuchó las razones de su cautivo, sintió gran pesar, porque comprendió que todo había sido

preparado como este decía. El sabio, que lo vio tan acongojado, le aconsejó un medio para evitar el peligro que lo

amenazaba.

»Siguiendo sus consejos, el privado, aquella misma noche, se hizo rapar la cabeza y cortar la barba, se vistió con una túnica

muy tosca y casi hecha jirones, como las que llevan los mendigos que piden en las romerías, cogió un bordón y se calzó

unos zapatos rotos aunque bien clavados, y cosió en los pliegues de sus andrajos una gran cantidad de doblas de oro. Antes

del amanecer encaminó sus pasos a palacio y pidió al guardia de la puerta que dijese al rey que se levantase, para que ambos

pudieran abandonar el reino antes de que la gente despertara, pues él ya lo estaba esperando; le pidió también que todo se lo

dijera sin ser oído por nadie. El guardia, cuando así vio al privado del rey, quedó muy asombrado, pero fue a la cámara real

y dio el mensaje al rey, que también se asombró mucho e hizo pasar a su privado.

»El rey, al ver con aquellos harapos a su ministro, le preguntó por qué iba vestido así. Contestó el privado que, puesto que el

rey le había expresado su intención de irse al desierto y como seguía dispuesto a hacerlo, él, que era su privado, no quería

olvidar cuantos favores le debía, sino que, al igual que había compartido los honores y los bienes de su rey, así, ahora que él

marchaba a otras tierras para llevar vida de penitencia, querría él seguirlo para compartirla con su señor. Añadió el ministro

que, si al rey no le dolían ni su mujer, ni su hijo, ni su reino, ni cuantos bienes dejaba, no había motivo para que él sintiese

mayor apego, por lo cual partiría con él y le serviría siempre, sin que nadie lo notara. Finalmente le dijo que llevaba tanto

dinero cosido a su ropa que nunca habría de faltarles nada en toda su vida y que, pues habían de partir, sería mejor hacerlo

antes de que pudiesen ser reconocidos.

»Cuando el rey oyó decir esto a su privado, pensó que actuaba así por su lealtad y se lo agradeció mucho, contándole cómo

lo envidiaban los otros privados, que estuvieron a punto de engañarlo, y cómo él se decidió aprobar su fidelidad. Así fue

como el ministro estuvo a punto de ser engañado por su ambición, pero Dios quiso protegerlo por medio del consejo que le

dio aquel sabio cautivo en su casa.

»Vos, señor conde, es preciso que evitéis caer en el engaño de quien se dice amigo vuestro, pero ciertamente lo que os

propuso sólo es para probaros y no porque piense hacerlo. Por eso os convendrá hablar con él, para que le demostréis que

sólo buscáis su honra y provecho, sin sentir ambición ni deseo de sus bienes, pues la amistad no puede durar mucho cuando

se ambicionan las riquezas de un amigo.

El conde vio que Patronio le había aconsejado muy bien, obró según sus recomendaciones y le fue muy provechoso hacerlo

así.

Y, viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que condensan toda su

moraleja:

No penséis ni creáis que por un amigo

hacen algo los hombres que les sea un peligro.

También hizo otros que dicen así:

Con la ayuda de Dios y con buen consejo,

sale el hombre de angustias y cumple su deseo.

Cuento IV: Lo que, al morirse, dijo un genovés a su alma

Un día hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio y le contaba lo siguiente:

-Patronio, gracias a Dios yo tengo mis tierras bien cultivadas y pacificadas, así como todo lo que preciso según mi estado y,

por suerte, quizás más, según dicen mis iguales y vecinos, algunos de los cuales me aconsejan que inicie una empresa de

cierto riesgo. Pero aunque yo siento grandes deseos de hacerlo, por la confianza que tengo en vos no la he querido comenzar

hasta hablaros, para que me aconsejéis lo que deba hacer en este asunto.

17

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que hagáis lo más conveniente, me gustaría mucho contaros lo que le sucedió a

un genovés.

El conde le pidió que así lo hiciera.

Patronio comenzó:

-Señor Conde Lucanor, había un genovés muy rico y muy afortunado, en opinión de sus vecinos. Este genovés enfermó

gravemente y, notando que se moría, reunió a parientes y amigos y, cuando estos llegaron, mandó llamar a su mujer y a sus

hijos; se sentó en una sala muy hermosa desde donde se veía el mar y la costa; hizo traer sus joyas y riquezas y, cuando las

tuvo cerca, comenzó a hablar en broma con su alma:

»-Alma, bien veo que quieres abandonarme y no sé por qué, pues si buscas mujer e hijos, aquí tienes unos tan maravillosos

que podrás sentirte satisfecha; si buscas parientes y amigos, también aquí tienes muchos y muy distinguidos; si buscas plata,

oro, piedras preciosas, joyas, tapices, mercancías para traficar, aquí tienes tal cantidad que nunca ambicionarás más; si

quieres naves y galeras que te produzcan riqueza y aumenten tu honra, ahí están, en el puerto que se ve desde esta sala; si

buscas tierras y huertas fértiles, que también sean frescas y deleitosas, están bajo estas ventanas; si quieres caballos y mulas,

y aves y perros para la caza y para tu diversión, y hasta juglares para que te acompañen y distraigan; si buscas casa

suntuosa, bien equipada con camas y estrados y cuantas cosas son necesarias, de todo esto no te falta nada. Y pues no te das

por satisfecha con tantos bienes ni quieres gozar de ellos, es evidente que no los deseas. Si prefieres ir en busca de lo

desconocido, vete con la ira de Dios, que será muy necio quien se aflija por el mal que te venga.

»Y vos, señor Conde Lucanor, pues gracias a Dios estáis en paz, con bien y con honra, pienso que no será de buen juicio

arriesgar todo lo que ahora poseéis para iniciar la empresa que os aconsejan, pues quizás esos consejeros os lo dicen porque

saben que, una vez metido en ese asunto, por fuerza habréis de hacer lo que ellos quieran y seguir su voluntad, mientras que

ahora que estáis en paz, siguen ellos la vuestra. Y quizás piensan que de este modo podrán medrar ellos, lo que no

conseguirían mientras vos viváis en paz, y os sucedería lo que al genovés con su alma; por eso prefiero aconsejaros que,

mientras podáis vivir con tranquilidad y sosiego, sin que os falte nada, no os metáis en una empresa donde tengáis que

arriesgarlo todo.

Al conde le agradó mucho este consejo que le dio Patronio, obró según él y obtuvo muy buenos resultados.

Y cuando don Juan oyó este cuento, lo consideró bueno, pero no quiso hacer otra vez versos, sino que lo terminó con este

refrán muy extendido entre las viejas de Castilla:

El que esté bien sentado, no se levante.

Cuento V: De lo que aconteció a una zorra con un cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico

Hablando otra vez el conde Lucanor con Patronio, su consejero, díjole así:

-Patronio, un hombre que se dice amigo mío me empezó a elogiar mucho, dándome a entender que yo tenía mucho mérito y

mucho poder. Cuando me hubo halagado de esta manera todo lo que pudo, me propuso una cosa que a mí me parece que me

conviene.

Entonces el conde le contó a Patronio lo que su amigo le proponía, que, aunque a primera vista se dijera provechoso,

ocultaba un engaño, del que Patronio se apercibió. Por lo cual dijo al conde:

-Señor conde Lucanor, sabed que este hombre os quiere engañar, dándoos a entender que vuestros méritos y vuestro poder

son mayores que en la realidad. Para que os podáis guardar del engaño que quiere haceros, me gustaría que supierais lo que

sucedió al cuervo con la zorra.

El conde le preguntó qué le había sucedido.

-Señor conde -dijo Patronio-, el cuervo encontró una vez un pedazo muy grande de queso y se subió a un árbol para comer

el queso más a gusto y sin que nadie le molestara. Estando así el cuervo pasó la zorra y, cuando vio el queso, empezó a

pensar en la manera de poder quitárselo. Con este objeto dijo lo siguiente:

-Don Cuervo, hace ya mucho tiempo que he oído hablar de vuestras perfecciones y de vuestra hermosura. Aunque mucho os

busqué, por voluntad de Dios o por desdicha mía, no os vi hasta ahora, que hallo que sois muy superior a lo que me decían.

Para que veáis que no me propongo lisonjearos os diré, junto con lo que las gentes en vos alaban, aquellos defectos que os

atribuyen. Todo el mundo dice que como el color de vuestras plumas, ojos, pico, patas y garras es negro, y este color no es

tan bonito como otros colores, el ser todo negro os hace muy feo, sin darse cuenta de que se equivocan, pues aunque es

verdad que vuestras plumas son negras, su negrura es tan brillante que tiene reflejos azules, como las plumas del pavo real,

que es el ave más hermosa del mundo, y, aunque vuestros ojos son negros, el color negro es para los ojos mucho más

18

hermoso que ningún otro, pues la propiedad de los ojos es ver, y como el negro hace ver mejor, los ojos negros son los

mejores, por lo cual los ojos de la gacela, que son más oscuros que los de los otros animales, son muy alabados. Además,

vuestro pico y vuestras garras son mucho más fuertes que los de ninguna otra ave de vuestro tamaño. También tenéis, al

volar, tan gran ligereza, que podéis ir contra el viento, por recio que sea, lo que ninguna otra puede hacer tan fácilmente

como vos. Fuera de esto estoy convencida de que, pues en todo sois tan acabado y Dios no deja nada imperfecto, no os

habrá negado el don de cantar mucho mejor que ningún otro pájaro. Pero, pues Dios me hizo la merced de que os viese, y

contemplo en vos más perfecciones de las que oí, toda mi vida me tendría por dichosa si os oyese cantar.

Fijaos bien, señor conde, que aunque la intención de la zorra era engañar al cuervo, lo que dijo fue siempre verdad.

Desconfiad de la verdad engañosa, que es madre de los peores engaños y perjuicios que pueden venirnos.

Cuando el cuervo vio de qué manera le alababa la zorra y cómo le decía la verdad, creyó que en todas las cosas se la diría y

la tuvo por amiga, sin sospechar que esto lo hacía por quitarle el queso que tenía en el pico. Conmovido, pues, por sus

elogios y por sus ruegos para que cantara, abrió el pico, con lo que cayó el queso en tierra. Cogiólo la zorra y huyó con él.

De esta manera engañó al cuervo, haciéndole creer que era muy hermoso y que tenía más perfecciones de lo que era verdad.

Vos, señor conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os hizo merced en todo, ese hombre os quiere persuadir de que tenéis

mucho más mérito y más poder, convenceos que lo hace para engañaros. Guardaos bien de él, que, haciéndolo, obraréis

como hombre prudente.

Al conde agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo así, y de esta manera evitó muchos daños. Como don Juan

comprendió que este cuento era bueno, hízolo poner en este libro y escribió unos versos en que se expone abreviadamente

su moraleja y que dicen así:

Quien te alaba lo que tú no tienes,

cuida que no te quite lo que tienes.

Cuento VII: Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana

Otra vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera:

-Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la forma de conseguirla. Os aseguro que tiene tantas

ventajas que, si con la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y provecho, pues los beneficios se ligan

unos con otros, de tal forma que al final serán muy grandes.

Y entonces le contó a Patronio cuanto él sabía. Al oírlo Patronio, contestó al conde:

-Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las realidades y desdeña las fantasías, pues muchas

veces a quienes viven de ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana.

El conde le preguntó lo que le había pasado a esta.

-Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer que se llamaba doña Truhana, que era más pobre que rica, la cual, yendo un

día al mercado, llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino, empezó a pensar que vendería la miel y

que, con lo que le diesen, compraría una partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que luego, con el dinero que le

diesen por las gallinas, compraría ovejas, y así fue comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio más

rica que ninguna de sus vecinas.

»Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle de yernos y

nueras y, pensó también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener tantos bienes aunque había

nacido muy pobre.

»Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena suerte y, riendo, riendo, se dio una palmada en la

frente, la olla cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota y la miel esparcida por el

suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy amargamente -51- porque había perdido todas las riquezas que esperaba

obtener de la olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza en fantasías, no pudo hacer nada de lo que

esperaba y deseaba tanto.

»Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que pensáis sean realidad algún día, procurad siempre que se trate de

cosas razonables y no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis iniciar algún negocio, no arriesguéis

algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en la imaginación.

Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo con la historia y, así, le fue muy bien.

Y como a don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y compuso estos versos:

19

En realidades ciertas os podéis confiar,

mas de las fantasías os debéis alejar.

Cuento XXX: Lo que sucedió al rey Abenabet de Sevilla con su mujer Romaiquia

Un día hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, hay un hombre que continuamente me está rogando que le ayude y que le favorezca con algún dinero. Aunque

cada vez que lo hago me dice que me lo agradece, cuando me vuelve a pedir, si no le doy más, me da la impresión de que

olvida todo lo que anteriormente le haya dado. Por vuestro buen entendimiento os ruego que me aconsejéis el modo de

portarme con él.

-Señor conde Lucanor -respondió Patronio-, me parece que os está pasando con este hombre lo que sucedió al rey Abenabet

de Sevilla con su mujer Romaiquia.

El conde le preguntó qué le había sucedido.

-Señor conde Lucanor -dijo Patronio-, el rey Abenabet estaba casado con Romaiquia y amábala más que a nadie en el

mundo. Ella fue muy buena, hasta el punto de que sus dichos y hechos se refieren aún entre los moros; pero tenía el defecto

de ser muy caprichosa y antojadiza.

Sucedió que una vez, estando en Córdoba, en el mes de febrero, empezó a caer nieve. Cuando Romaiquia vio la nieve

comenzó a llorar. Preguntole el rey por qué lloraba. Ella respondió que porque nunca la llevaba a sitios donde nevara. Como

Córdoba es tierra cálida donde sólo nieva muy de tarde en tarde, el rey entonces, por agradarla, mandó plantar almendros

por toda la sierra, para que, cuando al florecer por el mes de febrero aparecieran cubiertos de nieve, satisfaciera ella su deseo

de verla.

Otra vez, estando en su cámara, que daba al río, vio la reina a una mujer del pueblo que, descalza, pisaba lodo para hacer

adobes. Cuando la vio Romalquia se puso a llorar. Preguntole el rey por qué lloraba. Contestole que porque nunca podía

hacer lo que quería, aunque fuera una cosa tan inocente como la que estaba haciendo aquella mujer. El rey entonces, por

complacerla, mandó llenar de agua de rosas el estanque grande que hay en Córdoba, y en vez de lodo hizo echar en él

azúcar, canela, espliego, clavo, hierbas olorosas, ámbar, algalia y todas las demás especies y perfumes que pudo encontrar, y

poner en él un pajonal de cañas de azúcar.

Cuando el estanque estuvo lleno de estas cosas, con las que se hizo el lodo que podéis imaginar, llamó a Romaiquia y le dijo

que se descalzase y pisara lodo e hiciera con él cuantos adobes quisiera.

Otro día, por otra cosa que se le antojó, comenzó a llorar. Preguntole el rey por qué lloraba. Respondiole que cómo no iba a

llorar si nunca él hacia nada por tenerla contenta. El rey, viendo que habla hecho tanto por darle gusto y satisfacer sus

caprichos y que ya no podía hacer más, le dijo en árabe:

Wa la nahar at-tin?, lo que quiere decir: ¿Ni siquiera el día del lodo?, como dándole a entender que, pues olvidaba las otras

cosas, no debía olvidarse del lodo que mandó hacer por agradarla.

Vos, señor conde Lucanor, si veis que, aunque hagáis mucho por ese hombre, si no hacéis todo lo que él os pide, luego se

olvida y no agradece lo que hayáis hecho, no hagáis por él nada que os perjudique; también os aconsejo que, si alguno os

favorece en algo, no os mostréis con él desagradecido al bien que os hiciere.

El conde tuvo este consejo por bueno, lo puso en práctica y le fue muy bien.

Viendo don Juan que esta historia era buena la hizo poner en este libro y escribió unos versos que dicen así:

A quien no te agradezca lo que has hecho

no sacrifiques nunca tu provecho.

20

COPLAS POR LA MUERTE DE SU PADRE I

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando,

cuán presto se va el placer,

cómo, después de acordado,

da dolor;

cómo, a nuestro parecer,

cualquiera tiempo pasado

fue mejor.

II

Pues si vemos lo presente

cómo en un punto se es ido

y acabado,

si juzgamos sabiamente,

daremos lo no venido

por pasado.

No se engañe nadie, no,

pensando que ha de durar

lo que espera

mas que duró lo que vio,

pues que todo ha de pasar

por tal manera.

III

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar,

que es el morir,

allí van los señoríos

derechos a se acabar

y consumir;

allí los ríos caudales,

allí los otros medianos

y más chicos,

y llegados, son iguales

los que viven por sus manos

y los ricos.

IV

Dejo las invocaciones

de los famosos poetas

y oradores;

no curo de sus ficciones,

que traen yerbas secretas

sus sabores;

A aquel solo me encomiendo

aquel sólo invoco yo

de verdad,

que en este mundo viviendo

el mundo no conoció

su deidad.

V

Este mundo es el camino

para el otro, que es morada

sin pesar;

mas cumple tener buen tino

para andar esta jornada

sin errar.

Partimos cuando nacemos

andamos mientras vivimos,

y llegamos

al tiempo que fenecemos;

así que cuando morimos

descansamos.

VI

Este mundo bueno fue

si bien usásemos dél

como debemos,

porque, según nuestra fe,

es para ganar aquel

que atendemos.

Aun aquel Hijo de Dios,

para subirnos al cielo,

descendió

a nacer acá entre nos,

y a morir en este suelo

do murió.

VII

Ved de cuán poco valor

son las cosas tras que andamos

y corremos,

que, en este mundo traidor

aun primero que miramos

las perdemos:

de ellas deshace la edad,

de ellas casos desastrados

que acaecen,

de ellas, por su calidad,

en los más altos estados

desfallecen.

VIII

Decidme: La hermosura,

la gentil frescura y tez

de la cara,

la color y la blancura,

cuando viene la vejez,

¿cuál se para?

Las mañas y ligereza

y la fuerza corporal

de juventud,

todo se torna graveza

cuando llega al arrabal

de senectud.

IX

Pues la sangre de los godos,

y el linaje y la nobleza

tan crecida,

¡por cuántas vías y inodos

se pierde su gran alteza

en esta vida!

Unos, por poco valer,

¡por cuán bajos y abatidos

que los tienen!;

otros que, por no tener,

con oficios no debidos

se mantienen.

X

Los estados y riqueza,

que nos dejen a deshora

¿quién lo duda?

no les pidamos firmeza,

pues son de una señora

que se muda.

Que bienes son de Fortuna

que revuelven con su rueda

presurosa,

la cual no puede ser una

ni estar estable ni queda

en una cosa.

XI

Pero digo que acompañen

y lleguen hasta la huesa

con su dueño:

por eso no nos engañen,

pues se va la vida apriesa

como sueño;

y los deleites de acá

son, en que nos deleitamos,

temporales,

y los tormentos de allá,

que por ellos esperamos,

eternales.

XII

Los placeres y dulzores

de esta vida trabajada

que tenemos,

no son sino corredores,

y la muerte, la celada

en que caemos.

No mirando a nuestro daño,

corremos a rienda suelta

sin parar;

desque vemos el engaño

y queremos dar la vuelta,

no hay lugar.

21

XIII

Si fuese en nuestro poder

hacer la cara hermosa

corporal,

como podemos hacer

el alma tan gloriosa,

angelical,

¡qué diligencia tan viva

tuviéramos toda hora,

y tan presta,

en componer la cautiva,

dejándonos la señora

descompuesta!

XIV

Esos reyes poderosos

que vemos por escrituras

ya pasadas,

con casos tristes, llorosos,

fueron sus buenas venturas

trastornadas;

así que no hay cosa fuerte,

que a papas y emperadores

y prelados,

así los trata la Muerte

como a los pobres pastores

de ganados.

XV

Dejemos a los troyanos,

que sus males no los vimos,

ni sus glorias;

dejemos a los romanos,

aunque oímos y leímos

sus historias;

no curemos de saber

lo de aquel siglo pasado

qué fue de ello;

vengamos a lo de ayer,

que también es olvidado

como aquello.

XVI

¿Qué se hizo el Rey Don Juan?

Los Infantes de Aragón

¿qué se hicieron?

¿Qué fue de tanto galán,

qué de tanta invención

que trajeron?

¿Fueron sino devaneos,

qué fueron sino verduras

de las eras,

las justas y los torneos,

paramentos, bordaduras

y cimeras?

XVII

¿Qué se hicieron las damas,

sus tocados y vestidos,

sus olores?

¿Qué se hicieron las llamas

de los fuegos encendidos

de amadores?

¿Qué se hizo aquel trovar,

las músicas acordadas

que tañían?

¿Qué se hizo aquel danzar,

aquellas ropas chapadas

que traían?

XVIII

Pues el otro, su heredero,

Don Enrique, ¡qué poderes

alcanzaba!

¡Cuán blando, cuán halaguero

el mundo con sus placeres

se le daba!

Mas verás cuán enemigo,

cuán contrario, cuán cruel

se le mostró;

habiéndole sido amigo,

¡cuán poco duro con él

lo que le dio!

XIX

Las dádivas desmedidas,

los edificios reales

llenos de oro,

las vajillas tan fabridas,

los enriques y reales

del tesoro;

los jaeces, los caballos

de sus gentes y atavíos

tan sobrados,

¿dónde iremos a buscallos?

¿qué fueron sino rocíos

de los prados?

XX

Pues su hermano el inocente,

que en su vida sucesor

le hicieron,

¡qué corte tan excelente

tuvo y cuánto gran señor

le siguieron!

Mas, como fuese mortal,

metiole la Muerte luego

en su fragua.

¡Oh, juicio divinal,

cuando más ardía el fuego,

echaste agua!

XXI

Pues aquel gran Condestable,

maestre que conocimos

tan privado,

no cumple que de él se habla,

mas sólo cómo lo vimos

degollado.

Sus infinitos tesoros,

sus villas y sus lugares,

su mandar,

¿qué le fueron sino lloros?

¿Qué fueron sino pesares

al dejar?

XXII

Y los otros dos hermanos,

maestres tan prosperados

como reyes,

que a los grandes y medianos

trajeron tan sojuzgados

a sus leyes;

aquella prosperidad

que en tan alto fue subida

y ensalzada,

¿qué fue sino claridad

que cuando más encendida

fue matada?

XXIII

Tantos duques excelentes,

tantos marqueses y condes

y varones

como vimos tan potentes,

di, Muerte, ¿do los escondes

y traspones?

Y las sus claras hazañas

que hicieron en las guerras

y en las paces,

cuando tú, cruda, te ensañas,

con tu fuerza las aterras

y deshaces.

XXIV

Las huestes innumerables,

los pendones, estandartes

y banderas,

los castillos impugnables,

los muros y baluartes

y barreras,

la cava honda, chapada,

o cualquier otro reparo,

¿qué aprovecha?

Cuando tú vienes airada,

todo lo pasas de claro

con tu flecha.

22

XXV

Aquel de buenos abrigo,

amado por virtuoso

de la gente,

el maestre Don Rodrigo

Manrique, tanto famoso

y tan valiente;

sus hechos grandes y claros

no cumple que los alabe,

pues los vieron,

ni los quiero hacer caros

pues que el mundo todo sabe

cuáles fueron.

XXVI

Amigos de sus amigos,

¡qué señor para criados

y parientes!

¡Qué enemigo de enemigos!

¡Qué maestro de esforzados

y valientes!

¡Que seso para discretos!

¡Qué gracia para donosos!

¡Qué razón!

¡Qué benigno a los sujetos!

¡A los bravos y dañosos,

qué león!

XXVII

En ventura Octaviano;

Julio César en vencer

y batallar;

en la virtud, Africano;

Aníbal en el saber

y trabajar;

en la bondad, un Trajano;

Tito en liberalidad

con alegría,

en su brazo, Aureliano;

Marco Atilio en la verdad

que prometía.

XXVIII

Antonio Pío en clemencia;

Marco Aurelio en igualdad

del semblante;

Adriano en elocuencia,

Teodosio en humanidad

y buen talante;

Aurelio Alejandro fue

en disciplina y rigor

de la guerra;

un Constantino en la fe,

Camilo en el gran amor

de su tierra.

XXIX

No dejó grandes tesoros,

ni alcanzó muchas riquezas

ni vajillas;

mas hizo guerra a los moros,

ganando sus fortalezas

y sus villas;

y en las lides que venció,

cuántos moros y caballos

se perdieron;

y en este oficio ganó

las rentas y los vasallos

que le dieron.

XXX

Pues por su honra y estado,

en otros tiempos pasados,

¿cómo se hubo?

Quedando desamparado,

con hermanos y criados

se sostuvo.

Después que hechos famosos

hizo en esta misma guerra

que hacía,

hizo tratos tan honrosos

que le dieron aun más tierra

que tenía.

XXXI

Estas sus viejas historias

que con su brazo pintó

en juventud,

con otras nuevas victorias

ahora las renovó

en senectud.

Por su grande habilidad,

por méritos y ancianía

bien gastada,

alcanzó la dignidad

de la gran Caballería

de la Espada.

XXXII

Y sus villas y sus tierras

ocupadas de tiranos

las halló;

mas por cercos y por guerras

y por fuerza de sus manos

las cobró.

Pues nuestro rey natural,

si de las obras que obró

fue servido,

dígalo el de Portugal

y en Castilla quien siguió

su partido.

XXXIII

Después de puesta la vida

tantas veces por su ley

al tablero;

después de tan bien servida

la corona de su rey

verdadero;

después de tanta hazaña

a que no puede bastar

cuenta cierta,

en la su villa de Ocaña

vino la Muerte a llamar

a su puerta

XXXIV

diciendo: -«Buen caballero

dejad el mundo engañoso

y su halago;

vuestro corazón de acero

muestre su esfuerzo famoso

en este trago;

y pues de vida y salud

hicisteis tan poca cuenta

por la fama,

esfuércese la virtud

para sufrir esta afrenta

que os llama.

XXXV

«No se os haga tan amarga

la batalla temerosa

que esperáis,

pues otra vida más larga

de la fama gloriosa

acá dejáis,

(aunque esta vida de honor

tampoco no es eternal

ni verdadera);

mas, con todo, es muy mejor

que la otra temporal

perecedera.

XXXVI

«El vivir que es perdurable

no se gana con estados

mundanales,

ni con vida delectable

donde moran los pecados

infernales;

mas los buenos religiosos

gánanlo con oraciones

y con lloros;

los caballeros famosos,

con trabajos y aflicciones

contra moros.

23

XXXVII

«Y pues vos, claro varón,

tanta sangre derramasteis

de paganos,

esperad el galardón

que en este mundo ganasteis

por las manos;

y con esta confianza,

y con la fe tan entera

que tenéis,

partid con buena esperanza,

que esta otra vida tercera

ganaréis.»

XXXVIII

-«No tengamos tiempo ya

en esta vida mezquina

por tal modo,

que mi voluntad está

conforme con la divina

para todo;

y consiento en mi morir

con voluntad placentera,

clara y pura,

que querer hombre vivir

cuando Dios quiere que muera,

es locura.

XXXIX

Tú, que, por nuestra maldad,

tomaste forma servil

y bajo nombre;

tú, que a tu divinidad

juntaste cosa tan vil

como es el hombre;

tú, que tan grandes tormentos

sufriste sin resistencia

en tu persona,

no por mis merecimientos,

mas por tu sola clemencia

me perdona.»

XL

Así, con tal entender,

todos sentidos humanos

conservados,

cercado de su mujer

y de sus hijos y hermanos

y criados,

dio el alma a quien se la dio

(el cual la dio en el cielo

en su gloria),

que aunque la vida perdió,

dejonos harto consuelo

su memoria.

24

LA CELESTINA

(Calisto, un joven de noble linaje, está locamente enamorado de Melibea, una mujer también noble y de alta sangre.)

CALISTO.—En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

MELIBEA.—¿En qué, Calisto?

CALISTO .—En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase y hacer a mi inmérito tanta merced que verte

alcanzase y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda incomparablemente es mayor tal

galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías, que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido, ni otro

poder mi voluntad humana puede cumplir.¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre, como ahora el

mío? Por cierto, los gloriosos santos, que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo.

Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza, y yo,

mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.

MELIBEA.—¿Por grande premio tienes esto, Calisto?

CALISTO.—Téngolo por tanto en verdad que, si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta

felicidad.

MELIBEA.—Pues aun más igual galardón te daré yo, si perseveras.

CALISTO.—¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!

MELIBEA.—Mas desventuradas de que me acabes de oír. Porque la paga será tan fiera, cual merece tu loco atrevimiento, y

el intento de tus palabras, Calisto, ¿ha sido de ingenio de tal hombre como tú, haber de salir para perderse en la virtud de tal

mujer como yo? ¡Vete! ¡Vete de ahí, torpe! Que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano

conmigo el ilícito amor comunicar su deleite.

CALISTO.—Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel....

(Calisto canta tristemente sobre el emperador Nerón y el sufrimiento que hubo cuando se quemó Roma. Dice que él

mismo sufre más)

SEMPRONIO.—Digo que cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y tanta

multitud de gente.

CALISTO.—¿Cómo? Yo te lo diré. Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y mayor la que

mata un ánima que la que quema cien mil cuerpos. Como de la apariencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado,

como de la sombra a lo real, tanta diferencia hay del fuego, que dices, al que me quema. Por cierto, si el del purgatorio es

tal, más querría que mi espíritu fuese con los de los brutos animales, que por medio de aquél ir a la gloria de los santos.

SEMPRONIO.—¡Algo es lo que digo! ¡A más ha de ir este hecho! No basta loco, sino hereje.

CALISTO.—¿No te digo que hables alto cuando hablares? ¿Qué dices?

SEMPRONIO.—Digo que nunca Dios quiera tal; que es especie de herejía lo que ahora dijiste.

CALISTO.—¿Por qué?

SEMPRONIO.—Porque lo que dices contradice la cristiana religión.

CALISTO.—¿Qué a mí?

SEMPRONIO.—¿Tú no eres cristiano?

CALISTO.—¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo.

SEMPRONIO. —Tú te lo dirás. Como Melibea es grande, no cabe en el corazón de mi amo, que por la boca le sale a

borbollones. No es más menester; bien sé de que pie cojeas; yo te sanaré.

CALISTO. —Incríble cosa promestes.

SEMPRONIO. —Antes fácil; que el comienzo de la salud es conocer la dolencia del enfermo.

(Sempronio dice que puede ayudar a Calisto. Conoce a una mujer vieja, Celestina, que es alcahueta, es decir, sirve como

mensajera entre novios para que se comuniquen y se vean. Pármeno, otro criado de Calisto, ya conoce a Celestina porque

la ha servido en el pasado. Cuando Celestina viene a la casa de Calisto, Pármeno la llama un “puta vieja alcoholada”, un

término que ofende a Calisto.)

PÁRMENO.—¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te congojas? ¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de ésta

el nombre que la llamé? No lo creas; que así se glorifica en le oír, como tú, cuando dicen: ¡diestro caballero es Calisto! Y

demás de esto es nombrada y por tal título conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice: ¡puta vieja!, sin ningún

empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradías, en

los mortuorios, en todos ayuntamientos de gentes, con ella pasan tiempo. Si pasa por los perros, quello suena su ladrido, si

está cerca las aves, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dicen:

¡puta vieja! Las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, aquello dicen sus martillos.

Carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forman en el aire su nombre. Cántanla

los carpinteros, péinanla los peinadores, tejedores. Labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas, con

ella pasan el afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Todas cosas que son hacen, a doquiera que

ella está, el tal nombre representan. ... ¿Qué quieres más?, sino si una piedra toca con otra, luego suena ¡puta vieja!

CALISTO.—Y tú, ¿cómo lo sabes y la conoces?

25

PÁRMENO.—Saberlo has. Días grandes son pasados que mi madre, mujer pobre, moraba en su vecindad, la cual rogada

por esta Celestina, me dio a ella por sirviente; aunque ella no me conoce, por lo poco que la serví y por la mudanza que la

edad ha hecho.

CALISTO.—¿De qué la servías?

PÁRMENO.—Señor, iba a la plaza y traíale de comer, y acompañábala; suplía en aquellos menesteres, que mi tierna fuerza

bastaba. Pero de aquel poco tiempo que la serví, recogía la nueva memoria lo que la vejez no ha podido quitar. Tiene esta

buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio caída, poco

compuesta y menos abastada. Ella tenía seis oficios, conviene saber: lavandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de

hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera. Era el primer oficio cobertura de los otros, so color del cual muchas mozas

de estas sirvientes entraban en su casa a lavarse y a lavar camisas y gorgueras y otras muchas cosas. Ninguna venía sin

torrezno, trigo, harina o jarro de vino y de las otras provisiones que podían a sus amas hurtar. Y aun otros hurtillos de más

cualidad allí se encubrían. Asaz era amiga de estudiantes y despenseros y mozos de abades. A éstos vendía ella aquella

sangre inocente de las cuitadillas, la cual ligeramente aventuraban en esfuerzo de la restitución que ella les prometía. Subió

su hecho a más: que por medio de aquéllas comunicaba con las más encerradas, hasta traer a ejecución su propósito. Y

aquéstas en tiempo honesto, como estaciones, procesiones de noche, misas de gallo, misas del alba y otras secretas

devociones. Muchas encubiertas vi entrar en su casa. Tras ellas, hombres descalzos, contritos, y rebozados, desatacados, que

entraban allí a llorar sus pecados. ¡Qué tráfagos, si piensas, traía! Hacíase física de niños, tomaba estambre de unas casas,

dábale a hilar en otras, por achaque de entrar en todas. Las unas: ¡madre acá! las otras: ¡madre acullá! ¡cata la vieja!; ¡ya

viene el ama!; de todos muy conocida. Con todos estos afanes, nunca pasaba sin misa, ni vísperas, ni dejaba monasterios de

frailes ni de monjas. Esto porque allí hacía ella sus aleluyas y conciertos. Y en su casa hacía perfumes.... Adelgazaba los

cueros con zumos de limones... y otras confecciones. Sacaba agua para oler.... Hacía lejías para enrubiar ... y otras diversas

cosas.... Aparejos para baños, esto es una maravilla, de las hierbas y raíces, que tenía en el techo de su casa.... Los aceites

que sacaba para el rostro no es cosa de creer.... Y un poquillo de bálsamo tenía ella en una redomilla, que guardaba para

aquel rasguño que tiene por las narices. Esto de los virgos, unos hacía de vejiga y otros curaba a punto. Tenía en un

tabladillo, en una cazuela pintada, unas agujas delgadas de pellejeros e hilos de seda encerados, y colgadas allí raíces de

hojaplasma y fuste sanguino, cebolla albarrana y cepacaballo. Hacía con esto maravillas: que, cuando vino por aquí el

embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía.

CALISTO.—¡Así, pudiera ciento!

PÁRMENO.—¡Sí, santo Dios! Y remediaba por caridad muchas huérfanas y cerradas, que se encomendaban a ella. Y en

otro apartado tenía para remediar amores y para se querer bien. Tenía huesos de corazón de ciervo, lengua de víbora... y

otras mil cosas. Venían a ella muchos hombres y mujeres y a unos demandaba el pan do mordían; a otros, de su ropa; a

otros, de sus cabellos; a otros, pintaba en la palma letras con azafrán; a otros, con bermellón; a otros, daba unos corazones

de cera, llenos de agujas quebradas y otras cosas en barro y en plomo hechas, muy espantables al ver. Pintaba figuras, decía

palabras en tierra. ¿Quién te podrá decir lo que esta vieja hacía? Y todo era burla y mentira.

(Aunque sabe que puede causar graves problemas de honor, Calisto decide llamar a Celestina, a quien le dará una cadena

de oro si puede producir el efecto deseado: que Melibea se enamore de Calisto. Celestina llega a la casa de Melibea.

Celestina comienza hablándole de los males de la vejez, con el fin de convencerla de que debe amar mientras sea joven.

La perversa vieja es hábil en el arte de minar las voluntades ajenas. Cuando comienza a hablarle de Calisto, Melibea se

irrita; Celestina la aplaca diciéndole que el joven sólo quiere que rece por él y el cordón de su vestido. La muchacha le

permite seguir hablando, y ella continúa con su malvada persuasión.)

CELESTINA.—¡Doncella graciosa y de alto linaje! Tu suave habla y alegre gesto, justo con el aparejo de liberalidad que

muestras con esta pobre vieja, me dan osadía a te lo decir. Yo dejo un enfermo a la muerte, que con sola una palabra de tu

noble boca salida, que le lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, según la mucha devoción tiene en tu gentileza.

MELIBEA.—Vieja honrada, no te entiendo si más no declaras tu demanda. Por una parte me alteras y provocas a enojo; por

otra me mueves a compasión. No te sabría volver respuesta conveniente, según lo poco que he sentido de tu habla. Que yo

soy dichosa, si de mi palabra hay necesidad para salud de algún cristiano. Porque hacer beneficio es semejar a Dios, y el que

le da le recibe, cuando a persona digna de él le hace. Y demás de esto, dicen que el que puede sanar al que padece, no lo

haciendo, le mata. Así que no ceses tu petición por empacho ni temor.

CELESTINA.—El temor perdí mirando, señora, tu beldad. Que no puedo creer que en balde pintase Dios unos gestos más

perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones, sino para hacerlos almacén de virtudes, de

misericordias, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti.... ¿Por qué no daremos parte de nuestras

gracias y personas a los prójimos, mayormente cuando están envueltos en secretas enfermedades, y tales que donde está la

melecina salió la causa de la enfermedad?

MELIBEA.—Por Dios, sin más dilatar, me digas quién es ese doliente que de mal tan perplejo se siente, que su pasión y

remedio salen de una misma fuente.

CELESTINA.—Bien tendrás, señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre, que

llaman Calisto.

MELIBEA.—¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Ese es el doliente por quien has hecho tantas

premisas en tu demanda? ¿Por quien has venido a buscar la muerte para ti? ¿Por quien has dado tan dañosos pasos,

desvergonzada barbuda? ...¡Quemada seas, alcahueta falsa, hechicera, enemiga de la honestidad, causadora de secretos

yerros! ¡Jesú, Jesú! ¡Quítamela, Lucrecia, de delante, que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo! Bien se

lo merece esto y más quien a estas tales da oídos. Por cierto, si no mirase a mi honestidad y por no publicar su osadía de ese

atrevido, yo te hiciera, malvada, que tu razón y vida acabaran en un tiempo.

26

CELESTINA.—(Aparte.) ¡En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues! Bien sé a quien digo. ¡Ce, hermano,

que se va todo a perder!

MELIBEA.—¿Aun hablas entre dientes delante mí para acrecentar mi enojo y doblar tu pena? ¿Querrías condenar mi

honestidad por dar vida a un loco? ...¿Perder y destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como

tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas y entendido tu dañado mensaje? ...Respóndeme, traidora, ¿cómo osaste tanto

hacer?

CELESTINA.—Tu temor, señora, tiene ocupada mi disculpa. Mi inocencia me da osadía, tu presencia me turba en verla

airada, y lo que más siento y me pena es recibir enojo sin razón ninguna. Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho,

que ni él quedará culpado ni yo condenada....

MELIBEA.—...¿Qué palabra podías tú querer para ese mal hombre, que a mí bien me estuviese? Responde, pues dices que

no has concluido: ¡quizá pagarás lo pasado!

CELESTINA.—Una oración, señora, que le dijeron que sabías de Santa Polonia para el dolor de muelas. Asimismo tu

cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que dije, pena y muere

de ellas. Ésta fue mi venida. Pero, pues en mi dicha estaba tu airada respuesta, padézcase él su dolor, en pago de buscar tan

desdichada mensajera. Que, pues en tu mucha virtud me faltó piedad, también me faltará agua si a la mar me enviara.

MELIBEA.—Si eso querías, ¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste en tan pocas palabras?

CELESTINA.—Señora, porque mi limpio motivo me hizo creer que, aunque en menos lo propusiera, no se había de

sospechar mal. Que, si faltó el debido preámbulo, fue porque la verdad no es necesario abundar de muchos colores.

Compasión de su dolor, confianza de tu magnificencia ahogaron en mi boca al principio la expresión de la causa. Y pues

conoces, señora, que el dolor turba, la turbación desmanda y altera la lengua, la cual había de estar siempre atada con el

seso, ¡por Dios!, que no me culpes. Y si él otro yerro ha hecho, no redunde en mi daño, pues no tengo otra culpa, sino ser

mensajera del culpado.... No paguen justos por pecadores.... Ni es, señora, razón que su atrevimiento acarree mi perdición....

Que no es otro mi oficio, sino servir a los semejantes: de esto vivo y de esto me arreo. Nunca fue mi voluntad enojar a unos

por agradar a otros, aunque hayan dicho a tu merced en mi ausencia otra cosa

MELIBEA.—Tanto afirmas tu ignorancia, que me haces creer lo que puede ser.... Pero pues todo viene de buena parte, de lo

pasado haya perdón. Que en alguna manera es aliviado mi corazón viendo que es obra pía y santa sanar los pasionados y

enfermos.

CELESTINA.—¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si bien le conocieses, no le juzgases por el que has dicho y mostrado con

tu ira. Por fe tengo que no era tan hermoso aquel gentil Narciso, que se enamoró de su propia figura cuando se vio en las

aguas de la fuente. Ahora, señora, tiénele derribado una sola muela, que jamás cesa de quejar.

MELIBEA.—¿Y qué tanto tiempo ha?

CELESTINA.—...Señora, ocho días. Que parece que ha un año en su flaqueza. Mirad, señora, si una pobre vieja, como yo,

si se hallará dichosa en dar la vida a quien tales gracias tiene. Ninguna mujer le ve, que no alabe a Dios, que así le pintó.

Pues, si le habla, acaso no es más señora de sí de lo que él ordena. Y pues tanta razón tengo, juzgad, señora, por bueno mi

propósito, mis pasos saludables y vacíos de sospecha.

MELIBEA.—¡Oh, cuánto me pesa con la falta de mi paciencia! Porque siendo él ignorante y tú inocente, habéis padecido

las alteraciones de mi airada lengua. Pero la mucha razón me relieva de culpa, la cual tu habla sospechosa causó. En pago de

tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y porque para escribir la oración no habrá tiempo

sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.

LUCRECIA.—(Aparte.) ¡Ya, ya, perdida es mi ama! ¿Secretamente quiere que venga Celestina? ¡Fraude hay! ¡Más le

querrá dar que lo dicho!

(Calisto interroga a Celestina sobre los resultados de su primera entrevista con Melibea. Junto con Calisto y la vieja

alcahueta, intervienen en la escena Sempronio y Pármeno, criados del joven enamorado.

Las partes más importantes del diálogo corresponden a los largos parlamentos de la vieja. Con palabras llenas de

astucia, Celestina se las ingenia para poner de relieve la habilidad con la que ha conseguido vencer la resistencia de

Melibea. Todo lo que dice va encaminado a ganar la confianza de Calisto con el fin de que éste pague largamente sus

servicios. La astucia y la avaricia son los rasgos más sobresalientes del carácter de la vieja alcahueta.)

CALISTO.- Si no quieres, reina y señora mía, que desespere y vaya mi ánima condenada a perpetua pena oyendo esas

cosas, certifícame brevemente si no hubo buen fin tu demanda gloriosa, y la cruda y rigurosa muestra de aquel gesto

angélico y matador. Pues todo eso es más señal de odio que de amor.

CELESTINA.- La mayor gloria que el secreto oficio de la abeja se da, a la cual los discretos deben imitar, es que todas las

cosas por ella tocadas convierte en mejor de lo que son. De esta manera me he habido con las zahareñas razones y esquivas

de Melibea. Todo su rigor traigo convertido en miel, su ira en mansedumbre, su aceleramiento en sosiego. Pues ¿a qué

piensas que iba allá la vieja Celestina, a quien tú, demás de tu merecimiento, magníficamente galardonaste, sino a ablandar

su saña, a sufrir su accidente, a ser escudo de tu ausencia, a recibir en mi manto los golpes, los desvíos, los menosprecios,

desdenes, que muestran aquéllas en los principios de sus requerimientos de amor, para que sea después en más tenida su

dádiva? Que a quien más quieren, peor hablan. Y si así no fuese, ninguna diferencia habría entre las públicas que aman, a

las escondidas doncellas, si todas dijesen sí a la entrada de su primer requerimiento, en viendo que de alguno eran amadas.

Las cuales, aunque están abrasadas y encendidas de vivos fuegos de amor, por su honestidad muestran un frío exterior, un

sosegado rostro, un apacible desvío, un constante ánimo y casto propósito, unas palabras agrias, que la propia lengua se

maravilla del gran sufrimiento suyo, que le hacen forzosamente confesar al contrario de lo que siente. Así que, para que tú

descanses y tengas reposo, mientras te contare por extenso el proceso de mi habla y la causa que tuve para entrar, sabe que

el fin de su razón fue muy bueno.

27

CALISTO.- Ahora, señora, que me has dado seguro para que ose esperar todos los rigores de la respuesta, di cuanto

mandares y como quisieres, que yo estaré atento. Ya me reposa el corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben las

venas y recobran su perdida sangre, ya he perdido temor, ya tengo alegría. Subamos, si mandas, arriba. En mi cámara me

dirás por extenso lo que aquí he sabido en suma.

CELESTINA.- Subamos, señor.

PÁRMENO.- (¡Oh, Santa María! ¡Qué rodeos busca este loco para huir de nosotros, para poder llorar a su placer con

Celestina de gozo, y por descubrirle mil deseos de su liviano y desvariado apetito, por preguntar y responder seis veces cada

cosa, sin que esté presente quien le pueda decir que es prolijo! Pues te aseguro yo, desatinado, que tras ti vamos.)

CALISTO.- Mira, señora, qué hablar trae Pármeno; cómo se viene santiguando de oír lo que has hecho de tu gran diligencia.

Espantado está, por mi fe, señora Celestina. Otra vez se santigua. Sube, sube, sube, y siéntate, señora, que de rodillas quiero

escuchar tu suave respuesta. Y dime luego: la causa de tu entrada, ¿qué fue?

CELESTINA.- Vender un poco de hilado, con que tengo cazadas más de treinta de su estado, si a Dios ha placido, en este

mundo, y algunas mayores.

CALISTO.- Eso será de cuerpo, madre; pero no de gentileza, no de estado, no de gracia y discreción, no de linaje, no de

presunción con merecimiento, no en virtud, no en habla.

PÁRMENO.- (Ya discurre eslabones el perdido, ya se desconciertan sus badajadas. Nunca da menos de doce, siempre está

hecho reloj de mediodía. Cuenta, cuenta, Sempronio, que estás embobado oyéndole a él locuras y a ella mentiras.)

SEMPRONIO.- (¡Oh maldicente venenoso! ¿Por qué cierras las orejas a lo que todos los del mundo las aguzan, hecho

serpiente que huye la voz del encantador? Que sólo por ser de amores estas razones, aunque mentiras, las habías de escuchar

con gana.)

CELESTINA.- Oye, señor Calisto, y verás tu dicha y mi solicitud qué obraron. Que, en comenzando yo a vender y poner en

precio mi hilado, fue su madre de Melibea llamada para que fuese a visitar una hermana suya enferma. Y como le fue

necesario ausentarse, dejó en su lugar a Melibea para...

CALISTO.- ¡Oh gozo sin par, oh singular oportunidad, oh oportuno tiempo! ¡Oh quién estuviera allí debajo de tu manto,

escuchando qué hablaría sola aquella en quien Dios tan extremadas gracias puso!

CELESTINA.- ¿Debajo de mi manto dices? ¡Ay mezquina! Que fueras visto por treinta agujeros que tiene, si Dios no le

mejora.

PÁRMENO.- (Sálgome fuera, Sempronio. Ya no digo nada, escúchatelo todo. Si este perdido de mi amo no midiese con el

pensamiento cuántos pasos hay de aquí a casa de Melibea, y contemplase en su gesto, y considerase cómo estaría

concertado el hilado, todo el sentido puesto y ocupado en ella, él vería que mis consejos le eran más saludables que estos

engaños de Celestina.)

CALISTO.- ¡Qué es esto, mozos? Estoy yo escuchando atento, que me va la vida; vosotros susurráis, como soléis, por

hacerme mala obra y enojo. Por mi amor, que calléis; moriréis de placer con esta señora, según su buena diligencia. Di,

señora: ¿qué hiciste cuando te viste sola?

CELESTINA.- Recibí, señor, tanta alteración de placer, que cualquiera que me viera me lo conociera en el rostro.

CALISTO.- Ahora la recibo yo; cuanto más quien ante sí contemplaba tal imagen. ¿Enmudecerías con la novedad

inesperada?

CELESTINA.- Antes me dio más osadía a hablar lo que quise verme sola con ella. Abrí mis entrañas, díjele mi embajada:

cómo penabas tanto por una palabra de su boca salida en favor tuyo para sanar un tan gran dolor. Y como ella estuviese

suspensa mirándome, espantada del nuevo mensaje, escuchando hasta ver quién podía ser el que así por necesidad de su

palabra penaba, o a quien pudiese sanar su lengua, en nombrando tu nombre atajó mis palabras y se dio en la frente una gran

palmada, como quien cosa de gran espanto hubiese oído, diciendo que cesase mi habla y me quitase delante, si no quería

hacer a sus servidores verdugos de mi postrimería, agravando mi osadía, llamándome hechicera, alcahueta, vieja falsa,

barbuda, malhechora y otros muchos ignominiosos nombres, con cuyos títulos asombran a los niños de cuna. Y detrás de

esto mil amortecimientos y desmayos, mil milagros y espantos, turbado el sentido, bulliendo fuertemente los miembros

todos a una parte y a otra, herida de aquella dorada flecha, que del sonido de tu nombre le tocó, retorciendo el cuerpo, las

manos enlazadas, como quien se despereza, que parecía que las despedazaba, mirando con los ojos a todas partes, coceando

con los pies el suelo duro. Y yo, a todo esto, arrinconada, encogida, callando, muy gozosa con su ferocidad. Mientras más

basqueaba, más yo me alegraba, porque más cerca estaba el rendirse y su caída. Pero entretanto me gastaba aquel

espumajoso almacén su ira, yo no dejaba mis pensamientos estar vagos ni ociosos, de manera que tuve tiempo para salvar lo

dicho.

CALISTO.- Eso me di, señora madre. Que yo he revuelto en mi juicio mientras te escucho, y no he hallado disculpa que

buena fuese ni convincente, con que lo dicho se cubriese ni colorase, sin quedar terrible sospecha de tu demanda. Porque

conozca tu mucho saber, que en todo me pareces más que mujer: que como tu respuesta tú pronosticaste, proveíste con

tiempo tu réplica. ¿Qué más hacía aquella tusca Adeleta, cuya fama siendo tú viva se perdiera? La cual tres días antes de su

fin pronosticó la muerte de su viejo marido y de los dos hijos que tenía. Ya creo lo que se dice: que el género flaco de las

hembras es más apto para las prestas cautelas que el de los varones.

CELESTINA.- ¿Qué, señor? Dije que tu pena era el mal de muelas, y que la palabra que de ella querría era una oración que

ella sabía, muy devota para ellas.

CALISTO.- ¡Oh maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! ¡Oh cautelosa hembra! Oh medicina presta! ¡Oh

discreta en mensajes! ¿Cuál humano seso bastara a pensar tan alta manera de remedio?

(Celestina conjura a Plutón para que Melibea se enamore de Calisto a través de un hilado hechizado.)

CELESTINA.- Dime, ¿está desocupada la casa? ¿Fuese la moza que esperaba al ministro?

28

ELICIA.- Y aun después vino otra y se fue.

CELESTINA.- Pues sube rápido al piso alto y baja acá el bote del aceite de serpiente que hallarás colgado del pedazo de la

soga que traje del campo la otra noche cuando llovía; y abre el arca de los hilos y hacia la mano derecha hallarás un papel

escrito con sangre de murciélago, debajo de aquella ala de dragón al que sacamos ayer las uñas. Ten cuidado, no derrames el

agua de mayo que me trajeron a confeccionar.

ELICIA.- Madre, no está donde dices. Jamás te acuerdas de dónde guardas las cosas.

CELESTINA.- No me castigues, por Dios, a mi vejez; no me maltrates, Elicia. Entra en la cámara de los ungüentos y en la

pelleja de gato negro donde te mandé meter los ojos de la loba, lo hallarás; y baja la sangre del macho cabrío y unas

poquitas de las barbas que tú le cortaste.

ELICIA.- Toma, madre, aquí está.

CELESTINA.- Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de

los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hirvientes volcanes manan, gobernador de los tormentos y

atormentadores de las almas pecadoras, administrador de todas las cosas negras de los infiernos, con todas sus lagunas y

sombras infernales y litigioso caos. Yo, Celestina, tu más conocida cliente, te conjuro por la virtud y fuerza de estas

bermejas letras, por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas, por la gravedad de estos nombres y signos que

en este papel se contienen, por el áspero veneno de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado, a

que vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad y en ello te envuelvas y con ello estés sin irte ni un momento, hasta que

Melibea lo compre y con ello de tal manera quede enredada, que cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a

conceder mi petición, y se lo abras y lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto; tanto que, despedida toda honestidad, se

descubra a mí y me premie mis pasos y mensajes; y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con

rapidez me tendrás por capital enemiga; heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras; acusaré cruelmente tus continuas

mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre. Y otra y otra vez te conjuro; y así confiando en mi mucho

poder, parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto.

(Como es de esperar, Melibea, influenciada por los esfuerzos de los criados y los hechizos de Celestina, se enamora de

Calisto.)

MELIBEA.—...¡Oh mi señor y mi bien todo! ¡Cuánto más alegre me fuera poder ver tu faz, que oír tu voz! Pero, pues no se

puede al presente más hacer, toma la firma y sello de las razones que te envié escritas en la lengua de aquella solícita

mensajera. Todo lo que te dijo confirmo, todo lo he por bueno. Limpia, señor, tus ojos; ordena de mí a tu voluntad.

CALISTO.—¡Oh señora mía, esperanza de mi gloria, descanso y alivio de mi pena, alegría de mi corazón! ¿Qué lengua será

bastante para te dar iguales gracias a la sobrada e incomparable merced que en este punto, de tanta congoja para mí, me has

querido hacer en querer que un flaco e indigno hombre pueda gozar de tu suavísimo amor? Del cual, aunque muy deseoso,

siempre me juzgaba indigno, mirando tu grandeza, considerando tu estado, remirando tu perfección, contemplando tu

gentileza, acatando mi poco merecer y tu alto merecimiento, tus extremadas gracias, tus loadas y manifiestas virtudes. Pues,

¡oh alto Dios!, ¿cómo te podré ser ingrato, que tan milagrosamente has obrado conmigo tus singulares maravillas? ¡Oh

cuántos días antes de ahora pasados me fue venido este pensamiento a mi corazón, y por imposible, le rechazaba de mi

memoria, hasta que ya los rayos ilustrantes de tu muy claro gesto dieron luz en mis ojos, encendieron mi corazón;

despertaron mi lengua...; finalmente, me dieron tal osadía, que me han traído con su mucho poder a este sublimado estado

en que agora me veo, oyendo de grado tu suave voz! La cual, si antes de agora no conociese y no sintiese tus saludables

olores, no podía creer que careciesen de engaño tus palabras. Pero, como soy cierto de tu limpieza de sangre y hechos, me

estoy remirando si soy yo, Calisto, a quien tanto bien se le hace.

MELIBEA.—Señor Calisto, tu mucho merecer, tus extremadas gracias, tu alto nacimiento han obrado que, después que de ti

hube entera noticia, ningún momento de mi corazón te partieses. Y aunque muchos días he pugnado por lo disimular, no he

podido tanto que en tomándome aquella mujer tu dulce nombre a la memoria, no descubriese mi deseo y viniese a este lugar

y tiempo, donde te suplico ordenes y dispongas de mi persona según querrás.

(Mientras que Calisto y Melibea gozan de su amor, los criados, que no han recibido lo que ellos consideran adecuado de

Celestina, matan a la vieja. La justicia los prende y los ejecuta. Calisto se entera de la muerte de sus criados el próximo

día y va al jardín de la casa de Melibea, que se encuentra en el jardín acompañada por su criada Lucrecia. Mientras

espera la visita de Calisto, la joven enamorada canta canciones de amor. Aparece Calisto que elogia el canto de su

amada y a continuación se establece entre ellos un bello diálogo amoroso. Abajo se oye la voz de Sosia, criado de

Calisto, que riñe con unos rufianes. Al acudir en su ayuda, Calisto cae desde lo alto de la escalera que le ha servido para

franquear la tapia del jardín. La escena final está constituida por las lamentaciones de Tristán, otro de los criados de

Calisto, y de la desgraciada Melibea.

Conviene observar el tipo de lenguaje utilizado por unos y por otros. Los enamorados se expresan en una lengua culta,

elevada, como corresponde a su condición de personas de clase social alta. Los criados se expresan de acuerdo con un

nivel de lengua popular, que se corresponde con la lengua hablada en la época.)

MELIBEA.- Óyeme tú, por mi vida, que yo quiero cantar sola.

Papagayos, ruiseñores,

que cantáis al alborada

llevad nueva a mis amores

cómo espero aquí asentada.

La media noche es pasada,

29

y no viene;

sabed si hay otra amada

que lo detiene.

CALISTO.- Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puede más sufrir tu penado esperar. ¡Oh mi señora y mi bien

todo! ¿Cuál mujer podía haber nacida que desprivase tu gran merecimiento? ¡Oh interrumpida melodía! ¡Oh gozoso rato!

¡Oh corazón mío! ¿Y cómo no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo y cumplir el deseo de entrambos?

MELIBEA.- ¡Oh sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor y mi alma? ¿Es él? No lo puedo creer. ¿Dónde

estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu claridad escondida? ¿Hacía rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar

palabras sin seso al aire, con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu venida. Mira la luna, cuán clara se nos

muestra; mira las nubes, cómo huyen; oye la corriente agua de esta fontecica, cuánto más suave murmullo y húmedo lleva

por entre las frescas hierbas. Escucha los altos cipreses, cómo se dan paz unos ramos con otros, por intercesión de un

templadico viento que los mece. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están, y aparejadas para encubrir nuestro deleite.

Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tornaste loca de placer? Déjamelo, no me lo despedaces, no le trabajes sus miembros con

tus pesados brazos. Déjame gozar de lo que es mío, no me ocupes mi placer.

CALISTO.- Pues, señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea de peor condición mi presencia,

con que te alegras, que mi ausencia, que te fatiga.

SOSIA.- ¿Así, bellacos, rufianes, veníais a aterrorizar a los que no os temen? Pues yo os juro que si esperáis, que yo os

hiciera ir como merecíais.

CALISTO.- Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a verlo, no lo maten; que no está sino un pajecico con él. Dame

presto mi capa, que está debajo de ti.

MELIBEA.- ¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.

CALISTO.- Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen coraza y capacete y cobardía.

SOSIA.- ¿Aún tornáis? Esperad; quizá venís por lana.

CALISTO.- Déjame, por Dios, señora, que puesta está la escala.

MELIBEA.- ¡Oh, desdichada soy! ¡Y cómo vas, tan recio y con tanta prisa y desarmado, a meterte entre quien no conoces!

Lucrecia, ven presto acá, que es ido Calisto a un ruido. Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.

TRISTÁN.- Tente, señor, no bajes. Idos son; que no eran sino Traso el cojo y otros bellacos, que pasaban voceando. Que ya

se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos a la escala.

CALISTO.- ¡Oh, válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!

TRISTÁN.- Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caído de la escala, y no habla ni se bulle.

SOSIA.- ¡Señor, señor, ¡A esa otra puerta...! ¡Tan muerto es como mi abuela! ¡Oh gran desventura!

LUCRECIA.- ¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste!

MELIBEA.- ¿Qué es esto que oigo, amarga de mí?

TRISTÁN.- ¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin confesión! Coge, Sosia, esos

sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo nuestro. ¡Oh día aciago! ¡Oh arrebatado fin!

MELIBEA.- ¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo? Ayúdame a

subir, Lucrecia, por estas paredes, veré mi dolor; si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es

ido en humo! ¡Mi alegría es perdida! ¡Consumióse mi gloria!

LUCRECIA.- Tristán, ¿qué dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura?

TRISTÁN.- ¡Lloro mi gran mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto de la escala y es muerto. Su cabeza está

en tres partes. Sin confesión pereció. Díselo a la triste y nueva amiga, que no espere más su penado amador. Toma, tú,

Sosia, de los pies. Llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra detrimento, aunque sea muerto en

este lugar. Vaya con nosotros llanto, acompáñenos soledad, síganos desconsuelo, vístanos tristeza, cúbranos luto y dolorosa

jerga.

30

MELIBEA.- ¡Oh la más de las tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseído el placer, tan presto venido el dolor!

LUCRECIA.- Señora, no rasgues tu cara ni meses tus cabellos. ¡Ahora en placer, ahora en tristeza! ¿Qué planeta hubo que

tan presto contrarió su destino? ¡Qué poco corazón es éste! Levanta, por Dios, no seas hallada por tu padre en tan

sospechoso lugar, que serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te desmayes, por Dios. Ten esfuerzo para sufrir la

pena, pues tuviste osadía para el placer.

MELIBEA.- ¿Oyes lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? ¡Rezando llevan con responso mi bien

todo, muerta llevan mi alegría! No es tiempo de yo vivir. ¿Cómo no gocé más del gozo? ¿Cómo tuve en tan poco la gloria

que entre mis manos tuve? ¡Oh ingratos mortales! Jamás conocéis vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis.

(Melibea, desconsolada, sube a una torre para saltar a su propia muerte. Habla con su padre y le explica el papel de

Celestina y cómo se enamoró de Calisto.)

MELIBEA.—(...)Padre mío, no pugnes ni trabajes por venir donde yo estoy, que estorbarás la presente habla que te quiero

hacer. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión,

llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad.... Oye, padre mío, mis últimas

palabras, y si como yo espero, las recibes, no culparás mi yerro. Bien ves y oyes este triste y doloroso sentimiento que toda

la ciudad hace. Bien ves este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este grande estrépito de

armas. De todo esto fui yo la causa...; yo fui causa que la tierra goce sin tiempo el más noble cuerpo y más fresca juventud

que al mundo era en nuestra edad criada. Y porque estarás espantado con el son de mis no acostumbrados delitos, te quiero

más aclarar el hecho.

Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito. Perdí

mi virginidad. Del cual deleitoso yerro de amor gozamos cuasi un mes. Y como esta pasada noche viniese, según era

acostumbrado, a la vuelta de su venida, como de la fortuna mudable estuviese dispuesto y ordenado, según su desordenada

costumbre, como las paredes eran altas, la noche obscura, el escala delgada, los sirvientes que traía no diestros en aquel

género de servicio y él bajaba presuroso a ver un ruido que con sus criados sonaba en la calle, con el gran ímpetu que

llevaba no vio bien los pasos, puso el pie en vacío y cayó. De la triste caída sus más escondidos sesos quedaron repartidos

por las piedras y paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortáronle sin confesión su vida, cortaron mi esperanza, cortaron mi

gloria, cortaron mi compañía. Pues ¿qué crueldad sería, padre mío, muriendo él despeñado que viviese yo penada? Su

muerte convida a la mía, convídame y fuerza que sea presto, sin dilación; muéstrame que ha de ser despeñada, para seguirle

en todo.... ¡Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy; detente si me esperas; no me incuses la tardanza que hago dando

esta última cuenta a mi viejo padre, pues le debo mucho más. ¡Oh padre mío muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada y

penosa vida me has tenido, que sean juntas nuestras sepulturas, juntas nos hagan nuestras obsequias.... Toma, padre viejo,

los dones de tu vejez. Que en largos días largas se sufren tristezas. Recibe las arras de tu senectud antigua, recibe allá tu

amada hija. Gran dolor llevo de mí, mayor de ti, muy mayor de mi vieja madre. Dios quede contigo y con ella. A Él ofrezco

mi ánima. Pon tú en cobro este cuerpo que allá baja.

(Melibea se arroja de la torre y muere. Su padre lamenta el triste suceso.)

PLEBERIO.—(...)¡Oh duro corazón de padre! ¿Cómo no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para

quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra

dura!, ¿cómo me sostienes? ¿Adónde hallará abrigo mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna variable, ministra y mayordoma de

los temporales bienes!... ¡Oh mundo, mundo!.... Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por

alguna orden; ahora, visto el pro y el contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable,

una morada de fieras..., río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría,

verdadero dolor. Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos descubres el anzuelo: no lo

podemos huir, que nos tiene ya cazadas las voluntades. Prometes mucho, nada no cumples.... Corremos por los prados de tus

viciosos vicios, muy descuidados, a rienda suelta; descúbresnos la celada cuando ya no hay lugar de volver. ¡Oh amor,

amor! Bien pensé que de tus lazos me había librado, cuando los cuarenta años toqué, cuando fui contento con mi conyugal

compañera, cuando me vi con el fruto que me cortaste el día de hoy. No pensé que tomabas en los hijos la venganza de los

padres..... ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarías a tus sirvientes. Si

los amases, no les darías pena. Si alegres viviesen no se matarían, como ahora mi amada hija.... Dulce nombre te dieron;

amargos hechos haces. No das iguales galardones. Inicua es la ley que a todos igual no es. Alegra tu sonido; entristece tu

trato. Bienaventurados los que no conociste o de los que no te curaste. Del mundo me quejo, porque en sí me crió, porque

no me dando vida, no engendrara en él a Melibea; no nacida, no amara; no amando, cesara mi quejosa y desconsolada

postrimería. ¡Oh mi compañera buena! ¡Oh mi hija despedazada! ¿Por qué no quisiste que estorbase tu muerte? ¿Por qué no

hubiste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste,

cuando yo te había de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarum valle?

31

Garcilaso de la Vega Soneto V

Escrito está en mi alma vuestro gesto

y cuanto yo escribir de vos deseo:

vos sola lo escribistes; yo lo leo tan solo que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto, que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,

de tanto bien lo que no entiendo creo,

tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;

mi alma os ha cortado a su medida;

por hábito del alma misma os quiero;

cuanto tengo confieso yo deberos;

por vos nací, por vos tengo la vida,

por vos he de morir, y por vos muero.

Soneto XI

Hermosas ninfas, que en el río metidas,

contentas habitáis en las moradas

de relucientes piedras fabricadas

y en columnas de vidrio sostenidas,

ahora estéis labrando embebecidas

o tejiendo las telas delicadas,

ahora unas con otras apartadas

contándoos los amores y las vidas:

dejad un rato la labor, alzando

vuestras rubias cabezas a mirarme,

y no os detendréis mucho según ando,

que o no podréis de lástima escucharme,

o convertido en agua aquí llorando,

podréis allá despacio consolarme.

Soneto XII

Si para refrenar este deseo

loco, imposible, vano, temeroso,

y guarecer de un mal tan peligroso, que es darme a entender yo lo que no creo,

no me aprovecha verme cual me veo,

o muy aventurado o muy medroso,

en tanta confusión que nunca oso

fiar el mal de mí que lo poseo,

¿qué me ha de aprovechar ver la pintura

de aquel que con las alas derretidas,

cayendo, fama y nombre al mar ha dado,

y la del que su fuego y su locura

llora entre aquellas plantas conocidas,

apenas en el agua resfrïado?

Soneto XIII

A Dafne ya los brazos le crecían

y en luengos ramos vueltos se mostraban;

en verdes hojas vi que se tornaban

los cabellos que el oro oscurecían;

de áspera corteza se cubrían los tiernos miembros que aun bullendo estaban;

los blancos pies en tierra se hincaban

y en torcidas raíces se volvían.

Aquel que fue la causa de tal daño,

a fuerza de llorar, crecer hacía

este árbol, que con lágrimas regaba.

¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,

que con llorarla crezca cada día

la causa y la razón por que lloraba!

Soneto XXIII

En tanto que de rosa y azucena

se muestra la color en vuestro gesto,

y que vuestro mirar ardiente, honesto,

con clara luz la tempestad serena,

y en tanto que el cabello, que en la vena

del oro se escogió, con vuelo presto

por el hermoso cuello blanco, enhiesto,

el viento mueve, esparce y desordena:

coged de vuestra alegre primavera

el dulce fruto antes que el tiempo airado

cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,

todo lo mudará la edad ligera

por no hacer mudanza en su costumbre.

Soneto XXVII

Amor, amor, un hábito vestí

el cual de vuestro paño fue cortado;

al vestir ancho fue, mas apretado

y estrecho cuando estuvo sobre mí.

Después acá de lo que consentí,

tal arrepentimiento me ha tomado

que pruebo alguna vez, de congojado,

a romper esto en que yo me metí;

mas ¿quién podrá de este hábito librarse,

teniendo tan contraria su natura

que con él ha venido a conformarse?

Si alguna parte queda, por ventura,

de mi razón, por mí no osa mostrarse,

que en tal contradicción no está segura.

Soneto XXIX

Pasando el mar Leandro el animoso,

en amoroso fuego todo ardiendo,

esforzó el viento, y fuése embraveciendo

el agua con un ímpetu furioso.

Vencido del trabajo presuroso,

contrastar a las ondas no pudiendo,

y más del bien que allí perdía muriendo

que de su propia vida congojoso,

como pudo, esforzó su voz cansada

y a las ondas habló de esta manera,

mas nunca fue su voz de ellas oída:

"Ondas, pues no se excusa que yo muera,

dejadme allá llegar, y a la tornada

vuestro furor ejecutad en mi vida."

Égloga I 1

Al virrey de Nápoles

El dulce lamentar de dos pastores,

Salicio juntamente y Nemoroso,

he de cantar, sus quejas imitando;

cuyas ovejas al cantar sabroso

estaban muy atentas, los amores,

de pacer olvidadas, escuchando.

Tú, que ganaste obrando

un nombre en todo el mundo

y un grado sin segundo,

ahora estés atento sólo y dado

al ínclito gobierno del estado

albano, ahora vuelto a la otra parte,

resplandeciente, armado,

representando en tierra el fiero Marte;

2

(…)

Saliendo de las ondas encendido,

rayaba de los montes el altura

el sol, cuando Salicio, recostado

al pie de una alta haya, en la verdura

por donde una agua clara con sonido

atravesaba el fresco y verde prado,

él, con canto acordado

al rumor que sonaba

del agua que pasaba,

se quejaba tan dulce y blandamente

como si no estuviera de allí ausente

la que de su dolor culpa tenía,

y así como presente,

razonando con ella, le decía:

3

SALICIO

¡Oh más dura que mármol a mis quejas

y al encendido fuego en que me quemo

más helada que nieve, Galatea!

Estoy muriendo, y aun la vida temo;

témola con razón, pues tú me dejas,

que no hay sin ti el vivir para qué sea.

Vergüenza he que me vea

ninguno en tal estado,

de ti desamparado,

y de mí mismo yo me corro ahora.

¿De un alma te desdeñas ser señora

donde siempre moraste, no pudiendo

de ella salir un hora?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

4

El sol tiende los rayos de su lumbre

por montes y por valles, despertando

las aves y animales y la gente:

cuál por el aire claro va volando,

cuál por el verde valle o alta cumbre

paciendo va segura y libremente,

cuál con el sol presente

va de nuevo al oficio

y al usado ejercicio

do su natura o menester lo inclina; siempre está en llanto esta ánima mezquina,

cuando la sombra el mundo va cubriendo,

o la luz se avecina.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

5

Y tú, desta mi vida ya olvidada,

sin mostrar un pequeño sentimiento

de que por ti Salicio triste muera,

dejas llevar, desconocida, al viento

el amor y la fe que ser guardada

eternamente solo a mi debiera.

¡Oh Dios!, ¿por qué siquiera,

pues ves desde tu altura

esta falsa perjura

causar la muerte d’un estrecho amigo,

no recibe del cielo algún castigo?

Si en pago del amor yo estoy muriendo,

¿qué hará el enemigo?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo. (…)

SIGLO XVI

32

Fray Luis de León “Oda a la vida retirada” “A Francisco de Salinas”

1

¡Qué descansada vida

la del que huye el mundanal ruïdo

y sigue la escondida

senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido;

que no le enturbia el pecho

de los soberbios grandes el estado,

ni del dorado techo

se admira, fabricado

del sabio moro, en jaspes sustentado!

No cura si la fama

canta con voz su nombre pregonera,

ni cura si encarama

la lengua lisonjera

lo que condena la verdad sincera.

¿Qué presta a mi contento,

si soy del vano dedo señalado;

si, en busca de este viento,

ando desalentado,

con ansias vivas, con mortal cuidado?

¡Oh monte, oh fuente, oh río!

¡Oh secreto seguro, deleitoso!,

roto casi el navío,

a vuestro almo reposo

huyo de aqueste mar tempestuoso.

Un no rompido sueño,

un día puro, alegre, libre quiero;

no quiero ver el ceño

vanamente severo

de a quien la sangre ensalza, o el dinero.

Despiértenme las aves

con su cantar sabroso no aprendido;

no los cuidados graves,

de que es siempre seguido

el que al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo;

gozar quiero del bien que debo al cielo,

a solas, sin testigo,

libre de amor, de celo,

de odio, de esperanzas, de recelo.

Del monte en la ladera,

por mi mano plantado, tengo un huerto,

que con la primavera,

2

de bella flor cubierto,

ya muestra en esperanza el fruto cierto;

y, como codiciosa

por ver y acrecentar su hermosura,

desde la cumbre airosa

una fontana pura

hasta llegar corriendo se apresura;

y luego, sosegada,

el paso entre los árboles torciendo,

el suelo, de pasada,

de verdura vistiendo

y con diversas flores va esparciendo.

El aire el huerto orea

y ofrece mil olores al sentido;

los árboles menea

con un manso ruido,

que del oro y del cetro pone olvido

Ténganse su tesoro

los que de un falso leño se confían;

no es mío ver el lloro

de los que desconfían,

cuando el cierzo y el ábrego porfían.

La combatida antena

cruje, y en ciega noche el claro día

se torna; al cielo suena

confusa vocería,

y la mar enriquecen a porfía.

A mí una pobrecilla

mesa, de amable paz bien abastada,

me baste; y la vajilla,

de fino oro labrada,

sea de quien la mar no teme airada.

y mientras miserable-

mente se están los otros abrasando

con sed insaciable

del peligroso mando,

tendido yo a la sombra esté cantando;

a la sombra tendido,

de hiedra y lauro eterno coronado,

puesto el atento oído

al son dulce, acordado,

del plectro sabiamente meneado.

El aire se serena

y viste de hermosura y luz no usada,

Salinas, cuando suena

la música extremada,

por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino

el alma, que en olvido está sumida,

toma a cobrar el tino

y memoria perdida

de su origen primera esclarecida.

Y, como se conoce,

en suerte y pensamiento se mejora;

el oro desconoce

que el vulgo vil adora,

la belleza caduca engañadora.

Traspasa el aire todo

hasta llegar a la más alta esfera

y oye allí otro modo

de no perecedera

música, que es la fuente y la primera.

y como está compuesta

de números concordes, luego envía

consonante respuesta;

y entre ambas a porfía

se mezcla una dulcísima armonía.

Aquí la alma navega

por un mar de dulzura y finalmente

en él así se anega,

que ningún accidente

extraño o peregrino oye o siente.

¡Oh desmayo dichoso!

¡oh muerte que das vida! ¡oh dulce olvido!

¡durase en tu reposo

sin ser restituido

jamás aqueste bajo y vil sentido!

A este bien os llamo,

gloria del apolíneo sacro coro,

amigos a quien amo

sobre todo tesoro,

que todo lo visible es triste lloro.

¡Oh, suene de contino,

Salinas, vuestro son en mis oídos,

por quien al bien divino

despiertan los sentidos,

quedando a lo demás adormecidos!

―Noche serena‖ (fragmentos) 2

El hombre está entregado

al sueño, de su suerte no cuidando,

y, con paso callado,

el cielo, vueltas dando,

las horas del vivir le va hurtando.

¡Oh, despertad, mortales!

¡mirad con atención en vuestro daño!

Las almas inmortales,

hechas a bien tamaño,

¿podrán vivir de sombras y de engaño?

¡Ay, levantad los ojos

a aquesta celestial eterna esfera!

Burlaréis los antojos

de aquesa lisonjera

vida, con cuanto teme y cuanto espera. ¿Es más que un breve punto el bajo y

torpe suelo, comparado

con ese gran trasunto,

do vive mejorado

lo que es, lo que será, lo que ha pasado?

[ ... ]

3

¿Quién es el que esto mira

y precia la bajeza de la tierra,

y no gime y suspira,

y rompe lo que encierra

el alma y de estos bienes la destierra ?

Aquí vive el contento,

aquí reina la paz; aquí, asentado

en rico y alto asiento,

está el Amor sagrado,

de glorias y deleites rodeado;

inmensa hermosura .

aquí se muestra toda, y resplandece

clarísima luz pura,

que jamás anochece;

eterna primavera aquí florece.

¡Oh campos verdaderos!

¡oh prados con verdad frescos y amenos!

¡riquísimos mineros!

¡oh deleitosos senos!

¡repuestos valles de mil bienes llenos!

1

Cuando contemplo el cielo,

de innumerables luces adornado,

y miro hacia el suelo

de noche rodeado,

en sueño y en olvido sepultado,

el amor y la pena

despiertan en mi pecho un ansia ardiente;

despiden larga vena

los ojos hechos fuente,

Loarte, y digo al fin con voz doliente:

«Morada de grandeza,

templo de claridad y hermosura,

el alma, que a tu alteza

nació, ¿qué desventura

la tiene en esta cárcel baja, oscura?

¿Qué mortal desatino

de la verdad aleja así el sentido,

que, de tu bien divino

olvidado, perdido

sigue la vana sombra, el bien fingido?

33

San Juan de la Cruz “Noche oscura del alma “ En una noche oscura,

con ansias, en amores inflamada,

¡oh dichosa ventura!,

salí sin ser notada,

estando ya mi casa sosegada.

A oscuras y segura,

por la secreta escala, disfrazada,

¡oh dichosa ventura!,

a oscuras y en celada,

estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,

en secreto, que nadie me veía,

ni yo miraba cosa,

sin otra luz y guía

sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba

más cierto que la luz del mediodía

a donde me esperaba

quien yo bien me sabía,

en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche, que guiaste!

¡Oh noche amable más que la alborada!

¡Oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada!

En mi pecho florido,

que entero para él solo se guardaba,

allí quedó dormido,

y yo le regalaba,

y el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena,

cuando yo sus cabellos esparcía,

con su mano serena

en mi cuello hería,

y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,

el rostro recliné sobre el Amado;

cesó todo, y dejéme,

dejando mi cuidado

entre las azucenas olvidado.

“Llama de amor viva” ¡Oh llama de amor viva,

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!,

pues ya no eres esquiva,

acaba ya si quieres,

rompe la tela deste dulce encuentro.

¡Oh cauterio suave!

¡Oh regalada llaga!

¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,

que a vida eterna sabe

y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida la has trocado.

¡Oh lámparas de fuego,

en cuyos resplandores

las profundas cavernas del sentido,

que estaba oscuro y ciego,

con extraños primores

calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso

recuerdas en mi seno,

donde secretamente solo moras!

Y en tu aspirar sabroso,

de bien y gloria lleno,

¡cuán delicadamente me enamoras!

El Lazarillo de Tormes

Prólogo

Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se

entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren

tanto los deleite. Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena;

mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello. Y así vemos cosas tenidas

en poco de algunos, que de otros no lo son. Y esto para que ninguna cosa se debería romper ni echar a mal, si muy

detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de ella algún fruto.

Porque, si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser

recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben. Y, a este propósito, dice

Tulio: «La honra cría las artes».

¿Quién piensa que el soldado que es primero del escala tiene más aborrecido el vivir? No por cierto; mas el deseo de

alabanza le hace ponerse al peligro; y así en las artes y letras es lo mismo. Predica muy bien el presentado y es hombre que

desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: «¡Oh, qué maravillosamente

lo ha hecho vuestra reverencia!». Justó muy ruinmente el señor don Fulano, y dio el sayete de armas al truhán, porque le

loaba de haber llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad?

Y todo va de esta manera: que, confesando yo no ser más santo que mis vecinos, de esta nonada, que en este grosero

estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que

vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades.

Suplico a Vuestra Merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder y deseo se

conformaran. Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, parecióme no tomarle por el

medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona, y también porque consideren los que heredaron

34

nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria,

con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto.

Tratado primero

Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue

Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona

Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el

sobrenombre; y fue de esta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está

ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y, estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí,

tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.

Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a

moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la

gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue

mi padre (que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho), con cargo de acemilero de un caballero que allá fue. Y

con su señor, como leal criado, feneció su vida.

Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose

a vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de

caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.

Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a

nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa.

Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que

con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a

que nos calentábamos.

De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo

brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño

vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo, decía:

-¡Madre, coco!

Respondió él riendo:

-¡Hideputa!

Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de haber en el

mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».

Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y, hecha

pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas,

mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas; y, cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con

todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de

los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a

esto.

Y probósele cuanto digo, y aún más; porque a mí con amenazas me preguntaban, y, como niño, respondía y descubría

cuanto sabía con miedo: hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí.

Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado

centenario, que en casa del sobredicho comendador no entrase ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.

Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia. Y, por evitar peligro y quitarse de malas

lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se

acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y

candelas y por lo demás que me mandaban.

En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestrarle, me pidió a mi madre, y

ella me encomendó a él, diciéndole cómo era hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los

Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí,

pues era huérfano. Él respondió que así lo haría y que me recibía, no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y

adestrar a mi nuevo y viejo amo.

Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse

de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos llorando, me dio su bendición y dijo:

-Hijo, ya sé que no te veré más. Procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto; válete

por ti.

Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba.

Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro,

y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y, allí puesto, me dijo:

-Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.

Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y

diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:

-Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.

Y rió mucho la burla.

Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije entre mí: «Verdad

dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».

35

Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza. Y, como me viese de buen ingenio, holgábase

mucho y decía:

-Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas avisos para vivir muchos te mostraré.

Y fue así, que, después de Dios, éste me dio la vida, y, siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir.

Huelgo de contar a Vuestra Merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y

dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.

Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, Vuestra Merced sepa que, desde que Dios crió el mundo,

ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila: ciento y tantas oraciones sabía de coro; un tono bajo,

reposado y muy sonable, que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que, con muy buen

continente, ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.

Allende de esto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos

efectos: para mujeres que no parían; para las que estaban de parto; para las que eran malcasadas, que sus maridos las

quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas si traían hijo o hija. Pues en caso de medicina decía que Galeno no supo la

mitad que él para muelas, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le

decía:

-Haced esto, haréis esto otro, cosed tal yerba, tomad tal raíz.

Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decía creían. De éstas sacaba él grandes

provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.

Mas también quiero que sepa Vuestra Merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino

hombre no vi; tanto, que me mataba a mí de hambre, y así no me demediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi sutileza

y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas, con todo su saber y aviso, le contaminaba

de tal suerte que siempre, o las más veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales

contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.

Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su

candado y llave; y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tanta vigilancia y tan por contadero, que no bastara todo el

mundo a hacerle menos una migaja. Mas yo tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era

despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba, pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un

poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando,

no por tasa pan, más buenos pedazos, torreznos y longaniza. Y así, buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza,

sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba.

Todo lo que podía sisar y hurtar traía en medias blancas, y, cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él

carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada,

que, por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal

ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y decía:

-¿Qué diablo es esto, que, después que conmigo estás, no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un

maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha.

También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que, en yéndose el que la

mandaba rezar, le tirase por cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba a dar voces diciendo:

-¿Mandan rezar tal y tal oración? -como suelen decir.

Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados y

tornábale a su lugar. Mas duróme poco, que en los tragos conocía la falta, y, por reservar su vino a salvo, nunca después

desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja

larga de centeno que para aquel menester tenía hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino, lo dejaba a

buenas noches. Mas, como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudó propósito y asentaba

su jarro entre las piernas y atapábale con la mano, y así bebía seguro.

Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé

en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sutil, y, delicadamente, con una muy delgada tortilla de cera, taparlo;

y, al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre

que teníamos, y, al calor de ella luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca,

la cual yo de tal manera ponía, que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada. Espantábase,

maldecíase, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.

-No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-, pues no le quitáis de la mano.

Tantas vueltas y tientos dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera

sentido.

Y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando el daño que me estaba aparejado ni que el

mal ciego me sentía, sentéme como solía; estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco

cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de mí

venganza, y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose,

como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada de esto se guardaba, antes, como otras veces,

estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima.

Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron

por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé.

Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y, aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado

del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y, sonriéndose, decía:

-¿Qué te parece Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud -y otros donaires que a mi gusto no lo eran.

36

Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que, a pocos golpes tales, el cruel ciego

ahorraría de mí, quise yo ahorrar de él; mas no lo hice tan presto, por hacello más a mi salvo y provecho. Y aunque yo

quisiera asentar mi corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me

hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y repelándome.

Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:

-¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.

Santiguándose los que lo oían, decían:

-¡Mirad quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!

Y reían mucho el artificio y decíanle:

-¡Castigadlo, castigadlo, que de Dios lo habréis!

Y él, con aquello, nunca otra cosa hacía.

Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por hacerle mal y daño; si había piedras, por ellas; si

lodo, por lo más alto; que, aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que

ninguno tenía. Con esto, siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de

tolondrones y pelado de sus manos. Y, aunque yo juraba no hacerlo con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me

aprovechaba ni me creía, mas tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.

Y porque vea Vuestra Merced a cuánto se extendía el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él

me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir

a tierra de Toledo, porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: «Más da el duro

que el desnudo». Y vinimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos;

donde no, a tercero día hacíamos San Juan.

Acaeció que, llegando a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo

de ellas en limosna. Y como suelen ir los cestos maltratados, y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura,

desgranábasele el racimo en la mano. Para echarlo en el fardel, tornábase mosto, y lo que a él se llegaba. Acordó de hacer

un banquete, así por no poder llevarlo, como por contentarme, que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes.

Sentámonos en un valladar y dijo:

-Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas y que hayas de él tanta

parte como yo. Partillo hemos de esta manera: tú picarás una vez y yo otra, con tal que me prometas no tomar cada vez más

de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño.

Hecho así el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el traidor mudó propósito, y comenzó a tomar de dos

en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él,

mas aún pasaba adelante: dos a dos y tres a tres y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo

en la mano, y, meneando la cabeza, dijo:

-Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.

-No comí -dije yo-; mas ¿por qué sospecháis eso?

Respondió el sagacísimo ciego:

-¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.

Reíme entre mí y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego.

Mas, por no ser prolijo, dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me

acaecieron, y quiero decir el despidiente y, con él, acabar.

Estábamos en Escalona, villa del duque de ella, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la

longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la

taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había cabe el

fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí. Y como al presente nadie

estuviese, sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndoseme puesto dentro el sabroso olor de la longaniza,

del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el

deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el

asador, el cual, mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que, de

ser cocido, por sus deméritos había escapado. Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza y, cuando

vine, hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido por no haberlo

tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la longaniza, hallóse

en frío con el frío nabo. Alteróse y dijo:

-¿Qué es esto, Lazarillo?

-¡Lacerado de mí! -dije yo-. ¿Si queréis a mí echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí y por burlar

haría esto.

-No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible.

Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del

maldito ciego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la cabeza y llegóse a olerme. Y como debió sentir el huelgo, a

uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos,

abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz. La cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón,

con el enojo, se había aumentado un palmo; con el pico de la cual me llegó a la golilla.

Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento

en el estómago; y lo más principal: con el destiento de la cumplidísima nariz, medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se

juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su dueño. De manera que, antes que

37

el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que su

nariz y la negra mal mascada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.

¡Oh gran Dios, quién estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego, que,

si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos

pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta. Y esto bien lo merecía, pues por su maldad

me venían tantas persecuciones.

Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro

como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande, que toda la gente que por la calle pasaba

entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire contaba el ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tan maltratado y

llorando, me parecía que hacía sinjusticia en no reírselas.

Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice, por que me maldecía, y fue no dejalle

sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello, que la mitad del camino estaba andado; que con sólo apretar los dientes se

me quedaran en casa, y, con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo la longaniza, y,

no pareciendo ellas, pudiera negar la demanda. ¡Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así!

Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí estaban, y, con el vino que para beber le había traído, laváronme la cara y

la garganta. Sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:

-Por verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año, que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres

en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.

Y luego contaba cuántas veces me había descalabrado y arpado la cara, y con vino luego sanaba.

-Yo te digo -dijo- que, si hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, que serás tú.

Y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y

después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debía tener espíritu de profecía, y me pesa de los

sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante

Vuestra Merced oirá.

Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo dejalle, y, como lo traía pensado y lo

tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fue así que luego otro día salimos por la villa a pedir

limosna, y había llovido mucho la noche antes; y porque el día también llovía, y andaba rezando debajo de unos portales

que en aquel pueblo había, donde no nos mojamos, mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:

-Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada con tiempo.

Para ir allá habíamos de pasar un arroyo, que con la mucha agua iba grande. Yo le dije:

-Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos más aína sin mojarnos, porque se estrecha

allí mucho y, saltando, pasaremos a pie enjuto.

Parecióle buen consejo y dijo:

-Discreto eres, por esto te quiero bien; llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe

mal el agua, y más llevar los pies mojados.

Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquéle de bajo de los portales y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la

plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y dígole:

-Tío, éste es el paso más angosto que en el arroyo hay.

Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua, que encima de nos caía, y, lo

más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme de él venganza), creyóse de mí, y dijo:

-Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.

Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y

díjele:

-¡Sus, saltad todo lo que podáis, porque deis de este cabo del agua!

Aun apenas lo había acabado de decir, cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su fuerza arremete,

tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera

con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.

-¿Cómo, y olisteis la longaniza y no el poste? ¡Oled! ¡Oled! -le dije yo.

Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomo la puerta de la villa en los pies de un trote, y, antes

de que la noche viniese, di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios de él hizo ni curé de saberlo.

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Francisco de Quevedo Definiendo el amor

Es hielo abrasador, es fuego helado,

es herida, que duele y no se siente,

es un soñado bien, un mal presente,

es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido, que nos da cuidado,

un cobarde, con nombre de valiente,

un andar solitario entre la gente,

un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,

que dura hasta el postrero paroxismo,

enfermedad que crece si es curada.

Este es el niño Amor, este es tu abismo:

mirad cuál amistad tendrá con nada,

el que en todo es contrario de sí mismo.

Afectos varios de su corazón, fluctuando

en las ondas de los cabellos de Lisi

En crespa tempestad del oro undoso

nada golfos de luz ardiente y pura

mi corazón, sediento de hermosura,

si el cabello deslazas generoso.

Leandro en mar de fuego proceloso

su amor ostenta, su vivir apura;

Ícaro en senda de oro mal segura

arde sus alas por morir glorioso.

Con pretensión de fénix encendidas

sus esperanzas, que difuntas lloro,

intenta que su muerte engendre vidas.

Avaro y rico, y pobre en el tesoro,

el castigo y la hambre imita a Midas,

Tántalo en fugitiva fuente de oro.

Amor constante más allá de la muerte

Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día,

y podrá desatar esta alma mía

hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,

dejará la memoria, en donde ardía:

nadar sabe mi llama la agua fría,

y perder el respeto a ley severa. Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

medulas que han gloriosamente ardido:

su cuerpo dejará no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?

Aquí de los antaños, que he vivido:

la fortuna mis tiempos ha mordido,

las horas mi locura las esconde.

¡Que sin poder saber cómo ni adónde

la salud y la edad se hayan huido!

Falta la vida, asiste lo vivido,

y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue, Mañana no ha llegado,

Hoy se está yendo sin parar un punto;

soy un fue y un será y un es cansado.

En el Hoy y Mañana y Ayer junto

pañales y mortaja, y he quedado

presentes sucesiones de difunto.

¡Fue sueño ayer; mañana será tierra! ¡Poco antes, nada; y poco después, humo!

¡Y destino ambiciones, y presumo

apenas punto al cerco que me cierra!

Breve combate de importuna guerra,

en mi defensa, soy peligro sumo;

y mientras con mis armas me consumo, menos me hospeda el cuerpo que me entierra.

Ya no es ayer; mañana no ha llegado;

hoy pasa, y es, y fue, con movimiento

que a la muerte me lleva despeñado.

Azadas son la hora y el momento

que, a jornal de mi pena y mi cuidado,

cavan en mi vivir mi monumento.

Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes, ya desmoronados,

de la carrera de la edad cansados,

por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo, vi que el sol bebía

los arroyos del hielo desatados;

y del monte quejosos los ganados,

que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa: vi que amancillada

de anciana habitación era despojos;

mi báculo más corvo, y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,

y no hallé cosa en que poner los ojos

que no fuese recuerdo de la muerte.

A una nariz

Érase un hombre a una nariz pegado,

érase una nariz superlativa,

érase una nariz sayón y escriba,

érase un peje espada muy barbado.

Era un reloj de sol mal encarado,

érase una alquitara pensativa,

érase un elefante boca arriba,

era Ovidio Nasón más narizado.

Érase un espolón de una galera,

érase una pirámide de Egipto,

las doce Tribus de narices era.

Erase un naricísimo infinito,

muchísimo nariz, nariz tan fiera

que en la cara de Anás fuera delito.

Mujer puntiaguda con enaguas

Si eres campana, ¿dónde está el badajo?

Si pirámide andante, vete a Egipto;

si peonza al revés, trae sobre escrito;

si pan de azúcar, en Motril te encajo.

Si chapitel, ¿qué haces acá abajo?

Si de disciplinante mal contrito

eres el cucurucho, y el delito,

llámente los cipreses arrendajo.

Si eres punzón, ¿por qué el estuche

dejas? Si cubilete, saca el testimonio;

si eres coroza, encájate en las viejas.

Si buida visión de San Antonio,

llámate doña Embudo con guedejas;

si mujer, da esas faldas al demonio.

A la edad de las mujeres

De quince a veinte es niña; buena moza

de veinte a veinticinco, y por la cuenta

gentil mujer de veinticinco a treinta.

¡Dichoso aquel que en tal edad la goza!

De treinta a treinta y cinco no alboroza;

mas puédese comer con sal pimienta;

pero de treinta y cinco hasta cuarenta

anda en vísperas ya de una coroza.

A los cuarenta y cinco es bachillera,

ganguea, pide y juega del vocablo;

y cumplidos los cincuenta, da en santera,

y a los cincuenta y cinco echa el retablo.

Niña, moza, mujer, vieja, hechicera,

bruja y santera, se la lleva el diablo.

Letrilla satírica

1 Poderoso caballero

es don Dinero.

Madre, yo al oro me humillo:

él es mi amante y mi amado,

pues de puro enamorado,

de continuo anda amarillo;

que pues, doblón o sencillo,

hace todo cuanto quiero,

poderoso caballero

es don Dinero.

Nace en las Indias honrado,

donde el mundo le acompaña,

viene a morir en España

y es en Génova enterrado;

y, pues quien le trae al lado

es hermoso, aunque sea fiero,

poderoso caballero

es don Dinero.

Es galán, y es como un oro;

tiene quebrado el color;

2

persona de gran valor,

tan cristiano como moro;

pues que da y quita el decoro

y quebranta cualquier fuero,

poderoso caballero

es don Dinero.

Son sus padres principales,

y es de nobles descendiente,

porque en las venas de Oriente

todas las sangres son reales;

y, pues es quien hace iguales

al duque y al ganadero,

poderoso caballero

es don Dinero.

Mas ¿a quién no maravilla

ver en su gloria sin tasa,

que es lo menos de su casa

doña Blanca de Castilla?

Pero, pues da al bajo silla

y al cobarde hace guerrero,

3

poderoso caballero

es don Dinero.

Sus escudos de armas nobles

son siempre tan principales,

que sin sus escudos reales

no hay escudos de armas nobles;

y, pues a los mismos robles

da codicia su minero,

poderoso caballero

es don Dinero.

Por importar en los tratos

y dar tan buenos consejos

en las casas de los viejos

gatos le guardan de gatos;

y, pues él rompe recatos

y ablanda al juez más severo,

poderoso caballero

es don Dinero.

(…)

SIGLO XVII

39

Lope de Vega Francisco de Terrazas Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde y animoso:

no hallar fuera del bien centro y reposo,

mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,

enojado, valiente, fugitivo,

satisfecho, ofendido, receloso:

huir el rostro al claro desengaño,

beber veneno por licor süave,

olvidar el provecho, amar el daño:

creer que el cielo en un infierno cabe;

dar la vida y el alma a un desengaño,

¡esto es amor! quien lo probó lo sabe

¡Ay, basas de marfil, vivo edificio

obrado del artífice del cielo,

columnas de alabastro que en el suelo

nos dais del bien supremo claro indicio!

¡Hermosos chapiteles y artificio

del arco que aun de mime pone celo!

¡Altar donde el tirano dios mozuelo

hiciera de sí mismo sacrificio!

¡Ay, puerta de la gloria de Cupido

y guarda de la flor más estimada

de cuantas en el mundo son y han sido!

Sepamos hasta cuando estáis cerrada.

y el cristalino cielo es defendido

a quien jamás gustó fruta vedada.

Luis de Góngora Mientras por competir con tu cabello

oro bruñido al sol relumbra en vano, mientras con menosprecio en medio el

llano

mira tu blanca frente el lilio bello;

mientras a cada labio, por cogello,

siguen más ojos que al clavel temprano.

y mientras triunfa con desdén lozano

del luciente cristal tu gentil cuello;

goza cuello, cabello, labio y frente,

antes que lo que fue en tu edad dorada

oro, lilio, clavel, cristal luciente,

no sólo en plata o víola troncada

se vuelva, mas tú y ello juntamente en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

De pura honestidad templo sagrado,

cuyo bello cimiento y gentil muro,

de blanco nácar y alabastro duro

fue por divina mano fabricado:

pequeña puerta de coral preciado,

claras lumbreras de mirar seguro,

que a la esmeralda fina el verde puro

habéis para viriles usurpado;

soberbio techo, cuyas cimbrias de oro

al claro Sol, en cuanto en torno gira

ornan de luz, coronan de belleza;

ídolo bello, a quien humilde adoro,

oye piadoso al que por ti suspira,

tus himnos canta, y tus virtudes reza.

Ilustre y hermosísima María,

mientras se dejan ver a cualquier hora

en tus mejillas la rosada Aurora,

Febo en tus ojos, y en tu frente el día,

y mientras con gentil descortesía

mueve el viento la hebra voladora

que la Arabia en sus venas atesora

y el rico Tajo en sus arenas cría;

antes que de la edad Febo eclipsado,

y el claro día vuelto en noche obscura

huya la Aurora del mortal nublado;

antes que lo que hoy es rubio tesoro

venza a la blanca nieve su blancura,

goza, goza el color, la luz, el oro.

La dulce boca que a gustar convida

un humor entre perlas destilado

y a no envidiar aquel licor sagrado

que a Júpiter ministra el garzón de Ida,

amantes, no toquéis si queréis vida;

porque entre un labio y otro colorado

Amor está, de su veneno armado,

cual entre flor y flor sierpe escondida.

No os engañen las rosas, que a la Aurora

diréis que, aljofaradas y olorosas,

se le cayeron del purpúreo seno;

manzanas son de Tántalo, y no rosas.

que después huyen del que incitan ahora,

y sólo del Amor queda el veneno.

De una dama que quitándose una sortija,

se picó con un alfiler

Prisión del nácar era articulado

de mi firmeza un émulo luciente,

un dïamante, ingenïosamente

el oro también él aprisionado.

Clori, pues, que su dedo apremïado

de metal aun precioso no consiente,

gallarda un día, sobre impacïente,

lo redimió del vínculo dorado.

Mas ¡ay!, que insidïoso latón breve

en los cristales de su bella mano

sacrílega divina sangre bebe:

púrpura ilustró menos indïano

marfil; invidïosa sobre nieve,

claveles deshojó la Aurora en vano.

Fábula De Polifemo y Galatea

[Fragmento]

[ ... ]

Un monte era de miembros eminente

este (que, de Neptuno hijo fiero,

de un ojo ilustra el orbe de su frente,

émulo casi del mayor lucero)

cíclope, a quien el pino más valiente,

bastón, le obedecía, tan ligero,

y al grave peso junco tan delgado,

que un día era bastón y otro cayado.

[ ... ]

Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha

Capítulo I. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de

lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más

noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, y algún palomino de añadidura los domingos, consumían las

tres partes de su hacienda. El resto de ella concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de

lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa un ama que pasaba de los

cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín corno tomaba la

podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de

rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay

alguna diferencia en los autores que de este caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se

llamaba Quijana.

Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad.

40

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), se daba a leer

libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración

de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para

comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos; y de todos ningunos le

parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas intricadas

razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas

partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón

me quejo de la vuestra hermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las

estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento miento que merece la vuestra grandeza.

Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y se desvelaba por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no

se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don

Belianís daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro

y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de

aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y darle fin al pie de la letra corno allí se

promete; y sin duda alguna lo hiciera y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza), sobre cuál había

sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que

ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,

porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que

en lo de la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de

turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio. Se le

llenó la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas,

requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y se le asentó de tal modo en la imaginación que era verdad toda

aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía

él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada,

que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,

porque en Roncesvalles había muerto a Roldán, el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo,

el hijo de la

Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que

todos son soberbios y descomedidos, él sólo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de

Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo, y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de

Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él por dar una mano de coces al traidor de Galalón, el ama que

tenía, y aun a su sobrina de añadidura.

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que

le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero

andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había

leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros,

donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Se imaginaba el pobre ya coronado, por el valor de su brazo, por lo

menos, del imperio de Trapisonda, y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos

sentía, se dio prisa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus

bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, largos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Las

limpió y las aderezó lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino

morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el

morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una

cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y

no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, la tornó a hacer de

nuevo poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin querer

hacer una nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.

Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum

pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le

pasaron en imaginar qué nombre le pondría, porque (según se decía él a sí mismo) no era razón que caballo de caballero tan

famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido, y así, procuraba acomodársele de manera que declarase quién

había sido antes que fuese de caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón, que mudando su

señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, corno convenía a la nueva Orden y al

nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a

hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo

que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.

Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo: y en este pensamiento duró otros ocho días, y

al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde, como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera

historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso

Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria por hacerla

famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse don

Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el

sobrenombre de ella. Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí

41

mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante

sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Se decía él:

-Si yo por males de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les

acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente le venzo y le

rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con

voz humilde, y rendido: «¡Yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en

singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase

ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante!»?

¡Oh, cómo se holgó nuestro caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su

dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un

tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cató de ello. Se llamaba Aldonza

Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese

mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era

natural del Toboso, nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas

había puesto.

Capítulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote

Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo poner en efecto su pensamiento, apretándole a ello la

falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que

enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de

su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día (que era uno de los calurosos del mes de julio), se armó de

todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta

falsa de un corral salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su

buen deseo. Mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la

comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a la ley de caballería, ni

podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y puesto que lo fuera, había de llevar arenas blancas, como novel

caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su

propósito; mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a

imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas,

pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño, y con esto se quietó y prosiguió su

camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. Yendo,

pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo:

-¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que

el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?: «Apenas

había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y

apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida

de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los

mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su

famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel.

Y era la verdad que por él caminaba; y añadió diciendo:

-¡Dichosa edad, y siglo dichoso aquel donde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces,

esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro! ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a

quien ha de tocar el ser cronista de esta peregrina historia!, te ruego que no te olvides de mí buen Rocinante, compañero

eterno mío en todos mis caminos y carreras.

Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:

-¡Oh princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón!, mucho agravio me habéis hecho en despedirme y reprocharme

con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra hermosura. Plázcaos, señora, de memoraros de este

vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece.

Con éstos iba ensartando otros disparates, todo al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto

podía su lenguaje; y con esto caminaba tan despacio, y el sol entraba tan aprisa y con tanto ardor, que fuera bastante a

derretirle los sesos, si algunos tuviera.

Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar

luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino

fue la del Puerto Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo

que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer su rocín y él se hallaron

cansados y muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de

pastores donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad, vio, no lejos del camino por donde iba, una

venta, que fue como si viera una estrella, que no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Se dio

prisa a caminar, y llegó a ella a tiempo que anochecía.

Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman «del partido», las cuales iban a Sevilla con unos

arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o

imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un

castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su patente levadiza y honda cava, con todos aquellos

adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta (que a él le parecía castillo), y a poco trecho de ella

detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar serial con alguna trompeta de

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que llegaba caballero al castillo. Pero como vio que se tardaban y que Rocinante se daba prisa por llegar a la caballeriza, se

llegó a la puerta de la venia, y vio a las dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas

o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso que un porquero, que

andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que, sin perdón, así se llaman), tocó un cuerno, a cuya señal

ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su

venida; y así, con extraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte

armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su

miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada les dijo:

-Non huyan las vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno, que a la orden de caballería que profeso non toca ni

atañe hacerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.

Lo miraban las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala visera le encubría; mas, como se oyeron

llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don Quijote vino a

avergonzarse y a decirles:

-Bien parece la mesura en las hermosas, y es mucha sandez, además, la risa que de leve causa procede, pero non vos lo

digo porque os acuitéis ni mostréis mal talante, que el mío non es de otra cosa que de serviros.

El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa, y en él el enojo;

y pasara muy adelante, si a aquel punto no saliera el ventero, hombre, que, por ser muy gordo, era muy pacífico; el cual,

viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales, como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo

en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos

pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo:

-Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho, porque en esta venta no hay ninguno, todo lo demás

se hallará en ella en mucha abundancia.

Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció a él el ventero y la venta), respondió:

-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta porque

mis arreos son las armas,

mi descanso el pelear, etcétera.

Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él

era andaluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiante o paje; y así le

respondió:

-Según eso, las camas de vuestra merced, serán duras peñas, y su dormir, siempre velar, y siendo así, bien se puede

apear con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.

Y diciendo esto, fue a tener del estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en

todo aquel día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la

mejor pieza que comía pan en el mundo. Lo miró el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la

mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas

(que ya se habían reconciliado con él), las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron

desencajarle la gola ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes y era menester cortarlas, por no

poderse quitar los nudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera; y así, se quedó toda aquella noche con la celada

puesta, que era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar; y al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas

traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:

-Nunca fuera caballero

de damas tan bien servido

como fuera don Quijote

cuando de su aldea vino:

doncellas curaban de él;

princesas, del su rocino,

o Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío; que, puesto que no

quisiera descubrirme fasta que las hazañas hechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al

propósito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero tiempo

vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de

serviros.

Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra; sólo le preguntaron si quería comer

alguna cosa.

-Cualquiera yantaría yo -respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.

A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado, que en Castilla

llaman abadejo, y en Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Le preguntaron si por ventura

comería su merced truchuela, que no había otro pescado que darle a comer.

-Como haya muchas truchuelas -respondió don Quijote-, podrán servir de una trucha; porque eso se me da que me den

ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera,

que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas

no se puede llevar sin el gobierno de las tripas.

Le pusieron la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y le trajo al huésped una porción del mal remojado y peor

cocido bacalao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como

tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba y ponía; y así

una de aquellas señoras servía de este menester. Mas al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara

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una caña, y puesto él un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recibía en paciencia a trueco de no

romper las cintas de la celada. Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y así como llegó, sonó su

silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo y que

le servían con música, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas, y el ventero, castellano del

castillo; y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado

caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la orden de caballería.

Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero

Y así, fatigado de este pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena, la cual acabada, llamó al ventero, y

encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:

-No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle

quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.

El ventero, que vio a su huésped a sus pies, y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse

ni decirle, y porfiaba con él que se levantase; y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le

pedía.

-No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío -respondió don Quijote-; y así, os digo que el don

que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana, en aquel día, me habéis de armar caballero;

y esta noche, en la capilla de este vuestro castillo, velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto

deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en pro de los

menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes

hazañas es inclinado.

El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped,

acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones; y por tener que reír aquella noche, determinó de seguirle el

humor; y así le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los

caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él, asimismo, en los años de su

mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras. Sin que

hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia,

Rondilla de Granada, playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las ventillas de Toledo, y otras diversas partes, donde había

ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo

algunas doncellas y engañando a algunos pupilos y finalmente dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay

casi en toda España; y que a lo último se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las

ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha

afición que les tenía, y porque partiesen con él de sus haberes en pago de su buen deseo.

Le dijo también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada

para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche las

podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que

él quedase armado caballero, y tan caballero, que no pudiese ser más en el mundo.

Le preguntó si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de

los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba; que, puesto caso que en las

historias no se escribía, por haberles parecido a los autores de ellas que no era menester escribir una cosa tan clara y tan

necesaria de traerse, como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trajesen; y así, tuviese por

cierto y averiguado que todos los caballeros andantes (de que tantos libros están llenos y atestados), llevaban bien herradas

las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para

curar las heridas que recibían, porque no todas veces en los campos y desiertos donde se combatían y salían heridos, había

quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría trayendo por el aire, en

alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que, en gustando alguna gota de ella, luego

al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido; mas que, en tanto que esto no hubiese,

tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias,

como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran pocas y

raras veces), ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo,

como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy

admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo (pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que

tan presto lo había de ser), que no caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán

bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase. Le prometió don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda

puntualidad, y así, se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba; y

recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y embrazando su adarga, asió de su

lanza, y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la

noche. Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de

caballería que esperaba. Se admiraron de tan extraño género de locura; fueron a mirar desde lejos, y vieron que, con

sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen

espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba;

de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos. Se le antojó en esto a uno de los arrieros que estaban

en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual,

viéndole llegar, en voz alta le dijo:

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-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante que jamás se

ciñó espada!, mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.

No se curó el arriero de estas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud); antes, trabando de

las correas las arrojó gran trecho de sí. Lo cual, visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pensamiento (a lo

que pareció) en su señora Dulcinea dijo:

-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en

este primero trance vuestro favor y amparo.

Y diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos, y dio con ella tan gran golpe

al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro

que le curara. Hecho esto, recogió sus armas, y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin

saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con la misma intención de dar agua a sus

mulos, y llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra, y sin pedir favor a nadie,

soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza, y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero,

porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote,

embrazó su adarga, y puesta mano a su espada, dijo:

-¡Oh señora de la hermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío!, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu

grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.

Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás.

Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo

mejor que podía, se reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero daba

voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos.

También don Quijote las daba mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y

mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros, y que si él hubiera recibido la

orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía:

-Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno; tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes; que

vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.

Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por esto como por las

persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos, y tornó a la vela de sus armas con la misma

quietud y sosiego que primero. No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la

negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese; y así, llegándose a él, se disculpó de la insolencia que

aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento.

Le dijo cómo ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria;

que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía noticia del

ceremonial de la orden; y que aquello en mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba al

velar de las armas, que, con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro. Todo se lo

creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese;

porque si fuese otra vez acometido, y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, excepto

aquellas que él le mandase, a quien, por su respeto, dejaría.

Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros,

y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al

cual mandó hincar de rodillas; y leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración), en mitad de la leyenda alzó

la mano, y le dio sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su misma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando

entre dientes como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con

mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero

las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora: lid

-Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.

Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién quedaba obligado por la merced

recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha

humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo, que vivía a las tendillas de Sancho

Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que por su amor le

hiciese merced que de allí adelante se pusiese don, y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó la

espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada. Le preguntó su nombre, y dijo que se llamaba la

Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don, y se

llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios y mercedes. Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca

vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y ensillando luego a

Rocinante subió en él, y abrazando a su huésped le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado

caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque

con más breves palabras, respondió a las suyas, y sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buena hora.

Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta

La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado

caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole a la memoria los consejos de su huésped,

cerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, en especial la de los dineros y camisas, determinó

volver a su casa y acomodarse de todo y de un escudero, haciendo cuenta de recibir a un labrador vecino suyo, que era

pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a Rocinante

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hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies

en el suelo.

No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, salían

unas voces delicadas, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:

-Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir

con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de algún

menesteroso o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda.

Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían. Y a pocos pasos que entró

por el bosque, vio atada una yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de

edad de quince años, que era el que las voces daba, y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un

labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprensión y consejo, porque decía:

-La lengua queda y los ojos listos.

Y el muchacho respondía:

-No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante

más cuidado con el hato.

Y viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:

-Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede. Subid sobre vuestro caballo, y tomad vuestra

lanza -que también tenía una lanza arrimada a la encina adonde estaba arrendada la yegua-, que yo os haré conocer ser de

cobardes lo que estáis haciendo.

El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, se tuvo por muerto, y

con buenas palabras respondió:

-Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado que me sirve de guardar una manada de ovejas

que tengo en estos contornos; el cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y porque castigo su descuido, o

bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagarle la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente.

-¿Miente, delante de mí, ruin villano? -dijo don Quijote-. Por el sol que nos alumbra que estoy por pasaros de parte a

parte con esta lanza: pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto.

Desatadlo luego.

El labrador bajó la cabeza, y sin responder palabra desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía

su amo. Él dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote, y halló que montaban sesenta y tres

reales, y le dijo al labrador que al momento los desembolsase si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que,

para el paso en que estaba y juramento que había hecho (y aun no había jurado nada), que no eran tantos; porque se le

habían de descontar y recibir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le habían

hecho estando enfermo.

-Bien está todo esto -replicó don Quijote-; pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le

habéis dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que pagaste, vos le habéis rompido el de su cuerpo; y si le sacó el

barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; así que, por esta parte, no os debe nada.

-El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros; véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré

un real sobre otro.

-¿Irme yo con él -dijo el muchacho- más? ¡Mal año! No, señor, ni por pienso; porque, en viéndose solo, me desollará

como a un San Bartolomé.

-No hará tal -replicó don Quijote-: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la

ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.

-Mire vuestra merced, señor, lo que dice -dijo el muchacho-, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de

caballería alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.

-Importa poco eso -respondió don Quijote-, que Haldudos puede haber caballeros; cuanto más que cada uno es hijo de

sus obras.

Así es verdad -dijo Andrés-; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?

-No niego, hermano Andrés -respondió el labrador-; y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las

órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados.

-Del sahumerio os hago gracia -dijo don Quijote-; dádselos en reales, que con eso me contento; y mirad que lo cumpláis

como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de hallar,

aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a

cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad,

y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.

Y en diciendo esto, picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó de ellos. Lo siguió el labrador con los ojos, y

cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no parecía, se volvió a su criado Andrés, y le dijo:

-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó mandado.

-Eso juro yo -dijo Andrés-, y como que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen

caballero, que mil años viva; que, según es de valeroso y buen juez, ¡vive Roque que, si no me paga, que vuelva y ejecute lo

que dijo!

-También lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la

paga.

Y asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes que le dejó por muerto.

-Llamad, señor Andrés, ahora -decía el labrador-, al desfacedor de agravios, veréis cómo no desface aquéste; aunque

creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíais.

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Pero al fin le desató, y le dio licencia que fuese a buscar a su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés

se partió algo mohíno, jurando de buscar al valeroso don Quijote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que había

pasado, y que se lo había de pagar con las setenas; pero, con todo esto, él se partió llorando, y su amo se quedó riendo.

Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote, el cual, contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que

había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea,

diciendo a media voz:

-Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso!,

pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad y talante a un tan valiente y tan nombrado caballero como lo

es y será don Quijote de la Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de caballería, y hoy ha

deshecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad; hoy quitó el látigo de la mano a aquel

despiadado enemigo, que tan sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.

En esto llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde los

caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquellos tomarían; y por imitarlos, estuvo un rato quedo; y al cabo de

haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer

intento, que fue el irse camino de su caballeriza. Y habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un gran tropel

de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían

con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los divisó don Quijote, cuando se

imaginó ser cosa de nueva aventura; y por imitar, en todo cuanto a él le parecía posible, los pasos que había leído en sus

libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer; y así, con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los

estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos

caballeros andantes llegasen (que ya él por tales los tenía y juzgaba); y cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír,

levantó don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo:

-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la

emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.

Se pararon los mercaderes al son de estas razones y a ver la extraña figura del que las decía, y por la figura y por ellas,

luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella confesión que se les pedía; y

uno de ellos, que era un poco burlón y muy mucho discreto, le dijo:

-Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís; mostrádnosla: que si ella fuere de tanta

hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es

pedida.

-Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hicierais vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está

en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal

y soberbia; que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala

usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguarde y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.

-Señor caballero -replicó el mercader-, suplico a vuestra merced, en nombre de todos estos príncipes que aquí estamos,

que porque no carguemos nuestras conciencias, confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más siendo tan en

perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún

retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto

satisfechos y seguros, y vuestra merced quedará contento y pagado. Y aun creo que estamos ya tan de su parte, que aunque

su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer

a vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.

-No le mana, canalla infame -respondió don Quijote, encendido en cólera-; no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar

y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama; pero vosotros pagaréis

la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora.

Y diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con tanta furia y enojo, que si la buena suerte

no hiciera que en la mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó Rocinante, y

fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza,

adarga, espuelas y celada con el peso de las antiguas armas. Y entretanto que pugnaba por levantarse, y no podía, estaba

diciendo:

-Non huyáis, gente cobarde, gente cautiva: atended, que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.

Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía ser muy bien intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas

arrogancias, no lo pudo sufrir sin darle la respuesta en las costillas; y llegándose a él, tomó la lanza, y después de haberla

hecho pedazos, con uno de ellos comenzó a dar a nuestro don Quijote tantos palos, que, a despecho y pesar de sus armas, le

molió como cibera. Le daban voces sus amos, que no le diese tanto y que le dejase; pero estaba ya el mozo picado, y no

quiso dejar el juego hasta envidar todo el resto de su cólera, y acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de

deshacer sobre el miserable caído, que con toda aquella tempestad de palos que sobre él llovía, no cerraba la boca,

amenazando al cielo y a la tierra y a los malandrines, que tal le parecían.

Se cansó el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar en todo él del pobre apaleado; el cual,

después que se vio solo, tornó a probar si podía levantarse; pero, si no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo haría

molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso, pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y

toda la atribuía a la falta de su caballo; y no era posible levantarse, según tenía brumado todo el cuerpo.

Capítulo V. Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero

Viendo, pues, que, en efecto, no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún

paso de sus libros; y le trajo su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó

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herido en la montaña: historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos, y, con

todo esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en

que se hallaba; y así, con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra, y a decir con debilitado aliento

lo mismo que dicen decía el herido Caballero del Bosque:

-¿Dónde estás, señora mía,

que no te duele mi mal?

O no lo sabes, señora,

o eres falsa y desleal.

Y de esta manera fue prosiguiendo el romance, hasta aquellos versos que dicen:

-¡Oh noble marqués de Mantua,

mi tío y señor carnal!

Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí un labrador de su mismo lugar y vecino suyo que

venía de llevar una carga de trigo al molino, el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a él, y le preguntó que quién

era, y qué mal sentía, que tan tristemente se quejaba.

Don Quijote creyó sin duda que aquél era el marqués de Mantua, su tío, y así, no le respondió otra cosa sino fue

proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante con su esposa, todo

de la misma manera que el romance lo canta. El labrador estaba admirado, oyendo aquellos disparates; y quitándole la

visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que lo tenía lleno de polvo; y apenas le hubo limpiado,

cuando le conoció y le dijo:

-Señor Quijana -que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no había pasado de hidalgo sosegado a caballero

andante-, ¿quién ha puesto a vuestra merced de esta suerte?

Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y

espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna.

Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecerle caballería más sosegada.

Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y las lió sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda y del cabestro al asno, y

se encaminó hacia su pueblo bien pensativo de oír los disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de

puro molido y quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en

el cielo, de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase, le dijese qué mal sentía. Y no parece sino que el

diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos; porque en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se

acordó del moro Abindarráez, cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo a su alcaldía;

de suerte que, cuando el labrador le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mismas palabras y

razones que el cautivo abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mismo modo que él había leído la historia en La

Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose de ella tan de propósito, que el labrador se iba dando al

diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que su vecino estaba loco; y se daba prisa a llegar al pueblo

por excusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de la cual dijo:

-Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he dicho es ahora la linda Dulcinea

del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el

mundo.

A esto respondió el labrador:

-Mire vuestra merced, señor, ¡pecador de mí!, que yo no soy don Rodrigo de Narváez ni el marqués de Mantua, sino

Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.

-Yo sé quién soy -respondió don Quijote-, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de

Francia y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se

aventajarán las mías.

En estas pláticas y en otras semejantes llegaron al lugar a la hora que anochecía; pero el labrador aguardó a que fuese

algo más noche, porque no viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le pareció, entró en el

pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran

grandes amigos de don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:

-¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez -que así se llamaba el cura-, de la desgracia de mi señor?

Tres días ha que no parecen él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza, ni las armas. ¡Desventurada de mí!, que me doy a

entender, y así es ello la verdad, como nací para morir, que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan

de ordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces, hablando entre sí, que quería

hacerse caballero andante e irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales

libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha.

La sobrina decía lo mismo, y aun decía más:

-Sepa, señor maese Nicolás -que éste era el nombre del barbero-, que muchas veces le aconteció a mí señor tío estarse

leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales arrojaba el libro de las

manos y ponía mano a la espada, y andaba a cuchilladas con las paredes; y citando estaba muy cansado decía que había

muerto a cuatro gigantes como cuatro torres; y el sudor que sudaba del cansancio decía que era sangre de las feridas que

había recibido en la batalla, y se bebía luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella

agua era una preciosísima bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me tengo

la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a

lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados, como

si fuesen de herejes.

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-Esto digo yo también -dijo el cura-, y a fe que no se pase el día de mañana sin que de ellos no se haga auto público, y

sean condenados al fuego, porque no den ocasión, a quien los leyere, de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.

Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino;

y así, comenzó a decir a voces:

-Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua, que viene malherido, y al señor moro

Abindarráez, que trae cautivo al valeroso Rodrigo de Narváez, alcalde de Antequera.

A estas voces salieron todos, y como conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y tío, que aún no se había

apeado del jumento, porque no podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:

-Ténganse todos, que vengo malherido por la culpa de mi caballo: llévenme a mi lecho, y llámese, si fuere posible, a la

sabia Urganda, que cure y cate de mis feridas.

-¡Miró, en hora mala -dijo a este punto el ama-, si me decía a mí bien mi corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba

vuestra merced en buena hora, que, sin que venga esa Hurgada le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo, sean otra vez, y

otras ciento, estos libros de caballerías, que tal han parado a vuestra merced!

Lo llevaron luego a la cama, y catándole las feridas, no le hallaron ninguna, y él dijo que todo era molimiento por haber

dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se

pudieran hallar en gran parte de la tierra.

-¡Ta, ta! -dijo el cura-. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada que yo los queme mañana antes que llegue la

noche.

Le hicieron a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen

dormir, que era lo que más le importaba. Se hizo así, y el cura se informó muy a la larga del labrador del modo que había

hallado a don Quijote. El se lo contó todo, con los disparates que al hallarle y al traerle había dicho, que fue poner más

deseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a su amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino

a casa de don Quijote.

Capítulo VI. Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso

hidalgo

El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella

se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes

muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vio, volvió a salir del aposento con gran prisa, y tornó

luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:

-Tome vuestra merced, señor licenciado, rocíe este aposento; no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen

estos libros, y nos encanten, en pena de la que les queremos dar, echándolos del mundo.

Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno,

para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.

-No -dijo la sobrina-, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos

por las ventanas al patio, y hacer un rimero de ellos y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y

no ofenderá el humo.

Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello

sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos, fue Los cuatro de Amadís de

Gaula, y dijo el cura:

-Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en

España, y todos los demás han tomado principio y origen de este; y así, me parece que, como a dogmatizador de una secta

tan mala, le debemos, sin excusa alguna, condenar al fuego.

-No, señor -dijo el barbero-, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han

compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.

-Así es verdad -dijo el cura-, y por esta razón se le otorga la vida por ahora. Veamos ese otro que está junto a él.

-Es -dijo el barbero-, las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula.

-Pues en verdad -dijo el cura- que no le ha de valer al hijo la bondad del padre; tomad, señora ama, abrid esa ventana y

echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.

Lo hizo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda paciencia el

fuego que le amenazaba.

Adelante -dijo el cura.

-Éste que viene -dijo el barbero-, es Amadís de Grecia, y aun todos los de este lado, a lo que creo, son del mismo linaje

de Amadís.

-Pues vayan todos al corral -dijo el cura-, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra y al pastor Darinel, y a sus

églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que me engendró, si anduviera en

figura de caballero andante.

-De ese parecer soy yo -dijo el barbero.

-Y aun yo -añadió la sobrina.

-Pues así es -dijo el ama-, vengan, y al corral con ellos.

Se los dieron, que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dio con ellos por la ventana abajo.

-¿Quién es ese tonel? -dijo el cura.

-Éste es -respondió el barbero-, Don Olivante de Laura.

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-El autor de ese libro -dijo el cura- fue el mismo que compuso a Jardín de flores,- y en verdad que no sepa determinar

cuál de los dos libros es más verdadero, o por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá al corral por

disparatado y arrogante.

-Éste que se sigue es Florismarte de Hircania dijo el barbero.

-¿Ahí está el señor Florismarte? -replicó el cura; pues a fe que ha de parar presto en el corral, a pesar de su extraño

nacimiento y soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo: al corral con él y con ese otro,

señora ama.

-Que me place, señor mío -respondía ella, y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado.

-Éste es El Caballero Platir- dijo el barbero.

Antiguo libro es ése -dijo el cura-, y no hallo en él cosa que merezca venia: acompañe a los demás sin réplica.

Y así fue hecho. Abrió otro libro, y vieron que tenía por título El Caballero de la Cruz.

-Por nombre tan santo como este libro tiene se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir: tras la cruz

está el diablo; vaya al fuego.

Tomando el barbero otro libro, dijo:

-Éste es Espejo de caballerías.

-Ya conozco a su merced -dijo el cura-: ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán, con sus amigos y compañeros, más

ladrones que Caco, y los doce pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por condenarlos no más que

a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela

el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto

alguno; pero, si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza,

-Pues yo le tengo en italiano -dijo el barbero-, mas no lo entiendo.

-Ni aun fuera bien que vos le entendierais -respondió el cura-; y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera

traído a España y hecho castellano, que le quitó mucho de su natural valor; y lo mismo harán todos aquellos que los libros

de verso quisieron volver en otra lengua; que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al

punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efecto, que este libro, y todos los que se hallaren que tratan de

estas cosas de Francia se echen y depositen en pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer de ellos,

exceptuando a un Bernardo del Carpio, que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis

manos, han de estar en las del alma, y de ellas en las del fuego, sin remisión alguna.

Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por entender que era el cura tan buen

cristiano, y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vio que era

Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:

-Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden de ellas las cenizas; y esa palma de Inglaterra se guarde y

se conserve como a cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la

diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una,

porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del

castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande artificio, las razones cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro

del que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que éste

y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.

-No, señor compadre -replicó el barbero-, que éste que aquí tengo es el afamado Don Belianís.

-Pues ése -replicó el cura-, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar

la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras impertinencias de más

importancia, para lo cual se les da término ultramarino; y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o de

justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no los dejéis leer a ninguno.

-¡Que me place! -respondió el barbero, y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que

tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral.

No se dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemarlos que de echar una tela, por grande y delgada que

fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos se le cayó uno a los pies del

barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.

-¡Vélame Dios! -dijo el cura, dando una gran voz-, ¡que aquí esté Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago

cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Kirieleisón de Montalbán,

valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo

con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora

emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero. Os digo verdad, señor compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del

mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas

cosas de que todos los demás libros de este género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo compuso, pues no

hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis

que es verdad cuanto de él os he dicho.

-Así será -respondió el barbero-; pero, ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan?

-Éstos -dijo el cura- no deben de ser de caballerías, sino de poesía.

Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo

género):

-Éstos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho;

que son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero.

-¡Ay, señor! -dijo la sobrina-, bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho

que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor, y andarse

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por los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable

y pegadiza.

-Verdad dice esta doncella -dijo el cura-, y será bien quitarle a nuestro amigo ese tropiezo y ocasión de delante. Y pues

comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de

la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa y la honra de ser

primero en semejantes libros.

-Éste que se sigue -dijo el barbero- es La Diana, llamada Segunda del Salmantino; y éste, otro que tiene el mismo

nombre, cuyo autor es Gil Polo.

-Pues la del Salmantino -respondió el cura- acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil

Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa, que se va haciendo

tarde.

-Este libro es -dijo el barbero abriendo otro- Los diez libros de Fortuna de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso,

poeta sardo.

-Por las órdenes que recibí -dijo el cura-, que desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan

gracioso ni tan disparatado libro como ése no se ha compuesto, y que por su camino es el mejor y el más único de cuantos

de este género han salido a la luz del mundo, y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto.

Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia.

Lo puso aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:

-Éstos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaño de celos.

-Pues no hay más que hacer -dijo el cura-, sino entregarlos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el porqué; que

sería nunca acabar.

-Éste que viene es El Pastor de Fílida.

-No es ése pastor -dijo el cura-, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa.

-Este grande que aquí viene se intitula -dijo el barbero- Tesoro de varias poesías.

-Como ellas no fueran tantas -dijo el cura-, fueran más estimadas: menester es que este libro se escarde y limpie de

algunas bajezas que entre sus grandezas tiene: guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas

y levantadas obras que ha escrito.

-Éste es -siguió el barbero- El Cancionero, de López Maldonado.

-También el autor de ese libro -replicó el cura- es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y

tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta; algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno fue mucho;

guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ése que está junto a él?

-La Galatea, de Miguel de Cervantes -dijo el barbero.

-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro

tiene algo de buena invención, propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte, que promete; quizá

con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en

vuestra posada.

-Señor compadre, que me place -respondió el barbero-; y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, de don Alonso de

Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.

-Todos estos tres libros -dijo el cura- son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos, y pueden

competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.

Se cansó el cura de ver más libros, y así, a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto

uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de Angélica.

-Las llorara yo –dijo el cura en oyendo el nombre- si tal libro hubiera mandado quemar; porque su autor fue uno de los

famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.

Capítulo VII. De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha

Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo: -¡Aquí, aquí, valerosos caballeros, aquí es menester

mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos; que los cortesanos llevan lo mejor del torneo!

Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban; y así, se

cree que fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con Los Hechos del Emperador, compuestos

por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían de estar entre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan

rigurosa sentencia. Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y proseguía en sus voces y en sus

desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido.

Se abrazaron con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y después que hubo sosegado un poco, volviéndose a hablar con

el cura, le dijo:

-Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos llamamos Doce Pares dejar tan sin más ni más

llevar la victoria de este torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez en los tres días

antecedentes.

-Calle vuestra merced, señor compadre -dijo el cura-, que Dios será servido que la suerte se mude, y que lo que hoy se

pierde, se gane mañana; y atienda vuestra merced a su salud por ahora; que me parece que debe de estar demasiadamente

cansado, si ya no es que está malherido.

-Herido, no -dijo don Quijote-; pero molido y quebrantado, no hay duda en ello; porque aquel bastardo de don Roldán

me ha molido a palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto de sus valentías;

mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán si, en levantándome de este lecho, no me lo pagare a pesar de todos sus

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encantamentos; y, por ahora, tráiganme de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi

cargo.

Lo hicieron así: le dieron de comer, y se quedó otra vez dormido, y ellos, admirados de su locura.

Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa; y tales debieron de arder, que

merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador, y así se cumplió el

refrán en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores. Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por

entonces, para el mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no

los hallase (quizá quitando la causa, cesaría el efecto), y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el aposento y

todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus

libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándolo. Llegaba adonde solía

tener la puerta, y la tentaba con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo sin decir palabra; pero al cabo de una buena

pieza preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que

había de responder, le dijo:

-¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el

mismo diablo.

-No era diablo -replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra

merced de aquí se partió; y apeándose de una sierpe en que venía el tejado, y dejó la casa llena de humo; y cuando

acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que,

al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces, que por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y

aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería; dijo también que se llamaba el sabio Muñatón.

-Frestón diría- dijo don Quijote.

-No sé -respondió el ama- si se llamaba Frestón o Fritón; sólo sé que acabó en ―tón‖ su nombre.

-Así es -dijo don Quijote-; que ése es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por

sus artes y letras que tengo de venir, andando los tiempos, a pelear en singular batalla con un caballero a quien él favorece, y

le tengo de vencer sin que él lo pueda estorbar; y por esto procura hacerme todos los sinsabores que puede; y le mando yo

que mal podrá él contradecir ni evitar lo que por el cielo está ordenado.

-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-; pero ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será

mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo, sin considerar que muchos van por lana y

vuelven trasquilados?

-¡Oh sobrina mía -respondió don Quijote-, y cuán mal que estás en la cuenta! Primero que a mí me trasquilen, tendré

peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello.

No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. Es, pues, el caso, que él estuvo quince

días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer secundar sus primeros devaneos, en los cuales días pasó

graciosísimos cuentos con sus dos compadres, el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad

tenía el mundo era de caballeros andantes, y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le

contradecía, y otras concedía, porque si no guardaba este artificio, no había poder averiguarse con él.

En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que este título se puede dar al que

es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre

villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero.

Le decía, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder

aventura que ganase en quítame allá esas pajas alguna ínsula, y le dejase a él por gobernador de ella. Con estas promesas y

otras tales, Sancho Panza (que así se llamaba el labrador) dejó su mujer e hijos, y asentó por escudero de su vecino. Dio

luego don Quijote orden en buscar dineros; y vendiendo una cosa y empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una

razonable cantidad. Se acomodó así mismo de una rodela, que pidió prestada a un su amigo, y pertrechando su rota celada lo

mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de

lo que viese que más le era menester; sobre todo le encargó que llevase alforjas. Él dijo que sí llevaría, y que asimismo

pensaba llevar un asno que tenía, muy bueno, porque él no estaba ducho a andar mucho a pie. En lo del asno reparó un poco

don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente; pero nunca

le vino alguno a la memoria; mas con todo esto determinó que le llevase, con presupuesto de acomodarle de más honrada

caballería en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase. Se proveyó de

camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado; todo lo cual hecho y cumplido,

sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que

persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían, aunque los

buscasen.

Iba Sancho Panza sobre su jumento corno un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya

gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que él había

tomado en su primer viaje, que fue por el Campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez

pasada, porque por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho

Panza a su amo:

-Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido; que yo la

sabré gobernar por grande que sea.

A lo cual le respondió don Quijote:

-Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos hacer

gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan

agradecida usanza; antes pienso aventajarme en ella; porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus

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escuderos fuesen viejos; y ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de

conde, o por lo podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes, que viniesen de molde

para coronarte por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a mucho; que cosas y casos acontecen a los tales caballeros, por

modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo.

-De esa manera -respondió Sancho Panza-, si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo

menos Juana Gutiérrez, mi oíslo, vendría a ser reina, y mis hijos infantes.

-¿Pues quién lo duda? -respondió don Quijote.

-Yo lo dudo -replicó Sancho Panza-, porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno

asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor,

y aun Dios y ayuda.

-Encomiéndalo tú a Dios, Sancho -respondió don Quijote-, que Él dará lo que más le convenga; pero no apoques tu

ánimo tanto, que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado.

-No haré, señor mío -respondió Sancho-, y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo

aquello que me esté bien y yo pueda llevar.

Capítulo VIII. Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de

los molinos de viento, con otros sucesos dignos de feliz recordación

En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo; y así como don Quijote los vio, dijo

a su escudero:

-La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza,

donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas,

con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala

simiente de sobre la faz de la tierra.

-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.

-Aquellos que allí ves -respondió su amo- de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

-Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo

que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.

-Bien parece -respondió don Quijote- que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes

miedo, quítate de ahí y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba,

advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan

puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo

que eran; antes bien iba diciendo en voces altas:

-Non huyáis, cobardes y viles criaturas; que un solo caballero es el que os acomete.

Se levantó en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:

-Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.

Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese,

bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primero

molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos,

llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle

a todo el correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear; tal fue el golpe que dio con él Rocinante.

-¡Válgame Dios! -dijo Sancho-; ¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos

de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?

-Calla, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que las cosas de la guerra, más qué otras, están sujetas a continua

mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto

estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo

han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mí espada.

-Dios lo haga como puede -respondió Sancho Panza; y ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio

despaldado estaba.

Y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era

posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por haberle

faltado la lanza; y, diciéndoselo a su escudero, le dijo:

-Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto

la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos moros, que

le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus descendientes se llamaron desde aquel día en adelante Vargas y

Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina o roble que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno

como aquel que me imagino, y pienso hacer con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido

venir a verlas, y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas.

-A la mano de Dios -dijo Sancho-; yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice; pero enderécese un poco, que

parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída.

-Así es la verdad -respondió don Quijote-; y si no me quejo del dolor es porque no es dado a los caballeros andantes

quejarse de herida alguna, aunque se les salgan las tripas por ella.

-Si eso es así, no tengo yo que replicar -respondió Sancho-; pero sabe Dios si yo me holgara que vuestra merced se

quejara y cuando alguna cosa le doliera. De mí sé decir que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se

entiende también con los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse.

53

No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero, y así, le declaró que podía muy bien quejarse como y

cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Le dijo

Sancho que mirase que era hora de comer. Le respondió su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él

cuando se le antojase. Con esta licencia se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas

lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando

empinaba la bota con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de

aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún

trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noche la

pasaron entre unos árboles, y del uno de ellos desgajó don Quijote un ramo seco, que casi le podía servir de lanza, y puso en

él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora

Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las

florestas y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza; que, como tenía el

estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle, si su amo no lo

llamara, los rayos del sol, que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que, muchas y muy regocijadamente, la venida

del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y la halló algo más flaca que la noche antes, y se le afligió el

corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque,

como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias. Tornaron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de

las tres del día le descubrieron.

-Aquí -dijo en viéndole don Quijote- podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que

llaman aventuras; mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada

para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso, bien puedes ayudarme;

pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que

seas armado caballero.

-Por cierto, señor -respondió Sancho-, que vuestra merced sea muy bien obedecido en esto; y más, que yo de mío me

soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias; si bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona,

no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere

agraviarle.

-No digo yo menos -respondió don Quijote-; pero en esto de ayudarme contra caballeros has de tener a raya tus

naturales ímpetus.

-Digo que así lo haré -respondió Sancho-, y que guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo.

Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos

dromedarios: que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás de

ellos venía un coche con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche,

como después se supo, una señora vizcaína que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy

honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó don Quijote, cuando dijo

a su escudero:

-O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí

parecen deben de ser, y son, sin duda, algunos encantadores, que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es

menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.

-Peor será esto que los molinos de viento -dijo Sancho-. Mire, señor, que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche

debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.

-Ya te he dicho, Sancho -respondió don Quijote-, que sabes poco de achaque de aventuras: lo que digo es verdad, y

ahora lo verás.

Y diciendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que a

él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:

-Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no,

aparejaos a recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras.

Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las

cuales respondieron:

-Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro

camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas.

-Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla -dijo don Quijote; y sin esperar más

respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primer fraile con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se

dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun mal ferido, si no cayera muerto.

El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y

comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mismo viento. Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile,

apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los

frailes y le preguntaron que por qué le desnudaba. Les respondió Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como

despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de

despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían,

arremetieron con Sancho, y dieron con él en el suelo, y sin dejarle pelo en las barbas le molieron a coces y le dejaron

tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Y sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin

color en el rostro; y cuando se vio a caballo picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando y

esperando en qué paraba aquel sobresalto, y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su

54

camino, haciéndose más cruces que si llevaran el diablo a las espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con

la señora del coche, diciéndole:

-La vuestra hermosura, señora mía, puede hacer de su persona lo que más le viniere en talante, porque ya la soberbia de

vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo. Y porque no penéis por saber el nombre de vuestro

libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y

hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en pago del beneficio que de mí habéis recibido, no quiero otra cosa sino que volváis

al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he hecho.

Todo esto que don Quijote decía escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual,

viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para

don Quijote y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, de esta manera:

-Anda, caballero que mal andes; ¡por el Dios que me crió, que, si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno!

Le entendió muy bien don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:

-Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.

A lo cual replicó el vizcaíno:

-¿Yo no caballero? juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás

que al gato llevas. Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira si otra dices cosa.

Ahora lo veréis, dijo Agrajes -respondió don Quijote; y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su

rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida.

El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula (que, por ser de las malas de alquiler, no había que

fiar en ella), no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero le avino bien, que se halló junto al coche, de donde pudo

tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos.

La demás gente quisiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones que si no le

dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche,

admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la

rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a don Quijote encima de un hombro, por

encima de la rodela, que, a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel

desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo:

-¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la hermosura, socorred a este vuestro caballero, que, por satisfacer a la

vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla!

El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo,

llevando determinación de aventurarlo todo a la de un solo golpe. El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió

por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo mismo que don Quijote; y así, le aguardó, bien cubierto de su almohada,

sin poder rodear la mula a una ni a otra parte; que ya, de puro cansada y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un

paso. Venía, pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto vizcaíno, con la espada en alto, con determinación de

abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba asimismo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los

circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban;

y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de

devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban.

Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor de esta historia esta batalla,

disculpándose que no halló más escrito, de estas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el

segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen

sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que

de este famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia, el

cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte.1

Capítulo IX. Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego

tuvieron

CAPÍTULO IX

Dejamos en la primera parte de esta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y

desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y

henderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa

historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que de ella faltaba. Me causó esto mucha pesadumbre,

porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho

que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. Me pareció cosa imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen

caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo el escribir sus nunca vistas hazañas, cosa que no faltó a ninguno

de los caballeros andantes, de los que dicen las gentes que van a sus aventuras, porque cada uno de ellos tenía uno o dos

sabios, como de molde, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías,

1 Cervantes dividió el primer tomo de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en cuatro partes; pero continuó la

numeración de los capítulos hasta el fin del volumen. Cuando publicó, diez años después, el segundo tomo, le dio el título

de Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, por lo cual se ha considerado siempre dividida la obra

en dos partes, y no se ha puesto título especial a las secciones en que salió distribuida esta primera, que comprendía primera,

segunda, tercera y cuarta parte. Sigue, pues, la numeración de los capítulos, y se omite la división en partes que sacó el

primer tomo, entonces único, de esta gran obra, cuando fue editado por primera vez.

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por más escondidas que fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a Platir

y a otros semejantes. Y así, no podía inclinarse a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y

echaba la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual, o la tenía oculta o

consumida.

Por otra parte, me parecía que pues, entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos y Ninfas

y pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna, y que, ya que no estuviese escrita, estaría en la

memoria de la gente de su aldea y de las a ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y

verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería

manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes

armas, y al deshacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y

con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle; que si no era que algún follón, o algún villano de

hacha y capellina, o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al cabo de ochenta

años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, y se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había

parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos, es digno nuestro gallardo don Quijote de continuas y memorables

alabanzas, y aun a mí no se me deben negar por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia;

aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudan, el mundo quedará falto y sin el pasatiempo y gusto que,

bien casi dos horas, podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera:

Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y

como soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación, tomé un

cartapacio de los que el muchacho vendía, y le vi con caracteres que conocí ser arábigos; y puesto que aunque los conocía

no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar

intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte me deparó uno,

que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y leyendo un poco en él, se comenzó a reír.

Le pregunté que de qué se reía, y me respondió que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por

anotación. Le dije que me la dijese, y él, sin dejar la risa, dijo:

-Está, como he dicho, aquí al margen escrito esto: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida,

dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha.»

Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos

cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta imaginación, le di prisa que leyese el principio, y, haciéndolo así,

volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de, don Quijote de la Mancha, escrita por Cide

Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recibí cuando llegó a

mis oídos el título del libro; y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real;

que si él tuviera discreción, y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la

compra. Me aparté luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y le rogué me volviese aquellos cartapacios,

todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él

quisiese. Se contentó con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con

mucha brevedad; pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje a mi casa, donde,

en poco más de mes y medio, la tradujo toda del mismo modo que aquí se refiere.

Estaba en el primero cartapacio pintada muy al natural la batalla de don Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma

postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del

vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies escrito el vizcaíno un título que

decía: Don Sancho de Azpeitia, que, sin duda, debía de ser su nombre; y a los pies de Rocinante estaba otro que decía: Don

Quijote. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan

hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de

Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rétulo que decía:

Sancho Zancas, y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto y las zancas largas; y

por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la

historia. Otras algunas menudencias había que advertir, pero todas son de poca importancia y que no hacen al casó a la

verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como sea verdadera.

Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo,

siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender

haber quedado falto en ella que demasiado. Y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las

alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio. Cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y

debiendo de ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la

afición no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,

testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir. En ésta sé que se hallará todo lo que se

acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor,

antes que por falta del sujeto. En fin, su segunda parte, siguiendo la traducción, comenzaba de esta manera:

Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que

estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a

descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia que, a no volvérsele la espada en el

camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas

la buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que, aunque le acertó

en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada

con la mitad de la oreja; que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho.

56

¡Válgame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro

manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más sino que fue de manera, que se alzó de nuevo en los estribos,

y apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada

y sobre la cabeza, que, sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las

narices y por la boca y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera, sin duda, si no se abrazara

con el cuello; pero, con todo eso, sacó los pies de los estribos y luego soltó los brazos, y la mula, espantada del terrible

golpe, dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en tierra.

Lo estaba con mucho sosiego mirando don Quijote, y como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha ligereza se

llegó a él, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza. Estaba el

vizcaíno tan turbado, que no podía responder palabra; y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quijote, si las señoras del

coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho

encarecimiento les hiciese tan gran merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual don Quijote respondió

con mucho entono y gravedad:

-Por cierto, hermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una condición y

concierto, y es que este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doña

Dulcinea, para que ella haga del lo que más fuere de su voluntad.

Las temerosas y desconsoladas señoras, sin entrar en cuenta de lo que don Quijote pedía, y sin preguntar quién

Dulcinea fuese, le prometieron que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado.

-Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien merecido.

SIGLO XVII

Tomás de Iriarte: Fábulas literarias Los dos loros y la cotorra

Los que corrompen su idioma no tienen otro

desquite que llamar puristas a los que le

hablan con propiedad, como si el serlo fuera

tacha

De Santo Domingo trajo

dos loros una señora.

La isla en parte es francesa,

y en otra parte española.

Así, cada animalito

hablaba distinto idioma.

Pusiéronlos al balcón,

y aquello era Babilonia.

De francés y castellano

hicieron tal pepitoria,

que al cabo ya no sabían

hablar ni una lengua ni otra.

El francés, del español

tomó voces, aunque pocas;

el español al francés,

casi se las toma todas.

Manda el ama separarlos,

y el francés luego reforma

las palabras que aprendió

de lengua que no es de moda.

El español, al contrario,

no olvida la jerigonza,

y aun discurre que con ella

ilustra su lengua propia.

Llegó a pedir en francés

los garbanzos de la olla;

y desde el balcón de enfrente

una erudita cotorra

la carcajada soltó,

haciendo del loro mofa.

Él respondió solamente,

como por tacha afrentosa:

«Vos no sois que una PURISTA».

Y ella dijo: «A mucha honra».

¡Vaya, que los loros son

lo mismo que las personas!

El canario y el grajo

El que para desacreditar a otro recurre a medios injustos, suele

desacreditarse a sí propio

Hubo un canario que, habiéndose esmerado en adelantar en su canto,

logró divertir con él a varios aficionados, y empezó a tener aplauso. Un

ruiseñor extranjero, generalmente acreditado, hizo particulares elogios de él,

animándole con su aprobación.

Lo que el canario ganó, así con este favorable voto como con lo que

procuró estudiar para hacerse digno de él, excitó la envidia de algunos

pájaros. Entre éstos, había unos que también cantaban, bien o mal, y

justamente por ello le perseguían. Otros nada cantaban, y por lo mismo le

cobraron odio. Al fin, un grajo, que no podía lucir por sí, quiso hacerse

famoso con empezar a chillar públicamente entre las aves contra el canario.

No acertó a decir en qué cosa era defectuoso su canto; pero le pareció que,

para desacreditarle, bastaba ridiculizarle el color de la pluma, la tierra en que

había nacido, etc., acusándole sin pruebas de cosas que nada tenían que ver

con lo bueno o malo de su canto. Hubo algunos pájaros de mala intención,

que aprobaron y siguieron lo que dijo el grajo.

Empeñóse éste en demostrar a todos que el que habían tenido hasta

entonces por un canario diestro en el canto, no era sino un borrico, y que lo

que en él había pasado por verdadera música, era en la realidad un continuado

rebuzno. «¡Cosa rara! -decían algunos-: el canario rebuzna; el canario es un

borrico». Extendióse entre los animales la fama de tan nueva maravilla, y

vinieron a ver cómo un canario se había vuelto burro.

El canario, aburrido, no quería ya cantar; hasta que el águila, reina de las

aves, le mandó que cantase, para ver si, en efecto, rebuznaba o no; porque, si

acaso era verdad que rebuznaba, quería excluirle del número de sus vasallos

los pájaros. Abrió el pico el canario, y cantó a gusto de la mayor parte de los

circunstantes. Entonces el águila, indignada de la calumnia que había

levantado el grajo, suplicó a su señor, el dios Júpiter, que le castigase.

Condescendió el dios, y dijo al águila que mandase cantar al grajo. Pero

cuando éste quiso echar la voz, empezó por soberana permisión a rebuznar

horrorosamente. Riéronse todos los animales y dijeron: «Con razón se ha

vuelto asno el que quiso hacer asno al canario».

57

José Cadalso: Cartas Marruecas

Carta XXII

Gazel a Ben-Beley

Siempre que las bodas no se forman entre personas de iguales en haberes, genios y nacimiento, me parece que las cartas

en que se anuncian estas ceremonias a los parientes y amigos de las casas, si hubiera menos hipocresía en el mundo, se

pudieran reducir a estas palabras: «Con motivo de ser nuestra casa pobre y noble, enviamos nuestra hija a la de Craso, que

es rica y plebeya». «Con motivo de ser nuestro hijo tonto, mal criado y rico, pedimos para él la mano de N., que es discreta,

bien criada y pobre»; o bien éstas: «Con motivo de que es inaguantable la carga de tres hijas en una casa, las enviamos a que

sean amantes y amadas de tres hombres que ni las conocen ni son conocidos de ellas»; o a otras frases semejantes, salvo

empero el acabar con el acostumbrado cumplido de «para que mereciendo la aprobación de vuestra merced, no falte

circunstancia de gusto a este tratado», porque es cláusula muy esencial.

Carta LIII

De Gazel a Ben-Beley

Ayer estábamos Nuño y yo al balcón de mi posada viendo a un niño jugar con una caña adornada de cintas y papel

dorado.

-¡Feliz edad -exclamé yo-, en que aún no conoce el corazón las penas verdaderas y falsos gustos de la vida! ¿Qué le

importan a este niño los grandes negocios del mundo? ¿Qué daño le pueden ocasionar los malvados? ¿Qué impresión

pueden hacer las mudanzas de la suerte próspera o adversa en su tierno corazón? Los caprichos de la fortuna le son

indiferentes. ¡Dichoso el hombre si fuera siempre niño!

-Te equivocas -me dijo Nuño-. Si se le rompe esa caña con que juega; si otro compañero se la quita; si su madre le

regaña porque se divierte con ella, le verás tan afligido como un general con la pérdida de la batalla, o un ministro en su

caída. Créeme, Gazel, la miseria humana se proporciona a la edad de los hombres; va mudando de especie conforme el

cuerpo va pasando por edades, pero el hombre es mísero desde la cuna al sepulcro.

Carta LXI

Del mismo al mismo

En esta nación hay un libro muy aplaudido por todas las demás. Lo he leído, y me ha gustado sin duda; pero no deja de

mortificarme la sospecha de que el sentido literal es uno, y el verdadero es otro muy diferente. Ninguna obra necesita más

que ésta el diccionario de Nuño. Lo que se lee es una serie de extravagancias de un loco, que cree que hay gigantes,

encantadores, etcétera; algunas sentencias en boca de un necio, y muchas escenas de la vida bien criticada; pero lo que hay

debajo de esta apariencia es, en mi concepto, un conjunto de materias profundas e importantes.

Creo que el carácter de algunos escritores europeos (hablo de los clásicos de cada nación) es el siguiente: los españoles

escriben la mitad de lo que imaginan; los franceses más de lo que piensan, por la calidad de su estilo; los alemanes lo dicen

todo, pero de manera que la mitad no se les entiende; los ingleses escriben para sí solos.

SIGLO XIX

Rosalía de Castro: En las orillas del Sar [ XV ]

Alma que vas huyendo de ti misma,

¿qué buscas, insensata, en las demás?

Si secó en ti la fuente del consuelo,

secas todas las fuentes has de hallar.

¡Que hay en el cielo estrellas todavía,

y hay en la tierra flores perfumadas!

¡Sí!... Mas no son ya aquellas

que tú amaste y te amaron, desdichada.

[ LVIII ]

Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,

ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros:

lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso

de mí murmuran y exclaman:

-Ahí va la loca, soñando

con la eterna primavera de la vida y de los campos,

y ya bien pronto, bien pronto, tendrá los cabellos canos,

y ve temblando, aterida, que cubre la escarcha el prado.

-Hay canas en mi cabeza, hay en los prados escarcha;

mas yo prosigo soñando, pobre, incurable sonámbula,

con la eterna primavera de la vida que se apaga

y la perenne frescura de los campos y las almas,

aunque los unos se agostan y aunque las otras se abrasan.

Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños;

sin ellos, ¿cómo admiraros, ni cómo vivir sin ellos?

[ XXXIV ]

-Te amo... ¿por qué me odias?

-Te odio... ¿por qué me amas?

Secreto es éste el más triste

y misterioso del alma.

Mas ello es verdad... ¡Verdad

dura y atormentadora!

-Me odias, porque te amo;

te amo, porque me odias.

58

Juan Valera: Pepita Jiménez

- I -

Cartas de mi sobrino

22 de Marzo.

Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he

hallado bien de salud a mi padre, al señor vicario y a los amigos y parientes. El contento de verlos y de hablar con ellos,

después de tantos años de ausencia, me ha embargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que hasta ahora no he

podido escribir a Vd.

Vd. me lo perdonará.

Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que

guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico; pero también más bonito que el recuerdo que tenía.

La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador; pero más pequeña

que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas.

¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas

de las acequias están cubiertas de yerbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de

violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la

zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.

Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos y alamedas.

Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo por ellas un par de horas.

Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del

lugar y de las amenas huertas que le circundan.

Es verdad que no me dejan parar con tanta visita.

Hasta cinco mujeres han venido a verme que todas han sido mis amas y me han abrazado y besado.

Todos me llaman Luisito o el niño de D. Pedro, aunque tengo ya veintidós años cumplidos. Todos preguntan a mi padre

por el niño, cuando no estoy presente.

Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, pues ni un instante me dejan solo.

La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el cacique del lugar.

Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de hacerme clérigo, y esta buena gente me dice con

un candor selvático que debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los pobretones; pero que yo, soy un rico

heredero, debo casarme y consolar la vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustos nietos.

Para adularme y adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado, que tengo mucho ángel,

que mis ojos son muy pícaros, y otras sandeces que me afligen, disgustan y avergüenzan, a pesar de que no soy tímido y

conozco las miserias y locuras de esta vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada.

El único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito, a fuerza de estudiar. Para que engorde se proponen no

dejarme estudiar ni leer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos primores de cocina y de

repostería se confeccionan en el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hay familia conocida que no me haya enviado algún

obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho, ya un cuajado, ya una pirámide de piñonate, ya un tarro de almíbar.

Los obsequios que me hacen no son sólo estos presentes enviados a casa, sino que también me han convidado a comer

tres o cuatro personas de las más importantes del lugar.

Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien Vd. habrá oído hablar sin duda alguna. Nadie ignora aquí

que mi padre la pretende.

Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco años, está tan bien que puede poner envidia a los más gallardos mozos del

lugar. Tiene además el atractivo poderoso, irresistible para algunas mujeres, de sus pasadas conquistas, de su celebridad, de

haber sido una especie de D. Juan Tenorio.

No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo sospecho que será una beldad lugareña y algo

rústica. Por lo que de ella se cuenta, no acierto a decidir si es buena o mala moralmente; pero sí que es de gran despejo

natural. Pepita tendrá veinte años; es viuda; sólo tres años estuvo casada. (…)

Emilia Pardo Bazán: Los Pazos de Ulloa

- I –

Por más que el jinete trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda de cordel y susurrando

palabritas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose en bajar la cuesta a un trote cochinero que

descuadernaba los intestinos, cuando no a trancos desigualísimos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del

camino real de Santiago a Orense en términos que los viandantes, al pasarlo, sacudían la cabeza murmurando que tenía

bastante más declive del no sé cuántos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al llevar la carretera en semejante

dirección, ya sabrían los ingenieros lo que se pescaban, y alguna quinta de personaje político, alguna influencia electoral de

grueso calibre debía andar cerca.

Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de personas linfáticas. Por ser

joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba, pareciera un niño, a no desmentir la presunción sus trazas

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sacerdotales. Aunque cubierto de amarillo polvo que levantaba el trote del jaco, bien se advertía que el traje del mozo era de

paño negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa de seglar vestidas por clérigos.

Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado

hasta las cejas, por temor a que los zarandeos de la trotada se lo hiciesen saltar al suelo, que sería el mayor compromiso del

mundo. Bajo el cuello del desairado levitín asomaba un dedo de alzacuello, bordado de cuentas de abalorio. Demostraba el

jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las

orejas, leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos.

Al acabarse el repecho, volvió el jaco a la sosegada andadura habitual, y pudo el jinete enderezarse sobre el aparejo

redondo, cuya anchura inconmensurable le había descoyuntado los huesos todos de la región sacro-ilíaca. Respiró, quitóse

el sombrero y recibió en la frente sudorosa el aire frío de la tarde. Caían ya oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y

setos, y un peón caminero, en mangas de camisa, pues tenía su chaqueta colocada sobre un mojón de granito, daba

lánguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta. Tiró el jinete del ramal para detener a su

cabalgadura, y ésta, que se había dejado en la cuesta abajo las ganas de trotar, paró inmediatamente. El peón alzó la cabeza,

y la placa dorada de su sombrero relució un instante.

-¿Tendrá usted la bondad de decirme si falta mucho para la casa del señor marqués de Ulloa?

-¿Para los Pazos de Ulloa? -contestó el peón repitiendo la pregunta.

-Eso es.

-Los Pazos de Ulloa están allí -murmuró extendiendo la mano para señalar a un punto en el horizonte.- Si la bestia anda

bien, el camino que queda pronto se pasa... Ahora tiene que seguir hasta aquel pinar ¿ve? y luego le cumple torcer a mano

izquierda, y luego le cumple bajar a mano derecha por un atajito, hasta el crucero... En el crucero ya no tiene pérdida,

porque se ven los Pazos, una costrución muy grandísima...

-Pero... ¿como cuánto faltará? -preguntó con inquietud el clérigo.

Meneó el peón la tostada cabeza.

-Un bocadito, un bocadito...

Y sin más explicaciones, emprendió otra vez su desmayada faena, manejando el azadón lo mismo que si pesase cuatro

arrobas.

Se resignó el viajero a continuar ignorando las leguas de que se compone un bocadito, y taloneó al rocín. El pinar no

estaba muy distante, y por el centro de su sombría masa serpeaba una trocha angostísima, en la cual se colaron montura y

jinete. El sendero, sepultado en las oscuras profundidades del pinar, era casi impracticable; pero el jaco, que no desmentía

las aptitudes especiales de la raza caballar gallega para andar por mal piso, avanzaba con suma precaución, cabizbajo,

tanteando con el casco, para sortear cautelosamente las zanjas producidas por la llanta de los carros, los pedruscos, los

troncos de pino cortados y atravesados donde hacían menos falta. Adelantaban poco a poco, y ya salían de las estrecheces a

senda más desahogada, abierta entre pinos nuevos y montes poblados de aliaga, sin haber tropezado con una sola heredad

labradía, un plantío de coles que revelase la vida humana. De pronto los cascos del caballo cesaron de resonar y se

hundieron en blanda alfombra: era una camada de estiércol vegetal, tendida, según costumbre del país, ante la casucha de un

labrador. A la puerta una mujer daba de mamar a una criatura. El jinete se detuvo.

-Señora, ¿sabe si voy bien para la casa del marqués de Ulloa?

-Va bien, va...

-¿Y... falta mucho?

Enarcamiento de cejas, mirada entre apática y curiosa, respuesta ambigua en dialecto:

-La carrerita de un can...

¡Estamos frescos!, pensó el viajero (…)