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18 . . . para descubrir la verdad, la bendita verdad. cc nos meses en la nada Durante todo el tiempo en que Pierce trataba de discernir la verdad y tomar una decisión, Cornelia estuvo al tanto de la incertidumbre de sus creencias. Pero, en un principio, no sabía que él iba a dar un paso tan radical como renunciar a su rectorado y cambiar su religión. Al comienzo ella se adhirió a las opiniones de Pierce, porque creía que una mujer debía seguir a su esposo en cuanto a la fe; pero, poco a poco, empezó a convencerse por sí misma de la verdad de la re- ligión católica. Cornelia conoció también a Nicolet y lo recibió en su casa como visita distinguida. Y Pierce compartía con su esposa, sin duda, el contenido de las conversaciones con su amigo. Pero ella, por su cuenta, leía también libros, diarios y revistas, y se empezó a formar sus propias opiniones. Cuando llegó el momento de la dimisión de Pierce, Cornelia estaba lista para enfrentar las consecuencias y asumir el costo de la elección de su esposo. En este momento fue también su propia elección, no sólo la de él. Cornelia tenía que encontrar su propia verdad, porque para ella la verdad siempre fue el valor primordial, y pesó más que cualquier otra consideración. Estaba lista para entregarlo todo por conseguir esa perla sin precio. Cuando escribió sobre ello a su hermana mayor, Adeline, ésta quedó espantada por la noticia. Ni la familia de Pierce ni la de Cornelia podían entender una tal decisión. Para ellos, como para el Obispo Otey, era una especie de locura. Todos padecían, como incluso Cornelia hasta poco antes,

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. . . para descubrir la verdad, la bendita verdad. cc

nos meses en la nada

Durante todo el tiempo en que Pierce trataba de discernir la verdad y tomar una decisión, Cornelia estuvo al tanto de la incertidumbre de sus creencias. Pero, en un principio, no sabía que él iba a dar un paso tan radical como renunciar a su rectorado y cambiar su religión. Al comienzo ella se adhirió a las opiniones de Pierce, porque creía que una mujer debía seguir a su esposo en cuanto a la fe; pero, poco a poco, empezó a convencerse por sí misma de la verdad de la re-ligión católica.

Cornelia conoció también a Nicolet y lo recibió en su casa como visita distinguida. Y Pierce compartía con su esposa, sin duda, el contenido de las conversaciones con su amigo. Pero ella, por su cuenta, leía también libros, diarios y revistas, y se empezó a formar sus propias opiniones. Cuando llegó el momento de la dimisión de Pierce, Cornelia estaba lista para enfrentar las consecuencias y asumir el costo de la elección de su esposo. En este momento fue también su propia elección, no sólo la de él. Cornelia tenía que encontrar su propia verdad, porque para ella la verdad siempre fue el valor primordial, y pesó más que cualquier otra consideración. Estaba lista para entregarlo todo por conseguir esa perla sin precio. Cuando escribió sobre ello a su hermana mayor, Adeline, ésta quedó espantada por la noticia.

Ni la familia de Pierce ni la de Cornelia podían entender una tal decisión. Para ellos, como para el Obispo Otey, era una especie de locura. Todos padecían, como incluso Cornelia hasta poco antes,

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prejuicios anticatólicos muy fuertes. Pero Nicolet, por su parte, cuando supo de la dimisión de Pierce, se puso de fi esta. Inmediata-mente se comunicó con el Obispo católico en Saint Louis, Rosati, para darle las grandes nuevas.

Después de la despedida de su parroquia, Pierce fue directamente a Saint Louis para consultar al Obispo Rosati. Este le explicó que no podría ser sacerdote católico mientras estuviera casado, ex-cepto en circunstancias muy especiales—la separación de los dos esposos. (Más tarde Cornelia, aliviada por lo que parecía un escollo insalvable, compartió esta información con su hermana Adeline.) Para Cornelia este viaje de Pierce constituyó la separación más larga que habían sufrido hasta el momento, y la más penosa. Le escribió echándole de menos y contándole todo los detalles de la vida diaria. A pesar de sus propios temores, le dio a Pierce una confi anza absoluta.

Toda un estilo de vida, y cinco vidas, se encontraban ahora en el aire. El pequeño Mercer (a quien llamarían siempre Merty) apenas caminaba, y Adeline (Ady) era todavía un bebé. La hermana de Cornelia, Mary Peacock, siguió con los Connelly en Natchez, pero, inevitablemente, para ella también se avecinaban grandes cambios. La familia no podía permanecer cómodamente en White Cottage, ni en Natchez. Y Cor-nelia refl exionaba sobre cómo asumir su nueva fe sin ser todavía católica. Causó horror en ambas ramas de la familia el anuncio de que los Connelly marcharían a Roma, al corazón mismo de la Iglesia

Joseph Rosati,CM, 1er obispo de St. Louis, Missouri

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Católica, para estudiar de cerca sus doctrinas y su práctica antes de dar un paso definitivo.

Pierce y Cornelia se prepararon sin demora para viajar. Dispu-sieron de sus pertenencias y de su casa sin saber cómo ni cuándo volverían—ni siquiera si volverían. De nuevo se confiaron a la cor-riente del Mississippi, viajando río abajo hacia Nueva Orleans, donde esperarían el primer barco rumbo a Europa. Sus amigos protestantes en Natchez, perplejos y entristecidos por su decisión pero siempre fieles, se comprometieron a proteger sus intereses económicos y mantenerlos bien informados.

Los Connelly no volverían a Natchez en dos años.

eflexiónEste período fue una suerte de paréntesis en las vidas de Pierce y Cornelia. El pasado y su antigua vida quedaron para siempre atrás. El futuro era incierto. Su bastón en la oscuridad fue la fe y la con-vicción de que estaban en camino hacia la verdad. ¿Has estado al-guna vez en suspenso entre dos momentos distintos de la vida? ¿Cuándo? ¿Cómo fue la experiencia? ¿Hubo un momento de clari-dad que te permitió seguir adelante?

Cornelia y Pierce eran buscadores de la verdad. Sacrificarían todo para llegar a la verdad. Cornelia explicó su decisión en estos términos: “a encontrar la verdad, la bendita verdad”. Para ti ¿la verdad es un valor primordial? ¿Has sufrido alguna vez las consecuencias de haber mantenido en pie la verdad? ¿Qué significa para ti vivir “en el espíritu y en la verdad”?

Cornelia y Pierce quemaron las naves y dieron un paso irrevo-cable cuando salieron de la Iglesia Episcopal. En tu vida, ¿has tenido que quemar alguna vez las naves, quedarte sin poder volver atrás? ¿Cuán difícil fue? ¿Tu decisión resultó lo correcto, o te arrepentiste de ella?

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a invitación viene de ios y a l tienes que dar tu respuesta. cc

e ueva rleans a oma

Una vez llegada a Nueva Orleans, la familia Connelly -Pierce, Cor-nelia, Merty, la bebé Ady, y la niñera Phoebe (Mary Peacock había vuelto a Filadelfia)- se instaló para esperar el barco que la llevaría a Marselas y Roma. Aquí los Connelly se encontraron por primera vez en una ciudad casi totalmente católica. (Nuevo Orleans era parte del territorio que Francia había vendido a los Estados Unidos y mantenía su cultura y religión francesa y católica.)

El Obispo Rosati les había invitado a una ceremonia de marcado relieve en la catedral, la consagración del nuevo Obispo de Nueva Orleans, Monseñor Blanc. Todos los obispos del territorio estaban presentes con sus vestiduras litúrgicas de gala. Era la primera misa de Cornelia, y su primer sabor de Iglesia Católica, en un momento festivo y grandioso. Fue para ella una experiencia impresionante e inspiradora. Y en cuanto a Pierce, la visión de un sacerdocio pleno, magnífico, y bien sujeto a la autoridad del Papa, debe haberle acen-tuado aún más su anhelo de sacerdocio en la Iglesia Católica.

Después de la ceremonia, Pierce fue invitado a compartir la mesa festiva con toda la jerarquía reunida para la ocasión. Así tendría un contacto personal con ellos, y ellos conocerían a este ministro protestante que iba a entregarlo todo para comprar la perla de la fe católica. Lo recibieron como a un hijo pródigo. Fue el centro de atención y objeto de admiración general. En medio del polémico clima contra los católicos, esta posible conquista de un protestante de importancia, un ministro, les daba grandes espectativas. Y Pierce

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se complacía en aquel medio. La asamblea de obispos y sacerdotes no sospechaba que su trofeo más importante iba a ser Cornelia. Y muy pronto.

Por diez días los Connelly esperaron el anuncio de un barco rumbo a Europa. Mientras tanto, Pierce llegó a conocer mejor a algunos de los obispos, y ellos le dieron cartas de recomendación para personajes importantes en Roma -eclesiásticos y laicos aris-tócratas. Al mismo tiempo se estaba preparando para publicar en la prensa católica su carta de dimisión y su discurso de despedida en Natchez.

Cornelia, bajo el influjo de la impresionante experiencia religiosa de la consagración episcopal y la misa solemne, empezó a recibir una serie de instrucciones en la fe católica con el Obispo Rosati, todavía presente en Nueva Orleans. Él, y el nuevo Obispo Blanc, la encontraron sumamente bien preparada para comprometerse. Ella, por su parte, había llegado a la plena aceptación de la nueva fe y, siendo ya creyente católica, su conciencia no le permitió postergar su profesión formal de dicha fe. Por tanto, quiso hacerla inmedi-atamente y antes de correr el riesgo de un largo viaje por mar sin la bendición de estar ya en “el camino de la verdad”. Pierce, que todavía tenía dudas no resueltas (que quizás tenían que ver con sus aspiraciones sacerdotales), postergó el acto de conversión. También quiso saber, antes de dar el paso definitivo, qué posibilidades habría de hacerse sacerdote católico.

Sabemos que el 8 de diciembre de 1835, con el acuerdo y en presencia de Pierce, Cornelia renunció a su antigua fe y abrazó la nueva. En la catedral de Nueva Orleans, y mediante el Obispo Blanc, hizo su primera comunión. Tal fue la emoción del momento, que el Obispo haría luego referencia a las lágrimas de felicidad que derramó Cornelia al recibir a su Señor creyendo plenamente en su presencia sacramental.

No sería ésta la primera vez que un rito solemne tuviese la con-notación, para Cornelia, de una especie de rebeldía. Si su matrimonio había sido una declaración de independencia de su familia, ahora su conversión, anticipada a la de Pierce, representó la supremacía

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Mercer (Merty) Connelly, a los nueve años

Frank Connelly, cerca de los veintiun años

Adeline Connelly, a los treinta y seis años

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de su conciencia sobre la ciega obediencia a su marido. Este acto religioso e independiente marcó un cambio, sutil pero permanente, en el equilibrio entre ambos esposos.

Dos días después, la familia Connelly subió al velero Edwin con la nueva niñera francesa, Annette. Tenemos que imaginar las circunstancias: toda una familia, con dos pequeños, en un espacio muy limitado, sin facilidades para lavar, para moverse—y por dos meses. Después de terribles crisis de mareos, llegaron finalmente a Marselas. No es de extrañar que Cornelia exclamara por escrito, a su hermana Adeline, cuando finalmente vislumbró por primera vez la costa de Marselas y tuvieron que esperar cinco días más, en cuarentena: “Oh, esto es terrible”. ¿No hay modo de escapar para no estar cinco días más en este pequeño camarote?” Y se contestó a sí misma: “O bien, debemos decidirnos a soportarlo con buen humor.” Estas palabras podrían representar toda la vida de Cornelia.

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eflexión Cornelia estaba conmovida por el impacto de su primera misa y homilía católica, que la hicieron desear una relación con Dios más cercana. ¿Te acuerdas de alguna homilía o liturgia impresionante -algo que te tocó y te hizo vivir de otra manera?

También la movía la convicción de que aceptar la fe católica era para ella algo imprescindible. Dio pasos específicos para seguir las indicaciones de su conciencia -pidiendo que el Obispo Rosati la instruyera y tomando la decisión de adelantarse a su marido en ingresar a la Iglesia Católica. Piensa en alguna instancia de tu vida en la cual tu conciencia te haya movido a hacer algo sin precedente o hasta heroico. ¿Obedeciste esta exigencia interior? ¿Qué te costó? ¿Cuáles fueron las consecuencias?

¿Te acuerdas de tu primera comunión? Trata de recordar el escenario. ¿Fue memorable? ¿Por qué? ¿O hubo otra experiencia litúrgica cuyo impacto fue más profundo?

La familia Connelly tuvo una experiencia única al cruzar el At-lántico recluidos en el camarote de un barco a vela ¿Cuáles son las condiciones físicas más limitadas o difíciles que jamás has experimen-tado? ¿Cuáles fueron los efectos sociológicos de esta experiencia?

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doptemos la perspeiva de ios. ¿ue piensa ios de esto? ¿ómo veré esto en la eternidad? cc

acia el corazón de la glesia atólica

Cornelia, los niños y Pierce, todos bien resfriados, se quedaron tres semanas en Marselas recuperándose y descansando después de aquel viaje agotador. Por otra parte, era su primera experiencia del Viejo Mundo, y estaban encantados con todo. Después se dirigieron, desde Marselas, y de nuevo por barco, a la puerta de Roma, Civita-vecchia (la Ciudad Vieja). Y finalmente, en un carruaje, a Roma. ¡Qué emoción experimentaron cuando la cúpula de San Pedro se presentó en el horizonte! Bajo esta cúpula encontrarían espacio suficiente para sus almas. Entraron en la ciudad eterna en febrero del año 1836, seis meses después de la despedida de Pierce de su parroquia.

Fue un invierno especialmente frío y lluvioso en Roma, pero ni lluvia ni frío podían disminuir el entusiasmo de estos estadoun-idenses que iban a vincularse tan estrechamente con la Santa Iglesia Católica y Romana. La familia Connelly se instaló en un amplio juego de piezas en un hotel de la calle Santa Cruz, nombre que para ellos no era todavía un llamado. Después del arduo viaje, un poco de comodidad era más que bienvenida. Cornelia se asombró del precio tan económico de su alojamiento, hasta el arriendo de un piano costaba sólo veinte centavos al día. Por otra parte, estaban

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en el corazón de la ciudad, y cerca de mucha gente importante que habrían de conocer.

Pierce, provisto de las cartas de recomendación del Obispo Rosati, empezó a visitar a sus destinatarios -el Cardenal Fransoni, encargado del oficio del Vaticano que tenía que ver con la Iglesia en los Estados Unidos (Propaganda Fide), y el Cardenal Odescalchi, vicario del Papa. A través de ellos conocieron también a unas de las familias más importantes de Roma - los Borghese, los Doria, y los Shrewsbury. (Shrewsbury era un Conde Inglés cuyas hijas se casaron con aristócratas Romanos.) Aquí como en Nueva Orleans Pierce se encontró rodeado de admiradores. Ciertamente, su fama de converso de un país nuevo y protestante era el factor que más contribuía a su popularidad. Aunque no es menos cierto que a pesar de sus 31 años brillaba también por su saber e inteligencia. Y Cornelia, por su parte, atraía miradas de admiración por su hermosura clásica, su encanto juvenil y sus maneras abiertas y acogedoras. Ambos hacían una pareja muy atractiva. Además, su evidente sinceridad y su fervor impresionaban a todos. Con el tiempo, la interesante pareja norteamericana recibiría un montón de visitas y de invitaciones a las casas más aristocráticas de Roma, y Cornelia conocería a varias conversas destacadas como ella y con un destino semejante. Para Pierce, toda esta fama era motivo de orgullo. A Cornelia le impre-sionaba más la bondad y humildad que encontraba en muchos de sus nuevos amigos.

Uno de estos, Monseñor von Reisach, iba a ser el confesor de Cornelia durante su estadía en Roma. Ya él había conversado con el Papa Gregorio XVI sobre la historia de Pierce Connelly, y desde ese momento el Papa se tomó un especial y paternal interés no sólo en Pierce sino en la familia entera. En esos días el Papa reinante, antes de reclurirse en el Vaticano, se paseaba libremente y con poca ceremonia por las calles de Roma. Y varias veces los Connellys se encontraron con él en su palacio.

Entre las muchas citas sociales, Pierce no se olvidó de proseguir con su estudio de la fe católica. Acudió a un venerable jesuita es-tadounidense, Anthony Kohlman, SJ, para resolver sus últimas dudas

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sobre los milagros. Y no demoró en averiguar si podría cumplir con su vocación como ministro, ahora en la Iglesia Católica. Ya sabía

por Rosati de algunos casos raros en la historia reciente de la Iglesia, que podrían servir como precedentes del suyo.

El Cardenal Odescal-chi le aconsejó prudencia, diciéndole que su servicio a la Iglesia sería más efectivo en calidad de laico recono-cido como converso. Al comienzo Pierce se mostró conforme con esto, pero parece que el bicho de su vocación seguía inquietán-dolo. Y sólo dos semanas después, cuando presentó su petición para entrar en la Iglesia Católica, incluyó en ella una mención del sacramento de ordenación sacerdotal. La vocación de ministerio no dejaba de ser su norte.

En una oportunidad, antes o después de su petición, Pierce conversó personalmente con el Papa en una audiencia individ-ual. Los dos hombres, el vicario de Cristo y el joven aspirante al sacerdocio, se entendieron en lo político

John Talbot, XVI° Conde de Shrewsbury.

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(siendo ambos conservadores); y lo pasaron bien, además, porque el Papa mostraba en su carácter una arista jovial y chistosa. Pero también sabemos que la historia de Pierce le provocó lágrimas a este pontífi ce conocido como bien sentimental.

Es posible que el Papa le diera ánimo a Pierce en cuanto a su inquietud vocacional, y en ese caso Pierce habría compartido esas palabras con su esposa. Pero, de todas maneras, cuando Cornelia se enteró de sus pretensiones, se sintió angustiada. Confi ó su pena a un joven sacerdote, John Mc-Closkey (después Cardenal de Nueva York, y en ese en-tonces estudiante en Roma). “¿Es necesario,” le preguntó Cornelia, “que Pierce Connelly se sacrifi que a sí mismo y me sacrifi que tam-bién a mí? Amo a mi marido y a mis queridos hijos. ¿Por qué tengo que renunciar a ellos? Amo mi religión; ¿por qué no podemos continuar así, felices, como la familia del Conde de Shrewsbury? ¿Por qué?” Pierce era aún protestante. Y McCloskey jamás se olvidó de la mirada afl igida de Cornelia.

El Domingo de Ramos del mismo mes, Pierce re-nunció a su antigua fe y fue recibido en la Iglesia Católica. Para Cornelia era la respuesta a sus oraciones más ardientes, y la plenitud de la felicidad espiritual. Una vez más, los dos se encontraban unidos en una misma fe.

El Jueves Santo, Pierce y Cornelia fueron al palacio del Cardenal Weld (el cual era inglés, y viudo, con hijos y nietos), para recibir el

John Talbot, Conde de Shrewsbury

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sacramento de confirmacion. Fue una ceremonia privada en la capilla personal del Cardenal, y estuvieron acompañados por la familia de éste y por el Conde de Shrewsbury y su señora. Shrewsbury fue el padrino de Pierce, y la Condesa fue la madrina de Cornelia. Así, la Semana Santa del año 1836 marcó un hito en el itinerario espiritual de los Connelly.

El asunto del sacerdocio quedó suspendido en el aire como una posibilidad lejana; una posibilidad siempre latente, que Cornelia no podría olvidar. Es probable que Pierce aceptara el consejo de vivir por un buen tiempo su nueva vida católica en calidad de laico comprometido, antes de tocar de nuevo el asunto. Y que jamás abandonara sus aspiraciones sacerdotales.

eflexiónLos Connelly fueron recibidos de inmediato en la más alta sociedad de Roma. En una carta, Cornelia se calificaba de “americanita”. Estaba impresionada por la acogida que recibió como extranjera. ¿Has vivido alguna vez en una cultura ajena? ¿Cómo te sentiste? ¿Cómo recibes a los extranjeros que vienen a vivir en tu cultura?

El asunto de la vocación de Pierce era una sombra constante sobre el matrimonio de los Connelly. Cornelia llegó a abrazar esa sombra, pero no sin angustia y una gran lucha interior ¿Cómo reaccionarías si tu esposo o esposa tuviera tales inquietudes vocacionales? ¿Qué consejo le darías?

Cornelia recibió el sacramento de confirmación como adulta, y quedó para siempre consciente de sus exigencias. ¿Te acuerdas de tu confirmación? ¿Cuándo fue, y cómo experimentaste este sacramento? Si no lo has recibido, ¿qué puedes hacer para prepararte?

Vamos a ver cómo se desarrolló la relación de los Shrewsbury, padrinos de los Connelly, con sus ahijados. Ambas familias tomaron muy en serio esta relación espiritual. ¿Tú eres padrino o madrina? ¿De quién o quiénes? ¿Quiénes son tus padrinos? ¿Ellos mantienen contacto contigo? ¿Es una relación significativa?

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oy cosmopolita. l mundo entero es mi país y el cielo es mi hogar. cc

a vida cosmopolita

Cornelia y Pierce permanecieron dos años en Europa, de diciembre de 1835 a diciembre de 1837. Inversiones de Pierce en el sur de los Estados Unidos, y el dinero patrimonial de Cornelia, facilitaron su estadía. Y la vida europea resultaba más económica en esta época que la vida en su propio país. Además, Europa ofrecía muchas ventajas, y Pierce quiso aprovecharse de todo.

La fama de la pareja se difundió y le dio entrada a las casas más elegantes de Roma. Pierce se ufanaba de esto, pero Cornelia tenía otros intereses. Eligió un director espiritual, Monseñor von Reisach, y se dedicó a la profundización de su fe. Las iglesias y basílicas de Roma y los sermones en las fiestas del año litúrgico alimentaban su espíritu. En compañía de la joven Gwendaline Borghese (hija de los Shrewsbury y esposa de Marcantonio Borghese), Cornelia visitaba y llevaba alivio a los más pobres de Roma. Estas visitas le iban dando un conocimiento personal del lado feo de Roma. La ciudad papal era mal administrada por la Iglesia, y los efectos se veían por todos lados.

Pero Roma, como ciudad cristiana e histórica, con sus tesoros de arte, su arquitectura y su escultura, la encantó. Quiso explorar todos sus rincones, y educar a sus hijos en aquella cultura cristiana. Empezó a estudiar italiano y a mejorar su francés. Siguió clases de pintura y música con los mejores profesionales. Los artistas recon-ocían su perfil clásico, y querían pintarla.

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Pierce, mientras tanto, con el fervor del principiante, escribía cartas hiperentusiastas -a su Obispo Otey, a su madre, a su amigo el Doctor Mercer- insistiendo en la autoridad apostólica de la Iglesia Católica, tratando de persuadirlos y convertirlos. En poco tiempo había llegado a ser una figura famosa. Su carta de dimisión y su sermón de despedida fueron traducidos al italiano y publicados en los Estados Unidos. Su nuevo amigo, el Conde de Shrewsbury, quizás pensando en la conversión de sus compatriotas, lo invitó a Inglaterra para introducirlo en la sociedad inglesa. Los Shrewsbury invitaron a Cornelia, con los niños, a quedarse con ellos en su palacio romano mientras Pierce estaba de viaje.

Así, en abril, Pierce partió para Inglaterra vía París. Y al poco tiempo, una carta suya reveló su dependencia emocional respecto a Cornelia. Se sentía solo sin ella, y sin perspectivas o planes para el futuro. Cornelia le escribió dándole ánimo. Era ella ahora quien parecía más fuerte, más madura. La fe, decía, es todo lo que ellos necesitaban para ser felices. Y Pierce tenía una gran misión en la cual debía creer. “Dedícate a ella por completo”, le escribió.

ierce en nglaterra

En Inglaterra Pierce, auspiciado por el Conde de Shrewsbury, se alojó en las grandes mansiones de la aristocracia católica (un estre-cho círculo dentro de otro, el de la aristocracia inglesa). Por eso, no se dio cuenta de las atroces condiciones de vida de la gran mayoría de los pobres en los comienzos de la revolución industrial en In-glaterra.

El linaje de su patrón, John Talbot, décimoquinto Conde de Shrewsbury, se remontaba a los albores de la historia inglesa, y sus propiedades se hallaban esparcidas por todo el país. A pesar de ser católico, era uno de los condes más importantes de Inglaterra. El arquitecto Pugin, artífice del renacimiento del estilo gótico, le había erigido una edificación de esplendor medieval, Alton Towers (las Torres de Alton). Y sus dos hijas se habían casado con miembros de

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dos famosas familias italianas, los Borghese y los Doria, respectiva-mente. A través de sus múltiples conexiones, el Conde introdujo a los Connelly en el tejido de estos círculos.

En Londres, Pierce ocupó una de las mansiones de Shrewsbury, y se quedó allá hasta junio. Ciertamente, la personalidad de Pierce encantaba a sus conocidos. Recibía invitaciones por todas partes. Pero es probable que Shrewsbury tuviera planes más importantes que la mera vida social para este converso tan atractivo. Su círculo católico in-cluía al Obispo Walsh, ordinario del distrito donde se encontraba Alton Towers; a Nicholas Wise-man, rector del Colegio Inglés en Roma, y a dos destacados laicos, Augustus Welby Pugin, arquitecto y converso, y Ambrose Phillips de Lisle, otro converso con muchas conexiones en el mundo intelec-tual y social. El Conde pensaba que entre estos católicos de la Inglaterra protestante Pierce tendría un papel protagónico. Y de hecho, así sería, pero de una manera muy distinta de como él lo esperaba.

En este período hubo un movimiento entre los intelectuales de la Universidad de Oxford que pertenecían al ala de la Iglesia Anglicana más cerca al catolicismo, los cuales querían resucitar la teología, la liturgia y las devociones de la iglesia antigua. Algunos de ellos se convirtieron al catolicismo, otros siguieron siendo anglicanos. John Henry Newman, ministro anglicano, promovió dicho movimiento con sus escritos y sermones. (Más tarde, ya como converso, tomaría parte en el drama de Cornelia.) Pierce fue presentado a varios miembros

El Obispo Wiseman después de nombrarse obispo a los treinta y ocho años, en 1840

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de este movimiento, y sin duda también a Newman, con los cuales debatiría seguramente sobre diversos temas teológicos.

En Oscott, seminario y colegio de Birmingham, Pierce conoció en cierta oportunidad a muchos católicos reunidos para una ex-posición. Uno de estos fue el joven sacerdote George Spencer (de la misma familia de la Princesa Diana). Pierce se quedó con él para ver de cerca su misión entre los pobres, y por primera vez presenció otra manera de ser sacerdote. Ambos mantuvieron lazos de amistad por un buen tiempo. La fi gura de Spencer aumentó seguramente la inquietud vocacional de Pierce. El joven sacerdote le presentó a su amigo Ambrose Phillips de Lisle, con quien Pierce pasó un tiempo también, y pudo ver la multitud de obras de caridad que salía del bolsillo de este benefactor acomodado. Toda esa gente -Pugin, De Lisle, Shrewsbury...- tenía como su más profundo anhelo la con-versión de Inglaterra.

Finalmente Pierce llegó a Alton Towers, la sede principal y principesca del Conde de Shrewsbury y su familia. Esta magnífi ca y extensa propiedad, que es hoy un parque público, entonces era el centro de todo un mundo autosufi ciente, un pequeño reino. Shrews-

Alton Towers

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bury era conocido por su bondad, especialmente hacia los pobres, y en esta visita Pierce experimentó esa bondad en grado sumo, pues el Conde tomó a su cargo todo el costo de la educación de Merty, el hijo mayor de Pierce, en un colegio inglés. Compromiso al cual iba a ser fiel. Aunque, por otra parte, Shrewsbury probablemente había calculado que la presencia de Merty en Inglaterra atraería a los Connelly a radicarse allá.

En Stonyhurst, el colegio jesuita donde estudiaría Merty, Pierce fue festejado como huésped de honor y visitante famoso de los Estados Unidos. Todo esto fue dándole una percepción exagerada de su propia importancia, y siguió creyéndose y actuando como un personaje. Volvió a Roma más convencido que nunca de que tenía un futuro brillante como luminaria católica.

n oma

Habiendo salido de Roma en junio como un humilde beneficiario del Conde de Shrewsbury, Pierce volvió en septiembre como un león. Durante su ausencia Cornelia había mantenido un ritmo más doméstico, acompañando a los niños, visitando las iglesias y ocupán-dose de la pintura, la música y los idiomas. Siguió viendo semanal-mente a su director espiritual, Monseñor von Reisach, en el con-vento del Sagrado Corazón en la Trinitá dei Monti (la Trinidad de los Cerros).

Ahora, la familia reunida empezó una nueva etapa con sus invi-taciones y sus visitas a los museos -y un nuevo embarazo, el futuro John Henry. Durante este período Pierce iba colocando en un álbum todas las invitaciones y tarjetas de visita que los Connelly recibían. (El álbum pasó de manos de los Borghese a los archivos de la Socie-dad donde todavía puede verse). Espiritualmente importante para Cornelia fue el nuevo ciclo del año litúrgico, con Adviento y Navidad vividos intensamente en el corazón de la Iglesia. Y llevó a los niños a visitar los maravillosos pesebres en todas las iglesias de Roma, cada uno compitiendo para superar a los demás en creatividad.

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En la semana siguiente a la Epifanía, en 1837, se llevó a cabo algo inusual que marcaría a Cornelia para toda la vida: una serie de homilías sobre la Encarnación. Escuchándolas, Cornelia bebió grandes sorbos de teología en términos que satisfacían su sed. Y el Príncipe Doria, esposo de Mary, otra hija de los Shrewsbury, le regalaría a Cornelia los tres volúmenes de dichos sermones, que llegarían a ser, años después, la principal inspiración de la Regla de la Sociedad del Santo Niño Jesús.

En abril del mismo año, Cornelia tenía seis meses de embarazo. Desde los Estados Unidos llegaron rumores de un pánico financiero. Era preciso terminar la estadía en Europa y empezar el largo viaje rumbo a casa. Antes de viajar, fueron a despedirse del Papa. Este los recibió en la biblioteca del Vaticano y les hizo varios obsequios. No hay noticias acerca de la conversación que sostuvieron, ni de si los niños también estuvieron presentes. Uno de sus amigos cardenales le dio a Pierce una carta personal para entregar al canciller del em-perador austríaco, el Príncipe Metternich, el hombre que volvió a trazar el mapa de Europa tras la derrota de Napoleón en Waterloo. Era una razón para detenerse en el camino, en Viena, y al mismo tiempo le daría a Pierce un pasaporte a la sociedad brillante de la ciudad. Cornelia esperaría allá el nacimiento de su cuarto hijo.

Cinco días después, toda la familia partió hacia Viena en un carruaje. De camino pasaron por Florencia y Venecia. Cruzaron los Alpes en medio de una tormenta, pero llegaron sanos y salvos a Viena a fines de mayo. Pierce fue sin demora a presentar su carta de recomendación a Metternich, y quién sabe qué otro mensaje importante del Secretariado de Estado del Papa. Sirvió así como mensajero diplomático de los Estados Papales ante el hombre que fue por cuarenta años el último árbitro de los destinos de Europa. Metternich lo recibió con gran cortesía; la audiencia duró veinte minutos, y ambos hombres intercambiaron perspectivas políticas. Una vez más, Pierce se veía tratado como a una VIP.

El 22 de junio Cornelia dio a luz a John Henry. Fue bautizado dos días después en la iglesia de San Agustín. Todavía se puede ver el asiento en los archivos de la iglesia.

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El resto de la estancia de los Connelly en Viena estuvo marcado por visitas e invitaciones de la élite social. Cornelia, todavía recu-perándose del parto, se ocupó de John Henry. El punto culminante, para Pierce, fue probablemente su recepción en el palacio imperial de Schoenbrun por parte de la Emperatriz-madre, y su encuentro con Maximiliano, tío del Emperador. Pero esta buena vida no iba a durar. El Doctor Mercer en Natchez les mandó noticias sobre quiebres bancarios que estaban produciéndose, y les dio el buen consejo de volver a su país sin demora.

En agosto la familia Connelly, ahora cinco personas tras el nacimiento de John Henry, fue a París para esperar un barco rumbo a los Estados Unidos. Varias otras familias se encontraban en el mismo empeño, debido a lo cual sólo en noviembre podrían zarpar. Cornelia estaba de fi esta. Pierce escribió que su esposa estaba “bailando de deleite”. Cansada de tanto viajar, ya deseaba recuperar su vida doméstica. Pero él tendría que buscar trabajo. Para él se avecinaba un cambio brusco: el regreso al mundo prosaico y a la necesidad de mantener su creciente familia. El cuento de hadas había terminado.

Residencia romana de los Shrewsbury en el Corso. Cornelia y sus hijos se quedaron allá por los cuatro meses de la estadía de Pierce en Inglaterra.

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eflexión Imagínate algunas de las dificultades prácticas de Cornelia durante esos dos años en Europa. Reflexionando sobre tu experiencia como mujer u hombre con hijos, ¿qué desafíos piensas tú que le plante-aba a Cornelia su situación? ¿Has viajado fuera de casa por un largo tiempo? ¿Cuáles fueron los beneficios y las desventajas?

Si tuvieras la oportunidad de pasar un año en Roma, ¿qué más te gustaría hacer allá?

Mientras Pierce estaba de viaje en Inglaterra por cuatro meses, Cornelia buscó oportunidades para crecer humana y espiritualmente. Sus intereses fueron la pintura, la música, y los idiomas. ¿A qué in-tereses te gustaría dedicarte si tuvieras tiempo y medios para hacerlo? ¿Tienes algunos sueños que podrían convertirse en realidad?

Cornelia y Pierce estuvieron separados porcuatro meses. ¿Cómo se sentiría Cornelia? ¿Has sufrido alguna vez la separación por largo tiempo de un ser muy querido? ¿Cómo fue la experiencia?

Cornelia tomó muy en serio su nueva fe y quiso crecer en ella. Por eso buscó a un acompañante espiritual durante su estancia en Roma. ¿Has tenido tú un acompañante espiritual? Si no, ¿quién preferirías que lo fuera?

AlwaysYesSpan.2 11/20/03, 1:13 PM38