Martimort, Aime Georges - Los Signos de La Nueva Alianza

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A. - G. MARTIMORT EDICIONES SIGÚEME

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A. - G. M A R T I M O R T

EDICIONES SIGÚEME

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AIME-GEORGES MARTIMORT

L O S S I G N O S DE LA

NUEVA ALIANZA

SEGUNDA EDICIÓN

E D I C I O N E S S I G Ú E M E Apartado 332

S A L A M A N C A

1 9 6 4

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/

Traducción directa por DANIEL RUIZ BUENO, sobre la 1." edición de la obra original fran­cesa Les signes de la nouvelle alllanct, de A. G. MARTIMORT, publicada en 1960 por LICEL, París

En espera de una refundición del libro por el 'auto?, teniendo en cuenta la constitución litúrgica conciliar, reproducimos exac­

tamente la primera edición.

C O L E C C I Ó N

«LUX MUNDI»

NlHIL OBSTAT:

El Censor, Dr. FRANCISCO J. ALTES ESCRIBA, pbro.

Barcelona, 15 de noviembre de 1961

IMPRÍMASE:

GREGORIO, Arzobispo-Obispo de Barcelona

Por mandato de Su Excia. Rdma.

ALEJANDRO PSCH, pbro., Canciller-Secretario

Ediciones Sigúeme

ES PROPIEDAD PRINTED IN SPAIN

Depósito legal: B. 9051 -1964 — Imprenta Altes, S. L., Barcelona

Í N D I C E

Págs. INTRODUCCIÓN

El estudio de los sacramentos, pedagogía bienhechora 15

Parte I. VISION DE CONJUNTO DE LOS SACRAMENTOS

I. Los sacramentos son signos 25 II. Los sacramentos son actos de Cristo 47

III. Los sacramentos producen los dones divinos que significan . . 65

IV. El organismo sacramental . . . . . . . . 83

Parte II. EL ORDEN

I. La distinción entre clérigos y laicos en la Iglesia 95 II. La jerarquía de jurisdjcción: misión y oficio pas­

toral . 101 III. Las órdenes sagradas 116 IV. El sacerdocio del obispo y de los presbíteros . . 129 V. El diaconado y las órdenes menores . . . . . 140

Apéndice: Religiosos y clérigos 145

Parte III. LA INICIACIÓN CRISTIANA

Sec. I. El bautismo 153 I. El lugar del bautismo en los escritos del Nuevo

Testamento " . . . 154 II. Los ritos del bautismo a la luz de la historia . . 158

III. Ensayo de síntesis bíblicolitúrgica 169 " IV. Precisiones teológicas ' . 185

V. Espiritualidad bautismal 190 VI. El recuerdo del bautismo recibido . . . . . . 193

Sec. II. La confirmación 195 l. El signo sacramental y el ministro 196

II. ¿A qué edad hay que confirmarse? . . . . . 199 III. Vínculo entre el bautismo y la confirmación . . 200 IV. Los efectos de la confirmación . . . . . . 203

Sec. III. La eucaristía, término de la iniciación cristiana . . 209 I. No hay iniciación cristiana sin eucaristía . . . 210

II. La primera comunión 212 III. La comunión solemne 214

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10 Prólogo

Iglesia. Por último se deduce de esta obra una orientación espi­ritual y pastoral enormemente sugestiva.

Va destinado a cjuienes se preparan para llegar a ser un día maestros y educadores religiosos de la juventud. Puede decirse cjue también es una gran teología para los sacerdotes cjue nece­sitan acomodar su escjuema dogmático de los sacramentos a una concepción biblica. y litúrgica más jugosa para la predicación y la catecjuesis. Si no llega a ser el manual del estudiante de teología, el cual necesitauna enseñanza más desarrollada, este libro puede ser un servidor excelente de profesores y alumnos de teología.

La estructura del manual puede sorprender a cjuien está lejos de una concepción sacramental unitaria y orgánica. Después de una introducción general a los sacramentos, comienza con el Orden sacerdotal, puesto cjue es el sacramento cjue «funda y explica la estructura jerárquica de la asamblea litúrgica»: A continuación estudia la «iniciación cristiana»,- cuya cumbre y plenitud se desarrolla en la Eucaristía. Finalmente, después de examinar la Penitencia y la Unción de los enfermos, acaba con el estudio del Matrimonio en relación íntima con la virgi­nidad, ya cju~ están «unidos en las mismas perspectivas de la economía de la salud».

Excelente es, pues, el servicio cjue ha prestado Martimort a la consideración teológica y pastoral de los sacramentos, felizmente extendida al campo de habla española por Edicio­nes Sigúeme.

* * *

Aimé-Georges Martimort es ya conocido en España. Don Casimiro Sánchez Aliseda nos hizo de él una breve y jugosa presentación en el prólogo al precioso libro En memoria mía (Vilamala, Barcelona i 959) pocos días antes de su muerte. La claridad de Martimort, sacerdote de la diócesis de Toulouse, es envidiable, su exactitud y rigor científico, aprendido en el manejo de las fuentes y de los grandes pensadores, está presente en todos'sus trabajos. Como buen francés ha sabido unir la exposición diáfana a la corriente litúrgica alemana, sabrosa de contenido y de rigurosidad científica, auncjue a veces exce­sivamente envuelta por las nieblas germanas. A la colaboración asidua del «Centre de Pastorale liturgicjue» de París, cuya direc

Prólogo 11

cían comparte con el padre Roguet, añade Martimort la expo­sición de sus lecciones como profesor de Liturgia en el Instituí Catbolicjue de Toulouse y en el curso especial cjue se da anual­mente'en Mont César a los profesores de dicha disciplina. En 1959 publicó, juntamente con F. Picard, un magnífico comen­tario al Código de Rúbricas: Liturgie et musique (París, Cerfj, y recientemente ha dirigido el trabajo de un completísimo ecjuipo de liturgistas para la redacción del gran manual L'Eglise en priére. Introduction á la liturgie (fournai, Desclée, 196i). En octubre de 1960 fue nombrado consultor de la Comisión de Liturgia, preparatoria del Concilio Vaticano II, y actualmente es Perito en el mismo Concilio.

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La traducción española ha sido encomendada a Daniel Ruiz Bueno. Especialista en el estudio y traducción de los Padres, traductor del Denzinger a nuestra lengua, se ha movido con una agilidad y precisión dignas de todo elogio

Ediciones Sigúeme merece todo nuestro agradecimiento, no sólo por la presentación, sino también por el trabajo paciente cjue sus directores se han impuesto para hacernos asecjuible.s innumerables citas y referencias, dando al libro un todo más científico y más universal.

Todos esperamos cjue este manual, cuyo título es de por si revelador de una línea teológica bíblica y litúrgica, contribuya a cimentar la preparación, no solo de los catequistas, sino tam­bién de los sacerdotes y de los militantes seglares.

Casiano FLORISTAS

Salamanca, 12 de marzo de 1964.

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I N T R O D U C C I Ó N

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EL ESTUDIO DE LOS SACRAMENTOS PEDAGOGÍA BIENHECHORA

El estudio de los sacramentos, llevado con el método que le es propio, exige un verdadero cambio de horizontes que es bienhechor para todo cristiano y decisivo para catequistas y educadores. «A Dios no lo ha visto nadie jamás»,' dice san Juan con fórmula impresionante (Jn. 1, 18). No se nos concede hoy a nosotros, como antaño a los apóstoles, con­templar con nuestros ojos y tocar con nuestras manos al Verbo de la vida (1 Jn. 1, 1-2). Ahora bien, los sacramentos son cosas, gestos, palabras que nos entran por los sentidos. Por vo­luntad de Cristo que los ha instituido, son signos, pero signos eficaces, para nosotros hoy. Vínculos misteriosos entre hoy y la historia de Cristo.

1. DE LO QUE SE VE A LO QUE NO SE VE

Cuando se leen las instrucciones catequísticas de los pri meros padres a los recién bautizados, nos impresiona el carác­ter concreto, visual de esta enseñanza:

Ahora pues —dice san Ambrosio—, consideremos.- viepe el sacerdote, recita una oración junto a la fuente, invoca el nombre del Padre, la presencia del Hijo y del Espíritu Santo, se vale de palabras celestes... Has venido a la fuente, has bajado a ella, has atendido al sumo sacerdote, has visto a los levitas y al presbítero en la fuente, i Qué es el bautismo ? (De Sacramcntis, II, 6-7. ML 16, 427-428.)

La pregunta sólo se hace tras la evocación de las cosas vistas y oídas, puesto que la respuesta se desprende, con toda naturalidad, de este desenvolvimiento concreto. Gestos pala­bras, personas, cosas: todo era signo. Es menester dejar que el signo exprese toda su significación. De la noción de signo, que estudiaremos en la primera parte, el teólogo concluye que para entender un sacramento hay que sopesar, palpar las cosas,

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16 Introducción

detenerse delante del agua que brota de una fuente o ante los meneos del que toma un baño, ver confeccionar un perfume por la sabia dosificación del aceite y de un cuerpo odorífico... Hay que ver, pero hay también que oír, porque la palabra pronunciada por la Iglesia hace de este gesto humano, trivial y común, un misterio de fe, una acción divina.

Se te ha preguntado — continúa san Ambrosio •—: «¿ Crees en Dios padre omnipotente?» Y has respondido-. «Creo»... Se te ha preguntado ade­más-. «¿Crees en nuestro Señor Jesucristo y en su cruz?» Y has respondido: «Creo», y te has bañado, y por eso has sido sepultado con Cristo, porcfue el c]ue es sepultado con Cristo, resucita también con Cristo. Por tercera vez se te ha preguntado-. «¿Crees en el Espíritu Santo?»... (Ibid., ML 16, 429.)

Hay que mirar también al que habla, obra y hace el signo. ¿Quién es, pues? En él habla, obra y hace él signo Cristo mismo:

Pedro bautiza, Cristo bautiza, aun cuando Judas bautizara, Cristo es rluien bautiza... (San Beda el Venerable.)

Pedagogía inductiva, intuitiva, perteneciente no a la moda­lidad catequística del siglo vi, sino a la realidad teológica del sacramento y, por tanto, al mismo orden querido por Cristo.

r 2. LOS SACRAMENTOS SOLO PUEDEN COMPRENDERSE

PARTICIPANDO EN ELLOS

Describir los gestos de un sacramento, leer su fórmula en un misal, un ritual o un pontifical, son cosas que sólo tienen verdadera significación para el que ha participado ya en el rito. Ello es hasta tal punto cierto para los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía, que los padres sólo explicaban los ritos después de terminada la iniciación, tomando pie de la experiencia vivida,. Sólo el día mismo del bautismo, abría el candidato los ojos y los oídos al misterio que descubría con todo el frescor de su alma. Sin embargo, es menester afirmar que la recepción del sacra­mento autentifica y hace vivo (aparte de toda emoción sen­sible) un conocimiento que jamás >erá completo sin ella.

Y si es cierto que sólo.un sacerdote puede comprender el sacerdocio porque lo ha recibido, porque lo ejerce, el cristiano

Introdúcelon 17

no logrará un conocimiento profundo del sacramento del orden, si no toma parte en una ceremonia de ordenación. Participando, igualmente, en la consagración del agua bautismal y mejor aún, después de haber visto celebrar bautismos en esta agua refres­cante, consagrada, los fieles renuevan, la noche de pascua, las promesas de su propio bautismo.

Es menester, pues, dejar a cada paso el manual, la clase, el maestro, para ir a buscar en la comunidad litúrgica la inteligencia de los sacramentos que sólo ella puede dar. El ma­nual, la clase y el maestro la precisarán y fijarán sus rasgos, pero no pueden en modo alguno suplirla.

3. «LO QUE HACE LA IGLESIA»

El estudio de los sacramentos depara a la razón misma del teólogo vivas sorpresas. Y es así que los sacramentos han sido confiados por Cristo a su Iglesia como un depósito vivo. Si los elementos más importantes y decisivos fueron fijados una vez para siempre por el Señor, otros en cambio mani­fiestan una gran ductilidad y determinan variedad de usos según los tiempos y lugares. Hasta el siglo xn, se daba la comunión a los niños pequeños después del bautismo. A partir de esa fecha, el occidente la reserva — aparte el caso de peligro de muerte—• a los que han llegado a la edad de discreción y han recibido una instrucción rudimentaria. Los Hechos nos ponen de manifiesto que los apóstoles confirman por el gesto de la imposición de manos; las iglesias de oriente, en cambio, administran, muy legítimamente, este sacramento por la unción con el hagion myron, el perfume o ungüento sagrado... ¿Es la lógica la que decide lo que se ha de hacer, qué gesto es deci­sivo, qué edad conviene a la recepción de la confirmación o de la eucaristía? No; lo que decide es únicamente la práctica de la Iglesia. «Así es — dice frecuentemente santo Tomás —, porque así lo hace la Iglesia.» Pudiera pensarse, por ejemplo, que la confirmación debiera negarse a los niños, puesto que es el sacramento de la edad adulta. Falso, puesto que la Iglesia lo hace de otra manera, y descubrimos así que las edades sobrenaturales están lejos de coincidir con las edades físicas.

Sólo queda, pues, un método para determinar el gesto necesario, el ministro, las condiciones de ejercicio de un sacra-

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18 Introducción

mentó: mirar lo que hace la Iglesia, lo que hace acaso de modo distinto en oriente y occidente, ayer y hoy.

4. SÍNTESIS DE TODO EL MISTERIO CRISTIANO

Finalmente, cuando se estudian los sacramentos, se des­cubre, en unidad viva, toda la riqueza de la economía cristiana. Para comprenderla, hay que partir de las figuras que, en el Antiguo Testamento, esbozan los rasgos de ella. Pero los sacra­mentos proceden de los misterios de Cristo, cumplidos una vez para siempre, cuya gracia llevan a los hombres de hoy. También manifiestan a la Iglesia, como signos por los que se la reconoce —desde este punto de vista, es muy cierto que un cristiano es un hombre que va a misa, según la obser­vación del padre Roguet— y cuya fecunda riqueza consti­tuyen. Los sacramentos, pues, unen al hombre con la Iglesia, haciéndolo miembro del pueblo de Dios, y, a par, al Señor, introduciéndolo en una intimidad única con El. Los sacra­mentos obligan al cristiano a reconocer lo que Dios ha dicho — el símbolo de los apóstoles es la- profesión de fe bau­tismal—; pero imponen también toda una vida espiritual que se organiza en torno a ellos y de ellos saca su fuerza. El bau­tismo es la vuelta en redondo de una vida, la muerte del hombre viejo; la confirmación inaugura una misión de profeta; la eucaristía es prenda de caridad... La misma vida religiosa, a la que no consagra ningún sacramento especial, sólo ha sido comprendida por la Iglesia como fundada en el bautismo y se­llada por la eucaristía. Y aun cabe decir que, dentro de lo gratuito del don de Dios, los sacramentos -exigen del hombre un esfuerzo previo a su recepción. En este sentido, -la peni­tencia realiza de manera única el encuentro del hombre que responde a las inspiraciones divinas, dado caso que el trabajo del penitente que se acusa, se arrepiente y satisface, forma parte del sacramento mismo. Finalmente, como veremos, todo sacramento, si bien ligado al pasado que él proclama y cuya gracia contiene, nos vuelve también hacia la resurrección bien­aventurada, de la que nos da las arras: en el cielo no habrá ya sacramento, porque la realidad será contemplada sin el velo de los signos; pero los signos nos han dado verdadera­mente la realidad.

PARTE I

V I S I O N DE C O N J U N T O

DE LOS S A C R A M E N T O S

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B I B L I O G R A F Í A

Concilio de Tfento, sesión 7 (3 marzo 1547), D. 843a-856. Pío XII, Mediator Dei, Sigúeme, Salamanca 41959. Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 60-65; edición bilingüe: t. XIII, BAC,

Madrid 1957. Catecismo Romano, edición bilingüe: BAC, Madrid 1956, II parte, p. 299-

685. J. de Baciocchi, La vida sacramentaría de la Iglesia, Sigúeme, Salamanca

1961. M. Philippon, Sacramentes y vida cristiana, Plahtín, Buenos Aires 21955. A.-M. Roguet, Los sacramentos signos de vida, Estela, Barcelona 1961. — iniciación teológica, t. 111, Herder, Barcelona 1961 (Los sacramentos en

general, p. 333-372). E. Walter, Fuentes de santificación, Herder, Barcelona 1959. J. Daniélou, los sacramentos y la historia de la salvación, en «Orbis catho-

lícus» 1 (1958), p. 27-41. J. Monasterio, Reflexiones sobre los sacramentos, en «Apostolado sacer-

• dotal», 16 (1959), p. 65-67. O. Semmelroth, Personalismo y sacramentaKstno, en «Orbis catholicus» 3

(1960), p. 125-144. J. E. M. Vilanova, Abast de l'economia sacramental, en «Qüestions de vida

cristiana» 2 (Í958), p. 5-30. Directoire pour la pastorale des sacrements (Dir. SacrJ. Adopté par l'As-

semblé pléniére de l'Episcopat, Fleurus, París 1951. J. Daniélou, Bible et litmgie, Cerf, París 1951. E. Masure, Le passage du visible á Vinvisible-. le signe-. Bloud et Gay,

París 1953. Fr. V. Ayel, Mentalité technitfue et ouverture a la litmgie, La Maison-Dieu

(LMD) 40 (1954), p. 57-85. M. D. Chenu, les sacrements dans Véconomie cbrétienne, en LMD 30

(1'952), p. 7-18. R. Pernoud, M. Carrouges, D. Sinor..., Valeur permanente du symbolisme,

en LMD 22 (1950).

Es muy recomendable la lectura de alguna de las catequesis sacramen­tarías de los Padres. Por ejemplo: Tertuliano, De baptismo, ML 1, 1.197-1.224; De poenitentia, ML 1, 1.223-1.248; san Ambrosio, De sacramentis, ML -16, 417-462; De mysteriis, ML 16, 389-410; De poenitentia, ML 16, 465-524; san Cirilo de Jerusalén, Catecbéses mystagogicae, MG 23, 1.059-1.128.

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i. «Después del estudio de los misterios del Verbo en­carnado — dice santo Tomás (3, cf. 60)—, ha de seguir el de los sacramentos de la Iglesia, puesto cfue del Verbo encar­nado reciben su eficacia.»

2. No cabe duda cfue cada sacramento tiene su propia individualidad, de suerte cfue fueron menester siglos para pre­cisar lo cfue era común a todos y hacer una enumeración exacta de ellos. Todavía cabría preguntar hoy si no valdrá más estu­diar primero uno tras otro cada uno de los siete y sentar luego, en forma de conclusión, la definición y las leyes cfue los engloban a todos. Este método, cfue ha sido necesario para elaborar una teología de los sacramentos, sigue siendo el mejor para la catecjuesis rudimentaria. Pero también tiene grandes ventajas comenzar por una presentación general. Así se evita repetir a propósito de cada uno lo cfue es común a todos y se subraya, sobre todo, cfue hay un organismo sacramental y cfue la sacramentaíidad es un carácter esencial del cristianismo1. Por eso, santo Tomás y el concilio de Trento abren la presentación de la doctrina por una exposición de «los sacramentos en ge­neral».

3. «Sacramento es un signo sensible, instituido por Cristo para significar y producir la gracia.» Esta definición cfue es poco más o menos la del catecismo nacional, la del. Catecismo Romano para los párrocos (II, 1, io)2 y la de los manuales de teología, pone de manifiesto los tres elementos cfue cons­tituyen los sacramentos:

— los sacramentos son signos, — los sacramentos'son actos de Cristo, — los sacramentos son signos, eficaces de la gracia 'cfue

significan.

1 A. M. Roguet, «Los sacramentos en general», en Iniciación Teo­lógica, III, p. 340 ss.

2 Edición biligüe, BAC, Madrid 1956, p. 309.

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24 Visión de conjunto de los sacramentos

Auncjue las necesidades de la reflexión exigen su análisis separado, estos tres elementos van unidos de manera indiso­luble: los sacramentos procuran los dones divinos, porgue son actos de Cristo, pero los dones divinos sólo pueden ser com­prendidos escuchando el lenguaje de los signos cjue los trans­miten.

1

LOS SACRAMENTOS SON SIGNOS

En los sacramentos, el don sobrenatural de Cristo nos es transmitido por medio de gestos corporales, terrenos, de un hombre que ocupa el lugar de Cristo y utiliza a menudo para esos gestos cosas materiales: agua, aceite, pan... Estos gestos y estas cosas son signos que, si desciframos su sentido, han de hacernos descubrir el don sobrenatural que nos traen y, a par, ocultan. Al gesto y al uso de las cosas se añade la palabra, que tiene precisamente por fin determinar la significación sobre­natural de gestos y cosas, y provocar la fe. El sacramento, pues, abarca un doble elemento: gestos y cosas por una parte, palabra de la fe por otra.

Los manuales de teología llaman a estos dos elementos materia y forma, terminología que es tradicional en las obras técnicas desde santo Tomás y el concilio de Florencia; cómoda también, pero que debe evitarse, no obstante, en la catequesis elemental. Esa terminología corre por lo demás el riesgo de ser equívoca, porque se la emplea en un sentido muy diferente del de la filosofía aristotélica, de la que se tomara.

Por otra parte, si es cierto que estos dos elementos bastan para que se realice el sacramento y produzca el efecto divino de la gracia, sería un error pedagógico aislarlos de un doble contexto en que se insertan normalmente y es el único que puede darnos su cabal inteligencia como signos: la Biblia y la liturgia.

a) Los signos sacramentales son bíblicos, nos llegan car­gados de un largo pasado de gestos e imágenes por los que el Señor preparó pacientemente a su pueblo para la revelación de los misterios de Cristo. No es un azar que el evangelio de san Juan, que es una catequesis sacramental, sea un recuerdo perpetuo del Génesis y del Éxodo.

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26 Visión de conjunio de ios sacramentos

b) Por otra parte, fuera de los casos excepcionales de urgencia, los sacramentos son administrados en medio de un conjunto de ritos y preces que despliegan, precisan y prolon­gan su significación. Los sacramentos forman parte esencial de la liturgia, y está es de todo en todo sacramental, pues arranca de los sacramentos y conduce a ellos sin solución alguna de continuidad.

De ahí que hayamos de examinar sucesivamente: — las cosas y los gestos; — la palabra de la fe; — la inteligencia bíblica de los signos sacramentales; — la prolongación litúrgica de los signos sacramentales.

1. LAS COSAS Y LOS GESTOS LAS COSAS

Los sacramentos exigen, a menudo, el uso de las cosas. De un elemento del mundo material, como el agua, que basta utilizar donde se la encuentra y como Dios la da, a ejemplo del diácono Felipe que bautiza al eunuco de la reina de Etiopía:

Caminando cfue caminaban, llegaron a un paraje con agua y dijo el eunuco: «Acjuí hay agua, i Qué inconveniente hay en cfue me bauticen Y mandó parar el coche y bajaron ambos, Felipe y el eunuco, al agua, y lo bautizó. (Act. 8, 36-38.)

Mas para alcanzar el agua viva, ha sido a veces menester el duro trabajo de los hombres, como lo atestiguaba aquel hondo pozo, cavado y construido por Jacob en Sicar, al que iba cada día la samaritana a buscar agua (Jn. 4, 6-12).

El trabajo de los hombres es incluso absolutamente nece­sario para tener aceite, ungüento, pan y vino, realidades ma­teriales de la vida cotidiana en la cuenca del Mediterráneo, que sirven para la unción de los enfermos, para la confirmación y la eucaristía. Se da ahí como la convivencia necesaria de la tierra y de los hombres, a fin de que la gracia de Dios pueda darse en los signos.

Ni siquiera hemos de sorprendernos del límite geográfico que condiciona, por el olivo y la viña, la materia de tres sacramentos. La gracia no nos viene directamente de Dios,

Los sacramentos son signos 27

sino por el Verbo que se encarnó, habitó un país determinado de nuestra tierra, predicó bajo el emperador Tiberio y murió bajo Poncio Pilato.

LOS GESTOS

Sin embargo, la penitencia, el orden y el matrimonio no llevan consigo signo alguno sacado de las cosas. El elemento material está constituido en ellos por gestos: en la penitencia, el juicio de un culpable; en el orden, la imposición de las manos; en el matrimonio, el hecho mismo de casarse. Pero precisamente en el caso de los sacramentos que exigen cosas, un gesto señala también la utilización de ellas. El etíope no fue invitado a mirar el agua, sino a sumergirse en ella. Fue íavado por el diácono Felipe. En el tratamiento de los enfer­mos, el aceite es empleado como linimento, aplicado en forma de unción. Para la confirmación, el obispo perfuma la frente del candidato 1.

Estos gestos pueden ser ya religiosos en sí mismos, como la imposición de manos o el signo de la cruz sobre la frente. Pero, las más de las veces, son por lo contrario prosaicamente terrestres y hasta a ras de tierra, como parte que forman del tren cotidiano, a veces grosero, de la vida de los hombres.

Ahora bien, esas cosas pesadas, esos gestos, aun groseros, son signos. El Señor ha hecho de esas cosas y gestos signos eficaces de su salud, de su gracia2. ¿Por qué, pues, los escogió tan materiales y corpóreos?

Y, por otra parte, no son gestos mágicos, ininteligibles y abracadabrantes, sino que se dirigen más bien a nuestra inteligencia que han de esclarecer, a par que obran misteriosa­mente. Los sacramentos están hechos para ser descifrados. Mas ¿cuál es la ley de su simbolismo?

1 Nótese que en esta enumeración no figura la eucaristía. Es que este sacramento, como veremos, está constituido independientemente de su uso. El pan y el vino se destinan a una comida y, efectivamente, Cristo pide: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo.» La comunión es el término del sacra­mento y, respecto al celebrante, es exigida por derecho divino como parte integrante del sacrificio. Sin embargo, el sacramento y el sacrificio se rea­lizan por la consagración que cambia el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo.

2 También en castellano, según el diccionario oficial, salud es sinó­nimo de gracia y salvación. No se tenga, pues, por barbar ismo, sino por olvido de nuestra lengua clásica.

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28 Visión de conjunto de los sacramentos

¿POR QUE CRISTO HA QUERIDO SIGNOS?

Al ver administrar un sacramento, debiéramos experimen­tar una saludable admiración o pasmo, aquel pasmo que los primeros cristianos experimentaban ante lo inesperado de la economía cristiana. ¿Por qué, pues, quiso el Señor signos ma­teriales de su gracia espiritual, gestos que se cumplen sobre ía carne para obrar sobre el alma, gestos hechos por un hombre para ser la acción de Dios? Escándalo para un filósofo idealista, platónico o cartesiano, el sacramento es una mani­festación de la sabiduría de «aquel que sabe el barro de que estamos amasados».

o) El hombre sólo reconoce las realidades espirituales par­tiendo de lo cjue ve, toca y hace

Esta afirmación no está motivada por un cambio reciente de las condiciones de la vida humana, ni por el ambiente materializado propio de nuestro tiempo o por la decadencia de la cultura. No; es una afirmación tradicional entre los teólogos, señaladamente en santo Tomás de Aquino (3, q. 60, a. 4 y passim).

Esta afirmación subyace a toda la enseñanza bíblica y a la pedagogía de Cristo. Cuando Jesús, por ejemplo, quiere hacer descubrir a la samaritana la gracia, parte del gesto cotidiano de esta mujer que viene, a la hora de la comida, a sacar agua del pozo de Jacob. Se define el pan de vida, pero es después de la comida milagrosa en que se hartó la gente en el desierto. «Me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque comisteis de los panes hasta hartaros» (Jn. 6, 26). Atrae a Pedro y Andrés a la vocación apostólica, pero se la ha hecho descubrir partiendo de su oficio de pescadores: «Venid en pos de mí, y yo haré de vosotros pescadores de hombres» (Me. 1, 17). Desconocer esta gran ley de la peda­gogía divina es desconocer que la tierra no es aún el cielo. En el estado de gloria, las realidades divinas se nos mani­festarán sin velo, por lo que holgará todo sacramento; pero, al presente, mientras conocemos «como en espejo y confusa­mente» (1 Cor. 13, 12), tenemos que pasar por los signo? terrestres para llegar a las cosas espirituales. Se trata, pues, en el sacramento, de todo el equilibrio de la sicología religiosa. El sacramento permite hallar a Dios en la autenticidad de la

Los sacramentos son signos 29

condición humana e inaugura una nueva armonía de lo creado. El hombre aprende otra vez a hallar a Dios partiendo de las cosas de aquí bajo.

h) El hombre ha de salvarse en cuerpo y alma Indudablemente, no «no de sólo pan. vive el hombre»

(Mr. 4, 4), y «más te vale entrar manco en la vida que no ir con las dos manos al infierno» (Me. 9, 43). El fiel de Cristo podrá a veces verse desgarrado en un doloroso conflicto y ten­drá que «sacrificar el cuerpo a su país, para guardar el alma para Dios», como el padre Tong. Sin embargo, el orden nor­mal será que se santifique con su cuerpo y por su cuerpo, puesto al servicio del alma. Y la resurrección gloriosa ha de sancionar este vínculo. El sacramento, dado al cuerpo, opera sobre el alma.

La carne se lava, para cjue el alma' guede sin mácula, ja carne es ungida, para c¡ue el alma guede consagrada, la carne es señalada con el signo de la cruz, para gue el alma quede fortificada, la carne gueda som­breada por la imposición de las manos, para gue el alma sea iluminada por el Espíritu,- la carne se alimenta del cuerpo y sangre de Cristo, para gue el alma se nutra de Dios... (De resurrectione carnis, c. 8 ; ML 1, 806.)

Así se expresa, no sin vigor/Tertuliano hacia el año 200. Y san Agustín explica por su parte:

No hay gue maravillarse si decimos gue el agua, sustancia material, liega al alma para purificarla. Sí, llega a ella y penetra todos los repliegues de la conciencia. (Sermón de la Epifanía.)

c) El sacramento tiene también un aspecto social El sacramento une al creyente con su Dios por un vínculo

de amor; pero lo establece también en un pueblo que es la Iglesia. Esta pertenencia exige signos y gestos. Los hombres no tienen otra manera de entenderse entre sí. Los sacramentos serán signos distintivos y vínculo de comunión entre los cris­tianos. Numerosos estudios recientes han hecho ver hasta qué punto han vuelto fatalmente las sociedades modernas al sím­bolo para expresar su propio ser, aun en el caso en que, des­graciadamente, este símbolo se ha puesto al servicio de una empresa de esclavizamiento3.

3 André Varagnac, Le symbole social, LMD 22 (1950), p. 63-6S.

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30 Visión de conjunto de los sacramentos

LEYES DEL SIMBOLISMO SACRAMENTAL

Sin embargo, la verdadera actitud que ha de observarse ante el signo, ha resultado a veces difícil a causa de las defor­maciones de una mala pedagogía inicial, como lo atestiguan los numerosos «ejemplos» erróneos que proponen ciertos cate­cismos explicados del siglo xix y hasta tratados de final de la Edad Media.

a) El signo sacramental no es un signo convencional, un signo arbitrario

La señalización carretera o ferroviaria, los pabellones de la marina, los blasones, los colores nacionales son resultado de una convención, de una decisión arbitraria, susceptible de ser totalmente modificada. Y es así que no hay en estos signos otra significación que la que expresamente se les atribuye. Son claros desde el momento en que se posee un código de desciframiento que. se dirige a la lógica y a la razón. No es esa absolutamente la condición del signo sacramental. Su elección por Cristo, lejos de ser arbitraria, desprende o libera, digá­moslo así, una significación que estaba en él acaso latente, pero que desde luego estaba ya.

b) Los signos sacramentales no son tampoco alegóricos Los autores de la Edad Media, por ejemplo, se maravillaron

de que la eucaristía se celebrara como una comida, cuando ella es el sacrificio de Cristo. Así, tendieron a olvidar la signi-cación obvia de las cosas y de los gestos para sustituirla por otra: los manteles del altar se convirtieron en un sudario, el cofrecillo o arqueta destinada a guardar las formas consa­gradas en un sepulcro, el cuchillo con que los orientales prac­tican la fracción del pan recibió el nombre de «santa lanza». Por camino inverso, se llega al mismo error cuando se explica el agua que ha de añadirse al vino en el cáliz como expresión de nuestros propios sacrificios. Estas significaciones no tienen, efectivamente, nada que ver con la verdadera naturaleza de las cosas. No se imponen por sí mismas, sino que se ligan al objeto por un esfuerzo didáctico.

Los sacramentos son signos 31

c) Los signos sacramentales son signos naturales, símbolos, La significación de los signos sacramentales es anterior

a la intervención de la lógica humana y de la razón. Son sím­bolos, si por símbolos se entiende gestos y cosas que, antes de su significación, existen con su consistencia propia y cuya significación tampoco se inventa. Se la busca por una vía muy diferente, hay que descifrar el lenguaje de Dios, inscrito desde la creación en las cosas, y hasta grabado en los replie­gues del alma del hombre. Si hay como un foso que franquear de la cosa material visible a la realidad oculta, el salto, la subida, es facilitada por una vista más profunda de las cosas y de los gestos. Es una actitud intuitiva y poética, un maravi­llarse ante las realidades cotidianas, actitud que nada tiene que ver con la de los románticos o idólatras, puesto que investiga el lenguaje de Dios y nos somete a El. Pero precisa­mente esa actitud supone una palabra de Dios, la palabra que dice el ministro del sacramento, la palabra que está dicha en la Biblia.

Nótese que los signos sacramentales son elementales, pri­mitivos, tomados de la naturaleza: el agua en que nos bañamos, el ungüento confeccionado por el artífice y que se derrama sobre la cabeza, la unción de aceite con que se cuida a un enfermo, el pan y el vino de la comida... ¿Podrá ajustarse a ellos una mentalidad industrial o científica? La frágil sim­plicidad del signo es necesaria para recordarnos que se trata de un rito, no de un utensilio. Es signo de la acción divina, no ejercicio de la potencia humana. No debe su eficacia a ser captado por el hombre, sino a ser símbolo entre las manos de Cristo. Así pues, su calidad simbólica está ligada a su estado nativo, a su carácter elemental. Sin embargo, los anti­guos, como nosotros, se sorprendieron de la pobreza del sacra­mento. «¿Cómo es posible renacer del agua?» A esta pregunta responden Tertuliano, san Ambrosio y san Agustín: «No es el agua la que hace renacer, sino el Espíritu Santo por el agua.

2. LA PALABRA DE LA FE

Así pues, el gesto por sí solo es ya un signo. Sin embargo, el sacramento exige también una palabra. No hay sacramento

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32 Visión de conjunto de los sacramentos

sin una palabra pronunciada. He aquí cómo se expresa, por ejemplo, san Agustín, en dos pasajes de su comentario al evangelio de san Juan, frecuentemente citados por los teólogos:

Oye al apóstol (Ef. 5, 25-27): «.Cristo —dice— amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, purificándola en el lavatorio del agua por la palabra...» Purificándola. ¿De (fué manera? Con el lavatorio del agua por la palabra. ¿Qué es el bautismo de Cristo? El lavatorio del agua por la palabra. Quita el agua y no hay bautismo, guita la palabra y no hay bautismo. (Tractatus in loh. 15, 4 ; Obras, t. XIII, BAC, Madrid 1955, p. 407.)

«Vosotros estáis ya limpios por la palabra efue os he hablado» (Jn. 15, 3). ¿Por (fué no dice: «Estáis limpios por el bautismo con (fue habéis sido lavados», sino «merced a la palabra (fue os he anunciado», porgue en el agua es la palabra lo (fue purifica? Quita la palabra, y ¿(fué es el agua sino agua? Se añade al agua la palabra y se convierte, en sacramento, (fue es, él mismo, como palabra visible. (Ibid., 80, 3; Obras, t. XIV, BAC, Madrid 1957, p. 437.)

Estas citas miran el caso del bautismo, y es notable que ya la carta a los efesios haya destacado el doble elemento: baño de agua y palabra que lo acompaña. La misma ley rige en otros sacramentos. Los relatos de la cena nos muestran cómo, desde >su institución por Jesús, la eucaristía llevaba consigo palabras pronunciadas sobre el pan y el vino. La carta de Santiago dice de la intervención de los sacerdotes cerca del enfermo: «Oren sobre él después de ungirlo con óleo en nombre del Señor» (5, 5). Igualmente, en el libro de los He­chos, el gesto de la imposición de manos por los apóstoles va siempre acompañado de oración.

El vínculo entre gesto y palabra es tal que la palabra ha de formar con el gesto un mismo movimiento en una especie de simultaneidad. El ministro hace el gesto y pronuncia la palabra (cuando varios concelebran, basta que un celebrante principal haga solo tal gesto, mientras todos pronuncian la palabra, o que, por lo contrario, todos ejecuten el gesto y uno solo exprese la palabra4). La simultaneidad requerida no es, por lo demás, rígida. En la ordenación sacerdotal o episcopal el gesto

4 Sin embargo, para la consagración episcopal, la Iglesia exige en adelante que todos los concelebrantes pronuncien las palabras después de haber hecho cada uno el gesto de la imposición de manos. En la misa concelebrada, un solo celebrante ejecuta los gestos, pero todos pronuncian las palabras consecratorias.

los sacramentos son signes ' 33

de la imposición de manos es ejecutado por todos en silencio y, seguidamente, se canta el prefacio consecratorio.

LA PALABRA CONSAGRA EL GESTO

El gesto sacramental, como notamos arriba, consiste las más de las veces en una realidad trivial, profana y prosaica. Es más, cuanto mejor comprendamos la pedagogía divina de los sacramentos, más habremos de subrayar esta realidad pro­fana original. No cabe duda que, por todo su culto, por la disposición misma de los lugares y de las cosas, la Iglesia se esfuerza en hacernos ver que hay que dejar el plano profano para elevarse al plano de la salud. La misa se celebra sobre un altar, no sobre una mesa corriente de comer; el baptisterio se distingue de una piscina por su cercanía a la iglesia y por su decoración; el agua bautismal recibe una consagración previa la noche de pascua; el pan y el virio de la eucaristía son sepa­rados del uso común por medio de los ritos del ofertorio...

Pero todas estas precauciones, por muy importantes que sean (como veremos con detalle en el árt. 4), siguen siendo

(accesorias y pueden incluso omitirse en caso de necesidad. Cuando el bautismo del etíope por el diácono Felipe, faltaron absolutamente. Sólo la palabra sacramental es necesaria y ella basta para consagrar el gesto y la materia. Un penitente que se acusa a sí mismo, no es un autocrítico, pues pide al sacer­dote que pronuncie sobre él una palabra de perdón que sólo Dios puede decir; bajo los signos o especies de pan y vino, una vez que el sacerdote ha repetido las palabras de Cristo en la cena, está Cristo presente en su sacrificio.

LA PALABRA DESCIFRA EL SIGNO

Si la palabra hace de un gesto corpóreo un sacramento divino, este paso no se realiza de manera mágica, por la formulación de sonidos articulados, más o menos inteligibles, sin relación con el gesto o el sacramento. Todo lo contrario. La palabra está destinada a completar, a precisar la significa­ción del signo. La-palabra descifra el signo. No le es extraña, sino que lo prolonga y acaba. Y todavía hay que decir más: por ser pronunciada, la palabra hace descubrir el simbolismo, que estaba latente en la cosa o en el gesto humano. La palabra

3

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34 Visión de conjunto de los sacramentos

impone bruscamente a la mirada del alma una nueva orien­tación, pues hace descubrir lo divino donde no se lo esperaba. Es consiguientemente buena nueva, anuncio, «kerygma» de la salud. Expresa el misterio, es decir, la presencia de la acción de Dios por el signo.

Al estudiar sucesivamente las palabras necesarias a cada uno de los sacramentos, comprobaremos que, a excepción del bautismo y la eucaristía, su formulación deja una gran liber­tad a la Iglesia. Según los tiempos y lugares, y adaptándose al genio de las lenguas y de las civilizaciones, la Iglesia puede modificarlas, precisamente porque son palabras, vehículos de un mensaje. Pero, cuando lo hace, es porque tiene conciencia del poder que Cristo le confió para ello.

La palabra sacramental, decimos, desprende o deslinda la significación del gesto. Esto no es decir bastante, puesto que no'procede generalmente de la manera que nosotros espera­ríamos. En lugar de decir: «Por este baño, recibes la gracia santificante», el que bautiza ha de nombrar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo a quien es consagrado el cristiano: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.» Las palabras de la consagración eucarística forman parte de un relato: «Quien, la víspera de su pasión...» En mu­chos casos, estas palabras son oraciones que ponen al cristiano, no ante el don que recibe, sino delante del Dios vivo que obra por los signos. Los sacramentos son los actos principales del culto de la Iglesia que expresan así la adoración de Dios.

La palabra sacramental es, consiguientemente, la pedagogía inicial de los sacramentos, querida por Cristo. Todo esfuerzo pedagógico ulterior tendrá que fundarse sobre ella y explotarla.

ESTA PALABRA ES EFICAZ

Pronunciada por el «ministro», es decir, por el que ocupa el lugar de Cristo,^la palabra es eficaz. La palabra sacramental produce la presencia actual, en el signo, del misterio divino de la gracia. No tiene por fin único recordarnos que Cristo, antaño, murió sobre la cruz y nos salvó. El sacramento que la palabra realiza con el gesto, es un acto de Cristo hoy y, como lo veremos luego más precisamente, el efecto, produ­cido ante nuestros ojos, de ía muerte y resurrección de Jesús. Por eso la manera verdaderamente realista de celebrar la pas-

Los sacramentos son signos 35

cua cristiana es bautizar catecúmenos, absolver pecadores y consagrar la eucaristía.

La palabra de los hombres no tiene ciertamente otro poder que significar, traducir su pensamiento, su deseo, su senti­miento, trasladar al espíritu de los otros los propios cono­cimientos o las órdenes que les damos. Otra cosa es la pala­bra de Dios y de Cristo. La Biblia, desde su primera página, nos hace ver que la palabra de Dios es creadora (Gen. 1, 3 ss.).

Los salmos se complacen en volver una y otra vez sobre este poder divino:

Por la palabra del Señor jueron hechos los cielos, y su huestt al soplo de su boca surgió entera... Y es así gue El hablara,.y fue hecho todo, El lo mandara y todo existe. (Ps. 32, 6-9.)

Este poder puede ser comunicado por Dios a los hombres, pues la bendición de los patriarcas es cosa hecha desde el momento en que es pronunciada, por mucho que sienta Isaac haber sido engañado por Jacob: «Tu hermano ha venido con astucia y se ha llevado tu bendición... Yo le he bendecido y bendecido está» (Gen. 17, 33-35).

Cristo Jesús, Verbo hecho carne, obra por sus gestos, pero también por su palabra para curar y salvar. Gestos y palabras son eficaces, porque El es por quiejí todo ha sido hecho.

A la cananea: «¡Oh mujer, grande es tu fe! Sucédate como guicres.» Y desde acfuel. momento cjuedó curada su hija. (Mt. 15, 28.)

En la curación del paralítico: «¿Qué es más fácil, decir: Tus pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda? Pues para cjue sepáis c¡ue el Hijo del hombre tiene poder sobre la tierra de perdonar pecados», le dijo al paralítico: «A ti te liablo, levántate, toma tu camilla y márchate a tu casa.-» Y, al punto, levantándose a la vista de todos,, tomó el camastro en cjue había estado tendido y se marchó a su casa glorificando a Dios.

(Le. 5, 23-25.)

ES UNA PALABRA DE FE

La palabra sacramental no es solamente la expresión de la fe de la Iglesia y de los fieles, puesto que obra: ella hace del signo una causa efectiva de la gracia significada. Por ser pronunciada, se produce un cambio aquí, ahora. Este punto constituye una divergencia fundamental entre la doctrina cató-

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36 Visión de conjunto de los sacramenta

lica y el pensamiento protestante. Pero, al afirmarla con niti­dez, se subraya, por el hecho mismo, que esta palabra es una palabra de la fe.

Esta palabra expresa la fe de la Iglesia, puesto que traduce su actitud profunda ante el signo. Al estudio, sobre todo, de las palabras sacramentales pedirá el teólogo la doctrina sobre cada uno de los sacramentos, de suerte que el credo no tendrá que precisarla sino a título ocasional: Confíteor unum baptisma, confieso que solo hay un bautismo.

La palabra reclama la respuesta de la fe del fiel. Por ella conoce y reconoce el fiel el misterio que se opera. Por formar parte del signo sacramental, la palabra se dirige a la inteli­gencia y a la fe. Tiene que haber siempre en ella diálogo entre Dios que habla y el cristiano que recibe la palabra de Dios. La respuesta del cristiano es la fe. Exprésese o no exterior-mente, esta respuesta ha de ser suscitada. Esta respuesta logra su expresión litúrgica más impresionante en las liturgias orien­tales, en que los fieles han de responder amén después de cada una de las dos fórmulas, de la consagración eucarística can­tadas por el celebrante (la liturgia copta, en Egipto, ha des­arrollado incluso el diálogo que escande todo el relato de la cena). Pero se realiza sencilla y naturalmente por el hecho de recibir el sacramento: «Los sacramentos son signos de la fe. Para el que recibe el sacramento, esta recepción supone y afir­ma su fe en Cristo y en la Iglesia» (Dir. Sacr., núm. 5).

En consecuencia, el fiel ha de entender la palabra sacra­mental. Si la Iglesia, por motivos imperiosos, que ella precisa en sus documentos, mantiene frecuentemente para estas fór­mulas una lengua antigua (por ejemplo, el latín en occidente), pide que se le procure al fiel por otros medios la inteligencia del texto. Así, los catecismos franceses exigen tradicionalmente que se sepa la fórmula del bautismo y de la eucaristía. Pero es menester también un esfuerzo más vasto de catequesis, como quiera que la palabra sacramental no puede desligarse, para su inteligencia, de su contexto bíblico y litúrgico.

3. LA INTELIGENCIA BÍBLICA DE LOS SIGNOS SACRAMENTALES

Cuando leemos las catequesis que los padres pronunciaban para explicar los sacramentos a los fieles, comprobamos que

los sacramentos son signos 37

los signos son en ellas objeto de una gran orquestación, en que hechos del Antiguo Testamento, imágenes bíblicas, mila­gros, gestos y palabras de Jesús concurren a desenvolver, prolongar y enriquecer su simbolismo. De pronto nos sentimos tentados a ver en ello una genial fantasía de artista en relación con el gusto de su época, el mismo que inspira las pinturas de las catacumbas romanas.

Pero este es también el método que la Iglesia ha seguido siempre en la oración y ceremonias que rodean los ritos sacra­mentales esenciales. Y hay sobre todo que reconocer que ese método está en estrecha continuidad con el que practicara san Pedro en su primera carta, san Pablo en la primera a los corintios y san Juan en su evangelio. Convendremos entonces fácilmente que únicamente este contexto bíblico permite des­cubrir la verdadera significación de los signos sacramentales 5.

LOS SIGNOS SACRAMENTALES A LA LUZ DE LOS GESTOS Y DE LAS PALABRAS DE JESÚS

El cuarto evangelio, señaladamente, pone las acciones y milagros de Cristo en relación directa con los sacramentos. La cosa es manifiesta respecto a la multiplicación de los panes, que sirve a Jesús de punto de partida para el anuncio de la eucaristía (Jn. 6, 26; cf. supra, p. 28). Más discretamente acaso, se discierne también el hecho en la curación del ciego de nacimiento en que la tradición litúrgica comprendió cómo el bautismo es iluminación («me he lavado y veo», Jn. 9, 15) ; en la del paralítico de la piscina de Bezata (o Bethesda), que relaciona el perdón de los pecados con el baño milagroso (Jn. 5, 14),; en las bodas de Cana, prefiguración de-toda la economía redentora y, señaladamente, de la eucaristía (Jn. 2, 1-12). Se ha puesto justamente de relieve en los trabajos de exégesis más recientes que el cuarto evangelio era una cate­quesis de los sacramentos. De entre las cosas innumerables que Jesús Hijo e hizo, san Juan escogió, sobre todo, las palabras y gestos que ilustran el signo del agua bautismal y el de la comida eucarística: la conversación con Nicodemo, la de la sa-maritana junto al pozo de Jacob, la predicción de los ríos de

5 Aquí sólo podemos dar un resumen general y sumario; pero este método se precisará al estudiar cada sacramento en particular.

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38 Visión dé conjunto de los sacramentos

agua viva (Jn. 7, 37), el costado taladrado de Cristo muerto, de donde brotan sangre y agua... 6

Si el plan de los evangelios sinópticos es diferente, puesto que presentan la primera catequesis, el «kerygma», también ellos proporcionan sin embargo importantes elementos para la inteligencia de los sacramentos. No solamente transmiten el relato de la institución eucarística con todo el contexto que la declara, sino que, por ejemplo, la manera como san Lucas relaciona la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret con el relato del bautismo en el Jordán (Le. 3_, 71-22; 4, 16-22) permite descubrir la verdadera naturaleza de la confirmación 7.

DISCONTINUIDAD ENTRE LOS «SACRAMENTOS» DE LA LEY ANTIGUA Y LOS SACRAMENTOS CRISTIANOS

Siguiendo a san Agustín, los teólogos han enseñado uná­nimemente que la antigua ley ofrecía a los fieles medios de salud, una especie de sacramentos, por ejemplo, la circuncisión. Hay que seguir manteniendo esta afirmación y, con justo título, los manuales de teología consagran un capítulo a estu­diar estos signos; pero sería un error buscar ahí la verdadera continuidad entre los dos testamentos y el medio de esclarecer los sacramentos de la nueva ley.

Efectivamente, por una parte, los «sacramentos» de la antigua ley eran signos desprovistos de eficacia propia y di­recta. Orientaban ciertamente el espíritu de los creyentes hacia Cristo que había de venir; pero no podían ser causa de la gracia, puesto que ésta sólo mana de la cruz de Jesús. Sólo reclamaban la fe, y sólo por la fe en el Cristo por venir se daba la salud (D. 845).

Pero, sobre todo, hay rotura en los símbolos entre los sacramentos de la antigua y la nueva alianza, con una sola excepción: la comida pascual. La circuncisión, los sacrificios de expiación, el sacerdocio aarónico no se sitúan precisamente

6 Para todo este capítulo, la lectura fundamental es J. Daniélou, Bible et liturgie, sin embargo, después de la aparición de esta obra, otros trabajos han insistido en el mismo sentido y, muy recientemente, M. Bois-mard, La typologie baptismaíe dans la premiére épitre de saint Pierre, en LVS 416 (1956), p. 359-362. No obstante su óptica protestante, se leerá con fruto O. Cullmann, Les sacrements dans l'évangíle johannidue PUF París 1951.

7 Cf. infra, part. I.

Los sacramentos son signos 39

en la línea de los signos del Nuevo Testamento. La excepción notable que constituye la comida de pascua, nos orienta hacia la verdadera utilización pedagógica del Antiguo Testamento La continuidad se verifica de manera doble: en los hechos de la historia del pueblo de Dios y en las imágenes o ternas bíblicos. Es lo que vamos a ver ahora.

LOS SACRAMENTOS CRISTIANOS A LA LUZ DE LAS MARAVILLAS DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO*

La intervención de Dios en la historia y, de manera par­ticularísima, la liberación de los hebreos de la servidumbre de Egipto, la travesía del Mar Rojo, la peregrinación por el desierto, la alianza del Sinaí, la entrada en la tierra prometida: tales son las principales mirabilia de Dios que' cantaban los salmos y conmemoraban los judíos en sus festividades.

a) Su narración está contenida principalmente en el Éxodo. Ahora bien, a ellas refiere san Pablo los sacramentos cristianos:

No cjuiero que ignoréis, hermanos, cjue nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y todos atravesaron el mar, y todos fueron bautizados en Moisés bajo la nube y a través del mar, y todos comieron la misma comida espiritual y bebieron de la misma bebida espiritual. Y es así cjue bebieron de la piedra espiritual cjue los acompañaba, y la piedra era Cristo. Sin em­bargo, no se agradó Dios de la mayoría de ellos, como guiera gue Quedaron postrados en el desierto. (1 Cor. 10, 1-5.)

Volveremos a encontrar a menudo este texto capital, cuya aparente oscuridad se disipa conociendo toda la evolución del tema del Éxodo en los libros del Antiguo Testamento y en los del Nuevo, particularmente en el evangelio y Apocalipsis de san Juan. El agua del bautismo es puesta así en relación con la travesía del Mar Rojo; el maná y el agua de la roca, con la eucaristía. El bautismo es una liberación por el agua, la entrada en un pueblo, el punto de partida para la marcha hacia la tierra prometida; la eucaristía es el alimento de un pueblo de viaje; los sacramentos "son las arras de esta tierra

8 Este párrafo no ha podido, desgraciadamente, aprovecharse de las perspectivas que el padre Daniélou presentó al congreso de Estrasburgo (1957) en su memoria: Sacrements et histoire du salut, publicado luego en Parole de Dieu et liturgie, Cerf, París 1958, p. 51-69. Recomendamos encarecidamente su lectura.

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40 Visión de conjunto de los sacramentos

de promisión de la que, sin embargo, pudiera alejarnos nuestra dureza.

Pero entre los hechos del Antiguo Testamento y nuestros sacramentos, la continuidad está asegurada por Cristo. En el Éxodo se preparaba a Cristo, se inauguraba su tránsito, la obra de Cristo se realiza hoy en los sacramentos. No escogió Jesús sin designio preciso la fecha de la celebración de la pascua para instituir la eucaristía e inmolarse sobre la cruz.

Veremos igualmente la importancia, para la inteligencia de la misa, de la alianza del Sinaí y de su ritual y, para com­prender el sacerdocio, el lugar que ocupa Moisés en el Nuevo Testamento y en la liturgia.

b) El Génesis relata también la intervención de Dios en la historia, su revelación a Abrahán, Isaac y Jacob. Melqui-sedec e Isaac son referencias esenciales para la verdadera noción del sacerdocio de Cristo y del sacrificio eucarístico. La vida familiar de estos patriarcas ofrece al matrimonio cris­tiano algunos de sus modelos. La bendición de la Iglesia invoca sobre la esposa las virtudes de Sara, Rebeca y Raquel.

c) Finalmente, los libros históricos posteriores, particular­mente Josué, Jueces, Samuel y Reyes, precisan la preparación mesiánica: el paso del Jordán, la entrada en la tierra pro­metida, la persona de Josué, el ministerio profético, la institu­ción de la realeza davídica, dan a la mediación de Cristo dimensiones más vastas que el culto del templo. La unción de los reyes, sacerdotes y profetas se halla simultáneamente en Jesús. Ahora bien, el carácter sacramental será una participa­ción en la unción de Cristo.

IOS SIGNOS SACRAMENTALES SON- IMÁGENES BÍBLICAS

Si el Antiguo Testamento es una historia en el sentido con­creto y real de esta palabra, hasta el punto que Cristo y su Iglesia se insertan en su trama en continuidad rigurosa y nues­tro Dios es verdaderamente el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, también es una pedagogía de las realidades de la fe, un mensaje. La misericordia de Dios, el rescate, el perdón, la gracia, en una palabra, todo lo que nos será dado por Cristo en los sacramentos, es anunciado de manera primera­mente lejana, luego más claramente, a lo largo de la historia

Los sacramentos son signos 41

de Israel. Cada etapa del itinerario esta jalonada por las faltai y las pruebas de un pueblo, y también por nuevas luces dadas por Dios. Sabios, profetas y comunidad orante descubren pro­gresivamente la nueva alianza que viene, y también el día grande del Señor que va a estallar.

Esta revelación no es propuesta por medio de ideas y fór­mulas abstractas, sino por imágenes que pueden seguirse de un libro, a otro de la Biblia, y cuyo fondo vemos que se va enri­queciendo y purificando sin cesar. De entre estas, imágenes, algunas están sacadas de las cosas materiales: la piedra, el agua, el fuego, la luz, la viña, el pan, el aceite, el ungüento. Otras proceden de la vida diaria de los hombres: la comida, el casamiento. Hay, por fin, gestos religiosos, cuya significa­ción simbólica se dilata más allá de su utilización ritual: la unción, la imposición de manos.

Mención particular hay que hacer aquí de los once prime­ros capítulos del Génesis, que, si relatan hechos reales, y en este sentido tienen carácter histórico como el resto del libro, no siguen un método histórico propiamente dicho, sino que obedecen a un estilo literario particular. Las verdades funda­mentales presupuestas para la economía de la salud son pre­sentadas también en ellos en imágenes, tan vivas que el arte de todos los tiempos las ha admirado y tratado de reprodu­cirlas; tan cargadas de revelación sobrenatural, que son el punto de partida de toda catcquesis ulterior. Las aguas fecun­das sobre las cuales se cierne el soplo de Dios y que producen la vida; los ríos del paraíso; el agua destructora del diluvio; la creación de la primera pareja humana, «dos en una sola carne»: el Nuevo Testamento nos invitará a volver sobre estos puntos para comprender la redención, la Iglesia, los sacra­mentos y, particularmente, el bautismo y el matrimonio (Mt. 19, 4; Jn. 3, 5; Apoc. 2, 7; 22, 1-2; 1 Pedro 3, 18-21).

De esta manera, cuando Cristo escogió los signos sacra­mentales, estos signos tenían para El y para los apóstoles una significación muy rica, la misma que ofrece toda la tradición del Antiguo Testamento. Y a causa justamente de esta riqueza los escogió.

Interpretamos generalmente eí rito del. bautismo viendo en él una alusión al agua cjue lava y purifica. Ahora bien, no parece ser ése el sentido más importante del rito... Por una parte, el agua del bautismo es el agua que

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42 Visión de conjunto de tos sacramentos

destruye, el agua del juicio. Las aguas son, efectivamente, para la simbólica judía, un símbolo de la potencia de la muerte. El agua del bautismo es también la g\ue engendra la nueva criatura. Esto nos remite a la simbólica judía de las aguas creadoras. (J. Daniélou, Bible et lilurgie, p. 12.)

La significación bíblica de los siglos sacramentales no es por ello heterogénea a su significación natural, sino que la desarrolla y prolonga en la misma línea. La ciencia moderna descubre cada día su coherencia; la sicología profunda, muy particularmente, la pone de manifiesto en su análisis de los símbolos, inconscientes. Esta referencia a la sicología no ha de sorprendernos. El Señor sabe lo que hay en el hombre, puesto que es su creador; pero tampoco ha de engañarnos: el simbo­lismo bíblico de los signos está ligado a una historia de la salud, y a una persona, Cristo. Estas imágenes, tan conformes a la mentalidad humana, son el vehículo de una revelación, es decir, de la intervención gratuita e inesperada de Dios en la vida de la humanidad.

4. LA PROLONGACIÓN LITÚRGICA DE LOS SIGNOS SACRAMENTALES

No es menester ser un especialista de la ciencia exegética para adquirir los conocimientos bíblicos necesarios a la inteli­gencia de los signos sacramentales, pues la Iglesia misma los propone a los fieles. Efectivamente, fuera de los casos de urgencia, el sacramento, como lo hemos ya indicado, forma parte de un gran conjunto litúrgico que lo rodea, lo prepara y prolonga, e irradia su significación sin solución alguna de continuidad.

Si el bautismo del etíope por Felipe se decidió en algunos instantes y se celebró sin más ceremonias en el agua que corría por junto al camino, con un ritual somero, la novedad del mensaje evangélico, la generosidad intensa del candidato (preparado por lo demás desde larga fecha por su agregación al judaismo), el soplo carismático del Espíritu Santo, nece­sario en estos orígenes, todo eso justifica ampliamente la ausencia de preparación y de marco religioso.

No era ésta la ley normal y durable de la administración de los sacramentos. Todo lo contrario. Desde la antigüedad, la celebración del bautismo se rodeará ya de la mayor parte

los sacramentos son signos 43

de los ritos que practicamos hoy día: ceremonias de entrada en. el catecumenado, escrutinios con exorcismos, unciones, deposición de las vestiduras blancas... N o limitemos siquiera nuestra perspectiva a los gestos y preces reunidas en el ritual bajo el título «De baptismo». Normalmente, la celebración entera está inserta en la vigilia pascual y, consiguientemente, preparada por sus lecturas bíblicas y, sobre todo, por la con­sagración del agua, y seguida de la celebración de la misa. El óleo y ungüento que sirven para las unciones han recibido, el jueves santo, la consagración del obispo, durante una misa cuyo formulario entero despliega la significación de aquéllos. Más aún, es fácil comprobar que toda la liturgia de la cua­resma está organizada alrededor de Ja preparación bautismal, mientras la semana de pascua es una gran meditación acerca de las gracias de la iniciación, todo ello merced a una admi­rable organización de lecturas bíblicas, de textos de salmos, de fórmulas de oración.

DIFERENCIA ENTRE LAS CEREMONIAS Y LOS SIGNOS SACRAMENTALES PROPIAMENTE DICHOS

Se comprende que los teólogos y juristas se esfuercen en operar un deslinde exacto entre los signos sacramentales pro­piamente dichos y las preces c ritos de que la Iglesia los ha rodeado. Esta distinción es importante desde el punto de vista doctrinal y desde el punto de vista práctico.

Desde eí punto de vista doctrinal, porque una es la eficacia de los signos sacramentales y otra la de los ritos que la Iglesia les añade. El signo sacramental obra por su eficacia misma, por ser acto de Cristo. Produce la gracia de Cristo, según la fórmula de los teólogos, ex opere operato, por el hecho mismo del acto ejecutado. Los otros ritos carecen de este privilegio, lo que, por lo demás, no los hace desdeñables ni mucho menos, puesto que son cumplidos en nombre de la Iglesia, cuyas oraciones, como esposa que es de Cristo, son agradables a Dios. Los teólogos dicen que tienen valor ex opere operantis Eccíesiae, como actos de la Iglesia y en los límites de su propia mediación 9.

9 Ex opere operato •. fórmula teológica consagrada por el concilio de Trento (D. 851), que significa que el sacramento obra por el hecho de ser acto de Cristo, desde e! momento que se ha cumplido el signo, sin que

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44 Visión Se conjunto de ios sacramentos

Desde el punto de vista práctico, es necesario saber qué ritos son esenciales al sacramento y cuáles son accesorios. En la administración de un sacramento pueden cometerse faltas u omisionesv ¿Hasta qué punto está comprometida en estas faltas u omisiones la validez del sacramento? De ahí que la introducción al misal romano se esfuerza en prever los accidentes que puedan sobrevenir en la celebración eucarística, y la manera de remediarlos. Por lo demás, cabe encontrarse en condiciones excepcionales de penuria, de urgencia o de clandestinidad. ¿Cuál es entonces el mínimo de que no puede absolutamente prescindirse para que se dé verdaderamente el sacramento? La administración del bautismo o la extrema­unción en un accidente de muerte, la celebración de la euca­ristía o de la ordenación en tiempo de persecución son casos harto frecuentes en la Iglesia para que se los desconozca y no tengan prevista solución.

Sin embargo, no hay que exagerar esta distinción entre el signo sacramental esencial y lo que, en gestos y preces, ha añadido la Iglesia. Y notemos, ante todo, que ni siquiera es siempre fácil discernir lo que es esencial al sacramento y lo que es accesorio. Tan importante por lo menos es subrayar la continuidad entre uno y otro elemento.

LA DISTINCIÓN ENTRE EL SIGNO ESENCIAL Y LOS RITOS ACCESORIOS ES A VECES DIFÍCIL

Efectivamente, los signos sacramentales no fueron todos fijados por Cristo de manera invariable (punto sobre el que volveremos pronto), de suerte que la intervención de la Iglesia en este terreno puede ser determinante. Un ejemplo notable nos lo ofrece la historia del sacramento del orden. Los autores de la edad media y las decisiones prácticas de la Iglesia por esta época consideraban como esenciales al sacramento el gesto de la unción y el hecho de presentar al candidato los instrumentos que simbolizaban su función. En cambio, la cons-

pueda en manera alguna sacar su eficacia o valor del fervor, de los mere­cimientos o de la actividad del ministro ni del sujeto.

Ex opere operantis Ecdesiae-. esta formula se aplica a los ritos que, por no ser de institución divina, no son sacramentos en el sentido estricto y riguroso de la palabra, pero toman su valor de que son actos de L Iglesia. Esta participa siempre del sacerdocio mediador de Cristo y es la esposa a quien el Señor oye siempre.

los sacramentos son signos 45

titución apostólica Sacramentum ordinis, de 30 de noviembre de 1947, determina que, en lo por venir, basta para la validez la imposición de manos y el solemne prefacio que la sigue.

Por lo demás, ciertos ritos, sin ser necesarios para, la validez, pueden no obstante ser exigidos por la lógica deí sacramento. Así la comunión en la misa que, por lo menos de parte del sacerdote, se requiere como parte integrante del sacrificio. Otras veces puede tratarse de la repetición de un gesto de Cristo, por ejemplo, la fracción del pan.

En fin, a menudo difiere la disciplina según la tradición de las diversas iglesias dentro de la unidad y la catolicidad. Así, en el matrimonio, en la Iglesia latina, sólo se requiere el mutuo consentimiento en presencia del sacerdote. En oriente parece ser también indispensable la bendición del sacerdote.

LAS CEREMONIAS PROLONGAN Y CONTINÚAN EL SIGNO SACRAMENTAL

La continuidad ha de subrayarse sobre todo en el orden del signo y de la significación. En efecto, los ritos instituidos por la Iglesia no son simple cortejo honorífico que rodea al sacramento. Notemos de paso que ya desde este punto de vista desempeñan un papel importante; pues el sacramento, reducido al signo esencial, es un gesto fugitivo, rápidamente ejecutado, cuando debiera estar rodeado de reverencia y solem­nidad y ser recibido en un alma preparada. De ahí que la Iglesia manifieste una viva reprobación del abuso que existía en ciertas diócesis de Francia de «ondoyer»10 a los niños, es decir, de bautizarlos sin ceremonias, que se reservaban para fecha posterior.

Pero estos ritos son cosa distinta. Tienen por fin precisar el signo sacramental y prolongarlo, desenvolver su significación. Si nos atuviéramos al solo signo del agua derramada, nos que­daríamos sin duda en el efecto de la purificación, dé la remisión de los pecados (acaso por esto se define tan frecuentemente el estado de gracia: «No tener pecado mortal en la concien­cia»). Pero la Iglesia añade la unción de los santos óleos, que ha de significar la identificación con Cristo y la divinización.

1 0 «Ondoyer» significa propiamente bautizar sin las ceremonias de la Iglesia, lo que se dice en castellano «dar el agua de socorro». El abuso está en aplicarlo ordinariamente a todos los niños.

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Por lo demás, el simbolismo del agua está precisado por el prefacio consecratorio que la destina a los bautizados. Prodi­gioso poema compuesto de una vasta sinfonía bíblica, esta oración es esencial para una verdadera catequesis del bautismo.

¿Qué significa, así mismo, bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo? Es dar y exigir simultánea­mente la fe en tres Personas, con las que se traban relaciones originales de intimidad. De ahí las interrogaciones bautismales sobre la fe y la presentación del credo al candidato. Si bien en la Biblia el tema del agua sugiere el combate, la lucha y la muerte, la liturgia bautismal desenvuelve explícitamente este simbolismo del signo. Y lo hace por la renuncia a Satanás, por la unción prebaütismal y por los exorcismos.

Puestos así al servicio del signo sacramental que explican, y cuya riqueza explotan, todos estos ritos imitan la economía sagrada del mismo signo. Son a par oración y gesto, y gesto con las cosas: aceite, luz, vestidura, soplo, señal de la cruz... Son igualmente bíblicos de inspiración y significación, hasta el punto de que también ellos se esclarecen por la Biblia. De este modo, el sacramento provoca como una serie incon­table de ondas, que se extienden para dilatar incesantemente el poder evocador del mismo.

II

LOS SACRAMENTOS SON ACTOS DE CRISTO

Al ver el gesto sacramental, al escuchar la palabra dicha, se puede fácilmente discernir el efecto significado. Pero ¿cómo es este efecto no solamente significado, sino también producido, pues hemos visto que la palabra sacramental es eficaz? Porque es Cristo quien obra. El sacramento es un acto de Cristo. Tenemos que precisar ahora esta afirmación: ¿Cómo soií los sacramentos actos de Cristo? No basta atender a las cosas, a los gestos y a las palabras. Hay también que considerar al que se sirve de las cosas, ejecuta los gestos y pronuncia las palabras: al ministro del sacramento. También él es un signo. Ocupa el lugar de Cristo, desempeña el papel de Cristo, por él obra Cristo. Pero el ministro no es un hombre aislado, perdido en' el universo, que se arroga, de sí y ante sí,~el dere­cho de cumplir esta misión. Es ministro de la Iglesia, esposa de Cristo, a quien El confió el depósito de los sacramentos. Cuando Pedro bautiza, la Iglesia bautiza, Cristo bautiza. Por eso, en la pedagogía elemental, sería interesante seguir este orden:

— el ministro; — la Iglesia, dispensadora de los sacramentos; — Cristo que obra por la Iglesia y su ministro.

Sin embargo, en un plano más técnico, el orden inverso tiene la ventaja de encontrarse con los problemas y las solu­ciones en la sucesión misma en qué ha de resolverlos la inte­ligencia de la fe. De ahí que el Directoire pour la pastorale des sacrements comience por afirmar en el núm. 1: «Los sacra­mentos son actos de Cristo, que ejerce por el ministerio de la Iglesia su sacerdocio, y éste tiene por fin dar gloria a Dios y, a par, salvar a los hombres.»

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1. LOS SACRAMENTOS ACTOS DE CRISTO

Sólo de Dios viene toda gracia, porque sólo El puede per­donar. «¿Quién puede perdonar los pecados, sirio sólo Dios?», objetaban justamente los fariseos (Le. 5, 21). Y sólo El puede hacer libremente de un hombre su hijo de adopción. Más pre­cisamente: la gracia es obra del Espíritu Santo. El es la remi­sión de los pecados (poscomunión del martes de Pentecostés), de El renacemos en el agua (Jn. 3, 5), El se nos da y derrama en nosotros la caridad de Dios (Rom. 5, 5). Mas como el Hijo de Dios tomó nuestra carne, su sagrada humanidad es el instrumento de esta obra divina. No hay gracia, sino por Jesús y por Jesús hombre: «Uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tim. 2, 5). En los sacramentos, Cristo es el que da el Espíritu Santo, Cristo perdona los pecados.

CRISTO HA INSTITUIDO LOS SACRAMENTOS

En efecto, los sacramentos no son el resultado de una iniciativa de la Iglesia, como sucede con los ritos que rodean y prolongan su celebración. Los sacramentos han sido insti­tuidos por Jesús mismo durante su estancia en la tierra. La fe de la Iglesia es clara en este punto:

Si aígurio dijere cjue los sacramentos de \a nueva ley no han sido instituidos por Jesucristo, nuestro Señor., sea anatema.

Este canon del concilio de Trento _(D. 844) expresa bien la tradición constante de la Iglesia. El Nuevo Testamento nos muestra a Cristo instituyendo la eucaristía la víspera de su muerte. El mismo cumplió el rito, explicó su significación y precisó que no se trataba de un gesto pasajero, sino de una institución durable: «Haced esto en memoria mía.»

A decir verdad, no hemos de buscar pareja precisión histó­rica para cada uno de los otros sacramentos. Siendo la euca­ristía el don supremo, el sacramento por excelencia y, a par, el de la vida diaria de la Iglesia, era menester recordar con­tinuamente su institución. Se reproduce la cena, su relato es la palabra eficaz misma. La eucaristía es así actode Cristo

Los sacramentos son actos de Cristo 49

que se ofrece sacramentalmente, es su sacrificio único que se hace presente.

Sin embargo, aun cuando las circunstancias de lugar y tiem­po no se indican para cada uno, todos los sacramentos están representados en los evangelios, en los Hechos y cartas de los apóstoles, por lo menos como el cumplimiento fiel del mandato dado por Jesús. Este mandato es a veces expreso: «Marchad, pues, y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizán­dolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt. 28, 19). Y para la penitencia: «Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados; a quie­nes los retuviereis, les son retenidos» (Jn. 20,. 22-23).

Otras veces es un apóstol quien nos transmite el mensaje, por ejemplo, Santiago para la extremaunción (Sant. % 14-15)^

O bien, vemos el ejercicio mismo del sacramento desde los primeros días de la Iglesia, como acontece con la confirmación (Act. 8, 15-17; 19, 6).

La gran diversidad que comprobamos en la manera como los escritores sagrados nos han transmitido la institución de los sacramentos por Cristo, no es de parte de ellos un capricho literario, sino la expresión de la diferencia del vínculo que liga a la vida de Jesús estos signos eficaces de la gracia. Si la eucaristía está ligada a un momento y a una fecha decisiva: «la noche en que fue entregado», si el orden está ligado también a la cena por la eucaristía misma; para los otros sacramentos, lo decisivo es el símbolo o signo, y éste se fija tanto por la palabra de Jesús, como por sus gestos y su vida.

Sería por otra parte un error imaginar que, en los sacra­mentos, todo ha sido fijado de manera invariable y definitiva por Cristo. Obra suya personal es la determinación de cada uno de los sacramentos y de su propia eficacia. El signo mismo fue designado por El más o menos precisamente. El agua del bautismo, el pan y el vino de la eucaristía, sin duda también el aceite de los enfermos y la imposición de manos de la ordenación fueron fijadas de una vez para siempre; pero otros gestos y palabras han sido dejados en gran parte a la inicia­tiva de la Iglesia. Iniciativa que no es un signo arbitrario, pues el signo ha de expresar siempre la realidad oculta que contiene el sacramento y es obra de Dios. De ahí que Pascher

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50 Visión de conjunto de los sacramentos

pueda hablar de la «amplitud de juego» x, para expresar estas -variaciones de los signos dejados por Cristo a la decisión de la Iglesia.

«DEL COSTADO TALADRADO DE CRISTO BROTO SANGRE Y AGUA»

Más aún: la investigación de la circunstancia concreta, anecdótica, del momento exacto en que Cristo habría insti­tuido este o el otro sacramento (excepto, como acabamos de decir, la eucaristía), falsificaría, minimizándolo, el sentido que debemos atribuir a la institución de los sacramentos por Cristo.

Este, en efecto, «no es el fundador de una religión — a la manera de Buda, de Mahoma o de Wesley —. Cristo no es el hombre fundador de un cierto organismo religioso, que, prescindiendo de él, continúa sus funciones después de su muerte, en virtud sólo de unas disposiciones y ordenaciones dadas en principio. Cristo no está tan sólo presente en el momento histórico de la fundación de la Iglesia» 2.

Por la Iglesia y por los sacramentos de la Iglesia, Cristo continúa misteriosamente, gracias a los signos, la acción reden­tora llevada a cabo una vez para siempre por su muerte de cruz.

No basta, pues, decir que la gracia de los sacramentos viene sólo de Cristo. Hay que precisar y afirmar que sólo puede venir de la pasión de Cristo. Por ellos, la pasión de Cristo se pone, como si dijéramos, al alcance de los hombres, según la fórmula de la epístola a los romanos (6, 3): «¿Acaso ignoráis que cuantos en Cristo fuimos bautizados, en su muerte hemos sido bautizados?» Así, lejos de tratar de sorprender las etapas de lo que sería un código de prescripciones, es menester ligar los sacramentos, como a su fuente, a este momento supremo de la vida de Jesús. La tradición cristiana ha subrayado la insistencia con que san Juan precisa en su evangelio:

Ctiando llegaron a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le Quebraron las piernas, pero uno de los soldados, con su lanza, le hirió en el costado

1 J. Pascher, L'évolution des rites sacramentéis, Cerf, París 1952, p. 27 ss.

2 A. M. Roguet, Los sacramentos signos de vida, p. 12.

Los sacramentos son actos de Cristo. 5/

y, al punto, salió sangre y agua. Y el ¿jue lo vio, lo atestigua, y su testimonio es verdadero, y él ¿abe Que dice la verdad, a fin de (fue también vosotros .creáis. (Jn. 19, .35-35.)

Este río que sale del costado de Cristo es, según los comen­tarios de los padres y de santo Tomás 3, símbolo de los sacra­mentos y, señaladamente, del bautismo y de la eucaristía y, por ellos, símbolo o signo de la Iglesia, nueva Eva sacada del costado del nuevo Adán dormido. La recepción de los sacra­mentos nos pone, consiguientemente, en comunicación con la pasión de Cristo, cuyos frutos se nos aplican. El signo sacra­mental es siempre conmemorativo de la muerte de Cristo. Los sacramentos nos introducen en la pascua de Cristo.

¿Cuál es exactamente esta relación entre el sacramento y eV acontecimiento señero del Calvario? Aquí también,, la eucaristía ocupa un lugar privilegiado, pues hace realmente presente, gracias al símbolo, el acontecimiento que se cumplió una vez para siempre. Por eso, ella es el acto principal del culto y, como veremos más adelante (cap. III), ella, hace a la Iglesia. Los otros sacramentos no alcanzan este realismo señero, no contienen la misteriosa presencia de la inmolación de Cristo, sino solamente los frutos de ella4. De ahí que la liturgia los una siempre que es posible a la celebración de la eucaristía: la iniciación cristiana — bautismo y confirmación — se acaba por la comunión; el orden sólo puede ser conferido durante la misa; la bendición nupcial está igualmente ligada, en prin­cipio, a la misa; durante una misa consagra el obispo los santos óleos. Todo aniversario de una iniciación se hace por la euca­ristía 5.

3 Léase muy especialmente 3 q., 62, a. 5. 4 Este punto ha sido objeto de vivas discusiones entre los teólogos

durante los treinta últimos años, como consecuencia de los trabajos de O. Casel. Los pormenores de estas discusiones se hallarán en T. Filthaut, La théotogie des mystéres, Desclée, París 1954. Al atribuir a todos los sacramentos la presencia misma del misterio, se desconoce lo que la euca­ristía tiene de específico. Sólo ella es memorial eficaz de la pasión, y sacrificio. En los otros sacramentos, Cristo sólo está presente «con la virtud que en ellos transfunde para que sean instrumentos eficaces de su santidad» (ene. Mediator Dei, núm. 28).

5 Cf. J. Daniélou, en la obra colectiva Communion sollennelle et profession de foi, Cerf, París 1952, p. 118-133; e infra, parr. III, «La ini­ciación cristiana».

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52 Visión de conjunto de ios sacramentos

(.PEDRO BAUTIZA, CRISTO BAUTIZA»*

Demos un paso más. El sacramento es un acto de Cristo, no sólo porque lo ha instituido Cristo y la gracia que significa viene del Calvario, sino también porque Cristo mismo obra por la Iglesia y por su ministro. La Iglesia es su cuerpo y la prolongación de su sagrada humanidad. El ministro, por la in­tención que tiene de hacer lo que hace la Iglesia, se convierte como en instrumento por el que obra Cristo mismo. «El es quien por la Iglesia, bautiza, enseña, gobierna, ata, desata, ofrece, sacrifica» 7. Por eso, como veremos, ni el pecado ni la herejía del ministro impide la validez del sacramento:

los (jue habían sido bautizados por Juan Bautista —nota san Agus­tín 8— fueron bautizados de nuevo... Así pues, bautizaban sus discipuíos y entre sus discipuíos estaba aún Judas, i Cómo pues, ios (jue Judas bautizó no fueron de nuevo bautizados y los cjue bautizó Juan fueron de nuevo bautizados? ¡De nuevo, ciertamente! Pero no con repetición del bautismo. Porcjue ios (jue bautizó Juan, ios bautizó Juan, pero ios cjue bautizó Judas, los bautizó Cristo. (Tractatus in Iob. 5, 18.)

Así, pues, el Señor se reserva ser, El mismo, autor de los sacramentos que el hombre administra, a fin de que los fieles no pongan su esperanza en un hombre. Los ministros son muchos, pero sólo hay un Cristo que obra:

Voy a repetir lo cjue andáis diciendo cada uno —(¡ruñe san Pablo—• «Yo soy de Pablo», «yo de Apolo», «yo de Cefas», «yo de Cristo». ¿Es (jue se ha partido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O es (jue habéis sido bautizados en nombre de Pablo? (1 Cor. 1, 12-13.)

LOS SACRAMENTOS, EJERCICIO DEL SACERDOCIO DE CRISTO

Cristo es sacerdote para siempre según el orden de Mel-quisedec:

Cristo, empero, por razón de (jue permanece eternamente, posee el sacerdocio inmutable. De ahí cjue puede también salvar de manera acabada

6 San Beda el Venerable. 7 Ene. Mystici corporis, Sigúeme, Salamanca 4 1960, núm. 39. 8 Cf. Obras, t. XIII, BAC, p. 183. Citamos este texto sólo como testi­

monio y por su sentido general, pues el auténtico bautismo sacramento sólo fue administrado después de la resurrección y, por tanto, después de la muerte de Judas.

Los sacramentos son actos de Cristo 53

a los (jue por su medio se acercan a Dios, como (juiera (jue vive siempfe para interceder por nosotros. (Hebr. 7, 24-25.)

Indudablemente, el sacerdocio de Cristo se manifestó sobre todo en su pasión y muerte. En este momento, efectivamente, Cristo, por su propia sangre, entró en el santuario (Hebr. 9, 12). Pero ese sacerdocio continúa ejerciéndose sobre la tierra por la eucaristía y los otros sacramentos (ene. Mediator Dei, núm. 5).

Actos sacerdotales de Cristo, los sacramentos son también el centro de la liturgia. No son sólo la aplicación de nuestra salud, sino el ejercicio de la virtud de la religión, que se cifra en la alabanza y adoración de Dios. Los sacramentos con­sagran el hombre a Dios y le hacen participar de manera más o menos estricta en el sacerdocio de Cristo «para alabanza de la gloria de Dios». Aquí también, la eucaristía es el sacra­mento por excelencia, puesto que es el sacrificio de alabanza a par que la sangre derramada para la remisión de los pecados y el alimento para la eternidad. Al decir que «los sacramentos son para los hombres», axioma teológico muy importante que impera la pedagogía y la pastoral, no hay que olvidar que forman parte del culto divino y nos introducen en la-oración misma de Cristo (Dir. Sacr., núm. 10).

2. LA IGLESIA DISPENSADORA DE LOS SACRAMENTOS

A la Iglesia, y sólo a ella, ha confiado Cristo sus tesoros, el depósito que ha de guardar fielmente: la fe, la misión y los sacramentos. Depositaría única, ella es también única dispen­sadora. Sólo por ella pueden ser administrados. Ella es esposa y madre. Ella engendra a los hijos de Dios. «Nadie puede tener a Dios por padre, si no tiene a la Iglesia por madre», según el dicho célebre de san Cipriano.

LA IGLESIA DEPOSITARÍA DE LOS SACRAMENTOS

Jesús no dijo a cualquiera de entre las turbas: «Haced esto en memoria mía», sino a los apóstoles reunidos, el jueves santo, en el cenáculo. Ante los once proclama Cristo" después de su resurrección:

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Todo poder me ba sido dado en el cielo y en ía tierra. Id, pues, y haced a todos los pueblos discípulos míos, bautizándolos... (Mt. 28, 18-19.) ..

Como a mí me envió el Padre, así yo os envío a vosotros... A Quienes perdonareis los pecados, les son perdonados,- a Quienes se los.retuviereis, les son retenidos. (Jn. 20, 21-23.)

á) Guardiana de este precioso depósito, la Iglesia ha de asegurar primeramente su conservación. Así, ella juzga con autoridad acerca de las condiciones necesarias y suficientes para que se dé efectivamente el sacramento (condiciones de validez). Su magisterio decide soberanamente las controversias que se suscitan sobre este asunto, de lo que tenemos nume­rosos ejemplos.

Así, Benedicto XIII, Pío VII y san Pío X rechazaron la opinión de los orientales, según los cuales, para la consa­gración eucarística, se exigiría, aparte el relato de la cena, una invocación del Espíritu Santo (epíclesis). El concilio de Trento juzgó que la comunión de los fieles no es esencial a la cele­bración -de la misa y que, por otra parte era legítima la comu­nión bajo una sola especie (D. 931). En 1947, Pío XII fijó lo que es necesario y suficiente para la ordenación, poniendo así término "a una controversia multicentenaria entre los teó­logos.

Pero, más aún que estas intervenciones por un acto pre­ciso, la norma de la validez de los sacramentos es ía vida diaria de la Iglesia. Hoy, la manera como prescribe su administración en los libros litúrgicos de los diversos ritos; en lo pasado, el uso comprobado de oriente y occidente durante varios siglos 9: tales son los hechos de que el teólogo deduce las leyes de la organización sacramental, con exclusión de todo argumento racional.

b) El papel de la Iglesia no se limita a este discernimiento de las condiciones de validez. La Iglesia ejerce también una suplencia respecto de las posibles deficiencias del ministro, cuando estas últimas no pueden ser verificadas, señaladamente cuando a sus gestos exteriores correctos se opone interior­mente un defecto de intención (cf. 3, q. 64, a. 8).

9 Estas precisiones son necesarias, porque el magisterio ordinario (no solemne) de la Iglesia sólo es infalible globalmente. Hechos aislados, demasiado limitados en tiempo y espacio, pueden ser simplemente errores o abusos, cualquiera que fuere la autoridad responsable de ellos.

los sacramentos son actos de Cristo 55

c) Pero, sobre todo, en virtud de la amplitud de juego, señalada más arriba, y dentro de sus límites, ía Iglesia inter­viene mucho más activamente. Ella compone las fórmulas o preces que constituyen la palabra del sacramento ( = l a «forma»), y las modifica segúe las necesidades y posibilidades de expresión de cada civilización. Ahora bien, en los diversos ritos y conforme a las épocas, esas fórmulas se presentan ora en forma dé oración («Enviad, Señor, vuestro espíritu San­to...»), ora en forma indicativa («Yo te bautizo...»), y pro­ponen temas tan diferentes unos de otros, que es menester ver en ellos algo más que simples matices de expresión. La Igle­sia, pues, tiene sobre ellos un poder mucho más amplio.

La misma comprobación, más sorprendente para el his­toriador, respecto a los signos y a las cosas. Es posible que la presentación de las insignias de la función haya formado parte esencial del signo de la ordenación durante la edad media, siendo así que no existía en la antigüedad, el oriente cristiano no la conoció nunca y la constitución apostólica Sacramentum ordinis de 194710 rechazó definitivamente la necesidad de ese gesto para la validez. Mientras los apóstoles confirmaban con el gesto único de la imposición de' manos, la Iglesia romana ha utilizado un triple signo de la cruz y unción con el crisma. La unción forma en lo sucesivo parte tan indispensable del sacramento que el oriente no practica otro gesto. Así pues, aquí también ejerce la Iglesia un poder activo. Si es ciertamente guardiana de un depósito que sólo puede transmitir, goza no obstante de cierta libertad en la elección del signo que ha de expresar la gracia ligada por Cristo a este o el otro sacramento. •

LA IGLESIA SOLA DISPENSADORA DE LOS SACRAMENTOS

Es muy frecuente que los fieles sólo vean en la Iglesia una especie de poder legislativo que reglamenta y codifica- la vida religiosa. La verdad es que ella posee la presencia de Cristo vivo y actualmente operante. Su papel en los sacramentos no se limita a juzgar de las condiciones correctas de validez, a determinar el signo cuando ha sido dejado por el Señor a su discreción. No; los sacramentos son actos de Cristo, por admi­

to AAS 40 (1948), p. 5 ss.

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56 Visión de conjunto de los sacramentos

lustrarlos ella, porque ella obra, cuando se celebra un bautismo o se da una absolución. ¿Cómo así, cuando tan frecuente­mente el sacramento parece ser un aparte, un cara a cara entre el ministro que lo confiere y el sujeto que lo recibe?

a) El ministro del sacramento es ministro de la Iglesia, ligado a ella ante todo por la intención que ha de tener de hacer lo que ella hace y hacerlo como ella lo hace. Sin esta intención, el acto sacramental sería nulo. Apresurémonos a decir que esta intención puede darse en el cismático que ha roto con la unidad de la Iglesia, en el hereje cuya fe es falsa y hasta en el apóstata o infiel que no creen en la Iglesia. Seguidamente veremos más despacio estas dificultades (ver p. 58 ss.: El mi­nistro). La misericordia del Señor se contenta así, frecuente­mente, con una vinculación muy rudimentaria del ministro a la Iglesia; por algo los sacramentos son prenda de esa miseri­cordia. Basta que el ministro atestigüe exteriormente la fide­lidad por lo menos esencial al signo y a la manera de aplicarlo la Iglesia.

b) Cuando el sacramento exige de parte del ministro el poder de orden, esta vinculación es mucho más estricta, como quiera que el carácter impreso, por la ordenación, al obispo o sacerdote les confiere el privilegio de ser representantes de la Iglesia en la función de Cristo cabeza y mediador.

c) Además de este vínculo esencial, solo necesario y que subsiste aun cuando el ministro obre fuera de la unidad, la unión del ministro con la Iglesia ha de expresarse normalmente por la observancia de todas las condiciones c¡ue ella pone para la administración del sacramento. La Iglesia, efectivamente, regula en su código de derecho canónico, en sus libros litúr­gicos y en sus diversos actos legislativos, múltiples cuestiones concernientes a la estructura esencial de los signos, pero sobre las que ella decide en virtud del poder que le es propio: a quién hay que dar o negar el sacramento, a qué edad y con qué condiciones ha de ser recibido, en qué tiempo y en qué lugar puede ser administrado. Pero, sobre todo, la Iglesia inserta los sacramentos en el conjunto de la economía de su culto, y ya hemos visto la importancia de este marco cultual para el signo

los srterameiifos son (icios de Cristo 57

sacramental mismo, al que desenvuelve y prolonga. La fide­lidad a estas diversas disposiciones se impone no tanto en virtud del deber general de obediencia que liga clérigos y fieles a la Iglesia, cuanto porque la Iglesia, y sólo ella, es la dispensadora de los sacramentos (cf. Dir. sacr., núm. 7).

d) Si la Iglesia es la dispensadora única de los sacra­mentos, es porque ella ba recibido en la persona de los após­toles reunidos mandato y misión de Cristo para administrarlos. De esta misión son beneficiarios únicos el papa y el colegio de los obispos, sucesores de los apostóles. Ellos .son los que deben administrar los sacramentos. Los otros ministros son sólo auxiliares suyos, sus delegados y suplentes, que obran en su nombre y en unión con ellos. Nadie ha puesto mejor de relieve este gran principio como san Ignacio de Antioquía en sus cartas, escritas camino del martirio, a diversas iglesias: no hay bautismo, dice, no hay eucaristía sin el obispo u

En virtud de este principio, la legislación eclesiástica deter­mina de qué manera se verifica en cada caso esta misión. Esta misión se da de manera permanente en virtud de la fun­ción a que destina el obispo (poder ordinario), o a título precario, para un caso particular o una serie de actos (poder delegado). La misión es suplida en casos de urgencia y, ade­más, puede ser frecuentemente presumida12.

11 Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1950, p. 447-502. 12 Cuando la inobservancia de ciertas condiciones es causa de que el

sacramento sea nulo, por ejemplo, la confirmación administrada con un crisma que no ha sido consagrado por el obispo, se habla de condiciones de validez. Cuando su violación, si bien grava la conciencia de quienes la cometen, constituyendo un desorden más o menos grave, pero no entraña la nulidad del sacramento, se habla de condiciones de licitud.

Validez: Es válido un acto que se ha cumplido verdaderamente, no ha de repetirse y es de suyo capaz de producir sus efectos. Se habla aquí de validez de un sacramento (y hasta de una ceremonia de la Iglesia), cuando ha sido administrado de tal forma que el signo ha sido efectivamente ejecutado y debe, consiguientemente, producir, si no la gracia fres], por lo menos la res et sacramentum. La validez exige: (19) que la materia o gesto y la palabra sean aseguradas en lo esencial, (29) por un ministro que tenga el poder de orden requerido (39) sobre un sujeto capaz que preste (si tiene uso de razón) su consentimiento.

Licitud: Hay licitud cuando se observan además fielmente todas las prescripciones que no comprometen la validez. Su violación no entraña, consiguientemente, nulidad del acto cumplido, pero constituye una falta de parte de quien es culpable de ella, y una perturbación más o menos grave del orden querido por el Señor en su Iglesia.

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e) Realizada fundamentalmente por el ministro, por su intención y, eventualmente, por el carácter que recibiera en la •ordenación, expresada-de manera aún más fuerte por la misión recibida del obispo y por la observancia fiel de todas las prescripciones, esta presencia de la Iglesia en la administración de cada sacramento reclama como ! consecuencia normal la congregación o asamblea Ae los fieles. En torno al ministro que ejecuta el gesto dé Cristo, está ya espiritualmente presente la comunidad de los cristianos; pero si esta presencia se hace visible, porque los fieles son convocados y participan efectiva-, mente, entonces se manifiesta plenamente la dimensión ecle-siológica del sacramento. Por eso, si se exceptúa la penitencia en la disciplina actual de occidente, el pueblo cristiano es siempre supuesto, por los libros litúrgicos, presente a la cere­monia y orando a la invitación del ministro. Cuando, durante la celebración, dice el ministro: «Oremus fratres dilectissimi...» «Dominus vobiscum», no se dirige al grupo de amigos o pa­rientes, sino a la Iglesia local entera, o, por lo menos, a sus representantes. Y esa Iglesia local entera responde al cele­brante.

3. EL MINISTRO DEL SACRAMENTO

El que ejecuta el gesto y pronuncia la palabra del sacra­mento lleva el nombre de ministro del mismo sacramento. La elección de este nombre hubo de ser sugerida por una fórmula de la carta primera a los corintios: «Considérensenos como servidores de Cristo (ministros Cbristi) y dispensadores (intendentes) de los misterios de Dios» (1 Cor. 4, 1). El tér­mino invita a ir más allá de la persona del ministro mismo y mirar sólo a Aquel de quien es mandatario, ejecutante e ins­trumento :

Dios — dice en otra parte el apóstol13 — nos ba confiado el ministerio de la reconciliación. Y es así c¡ue Dios reconciliaba consigo el mundo en Cristo no teniendo ya cuenta de sus pecados, y El ha puesto en nosotros la palabra de la reconciliación. Así pues, somos embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por nuestro medio. (2 Cor. 5, 18-20.)

1 3 Este texto se refiere directamente al ministerio de la palabra, no al de los sacramentos; pero el realismo de este segundo ministerio es aún mayor y verifica aún más la razón de instrumento en quien lo ejerce.

Los sacramentos son actos de Cristo 59

Todas las* afirmaciones de la Iglesia respecto al ministro de los sacramentos tienden a ilustrar y precisar esta noción: Si las definiciones del magisterio son aquí excepcionalmente numerosas, es porque la Iglesia hubo de hacer frente en el curso de su historia a varias crisis graves, célebres por' los grandes nombres que enfrentaron, en las que la verdad de los sacramentos corría riesgo de ser desconocida.

LOS SACRAMENTOS NO PUEDEN SER ADMINISTRADOS POR LOS ANGELES, SINO SOLO POR LOS HOMBRES SOBRE LA TIERRA

Leyendas poéticas presentan a: veces a santos que reciben los sacramentos por ministerio milagroso de los ángeles o bien­aventurados. Los teólogos no aceptan fácilmente estas leyendas o pías imaginaciones — y han de descartarse, consiguiente­mente, de la catequesis infantil— por una razón esencial: toda la virtud de los sacramentos fluye de la pasión, que es obra de la humanidad de Cristo. Según la carta a los hebreos, en su pasión, Cristo fue humillado por bajo de los ángeles (Hebr. 2, 9). Por su Iglesia sobre la tierra, continúa Cristo santificando a los hombres. El hecho de que el ministro de los sacramentos es un hombre, y un hombre en la condición terrena de la fe y del riesgo dej pecado, valora la economía de la salud: los sacramentos son instrumentos en manos de Cristo, una prolongación de su humanidad.

CIERTOS SACRAMENTOS EXIGEN LA SUCESIÓN APOSTÓLICA DE LA ORDENACIÓN

Si alguno dijere cjue todos los cristianos tienen poder de predicar y ad­ministrar todos los sacramentos, sea anatema.

Este canon del concilio de Trento (D. 853) apunta al error protestante que, al rechazar la jerarquía de orden en la Iglesia, desbarató por el mero hecho casi todo el organismo sacra­mental. Efectivamente, con excepción de dos casos, los sa­cramentos sólo pueden tener la eficacia de la acción de Cristo, si el ministro posee, por la ordenación, el poder radical de realizarlos. El carácter impreso de manera indeleble por el sacramento del orden, es, s'obre todo, poder sacramental.

Así, sólo el obispo posee plenamente el poder de confirmar,

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celebrar la eucaristía y perdonar los pecados. Sólo él puede transmitir su sacerdocio.

Bien que sólo deben ejercerlo bajo la dependencia del obispo, los sacerdotes tienen poder de celebrar la extrema­unción a los enfermos, de suerte que estos sacramentos serían válidos aun cuando se administraran fuera de la obediencia al obispo y a h Iglesia. Por \o contrario, sóh con Ja jurisdic­ción expresa dada por el obispo o por las leyes generales de la Iglesia, pueden los sacerdotes ejercer válidamente el poder de perdonar los pecados en el sacramento de la penitencia. En fin, por privilegio o concesión expresa de] romano Pontí­fice, ciertos sacerdotes reciben poder de confirmar dentro de límites muy precisos y en forma tan excepcional, que el sacra­mento es nulo si se traspasan esos límites (por ejemplo, los de la función, del territorio, etc.). Ningún caso de urgencia permite excederlos y, en el ejercicio mismo de esta facultad, el ministro se presenta como beneficiario de una suplencia de la santa sede.

Este caso de la confirmación, administrada por un simple sacerdote, ilustra la noción de ministro extraordinario, que, por lo demás, sólo se verifica plenamente para este sacramento; si bien, por analogía, el derecho canónico lo aplica a otros.

Así pues, el orden, la confirmación, ía eucaristía, la peni­tencia y la extremaunción exigen en el ministro una sucesión sacerdotal que se remonta a los apóstoles, solos depositarios del poder de orden instituido por Cristo. Esta sucesión está asegurada por los obispos, para los cuales ha de establecerse una especie de árbol genealógico. De ordenación en ordena­ción episcopal, hay que remontarse hasta los apóstoles. Donde esta sucesión se verifica, los sacramentos son válidos. Tal es el caso de las Iglesias orientales separadas, aun cuando su cisma sea antiguo. Por lo contrario, donde esta sucesión se ha inte­rrumpido, no hay ya sacramentos, excepto los del bautismo y matrimonio. Tal es el caso de la Iglesia anglicana (salvo casos individuales) y la mayoría de las iglesias protestantes.

El bautismo y el matrimonio constituyen efectivamente dos excepciones notables.

En el matrimonio, el gesto es ejecutado por los esposos mismos: ellos se casan. Este gesto se convierte en sacramento, porque son bautizados; y si la intervención del sacerdote es

Los sacramentos son actos de Cristo 61 *

requerida para la validez, se trata de una condición, cuya necesidad no urge la Iglesia según las épocas y los ritos. Así, la dispensa en caso de necesidad y no la impone a los cismáticos de buena fe. Por eso, si bien la expresión no es absolutamente exacta, se dice corrientemente que los esposos son los minis­tros del sacramento del. matrimonio.

En cuanto a] bautismo, normalmente administrado, bajo la autoridad del obispo, por los sacerdotes y diáconos, puede ser válidamente administrado por cualquiera, hasta por un no bautizado e infiel. La necesidad del bautismo explica que el Señor lo haya puesto al alcance de todos. Pero ¿cómo puede ser ministro de Cristo quien no tiene poder alguno de orden y, menos, quien no posea siquiera la semejanza fundamental que da el carácter bautismal? Por lo menos, él ministro está siempre ligado a la Iglesia por la intención. Volvemos aquí a una noción que hemos hallado ya más arriba.

LA INTENCIÓN DE HACER LO QUE HACE LA IGLESIA

Si alguno dijere cjue, en \a celebración de los sacramentos, no se reejuiere por lo menos la intención de hacer lo <\ue hace la Iglesia, sea anatema. (Concilio de Trento; D. 854.)

La fórmula data del siglo xa. Si es más bien vaga, es por­que la tradición de la Iglesia es tan unánime en afirmar la necesidad de la intención como en subrayar el mínimo a que puede a veces reducirse.

El ministro del sacramento no es, en efecto, un robot o autómata, sino un honrore que se somete de manera inteli­gente y lúcida a Cristo, causa principal del sacramento; se pone a su disposición y ejecuta un acto consciente de la Iglesia. Este vínculo consciente y voluntario se establece por la intención. Sin embargo, como no podemos ver las almas, esta intención se manifiesta por signos exteriores: el hecho de que los gestos se ejecutan seriamente, se pronuncian las palabras y el signo entero se cumple en un contexto religioso. Por lo contrario, cabe absolutamente dudar de la intención en los casos un poco quiméricos imaginados por los cano­nistas o la literatura en que el marco sacrilego viola manifiesta­mente el orden de la Iglesia (por ejemplo, la consagración del vino en la película El renegado).

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Esta intención puede darse en un pagano, puesto que puede ser solicitado para dar el bautismo sin tener fe ni conocer a la Iglesia y hasta rechazándola personalmente. Puede ser válida en cismáticos, herejes o apóstatas, pues la Iglesia, tras duras controversias, ha debido afirmar que las faltas de ellos no bastan para hacer nulos los sacramentos.

LA INDIGNIDAD DEL MINISTRO NO IMPIDE EL VALOR DEL SACRAMENTO

a) «¿CÓWÍO puede un pecador dar la gracia?» Esta objeción agitó la Iglesia de,África en tiempo de san

Optato y de san Agustín y, periódicamente, vuelve a encon­trar audiencia, sobre todo en épocas en que es menester refor­mar las costumbres cristianas (en el siglo xv señaladamente con Wiclef y Juan Huss). Nadie puede dar lo que no tiene. El que no posee al Espíritu Santo es incapaz de comunicarlo. «¿Puede vivificar un hombre muerto, sanar un herido, dar luz un ciego, vestir un desnudo, purificar un manchado?» (San-Cipriano). La respuesta es fácil. Como quiera que el ministro no obra por su propia virtud, sino por la virtud de Cristo, cuyo instrumento es, «poco importa que el conducto por donde pasa el agua sea de plata o de plomo 14».

No purifica Dámaso, ni Pedro, ni Ambrosio, ni Gregorio. Nosotros somos los ministros, pero los sacramentos son tuyos. Conferir los bienes divinos no viene de las fuerzas humanas, sino de ti, Señor. (San Ambrosio, De Spiritu Sancto, 1. I, prólogo; MI 16, 708.)

El concilio de Trento (D. 855) condenó el error de los que rechazaran la validez de los sacramentos administrados por un ministro en pecado mortal.

b) ¿Cómo son válidos los sacramentos administrados fuera, de la verdadera Iglesia?

El sentido agudo que tenía san Cipriano (f 258) de la unidad de la Iglesia y de la necesidad de pasar por ella para recibir los dones de Dios, lo condujo a tener por nulos el bautismo y la eucaristía celebrados por un obispo o sacerdote cismático y, con más razón, hereje. San Cipriano obligaba

i* San Agustín, Tractatus in Job. 5, 15; cf. Obras, BAC, t. XIII, p. 179.

Los sacramentos son actos de Cristo 63

a recibir de nuevo el sacramento a los que habían sido bauti­zados en esas condiciones. La intervención del papa san Este­ban I provocó vivas reacciones de parte del obispo africano, apoyado por varios de sus colegas. Sin embargo, mucho tiempo después de la muerte de san Cipriano, los concilios de Arles (314) y de Nicea (325) terminaron la controversia precisando que estos bautismos eran válidos a condición de que fueran, realmente administrados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Pero, a fines del siglo ív, los donatistas suscitaron de nuevo la querella, y contra ellos hubo de defen­der san Agustín la verdadera doctrina de la Iglesia y, a par, la memoria de san. Cipriano mártir. Esta vez se trataba sobre todo del valor de las ordenaciones. He aquí cómo resuelve san Agustín la objeción.-

El bautismo de los herejes y cismáticos no es de ellos, sino de Dios y de la Iglesia, dondecjuiera se encontrare y dondequiera se lo lleve. Vuestro es sólo (fue sentís torcidamente, obráis sacrilegamente y os separáis impía­mente... La Iglesia da a luz a todos por el bautismo, ora de su seno, ora fuera... Todos los due renacen, nacen hijos de la Iglesia por derecho del bautismo. (De baptismo, 1, 14 ss; ML 43, 121 s.)

.El concilio de Trento reiteró los mismos principios en los cánones sobre el bautismo (D. 860). Su interés no es sólo retrospectivo, pues se aplican diariamente en la Iglesia para la recepción de cristianos bautizados en la herejía o en el cisma. Así pues, la intención que liga el ministro a la Iglesia no queda suprimida por el hecho de que aquél esté separado de la verdadera Iglesia, pues no puede buscarse a Cristo sin hallar al mismo tiempo a su esposa.

CONCLUSIÓN-. EL MINISTRO, SIGNO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

De estas dificultades que la vida de la Iglesia ha encon­trado y ha tenido que resolver, ha resultado una conciencia más viva acerca de la naturaleza del ministro. Este es un hombre y ejecuta un acto humano, con todo lo que esto supone y entraña de libertad, iniciativa e intención. Pero no obra en virtud de su propia santidad, ni de su valor personal, y puede comunicar una gracia que él mismo no posee. Es ministro de Cristo e instrumento entre sus manos. Cristo obra por él.

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Esta identificación alcanza su punto más alto en la consagra­ción eucarística. Aquí, efectivamente, desempeñando el papel de Cristo a la manera de un actor, reproduciendo sus palabras y gestos, lo hace con la misma eficacia, y Cristo está entonces verdaderamente presente en la persona de su ministro (ene. Mediator Dei, núm. 28). A excepción del ministro del bau­tismo, el origen de esta identificación está en el carácter sacra­mental: carácter bautismal para el matrimonio, carácter del orden sacerdotal para los otros sacramentos.

Ministro de Cristo, es inseparablemente ministro de la Iglesia, su representante, y esto aun cuando esté separado de ella. Cumple una obra de la Iglesia. Quiéralo o no, hace pre­sente a la Iglesia.

Así pues, el ministro mismo es signo, y signo eficaz. De ahí que, al analizar el signo sacramental, santo Tomás y el con­cilio de Florencia, no hablan sólo de cosas y palabras, de materia y forma, sino que incluyen también el ministro (D. 695).

Por ser signo y por no obrar en nombre propio, el minis­tro puede a veces ser colectivo. Así, la ordenación episcopal es conferida a lo menos por tres obispos, la misa puede ser concelebrada por varios obispos o sacerdotes — como se hace en las ordenaciones y, más frecuentemente, en oriente—, la extremuanción es dada, entre los orientales, por varios sacer­dotes a la vez. Todos los sacerdotes son sólo, en su conjunto, el signo único del sacerdote único que es Cristo15.

!5 Sin embargo, él padre de la Taille, Mysterium fidei, p. 355, hace notar, con razón, que la concelebración no es posible en los sacramentos en que el ministro no obra en virtud de la ordenación recibida (bautismo y matrimonio).

III

LOS SACRAMENTOS PRODUCEN LOS DONES DIVINOS QUE SIGNIFICAN

El estudio de la eficacia sacramental sólo puede profun­dizarse a propósito de cada sacramento en particular. Los sig­nos son diversos y los efectos significados también. Pero, a pro­pósito señaladamente del bautismo y de los problemas prácticos que su administración ha planteado a la Iglesia, los padres y teólogos han deducido los principios válidos para otros sacramentos y hasta para todos: vínculo entre el signo y su efecto, señal indeleble de Cristo impresa en el bautismo, la con­firmación y el orden, cooperación del hombre al don gratuito de Dios. Aclarados más y más por las controversias que la vida ha suscitado, estos varios aspectos no han de hacernos olvidar las dimensiones eclesiológicas y escatológicas de la eficacia de los sacramentos.

1. SIGNOS Y CAUSA DE LA GRACIA

«Los sacramentos contienen la gracia que significan.» Por esta fórmula tradicional, el concilio de Trento (D. 849) junta dos nociones de suyo incompatibles, pues no entra en la natu­raleza de un signo ser al mismo tiempo causa. Acabamos de ver que es Cristo quien obra por la Iglesia y el ministro. El sacra­mento es eficaz, porque la humanidad de Cristo es fuente de gracia, como era, en la vida terrestre del Señor, fuente de cura­ción: «Y toda la muchedumbre buscaba manera de tocarle, pues salía de El virtud y los sanaba a todos» (Le. 6, 19). Pero era natural que los teólogos trataran de deslindar con más precisión el modo de esta causalidad.

5

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EL SACRAMENTO, MISTERIO DIVINO

Por ser el sacramento signo, pudiera efectivamente verse en él sólo un gesto conmemorativo. Cristo murió por nosotros sobre la cruz y nos redimió de una vez para siempre. ¿No es disminuir el valor del sacrificio señero de Jesús en el Calvario atribuir al sacramento una eficacia propia? ¿No basta que sea prenda y testimonio de la salud ya lograda? Efectivamente, afirmamos que el sacramento es memorial; no sólo, por lo demás, de la- pasión, sino también de la resurrección de Jesús. Afirmamos igualmente que la gracia sólo nos viene de este mismo misterio pascual. Por eso los sacramentos son la ver­dadera celebración pascual de los cristianos. Pero no son un simple recuerdo, como lo era, para los judíos, la manducación del cordero pascual. Los sacramentos constituyen un verda­dero lazo de unión entre el hombre de hoy y de aquí y el sacrificio cumplido una vez sobre el Calvario. La gracia adqui­rida por la sangre de Cristo está contenida en el sacramento.

Ni siquiera basta decir que el signo sacramental acompaña la acción, invisible para nosotros, de Cristo. El signo sería entonces una simple manifestación, una especie de notificación, como la entrega de las insignias exterioriza el nombramiento para un cargo o dignidad. Ahora bien, Cristo no da su gracia con ocasión del signo, sino por el signo. Las fórmulas del evangelio o de los apóstoles nos obligan a este realismo.

El gue no renaciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. (Jn. 3, 5.)

Alas cuando apareció la bondad y amor a los hombres de Dios, salvador nuestro, no por tas obras justas gue nosotros hubiéramos hecho, sino según su misericordia, nos salvó por el lavatorio de la regeneración y por la renovación del Espíritu Santo. (Tit. 3, 45.)

Entonces los apóstoles imponían las manos sobre ellos y recibían el Espíritu Santo. Como. viera, pues, Simón (Mago) que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero diciendo: «Dadme tambtén a mí ese poder, a fin de gue, a quienquiera imponga yo las manos, reciba el Espíritu Santo.» (Act. 8, 17-19.)

Te recuerdo due reavives la gracia de Dios, due hay en ti por la imposición de mis manos... (2 Tim. 1, 6.)

Así pues, este signo que es el sacramento, es también mis­terio. Lleva uña realidad divina, oculta a nuestros ojos, y la

Producen tos dones divinos gue significan 67

pone de manifiesto con una sencillez de medios que sorprende y escandaliza al pagano:

Nada hay gue de tal manera endurezca las almas de los hombres, como la sencillez de las obras divinas, gue de pronto se ve, y la magnifi­cencia gue en el efecto se promete. De ahí gue se tenga por imposible la consecución de la eternidad, cuando con tanta sencillez, sin pompa ni aparato nuevo, a veces finalmente sin cambio alguno, el hombre baja al agua y, bañado a par gue se pronuncian unas pocas palabras, sale de ella no mucho más limpio o no limpio en absoluto. (Tertuliano, De bap-iismo, 2, 1; MI 1, 1.201.)

Hay, pues, un hiato entre la causa y el efecto, como es menester franquear otro hiato para ir del signo a~ la cosa significada. Para dar razón de este hecho, los teólogos se sirven de la noción de causa instrumental. En manos del artista, el instrumento produce un efecto que sobrepasa su posibilidad propia. De modo semejante, en manos de Cristo, el sacra-, mentó, gesto terrestre, se convierte en causa de vida eterna. La misma noción, utilizada frecuentemente en teología, explica la composición de los escritos bíblicos por los autores inspi­rados del Espíritu Santo y, sobre todo, la acción salvadora de la humanidad de Cristo. Esta es también instrumento, pero instrumento vivo, unido a la divinidad, de que se sirve el Verbo para rescatar a los hombres.

IOS SACRAMENTOS PRODUCEN LA GRACIA

Los dones aportados por los sacramentos son tan varios como los signos que los significan. Algunos están destinados a la vida personal del cristiano, otros a una misión social. El orden está ante todo caracterizado por los poderes jerár­quicos, mientras la penitencia es curación espiritual >y fuerza para cambiar de vida. La extremaunción es una medicina no menos del cuerpo que del alma...

Dentro de esta gran diversidad, todos tienen de común que llevan consigo el don de la gracia de Dios: obra del Espíritu Santo en el alma, vínculo de amor con Dios, configu­ración a Cristo Jesús.

Tal es el efecto del bautismo, nuevo nacimiento, y de la penitencia, restauración del estado bautismal. Estos dos sacra­mentos están destinados a dar la vida de Dios a los que no la tienen. La gracia que dan es gracia primera, y se los llama

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sacramentos de muertos, porque realizan enel alma una obra de resurrección.

Los otros sacramentos suponen, normalmente, que quien los recibe está en estado de gracia. Y sin embargo, llevan también consigo un don de la gracia. La eucaristía, banquete nupcial que exige el traje de bodas (Mt. 22, 11) y en el que no puede comer el que no sea digno (1 Cor. 11, 27), es el pan de vida: «El que come mi carne y bebe mi sangre, posee la vida eterna y yo lo resucitaré el día postrero... El que comiere este pan, vivirá eternamente» (Jn. 6, 54, 58).

Aun en el caso que un sacramento — confirmación, orden, matrimonio — confiere una misión, a ésta corresponde siempre una gracia personal de vida. No cabe duda que el Señor, que en la antigua ley se valió de la burra de Balaán para profe­tizar, puede con más razón servirse de los pecadores como testigos y ministros suyos. Los confirmados, los casados y el sacerdote conservan su misión divina en medio de su indig­nidad; pero se trata, de un estado violento que subraya, por lo demás, brillantemente el misterio de misericordia que es la nueva ley. Al recibir la misión por el sacramento, el sujeto debe también normalmente recibir y conservar una gracia de vida interior. En la confirmación y el orden se da el Espíritu Santo. La oración, que expresa los efectos sacramentales pide siempre al Señor para el que recibe estos sacramentos la con­formidad de la vida con la misión.

Esta gracia segunda (como la llaman los teólogos que dan el nombre de sacramentos de vivos a aquellos cuya recepción exige el estado de gracia) viene a desenvolver y acabar el organismo espiritual. La imagen que vendría demasiado fácil­mente al espíritu sería la de un acrecentamiento de riqueza, un aumento casi cuantitativo; pero hay que guardarse de tales transposiciones *. La gracia es vida divina, hecha de sencillez y enteramente espiritual, y sólo con palabras del Nuevo Tes­tamento mismo podemos hablar de ella. Más bien hay que ver en la gracia sacramental una semejanza cada vez mayor con Cristo, que nos configura más particularmente a El en sus diversos estados, conduciéndonos El mismo, por su luz y su

1 En la catequesis, no en la exposición teológica, pues el concilio de Trento no vacila en decir: «Por los sacramentos, toda verdadera justicia o empieza o empezada se aumenta o perdida se repara» (D. 843a).

Producen los dones divinos (fue significan 69

fuerza, en los caminos de la vida, en que nos introducen los sacramentos 2.

La eucaristía, que ocupa siempre entre los sacramentos lugar aparte, no es solamente un don de gracia, sino que con­tiene también al autor mismo de la gracia.

EL SACRAMENTO ES SIGNO DE VARIAS REALIDADES ESPIRITUALES SIMULTÁNEAMENTE

Antes de pasar más adelante en el estudio de los efectos de los sacramentos, es menester volver nuevamente a la no­ción de signo. Esta noción entraña más riqueza y complejidad de la que pudiéramos de pronto sospechar, pues se desen­vuelve en dos direcciones.

a) Santo Tomás se pregunta si el sacramento puede ser signo de dos realidades simultáneamente y concluye por la •) afirmativa:

Tres cosas pueden considerarse en nuestra santificación: la causa misma de nuestra santificación, cjue es la pasión de Cristo, la forma de nuestra santificación (fue consiste en la gracia y virtudes, y el fin último de nuestra santificación, cfue es la vida eterna. Y todo esto es significado por el sacramento. Un sacramento es, consiguientemente, signo conmemo­rativo de lo (fue precedió, es decir, de la pasión de Cristo, y figurativo de lo (fue en nosotros se verifica por obra de la pasión de Cristo, es decir, de la gracia, y pronóstico o anunciativo de la gloria venidera.

(2, q. 60, a. 3.)

Por eso, la gracia de los sacramentos es siempre una inser­ción en el misterio pascual (sobre el vínculo con la pasión, cf. supra, cap. II; el anuncio de la gloria venidera se precisa más adelante, pp. 80-81), y se sitúa en toda la urdimbre his­tórica de la economía de la salud.

b) Pero todavía hay otro desarrollo de la noción de signo. Se lo debemos a san Agustín que hubo de precisarla en el curso de las controversias con los donatistas. Entre el signo mismo (sacramentum) —por ejemplo, el bautismo— y la realidad última que significa (res) — la gracia del nuevo nacimiento —

2 Los teólogos distinguen generalmente la gracia santificante y la gracia sacramental. Según santo Tomás (3, q. 62, a. 2) ésta añade a la gracia santificante cierta asistencia divina para alcanzar el fin del sacra­mento.

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interviene una realidad intermedia que es a la vez significada y signo (res et sacramentum) .• el carácter bautismal. Esta rea­lidad intermedia es significada y causada por el signo sacra­mental. Aunque no visible, es una especie de signo, porque es efecto permanente y directo del signo. Ella expresa y causa la gracia, realidad última3. Del signo a la realidad última, hay que pasar, consiguientemente, por la realidad intermedia, ora quiera darse cuenta de la significación, ora se desee precisar cómo es el sacramento causa de la gracia.

Este es, en efecto, el verdadero medio de explicar el caso de tres sacramentos: bautismo, confirmación y orden que no pueden repetirse. Cuando se han recibido válidamente, pero fuera de la Iglesia o sin las debidas disposiciones, quedan no obstante irrevocablemente recibidos. ¿Da entonces el Señor su gracia? No. Luego veremos que, no obstante su eficacia, el sacramento queda en ese caso privado de sus frutos de santificación. ¿Quedará entonces el hombre privado para siem­pre de la gracia de un sacramento que no se puede repetir? Tampoco, porque el sacramento había producido su efecto «inamisible»4: el carácter (res et sacramentum). Cuando el Cristiano recupera las disposiciones requeridas, el carácter pro­cura la gracia del sacramento antes recibido.

La misma noción aclara la doctrina eucarística. La consa­gración del pan y el vino (sacramentum) produce la presencia real de Cristo y de su sacrificio (res et sacramentum), y esto independientemente de la comunión, puesto que ésta no es necesaria para la esencia del sacrificio, y la presencia real es permanente en tanto duran las especies sacramentales.

3 Sacramentum (o sacramentum tantum) designa consiguientemente el signo sacramental, palabra y gesto o materia.

Res (o res sacramenti y también res tantum] significa el efecto de gracia que ha de producir el sacramento sobre el sujeto bien dispuesto. Este efecto es un don gratuito que viene de Dios solo, pero no es automático, puesto que la falta de las disposiciones requeridas puede impedirlo; no es definitivo e inalienable, puesto que la gracia puede perderse por culpa del sujeto.

Res et sacramentum, por lo contrario, expresa un efecto infalible producido por el sacramento, dado que éste sea válido, realidad sobre­natural estable e independiente de las disposiciones del sujeto, por cuyo intermedio es dada o reparada la gracia. (Cf. más adelante, p. 75, el cuadro de conjunto que muestra cómo se aplican estas categorías a los siete sacramentos.)

4 «Inamisible» quiere decir «que no .puede perderse», imborrable.

Producen Jos dones divinos (fue significan 71

La gracia de nutrición y la prenda de la vida eterna (res) se dan al fiel que comulga por el cuerpo de Cristo que recibe bajo el signo.

Así se comprende cómo un acto transitorio, el bautismo o la consagración eucarística, puede continuar siendo signo cuando ya ha pasado, y puede producir su efecto de gracia, como si dijéramos, con retraso. Es que hay, más precisamente, un doble efecto del sacramento, uno causado por el otro: la gracia (res) y, en el caso del bautismo, el sello indeleble de Cristo o carácter (res et sacramentum).

, 1. LA MARCA DE CRISTO

Consideremos más atentamente el caso del bautismo, la confirmación y «1 orden. He aquí como se expresa a propósito de ellos el concilio de Trento:

Si alt/uno dijere (fue en tres sacramentos: bautismo, confirmación y orden, no se imprime carácter en el alma, esto es, cierto signo espiritual c índelebte, por lo (fue no pueden repetirse, sea anatema. (D. 852.)

Partiendo del hecho de que estos sacramentos no pueden recibirse por segunda vez, se ha precisado la realidad del carác­ter, en que los teólogos ven una participación del sacerdocio de Cristo.

TRES SACRAMENTOS: BAUTISMO, CONFIRMACIÓN Y ORDEN, NO PUEDEN REITERARSE

Las dificultades suscitadas por los cismas y herejías de los primeros siglos dieron por resultado iluminar plenamente el principio de que estos tres sacramentos no pueden en manera alguna recibirse por segunda vez. Efectivamente, las contro­versias a que hemos aludido anteriormente y en que inter­vinieron san Cipriano y san Agustín, se referían exclusivamente al valor de un sacramento recibido de manos de un hereje, de un cismático o de un pecador. Cuando san Cipriano sostenía deberse repetir el bautismo recibido en la herejía, era porque lo creía nulo. La misma actitud se daba entre los que preten­dían obligar a nueva ordenación a los obispos o sacerdotes ordenados por arríanos y otros herejes. Estas ordenaciones se consideraban inválidas.

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n Visión de conjunto de los sacramentos

Jamás, en estas disputas, supusieron ni católicos ni cismá­ticos que un bautismo, confirmación u ordenación recibidos válidamente pudieran recibirse por segunda vez. Un bautizado caído de su condición y excluido de la comunión de la Iglesia, es reconciliado por la penitencia. Un sacerdote o un obispo, depuestos por sentencia de un concilio, continúan ejerciendo, con gran escándalo de san Cipriano, los poderes de su orde­nación. Si se los restablece en sus cargos, recuperan sus fun­ciones sin que se renueve rito alguno de iniciación. Los casos de reordenación que se hallan sobre todo en el turbio período del siglo x, se aplican siempre por la idea de que la primera ordenación estaba afectada de nulidad, nunca por el temor de que la ordenación válidamente conferida pudiera posterior­mente anularse5.

Se trata, pues, de que estos tres sacramentos producen un efecto inalienable, indeleble, que perdura aun cuando el que los recibió caiga en el crimen, abandone la Iglesia o pierda la fe. Este efecto indeleble es distinto de la gracia santificante, puesto que le sobrevive. Se le llama carácter.

LA MARCA DE CRISTO

El término carácter no se toma aquí en el sentido corriente, sino en su acepción en griego clásico. La palabra evoca el oficio del grabador que, por medio de un buril, fija de manera definitiva una imagen o una inscripción sobre el metal: me­dalla, moneda, o también sobre la piedra. La carta a los hebreos la aplica al Hijo de Dios, que es «resplandor de la gloria del Padre y marca o imagen de su sustancia» (Hebr. 1, 2). Se trata aquí de un retrato indeleble, pero también de una semejanza. Por lo contrario', en el Apocalipsis, la palabra recuerda la prác­tica de ciertas ciudades, en que se marcaba a los esclavos con un tatuaje inalterable: son malditos los que se dejan grabar sobre la frente el signo de la bestia (Apoc. 14, 9-11). En cam­bio, los elegidos están marcados con el signo dé Cristo. Pero

5 He aquí la conclusión del estudio de L. Saltet, les réordinations, París 1907, p. 392: «Se admitió siempre que una ordenación válidamente conferida no podía ser reiterada. Las reordenaciones no suponen la nega­ción del carácter inamisible del orden, sino que suponen siempre una ordenación anterior considerada como nula. Es indudable que se engañaban acerca de la nulidad de la primera ordenación,- pero este error de hecho, dejaba intacta la doctrina según la cual la ordenación no puede reiterarse.»

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aquí se emplea otro término de mayor resonancia en el Nuevo Testamento: el sello (Apoc. 7).

El sello es una impronta marcada en un molde o anillo que se hunde en la cera caliente para que conserve ésta su forma. Testimonio de un contrato definitivo, es la firma de su po­seedor. Ahora bien, el don recibido en el bautismo y confir­mación está sellado o, por mejor decir, es el sello del Espíritu Santo:

Y Dios es cjuien nos confirma juntamente con vosotros en Cristo y el (jue nos ha ungido. El también nos ba'sellado y puesto en nuestros cora­zones las arras del Espíritu. (2 Cor. 1, 21 s.)

También vosotros, habiendo oído la palabra de la verdad, el evan­gelio de vuestra salud, y habiendo creído en él, habéis sido sellados con el Espíritu de la promesa, (fue es santo... (Ef. 1, 13.)

No contristéis al Espíritu Santo de Dios, en el cjue fuisteis sellados para el día de la redención. (Ibid. 4, 30.)

En la cita de la carta a los corintios, el tema de la unción evoca también una consagración irrevocable e inamisible. Aún después de caído de la realeza a causa de sus faltas, y sus­tituido por David, Saúl, seguía siendo el ungido del Señor, sobre el que no era lícito poner la mano y cuya muerte fue inmediatamente castigada (2 Sam. 1, 1-17). Pero a par que el hecho de ser inalterable, la unción recuerda la semejanza con el «ungido» por excelencia, que es Cristo. De hecho, la marca grabada, el sello, es igualmente imagen, retrato de Cristo.

Por eso, los teólogos, siguiendo a santo Tomás, definen el carácter por su propiedad de ser indeleble y, a par, por una semejanza con Cristo, una participación en el sacerdocio de Cristo, que diputa para el culto divino y distingue a los hom­bres por derechos y deberes o poderes. Si es.cierto que esta identificación sólo alcanza la plenitud posible en el sacramento del orden, se realiza ya, sin embargo, en cierto modo, en el bautismo y la confirmación: «Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo» (Gal. 3, 27).

EL CASO PARTICULAR DEL MATRIMONIO Y LA EXTREMAUNCIÓN

El matrimonio y la extremaunción no entran en la cate­goría de sacramentos que sólo pueden recibirse una vez. Sin em-

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n Visión de conjunto de los sacramentos

bargo, se destinan a una eficacia permanente y sólo pueden repetirse cuando ha cesado la situación creada por la primera recepción. El que ha recibido el sacramento del matrimonio sólo podrá casarse de nuevo después de la muerte de su cón­yuge. El enfermo no puede recibir válidamente la extremaun­ción durante la misma enfermedad, aun cuando ésta hubiera de durar años; pero, si después de curado, vuelve a hallarse otra vez en estado grave, será capaz de recibir nuevamente la extremaunción.

La tradición niega a estos dos sacramentos la impresión de carácter,.pues éste sería totalmente inamisible. Sin embargo, hay que reconocerles un efecto durable, distinto de la gracia, cuya fecundidad se hará sentir de nuevo, en el que, habiendo perdido la gracia, la recupera por la penitencia. Se trata de la consagración de un estado, el estado de matrimonio y el de enfermedad, y de cierta configuración particular a Cristo: el vínculo del matrimonio es signo del amor de Cristo a su Iglesia, la extremaunción ofrece at cristiano una imagen de Cristo paciente. Así pues, este efecto permanente es a par signo y realidad significada (res et sacramentum) 6.

3. LA COOPERACIÓN AL DON DIVINO

Por ser para nosotros los sacramentos la fuente de la gracia divina, verifican la paradoja inherente a toda la economía de la salud: el don de Dios es gratuito y, sin embargo, este don exige nuestra intervención. La dificultad que sentimos en asir simultáneamente los dos anillos de la cadena, explica los errores que amenazan siempre a la teología, catequesis y pastoral de los sacramentos.

Si se exagera la gratuidad del don de Dios y la eficacia de los sacramentos, se tenderá a desconocer las condiciones requeridas para su recepción fructuosa y los deberes que nos imponen.

Por lo contrario, si se insiste exclusivamente sobre la obra del hombre, se caerá fácilmente en la tentación de ser dema­siado severo en admitir a los sacramentos, se hará de ellos como el coronamiento de actos personales o la recompensa de un trabajo de santificación válido por sí mismo.

6 Véase al efecto el cuadro de la página siguiente.

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76 Visión de conjunto de los sacramentos

GRATUIDAD DEL DON DE DIOS

La palabra «gracia», en la tradición del Antiguo y Nuevo Testamento, expresa la gratuidad del amor que Dios nos tiene, de la misericordia con que nos perdona y de las prevenciones con que se nos adelanta.

La intervención de Dios en la historia humana en los días de Abrahán, en los tiempos del Éxodo y en la marcha por el desierto es una irrupción inesperada. Si escoge a Jacob más bien que a Esaú, es porque es soberanamente libre en sus dones. Sea cual fuere el camino por que ha pasado el que llega al Señor, el primer paso lo ha dado Dios y, aun cuando haya sido preciso trabajar y buscar el camino, Dios es siempre el guía.

La encarnación del Hijo de Dios y su muerte redentora son don absolutamente gratuito. No obstante las promesas divinas, que se cumplen por la venida de Cristo, su obra de salud sigue siendo inesperada. Hasta punto tal sobrepasa toda expectación. Ahora bien, esta obra de salud es a pai universal e individual. Los que entran en el misterio de Cristo son los que Dios ha escogido de antemano y predestinado para ser conformes a la imagen de su Unigénito. Habría que citar en este sentido los dos primeros capítulos de la carta a los efesios. ¿Pero qué es lo que manifiesta esta elección y llamamiento gratuito de Dios? El sacramento que se recibe. En el bautismo' «e revela la vocación divina del cristiano, la ordenación expre­sa su vocación sacerdotal.

Lo inesperado de este paso de Dios alcanza su punto culmi­nante en el caso de la iniciación de los niños. Los párvulos son bautizados sin acto alguno de su parte y la Iglesia tiene que suplir su desnudez espiritual absoluta. En oriente, y entre nosotros en caso de peligro de muerte, el párvulo recibe tam­bién gratuitamente la confirmación. Si en occidente se niega actualmente la eucaristía antes de la edad de discreción, es para asegurar la reverencia al sacramento, no porque no pudiera recibirse válida y fructuosamente. En estos pequeñuelos se verifica lo que encantaba a santa Teresa del Niño Jesús: «Han robado el cielo.»

Ahora bien, a despecho de toda apariencia, la misma gra­tuidad se da en el adulto. El adulto necesita absolutamente, so pena de nulidad, la intención de recibir el sacramento, ha de

Producen tos dones divinos c\ue significan 77

tener fe y arrepentirse de sus pecados, para que el sacramento produzca en él su efecto de justificación; necesita incluso ha­llarse ya en estado de gracia para acercarse con fruto a ciertos sacramentos; pero ninguno de estos actos (que vamos a expli­car por menudo seguidamente) puede merecer la gracia del sacramento, que les es dada sin mérito alguno de su parte. Si, por poner óbice, no reciben la gracia, el efecto del sacra­mento queda no obstante empezado, pues se produce la rea­lidad intermedia (res et sacramentum), destinada a resucitar la gracia en el momento oportuno 7.

Por eso, el cristiano debe vivir en acción de gracias y hacer suyos los salmos que cantan la misericordia de Dios durante el éxodo y en el desierto (77, 104, 105, 135, etc.).

NECESIDAD DE LA INTENCIÓN

Un niño, hemos dicho, que no ha llegado al uso de razón, recibe el bautismo, puede recibir la confirmación y hasta la eucaristía sin intervención alguna de su parte, y estos sacra­mentos son en el él válidos y fructuosos8. Nada ha pedido ni tiene conciencia alguna de la obra divina que en él se cumple. La situación del adulto es completamente distinta. El adulto tiene que pedir el sacramento, pues Dios no obra ya en él sin él, ni lo justifica sin asentimiento de su libre albedrío. El gesto sacramental ejecutado sobre un adulto que lo rechaza y no lo ha pedido, es nulo. No se da sacramento ni se produce efecto alguno. Añadamos sin embargo que no siempre se requiere que esta intención se exprese o precise en el momento mismo en que se celebra el sacramento. Puede

7 Hay, sin embargo, dos excepciones importantes. La res et sacra­mentum de la eucaristía se produce sobre el altar, no en el alma del fiel; el que «come y bebe indignamente» se come su propia condenación, sin que se dé en manera alguna este germen de gracia que es dado por la res et sacramentum de los otros sacramentos. En cuanto a la penitencia, parece incluso derogar la gratuidad total del don de Dios, pues los actos del penitente forman parte del signo y su ausencia anula el sacramento. Sin embargo, entre estos actos y la absolución que perdona, hay un cambio de plano, como veremos en su lugar.

8 El que recibe un sacramento es llamado en teología sujeto del sacramento. Pero más exactamente, con esta palabra se designa al que es capaz de recibir válida y lícitamente el sacramento. Este sujeto sólo puede ser un hombre en su condición terrestre: ni los ángeles ni los muertos son capaces de recibir un sacramento. Además, e\ bautismo es necesario para recibir válidamente los otros sacramentos. Es como su «puerta».

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78 Visión de conjunto de los sacramentos

ser anterior y seguir siendo válida. Así, el moribundo que ha pedido el bautismo o la extremaunción, los recibirá válida­mente, aun cuando, entre tanto, hubiera perdido el uso de los sentidos.

LAS DISPOSICIONES PREVIAS

La intención basta para que h recepción del sacramento sea válida y se logre el efecto primero del sacramento, es decir, la realidad intermedia, independiente de las disposiciones del sujeto. Asintiendo al sacramento, el sujeto recibe efectivamente el carácter de bautizado, de confirmado, de diácono, sacerdote u obispo, contrae verdadero matrimonio sacramental, y es consagrado en su estado de enfermo. ¿Recibirá también la gracia justificante? El sacramento válido, que produce la res ct sacramentum, ¿será igualmente fructuoso, es decir, produ­cirá la res sacramenta Ciertamente, a condición de que el sujeto no ponga óbice por sus malas disposiciones (concilio de Trente; D. 849). Y es así que el hombre ha de disponerse para la justificación, seguir un itinerario de preparaciones, cuyo tipo de organización tradicional lo constituyen el catecumenado y el estado de penitente.

En efecto, el que recibe el bautismo ha tenido que prepa­rarse para él desde muy atrás: ha recibido y aceptado el men­saje de la fe, ha tenido que arrepentirse de sus pecados y cam­biar de vida, aprender el símbolo e iniciarse en la oración. Esta preparación es a par individual y comunitaria y se expre­sará en determinados momentos por ritos especiales, como los exorcismos y la renuncia a Satanás. En cuanto al penitente, tendrá que humillarse delante de Dios y de la Iglesia, confesar su pecado, repararlo... Nos encontramos así, en estos diversos pasos, con las condiciones expresadas por el concilio de Trento para la justificación: fe, esperanza, principio de amor de Dios, dolor de los pecados y cambio de vida (D. 797-798).

Por eso, no obstante la gratuidad del don divino y a pesar de que los sacramentos obran ex opere opéralo, los hombres han de prepararse a su recepción. Esta preparación está asegu­rada por los pastores en su catequesis y por la Iglesia en su liturgia. El progreso en la vida cristiana y su arraigo en las sociedades exigen verdaderas instituciones destinadas a la formación previa de los que han de recibir los sacramentos

Producen los dones divinos cjue significan 79

de iniciación: catecumenado para el bautismo de los adultos, seminarios para el sacramento del orden...

Cuando un sacramenta ha sido recibido sin las condiciones mínimas necesarias, se dice que es válido, pero ilícito o infruc­tuoso y, si el sujeto ha tenido conciencia de su indignidad, ha cometido un sacrilegio. Mas ¿podrá el sujeto recuperar la gracia del sacramento, cuando tenga las condiciones debidas y haya obtenido por la penitencia el perdón de sus pecados? Lo podrá, pero a excepción de la gracia de la eucaristía y de la penitencia. Los otros cinco sacramentos han dejado en el alma, aun indigna, la res et sacramentum que permite la resurrección de la gracia. Es lo que se llama la reviviscencia del sacramento.

LOS COMPROMISOS O DEBERES SACRAMENTALES

La cooperación al don divino es aún más necesaria después de la recepción de los sacramentos que como condición previa a su recepción. El sacramento ha creado una semejanza con Cristo que ha de manifestarse por la vida cotidiana, para la que el sacramento procura una gracia propia. Así, después de la iniciación de los nuevos cristianos, la noche de pascua, la Iglesia pide para ellos que «guarden en su vida el sacramento que recibieron por la fe» (colecta del martes de pascua). Después de la comunión eucarística, en las poscomuniones, la Iglesia pide que seamos fieles al don que Dios nos ha hecho:

Infunde, Señor, en nosotros el espíritu de tu caridad, y así, a Quienes has alimentado con los sacramentos de pascua, los hagas por tu amor paternal concordes entre sí. (Poscomunión de la noche de pascua.)

Pudiera comprobarse para cada sacramento un verdadero compromiso o deber particular, manifestado por la liturgia y las catequesis, y no sólo para el bautismo y el matrimonio.

Mas este compromiso o deber que los sacramentos im­ponen al fiel, no es el acto solitario de un hombre que parte camino adelante, sino la respuesta a una inspiración divina, la entrada en un misterio de misericordia: «El que ha comen­zado en vosotros su obra, la acabará» (Filip. 1, 6). De ahí que este compromiso sea, a par, tranquilo, pues se funda en Dios solo; y exigente, pues no tiene otro límite que la iden­tificación con Cristo.

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80 Visión de conjunto de ios sacramentos

4. LOS SACRAMENTOS CONSTRUYEN Y MANIFIESTAN A LA IGLESIA

A par que tienen un efecto personal y son para el que los recibe signos eficaces de gracia, los sacramentos «expresan y realizan la incorporación a la Iglesia. Signos de la Iglesia, los sacramentos son también dados en la comunidad y con miras a la comunidad que están destinados a construir y a estrechar» (Dir. sacr., núm. 4). Santo Tomás se expresa de manera aún más fuerte:

Por ios sacramentos cfue brotaron del costado de Cristo crucificado, jue constituida la Iglesia de Cristo. (3, q. 64, a. 2, ad 3.)

LOS SACRAMEMTOS CONSTRUYEN LA IGLESIA

Este aspecto social está asegurado por la res et sacramen-tum, como vamos a ver rápidamente reuniendo nociones ya conocidas:

Los sacramentos (fue imprimen carácter y son participaciones del sacerdocio de Cristo, dibujan en cierto modo la jerarquía de la Iglesia. El bautismo y la confirmación le procuran miembros consagrados, sujetos aptos para llevar la vida litúrgica y ejercer dignamente el rito de la religión cristiana, inaugurada por la cruz y mantenida por la vida de la Iglesia. La jerarquía propiamente dicha está constituida por el carácter del orden y sus grados sucesivos. Y el poder de jurisdicción, si bien se distingue del poder de orden, normalmente depende de él, de tal suerte cjue la Iglesia es realmente «fabricada por los sacramentos de la fe», no sólo en el recluta­miento y unidad de sus miembros, sino también en sus mutuas relaciones 9.

En cuanto a la eucaristía, hasta tal punto «hace a la Iglesia», que representa o repristina el acto redentor mismo de donde procede la Iglesia: La sangre derramada de la nueva alianza. Hasta el punto que el término «cuerpo místico» de Cristo que, hasta el siglo íx designaba la presencia real en la eucaristía, ha terminado por significar a la Iglesia misma. Este cambio de significación de la palabra es revelador del vínculo que existe entre el cuerpo eucarístico de Cristo y la Iglesia10.

9 Cf. A. M. Roguet, Caractére baptismal et incorporation a l'Eglise, en LMD 32 (1952), p. 74-89.

1 0 Cf. A. M. Roguet, L'unité du corps mysticjue du Crist dans la charité, en LMD 24 (1950), p. 20-45.

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LOS SACRAMENTOS MANIFIESTAN A LA IGLESIA

Por los sacramentos también se manifiesta sobre todo la Iglesia.

Y es así que, en torno a la eucaristía, se congregan los cristianos, cada domingo, como en derredor de la mesa de familia, acto esencial de la vida de comunidad.

El bautismo muestra que la Iglesia es verdaderamente ma­dre, que engendra hijos a Dios, y comunidad de salud.

El orden y la eucaristía revelan además que la Iglesia es un cuerpo jerárquico, en que el bien común se da a unos por otros.

El matrimonio, en sentir de los teólogos, está más particu­larmente destinado a proclamar el misterio de la Iglesia, pues en eso es precisamente signo u .

La penitencia es el ejercicio del poder de las llaves en su aspecto de misericordia.

Los sacramentos no sólo son el término de la misión evan-gelizadora de la Iglesia, sino que en torno a ellos se organiza el ministerio mismo de la palabra. Sobre ellos primeramente se ejerce la acción pastoral. Excluir de los sacramentos, es excluir de la Iglesia, «excomulgar».

Los sacramentos constituyen, en fin, el elemento esencial de la oración de la Iglesia, de la liturgia; los otros actos de esta oración no hacen sino imitar su simbolismo (sacramen­tales), prolongar sus signos o acabar su obra de alabanza y santificación.

5. LAS ARRAS DE LA GLORIA

Después de haber gozado de las maravillas de Dios en el desierto, los hebreos no entraron en la tierra prometida, como recordaba san Pablo en el texto de la carta a los corintios ya citado. Sin embargo, con miras a la tierra prometida los había Dios sacado de Egipto, multiplicado en favor de ellos los milagros y sellado la alianza del Sinaí. Su infidelidad subraya la dialéctica de la obra de Dios: todo está ya hecho y, sin embargo, todo lleva aún el signo del riesgo: «A los que Dios ha justificado... los ha glorificado» (Rom. 8, 30). Y, sin em-

11 Esto se expondrá largamente en la part. VIL

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82 Visión de conjunto de ios sacramentos

bargo: «Portaos con temor y temblor el tiempo de vuestra pere­grinación» (1 Pedro 1, 17).

No obstante este riesgo, los sacramentos de la nueva ley son el comienzo, el germen de la gloria del cielo por la gracia que nos acarrean. La señal con que algunos de ellos marcan al cristiano es una prenda del cielo, constituye como sus arras. Por eso se lee a los nuevos bautizados, la noche de pascua, un pasaje de la carta a los colosenses que contiene en síntesis toda la economía bautismal: «Cuando apareciere Cristo, vida vuestra, también vosotros apareceréis con El gloriosamente» (Col. 3, 4). Más aún que el bautismo, la eucaristía es prenda de resurrección y gloria, arras de eternidad, como quiera que contiene el cuerpo resucitado de Cristo y el Señor nos la ha dado en alimento para la eternidad (Jn. 6, 49, 51, 54).

Esta perspectiva familiar a los primeros cristianos quedó expresada de manera emocionante en el siglo m en las cata­cumbas romanas: para dar a los fieles que visitaban las tumbas las verdaderas razones de esperar, se pintaron sobre las pare­des de los cementerios los temas bíblicos que recuerdan la catequesis bautismal12.

El mismo espíritu encontramos en la liturgia de los fune­rales. La Iglesia no conoce otro motivo de recomendar a Dios al que ha abandonado la morada terrestre, sino el haber sido señalado, en su bautismo, con el sello de la Trinidad.

Pero donde este sentido escatológico de los sacramentos se desenvuelve en toda su amplitud es en el libro del Apoca­lipsis y en las liturgias orientales. Las liturgias del cielo y de la tierra se confunden, se juntan en los mismos signos, las mismas oraciones, los mismos cantos. Los sacramentos son la anticipa­ción de la gloria, como la transfiguración de Jesús fue el anuncio de su resurrección. Por ahí guardan los sacramentos -de la nueva ley una semejanza con los de la antigua. Aunque vueltos primeramente al pasado, memorial de Cristo, cuya pasión es la fuente única de la gracia, los sacramentos nos orientan, no obstante/a lo por venir: «Cuantas veces, bebiereis de este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor. 11, 26). En el estado de gloria, no habrá ya sacramentos.

12 A. G. Martimort, L'íconographie des catacombes et ía catecbése anticue, en «Rivista d'archeologia cristiana» 25 (1949), p. 3-12.

IV

EL ORGANISMO SACRAMENTAL

El estudio que acabamos de hacer de los elementos comu­nes a todos los sacramentos de la nueva ley, pone de manifiesto a par su unidad y su diversidad. Si estos contrastes producen de pronto sorpresa a nuestra inteligencia preocupada por la lógica, ellos nos recuerden felizmente que los sacramentos no son conceptos abstractos, sino un organismo vivo. ¿Por cjué siete sacramentos y no uno solo, puesto que todos derivan su eficacia de la virtud divina que es una, y de la virtud de la pasión, también una? (Hebr. 10, 14).

Es que precisamente esta obra de Cristo, cumplida juna vez para siempre sobre la cruz, acarrea la salud de todos los hom­bres congregándolos en un cuerpo, en que cada miembro tiene función distinta, y en que unos a otros se procuran los dones de Dios. Cierto que, por lo demás, la salud eterna puede reali­zarse de golpe en una etapa única, como acontece en el niño bautizado que muere antes del uso de la razón1; pero, nor­malmente, constituye ün viaje, un itinerario, que reproduce la marcha de los hebreos por el desierto entre la travesía del Mar Rojo y el paso del Jordán. Las etapas y vicisitudes de esta ruta están jalonadas por la intervención de Cristo en los sacra­mentos. La historia personal de los fieles se inserta así en la historia misma de la salud.

IOS SACRAMENTOS SON SIETE EN NUMERO

Si alguno dijere <\ue ios sacramentos de \a Nueva Ley no fueron instituidos todos por Jesucristo nuestro Señor, o (fue son más o menos de siete, a saber, bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y matrimonio, o también <\ue alguno de éstos no es verdadera y pro­piamente sacramento, sea anatema. (Concilio de Trento,- D. 844.)

1 Aun aquí, sin embargo, se dan dos etapas: nacimiento espiritual y paso a la eternidad; pero para el niño que no ha llegado al uso de razón la muerte no supone ningún sacramento.

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&/ Visión de conjunto de 1os sacramentos

En posesión pacífica de este número y de esta enumeración, el cristiano puede entretenerse en buscar congruencias a esta cifra siete, tarea a que no dejaron de dedicarse los teólogos de la edad media y, a veces también, los catequistas moder­nos. Insensible a estas aritméticas piadosas, el hombre mo­derno halla más provecho en dar razón de las dificultades y lentitud del esfuerzo de sistematización que permitió fijar, en el siglo xn, la lista y el número de los sacramentos.

El conjunto de la obra de Cristo se presentaba, efectiva­mente, a los ojos de san Agustín como un «sacramento único». Si se quisiera reservar esta palabra a los signos sagrados, los ritos más diversos figurarían no obstante en su enumeración: la iniciación cristiana lleva consigo gestos que son sacramentales en el sentido preciso y moderno del término, y otros' que no lo son; ciertos actos litúrgicos, como la consagración de las vír­genes, la dedicación de las iglesias, eran también signos sa­grados. De esta perspectiva antigua, hay que retener la.gran continuidad que existe no sólo entre los gestos esenciales a los sacramentos y los que los acompañan (como hemos visto ya en el artículo primero), sino entre las acciones sacramentales propiamente dichas y los otros ritos constitutivos que la Iglesia trata según el método de los sacramentos, aunque no verifiquen su definición (los sacramentales). Una vez distinguidos los ritos mayores, que desempeñan papel de primer plano en la economía de la salud, y los ritos inferiores, la teología de los sacramentos ha podido afirmar como cosa tradicional el número septenario, admitido aun por las iglesias cismáticas y sólo dis­cutido por el protestantismo. Aquí también, la formulación teológica se ha elaborado reflexionando sobre la práctica de la Iglesia.

¿EN QUE ORDEN HAY QUE ENUMERAR LOS SACRAMENTOS?

El orden tradicional en que se enumeran los sacramentos tiene la ventaja de llamar la atención sobre la diversidad de situaciones para que fueron instituidos.

Van a la cabeza los tres sacramentos de la iniciación cris­tiana: bautismo, confirmación y eucaristía, presentados en el mismo orden en que deben sucederse cuando se da la iniciación a un adulto en forma regular. Estos sacramentos constituyen verdaderamente la condición cristiana, aun cuando no son

El organismo sacramental 85

igualmente necesarios para la salud eterna de cada uno. Se nom­bran seguidamente los dos sacramentos que vienen, eventual-mente, en ayuda del cristiano cjue ha pecado después' del bautismo-, penitencia y extremaunción. Este segundo sacra­mento es a par un complemento de la penitencia y una gracia propia del estado de enfermo. En último lugar se indican los dos sacramentos que no se destinan a la salud individual, sino que constituyen una junción social en la iglesia-, el orden y el matrimonio. Si el matrimonio se pone detrás del orden es por­que, según santo Tomás, «realiza menos perfectamente la noción de vida espiritual, a que se ordenan los sacramentos». Así pues, la economía de la salud es la que sirve de principio a esta clasificación.

Cabe, sin embargo, examinar los sacramentos desde otros puntos de vista, qué subrayarán por otros rodeos hasta qué punto son a la vez diversos y están orgánicamente unidos.

DESIGUALDAD DE LOS SACRAMENTOS: PRIMACÍA DE LA EUCARISTÍA

El canon 3 del concilio de Trento (D. 846) parece de pronto sorprendente:

Si alguno dijere cjue estos siete sacramentos de tal manera son entre sí iguales Que por ninguna razón es uno más digno a\ue otro, sea anatema.

En el pensamiento del concilio, esta formulación ha de realzar los sacramentos, lejos de mermar la dignidad de nin­guno de ellos, como quiera que su fin y término es precisar que la eucaristía es el más importante de los sacramentos (D. 876). Esta superior importancia, la hemos destacado ya nosotros frecuentemente a lo largo de este estudio. La euca­ristía verifica siempre con el mayor realismo las diversas carac­terísticas de los sacramentos, pues contiene la causa misma de todos. La eucaristía constituye igualmente la conexión interna de todo el organismo sacramenta], como quiera que a ella, como a su fin, se ordenan todos los otros sacramentos. El bautismo no se concibe sin Ja eucaristía, término de la iniciación. La eucaristía, caracteriza el orden y distingue los grados jerárquicos de la Iglesia. El matrimonio se toca con la eucaristía por su simbolismo, pues representa la unión de Cristo y de la Iglesia.

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86 Visión de con/unto de ios sacramentos

Por eso, la administración de los sacramentos se consuma en la eucaristía y procede de la celebración eucarística, como ya lo hemos notado.

NECESIDAD DE LOS SACRAMENTOS

Los sacramentos, desiguales en sí mismos, lo son también desde el punto de vista de su necesidad. Globalmente, son necesarios, como quiera que el organismo sacramental entero es la sola fuente normal de salud para los hombres (D. 847).

El deseo, por lo menos de manera implícita, es siempre necesario, para entrar efectivamente en la economía de la salud por Cristo. Pero algunos sacramentos son indispensables a la Iglesia, no a los fieles, y no se dirigen a todos, pues estructuran el cuerpo en la diversidad de funciones. Tal es el caso del orden, del matrimonio y, en ciertos aspectos, de la confirma­ción, en la medida que tiene por fin una misión del cristiano cerca de los otros.

Entre los sacramentos, cuya gracia está destinada a toda vocación, el bautismo es absolutamente indispensable. Consti­tuye, por lo demás, la puerta de los sacramentos. Sin él, no puede obtenerse ninguna otra gracia sacramental.

La penitencia es también necesaria, pero sólo para los que después del bautismo han perdido la gracia de su iniciación.

La eucaristía es necesaria, pero menos rigurosamente, pues la Iglesia de occidente no la da al niño que no tiene uso de razón, ni al adulto que ha perdido la conciencia. El bautismo llama a la eucaristía y se liga a ella con lazo tan estrecho que, en caeos excepcionales, este lazo es suficiente para la salud.

Finalmente, la confirmación y extremaunción no son de suyo indispensables para la salvación; pero la confirmación es reclamada por el bautismo, que sin ella es incompleto; y la extremaunción es para el estado de enfermedad una gracia especial que no puede descuidarse.

PARTE II

E L O R D E N

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B I B L I O G R A F Í A

Concilio de Trento, sesión 23 (15 julio 1563); D. 956a-968. Ritual de las Sagradas Ordenes, Sigúeme, Salamanca 1961 (como apéndice

figura el prefacio de la consagración episcopal). Ritual de la Consagración Episcopal, Sigúeme, Salamanca 1960. Pío XI, Ad catbolici sacerdotii, Sigúeme, Salamanca 1959. Pió XII, Mystici corporis, Sigúeme, Salamanca *1960. — Mediator Dei, Sigúeme, Salamanca 41959. Santo Tomás, Suma Teológica, Supl. q. 34-40; edición bilingüe, BAC,

Madrid 1956 (a lo largo de este capítulo, tendremos ocasión de pun­tualizar por qué, sobre las cuestiones del orden, los textos de santo Tomás no son la expresión clásica de la teología. Se trata, por lo demás, de extractos de sus obras de juventud, añadidas después de su muerte como suplemento a la Suma).

San Ignacio de Antioquía, Cartas, en Padres Apostólicos (edición bilingüe), BAC, Madrid 1950, p. 447-502.

J. de Baciocchi, La vida sacramentaría de la Iglesia, Sigúeme, Salamanca 1961, p. 131-148.

J. Cacciatore, Enciclopedia del sacerdocio, Taurus, Madrid 1957. C. Dillenschneider, Teología y espiritualidad del sacerdoUv, Sigúeme, Sala­

manca 1962. P. M. Gy, Iniciación teológica, t. III, Herder, Barcelona 1961 («El orden»,

. p. 563-592). V. Enrique Tarancón, Sucesores de los apóstoles, Sigúeme, Salamanca 1960. J. Gómez Lorenzo, Las sagradas órdenes (estudio canónico-moral, histórico,

litúrgico y ascético), Sigúeme, Salamanca 21957. N. Jubany, La renovación del diaconado y el celibato eclesiástico, en «Orbis

catholicus» 2 (1961), p. 114-159. J. Lécuyer, El sacerdocio en el misterio de Cristo, Col. «Homo Dei»,

Salamanca 1958. — Sacerdotes de Cristo, Casal i Valí, Andorra 1956. A. G. Martimort, Del Obispo, Benedictinas, Cuerna vaca 1956. E. Masure, El Sacerdote diocesano, Atlántico, Buenos Aires 1957. A. Navarro, El sacerdocio redentor de Cristo, Sigúeme, Salamanca 1957. M. Suhard, Dios, Iglesia, Sacerdocio, Rialp, Madrid 1953. G. Thils, Naturaleza y espiritualidad del clero diocesano, Sigúeme, Sala­

manca 21961. Colaboración, Vocación sacerdotal. Ensayo teológico, Sigúeme, Salamanca

1962. Y. M. J. Congar, Sacerdoce et laicat dans l'Eglise, Vitrail 1946. P. Veuillot, Notre sacerdoce, Fleurus, París 1954. Colaboración, Etudes sur le sacrement de l'Ordre, Cerf, París 1957.

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í2 Auncjue el orden se enumera en sexto lugar en la lista tradicional de los sacramentos; ac¡uí ha parecido preferible ponerlo en primer lugar por dos razones.

Efectivamente, cuando se habla del sacramento del orden se trata simultáneamente de la ordenación, acto pasajero y tran­sitorio y del resultado durable de este sacramento, cjue es la jerarcjuía sagrada de la Iglesia. Ahora bien, como hemos visto en el capitulo precedente, de siete sacramentos, cinco exigen cjue el ministro posea la sucesión apostólica de la ordenación. El orden aparece entonces como la fuente inmediata de la mayor parte de los sacramentos.-

Por otro lado, los sacramentos forman parte de la liturgia de la Iglesia y hasta son la parte esencial, de la liturgia, en la cjue no todo es obra de todos y, no obstante, su unidad, está integrada por miembros desiguales entre si.

22 El término orden no está tomado de la Biblia 1, sino del vocabulario de, las instituciones de la antigua Roma. Ese tér­mino afirma la existencia de clases, de categorías sociales con contornos deslindados y precisos, jerarcjuizadas entre sí de manera irreversible. Se habla del orden senatorial, del orden ecuestre. La plebe, por lo contrario, nq constituye un orden, pues está formada por la muchedumbre anónima. Esta estricta jerar­cjuía, estas categorías diversas y estancas entre sí, eran conce­bidas bajo el imperio como la expresión del orden, de la paz y de la belleza de la ciudad. En este sentido, Tertuliano, cuya influencia en la traducción de las realidades de la fe a la lengua latina fue decisiva, habló del «orden sacerdotal», del «orden eclesiástico» o del «orden» sin más, fórmula adoptada en se­guida, pues daba razón del carácter colegial de la jerarcjuía y de la diferenciación de los miembros, cjue constituye la belleza del cuerpo de Cristo.

1 Efectivamente, la expresión «según el orden de Melquisedec», que, del salmo 109, pasó a la carta de los hebreos para evocar el sacerdocio de Cristo, no tiene originariamente esta acepción,- cf. P. M. Gy, Remarques sur le vocabulaire anticfue du sacerdoce chrétien, en «Etudes sur le sacre-ment de l'ordre», p. 125.

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92 El . o r den

3? Hay cjue evitar por lo demás el error del explicar las realidades de la Iglesia partiendo de las sociedades humanas, de la religión natural y hasta de la legislación mosaica.

En épocas de violentas luchas doctrinales y dentro del legí­timo empeño por justificar racionalmente la fe, es lícito utilizar este método. El concilio de Trento no vacila en decir cjue «el sacrificio y el sacerdocio están tan unidos por ordenación de Dios cjue ambos han existido en toda ley» (D. 957). Sin embargo, la institución de Cristo sobrepasa de tal modo las instituciones naturales y mosaicas, cjue las roturas son más notables cjue las continuidades. El sacerdocio de Cristo es según el orden de Melcjuisedec y no según el de Aarón (Hebr. 7, n)2. La comparación con los regímenes vigentes en las sociedades humanas se tambalea por todos los costados3. El solo método valedero es mirar a la Iglesia, comprobar la tradición cjue se expresa en sus leyes y asistir a las ordena­ciones.

4°. Muestra exposición será como el comentario de la definición cjue da el Código de derecho canónico, recopilación oficial de la legislación de la Iglesia latina:

«£/ orden, por institución de Cristo, distingue en la Iglesia a clérigos y laicos para el gobierno de los fieles y el ministerio del culto divino» (can. 948).

Esta definición afirma primeramente la clara distinción entre clérigos y laicos, cjue se manifiesta en la Iglesia por institución misma de Cristo (la estudiaremos en el cap. I).

La definición canónica distingue seguidamente dos fun­ciones :

— el gobierno de los fieles, — el ministerio del culto divino. El «gobierno de los fieles» es el ejercicio del poder de juris­

dicción, cjue entraña la misión y las funciones pastorales (cap. II). El «ministerio del culto divino» es el ejercicio del poder de orden, recibido por la ordenación (cap. III) y com­prende el sacerdocio del obispo y los presbíteros (cap. IV) y el servicio de los diáconos y de las órdenes inferiores (cap. V).

2 Más adelante, no obstante, veremos lo que hay que mantener del sacerdocio aarónico.

3 Léase, en este sentido, la grave voz del cardenal Suhard, Dios, Iglesia, sacerdocio (primeras páginas de su tercera pastoral).

E í orden 93

Una y otra función, uno y otro poder, emanan de la sola sucesión apostólica y comprenden grados diversos, como lo afirma el canon i08 del Código de derecho canónico:

§ 2. No todos, ¡os clérigos son del mismo grado, sino due entre ellos existe una jerarquía sagrada, en la cjue unos se subordinan a otros.

§ 3. Por institución divina, la sagrada jerarduta consta, por razón de orden, de obispos, presbíteros y ministros, por razón de jurisdicción, del sumo pontificado y del episcopado cjue le está subordinado, por institución de la Iglesia se han añadido otros grados.

52 Los teólogos separan generalmente el estudio de la ordenación y poder de orden, cjue presentan en el tratado De sacramentis, del estudio del poder de jurisdicción o del orden como estructura jerárcjuica de la Iglesia, cjue reservan para el tratado De ecclesia.

Esta separación tiene un doble inconveniente •. el sacramento del orden no se describe ya en su propio dinamismo, a par cjue el gobierno de la Iglesia no aparece ya tan claramente como sacramental. Los dos polos de la actividad de la Iglesia no llegan ya a conectarse. Ahora bien, si estos poderes son distin­tos, se juntan normalmente en la persona del obispo cjue los comunica parcialmente a los sacerdotes y ministros. Por eso, si se estudia el orden en fragmentos dispersos, fuera de una perspectiva total, se pierde el sentido del obispo, clave de bóveda de todo el orden.

Santo Tomás de Acjuino mismo no supo, en su juventud, defenderse contra estos inconvenientes. Desgraciadamente mu­rió antes de escribir en la 3- parte de la Suma las cuestiones cjue hubieran explicado su último pensamiento. Por lo menos puso en plena luz los principios cjue habrían de desenvolver el concilio de Trento, la teología posterior y el Código de derecho canónico.

6? En un breve apéndice, situaremos a los religiosos en relación con los clérigos. Sin embargo, una reflexión teológica más desarrollada sobre la vida religiosa hace referencia al bau­tismo, cjue es su fundamento, y al matrimonio, dentro de cuya perspectiva se define la virginidad.

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94 Et orden

He aquí el sentido de algunos términos que aparecerán frecuente­mente a lo largo de esta parte.

Los clérigos son los que la Iglesia destina por la ordenación o, al menos, por la tonsura, a desempeñar de manera estable un ministerio divino; los clérigos, por ese hecho, se distinguen de los laicos (cf. can. 108, § 1).

La palabra íaico se emplea cuando quiere distinguirse de los clérigos a los que no lo son, y esta distinción es de derecho divino (can. 948): son laicos los que no son clérigos. Pero este aspecto negativo no ha de hacer olvidar que los laicos constituyen el pueblo de Dios (laico viene de íaós = pueblo). Los clérigos están al servicio de los laicos (can. 682) y éstos, en muchos terrenos, tienen una parte importante e insustituible de responsabilidad en el reino de Dios.

La jerarquía es'el conjunto de grados, desiguales y subordinados unos a otros, entre los que se distribuye el poder eclesiástico. Comprende a la vez los grados de poder de orden y los del poder de jurisdicción. Los prin­cipales de entre ellos son de institución divina.

El poder de orden es el que tiene por objeto el ministerio de los sacramentos y, en general, las funciones litúrgicas, en cuanto éstas han sido ligadas por Cristo o por la Iglesia a determinados grados de orden. Se confiere por la ordenación y no puede ser derogado o quitado ni tam­poco suplido.

El poder de jurisdicción es el que da misión y autoridad para conducir a los hombres a su salvación y entraña para ellos todos los actos necesarios de enseñanza, gobierno, juicio y decisión. El poder de jurisdicción com­pleto, de fuero externo, comprende el poder de dar leyes, de mandar, juzgar, castigar, administrar... Es conferido plenamente al Papa para toda la Iglesia desde el momento en que acepta su elección, y ello directamente por el Señor (can. 219). Pertenece al concilio general legítimamente reu­nido (can. 228). Es recibido, también de derecho divino, por l ° s obispos (can. 239), para territorios o personas determinadas. Las leyes de la Iglesia fijan las modalidades de la designación de su persona y la limitación de su grey. Los otros clérigos sólo reciben la porción de jurisdicción ordinaria o delegada que les confiere el derecho eclesiástico o la voluntad del superior.

El poder ordinario de jurisdicción es el que va ligado por el derecho mismo, divino o eclesiástico, a una función determinada y estable (can 197, 1).

El poder delegado (o la jurisdicción delegada) es comunicado a una persona por un acto de voluntad del superior competente (el mismo canon). De suyo, el poder delegado es precario y limitado.

El magisterio es el mandato dado por Cristo a la Iglesia de conservar intacto el depósito de la revelación y de predicarla por toda la tierra a todos los hombres. Es consiguientemente, a la vez, tarea de salvaguardia y de propagación de la fe, para la cual goza la Iglesia 4e la asistencia continua del Espíritu Santo (cf. can. 1.322).

1

LA DISTINCIÓN ENTRE CLÉRIGOS Y LAICOS

EN LA IGLESIA

Una visión somera del ministerio de la Iglesia, resume su :structura jerárquica por la distinción de sacerdotes y fieles.

Efectivamente, en la vida diaria, esta distinción parece ser unciente. La reunión dominical de la parroquia, la adminis-ración de los sacramentos usuales, las actividades comunitarias le ios cristianos se caracterizan por la presidencia de un sacer-lote, cuyo papel y poderes son incomunicables. El sacerdote la y dirige, en contraste con la muchedumbre que recibe y es lirigida.

Pero, en realidad, el descubrimiento de la Iglesia sólo está tsí comenzado o esbozado. Ese sacerdote es enviado por su )bispo y no predica ni manda en nombre propio. Forma por o demás parte de un colegio sacerdotal y es ayudado en sus áreas por determinados fieles: lectores, monaguillos, catequis-as, que ejercen transitoriamente funciones de ministros, fun­dones que confiere también el obispo, de manera permanente ' definitiva, a seminaristas.

La ordenación consagra el destino inamisible de un hom->re a las funciones jerárquicas, confiriéndole poderes de orden. !in embargo, anteriormente a la ordenación, la Iglesia expresa a esta diputación por el gesto de la tonsura. El obispo corta

ilgunos cabellos al candidato quien proclama, por su parte, u voluntad de consagrarse al servicio de la Iglesia, por un

versículo del salmo 15: «El Señor es la parte de mi herencia y de mi cáliz, tú me guardas mi suerte» 1. Los poderes de jurisdicción pueden, por otra parte, adquirirse antes de la orde­nación (como veremos en el cap. II).

1 La tonsura puede celebrarse dentro de las ceremonias de la orde­nación, pero no es un orden. Es un sacramental por el que un hombre se destina a recibir las órdenes y funciones jerárquicas, sin que haya aún de su parte un compromiso irrevocable.

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96 El orden

Por eso es mejor hablar más generalmente de clérigos, tér­mino que engloba la diversidad de situaciones jerárquicas en la Iglesia. Los que no son clérigos son laicos, es decir, cons­tituyen «el pueblo de Dios». «Por institución divina, los clérigos se distinguen, en la Iglesia, de los laicos, aunque no todos los clérigos sean de divina institución. Unos y otros pueden ser religiosos» (can. 107).

Esta distinción no tiene por objeto mermar el papel o la dignidad de los laicos en la Iglesia, sino determinar la dife­rencia de las vocaciones y de las tareas, no menos que su complementaridad.

1. UN PUEBLO DE REYES Y SACERDOTES

El nuevo Testamento magnifica la eminente dignidad de los bautizados en términos sorprendentes:

Vosotros mismos, como piedras vivas, edifícaos como templo espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo...

Vosotros, empero, sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las maravillas del (fue os llamó de las tinieblas a su luz admirable... (1 Pedro 2, 5-9.)

Al cjue nos ha amado y rescatado de nuestros pecados por su sangre, y nos ha hecho una realeza de sacerdotes de Dios, padre suyo. (Apoc. 1, 5.)

Y cantan al cordero un cántico nuevo diciendo: <¡.Digno eres de tomar el libro y abrir sus sellos, porgue fuiste degollado y nos has comprado para Dios a precio de tu sangre de toda tribu y lengua, y pueblo, y nación, y los has hecho una realeza de sacerdotes para Dios, y reinarán sobre la tierra.» (Apoc. 5, 9-10.)

La fórmula que se repite sin cesar: «sacerdocio real» o «rea­leza de sacerdotes», nos hace ver que el nuevo pueblo de Dios recibe en plenitud el cumplimiento de la promesa hecha a Israel en el desierto:

Ahora, si oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis propiedad mía de entre todos los pueblos. Porgue mía es toda la tierra. Y seréis para mi un reino de sacerdotes y una nación santa. (Ex. 19, 5-6.)

Inspirándose en estos textos, santo Tomás define, con justo título, el carácter bautismal como una participación en el sacer­docio de Cristo (3 q. 63, a. 5), doctrina repetida por Pío XII en la encíclica Mediator Dei-.

Distinción entre clérigos y laicos 91

Con el lavado del bautismo los fieles se convierten, a título común, en miembros del Cuerpo místico de Cristo sacerdote, y por medio del «carácter» gue se imprime en sus almas, son delegados al culto divino, participando así, de acuerdo con su estado, en el sacerdocio de Cristo. (Núm. 108.)

Al carácter bautismal se añade en la mayoría de los fieles, el de la confirmación, sacramento que realiza en la Iglesia la profecía de Joel: en los tiempos mesiánicos, todos los hijos de Israel serían profetas (cf. infra, part. III).

Por eso, en nuestros días, la Iglesia suscita una verdadera promoción del laicado, insiste sobre la participación de los fieles en la liturgia, e invita a los laicos a que se den cuenta de su tarea irremplazable2.

Y es así que ellos, y sólo ellos, se consagran a la obra de la edificación de la ciudad terrestre, obra querida por Dios, para la que, sin embargo, no tienen misión los clérigos, pues está destinada a pasar con la Bgura de este mundo. Ahora bien, la ciudad puede alzarse contra Dios, como la torre de Babel, o inclinarse, por lo contrario, ante el ideal del evangelio. Luego la transformación de los ambientes de vida sólo es posi­ble si los cristianos están presentes y actúan sobre ellos. Los laicos están en las primeras líneas de combate. Por lo demás, ellos son la Iglesia.

los fieles —dice Pío XII—, y con mayor precisión los seglares, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia. Para ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por esta razón ellos especialmente deben tener un concepto cada vez más claro no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de constituir la Iglesia misma, esto es, la comu­nión de los fieles en la tierra, bajo la dirección del Jefe.común, el Papa, y de los obispos en comunión con él. (20 febrero 1946, Ecclesia 1 (1946), 231.)

Sólo para ellos y para su servicio existe la jerarquía. Los lai­cos son llamados a participar en el apostolado de la jerarquía en actividades que sobrepasan el simple testimonio de la pre­sencia y compromiso en lo temporal. Al instituir la acción católica, el papa Pío XI hizo ver hasta qué punto es funda­mental el papel misionero, puesto que, en tiempo de los após­toles, los laicos trabajaron en la evangelización (cf. Filip. 4, 3:

2 Véase la obra de Y. M. J. Congar, Jalones para una teología del laicado, Estela, Barcelona 1961. De interés también las conferencias de A. M. Carré en Notre-Dame de París, 1960: £1 sacerdocio de los fieles, San Esteban, Salamanca 1960, magnífico complemento a las del año anterior: El verdadero rostro del sacerdote, San Esteban, Salamanca 1959.

7

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98 El orden

«Ayudes a los que han luchado conmigo por el evangelio...», texto que tenía muy a menudo Pío XI en los labios) 3.

2. LA IGLESIA, SOCIEDAD DESIGUAL

a) Pero este pueblo de sacerdotes y reyes tienen encima de sí sacerdotes y superiores que no se ha dado él a sí mismo y de los que recibe todos los bienes sobrenaturales. Está com­puesto de ovejas conducidas por pastores. Son «fieles» o cre­yentes, pero la fe que poseen les ha sido transmitida, lt'j ha sido enseñada. Participan de la eucaristía, pero no tienen capa­cidad para consagrar: sólo pueden unirse.al acto de un sacer­dote que preside su reunión. Si se consagran al apostolado, es por participación en el apostolado jerárquico.

La Escritura nos enseña, y \a tradición de ios Padres nos confirma, (fue ía Iglesia es el cuerpo místico de Jesucristo, regido por pastores y doc­tores, sociedad, por consiguiente, humana, en cuyo seno existen autori­dades con pleno y perfecto poder para gobernar, enseñar y juzgar, de lo gue resulta cfue esta sociedad es esencialmente desigual, es decir, com­puesta de distintas categorías de personas, los pastores y el rebaño, los cjue tienen puesto en los diferentes, grados de la jerarquía y la muche­dumbre de fieles. Y esas categorías son de tal modo distintas unas de otras, gue sólo en la pastoral reside la, autoridad y el derecho necesarios para mover y dirigir a los miembros hacia el fin de la sociedad, mientras la multitud no tiene otro deber sino dejarse conducir, y, como dócil rebaño, seguir a sus pastores. (San Pío X, ene. Vehementer, 11 febrero 1906.)*

Ahora bien, ¿es compatible pareja sujeción con «la libertad a que Cristo nos ha llamado» (Gal. 5, 13), y con la eminente dignidad de los laicos, tal como acabamos de discernirla? Lo es ciertamente, porque esta sujeción no ahoga ningún carisma, porque el que manda está al servicio de los que guía hacia su salud, y porque los bienes sobrenaturales son dones gratuitos de Dios. El Señor ha querido que determinados hombres cola­boren en cierto modo con El, y que la fe, los sacramentos y la gracia se den a unos por otros, como en un cuerpo vivo unos miembros comunican la vida a los otros.

Por eso hay en la Iglesia pastores, sacerdotes, autoridades o superiores, en una palabra, clérigos.

3 Véase el importante artículo de J. Lécuyer, Essai sur le sacerdoce des fidéles chez les Peres, en LMD 27 (1951), p. 7-50.

4 Cf. Doctrina pontificia, t. II, BAC, Madrid 1958, p. 389.

Distinción entre clérigos y laicos 99

• b) La pertenencia a la jerarquía de la Iglesia Yio depende de la herencia, a la manera como, en la antigua ley, la tribu de Leví estaba destinada al sacerdocio y al servicio del templo. Tampoco es una encarnación del pueblo cristiano, bien así como las cortes del reino eligen a su presidente.. Es verdad que antaño (y a veces también ahora) el pueblo intervenía en la elección de obispos y sacerdotes. La promoción de san Am­brosio al episcopado y la de san Agustín al presbiterado fueron provocadas por movimientos imprevistos del pueblo. Sin em­bargo, estas intervenciones no crean por sí mismas derecho ni misión alguna.

El poder de orden es conferido únicamente por ía ordena­ción, el poder de jurisdicción se da por una misión regular. Uno y otro han de proceder de los apóstoles por una sucesión ininterrumpida, pues la jerarquía no es un órgano que se crea el cuerpo, sino anterior al cuerpo que dé ella nace. Si, en efecto, el acto redentor del Calvario se consumó una vez por todas, es menester que, para cada hombre, a través del tiempo y del espacio, se realice un vínculo actual al hecho señero de la encarnación y de la pascua de Cristo 5.

c) Así pues, sólo en sentido muy lato puede hablarse del sacerdocio de los fieles: «El pueblo, empero, como quiera que no representa por ningún motivo la persona del divino Re­dentor ni es mediador entre sí mismo y Dios, no puede en manera alguna gozar de poderes sacerdotales» 6. Sólo la jerar­quía se identifica con Cristo en su mediación redentora de pastor y sacerdote.

3. LOS CLÉRIGOS SON «SEPARADOS» Y «CONSAGRADOS»

Aun el no cristiano puede comprobar que los clérigos no llevan la misma vida de los laicos. Son «separados», hombres a parte. Si, en la mayoría de los países, la costumbre señala para los clérigos un vestido que los distingue y que sanciona la ley de la Iglesia, mejor aún se los reconoce por el hecho de prohibírseles numerosas actividades profanas y, en occi­dente, por el celibato.

5 Cf. can. 109 del Código; ene. Mediator Dei, núm. 96 s. 6 Ene. Mediator Dei, núm. 104.

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100 SI orden

a) El derecho canónico enumera algunas de estas activi­dades incompatibles con el estado de clérigo: la participación en la guerra, lo mismo extranjera que civil; el oficio de las armas, aun fuera del estado de guerra; las funciones públicas del poder ejecutivo o legislador en la ciudad; el ejercicio de la justicia civil; el arreglo dé litigios de fondos o financieros; el comercio (cánones 138-142).

¿Por cjué esta interdicción del matrimonio y de determi­nadas funciones en la ciudad?

No es porque la Iglesia estime tratarse de actividades huma­nas sospechosas o contaminadas de pecado. Ellas constituyen, por lo contrario, los deberes principales, en el orden temporal, de los laicos.

La razón está en que los clérigos son del servicio exclusivo de la Iglesia, cuya misión ha de distinguirse cuidadosamente de, la misión de las sociedades humanas. Encargado de labrar la unidad de los hombres por encima de todo lo que los separa, el clérigo no puede ponerse de un lado ni de otro de las fron­teras ni de las barricadas. Está al servicio del todo, no de una parte. Dirige a los hombres hacia su destino eterno y, por eso, no puede tener amarras terrestres. Las funciones que recibe de Dios en la Iglesia le impiden ejercer otras en la ciudad 7

b) Más aún: como veremos, la ordenación crea en él una semejanza con Cristo y, en determinados momentos, una pre­sencia de Cristo que exigen una consagración. Esta consagra­ción no puede ser puramente exterior, como la de los sacerdotes de la antigua ley; ha de alcanzar a lo más hondo de la vida, ser un amor exclusivo de Cristo, convertirse en oración no interrumpida. De ahí que la conciencia más y más viva de las realidades del orden trajo consigo, en el correr de las edades, la imposición del celibato 8 a los clérigos y, para quienes entran definitivamente en la clerecía, la del oficio divino.

7 Altamente aleccionadoras por la conciencia de esta realidad, muchas de las respuestas a la encuesta ¿Cómo ve usted al sacerdote? ¿Qué espera de él?, Sigúeme, Salamanca 21960.

8 En oriente, sólo los clérigos que han recibido el diaconado y, en occidente, los que han recibido el subdiaconado, quedan en adelante y para siempre excluidos del matrimonio. Los clérigos inferiores no contraen aún compromiso definitivo,- pero, en occidente, están obligados a guardar el celibato mientras no renuncien a la clericatura. Además, en occidente, la Iglesia no acepta ordenar a los que están actualmente en estado matri­monial.

II

LA JERARQUÍA DE JURISDICCIÓN:

MISIÓN Y OFICIO PASTORAL

Los teólogos subordinan generalmente los poderes de juris­dicción a los poderes sacramentales; la definición, en cambio, del orden que hemos tomado del derecho canónico nombra primero el gobierno de los fieles y pone en segundo lugar el ministerio del culto divino.

Este segundo método es pedagógicamente preferible, pues subraya un aspecto importante del nuevo Testamento y de la historia apostólica. El reino de Dios es obra de roturación, de construcción. Es también viaje en común hacia la tierra prometida. Los nombres mismos escogidos por la Iglesia primi­tiva para designar los grados jerárquicos son significativos. Hay, en primer lugar, apóstoles o enviados; luego, tras ellos, obispos (epíscopoi), inspectores o pastores, y finalmente ancia­nos o presbíteros (presbyteroi). Tendrá que pasar mucho tiem­po hasta que los cristianos acepten el vocabulario del sacer­docio levítico, demasiado exclusivamente ritual. Por lo demás, la naturaleza del sacerdocio de Jesús nos impone esta amplia­ción de nuestras perspectivas. Cristo, es sacerdote según el orden de Melquisedec, no según el orden de Aarón (Hebr. 7, 11).

1. LA MISIÓN Y OFICIO PASTORAL DE CRISTO

Mas adelante habremos de insistir (cap. IV) sobre el sacri­ficio en que Cristo ejerce y consuma su sacerdocio. Los sacer­dotes, por los que El continúa su obra, tienen parte en este acto sacerdotal, haciéndolo sacramentalmente presente por la misa y transmitiendo por los sacramentos a los hombres la gra­cia que de ella fluye. Pero la oblación del Calvario estuvo precedida de tres años de ministerio por los caminos de Gali-

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102 El orden

lea y de Judea, durante los cuales Cristo habló, obró, mandó, realizó en sí mismo un tipo de sacerdocio diferente del aarónico, juntando en sí todas las formas de mediación entre Dios y los hombres que distinguía el Antiguo Testamento.

CRISTO, PROFETA DE LA NUEVA LEY

Por su misión de profeta, empieza la carta a los hebreos la descripción del oficio de Jesús sobre la tierra:

Habiendo Dios hablado antaño diversas veces y de muchos modos a nuestros padres por los profetas, en lo último de estos días nos ha hablado a nosotros por su Hijo, a cjuien constituyó heredero de todas las cosas y por cjuien hizo también los siglos. (Hebr. 1, 1-2.)

Los profetas son enviados de Dios a un particular o a un pueblo entero para hablar en nombre de El y transmitir un men­saje divino. Jesús es el enviado del Padre, y El insiste- sobre esta misión que ha recibido. El evangelio de san Juan repite incesantemente la fórmula (3, 17; 3, 34; 4, 34; 5, 24, 36-37; 6, 29; 7, 28-29; 8, 42; 10, 36; 11, 42; 17, 3, 25; etc.). San Lucas nos hace ver la consagración profética de Jesús, cum­plida visiblemente por el Espíritu Santo el día de su bautismo, y la verificación en El del oráculo de Isaías 61 : «Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres...» (Le. 3, 21-22; 4, 17-21).

El mensaje o buena nueva de que Cristo es portador, es una palabra a la que hay que responder por la fe, y que da la vida eterna. Esa palabra nos hace conocer a Dios y a su Hijo. Sólo los que creen pueden llegar a ser hijos de Dios 1. El don más precioso que Jesús nos puede hacer, don más grande que la curación de un ciego de nacimiento, es pronunciar la pala­bra que da la fe: «¿Crees en el Hijo del hombre?... El Hijo del hombre soy yo, que estoy hablando contigo» (Jn. 9, 35-38).

CRISTO, GUIA Y PASTOR DE SU PUEBLO

El pueblo de Dios, camino hacia las promesas, es a menudo comparado en la Escritura con un rebaño de ovejas que el pastor guía hacia los pastos. La mano y el cayado del pastor

1 Es el tema de todo el evangelio de san Juan, pero más particular­mente de los capítulos 1 y 6.

La jerarquía-, misión y oficio pastoral 103

son suaves, porque recuerdan su vigilancia amorosa. Dan refri­gerio y seguridad (salmo 22). Yahvé mismo es el guía y el pastor.

Este tema, profusamente repartido en los salmos, es larga­mente desenvuelto en Ezequiel, 34a: abandonado por los malos pastores, el rebaño es diezmado por las fieras, las ovejas se dispersan y descarrían; pero el Señor las congregará de nuevo, irá a buscar a las extraviadas y curará a las heridas. El sus­citará un pastor que las apacentará y, a par, El mismo es este pastor (véase todo el capítulo).

Ahora bien, este pastor anunciado por Ezequiel es Cristo Jesús: El va a*buscar a la oveja perdida (Le. 15, 3-7), conoce a sus ovejas, quiere conducir al aprisco a todasx las que aún no están en él y El da la vida por sus ovejas (Jn. 10, 11-18). Al recibir el bautismo, los que nos habíamos descarriado como ovejas, volvemos a Cristo, pastor y obispo (— guardián) de nuestras almas (1 Ped. 2, 25).

CRISTO, REY Y SACERDOTE: MELQUISEDEC

El tema del pastor se. enlaza con la afirmación de la realeza de Cristo. Cuando Samuel, profeta, establece a Saúl y luego a David como reyes a la cabeza del pueblo, es para ejercer, como lugartenientes de Dios, la misión de conducir a Israel. Jeremías habla de pastores a propósito de los reyes (Jer. 2, 8; 10, 2 1 ; 23, 1-3). El Mesías anunciado por Ezequiel como pastor es también príncipe, un nuevo David: «Suscitaré para las ovejas un pastor que las apacentará, mi siervo David...» (Ez. 34, 23).

En la anunciación, el ángel presenta la venida de Jesús como realización de esta profecía: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Le. 1, 32-33). Por parte de Jesús, la afirmación de su realeza forma parte de su testi­monio supremo ante Pilatos, en el momento en que no hay equívoco posible: «Mi reino no es de este mundo... Yo soy rey y he nacido y venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn. 18, 37).

Así pues, la realeza, en Jesús, está ligada a la profecía; ligada también estrechamente a su sacerdocio, pues es obra de reunión de los hombres, combate contra Satanás, conquista del reino de Dios. Si se distinguen en El los dos aspectos, es

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104 El orden

porque su reino, adquirido una vez para siempre por su sangre sobre la cruz, ha' de ser, no obstante, conquistado siempre hasta la parusía. Su realeza, pues, se ejerce en la historia de la Iglesia. Pero los dos aspectos se funden en una sola figura bíblica: Melcfuisedec. Jesucristo es sacerdote según el orden de Melquisedec, que era también rey y sacerdote, rey de Salem, es decir, «rey de justicia» (Hebr. 7, 1-2). Si bien el sacrificio de pan y vino, ofrecido por este rey, no anuncia que Jesucristo derramaría su sangre en su oblación sobre la cruz, es no obs­tante imagen del efecto del sacrificio de Cristo, porque «el pan y el vino significan la unidad de la Iglesia», según nota santo Tomás (3, q. 22, a. 6) siguiendo a san Agustín2.

CRISTO, NUEVO MOISÉS

Finalmente, Moisés es sobre todo la prefiguración ideal de Cristo y de su misión (cf. Hebr. 3, íntegro). Y es así que Moisés es a par profeta y hasta el profeta por excelencia (Núm. 12, 7; Deut. 18, 15 ss.), mediador entre Dios y los hombres (nótese en particular el admirable relato de Ex. 32, 11-14), legislador, pastor y guía (cf. Núm. 27, 17). Después de su muerte, todas estas funciones se reparten en instituciones diversas; pero Cristo las reúne de nuevo en sí mismo. El es el nuevo Moisés que repite sus palabras y gestos.

Ahora bien, Cristo continúa ejerciendo todas estas prerro­gativas sobre la tierra por medio de los apóstoles y sus suce­sores.

2. MISIÓN Y OFICIO PASTORAL DE LOS APOSTÓLES

De entre sus discípulos, Cristo se escogió un grupo res­tringido de hombres, doce exactamente, a los que llamó após­toles. Este reducido colegio mantiene la cohesión hasta la pasión. Después de la prevaricación de Judas, los doce se reducen a once y los «once» permanecen hasta después de la ascensión.

a) Su nombre de apóstoles, enviados, es signo de una misión. Esta misión, para la que se preparan en un verdadero seminario nómada, la reciben los apóstoles en el momento en que Cristo resucitado vuelve al Padre.

2 Tfílct. in Job. 26; cf. Obras, BAC, t. XIII, p. 655-677.

Id jerarquía: misión y oficio pastoral 105

En cuanto a los once discípulos, marcharon a Galilea, al monte efue Jesús les había mandado y al verlo, lo adoraron, aunque algunos dudaron. Y acercándose Jesús a ellos les habló diciendo: «Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra. Marchad, pues, y haced discípulos míos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y'del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo cuanto yo os he mandado. Y mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del tiempo.» (Mt. 28, 16-20.)

Marchad por el mundo entero y pregonad la buena nueva a toda la creación. El que creyere y se bautizare, se salvará, el que no creyere se condenará. (Me. 16, 15-16.)

Notemos cómo, en estos textos, la actividad sacramental (aquí bautizar) se inserta en un movimiento de conjunto: Marchar, predicar la fe y, después del bautismo, enseñar a guardar la ley de Cristo.

b) Esta misión de los apóstoles se identifica con la de Cristo: «Como el Padre me envió a mí, así yo os envío a vos­otros» (Jn. 20, 21).

Es en primer lugar prof ética-. «Seréis testigos míos hasta los confines de la tierra» (Act. 1, 8), de la misma manera que Jesús es testigo del Padre. Su voz será la voz de Jesús: «El que a vosotros oye, a mí me oye; el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y el que a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado» (Le. 10, 16; cf. Jn. 13, 20). Su predicación inaugurará la obra de la salud:

Todo el que invocare el nombre del Señor se salvará. Ahora bien, ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquel de quien nada han oído? ¿Y cómo oirán, si no hay quien les pre­dique? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados?... Luego la fe viene del oír y el oír por la palabra de Cristo. (Rom. 10, 13-17.)

c) La misión de los apóstoles es también la construcción de una morada hecha de piedras vivas, en la que Cristo es la piedra fundamental,- pero también los apóstoles son piedras fundamentales.

... Sino que sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el fundamettto de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo Jesús mismo. (Ef. 2, 19-20.)

d) Si no hallamos expresa en el Nuevo Testamento la atribución a cada apóstol de la prerrogativa y cargo de pastor,

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106 El orden

debemos no obstante afirmar que lo recibieron, puesto que lo transmiten, como lo atestigua Pedro dirigiéndose a los ancianos:

Apacentad el rebaño de Dios que se os ba confiado, vigilando no a la fuerza, sino de buen grado según Dios... hechos modelos de vuestro rebaño. Y cuando apareciere el mayoral de los pastores, recibiréis la corona inmar­cesible de la gloria. (1 Ped. 5, 2-4.)

Y san Pablo a los ancianos de Efeso:

Atended a vosotros mismos y al rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto de inspectores o intendentes, a fin de apacentar la Iglesia de Dios, que El se adquirió al precio de su propia sangre. (Act. 20, 28.)

La tarea del pastor consistirá en apartar a los «lobos rapa­ces», en guardar el pueblo santo en medio de las tentaciones del desierto (véase sobre todo la segunda carta a Timoteo), en impedir que recaiga en los vicios, de que el bautismo ha arran­cado al cristiano. Se trata sin duda de la cura de almas, tal como la ejerció Cristo mismo: «De los que tú me has dado, no he perdido ninguno» (Jn. 18, 9).

é) A un apóstol, Pedro, le es confiada de manera más particular la misión de Cristo, con prerrogativas señeras. El es la roca, la peña viva sobre la que se edifica la Iglesia (Mt. 16, 18), identificado casi con Cristo mismo, que es la piedra angular. El recibe de manera explícita el cargo de pastor para la totalidad del rebaño: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn. 21, 15-17), otra forma de identificarse con Cristo. El tiene, por sí solo, la misión reunida de todos, el cargo de toda la Iglesia. El tiene incluso misión sobre sus hermanos, cuya fe tendrá que confirmar, pues la de él, por la oración de Jesús, no desfallecerá (Le. 22, 32).

En muchos aspectos, los apóstoles forman parte del acon­tecimiento histórico, señero e irreversible, que no puede repe­tirse: la economía de la salud por Cristo. Sólo ellos fueron escogidos por Jesús durante su vida mortal, y estuvieron con El desde el bautismo de Juan hasta la resurrección y ascensión a los cielos. Matías y Pablo serán agregados a esta dignidad, pero por una intervención especial, y que no se repetirá más. Inspirados por el Espíritu Santo, los apóstoles continúan la revelación del Nuevo Testamento. Son infalibles, aun tomado cada uno en particular. Son las columnas de la Iglesia, como nadie podrá ya serlo.

La jerarc¡wa: misión y oficio pastoral ¡QJ

•Sin embargo, su misión, su cargo de predicar, su oficio de pastores deben ser transmitidos, puesto que el rebaño ha de ser conducido hasta el retorno de Cristo y la buena nueva (evan­gelio) tiene que llegar hasta los confines de la tierra y a toda criatura.

3. MISIÓN Y OFICIO PASTORAL DE LOS SUCESORES DE LOS APOSTÓLES

La misión y oficio pastoral recibidos de Cristo por los apóstoles y transmitidos por ellos, constituyen lo que el dere­cho canónico llama la jurisdicción. Pero a la manera como el colegio de los apóstoles tenía a Pedro por príncipe o cabeza, con especial prerrogativa de primacía; así, la jerarquía de juris­dicción que sucede a los apóstoles comprende dos grados: el sumo pontificado del Papa y el episcopado subordinado al papa.

LOS DOS GRADOS DE LA JERARQUÍA DE JURISDICCIÓN-. EL PAPA Y LOS OBISPOS

Después de su misión en lugares varios, san Pedro vino a establecerse en Roma, como cabeza de la Iglesia local. En Roma murió mártir bajo la persecución de Nerón y allí se ha-guardado preciosamente su tumba. Su sucesor en el cargo de obispo de Roma es, a la vez, heredero de su primado sobre toda la Iglesia. Responsable de todo el rebaño, custodio y predicador de la fe sobre toda la tierra, el obispo de Roma goza de la garantía dada por Cristo a Pedro y es infalible en su enseñanza solemne. Sólo él sucede personalmente a un apóstol. He aquí cómo lo define el derecho de la Iglesia:

£1 romano pontífice, sucesor de san Pedro en el primado, posee no sólo la primacía de honor, sino la suprema y plena potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, tanto en lo que atañe a las cosas de je y costum­bres, como en las que atañen a la disciplina y gobierno de la Iglesia difundida por toda la redondez de la tierra. Esta potestad es verdadera­mente episcopal, ordinaria e inmediata, ora sobre tedas y cada una de las iglesias, ora sobre todos y cada uno de los pastores y fieles,- independiente de cualquier humana autoridad. (Can. 218.)

A diferencia del papa, los obispos son sucesores de los apóstoles no a título personal, uno a uno, sino de manera colé-

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108 El orden

gial: el conjunto de los obispos sucede al colegio apostólico. Son infalibles todos juntos, pero no individualmente. Sin em­bargo, su poder de orden y jurisdicción es el de los apóstoles:

los obispos son sucesores de los apóstoles y, por divina institución, son puestos al frente de las iglesias particulares, (fue gobiernan con potestad ordinaria, bajo la autoridad del romano pontífice 3. (Can. 329.)

SUCESIOM APOSTÓLICA

La Iglesia primitiva y los padres dieron gran importancia al hecho, que subrayaron, de que la misión del papa y de los obispos es herencia de los apóstoles, continuación de su obra, que aquellos custodian fielmente el depósito que éstos les con­fiaron y que toda su autoridad viene de ellos.

Nos bastará citar dos textos especialmente característicos:

Los apóstoles — escribe san Clemente, tercer sucesor de san Pedro al frente de la Iglesia de Roma— nos predicaron el evangelio de parte del Señor Jesucristo,- Jesucristo jue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios, y los apóstoles de parte de Cristo, una y otra'cosa, por ende, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios, Así pues, habiendo los apóstoles recibido los mandatos y plenamente asegurados por la resurrección del Señor Jesucristo y confirmados en la fe por la palabra de Dios, salieron, llenos de la certidumbre (fue les infundió el Espíritu Santo, a dar la alegre noticia de (fue el reino de Dios estaba para llegar. Y así, según prego­naban por lugares y ciudades la buena nueva iban estableciendo a los cfue eran primicias de ellos, después de probarlos por el espíritu por inspectores y ministros y de los cfue habían de creer. Y esto no era novedad, pues de mucho tiempo atrás se había ya escrito acerca de tales inspectores y mi­nistros. La escritura, en efecto, dice así en algún lugar (Is. 60, 17): «Esta­bleceré a los inspectores de ellos en justicia y a sus ministros en fe.»

(Ad Cor. 40; Padres Apostólicos, p. 216.)

Muestren, por ende —dice Tertuliano hacia el año 200 en.su polémica con los herejes —, los orígenes de sus iglesias, desenvuelvan la lista de sus obispos, cfue vaya descendiendo por sucesión desde el principio de tal manera cfue el primer obispo tenga por autor y antecesor a un apóstol o uno de los varones apostólicos, pero cfue hubiere perseverado con los apóstoles. De este modo en efecto las iglesias muestran sus censos o empadrona­mientos, como la de Esmirna refiere cfue Policarpo fue colocado por Juan y la de Roma cfue Clemente fue ordenado por Pedro. Y por semejante

3 Este texto resume un apartado de la Constitución del concilio vaticano I, sobre la Iglesia (D. 1.828); cf. también León XIII, ene. Satis cognitum, 29 junio 1896 (D. 1.954-1.962).

La jerarefuía-. misión y oficio pastoral 109

manera, las otras iglesias muestran a los cfue, puestos por los apóstoles en el episcopado, son los transmisores de la semilla apostólica*.

No reproduciremos aquí el largo y célebre pasaje de san Jreneo, obispo de Lyón muerto hacia 202, en el libro tercero de su obra Contra haereses5. Damos también por conocidas las cartas de san Ignacio de Antioquía, la obra más bella que se haya escrito sobre la devoción al obispo 6.

La misma continuidad entre los, apóstoles y sus colabora­dores se expresa ya en los escritos del Nuevo Testamento. El número de los apóstoles se cierra después.de la entrada de Matías en el colegio de los once; pero los viajes misioneros, ia fundación de las iglesias locales exigen día a día obreros cada vez más numerosos. Silas, Bernabé, Timoteo, Tito y tantos otros, nombrados en los Hechos de los Apóstoles o en las cartas de san Pablo, reciben el depósito que ellos tendrán a su vez que transmitir, el cargo pastoral de una iglesia o las tareas misioneras. Poco importa que las funciones respectivas de los eptscopoi (o inspectores) y de los presbyteroi (o ancianos) sean, en sus orígenes, difíciles de deslindar históricamente y que fueran acaso intercambiables. De todos modos, las cartas gustan de hablar más bien del eptscopos en singular y de los presbyteroi en plural e, insensiblemente, pero muy pronto (ya en las cartas de san Ignacio y acaso también en el Apocalipsis), las palabras toman el sentido, que ya no han perdido, de obis­pos y presbíteros o sacerdotes (cf. sobre todo 1 Tes. 3, 2; 1 Cor. 4, 17; 1 Tim. 3, 1-12; 5, 19-20; Tit. 1, 5-10) 7.

El Papa se constituye sucesor de san Pedro y recibe la jurisdicción de derecho divino a condición de que haya sido legítimamente elegido y haya aceptado su elección (can. 109). Podría dimitir su cargo, como lo hizo Celestino V, pero el Código de derecho canónico no considera ninguno de los casos en que se estimaba posible, cuando el gran cisma de occidente (1378-1417), la deposición del papa. En el derecho actual, los obispos son nombrados o, por lo menos, instituidos por el

4 De praescriptione haereticorum, 32; ML 2, 44-45. 5 MG7, 848-849. 6 Padres apostólicos, p. 447-502. 7 Los textos sobre la jerarquía en la época apostólica han sido

estudiados particularmente por J. Colson, L'évécfue dans les communautes primitives, Cerf, París 1951.

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110 El orden

papa8, el cual, por otra parte, determina la extensión de su territorio, puede en cuestiones particulares restringir su com­petencia, debe aceptar su dimisión para que ésta sea efectiva y tiene, en fin, facultad de deponerlos en casos excepcionales. Así, en 1801, Pío VII exigió de todos los obispos franceses el abandono de sus sedes a fin de procurar la paz religiosa después del trastorno de la revolución.

MISIÓN DE ENSEÑANZA

El primer acto de la jurisdicción apostólica consiste en ir a los cjue no están bautizados. Es la marcha misionera, en el sentido riguroso del término. Actualmente, la Iglesia está divi­dida en regiones, según el progreso de la evangelización:

12 Las regiones en que el cristianismo está implantado desde fecha bastante antigua, están confiadas a obispos que las administran con pleno derecho personal. Ello no quiere decir que todos los habitantes estén bautizados y no quede una labor apostólica que cumplir; pero, en todo caso, el obispo local es el responsable. Si es ante todo pastor de los fieles, ha de considerar como particularmente encomendados a su solicitud en el Señor a los no católicos residentes en su terri­torio (can. 1.350, 1).

22 En los países de misión propiamente dichos, actual­mente cada vez menos numerosos, el Papa se reserva la res­ponsabilidad de la evangelización (can. 1.350, 2), y provee a ella por medio de delegados más o menos estables: vicarios o prefectos apostólicos. No lo hace, sin embargo, de manera tan exclusiva que los obispos no hayan de aportarle su cola­boración :

No sólo a Pedro, cuya cátedra Nos ocupamos, sino también a todos ¡os apóstoles, cuyos sucesores sois vosotros, ¡es mandó Jesucristo-. «Marchad por todo el mundo y pregonad el evangelio a todos los hombres.* (Pío XI, ene. Rerum ecclesiae, 28 febrero 1926.)

A los no cristianos y a los cristianos, el Papa y los obispos han de proponer la fe, enseñarla con autoridad, decidir las dificultades que se presentan a las inteligencias y hacer frente

8 En algunos países, en la elección o presentación de la persona, intervienen en más o menos grado el cabildo, el Estado, etc.

La jerarquía-, misión y oficio pastoral til

a los errores y herejías que renacen constantemente. Es un depósito que hay que guardar y defender, tanto como una semilla que esparcir, y hasta una planta susceptible de crecer y desenvolverse. Catequesis para los futuros bautizados (de hecho para los ya bautizados), organización de la enseñanza religiosa de los niños o escolares, predicación, escuelas de teo­logía... constituyen las formas elementales de este magisterio, para el que los obispos buscan, como vamos a ver, auxiliares varios. Manifestaciones más importantes son las cartas pasto­rales de los obispos y los documentos pontificios. El conjunto de la función docente se llama magisterio. La Iglesia lo ejerce en nombre de Cristo y con la asistencia permanente del Espí­ritu Santo, hasta el punto que los actos solemnes y extraordi­narios del magisterio, que emanan de la reunión del conjunto de los obispos (concilio general o ecuménico) y del Papa cuan­do habla ex cathedra, son infalibles. Pero hay también una infalibilidad global del magisterio ordinario.

CURA DE ALMAS O PASTOREO

El papa y los obispos son responsables de las almas que les han sido confiadas. Es la cura de almas, el oficio pastoral o pastoreo. Este oficio lo han recibido del Espíritu Santo mis­mo, y de su cumplimiento tendrán que dar cuenta delante de Dios.

La cura de almas se manifiesta primeramente en la oración por su rebaño, especialmente por la misa del domingo que tienen obligación de celebrar por las intenciones del pueblo. Además, el buen pastor ha de conocer a sus ovejas y, para ello, el obispo visita su diócesis y se informa de todas las necesidades de ella. Tiene también el deber y el derecho de darles los sacramentos, por sí mismo o por sus sacerdotes. Debe curar, guiar, aconsejar...

En una palabra, es una solicitud general tan pesada como la del padre de familia, tan dolorosa a veces, que arrancaba gemidos a san Pablo y espantaba a un san Agustín o a un san Gregorio Magno, cuando reflexionaba sobre ella. La cura de almas es fuente de santidad para el que la ha recibido, pues reclama todas las renuncias y el buen pastor puede y debe llegar a dar la vida por sus ovejas. En el obispo, es de suyo definitiva, de suerte que está ligado, desposado con su Iglesia,

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112 El orden

como lo atestigua el anillo pastoral de su dedo. Los padres y los teólogos lo llaman esposo de la Iglesia.

Cada ministro de la Iglesia — dice santo Tomás — es en cierto aspecto imagen de Cristo... Pero es superior a<juel (fue representa a Cristo con mayor perfección. Ahora bien, -el sacerdote representa a Cristo en cuanto éste realizó por si mismo determinados ministerios, pero el obispo lo repre­senta en cuanto instituyó, otros ministerios y fundó la Iglesia... Por eso, el obispo, como Cristo, se llama especialmente esposo de la Iglesia9.

De ahí también que les esté prohibido el matrimonio. La cura de almas es por lo demás la contrapartida de un necesario mayor amor a Cristo.

El hecho mismo gue ' o s obispos entiendan en lo gue atañe al amor del prójimo, proviene de la abundancia del amor divino. De ahí (fue el Señor preguntó primero a Pedro si le amaba, y luego le encomendó el cuidado del rebaño. (Jn. 21, 15.)l°

Ligado a su oficio pastoral el papa y los obispos poseen la potestad de régimen o poder de gobernar, es decir, dar leyes, mandar, juzgar, castigar, administrar.

Los organismos que esta función exige, las necesarias for­malidades que entraña, pudieran fácilmente hacernos ver en la Iglesia una sociedad como las otras, equiparando su jerar­quía, tribunales y oficinas con las del Estado. La diferencia, sin embargo, es profunda y radica primeramente en las ma­terias mismas sobre que se ejerce el gobierno de la Iglesia. Se trata únicamente de bienes espirituales, de la revelación o, por lo menos, de realidades estrechamente unidas a los bienes espirituales y a la fe. Pero radica también en el fin, que es su razón de ser: la unidad de la Iglesia, la peregrinación hacia la tierra prometida. Estas estructuras jurídicas son un signo: en lo que la jerarquía decide, es el Espíritu Santo quien obra. «Ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros», dijeron los apóstoles cuando hubieron de tomar importantes decisiones en su reunión o concilio de Jerusalén (Act. 15, 28).

» In IV Senl. dist. 24, q. 3, a. 2, ad 3. K> Q. 184, a. 7; ad 2.

La jerarguía: misión y oficio pastoral m

4. LA PARTICIPACIÓN EN LA MISIÓN Y OFICIO PASTORAL DEL OBISPO"

El obispo no puede, por sí solo, asegurar de manera satis­factoria, el ejercicio de su pastorado. De ahí que tenga que comunicar parte de él a sus sacerdotes, a sus ministros o diá­conos y, de manera menos estricta, pero real, a los laicos o seglares.

El destino mismo de los sacerdotes es ser cooperadores del obispo. Pero cuando el obispo confía una parte de sus respon­sabilidades pastorales a sus sacerdotes, éstos no se hallan res­pecto al obispo en la misma relación que el obispo con el papa. Los obispos son, por derecho divino, pastores de las iglesias locales, que gobiernan en nombre propio. El poder del papa es episcopal como el suyo, de la misma naturaleza, aunque superior. Por el contrario, todo el poder y toda la misión del sacerdote emanan del obispo y sólo de él. Al cum­plir sus funciones, el sacerdote no obra nunca en nombre propio, sino en lugar de su obispo, y éste puede delegarle más o menos poderes.

Concretamente, el obispo comunica a sus sacerdotes parte de su misión y oficio pastoral de dos maneras. O bien concede, para su territorio, licencias de predicar, confesar y celebrar la eucaristía y confía un medio o ambiente que evangelizar, una tarea especializada de capellán, de profesor de teología, etc. (jurisdicción delegada); o bien divide su territorio en parro­quias y pone al frente de cada una un cura o párroco, que tiene pleno cargo pastoral (jurisdicción ordinaria de fuero interno), si bien en la perspectiva del trabajo total de la Iglesia. La divi­sión del territorio en parroquias es obligatoria (can. 216, 1); pero las funciones no territoriales asignadas a determinados sacerdotes no son menos importantes para el cumplimiento del pastoreo general del obispo.

Cuando los laicos o seglares participan en el apostolado jerárquico, su misión, revista o no la forma de «mandato», emana del obispo:

La unión y sumisión a la jerarguía son esenciales y están dentro de la naturaleza de las cosas, pues tal es la cooperación del laicado a la obra apostólica, a la obra del apostolado propiamente dicho, como los obispos son los sucesores de los apóstoles. (Pío XI, junio de 1929.)

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1Í4 E1 orden

5. VINCULO ENTRE LA JURISDICCIÓN Y EL ORDEN

Reducir las funciones de la jerarquía de la Iglesia a la jurisdicción sería desfigurarla completamente y caer en el error de los protestantes.

Y es así que hay continuidad entre el ejercicio de este poder y el del poder de orden, conferido por la ordenación, conti­nuidad señalada por Cristo mismo, como más arriba hemos notado. Antes de los sacramentos, es menester anunciar la fe y, consiguientemente, enviar apóstoles o mensajeros; pero, al celebrar los sacramentos, se construye la Iglesia, y será tarea del pastor hacer que la vida de los cristianos se conforme con los sacramentos que han recibido. La fe no es auténtica hasta que no ha sido sellada por los sacramentos. La Iglesia sólo se realiza verdaderamente en la syncrxis o reunión eucarística. La evangelización sin los sacramentos se quedaría en san Juan Bautista y no daría las arras de los bienes por venir11. Por sí sola no asegura este vínculo actual y tan realista de cada hombre al acto redentor de Cristo. Es la primera y necesaria etapa de la justificación, pero ésta sólo se cumple en los sacramentos.

Es verdad que la jurisdicción no se da a todos los que han recibido la ordenación, por ejemplo, a un cartujo, excluido por su vocación de la cura de almas; además, la jurisdicción se da a veces sin la ordenación; en fin, se asimila a los obispos a determinados prelados de iglesias que no tienen carácter episcopal ^ Todos estos ejemplos ponen de manifiesto en el organismo eclesiástico cierta ductilidad o flexibilidad que da lugar a las excepciones, pero se trata sólo de excepciones. De suyo, la jurisdicción exige y reclama la ordenación: el obispo que ha tomado posesión de su sede y no es consagrado dentro de seis meses, pierde su cargo (can. 2.398).

Por el mismo caso, la ordenación diputa para la Iglesia que se construye, para el pueblo que hay que bautizar, alimen­tar con la eucaristía, presidir y guiar. Aunque esta diputación

1 1 Es la exacta observación de P. M. Gy, Iniciación teológica, t. III, p. 570.

1 2 Se trata, de hecho, de situaciones interinas, como el vicario capi­tular, que admin¡str*a la diócesis a la muerte del obispo, o de delegaciones de la santa sede que se reserva un territorio, como las prelaturas nullius v las misiones.

La jerarcfuía: misión y ojicio pastoral 115

no se verifica en todos los obispos, y aunque la participación del sacerdote én la jurisdicción eclesiástica no es derecho divi-' no, los teólogos estiman que el orden, en su conjunto y, más particularmente, el episcopado tiene por fin último la misión y el oficio pastoral13.

Se comprende así que los ritos de la ordenación nos pro­pongan una imagen de la jerarquía de la Iglesia en que los dos poderes van unidos. La unidad se realizó primeramente en los apóstoles. Ellos habían recibido de Cristo el poder de consagrar la eucaristía y la orden de 'marchar a predicar el evangelio hasta las extremidades de la tierra. La sucesión apos­tólica no se transmite, si no hay, a par, herencia de la misión y ordenación.

1 3 Santo Tomás insistía, sobre todo, en su juventud, sobre el vínculo entre la eucaristía y el orden, y pronto diremos que este aspecto debe ser absolutamente mantenido. Añadía por lo demás que la tarea del sacerdote no es sólo consagrar el cuerpo eucarístico de Cristo, sino también preparar la eucaristía al cuerpo místico, segundo aspecto que depende del primero (Supl., q. 36, a. 2, ad 1). Más tarde puso más de relieve la diputación o destino pastoral del orden, por ejemplo, 3, q. 65, a. 1 (todo el artículo); a..3, ad 2: «El orden deputa para funciones que se unen a las del príncipe.» Para'el obispo, cf. A. G. Martimort, Del obispo.

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III

LAS ORDENES SAGRADAS

La ordenación es el rito de iniciación, por el que un hombre es establecido en la jerarquía del orden. Sus gestos y oraciones serán la fuente de donde sacaremos la doctrina primeramente acerca de la estructura general del sacramento; y luego, acerca de cada uno de sus grados.

1. LOS RITOS DE LA ORDENACIÓN

Actualmente, no es posible asistir, en una ceremonia única, a la colación de todos los grados de la jerarquía de orden. La consagración episcopal exige, efectivamente, la presencia de varios obispos y se fija preferentemente en las fiestas de los apóstoles, mientras las otras ordenaciones se celebran nor­malmente los sábados de témporas. Pero los papas de la anti­güedad se reunían en un mismo día de diciembre, de marzo o de setiembre. Abramos al azar el Libro pontificalis, colección de noticias escritas a la muerte de cada Papa. Leemos por ejemplo, a propósito de san Gregorio Magno (590-604): «Hizo dos ordenaciones, una en cuaresma, otra en setiembre, en las que creó treinta y nueve presbíteros, cinco diáconos, sesenta y dos obispos de diversos lugares.»

CONSAGRACIÓN EPISCOPAL

La ordenación del obispo se llama, en el vocabulario mo­derno, consagración. Sólo puede tenerse durante la celebra­ción de la misa. El futuro obispo es conducido y presentado por obispos más antiguos al que será su consagrante principa! y principal celebrante de la misa. Previamente, el candidato es sometido a un examen público, en que da su asentimiento a los deberes del cargo episcopal. He aquí dos de las preguntas que se le hacen:

Lis órdenes sagradas * 117

...¿Quieres enseñar, de palabra y ejemplo, al pueblo para el djie vas a ser ordenado obispo, lo (fue entiendes de las sagradas Escrituras?

— Quiero. ...¿Quieres, con la gracia de Dios, guardar ¡a castidad y templanza

y enseñarlas a los demás? — Quiero.

La iniciación propiamente dicha se hace entre t las dos lecciones de la misa, es decir, después de la epístola y el gradual. Una vez enumeradas las funciones del obispo — al obispo incumbe juzgar (de la fe), interpretar (la Escritura), consagrar, ordenar, ofrecer (la eucaristía), bautizar y confir mar— el consagrante principal invita a los fieles a orar. Notemos de paso que estas ceremonias han de desenvolverse en presencia del pueblo, que, lejos de ser en ellas un espectador pasivo, hace un importante papel, siquiera éste no influya en la validez de la ordenación.

Luego se cantan las letanías de los santos, acompañamiento indispensable de toda gran acción litúrgica constitutiva. La Igle­sia triunfante se asocia así a la Iglesia de la tierra. Durante las letanías, el obispo que va a ser consagrado se prosterna en un gesto de intensa suplicación.

Seguidamente; los obispos consagrantes ponen sobre la cabeza y hombros del candidato el libro de los evangelios, gesto practicado desde una remota antigüedad y explicado por un oriental del siglo V, Severiano de Gábala, de la siguiente manera:

Como cjuicra cjue la venida del Espíritu Santo es invisible, se pone sobre la cabeza del cjue va a ser ordenado sumo sacerdote el libro del evangelio. Y cuando se hace esta imposición, sólo hay cj¡te ver en ella una lengua de fuego cjue se posa sobre la cabeza: Una lengua causa de la predicación del evangelio, una lengua de fuego, a causa de las palabras: ' «Fuego be venido a traer sobre la tierra» l.

Modo figurado y un tanto, rebuscado de invitarnos a ver en la ordenación del obispo la actualidad del misterio de Pen­tecostés. De hecho, este gesto del evangelio sobre la cabeza significa ante todo ser Cristo mismo el que obra, y amplifica el gesto más primitivo de la imposición de manos.

Efectivamente, inmediatamente después, el consagrante prin-1 Texto publicado y comentado por J. Lécuyer, Note sur la liturgie

di; sacre des évégues, en «Ephemerides liturgicae» 66 (1952), p. 370.

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118 Eí orden

cipal y al menos dos otros obispos presentes ponen sucesiva­mente las manos sobre la cabeza del consagrando y, en nombre de ellos, el que preside canta una larga acción de gracias, tan solemne como el prefacio eucarístico:

Después de aludir a los ornamentos del sumo sacerdote en la an­tigua ley:

... Rogárnoste, Señor, cjue a este siervo tuyo, a guien has escogido para eí ministerio del sumo sacerdocio, te concedas \a gracia c[ue cuanto aquellos ornamentos significan por eí fulgor de oro, el brillo de las gemas y la variedad de la múltiple labor, resplandezca en sus costumbres y acciones. Colma en tu sacerdote la suma de tu ministerio y, provisto de todos los ornamentos de tu gloría, santifícalo con el rocío de la unción celeste...

Que la fuerza de tu espíritu lo penetre interiormente, y lo envuelva exteriormente...

Que su palabra y su predicación no consista en medios de persuasión de la sabiduría humana, sino en la manifestación del espíritu y Va virtud. Dale el poder de las llaves del reino de los cielos...

Cuanto él atare sobre la tierra, sea atado también en los cielos, y cuanto él desalare sobre la tierra, sea también desatado en los cielos...

Dale, Señor, la cátedra episcopal, para regir a tu Iglesia y al pueblo cjue se le confía 2.

El prefacio se corta por el canto del himno Veni creator, durante el cual el consagrante principal unge con el crisma la cabeza del nuevo obispo. Al fin del prefacio, otra unción, ésta sobre las manos, que evoca la unción, por Samuel, de David, rey y profeta. Finalmente, se le entrega al nuevo obispo el cayado de pastor — el báculo —, el anillo de esposo:

Recibe el anillo, sello de fidelidad, por la c¡ue guardes sin mácula la esposa de Dios, la santa Iglesia,

y el libro de los evangelios:

Ve a predicar al pueblo (fue te ha sido confiado...

El nuevo obispo concelebra la misa con el consagrante principal, está a su lado junto al altar, pronuncia todas las palabras y ejecuta todos los gestos A la comunión, recibe la mitad de la forma destinada al celebrante y bebe en el cáliz la preciosa sangre.

Al final de la misa tiene lugar la entronización del obispo.

2 Véase el texto íntegro de este prefacio en el apéndice del Ritual de las sagradas órdenes, Sigúeme, Salamanca 1961.

Las. órdenes sagradas ¡19

Revestido de la mitra y de los guantes y con los mismos orna­mentos de la misa, es conducido a su trono por los otros obispos y luego imparte la bendición al pueblo.

LAS OTRAS ORDENES SAGRADAS

La ordenación de los diáconos y presbíteros ha de hacerse por el obispo durante la misa que él celebra y en el mismo momento de la misa en que se hace la consagración del obispo, es decir, entre la epístola y el evangelio.

La ordenación de los subáiáconos sólo se permite igual­mente durante la misa celebrada por el obispo; sin embargo, precede siempre a la epístola y se sitúa al fin de la quinta lección los sábados de témporas (es decir, durante la celebra­ción vigilial que va unida a la misa de esos días).

Finalmente, la tonsura de los clérigos y la colación de las órdenes menores de ostiario, lector, exorcista y dcóíito puede darse por el obispo fuera de la misa; mas si el obispo quiere unirlas a la misa, particularmente con ocasión de las ordena­ciones generales, se las escalona variamente según el rito de la misa del día, de modo que las ordenaciones se sucedan en una especie de grados ascendentes, correspondientes a las etapas por que pasa • el que está destinado al presbiterado.

í- La ordenación de los ostiarios, lectores, exorcistas y acólitos sigue un plan idéntico. El obispo explica a los can­didatos las funciones de su orden y las virtudes que entrañan; luego les hace tocar los objetos que simbolizan esas funciones: a los ostiarios (porteros), las llaves de la iglesia; a los lectores, el libro de la Biblia (o un misal que contiene extractos de ella) ; a los exorcistas, el ritual; a los acólitos, un candelero con una vela y una vinajera destinada a contener el vino de la misa. Finalmente, el pueblo es invitado a que se una a la oración que reza el obispo por los nuevos ministros. (En el cap. V volveremos sobre estos formularios3 y sobre las funciones de estas cuatro órdenes que se llaman menores.)

3 Los ritos de las ordenaciones (incluso el prefacio de la consagración episcopal, como hemos indicado anteriormente) pueden consultarse en el Ritual de las sagradas órdenes, preparado por Pedro Tena y Jorge Sans Vila, Sigúeme, Salamanca 1961.

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120 El orden

2- En varios puntos, la ordenación de los subdiáconos se asemeja a las precedentes. El obispo les explica que son auxiliares de los diáconos, que les incumbe preparar el cáliz, velar por la limpieza del altar, lavar los paños que han servido para la comida eucarística; les presenta un cáliz y una patena, a par que uno de los dignatarios del obispo les hace tocar las vinajeras llenas que han de servir para la misa. Finalmente, el obispo ruega por ellos, después de invitar al pueblo a que se una a esta oración.

Y es así que, hasta el siglo xn, siguió siendo una quinta orden menor, como, por lo demás, lo es aún actualmente en oriente4. La función del subdiácono está emparentada con la de los lectores y acólitos.

Pero la edad media elevó el subdiaconado a la categoría de orden mayor, por haber extendido hasta él la obligación del celibato que hasta entonces sólo alcanzaba a los obispos, sacerdotes y diáconos. De ahí que actualmente, el obispo em­pieza la ordenación recordándoles los compromisos que van a contraer:

Hasta este momento, sois libres y os es licito, a vuestro arbitrio, volver a las profesiones seculares, pero una vez hubiereis recibido este orden, ya no os será lícito retractar vuestra determinación, sino cjue tendréis cjue consagraros al perpetuo servicio de Dios, a guien servir es reinar, guardar con su ayuda la castidad y ocuparos para siempre en el ministerio de la Iglesia.

Y se cantan sobre ellos las letanías de los santos, como hemos visto en la ordenación de los obispos y lo veremos en la de presbíteros y diáconos. Se entrega igualmente a los subdiáconos los ornamentos que, en el uso moderno, son pro­pios suyos: el manípulo y la tunicela, así como el libro de las epístolas.

32 Los futuros diáconos y presbíteros son presentados al obispo por uno de Jos dignatarios de su diócesis. En seguida se establece una especie de investigaciójn sobre las cualidades de los candidatos, y el pueblo mismo es invitado a dar su parecer, por lo menos tácito: esto nos recuerda el comienzo

4 Pero en oriente, sólo hay dos órdenes menores: lectores y sub­diáconos.

Las órdenes sagradas 121

de la ordenación episcopal, y aún hemos de ver otros rasgos de semejanza entre los ritos de ordenación de los tres grados supe­riores de la jerarquía.

Luego el obispo les expone la naturaleza del orden que van a recibir, las funciones que les incumben, las virtudes que éstas exigen y, si no se ha hecho ya, se cantan las letanías de los santos.

Sobre los futuros diáconos, el obispo pronuncia una euca­ristía, oración de acción de gracias, que comienza como el prefacio de la misa:

... Rogárnoste, Señor, mires propicio a estos tus siervos Que humilde­mente dedicamos al servicio de tus altares, en el oficio del diaconado...

Te rogamos, Señor, envíes sobre ellos el Espíritu Santo, el cual los robustezca con el don de tu gracia septiforme para ejercer fielmente la obra de tu ministerio.

El obispo interrumpe el canto para poner la mano derecha sobre la cabeza de cada ordenando.

Finalmente, el obispo reviste a cada uno de los nuevos diáconos con los ornamentos de su orden-, la estola, que llevan terciada, y la dalmática. Luego les presenta el libro de los evangelios, que deberán leer y comentar al pueblo cristiano.

Para los presbíteros, la imposición de manos precede a la oración de acción de gracias. El obispo pone, en silencio, las dos manos sobre la cabeza de cada uno. Todos los sacerdotes asistentes a la ceremonia vienen a repetir el gesto, luego se ordenan en corona en rededor del obispo, con la mano derecha extendida hacia los ordenandos. Seguidamente, el obispo pro­nuncia la eucaristía, que empieza recordando las figuras del Antiguo Testamento: Aarón ayudado por sus hijos y, sobre todo, Moisés ayudado por los ancianos:

... Así, en el desierto, tú propagaste el espíritu de Moisés en las almas de setenta varones prudentes, con cuya ayuda pudo él gobernar fácilmente la muchedumbre innumerable del pueblo... Con la misma providencia, Señor, uniste a los apóstoles de tu Hijo doctores de la fe, por los cjue ellos llenaron todo el orbe de prósperas predicaciones...

Rogárnoste, Padre omnipotente, des a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado, renueva en sus entrañas el espíritu de santidad, a fin de cjue, recibido de ti, conserven el cargo del segundo grado y, por el ejemplo de su conduela, inspiren la corrección de las costumbres. Sean coopera­dores solícitos de nuestro ministerio...

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122 El orden

Luego el obispo reviste a los nuevos sacerdotes de sus ornamentos distintivos: cruza sobre su pecho la estola que hasta entonces han llevado terciada y les entrega la casulla. En una segtmda oración, el obispo pide para sus sacerdotes la gracia de ser asiduos en la lectura de la Biblia, que predi­quen en la abundancia de su fe y guarden puro el don de su ministerio: «Que en servicio de tu pueblo transformen por medio de una santa bendición el pan y el vino en el cuerpo y sangre de tu Hijo.» Mientras se canta el Veni creator, el obispo va ungiendo con el santo crisma las manos de los sacer­dotes que ordena:

Dígnate, Señor, consagrar y santificar estas manos por esta santa unción y por nuestra bendición... a fin de que cuanto bendijeren sea ben­decido, y cuanto consagraren, consagrado y santificado en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.

Por fin, les presenta un cáliz con vino y agua y una patena con pan, signo de la potestad de ofrecer el sacrificio eucarístico.

Inmediatamente después de su ordenación, los nuevos sacer­dotes concelebran con el obispo, pronunciando las palabras al mismo tiempo que él desde el momento del ofertorio. Los nuevos presbíteros consagran verdaderamente y ésta es su primera misa. Al estudiar la eucaristía, pondremos de relieve la importancia tradicional de la concelebración (part. IV):

La comunión de los nuevos presbíteros va acompañada de solemnidad particular, pues es el sello de su consagración. Se cantan algunos versículos del discurso de la cena: «Ya no os llamaré siervos, sino amigos, pues ahora sabéis todo lo que he hecho entre vosotros» (Jn. 15, 15). Hacen la profesión de fe, prometen obediencia al obispo, quien les impone de nuevo las manos 5, les bendice y les da el ósculo de paz.

2. TRES GRADOS CONSTITUYEN EL SACRAMENTO DEL ORDEN

¿Cuál es el verdadero alcance de los ritos que acabamos de describir? El concilio de Trento responde así en la sesión 23:

5 El obispo acompaña este último gesto con la palabra de Jesús después de la resurrección: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdo­nareis los pecados, les son perdonados,- a quienes se los retuviereis les son retenidos» (Jn. 20, 22).

Las órdenes sagradas 123

Siendo cosa ciara por el testimonio de la Escritura, por la tradición apostólica y el consentimiento unánime de los Padres, cjue, por la sagrada ordenación gue se realiza por palabras y signos externos, se confiere \a gracia, nadie debe dudar gue-el orden es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la santa Iglesia. Dice, en efecto el Apóstol: «Te amonesto gue resucites la gracia de Dios gue está en ti por la impo­sición de mis manos. Porgue no nos dio Dios espíritu de temor, sino de virtud, amor y sobriedad.-» (2 Tim. 1, 6-7; cf_. 1 Tini. 4, 14.)

Si alguno dijere gue el orden, o sea, la sagrada ordenación no es verdadera y propiamente sacramenta, instituido por Cristo Señor, o gue es una invención humana, excogitada por hombres ignorantes de las cosas eclesiásticas, o gue es sólo un rito para elegir a los ministros de la palabra de Dios y de los sacramentos, sea anatema. (D. 959, 963.)

Esto se opone a las negaciones de los protestantes que borraron el orden de la lista de los sacramentos y se negaban a ver en la ordenación un misterio divino eficaz de la gracia, fuente de poderes sacerdotales, que no pertenecieran a todos los bautizados. Para Lutero y Calvino, es sólo un gesto que expresa la elección de un hombreóla transmisión de una misión, sin cambio interior alguno de ese hombre. Después como antes de la ordenación —dicen— hay bautizados sin más.

Pero la definición del concilio de Trento mira el orden y la ordenación de manera global, y no.en cada uno de sus grados y en cada uno de sus ritos. Algunos grados de la jerarquía son de institución eclesiástica (can. 107), y determinados ritos no son esenciales, sino que constituyen aquella ampliación del signo sacramental de que más arriba hemos hablado como de principio general (cf. p. 45).

¿Cuáles son los grados de orden que son sacramentales? Los teólogos han discutido largamente sobre este punto. Sus divergencias se explican por la ignorancia en que estuvieron hasta el siglo xvu acerca de la historia litúrgica y los ritos orientales. Hoy día parece reinar unanimidad en la afirmación de los tres grados sacramentales •. obispo, presbítero y diácono. Las órdenes menores y el subdiaconado son sacramentales instituidos por la Iglesia. Así lo sugiere el concilio de Trento:

Si alguno dijere gue no existe en la Iglesia católica una jerarguía instituida por ordenación divina, gue consta de obispos, presbíteros y minis­tros, sea anatema. (D. 966.)

Y siguiendo al concilio de Trento, el código de derecho canónico (can. 108, 3).

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124 11 orden

Pero sobre todo la constitución apostólica Sacramentum otdinis de 30 de noviembre de 1947 ha subrayado lo que el estudio litúrgico del orden pone en evidencia. Los tres grados de diaconado, presbiterado y episcopado tienen la misma estruc­tura de ritos. Los tres son conferidos por el mismo gesto esen­cial, la imposición de manos, acompañada de una oración eucarística igualmente solemne, que invoca la venida del Espíritu Santo. No puede atribuirse valor sacramental a una de estas ordenaciones, sin afirmarlo de las tres, ni negársela a una sin negarla a las tres. Por lo contrario, las otras ordenaciones carecen de estos elementos característicos6.

Pero si tres grados son sacramentales, todas las órdenes, en su conjunto, constituyen un solo sacramento, cuya plenitud es el episcopado, y las otras una participación, siempre según la imagen de Moisés, a quien dijo Dios: «Yo tomaré del espíritu que hay en ti y lo pondré sobre ellos, para que te ayuden a llevar la carga del pueblo, y no la lleves tú solo» (Núm. 11, 17) 7.

3. EL SIGNO DE LA IMPOSICIÓN DE MANOS

La edad media, influida por los usos del feudalismo, veía el signo del sacramento del orden en la entrega de los objetos característicos de los poderes conferidos-, al diácono, el libro de los evangelios; al presbítero, el cáliz con vino y la patena; al obispo, el báculo y el anillo, a la manera como un soberano investía a su vasallo entregándole un símbolo de sus derechos o feudos. Aceptada por santo Tomás (Supl.q. 34, a. 5; opús­culo «De los artículos de la fe y de los sacramentos de la. Iglesia») y por el concilio de Florencia en su Instrucción para la unión délos armenios (D. 701), esta opinión ha caducado va. A partir de la constitución Sacramentum oráinis, la imposición de manos, y sólo ella, ha de ser considerada como signo sacra­mental.

6 Es imposible entrar aquí por menudo en las controversias sobre la sacramentalidad de las órdenes menores, hoy bastante desuetas, ni las que han puesto en tela de juicio, hasta nuestros días, la sacramentalidad del episcopado.

7 Aquí nos inspiramos en santo Tomás, Supí., q. 37, a. 1, ad 2, quien, sin embargo, no sacó de este principio todas las consecuencias que entraña.

Las órdenes sagradas 125

Es el gesto descrito por san Pablo y por los Hechos de los apóstoles.

Timoteo, a quien Pablo impuso las manos (2 Tim. 1, 6-7; 1 Tim. 4, 14: en que se trata de un gesto colegial), deberá a su vez hacer ese gesto sobre aquellos que escoja con discer­nimiento (1 Tim. 5, 11). Por la imposición de manos, después de orar, instituyen los apóstoles diáconos a los siete que les fueron presentados por la comunidad (Act. 6, 6). Acaso se trate también de una ordenación, si bien la cosa no es tan cierta, en la elección de Pablo y Bernabé y la imposición de manos que reciben antes de partir para su primer viaje de evan-gelización (Act. 13, 3).

Es el gesto de Moisés, al transmitir a Josué su espíritu de sabiduría y su autoridad y nombrarlo sucesor suyo:

Yabvé dijo a Moisés: «Toma a Josué, hijo de Nun, hombre sobre cjuíen reside el espíritu, y pon tu mano sobre él. Ponle ante Eleazar, sacerdote, y ante toda la comunidad y lo instalarás ante tus ojos. Transmítele una parte de tu autoridad, a fin de c¡uc toda la congregación de los hijos de Israel le obedezcan...» (Núm. 27, 18-20.)

Josué, hijo de Nun, estaba lleno del espíritu de sabiduría, pues Moisés había impuesto sus manos sobre él. A él obedecían los hijos de Israel, como el Señor se lo había mandado a Moisés. (Deut. 34, 9.)

Sin estar expresado, el gesto está, sin embargo, sugerido en Núm. 11, 15: cuando Dios dio a Moisés la colaboración de los setenta ancianos, «tomó del espíritu que reposaba en él para ponerlo en ellos».

Nótese que la gracia de Josué o de los setenta ancianos viene de Moisés, su poder es emanación del poder de éste. Por semejante manera, en el orden, el poder espiritual trans­mitido viene del que confiere el sacramento. Por eso, la impo­sición de manos del obispo es el signo suficiente, sin que haga falta otro y, sobre todo, sin el empleo de algo totalmente exterior, y esta es la diferencia entre el sacramento del orden y la mayoría de los otros sacramentos, cuyos efectos vienen de Dios, y no del ministro 8.

8 También aquí había sentada santo Tomás excelentemente el prin­cipio, pero sin sacar la consecuencia: Supl. q. 34, a. 5.

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126 El orden

4. LOS EFECTOS DE LA ORDENACIÓN

MISIÓN INVISIBLE DEL ESPÍRITU SANTO

Si alguno dijere (fue por la sagrada ordenación no se da el Espíritu Santo y <\ue, por ende, en vano dicen los obispos: «Recibe el Espíritu Santo...», sea anatema. (D. 964.)

Por esta definición, el concilio de Trento expresa la unánime tradición litúrgica. Las citas que hemos traído más arriba de los tres prefacios consecratorios son explícitas. Y es así que el Espíritu Santo es el autor de todas las consagraciones. A cada una de las tres ordenaciones corresponde una nueva misión del Espíritu Santo, distinta de la del' bautismo y confirmación 9.

PODERES INAMISIBLES Y CARÁCTER INDELEBLE

Si alguno dijere (jue por la sagrada ordenación no se imprime carácter o gue aguel gue una vez fue sacerdote puede nuevamente convertirse en laico, sea anatema. (D. 964.)

La ordenación no puede, en efecto, reiterarse. Las reor­denaciones comprobadas durante períodos de confusión (par­ticularmente en el siglo x), se debieron únicamente al hecho de tenerse por nula la primera ordenación. Los poderes dados son definitivos, a diferencia de la jurisdicción que puede ser retirada. La Iglesia reconoce por válida la ordenación, con­ferida con el rito esencial, por un obispo hereje, válida también la eucaristía celebrada por un sacerdote apóstata. Estos poderes constituyen el carácter indeleble impreso por el sacramento del orden (res et sacramentum)10. En la entrega o transmisión de estos poderes consiste ante todo el sacramento del orden. El que lo recibe, lo recibe para bien de los otros, no para sí mismo (primariamente) XL.

9 Véase el opúsculo del autor, Del obispo. M> Cf. san Gregorio de Nisa, Oratio in bapt. Christi (MG 46, 581):

«El mismo poder de la palabra (que hace el bautismo y la eucaristía) hace también al sacerdote augusto y santo, separado del común de los hombres por la novedad de su consagración. Ayer y anteayer era uno de la muche­dumbre y del pueblo. Y de pronto, es promovido guía, doctor y presidente de la religión, mistagogo de los ocultos misterios. Y esto lo hace sin cambio alguno de cuerpo ni de forma. Quedando en apariencia lo que era, una fuerza y gracia invisible han transformado su alma invisible.»

" Cf. Supl. q. 34, a. 2 y 4; q. 37, a. 1, ad 1.

Las órdenes sagradas 127

La misión del Espíritu Santo y el carácter son significados no sólo por la oración consecratoria, sino también por el gesto de la unción que, sin ser esencial, es sin embargo tradicional desde el siglo vin (cf. D. 965) en la consagración del obispo y del presbítero. Según el aso bíblico, la unción inicia la diputa­ción definitiva de un hombre para una misión o cargo y hace de tal modo sagrado al. que la recibe, que David castigó de muerte al amalecita que remató a Saúl. -Rechazado por Dios, caído de la realeza, Saúl seguía siendo el ungido de Yahvé (2 Sam. 1, 14).

El carácter es siempre una configuración con Cristo. Cada ministro — dice santo Tomás — es en cierto aspecto imagen de Cristo» 12; y es así que los poderes sacramentales dados por la ordenación son ejercidos en persona de Cristo (cf. infra, cap. IV).

UNA GRACIA DE SANTIDAD INTERIOR

Si el efecto principal consiste en los poderes recibidos, este sacramento lleva también consigo una gracia de santidad inte­rior (res sacramenti). Y es así que el ejercicio del ministerio exige una virtud eminente. Los que reciben la ordenación son puestos a la cabeza de los' fieles> cuyos modelos deben ser. Aquí también las oraciones consecratorias se expresan con claridad. Por mucho cuidado que la Iglesia ponga ea escoger sus candidatos, no le es posible penetrar hasta los corazones; pero Dios que conoce los repliegues de las almas y obra con misericordia, hace a sus ministros dignos de los poderes que les otorga (prefacio de la ordenación de los diáconos). Sin em­bargo, este fruto de gracia no lo recibe el que por sus malas disposiciones pone óbice, y puede perderse. Es producido por medio del carácter.

12 Citado anteriormente, p. 112. Nótese que santo Tomás no reco­nocía al obispo un carácter propio, distinto del del presbítero, pues creía que la ordenación episcopal no podía ser válidamente conferida al que no hubiera ya recibido el presbiterado. Santo Tomás ignoraba que la práctica de la Iglesia romana antigua obligaba a una conclusión diferente. Pero afirma con toda la tradición que la ordenación episcopal confiere poderes que no tiene el presbítero, y da una semejanza con Cristo superior a la del sacerdote: Supl q. 40, a. 4 y 5.

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128 E ¡ orden

5. EL QUE RECIBE LA ORDENACIÓN: LA VOCACIÓN SACERDOTAL

El sacramento del orden sólo puede ser válidamente reci­bido por un bautizado varón. Pero, además, se requieren otras condiciones, que no 'afectan a la validez, y, muy particular­mente, haber antes recibido el sacramento de la confirmación, que es la primera diputación del cristiano para dar testimonio de Cristo ante sus hermanos.

La Iglesia excluye de las sagradas órdenes a los que hayan cometido crímenes, a los que padecen determinadas enferme­dades o defectos físicos, a los que han ejercido actividades cuyo solo recuerdo estima ella ser incompatible con la misión y ministerio jerárquico. Son los llamados impedimentos o irre-¿juíaridades.

Actualmente, la Iglesia sólo confiere el sacramento del orden a quienes se presentan espontáneamente a ella para recibirlo. Este paso es una elección libre y lúcida, un don de sí mismo al Señor en la fe, que exige generosidad y amor sin límites. La profundidad de la vida cristiana en una familia o sociedad se reconoce en la medida en que favorece la germinación de este deseo de servicio pleno y total a la Iglesia.

Sin embargo, sólo la Iglesia llama a la ordenación para las necesidades de su ministerio. Sólo ella escoge entre los que se presentan, discerniendo las aptitudes y la calidad de los candidatos en una larga labor de formación.

Pero todavía hay que ir más allá de este plano de lo visible. Por la voz de la Iglesia y por las circunstancias que han con­ducido a un hombre hasta la ordenación sacerdotal, Dios es quien llama: «Y nadie se arroga por sí este honor, sino el que es llamado, como Aarón» (Hebr. 5, 4).

La ordenación, don gratuito del/Señor, constituye la prenda auténtica de este llamamiento, que lleva el nombre de vocación.

Aun cuando Dios conoce mejor que nosotros las necesi­dades de su reino, Jesús nos manda que pidamos al Padre de familia que mande trabajadores a su mies (Mt. 9, 38).

IV

EL SACERDOCIO DEL OBISPO Y DE LOS PRESBÍTEROS

De los tres grados sacramentales del orden, el diaconado establece en una función y poderes de servicio o ministerio, mientras que los otros dos, episcopado y presbiterado, con­fieren función y poderes de sacerdocio. Pero este sacerdocio no es igualitario, ni está tampoco formado de individuos aisla­dos e independientes. Los presbíteros tienen todo su sacerdocio del obispo, cuyos cooperadores son y como segundos de a bordo. Están además agrupados en un colegio o cuerpo que forma una unidad en torno al obispo. Y, -finalmente, los obispos mismos se reúnen en torno al romano pontífice.

1. OBISPOS Y PRESBÍTEROS RECIBEN EN LA ORDENACIÓN UN VSKDADERO SACERDOCIO

El pueblo del Antiguo Testamento había recibido del Señor, por obra de Moisés, una ordenación litúrgica que comprendía un templo, sacrificios de adoración y expiación cumplidos unos diariamente (Lev. 6, 1-6; Ex. 30, 6-8) y otros una vez al año (Lev. 16), y un sacerdocio para ofrecer a Dios estos sacri­ficios en nombre del pueblo. Gestos visibles exteriores, des­critos con toda precisión en el libro del Levítico.

El Nuevo Testamento comprende también un sacerdocio visible y un sacrificio ritual instituidos por Cristo y, por ese hecho, queda abolido el culto levítico (Hebr. 7, 12). Pero la nueva institución es de una riqueza que no hacía 'sospechar la antigua.

CRISTO, SACERDOTE ÚNICO DE LA LEY MUEVA

El templo de la antigua ley es sustituido por el templo de la ley nueva: la sacratísima humanidad de Cristo:

9

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no El orden

Jesús respondió a los judíos: «Destruid este templo, y yo lo reedificaré en tres días.» Los judíos le contestaron: «Cuarenta años ha costado cons­truir este templo, ¿y tú lo vas a reedificar en tres días?» Pero Jesús hablaba del templo de su cuerpo. (Jn. 2, 19-21.) •

Por semejante manera, los sacrificios prescritos por el Leví-tico desaparecen ante el sacrificio único y señero del Nuevo Testamento: la.muerte de Cristo sobre la cruz. Y es así que los sacrificios de la antigua ley eran demasiado exteriores. De ahí que el Señor mismo que los había instituido, no se cansaba de repetir por boca de los profetas que los rechazaba (Is. 1, 10-16; Jer. 6, 20; 7, 21-23; Os. 6, 6; Am. 5, 22-25; Ps. 39; 49; 50; etc.).

Por eso, al entrar en el mundo dice: «No has querido sacrificio ni oblación, pero a mí me has plasmado un cuerpo. No has aceptado holo­caustos y sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme acjuí q¡ue vengo •— en el volumen del Libro se escribe de mí — para cumplir, ob Dios, tu voluntad.» (Hebr. 10, 5-7.)

El sacrificio de la nueva ley es la sangre de Cristo, y no la sangre de los machos cabríos y toros. El altar es la cruz. Es a par un holocausto, acto de obediencia y adoración, primi­cias de la creación ofrecidas a Dios en una alabanza pura, y el sacrificio para la remisión de los pecados, de que era sólo lejana imagen el rito anual de expiación cumplido por el sumo sacer­dote mosaico. Es, en fin, el sacrificio de la alianza, por el que se sella definitivamente la constitución del nuevo pueblo de Dios (Hebr. 8-10) y se congrega todos los hijos de Dios antes dispersos (Jn. íí, 52).

En este sacrificio culmina la misión de Jesús. Testigo del Padre, muere, como todos los profetas, para dar testimonio de la verdad (1 Tim. 6, 12-13; Jn. 18, 36-37; Mt. 26, 63-66; Hebr. 3, 1). Buen pastor, da la vida por sus ovejas (Jn. 10, 11-18).

Este sacrificio es único y señero, no puede ya haber otro, pues su eficacia es total y alcanza a todos los hombres y a todos los tiempos. El cuerpo de Cristo es ofrecido una vez por todas (Hebr. 10, 1-18). Víctima única de la nueva ley, Cristo es también sacerdote único, pontífice solo y sumo. El mismo ofrece el sacrificio:

Y es así c\ue todo sumo sacerdote, tomado de entre los hombres, es instituido en favor de los hombres para el culto de Dios, a fin de cjue

Sacerdocio del obispo y de los presbíteros 131

ofrezca dones y sacrificios por los pecados... Y nadie se arroga para sí este honor, sino el (fue es llamado por Dios, a la manera como lo fue también Aarón. Así tampoco Cristo se glorificó a sí mismo alzándose sumo sacer­dote, sino el (fue le habló así: «Hijo mío eres, yo te he engendrado' hoy.» Y como dice en otra parte: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Meltfuisedec.» (Hebr. 5, 1, 4-6.)

Y de aquéllos (los sacerdotes de la antigua ley) fueron muchos hechos sacerdotes, pues la muerte les impedía permanecer •, pero Cristo, por perma­necer para siempre, posee un sacerdocio inmutable. (Hebr. 7, 20-24.)

Cumplida una vez por todas, la redención de Cristo se realiza, sin embargo, diariamente en la Iglesia, hasta la parusía o segundo advenimiento, por medio de los sacramentos. La re­misión de los pecados, por la que Jesús derramó su sangre, se recibe en el bautismo y la penitencia. El misterio mismo de la redención se hace presente, se «re-presenta», en la cele­bración de la eucaristía. Por eso Cristo, comunica su sacerdocio a los apóstoles y, por éstos, a los obispos y sacerdotes para que lo ejerzan sacramentalmente.

LOS OBISPOS Y SACERDOTES TIENEN PODER DE CONSAGRAR LA EUCARISTÍA

Antes de inmolarse sobre la cruz, Jesús anticipó su sacri­ficio, la tarde del jueves, celebrándolo bajo los signos del pan y del vino: «Esto es mi cuerpo que será entregado por vos­otros.» «Este es el cáliz de mi sangre, la sangre de la nueva y eterna alianza, que será derramada por la remisión de los pecados.»

Como quiera que la inmolación sobre la cruz no puede repetirse, puesto que Cristo sólo muere una vez, se hará pre­sente sacramentalmente a lo largo de los tiempos. Por eso, en la cena, Cristo añade: «Haced esto en memoria mía» (Le. 22, 19; 1 Cor. 11, 24), palabra con que confiere a los apóstoles el orden y el poder de repetir los gestos y palabras de la cena con la misma eficacia y, consiguientemente, de consagrar la eucaristía, de representar y ofrecer bajo los signos sacramen­tales el sacrificio mismo de Cristo (cf. D. 938, 949).

Como este memorial de la pasión del Señor ha de cele­brarse «hasta que vuelva» (1 Cor. 11, 26), el poder de con­sagrar la eucaristía, recibido por los apóstoles, es transmitido a obispos y presbíteros por la ordenación. Al futuro obispo,

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132 El orden

el obispo consagrante le indica entre sus funciones la de ofjerre (el sacrificio del altar). La más antigua oración conse-cratoria que se Ha conservado, la de la Tradición apostólica de Hipólito de Roma (hacia el año 200), pide que «ofrezca al Padre los dones de su santa Iglesia». Al ordenando de pres­bítero, el obispo le entrega el cáliz preparado para la misa, a par que le dice: «Recibe el poder de ofrecer a Dios el sacri­ficio y de celebrar misas por vivos y difuntos en el nombre del Señor.» Pero antes ha pedido a Dios, autor de toda consa­gración, que se digne bendecir a este servidor suyo, «a fin de que, en servicio de tu pueblo, transforme con santa bendición, el pan y el vino en el cuerpo y sangre de tu Hijo» (cf. supra, p. 122).

Mas, a diferencia de los sacrificios rituales de la antigua ley y de las religiones paganas, la celebración de la eucaristía no es un acto litúrgico aislado. Presencia de la pasión de Cristo, !a celebración eucarística es el ejercicio de la obra de nuestra redención. Hacia ella converge todo el trabajo de plantación de la Iglesia, de preparación de las almas. De ella arranca todo el oficio o ministerio pastoral. Por eso, en la teología de santo Tomás, todos los otros poderes jerárquicos se organizan en torno del poder eucarístico. Al poder sobre el cuerpo eucarís-tico de Cristo, corresponde un poder sobre su cuerpo místico *

OBISPOS Y SACERDOTES TIENEN PODER DE PERDONAR LOS PECADOS

Moisés sólo podía implorar gracia para su pueblo culpable (Ex. 17, 8-16; 32, 11-14; Deut. 9, 18-19); Cristo, empero, perdona los pecados, porque derrama su sangre para remisión de ellos. Este poder divino que, con gran escándalo de los fariseos, ejerció durante su vida, se lo comunica a los apóstoles después de la resurrección: «Recibid el Espíritu Santo: a quie­nes remitiereis los pecados, les son remitidos; a quienes se los retuviereis, les son retenidos» (Jn. 20, 22-23).

Después de los apóstoles, el ejercicio de este ministerio de misericordia exigirá simultáneamente una doble sucesión apostólica: la de la ordenación y la de la misión. Sólo los obispos que poseen su legítimo rebaño, pueden perdonar los pe-

1 Cf. por ejemplo, Supl. q. 37, a. 2; pero sobre todo Sliimiifl contra Cent. IV, 74-75."

Sacerdocio del obispo y de los presbíteros 133

cados por sí mismos o por los sacerdotes a quienes dan juris­dicción; pero la sentencia de perdón sólo puede ser válidamente pronunciada por el que ha sido ordenado de obispo o presbítero (cf. D. 902, 920).

Los ritos de la ordenación conceden lugar importante a este poder de perdonar los pecados. En el prefacio consecratorio del obispo se dice señaladamente:

Dale, Señor, las llaves del reino de los cielos... Que todo lo que atare sobre la tierra, sea atado en el cielo, y todo lo que desatare sobre la tierra, sea desatado en el cielo, aquellos a quienes retuviere los pecados, les sean retenidos, y a quienes remitiere los pecados, tú, Señor, se ios remitas.

Según testimonio de la Tradición apostólica, al comienzo del siglo ni se empleaba una oración semejante. Para los pres­bíteros, en la ordenación de rito latino, sólo más tarde se añadió la imposición de manos con la fórmula: «Recibid el Espíritu Santo: a quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; a quienes se los retuviereis, le son retenidos.» Pero en todos los tiempos, los sacerdotes fueron requeridos por los obispos para ayuda en el ministerio de la reconciliación de los peni­tentes (cf. part. V).

OBISPOS Y PRESBÍTEROS RECIBEN, CONSIGUIENTEMENTE, EN LA ORDENACIÓN UN VERDADERO SACERDOCIO

Sobre estos dos poderes, que son los más característicos del sacerdocio, funda el concilio de Trento su enseñanza doc­trinal sobre el sacramento del orden:

El sacrificio y el sacerdocio están tan unidos por ordenación de Dios que en toda ley han existido ambos. Habiendo, pues, en el Nuevo Testa­mento, recibido la Iglesia católica f>or institución del Señor el santo sacri­ficio visible de la eucaristía, hay también que confesar que hay en ella nuevo sacerdocio, visible y externo, en el que fue trasladado el antiguo (Hebr. 7, 12 ss.). Ahora bien, que fue aquél instituido por el mismo Señor salvador nuestro, y que a los apóstoles y sucesores sttyus en el sacerdocio les fue dado el poder de consagrar, ofrecer y administrar el cuerpo y la sangre del Señor, así como el de perdonar o retener los pecados, cosa es que las sagradas letras manifiestan y la tradición de la Iglesia católica enseñó siempre. (D. 957.)

Si alguno dijere que en el Nuevo Testamento no existe un sacerdocio visible y externo, o que no se da potestad alguna de consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor y de perdonar los pecados, sino

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134 El orden

sólo el deber y mero ministerio de predicar el Evangelio, y (fue aquellos cjue no- lo predican no son absolutamente sacerdotes, sea anatema. (D. 961.)

Al insistir el concilio sobre este «sacerdocio visible y ex­terno», es porque quiere evitar se lo confunda con el sacer­docio espiritual e interior que la Escritura atribuye a todos los miembros del pueblo de Dios (cf. supra, p. 96-97).

Mas el sacerdocio del obispo y de los presbíteros se ejerce también en la administración de la extremaunción y del bau­tismo, sacramentos que van unidos a la remisión de los pecados. La extremaunción no puede darse sin la intervención del sacer­dote (hoy día sólo el sacerdote puede practicar las unciones, pero siempre ha sido necesaria la bendición del óleo, como veremos en la part. VI), y hasta del obispo, pues éste, en prin­cipio, es el que bendice el óleo. En cuanto al bautismo, si es cierto que puede, en caso de necesidad, ser administrado por un laico y hasta por un infiel, normalmente es una de las funciones propias del obispo y, bajo su dependencia, de pres­bíteros y diáconos.

POR ELLOS SE EJERCE EL SACERDOCIO ÚNICO DE CRISTO '

Si el obispo y los presbíteros poseen un verdadero sacer­docio, no lo poseen en nombre propio, sino dentro del ejercicio del sacerdocio único de Cristo. Su sacerdocio es sacramental.

Y es así que, como hemos visto (part. I), cuando el sacer­dote bautiza, absuelve de los pecados o unge a los enfermos, Cristo es quien obra. En la eucaristía señaladamente el sacer­dote se identifica con Cristo, rehaciendo los gestos de la cena y repitiendo las palabras de Jesús con su misma divina eficacia. El sacerdocio del obispo y de los presbíteros se da en función de Cristo, representan la persona de Cristo, según las fórmulas clásicas de la teología, repetidas en la encíclica Mediator Dei-. en la misa y en la cruz,

...idéntico es el sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada persona está representada por su ministro. Este, en virtud de la consagración sacerdotal cjue ha recibido, se asemeja al sumo sacerdote y tiene poder de obrar por la virtud y en persona del mismo Cristo. Por eso, con su acción sacerdotal, presta en cierto modo a Cristo su lengua y le ofrece su mano. (Núm. 87.)

Por eso también, en el sacerdote que consagra la eucaristía, se verifica una presencia de Cristo, distinta ciertamente de la

Sacerdocio del obispo y de los presbíteros 135

que se da en las sagradas especies después de la consagración, pero no menos auténtica 2.

Y por ejercer sacramentalmente el sacerdocio de Cristo, el obispo y, en su lugar, los presbíteros pueden presidir la comunidad de los fieles, orar en su nombre y actuar como mediadores entre Dios y los hombres. Esta presidencia de la comunidad, mencionada en los ritos de la ordenación, no es consecuencia de una delegación de parte de los fieles, sino del carácter sacerdotal y del poder de consagrar la eucaristía 3.

Finalmente, aun cuando la comunicación de su sacerdocio hecha por Cristo tenga por fin la Iglesia y los fieles, es menes­ter subrayar que es definitiva y constituye el carácter inami­sible. Puede incluso ser dada sin referencia inmediata a un ministerio: es «un don personal del poder espiritual en el orden del culto sacramental de la Iglesia» 4.

2. EL OBISPO POSEE LA PLENITUD DEL SACERDOCIO

Presbíteros y obispos no son, sin embargo, iguales en el sacerdocio. El obispo es superior al presbítero, no por razón, de simples vicisitudes históricas, sino por institución divina (can. 108, 3). Esta superioridad no radica sólo en la juris­dicción, sino que se verifica también en la potestad de orden. He aquí cómo se expresa el concilio de Trento:

Declara el santo concilio c¡ue, sobre los demás grados eclesiásticos, los obispos se han sucedido en el lugar de los Apóstoles, pertenecen principal­mente a este orden jerárquico y están puestos, como dice el mismo Apóstol, por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (Act 20, 28), son supe­riores a los presbíteros y confieren el sacramento de la confirmación, ordenan a los ministros de la Iglesia y pueden hacer muchas otras más cosas, en cuyo desempeño ninguna potestad tienen los otros de orden inferior. (D. 960.)

Si alguno dijere cjue los obispos no son superiores a los presbíteros, o c\ue no tienen potestad de confirmar y ordenar o (fue la c)ue tienen les es común con los presbiteros, sea anatema. (D. 967.)

2 Ene. Mediator Dei, núm. 26. 3 Supl. q. 37, a. 4, ad 1, ene. Mediator Dei, núm. 104. 4 Y. Congar, Structure du sacerdoce ebrétien, en LMD 27 (1951),

p. 75. No creemos poder adherirnos plenamente a la presentación del sacer­docio ensayada en ese capítulo. Aparte las discusiones teológicas que suscita, multiplica las dificultades pedagógicas.

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136 El orden

Sólo el obispo, efectivamente, es ministro ordinario de la confirmación. Si los sacerdotes reciben el poder de confirmar es a título de ministro extraordinario, en vista de condiciones especiales, por una delegación de la santa sede y con limita­ciones, cuya transgresión por parte del sacerdote invalidaría el sacramento.

Mas, aun en el caso en que el sacerdote es excepcional-mente admitido a confirmar, ha de servirse del crisma consa­grado por el obispo, y esta consagración no puede ser delegada (can. 781, 1).

Respecto a las ordenaciones, si en ciertos casos, previstos por el derecho, no se requiere el carácter episcopal para su validez, se trata sólo de grados instituidos por la Iglesia, no de las órdenes propiamente sacramentales (can. 951, 957, 964). Estas órdenes sagradas sólo puede administrarlas el obispo, sólo él puede darse sucesores en el episcopado, sólo él puede ordenar presbíteros y diáconos. Los hechos históricos que se alegan entre teólogos y que pudieran debilitar este principio, no tienen la amplitud suficiente para constituir un argumento dogmático5. Por lo demás, tampoco podrían debilitar la defi­nición del concilio de Trento. El poder extraordinario dado eventualmente, de forma especial, a sacerdotes, no es el mismo que el que posee el obispo. Este es tan fundamental, que lo ejercería válidamente aun fuera de la comunión de la Iglesia. La tradición es unánime en reconocer que el ejercicio del poder de ordenar manifiesta la diferencia entre obispos y presbíteros.

Pero hay que decir de manera más general que el obispo posee la plenitud del poder sacerdotal, porque representa más perfectamente la mediación de Cristo, rey, sacerdote y profeta o, lo que es lo mismo, sacerdote según el orden de Melquisedec. El obispo hace la persona de Cristo no sólo en el ejercicio de algunos de sus ministerios, como el sacerdote, sino en su totalidad y, sobre todo, en la función de la Iglesia y en la institución misma de los ministros 6.

Cuando la tradición cristiana aceptó 'hablar de sacerdocio

5 Se hallará una exposición completa de todas las controversias acerca del episcopado, en el hermosísimo artículo de E. Boularand, La con-sccration episcopal est-elle sacraméntale?, en «Bull. Ht. Eccl.», 1953, p. 3-36.

6 Santo Tomás, Comm. in 4 l. sent., Dist. 24, q. 3, a. 2, repetido en Supl q. 40, a. 4, ad 3.

Sacerdocio del obispo y de los presbíteros 137

a propósito de la jerarquía, se reservó primeramente ese nom­bre a solos los obispos. Cuando se admitió en fin el vocabulario del Levítico para aplicarlo por alegoría al sacramento del orden, se atribuyó al obispo el título de pontífice y la figura de Aarón, para señalar la excelencia de su sacerdocio y su superioridad sobre los presbíteros.

3. LOS SACERDOTES SON LOS COOPERADORES DEL OBISPO

Por lo contrario, la definición misma del presbítero, la natu-íaleza propia de su sacerdocio, es de ser auxiliar del obispo, cooperador suyo, como dice el prefacio de la ordenación. Toda su razón de ser está en el obispo, de él recibe sus poderes, y en su lugar y nombre y en unión con él los ejerce. Los padres y las oraciones litúrgicas han estimado que llamarlos segundos, sacerdotes del orden segundo, era proclamar su dignidad. Están para ayudar a] obispo, pero de la plenitud de éste reciben la parte de sacerdocio de que están investidos, como los setenta ancianos establecidos para ayudar a Moisés recibieron parte del espíritu que había en Moisés (cf. supra, p. 124-125). Por eso, no hay bautismo sin el obispo, ora lo administre por sí mismo, ora por sus sacerdotes:

El supremo derecho de administrar el bautismo incumbe al supremo sacerdote, es decir, al obispo, si lo hay, luego a los presbíteros y diáconos, pero no sin la autoridad del obispo, por el honor de la Iglesia, cjue hay c¡ue guardar para guardar la paz. (Tertuliano, De baptismo, c. 17. ML 1, 1.218.)

No hay eucaristía sin el obispo, principio sobre que vuelve en todas sus cartas, como sobre un estribillo, san Ignacio de Antioquía. La liturgia antigua lo manifiesta por dos signos muy elocuentes. El primero es la conceiebración .- todos los presbí­teros presentes en torno al altar consagran una sola eucaristía con el obispo y bajo su presidencia. La Iglesia romana limita actualmente esta práctica a las misas de ordenación; pero las iglesias orientales la acostumbran frecuentemente. El segundo signo era propio de Roma. Cuando los sacerdotes estaban dis­persos en sus parroquias respectivas a la cabeza del rebaño que les había sido confiado, recibían un fragmento de la hostia consagrada en la misa del papa, el fermentum, que tenían que mezclar en la eucaristía que ellos celebraban.

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138 El orden

Con más razón no hay misión, predicación ni cargo pas­toral fuera del obispo, como más arriba queda explicado (cap. II).

Dos fórmulas de san Ignacio de Antioquía resumen el ideal de los sacerdotes. Han de estar unidos al obispo «como las cuerdas con la lira»7 y la otra 8 :

Una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su sangre, un solo altar, así como no hay más c¡ue un solo obispo, juntamente con el colegio de los ancianos.

4. EL SACERDOCIO EN LA IGLESIA ES COLEGIAL

Por ser, en su conjunto, el sacramento del sacerdote único, Cristo, los presbíteros no menos que los obispos poseen un sacerdocio colegial. Este término significa una solidaridad en la responsabilidad, una comunidad profunda, el ejercicio común de ciertas funciones y, en fin, la anterioridad del colegio sobre los individuos que lo componen.

Respecto a los sacerdotes, esta colegialidad está señalada por el nombre colectivo, que los designaba en la primitiva Iglesia. Para san Ignacio y buen número de autores son el «colegio de los presbíteros», el presbytermm. También lo sub­raya la vida litúrgica. Ya hemos hablado de la concelebración; pero existe también la concelebración para la consagración de los santos óleos en la misa crismal del jueves santo, y, sobre todo, la imposición de manos, después del obispo, de todos los presbíteros sobre la cabeza de los ordenandos para el pres­biterado. La Tradición apostólica de Hipólito da de este último gesto la razón siguiente: «a causa del espíritu común y seme­jante del clero». Finalmente, el sínodo diocesano, que reúne periódicamente a los sacerdotes en torno de su obispo para puntualizar el trabajo pastoral, expresa de manera solemne la realidad cotidiana de un esfuerzo común del colegio de los sacerdotes 9.

Si, a la cabeza de cada Iglesia local, el obispo es único, como imagen de Cristo fundador y esposo de su Iglesia, los

7 Ad Eph. 4, 1 ; Padres apostólicos, p. 450. 8 Ad Pbilad. 4 ; ibid. p. 483. 9 CL el congreso de l'Union des Oeuvres en Versalles, 1956, sobre

«Pastorale, oeuvre commune».

Sacerdocio del obispo y de los presbíteros 139

obispos, sin embargo, forman también un colegio. Ya hemos dicho respecto de la jurisdicción (cap. II) que son sucesores de los apóstoles en conjunto y no individualmente, y en con­junto y no individualmente son infalibles. El concilio universal expresa de manera solemne este privilegio de los obispos; pero también en la vida diaria se ejerce una solidaridad que es muy profunda, y su manifestación litúrgica en la consagración de un obispo, cumplida no por uno solo (lo que bastaría para la validez) sino por tres obispos a lo menos. Al lado del consa­grante principal, los otros no son meros «asistentes», como se los llama de ordinario, sino verdaderos «co-consagrantes», que concelebran el acto esencial de la ordenación (const. apost. Episcopalis consecrationis, 30 noviembre 1944).

Sólo hay entre los obispos una Iglesia, un corazón y un alma... Sólo hay, por institución de Cristo, una Iglesia esparcida por todo el mundo en sus varios miembros, un episcopado único, representado por muchos obispos unidos entre sí... (San Cipriano, carta 66; cf. ML, 4, 409-412.)

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V

EL DIACONADO Y LAS ORDENES MENORES

Entre el diaconado y las órdenes menores hay distancia considerable, pues el primero es sacramento, y los otros, sacra­mentales instituidos por la Iglesia. Sin embargo, es interesante estudiarlas juntas, pues las órdenes menores son como prolon­gación del diaconado, algunas de cuyas funciones y ministerios asumen.

1. EL ORDEN DE LOS DIÁCONOS

CRISTO, «DIÁCONO»

El diácono, en el Nuevo Testamento, es el que sirve a la mesa (Le. 17, 8; Jn. 12, 2 ; Me. 1, 31 ; Mt. 4, 11) y, de manera más general, el que está al servicio de los otros por deber o por caridad (Le. 8, 3 ; Mt. 27, 55; Me. 15, 4 1 ; Mt. 25, 34-45).

Ahora bien, Jesús quiso presentarse como «diácono», como el que sirve. En la última cena, se ciñe una toalla y lava los pies a los apóstoles, y explica: «¿Quién es mayor, el que se recuesta en la mesa o el que sirve? ¿No es mayor el que se recuesta? Yo, empero, estoy entre vosotros, como el que sirve» (Le. 22, 27). Y en san Marcos, Jesús afirma: •

El efue entre vosotros quisiere hacerse el mayor, será servidor vuestro,-y el cjue entre vosotros cjuisiere ser grande, será vuestro esclavo. Y es así cjue el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos. (Me. 10, 43-45.)

INSTITUCIÓN DE LOS DIÁCONOS POR LOS APOSTÓLES

Desbordados por la amplitud de sus tareas, los apóstoles mandan designar a siete hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, y les imponen las manos para colocarlos al frente del servicio de tas mesas y poder así consagrarse ellos «a la

Diaconado y órdenes menores 141

oración y al ministerio de la palabra» (Act. 6, 1-6). Lejos de ser éste un servicio puramente material, auna en sí una función litúrgica y una misión de caridad x. Lo inaugura un signo sacra­mental y hasta se convierte en testimonio y evangelización, como lo vemos por el ejemplo de Esteban (Act. 6, 8-7, 60) y de Felipe (8, 5-40). El establecimiento de los diáconos forma en adelante parte de la organización de toda comunidad estable (cf. Filip. 1, 1; Tim. 3, 8-12). Según testimonio de san Clemente Romano o de san Ignacio de Antioquía, los diáconos consti­tuyen el tercer grado de la jerarquía, como lo afirmará la tradi­ción posterior con una unanimidad que ño conoce excepción.

EL DIACONADO, ORDEN SACRAMENTAL

El mismo gesto de la imposición de las manos ha sido empleado siempre, acompañado de la invocación del Espíritu Santo, para establecer a los diáconos, y él los constituye en la jerarquía de orden de institución divina (concilio de Trento, ef. D. 962; CIC can. 108, 3). Es consiguientemente un acto sacramental por el que se recibe al Espíritu Santo y se imprime un carácter que configura al diácono con Cristo servidor.

LAS FUNCIONES DE LOS DIÁCONOS

En la antigüedad y todavía ahora en oriente, las funciones de los diáconos son muy importantes. Si en el occidente mo­derno aparecen disminuidas, de hecho casi anuladas, es porque este orden se da casi exclusivamente a futuros sacerdotes y, por ende, a título de grado preparatorio. Pero las funciones, cum­plidas por los sacerdotes permanecen.

15 Servicio de la mesa eucarística: tradicionalmente, a los diáconos incumbía sobre todo el ministerio del vino eucarístico ; de ahí que, al desaparecer la comunión bajo las dos especies, ha quedado sin objeto esta función del diácono. Sin embargo, todavía hoy (can. 845), como en los días de san Justino mártir (i Apoí. c. 65 y 67), los diáconos son ministros de la eucaristía.

22 Servicio del obispo (y presbíteros). En la celebración litúrgica, los diáconos sirven al obispo en el altar. Del obispo,

1 Cf. Adalbert Hamman, Liturgie ct action sociale. Le diaconat aux premiers siceles, en LMD 36 (1953), p. 151-172.

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¡42 El orden

su ministerio se extendió también a los sacerdotes, aunque esto no se hizo siempre sin algunas protestas o discusiones, de que nos dan testimonio los concilios del siglo ív.

32 Dirección de la oración de la comunidad por medio de moniciones. Litúrgicamente, al diácono toca formar el lazo de unión entre el celebrante y el pueblo, advírtiéndole a éste de los diversos momentos de la ceremonia, dictándole las posturas, sugiriéndole las intenciones de la oración:

El diácono, volante del aliar al pueblo y del pueblo al altar, deberá, por una parte, hacerse semejante a un ángel y, por otra, convertirse en el santo animador de la acción sagrada, dando una sola alma a los fieles.

(Gogol, Divine Liturgie médiiée,.)?

42 Proclamación solemne del evangelio en la iglesia, y pre­dicación por delegación del obispo.

52 Ministerio del bautismo solemne (can. 741), según el ejemplo del diácono Felipe y de acuerdo con la tradición antigua.

62 Importantes funciones sociales y, sobre todo, adminis­trativas fueron ejercidas por los diáconos, bajo la autoridad del obispo, durante la antigüedad y la edad media.

2. EL ORDEN DE LOS SUBDIACONOS

Más arriba (cap. III), hemos tratado por menudo de este orden, que sólo en occidente vino a ser «orden sagrada» a par­tir del siglo xiii.

3. LAS ORDENES MENORES

Las órdenes menores han variado y varían aún en número según las iglesias locales. El oriente no ha conocido prác­ticamente más que dos: subdiáconos y lectores. En occidente, la presencia simultánea de todas las órdenes menores sólo se ha verificado, fuera de Roma, a partir de la edad media.

2 Trad. T. Belpaire, Amay-sur-Meúse 1934, p. 19. Cf. A. G. Marti-mort, «.Catéchése episcopales et «monitions diaconales», en LMD 17 (1949), p. 110-120.

Diaconado y órdenes menores ¡43

Actualmente, en la Iglesia latina, sólo se confieren a clérigos destinados al sacerdocio, y constituyen como grados ascen­dentes de preparación para el mismo. En la Iglesia antigua, por lo contrario, tenían bastante importancia, y se conferían para un servicio muy concreto de la comunidad, sin preocupación alguna de ascenso a un grado considerado como superior. No se trataba, por lo demás, de solas funciones cultuales, sino también de responsabilidades pastorales.

Los acólitos son los que siguen al diácono (acólito es pala­bra griega que significa acompañante), y constituyen una escolta de honor del celebrante y del evangelio, y a ellos incumbe el servicio del altar. Sus funciones han pasado a los monaguillos (llamados también acólitos) y, en las misas solemnes, a los clérigos mayores.

Los exorcistas desempeñaron un gran papel, mientras hubo adultos que se preparaban para el bautismo. Ellos ayudaban, en efecto, a los obispos y sacerdotes en la preparación de los catecúmenos. Su intervención litúrgica en los exorcismos pre-bautismales correspondía sin duda a su papel permanente, de suerte que pudiera verse su pervivencia en los catequistas, señaladamente en los países de misión.

La función de los lectores vuelve a recobrar actualmente su importancia, pues la palabra de Dios ha de ser proclamada de manera inteligible en la reunión de los fieles, y el papel de los lectores es estrictamente litúrgico. Si el celebrante hubiera de suplir su ausencia, se transformaría la fisonomía de la cele­bración. Los laicos pueden ejercer la función de lector.

En cuanto a los ostiarios (porteros) dan a la ceremonia un verdadero carácter de reunión litúrgica. Ellos convocan a los fieles al son de las campanas, ellos acogen a los que han de tomar parte en los sagrados misterios y, en caso de nece­sidad, apartan a los indignos y regulan los movimientos de la muchedumbre, particularmente para la comunión. Ellos, final­mente, tienen el cuidado y guardia del edificio, en que se celebran las reuniones para la oración.

El concilio de Trento quiso revalorar plenamente estas diver­sas funciones; admitió incluso que los obispos confieran la

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144 E¡ orden

ordenación a casados, si efectivamente la ejercían (sesión 23, decreto sobre la reforma disciplinar, cap. 11). La decisión del concilio quedó letra muerta, sin duda porque el impulso pasto­ral dado por el concilio no ha sido seguido con suficiente empeño en este terreno... como en tantos otros. APÉNDICE

RELIGIOSOS Y CLÉRIGOS

Es un hecho que 5e comparan frecuentemente sacerdotes y religiosos, vocación sacerdotal y vocación religiosa, tanto en el plano de la pedagogía elemental y de la opinión, como en el plano de la oración.

Esta comparación se explica por el hecho de que la recep­ción del orden exige una consagración definitiva de la vida, la renuncia al matrimonio, a las situaciones lucrativas y a las dedicaciones temporales. Por todo ello, el paso del hombre que se presenta a su obispo para la ordenación sacerdotal se asemeja al del hombre o la mujer que escoge de por vida la profesión religiosa. De una y otra parte es menester el mismo abandono gozoso de realidades terrenas buenas y santas, la misma generosidad del don de sí, la misma fe profunda, parejo dinamismo de la esperanza del advenimiento de Cristo.

Sin embargo, la comparación entraña grandes inconve­nientes. En primer lugar, desconoce una situación de hecho considerable, y es que hay religiosos que no son sacerdotes ni tienen vocación sacerdotal. Y hay sacerdotes que son reli­giosos y otros que no lo son, pues en el interior mismo del sacerdocio los caminos son diferentes (cf. CIC can. 107).

Pero, sobre todo, la comparación corre riesgo de crear una confusión doctrinal. La vida religiosa se sitúa en el plano de la perfección personal. De suyo se destina primeramente a laicos, que llevan una vida de trabajo y oración en la ciudad o en el desierto, dando testimonio de la ciudad celeste por el espec­táculo silencioso de su fraternidad y comunidad de bienes, como la primera comunidad descrita en los Hechos de los apóstoles (4, 32-35). El clérigo, por lo contrario, no busca la separación y la perfección por sí mismas, sino que es llevado a ellas por la lógica interna de las responsabilidades jerárquicas que se le confían. Lo que explica, por lo demás, que estos

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146 El orden

deberes o compromisos espirituales de los clérigos no apare­cieran como indispensables ni inmediatamente ni dondequiera. La vida religiosa es de libre elección: «Si quieres ser perfecto...»; PARTE 11 í el clérigo, empero, es elegido y designado por la Iglesia, sepa­rado de los laicos por el don gratuito de la ordenación o de la ^\^K^^r*l\r^r\ misión, aun cuando, de hecho, se hubiere presentado él mismo

LA I N I C I A C I Ó N C R I S T I A N A al obispo.

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B I B L I O G R A F Í A

1. Liturgia de la iniciación cristiana

Es imprescindible tener a mano los textos mismos de la liturgia: cuaresma, consagración de los santos óleos, bautismo de adultos y párvulos, vigilia pascual, confirmación, semana de pascua.

Para el aspecto histórico de los ritos pueden consultarse: P. París, L'initiation chrétienne, Beauchesne, París 1941. L. Duchesne, Origines du cuite chrétien, De Boccard, París 51925, p. 309-

360. L. Bouyer, Le baptéme et le mystére de Paques, en LMD 2 (1945), p. 29-51. J. Lécuyer, La priére consécratoire des eaux, en LMD 49 (1957), p. 71-95.

2. Catec¡uesis de los Padres

Tertuliano, De baptismo, ML 1, 1197-1224. San Ambrosio, De sacramentis, ML 16, 417-462. — De mysteriis, ML 16, 389-401. San Cirilo de Jerusalén, Las catec¡uesis, Aspas, Madrid 1945. San Zenón de Verona, Tractatus de Pascba, ML 11, 500-509. San Juan Crisóstomo, Huit catéchéses baptismales inédites, trad. Wenger,

Cerf, París 1957.

3. Sobre el bautismo

J. de Baciocchi, La vida sacramentaría de la Iglesia, p. 59-78. L. Beirnaert, Symbolisme myihigue de Veau dans le baptéme, en LMD 22

(1950), p. 94-120. M. Boismard, La typologie baptismaíe dans la I épitre de saint Pierre,

en LVS 416 (1956), p. 339-352. L. Bouyer, Le mystére pascal, Cerf, París *1956. F. Braun, Le baptéme d'aprés le IV evangile, en «Revue thomiste» 48

(1948), p. 347-393. J. Calle, Cuerpo místico de Cristo y carácter bautismal, en «Mise, com.»

27 (1957), p. 145-214. J. Daniélou, Traversée de la Mer Rouge et baptéme aux premiers siécles,

en «Rech. de se. reí.» 33 (1946), p. 402-430. — Le symbolisme des rites baptismairx, en «Dieu vivant» 1 (1945),

p. 17-43. — Déluge, baptéme, jugement, en «Dieu vivant» 8 (1947), p. 97-111. — Sacramentum futuri. Etudes sur les origines de la typologie bibligue,

Beauchesne, París 1950. — Bible et liturgie, Cerf, París 1952, p. 29-155. — Catéchése paséale et retour au paradis, en LMD 45 (1956), p. 99-119.

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150 La iniciación cristiana

H. Dondaine, Le ba'ptéme est-il encoré le sacrement de \a joi?, en LMD 6 (1946), p. 76-87.

A. Grail, La place du baptéme dans la doctrine de saint Paul, en LVS 82 (1950), p. 563-583.

J. Hild, Dimanche et vie paséale, Brepols, Turhgut 1949. J. Lécuyer, La jete du baptéme du Christ, en LVS 413 (1956), p. 31-44. A,. G. Martimort, Catéchése et catéchisme, en LMD 6 (1946), p. 37-48. A. Rétif, Qu'est-ce c¡ue le kérygme?, en «Nouv. Rev. Th.» 71 (1949),

p. 910-922. L. Richard, Le baptéme, incorporation visible a l'Eglise, en «Nouv. Rev.

Th.» 74 (1952), p. 485-492. H. Riesenfeld, La signiflcation du baptéme johannic¡ue, en «Dieu vivant» 13

(1949), p. 31-37. A. Roguet, Que signifient les engagements du baptéme et la projession

de /oí?, en Communion solennelle et projession de joi, Cerf, París 1952, p. 135-156.

O. Rousseau, La deséente aux enjers, fondement sotériologiijue du baptéme chrétien, en «Rech. de se. reí.» 40 (1952), p. 273-297.

J. Schmitt, Baptéme et communauté d'aprés la primitive pensée aposto­lice, en LMD 32 (1952), p. 53-73.

Además constantemente nos referiremos a las sesiones VI y Vil del concilio de Trento (D. 792fl-843; 857-873, y a santo Tomás en las cuestio­nes 66-71 de la tercera parte (véase el tomo XIII de la edición bilingüe, BAC, Madrid 1957, p. 158 s.), en donde se cita abundante bibliografía española.

4. Sobre la confirmación

LMD 54 (1958), constituye la mejor publicación sobre el tema, con artículos de Botte, Lécuyer, Van den Eynde, Camelot, etc.

P. Fransen, La .confirmación, en «Orbis catholicus» 2 (1959), p. 412-441. D. Greenstock, El problema de la confirmación, en «Ciencia tomista» 81

(1954), p. 201-240. A. G. Martimort, La confirmation, en Communion solennelle et projession

de joi, p. 159-201. Anciaux, Verheul, Rabau, Christo signati, Comité de pastoral litúrgica,

Malinas 1954.

5. Sobre la eucaristía como sacramento de iniciación

J. Daniélou, La catéchése eucharistiejue chez les Peres de l'Eglise, en La Messe et sa catéchése, Cerf, París 1947, p. 73-85.

— Baptéme, Pague, eucharistie, en Communion solennelle et projession de joi, p. 117-133.

M. Gaucheron, L'Eglise de France et la communion des enfants, Cerf, París 1952.

Todos los textos de los Padres que se citan se encuentran reunidos en la obra en dos tomos- Textos eucarísticos primitivos, edición bilingüe, preparada por el P. Jesús Solano, BAC, Madrid 1952 y 1954.

Para ser cristiano y formar parte de la Iglesia, hay cjue reci­bir la fe y el bautismo. Fe y bautismo, por lo demás, forman una unidad, hasta el punto de cjue el bautismo se llama «sacra­mento de la fe».

Pero no puede comprenderse el bautismo, sin otros dos sacramentos cjue van estrechamente unidos con él: la con­firmación y la eucaristía. La confirmación completa y acaba al bautismo! la eucaristía es la mesa familiar a cjue da acceso el bautismo. Sólo cuando el bautizado ha participado por vez primera de la misa y ha comulgado, «conoce todos los secretos del reino de los cielos» (Mt. i3, i i). Es un iniciado. (Los padres íatinos hablaron de iniciación y de iniciados por analogía con el vocabulario de las «religiones de misterios».)

El bautismo, la confirmación y eucaristía constituyen, juntos, la iniciación cristiana. Al adulto cjue es recibido en la Iglesia por el obispo mismo, se le administran los tres sacramentos durante una misma ceremonia. Tal es la regla de las iglesias de oriente aun para los párvulos, y tal fue la práctica universal en la antigüedad. Actualmente, en occidente, se ha separado legítimamente, para los párvulos, el bautismo de la confirmación y eucaristía, pero esta excepción no debe hacer olvidar la regla. Por eso la Iglesia Quiere cjue, apenas sean capaces, se dé cuanto antes y sin dilación a los niños la comunión y confir­mación. De ahí cjue convenga estudiar conjuntamente los tres sacramentos, aunejue distinguiendo cuidadosamente sus diver­sos ritos, su naturaleza y efectos propios.

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SECCIÓN I

EL B A U T I S M O

Apenas se entra en el estudio del bautismo, no puede uno menos de notar el lugar privilegiado que ocupa en el Nuevo Testamento, en los Padres y aun en la historia del arte.

Se ha conservado con singular cuidado el texto de las catecjuesis o instrucciones que daban a los que recibían el bau­tismo los grandes obispos de la antigüedad: san Ambrosio, san Agustín, san Zenón de Verona, san Gregorio de Nisa, san Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, san Juan Crisóstomo.

Los temas bíblicos que exponían los pastores en sus catc­quesis bautismales, se hallan grabados en las inscripciones fune­rarias, pintados sobre las paredes de las catacumbas romanas y de los baptisterios primitivos, esculpidos sobre los sarcófagos.

La liturgia bautismal misma, sobre todo, se desenvol­vió espléndidamente desde un principio. En el siglo iv está definitivamente constituida, sustancialmente idéntica en las varias iglesias, no obstante las diferencias de lengua y de cultura y semejante a la que vige actualmente. Esa liturgia ocupa el centro del año cristiano, que es la pascua, es el origen de la cuaresma y de la semana de pascua, y se despliega en etapas de preparación y en fiestas conmemorativas.

Nada hay en ello de sorprendente, como quiera que el bautismo funda e inaugura toda la vida cristiana. El es el tér­mino de una peregrinación a veces muy larga que ha conducido al hombre hasta Cristo, y contiene en germen todas las etapas ulteriores de la pascua del cristiano. La doctrina sobre los sacramentos y la gracia se ha elaborado en torno a los pro­blemas concernientes al bautismo. De la doctrina del bautismo deriva la mística. En todas las épocas de la Iglesia, el resur­gir de la vida religiosa y apostólica ha ido precedido de una mejor comprensión del bautismo.

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I

EL LUGAR DEL BAUTISMO EN LOS ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO

1. EL BAUTISMO EN LOS HECHOS DE LOS APOSTÓLES

El bautismo és uno de los aspectos en que más insiste el libro de los Hechos de los apóstoles. Desde Pentecostés y las primeras manifestaciones de la Iglesia, los que creen en la palabra de los apóstoles, reciben el bautismo:

Oídole cjue hubieron, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles-. «Hermanos, icjué tenemos (fue hacer'}» Y Pedro les contestó: «Arrepentios y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, a fin de cjue se os perdonen vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo...-» Así pues, cuantos recibieron su palabra, se bautizaron, y fueron agregados acjuel día más de tres mil almas.

(Act. 2, 37-41.)

Así será en adelante después de cada anuncio del mensaje: después de la curación del cojo del templo (4, 4), con ocasión de las predicaciones de Felipe en Samaría (8, 12-17). Unas veces se nos describen conversiones en masa, casi anónimas (18, 8); a veces iniciaciones individuales, importantes por la orientación que imprimen al porvenir de la Iglesia: la del eunuco de Etiopía (8,- 26), la de Pablo, bautizado en Damasco (9, 18), la-de Cornelio (10, 47-48), la de Lidia y su casa (16, 14-15), la del carcelero y los suyos (16, 29-33).

2. EL MANDATO DADO POR CRISTO

Los apóstoles y sus colaboradores no hacían en esto sino cumplir a la letra la misión que les diera Jesús resucitado:

Marchad, pues, y haced discípulos míos a todos los pueblos, bautizán­dolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles. a guardar todo lo cjue yo os he mandado. (Mat. 28, 19-20.)

El bautismo en el Nuevo Testamento 155

Marchad por todo el mundo y pregonad la buena nueva a toda la creación. El c\ue creyere y se bautizare, se salvará, el cjue no creyere se condenará. (Me. 16, 15-16.)

3. EL BAUTISMO DE JESÚS Y EL DE JUAN

La palabra «bautizar» no se explica nunca en los diversos textos del evangelio y de los Hechos. Realmente, no había necesidad de explicar un gesto bíblico —Naamán se bañó (baptizesthai), por orden de Eliseo, siete veces en el Jordán y quedó curado de la lepra (4 Re. 5, 10) —.; un gesto, sobre todo, que había sido ya practicado por Juan Bautista y sus discípulos a orillas del mismo Jordán, al borde del desierto.

a) Entre el bautismo instituido por Cristo y el bautismo de Juan, las semejanzas y continuidad son llamativas. Ni en uno ni en otro es este gesto un paso aislado:

— no son gentes que se bañan, como lo hizo Naamán, o como lo practicaban las sectas judías sacadas recientemente a luz por los documentos de Qumrán, sino que bautiza Juan y bautizan los apóstoles. Se da la intervención de un hombre que obra como enviado de Dios;

— el bautismo de Juan y el de Jesús se dan tras la procla­mación de un mensaje divino, que anuncia los tiempos mesiá-nicos y el juicio (Le. 3, 3-9; Mt. 3, 1-12; Me. 1, 1-3).

La continuidad es subrayada por el hecho de que Jesús mismo quiso recibir el bautismo de Juan, Jesús o sus discípulos bautizaron también, al comienzo de la predicación evangélica, apareciendo así como en competencia con Juan (Jn. 3, 22-26; 4, 1-3).

b) Sin embargo, el bautismo dado por mandato de Jesús a partir de Pentecostés, no es el bautismo de Juan. La diferencia es tan grande que los apóstoles hacen bautizar de nuevo a los que han recibido el bautismo de Juan (Act. 19, 1-7). Si el gesto es idéntico, si la obra de Juan prepara la de Cristo, Juan mismo confiesa haberse producido un cambio profundo: «Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Me. 1, 8; etc.). El bautismo cristiano no sólo inaugura la conversión, sino que la produce, porque Jesús ha muerto y resu-

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156 La iniciación cristiana

citado. El don del Espíritu Santo -opera una transformación radical del hombre, un nuevo nacimiento. El bautismo cristiano, en fin, supone la revelación del misterio de la Trinidad, a la que se responde por la fe.

Así pues, por Juan Bautista, Jesús pone a par de manifiesto su estrecho enlace con el Antiguo Testamento que El vino a cumplir y perfeccionar, y la novedad inesperada de su obra, ante la cual el Antiguo Testamento y Juan no pasan de figuras y preparaciones1.

4. EL BAUTISMO EN LAS CARTAS DE SAN PABLO

San Pablo dirije sus cartas a comunidades de bautizados, en el fervor aún de su iniciación reciente. De ahí que el bau­tismo ocupe en ellas un lugar primordial, hasta el punto de que influye sobre el pensamiento de Pablo aun en el caso de no mencionarlo expresamente.

Los textos más fundamentales son: Gal. 2-5; Rom. 6-8; 1 Cor. 6, 11; 10-12; Col. 2-3; Ef. 1-5; Tit. 3, 3-7. Pronto vol­veremos sobre ellos (cap. III). Notemos «quí solamente que san Pablo inserta siempre el bautismo en la perspectiva del conjunto de la economía de ía salud. Para él, es la entrada en el misterio de Cristo, prefigurado en el Antiguo Testamento y realizado por la cruz y la resurrección. Es la inauguración de una vida que, oculta ahora, aparecerá cuando vuelva Cristo y debe, entre tanto, manifestarse por un esfuerzo espiritual constante. Es la entrada en un pueblo nuevo, que no entraña ya la diferencia entre griegos y judíos, esclavos y libres, un pueblo de familiares e hijos de Dios y conciudadanos de los santos. Si el apóstol no describe más que por alusiones y remi­niscencias la liturgia bautismal, la doctrina e imágenes bíblicas que propone fecundarán la evolución ulterior de los ritos2.

1 Cf. J. Schmítt, Baptéme et tommunauté dans la primitive pensée apostolice, en LMD 32 (1952), p. 53-73); y J. Delorme, La praticjue du baptéme dans le judaisme conttmporain des origines chrétiennes, en «Lu-miére et vie» 26 (1956), p. 165-204.

2 Véase sobre todo A. Grail, La place du baptéme dans la doctrine de saint Paul, en LVS 82 (1950), p. 563-583.

El bautismo en el Nuevo Testamento 157

5. LA PRIMERA CARTA DE SAN PEDRO

La primera carta de san Pedro que, en los últimos años, ha sido objeto de importantes estudios, comienza por una ver­dadera homilía bautismal tejida de alusiones al tema del Éxodo y de la alianza del Sinaí (1-4). Ahora bien, lejos de ser aisladas, las perspectivas presentadas en esta carta corresponden a las que hallamos en los escritos de Pablo y Juan, hasta el punto de que se ha sugerido que debían fundarse en la liturgia de la primera generación cristiana. Por lo menos concurren a una idéntica inteligencia bíblica del bautismo 3.

6. LOS ESCRITOS JOANICOS

En el evangelio de san Juan, los sacramentos del bautismo y de la eucaristía determinan la elección y esclarecimiento de muchos hechos y palabras de Cristo.

La conversación con Nicodemo (cap. 3) es para el bautismo lo que el discurso después de la multiplicación de los panes para la eucaristía: «El que no renaciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.» Pero las palabras son explicadas por el tema del agua viva que se repite continua­mente: conversación con la samaritana (4, 7-15), fiesta de los tabernáculos (7, 37-39), y sobre todo, por los gestos de Cristo: su bautismo de manos de Juan (1, 29-34), la curación del paralítico de Bethesda (5, 1-9) y del ciego de nacimiento (9, 1-38). Sobre el Calvario, del costado taladrado de Cristo manan sangre y agua (19, 34-35), en que la tradición ha visto con razón los signos de la eucaristía y del bautismo.

La primera carta y el Apocalipsis presentan alusiones más discretas al bautismo; sin embargo, es fácil distinguirlas bajo los símbolos (1 Jn. 3, 1-11; 5, 6-8; Apoc. 7, 17; 21, 6; 22, 1, 17; etc.).

3 M. Boismard, Une liturgie baptismak dans la i Petri..., en «Revue biblique» 2 (1956), p. 182-208; del mismo: La typoíogie baptismak dans la premiére épitre de saint Pierre, en LVS 416 (1956), p. 339-352.

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II

LOS RITOS DEL BAUTISMO A LA LUZ DE LA HISTORIA

Cuando recorremos, en el ritual romano, el capítulo con­sagrado al bautismo, comprobamos primeramente la existencia de un doble formulario, uno destinado a los párvulos, otro a los adultos; pero la diferencia está solamente en que el primero es prácticamente una abreviatura del segundo. Esta observación nos invita a una conclusión capital desde el punto de vista pedagógico: sólo se llegará a la plena inteligencia par­tiendo del bautismo de tos adultos, no del de los párvulos. La Iglesia se construye en primer término por conversiones de adultos, y los niños sólo son recibidos con ellos o des­pués de ellos. La adaptación de los ritos a la iniciación de los niños planteó a la conciencia teológica de los padres de la Iglesia problemas muy difíciles, que hicieron ciertamente des­cubrir más y más las riquezas del don de Dios, pero que sub­rayan la necesidad de que la Iglesia supla las impotencias del niño. Una comunidad que no tuviera la experiencia de los adultos que reciben el bautismo en su seno, perdería progre­sivamente el verdadero sentido del bautismo; tanto, por lo de más, como una misión en que no se bautizara a los niños de los cristianos.

La segunda observación que sugiere el ritual es que los numerosos ritos que constituyen la liturgia del bautismo están separados por cambios de lugar. Este sacramento se administra como caminando: ante Id puerta de la iglesia, en el interior, yendo hacia el baptisterio, ante la puerta del baptisterio, en el interior del baptisterio. Este caminar sugiere etapas. Y estas etapas existieron efectivamente en el pasado. Sólo desapare­cieron en la época en que la cristiandad no tenía ya adultos que iniciar y se espera su restablecimiento allí donde se hallan numerosos catecúmenos1.

1 J. Christiaens, Le rituel du catéchuménat, en «Revue du clergc africain», julio 1956.

Los ritos del bautismo a la luz de la historia • /59„

1. EL CATECUMENADO

El Directorio para la pastoral de los sacramentos (núm. 27) exige un mínimo de tres meses de preparación para un adulto que pide el bautismo. Este plazo es más largo én los territorios de misión, en que alcanza hasta cuatro años..

Se llama catecúmeno al que se prepara así para el bautismo. Aun cuando no tenga aún derecho de participar en los sacra­mentos, la Iglesia lo admite ya a algunas de sus reuniones de oración y le reconoce ciertos derechos (can. 1.239, 1.249, 1.152).

Es cierto que, en los primeros días de la Iglesia, la iniciación cristiana se llevaba a cabo de manera expeditiva, como el día de Pentecostés (Act. 2, 37-41) o en el caso del eunuco etíope (Act. 8, 36-38). Pero una vez que las entradas en la Iglesia se hicieron numerosas y, sobre todo, después de las caídas provocadas por la persecución, fue menester organizar este largo tiempo de preparación y prueba, el catecumenado, que, en sus grandes líneas, se observa aún actualmente y permite instruir al candidato, darle a conocer la vida comunitaria de la Iglesia, iniciarlo en la oración, ayudarle en el cambio de vida y en la penitencia, asegurarse de la sinceridad y seriedad del paso que da, y despertarle la conciencia de los compromisos bautismales que va a contraer.

La entrada en el catecumenado iba acompañada de gestos y oraciones que, actualmente, en el rito seguido del bautismo, se sumplen en la puerta de la Iglesia:

a) Proclamación del mensaje. Pedir el bautismo es prime­ramente pedir la fe. Esta es la respuesta a la buena nueva traída por los mensajeros que Dios envía. Este primer mensaje (kerygma), esencial a la predicación de los apóstoles en el libro de los Hechos 2, ha sido analizado en toda su profun­didad por san Agustín 3. En el ritual actual se reduce a algunas frases y a un diálogo.

2 A. Rétif, Qu'est-ce due le kérytime?, p. 910-922; del mismo: Foi au Cbrist et Mission, Cerf, París.

3 San Agustín, De catecbizandis rudibus, ML 40, 309-348.

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¡60 La iniciación cristiana

b) Gesto del soplo. Evocando la primera creación del hombre, el sacerdote sopla sobre el candidato: «Recibe al Espíritu Santo por este soplo...»; pero el soplo de Dios pone también en fuga al espíritu impuro: «Apártate, espíritu impuro, y da lugar al Espíritu Santo Paráclito.»

c) El signo de la cruz.' Este gesto se hacía primeramente sobre la frente. Actualmente se repite sobre los ojos, los oídos, las narices, los labios, el pecho y las espaldas y va acompañado de fórmulas admirables. El señala el primer toque de Cristo sobre el que desea entrar en su ejército y militar bajo su bandera.,.

d) El gusto de la sal. No pudiendo dar aún al candidato la comida celeste de la eucaristía, que se reserva a los bauti­zados, el sacerdote le da a gustar un poco de sal en señal de hospitalidad. Condimento destinado a asegurar el sabor y la conservación de los alimentos, evoca la sabiduría que Dios da con la fe.

2. LA PREPARACIÓN DEL BAUTISMO DURANTE LA CUARESMA

Después de años o, por lo menos, de meses de catecume-nado, el candidato, admitido al bautismo para la próxima noche pascual, era preparado para él por medio de reuniones de ora­ción y ejercicios intensivos, que forman el elemento más impor­tante de la cuaresma.

IOS «ESCRUTINIOS* Y LOS EXORCISMOS

La reunión o sinaxis litúrgica, durante tres domingos de cuaresma, estaba dominada por la preparación comunitaria de los candidatos: los escrutinios. Averiguación atenta y prue­ba de la rectitud de su paso, oración por ellos y por sus padrinos, estos ejercicios se señalan sobre todo por la elección de las lecturas bíblicas que en ellos se hacen y por el rito de los exorcismos.

Las lecturas bíblicas tenían por fin reavivar en los cristianos el sentido profundo de su bautismo. Actualmente no se leen en sus fechas primitivas, pero se reconocen fácilmente en otros días de la cuaresma romana:

Los ritos del bautismo a la luz de la historia ¡óf

I. Evangelio de la samaritana (Jn. 4, 6-42), al que corres­ponde el episodio del agua milagrosa de Meribá (Núm. 20, 1-13).

II. Evangelio «de Abrahán» (Jn. 8, 12-59), al que res­ponde Isaías 49, 8-15.

III. Evangelio del ciego de nacimiento (Jn. 9, 1-38), pre­cedido de Isaías 1, 16-19.

Cuando se releen estos diversos textos en la perspectiva de la preparación bautismal, es fácil comprender la razón de su elección: la fuente bautismal, agua viva ofrecida por el Señor, es a par gracia de curación. La fe y el bautismo aparecen así indisolublemente unidos.

En cada una de estas reuniones, los catecúmenos son objeto de un tratamiento especial, los exorcismos. Se trata de oracio­nes, acompañadas del gesto de la imposición de manos, ora­ciones diferentes para hombres o mujeres4. Todas terminan por una conjuración imperativa al diablo:

Reconoce, diablo maldito, tu justa condenación, y honra a Dios, al Dios vivo y verdadero¡ honra a Jesucristo, su Hijo, y al Espíritu Santo, y apár­tate de este siervo de Dios, a (futen Jesucristo, Dios y Señor nuestro, se ha dignado llamar a sí, a su santa gracia y bendición, y a la fuente del bautismo.

Los exorcismos no tienen precisamente por fijn' expulsar al demonio, como lo expulsaba Jesús del cuerpo de los posesos. Miram al porvenir tanto como al pasado, y se insertan en el esfuerzo, inaugurado en el catecumenado, pero que habrá de durar toda la vida, de lucha contra el pecado. Esta lucha no es un simple combate sicológico, sino que enfrenta a Dios y a Satanás. El demonio disputa las almas a Dios, como tentó a Jesús en el desierto (cf. evangelio del primer domingo de cuaresma, Mt. 4, 1-11; y el del tercer domingo de la liturgia actual, Le. 11, 14-28).

He aquí por lo demás cómo comenta san Agustín los exorcismos:

Lo cjue nosotros hemos comenzado por las conjuraciones hechas en nombre de vuestro redentor, acabadlo vosotros por el examen profundo de

4 Con la sola excepción de la oración Deus immortale praesidium, que es reciente, son los formularios que se hallan siempre en el ritual del bautismo de los adultos.

i i

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162 La iniciación cristiana

vuestro corazón. Nosotros luchamos por medio de nuestras oraciones y de los exorcismos contra ias astucias de este viejo enemigo, vosotros, por vuestra parte, habéis de perseverar en la oración y en la contrición de corazón...

(Sermón 216; ML 38, 1.076-1.083.)

LA ENTREGA DEL SÍMBOLO, DEL PADRENUESTRO, DE LOS EVANGELIOS Y SU CATEQUESIS

El último domingo de cuaresma presentaba el bautismo como un milagro de resurrección. Se leía el evangelio de la resurrección de Lázaro (Jn. 11, 1-45), precedido del relato de la resurrección del hijo de la viuda por Elias (3 Re. 17, 17-24). Pero era también el día en que, en Roma, se entregaba al catecúmeno el depósito íntegro de la fe: el símbolo (llamado de los apóstoles, que es siempre presentado en el bautismo), el padrenuestro y los evangelios. El obispo comentaba el credo, artículo por artículo, y el padrenuestro, petición por petición; luego hacía una homilía sobre cada uno de los evangelios. En las iglesias de oriente, señaladamente en Jerusalén, se des­arrollaba más el comentario del símbolo, escalonándose sobre quince días y más, a razón de artículo por día. La lectura de la catcquesis de los padres pone, sin embargo, de manifiesto hasta qué punto difería de nuestros catecismos modernos 5. Los can­didatos tenían que aprender de memoria el texto del credo y del padrenuestro, y recitarlo antes de su bautismo, precau­ción tanto más necesaria cuanto estaba rigurosamente prohi­bido «entregarlos» a los no cristianos.

La entrega del símbolo y del padrenuestro se ha conservado en nuestra liturgia bautismal, mientras la presentación de los evangelios sólo ha dejado un recuerdo: la oración por la que se concluía. Era/ sin embargo, uno de los ritos más impresio­nantes de la iniciación, rica en alcance pedagógico y espiritual6.

3. LA CONSAGRACIÓN DEL CRISMA EL JUEVES SANTO

Durante la última misa que precede la noche de pascua, el jueves santo, el obispo, rodeado de todo su clero, consagra

5 A. G. Martimort, Catéchése et catécbisme, en LMD 6 (1946), p. 37-38.

6 Véase la admirable página de L. Duchesme, Origines du cuite cbrétien, 51920, p.. 320.

Los ritos del bautismo a la luz de la historia 163

los santos óleos, el «crisma», y bendice el óleo de los exorcis­mos, destinados principalmente a la iniciación cristiana. La re­forma litúrgica de la semana santa ha devuelto todo su esplen­dor a este importante rito. Es de notar que el prefacio de la misa, lo mismo que el prefacio consecratorio del crisma, está casi exclusivamente orientado a la meditación del carácter bautismal, cuyo signo será la unción. Es, pues, muy importante para una pedagogía auténticamente cristiana que estos textos sean conocidos, comentados y, sobre todo, meditados. Todo cristiano debe hacer, por lo menos una vez en su vida, la pere­grinación a la catedral, a fin de tomar parte en la misa crismal del jueves santo.

4. LOS ÚLTIMOS GESTOS DE LA PREPARACIÓN BAUTISMAL

Los ritos que tienen actualmente lugar ante la puerta del baptisterio son la última preparación bautismal. En Jerusalén, se practicaban inmediatamente antes de la inmersión, en el vestíbulo del baptisterio; en Roma, se cumplían el sábado santo por la mañana (día en que no se celebra la eucaristía). Estos ritos son:

a) El último exorcismo

Este muestra en el bautismo el cumplimiento del juicio de Dios contra Satanás (cf. p. 174).

b) El «Ephpheia»

El sacerdote toma con el pulgar saliva de su boca y toca los oídos y las fosas nasales de los catecúmenos diciendo: «Ephpheta, es decir, ábrete.» Gesto y palabras repiten la escena de la curación del sordomudo (Me. 7, 31-37). Por la fe, Cristo abre nuestros oídos a la palabra de Dios, y da a nuestra boca poder de cantar sus alabanzas 7.

7 San Ambrosio notaba ya que el gesto había sufrido una deforma­ción, puesto que Jesús había tocado los labios, no las fosas nasales del sordomudo (De sacramentis 1, y De mysteriis 1, 2; cf. ML 16, 417 ss. y 389). Es sin duda que hubo confusión con un exorcismo sobre los cinco sentidos.

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164 La iniciación cristiana

c) La triple renuncia a Satanás y la unción con el óleo de los catecúmenos

Por tres veces, el candidato ha de renunciar a Satanás. A esta triple renuncia corresponderá la triple profesión de fe que acompañará la inmersión en el agua. En oriente, las dos series de interrogaciones estaban aún más próximas. Los cate­cúmenos, vueltos hacia poniente, expresaban la renuncia al diablo, luego se volvían del lado del sol naciente para pro­clamar su fe. De este modo se significaba el giro en redondo, la conversión que exige el bautismo. La fórmula de renuncia ha variado poco desde el siglo ur. ¿Renuncias a Satanás? — Renuncio. — ¿ Y a todas sus obras? —Renuncio. —¿Y a todas sus pompas? —Renuncio.» Una moderna traducción: «y a todas sus seducciones» debiera sustituir a la arcaica: «y a todas sus pompas», que es mero calco del latín (et ómnibus pompis eius) y del griego. Eco del Nuevo Testamento — «Des­echemos las obras de las tinieblas» (Rom. 13, 12); «El Hijo de Dios apareció para destruir las obras del diablo, el que comete el pecado es el diablo» (1 Jn. 3, 8) — y hasta del Antiguo — «las obras» o tareas impuestas por el faraón (Ex. 5, 3-4) —, esta fórmula significa que el hombre se libera de la servidumbre del demonio y del pecado, de Satanás y de su culto o fiestas, es decir, de la idolatría8.

Lo mismo que la triple profesión de fe acompañará al baño bautismal, la triple renuncia a Satanás va también ligada a un gesto: la unción con el óleo de los catecúmenos o el óleo del exorcismo. Hoy día es un gesto muy restringido. El sacerdote, con el pulgar derecho mojado en óleo, traza una cruz en el pecho y entre los hombros de los candidatos. Así reducida, la unción pierde mucho de su significación. Antaño, los can­didatos, quitándose todos los vestidos se presentaban com­pletamente desnudos para ser frotados con óleo en todo el cuerpo. La desnudez y la unción evocaban entonces la última preparación del atleta para la lucha, dando así a entender que el bautismo es la entrada en la arena o estadio, la iniciación

8 Cf. el excelente artículo de M. Boismard, Je renonce a Satán, á ses pompes et a ses oeuvres, en «Lumiére et vie», marzo 1956, p. 249-254; y el más técnico de J. H. Waszink, Pompa diaboli, en «Vigiliae christianae» 1 (1947),' p. 13-41.

Los ritos del bautismo a ia luz de la historia 165

de un combate, de una dura competición (cf. 1 Cor. 9, 24-27; Filip. 3, 12-14; 2 Tim. 4, 7-8; Sant. 1, 12).

Has sido ungido —dice san Ambrosio— como un atleta de Cristo, como si jueras a entablar una lucha de este mundo, has hecho profesión de entrar en combate. El (fue lucha sabe lo cfue puede esperar-, donde hay combate, hay corona. Luchas en el mundo, pero eres coronado por Cristo...

(De sacramentis 2, 2, 4; MI 16, 425.)

5. LA VIGILIA PASCUAL

En la primitiva Iglesia, el bautismo se administraba durante la vigilia pascual y, aún hoy día, esta regla vige, fuera del peligro de muerte, para los adultos. Y es así que todo el rito de la noche santa se destina a cantar el bautismo tanto como la pascua de Cristo, más bien, a presentar, como las dos caras de una misma realidad, el misterio de Cristo y la iniciación cristiana.

Los catecúmenos velan, con la comunidad entera, espe­rando el bautismo y se preparan para él por medio, de la meditación de lecciones bíblicas, por cánticos del Antiguo Tes­tamento y oraciones. El número de estas lecciones ha variado según las iglesias y las épocas. Siempre se da, sin embargo, el relato de la creación (Gen. 1, 1-2, 2), el sacrificio de Abra-hán (Gen. 22), la salida de Egipto con el cántico de Moisés (Ex. 14-15) y frecuentemente se halla también la renovación de la alianza con el cántico del Deuteronomio (Deut. 31, 22-32), la profecía del resto que se salva (Is. 4) con el cántico de la viña (Is. 5) y la visión de los huesos que reviven (Ez. 37, 1-14). La liturgia romana actual sólo incluye cuatro lecciones con los tres cánticos. La significación sugerida por las oraciones que sirven para meditarlas, es claramente bautismal9.

La oración se termina por el salmo 41, oración bautismal por excelencia:

Como la cierva brama por las corrientes de agua viva, así mi alma, Dios mío, a ti te anhela.

9 El motivo que ha dirigido la elección de estos textos aparecerá fácilmente en el capítulo siguiente. Cf. para más pormenores J. Daniélou, Lectures et canticjues, en LMD 26 (1951), p. 34-40.

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166 La iniciación cristiana

6. LA CONSAGRACIÓN DEL AGUA

El agua destinada al bautismo recibe una consagración so­lemne, que empieza, como todos los grandes actos de la liturgia, por una fórmula eucarística. Esta consagración no es esencial, pues en caso de necesidad puede bautizarse con agua ordinaria. Sin embargo, la importancia de la oración consecratoria es muy grande, como quiera que desenvuelve el simbolismo bíblico del agua y permite así ahondar en las riquezas del bautismo cristiano. Los temas que evoca se fundan en la catequesis apos­tólica, y su síntesis no ha variado desde el tratado De baptismo de Tertuliano, hasta el punto de que ha de reconocerse en ellos la preciosa herencia de las primeras generaciones cristianas 10.

Después de la consagración, se echan en el agua algunas gotas del santo crisma (y también del óleo de Tos catecúmenos). Este gesto, que antaño tenía simplemente por objeto perfumar el agua, se ha convertido en el signo de la unión con el obispo de todos los baptisterios de la diócesis. Si los sacerdotes y diá­conos bautizan, es sólo por misión y en lugar del obispo.

• 7. LA PROFESIÓN DE FE Y EL BAÑO BAUTISMAL

Actualmente, en la mayoría de las iglesias de rito latino, se bautiza derramando tres veces agua sobre la cabeza del bauti­zando, a par que se dice: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.» Pero antes de la ablu­ción bautismal, el candidato ha de hacer profesión de fe:

— ¿ Crees en Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra ? — Creo. — ¿ Crees en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, (¡ue nació

y padeció! — Creo. — i Crees en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión

de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna'!

— Creo.

iO El cap. III que seguirá, será como el comentario del prefacio con-secratorio del agua, pero sería necesario haberlo antes leído y analizado. Cf. el artículo fundamental de J. Lécuyer, La priére consécratoire des eaux, en LMD 49 (1947), p. 71-95.

Los ritos del bautismo a la luz de la historia 167

Este modo de bautizar difiere de la forma antigua en dos puntos importantes. Se ha perdido casi por todas partes en occidente la práctica de la inmersión tradicional. Los baptis­terios antiguos eran verdaderas piscinas, donde corría agua tibia y perfumada y a las que bajaba el candidato después de quitarse todas sus ropas y alhajas. La desnudez absoluta, la bajada al agua, la inmersión y la subida eran para los padres de la Iglesia símbolos bíblicos y paulinos muy cargados de sentido. No pueden comprenderse sus exposiciones — ni si­quiera las cartas de san Pablo — si no se tiene presente que el bautismo se daba por inmersión. Pero —y ésta es otra diferencia importante — la profesión de fe no era rito distinto de la inmersión ni la precedía. Las preguntas hechas por el ministro y las respuestas del candidato eran las solas palabras que acompañaban el gesto. El diálogo tenía lugar cuando el candidato estaba ya en la piscina y, después de cada una de las tres respuestas, el ministro lo sumergía enteramente. La invo­cación trinitaria, necesaria para el bautismo, era la proclama­ción de la fe de la Iglesia en la Trinidad, fe propuesta al catecúmeno, aceptada y profesada por él. Así aparecía brillan­temente que el bautismo es el «sacramento de la fe», según la bella fórmula 'de los padres y de santo Tomás.

8. LA UNCIÓN, LA VESTIDURA BLANCA Y LA LUZ

Inmediatamente después de la inmersión o de la infusión, el nuevo bautizado o neófito (planta nueva) recibe sobre la cabeza una unción con el santo crisma. Este signo no es nece­sario para la validez del sacramento, pero expresa uno de sus principales efectos, que es la identificación con Cristo (cf. infra, p. 180). Si el gesto no es explicado por la palabra que lo acompaña, es porque toda la misa crismal del jueves santo le ha dado su sentido.

Seguidamente, los neófitos son vestidos de ropas blancas, gesto que, en nuestros días, se reduce e incluso desfigura tan a menudo; cuando se practicaba el bautismo por inmersión,, los antiguos vestidos, dejados a la entrada de la piscina, no se volvían a tomar. Todo era, pues, nuevo, hasta los vesti­dos, para el neófito. Como veremos más adelante (p. 184), el

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168 La iniciación cristiana

color blanco, que no era insólito en el uso de la ciudad, fue escogido por su significación bíblica. Toda la semana de pascua, los neófitos' volvían diariamente a la sinaxis, con sus vestiduras blancas, que no se quitaban hasta el sábado. Final­mente, se entrega a los nuevos bautizados una vela encendida (en la reunión de la vigilia sólo los catecúmenos no la tenían aún).

9. DESPUÉS DEL BAUTISMO: CONFIRMACIÓN, EUCARISTÍA

Si los nuevos bautizados son adultos y se halla presente el obispo, recibían inmediatamente el sacramento de la con­firmación. Seguidamente se celebra la misa en la que comulgan por vez primera los neófitos adultos. Nótese muy particular­mente el sentido que adquiere la epístola de la misa pascual (Col. 3, 1-4) de hallarse presentes nuevos bautizados. Lo mis­mo el tracto: «Alabad al Señor todas las naciones...»

Después de su primera comunión, se presentaba a los neó­fitos de la antigüedad una bebida de leche y miel. Bautizados, nutridos de la eucaristía, están ya en posesión de la tierra prometida, «que mana leche y miel» (Ex. 3, 8; Is. 7, 77).

III

ENSAYO DE SÍNTESIS BÍBLICA Y LITÚRGICA

La Biblia y la liturgia se conciertan estrechamente para presentamos, en términos concretos y figurarlos, la extraordi­naria riqueza del bautismo cristiano: el .agya, la invocación de la Trinidad, la unción con el crisma, el aceite del combate, las vestiduras blancas. Partiendo de estos signos, vividos por los cristianos, los padres de la Iglesia, siguiendo al Nuevo Testa­mento, descubren toda la doctrina.

1. EL BAÑO QUE LAVA, LIMPIA Y CURA

La primera significación del agua, la que viene a la mente sin buscarla, es la de limpieza. El agua lava los cuerpos, disuelve las suciedades. El baño es ante todo exigencia de limpieza. Ahora bien, la Biblia nos hace descubrir las manchas del alma, y desear un agua capaz de purificarnos:

Ac¡uel día habrá una juente abierta para ía casa de David y para los habitantes de Jerusaíén, para ía purificación del pecado y la inmundicia.

(Zac. 13, 1.)

Yo os rociaré con aguas puras y os purificaré de todas vuestras inmun­dicias, de todos vuestros ídolos y os daré corazón nuevo y espíritu nuevo...

(Ez. 36, 25 s.)

Hacia el mismo deseo, y con mayor precisión aún, nos orienta el milagro de la curación de Naamán (4 Re. 5). Se trata de un pagano, que no es hijo de Abrahán, y el acto de Elíseo con él será interpretado por Jesús como un signo del llama­miento de los gentiles a la salud (Le. 4, 27). Es leproso, enfer­medad a que tan a menudo comparan los padres el pecado; se escandaliza de lo corriente del remedio que se le propone: lavarse en el Jordán, siendo así que hay en su país ríos más hermosos; obedece, sin embargo, y su carne «se torna limpia

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170 La iniciación cristiana

como la de un niño». Se comprende así la complacencia con que las catequesis patrísticas comentan este episodio en función del bautismo1.

El bautismo cristiano responde a la expectación de los profetas.' Es un agua que lava y purifica de los pecados. Cree­mos «en un solo bautismo para la remisión de los pecados».

Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella, a fin de santificaría, una vez purificada por ei lavatorio del agua en la palabra, y presentarse a sí mismo una Iglesia gloriosa, sin mácula ni arruga, ni cosa semejante, sino (fue sea santa y sin tacha. (Ef. 5, 26-27.-)

¿Es cfue no sabéis cjue los inicuos no heredarán el reino de Dios? No os engañéis: ni impúdicos, ni idólatras, ni adúlteros, ni muelles, ni per­vertidos, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni pendencieros, ni rapaces, heredarán el retno de Dios. Y eso fuisteis algunos, pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo_ y en el Espíritu de nuestro Dios. (1 Cor. 6, 9-11.)

Acerquémonos con corazón sincero, en plenitud de fe, rociados nuestros corazones de toda mala conciencia, y lavado nuestro cuerpo con agua pura.

(Hebr. 10, 22.)

Añadamos, para ser completos, que los padres han visto el efecto del bautismo simbolizado por Jesús, cuando curó a un paralítico junto al agua milagrosa de la piscina de Bethesda (Jn. 5, 1-14) 2.

Este efecto es tan esencial al bautismo, que san Agustín, para probar la existencia del pecado original, argumento del hecho de que la Iglesia ha bautizado siempre a los niños pequeños, incapaces de pecados personales. El bautismo es, consiguientemente, efecto y prueba de la misericordia de Dios 3. Pero la purificación de las manchas no agota la significación del agua. Este efecto negativo no es el único y, por lo demás, se debe al Espíritu Santo que obra por el agua.

2. EL ESPÍRITU DE DIOS SE CERNÍA SOBRE LAS AGUAS

Desde sus primeras líneas, la Biblia nos muestra al Espíritu de Dios asociado al elemento del agua (Gen. 1, 2) 4. Los padres

1 J. Daniélou, Bible et liturgie, p. 151-155. 2 J. Daniélou, o. c, p. 282 ss. 3 Lo desarrollaremos al estudiar la penitencia, parte V. 4 J. Daniélou, o. c, p. 100-102.

Ensayo de síntesis bíblica y litúrgica 171

de la Iglesia notarán también, bajo otros signos menos claros, la misma presencia del Espíritu, por ejemplo, la paloma soltada por Noé y que revolotea sobre las aguas del diluvio 5, la nube que acompaña a los hebreos en el paso del mar rojo 6

Estas diversas imágenes parecen dibujar de antemano la realidad del Nuevo Testamento: el Espíritu Santo es dado en el bautismo de agua, el bautismo de Cristo es «en el agua y el Espíritu» (Jn. 3, 5; Le. 3, 16; Me. 1, 8; Mt. 3, 11). Juan distinguió a Jesús al ver que el Espíritu se posaba sobre El en forma de paloma junto a las aguas del Jordán (Le. 3, 21-22, etc.).

De tomar a la letra la oración consecratoria de la noche de pascua y los comentarios patrísticos, parecería incluso que el Espíritu Santo está presente de forma permanente en el agua bautismal. Pero no es así, sino que el Espíritu Santo obra verdaderamente, es enviado y dado cuando un hombre recibe el bautismo:

£1 nos ha salvado por el baño de la regeneración del Espíritu Santo, que derramó profusamente sobre nosotros por Jesucristo, salvador nuestro.

(Tit. 3, 5-6.)

El bautismo recibe su eficacia de la pasión de Cristo, y hace del cristiano «un templo del Espíritu Santo» (1 Cor. 3, 16, y passim) 7.

3. EL AGUA, MEDIO FECUNDO QUE PRODUCE LA VIDA

Dijo Dios: «Hormigueen las aguas con hormigueo de seres vivientes» (Gen. .1, 20). En la visión del autor sagrado, la vida empezó en las aguas. Es más: el agua, por mandato del S.?ñor, produce la vida. La ciencia moderna está lejos de rechazar esta imagen bíblica. Todo lo contrario8. En todo caso, los padres de la Iglesia la aprovechan para explicar cómo en el agua del bautismo se recibe la vida, se produce un naci­miento :

5 Ibid., p. 112-114. 6 Ibid., p. 127. 7 Esta misión del Espíritu Santo es distinta de la que se opera en la

confirmación, como luego veremos, Sección II (p. 195 ss.). 8 P. de Saint-Seine, Décowerte de la vie, París 1945, p. 75-80.

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172 La iniciación cristiana

Somos pececiítos y en el agua nacemos después de nuestro ty6úc, Jesucristo, y no tenemos otro modo de salvarnos sino permaneciendo en el agua.

Esta curiosa fórmula de Tertuliano 9 corresponde a las imá­genes de las catacumbas romanas. Es una manera de ilustrar lo que afirma el evangelio de san Juan, sobre que es menester nacer de nuevo a fin de entrar en el reino de los cielos. La piscina bautismal es como el seno materno de la Iglesia10, donde nacen los hijos de Dios:

Respondió Jesús y le dijo: «El gue no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.-» Díjole Nicodemo: «¿Cómo puede nacer un hombre viejo? ¿Acaso puede entrar segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?» Respondióle Jesús: «En verdad, en verdad te digo-, el gue no renaciere de agua y Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne, y lo nacido del Espíritu es espíritu.» (Jn. 3, 3-6.)

Al salir del agua del bautismo el cristiano es una «creación nueva» (2 Cor. 5, 17). Cualquiera que sea la edad de su cuerpo, es un recién nacido:

Como niños recién nacidos, desead ávidamente la leche espiritual no adulterada, y así por ella crezcáis para la salud, si es gue habéis gustado lo bueno gue es el Señor n . (1 Pedro 2, 2-3.)

Engendrado por Dios, el bautizado puede decir con todo rigor «Padre nuestro», pues es verdaderamente hijo de Dios (Rom. 8, 15; Gal. 4, 5; Ef. 1, 5; 2 Pedro 1, 4).

4. LOS CUATRO RÍOS DEL PARAÍSO

Arrojado del paraíso por el pecado, el hombre es introdu­cido nuevamente en él por el bautismo: «Estás fuera- del paraíso, oh catecúmeno, compañero de destierro de Adán, nues­tro primer padre; ahora se abre la puerta, entra allí de donde

9 De baptismo 1, 2; ML 1, 1.198. 1 0 Los padres, sobre todo san Agustín y, siguiéndole, santo Tomás

(q. 67, a. 4) insisten sobre esta imagen, cuyo eco subraya la sicología moderna en lo profundo del alma: L. Beirnaert, Symbolisme mythigue de l'eau dans le baptéme, en LMD 22 (1950), p. 94-102. Sobre todo esto, ci. J. Daniélou, Le symbolisme des rites baptismaux, en «Dieu vivant» 1, p. 37-38.

1 1 Esta última observación es una alusión a la eucaristía; cf. P. Bois-mard, en LVS 416 (1956), p. 350.

Ensayo de síntesis bíblica y litúrgica 173

saliste y no tardes», exclama san Gregorio de Nisa. La imagen del paraíso, presentada por el Génesis (2, 8-17), se impone tanto más a los padres y a los decoradores de baptisterios, cuanto el libro sagrado ponía en él un río dividido en cuatro brazales. La fuente bautismal es consiguientemente el río del nuevo paraíso v¿. Este tema significa exactamente que, destruido el pecado, han de desaparecer también las consecuencias del pecado. El cristiano recobrará la integridad original, rehará en sí la unidad rota, hallará otra vez la intimidad con Dios. La vergüenza, el sufrimiento, el sudor y la muerte están ven­cidos. Si la nueva economía está, no obstante, bajo el signo de Cristo doliente y muerto; si, por tanto, esta integridad ha de ser conquistada duramente y sólo se logrará en la resurrección, todo está ya recibido y poseído misteriosamente en el bautismo 13.

Desde este punto de vista, la desnudez bautismal es un signo importante: «Oh cosa sorprendente —dice san Cirilo de Jerusalén —, estabais desnudos a los ojos de todos, y no sentíais vergüenza. En realidad, erais imagen de Adán, el pri­mer nacido que estaba desnudo en el paraíso y no se aver­gonzaba.» La vuelta al paraíso es el signo de la completa victoria de Cristo, y es también el punto de partida de toda la vida espiritual, porque lo que se ha hecho, queda, no obs­tante, por hacer. El medio de alcanzar la familiaridad con Dios, «es la restauración del estado primitivo de la imagen de Dios. Hemos de volver a ser lo que era el primer hombre, recorriendo en sentido inverso las estaciones por las que salimos del paraíso...» (san Gregorio de Nisa)14.

5. EL AGUA DEL DILUVIO: BAUTISMO Y JUICIO

La comparación del agua del bautismo con la del diluvio se halla ya en la carta primera de san Pablo (3, 18-22):

Porgue también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los inicuos, muerto ciertamente en la carne, pero vivificado en el

1 2 Véase particularmente Hipólito de Roma, comentario sobre Daniel 1, 17; MG 10, 642 s.

1 3 J. Daniélou, Le symbolisme des rites baptismaux, en «Dieu >¡vant» 1, p. 21-25.

' 1 4 Sobre todo esto, cf. J. Daniélou, o.c, p. 29-31; y santo Tomás, 3, q. 69, a. 3.

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174 La iniciación cristiana

Espíritu. En este marchó a predicar a los mismos espíritus en prisión, cfue se habían negado a creer antaño, cuando les esperaba la magnanimidad de Dios en los días de Noé al tiempo de construirse el arca, en la cfue se salvaron por el agua unos pocos, es decir, ocho personas. Contrafigura de ello, el bautismo os salva ahora a vosotros, cjue no es deposición de suciedad material, sino compromiso ante Dios de una buena conciencia, por la resur rrección de Jesucristo, eí cuaí, subido al cielo, después de someter a sí mismo ángeles, potestades y virtudes, está a la diestra de Dios.

Este texto que en nuestros días se tiene por oscuro, ha sido comentado por muchos padres antiguos para subrayar el ca­rácter escatológico del bautismo cristiano. Las aguas del diluvio ejercieron el juicio de Dios destruyendo a la humanidad culpa­ble (Gen. 7, 6) y, a par, llevaron la salvación a Noé, justo, que, perdonado y reservado, vino a ser el primero de una raza nueva y sujeto de una alianza con Dios (Gen. 9, 8-17). La obra de Cristo, es como el diluvio, juicio y salud. El mundo está ya juzgado y el día del Señor vendrá15. Ahora bien, el bautismo hace entrar tanto en la economía de la misericordia de Dios que salva por el agua, como en la victoria escatológica de Cristo sobre la iniquidad y el demonio16.

Este aspecto está subrayado por el último exorcismo que precede al bautismo:

No se te oculta, Satanás, gue te amenazan las penas, te amenazan los tormentos, te amenaza el día del juicio, el día del suplicio eterno: el día en cfue te ha de venir como un horno ardiente y en (jue te alcanzará la perdición eterna preparada para ti y para todos tus ángeles. (Del ritual.)

6. EL AGUA DEL MAR ROJO: EL BAUTISMO, PASCUA DEL CRISTIANO

El bautismo, «paso del Mar Rojo y nuevo éxodo», es con mucho el tema más importante. Umversalmente comentado por los padres, puesto en acción en la liturgia de la vigilia pascual, se halla ya en el Nuevo Testamento-, evangelio de san Juan,

15 Cf. especialmente Mt. 24, 37-42; 2 Pedro 4-10; 3. 3-10. 1 6 «El bautismo es en cierto modo una imitación del juicio por el

agua, que hace participar místicamente, no corporalmente, en la destrucción de la iniquidad, y que se acabará por el juicio de fuego de la resurrección, como el bautismo, conformación sobrenatural a Cristo muerto y resucitado, se acabará por la resurrección corporal escatológica.» J. Daniélou, Déluge, baptéme, jugement, en «Dieu vivant» 8 (1947), p. 105.

Ensayo de síntesis, bíblica y litúrgica /75

carta primera de san Pedro y, con mayor precisión aún, en la primera carta a los corintios:

No c¡uiero (fue ignoréis, hermanos, cómo nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar, y todos siguieron a Moisés, en la nube y en el mar, y todos comieron la misma comida espi­ritual y todos bebieron la misma bebida espiritual; y es así gue bebían de la piedra espiritual gue los iba siguiendo/ la piedra, empero, era Cristo. Mas Dios no se agradó de la mayoría de ellos, como guiera gue guedaron postrados en el desierto. (1 Cor. i0, 1-5.)17

Mas para entender el pensamiento que el apóstol presenta abreviadamente, es menester subrayar que el misterio de Cristo une estos dos términos, aparentemente tan dispares, del éxodo y el bautismo.

EL PASO DEL MAR ROJO, LIBERACIÓN DEL PUEBLO DE DIOS

Perseguidos por el faraón, los hebreos atraviesan a pie enjuto el mar de las cañas. El agua es también aquí instrumento del juicio de Dios, pues salva a los hebreos y se traga a los egipcios. Mas, para el pueblo de Dios, este momento es deci­sivo. Es una liberación, y la inauguración de la alianza. Los hebreos se ven libres del yugo de los idólatras, de la opresión, de los trabajos forzados, de las crueldades. Caminan en la noche, pero Dios es su guía y su luz bajo el signo de la nube. Dios hace alianza con ellos-. «Vosotros seréis mi pueblo.» Los conduce a la tierra que mana leche y miel, la tierra del descanso. Entre tanto, en el desierto, los alimenta del maná y los abreva milagrosamente con el agua que hace brotar Moisés.

LA VUELTA DEL DESTIERRO Y EL RESCATE DE LOS CAUTIVOS

El destierro, la deportación de una parte del pueblo judío cuando los desastres de 721 y 600-587, dan ocasión a los profetas para anunciar un nuevo éxodo: los cautivos serán liberados (Is. 43, 14-21). Esta liberación no se hará de manera

17 Cf. el comentario de J. Schmitt a este texto, en LMD 32 (1952), p. 68-70.

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776 La iniciación cristiana

violenta, sino por rescate. Se pagará por los cautivos un rescate, aunque no sea de dinero:

Así dice Yahvé: «De balde fuisteis vendidos, y sin precio seréis resca­tados.* Porgue así dice Yahvé-. «A Egipto bajó mi pueblo en otro tiempo, para habitar allí como peregrino, y Asur lo cautivó sin razón...»

(Is. 52, 3 s.)

Este rescate es cantado por los salmos, primero en la noche de la esperanza; luego, en la alegría de la realización, sin em­bargo, esta realización es solo figura, como el éxodo, de la obra de Cristo por venir.

LA PASCUA DE CRISTO

Y es así que la venida de Cristo es entendida por los padres como el verdadero y definitivo éxodo del pueblo de Dios. He aquí un texto de san Afraates que resume bien la doctrina común:

los judíos se libraron, por la pascua, de la servidumbre del faraón, nosotros, el día de la crucifixión, fuimos liberados del cautiverio de Satanás. Aquellos inmolaron un cordero, y por su sangre se libraron del extermi-nador, nosotros, por la sangre del Hijo muy amado, nos libramos de las obras de corrupción que antes hiciéramos. Ellos tuvieron por guía a Moisés, nosotros a Jesús por nuestra cabeza y salvador. Moisés dividió para ellos el mar y se lo hizo atravesar, nuestro Salvador abrió los infiernos, que­brantó sus puertas, cuando, descendiendo a su abismo, las abrió, y allanó el camino delante de todos los que habían de creer en El18.

Hay, pues, en la pascua de Cristo un doble tema, el del cordero inmolado, cuya sangre derramada es nuestro rescate (1 Pedro 1, 17-19) 19 y el del paso del mar rojo. Este segundo aspecto se verifica en el paso de Jesús de este mundo al Padre (Jn. 13, 1, con las referencias a este pasaje): su muerte, su resurreción y su ascensión, pero también y más particularmente en su bajada a los infiernos. Es el artículo del símbolo y el misterio de Cristo más desconocido y, sin embargo, el punto central de su victoria. Cristo descendió al abismo de la muerte

18 Citado por J. Daniélou, Traversée de la Mer Rouge et baptéme des premiers síécles, en «Rech. de se. reí.» 34 (1946), p. 418. San Afraates es el más antiguo de los padres sirios de la Iglesia. Su muerte se pone poco después 345.

19 Cf. el comentario de M. Boismard, en LVS 416 (1956), p. 340-341.

Ensavo de síntesis bíblica y litúrgica 177

— al «hades» de los poetas griegos, lo mismo que de los Setenta y del Nuevo T e s t a m e n t o — para dar allí la batalla decisiva contra Satanás, vencer a la muerte y liberar a los justos de sus cadenas (1 Pedro 3, 19, y las diversas referencias a este pasaje). Victorioso en el combate, vuelve a subir al tercer día. De los infiernos resucita Cristo, llevando en su tr iunfo.a los que ha­bían sido prisioneros de la muerte : «Despiértate, tú que duer­mes, levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo» (Ef. 5, 14) 20.

£1 BAUTISMO, PASCUA DEL CRISTIANO

Como los hebreos, el cristiano se salva a través del agua,. dejando tras sí los ídolos, de los que se arranca (por eso, el nuevo pueblo de Dios canta el cántico de-Moisés, Apoc. 15, 1-4, y, la tarde de pascua, los bautizados meditan el salmo 113). El cristiano se ve libre de la esclavitud del pecado, entra en la nueva alianza e inicia la marcha hacia la tierra prometida. Mas todo esto es realidad únicamente por la pascua de Cristo, a la que el bautismo nos une misteriosamente. El agua del bautismo tiene la eficacia misma de la sangre de Cristo. La ba­jada a la piscina, la triple inmersión completa, la salida del agua significan que el cristiano muere con Cristo, con El es sepul­tado, baja a los infiernos y resucita al tercer día. La pasión de Cristo opera en el bautismo en cuanto es representada en él como en un símbolo, según la expresión de santo Tomás de Aquino (3, q. 66, a. 12). Cristo mismo, a propósito de su muerte, habló de baño o bautismo (Me. 10, 38-39).

Notemos, sin embargo, que la práctica de la Iglesia y la doctrina de los teólogos están de acuerdo en que, no obstante este importante simbolismo, la inmersión no es necesaria para la validez del bautismo (3, q. 66, a. 7). Ora haya recibido el agua sobre la cabeza, ora se haya sumergido enteramente en ella por tres veces, el cristiano ha de tomar a la letra las afirma­ciones de san Pablo:

C Acaso ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo, en su muerte hemos sido bautizados! Hemos sido, pues, sepultados con El para

2 0 Léanse los artículos esenciales de O. Rousseau, La deséente aux enfers, fondement da baptéme chrétien, en «Rech. de se. reí.» 39-40 (1951-1952),' p. 273-297; y La deséente aux enfers dans le cadre des liturgies chrctiennes, en LMD 43 (1955), p. 104-123.

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178 La iniciación cristiana

la muerte, por el bautismo, a fin de cjue, a la manera como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos con novedad de vida. (Rom. 6, 3-4.)

Con El fuisteis sepultados en el bautismo, y con El habéis resucitado por la fe en el poder de Dios cfue lo resucitó de entre los muertos.

(Col. 2, 12.)

Ahora bien, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios, sentid las cosas de arriba y no las de la tierra. Porque estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Mas cuando se manifieste Cristo, vida vuestra, etiionces también vosotros os manifestaréis con El gloriosamente. (Col. 3, 1-4.)

Así se comprende fácilmente por qué la celebración del bautismo tiene su puesto normal en la vigilia pascual y hasta qué punto queda ésta empobrecida al no llevar consigo admi­nistración del bautismo (cf. 3, q. 66, a. 10).

Así pues, el bautismo determina un corte claro en la vida de un hombre, tan claro como la salida de Egipto en la historia del pueblo de Israel. Hay un antes y un después, se destruye el hombre viejo y se crea el nuevo según Dios. Muertos al pecado, los cristianos resucitan a vida nueva (cf. sobre todo Rom. 6, 19-21; Ef. 4, 23-28). No es posible el retorno a Egipto.

7. EL AGUA DEL JORDÁN

La travesía del Jordán por los hebreos, acontecimiento que aparece simétrico21 del paso del Mar Rojo, señaló la entrada del pueblo de Dios en la tierra prometida (Jos. 3-4). De hecho, el bautismo nos pone en posesión de la verdadera tierra pro­metida o, por lo menos, nos da las arras de ella, al abrirnos el acceso a la eucaristía w

Pero este tema palidece rápidamente ante el brillo de un misterio mayor: Cristo entró en el agua del Jordán par?, recibir el bautismo de Juan, acontecimiento tan decisivo que teó­logos ilustres (cf. 3, q. 66, a. 2 y 10) han dicho que allí fue instituido el bautismo cristiano. En realidad, la fuente de nuestro bautismo es la pasión y resurrección de Cristo; pero

21 Cf. los salmos 113, 3-6; 65, 6; 73, 13-15. 2 2 Cf. supra, el rito de la leche y de la miel en la comunión de los

neófitos, practicada en la liturgia antigua.

Ensayo de síntesis bíblica y litúrgica 179

la escena del Jordán es precisamente la prefiguración de la muerte redentora de Cristo. Desde este punto de vista, el signo del baño bautismal era ya en Jesús mismo figurativo del mis­terio pascual. Su pasión será, como dijo El mismo, un bautismo (Me. 10, 39). Recibe de Juan un bautismo de penitencia que no tenía que ver con El, pues era sin pecado (Mt. 3, 13-15), pero es porque lleva sobre sí los pecados del mundo (Jn. 1, 29). Al salir del agua, se abren los cielos, resuena la voz del Padre y se da el Espíritu Santo: se inauguran ya las realidades mesiánicas de la resurrección de Cristo23 Partiendo de los relatos evangélicos del bautismo de Cristo, los padres se com­placen en explicar todas las riquezas de la iniciación cristiana (bautismo y confirmación), del que es modelo (causa ejemplar, según el vocabulario teológico).

Esa es la razón por que los orientales consagran el agua bautismal en la fiesta de la Epifanía, día en que celebran el bautismo de Jesús en el Jordán 24.

8. EL BAUTISMO, ILUMINACIÓN

Si se entrega una vela encendida al neófito, es, en un sentido, para subrayar la orientación escatológica del bautismo y en relación con la parábola de las vírgenes (Mt. 25, 1-7), como lo indica la fórmula actual. Pero este simbolismo no es el más hondo. Para san Pablo, el bautismo es una iluminación: «Levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo» (Ef. 5, 14; cf. Hebr. 6, 4; 10, 32). La luz recibida en el bautismo es la que Cristo vino a encender en las tinieblas (Jn. 1, 4-9), la luz admirable a que el Padre nos ha llamado (1 Pedro 2, 9), la luz cantada por el Exultet pascual.

¿Qué es, más precisamente, esta iluminación del bautizado? La fe. El bautizado goza del mismo milagro que el ciego de nacimiento de que nos habla san Juan (9, 1-38): «Jamás se ha

2 3 J. Daniélou, Bible et liturgie, p. 137-155; léanse además los tres importantes artículos sobre este tema: F. Braun, Le baptéme d'aprés le IV evangik, en «Revue thomiste» 48 (1-948), p. 347-393; H. Riesenfeld (protestante), La signification du baptéme johannigue, en «Dieu vivant» 13 (1949), p. 31-37; J. Lécuyer, La féte du baptéme du Cbrist, en LVS 94 (1956), p. 31-44.

2 4 Los bellos formularios bizantinos son accesibles por la traducción de F. Mercenier, La priére des Eglises de rite byzantin, t. II, p. 165-199.

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180 La iniciación cristiana

oído decir que nadie haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento.» Ahora bien, Jesús, después de abrir los ojos a la luz del día, opera un prodigio más brillante abriendo los ojos del alma a la luz de la fe:

Y encontrando Jesús al ciego, le dijo .• «t Crees en el Hijo de Dios ?» Y él le contestó: «¿Y quién es. Señor, para cjue crea en él?-» Díjole Jesús:

«Ya lo has visto, y es el cjue está hablando contigo.» Y él dijo: «Cree, •Señor», y lo adoró. (Jn. 9, 35 ss.)

Cierto que el candidato recibe antes de su bautismo el men­saje de la fe y que no recibirá el sacramento si no ha demos­trado primero, por su vida de catecúmeno, que ha aceptado la fe (cf. infra p. 187). Sin embargo, el bautismo es, con todo rigor, el sacramento de la fe, según la fórmula concreta de los teólogos. La fe no lleva el sello que la autentica, hasta haberse recibido el sacramento25. El baño bautismal recibe su significación por la proclamación de la fe en las tres Personas divinas, como hemos explicado más arriba26.

Y por el bautismo, la Trinidad cuya fe hemos recibido, viene a habitar, como en un templo, en nuestras almas.

9. LA UNCIÓN DE CRISTO

El, gesto de la unción después del baño bautismal, expli­cado por el prefacio consecratorio del crisma el jueves santo, presenta toda la riqueza de uno de los más grandes temas bíblicos.

JESÚS ES EL CRISTO, ES DECIR, EL UNGIDO POR EXCELENCIA

Un profeta vierte, en nombre de Dios, aceite sobre la cabeza de un hombre a quien Dios ha escogido nominalmente. En ade-

25 La fe se ordena al sacramento que viene a sancionarla y consa­grarla de manera corporal. Por el don de la gracia, sobre todo, el bautismo une a Aquel a quien la fe hace entrever. • Léanse sobre esto los d^-artículos indicados en la nota siguiente y 3, q. 69, a. 5. Los teólogos distinguen: fe formada, la que obra por la caridad;, fe informe, la que no ha recibido aún la consagración por la caridad.

2 6 H. Dondaine, Le baptéme, cst-il encoré le sacrement de la /oí?, en LMD 6 (1946), p. 76-87; T. Camelot, le baptéme, sacrement de la foi, en LVS 76 (1947), p. 829-834.

Ensayo de síntesis bíblica y litúrgica 181

lante, ese hombre es el ungido de Dios, persona sagrada, sob.re la que no será lícito poner la mano, aun cuando hubiere sido infiel a su misión (1 Sam. 9,-26; 10, 8; 16, 1-13; 24, 7; 26, 9-23; 2 Sam. 1, 14-16; etc.).

Ungido de Dios es primeramente el rey de Israel: Saúl, David (referencias dadas supra), Salomón (1 Re. 1, 39), Jehú (2 Re. 9, 6), etc. Los salmos aplican a menudo este título de ungido o cristo a David y a su dinastía (Ps. 19, 7; 27, 8; etc.); pero David y la realeza anteexílica son sólo antepasados y figu­ras del rey por venir: el Ungido de Yahvé por excelencia, el Mesías, el Cristo (estos tres términos son idénticos). Decir que Jesús es el Cristo o Ungido es decir que posee la unción que hace de El el rey esperado de los tiempos mesiánicos, el fundador del reino de Dios. A El se aplica con todo rigor el salmo 44:

Por eso te ungió Dios, el gue es Dios tuyo, con óleo de alegría, con ventaja sobre todos tus pares. (Ps. 44, 8.)

Pero existe también, en el Antiguo Testamentó, otra unción que viene de Dios, la del sumo sacerdote y de los sacerdotes (Ex. 30, 22-38). Ahora bien, esta unción la recibió Jesús igual­mente, pues fue constituido por Dios sumo sacerdote único de la nueva ley (Hebr. 2, 17-18; cap. 3 al 10).

Si la predicación de los apóstoles insiste, sobre todo, en la unción regia de Jesús, manifestada en su resurrección, los padres gustan más bien de meditar sobre la unción sacerdotal, que no es otra que la encarnación. La persona divina del Verbo consagra la naturaleza humana de Jesús; la carne de Jesús es la carne del Hijo de Dios, templo único de la nueva ley 27.

Hay, finalmente, otra unción de Cristo, la de. pro/eta, mani­festada visiblemente en su bautismo. De ella trataremos más adelante, a propósito de la confirmación.

EL CRISTIANO SE IDENTIFICA A CRISTO POR EL BAUTISMO

El bautismo confiere al cristiano una semejanza y hasta identificación con Cristo que san Juan y san Pablo expresan

2 7 Cf. sobre todo J. Lécuyer, Le sacerdoce dans le mystére du Cbrist, Cerf, París 1957, p. 63-96.

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182 La iniciación cristiana

de manera distinta, pero cuyo realismo ha sido aceptado plena­mente por toda la tradición:

Porgue todos sois hijos de Dics, por la fe en Jesucristo. Y es así gue cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis vestido a Cristo... Ahora bien, si sois de Cristo, luego sois descendencia de Abrabam, here­deros según la promesa. (Gal. 3, 26,-29.)

A los gue de antemano conoció, los predestinó también a ser conformes a la imagen de su Hijo, a fin de (fue éste sea el primogénito entre muchos hermanos. (Rom. '8, 29.)

Vivo, empero, ya no yo, sino que Cristo vive en mí. (Gal. 2, 20.)

A todos tos gue lo recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios. (Jn. 1, 12.)

Así, pues, el cristiano es otro Cristo, como dice san Agus­tín ; y participa en la unción sacerdotal y regia de Jesús28. Efectivamente, el bautismo imprime en él un signo indeleble, el carácter. Ahora bien, la verdadera naturaleza del carácter es dar al fiel una participación en el sacerdocio de Cristo.

Pero, si es cierto que esta participación se da a cada uno individualmente, la unción hace entrar al cristiano en un pueblo de reyes y sacerdotes, que es la Iglesia.

«UN PUEBLO DE SACERDOTES Y DE REYES»

La salida de Egipto y el paso del Mar Rojo hicieron, de una manada de esclavos, un pueblo consciente de su unidad y que camina hacia la tierra prometida bajo la conducción de Dios y de Moisés. Este pueblo, por la alianza del Sinaí, se convierte en el pueblo de Dios: «Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex. 1-9, 6). La pro­fecía la realiza el nuevo Israel. Al recibir el bautismo, los cristianos entran en el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. Por ser hijos de la Iglesia son hijos de Dios; en la Iglesia encuentran a Cristo; a ellos pertenece en adelante-la dignidad real y sacerdotal anunciada en el Sinaí:

Vosotros, empero, sois casta- escogida, real sacerdocio, nación santa, pueblo peculiar, para anunciar las maravillas del <fue os llamó de las tinieblas a su luz admirable: los gue antaño no erais pueblo y ahora sois

2 8 Cf. por ejemplo, Consiitutiones apostolicae III, 16, 3.

Ensayo de síntesis bíblica y litúrgica 183

pueblo de Dios, los gue no habíais alcanzado misericordia, y ahora la habéis alcanzado. (1 Pedro 2, 9-10.)

Digno eres de recibir el libro y abrir sus sellos, porgue has sido degollado y nos compraste para Dios, al precio de tu sangre, de toda tribu y lengua y pueblo y nación, y los hiciste para nuestro Dios reino y sacer­dotes, y reinarán sobre la tierra. (Apoc. 5, 9-10.)

Iguales por encima de todas las desigualdades terrenas, están soldados en una unidad que trasciende todas las divi­siones (Gal. 3, 28; 1 Cor. 12, 13; Ef. 4. 3-5) 29.

10. EL ACEITE DEL COMBATE

Más arriba hemos indicado el sentido de la unción que precede al bautismo. Esa unción tiene por fin advertirnos la lucha en que nos compromete el sacramento, lucha que se anuncia por los exorcismos, durará la vida entera y alcanzará su punto culminante en la hora de la muerte 30. San Pablo que, por lo demás, insiste sobre el vínculo que gxjste entre el bau­tismo y el cielo, hasta el punto de estimar que estamos ya glorificados (Rom. 8, 30), nos invita sin embargo a desconfiar de nosotros mismos. El desierto, lugar de la tentación, vio sucumbir a los israelitas que habían sido objeto de las mara­villas de Dios (1 Cor. 10). Todo está hecho, y todo está por hacer. De ahí que Pablo se compare a un atleta, tenso hacia la victoria, y nos describa la armadura de que ha de vestirse el cristiano (Ef. 6, 10-20).

En el mismo sentido, la liturgia propone, durante la cua­resma, la advertencia evangélica de Le. 11, 14-28: el demonio expulsado vuelve con otros siete espíritus peores que él; y, en la vigilia pascual, las imprecaciones de Moisés en Deut. 31, 22-30.

Los padres, en fin, hallan igualmente este sentido del com­bate, iniciado en el bautismo, en el mito bíblico de los mons­truos marinos, el dragón o Leviatán. En este sentido, la inmer-

2 9 Léase ahora el prefacio de la misa crismal. Cf. J. Lécuyer, o. c, p. 171-223.

30 Sobre este último punto, cf. LMD 15 (1948), p. 148-149.

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¡84 La iniciación cristiana

sión en el agua significa la lucha: lucha de Cristo con el demonio en los infiernos, lucha del cristiano bautizado 31.

11. LAS VESTIDURAS BLANCAS

La entrega, en cambio, a los bautizados de una vestidura blanca denota el carácter escatológico del bautismo. Aunque todo esté por hacer, todo está ya misteriosamente cumplido. Nuestra ciudadanía está en el cielo (Filip.. 3, 20), hemos resu­citado con Cristo (Col. 3, 1-4), nos pertenece la herencia de la tierra prometida.

A< par de la bebida de leche y miel, la vestidura blanca es la que mejor expresa esta anticipación de los bienes por venir; pues es, en la Biblia, la vestidura misma de Dios (Dan. 7, 9) y de los que, viviendo cerca de Dios, están ya en la gloria: de los ángeles (Me. 16, 5; Mt. 28, 3; Act. 1, 10), de los veinticuatro ancianos (Apoc. 4, 4), de la muchedumbre incontable de los elegidos (Apoc. 7, 9, 13). Es, en fin, la ma­nera como se manifestó Cristo transfigurado: «Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tales como ningún batanero sobre la tierra los pudiera emblanquecer» (Me. 9, 3; cf. Mt. 17, 2; Le. 9, 29). Pero es también, el vestido de bodas necesario para sentarse al banquete del Padre de familias (Mt. 22, 11-12), otra orientación escatológica, unida, ésta, a la eucaristía.

3 1 San Cirilo de Jerasalén, Las catcquesis II, p. 151-154, Aspas, 1954; O. Rousseau, art. cit., p. 286; L. Beirnaert, en LMD 22 (1950), p. 100-102. Del cambio de vida (metánoia) hablaremos a propósito del sacramento de la penitencia, aunque Jos padres hablan siempre de él en la catequesis bautismal; infra, cap. V.

IV

PRECISIONES TEOLÓGICAS

1. LOS EFECTOS DEL BAUTISMO: CARÁCTER Y GRACIA

La práctica de la Iglesia, las dificultades encontradas a lo largo de los siglos, en particular el doloroso problema del bautismo recibido en la herejía y en las sectas, todo eso ha obligado a los teólogos a reflexionar sobre los efectos del bau­tismo, tal como los presentaba, en estilo bíblico, la tradición litúrgica y catequética.

a) El bautismo no puede repetirse, cuando ha sido válida­mente recibido (cf. D. 867). La doctrina y disciplina de la Iglesia se hallan claramente fijadas desde el siglo ni.

b) Ello quiere decir que el bautismo imprime en el alma un carácter indeleble (res et sacramentum). El bautismo señala al hombre con el signo de su pertenencia a la Iglesia, lo diputa al culto divino, le permite la recepción de los otros sacramentos. De ahí que se lo llame «la puerta de los sacra­mentos». El carácter se imprime aun en quien recibe el sa­cramento con malas disposiciones y permanece en el pecado, y en el apóstata.

c) Si el bautizado no pone óbice por sus malas disposi­ciones, el carácter produce a su vez la gracia de ía regeneración o nuevo nacimiento (res). Se da al bautizado el Espíritu Santo, hemos dicho (Rom. 8, 9), el cual trae la remisión de todos los pecados 1 tanto de los pecados personales, como del original, y esta remisión es hasta tal punto gratuita que, a diferencia del sacramento de la penitencia, no deja resto alguno del pecado ni exige obra alguna de reparación o satisfacción. La venida del Espíritu Santo hace del bautizado' un hijo de

1 ... c¡uia ipse est remissio omnium peccatorum (poscomunión del martes de Pentecostés).

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186 La iniciación cristiana

Dios (Rom. 8, 14-16; Gal. 4, 6) y un miembro de Cristo y de la Iglesia (1 Cor. 6, 17; Ef. 3, 17; 1 Cor. 12, 13; Ef. 2, 16, 18; 4, 4), trae consigo el amor de Dios (Rom. 5, 59) y es prenda y comienzo de nuestra resurrección futura (Rom. 8, 11) y de la herencia celeste (Rom. 8, 17). Es lo que el concilio de Trento llama la justificación (sess. 7) y los autores modernos gracia santificante. Lo importante sería mantenerle siempre su verdadera naturaleza de gracia bautismal, según la pers­pectiva de san Pablo, como quiera que sólo se da en la bau­tismo 2. La catequesis de la gracia ha de hacerse partiendo del sacramento del bautismo.

d) Cuando el sacramento del bautismo válidamente reci­bido no ha producido su .efecto por falta de disposición en el sujeto, la gracia se da por medio del carácter bautismal,- cuando revive el sacramento (3, q. 69, a. 9-10).

2. LAS PROMESAS O DEBERES DEL BAUTISMO

Recibir el bautismo es comprometerse en el misterio de Cristo, que es anterior a nosotros — «El nos ha amado primero» (1 Jn. 4, 19) — y en el que nosotros entramos. «Es una vida, cuyo dinamismo nos arrastra» 3.

No me elegisteis vosotros a mí, sino c¡ue yo os elegí a vosotros y os puse para cfue marchéis y deis fruto y vuestro fruto permanezca.

(Jn. 15, 16.) *

Este compromiso se expresa por la renuncia a Satanás y, sobre todo, por la profesión de fe que es, como hemos visto, la antítesis o, acaso mejor, la «antístrofa» completa de la renun­cia a Satanás. Decir «creo» no es solamente tener por verdadera la palabra recibida de la Iglesia. Esta palabra no es otra cosa que la revelación de las tres Personas divinas, a las que hay que amar y a las que hay que entregarse sin saber exactamente )o que Dios exigirá. A algunos, decir «creo» los llevará al martirio.

2 Infra, p. 190. 3 A. M. Roguet, Que signifient les engagéments du baptéme et la

profession de foi?, Cerf, París, p. 135-156 y p. 142. 4 Cf. P. Spicq, Le chrétien don porter du fruit, en LVS 363 (1951).

p. 605-615.

Precisiones teológicas 187

No hay, pues, posibilidad de distinguir entre profesión de fe y compromisos o deberes del bautismo. Son la misma realidad. Pero este compromiso no se reduce a «promesas» o «voto». Los teólogos lo distinguen cuidadosamente. Si el compromiso no tiene la precisión de la promesa, ni su violación constituye un perjurio, su alcance, empero, es mayor. Es un germen que debe desenvolverse, es la expansión de la libertad de los hijos de. Dios. Por eso puede ser válidamente contraído por los niños, no está sujeto a ratificación o aceptación ulterior, ni es tampoco un contrato que se pueda denunciar (concilio de Trento; cf. D. 864 y 870).

3. CONDICIONES DEL BAUTISMO DE LOS ADULTOS'

a) Para ser válidamente bautizado, el adulto, es decir, toda persona en la edad y uso de la razón, ha de tener eviden­temente intención de ser bautizado. Con más razón, nadie puede ser bautizado a la fuerza.

b) Además de esta condición esencial para la validez, para que el bautismo produzca sus frutos de regeneración es menester que el candidato haya recibido \a fe de la Iglesia y se adhiera a ella: «¿Qué inconveniente hay en que me bautice?», pregunta el eunuco etíope. «Si crees de todo cora­zón, no hay inconveniente», responde el diácono Felipe (Act. 8, 36-37). De ahí que la catequesis sea una parte importante de la preparación bautismal.

c) Es menester también dolor de los pecados y enmienda de la vida (metánoia): Este cambio radical, realizado interior­mente por el sacramento, ha de manifestarse exteriormente. Los padres se sirven, para explicarlo, del ejemplo de los nini-vitas, que cambiaron por la predicación de Jonás 5. Es menester aceptar esta ruptura con el pasado.

La institución del catecumenado se destina precisamente a preparar el candidato para el bautismo, poniéndole en las disposiciones debidas, y a probar la sinceridad completa del paso que va a dar. Por eso, actualmente, como en la antigüedad, la Iglesia exige este plazo para el bautismo de los adultos.

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188 La iniciación cristiana

4. EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS

Se entiende por «niños» o «párvulos» en la legislación del bautismo, únicamenfe a los que no han llegado de hecho al uso de razón, cualquiera que, por lo demás, sea su edad.

d) La primera cuestión que hubieron de plantearse los teólogos es la de la legitimidad del bautismo de los niños. ¿Cómo bautizar a quienes no piden ser bautizados, son inca­paces de comprender el mensaje de la fe y no pueden profesar la fe? ¿Y de qué pecado han de ser purificados?

b) Ahora bien, la Iglesia ha bautizado a los niños al mismo tiempo que a los adultos. Cuando Pablo y Silas bau­tizan al carcelero, los Hechos precisan que «todos los suyos» fueron iniciados al mismo tiempo (Act. 16, 33). La Tradición apostólica de Hipólito atestigua con precisión el uso del bau­tismo de los niños hacia el año 200. De esta práctica universal saca san Agustín argumento para probar, contra los pelagianos, que el niño nace pecador y, puesto que sus padres no pueden transmitirle con la vida carnal la espiritual, ha de ser purificado. del pecado por el que todos morimos en Adán.

c) El bautismo de los niños es la manifestación más im­presionante de la gratuidad del don de Dios, pues no se les exige condición ni acto previo alguno. Con el bautismo reciben la fe.

d) Lo que ellos no pueden cumplir en este momento, lo suple maternalmente la Iglesia:

La madre Iglesia presta a ¡os niños su boca maternal, a fin de c\ue sean abrevados en los santos misterios, ya cfue ellos no pueden todavía creer con su propio corazón para la justicia, ni confesar la fe para la salud por su propia boca. (San Agustín, De los méritos y perdón de los pecados, 1. I, c. 25, en Obras, t. IX, BAC, Madrid 1952, p. 257.)

La madre Iglesia presta a los niños los pies de'otros para cfue vengan, el corazón de otros para cfue crean, la lengua de otros para cjue confiesen la fe... (San Agustín, sermón 176, 2, en 1. c, t. VII, p. 523.)

5 El libro de Jonás ocupa lugar importante en la catequesis bautis­mal y en la iconografía.

Precisiones teológicas 189

Notémoslo bien: la Iglesia, no la familia. Los padrinos son representantes de la Iglesia, no de los padres.

e) Sin embargo, salvo en peligro de muerte, la Iglesia no permite bautizar a los niños contra la voluntad de sus padres. Santo Tomás llega a decir.- «Bautizar a los niños contra la voluntad de sus padres sería tan contrarío a la ley natural, como bautizar a un adulto, que goza de su razón, contra su voluntad» (q. 68, a. 10). Tampoco se los puede bautizar, aun con consentimiento de sus padres, si no hay seguridad «de que no se les hará volver a ¡a infidelidad por impulso de su amor filial» (ibid., y can. 750).

/) Los hijos de cristianos han de ser bautizados lo más pronto posible después de su nacimiento. Tal es la ley enun­ciada por el derecho canónico (can. 770: Quam primum) ,y precisada de diferentes maneras por los usos locales. Esta prescripción no es efecto, directamente, del temor de que los niños mueran sin bautismo, sino manifestación más bien de una perspectiva de fe. La tardanza prolongada del bautismo es un indicio sensible de la descristianización de un país o de un ambiente.

5. MINISTRO Y PADRINOS

El ministro por excelencia del bautismo es el obispo. El obis­po se reserva normalmente la iniciación de los adultos (can. 744,) pero deja la administración solemne del bautismo de los párvulos al párroco y a sus delegados: sacerdotes o diáconos (can. 738-741).

En caso de peligro de muerte, el bautismo puede ser admi­nistrado por un simple fiel y hasta por urt no cristiano, con tal que cumpla puntualmente el rito y tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia6. Nótese que esta intención es posible en un pagano y se verifica aun en cismáticos y herejes, cuyo bautismo es casi siempre válido.

6 En caso de necesidad, es menester y basta derramar agua natural sobre la cabeza del sujeto, diciendo: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», con intención de hacer lo que hace la Iglesia.- Pero es bueno, de ser posible, para observar la prescripción tan tradicional de la Iglesia romana, derramar el agua por tres veces.

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190 . La iniciación cristiana

b) El padrino y la madrina (o uno solo entre ellos) tienen en el bautismo una función litúrgica importante. En el bau­tismo de los adultos, los padrinos ejecutan algunos gestos del exorcismo; en el de los párvulos, responden en nombre de éstos. Al hacerlo, son representantes de ía Iglesia, no de la familia, como antes hemos notado.

Pero tienen todavía un cargo mayor. Los padrinos salen garantes de las disposiciones auténticas de los adultos y son, solidariamente con los padres, responsables de la educación religiosa de sus ahijados.

Los padrinos han de ser escogidos en función de este cargo y responsabilidad, y no por consideraciones familiares o mundanas. Y esto explica el veto que pone el derecho de la Iglesia a determinados candidatos al padrinazgo (can. 762-769).

6. NECESIDAD Y SUPLENCIAS DEL BAUTISMO

El bautismo es presentado por Cristo como medio nece­sario de salud: «El que creyere y se bautizare, se salvará; el que no creyere, se condenará» (Me. 16, 16). «El que no naciere de agua y Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn. 3, 5).

Sin embargo, la misericordia de Dios no está atada pol­los sacramentos. Por eso, la Iglesia ha reconocido siempre suplementos del bautismo: el martirio o bautismo de sangre, aun el de los santos Inocentes, y el bautismo de deseo, con tal que incluya la caridad perfecta (cf. D. 796 y 861).

Evítese cortar de manera simplista el problema de la salva­ción de los infieles y el más delicado aún de la salvación de los niños muertos sin bautismo. Los teólogos introdu­cen numerosos matices, sin llegar por lo demás a la una­nimidad sobre todos los puntos. En la catequesis hay que contentarse con estas dos afirmaciones esenciales: la fe y el bautismo son necesarios para la salvación; mas, por otra parte, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim. 1, 4).

V

ESPIRITUALIDAD BAUTISMAL

1. TODO EL ESFUERZO ESPIRITUAL DEL CRISTIANO SE FUNDA EN EL BAUTISMO

Es de notar la insistencia con que, en sus cartas, se apoyan san Pablo y san Pedro sobre el hecho de la iniciación bautis­mal para proponer el esfuerzo y las exigencias de la vida cristiana. La oración fundamental del cristiano será la acción de gracias por el don inefable recibido, y, después de la tierra, la acción de gracias continuará en el cielo, como nos lo muestra el libro del Apocalipsis. El bautismo es la prenda visible de la vocación; la realización, en el tiempo, de una predilección eterna de Dios. El da las. arras de la vida venidera, asegurando toda nuestra esperanza (razón por la que toda la decoración de las catacumbas romanas es bautismal). La presencia en nosotros, como en un templo, del Espíritu Santo impera toda nuestra conducta. La ruptura operada en nuestra vida por el bautismo ha de ser definitiva. Tenemos que morir a nuestros vicios y, por ende, morir cada día a nuestras codicias. Cristo, de quien nos hemos vestido, ha de manifestarse más y más en nuestra carne mortal, por una identificación cada vez más visible de nuestros sentimientos, de nuestros dolores, de nuestra actividad entera con los de Cristo Jesús. Establecidos ya en el cielo, donde Cristo está a la derecha del Padre, hemos de dejar las cosas terrenas para gustar y buscar únicamente las cosas de arriba... Unidos por el vínculo de la fe única, del bautismo único y de la única eucaristía, formamos un solo cuerpo; donde se ve que la caridad fraternal es una exigencia de la gracia bautismal1.

Ligada así al hecho concreto y sacramental del bautismo, la vida espiritual se inscribe en las dimensiones mismas del

1 No es posible dar aqui las referencias detalladas. El lector podrá valerse del artículo de A. Grail, ya señalado.

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/ • ' . ' la iniíiación cristiana

misterio pascual y entonces halla todas sus perspectivas: revi­vimos a par la historia de Cristo y nuestra iniciación, conti­nuamos la peregrinación en la fe comenzada por Abrahán y aguardamos el bienaventurado advenimiento, o parusía. La lucha del cristiano y de la Iglesia, entre el Mar Rojo y el Jordán, tienen valor de signo. Cristo volverá para introducirnos en la tierra prometida. De este modo la muerte misma es sólo el «cumplimiento de nuestro" bautismo», como lo expresa admira­blemente una inscripción antigua 2.

2. BAUTISMO Y VIDA PERFECTA

Algunos entre los bautizados son llamados por el Señor a tomar estrictamente a la letra los consejos del evangelio y a establecerse, ya aquí bajo, en la condición celeste por la renuncia al matrimonio, a los bienes de la tierra, y por la vida en común. Es importante subrayar con san Pablo la signifi­cación escatológica de la vida monástica y, dentro de las debi­das proporciones, de las diversas formas de la vida religiosa:

lo efue digo, hermanos, es tfue el tiempo es breve. Por ío demás, gue ios gue tienen mujeres, sean como si no las tuvieran; y los efue.lloran como sí no lloraran, y los (\ue se alegran como si no se alegraran, y los gue compran como si no poseyeran, y los c¡ue usan de este'mundo como si no usaran, porque pasa la figura de este mundo (1 Cor. 7, 29-31.)

Pero hay que subrayar también que la vida perfecta se funda enteramente en el bautismo. Si el cristiano entra libre­mente en la vida de los consejos, se da perfectamente cuenta de que este paso es sólo una respuesta confiada a un llama­miento divino que se le ha adelantado. Las renuncias que se impone están en la misma línea que las de la metánoía bau­tismal. Aun cuando es ya un «convertido», promete la con­versión o cambio de sus costumbres. El celibato señaladamente es la manifestación esplendorosa del amor de Cristo a la Iglesia, amor cuyos efectos redentores nos hace sentir el bau­tismo. Como en el bautismo, el monje cambia el hábito con intento de dejar el mundo y revestirse más y más de Cristo.

2 Las obras fundamentales en esta perspectiva son: C. Marmion, Jesucristo vida del alma, ELE, Barcelona 1948; J. Hild, Dimanche et vic paséale, Brepols, 1949; Isabel de la Trinidad, Souvenirs.

VI

EL RECUERDO DEL BAUTISMO RECIBIDO

La liturgia contiene frecuentes recuerdos del bautismo, considerado como el acontecimiento decisivo de nuestra vida, fundamento lo mismo de la sjnaxis eucarística que de la espi­ritualidad personal1.

1. LA PEREGRINACIÓN A LOS LUGARES DURANTE LA SEMANA DE PASCUA

En la Roma antigua, cada tarde de la semana, desde el domingo mismo de pascua hasta el sábado in albis, los recién bautizados se volvían a reunir en la iglesia, rodeados de los fieles más antiguos. Allí recibían la catequesis de los sacra­mentos de la iniciación, no tanto por la predicación del obispo, cuanto por medio de una peregrinación que los conducía suce­sivamente al baptisterio y al oratorio de la confirmación2.

2. EL ANIVERSARIO DEL BAUTISMO

Los cristianos de la antigüedad eran fieles en celebrar el aniversario de su bautismo, un año después, día a día, de su ini­ciación. Para esta circunstancia había una misa con formulario propio. Pero todavía reavivaban más su bautismo participando en todos los ejercicios de la cuaresma, en que ellos encuadra­ban a los catecúmenos, y celebrando la noche de pascua.

. Actualmente, gracias a la restauración de la vigilia pascual, los cristianos hallan nuevamente una oportunidad ideal para celebrar el aniversario de su bautismo.

1 El mejor estudio es el de B. Fischer, Formes de la commémoration du baptéme en Occident, en LMD 58 (1959), p. 111-134.

2 Véase la descripción detallada en P. París, L'initiation chrétienue, Beauchesne, París 1948, p. 157-165.

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194 La iniciación cristiana

3. LA ASPERSIÓN DOMINICAL

Como quiera que cada domingo es una pascua semanal, en él han de recordar los cristianos que Cristo resucitó y que ellos están bautizados. A este recuerdo corresponde el rito de la aspersión del agua antes de la misa. El salmo 50 que lo acompaña es eco de la profecía de Ezequiel 36. En tiempo

•pascual, se sustituye por un responsorio bautismal. El acto de tomar privadamente agua bendita al entrar

en la iglesia y la señal de la cruz que entonces se hace, están también destinados a recordarnos el bautismo.

4. LA COMUNIÓN SOLEMNE

Según la tradición francesa, la comunión solemne está muy felizmente concebida como un aniversario de la iniciación, y lleva consigo la renovación de las promesas o compromisos del bautismo. Cierto que durante estos treinta años se ha tanteado mucho sobre la forma de presentar esta fiesta a los niños y a los fieles pero ya no cabe vacilación 3. El formulario mismo nos lo procura en adelante la vigilia pascual, a la que esta ceremonia ha de aproximarse lo más posible — en el tiempo y espíritu—•, por lo menos en los casos en que difi­cultades prácticas impidan que tenga lugar en ella.

5. LA RECOMENDACIÓN DEL ALMA Y LA MUERTE

La muerte del cristiano se presenta, en la tradición de la Iglesia y en la liturgia, como un nuevo bautismo4.

En el sepelio, la oración de la Iglesia sólo enuncia un motivo de la confianza en la misericordia de Dios: El difunto era un bautizado que había recibido de la Iglesia la fe (oraciones que se rezan en el cementerio), y estaba señalado con el sello de la Trinidad (oración Non intres).

3 Véase el volumen Communion solennelle et profession de foi, Cerf, París 1942. Luego trataremos nuevamente de la comunión solemne, p. 214.

4 Cf. los artículos: L'ordo commendationis animae, en LMD 15 (1948), p. 143-160; Comment meurt un cbrétien, en LMD 44 (1955), p. 5-28.

SECCIÓN II

LA C O N F I R M A C I Ó N

Al lado de la extraordinaria riqueza litúrgica y teológica del bautismo, el estudio del sacramento de la confirmación nos decepciona de pronto. Los signos que lo constituyen, la disci­plina que lo rige, son actualmente muy distintos en oriente y occidente, después de haber sufrido una evolución consi­derable. La mayor parte de los manuales pasan muy aprisa por sus efectos que describen en términos generales y vagos. Así se explica cierto desafecto que escandalizaba a santa Teresa del Niño Jesús. De ahí también una carencia de cate-quesis.

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I

EL SIGNO SACRAMENTAL Y EL MINISTRO

a) La Tradición apostólica de Hipólito, documento roma­no de los alrededores del año 200, describe así los .ritos que siguen al bautismo:

Y luego, cuando haya salido del agua, el bautizado sea ungido por un presbítero con el óleo gue ha sido santificado, diciendo: «Yo te unjo con el óleo santo en nombre de Jesucristo.» Y así, en/ufados cada uno vuélvanse a vestir y seguidamente entren en la Iglesia.

Y el obispo, a par gue les impone las manos, ore diciendo.- «Señor Dios, gue los has hecho dignos de merecer la remisión de los pecados por el baño de la regeneración del Espíritu Santo, envía sobre ellos tu gracia, a fin de gue te sirvan según tu voluntad, porgue a ti es dada gloria, al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo en tu santa Iglesia, ahora y por los siglos de los siglos. Amén.»

Luego derramando óleo santificado con su mano e imponiéndole sobre la cabeza, diga-. «Yo te unjo con óleo santo en el Señor Padre omnipotente y en Cristo Jesús y en el Espíritu Santo.»

Y signándole sobre la frente, déle el ósculo diciendo: «£/ Señor contigo.» Y el gue ha sido signado diga: «Y con tu espíritu.» Y así haga con cada uno.

Con escasas diferencias, puede decirse que éste ha seguido siendo el ritual de la Iglesia romana hasta hoy día1.

b) Efectivamente, el actual rito latino distingue siempre dos unciones con el crisma, una que pertenece al bautismo y la ejecuta el presbítero que bautiza, y otra normalmente reser­vada al obispo y característica de la confirmación. Además, la segunda unción va acompañada de la imposición de la mano y de una consignación o señal de la cruz. La imposición de la mano es indicada por el código canónico como gesto esencial:

£1 sacramento de la confirmación ha de conferirse por la imposición de la mano con unción del crisma sobre la frente... (Can. 780.)

1 También lo era. de la Iglesia africana, como lo atestigua Tertuliano en sus diversas obras; véase particularmente el texto citado, supra, p. 29,

El signo sacramental y el ministro ¡$7

En cuanto a la señal de la cruz, los ritos mismos la ponen de relieve:

N., yo le signo con la señal de la cruz y te confirmo con el crisma de salud, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Así,, pues, la confirmación comprende siempre tres signos .-imposición de la mano, unción y consignación. La sola dife­rencia con la práctica antigua está en que los gestos se ejecutan simultáneamente, y antiguamente eran sucesivos.

Los gestos esenciales van precedidos de una oración, muy próxima a la de Hipólito, que subraya el vínculo de cuasi-continuidad que ha de haber entre el bautismo y la confir­mación. Se ha añadido una imposición de.manos sobre todos los candidatos a la vez y una letanía de los dones del Espíritu Santo; pero estas dos ceremonias no son esenciales al sacra­mento. Como antaño, el rito se cierra por el deseo de la paz, y se ve bien que el gesto de la mano que lo acompaña remplaza o sustituye al beso antiguo. Se trata de una caricia y no de un cachete, como creyeron los comentadores de la edad media y como repiten aún. muchos catequistas 2.

c) Dos elementos del ritual que acabamos de describir, aparecían ya. en los Hechos de los apóstoles-, la imposición de manos y la necesidad de la intervención del grado su­premo de la jerarquía:

Felipe, gue había bajado a la ciudad de Samaría, les predicó a Cristo... Y cuando creyeron a Felipe gue les daba la buena nueva del reino de Dios y del nombre de Jesucristo, se bautizaron hombres y mujeres... Oyendo, pues, los apóstoles gue estaban en Jerusalén cómo Samaría había recibido la palabra de Dios, enviaron allá a Pedro y Juan, los cuales, bajado gue hubieron, hicieron oración por ellos para gue recibieran el Espíritu Santo, pues no había aún descendido sobre ninguno de ellos, y sólo estaban bauti­zados en el nombre del Señor Jesús. Entonces imponían las manos sobre ellos, y recibían el Espíritu Santo. (Act. 8, 5-17.)

2 Sobre la oración final, cf. ¿n/ra, p. 206. Cada confirmando ha de tener un padrino y cada confirmanda una madrina, que escogen ellos mismos (en su defecto, los designa el ministro) y que en principio son distintos del padrino y madrina del bautismo, cuando los dos sacramentos están separados en su administración (can. 793-794). Cf. G. Fransen en LMD 54 (1958), p. 148-153.

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l<m La iniciación cristiana

Con este episodio hay que relacionar el de Act. 19, 1-7. Los discípulos de Juan Bautista en Efeso se enteran por Pablo que deben recibir un nuevo bautismo, el de Jesús-.

Oyendo esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús, e, impo­niéndoles Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo, y hablaban lenguas y profetizaban.

d) Aun cuando comentan fielmente estos textos, los padres (¡riegos describen un ritual más somero, en que sólo queda la unción con el crisma. Orígenes en Alejandría (siglo ni), san Cirilo en Jerusalén3 (fin del siglo w), son de sentir que el gesto de la unción produce ciertamente por sí solo el efecto atribuido por los Hechos a la imposición de las manos, y hace participar al cristiano en la efusión del Espíritu Santo, recibido por Jesús después de su bautismo4. Además, los orientales han aban­donado generalmente la unción posbautismal, que en occidente ha permanecido distinta de la confirmación y, por añadidura, la unción de la confirmación es dada por el sacerdote que bautiza, en lugar de reservarse al obispo. No obstante esto, la práctica de la Iglesia tiene por válida la confirmación admi­nistrada por los ritos orientales.

e) Esta gran diversidad de usos es una de las pruebas más evidentes de la amplitud de -juego dejada por Cristo a su Iglesia en la determinación y uso de ciertos signos sacra­mentales.

/) Aújn en occidente en que la confirmación está, en principio, reservada al obispo, se prevén excepciones que per­miten a simples sacerdotes confirmar ora por concesión de derecho, ora por delegación a título personal. Así, el decreto Spiritus Sancti muñera (14 setiembre 1946) concede a los párrocos la facultad de confirmar' dentro de su territorio a los fieles que se hallen en peligro de muerte. Estos sacerdotes occidentales, como los orientales, son siempre ministros extra­ordinarios y utilizan el crisma consagrado por el obispo. Sólo los obispos son ministros ordinarios (concilio de Trento, cf. D. 967; CIC can. 782).

3 O su sucesor Juan, pues hoy día se discute la atribución de las catcquesis mistagógicas a san Cirilo.

4 Textos citados en Christo signati (obra indicada en la bibliografía de esta parte), p. 34-35.

II

¿A QUE EDAD HAY QUE CONFIRMARSE?

Aquí también, la práctica de la Iglesia ha pasado por nu­merosas fluctuaciones y aun ahora es diferente según los países.

a) Evidentemente, no cabe vacilación en el caso de la iniciación cristiana de un adulto. Si el obispo mismo preside su bautismo, le confiere inmediatamente la confirmación, antes incluso de que se celebre la misa en que el neófito comulgará por vez primera. Si no, se lo conducirá lo antes posible al obispo, para que éste complete la iniciación.

b) La disciplina ha sido más fluctuante respecto de los niños. En la antigüedad, la confirmación se les daba inmediata­mente después del bautismo, por razón de que éste era siempre presidido por el obispo. Igualmente en oriente, como quiera que los sacerdotes tienen facultad de administrar este sacra­mento juntamente con el bautismo, los niños lo reciben inmer diatamente. En occidente, ha prevalecido la regla de que se difiera la confirmación de los niños hasta la edad de siete años por lo menos y que su recepción vaya precedida de una catequesis suficiente (can. 786-788); pero no se trata de un principio. En efecto, en peligro de muerte, es conveniente confirmar a los niños pequeños (can. 788), y la costumbre antigua se ha conservado en algunos países occidentales, como España. Otros países, en cambio, han retardado la confirma­ción hasta la edad de once o doce años. Lo esencial es que se evite fundar estos usos en principios teológicos erróneos, como sería, por ejemplo, la confusión entre las edades espiri­tuales y las-del cuerpo. Aun los niños pequeños pueden ser «adultos» según la gracia, al paso que hay viejos que renacen por el bautismo (3, q. 72, a. 8). Sería, por ende, censurable hacer de la confirmación el «sacramento de la adolescencia». Sólo consideraciones pastorales deciden, en cada diócesis, la edad más conveniente.

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III

VINCULO ENTRE EL BAUTISMO Y LA CONFIRMACIÓN

De las vicisitudes litúrgicas y disciplinares que encontra­mos en el ritual y en la disciplina de la confirmación resulta que este sacramento es distinto del bautismo, pero está en estrecha relación" con él.

a) A menudo se ha desconocido el vínculo cjue los une. La tradición, sin embargo, afirma unánimemente que la con­firmación «acaba» o «perfecciona» al bautismo. El nombre mismo de «confirmación», empleado desde el siglo v en la Iglesia latina para designar el segundo sacramento1, ha de relacionarse con el vocabulario usado por las liturgias antiguas para la eucaristía. Dar la especie del vino al que había reci­bido el pan consagrado, se llamaba también «confirmar», tér­mino que expresa plenitud, acabamiento. De hecho, el cris­tiano, recibida la confirmación, es perfecto, en el sentido que ha alcanzado, en el plano del carácter sacramental, la plenitud de semejanza con Cristo compatible con el estado laical. El bautismo le ha hecho nacer, la confirmación lo hace adulto, a semejanza de la vida corporal que entraña «una perfección especial cuando el hombre llegado a la edad adulta, puede cumplir perfectamente los actos de hombres, como dice el apóstol: «Una vez que llegué a hombre, dejé las cosas de niño» (1 Cor. 13, l l ) 2 . La continuidad de la acción litúrgica, en la antigüedad y, aun ahora, en oriente, es expresión de la conti-n ¿bd de la obra espiritual. Además, por lo menos en occi­dente, la confirmación da a la iniciación cristiana su sello jerár­quico: comenzada por el sacerdote, sólo por el obispo se acaba.

1 Concilio de Orange, en 441, can. 1) cf. LMD 54 (1958), p. 16-18. 2 3, q. 72, a. 1.

Vínculo entre el bautismo y la confirmación 201

b) Pero esta complementariedad de los dos sacramentos no nos ha de impedir que se los distinga. De hecho, en ciertas catequesis antiguas, se hallan dos clases de confusiones:

1. La confusión entre la unción que caracteriza al cris­tiano y la que es propia del confirmado3. Ahora bien, aun antes de la confirmación, el cristiano es otro Cristo, que parti­cipa en la unción regia y sacerdotal de Jesús.

De ahí que, en occid?nte, se ha mantenido firmemente un rito de unción en el bautismo, distinto del rito de la con­firmación. Desde su bautismo, el cristiano está señalado por el carácter, marca indeleble de Cristo. Cuando los padres de la Iglesia quieren precisar estas distinciones, notan que hay en Cristo dos unciones diferentes: la de la encarnación y la que siguió al bautismo de Juan (cf. infra, p. 203).

1. La atribución a la confirmación de la gracia propia del bautismo. Este segundo error parece haber sido patroci­nado por Tertuliano y san Cipriano, por razón de ciertas expresiones por ellos empleadas:

No es cjue alcancemos en el agua el Espíritu Santo, sino cjue, purifi­cados en e! agua por el ángel, nos preparemos para recibir el Espíritu Santo. (Tertuliano, De baptismo 6, 1.)

San Cipriano, particularmente, parece decir también que el bautismo no da todavía el Espíritu Santo, reservado a la confirmación: «Como sucedió al primer hombre Adán. Primero lo plasmó Dios y luego insufló en su faz el aliento de vida»1

(carta 74, 7). Y hasta los Hechos de los apóstoles se prestarían a esta

interpretación, por ejemplo en 8, 16-17 (texto citado más arriba).

De ahí la opinión de autores anglicanos modernos (Gregory Dix) y de algunos católicos (L. Bouyer, A. Henry), según los cuales el bautismo tendría un efecto de purificación y prepa­ración; pero el don del Espíritu Santo, reservado a la confir­mación sólo se daría en el bautismo en el «voto» de la confirmación 4.

3 Cf. los textos patrísticos en J. Daniélou, Bible et liturgie, p. 157-173. Esta confusión está, por lo demás, cercana a los elementos que fundan la distinción.

4 Cf. Iniciación teológica, III, Herder, Barcelona 1958, p. -1CG s.

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202 La iniciación cristiana

Sin embargo, esta manera de presentar la relación entre los dos sacramentos desconoce el pensamiento profundo de Tertuliano y san Cipriano, sobre los que pretende fundarse. Y es teológicamente inaceptable, pues la Iglesia se ha negado siempre a reconocer en la confirmación un sacramento nece­sario con necesidad de medio para la salvación (can. 787). El Espíritu Santo se da ya en el bautismo, porque sin El no habría remisión de los pecados ni gracia, y este don es propio del primer sacramento, que, por sí solo, realiza la unión de «agua y espíritu». Lo mismo que hay que reconocer dos unciones de Cristo, así hay también dos misiones distintas del Espíritu Santo: la del bautismo y la de la confirmación 5.

5 Sobre todo esto, cf. A. G. Martimort, La confirmaron, en Com-munion solennelle et profession de foi, p. 161-164; T. Camelot, en «Rev. des se. phil. et théol.», 1954, p. 637-657; sobre todo T. Camelot, en LMD 54 (1958), p. 79-91.

IV

LOS EFECTOS DE LA CONFIRMACIÓN

Cuando se quiere precisar los efectos de la confirmación y distinguirlos de los del bautismo, sólo hay un método válido: el que busca en la tradición bíblica y patrística la inteligencia de los signos sacramentales, y el enlace con los misterios de Cristo del carácter impreso en el alma.

1. LAS DOS UNCIONES DE CRISTO: LA UNCIÓN DE LOS PROFETAS

Los padres de la Iglesia, señaladamente los padres griegos y orientales, distinguen dos unciones de Cristo, y dos misiones del Espíritu Santo sobre El1.

La primera, regia y sacerdotal, es la de la encarnación. El Espíritu Santo es el autor mismo de este misterio, como lo proclaman el símbolo: «Y se encarnó de María virgen por obra del Espíritu Santo», y el evangelio (cf. Le. 1, 35).

La segunda unción fue la que se puso de manifiesto en la venida del Espíritu Santo en forma de paloma, después de recibir el bautismo de Juan (Le. 3, 21-22).

Esta segunda unción de Cristo lo presenta a los hombres como el profeta de la nueva ley, y verifica, según Jesús mismo, la profecía de Is. 61, 1-2 (según los Setenta):

El Espíritu del Señor sobre mí, porc¡ue me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos la liberación y a los ciegos la recuperación de la vista, a volver la libertad a los opri­midos y pregonar el año de gracia del Señor. (Le. 4, 16-21.)

1 La documentación más importante a este respecto ha sido reunida por J. Lécuyer: Pentecóte et episcopaf, en LVS 86 (1952), p. 457-461; Le sacerdoce dans le mystére du Crist, París 1957, 974 32 y 225-250; La confirmation ebez les Peres, en LMD 54 (1958), p. 23-52.

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204 La iniciación cristiana

Por lo demás, en el Antiguo Testamento, el Espíritu del Señor se da siempre para una misión publica que requiere fortaleza y audacia; pero más generalmente para constituir a alguien en la función y en la gracia de profeta. El Espíritu habla por los profetas (símbolo de Constantinopla y Zac. 7, 12) 2.

Ahora bien, la confirmación hace participar al cristiano en la misión profética de Cristo. Ella reproduce en el bautizado lo que aconteció con Jesús al salir del agua en el Jordán.- la misma unción, el mismo envío del Espíritu Santo, el mismo resultado de la venida del Espíritu Santo. Esta afirmación se halla en san Hilario de Poitiers, san Optato, san Atanasio, san Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuesta 3, así como en san Ireneo y san Cirilo de Alejandría4. De esta unanimidad'tradicional hay que concluir que el Espíritu Santo se da por segunda vez al cristiano en la confirmación para hacer de él un heraldo del evangelio, un testigo y mensajero de Cristo profeta.

2. EL PERFUME DEL EVANGELIO

La misma conclusión se saca del hecho que, en la confir­mación, no se emplea el aceite ordinario, sino el perfumado. Al confeccionar el crisma, el obispo de rito latino mezcla con el aceite bálsamo de Arabia o de San Salvador, al paso que los patriarcas de rito oriental dosifican sabiamente un gran número de esencias. Ahora bien ¿qué significa el perfume para los padres que hacen la catequesis de la confirmación? Significa la realización por el cristiano de lo que san Pablo afirma de los predicadores del evangelio-.

Gracias sean dadas a Dios (fue, en todo momento, nos Ueva en triunfo por Cristo, y esparce, en todo lugar, el buen olor de su conocimiento por ministerio nuestro. Y es así Que somos buen olor para Dios en los c¡ue se salvan y en los cjue se pierden: para unos, olor cjue de ¡a muerte conduce a la muerte, para otros, olor Que de la vida lleva a la vida. Ahora bien, ¿quién será idóneo para eso? Porgue no somos como la mayoría (fue trafican

2 Cf. las referencias bíblicas y patrísticas indicadas en A. G. Mar-timort, Communion solennelíe et profession de foi, p. 169-171, y más aún las que trae J. Lécuyer en los trabajos indicados en la nota anterior.

3 Cf. o. c, p. 165-166. 4 J. Lécuyer, en LVS 86 (1952), <p. 461.

ios efectos deja confirmación 205

con la palabra de Dios. No, nosotros hablamos en Cristo con sinceridad, como enviados de Dios, delante Dios. (2 Cor. 14-17.)

Este texto es expresamente citado, a propósito de la con­firmación, por Cirilo de Jerusalén, Atanasio, Hilario, las Cons­tituciones apostólicas, y lo recoge santo Tomás de Aquino 5. Se nos advierte, pues, que el cristiano confirmado ha de dar sin cesar y casi por su sola presencia un testimonio de Cristo en sus diarios contactos con los gentiles. Por lo demás, nuestro buen olor de Cristo no es una difusión muelle y negligente, insípida como ciertos perfumes comerciales. Si nuestro testi­monio es auténtico, ha de operar la trágica discriminación entre los hombres, que provoca la predicación del evangelio: olor que mata o que da vida.

Compréndese igualmente por este simbolismo el sentido preciso en que la confirmación hace pasar del estado de ñiño al de adulto. No es cuestión de talla ni de crecimiento, sino cambio de situación social: «Llegado a la edad adulta, el hom­bre que hasta entonces sólo vivía para sí, da sus primeros pasos en la sociedad de sus semejantes» 6. Hay, pues, buena razón para fundar sobre el carácter de la confirmación todo el trabajo de la acción católica.

3. LA IMPOSICIÓN DE MANOS Y EL ESPÍRITU DE PENTECOSTÉS

A decir verdad, entre la unción y la imposición de manos, no hay, para los padres de la Iglesia, diferencia alguna de simbolismo. Uno y otro gesto les parece reproducir sobre el cristiano lo que aconteció sobre Jesús en su bautismo 7. Ambos se refieren a Is. 61, ambos significan el envío para una misión con cambio interior y don del Espíritu Santo8. Mas el gesto de la imposición de las manos añade un matiz importante: el que da el Espíritu, es que lo ha recibido él primero; el poder que confiere es una emanación del suyo 9.

5 A. G. Martimort, o.c, p. 179-181. 6 3, q. 72, a. 2. 7 A. G. Martimort, o. c, p. 165. 8 Cf. supra, p. 124-125: El signo de la imposición de manos. 9 Acaso sea esto lo que explique el cambio de signo en oriente.

Un obispo podría, como los apóstoles, confirmar con la sola imposición de manos, si así lo decidiera la Iglesia; pero un simple sacerdote nc puede, y tiene necesidad de una cosa material intermedia.

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206 La iniciación cristiana

Precisamente, el Espíritu que se da en la confirmación es el «Espíritu de Pentecostés», recibido por los apóstoles y comunicado a los fieles por ellos y sus sucesores. Así lo afirma la oración final de la ceremonia en el rito romano:

Oí) Dios (fue diste a los apóstoles el Espíritu Santo y cjuisiste se trans­mitiese a los fieles por medio de ellos y de sus sucesores...

Ahora bien, esta oración es mero eco fiel de la predicación de los apóstoles: «Estos hombres han recibido el Espíritu Santo, lo mismo que nosotros»; «Dios que conoce los corazones ha dado testimonio en favor de ellos, dándoles el Espíritu Santo, como a nosotros, y no ha hecho diferencia entre ellos y nos­otros». El acontecimiento que hace tanto ruido y atrae a la muchedumbre la mañana de Pentecostés no está reservado a sólo los apóstoles: «La promesa es para vosotros, para vuestros hijos y para todos los que están lejos» (Act. 15, 8-9; 10, 45-47; 11, 15; 2, 38-39).

¿Cuál es esa promesa? La del profeta Joel y la de Jesús. Joeí, citado por san Pedro (Act. 2, 17 ss.), había entre­

visto el día en que la profecía, en lugar de ser un privilegio raro y aislado, sería herencia de todo el nuevo pueblo de Dios (Joel 2, 28 ss.).

Jesús había asegurado a los apóstoles que El les enviaría el Espíritu Santo para que fueran testigos suyos. El testimonio más brillante lo darían los apóstoles ante los tribunales sin tener que preocuparse de lo que tendrían que decir: «Porque el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.» Profeta y testigo son dos términos que resultan idénticos en el Nuevo Testamento y designan al que confiesa valientemente el nom­bre de Cristo. Los apóstoles, Esteban, Pablo y otros, una vez que han recibido el Espíritu Santo, ya no pueden callarse, aun ante la amenaza y la muerte 10.

4. LA FORTALEZA DE LOS MÁRTIRES

Una afirmación constante de la tradición es que la confir­mación procura una gracia de fortaleza para la lucha u .

1 0 Sobre todo esto, referencias en A. G. Martimort, o. c , p. 171-178. 1 1 Cf. las referencias, ibid., p. 182-184. Sólo se pronuncia falsamente

contra esta unanimidad L. Bouyer, Que signifie la confirmation?, en

Los efectos de la confirmación 207

Pero la fortaleza y lucha del confirmado difieren de la gracia del bautizado. Este es ya un soldado de Cristo, alistado, para un combate gigantesco, en su milicia. Las pruebas que ha de afrontar el confirmado son las que esperan a los pro­fetas y apóstoles. El testimonio exige fuerza, la fuerza del Espíritu. El Señor escogió a sus profetas de entre gentes tímidas y balbucientes y, sin embargo, los profetas fueron perseguidos. Cristo murió víctima de su testimonio bajo Poncio Pilato, y el discípulo no puede ser más que el maestro: «Seréis entregados por vuestros mismos padres y madres y hermanos y parientes y se os hará morir, y seréis aborrecidos a causa de mi nombre» w

La oración consecratoria del crisma habla, en este sentido, de una «unción de los mártires», que se identifica con la de los profetas. Y santo Tomás es de sentir que la gracia del martirio no se da nunca sin el sacramento de la confirmación, o, por lo menos, sin deseo de ella:

Puede concederse a un hombre la fortaleza espiritual para confesar públicamente la fe de Cristo sin el sacramento de la confirmación, como puede también conseguir la remisión de los pecados sin el sacramento del bautismo. Sin embargo, a la manera cfue nadie logra el efecto del bautismo sin el deseo o voto del bautismo, así nadie logra el efecto de la confir­mación sin voto de la misma. (3, q. 72, a. 6, ad 1.)

En conclusión, el sacramento de la confirmación imprime en nosotros el carácter indeleble • que nos configura a Cristo profeta de la nueva ley y nos hace testigos suyos ante los nombres, dándonos para esta misión una gracia de fortaleza que puede llegar, si fuere menester, hasta el martirio.

«Paroise et liturgie» 2 (1952), p. 56-57; crítica al padre Bouyer por P. Anciaux, Christo signati, p. 22, y por A. G. Martimort, o. c, p. 182-184.

1 2 Sobre este texto y otros, cf. o. c, p. 185-186.

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SECCIÓN III

LA EUCARISTÍA, TERMINO DE LA INICIACIÓN CRISTIANA1

1 No se trata aquí del estudio teológico completo del sacramento de la eucaristía — estudio que será tema de la parte IV — sino sólo de la comunión eucan'stica, en cuanto sacramento de la iniciación, unido consiguientemente al bautismo y a' la confirmación. Aspecto muy impor­tante desde el punto de vista catequético.

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I

NO HAY INICIACIÓN CRISTIANA SIN LA EUCARISTÍA

a) En la liturgia antigua, la celebración de la eucaristía seguía obligatoriamente al bautismo, como lo echamos de ver en el relato de san Justino Mártir (í Apología 65, 1) 2, en la Tradición Apostólica de Hipólito 3 de hacia el año 200 y, seña­ladamente, en las catequesis de san Agustín, san Ambrosio, san Cirilo de Jerusalén, etc. Todos los bautizados, sin excep­ción alguna, fueran adultos o párvulos, recibían la comunión.

b) Pero los padres subrayan el profundo vínculo c\ue une al bautismo con la eucaristía, vínculo tan fuerte que los bauti­zados tienen prisa por acercarse al sacramento del altar:

Has visto —dice por ejemplo san Juan Crisóstomo—, cuál era ía figura y cuál la realidad. Voy a hacerte ver también la mesa y la comunión de los misterios aguí esbozados. Efectivamente, después del paso del mar bajo ¡a nube, prosigue Pablo (1 Cor. 10, 3-4): «Y todos comieron la misma comida espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual.-»

Como tú, al salir del agua, te apresuras hacia la mesa, así ellos, en saliendo del mar, marcharon a una mesa nueva y maravillosa, gue fue el maná. Y como tú tienes una bebida misteriosa, Que es la sangre saludable, asi ellos tuvieron una especie maravillosa de bebida, una abundancia de agua, c¡ue brotaba de la roca. (Hom. 23, in 1 Cor. 10, núm. 2.)4

Y san Ambrosio, comentando el salmo 11:

Depuestos los despojos del antiguo error, renovada su juventud como la del águila, se da prisa en acercarse al convite celeste. Se llega, pues, y hallando el altar sacrosanto preparado, exclama y dice: «Has preparado una mesa en mi presencia*11.

2 J. Solano, Textos eucaristicos primitivos. I, BAC, Madrid 1952, núm. 91.

3 Cf. o.c , I, núm. 172-175. 4 Ibid., núm. 740. 5 De mysteriis 43; cf. Textos primitivos, t. I, núm. 573.

No hay iniciación cristiana sin eucaristía 211

c) Este vínculo consiste en la unidad del misterio pascual: el bautismo toma su eficacia del sacrificio de Cristo, que la eucaristía nos hace presente. La sangre en que somos lavados, nos es presentada en bebida. El bautismo nos incorpora a Cristo, pero el cuerpo de Cristo se nos da en alimento para sellar nuestra unión con El. El bautismo nos abre el camino de la tierra prometida, y la eucaristía es su anticipo y prenda, como lo proclama el antiguo rito de beber leche y miel. En el plano de las figuras, san Juan Crisóstomo recordaba que

•el maná y el agua de la roca habían seguido al paso del Mar Rojo; otros padres hicieron notar que el corder'o pascual cuya sangre señalaba las puertas y libraba del exterminio (bau­tismo), debía comerse durante una comida de marcha (euca­ristía). En el plano de las realidades, el bautismo y la eucaristía constituyen juntos el sacramento pascual, participación con Cristo muerto y resucitado:

A la manera como, por la muerte de Cristo, recibimos el nacimiento del bautismo, así también, por medio de su muerte, recibimos sacramental-mente el alimento... Tomar la oblación y participar en los misterios, es conmemorar la muerte de nuestro Señor, gue nos procura la resurrección y el goce de la inmortalidad. Y es así gue efuíenes por la muerte de Cristo nuestro Señor hemos recibido un nacimiento espiritual, es conveniente gue, por la misma muerte, recibamos el alimento del sacramento de inmortalidad. Debemos alimentarnos de lo mismo de gue hemos nacido... (Teodoro de Mopsuesta, Homilía 15, núm. 6.)6

El bautismo empieza «lo que la eucaristía acaba plenamente. La incorporación a Cristo, sólo se cumple plenamente por la recepción de los dos sacramentos»7.

6 Textos eucaristicos primitivos, t. II, núm. 144. 7 J. Daniélou, Bapléme, pague, eucharistie, en Communion soknnelte

el profession de fox, p. 131. Léase todo el artículo, que es capital.

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II

LA PRIMERA COMUNIÓN

,. LA PRIMERA COMUNIÓN DEL ADULTO

Hoy, como antaño, la primera comunión ha de seguir inme­diatamente al bautismo,, como lo prescriben el código de dere­cho canónico (can. 753, 2) y el ritual romano (Tít. II, cap. 4, núms. 7 y 52). Consiguientemente, un adulto que no se juzga preparado para comulgar, no debería ser tampoco admitido al bautismo, y la preparación al bautismo sólo puede concebirse incluyendo su término/ que es la eucaristía. La importancia pastoral y catequética de este principio no puede ocultarse a nadie.

2. LA PRIMERA COMUNIÓN DEL NIÑO

a) Hasta el siglo XIII, es decir, mientras se mantuvo en occidente la comunión bajo la especie de vino, los pequeñuelos recibían la comunión en el momento de ser bautizados y con­tinuaban siendo admitidos a la eucaristía.

b) En oriente, donde persiste el uso del cáliz para los fieles, se ha mantenido la comunión de los párvulos, no sólo el día de su bautismo, sino todos los domingos.

c) En occidente, se introdujo progresivamente el abuso de retrasar la comunión de los niños hasta una • edad. muy avanzada, hasta los catorce y, a veces, los dieciséis y dieci­siete años. San Pío X puso felizmente remedio a,ello, por su decreto Quam sincjulari, de 1910, que ha pasado definitiva­mente al código de derecho canónico (can. 854). He aquí las principales disposiciones:

1- La Iglesia no ha. creído haya de volverse a la antigua disciplina ni a la de los ritos orientales, y reserva normalmente la eucaristía, entre los latinos, a los niños que han llegado a la

La primera comunión 213

edad de discreción, es decir, que tienen uso de razón, han recibido una instrucción somera en religión y pueden prepa­rarse a recibir con piedad la comunión. Estas condiciones se cumplen alrededor de los siete años, y a veces antes. En cambio, con niños mentalmente atrasados, habrá que esperar más tiempo. En todo caso, negar la eucaristía a los niños y reser­varla a los adolescentes es un grave abuso.

2? No es el párroco quien decide la admisión masiva y reglamentaria de los niños a la eucaristía. Como quiera que la edad varía según los sujetos y los ambientes, la iniciativa corresponde a los padres y al confesor. Desgraciadamente, se ha desconocido este papel activo de los padres, tan importante en la perspectiva de san Pío X, y que la pedagogía catequética actual trata de revalorar. Es menester lograr que los padres sean capaces de preparar a sus hijos para la eucaristía y atender la determinación del momento. El párroco tiene una deber de vigilancia y orientación y, eventualmente, de suplemento de la acción de los padres.

3§ En peligro de muerte, la Iglesia es menos exigente aún para dar a un niño el viático. Se dará la comunión al niño, si es capaz de discernir que la eucaristía no es una comida ordinaria y la recibe con religioso respeto.

De esta manera, la primera comunión de los niños queda en adelante repuesta en la auténtica perspectiva de la iniciación cristiana. Lo mismo ha de acontecer en el catecismo-, éste corresponde, después de la iniciación, a lo que es el catecu-menado antes del bautismo para los-adultos; pero ha de tener en cuenta la diferencia radical que existe entre un bautizado y un catecúmeno. Es el desenvolvimiento del germen depo­sitado en el bautismo- fe, gracia y victoria contra Satanás.

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III

LA COMUNIÓN SOLEMNE

12 Dentro de la auténtica perspectiva de la tradición, hay lugar para recuerdos periódicos de la iniciación recibida y reno­vaciones de las promesas bautismales. El formulario de la noche de pascua, ya lo hemos dicho, es el sólo válido para ello. La comunión solemne1 es una ocasión especial en esta serie de aniversarios y renovaciones de las promesas.

22 Pero sería un grave error doctrinal presentar esta fiesta en el sentido de que ella creara, para el bautizado, un estado nuevo, cuando a la verdad nada añade al compromiso contraído en el bautismo. No es una entrada en la comunidad, cosa hecha igualmente desde el bautismo. Tampoco es la primera conciencia de estas realidades. Desde el despertar de su razón, el niño ha debido confesar la fe por la oración y la recepción de la eucaristía, señalar por el sacramento de la penitencia su entrada en la lucha y su renuncia a Satanás y descubrir la Iglesia en la misa dominical.

32 La comunión es esencial, y hasta es el momento prin­cipal de la fiesta, por ser el único sacramento reiterable de la iniciación y porque contiene, como hemos dicho, la causa misma de nuestro bautismo: «Ella es el documento que nos impide olvidar jamás el acontecimiento esencial de la his­toria; pero es también el memorial eficaz de nuestro bau­tismo. Ella nos impide olvidar el acontecimiento esencial de nuestra historia y renueva en nosotros sus efectos santifica dores» 2.

1 El autor escribe refiriéndose a la práctica de su país: allí al llegar al uso de razón se recibe la comunión sin solemnidad. Más adelante tiene lugar la «comunión solemne».

2 Cf. J. Daniélou, Comnmtii'on soíennelle et profession de /oí, p. \VÍ

La comunión solemne 215

42 Otras comuniones solemnes jalonarán la vida del cris­tiano, en el momento de nuevos compromisos que tienen, todos, su fundamento en el bautismo. La más solemne de las comu­niones es el viático, como quiera que la muerte del cristiano está situada toda entera en la perspectiva pascual y bautismal3.

3 Cf. infra, p. 307.

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P A R T E IV

LA E U C A R I S T Í A

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B I B L I O G R A F Í A

.1. Obras de conjunto y esludios propiamente litúrgicos'

Concilio de Trento, sesión 13 y 22 (D. 873d-893; 937a-956). Pío XII, Mediator Dei, Sigúeme, Sabmanca 41959. — Discurso al Congreso de Asís (22 setiembre 1956), en «Ecclesia» 794

(1956), p. 8 ss. Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 73-83; edición bilingüe, BAC, Madrid

1957, t. XIII. Directoire pour la pastorale de la messe á l'usage des diocéses de France,

Bonne Presse, París 1956. J. de Baciocchi, La vida sacramentaría de la Iglesia, p. 19-58. A. Grail y A. M. Roguet, La Eucaristía, en Iniciación teológica, t. III,

p. 405-442. Las «Reflexiones y perspectivas» (p. 442-473) no son de estos autores. Su calidad, desgraciadamente, es muy inferior.

J. Jungmann, El sacrificio de la Misa, BAC, Madrid 1951. A. M. Roguet, La Misa, Estela, Barcelona 1960. L. Duchesne, Origines de cuite chrétien, Boccard, París 51925. J. Jungmann, La grande priére eucbaristigue, les idees fundamentales du

canon de la messe, Cerf, París 1955. N. Maurice-Denis y R. Boulet, Eucbarislic, on la messe dans ses varietés,

son histoire et ses origines, Letouzey, París 1953. La messe et sa catéchese (Vanves 1946), Cerf, París 1947. Petit paroissien des lilurgies orientales, Harissa (Líbano) 1941. B. Botte y C. Mohrman, L'ordinaire de la messe, texte critique, traduction

et notes, Cerf, París 1953.

2. Textos patrísticos

Textos eucarístícos primitivos (TEP), edición bilingüe preparada por el padre Jesús Solano: t. I, Hasta fines del siglo IV, t. II, Hasta fines de la época patrística, BAC, Madrid 1952 y 1954. Obra extremadamente práctica, verdadero enchiridíón de los textos patrísticos que hacen referencia a la Eucaristía.

Padres apostólicos (PA), edición bilingüe preparada por Daniel Ruiz Bueno, BAC, Madrid 1950.

Padres apologistas griegos (PAG), edición bilingüe preparada por Daniel Ruiz Bueno, BAC, Madrid 1954.

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220 La eucaristía

3. Perspectivas bíblicas

j . Daniélou, Bibíe et Liturgie, Cerf, París 1951, p. 174-280. — Sacramentum futuri, Beauchesne, París 1951, p. 97-111, .131-176. L. Bouyer, La Bible et 1'Evangile, Cerf, París 1951, sobre todo p. 23-28,

255-268. «Lumiére et Vie» 31 (1957): L'eucaristie dans le Nouveau Testament.

4. Diversas obras y artículos Mesantes

J. Aubry, L'eucharistie, sacretnent de Vamour mutuel du Christ et de son Eglise, en «L'Union», setiembre-octubre, noviembre, diciembre de 1956 y enero-febrero de 1957.

O. Casel, Le memorial du Seigneur, Cerf, París 1945. R. García Rodríguez, La Eucaristía en la vinculación del hombre con Dios,

en «Ciencia Tomista» 84 (1957), p. 399-424. M. Llamera, La Eucaristía y las virtudes teologales, en «Ciencia Tomista»

84 (1957), p. 345-398. E. Masure, Le sacriflce du chef, Beauchesne, París 1932. — Le sacrifice du Corps mystidue, Desclée, París 1950. Y. de Montcheuil, Mélanges tbéologicfues, Aubier, París 1946, p. 23-48:

L'eucharistie dans le Nouveau Testament, p. 49-70: L'unité du sacrifice et des sacrements dans l'eucharistie.

M. Nicolau, La Comunión y la vida de la gracia, en «Revista española de teología» 18 (1958), p. 35-59.

A. M. Roguet, L'unité du Corps mystigue dans la charité, «Res sacramenti* de l'eucharistie, en LMD 24 (1954), p. 20-45.

A. Vonier, La cíe} de- la doctrine etKharisti^ue, Cerf, París 21956.

PROBLEMAS DE MÉTODO EN LA TEOLOGÍA Y PEDAGOGÍA DE LA EUCARISTÍA

¿EXIGE EL ESTUDIO DEL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA UN MÉTODO DIFERENTE'DEL DE LOS OTROS SACRAMENTOS?

Santo Tomás y, después de él, los teólogos en general subrayan las importantes diferencias que ponen la eucaristía aparte de los otros sacramentos *:

a) La eucaristía contiene a Cristo mismo, que ha pade­cido y resucitado, en tanto que los otros sacramentos son ciertamente actos de Cristo, pero no llevan consigo su pre­sencia en el sentido de la eucaristía.

b) A diferencia del bautismo, de la confirmación y del orden, que sólo existen como sacramentos cuando se ejecuta el gesto y se pronuncian las palabras sobre alguien, la euca­ristía se da por la consagración del pan y del vino, indepen­dientemente de la comunión, de suerte que se la reserva en el sagrario y se conserva la presencia sacramental de Cristo.

c) Sólo la' eucaristía, entre los otros sacramentos, tiene una eficacia que sobrepasa al "sujeto que la recibe, puesto que es un sacrificio.

A causa de estas diferencias, que serán explicadas a lo largo de este capítulo, los manuales elementales y los cate­cismos empleados durante el primer tercio de este siglo, se apartaban, en dos puntos, del método empleado por los padres y el mismo santo Tomás:

fi) Repartían la doctrina en tres capítulos o tratados que estudiaban separadamente: La presencia real, el sacrificio de la

1 3, q. 73, a. 1, ad 3.

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222 La eucaristía

misa (o «la eucaristía como sacrificio») y la comunión (o «la eucaristía como sacramento»).

b) Trataban de verificar en la misa, tomada como acto aislado, la definición de sacrificio elaborada por ellos mismos, partiendo de datos de la historia comparada de las religiones.

Esta doble opción entraña graves consecuencias pedagó­gicas y hasta espirituales.

En primer lugar, rompe la unidad de la eucaristía. Acaso los departamentos estancos — demasiado estancos — estable­cidos entre sus diversos aspectos, explique, en ciertos fieles, las desviaciones de una piedad eucarística en que la comunión no es percibida como participación de la misa, el culto de la presencia real se aisla del sacrificio, que asegura el beneficio de ella, y de la comunión que reclama, y el sacrificio aparece, en cambio, como simple acción pasajera, cuando es el que nos hace descubrir a Cristo en persona.

Este método hace además perder el contacto entre el mis­terio mismo y los ritos que, produciéndolo, lo expresan, hasta el punto de que la explicación de las oraciones y gestos de la misa aparece como menos necesaria. Por otra parte, desanima lo mismo a la contemplación qué a la catequesis, pues parte de nociones y divisiones abstractas y hasta de definiciones que no logran la unanimidad de los profesores. Qué cosa sea sacri­ficio, cómo realice la misa la definición escogida, son materia de larga controversia, siendo así que todos los bautizados deben mirar la misa con mirada inteligente de fe, participar en ella y vivir de ella.

Los trabajos recientes han llamado la atención sobre estas deficiencias de método y han precisado sus puntos criticables en el plano propiamente teológico2.

La eucaristía es indisolublemente sacramento y sacrificio. Más aún: sacrificio sacramental. La manera de conservar a par la riqueza, la unidad y la sencillez del misterio, es aplicarle el método propio de los sacramentos-.

2 Tal es el tema del libro de A. Vonier, La clef de la doctrine eucbaristigue, cf. también Y. de Mon'.cheuil, Mélanges théologigues, p. 49-70: L'unité du sacrifice et du sacrement dans l'eucharistie, A. M. Roguet, La messe memorial du Seigneur, en La messe et sa catéchése, Cerf, París 1947, p. 115-132. Véase finalmente el discurso de Pío XII al Congreso internacional de liturgia (22 setiembre 1956), en «Ecclesia» 2 (1956), p. 344:

Teología y pedagogía de la eucaristía 223

— partir de los signos (sacramentum tantum), es decir, de la liturgia;

— descifrar estos signos, afirmar la realidad divina que con­tienen y que es significada por ellos: Cristo presente y el memorial eficaz del sacrificio de la cruz (res et sacramentum),

— investigar, finalmente, los beneficios que la eucaristía acarrea al comulgante, a la Iglesia entera, a vivos y muertos en particular (res sacramenti).

íMISA O EUCARISTÍA?

Dentro del marco de una exposición de conjunto sobre los sacramentos, la lógica nos invitaría a no estudiar de la misa más que su parte propiamente eucarística y pasar por alto todo lo que precede a ésta. Es más, si no se tiene cuidado, se corre riesgo de confundir la definición del sacrificio de \a misa con la de la misa simplemente.

Ahora bien, el fiel y hasta el niño !ian de recibir una catequesis quedes permita abarcar de una sola mirada todo el movimiento de la liturgia de la misa. Si la enseñanza se limita a la eucaristía y si, sobre todo, se define la misa por su sola parte eucarística, el conjunto de ceremonias, lecturas y oraciones que se desenvuelven hasta el ofertorio, será consi­derado como mera preparación, como una «¿míe-misa» 3. Los fieles pensarán fácilmente que pueden prescindir de ella y que satisfacen la obligación dominical llegando a la iglesia al credo y marchándose a las abluciones. El Directoire pone en guardia contra este peligro en los términos siguientes:

La misa, acto principal del culto cristiano, comprende dos partes distintas estrechamente ligadas entre sí: la liturgia de la palabra de Dios y e! sacrificio eucarístico. Si bien la expresión corriente empleada de «ante-misa» convida a pensarlo, no hay efue considerar los ritos gue preceden al ofertorio como simple preludio a la celebración. En realidad, la palabra de Dios es un elemento esencial de la reunión litúrgica. Ella es alimento de las almas. Ella es también proclamación, en la Iglesia, del misterio de salud gue realiza la eucaristía. (Art. 1.)

Considerada así en su desenvolvimiento completo, la misa dominical de hoy aparece muy semejante y aun idéntica a la

3 ¿Quién no ha empleado anteriormente fórmulas semejantes? Mas adelante, cap. I, veremos hasta qué punto son inexactas.

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224 La e tíc a risita

que, hacia el año 150, describía san Justino mártir a los «paganos de Roma:

El día cjue llaman del sol se celebra una reunión de todos los C¡ue moran en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los recuerdos de los ^apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhor­tación e invitación a (fue imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente, nos levantamos todos a una y elevamos nuestras preces, y éstas terminadas, como ya dijimos, se ofrece pan y vino y agua, y el presidente, según sus fuerzas, hace igualmente subir a Dios sus preces y acciones de gracias, y todo el pueblo exclama diciendo: «¡Amén!». Ahora viene la distribu­ción y participación, gue se hace a cada uno, de tos alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío por medio de los diáconos a los ausentes. (I Apología 67; PA, p. 258.)

¿COMO ESTUDIAR Y PRESENTAR LA LITURGIA DE LA MISA?

En el plano de la liturgia, tres principios han de guiar al que quiera estudiar o presentar a los otros la misa.-

a) La misa es una acción, un movimiento, que tiene sus ritmos propios, sus tiempos fuertes y débiles. No puede, pues, darse cuenta de ella estudiando aisladamente cada gesto y cada palabra. Gestos y palabras hallan su significación exacta en el contexto dinámico en que se insertan. Sólo esta ley de movi­miento permite entender las oraciones del ofertorio, el ósculo de paz, la fracción, etc. Esta ley, por sí sola, hace discernir la diferente importancia de los diversos actos u oraciones que se. suceden.

b) Hemos de defender, con vigor, la legitimidad e impor­tancia actual de la misa privada4. Esta subraya claramente que la consagración produce su efecto sacrificial ex opere opéralo y es obra de la Iglesia por el hecho mismo de cumplirse. Sin embargo, la misa privada no halla en sí mismo su explica­ción entera, como que es la reducción de la misa parroquial del domingo celebrada ante «*! pueblo cristiano reunido. Por eso,

4 Nos referimos a la misa que celebra un sacerdote por devoción personal, con la sola asistencia de un acólito y sin concurso de pueblo,-cf. D. 944 y 945 y ene. Mediator Dei núm. Í39-140. Pero ha de evitarse el término «misa privada», pues haría creer que una misa asi celebrada no sería un acto público de la Iglesia (Instr. de la Congregación de Ritos, 3 setiembre 1958, núm. 2).

Teología y pedagogía de la eucaristía 225

a la misa rezada, que nivela todas las partes y concentra en la persona del sacerdote la mayoría de los ritos, ha de preferirse la misa cantada, sobre todo como punto de partida de una auténtica cateefuesis. Más aún, la misma misa parroquial no es, a su vez, sino la reducción de la misa del obispo, única que constituye la manifestación completa de la Iglesia local, con­gregada en derredor de la palabra de Dios y de la eucaristía 5.

De manera que la catequesis de la misa supone, de parte de quien la propone, la experiencia de una participación en estos diversos modos de celebración.

c) Finalmente, es muy importante recordar que la misa romana, a la que habitualmente asisten los fieles, no es la única forma de celebrar. El paso de un dominico, la asistencia a una misa en rito mozárabe, los desplazamientos cada vez más fre­cuentes y los acontecimientos han de enseñar a todos los cris­tianos que existen, en oriente y occidente, diversos ritos, todos legítimos, que se remontan a veces a una venerable antigüedad, ricos todos en capital magnífico de oración y testigos, por su diversidad misma, de la unidad de la tradición 6. Difieren, efec­tivamente, en pormenores secundarios: lengua, ornamentos, ceremonias, estilo; pero se muestran idénticos en el fondo. Así pues, su comparación permite distinguir mejor en la misa lo que es esencial y principal de lo que es accidental y nece­sario: lo que se halla en todos los ritos es casi siempre lo esencial; aquello en que difieren, lo accidental.

5 Directoire, núm. 162. 6 Daremos aquí resumidamente las principales liturgias de la misa,

tanto orientales como de occidente.-En occidente (liturgias latinas): lá antigua liturgia de España (visi­

gótica o mozárabe), la antigua liturgia galicana, la liturgia propia de Milán (o ambrosíana), la liturgia romana, que comprende algunas variantes: liturgia de Lyón, liturgia dominicana.

En oriente.- 1. Egipto, liturgia copta, en Etiopía, la etiópica. 2. Cons-tantinopla, liturgia bizantina (Bizantinos, Melkitas, Rutenos, Rusos, Ruma­nos, etc.). con dos variantes-, liturgia de san Juan Crisóstomo y liturgia de san Basilio. 3. Armenia, liturgia armenia. 4. Sirios occidentales, liturgias siríaca y maronita. 5. Sirios orientales, liturgias caldea y malabar.

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SECCIÓN I

LA PRIMERA PARTE DE LA MISA-. LITURGIA DE LA PALABRA DIVINA

El texto citado del Directoire distingue con razón dos partes de \a misa: la que termina después del credo y la que empieza en el ofertorio.

Esta distinción se funda primeramente en la historia litar 0ica. Efectivamente, antiguamente, ciertos días de ayuno so lemne, se celebraba una liturgia sin eucaristía, que sólo com­prendía lecciones, salmos y oraciones. En cambio, el jueves santo, en Roma, la oblación de la eucaristía no iba precedida de lecciones. Se trata, por lo demás, de excepciones. La liturgia del domingo tenía en todas partes la forma descrita por san Justino.

Tanto como en la historia, la división en dos partes se funda también en la misma naturaleza de Jos ritos. Cuando el obispo celebra la misa, preside desde su trono toda la primera parte, sin trasladarse al altar hasta el momento del ofertorio. En las liturgias orientales, como antaño también en occidente, dos procesiones señalan sucesivamente ambos momentos: la procesión del evangelio (entrada menor) antes de las lecciones bíblicas; y la procesión del pan y el vino (entrada solemne), antes de la oración eucarística.

Aquí llamaremos a estas dos partes liturgia de la palabra divina y liturgia eucarística. Esta terminología es más exacta que la corrientemente empleada, pues distingue el contenido propio de cada una y sugiere ya su simetría. Desechamos, efectivamente, el término de «antemisa», al que correspondía el de «misa propiamente dicha». Tampoco nos parece bien hablar de «misa de los catecúmenos» y «misa de los fieles», fórmulas poco exactas desde el punto de vista histórico' (las oraciones recitadas y el credo forman parte de la misa de los fieles) que darían a entender que la primera parte está

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228 La eucaristía

reservada a los no bautizados (cosa que nunca fue verdad) y dejan una vana impresión de arqueologismo.

1. ELEMENTOS ESENCIALES DE LA LITURGIA DE LA PALABRA DIVINA

A primera vista, nada más abigarrado y vario que esta primera parte de la misa. La comparación de los diversos ritos •orientales nos pone ante una cabalgata de letanías, salmos, cánticos, lecciones y oraciones, repetidas a veces y formando duplicas y hasta desenvolviéndose simultáneamente. Añádanse, en ocasiones, composiciones poéticas no bíblicas, de que dan remota idea las «prosas» de ciertas misas romanas (Stabat mater, Dies irae). Sin embargo, en medio de esta complejidad, hallamos elementos esenciales, a los que la de referirse prin­cipalmente un comentario de la misa. Eso sí, sin descuidar lo que pueden ofrecer a la piedad elementos litúrgicamente adven­ticios. El ejemplo más llamativo desde este punto de vista es el admirable cántico del Gloria in excelsis Deo. Esta joya ^e la oración cristiana primitiva, de uso perenne en las iglesias de oriente y occidente, y tan rico de savia bíblica, entró en la liturgia de la misa como un rito excepcional, reservado prime­ramente a pascua. Y es que la oración de la Iglesia no se reduce a esquemas lógicos, pues es una realidad viva.

Estos elementos esenciales son la lectura de la palabra de Dios, cánticos y oraciones.

LA LECTURA DE LA PALABRA DE DIOS

No hay sinaxis litúrgica sin que se proclame la palabra de Dios: primeramente, en su texto original, por las leccio­nes de la sagrada Escritura; luego, en un comentario de este texto, por la homilía del celebrante.

Las lecciones varían en número. La misa romana se con­tenta habitualmente con dos; la segunda se saca del evangelio; la primera concede lugar privilegiado a las cartas de san Pablo, por lo que lleva el nombre de epístola, pero puede también tomarse de los otros escritos del Nuevo Testamento (sobre todo en tiempo pascual), o del Antiguo Testamento (misas de feria en cuaresma). A veces se encuentran tres lecciones. Así la liturgia armenia hace oír sucesivamente al profeta, al apóstol

Primera parte de la misa 229

y .al eyangelio. Nuestras misas de los sábados de témporas reúnen las Jecciones que en lo antiguo ocupaban la vigilia' nocturna, de suerte que abarcan siete lecciones.

Sea cual fuere su número, estas lecciones siguen siempre un movimiento ascendente, que expresa la economía de la salud: el Antiguo Testamento precede al Nuevo, los apóstoles hacen oír su voz antes del canto del evangelio y éste cons­tituye la cúspide de la celebración.

La elección de las lecciones ha sido a veces determinada por el solo deseo de recorrer en cierto tiempo una serie de libros bíblicos (lectio continua), pero en las fiestas y durante la cua­resma, las páginas de la Escritura tienen por fin proclamar uno de los misterios de Cristo o confirmar la catequesis y, en este caso, la primera lección responde a la segunda, como en un díptico, en que el Antiguo Testamento esclarece al Nuevo, al que anuncia, o los escritos apostólicos son eco del evangelio; y estos paralelismos son magníficos.

Las lecciones han de ser proclamadas, es decir, ha de leerse en voz alta y hasta rítmicamente. No basta que cada partici­pante o asistente a la misa, provisto de su libro individual, lea con los ojos el texto sagrado. Es la Iglesia quien propone la palabra de Dios y la transmite oralmente y con autoridad — «la fe viene del oír» (Rom. 10, 17) —. Es un ministro de la Iglesia quien cumple esta función de la lectura, y la elección de este ministro se hace en función de la importancia del texto sagrado. El Antiguo Testamento se confía a un lector y, en rigor, también los escritos apostólicos (si bien, en la • misa solemne de rito romano, la epístola se reserva a un subdiácono); el evangelio, finalmente, sólo puede ser anunciado por un miembro de la jerarquía de orden, el diácono o, en su defecto, el celebrante mismo.

Durante la lectura, todos escuchan. Si la liturgia se celebra en una lengua que no es la del pueblo, la lección será inme­diatamente traducida por el ministro1. El mismo respeto ha de merecer el texto que cualquier versión del mismo.

La predicación que sigue a la lección.» ha de ser, en prin-

1 Esta es por lo menos la práctica actual del rito romano, tal como la propone el Direcioire, confirmado, por la Santa Sede. En los ritos orien­tales, aun en el caso que el celebrante ^emplee una lengua muerta para la parte eucarística (por ejemplo, entre los coptos), las lecciones se hacen exclusivamente en la lengua de los fieles.

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230 La eucaristía

cipio, comentario del libro sagrado. No es una palabra dife­rente, es la acuñación, la adaptación al auditorio concreto de hoy, de la palabra escrita de Dios. Así lo entendieron siempre los padres de la Iglesia en sus homilías que es una pena no sean fuente de inspiración, en fondo y forma, de nuestros predi­cadores. Así, pues, la homilía no es interrupción de la misa, sino que forma parte de ella, es una continuación de las lec­ciones y participa de la misma solemnidad litúrgica. De ahí que, normalmente, es pronunciada por el celebrante2.

LOS CÁNTICOS O INTERLUDIOS

Las lecciones están entremezcladas de cánticos. Estos pre­sentan una variedad bastante grande de origen, naturaleza y función. La mayor parte son bíblicos, ora salmos, ora cánticos del Antiguo Testamento. Pero se emplean también ora com­posiciones al estilo de los salmos, cuyo ejemplar más bello es el ya mentado Gloria in exceísis, ora cánticos más inestables: prosas o secuencias, troparios, etc. Un cántico, en fin, ha de ser señalado aparte, el del credo, símbolo de fe fijado, en su tenor actual, por el concilio de 381 (excepto una palabra: Filiocjue, añadida en el siglo íx). Es la respuesta de la comu­nidad reunida a la palabra de Dios recibida en las lecciones y la homilía, y él recuerdo del bautismo.

A veces el cántico se destina a ser escuchado por sí mismo, meditado. Es el caso de los cánticos bíblicos en la vigilia pascual y en las témporas, y del salmo «gradual» o «tracto» que separa dos lecciones3. Y es así que la celebración tiene un carácter lírico. Las partes de la Biblia destinadas a ser acompañadas de música no pueden ser objeto de una simple lectura. Con fre­cuencia también, como en el caso del credo, el canto es una especie de respuesta de la comunidad a la palabra de Dios. Así se explica la elección de ciertos salmos: la Iglesia habla a Dios con las oraciones que Dios mismo le ha enseñado. En otros casos, el canto acompaña una procesión: entrada de los celebrantes (canto de introito con su estribillo), procesión del evangelio (versículo aleluyático), etc. Finalmente, aclama­ciones breves y estereotipadas permiten a una muchedumbre,

2 Cf LMD S (1946), p. 27-46. s Es también el taso de las bienaventuranzas en la liturgia bizantina.

Primera parte de ¡a misa 231

aun a la no preparada, participar intensamente en el canto: son en general respuestas al celebrante o al diácono, que a veces se repiten simplemente (Aleluya, Kyrie eleison).

El canto es la condición indispensable de expresión en una reunión o sinaxis numerosa. Sólo el canto permite el rito y la armonía, Pero a la sinaxis cristiana se le impone por otro motivo: el canto es la expresión de la alegría desbordante de los redimidos y traduce naturalmente la acción de gracias, como lo nota tantas veces san Pablo en sus cartas (Col. 3, 16; Ef. 5, 19-20).

LAS ORACIONES

La liturgia de la palabra divina no puede confundirse, en ningún momento, con una sesión de instrucción o edificación: la palabra de Dios es propuesta a un pueblo en oración. La oración prepara a su audición. El silencio con que se la escucha es recogimiento religioso. Por la oración también res­ponde la comunidad a Dios que le ha hablado.

Aquí también, la oración toma formas muy varias. Es co­munitaria o privada. La liturgia concede lugar, en ciertos mo­mentos de su desarrollo, a la oración privada; por ejemplo, al sugerir al celebrante oraciones de preparación para la misa, al hacerle dialogar con su ministro un salmo y la fórmula de la confesión general en el momento en que llegan al pie del altar, o al proponer al diácono (o al mismo sacerdote) una oración previa al anuncio del evangelio. En ciertos momentos, se invita a los fieles a meditar en silencio; por ejemplo, en los oficios de semana santa, durante el tiempo en que se invita al pueblo a doblar las rodillas (Flectamus genua). Unas veces, el pueblo entero se expresa en la oración por las aclamacio­nes y el canto; y otras se une, por su atención silenciosa y luego por el Amén, al celebrante que habla en nombre de todos.

Una característica de la oración de la comunidad es ex­presar ante Dios nuestra común condición de pecadores y nues­tra miseria: «Señor, compadécete de nosotros...» Este recono­cimiento de la propia miseria no entristece al pueblo cristiano, pues es a par el descubrimiento de Dios misericordioso, que es fiel en sus promesas y nos redime. Por eso, finalmente, la oración es siempre gozosa acción de gracias y — otra carac-

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232 La eucaristía

terística fundamental — contemplación y alabanza de Dios, adoración.

San Pablo obliga a los cristianos a que pidan al Señor en la sinaxis litúrgica lo que exige nuestra condición terrestre y, señaladamente, a que rueguen por los gobernantes de la ciudad.

Pido, pues, ante iodo, (fue se bagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y todos los <\ue están constituidos en autoridad, a fin de cfue podamos llevar una vida tranquila y pacífica en toda piedad y decencia. (1 Tim. 2, 1-2.)

El corísejo del apóstol ha sido seguido. Las liturgias orien­tales hacerí enumerar por el diácono las listas de intenciones, a las que el pueblo responde sin variación Kyrie eleison. La liturgia romana ha observado, el viernes santo, una magní­fica lista de «oraciones solemnes» que antaño hubieron de ser habituales.

2. SIGNIFICACIÓN PROFUNDA DE LA LITURGIA DE LA PALABRA DIVINA

Sería, pues, un error considerar la primera parte de la misa como simplemente catequética, instructiva o edificante. La litur­gia y los padres de la Iglesia exigen que entremos más adentro de las realidades de la fe. Propuesta por la Iglesia que ha recibido misión para ello, la palabra de Dios es obra de salud. Si la Escritura contiene siempre un mensaje actual para cada uno de nosotros, ese mensaje nos llega primeramente cuando, por mandato de la jerarquía, se lee la Escritura en la sinaxis litúrgica. El texto del evangelio, oído en el momento de su anuncio litúrgico, decidió a san Antonio egipcio y a san Fran­cisco de Asís a cambiar de vida e iniciar el doble movimiento de santidad ^ue arrastró luego tras sí a tantos miles de discí­pulos. Recibida la palabra de Dios en la liturgia, el fiel cris­tiano podrá luego meditarla en su casa, a la manera que, en lo antiguo, los cristianos se llevaban a su "casa la eucaristía para alimentarse de ella durante la semana.

Es más, el evangelio es considerado como una presencia de Cristo y su anuncio como una forma auténtica de revivir sus misterios. La audición del relato sustituye, para los que estamos

Primera parte de la misa 233

tan lejos de los acontecimientos, la vista de las acciones de Cristo. «La lección se transforma en cierto modo en visión», para emplear una expresión de san León Magno. El sonido de las palabras produce en nuestro espíritu la imagen exacta de los hechos 4.

La Iglesia ha rodeado' siempre el libro de los evangelios de una reverencia que puede compararse a la que manifiesta por la eucaristía. Es llevado en procesión ante el obispo que celebra la misa pontifical, se lo besa, se lo deposita en medio del altar; en oriente, la procesión del evangelio o «entrada menor» tiene aún más pompa. Se lo escolta con candeleros¡ se lo inciensa y aclama: Gloria Ubi, Domine, doxa si, Kyrie, aleluya. Al leer su texto, todos están de pie. En la edad media había en algunas iglesias, para guardar el evangelario, un arma­rio simétrico de aquel en que se guardaba la eucaristía.

La comparación entre el evangelio y la eucaristía ha sido desarrollada, en un pasaje célebre, por Tomás de Kempis (De imitatione Christi IV, 11):

De dos cosas siento tener particular necesidad en esta vida, sin las cuales me serían insoportables sus miserias. Detenido en la cárcel de este cuerpo, confieso necesitar de mantenimiento y luz. Dísteme, pues, como a débil, tu sagrado cuerpo para recreación de alma y cuerpo, y pusiste por lámpara a mis pies tu palabra. Sin estas dos cosas me sería imposible vivir bien, porgue la palabra de Dios es lumbre del alma y tu sacramento pan de vida. Estas pueden también decirse dos mesas puesta a uno y otro lado, en el tesoro de la santa Iglesia. Una es la mesa del sagrado altar q\ue con­tiene el pan santo, esto es, el preciosísimo cuerpo de Cristo. Otra es la ley divina, gue contiene la doctrina santa. Esta nos instruye en la fe y nos conduce con firmeza hasta el interior del velo, donde está el santo de los santos. Gracias te doy, Señor Jesús, lumbre de la lumbre eterna, por la mesa de la sagrada doctrina cjue nos has administrado por tus siervos los profetas y apóstoles y por los otros doctores 5. (Versión sobre el texto latino, Hezenauer, Innsbruck 1901.)

A decir verdad, el paralelo lo impone ya el evangelio de san Juan en su capítulo 6. El pan de vida propuesto por Jesús es a par su palabra y su eucaristía, tan íntimamente ligadas que los exegetas se ven apurados para dividir exactamente el dis­curso en sus distintas partes.

4 San León Magno, Sermones 29, 52, 69 y 70; cf. MI 54, 226, 213, 375, 379.

5 Cf. en el mismo sentido, H. Pinard de la BouHaye, Jesús y la historia, Razón y fe, Madrid 1929, p. 154-158.

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234 La eucaristía

3. LA LITURGIA EVANGÉLICA Y LA LITURGIA EUCARISTICA SE ATRAEN Y SE COMPLETAN

El episodio de la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús la tarde de pascua, tal como lo presenta san Lucas ("24, 13-32), nos permite analizar la relación existente entre la liturgia de la palabra y la eucaristía, entre el pan de la palabra divina y ej pan del cuerpo de Cristo. Más que un paralelo, hay que afirmar una complementariedad.

De camino, efectivamente, jesús va hablando: «¿No era menester que el Mesías padeciera todo eso a fin de entrar así en su gloria?» Y empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les fue interpretando en todas las Escrituras lp que a El le atañía. Sin embargo, los discípulos no le reconocen. Para que sus ojos se abran, es menester que Jesús, entrando en casa de ellos y sentándose a la mesa, haga el gesto de la fracción del pan, lo bendiga y se lo reparta. Entonces, y no antes, descubren quién había sido su misterioso interlocutor del camino: «¿No es así que nuestro corazón ardía dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos declaraba las Escrituras?» 6.

En la eucaristía, no vemos el rostro del Señor ni oímos su palabra. Es consiguientemente necesario que resuene primera­mente la voz del evangelio. Las diversas páginas del texto sagrado preceden al sacrificio eucarístico y hacen que cada uno de los misterios de Cristo se renueven sucesivamente, a lo largo del año litúrgico, para los que participamos en la misa. La eucaristía sería ininteligible sin el evangelio; ya no sería Cristo, cuya historia es el acontecimiento único y cuya palabra es la revelación.

Sin la eucaristía, en cambio, el Cristo del evangelio perma­nece lejano; su palabra sólo es plenamente inteligible para el que, por la comunión y la adoración de la presencia real, ha experimentado su presencia y su intimidad. Sólo la eucaristía sella definitivamente la fe y compromete todo nuestro ser den­tro del misterio de Cristo. En este sentido, la eucaristía acaba el bautismo que es, como vimos, sacramento de la fe.

6 Más adelante diremos por qué creemos que san Lucas des­cribe aquí la eucaristía.

SECCIÓN II

LA SEGUNDA PARTE DE LA MISA: LA LITURGIA EUCARISTICA

O LA EUCARISTÍA EN EL PLANO DEL SIGNO (SACRAMENTUM TANTUM)

La liturgia eucarística no hace sino reproducir y desenvol­ver los gestos y palabras de Cristo en la última cena: «Tomó el pan... tomó el cáliz con vino», «dio gracias», «rompió el pan», «lo dio a sus discípulos...»

— Tomar el pan, tomar el cáliz. Este gesto elemental y ne­cesario ha dado lugar en oriente a la pompa de la «entrada solemne», y en occidente, a las múltiples oraciones del ofertorio.

— Dar gracias. La oración de Cristo ofrece el tema de una larga composición, dejada primero a la improvisación del cele­brante y fijada luego, según las liturgias locales, hacia fines del siglo iv. En oriente se la llama anápbora, en occidente, canon. Esta oración es la que realiza el sacramento, hasta el punto que éste se identifica con ella por su nombre de euca­ristía'1. Continúa primero, se fragmenta luego y recibe des­arrollos que ocultan un tanto su unidad inicial pero contiene siempre un tema de acción de gracias (en nuestra liturgia romana, el prefacio) y el relato de la cena.

— Romper eí pan-, es la fracción. — Darío a sus discípulos: es la comunión.

Sin embargo, se han ido añadiendo otros ritos, cuya im­portancia respectiva se nos descubre por el estudio comparado de las liturgias.

Los que se encuentran en todas partes testifican la actitud profunda de la Iglesia ante la eucaristía e indican los senti-

1 Es el término griego usado por el Nuevo Testamento y los Setenta que nosotros traducimos por «acción de gracias». Para su significación bíblica, cf. infra p. 241-242.

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23.6 La e u c a r i s f í a

mientos esenciales exigidos a los fieles. De ahí el gran valor del beso de paz, del recuerdo de la pascua de Cristo (anamnesis), de la oblación del sacrificio, del amén de los fieles, de los cán­ticos destinados a evocar los coros celestes, de la ostensión del sacramento, de la regla, en fin, que exige que la eucaristía se celebre en un altar.

1. EL ALTAR

El paso de la primera a la segunda parte de la misa se señala, en todas las liturgias presididas por el obispo, por el desplazamiento del pontífice que va desde su trono al altar.

Cristo celebró la eucaristía sobre la mesa de comer; mas la Iglesia, fuera de casos de necesidad, no consiente que se celebre si no es sobre un altar consagrado con larga ceremonia por el obispo y en que se contengan reliquias de mártires (can. 822). El altar evoca un doble simbolismo bíblico que conduce a considerarlo y venerarlo como imacjen de Cristo mismo.

a) El tema de la piedra-, la peña de donde Moisés hizo brotar el agua y que «acompañaba» a los hebreos por el desierto «y esta peña era Cristo» (1 Cor. 10, 4); piedra fun­damental o piedra angular del edificio (Act. 4, 11; Ps. 117, 22; Mt. 21, 42; 1 Pedro 2, 2-7; Ps. 28, 16; Ef. 2, 20; 1 Cor. 311), trátase siempre de Cristo cabeza de la Iglesia.

b) El tema del altar de piedra. El libro del Génesis ofrece la primera imagen decisiva para la liturgia de la consagración de los altares cristianos: «Levantándose Jacob por la mañana, tomó la piedra que se había puesto por cabecera y la erigió en estela y vertió aceite encima» (Gen. 28, 18). Si, en la legis­lación primitiva de Moisés, el altar podía ser de materiales muy diversos; cuando se construía de piedras, éstas tenían que permanecer en estado bruto (Ex. 20, 25). Desde el Deutero-nomio, la piedra se .hace necesaria para el altar de los holo­caustos (Deut. 27, 5-7), principio que se impone cuando L reconstrucción después del destierro (cf. 1 Mac. 4, 44-46) y bajo Judas Macabeo (ibid. 47). Estos altares son sólo figura lejana de Cristo, altar único de la nueva ley2, como es su

2 Cf. Hebr. 13, 10.

Segunda parte de la misa 237

templo único, único sacerdote y única víctima. «Cristo — dice Orígenes 3 y, después de él, Cirilo de Alejandría — es el altar, la oblación y el sacerdote.»

Las más santas prescripciones sacramentales se imponen para la con­sagración del altar en cjue se ofrecen los divinos sacrificios, piadosas efusio­nes de aceite... Y es así cfue sobre Jesús mismo, como sobre el altar perfec­tamente divino de nuestros sacrificios, se cumple la consagración de las divinas inteligencias...

Consideremos, pues, con mirada que no es. de este mundo este altar de los divinos sacrificios, pues en él se sacrifica y consagra xa victima santa.

En su estilo difícil, esta exhortación del seudo-Dionisio * expresa la tradición unánime de los padres5, que la liturgia de la consagración de las iglesias desenvuelve en ritos expre­sivos: el altar cristiano representa a Cristo, cuyos estigmas lleva y cuya" unción recibe. De ahí que sea objeto de numerosas muestras de veneración durante la celebración eucarística y constituya, en la Iglesia, el lugar santo por excelencia. .

2. EL BESO DE PAZ

Las liturgias modernas limitan el beso de paz a la más solemne celebración de la eucaristía y aun así la reservan a los miembros del clero. En la antigüedad, por el contrario, tenía lugar en todas las misas y era practicada por la comunidad entera, cosa que se hacía posible por la separación de hombres y mujeres en la Iglesia. El ósculo de paz está atestiguado ya en las cartas de san Pablo y san Pedro, si no con referencia a la eucaristía, por lo menos como gesto litúrgico: «Saludaos unos a otros con el ósculo santo» (Rom. 16, 16; 1 Cor. 16, 20; 2 Cor. 13, 12; 1 Tes. 5, 26; 1 Pedro 5, 14).

Unido a la eucaristía, el beso litúrgico expresa a par la condición previa a su celebración y la gracia que contiene. Así, las liturgias orientales han conservado el uso antiguo, ates­tiguado ya por san Justino (t Apol. 65), del beso de paz previo a la deposición sobre el altar de la materia del sacrificio. De esta manera son fieles a la recomendación de Mt. 5, 23-24:

3 Hom. in los. 9, 6, cf. MG 12, 870. 4 De eccles. hierach. 4, 12; cf. MG 3, 483. 5 Cf. G. Chevrot, La dévotiou a l'autel, Cerf, París 1946, p. 7-8

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238 La eucaristía

Si ofreces tu ofrenda en el altar y allí te acordares (fue tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y ve primero a recon­ciliarte con tu hermano, y luego vuelve y ofrece tu ofrenda en el altar.

Pero en la liturgia romana, el beso se da antes de la comu­nión y en velación con ella: la eucaristía sella la unidad del cuerpo de la Iglesia y trae así la caridad, la verdadera paz de Cristo, tan diferente de la que dan los hombres (Jn. 14, 27; oración antes de dar la paz, en el misal romano).

Todos tomamos el mismo alimento, cuando tomamos el mismo cuerpo y la misma sangre y todos, aun siendo muchos, formamos un solo cuerpo, como quiera que participamos de un mismo pan (1 Cor. 10, 17),. Es, pues, menester (fue, antes de acercarnos a los misterios, cumplamos la regla de dar la paz, manera de significar nuestra unión y nuestra caridad de unos con otros. No diría bien con Quienes forman un solo cuerpo eclesiástico aborrecer a nini)ún hermano en la le... (Teodoro de Mopsuesta, Hom. catech. 15, 40.)

3. EL OFERTORIO (Y LA «ENTRADA SOLEMNE» DE LAS LITURGIAS ORIENTALES)

«Se presenta, al que preside la reunión de los hermanos, pan y una copa de agua con vino templado.» Esta descripción que hace san Justino hacia el año 150, sigue siendo valedera para explicar el ofertorio, no obstante las diferencias de usos y las aparentes complicaciones.

PAN Y UNA COPA CON VINO Y AGUA

El pan de trigo y el producto de la vid son expresamente nombrados por Cristo en la cena. Pero era uso templar el vino con agua. Por eso, no obstante el silencio de los evangelios, la Iglesia ha exigido, siempre la mezcla, si bien el agua entra en mínima cantidad. Algunas anáforas orientales desenvuelven inclusa el relato de la cena en la forma siguiente: «Tomó el cáliz, mezcló el vino y el agua y dio gracias...» (liturgias siríaca y copta).

El pan ha de ser pan de trigo con exclusión de todo otro cereal; ninguna condición se señala para la validez. En la anti­güedad se empleaba, y aun ahora se emplea en la mayoría de los ritos orientales, pan ordinario, es decir, fermentado con levadura. La liturgia latina terminó por preferir el pan cenceño,

Segunda parte de la misa 239

es decir, ácimo o no fermentado, sin duda para ajustarse al ritual pascual seguido en la cena. La pedagogía sacramental ha perdido en ello, pues el aspecto de las formas se ha hecho insólito y hay que empezar por explicar que son verdadero pan.

No hay prescripción que fije el color del vino. El vino tinto, más expresivo del sacramento, como veremos (art. III), ha sido abandonado en occidente, en época reciente, en favor del vino blanco, menos saliente. Se requiere vino y no jugo de uva; es decir, que haya habido fermentación 6.

GESTOS DE PRESENTACIÓN

En la actual misa romana, los gestos del ofertorio están bastante reducidos. El subdiácono trae, desde la credencia al altar, el cáliz con la patena encima y en ésta la hostia (y, even-tualmente, el copón o copones con las formas para los fieles). En la misa sin ministros, cáliz, patena y copones se hallan ya sobre el altar antes de la liturgia de la palabra. El celebrante deja sobre los corporales el pan de la patena y vierte en el cáliz el vino y el agua traídos de la credencia por un acólito en las vinajeras.

En oriente, el pan y el cáliz son preparados antes de la misa en una sacristía o capilla llamada diakonikón. El diácono y, a veces, el sacerdote los trae en el momento del ofertorio en procesión majestuosa, llamada la «entrada solemne», que es acogida con manifestaciones de reverencia tan grandes como si se tratara del pan y el vino consagrados. En Roma, en la antigüedad, los fieles iban en procesión, al ofertorio, para en­tregar al celebrante y a sus ministros el pan y el vino traídos de sus casas y que se empleaban inmediatamente para el sacri­ficio. Esta procesión desapareció por los inconvenientes que llevaba consigo, señaladamente en cuanto a la pureza de la materia que había de consagrarse y, sobre todo, cuando se cesó de usar el pan común.

ORACIONES DEL OFERTORIO

En oriente, las múltiples oraciones se multiplicaron durante la preparación de la materia antes de la misa; en occidente,

6 Por lo menos, un comienzo de fermentación; cf. Jungmann, £1 sacri­ficio de la misa, BAC, Madrid 1951, p. 669.

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240 La eucaristía

a lo largo de la edad media, el ofertorio desarrolló las fórmulas que el sacerdote reza en voz baja. Su fijación ha sido diferente según los diversos ritos (romano, lionés, dominicano, etc.). En todas las liturgias se oyen lamentos acerca de su prolijidad y repeticiones. Los orientales señaladamente tratan de abre­viar y condensar el largo servicio de la próthesis, que parece ser una misa que precede a la otra.

Cuatro clases de oraciones pueden distinguirse en el ofer­torio :

1. Cantos de procesión (un salmo en la liturgia latina; himnos en las liturgias orientales). Estos cantos acompañan el traslado del pan y el vino u ofrenda.

1. La formulación de intenciones particulares que se des,ea añadir a la intención general por que se celebra la misa. Por parte de los fieles, estas intenciones particulares van unidas al gesto de la ofrenda y, en su defecto, a la entrega de un honorario o estipendio al celebrante. La mayor parte de las oraciones del ofertorio romano se explican como enumeración de intenciones.

3. «Apologías» del celebrante. En el momento de cumplir el oficio de Cristo y ofrecer el sacrificio eucarístico, el sacerdote siente su propia indignidad. De ahí las fórmulas de humildad, cuyo mejor ejemplo es el In spiritu humiUtatis de la misa romana.

4. Oraciones de acompañamiento. La edad media buscó siempre acoplar gestos y fórmulas, por ejemplo, el salmo 15 con la ceremonia del lavabo. Este acto utilitario, impuesto por la manipulación de las ofrendas, se convierte así en alegórico.

EL PROBLEMA LITÚRGICO DEL OFERTORIO

¿Qué es lo que se ofrece en el ofertorio? Tanto en oriente como en occidente, parece tomarse una actitud que correspon­dería a la consagración ya realizada. En oriente, se «adora» el pan y el vino durante la entrada solemne; en Roma se «ofre­cen» el pan y el cáliz. Pero sería un error creer que el pan y el vino son el término en que se para la devoción en este mo­mento. No hay un primer sacrificio, natural, en que se ofre­cerían cosas terrestres, seguido de un sacrificio eucarístico. El pan y el vino son mirados, desde el ofertorio, como desti­nados a convertirse, por la consagración, en el cuerpo y la

Segunda parte de la misa 241

sangre de Cristo, y su disposición en el altar es la preparación del sacrificio. Por eso se dice ya por anticipación: «La hostia sin mácula y el cáliz de la salud.» Los frutos que se esperan, desde el ofertorio, son los que nos procura el sacrificio de Cristo, y solo él7 .

De manera que el ofertorio se define exactamente: «La pre­paración sobre el altar de, la materia que ha de consagrarse.» Sólo entraña un elemento esencial: la intención que hace el sacerdote de consagrar este pan y este vino, intención preci­sada por su preparación sobre el altar.

4. EL «CANON» O «ANAPHORA» 8 CONSECRATORIOS

Concebido primitivamente como oración única, con un diá­logo entre el celebrante y el pueblo por comienzo y el amén cantado por la muchedumbre como final, el canon se fue frag­mentando en fórmulas distintas, cuyo enlace, acaso menos evi­dente, ha de ser mantenido para una inteligencia correcta.

EL PREFACIO Y SU DIALOGO

1. El prefacio, en la misa latina, no parece formar parte del canon propiamente dicho, del que está cortado por el canto del sanctus. Además, el canon se reza en voz baja, mientras el prefacio se canta o se lee en voz alta. Pero, en realidad, el prefacio es el comienzo del canon, y le da su nota de conjunto, que es la acción de gracias, la «eucaristía». «Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable; que, siempre y en todas partes, te demos gracias a ti, Señor, Padre santo...»

2. Dar gracias es renovar la oración hecha por Jesús en la cena. Fórmula bíblica, el término «acción de gracias» sobrepasa ampliamente el simple agradecimiento por los beneficios reci­bidos, para convertirse en contemplación gozosa de las perfec­ciones divinas, en alabanza. He aquí cómo la entendían los judíos:

7 Este punto será desarrollado en los capítulos siguientes, al tratar del sacrificio y de la gracia de la eucaristía.

8 Se llama anápbora, en las liturgias orientales, la oración del cele­brante que empieza por la acción de gracias, contiene el relato de la institución, luego (generalmente) fórmulas llamadas anamnesis y epíclesis, y termina por el amén del pueblo.

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Afirmamos que la actividad cjue mejor conviene a Dios es el ser bené­fico, y la cjue mejor conviene a la criatura es dar gracias, porque nada mejor puede ofrecer en retorno. Si, en efecto, Quiere dar a Dios otra com­pensación, ve (fue ésta pertenece ya al creador del universo, y no es propiedad de la criatura (fue la ofrece. Ahora bien, puesto cjue sabemos (fue, en punto al acatamiento cjue hemos de rendir a Dios, la acción de gracias es el solo deber cjue nos incumbe, es menester ejercitarnos en ella en todo tiempo y dondequiera 9.

San Pablo, en sus cartas, insiste sin cesar en el deber de la acción de gracias (Filip. 4, 6; 1 Tes. 5, 18; Ef. 5, 19-20; Col. 3, 17; 2 Cor. 1, 3, 11; 2, 14; 4, 15, etc.). La Iglesia satisface este precepto celebrando la eucaristía, cuya oración es una acción de gracias; pero esta oración misma de acción de gracias sólo quiere expresar la de Cristo: la misa es un «sacrificio de ala­banza».

3. Los motivos por que damos gracias están brevemente expresados en los prefacios de la misa romana: simple afirma­ción de nuestro deber y de la mediación de Cristo, en el prefacio común. En las grandes festividades se añade una razón especial: el misterio de Cristo, cuya memoria se celebra.

El análisis más detenido de los sentimientos de acción de gracias, hay que buscarlo en las anáforas orientales y, muy señaladamente, en la anáfora de san Basilio10.

Dos temas principales son propuestos: las perfecciones divi­nas y la obra de Dios en la creación y en la redención. De esa manera la oración eucarística continúa la tradición de los sal­mos de alabanza (Ps. 103, 134, 135, etc.).

Por modo semejante, la oración pasa de la eternidad de Dios a su intervención en la historia de Israel, que sólo alcanza pleno sentido por la venida de Cristo, la encarnación y la pasión. En esta enumeración de las maravillas de Dios, la his­toria de Cristo termina con el relato de la cena.

4. La acción de gracias empieza por un diálogo entre el celebrante y el pueblo:

— ¡Arriba los corazones! — Los tenemos dirigidos al Señor.

9 Filón, citado por O. Casel, Le memorial du Seigneur, Cerf, París 1945, p. 17.

10 Texto en Mercenier, La priére des Eglises de rite byzantin, Cheve-togne, t. I, p. 270 ss.; o en La messe et sa catéchése, p. 329-337.

Segunda parte de la misa 243

— Demos gracias al Señor, Dios nuestro. — Es cosa digna y justa.

Este diálogo ha sido considerado como muy importante por los padres de la Iglesia, que lo comentan en sus catcquesis, por ejemplo, san Juan Crisóstomo:

La oración de la eucaristía se hace en común, el obispo no da gracias solo, sino también todo el pueblo. Cierto que el obispo toma la palabra antes que los fieles, pero no empieza la eucaristía hasta cjue el pueblo ha respon­dido que es cosa digna y justa'11.

LL RELATO DE LA CENA

La cena del jueves santo es presentada en forma de relato que, en las liturgias orientales, se enlaza con el recuerdo de las maravillas de Dios, mientras que en la liturgia romana está completamente separado del prefacio por peticiones en favor cíe la Iglesia y los fíeles vivos y por el recuerdo de María y de los santos. Este relato, en nuestra misa latina, no reproduce exactamente ninguno de los cuatro textos del nuevo testamento (Mt.'26, 26-28; Me. 14, 22-24; Le. 22, 19-20; 1 Cor. 11, 23-26); armoniza más bien el conjunto y añade ciertos porme­nores, por ejemplo: «levantando los ojos al cielo», gesto de la multiplicación de la panes (Me. 6, 41; Le. 9, 16; Mt. 14, 19) o la fórmula «misterio de la fe» (cf. 1 Tim. 3, 9). De hecho se funda en una tradición oral independiente de las Escrituras.

En la liturgia romana el relato es en cierto modo mímico, pues el celebrante reproduce, a par que los enuncia/ determi­nados gestos de Cristo.

«ANAMNESIS»™ Y OFRENDA

El relato de la cena, termina con el mandato de Cristo: «Cuantas veces hiciereis esto, hacedlo en memoria mía.» La Igle­sia tiene interés en cumplirlo inmediatamente:

11 Hom. in 2 Cor. 18, 3 ; cf. TEP t. I, núm. 909. Cf. también san Cirilo de Jerusalén en J. Daniéloú, Bible et liturgie, p. 183.

12 Llámase anamnesis (recuerdo, memoria) la oración que sigue al relato de la institución y en que el celebrante, refiriéndose al mandato de Cristo en la cena, hace memoria de la muerte y resurrección del mis­mo Cristo.

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244 La eucaristía

Por lo cual, Señor, acordándonos nosotros, siervos tuyos, y también tu puebío santo, del mismo Cristo, Hijo tuyo, Señor nuestro, de su beatísima pasión de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión a los cielos...

Fórmula que se halla en todas las liturgias y está atesti­guada en los más primitivos documentos. «Acordarse de Cristo» es rememorar todo el misterio pascual: muerte, bajada a los infiernos, resurrección y ascensión, a la que se añade a veces el estar sentado a la diestra del Padre y la segunda venida gloriosa. La solemnidad de esta oración ha sido a veces real­zada por el gesto del sacerdote (brazos en cruz en el rito domi­nicano y lionés) o por cantos del pueblo13.

Esta oración lleva el nombre griego de anamnesis, es decir, recuerdo o memoria (exactamente «acción de recordar», reme­moración), y termina por una fórmula de oblación que se halla de una manera u otra en todos los ritos:

... Ofrecemos a tu gloriosa majestad, de lo mismo c¡ue tú nos has dado y regalado, la víctima pura, la víctima santa, la víctima sin mácula, el pan santo de la vida eterna y el cáliz de la salud perpetua. Dígnate mirar sobre estas ofrendas con rostro propicio y sereno, y aceptarlas como te dignaste aceptar los dones de tu siervo, el justo Abel, y el sacrificio de nuestro padre Abrabán, y el gue te ofreció Melguisedec, sumo sacerdote tuyo, sacrificio santo, oblación sin mancha l*.

Las diversas oraciones, hasta aquí enumeradas — prefacio, relato de la cena, anamnesis (con oblación) — atestiguadas desde la Tradición apostólica de Hipólito 15 y prácticamente fijadas en el uso romano desde el tiempo de san Ambrosio16, son las más importantes para la teología de la misa, y deter­minan los sentimientos esenciales del cristiano que toma parte en los misterios sagrados. Ellas han de constituir, consiguiente­mente, no obstante su sencillez arcaica, el objeto principal de la catcquesis. Las otras fórmulas son menos antiguas y menos uniformemente atestiguadas en las diversas liturgias. Su estudio representa, pues, un segundo estadio de la catequesis; lo que no quiere decir que representen una profundización desde­ñable del misterio. Todo lo contrario.

13 Cf. La messe ct sa catéchése, p. 101. i* Cf. ibid. p. 102-104. 15 TEP t. I, núm. 170-171. 1 3 Los Sacramentos", en TEP t. I, núm. 548-554.

Segunda parte de la misa 245

LA «EPÍCLESIS» "

Se llama epíclesis (invocación) la oración en que el cele­brante pide al Señor que opere El mismo el cambio del pan en el cuerpo y el vino en la sangre de Cristo. En la misa romana, esta invocación precede al relato de la cena, con el que se enlaza 18. En la misa oriental se pide la venida del Espí­ritu Santo y a éste se atribuye el cambio del pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo. Y es así que todas las grandes obras de la salud han exigido la intervención del Espíritu Santo, autor de la encarnación, autor de toda gracia.

Así pues, la presencia de estas oraciones atestigua la gratui-dad que permanece entera, aun cuando el don esté infalible­mente ligado al cumplimiento del signo por parte del sacerdote.

En los ritos en que la epíclesis menciona al Espíritu Santo, se pone detrás del relato de la cena y de la anamnesis, sin dejar por eso de pedir el cambio del pan y el vino. Esto viene de que se ha preferido seguir guardando, para las tres divinas Personas, el orden en que se las debe nombrar, aun a riesgo de violar la lógica. Como quiera que la celebración es un movimiento, no se ha visto inconveniente en pronunciar, después de la consa­gración, una petición que debería precederla. Este procedimiento se verifica a lo largo de toda la liturgia eucarísticaI9.

LA EUCARISTÍA, PARTICIPACIÓN EN LA LITURGIA CELESTE

La oración eucarística o los cantos que la rodean ponen, de modos varios, en relación la acción cumplida sobre nuestro altar terreno y la liturgia celeste.

Tal, primeramente, la sorprendente y difícil oración del canon romano:

Humildemente te rogamos, Dios omnipotente, gue mandes llevar estos dones por manos de tu ángel santo, a tu sublime altar, ante el acatamiento de tu divina majestad.

17 Epíclesis es una fórmula de invocación pidiendo a Dios que se cumpla el misterio eucaristía).

1 8 Cf. el ordinario de la misa romana,- también en la liturgia am-brosíana.

19 Esta respuesta de conjunto nos dispensa de entrar en el pormenor de las discusiones teológicas, suscitadas sobre todo por los orientales, acerca de la epíclesis.

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246 La eucaristía

Luego, el sanctus que nos invita a hacer nuestro el cántico de los serafines (Is. 6, 3). En los ritos orientales, son también los himnos que acompañan la «entrada solemne»:

Los que místicamente representamos a los querubines y cantamos el himno tres veces santo a la Trinidad vivificante, demos en este momento de mano a toda solicitud temporal, a fin de recibir al rey del cielo y de la tierra, al cjue legiones de ángeles acompañan invisiblemente. (Liturgia biiantina.)

Calle toda carne mortal y póngase en pie con temor y temblor y nada terreno levante la Voz en ella, porque el rey de reyes y señor de los señores se adelanta para ser sacrificado jy darse en alimento a los fieles. Va precedido de coros de ángeles con todo su poder y fuerza, de queru­bines de muchos ojos y de serafines de seis alas, que velan, al cantar, sus ojos... (Liturgia griega de Santiago,- también en las liturgias armenia y caldea.)

La iconografía de las iglesias de Rávena y del oriente bizan­tino reproduce sobre los muros del edificio la imagen misma de las liturgias celestes. Es también un aspecto considerable de la catequesis eucarística entre los padres20. Lo que acontece sobre el altar nos pone en contacto con el cielo. Es la presencia misma de Dios. De ahí la insistente invitación a la adoración, al temor santo que experimentan las criaturas celestes, testigos de la trascendencia divina y peanas de la majestad dé Dios. Es una anticipación oscura, pero cierta, de nuestra condición futura de ciudadanos del cielo.

La Iglesia del cielo: la madre de Dios, los apóstoles, los mártires, a veces también los patriarcas, es igualmente evocada como formando un solo cuerpo con la congregación terrena (oración communicantes de la misa romana).

ORACIONES DE PETICIÓN O DE «INTERCESIÓN»

Hay en la eucaristía, como en la visión de la escala de Jacob (Gen. 28, 11-12), un doble movimiento, ascendente y descen­dente: la Iglesia hace «subir» hacia el Padre y hacia el altar del cielo el sacrificio de acción de gracias, y el Padre hace «bajar» sobre los que están presentes sus gracias y bendiciones (oración Supplices te rogamus). Los dones traídos al altar se transfor-j ' •

20 J. Daniélou, Bible et liturgie, p. 183-185.

Segunda parte de la misa 247

man en el cuerpo y sangre de Cristo, que los fieles vendrán a recibir comulgando del altar.

El celebrante ruega> desde el canon eucarístico, por los que van a comulgar; pero su oración se dilata más allá de los frutos de la recepción del sacramento. Así, ruega primeramente por la Iglesia extendida por todo el orbe de la tierra, por los présen­les y por los ausentes (Te igitur y Memento de vivos), pide In paz para nuestra vida terrena (Hanc igitur) y se acuerda igualmente de los fieles difuntos (Memento de difuntos). Los ritos orientales prefieren agrupar todas estas oraciones de peti­ción en una intercesión seguida que, por lo demás, se prolonga generalmente por una letanía dirigida por el diácono.

LA RESPUESTA DE LA FE

Las oraciones del canon están reservadas a los sacerdotes y forman un solo cuerpo con las palabras de la consagración. Sin embargo, el sacerdote las reza en nombre de toda la comu­nidad. No es él solo el que «se acuerda» (linde et memores nos), sino también el «pueblo santo» de Dios (sed et plebs tua sancta), la oblación no es sólo del clero, sino también de toda la familia del Señor. El fiel, por tanto, ha de unirse interior­mente al sacerdote.

Y lo hará por la adoración silenciosa. Para provocar este acto de fe interior en la presencia real, hay, en todas las litur­gias, si bien en momentos diferentes, una ostensión o elevación de ¡as especies consagradas.

Pero este silencio no basta. El fiel que ha manifestado públicamente la parte que toma en la acción de gracias por el diálogo del prefacio, expresará su fe por la aclamación amén, que resonará en el momento en que el celebrante haya termi­nado la eucaristía (actualmente antes del Pater noster). En este sentido, las catequesis patrísticas han multiplicado los comen­tarios del amén, sobre todo al tratar del momento de la comu­nión21. En los ritos orientales, se canta el amén después de oír cada una de las palabras de la consagración y hasta se puntúa con amén cada uno de los pormenores del relato de la cena 22.

2 1 Cf. A. M. Roguet, Amen. París 1947; pero sobre todo P. Gy, en LMD 24 (1950), p. 141-145.

22 Particularmente en la liturgia copta.

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248 La eucaristía

Por lo demás, el oriente da al fiel una participación más activa en las oraciones del canon por medio de cánticos llama­dos tropartos, que constituyen como un eco de las fórmulas del celebrante, lejos de desviarse jamás de ellas.

5. LA FRACCIÓN

La fracción reproduce el gesto de Cristo que rompe el pan en la última cena23. Por este gesto, renovado por su huésped la tarde de la pascua, reconocen a Jesús los discípulos de Emaús (Le. 24, 30-31). De suyo, el gesto no era especial de la eucaristía. Es el papel del amo de casa o del padre en la mesa familiar, pero es precisamente típico de la comida y de la comida tomada en común. Ahora bien, cumplido por Cristo, tomaba una significación mesiánica, vivamente percibida ya por los evangelistas, cuando la multiplicación de los panes (Mt. 14, 19; 15, 36; Me. 6, 4 1 ; 8, 6, 19; Le. 9, 16). Cristo es, en efecto, el buen pastor que conduce a su rebaño a los pastos de la tierra prometida. Los relatos de las multiplicaciones de los panes acumulan los detalles que imponen este tema bíblico. Por ahí se comprende que el signo de la fracción del pan adquiere su más alta y definitiva verdad cuando Cristo insti­tuye la eucaristía y cuando se renueva el sacramento. Se trata ya de la comida tomada en la tierra prometida, a donde nos conduce el buen pastor.

Así, la comunidad apostólica designó primeramente la euca­ristía con el nombre de «fracción del pan», como se ve pol­los Hechos (2, 42, 46; 20, 7, 11; 27, 35) 24 y por las cartas paulinas (1 Cor. 10, 16-17). A la significación escatológica, Pablo añade otra:

El pan cjue rompemos ¿no es \a comunión del cuerpo de Cristo'? Por ser un solo pan, formamos todos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan. (1 Cor. 10, 16.)

2 3 Es notable que los cuatro relatos del Nuevo Testamento con-cuerdan en mencionar expresamente la fracción, siendo así que difieren en otros pormenores.

2 4 Por eso, los exegetas ven hoy con más certeza la eucaristía en el episodio de los discípulos de Emaús, redactado por el mismo Le. 24, 30-31.

Segunda parte de la misa 249

El rito de la fracción del pan tuvo, en la antigua liturgia romana, una amplitud suntuosa25. Desgraciadamente, se ha reducido a la mínima expresión como consecuencia de la espan­tosa rareza de las comuniones en la edad media y por influjo de desafortunadas consideraciones alegóricas26.

6. LOS RITOS DE LA COMUNIÓN

LA COMUNIÓN EN SI MISMA

El celebrante, acodado sobre el altar (actitud que en todos los ritos es característica del orden sacerdotal), toma el pan roto y luego bebe el cáliz. Ninguna liturgia ha aceptado jamás que pudiera contentarse con comulgar bajo una sola de las especies y, menos, que pudiera dispensarse absolutamente de comulgar. Aun en el caso que viniera a desfallecer, desma­yarse o morirse sin poder terminar la celebración de la misa, otro sacerdote, normalmente, tendría que ocupar su lugar, para que el sacrificio estuviera completo, «acabado».

El uso, en cambio, respecto a la comunión de los fieles es muy variado. En la Iglesia antigua (por lo menos hasta los siglos xii-xin), recibían sucesivamente la especie de pan de mano de los sacerdotes, y la especie del vino por ministerio de los diáconos. Para recibir el pan, tendían las dos manos cruzadas y se comulgaban a sí mismos. Por lo demás, se lleva­ban a casa la reserva eucarística para comulgar entre semana. Al presentarse las sagradas especies, se decía: «El cuerpo de Cristo», «la sangre de Cristo», a lo que se respondía: Amén. Para comulgar, los fieles se acercaban hasta las gradas del santuario, en procesión y hasta cantando un salmo (el más frecuente, el salmo 33). Esta procesión tiene valor de signo, pues da a la comunión su aspecto comunitario y pascual.

A partir de la edad media el occidente abandonó la comu­nión bajo la especie de vino para los fieles. Acaso inicialmente fue simple cuestión práctica, pero ante las herejías de los siglos xv y xvi la Iglesia se negó a volver, donde se había aban­donado, a la comunión bajo las dos especies 27

2 5 Véase la descripción en Batiffbl, Lepoiis sur la messe, p. 92. 26 De que la liturgia galicana daba ya ejemplo en el siglo vn y que

hallamos hasta en santo Tomás, 3, q. 83, a. 5, ad 7. 27 Véase, concilio de Tiento, Ses. 22, Decr. de coucesione caíicis.

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250 La eucaristía

LA PREPARACIÓN PARA LA COMUNIÓN

En todas las liturgias, el padrenuestro es la oración por excelencia para prepararse a la comunión, ora a causa de la petición: «El pan nuestro de cada día, dánosle hoy», ora por la otra: «...así como nosotros perdonamos a nuestros deudo­res». Al padrenuestro se añaden otras oraciones, ya para pedir perdón de las culpas y preparar el alma para una comunión digna (en particular fórmulas de confesión y bendición), ya para pedir la gracia propia del sacramento, señaladamente la caridad, la unidad en el cuerpo de la Iglesia, ya finalmente para expresar la fe, la adoración y el deseo w.

DESPUÉS DE LA COMUNIÓN

La Iglesia romana ha compuesto oraciones para ser can­tadas por el celebrante en nombre de todos. Son las «pos­comuniones». Austeras y breves, como todas las oraciones del misal, expresan la acción de gracias por el don recibido, abren discretas perspectivas sobre la vida cotidiana que habrá de transformarse por la eucaristía e insisten sobre el sacrificio celebrado.

Pero la oración después de la comunión es una alternancia entre la devoción personal, secreta e incomunicable, y la acción comunitaria. Antes de la poscomunión y después de la bendi­ción y la despedida, hay lugar para esta meditación secreta, en que el evangelio de san Juan, sobre todo el capítulo primero, ocupa un lugar de preferencia.

La comunidad es despedida por el diácono con estas sen­cillas palabras: «Iros, es la despedida», a las que no hay por que atribuir sentidos alegóricos. La despedida del pueblo, en su materialidad misma, es más edificante que todo comentario. No podemos quedarnos sobre el monte de la transfiguración ni sobre el de la ascensión. Hay que bajar, para hallar de nuevo la cruz e ir a predicar por todas partes 29.

27 Véase, sin embargo, concilio de Trento, Ses. 22, Decr. de canees-sione caltas.

2 8 Véase sobre este punto, P. M. Cy, les rites de la communion eucharistigue, LMD 24 (1950), p. 149-151.

29 Cf. LMD 40 (1954), p. 24-25.

SECCIÓN III

EL M I S T E R I O E U C A R I S T I C O (RES ET SACRAMENTUM)

LA MISA REPRODUCE LA CENA DEL SEÑOR

ÍJ) La exposición que acabamos de hacer de la liturgia eucarística puede resumirse en esta breve fórmula: La misa reproduce la cena. La evolución de los ritos a lo largo de las edades no ha tenido otro fin que el de acentuar y precisar los gestos y palabras de Cristo, así como su significación.

La Iglesia estima que, para la validez de la eucaristía, basta que un sacerdote, que haya recibido por la ordenación la suce­sión apostólica del sacerdocio, pronuncie sobre el pan y el vino el relato de la cena1, con la intención y condiciones que­ridas por la misma Iglesia. La comunión misma no es requerida para la validez del signo, aunque la eucaristía se destina a ser consumada en una comida. Menos aún puede estimar la Iglesia como necesaria la invocación (o epíclesisj del Espíritu Santo.

b) Cristo mismo mandó cjue la cena se renovara y confió su depósito a los apóstoles.

Porgue yo — dice San Pablo — recibí del Señor lo mismo c¡ue os he transmitido, (fue el Señor Jesús, la noche q\ue fué entregado, tomó pan y, habiendo dado gracias, ío rompió y dijo-. «Esto es mi cuerpo, cjue es entregado por vosotros, haced esto en memoria mía.» Igualmente el cáliz, después de cenar, diciendo-. «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces de él bebiereis, bacedlo en memoria mía.-» (1 Cor. 11, 23-25.)

1 Decimos «el relato de la cena» y no solamente «Esto es mi cuerpo...», siguiendo en esto a M. de la Taille, Mysferium Sdei, Beauchesne, París 1921, p. 459-467. Tal es, efectivamente, la práctica de la Iglesia: en caso de defecto en la celebración, hace repetir siempre el relato entero. Por lo demás, santo Tomás afirmaba que las palabras «Esto es mi cuerpo...» son pronunciadas «en una narración» (3, q. 18, a. 5).

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252 t La eucaristía

Si Pablo insiste tanto, es para reaccionar contra el des­orden que comprueba en las reuniones de los corintios, entre los cuales, la sinaxis, convertida en comida ordinaria, ya no es la cena del Señor (v. 20). En seguimiento de Pablo, todas las liturgias mencionan el mandato de Cristo de renovar la cena y tienen conciencia de que, por este mandato de Cristo, se celebra la eucaristía. Así el concilio de Trento ve en ese man­dato de Cristo la institución misma del sacerdocio cristiano (cf. D. 942).

c) El sacerdote que celebra la eucaristía se identifica con Cristo, hasta el punto de que desempeña eficazmente el papel de Cristo y en él está Cristo presente2: «Le presta su lengua a Cristo, le ofrece su mano», dice san Juan Crisóstomo 3.

Porque todo ¡o demás c¡ue anteriormente se dice, dícese por el sacer­dote: se tributa alabanza a Dios, se ora por eí pueblo, por ios reyes y demás. Pero, en ¡legando a consagrar el venerable sacramento, ya no se vale el sacerdote de sus propias palabras, sino de las de Cristo. Luego la palabra de Cristo es la que consagra este sacramento. (San Ambrosio.) *

El sacerdote hace verdaderamente las veces de Cristo, el cual imita aquello que hizo Cristo, y entonces ofrece un sacrificio verdadero y lleno en la Iglesia a Dios Paire, si empieza a ofrecerlo así conforme a lo cjue ve que ofreció el mismo Cristo. (San Cipriano.) 5

d) Por reproducir eficazmente la cena, la eucaristía nos da \a presencia real de Cristo, para ser nuestra comida y bebida; es un verdadero sacrificio, memorial de la pasión de Cristo y proclamación o anuncio de \a parusia-.

Y es así que cuantas veces comiereis de este pan y bebiereis de este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga. (1 Cor. 11, 26.)

Estas tres afirmaciones cobran su evidencia e inteligencia para la fe, partiendo de la cena de Jesús.

2 Esta presencia de Cristo en la persona de su ministro es propia del sacramento de la eucaristía, y está afirmada en la encíclica Mediator Dei, núm. 26.

3 Hom. in loh. 86, 4¡ cf. MG 59, 473. 4 Sobre los sacramentos 4, 14; TÉP t. I, núm. 541. 5 Carta 63, 14; TEP t. I, núm. 223.

LA PRESENCIA REAL DE CRISTO

a) Es costumbre afirmar ante todo la presencia real de Cristo. Y es así que sobre ella se fundan los otros aspectos de la eucaristía. Si Cristo no estuviera realmente presente, fuera vano hablar de sacrificio, y la eucaristía no podría ser tampoco anticipación de los bienes por venir.

Además, las graves herejías se han ensañado sobre el dogma de la presencia real y han obligado así a la Iglesia a precisar la doctrina y han estimulado a los fieles a más vivas mani­festaciones de su fe.

Sin embargo, sería un error separar, tanto en nuestra devo­ción como en la pedagogía de la eucaristía, presencia real, memorial de la pasión, comunión y prenda de la gloria celeste. El oficio del Corpus auna todos estos .aspectos de la eucaristía en una antífona admirable:

Oh sagrado convite, en que se recibe a Cristo, se recuerda ¡a memoria de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la veni­dera gloria.

b) La presencia real es un misterio, que hay que recibir ante todo con la sencillez de su formulación evangélica y litúr­gica. Pero, partiendo de esta afirmación primordial, puede luego progresar el conocimiento del misterio, puede elaborarse una teología. No, ciertamente, porque sea menester apelar a sistemas racionales y a filosofías, sino porque la práctica de la Iglesia, la contemplación de los santos, el instinto de la piedad y la controversia con la herejía aportan luces y preci­siones nuevas.

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254 La eucaristía

1. LA AFIRMACIÓN DEL MISTERIO

Nada hay, efectivamente, tan sencillo, en su comportamiento esencial, como la fe del cristiano en la eucaristía. Cristo dijo: «Esto es mi cuerpo», «esta es mi sangre»; y la Iglesia dice: «El cuerpo de Cristo», «la sangre de Cristo», y el fiel cristiano responde: Amén, «así es».

Luego no dices vanamente «amén», confesando ya en tu espíritu que recibes el cuerpo de Cristo. Cuando te acercas, te dice eí sacerdote: «El cuerpo de Cristo» y tú respondes: «Amén», es decir, es verdad. Lo <\ue la lengua confiesa, manténgalo la convicción. (San Ambrosio, los sacra­mentos 4, 25; TEP t. I, núm. 551.)

En sus catequesis, los padres de la Iglesia, como los educa­dores de hoy día, procederán siempre de la misma forma: repe­tirán las palabras de Cristo en la cena, asegurarán su sentido por la catequesis que Cristo mismo hizo de la eucaristía e insti­tución sobre la eficacia del Verbo, de la Palabra que lo hizo todo.

LAS PALABRAS DE CRISTO

Los cuatro relatos de la cena: el de san Pablo (1 Cor. 11, 23-25), el de san Lucas (22, 13-20), el de san Marcos (14, 16-25) y el de san Mateo (26, 20-29), presentan una armonía de conjunto tanto más notable cuanto que contienen numerosas divergencias de pormenor. Cabe agruparlos en dos tradiciones distintas: Pablo y Lucas por una parte y Marcos y Mateo por otra.

Las palabras de Cristo:. «Esto es mi cuerpo», «Esta es mí sangre» o: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre», no pueden tomarse en sentido alegórico, como una parábola o una comparación, a la manera que también Jesús dijo: «Yo soy la vid» 1, y esto por muchas razones. Ante todo, el hecho de que estas palabras acompañan y atañen a una acción, a gestos materiales, corpóreos, sobre elementos concretos de la comida: «Tomó el pan, lo rompió, lo distribuyó... tomad, comed.» Pero,

1 Y aun en esta fórmula, no hay tampoco una mera comparación, a estilo de Homero o Virgilio, pues se trata de un temo bíblico, y esta alegoría está en relación con la eucaristía misma, como seguidamente diremos.

La presencia real de Cristo 255

sobre todo, el contexto sacrificial de la cena, sobre el que volveremos seguidamente, exige el realismo de la presencia, señaladamente el gesto de la alianza: «Esta es la sangre de la alianza», dijo Moisés a par que rociaba efectivamente al pueblo con la sangre de los animales degollados (Ex. 24, 8). «Esta es mi sangre, la sangre de la alianza», dice Jesús. Y lo mismo el carácter pascual de la comida que lleva forzosamente consigo la manducación del cordero, hasta el punto de que la fe en la presencia real no puede alcanzar su plena expansión, si se pone en segundo término el sacrificio y la comunión.

Así entiende Pablo la eucaristía. Este es el .motivo porque se muestra tan severo contra las comidas idolátricas:

El cáliz de bendición cjue bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan q\ue rompemos ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo7 Por ser un solo pan, somos, aun siendo muchos, un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan. Mirad al Israel según la carne. Los cjue comen los sacrificios ¿no entran en comunión con el altar!... No podéis beber eí cáliz del Señor y el cáliz de los demonios, no podéis tomar parte en la mesa del Señor y en la mesa de los demonios. (1 Cor. 10, 16 ss.)

Pero, sobre todo, Cristo mismo anunció la eucaristía y él afirmó en su catequesis el realismo de ella hasta el punto de escandalizar a los judíos y, a par, su significación sacramental. Este punto es importante, pues, de suyo, el pan y el vino no significarían su presencia.

LOS SIGNOS DEL PAN Y EL VINO Y LA CATEQUESIS DE CRISTO

Eí vino

Incluso, a prima vista, el vino no aparece en el evangelio en relación con la eucaristía. Es el vino nuevo, que no hay que echar en odres viejos (Me. 2, 22) y que, por otra parte, es la bebida escatológica (en los mismos relatos de la cena). En este sentido, el milagro de las bodas de Cana es un signo tanto más elocuente cuanto que tiene lugar durante una comida de bodas (Jn. 2, 1-12). Es el cáliz, símbolo del sacrificio, que hay que beber. Pero, en realidad, estos simbolismos son fundamentales para la eucaristía que no puede entenderse —repitámoslo — aislándola de su carácter sacrificial y escatológico. Pero el vino es también el «producto de la vid», perífrasis empleada por

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R E L A T O S DE LA C E N A

1 Cor. 11, 23-25

Porque yo he recibido del Señor lo mismo que os he entregado:

el Señor Jesús, la noche que fue entregado,

tomo pan y, después de dar gracias, lo rompió y dijo: «Esto es mi cuerpo que es (roto) para vos­otros ; haced esto en memoria mía.»

Le. 22, Í3-20 Me. 14, 16-25 Mt. 26, 14-29

Y prepararon la pascua.

Llegada la hora, se sentó a la mesa con sus após­toles y les dijo: (cf. v. 21-23)

Ardientemente he deseado comer con vosotros esta pascua antes de padecer,-porque os aseguro que no la volveré a comer hasta

que se cumpla en el reino de Dios. (cf. infra v. 17-18)

Luego, tomando pan y dando gracias lo rompió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que será entregado para vosotros; haced esto en memoria mía.»

Y prepararon la pascua.

Venida la tarde, llegó con los Doce. Y estando a la mesa y comiendo, Jesús dijo: «En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar, uno que come conmigo...»

Y mientras comían, Jesús tomó pan y, dicha la bendición, lo rompió y se lo dio diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo.»

Y prepararon la pascua.

Venida la tarde, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comieron, dijo: «En verdad os digo, uno de vosotros me entrega­rá...»

mientras co-Ahora bien, mían, Jesús tomó y, dicha la lo rompió y lo dio a sus discípulos

pan bendición,

diciendo: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo.»

Os

t->

Igualmente, después de ce­nar, tomó el cáliz, diciendo:

«Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre.

Cuantas veces bebiereis de él, hacedlo en memoria mía.» Y así, cuantas veces comiereis este pan y be­biereis de este cáliz, anun­ciaréis la muerte del Se­ñor hasta que venga.

Después de la cena, tomó igualmente el cáliz, diciendo:

«Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre que será derramada por vos­otros,

v. 17-18: (Tomando entonces un cáliz, dio gracias y dijo: «Tomad y distribuidlo en­tre- vosotros,-)

porque os aseguro que no beberé en adelante del producto de la vid, hasta que venga el reino de Dios.»

Luego, tomando un cáliz, dio gracias, se lo dio y bebieron todos.

Y les dijo:

«Esta es mi sangre, la san­gre de la alianza, que es derramada por muchos.

En verdad os digo que no beberé más del producto de la vid, hasta el día en que lo beberé de nue­vo en el reino de Dios.»

Luego, tomando un cáliz, dio gracias y se lo dio, diciendo:

«Bebed todos de él, porque ésta es mi sangre, la san­gre que será derramada por muchos en remisión de los pecados.

Os aseguro que no beberé más del producto de la vid; hasta. el día en que beberé con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre.»

O

to vi

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258 La eucaristía

Jesús mismo en la cena y que adquiere todo su sentido en las conversaciones que siguen a la comida: «Yo soy la viña y mi Padre es el viñador» (Jn. 15, 1-6). Ahora bien, la viña es un tema bíblico importante del Antiguo Testamento para designar al pueblo de Dios (Is. 5; Jer. 2, 21; Ps. 79) 2. En el nuevo pueblo de Dios se entra por la unión con Cristo, de quien recibimos la vida:

Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permaneciere en ía vid, así tampoco vosotros, sí no permaneciereis en mí. (Jn. 15, 4.)

D e esta manera, Cristo liga al vino un simbolismo que se enlaza con el que, de manera más clara, atr ibuye al pan.

El pan

En el momento de la última pascua, al anunciar su pasión inminente, Jesús se comparó al grano de trigo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn. 12, 24).

Pero, en las cercanías de la pascua precedente, Jesús había dado una catecfuesis entera del pan, que comenzó por un mi­lagro. Los hebreos comieron en el desierto el maná, es decir, el pan bajado del cielo (Ps. 77, 24); Cristo también alimenta a su pueblo de manera maravillosa, multiplicando los panes (Jn. 6, VI6) y demostrando así ser el nuevo Moisés, el profeta esperado (v. 14). Este signo es el punto de partida de su enseñanza. El pan del cielo, el verdadero pan del cielo que da la vida, es El mismo: «Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no tendrá jamás hambre.» Como el maná, Jesús ha bajado del cielo: «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (v. 34, 38). Los hebreos que comieron el maná, murieron; pero e\ Hijo de Dios da la vida eterna a los que creen en El (v. 40, 49). Pero ¿basta creer? No; el maná tenía que ser comido-. «Este es el pan que baja del cielo, para que se coma de él y no se muera. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo. El que comiere de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (v. 50-51).

La perspectiva de un sacrificio, de una inmolación queda 2 Cf. 3, q. 74, a. 5.

La presencia real de Cristo 259

así ligada a la del alimento de inmortalidad. Como en las otras catcquesis que nos transmite Juan (la de la samaritana o la de Nicodemo), Jesús procede por foques progresivos, presentando gradualmente el misterio y aguardando cada vez la reacción del interlocutor. Ante las preguntas de éste o las confusiones que comete, Jesús precisa su pensamiento y hace entrar más profundamente en ía revelación. Aquí son los judíos los que preguntan: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?», escandalizados del realismo de las expresiones de Cristo, lo mismo que Nicodemo cuando, preguntaba si había que volver de nuevo al seno de la madre (Jn. 3, 4). Lejos de desenga­ñarlos, Jesús, esta vez, repite y acentúa su afirmación:

En verdad, en verdad os digo-. Si no comiereis ía carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El cjue come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida- eterna y yo lo resucitaré el día postrero. Porgue mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El gue come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mi y yo en él. Como a mí me envió el Padre (Jue vive, y youiuo por el Padre, así, el ¡fue me comiere, vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como lo comieron vuestros padres y murieron. El gue comiere de este pan, vivirá para siempre. (Jn. 6, 53-58.)

Esta catequesis provoca murmullos, y defecciones entre los discípulos. Jesús no los retiene (Jn. 6, 60.61.66-67), prueba de que hay que entender en el sentido real de una manduca­ción de su carne el anuncio del nuevo maná. Los doce, y hasta Judas, se quedan. Cristo predice ya la traición: emocionante anticipación de la cena, cuyo pensamiento está, desde este mo­mento, en el espíritu de Jesús, y cuya relación le parece natural al evangelista (6, 70-71).

Así, pues, antes de instituir el sacramento; Jesús suscitó primeramente el simbolismo del pan y del vino, para que fueran signos de su cuerpo y de su sangre3.

LA PALABRA DE CRISTO ES EFICAZ

La Iglesia ha tomado siempre a la letra las palabras de la cena, que repite en la misa, tal como las recibiera (cf. D. 874 y 883). Al testimonio de la vida litúrgica se añade el de los

3 Este punto está particularmente ilustrado en Y. de Montcheuil, Mélanges théologigues, p. 43-47.

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260 La eucaristía

escritos de los padres, tanto en su enseñanza de pastores, como en sus esfuerzos de apologistas 4.

Para introducir a los neófitos en este misterio que les sor­prende, los pastores no proponen más que un motivo de creer: La palabra • de Cristo. No solamente porque es verídica: «¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn. 6, 68); sino porque es eficaz. He aquí, por ejemplo, cómo se expresa san Ambrosio:

Luego la palabra de Cristo realiza este sacramento. ¿Qué palabra de Cristo? Aquella por la cjue fueron hechas todas las cosas. Lo mandó el Señor y fue hecho el cielo, lo mandó el Señor y fue hecha la tierra, lo mandó el Señor y fueron hechos los mares, lo mandó el Señor y fue engendrada toda criatura. Mira, pues, cuan eficaz es la palabra de Cristo. Ahora bien, si'tanta fuerza hay en la palabra del Señor Jesús cjue empiece a ser lo cjue no era, cuanto más eficaz será para cjue sea lo cjue era y se transforme en otra cosa. (Los sacramentos 4, 14-15; TEP t. I, núms. 542-543.) 5

El Verbo que, con su palabra, hizo todas las cosas, lo es también Cristo que, con una palabra impera a los vientos y al .mar (Me. 4, 39-41 y paralelos) y también a la enfermedad CíLc. 13, 12-13; Mt. 8, 13).

Acerca del «cómo», Cristo se niega a dar explicación alguna, y se contenta con reafirmar el hecho y exigir de nuevo la fe. La Iglesia precave contra una pesquisa demasiado humana y se niega a eternizar las disputas de los doctores6. La práctica de la Iglesia, expresada por los textos litúrgicos y sancionada por el ministerio, es la que nos permite, al resguardo de toda sutileza de escuela, ahondar más y más la fe en la presencia real.

4 En el siglo xvn se constituyó. un «dossíer» considerable bajo el título: Perpetuidad de la fe... y fue reeditado en el siglo xix en las colec­ciones de Migne. Consúltese más cómodamente: Batifrol, Etudes d'bistoire ct de théologie positive, 25 serie, París 31906. Véanse los textos de san Ignacio de Ántioquía (ad Smyrn. 8, en PA, p. 493) y de san Ireneo (Adv. haer. 4, 18, en TEP t. I, núm. 114).

5 Cf. Otros textos en J. Daniélou, La messe et sa catechése, p. 56-57. 6 Catecismo del conc. de Trento, p. 2, c. 3, núm. 41-44 (BAC,

p. 475); Pío XII, discurso de 22 setiembre 1956, en «Ecclesia» 2 (1956), p. 344.

La presencia real de Cristo 261

2. LA TEOLOGÍA DEL MISTERIO

EL PAN SE CAMBIA EN EL CUERPO Y EL VINO EN LA SANGRE DE CRISTO: TRANSUSTANCIACION

a) La presencia de Cristo en la eucaristía se produce por un cambio del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo. Antes de la consagrac'ón, había pan y vino. Una vez que Cristo (por sí mismo en la cena y por ministerio del sacer­dote en la misa) ha pronunciado las -palabras consecratorias, es el cuerpo y la sangre de Cristo. No hay sustitución, sino cambio. Así lo afirman las epíclesis de las diversas liturgias, por ejemplo, la invocación que, en el canon romano, precede a la consagración:

La cual oblación, oh Dios, te suplicamos cjue tú la bendigas, la ins­cribas, la ratifiques y. hagas espiritual, a fin de cjue se convierta para nos­otros en el cuerpo y sangre de tu Hijo muy cjuerido, nuestro Señor Jesucristo.

o esta fórmula siríaca:

Envía tu Espíritu Santo... a fin de cjue, por su venida, haga de este pan el cuerpo de Cristo, el cuerpo autor de la vida, el cuerpo cjue trae la salud a nuestros cuerpos y a nuestras almas, el-cuerpo del Señor..., y de la mezcla de este cáliz, la sangre de Cristo, la sangre cjue purifica nuestras almas y nuestros cuerpos, la sangre de nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo...

San Ambrosio se explica:

Tú acaso digas: «Ese es mi pan ordinario.» Pero este pan es pan antes de las palabras sacramentales, una vez (fue se le ha añadido la consagración, de pan se hace carne de Cristo... (Los sacramentos 4, 14; TEP t. I, núm. 541.)

b) Pero no vemos la cara, ni oímos la voz de Cristo pre­sente. San Juan Crisóstomo, con su estilo familiar, insiste incluso:

¡Cuántos dicen ahora-. Quisiera ver su rostro, su figura, sus vestidos, sus calzados! Al mismo ves tú ahora, al mismo tocas, al mismo comes.

(Hom. in Mt. 82, 4, TEP t. I, núm. 799.)

Justamente ante estas preguntas hay que recordar la dife­rencia entre la presencia natural de Cristo y su presencia

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262 La eucaristía

sacramental. Todo lo que deLpan y el vino hería o impresionaba a los sentidos, permanece como signo de la presencia de Cristo. El gusto, el color, el peso siguen siendo los del pan y el vino. Son las especies, para emplear el término de los teólogos, aceptado por el uso corriente cuando se habla de las especies sacramentales. Más bien que las vanas apariencias que nos engañan, hay que ver en ellas el signo sacramental:

Has aprendido, pues — dice san Ambrosio —, c¡ue del pan se hace cuerpo de Cristo, y gue se echa vino y agua en el cáliz, pero se convierte en sangre por la consagración operada por la palabra celeste. Mas acaso dices-. «No veo la apariencia de sangre.» Pero tienes su símbolo o seme­janza. Y es así cfue, a la manera cjue has tomado la semejanza o símbolo de.la muerte, así también bebes la semejanza de la preciosa sangre, a fin de evitar el horror de la sangre-real, sin gue deje de operarse el precio de la redención. (Los sacramentos 4, 4; TEP t. I, núms. 546-547.)

La palabra «símbolo» (simililudo en el original), en la cita precedente, equivale exactamente a «signo» o «especie».

c) Esta permanencia de las especies no debe inducirnos a error e imaginarlas como un velo que ocultara a Cristo o como un continente en que se hallara. Cristo no está en el pan ni con el vino, como lo suponían ciertos teólogos protes­tantes de la época de la reforma. El pan se ha cambiado en el cuerpo de Cristo y las especies del'pan permanecen como signo. Es lo que el concilio de Trento llama la transustanciación (D. 877 y 883-884).

á) Así pues, el cambio del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo es una realidad de un orden aparte, de orden «sacramental». No se trata de una creación, como quiera que ésta parte de la nada, y la eucaristía supone el pan y el vino. Tampoco es una nueva encamación de Cristo. No puede compararse sino aproximativamente la consagración eucarística y la venida de jesús a la tierra, como lo nota san Juan Damasceno:

El cuerpo está verdaderamente unido a la divinidad, y es el cuerpo unido gue nació de la Virgen, pero no es como si el cuerpo gue toma volviera a bajar del cielo. No, son el pan y el vino misinos los gue se transforman en el cuerpo y sangre de Dios. (Sobre la fe ortodoxa 4, 13; TEP t. II, núm. 1.330.)

La presencia real de Cristo 263

Ni siquiera es, propiamente hablando, un milagro, pues la consagración obedece a la ley del orden sacramental y la transustanciación es objeto de fe, siendo así que el milagro es un signo para los creyentes7.

e) Hay que vigilar en respetar, en el lenguaje y, sobre todo, en la imaginación, el modo sacramental de la presencia de Cristo, y evitar decir de Cristo mismo lo que pertenece a las especies sacramentales. Así,.es censurable llamar a Cristo «pri­sionero del sagrario», por el hecho de que la Iglesia exige que la reserva eucarística esté a resguardo de las profanaciones. Las profanaciones mismas, por mucho cuidado que haya de ponerse en evitarlas, no le tocan a Cristo directamente y sólo son ofensa contra El por razón de la culpabilidad de "sus autores. La estampería y hasta ciertos cánticos pueden im­poner peligrosas desviaciones a la fe eucarística de los fieles 8.

CRISTO PERMANECE EN LA EUCARISTÍA MIENTRAS DURAN LAS ESPECIES SACRAMENTALES

Hemos de tener siempre presente el principio de que la Eucaristía se destina a ser comida y bebida: «Tomad y comed; tomad y bebed.» Sin embargo, desde la consagración (o, a más tardar, desde el fin del canon, en los ritos en que éste no sufre interrupción), la liturgia manifiesta su fe en la presencia de Cristo. Después de la comunión de los fieles se conserva una reserva eucarística para permitir la comunión de los en­fermos. Antiguamente, en Roma, se solía añadir al sacrificio del día una partícula del sacrificio anterior, depositada en un cofrecito que, a causa de la presencia de estas partículas con­sagradas (los «sancta»), era objeto de culto. A lo largo de la edad media, la reserva eucarística recibió aún mayores honores. Añadamos el cuidado, señalado ya por los autores más anti­guos, de evitar toda irreverencia, aun involuntaria, en el servi­cio eucarístico:

Tenemos mucho cuidado no caiga nada de nuestro cáliz ni de nuestro pan por tierra. (Tertuliano, Sobre la corona 3, 4¡ TEP t. I, núm. 147.)

7 La mejor exposición de la transustanciación quizá sea la de A. M. Roguet, Iniciación teológica, t 111, p. 423-425.

8 Cf. sobre este punto A. M. Roguet, Les á-peu-prés de la prédicatwn cucharistigue, en LMD 11 (1947), p. 178-190.

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264 La eucaristía

Los efue habitualmente asistís a los divinos misterios, sabéis con gué respetuosa precaución guardáis el cuerpo del Señor, cuando se os entrega, a fin de q\ue no caiga una migaja de él ni se pierda una parte del tesoro consagrado. (Orígenes, Hom. sobre el Éxodo 13, 3; TEP t. I, núm. 180.)

De estos hechos hay que concluir con el concilio de Trento (cf. D. 876, 886) que, a diferencia de los otros sacramentos que sólo existen en el momento de ser administrados a un sujeto, la eucaristía está constituida, por la sola consagración, antes de su uso, y eso porque los otros sacramentos solamente producen la santidad, al paso que la eucaristía contiene al Señor mismo9. El agua bautismal, aun consagrada solemnemente, no ha recibido al Espíritu Santo y no tiene virtud alguna santifi­cante hasta que un ministro la derrama sobre un catecúmeno (o lo inmerge en ella). Por semejante caso, el santo crisma no da el Espíritu Santo hasta que un obispo haga la unción con él imponiendo las manos sobre un bautizado. La eucaristía, en cambio, ha podido ser confiada a los fieles, para que se comul­gasen ellos a sí mismos, una vez que fue consagrada por un sacerdote. Y subsiste mientras subsisten las especies sacramen­tales. La descomposición de éstas lleva consigo la cesación de la presencia de Cristo.

Si alguno dijere d¡ue, acabada la consagración, no está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Euca­ristía, sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no antes 0 después, y cjue en las hostias o partículas consagradas cjue sobran o se reservan después de la comunión, no permanece el verdadera cuerpo del Señor, sea anatema.

(D. 886.)

LA FRACCIÓN DEL PAN NO DIVIDE EL CUERPO Di CRISTO

El canto o secuencia del Lauda Sion, que sigue recitádose en la fiesta del Corpus Christi, recuerda algunas de las conse­cuencias del modo sacramental de la presencia de Cristo en la eucaristía: no es menester que la cantidad de pan o de vino consagrado sea considerable para recibir efectivamente a Cristo. La especie del vino, más comunitaria, pues exige que se beba de un mismo cáliz, no dio nunca lugar a la menor vacilación; por lo contrario, la fracción del pan ha podido prestarse a inter­pretaciones erróneas o, por lo menos, a falsos alegorismos:

9 3, q. 73, a. 1, ad 3

La presencia real de Cristo 265

Quien lo toma, no lo corta / no lo rompe ni divide, / íntegro recíbese. / Uno toma, toman miles, / cuanto el uno el otro tanto, / ni al darse consú­mese... / Y partido el sacramento, / no vaciles, mas recuerda / cjue tanto hay bajo el fragmento / cuanto-en todo escóndese. / No se esconde, no, la cosa, / sólo del signo hay rotura, / no el estado y estatura / del signado inmútase.

LA COMUNIÓN BAJO UNA SOLA ESPECIE DA A CRISTO ENTERO

El abandono del cáliz de los fieles 10, en occidente, ha sido reconocido válido por la Iglesia y, señaladamente, por el con­cilio de Trento (D. 876 y 885), porque Cristo está presente, todo entero, bajo cada una de las especies. Y es así que Cristo resucitado ya no muere y, consiguientemente, su cuerpo y san­gre no pueden estar realmente separados. La consagración del pan, por el efecto de las palabras, sólo es signo eficaz del cuerpo de Cristo; mas, como quiera que el cuerpo de Cristo es en adelante inseparable de su sangre, ésta está presente con el cuerpo, por concomitancia n , como dicen los teólogos. Y lo mismo para la especie del vino: por efecto de las pala­bras, sólo es signo eficaz de la sangre de Cristo; pero el cuerpo está presente por concomitancia. Todo entero está Cristo, con su alma inseparable de su cuerpo vivo, y con su divinidad unida para siempre con su divinidad (D. 883). De ahí que se deba a la eucaristía culto de adoración.

SE DEBE ADORAR LA EUCARISTÍA

La adoración, juntamente con la fe, es la actitud espiritual que se impone ante la eucaristía. Bajo los signos o especies sacramentales está presente el Señor, Hijo de Dios vivo. Es tra­dición universal, como hemos visto, de todas las liturgias, mos­trar, elevar el pan y el cáliz consagrados, ora inmediatamente después de la consagración, ora al final del canon o en el momento de la comunión. Esta ostensión o elevación está des-

1 0 La comunión bajo las dos especies es obligatoria para el sacerdote celebrante. Desde antes de la edad media se había practicado la comunión bajo una sola especie, ora la del vino (por ejemplo, a los mártires de las cárceles), ora la del pan (a domicilio).

1 1 Se llama concomitancia el hecho de la presencia, bajo una especie eucarística, de lo que no es significado por las palabras mismas, pero es inseparable de lo que significan por razón de la condición de Cristo, Hijo de Dios, resucitado.

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266 La eucaristía

tinada a la adoración de las sagradas especies, como lo sugieren las oraciones y cánticos que la acompañan.

La edad media latina gustó particularmente de estas osten­siones, a veces como reacción contra las herejías. Hay que reconocer que el deseo de ver la hostia acarreó muchos abusos y rozó a veces el error doctrinal u No obstante, ha suscitado ritos que la Iglesia ha aprobado y alentado, como la procesión del Corpus o la adoración solemne y pública del Santísimo Sacramento (cf. D. 878, 888).

LA EUCARISTÍA ES EL SANTÍSIMO SACRAMENTO

Pero todos estos ritos serán siempre accesorios y, sobre tock», la Iglesia muestra hasta qué punto es esencial que per­manezcan ligados a la misa y a la comunión.

La procesión del Corpus ha de seguir a la misa, se adora en ella una forma consagrada durante esa misma misa. Sobre el altar ha de guardarse, en el sagrario, la reserva eucarística.

Para que el culto de la eucaristía sea exacto, ha de salva­guardar a par la realidad de la presencia real de Cristo y el modo sacramental. La eucaristía es más sacramento que todos los otros, y ello no sólo por la riqueza de su contenido, sino por la ley de su simbolismo: es el santísimo sacramento. Por eso es menester que el culto de una especie sacramental no nos haga nunca olvidar la otra, sobre todo la especie del vino, más significativa, como vamos a ver, del sacrificio y de la espera escatológica. Si es excelente detener, en cierto modo, el movimiento de la acción litúrgica para adorar las especies consagradas13, no hay que olvidar que éstas han sido consa­gradas y luego reservadas durante una misa, y que se destinan a ser comidas o bebidas en la comunión. Y la presencia de Cristo hoy bajo las especies sacramentales nos remite incesante­mente a un pasado, cuyo memorial es la eucaristía, y a un porvenir, de que es ella anticipación.

_i ;

"& Se leerá con mucho interés el libro Je E. Dumoutet, Le désir de voir l'bostie et les origines de la dévotion au Saint Sacrement, Beauchesne, París 1926.

1 3 Este tema fue tratado por Pío XII, discurso de 22 setiembre 1956, en «Ecclesia» 2 (1956), p. 344.

II

EL SACRIFICIO EUCARISTICO

1. LA EUCARISTÍA ES UN SACRIFICIO

La actitud y las oraciones de la misa nos ponen de mani­fiesto, con evidencia, la convicción de la Iglesia de que, al celebrar la eucaristía, ofrece a Dios un sacrificio. La manifes­tación de esa convicción puede hallarse en diferentes mo­mentos de la celebración, por ejemplo, en los ritos del ofertorio, en las poscomuniones y, respecto a las liturgias orientales, al preparar la oblata antes de la misa (próthesis). El vocabu­lario mismo revela esta convicción: el pan que ha de consa­grarse se llama hostia, es decir, víctima o cordero (amnós). Pero donde hay que buscar la expresión más antigua, más universal y más rica desde el punto de vista de la pedagogía de la fe, es sobre todo en las oraciones que siguen a la con­sagración :

... Ofrecemos a tu gloriosa majestad, de lo mismo cjue tú nos has dado y regalado, la víctima pura, la víctima santa, la víctima sin mancha, el pan santo de la vida eterna y el cáliz de la salud perpetua. Sobre los cuales dones, dígnate mirar con rostro propicio y sereno, y aceptarlos, como te dignaste aceptar los dones de tu siervo, el justo Abel, y el sacrificio de vuestro padre Abrabán, y él que te ofreció Melquisedec, sumo sacerdote tuyo, sacrificio santo, oblación sin mancha. Humildemente te rogamos,'Dios todopoderoso, que mandes llevar estos dones por manos de tu santo ángel a tu sublime altar, ante el acatamiento de tu majestad..A

Así pues, las definiciones del concilio tridentino no hacen sino traducir en fórmulas dogmáticas lo que los cristianos han creído siempre al tornar parte en la eucaristía:

Si alguno dijere que en la misa no se ofrece a Dios un'verdadero y propio sacrificio, sea anatema. (D. 948.)

1 Cf. Id messe et sa catécbése, p. 102-104.

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268 La eucaristía

Pero la misa es sacrificio, porque en ella se ofrece Cristo. Cristo es la sola víctima que Dios puede aceptar. Ahora bien, Cristo ofreció un sacrificio una vez por todas sobre la cruz. Hacia Cristo nos hace ciertamente mirar la oración litúr­gica al evocar el sacrificio de Melquisedec, puesto que Jesús es sacerdote según el orden de Melquisedec (Hebr. 7, 11). Hacia la cruz de Cristo nos orientan la imagen del sacrificio de Abel y la del sacrificio de Abrahán, nuestro padre.

Así pues, la misa no es un sacrificio independiente que deroga la unidad del sacrificio de la cruz. Para saber cómo la 'misa es un sacrificio, nuestro sacrificio, es menester comprender primeramente cómo es sacrificio la muerte de Cristo y qué vínculo existe entre la cruz y la cena, que reproduce la misa: «Una sola y misma es la víctima y el mismo se ofrece ahora por ministerio de los sacerdotes, que se ofreció etítonces sobre la cruz, siendo sólo diferente la manera de la oblación (concilio de Trento; cf. D. 940). Esta manera, como veremos, es sacra­mental. La misa es el memorial eficaz del sacrificio de la cruz.

2. LA CRUZ DE CRISTO, ÚNICO SACRIFICIO DE LA NUEVA LEY

¿Qué es un sacrificio? ¿Cómo es sacrificio la muerte de Cristo sobre la cruz? No debemos responder a estas preguntas por definiciones lógicas2, sino por el estudio de las figuras bíblicas y de la evolución por que ha pasado, en el Antiguo Testamento, la noción de sacrificio.

LOS MODELOS PRIMORDIALES: ABEL, ABRAHÁN, MELQUISEDEC

a) Abel nos es presentado en las primeras páginas de la Biblia. En el mundo del pecado inaugurado por sus padres, Abel es justo, y hasta «el justo» por excelencia, como lo pro­claman todos los libros del Nuevo Testamento (Mt. 23, 35; Hebr. 11, 4; 1 Jn. 3, 12). Su justicia brilla con ocasión de la ofrenda de las primicias al Señor:

2 Las definiciones lógicas del sacrificio y su aplicación a la misa son tan poco satisfactorias que todas son discutidas. No nos atrevemos siquiera a partir de la célebre definición de san Agustín. Sólo por la historia bíblica completa se ha podido llegar a discernir la riqueza y pureza de la noción de sacrificio. Tal es por lo demás el camino seguido por san Agustín.

El sacrificio eucarístico 269

Abel fue pastor de ovejas, y Caín labrador. Aconteció, pues, al cabo de mucho tiempo, cjue Caín ofreció de los frutos de la tierra dones al Señor. Y Abel también ofreció de los primerizos de su rebaño y basta de las grosuras de ellos. Y miró el Señor a Abel y a su ofrenda, pero no miró a Caín y a las ofrendas de éste. (Gen. 4, 25.)

Gestos primitivos del don de las primicias a Dios que está como viviente en medio de ellos, las ofrendas de los dos hermanos no tienen, como se ve, valor por sí mismas, por su propia riqueza. Yahvé acepta las unas y rechaza las otras, por­que mira al fondo de los corazones. No basta para el Señor un gesto. El sigue siendo libre en aceptar.

Pero Abel no es solamente el justo, cuya ofrenda acepta Dios. Es el primero de los justos y profetas cuya sangre se derrama sobre la tierra y cuyo linaje se extenderá hasta Zaca­rías, hijo de Baraquías y alcanzará por fin a Cristo mismo y a los apóstoles (Mt. 23, 35). Cuando Caín mata a Abel, Dios le hace oír el grito de la sangre de su hermano que clama hacia él del suelo (Gen. 4, 10). La sangre de todos los fieles sacrificados clama a Dios venganza, la sangre de Cristo es más elocuente que la de Abel (Hebr. 12, 24), cae sobre los que lo rechazan (Mt. 23, 35; 27, 25); pero lava y salva a los que creen en él.

b) El sacrificio de Abrahán, como el de Abel, es mencio­nado en casi todas las liturgias 3, como quiera que ocupa un lugar excepcional en la economía de las promesas del Antiguo Testamento y en la tipología cristiana. Abrahán es probado por Dios (Gen. 22, 1-19), y es probado en su misma fe: Yahvé le pide que lleve a su hijo Isaac, el hijo único, el heredero de la promesa, a un monte que El le indicará y se lo ofrezca en holocausto, es decir, que tendrá que levantar una pira o montón de leña, poner encima a Isaac, degollar a Isaac y consumir su cuerpo. Parece, pues, como si Dios quisiera anular su promesa. Abrahán, sin embargo, ofrece a su hijo, «pensando que Dios tiene poder aun de resucitar los muertos» (Hebr. 11, 19). El Señor perdona a Isaac (Gen. 22, 12). El sacrificio no se consuma, porque se trataba sólo de una figura. Pero se con-

3 Por lo menos en las antiguas: La messe et sa catéchese, p. 103-104. Figura también entre las lecturas más tradicionales de la noche de pascua.

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270 La eucaristía

sumará en Cristo: «Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom. 8, 32) 4.

c) Melquisedec, finalmente, es también una de las figuras más importantes- en la tipología del Nuevo Testamento no obstante la oscuridad o, acaso, por la oscuridad misma del texto del Génesis que a él se refiere:

Cuando Abrahán volvió de ía matanza de Codorlabomor y de los reyes aliados suyos... salióle al encuentro el rey de Sodoma. Y Melquisedec, rey de Salem, trayendo pan y vino, pues era sacerdote del Dios altísimo, le bendijo diciendo: «Bendecido sea Abrahán por el Dios altísimo, <\ue ba creado el cielo y la tierra, y bendecido sea el Dios excelso cjue ha entregado en tus manos a tus enemigos.» Y diole Abrahán el diezmo de todo.

(Gen. 14, 17-20.)

El Dios altísimo es el Dios verdadero, el Dios de Abrahán (Gen. 14, 22). Melquisedec es rey de Salem, ciudad cuyo nom­bre significa «paz» y que, más tarde, será identificada con Jerusalén (Ps. 75, 3; cf. Judit 4, 4). Rey y sacerdote: esta doble prerrogativa, unida en un solo hombre, será también privilegio del Mesías, hijo de David; pero el Mesías, en lugar de dar gracias por una victoria ajena, triunfará El mismo de sus enemigos, y será sacerdote porque el Señor lo determinó: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melqui­sedec» (Ps. 109, 4). Ahora bien, Jesús reivindica para sí el oráculo del salmo (Mt. 22, 44; Act. 2, 34-35) y el poder real. Su sacerdocio está descrito en la carta a los hebreos, en que continuamente se repite que es según el orden de Melquisedec: porque el Padre lo eligió como sacerdote, gloria que Cristo no se arrogó a sí mismo (Hebr. 5, 5-10); porque este sacerdocio es superior al de Aarón y viene a derogar el levítico (Hebr. 7, 1-10), y porque es eterno (Hebr. 7, 3; 7, 20-28).

En el Génesis se dice solamente que Melquisedec «dio gracias» y «llevó pan y vino». No se trata aparentemente de un sacrificio, y la carta a los hebreos no continúa en este punto la comparación entre Cristo y Melquisedec, porque su perspectiva se limita al sacrificio de la cruz. Ahora bien, sólo la eucaristía acaba la explicación del sacerdocio según el orden de Melquisedec.

4 J. Daniélou, Sacramentum futuri, Beauchesne, París 1950, p. 97-111.

El sacrificio eucarístko 271

LA INMOLACIÓN DE LA PASCUA

La liberación del pueblo hebreo de Egipto y la marcha a la tierra prometida se inauguran por un sacrificio. Cada familia ha de degollar un cordero, tomará su sangre y con ella rociará las jambas y dintel de las puertas de las casas. A vista de la sangre, el Señor perdonará las casas de los hijos de Israel, cuando pase para herir la tierra de Egipto (Ex. 12, 1-7, 12-13).

Este sacrificio tiene de particular que concluye con una comida y se renovará, cada año, como memorial. El cordero tenía que comerse entero, en familia. La comida es el primer acto de la marcha. Se come de pie, aprisa, vestidos y calzados para el viaje. Al salir de la mesa, se emprende inmediatamente la marcha, de noche, hacia el Mar Rojo y la tierra prometida (Ex. 12, 7-11). De este día, «se hará memoria del hecho, y se celebrará como fiesta solemne al Señor, en todas las genera­ciones, con culto sempiterno» (Ex. 12, 14; 13, 3-9).

Todos estos elementos reunidos son de la mayor impor­tancia para comprender el sacrificio de Cristo y la cena. y, sobre todo, para asir su unidad profunda.

LOS SACRIFICIOS DEL LEVÍTICO

En cuanto a los sacrificios de la ley, descubrimos a par la importancia religiosa de su cumplimiento ritual y su caducidad.

Las prescripciones del Levítico nos chocan hoy .por su complicada minuciosidad y lo grosero de su liturgia que llega a provocar asco. El templo es como un vasto matadero, los altares exhalan una humareda acre de grasa...

De estos sacrificios, sin embargo, hay tres que contienen una significación espiritual importante:

— el sacrificio de la tarde, «oblación de incienso fino aro­mático» (Ex. 29, 39; 30, 8; Ps. 140, 2), que se convierte en signo de la oración de alabanza;

— el holocausto, destrucción total de las víctimas por el fuego, después de haber hecho correr la sangre, cómo señal del soberano dominio de Dios y también como expiación (Lev. 1);

— finalmente, el sacrificio anual de expiación, reservado al sumo sacerdote que, en esta ocasión entraba en el «sancta sanctorum», detrás del velo, inmolaba un toro y un macho cabrío «en expiación por sí y por su casa», hacía las asper-

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siones con la sangre «por las impurezas de los hijos de Israel, por sus transgresiones y pecados» (Lev. 16).

Mas el mismo Señor que, por la ley, prescribe los sacri­ficios, avisa, por boca de los profetas que los rechaza y abo­mina :

Aborrezco y rechazo vuestras fiestas, me producen asco vuestras solem­nidades. Si me ofreciereis holocaustos, no qluiero' vuestras ofrendas, ni miraré los sacrificios de pingües reses. (Am. 5, 21, 22.) 5

¿A cfué me traéis eí incienso de Sabá y la caña olorosa de país lejano? Vuestros holocaustos no me son aceptos y vuestros sacrificios no me placen.

(Jer. 6, 20.)

Las fórmulas más decisivas son las de Isaías (1, 10-16) y las de los salmos (39, 7; 49, 7-13; 50, 18; 69, 31-32). ¿Por qué detesta el Señor los sacrificios que El mismo prescribiera? Es que no tiene nada que hacer con los machos cabríos y toros ni con las demás cosas que él creó y le pertenecen absoluta­mente. Lo que el Señor quiere es el corazón del hombre, su oración interior sincera, el grito profundo de sus miserias, su amor, la fidelidad a la ley, la acción de gracias. Para que Yahvé acepte el sacrificio, es menester que el don sea perfecto y puro (Os. 6, 6; Miq. 6, 5-8).

LA PROFECÍA DE LA OBLACIÓN.PIULA

¿Serán, pues, en adelante los hijos de Israel los más des­graciados de los hombres, forzados a ofrecer al Señor sacrificios que El rechaza, incapaces por otra parte de presentarse a El con el amor total, la perfecta rectitud «de sus caminos», la pureza de corazón y la acción de gracias, los solos sacrificios que le serían agradables; incapaces, sobre todo, de expiar sus pecados?

El oráculo divino que proclama que Dios detesta los sacri­ficios, va acompañado del anuncio de otro sacrificio, puro y perfecto éste. La casa de Dios se convertirá en casa de oración para todas las naciones, y Yahvé aceptará entonces los holocaustos de los extranjeros (Is. 56, 1-8). «Desde el orto del sol hasta su ocaso, mi nombre es grande entre las naciones

La misma idea ya en 1 Sam. 15, 22.

£1 sacrificio eucarístico 273

y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de in­cienso y una oblación pura» (Mal. 1, 11).

Liturgia pura y universal, parece ser, sin embargo, obra de un solo hombre:

No quisiste sacrificio ni oblación, pero me formaste un cuerpo, no aceptaste holocaustos ni victimas, y entonces dije: Acfuí estoy, en el rollo del libro se escribe de mí, (fue cumpliré tus quereres. (Ps. 39, 7-9.) 6

No ofrecerá un sacrificio exterior a él, sino que se ofrecerá a sí mismo. Este tema se enlaza con los desenvolvimientos que el libro de Isaías hace sufrir al tema del cordero en los cánticos del siervo de Yahvé:

Todos anduvimos errantes como ovejas, cada uno se descarrió por su camino, y Yahvé descargó sobre él la iniquidad de todos nosotros. Espantosamente maltratado, se humillaba y no abría la boca. Como cordero llevado al matadero, y como oveja muda ante los esquiladores, y (fue no abre la boca. (Is. 53, 6-7.) 7

LA MUERTE DE CRISTO, CUMPLIMIENTO DE TODOS LOS SACRIFICIOS FIGURATIVOS

Todos estos sacrificios incompletos e imperfectos cesan a la muerte de Cristo que los remplaza, cumpliendo todas las pro­fecías y realizando todas las figuras. La oblación de Cristo sobre la cruz es el verdadero sacrificio de la nueva ley, sacri­ficio perfecto y eficaz.

De Cristo que entra en el mundo decía el salmista: los holo­caustos no te han agradado, heme aquí, que vengo a cumplir tu voluntad (Hebr. 10, 1-10). Es sacerdote según el orden de Melquisedec, como acabamos de ver, realiza el holocausto de Abrahán (Rom. 8, 32), el sacrificio de expiación (Hebr. 7, 26-28; 9, 1-14; 10, 1-4), la alabanza de la tarde, .la inaugura-

6 No citamos por el hebreo, sino por el griego. Efectivamente, la tradición alejandrina acentuó el carácter • mesiánico de este salmo y en griego lo utilizará la carta a los hebreos.'

7 Fórmulas idénticas en Jer. 11, 19.

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ción del templo nuevo (Mt. 21, 23; Jn. 2, 21; etc.), la oblación pura predicha por Malaquías 8.

Más claramente aún, el sacrificio de Jesús realiza el sacri­ficio del siervo de Yahvé en Isaías, cordero de expiación (Act. 8, 32-33; cf. Mt. 26, 63 y paral.). Cristo es el cordero de Dios, que carga con los pecados del mundo (Jn. 1, 29), y aun en el cielo aparece como el cordero degollado (Apoc. 5, 6). Su inmolación es una pascua, la verdadera pascua: «Nuestra pascua, Cristo, ha sido inmolado» (1 Cor. 5, 7). Las circunstancias mismas de la pasión verifican el ritual del Éxodo (Jn. 19, 36).

La tradición de la Iglesia añadirá el tema de las primicias. Cristo se ofreció al Padre como el primogénito, como el co­mienzo de la nueva creación 9.

EL SACRIFICIO DE CRISTO ES ÚNICO, CONSUMADO UNA VEZ PARA SIEMPRE

La oblación de Cristo es sacrificio perfecto por razón de su calidad de Hijo de Dios, por la obediencia y rendimiento total al Padre que en él se expresan y por su eficacia: «Pues por una oblación única, consumó para siempre a los que son santifi­cados» (Hebr. 10, 14).

Por razón misma de su perfección, es sacrificio señero, ofrecido una vez por todas (Hebr. 10, 10-12). El marca el fin de los tiempos, y no puede haber ya otros, puesto que ha expiado todos los pecados (Hebr. 7, 27; 9, 12.26-28). Suponer que Cristo pudiera reiterar su sacrificio, sería dudar de la eficacia del mismo (Hebr. 10, 1-12).

Entonces, ¿seremos en adelante incapaces, radicalmente incapaces, de hacer el menor gesto de ofrenda y sacrificio? ¿Cómo puede celebrarse por toda la tierra una oblación pura, siendo así que el sacrificio de Cristo tuvo lugar en un solo día, en sitio determinado, «fuera de la puerta» de Jerusalén? Y es así que, después de la muerte de Cristo, el velo del templo se rasgó para siempre, y no podemos volver a la oblación de machos cabríos y novillos, con los que Dios no tiene nada que

8 Esta afirmación no se halla en esta forma en el Nuevo Testamento pero es tradicional en la enseñanza de la Iglesia, con referencia por le demás a la eucaristía; cf. D. 939.

» San Ireneo, Adv. haer. IV, 17-18; TEP t. I, núm. 113-114.

El sacrificio eucarístico 275

hacer. Y, aun cuando el bautismo nos ha purificado y justifi­cado, y aunque la caridad de Dios se ha derramado en nues­tros corazones por el Espíritu Santo que 'nos ha sido dado, no podemos menos de atestiguar nuestra miseria y reconocer que somos pecadores (1 Jn. 1, 8-10). Sólo tenemos una riqueza: Cristo y su sacrificio. Pero ¿cómo ofrecer a Cristo, para que El sea nuestro sacrificio? He ahí la razón por que Cristo, la noche que fue entregado, inaugurando su pascua por la cena, «puso todo su sacrificio del día siguiente bajo un signo»10

y este signo es para ser renovado.

3. LA CENA SIGNO DEL SACRAMENTO DE CRISTO

La insistencia que ponen los escritores sagrados y las liturgias sobre el contexto de la' institución de la eucaristía, y sobre las palabras pronunciadas, demuestra la gran impor­tancia que hay que atribuirle. Sin embargo, se han descuidado un poco, en la catequesis elemental, cuando ésta se ha limitado a afirmar la presencia real. Ahora bien, contexto y palabras son la verdadera pedagogía del sacrificio, la pedagogía qué ha de guiar la fe de los fieles. Por el signo pueden éstos elevarse a la inteligencia de un sacramento y, más particularmente, por las palabras dichas.

LA CENA INAUGURA LA PASCUA DE CRISTO

En la narración de Pablo, la institución de la eucaristía está ligada a una fecha precisa: «La noche en que fue entre­gado.» Siguiendo a Pablo, todas las liturgias lo recuerdan por esta misma fórmula u otra semejante: «La víspera de su pasión.» En los evangelios, el vinculo entre la cena y la pasión es aún mayor. En plena cena se consuma, según las Escrituras (Ps. 40, 10; 54, 13) u la traición de Judas. Judas abandona la mesa para marchar a entregar a Cristo. Jesús mismo ya no saldrá del cenáculo sino para ir a Getsemaní, sufrir la agonía y ser prendido. Por eso, en la tradición litúrgica, la lectura de la

1 0 Según la bellísima fórmula de E. Masure, Le sacrifie du chef, p. 297.

1 1 El salmo 54 sólo alude a la comida en la versión griega.

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pasión se inicia siempre por la narración de la cena, que se considera como parte de la pasión12.

Pero se trata de algo más que un vínculo cronológico. La unión de la cena y la pasión se encuentra en el plano del misterio. La muerte de Cristo sobre la cruz —lo hemos dicho ya — será la inmolación del cordero pascual. La cena es la comida pascuaí, donde se come ei cordero y de la que se parte, en plena noche, hacia el nuevo éxodo. En la pascua de las figuras, la inmolación precedía evidentemente a la comida, aquí la comida precede a la inmolación.

Los exegetas se han preguntado si Cristo y sus apóstoles observaron efectivamente el ritual de la pascua judía. Sus vaci­laciones proceden de que san Juan indica la tarde del viernes como fecha en que los judíos tenían que comerla, es decir, el momento que sigue a la muerte de Jesús Qn- 18, 28). Sin em­bargo, Jesús indica expresamente que la comida del jueves que toma con sus discípulos es la pascua (Mt. 26, 17-20; Me. 14, 12-17; Le. 22, 7-13; pero, sobre todo, Le. 22, 15-16): «Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer. Porque os aseguro que no la he de comer más, hasta que esté cumplida en el reino de Dios.» Poco im­porta, por lo demás, el ritual judío, pues la vieja pascua es sustituida por la nueva, que es la eucaristía: «El pan que yo daré, es mi carne por la salud del mundo» (Jn. 6, 51). Tal es la afirmación constante de la tradición desde fines del siglo n i3. El tema de la pascua aparece, en la catequesis, como la mejor vía para la inteligencia del misterio eucarístico. Inmolación y comida aparecen así indisolublemente unidas y de ahí se desprende fácilmente la significación profunda de una y otra.

¿SON. EL PAN Y EL VINO SIGNOS DE L4 PASIÓN DE CRISTO?

El signo mismo, más aún que el marco pascual, es el que ha de expresar la pasión de Cristo. ¿Hay que buscarlo en el plano de la materia eucarística: «Tomó el pan», «el producto

1 2 Por razones pastorales, la reciente reforma de la semana santa ha acortado la lectura y sacrificado el relato de la cena. .

" Cf. J. Daniélou, Bible et liturgie, p. 228-234; 3, q. 66, a. 9, ad 5; diversos textos de la misa y del oficio del Corpus; concilio de Trento, D. 938.

El sacrificio eucarístico 277

de la vid»? Este simbolismo sacramental está efectivamente sugerido por las palabras o los gestos de Cristo en diversas circunstancias, y por varios episodios del Antiguo Testamento que los padres recuerdan en sus catequesis. El grano de trigo es arrojado en tierra y muere y así da mucho fruto (Jn. 12, 24) 14; el pan prometido por Jesús no es solamente su carne que hay que comer, sino también la carne que El dará por la salud del mundo (Jn. 6, 51). El vino produce sobre los vestidos manchas semejantes a la sangre. En este sentido es evocado varias veces en el Antiguo Testamento; señaladamente en la bendición de Judá, en que los padres ven un anuncio de la pa­sión de Cristo15

Lava en vino su ropa y su manto en la sangre de la uva 16.

Pero, en el Antiguo Testamento, estas manchas de sangre son huellas de matanza de enemigos 17.

Mucho más profundamente, el vino es la bebida de la alianza sellada entre Dios y los hombres, y por ahí llegamos al tema bíblico principal de la cena, que. vamos a ver expre­sado por las palabras de Cristo. Efectivamente, el descubri­miento del vino es hecho por Noé inmediatamente después de la conclusión de la alianza (Gen. 9, 11-21). El milagro, sobre todo, realizado por Jesús en Cana es descrito por Juan como prefiguración del calvario y del nacimiento de la Iglesia18.

Estas diversas notaciones entran muy bien en la trama bíblica. Su evocación por los padres, lejos de ser simple fan­tasía poética, tiene buen fundamento. Sin embargo, no traerían la convicción, si no tuviéramos también las palabras de Cristo. Estas hay sobre todo que meditar para recibir la inteligencia del misterio eucarístico.

" 3, q. 74, a. 3; san Agustín, Tract in Ioh. 51, 9, Obras, t. XIV, BAC, Madrid 1957, p. 255.

1 5 San Justino, Diálogo con Trifón 52, 2, PAG p. 388; san Cipriano, epist. 63, 6, TEP t. I, núm. 215.

1 6 Gen. 49, 11, comparado por los padres con Is. 63, 1, y Apoc. 19, 13.

1 7 Lo mismo hay que decir del lagar que, en la Escritura, es signo del día de Yahvé y en los padres se convierte en signo de la pasión ¡ cf. san Cipriano, supra nota 15.

18 J. Daniélou, Bible et liturgie, p. 296-298.

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278 La eucaristía

LAS PALABRAS DE CRISTO SIGNIFICATIVAS DE SU PASIÓN

Las palabras de Cristo sobre el pan están referidas por Marcos y Mateo y por numerosas liturgias en forma muy breve: «Esto es mi cuerpo.» Sin embargo, Pablo añade: «que es dado por vosotros», pormenor en que concuerda Lucas. Por lo demás, hay alguna divergencia en Ja tradición de los manuscritos de la carta a los corintios. Se halla, en lugar de «dado», «roto» y hasta «molido», de manera que las liturgias orientales insis­ten sobre estos diversos términos.

En cambio, las palabras de Cristo sobre el cáliz, llevan con­sigo una amplitud que incluso acentúan las liturgias, y que ha hecho que los teólogos se pregunten la razón de una fórmula tan desarrollada. A lo que responden que la especie del vino es más significativa de la pasión de Cristo19

1. Lucas, Pablo y las principales liturgias presentan esta fórmula: «Este cáliz, esta copa», «este es el cáliz de mi sangre». Ahora bien, cáliz es el término por el que, en diversas ocasiones designa Cristo su pasión. A los hijos de Zebedeo: «Podéis beber el cáliz que yo tengo que beber?» (Mt. 2 0 , 2 2 ; Me. 10, 38) 20, pregunta que Jesús pone en relación con el anuncio de su pasión. A su Padre en la oración de Getsemaní: «Padre mío, si no es posible que pase este cáliz sin que lo beba, hágase tu voluntad» (Mt. 26, 39, 42). «Padre, todo te es posible, aparta de mí este cáliz» (Me. 14, 36; Le. 22, 42). A Pedro, en el momento del prendimiento: «Vuelve tu espada a la vaina. ¿Es que no voy a beber el cáliz que me ha dado mi Padre?» (Jn. 18, l l ) 2 1 .

2. «La sangre que es derramada por muchos en remisión de los pecados» (Mt. 26, 28); «La sangre derramada por muchos» (Me. 14, 24); .«derramada por vosotros» (Le. 22, 30). Así pues, por anticipación de la escena que Juan contemplará al día siguiente y de que dará solemne testimonio (Jn. 19, 34-35), la sangre de Jesús es ya derramada, vertida. Es de notar que el texto griego dice que «está para ser derramada»

19 3, q. 76, a. 2, ad 1; q. 78, a. 3. 20 Es la copa de la cólera de Dios; cf. Is. 51, 17. En Me. 10, 38

el sentido está reforzado por otra imagen, la del bautismo. Cf. Ps. 10, 6; 74, 9.

21 Cf. 3, q. 78, a.. 3, ad 1.

El sacrificio eucarístico 279

y no que «se derramará» 22. Además, la fórmula, tomada en su conjunto, repite la profecía de Isaías 53 sobre los sufrimientos del siervo de Yahvé:

... porejue entregó su alma a la muerte y fue contado entre los malhechores, cuando El cargó con las culpas de muchos y oró por los pecadores. (Is. 53, 12.)

Finalmente, la sangre derramada para la remisión dé los pecados, es el mismo sacrificio de expiación, cuyo cumpli­miento por la muerte de Cristo sobre la cruz es tema de la carta a los hebreos (cf. supra p. 273). Nótese el inciso añadido por la liturgia romana: «misterio de fe», inspirado por el texto de 1 Tim. 3, 8, en que san Pablo debe de referirse a la distri­bución de la eucaristía bajo la especie de vino 23.

3. «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre», «esta es mi sangre, la sangre de la alianza».

Al hacer circular la copa, Cristo declara cumplir el rito de la nueva alianza. He ahí el tema bíblico más importante y más significativo. Es la réplica de la escena descrita en Ex. 24, 3-8:

Vino, pues, Moisés, y llevó al pueblo todas las palabras y juicios del Señor, y el pueblo, a una voz respondió-. «Haremos todo lo cjue el Señor ha hablado.» Moisés puso por escrito todas las palabras del Señor y, al día siguiente, al romper del día, edificó un altar al pie del monte y levantó doce estelas por las doce tribus de Israel. Luego mandó a jóvenes de los hijos de Israel cjue ofrecieran holocaustos e inmolaran a Yahvé novillos en sacrificios de comunión. Moisés recogió la mitad de la sangre y la metió en grandes copas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó luego el libro de la alianza y lo leyó ante el pueblo, cjue dijeron: «Haremos todo lo cjue ha hablado el Señor, y le obedeceremos.'» El tomó entonces la sangre y roció con ella al pueblo diciendo: «Esta es la sangre de la alianza cjue el Señor ha concluido con vosotros a base de todas estas palabras.»

Un pacto ligaba en adelante a Yahvé e Israel: «Yo seré vues­tro Dios y vosotros seréis mi pueblo.» La tierra prometida sería la recompensa de la fidelidad a la ley que acababa de ser promulgada. Este pacto se ratifica en la sangre derramada (Hebr. 9, 18). Pero Israel no fue fiel; por eso no permaneció

2 2 Sin embargo, no hay que insistir mucho sobre este matiz, que no fue percibido por Tos traductores latinos.

2 3 Dom Capelle, L'évolution du «QHI pridie» de la messe romaine, en «Rech. de théol. anc. et méd.» 22 (1955), p. 12-14.

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280 La eucaristía

en la posesión de la tierra de Canaán y hubo de sufrir el des­tierro y la deportación. En lo más duro de sus desastres, recibe el anuncio profético de una nueva alianza, una alianza de perdón, de misericordia y de salud interior:

Mirad cjue vendrán días — oráculo de Yahvé — en (fue concluiré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva, no como la alianza cjue concluí con sus padres el día c¡ue los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto: Alianza cjue ellos invadieron, y yo les hice sentir mi señorío —oráculo del Señor—. No. He a<\ui la alianza d¡ue yo celebraré con la casa de Israel, después de aquellos días —oráculo de Yahvé—. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en su corazón, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya cjue enseñarse uno a otro ni enseñará el hermano a su hermano diciendo: «Conoce al Señor», sino (fue me conocerán todos, desde el menor de entre ellos al mayor •—oráculo de Yahvé—. Porque les perdonaré su iniquidad y no me acor­daré más de su pecado. (Jer. 31, 31-34.)

Este texto, que constituye una de las cimas del Antiguo Testamento ^ y fue repetido por los profetas posteriores ^ halla su cumplimiento en Cristo, en la cena a par que sobre la cruz. Sobre la cruz, Cristo derramó efectivamente su sangre y ahí ve la carta a los hebreos realizado el oráculo de Jere­mías y abolida la figura de la alianza mosaica (Hebr. 8-9); pero fue en la cena donde Jesús celebró la liturgia de la alianza, presentando ya su sangre derramada. El rito del jueves santo da su significación al acontecimiento del día siguiente; pero tampoco ese rito tendría sentido, si la inmolación de Cristo no estuviera ya presente bajo el signo.

La nueva alianza, como la primera, va acompañada del don de la ley: «Os doy un mandamiento nuevo» (Jn. 13, 34). «Mi mandamiento es que os améis los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn. 15, 12; cf. 17). «Si guardareis mis man­damientos...» (Jn. 15, 10 y passim). La nueva alianza es obra de reunión, constitución del nuevo pueblo de Dios. Cristo muere justamente para «reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn. 11, 52), y por eso ora en la cena: «Que todos sean una sola cosa, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti...»

2* Cf. A. Gelin, les idees maitresses de l'Ancíen Testament, p. 28-30; L. Bouyer, La Bible et l'Evangile, p. 23-28; A. George, Les sacrifices de l'Bxode dans la pensée de Jesús á la Cene, en «Lumiére et Vie» 7 (1952), p. 29 ss.

25 Ez. 36, 25-28; Is. 55, 3; 59, 21; 61, 8; etc.

El sacrificio eucarístico 281

(Jn. 17, 21 y passim). Se indica la nueva tierra prometida: «Quiero, que donde estoy yo, estén también ellos conmigo» (Jn. 17, 24) La cena es, pues, íntegramente, celebración de la nueva alianza, por la coincidencia sacramental que crea Cristo entre la eucaristía y su muerte en la cruz.

4. LA EUCARISTÍA, MEMORIAL DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

La cena tiene que ser renovada: «Haced esto en memoria mía.» Gracias a su renovación, la pasión de Cristo no será para la Iglesia un mero recuerdo que habría q'üe mantener con el pensamiento, la palabra, la escritura, el icono, sino una pre­sencia. El sacrificio ofrecido una vez por todas por Cristo sobre la cruz, será el sacrificio de la Iglesia, ofrecido por ella en todo tiempo y lugar, como la oblación pura anunciada por Mala-quías. Y es un verdadero sacrificio que permite a todos los cristianos adorar a Dios, presentarle en la persona de Jesús las primicias de la creación que de El viene26 y ofrecerle una víctima de expiación por nuestros pecados. Por ser Cristo nues­tro sacrificio, sabemos absolutamente que será acepto al Señor que exige el don perfecto de un corazón puro y rechaza la ofrenda de machos cabríos y de incienso. Por ser sacrificio sacramental, no viene a añadirse al sacrificio del Calvario que sigue siendo señero y único, consumado una vez para siempre. Se multiplica el signo, no la realidad.

LA EUCARISTÍA, SACRIFICIO SACRAMENTAL

La cena era un sacrificio sacramental, pues Cristo anticipó bajo los signos el único sacrificio del día siguiente. En la misa, como quiera que Cristo celebra la cena por ministerio del sacerdote que representa su persona, la eucaristía verifica aún más la noción de sacramento. En la cena, sobre la cruz, en la misa, se trata siempre de la misma y sola inmolación de Cristo al Padre; pero en la cena y en la misa la inmolación es sacra­mental, «mística»; en la misa además, la oblación es también

26 Ireneo, Adv. Haer. IV, 17-18. Este texto es a menudo mal inter­pretado, como por lo demás, se interpretan mal muchas otras fórmulas patrísticas: hay que ir siempre del signo a la res et sacramentum, la nueva alianza es únicamente Cristo, no el pan y el vino, que se ofrece como primicias (cf. más adelante la observación a propósito de san Agustín).

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282 La eucaristía

sacramental, por el ministerio del sacerdote. Tal es la doctrina del concilio de Trento:

Y porcfue en este divino sacrificio, cjue en la misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola acjuel mismo Cristo (fue una sola vez se ofreció El mismo cruentamente en el altar de la cruz (Hebr. 9, 27); enseña el santo Concilio (fue este sacrificio es verdaderamente propiciatorio... Por eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los apóstoles, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente.

(D. 940).

Así, pues, todo es sacramental en la eucaristía: la víctima, presente bajo los signos o especies de pan y vino, el sacerdote que ofrece por su ministro, el altar, del que la piedra es mero símbolo. Víctima, sacerdote y altar es siempre Cristo27. Pero no hay que imaginarse el sacrificio eucarístico como un nuevo sacrificio de Cristo, que éste ofreciera hoy en .el cielo y sobre la tierra y que fuera distinto del ofrecido bajo Poncio Pilato. Es el mismo sacrificio de la cruz que «se representa», que se hace de nuevo presente, según la expresión del concilio de Trento (D. 930). La misa es signo eficaz, porque es memorial y porque Cristo, que sufrió, está presente en ella.

No busquemos, pues, cómo se verifique en la misa una noción de sacrificio que hayamos previamente adoptado. El sa­crificio señero es la misa. Lo único que hay que averiguar es en qué es la misa significativa de la cruz y, por ende, cómo o en qué sentido es sacramento.

Esta averiguación misma no puede hacerse por razona­miento y análisis intelectual. Sólo la práctica de la Iglesia nos dará las conclusiones.

Ahora bien, este carácter sacrificial de la misa está asegu­rado por la consagración, lo único necesario para la validez del signo. Es necesario y suficiente que el relato de la cena sea pronunciado por un sacerdote sucesivamente sobre la especie del pan y la del vino. Para una manifestación más plena del signo, la Iglesia exige que las dos especies consagradas estén presentes juntas sobre el altar por lo menos durante un ins­tante. Un sacerdote que, después de comulgar bajo la especie de pan y en el momento de sumir el cáliz se diera cuenta de

27 3, q. 83, a. 1.

El sacrificio eucarístico 283

que el contenido del cáliz no está consagrado (por ejemplo, si se hubiera echado agua en lugar de vino), debería consagrar de nuevo aun el pan, por más que el otro fue consagrado válida­mente, y ello para asegurar la presencia simultánea de las dos especies; pero no es necesario para la validez28 y no fue asegurado o afirmado por Cristo en la cena. En cambio, la consagración de una sola especie no basta para significar el sa­crificio. Por eso, en caso de accidente hay que completar a todo trance aquella de las dos consagraciones que faltara29. Sería un sacrilegio no consagrar más que una sola especie'30 y, de hacerse deliberadamente por el sacerdote, sería inválida por defecto de intención eclesiástica.

De ahí que los teólogos digan que la separación de las especies es signo del sacrificio: «En la pasión de Cristo, la sangre estuvo separada del cuerpo; por eso, en el memorial de la pasión, se recibe separadamente el pan como sacra­mento del cuerpo y el vino como sacramento de la sangre» 31. Mas para mayor exactitud hay que decir que la consagración distinta de las dos especies es signo del sacrificio, y precisar que sólo la palabra da la significación a la materia 32.

LA EUCARISTÍA SACRIFICIO DE LA IGLESIA

El modo sacramental que distingue la misa de la cruz, per­mite comprender cómo y en qué sentido es la misa sacrificio de la Iglesia.

Santo Tomás afirma que. «el culto divino consiste princi­palmente en la aucaristía, porque ésta es el sacrificio de la Iglesia» (3, q. 63, a. 6). Y el concilio de Trento se expresa de mañera poco más o menos igual (D. 938, 940).

Pero se corre riesgo de entender estas fórmulas de manera errónea. La misa es. sacrificio de la Iglesia, porque \a Iglesia ofrece el sacrificio. Ofrece la víctima del Calvario, es decir, el cuerpo y la sangre de Cristo, oblación objetiva. Ofrece el

2 8 Misal romano, De defectibus in celebratione... IV, 5. 29 lbid. III-IV; X, 3. 30 Can. 817: ninguna urgencia, por grave que sea, lo puede excusar. 3 1 3, q. 74, a. 1; ene. Mediator Dei, núm. 66: «La separación

de los símbolos indica claramente que Jesús está en estado de víctima.» 3 2 Hay incluso que recordar que seguimos estando en el modo

sacramental, y desconfiar de toda interpretación «sanguinaria». La misa, repitámoslo, es signo como memorial.

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sacrificio de la cruz. No otro sacrificio, pues esa es la ofrenda única que Dios acepta. Cierto que nuestros sentimientos subje­tivos han de acompañar la oblación de Cristo, pero no la constituyen. El sacrificio de Cristo tiene por objeto adquirirse su Iglesia y santificarla. Ella es ofrecida por Cristo (res sacra-mentí), pero ella ofrece a Cristo como su sola riqueza (res et sacramenhim) ^

La oblación de Cristo por la Iglesia es sacramental, se hace por signos. Cristo se ofrece por el sacerdote c¡ue consagra y (fue representa a la Iglesia (y representa a la Iglesia porque ocupa la persona de Cristo): es consiguientemente un acto de Cristo y de la Iglesia, estando Cristo comprometido en la libertad del sacerdote que consagra y que pudiera no consagrar. El pan y el vino son nuestros, tenemos que llevarlos al altar; gesto indis­pensable, pero que no constituye, sin embargo, el sacrificio (Dios, nota san Justino, no tiene necesidad de sacrificios ma­teriales) 34. Sólo hay sacrificio cuando, por la consagración, el pan y el vino se han transustanciado en el cuerpo y sangre de Cristo.

De ahí que, consiguientemente, la Iglesia no pueda ofrecer el sacrificio sin el sacerdote que consagra. Este acto sacerdotal es incomunicable a los fieles, que deben unirse al consagrante, y ofrecerán realmente el sacrificio, pero a condición que un sacerdote hubiere consagrado.

Así, el sacerdote ocupa lugar aparte en la eucaristía con tal que sea consagrante y cumpla él mismo el signo 35. Por eso, en ciertas circunstancias, la Iglesia practica la concelebración, es decir, que varios sacerdotes consagran a la vez la misma euca­ristía en el mismo altar, cosa que se hace en la Iglesia latina en las ordenaciones de obispos y presbíteros (can. 803) y más frecuentemente en los ritos orientales 36. Es una manifestación brillante de la naturaleza sacramental del sacerdocio, como

33 La distinción ha sido bien precisada por Y. de Montcheuil, Mélanges théologitfues, p. 54. Es necesaria para entender en su verdadero sentido los textos de san Agustín en La ciudad de Dios, interpretados de manera confusa aun por autores por otra parte excelentes. Cf. también sobre esto las importantes observaciones de E. Masure, Le sacriflce du Cbef, p. 303-322.

3* J Apol. 13; PAG p. 193. 35 Discurso de Pío XII, 22 setiembre 1956, en «Ecclesia» 2 (1956),

342-343 36 LMD 35 (1953).

El sacrificio eucarístico 285

que todos los sacerdotes" juntos son un solo signo del sacer­dote único, que es Cristo 37.

El acto del sacerdote que consagra es un acto de Cristo (ex opere operato). Cristo se ofrece y es ofrecido por la Iglesia por el solo hecho de darse la consagración. Pero en este sacri­ficio han de tomar parte personal sacerdotes y fieles.

PARTICIPACIÓN DE LOS FIELES EN EL SACRIFICIO

La participación de los fieles no se requiere ni para la validez de la eucaristía ni para que ésta sea verdaderamente el sacrificio de la Iglesia. Así lo enseña el concilio tridentino (D. 944, 955) 38. «Aun cuando, contraviniendo todo derecho, un sacerdote celebrara sin la presencia de ningún fiel, el sacri­ficio de la misa seguiría siendo ofrecido en nombre de todo el cuerpo místico y no carecería de sus frutos» 39. Sin embargo, los fieles han de tomar parte en la misa, como miembros de la Iglesia, y esta parte tiene que ser activa.

1. Juntamente con el celebrante, los fieles recuerdan la pasión de Cristo y ofrecen la víctima sin mácula40. De ahí la gran importancia de las oraciones que siguen a la consagra­ción y, sobre todo, de la anamnesis que el celebrante reza en nombre de todos: «Nosotros, siervos tuyos, y también tu pueblo santo...» Se cumple aquí el mandato mismo de Cristo, precisado por san Pablo: «Cuantas veces comiereis del pan y bebiereis del cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor. 11, 26).

¿No ofrecemos diariamente el sacrificio? Lo ofrecemos, pero haciendo memoria de su muerte. Y esta es única, no múltiple. Una sola vez se ofreció, como una sola vez entró en el santo de los santos. La anamnesis es figura de su muerte. Siempre ofrecemos el mismo sacrificio, no uno hoy, otro mañana. Un solo Cristo en todas partes, íntegro en todas partes, un solo cuerpo. Como en todas partes un sacrificio. Este sacrificio ofrece­mos ahora nosotros. Ese es el sentido de la anamnesis-, operamos el recuerdo

37 3, q. 82, a. 2. 38 Cf. ene. Mediator Det, núm. 103-104. 39 Directoire..., núm. 10. 4 0 Este punto está desarrollado en la ene. Mediator Dei núm. 99 ss.

Cf. también G. de Broglie, La messe oblation collective de la communauté chrétienne», en «Gregorianum» 30 (1949), p. 534 ss.; este artículo no parece, sin embargo, dar suficientemente cuenta del dato litúrgico, sobre todo de los ritos orientales.

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286 La eucaristía

del sacrificio. (San Juan Crisóstomo, Comm. in Epist. ad Hebr. 17, 3; TSP t. I, núm. 939.)

2. Pero esta participación ha de ser sensible, activa, pues los fieles forman en torno al sacerdote y al altar una comu­nidad. De ahí la necesidad de expresar por la palabra, el silencio, los cantos y las actitudes o posturas la parte que toman en la eucaristía.

3. Normalmente, esta participación tiene que ser sacra­mental. La oblación de la materia eucarística no es ya posible hoy día 41, si no es por suplencia 42. La comunión, sobre todo, es la participación sacramental más perfecta en el sacrificio., cuyos frutos aplica. De ahí que la Iglesia, desde el impulso dado por san Pío X, se esfuerza tanto en promover y facilitar la comunión frecuente43.

4. El recuerdo de la muerte de Cristo no está teñido de tristeza, sino que es, por lo contrario, una celebración gozosa, una fiesta, pues no se la rememora como acontecimiento, sino como misterio44, y no se limita tampoco al recuerdo de la muerte de Cristo. La eucaristía contiene a Cristo resucitado, es la pascua de Cristo que «hace presente» o repristina «la victoria de su muerte y su triunfo» tó

4 1 Ene. Mediator Dei, núm. 110. 4 2 El estipendio dado al sacerdote y, de manera más remota, la

colecta. Cf. ibid. núm. 110. 4 3 Cf. infra, art. III. La encíclica Mediator Dei indica otra forma de

participación: «En cuanto los fieles han de ofrecerse a sí mismos como víctimas.» Pero ya no es en el plano del sacramentum ni de la res et sacra­mentum: es la respuesta a la gracia sacramental (res sacramento, sacrificio espiritual, no sacramental ni litúrgico; cf. ene. Mediator Dei núm. 120 ss.; Directoire..:. núm. 16; injra, p. ...

4 4 La fórmula es de Y. de Montcheuil, Mélanges, p. 34; léase todo el pasaje, p. 33-35.

4 5 Concilio de Trente, D. 878.

III

LA ANTICIPACIÓN DEL REINO CELESTE

Cuando el apóstol Pablo atribuye a la renovación de la cena el sentido de un anuncio de la muerte del Señor, precisa a renglón seguido: «hasta que venga» (1 Cor. 11, 26).

Por semejante manera, las anamnesis litúrgicas no limitan nunca a la pasión el recuerdo de Cristo, sino que añaden, y en el mismo plano, la memoria de la resurrección (esta mención se verifica en la totalidad de los ritos) y de la ascen­sión (excepto entre los sirios orientales). Algunas recuerdan también que Cristo está sentado a la diestra del Padre y que volverá gloriosamente:

Haced esto en memoria mía. Cuantas veces, en efecto, comiereis de este pan y bebiereis de este

cáliz, conmemoraréis mi muerte y confesaréis mi resurrección hasta (fue vuelva.

Conmemoramos, Señor, tu muerte, confesamos tu resurrección y espe­ramos tu secundo advenimiento...

Mientras conmemoramos, Señor, tu muerte, tu resurrección a los tres días, tu ascensión a los cielos, tu estancia a la derecha del Padre, tu segundo advenimiento, espantable y glorioso, cuando vendrás a juzgar a los vivos y a los muertos y a dar á cada uno según sus obras, te ofrecemos este tremendo sacrificio...1

En efecto, la eucaristía es memorial de la pasión, pero presencia de Cristo resucitado. Esta presencia de Cristo con su cuerpo resucitado y glorioso es la que hace de la eucaristía el anuncio y anticipación de la bienaventurada parusía. En el plano del signo, el aspecto escatológico, como vamos a ver, se manifiesta sobre todo por la comida eucaristica. En realidad, el misterio eucarístico es ya liturgia celeste, signo eficaz de la Iglesia de los últimos tiempos.

1 De la liturgia siríaca,- también en las liturgias bizantina, armenia y copra,- cf. La messe et sa catéebése, p. 100-101.

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288 La eucaristía

1. LA EUCARISTÍA NOS DA LA PRESENCIA DE CRISTO RESUCITADO Y GLORIOSO

A diferencia de la cena que sólo constituía un anuncio de la resurrección, la eucaristía la actualiza. Ya que Cristo está resucitado y su cuerpo es glorioso. Es ciertamente el me­morial de la pasión, pero la inmolación sólo puede ya ser «mística», «sacramental», pues «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte no tendrá ya más señorío sobre El» (Rom. 6, 9). El que está presente es el Cristo que padeció, pero que es ya para siempre impasible y glorioso. Por eso, no obstante los signos, el cuerpo y la sangre de Cristo no pueden ya separarse (cf. D. 876).

De esta manera, la eucaristía realiza la paradógica visión de san Juan en el Apocalipsis: en la gloria del cielo, el cordero aparece como degollado y, sin embargo, está de pie (Apoc. 5, 6). Ella renueva constantemente lo que aconteciera la tarde de pascua. Jesús aparece en medio de los discípulos reunidos y les muestra las manos y el costado, es decir, los estigmas de su pasión, como prueba de su resurrección (Jn. 20, 19-29). Pero la manera de comprender más profundamente cómo la euca­ristía nos da a par la muerte y el triunfo de Cristo, es el tema de pascua. La eucaristía contiene toda la pascua de Cristo, su tránsito de los hombres al Padre 2.

Por ser el Cristo de la eucaristía el Cristo resucitado y glo­rioso, las liturgias y las catequesis patrísticas presentan a me­nudo la misa como un sacrificio celeste, un culto que se desenvuelve en el templo mismo del cielo. He aquí cómo se expresa Teodoro de Mopsuesta:

Ahora ejerce su sacerdocio en el cíelo y no en la tierra, pues murió, resucitó y subió al cíelo para resucitarnos a todos y hacernos subir di cielo.

... Así pues, cada vez gue se cumple la liturgia de este tremendo sacri­ficio — gue es manifiestamente la semejanza de las realidades celestes c\ue, al terminarse, tenemos la gracia de recibir por el comer y el beber, a fin de participar verdaderamente en los bienes por venir— hemos de repre­sentarnos en nuestra conciencia, como en imagen, gue estamos como quien está en el cielo. Por la fe, dibujamos en nuestra inteligencia las realidades celestes, considerando gue Cristo, cjue está en el cielo, gue murió por

2 Este punto, tradicional entre todos, ha sido desarrollado de modo penetrante por H. M. Féret, en La messe et sa entéchese, p. 205-283.

La anticipación del reino celeste 289

nosotros, resucitó y subió al cielo, es el mismo gue ahora se inmola por medio de estos signos. De suerte gue, considerando con nuestros o)os, f>or la fe, estos recuerdos gue ahora se cumplen, lleguemos a ver gue todavía muere, resucita y sube al cielo —lo gue antaño tuvo lugar por nosotros. (Hom. 15, 15 y 20; TEP t. II, núm. 158.) 3

El realismo de la presencia de Cristo resucitado en la eucaristía hace que su celebración sea esencial al domingo y a la fiesta de pascua.

Pero, al mismo tiempo que presencia, es un anuncio y una espera del reino por venir. El cuerpo de Cristo, en la euca­ristía, sólo puede ser alcanzado por los signos y, consiguiente­mente, por la fe. Cristo está a la diestra de su Padre, y nos­otros no estamos aún con El en el cielo. La eucaristía es posesión anticipada y, a par, signo del reino por venir, porque ella es la comida mesiánica.

1. SIGNIFICACIÓN ESCATOLOGICA DE LA COMIDA EUCARISTICA

Después de afirmar, señaladamente contra los errores pro­testantes, que la presencia y el sacrificio de Cristo se realizan por la consagración, hasta el punto de que la comunión no es esencial ni se requiere para la validez de la misa, es preciso insistir también sobre el hecho de que la eucaristía se destina a terminar en una comida, y que esta comida está exigida tanto por las palabras de Cristo: «Tomad y comed», «tomad y bebed», como por la naturaleza de los signos de pan y vino. La comida es «parte integrante», sacrificio que, sin ella, queda inacabado, aunque se dé ya realmente.

De ahí que la institución divina exige que el sacerdote celebrante comulgue y lo haga bajo las dos especies, de suerte que si viniera a desfallecer, otro sacerdote tendría que acabar,

3 Sobre el aspecto celeste de la liturgia, vide supra,p. 245. Los diversos testimonios de la tradición han sido reunidos por M. de la Taille, Mys-terium fldei, p. 265-283; sin embargo, la explicación teológica que ha ensayado, no es satisfactoria: no hay sacrificio celeste en el plano ritual Cristo resucitado está presente, se ofrece sacramentalmente; pero se reproduce el sacrificio único de la cruz y la oblación es ministerial. Por un acto único, Cristo consumó su sacrificio en el templo que es su cuerpo: «Es la misma acción sacerdotal que tiene lugar en un momento preciso de la historia, está eternamente presente en el cielo y subsiste bajo Fas apariencias scacramentales» (J. Daniélou, Bible et liturgie, p. 188).

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290 La eucaristía

por la comunión, el sacrificio interrumpido, como anteriormente hemos dicho. Por eso también, aun cuando no sea necesario, la Iglesia apremia a los fieles a que tomen parte en el banquete de la eucaristía. Aun antes de llevar a cada uno una gracia personal, la eucaristía es un signo para la Iglesia: la anticipación del convite celeste.

LAS COMIDAS EN LA BIBLIA*

a) Ya el Deuteronomio describía una comida litúrgica, tomada en la misma morada de Yahvé, que llevaba consigo la conciencia gozosa de los dones divinos (Deut. 12, 4-18). De los bienes terrestres y pasajeros, los profetas elevan el espíritu hacia la dicha mesiánica, presentada igualmente como un convite:

Todos ios cjue tenéis sed, venid al agua, aun cuando no tengáis dinero, venid. ... oídme y comeréis cosas buenas, os deíeitaréis en alimentos suculentos. (Is. 55, 1-3.)

Este convite es ofrecido por la sabiduría en el desenvolvi­miento que recibe el tema en los autores sapienciales (Prov. 9, 1-2; Eccli. 24, 19-21) y por el pastor según la imagen del salmo 22 (cf. también salmo 21, 27). Signo de los últimos tiempos, El congregará a todos los pueblos sobre el monte de Yahvé (Is. 25, 6). Cristo no hará sino repetir y desenvolver estas diversas notaciones en su anuncio del reino de Dios:

Y yo dispongo para vosotros un reino, como lo ba dispuesto para mí mi Padre, para <\ue comáis y bebáis a mi mesa en mi reino. (Le. 22, 29-30.)

Pero os digo cjue muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. (Mt. 8, 11.)

De ahí que las comidas de Jesús 'descritas por los evan­gelios tienen algo de sacramental por los gestos que en ellas se ejecutan. Los milagros que las acompañan, la actitud y pala­bras de Cristo significan el acceso de todos a la comunidad mesiánica, y la abundancia paradisíaca ofrecida por el buen pastor 5.

4 Cf. J. Daniélou, Les repas dans la Bible et leur signification, en LMD 18 (1949), p. 7-33.

5 Recuérdese lo dicho más arriba, p. 248, sobre el rito de la fracción. Cf. particularmente Y. de Montcheuil, Mélanges, p. 38-40; J. Daniélou, art. cit., p. 12-17.

La anticipación del reino celeste 291

b) Lugar muy particular ha de concederse al convite de bodas. Más que las otras comidas, es ésta un signo mesiánico. Yahvé celebra sus esponsales con su pueblo en el Cantar de los cantares e invita a sus amigos a tomar parte en el banquete que ofreció en el paraíso (5, 1). Tema que ofrece a Cristo numerosas parábolas, algunas de las cuales serán repetidas por los padres precisamente a propósito de la eucaristía (en par­ticular, los invitados al banquete de Mt. 22, 3) 6. La comida sobre todo de las bodas de Cana, con el milagro que las acom­paña, es rica en significado escatológico, a par que aparece a los padres como un «tipo» de la eucaristía.7.

c) La celebración de la eucaristía reúne estos diversos temas. Ella constituye la comida de los tiempos mesiánicos, las bodas del reino. Festín gozoso, incompatible, según la men­talidad de los antiguos, con el ayuno penitencial, ella es la conciencia de que el Esposo está presente (Mt. 9, 14-15). Ella es, a par, anuncio y goce ya de los tiempos futuros. Desde este punto de vista, hay que realzar y poner de relieve la continui­dad entre las comidas de Jesús después de la resurrección y la eucaristía.

LAS COMIDAS DE CRISTO RESUCITADO

En los relatos de la resurrección, cuando Cristo se aparece a sus discípulos, come con ellos. Comiendo, en Emaús, hace el gesto de la fracción del pan, gracias al cual le reconocen los dos discípulos (Le. 24, 30). Se manifiesta a los once cuando están a la mesa (Me. 16, 14; Le. 24, 42). Cuando aparece en la orilla del.lago de Tiberíades, les prepara una comida (Jn. 21, 12-14). Comiendo les da las últimas instrucciones antes de subir a los cielos (Act. 1, 4). La insistencia que pone Pedro en atestiguar su comensalidad con Cristo resucitado (Act. 10, 41) y los autores sagrados en describir estas comidas, da a entender que entrañan una significación. No se trata sólo de su valor apologético. Estas comidas realizan las promesas y ponen de manifiesto que el reino ha empezado ya: «¿No hay como una cadena continua que va desde la última cena a la comida mesiánica definitiva, pasando por las comidas del resu-

6 Sobre este punto, cf. J. Daniélou, Bible et titurgie, p. 291-294. 7 Ibid., p. 296-299.

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292 La eucaristía

citado que son su prenda, y por las comidas eucarísticas de la comunidad que prolongan estas últimas?»8.

EL SIGNO ESCATOLÓGICO DEL VINO

La especie eucárística del vino es la más significativa de la comida en el reino de Dios, y ello por la palabra misma de Jesús: «No beberé en adelante de) producto de la vid, hasta que haya venido el reino de Dios» (Le. 22, 18, y paralelos: Mt. 26, 29; Me. 14, 25).

LAS COMIDAS DE LA MARCHA HACIA LA TIERRA PROMETIDA

La comida pascual del Éxodo era considerada ya por el judaismo como figura del reino por venir, como un banquete mesiánico 9. La peregrinación pascual es considerada entonces como ^continua, desde la salida de Egipto hasta la tierra pro­metida. Esta perspectiva no es extraña a los libros santos: inaugurada por una pascua, la peregrinación por el desierto termina por otra pascua, la que se celebra en Canaán (Jos. 5, 10-11). Pero hay sobre todo continuidad en las alimentaciones del viaje: entre las dos pascuas, Dios alimenta a su pueblo con el maná. Cristo refiere precisamente la eucaristía al maná, como al alimento del viaje de las promesas y como prenda de la tierra prometida (Jn. 6). Finalmente, la tradición litúrgica antigua quiso acentuar todavía el signo escatológico de la euca­ristía, ofreciendo a los recién bautizados, después de su primera comunión, una bebida de leche y miel, es decir, los alimentos de la tierra prometida (cf. supra p. 168 y 184).

El simbolismo pascual es también aquí el más fecundo, pues pone de manifiesto que la eucaristía es, a par, marcha, camino y llegada, posesión y esperanza.

3. LA EUCARISTÍA SIGNO DE LA IGLESIA

Santo Tomás repite, en varias ocasiones, que la eucaristía «hace» a la Iglesia. Siguiendo a los padres, insiste sobré la

8 Y. de Montcheiril, Métanges tbéoloc/icfues, p. 36. 9 J. Daniélou, Les repas de \a Bibíe et íeur signification, en LMD 18

(1949), p. 11-12.

La anticipación del reino celeste 293

alegoría de los granos de trigo reunidos para formar un solo pan, y de los granos de uva pisados juntos. Es la res sacramenti de la eucaristía, porque es la del sacrificio de Cristo sobre la cruz. Al morir Cristo adquiere, al precio de su sangre, a la Igle­sia, a quien amara. Ofreció su vida para juntar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn. 11, 52) 10.

Sin embargo, la Iglesia no será verdaderamente una hasta que el pecado y la muerte sean destruidos, Dios lo sea todo en todos, la caridad sea perfecta y la unión definitiva y sin intermediario. Así pues, el ser el misterio eucarístico (res e sacramentum) eficaz de la gracia eucárística (res sacramenti) es la razón principal por que es escatológico, anuncio y prepa­ración del retorno o segundo advenimiento de Cristo y del reino venidero. Pero, por ser presencia e intimidad con Cristo resucitado, por terminarse en una comida, es ya goce antici­pado de los bienes celestes.

!0 Léase el art. fundamenta) de A. M. Roguet, en LMD 24 (1950), p. 32-38.

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SECCIÓN IV

LA G R A C I A E U C A R Í S T I C A (RES SACRAMENTO

Hay una doble gracia eucarística: la que se deriva de la oblación misma del sacrificio y la que va unida a la participa­ción sacramental por la comunión. Las dos están expresadas de manera distinta por la tradición litúrgica.

La una es afirmada más bien en las oraciones que preceden a la consagración y los gestos que conciernen al signo; la otra es presentada después de la consagración, cuando Dios nos devuelve como don a Cristo que le hemos ofrecido:

Humildemente te suplicamos, oh Dios todopoderoso, mandes llevar estos dones por manos de tu santo ángel a tu sublime altar, ante el acatamiento de tu majestad, a fin de cjue cuantos, por la participación de este altar, recibiéremos el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda bendición y gracia celestes. (Oración Supplices,te rogamus.)

Pero toda gracia es compromiso, pues exige respuesta del hombre a Dios. Por eso, al estudiar la gracia eucarística, nos damos cuenta de las exigencias de la eucaristía, siguiendo el método mismo de san Pablo (1 Cor. 10, 16 ss.).

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I

LOS FRUTOS DEL SACRIFICIO

Como quiera que la eucaristía hace sacramentalmente pre­sente el sacrificio de la cruz, la misma gracia es siempre ofrecida a la Iglesia. Sin embargo, adquirida una vez para siempre, la gracia del sacrificio señero de Cristo se convierte en nuestra en la medida que la renovación sacramental nos permite obrar y ofrecer a Cristo. El vínculo más o menos estrecho que tengamos con la «confección» del signo * deter­mina la certeza más o menos firme de gozar de los frutos del sacrificio.

1. CRISTO, SACRIFICIO.DE NUESTRAS PRIMICIAS

La eucaristía es nuestra acción de gracias y nuestra adora­ción. «Sacrificio de alabanza», holocausto perfecto, ella nos permite presentarnos ante el Señor, a pesar de nuestra indig­nidad, y ofrecerle un don que viene de El. Por eso la Iglesia, en la anáfora o canon, desenvuelve las oraciones de acción de gracias, continuando las de Cristo en la cena, y las oraciones de oblación del mismo Cristo. Basta que se cumpla el signo, para que la Iglesia adore verdaderamente y sea valedera su acción de gracias, y desde ese momento la celebración euca-rística es un bien para todos. El celebrante, obrando como ministro de la Iglesia por ser ministro de Cristo, basta para esta eficacia, porque la Iglesia, esposa de Cristo, es santa.

Mas si se trata del ministro mismo y de los fieles asociados al celebrante, el cumplimiento infalible del sacrificio, la parte tomada en el rito y en las oraciones dejan en la incertidumbre la aceptación que Dios concederá a su intervención personal. El sacerdote descubre que es indigno del papel que se le asigna.

1 Esta expresión responde a la latina, empleada por san Ambrosio, «conficere sacramentun».

Los frutos del sacrificio -297

La eficacia está asegurada por Cristo mismo que obra en él. Sería, pues, menester que estuviera interiormente identificado con Cristo, para que a la parte sacramental que toma en la oblación del sacrificio, corresponda su parte espiritual. Tal es el sentido de las oraciones del sacerdote al ofertorio o al fin de la misa («apologías»). Los fieles que en lo antiguo ofrecían la materia del sacrificio y los que participan hoy día activa­mente en la misa, experimentan una vacilación semejante, expre­sada por la secreta — antigua oración de ofrecimiento — y por el canon.

Por eso, el fruto de adoración y alabanza que esperamos de la eucaristía y que tan claramente es afirmado por la tradi­ción 2, sólo puede lograrse porque Cristo es también ofrecido como víctima de expiación. Al ofrecer la sangre derramada por los pecados, pedimos eficazmente por nosotros y por toda la Iglesia. Estos dos aspectos no pueden disociarse.

2. DEL SACRIFICIO DE CRISTO AL SACRIFICIO ESPIRITUAL DE LOS CRISTIANOS

a) Cristo murió sobre la cruz para reconciliar a los hom­bres con su Padre, para adquirir al precio de su sangre la Iglesia y hacerla santa y sin mácula, y para establecer en la unidad al nuevo pueblo de Dios. El efecto del sacrificio de Cristo, la res sacramenti es cjue ía Iglesia sea santa, cjue aparezca el día de la parusía en todo su esplendor. En este momento, Dios será todo en todos, el cuerpo de Cristo habrá alcanzado su plena estatura y la identificación con Cristo será tal que no habrá necesidad de sacramentos. Esta gracia escatológica está presente en la eucaristía, puesto que es la res del sacrificio. De ahí que la eucaristía sea realmente el sacramento por excelencia de la Iglesia, ella hace la Iglesia, como hemos dicho más arriba. Así, en la oblación que ofrece, la Iglesia se ofrece a sí misma3. «Es ofrecida»: Cristo es el que santifica a la Iglesia, ésta lo recibe todo de El. Por eso,

2 Cf. J. Juglar, Le sacrifice de louatide, Cerf, París 1953. Este efecto de la eucaristía está poco recalcado por el concilio de Trento, pues era reconocido por los mismos protestantes.

3 San Agustín, De chítate Dci X, 6; en Obras t. XVI-XVII, BAC, Madrid 21958, p. 643. Cf. Juglar, o. c, p. 153.

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298 La eucaristía

la Iglesia ofrecida no es la misa, sino el efecto de la misa. Esta oblación sólo es expresada por la liturgia como espera escatológica:..

Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino.

(De la Didaché.) *

b) El bautismo que nos da ya parte en los efectos del sacrificio de Cristo, nos hace miembros de la Iglesia y, por el mero hecho, capaces de entrar en esta corriente de santidad. Lo que se realiza misteriosamente en nosotros, ha de mani­festarse en nuestra carne. Hemos de morir con Cristo y resu­citar con El, hemos de vivir en el cielo (Col. 3, 1-3). De ahí que se invite al cristiano a ofrecer su cuerpo a Dios como víctima santa, a ofrecer su sacrificio espirituat, que es el cambio de su vida (Rom. 12, 1-2; Hebr. 13, 15; 1 Pedro 2, 5). La gracia a que así corresponde, sigue siendo la del sacrificio de Cristo. Por eso, al ofrecer a Cristo en la misa, el cristiano se apresura a ofrecerse a sí mismo. Esta oblación de sí mismo no es la misa, ni una condición de la misa, sino su fruto; es una gracia:

Rogárnoste, Señor, santifiques propicio estos dones y, recibida la ofrenda de esta víctima espiritual, haz de nosotros una oblación eterna. (Secreta del lunes de Pentecostés.) 5

3. LA MISA ES OFRECIDA POR LOS VIVOS Y POR LOS DIFUNTOS

La Iglesia ha orado siempre y hecho orar durante la cele­bración de la eucaristía por intenciones varias: por la jerarquía y por los fieles esparcidos por toda la tierra, por los que rodean el altar, por los que ofrecen los dones, por la paz, «por los que nos han precedido con el signo de la fe y duermen el sueño de la paz.» La oración de petición no se formula sola­mente en la comunidad al final de la liturgia de la palabra — ya vimos cómo la reclamaba el apóstol Pablo— sino que

4 Cf. PA p. 86. Esta oración ha sido adoptada en varias liturgias. 5 Cf. sobre este punto los importantes artículos de B. Capelle en

La messe et sa catéchése.

Los frutos del sacrificio 299

se repite en el interior mismo de la anáfora, en que toma el nombre de intercesión y está ligada a la oblación del sacri­ficio 6.

Sobre esta práctica tradicional funda el concilio de Trento la afirmación del efecto de satisfacción e impetración que hay que reconocer en la eucaristía:

Y porque en este divino sacrificio, (fue en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aduel mismo Cristo (fue una sola vez se ofreció El mismo cruentamente en el altar de la cruz (Hebr. 9, 27); enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdadera­mente propiciatorio... Por eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los apóstoles, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente. (D. 940.)

Si alguno dijere que el sacrificio de la Misa sólo es de alabanza y de acción de gracias, o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz, pero no propiciatorio, o (fue sólo aprovecha al áue lo recibe, y due no debe ser ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satis­facciones y otras necesidades, sea anatema. (D. 950.)

Rechazar esta doctrina equivaldría a condenar las fórmulas litúrgicas por las que fue siempre expresada. Hasta ahí llegaron los protestantes del siglo xvi (D. 942, 953).

Otros hechos litúrgicos vinieron luego a acentuar el aspecto de suplicación y petición atribuido a la celebración de la eucaristía. En oriente, el desarrollo de las letanías diaconales que acompañan a las fórmulas de intercesión y, sobre todo, la presentación de las partículas de pan en el momento de la próthesis con el enunciado de las intenciones de oración mani­festadas por este gesto7; en occidente, la multiplicación de las misas privadas, el estipendio dado al celebrante, los formularios de misas votivas, respondieron a este mismo cuidado.

La eficacia de esta oración se funda en la identidad sacri­ficial entre la cruz y la eucaristía (concilio de Trento, D. 940). Sólo es válida en la medida en que se enlaza con los bienes escatológicos adquiridos por el sacrificio de Cristo y en nada atenta al sacrificio de la cruz. Está sometida a la misma eco-

6 En la misa romana, casi todas las oraciones que preceden a la consagración y, después de la consagración, el memento de difuntos y el Nobis (fuodue.

7 Cf. E. Mencenier, La priére des Eglises de rite byzantin, 25 ed., t. I, p. 223 ss.

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300 La eucaristía

nomía: El Señor que llama gratuitamente no quiere salvar al hombre sin el hombre.

4. LAS INTENCIONES DE LAS MISAS

La Iglesia reconoce la legitimidad del contrato por el que un sacerdote se compromete a celebrar la eucaristía por la intención especial de un fiel cristiano, que para ello le entrega una limosna o «estipendio» (can. 824). Es posible que esta limosna haya sustituido progresivamente las ofrendas de la ma­teria eucarística. De todos modos, ella expresa el vínculo que el fiel entiende tener con el cumplimiento del signo sacramental, y la convicción de que ese vínculo es fuente de una gracia propia (los teólogos lo llaman «fruto especial»).

Estas intenciones están sujetas a las mismas condiciones y amenazadas de los mismos abusos que la oración en general. Llevando a cabo un esfuerzo educativo que le obligue sobre­pasar el horizonte limitado y siempre un poco carnal de sus preocupaciones, el cristiano descubrirá mejor el sentido del sacrificio de Cristo y sus efectos» de gracia, y entonces buscará, hacer suyas las intenciones mismas del Señor y de la Iglesia 8. La pesadez terrestre del estipendio está ligada a la condición sacramental.

8 Cf. H. Féret, La messe et sa catécbcse, p. 208.

II

LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA

1. LA COMUNIÓN, PARTICIPACIÓN EN EL SACRIFICIO

a) En diversos momentos hemos subrayado el lugar que ocupa la comunión dentro del sacrificio eucarístico. Ello equi­vale a decir qué grave error pedagógico y espiritual se come­tería de mirar la comunión fuera o independientemente de su vínculo con el sacrificio.

— Es una comida sacrificial: la manducación de la víctima ofrecida, tal como lo prescribían los ritos figurativos de la ley.

— Es la comida pascual: el cordero degollado, cuya sangre señala las puertas es comido en familia.

En la comunión no solamente recibimos «a Cristo, sino a Cristo muerto y resucitado, la víctima ofrecida y aceptada. La comunión es comunión en la víctima del sacrificio. Su fun­ción esencial es unirnos activamente a esta víctima e introdu­cirnos así en el movimiento del sacrificio» 1.

b) De ahí que la comunión fuera de la misa sólo puede justificarse por un motivo razonable. Pío XII insistió en que «el pueblo se acerque a la sagrada mesa después de la comu­nión del sacerdote» y hasta recomendó que se dé a los fieles hostias consagradas en la misma misa a que asisten 2. El Di'rec-toíre... fustiga severamente los abusos que aún pudieran existir (núms. 113-118). No era efectivamente raro en ciertas regio­nes y hasta en ciertas comunidades negar la comunión durante la celebración y que se obligara a los fieles a comulgar sola­mente antes o después de la misa.

c) Pero, aun recibida fuera de la misa, la comunión euca­rística es siempre comunión en el sacrificio. Los efectos que

1 Y. de Montcheuil, Méíanges tbéologiclues, p. 56; cf. infra, p. 305-306. 2 Ene. Mediator Dei núm. 148; cf. núm. 146.

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302 La eucaristía

se esperan de ella son los de la redención. No hay más que una gracia eucarística3. Cuando los fieles de la antigüedad comulgaban privadamente en sus casas entre semana, se acor­daban que habían recibido el pan consagrado durante la euca­ristía en que habían tomado parte, ellos u otros miembros de su familia. Hoy día, para que este vínculo permanezca sensible, la Iglesia exige que la reserva eucarística se guarde en un altar. Ello vale tanto como decir que la comunión fuera de la misa plantea un problema de pedagogía de la fe.

2. ¿QUIEN PUEDE COMULGAR?

a) Están públicamente excluidos dé la comunión euca­rística :

— Los no bautizados, pues el bautismo es la puerta de los sacramentos. Tradicionalmente, los catecúmenos eran despe­didos de la sinaxis antes de la liturgia eucarística.

— Los bautizados que no están en comunión con la Iglesia. En todo tiempo efectivamente la eucaristía ha aparecido como la manifestación del vínculo entre los fieles y la Iglesia. Com­probar que un cristiano no había cesado nunca de recibir la eucaristía, era aportar la prueba de que había permanecido en comunión con la Iglesia 4. «Excomulgar» es exclusión de la comunidad eclesiástica y, por ende, de la comunión.

— Los pecadores públicos (el caso más dolorosamente fre­cuente es el de los divorciados vueltos a casar, can. 2.356).

b) Son apartados de la comunión eucarística en la Iglesia latina:

— Los niños pequeños que no han llegado al uso de razón o no están aún debidamente preparados, pero esto fuera" del peligro de muerte.

— Los dementes, que no han tenido nunca uso de razón. Sólo la consideración de la reverencia debida a la eucaristía puede hacer vacilar en dar el sacramento a otras categorías de enfermos mentales.

3 Cf. P. Bayart, La tnesse et sa catécbése, p. 203; cf. ene. Mediator Dei, núm. 142-146.

4 Véase, por ejemplo, el texto de Dionisio, obispo de Alejandría, siglo ni, en Eusebio, Historiae Eccíesiasticae, 1. 7, c. 9, PG 20, 654-655.

La comunión eucarística 303

c) Deben abstenerse ellos mismos de recibir la comunión los fieles que tengan conciencia de pecado mortal, no some­tido aún al poder de las llaves por la confesión sacramental (can. 856). Nótese que no basta haber recuperado el estado de gracia por la contrición perfecta. Siendo la comunión, como acabamos de decir, el acto de unión a la Iglesia, es ley mis­ma de este sacramento (y no un simple precepto), que vaya precedido del perdón de la Iglesia respecto a las culpas en que es menester recurrir a ella (c. D. 880, 893). Es verdad que la eucaristía es el sacrificio redentor, la sangre derramada por la remisión de los pecados; pero la participación en la eucaristía ha de seguir, no preceder a la remisión de los peca­dos, según la severa advertencia de san Pablo a los corintios: «Todo el que comiere el pan o bebiere el vino del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Se­ñor. Examínese, pues, cada uno a sí mismo... Porque el que come y bebe,- su propia condenación se come y bebe, si no discierne el cuerpo del Señor» (1 Cor. 11, 27-29). Las liturgias orientales inician el servicio de la comunión por una advertencia solemne: «Lo santo -a los santos.»

d) La Iglesia insiste sobre la recta intención que ha de tener el cristiano al acercarse a la comunión. Acto comunitario, el banquete eucarístico es también el acto que más profunda­mente compromete la persona del creyente, por tratarse de un misterio de fe y amor. Ha de evitarse sobre todo que el cre­yente sea llevado a la sagrada mesa por una especie de presión social o por motivos ajenos a la fe.

e) La disciplina actual prohibe comulgar más de una vez al día, fuera del caso en que, habiendo comulgado por la ma­ñana, el cristiano se hallara de pronto en peligro de muerte y pidiera la comunión por viático (can. 857).

/) Una larga tradición prescribe al que comulga guardar cierto tiempo de ayuno. Este ayuno, llamado eucarístico, ha sido objeto de nueva legislación en nuestra época por el motu proprio de Pío XII Sacram communionem de 19 de marzo de 1957. Actualmente, el ayuno eucarístico consiste para los sanos en abstenerse durante tres horas de todo alimento sólido y de bebidas alcohólicas (vino, cerveza, sidra, licores, etc.) y

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304 La eucaristía

durante una hora de bebidas no alcohólicas. Estos plazos han de contarse hasta el momento de comulgar, tratándose de los fieles, y de comenzar la misa para los sacerdotes. El agua natu­ral, mineral, tratada por las redes urbanas de distribución y hasta gasificada, no rompe el ayuno eucarístico.

Los enfermos, aun sin guardar cama, no están obligados a observar el plazo de una hora para las bebidas no alcohólicas. Tampoco les obliga el plazo de tres horas para las medicinas en el sentido estricto y farmacéutico del término, aun cuando se tratara de medicinas sólidas y alcoholizadas.

3. LA GRACIA DE LA COMUNIÓN

Los padres y los teólogos hacen notar hasta qué punto es la gracia de la comunión a par personal y comunitaria: es inti­midad incomunicable y enraizamiento en el pueblo de Dios. Es la misma paradoja de la economía de la salud, y hay que vigilar para que, ni en la vida espiritual ni en la pedagogía se olvide uno de los aspectos en provecho del otro. Ambos están afirmados por el concilio de Trento (D. 875).

LA INTIMIDAD CON CRISTO

Los padres de la Iglesia, fundándose en la liturgia de su tiempo, proponen al que recibe la comunión que cante el salmo 33: «Gustad y ved qué suave es el Señor»5. Comentan igualmente el Cantar de los cantares, del que toman las imá­genes y expresiones del amor de intimidad6. No les espanta el tema de las bodas y de la unión nupcial; pues, en la euca­ristía, ven realizado el misterio, del que era mero anuncio el relato de Cana, y aplican a la comunión la parábola del convite de bodas (Mt. 22, 3): escatológico y comunitario, este tema expresa también la intimidad y la alegría 7. La intimidad, por lo demás, fue tema de Jesús mismo en la catequesis del pan de vida-, «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn. 6, 56).

La alegría eucarística está simbolizada señaladamente por

5 J. Daniélou, La messe et sa catéchése, p. 48. 6 J. Daniélou, Bible et liturgie, p. 274-278. 7 Ibid., o. 291-299.

La comunión eucarística 305

la especie del vino: «El vino alegra el corazón del hombre» (Ps. 103, 15). «¿Qué vida tiene, a quien se le quita el vino? El vino fue creado,. desde el principio, para la alegría, no para la embriaguez» (Eccli. 31, 33 ss.). A quien pudiera inquietarse de que el vino produce también la embriaguez, los padres lé explican en seguida que la eucaristía produce en el alma fiel una embriaguez, pero una embriaguez «sobria»-.

Pero \a embriaguez cjue produce el cáliz de la sangre del Señor no es como la embriaguez del vino profano, y usí, al decir el Espíritu Santo en el salmo-. «Tu cáliz cfue embriaga* (Ps. 22, 6), añadió cjue es sobremanera excelente, es decir (fue el cáliz del Señor embriaga de manera (fue nos hace sobrios, levanta las almas a la espiritual sabiduría de manera (fue nos des­pertamos del sabor profano a la inteligencia de Dios, y a la manera cjue con este vino común la mente se desata y el alma se relaja y se expele toda tristeza, así al beber la sangre del Señor y el cáliz de la salud, se expele la memoria del hombre viejo y se olvida la antigua conducta profana y el pecho triste y dolido cjue antes se sentía oprimido por los pecados cjue lo abogaban, se resuelve en la alegría del perdón divino.

Esta página de san Cipriano 8 es uno de los textos clásicos de la literatura patrística, y expresa ya el principio que se hallará en todas las catequesis: la comunión eucarística es la iniciación y escuela de la vida mística 9.

LA IDENTIFICACIÓN CON CRISTO VICTIMA

Si el vino es sobre todo signo de alegría, el pan es el alimento.que da fuerza (Ps. 103, 15; Gen. 18, 5). El sustenta y desarrolla la vida, al ser asimilado por el organismo y renovar así su sustancia. La eucaristía obra ciertamente como alimento produciendo lo que significa: «El que me comiere vivirá por mí.» «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros...» «Mi carne es verdadera comida» (Jn. 6, 57; 56, 55). Pero en vez de ser asimilada por nosotros, nos asimila ella a Cristo:

Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en U como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí. (San Agustín, Confesiones 7, 10, en Obras, BAC, Madrid 21951, p. 339.)

8 Epist. 63, 11, TEP t. I, núm. 220. 9 J. Daniélou, Bible et liturgie, p. 248-251, 275-276; 3, q. 79,

a. 1, ad 2.

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306 La eucaristía

La participación en el cuerpo y en la sanare de Cristo no otra cosa produce sino hacernos pasar a lo cjue recibimos, y hacernos llevar en nues­tro espíritu y en nuestra carne a Aquel en duien y con cjuien hemos muerto, hemos sido sepultados y hemos resucitado. (San León, Sermón 63, 7, TEP t. II, núm. 853.)

Nótese, según esta fórmula de san León, que somos lleva­dos a la pascua de Cristo, pues recibimos la víctima del sacri­ficio, pero la víctima resucitada. He ahí también un punto que es subrayado por la catequesis patrística.

Por los santos sacrificios de la mesa de Cristo, aprendemos a ofrecer a Dios, por medio del sumo sacerdote, durante toda- nuestra vida, las vícti­mas incruentas y espirituales que le son aceptas. (Eusebio, Demostración evangélica 1, 10, TEP t. I, núm. 268.)

A la manera due recibimos el nacimiento por el bautismo en la muerte de Cristo, así recibimos también el alimento sacramental en su muerte. Así lo atestigua san Pablo cuando escribe (fue «.cuantas veces comiéremos este pan y bebiéremos este vino, anunciaremos la muerte del Señor.» Así nos da a entender c\ue, en nuestra comunión y participación del sacramento, hacemos memoria de nuestro Señor, cuya resurrección e inmortalidad reci­bimos. (Teodoro de Mopsuesta, Hom. 15, 6, TEP t. II, núm. 144.)

LAS ARRAS DE LA RESURRECCIÓN

«Cristo ha querido que la eucaristía sea la prenda de nues­tra gloria futura y de nuestra bienaventuranza eterna.» Esta fórmula del concilio de Trento (D. 875) resume bien la ense­ñanza del evangelio y de la tradición.

La comparación que Jesús hace entre el pan qué El dará y el maná del desierto, tiene efectivamente doble significación. Como el maná, este pan viene del cielo10; pero es también el pregusto de la tierra prometida y el alimento que da fuerza para llegar a ella. Y aún es mucho más: es la causa misma de la inmortalidad y prenda de la resurrección.

Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron, éste es el pan cjue baja del cielo

1 0 Atiéndase a conservar su verdadero sentido a las expresiones «pan del cielo» y, sobre todo, «pan de los ángeles». Una literatura demasiado sentimental y, sobre todo, la estampería tienden a desconocer que estos términos bíblicos se refieren al maná (Ps. 77, 23-25; 104, 40; Sap. 16, 20 s.) y sólo son aplicables a la eucaristía por su intermedio. Cf. A. M. Roguet, les á-peu-prés de la prédication eucharistidue, en LMD 11 (1947), p. 189-190.

La comunión eucarística 307

para due se lo coma y no se muera... El due comiere este pan, vivirá para siempre... El cjue come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo lo resucitaré el día postrero...

He aduí el pan bajado del cielo: no como lo comieron vuestros padres y murieron: el (fue comiere este pan, vivirá para siempre. (Jn. 6, 49-58.)

Por ser este pan el cuerpo de Cristo resucitado, constituye las arras o prenda de nuestra resurrección: al asimilarnos a Cristo glorioso, deposita en nosotros el germen de nuestra propia gloria (compárese con 1 Cor. 15, 1-18).

¿Cual es, pues, este remedio? No otro sino acjuel cuerpo cjue se mostró superior a la muerte y fue para nosotros comienzo de la vida. Porcjue a la manera due un poco de levadura, como dice el apóstol (1 Cor. 5, 6), se asimila a toda la masa, así este cuerpo, inmortalizado por Dios, unido con nuestro cuerpo, lo cambia y transforma todo entero en sí mismo. (Grego­rio de Nisa, Discurso catecjuético 37, 3, TEP t. I, núm. 645. H

Lo cjue el hombre busca en la comida y bebida, c¡ue es extinguir su sed y su hambre, sólo lo encuentra verdaderamente en esta comida y bebida cjue lo hace inmortal e incorruptible en la sociedad de los santos. (San Agustín, Tract. in ¡oh. 26, 17, TEP t. II, núm. 234.)

Este carácter de la eucaristía hace de ella el viático, tan necesario para el moribundo. A ejemplo de Elias que, gracias al pan cocido bajo la ceniza que halló a su lado, se repuso de su desfallecimiento y, «sostenido por aquella comida, anduvo durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb» (3 Re. 19, 4-8), el cristiano que afronta la última etapa de su viaje halla fuerza y seguridad en la euca­ristía. Esta última comunión reviste solemnidad particularísima; una urgencia especial también, pues es objeto de un manda­miento divino. Es la prenda suprema de la salud, hasta el punto que la más bella muerte para el cristiano es entregar su alma a Dios después de haber recibido el viático12.

1* Este aspecto está particularmente notado por los padres griegos. 12 Hemos tratado con detalle este punto en LMD 44 (1955), p. 13-20.

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308 La eucaristía

EFECTOS CORPORALES DE LA EUCARISTÍA

La oración litúrgica ha afirmado siempre que, desde ahora y antes de la resurrección, cuyo germen es, la eucaristía lleva consigo una gracia aun para el cuerpo:

Sea, Señor, para nosotros este celeste misterio reparación del alma y del cuerpo... (Poscomunión del domingo 82 después de Pentecostés.) 13

Rogárnoste, Señor, purifiques y renueves benigno nuestras almas pot tus celestes sacramentos, y así logremos, aun para nuestros cuerpos, auxilio en lo presente y por venir. (Poscomunión del domingo 15 después de Pentecostés.) 14

La comunión de tu cuerpo, Señor Jesucristo cfue yo, indigno me atrevo a recibir... sírvame, por tu piedad, para defensa de alma y cuerpo y para medicina saludable. (Oración Perceptio del ordinario de la misa.)

Santo Tomás explica que «si el cuerpo del hombre no es sujeto inmediato de la gracia, no por eso dejan de refluir los efectos de la gracia del alma al cuerpo, como quiera que en la vida presente nuestros miembros, en expresión de san Pablo, son armas de la justicia de Dios (Rom. 6, 13), y, en la vida futura, nuestros cuerpos participarán de la gloria del alma y de su inmortalidad» 15.

Santa Teresa de Jesús, fundada en su propia experiencia, va más lejos: «¿Pensáis que no es mantenimiento aun para estos cuerpos este santísimo manjar, y gran medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es, y conozco una persona de grandes enfermedades que, estando muchas veces con graves dolores, como con la mano se le quitaban y quedaba buena del todo... Y no suele Su Majestad pagar mal la posada, si le hacen buen hospedaje»16.

1 3 Cf. L. Brou, les oraisons des dimancbes aprés la Pentecóte, en «Paroisse et liturgie» 31 (1949), p. 226 ss.

" Cf. ibid. 32 (1950), p. 335 s. 15 3, q. 79, a. 1, ad 3; cf. q. 74, a. 1. i 6 Camino de perfección, c. 34, en Obras completas, t. II, BAC,

Madrid 1954, p. 255.

La comunión eucarística 309

GRACIA DE UNION ECLESIÁSTICA Y DE CARIDAD FRATERNA

El cuerpo de Cristo en la eucaristía es signo del cuerpo místico17. La sangre de Cristo fue derramada para pagar el precio de la Iglesia y congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos. Signo del término escatológico, la eucaristía trae a cada uno de los participantes la gracia que apresura el adve­nimiento de ese término: una unión más estrecha con la Iglesia y un don de caridad fraternal. A par: signo de unidad, pues se la recibe de la Iglesia, en un banquete familiar en que parti­cipan del mismo pan; gracia de unidad, por ser comunión es el sacrificio por el que Cristo fundó la Iglesia; exigencia de unidad, porque hemos de mostrar en nuestras vidas el mis­terio en que hemos tomado parte. Estos diversos aspectos se enlazan mutuamente y son aclarados alternativamente por los gestos y textos litúrgicos, por las enseñanzas de san Pablo y de los padres y los estudios de los teólogos.

La liturgia ha exigido generalmente que no haya más que un cáliz sobre el altar, sea cual fuere el número de partici­pantes, y ha dado a veces un gran relieve al gesto de la fracción, concediéndole el sentido que subraya san Pablo en la carta a los corintios (1 Cor. 10, 16-17), citada ya anterior­mente (Sec. II, p. 248). Las oraciones recalcan el tema de la unidad 18, y lo mismo el canto de comunión de los ritos orienta­les: «No hay más que un solo santo, un solo Señor, Jesucristo...»

En los padres, a partir de san Ignacio de Antioquía y como prolongación de las enseñanzas de san Pablo, la eucaristía es por excelencia el signo de la Iglesia y el vínculo de la caridad. La doctrina alcanza su mayor desenvolvimiento con san Cirilo de Alejandría y san Agustín. Por los textos de san Agustín se la encuentra en los teólogos de la edad media, los cuales precisan que la res sacramenii de la eucaristía es la unidad del cuerpo místico 19 y la caridad 20.

17 Empleada por el concilio de Trento (D. 875), esta expresión con­densa una' rica tradición explorada minuciosamente por H. de Lubac, Corpus mysticum, Aubier, París 1944.

1 8 Por ejemplo, la oración Domine lesu Christe del ordinario de la misa, la poscomunión del día de pascua, etc.

19 3, q. 73, a. 1-2. 2 0 Para con el Señor, primeramente; y esta caridad borra los pecados

veniales: q. 79, a. 4.

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310 La eucaristía

En este sacramento, como en los otros, lo (fue constituye el sacramento mismo es el signo del efecto cjue produce. Ahora bien, el sacramento de la eucaristía produce dos efectos: el primero, unirnos a Jesucristo, cuyo cuerpo contiene a par (fue lo significa, el.segundo, unirnos a si* cuerpo místico, (jue significa sin contenerlo, y cjue es la sociedad de los santos.

(3, q. 80, a. 4.)

Tan tradicional como es en la literatura teológica, este tema o aspecto de la eucaristía ha quedado un poco descuidado en los libros de devoción y en la pedagogía. Rehabilitado feliz­mente hoy día 2Í, ha de permanecer en la justa línea resumida por la fórmula de santo Tomás que acabamos de copiar. El realismo de la presencia real y del sacrificio de Cristo es e! que nos hace conjargar en la unidad de la Iglesia y gozar de la gracia de la caridad. Todo método que lo esfumara o lo hiciera olvidar sería condenable..

4. NECESIDAD DE LA EUCARISTÍA

a) La práctica de la Iglesia latina que, desde la edad media, apartó a los niños de la comunión hasta llegar al uso de la razón, es prueba de que la eucaristía no es necesaria para la salud de la misma forma que el bautismo. Así lo definió el concilio de Trento (D. 933, 937).

Esta afirmación, garantizada por la infalibilidad de la Igle­sia, ha de conciliarse, sin embargo, con la enseñanza de Jesu­cristo en Juan 6, 5: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros.» San Beda, en una época en que, sin embargo, se comulgaba a los párvulos, distinguía ya entre la res sacramenti de la eucaristía, es decir, la unión con Cristo y la Iglesia, que es indispensable para la salvación, y la recepción del sacramento mismo que puede faltar sin que se comprometa la salud eterna 22.

2 1 Los principales estudios que citar son los de M. de la Taille, Mysterium Fidei, elucid. 37, p. 491-498; H. M. Féret, La messe rassem-blement de la communauté, en La Messe et sa catbécbése, p. 205-283 (sobre todo la admirable p. 275); A. M. Roguet, L'unité du corps mysticjue dans la cbarité, «res sacramenti» de l'eucbaristie, en LMD 24 (1950), p. 20-45.

2 2 En Graciano, Decret. de consecr., dist. 2, c. 36. Se trata acaso de una cita de san Agustín.

La comunión eucarística 311

Pero los teólogos añaden otra distinción entre la recepción efectiva, que no es de suyo necesaria para la salud, y el deseo de la eucaristía que es indispensable, pero se halla suficiente­mente expresado por el bautismo23.

b) Sin embargo, añade santo Tomás (3, q. 80, a. 11), «este deseo del sacramento sería ilusorio si no se cumpliera al tener ocasión. Sigúese, pues, evidentemente que cada uno tiene obligación de recibirlo, no sólo en virtud del mandamiento de la Iglesia, sino también por mandato mismo de Jesucristo.» De ahí que la comunión en la hora de .la muerte es de mandato divino 24.

c) Ante la rareza de las comuniones en la edad media, la Iglesia hubo de prescribir bajo precepto grave que todo cris­tiano, llegado a la edad de discreción, ha de recibir la eucaristía por lo menos una vez al año, por pascua (concilio de Letrán; D. 437; CIC, can. 859).

á) Pero se trata de un mínimum, sin el cual no se mani­fiesta ya el vínculo con la Iglesia y más abajo del cual no hay posibilidad de vida espiritual alguna. Los papas del siglo actual prohiben que se lo tome por norma. A partir de la audaz inicia­tiva de san Pío X, la jerarquía no ha cesado de exhortar a la comunión frecuente y aun diaria, como quiera que la comunión no ha de ser considerada como recompensa de los perfectos, sino como alimento de los débiles. Y con el fin de favorecer más aún la práctica de la comunión, Pío XII modificó la lev secular del ayuno en su constitución Christus Dominus de 1953 y, sobre todo, en el motu propio de 1957 (cf. supra, p. 303).

e) Parece poco indicado, desde el punto de vista de una sana pedagogía, hablar de comunión espiritual, aun cuando la expresión es clásica25. Un sacramento sólo puede recibirse realmente. El deseo de un sacramento sólo tiene valor si llega a recibirse, a no ser que se tropiece con una dificultad in­vencible.

23 3, q. 73, a. 3; cf. M. de la Taille, o.c, elucid. 49, p. 587-617. 24 Concilio de Niza, D. 57; cf. L. Beauduin, en LMD 15 (1948),

p. 117-134. 2 5 Se halla en la ene. Mediator Dei, núm. 143, pero en un contexto

que evita todo equívoco.

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312 La eucaristía

5. CORRESPONDENCIA AL DON DIVINO

LA ORACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS

A la intimidad ofrecida, el fiel responderá con un ensayo de oración personal, ya después de la comunión. El celebrante dice en nombre de todos la poscomunión, en que recoge e interpreta las oraciones de toda la comunidad, según la misma alternancia entre oración del pueblo y oración del cele­brante que verifican los otros momentos de la liturgia. Igual­mente, después de la despedida, los fieles a quienes les sea posible, prolongarán el cara a cara con el Señor, como hemos dicho más arriba (p. 250). Este será el punto de partida de una vida interior auténtica26.

EL COMPROMISO DE CARIDAD

«Es menester que la corriente de caridad con que la misa y la comunión han enriquecido a los miembros de la comu­nidad cristiana, pasea sus vidas de miembros de la ciudad humana y por ellos alcance y penetre esta comunidad»27. Las poscomuniones de la misa romana invitan a menudo a este esfuerzo de la vida cotidiana, que impone la eucaristía:

Infúndenos, Señor, el Espíritu de tu caridad, y así, a Quienes has saciado con tos sacramentos pascuales, ios hagas por tu piedad concordes.

(Poscomunión del domingo de pascua.)

... Que la recepción de tu venerable sacramento nos transforme en criaturas nuevas. (Poscomunión del miércoles de pascua.)

2 6 Cf. sobre ese punto M. V. Bernadot, De la eucaristía a la Trinidad, Gili, Barcelona 1958; cf. también ene. Mediator Dei, núm. 151.

2 7 Mons. L. Terrier, Aprés Vassemblée, en LMD 40 (1954), p. 116 (léase todo el articulo).

E P I L O G O

1. En diversos momentos hemos subrayado la importancia del tema de pascua para la inteligencia del misterio eucarístico. Si es cierto que no agota toda su riqueza, por lo menos es el único que permite comprender su unidad. Ahora bien, la eucaristía ha de mirarse en su conjunto como memorial de la pasión de Cristo, presencia actual entre nosotros del Señor resu­citado, anuncio y prenda de la parusía que aguardamos, sacri­ficio y convite, encuentro íntimo con el Señor y acto soberana­mente comunitario. Todos estos aspectos simultáneos son los del misterio pascual. Rehaciendo el camino del Antiguo Testa­mento, llegamos al pleno conocimiento de las realidades del Nuevo.

2. Mas el misterio eucarístico, vivido y contemplado, es, por su misma unidad, principio de unidad para la vida del cristiano. El le dará la sabiduría capaz de conciliar las para­dojas de la economía de la salud. Acto soberanamente desin­teresado y dirigido a Dios en la adoración y acción de gracias, es, sin embargo, propiciación de nuestras culpas, intercesión por todas nuestras necesidades y don de Dios a los hombres. Lo que se ha realizado ya en Cristo, nuestra cabeza, lo espe­ramos nosotros y es obra que no se cumple sin nosotros. Unión con Cristo, el sacramento es igualmente unión con la Iglesia.

El estudio de la eucaristía es difícil para el teólogo, porque su método exige análisis, enumeración, clasificaciones y defini­ciones. En tanto que el fiel, que se deja guiar por la oración y la acción de la liturgia, descubre, por la eucaristía, «las insondables riquezas de Cristo... la anchura y largura, la alteza y profun­didad... y aquel amor de Cristo que sobrepuja todo conoci­miento» (Ef. 3, 8, 18-19).

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PARTE V

LA P E N I T E N C I A

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B I B L I O G R A F Í A

Concilio de Trento, sesión 14 (25 febrero 1551). Santo Tomás, Suma Teológica 3, q. 84-SupI. 28; edición bilingüe, BAC,

Madrid 1957, t. XIV. J. de Baciocchi, La vida sacramentaría de la Iglesia, p. 93-112. Mellet-Henry, Iniciación teológica, t. III, p. 483-537. A. M. Roguet, Los sacramentos signos de vida, Estela, Barcelona 1961,

p. 103-123. C. Marmión, Jesucristo vida del alma, ELE, Barcelona 1.948, p. 199-244. — Jesucristo, ideal del monje, ELE, Barcelona 1956, p. 183-209. P. Anciaux, Le sacrement de la pénitence, Nauwelaerts, Lovaina 1957. P. Galtier, Le peché et la pénitence, Bloud et Gay, París. J. Guillet, Thémes biblic/ues, Aubier, París 1951, p. 94-129. L. Rétif, Catéchisme et mission ouvriére, Cerf, París 1950, p. 273-287. La pénitence dans la liturgie, Sesión del Centro de Pastoral Litúrgica en

Versalles, en LMD 55-56 (1958). L'Eglise et le pécheur, cuadernos de «la Vie Spirituelle», Cerf, París 21948. L'Eglise éducatrice des consciences par le sacrement de pénitence, Congreso

de Nancy, Fleurus, París 1952. sL'Union», enero-febrero 1957, p. 64-68: excelente bibliografía.

Textos patrísticos

Tertuliano, De poenitentia, ML 1, 1223-1248. San Agustín, Sermón 352, ML 38, 1549-1560. — Sermón 351, ML 38, 1535-1549 (no es auténtico).

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i. Cuando después de estudiar los elementos comunes a todos los sacramentos, se examina individualmente cada uno de los signos sagrados, las diferencias c¡ue los separan aparecen mayores c¡ue las semejanzas, basta tal punto tiene cada uno fisonomía y originalidad propias.

Así, el sacramento de la penitencia presenta de golpe la particularidad de (\ue se le dé el nombre de una virtud: la vir­tud de la penitencia, cuya predicación fue uno de los temas mayores de todo el Antiguo Testamento. ¿Cómo esta virtud — necesaria a todo hombre aun antes de Cristo, según lo nota el concilio de Trento (D. 894)— puede ser específicamente cristiana? ¿Cómo sobre todo puede ser tan característica de un sacramento c\ue sirva para designarlo, cuando los sacramen­tos son un don gratuito de Dios al hombre, actos de Cristo cjue previenen todo esfuerzo humano?

2. Otra nota particular del estudio del sacramento de la penitencia es el desenvolvimiento importantísimo de la con­ciencia cristiana (fue aefuí se atestigua. Esta conciencia se afina y se exterioriza con los siglos, a par o¡ue la práctica del sacra­mento se intensifica y determina un conocimiento más profundo de las riquezas del perdón divino.

Una visión de fe atribuye este desenvolvimiento al Espíritu Santo cjue está presente en su Iglesia, mientras el historiador, dejado a las solas luces de su crítica, se sorprende de tan nume­rosos cambios en la disciplina y en los ritos y se sentirá tentado alternativamente a minimizarlos o exagerarlos, y la dificultad de sus investigaciones se acrecerá por el hecho de cjue la docu­mentación de la época de los padres es muy intermitente.

I

LAS PEDAGOGÍAS DIVINAS DE LA PENITENCIA

El progresivo descubrimiento de la penitencia que el Señor hizo cumplir a su pueblo en el Antiguo Testamento se agrupa en torno a tres palabras maestras:

— el pecado, — la misericordia, — la conversión o penitencia.

1. EL DESCUBRIMIENTO DEL PECADO

Mas Ccfuién en sus deslices para mientes? De los <fue no conozco limpíame. (Ps. 18, 13.)

La Biblia no sigue el mismo camino que los filósofos en la educación de la conciencia, porque no es fruto de la razón humana que busca, sino de la revelación de Dios que habla

EL DESCUBRIMIENTO DE DIOS ES LA SOLA CONDICIÓN DE UN AUTENTICO DESCUBRIMIENTO DEL PECADO

Cuando san Pedro, en su barca que había acogido a Jesús, es testigo de la pesca milagrosa, el brusco descubrimiento que hace de Cristo le obliga a e.vclamar: «Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador» (Le. 5, 8). La luz de la gloria de Dios que ha entrevisto en el esplendor del milagro, hace resaltar por contraste la miseria de su pobre vida. Su grito, casi instintivo, es la réplica fiel que la experiencia 'de todos los videntes del Antiguo Testamento. Isaías, por ejemplo, asistiendo a la teofanía de Yahvé tres veces santo, se lamentaba: «¡Ay de mí! Perdido soy, pues siendo un hombre de impuros labios y habitando en medio de un pueblo de labios impuros he visto con mis ojos al rey, señor de los ejércitos (Is. 6, 5).

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320 La penitencia

Y es así que el pecado sólo se define con relación a Dios1. El pecado es, ciertamente, degradación del hombre, pérdida de la integridad, causa de vergüenza, de dolor y de muerte (Gen. 3), pefo no es éste el aspecto sobre que insiste la Biblia. Sólo delante de Dios puede hablarse del pecado. Es una culpa contra El. De un cabo a otro del Antiguo Testamento, resuena el mismo grito de confusión de los culpables: «He pecado contra Dios.»

He aquí algunos ejemplos. El Faraón: «Esta vez he pecado. Yahvé es justo y yo y mi pueblo impíos» (Ex. 9, 27). «He pe­cado contra Yahvé vuestro Dios y contra vosotros» (Ex. 10, 16). Acán: «Es cierto, yo soy el que he pecado contra Yahvé, Dios de Israel» (Jos. 7, 20). David: «He pecado contra Yahvé» (2 Sam. 12, 13). Y, sobre todo, Sión en la profecía dé Miqueas: «Tendré que soportar la ira de Yahvé, porque he pecado con­tra El» (Miq. 7, 9). El salmo 50: «Pequé contra ti solo / e hice lo que es malo en tu presencia.» El salmo de Isaías: «Hemos pecado mucho en tu presencia» (Ts. 59, 12).

«Delante de ti», «en tu presencia»: es sentirse en presencia del interlocutor divino, presencia que no nos deja escapatoria posible (Ps. 138, íntegro), presencia no de un juez que acecha para sorprender al delincuente, sino de un padre que ama y se duele. «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti», dirá muy exactamente el hijo pródigo de la parábola (Le. 15, 18). El Dios ante el que se ha pecado, es el Dios que se ha revelado, el que ha llamado a Israel, el que ha hecho alianza con él, el que vive en medio de su pueblo familiarmente, como se paseaba en el jardín del Edén. Por eso el pecado es una rebeldía (Ex. 23, 21), más aún: un adulterio, una prostitución, que viene a destruir y pervertir un amor que sólo puede expresarse con los términos del amor conyugal:

... Porgue vo quebrantaré su corazón prostituido, c\ut¡ se apartó de mi, y sus ojos c/ue fornicaron tras tos ídolos. (Ez. 6, 9.) 2

El pecado no ha de confesarse a sí mismo sino a Dios:

1 «La idea del pecado es como el reverso de la idea de Dios.» A. Gelin: les idees maitresses de VAncien Testament, Cerf, París 1948, p. 66.

2 Véase el desenvolvimiento de estos temas en J, Guillet, Tbémes biblicfues, Aubier, p. 99, sobre todo núm. 36; y L. Bouyer, La Bible et VEvangile, Cerf, p. 67.

Pedagogías divinas de \a penitencia 32!

Mientras yo me callaba, los buesos se me fueron consumiendo, entre et gemir sin tregua. Pues noche y día pesaba sobre mí tu mano dura y mi vigor se consumía, como entre ardores del estío. Te he confesado mi pecado, no te escondí mi culpa. Dije-. Confesaré al Señor mi falta, y tú me has remitido mi culpa y mi pecado. (Ps. 31.)

Es muy importante poner de relieve él carácter de este paso que lo hace tan diferente de la introspección, o de un juicio filosófico y, con más razón, de un complejo de culpabilidad. Los maestros espirituales han puesto constantemente su aten­ción en ello 3, y la pedagogía ha de estar alerta desde el primer despertar del sentimiento religioso. Sólo puede hablarse de pecado en el sentido bíblico del término, delante de Dios que se ha revelado, de Dios que ama y cuya faz se ha contemplado. Sólo puede incluso hablarse del pecado a Dios, porque sólo El lo perdona.

INTERIORIZACIÓN DE LA NOCIÓN DE PECADO

Tomando a los hombres en un estado muy rudimentario de la conciencia moral, la revelación divina los va conduciendo paso a paso hacia el descubrimiento de la responsabilidad personal y del verdadero teatro del combate interior.

En sus orígenes, la legislación mosaica presenta todo un código de impurezas de las que es posible lavarse por expia­ciones legales. De esta concepción grosera el pueblo de Israel es pronto encaminado hacia la noción de culpa, efue radica en el corazón y en la intención aun antes de traducirse en hecho: «No codiciarás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno: nada de cuanto le pertenece» (Ex. 20, 17).

Después del desvío operado por el fariseísmo, Jesús tendrá que enderezar el sentido del pecado dándole profundidad defini-

3 En particular san Ignacio de Loyola, Ejercicios, primera semana, primer ejercicio; C. Marmion: Jesucristo vida del alma, parte 25, c. 3: «La muerte para el pecado», p. 179-224.

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322 La penitencia

tiva: Mt. 5, 27-28. La ley queda abolida con todas las prescrip­ciones rituales de pureza. Lo que puede manchar al hombre es lo que sale de su corazón, no lo que viene de fuera (Me. 7, 14-23; Mt. 15, 1-20).

No hay pecado sin responsabilidad, y esta responsabilidad es incomunicable y personal, como lo puso de manifiesto Eze-quiel en el momento de los grandes castigos colectivos (Ez. 18).

Al mismo tiempo, los profetas hicieron ver que el pecado alcanzaba al hombre tan profundamente, que no le bastaba hacerlo olvidar de Dios. Es una mancha tal que exige ser lavada con productos más detergentes que la potasa y cuyo secreto posee Yahvé (Jer. 2, 22). Más aún, el corazón está corrompido y habría que cambiarlo (Jer. 4, 4; Ez. 12, 19; 36, 26; Ps. 50, 12-14). El Nuevo Testamento dirá: el pecado es la muerte (cf. Rom. 6, 21; Hebr. 10, 28-29).

TODOS SOMOS PECADORES

Por sí mismo, el hombre no llegaría nunca a descubrir que es pecador. Es menester la intervención de Dios que se lo enseñe, ora enviándole uno de sus profetas (es el caso de las culpas de Faraón, de Saúl, de David y otros, y más tarde del pueblo entero), ora iluminándolo interiormente por la mani­festación de su presencia o por el sufrimiento.

Y sin embargo, en la visión del mundo que nos ofrece la Biblia, el pecado lo invade todo. En el momento del diluvio, apenas hay ocho personas indemnes de la corrupción general, a las que Dios salva en el arca (2 Pedro 2, 5). En tiempo de Abrahán, no se hallan en Sodoma y Gomorra diez justos que desvíen la venganza de Dios (ibid 2, 6). El Egipto de que hu­yen los hijos de Israel es un país de idolatría y de crueldad (Ex. 1-2). El pueblo mismo de Yalwé, escogido por el Señor y objeto de las maravillas divinas, acumula culpas y traiciones: «Durante cuarenta años, de aquella casta de hombres hube hastío» (Ps. 94). En varias ocasiones, Dios está decidido a ani­quila; i los culpables (Ex. 32, 10; Núm. .14, 12). Finalmente, no entraron en la tierra prometida (Ps. 94; 1 Cor. 10, 1-5). No son mejores una vez instalados en Palestina. Los ungidos del Señor, aun David, son pecadores. Si David se levanta por la penitencia, si Ezequías y Josías son de piedad excepcional, el conjunto de la monarquía es presentado en forma harto

Pedagogías divinas de la penitencia 323

severa por los libros santos. El pueblo no es mejor que sus gobernantes: Israel entero es infiel; Israel, viña escogida y culti­vada con amor por el viñador divino, pero que sólo produce agraces (Is. 5, 1-7).

Los justos mismos hacen bajo la mirada de Dios la expe­riencia de su propia miseria: «Todos somos impuros, toda nues­tra justicia es como vestido inmundo» (Is. 64, 5). «Si guardares, Señor, memoria de las culpas, ¿quién podrá en tu presencia sostenerse?» (Ps. 129, 3); «No contiendas en juicio con tu siervo, pues no hay viviente justo en tu presencia» (Ps. 142, 2); «Mira, en culpa he nacido, y en pecado mi madre concibióme» (Ps. 50, 7). A este análisis, el Nuevo Testamento, lejos de contradecirlo, aporta nuevas precisiones-. «Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn. 1, 8); «De nada me remuerde la conciencia, pero no por eso estoy justificado» (1 Cor. 4, 4).

Por eso la sola actitud válida delante de Dios es una des­nudez total: «Oh Dios, sé propicio a mí que soy pecador» (Le. 18, 13) 4.

San Pablo ve la .humanidad entera encerrada en el pecado (Rom. 3, 20; Gal. 3, 22, etc.). La universalidad del pecado tiene su origen en el hecho de que todos los hombres son hijos de Adán; el primer hombre fue el primer pecador (Rom. 5, 12) 5.

Sin embargo, si el Antiguo y Nuevo Testamento acumulan de ese modo las afirmaciones sobre la universalidad del pecado, no es nunca para detenerse en ese aspecto. La amplitud del mal, la inmensidad del fracaso de la humanidad pide la reve­lación del más magnífico atributo de Dios: la misericordia, que es amor gratuito a los miserables.

2. EL DESCUBRIMIENTO DE LA MISERICORDIA DE DIOS

La misericordia de Dios se va descubriendo progresiva­mente desde los libros históricos del Antiguo Testamento hasta la plena luz del Evangelio; pero cada una de las etapas de este

4 Por aquí venimos a parar a otro tema bíblico esencial: los pobres o «anawim». Cf. A. Gelin, Catéchistes, núm. 17, en el cuaderno 5 de la Ligue catholique de l'Evangile, p. 34, y la obra del mismo autor, Les pauvres de Yahvé, Cerf, París Í953.

5 Léase particularmente J. Guillet, Thémes biblicjues, p. 100-116.

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324 La penitencia

descubrimiento continúa siendo meditada por la liturgia de la Iglesia, porque su conocimiento es indispensable para la inteli­gencia de la revelación de Cristo.

«YAHVE RENUNCIO A ENVIAR SOBRE SU PUEBLO EL MAL CON QUE LE HABÍA AMENAZADO»

La primera experiencia de la misericordia de Dios que nos da la Biblia recompensa la fe y la intercesión suplicante de los patriarcas. Abrahán no es ciertamente escuchado cuando de­fiende la causa de Sodoma y Gomorra (Gen. 18,16-33), pero Moisés interviene eficazmente para detener la justa venganza de Dios contra su pueblo. En su oración subraya con ingenuidad conmovedora cómo está comprometido ante las naciones el honor mismo de Yahvé (Ex. 32, 11-14; Deut. 9, 25-29). Esta intercesión de Moisés prefigura la de Cristo. Cuando Yahvé manifiesta su gloria, se llama a sí mismo Dios misericordioso y clemente, tardo a la ira, rico en misericordia y fiel, que man­tiene su gracia por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado; pero no los deja impunes y castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación (Ex. 34, 6-7).

«DIOS SE COMPLACE EN HACER GRACIA»

Con los profetas aparece la espontaneidad amorosa de los perdones divinos:

¿Quién es Dios como tú cjue perdonas ía maldad y olvidas el pecado del resto de tu heredad'! No persistes por siempre en tu enojo antes amas la misericordia. Vuelve a tener piedad de nosotros: conculca nuestras iniquidades y arroja a lo hondo del mar ' nuestros pecados. (Miq. 7, 18, 19.)

Oseas es por excelencia el testigo de la misericordia que él ve en su propia existencia de profeta. Yahvé es un esposo que ama a su esposa, aun cuando la ha visto degradarse hasta la infidelidad y la prostitución; su amor es capaz de cambiarla y de volverla a su virtud primera, es una potencia creadora:

Pedagogías divinas de la penitencia 325

Yo la traeré y ía llevaré al desierto y le hablaré al corazón-Seré tu esposo para siempre y te desposaré conmigo en justicia, en juicio, misericordias y piedades y seré tu esposo en fidelidad, y tu reconocerás a Yahvé. (Os. 2, 1|6, 21-22.) 6

Si el Señor es Dios justo, es también un padre que se conmueve ante sus hijos culpables:

i Cómo voy a abandonarte, Efraim, cómo te entregaré, Israel"} ... mi corazón se revuelve dentro de mi, se conmueven mis entrañas. No desencadenaré todo el furor d.e mi ira, no destruiré del todo a Efratm, porgue yo soy Dios, y no hombre, soy santo en medio de ti y no me complazco en destruir. (Os. 11, 8-9.)

El Señor llama sin cesar al rebelde Israel, acechando amoro­samente su vuelta Qer. 3, 12-12). No quiere la muerte del malvado, sino su conversión:

Por mi vida, dice el Señor Yahvé, yo no me complazco en la muerte del impío, sino en cjue se retraiga de su camino y viva. Volveos de vu/estros malos caminos. ¿Por (fué os empeñáis en morir, casa de Israel? (Ez. 33, 11-12; cf. también Ez. 18, 21-23.)

EL MENSAJE DEL LIBRO DE JOÑAS

El libro de Jonás fue objeto de la predilección de los padres que lo comentaron a menudo y lo emplearon para su catc­quesis bautismal. Además de la importante enseñanza que en él hallaban sobre la penitencia (cf. infra, p. 331-334), en él veían justamente el mensaje por excelencia de la misericordia de Dios, dirigido esta vez no ya sólo al pueblo escogido, sino a todos los hombres (cf. Le. 11,30-32). El profeta anuncia solamente el castigo divino, pero los ninivitas esperan el perdón:

Quién sabe si se volverá Dios atrás y se arrepentirá del furor de su ira y no pereceremos? Vio Dios lo q[ue hicieron, convirtiéndose de su mal

6 Véanse los comentarios de J. Guillet, o. c, p. 53-56; L. Bouyer, La Bible et l'Evangik, p. 65-72.

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326 La penitencia

camino, y, arrepintiéndose del mal con que les había amenazado, no lo hizo. (Jonás 3, 9-10.)

Conducta divina que decepciona y escandaliza al profeta. La escena del ricino (Jonás 4), descrita con el humor que alegra el libro entero, tiene por objeto hacernos comprender la solicitud divina para con sus criaturas por miserables que parezcan:

Tú tienes lástima del ricino, en el cual no trabajaste para que creciera, en el espacio de una noche ha nacido y en el de otra noche ha perecido-, y no voy yo a tener piedad de Nínive, ciudad grande, donde hay más de ciento veinte mil almas, que no distinguen su mano derecha de la izquierda, y numerosos animales. (Jonás 4, 10-11.)

EL ANUNCIO DEL MISTERIO DE LOS PERDONES DIVINOS

A par que se operaba en el pueblo de Dios la profundiza-ción de la noción de pecado, se precisaban en él el deseo y la espera de un perdón más y más radical. No basta que Dios aparte los castigos anunciados: azotes, enfermedades, catás­trofes; no basta siquiera que Dios «olvide» las culpas. El perdón divino sólo puede ser un cambio completo de todo el hombre, puesto que el pecado mismo es una degradación y una muerte. Ezequiel es el mensajero de este cambio interior:

Yo os tomaré de entre todas las naciones y os reuniré de todas las tierras y os conduciré a vuestra tierra, y os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas, de todas vuestras idolatrías.,Y os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo. Os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu y os haré caminar f>or mis mandamientos... (Ez. 36, 25-27.)

Es una verdadera resurrección: «Los huesos quebrantados exultarán» (cf. Ez. 37, 1-14); y a este cuadro hay que añadir el anuncio de Jeremías 31, la nueva Alianza: el Señor pondrá su ley en el fondo del ser y la escribirá sobre los corazones (Jer. 31,33).

Esta renovación será pagada por Dios con un rescate, como se paga a precio de oro la liberación de los cautivos:

Yo he disipado como nube tus pecados, y como niebla tus iniquidades. Vuélvete a mí, Que yo te he rescatado. (Is. 44, 22.)

Pedagogías divinas de la penitencia 327

El rescate será un sacrificio expiatorio, los sufrimientos y la muerte del siervo de Yahvé:

El tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores... Fue traspasado por nuestras iniquidades, y molido por nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre él y en sus llagas hemos sido curados... Yahvé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros...

(Is. 53, 4-6; léase todo el capítulo.)

LA ORACIÓN DE LOS SALMOS

La oración de los salmos, dando en cierto modo respuesta a la revelación de Dios, hace meditar el mensaje de la miseri­cordia. La alabanza de la gracia del Señor, de su amor, de su misericordia se repite sin cesar: «Su misericordia se extiende de una generación a otra», «porque es eterno su amor».

Cierto número de salmos insisten más largamente sobre el tema y proponen fórmulas que la liturgia cristiana gusta de repetir: los salmos 31 (citado arriba), 37, 39, 142 y, sobre todo, 50, 102 y 129.

El salmo 50 es como el eco de la profecía de Ezequiel:

Rocíame con hisopo y seré limpio lávame, y blanco Quedaré como la nieve. Déjame oír el gozo y alegría, alégrense mis huesos triturados. Aparta ya tu faz de mis pecados y acaba de borrar mis culpas todas. Crea, oh Dios, para mí, corazón limpio, y un espíritu firme en mí renueva.

En el salmo 102 se expresa la más impresionante procla­mación de la misericordia:

Cuanto el cielo se encumbra por encima de la tierra, tanto, en quienes le temen, prevalece su gran misericordia. Cuanto distan oriente y occidente, tan lejos arroja El de nuestro lado nuestras culpas. Como un padre se apiada de sus hijos, así el Señor se compadece de aquellos que le temen.

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328 La penitencia

El sabe de (fué masa fuimos hechos, El se acuerda (fue somos polvo vano 7.

Finalmente, el salmo 129 une el perdón divino al tema del rescate tal como lo había entrevisto Is. 44:

Porgue hay en el Señor misericordia, y hay en su mano redención copiosa. El a Israel redimirá algún día de todas sus iniquidades.

LA MISERICORDIA DE DIOS REVELADA POR JESÚS

a) La buena nueva traída por Jesús es para los «pobres», en el sentido bíblico de este término. A los pecadores anuncia Él la salud y la liberación, revelándoles la misericordia del Padre que está en los cielos.

Efectivamente en el reino de Dios, los publícanos y las rameras se adelantarán a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo (Mt. 21,31). Hay más alegría en el cielo «por un solo pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de ella» (Le. 15, 20). Tres pa­rábolas vienen a explicar este plan divino: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo (Le. 15,1-32; Mt. 18, 12-14). Más que la «alegría de los ángeles» (Le. 15, 10), estas pará­bolas expresan el amor paternal de Dios y las prevenciones amorosas de su misericordia. Así la oración de los discípulos de Jesús será semejante a la del publicano que bajó a su casa justificado, después de haber sentido y expresado profunda­mente su miseria delante de Dios: «El publicano, a distancia, no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: "Oh Dios sé propicio a mí que soy peca­dor"» (Le. 17, 13). «Perdónanos nuestros pecados, porque tam­bién nosotros perdonamos a todo el que nos debe» (Le. 11,4; Mt. 6,12).

Los discípulos han de ser imitadores de la misericordia del Señor, si quieren por su parte gozar de ella: «Sed miseri­cordiosos como vuestro padre es misericordioso; no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y se os perdonará a vosotros...; con la medida que midiereis, se os medirá también a vosotros» (Le. 6,36-38;

7 Cf. J. Guillet, o. c, p. 82-84.

Pedagogías divinas de la penitencia 329

Mt. 7,1-2; Me. 24,24). Aquí también, el precepto es ilus­trado por la pedagogía de una parábola. Al siervo cruel para con su compañero, el amo le niega también el perdón (Mt. 18,23-35).

b) Por su actitud misma, Cristo manifiesta la misericordia de Dios. Con gran escándalo de los fariseos, Cristo «come con los pecadores»:

Los fariseos y sus escribas murmuraban y decían a los discípulos: «¿Por efué coméis y bebéis con los publícanos y los pecadores?» Pero Jesús tomó la palabra y les dijo-. «No tienen necesidad'del médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores a penitencia.» (Le. 5, 30-32; Mt. 2, 15-17.)

Marchad, pues, y enteraos de lo cjue quiere decir: Quiero misericordia y no sacrificio. (Mt. 9, 12.)

No es menor el escándalo cuando, en Jericó, Cristo esco­gió para hospedarse la casa de Zaqueo:

Y viéndolo, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse con un hombre pecador.» Pero Zagueo resueltamente le dijo al Señor: «Mira, Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si a alguno le he defraudado en algo, te voy a devolver el cuadruplo.» Y Jesús te dijo-. «Hoy ha recibido esta casa la salud, porcfue también él es hijo de Abrahán. Y es así (fue el hijo del hombre ha venido para buscar y salvar lo g\ue estaba perdido.» (Le. 19, 7-10.)

c) Cristo ejerce la misericordia de Dios perdonando los pecados. En casa de Simón el fariseo, Jesús acoge a una peca­dora y, después de explicar su actitud con ella por medio de una parábola, declara:

Por eso te digo (fue le son perdonados sus muchos pecados, porgue ha amado mucho... Luego le dijo a la mujer: «Tus pecados efuedan perdonados.» Y empezaron los comensales a decir entre sí: «¿Quién es este (fue llega hasta a perdonar los pecados?» Pero él te dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado-, marcha en paz.» (Le. 7, 47-50.)

Jesús toma a menudo la curación de las enfermedades cor­porales como signo y hasta como prueba de estas curaciones espirituales. Tal es el caso del tullido de Bezata («Ya estás curado, no peques más, no sea que te suceda algo peor», Jn. 5, 14) y, más aún, del paralítico de Cafarnaum:

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330 La penitencia

«¿Qué es más fácil decir-, tus pecados te son perdonados, o decir: levántate y marcha? Pues para (fue sepáis (fue el Hijo del hombre tiene poder sobre la tierra de perdonar los pecados», le dijo al paralítico: «A ti te hablo, levántate, toma tu camilla y márchate a tu casa.» Y al instante se levantó a vista de todos, tomó la camilla sobre (jue yaciera y se fue a su casa glorificando a Dios. (Le. 5, 23-25; cf. Mt. 9, 1-8; Me. 2, 1-12.)

Un episodio particularmente significativo es el de la mujer sorprendida en adulterio, que los escribas y fariseos presen­taron ante Jesús: «Moisés — le dicen — nos mandó en. la ley apedrear a tales mujeres. ¿Y tú qué dices?»

Así pues, como insistieran en preguntarle, Jesús Se incorporó y les dijo-. «Acjuel de entre vosotros cjue esté sin pecado, arroje el primero sobre ella una piedra.» Ellos cjue lo oyeron, se fueron retirando uno a uno empezando por los más viejos, y Cjuedó Jesús sólo, y la mujer, cjue estaba allí en medio. Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? i Nadie te ha conde­nado?» Y ella contestó-. «Nadie, Señor.» Díjole Jesús: «Pues tampoco yo te condeno i márchate y no peejues más en adelante.» (Jn. 8, 4-11.) 8

El apóstol Pedro, culpable de haber negado por tres veces a su maestro durante la pasión, convertido por la mirada que Jesús le dirige (Le. 22, 61), es puesto a la cabeza de la Iglesia, gozando de la ley de misericordia proclamada por Cristo a pro­pósito de la pecadora: «Simón, hijo de Juan, eme amas más que éstos?» (Jn. 21, 15). Pedro amó más, porque se le había perdonado una culpa más grave.

Una de las últimas palabras de Jesús está dirigida a uno de los bandidos crucificados con El, que le suplicaba: «Acuér­date de mí, Señor, cuando llegares a tu reino.» Y Jesús le res­pondió: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le. 23, 42-43).

Toda la revelación del Antiguo Testamento y toda la predi­cación de Jesús convergen hacia la cruz. Su muerte y su sangre derramada constituyen el sacrificio para la remisión de los pecados (cf. infra, cap. II).

8 Este texto reclama dos observaciones. Primeramente, si es cierto que ha sido transmitido por algunos manuscritos del evangelio de Juan, se halla sin embargo más bien en la perspectiva de Lucas,- de todos modos, forma parte de las Escrituras auténticas, como lo demuestra el uso de la" Iglesia. Por otra parte, la liturgia de la cuaresma (sábado de la tercera semana) lo esclarece poniéndolo frente al episodio de Susana (Dan. 13). En el Antiguo Testamento, el milagro consistía en que no se derramara la sangre inocente; en el Nuevo Testamento, la que era culpable se vuelve inocente por el perdón de Cristo.

Pedagogías divinas de la penitencia 33 í

3. EL LLAMAMIENTO A LA CONVERSIÓN O PENITENCIA

Las dos palabras «conversión» y «penitencia», sólo parcial­mente traducen la riqueza de sentido bíblico del término griego metánoia. En la predicación apostólica a los gentiles esta pala­bra caracteriza un giro completo de todo el hombre que lleva consigo primeramente el abandono de los ídolos y la adhesión al Dios verdadero y a Jesucristo que El enviara. Pero la invitación a la metánoia se dirige también a los judíos y, de formar parte del mensaje del Nuevo Testamento, antes fue propuesta por los profetas. En esta perspectiva más restrin­gida la vamos a considerar nosotros aquí, como la condición que Dios exige del pecador para concederle misericordia: «Dios que te ha creado sin ti, no te justifica sin ti» (san Agustín, cf. sermón 169; ML 38, p. 911-926).

IOS SIGNOS EXTERIORES DE LA PENITENCIA

Estos signos, en el lenguaje figurado de la Biblia, son los signos mismos de duelo: las lágrimas y gritos (Joel 1, 8. 13; 2, 13.17; 2 Sam. 13, 19; Judit 4, 9-15); los vestidos desgarra­dos (2 Sam. 13, 19; Joel 2, 13; Ester 4; cf. 2 Sam. 1, 2; Job 42, 6; 1 Mac. 3, 47; 4, 39); la ceniza derramada sobre la cabeza (las mismas referencias, a las cuales hay que añadir Lam. 2, 10); vestirse de saco (Acab: 3 Reg. 21, 27; los nini-vitas: Jonás 3; cf. Judit 4; Ester 4; Jer. 6, 26; Lam. 2, 10; Dan. 9, 3; 1 Mac. 3, 47); dejar el lecho para tenderse sobre la ceniza (Job 42, 5; Jer. 6, 26; Dan. 9, 3; Jonás 3; Ester 4); abstenerse del uso del matrimonio (Joel 2, 16-17); despo­jarse de todas las insignias de las dignidades humanas (Jonás 3; Ester 4); practicar un ayuno más o menos riguroso (Joel 1, 14; 2, 12; Jonás 3; Is. 58), que por lo demás está previsto en el Levítico para los sacrificios de expiación (Lev. 16, 1; 23, 26-32).

A estos signos de duelo se añaden los de vergüenza.- inclinar la cabeza (Is. 58), golpearse el pecho (Jer. 31, 19).

Pero estos signos exteriores sólo tienen valor si son expre­sión espontánea y sincera de los sentimientos interiores corres­pondientes: «Desgarrad vuestros corazones y no vuestros ves­tidos» (Joel 2, 13); el verdadero ayuno está hecho de justicia y caridad (Is. 58).

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332 La penitencia

SENTIMIENTOS INTERIORES QUE CONSTITUYEN LA PENITENCIA

El haber hecho lo malo a los ojos de Dios provoca, efec­tivamente, una tristeza tan grande como la pérdida de un hijo único (Jer. 6, 26). La mayor de las desgracias es haberse apar­tado del Señor.

La vergüenza ataca al pecador en lo más hondo de sí mismo:

Después que me volví, hice penitencia, ya que comprendí, herí mi muslo, lleno estaba de confusión y de vergüenza, pues llevaba sobre mí el oprobio de mi juventud. (Jer. 31, 19.)

Pero esta vergüenza es gracia (Eccl. 4, 26), pues la peni­tencia es tristeza que se toma alegría (3, q. 84, a. 9 ) : «Cuan­do me buscaréis, dice el Señor, yo me haré encontradizo con vosotros» (Jer. 29, 13). Lejos de encerrarse en la conciencia de su culpa, el pecador que se arrepiente se pone inmediata­mente a buscar a Dios.

Convertios a Yahvé, Dios vuestro, porque es benigno y misericordioso. (Joel 2, 13; cf. Os. 14, 2-4.)

Yo les daré un corazón para (fue conozcan que yo soy Yahvé... y vol­verán a mí de todo corazón. (Jer. 24, 7.)

Si pecaren contra ti... .y entraren en sí mismos... si se arrepienten y te suplican en el lugar de su cautividad, diciendo: «Hemos pecado, hemos obrado inicuamente, nos hemos portado impíamente*, si se volvieren a ti de todo su corazón y de toda su alma... (3 Re. 8, 48-51; texto post-exílico.)

Esta vuelta a Dios exige un abandono completo del pecado, hecho tan claro como el cambio de camino durante un viaje:

... V vuélvase cada uno de su mal camino, y de la iniquidad que hay en sus manos. (Jonás 3, 8.)

Convertios y haced penitencia de todas vuestras iniquidades y no haya en vosotros ocasión de iniquidad. Arrojad de vosotros todas las prevarica­ciones con que habéis prevaricado contra mí y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo... (Ez. 18, 30-31.)

Yo no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva de su mal camino y viva. Volveos, volveos de vuestros• caminos pésimos— (Ez. 33, 11.)

Pedagogías divinas de la penitencia 333

O también, según otra imagen, es menester operar «una circuncisión del corazón» (Jer. 4, 4).

La penitencia, finalmente, lleva consigo la confesión de las propias culpas delante de Dios y a veces también delante de los hombres. Esta confesión es la expresión casi espontánea del cambio interior-. «He pecado contra Yahvé», exclama David (2 Sam. 12, 13); pero es también una oración, paso destinado a hallar de nuevo el diálogo con el Señor: «Iré a confesar mi pecado a Yahvé» (Ps. 31, 5). Ante los hombres, la confesión repara el desorden y restablece la sinceridad de las relaciones. Impuesta para ciertas culpas por la ley de la expiación (Lev. 5, 5; Núm. 5, 7), es recomendada de forma apremiante por los sabios:

El que ocultare sus faltas nada logrará: el que las confesare y las dejare, alcanzará misericordia. (Prov. 28, 13.)

i He escondido a los hombres mi pecado y ocultado mi iniquidad en mi seno'? (Job 31, 33.)

No te avergüences de confesar tus pecados. (Eccl. 4, 26.)

ESTE CAMBIO DEL HOMBRE ES OBRA DE DIOS

En una visión de fe, los piadosos israelitas discernían ya, en este cambio interior del pecador que se convierte, la acción de Dios:

Oh Dios, conviértenos, y muéstranos tu faz, serena, y nos salvaremos. (Ps. 79, 4.)

Conviérteme, para que me convierta, porque tú eres Yahvé, mi Dios. (Jer. 31, 18.)

El juicio mismo de valor sobre su mala conducta, sólo puede pronunciarlo el hombre porque Dios esclarece su espíritu por medio de sus mensajeros. Natán hubo de abrir los ojos a David: «Tú eres ese hombre» (2 Sam. 12, 7), y Elias los de Acab: «Has asesinado y, encima, robas» (3 Re. 21, 19).

Revela a mi pueblo sus pecados y sus crímenes a la casa de Jacob. (Is. 58, 1.)

Los reveses y calamidades son signos del Señor que llama a su pueblo a penitencia. El destierro, la deportación y, ya antes,

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334 La penitencia

las derrotas militares obligan a Israel a reconocer que ha vio­lado la alianza, le hacen recordar a Yahvé y volverse a El. Los profetas se encargan de interpretar la naturaleza de estos signos y de invitar al pueblo a penitencia. Si anuncian calami­dades es para predicar, de parte de Dios, la conversión. Jeremías lo hace conscientemente (Jer. 36), Jonás lo aprende a su costa (3-4) y Jesús enseñará a sus discípulos a ver en todas las catástrofes imprevistas la predicación del arrepentimiento: «Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis de la misma manera» (Le. 13, 1-5).

PENITENCIA Y ESCATOLOGIA

Más aún que vicisitudes históricas y desgracias individuales, los últimos profetas se encargan de anunciar el día de Yahvé, en que el Señor hará brillar su justicia y manifestará su gloria. Este anuncio es una gracia que invita a la penitencia. Ningún profeta lo expresa mejor que Joel en todo su libro.

Ahora bien, el Nuevo Testamento ha acentuado esta pers­pectiva. Se abre por el mensaje de Juan Bautista, el cual anuncia la venida del día de Yahvé y, dentro de esta visión, predica la penitencia (Mt. 3, 1-11; Me. 1, 1-4; Le. 3, 3-8). Día de ira para quienes hayan rechazado el mensaje, es a par llamamiento a la penitencia para todos los hombres de buena voluntad: «Arrepentios, porque el reino de Dios está cerca.»

Igualmente, las profecías de Joel dan a Pedro, el día de Pentecostés, la expresión del primer anuncio de Cristo. Jesús es en adelante el Señor de gloria, que ha de venir, y los cata­clismos descritos por Joel son signos de su venida (Act. 2, 19-20). Las gentes se preguntan: «¿Qué tenemos que hacer?», y Pedro les responde: «Arrepentios y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para la remisión de los pecados» (Act. 2, 37-38).

Así pues, la penitencia va unida, en la predicación apostó­lica, al anuncio escatológico (Act. 10, 42-43; 17; 30; 1 Tes. 1, 9-10).

Esta predicación solemne del arrepentimiento forma parte esencial de la buena nueva. Jesús mismo la confió a los após­toles. Ella realiza las profecías concernientes a Cristo (Le. 24, 47).

II

NUESTROS PECADOS SON LAVADOS

EN LA SANGRE DE CRISTO

Así pues, todas las preparaciones divinas terminan en Cristo. El toma sobre sí los pecados del mundo y hace por ellos peni­tencia. Sobre El se ejerce la justicia de Dios a fin de que, por El, se derrame la misericordia. En El y sólo en El se da la remisión de los pecados 1.

1. CRISTO MURIÓ POR LA REMISIÓN DE TODOS LOS PECADOS

Jesús mismo da a su muerte esta significación precisa: «Mi sangre que va a ser derramada por muchos en remisión de los pecados» (Mt. 26, 28) 2. Sería menester evocar práctica­mente todo el misterio redentor para lograr la plena inteligencia de esta afirmación, y los temas bíblicos del rescate, del pre­cio de la liberación y del salvador. Baste recordar algunos de los textos principales.

LA MUERTE DE CRISTO, SACRIFICIO DE EXPIACIÓN

La ley de Moisés preveía sacrificios por los pecados. Los culpables de determinadas faltas tenían que presentar al Señor, en reparación, un animal, que el sacerdote degollaba. La sangre se derramaba al pie del altar, gesto en que consistía el rito de expiación propiamente dicho (Lev. 4-5). Pero, paralelamente a estos actos individuales, había cada año un sacrificio de expiación colectiva, presidido por el sumo sacerdote mismo. Este sacrificio llevaba también consigo aspersiones con la sangre de ciertas víctimas. Además, un macho cabrío que se dejaba

1 Léase la página admirable en que Tertuliano resume estas prepa­raciones divinas, De poenitentia 2, ML 1, 1.228 s.

2 Algunos manuscritos de Me. 14, 24 traen la misma fórmula.

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336 La penitencia

vivo, era cargado simbólicamente con todos los pecados de los hijos de Israel y se lo echaba al desierto (Lev. 16; Ex. 30, 10).

La carta a los hebreos pone de manifiesto cómo la muerte de Cristo sobre el calvario verifica, hasta los últimos porme­nores, el rito de la expiación; pero la liturgia mosaica era sólo remota imagen de la obra de Cristo.

Los sacerdotes de la antigua ley tenían que renovar cada año su sacrificio; Cristo, empero, ofreció un sacrificio señero, suficiente por su perfección para expiar los pecados de todos los hombres (Hebr. 7, 27; 10, 12; etc.). No se trata ya de obtener una mera purificación legal y externa: «Nuestra con­ciencia se purifica de todas las obras muertas, a fin de dar culto al Dios vivo» (Hebr. 9, 14). En lugar de la sangre de los machos cabríos y de los novillos, se ha derramado la sangre de Cristo, y se ha ofrecido El a sí mismo (Hebr. 9, 12-14). Este sacrificio es la conclusión de la historia del mundo, es la plenitud de los tiempos e inaugura la espera de la parusía. La remisión de los pecados es la obra escatológica por excelencia:

Mas ahora (Cristo) se ha manifestado una sola vez en la consumación de los tiempos para destruir por su sacrificio el pecado. Y a la manera c\ue está determinado que los hombres mueran una sola vez y después de la muerte el juicio, asi Cristo, ofreciendo una sola vez para Quitar los pecados de muchos, aparecerá segunda vez sin pecado a los que lo aguardan, "para darles la salud. (Hebr. 9, 26-28.)

Con fórmulas diferentes, la misma doctrina es expuesta en los otros escritos del Nuevo Testamento:

El es propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo. (1 Jn. 2, 2.)3

«HE AQUÍ EL CORDERO QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO»

Juan Bautista, al ver a Jesús venir a él, dijo: «He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo... Este es el que bautiza en el Espíritu Santo» (Jn. 1,. 29). Esta imagen del cordero reaparece en diversas páginas del Apocalipsis y evoca simultáneamente varios temas bíblicos. En primer lugar, el

3 Cf. 1 Jn. 4, 10; Rom. 3, 25; se trata siempre de la sangre derra­mada el día de la expiación, según Ex. 25, 17, o Lev. 16.

Nuestros pecados lavados por Cristo 337

cordero cuya inmolación preveía la ley en sacrificio de expia­ción por la lepra (Lev. 14); pero también el cordero pascual inmolado anualmente en recuerdo de la liberación de Egipto (Ex. 12; Jn. 19, 36): «Nuestra pascua, Cristo, ha sido inmo­lado» (1 Cor. 5,7).

... Sabiendo que no habéis sido rescatados de la vana conducta recibida de vuestros padres por nada corruptible, oro o plata, sino por la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin tacha y sin mácula. (1 Pedro 1, 18-19.)

Nos lavó de nuestros pecados por su sangre. (Apoc. 1, 5.)

Los que han venido de la gran tribulación y lavaron y blanquearon sus vestidos en la sangre del cordero. (Apoc. 7, 14.)

Bienaventurados los que lavan sus vestidos... (Apoc. 22, 14.)

En fin, estos textos nos conducen igualmente al siervo de Yahvé de Isaías 52-53:

"Fue^.conducido como oveja al matadero¡ como cordero mudo ante el que lo esquila, así no abre él su boca... En su abatimiento, se le ha negado la justicia... pofque su vida es arrancada de la tierra. (Is. 53, 7-8.) Se entregó El mismo a la muerte,

y fue contado entre los malhechores, cuando El llevaba sobre sí los pecados del mundo* (Is. 53, 12.)

Esta última cita esclarece la palabra de Cristo, citada más arriba, en la institución de la eucaristía. Por lo demás, la pro­fecía del siervo de Yahvé se repite en el Nuevo Testamento y se refiere siempre a la muerte de Cristo y a la remisión de los pecados:

Porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un dechado, a fin de que sigáis sus huellas: El, que no cometió pecado, ni se halló embuste en su boca. El que, maldecido, no maldecía, y padeciendo no ame­nazaba, sino que se ponía en manos del que juzga con justicia. El llevó nuestros pecados en su cuerpo al madero, a fin de que, renunciando a los pecados, vivamos para la justicia. Por su llaga fuisteis curados. (1 Pedro 2, 22-24; cf. también Act. 8, 32-33.)

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338 La penitencia

LA JUSTICIA DE DIOS RESPECTO AL PECADO SE EJERCIÓ SOBRE CRISTO

La justicia y la ira de Dios, tan a menudo anunciadas por los profetas, se ejercieron realmente, pero sobre uno solo: sobre Cristo: «Uno solo murió por todos» (2 Cor. 5, 14; Jn. 11, 50). El fue cargado con los pecados del mundo para sufrir el castigo de ellos y ahorrárnoslo así a nosotros, sin que se violara la justicia de Dios. Esta idea aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento:

Porgue Cristo mismo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos-, a fin de llevaros a Dios. (1 Pedro 3, 18.)

Al gue no conoció el pecado, por nosotros lo hizo pecado, para gue nosotros nos bagamos justicia de Dios en El. (2 Cor. 5, 21.)

Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición, porgue está escrito: «Maldito todo el (jue pende de un madero.»

(Gal. 3, 13.)

Y a vosotros cfue estabais muertos por vuestros pecados y por la incircuncisión de vuestra carne, os convivificó con El, después de haceros gracia de todas vuestras culpas, y de borrar la cédula con sus ordenanzas (fue nos era contraria, y la guitó de en medio, clavándola en la cruz.

(Col. 2, 13-14.)

Mas ahora, sin la ley, se ha manifestado... Porque todos pecaron y todos han menester de la gloria de Dios, justificados de balde por su gracia en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús, a guien Dios ha propuesto como instrumento de propiciación, mediante la je, por su sangre... para ostentación de su justicia en el tiempo presente... (Rom. 3, 21-26.)

Dios, al enviar a su propio Hijo en la semejanza de la carne del pecado, y para el pecado, condenó el pecado en la carne. (Rom. 8, 3-4.)

Así la justicia de Dios, en lugar de castigarnos por nuestros pecados, nos hace justos por Cristo. La muerte de Cristo «nos reconcilia con Dios» (Rom. 5, 10-11; 2 Cor. 5, 18-19) y «nos libra de la ira venidera» (1 Tes. 1, 10) 4 .

* Cf. J. Guillet, Thémes bibligues, p. 90-91, donde destaca este aspecto escatológico de la muerte de Jesucristo y de la remisión de los pecados.

Nuestros pecados lavados por Cristo 339

«EW ESTO CONSISTE EL AMOR DEL PADRE»

Al ejercer su terrible justicia sobre Jesús, Dios manifiesta su amor para con nosotros. El nos envió a su Hijo para darnos vida, y lo inmoló como Abrahán a su hijo único. Por eso, no debemos cesar de cantar el amor de Dios y dar de él testi­monio:

El c¡ue no perdonó a su propio H:¡o, sino (jue lo entregó por todos nos­otros. (Rcm. 8, 32.)

El nos ha amado primero. (1 Jn. 4, 19.)

De tal manera amó Dios al mundo gue le dio a su Hijo unigénito, a fin de (\ue todo el (jue crea en él no perezca, sino gue tenga la vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para cjue el mundo se salve por él. (Jn. 16-17.)

El amor de Dios con nosotros se ha manifestado en gue Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para gue vivamos por El. El amor está no en gue nosotros, hayamos amado a Dios, sino en gue El nos ha amado a nos­otros y ha enviado a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.

(1 Jn. 4, 9 s.)

Cuando aún éramos débiles, entonces jue cuando Cristo, según el tiempo, murió por los impíos —apenas moriría nadie por un justo, por un hombre bueno acaso se atreva alguien a morir—. Así, Dios encarece su amor para con nosotros, por el hecho de gue, siendo aún pecadores. Cristo murió por nosotros. ¡Cuánto más, pues, ahora, justificados por su sangre, nos libraremos por El de la ira! (Rom. 5, 6-9.)

2. NO HAY PERDÓN DE LOS PECADOS SINO EN LA SANGRE DE JESUCRISTO

Hayan vivido antes o después de la venida de Cristo, los hombres sólo pueden alcanzar la remisión de los pecados por el sacrificio de Cristo:

No ha sido dado a los hombres bajo el cielo otro nombre gue el gue puedan salvarse. (Act. 4, 12.)

Sabed, pues, hermanos, gue por El se os anuncia la remisión du ¡os pecados..Y la justificación gue no pudisteis alcanzar por la ley de Moisés, la obtinte por El todo el que cree. (Act. 13, 38-39.)

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340 La penitencia

No basta oír el llamamiento a la penitencia y responder a él. Es menester recibir el beneficio de la remisión de los pecados por la fe en Cristo y por los sacramentos.

LA FE EN CRISTO

Sólo ella pudo salvar a los hombres que precedieron a la venida de Cristo, y es esencial para la justificación. Ella une ya al hombre con Cristo y con su sacrificio redentor, pues ha de ejercerse sobre la sangre del Salvador: «Creo en el Espíritu Santo... el perdón de los pecados» (cf. Rom. 3, 25, citado más arriba).

LOS SACRAMENTOS

La catequesis de los apóstoles y de los padres de la Iglesia insistió mucho sobre el bautismo, como sacramento de la peni­tencia y remisión de los pecados para los que lo reciben. Introducción en el misterio pascual, el bautismo nos hace morir al pecado y vivir para Dios en Cristo. En él se nos da el Espíritu Santo y éste es «la remisión de los pecados» 5.

Aun cuando pueda darse excepcionalmente el perdón sin el bautismo, signo de ía Iglesia, nunca se da sin el deseo o voto del bautismo. Partiendo de la experiencia primordial del bau­tismo, vino a plantearse la cuestión de la remisión de los peca­dos cometidos después del bautismo y de la economía de la misma.

3. LOS PECADOS COMETIDOS DESPUÉS DEL BAUTISMO PUEDEN SER PERDONADOS

íPUEDE PECARSE DESPUÉS DEL BAUTISMO?

La ruptura que el cristiano lleva a cabo con su vida pasada en el momento del bautismo, es presentada con tal nitidez por las epístolas, que parece definitiva y completa:

Todo el cfue ba nacido de Dios no comete pecado, porque la semilla del El (de Cristo) permanece en él. Y «o puede pecar, porcfue ha nacido de Dios. (1 Jn. 3, ?.)

5 Esta fórmula sacada de la poscomunión del martes de Pentecostés, se inspira en el discurso de Pedro (Act. 2, 38) y expresa una afirmación sobre la que es unánime la tradición.

Nuestros pecados lavados por Cristo 141

Sin embargo-, las mismas epístolas nos muestran las pri­meras comunidades cristianas debatiéndose con la mediocridad humana, y forzadas a hacer frente a abusos, errores y pecados. El cristiano va a verse forzado a examinar su conciencia ante la mesa eucarística y tendrá que apartarse de ella si es indigno (1 Cor. 11, 27-34). Si, finalmente, las faltas constituyen un grave escándalo público, la Iglesia pronunciará su sentencia contra el culpable (1 Cor. 5, 5; 1 Tim. 1, 19; 2 Cor. 2, 2-11; 2 Tes. 3, 14; Gal. 6, 1).

No solamente la ruptura con el pecado puede no ser defi­nitiva, sino que jamás es completa. Aun el que ha guardado la integridad de su bautismo ha de confesar sus pecados diarios: integridad de su bautismo ha de confesar sus pecados diarios (1 Jn. 1, 8-10).

¿SE PUEDE ALCANZAR DE NUEVO EL PERDÓN?

Cuando estos pecados cotidianos no son de los que excluyen del reino de los cielos, no atenían tampoco a la gracia bau­tismal. Otros, por lo contrario, vienen a destruir en el cristiano la obra redentora. Los israelitas cayeron en el desierto a pesar de las maravillas de Dios de que fueron objeto y, por eso, no entraron en la tierra prometida (1 Cor. 10, 1-13). Esta des­gracia es la mayor que puede acontecer:

Portjue si después de huir de las impurezas del mundo por el conoci­miento del Señor y Salvador Jesucristo, nuevamente se meten en ellas y son vencidos, sus postrimerías son peores (fue los comienzos. Mejor les hubiere sido no conocer el camino de la justicia (fue, conociéndolo, volverse atrás del santo mandamiento (fue les fuera dado. Les ha sucedido lo del proverbio verdadero: «El perro se volvió a su propio vómito», y.- «La cerda, apenas lavada, se revuelca en el barro.» (2 Pedro 2, 20-22.)

¿Será entonces posible a estos desdichados revivir su inicia­ción, ser de nuevo renovados y conducidos a penitencia? Ciertas fórmulas de los escritos apostólicos (Hebr. 6, 4-8; 10, 26-31) harían temer que no. Y, sin embargo, el Nuevo Testa­mento afirma, como lo practicará siempre la Iglesia, que los pecados cometidos después del bautismo pueden ser perdo­nados (2 Pedro 3, 9; 1 Jn. 2, 1).

Por lo demás, la misericordia de Dios para con nosotros es la medida de la misericordia que hemos nosotros de ejercer

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342 La penitencia

para con nuestro prójimo. Ahora bien, no debemos perdonar una sola vez a nuestros hermanos:

Si tu hermano pecare, repréndelo, pero sí se arrepiente, peidónalo. Y si siete veces ai día pecare contra ¡i y otras siete se volviere a ti, diciendo-, «Me arrepiento», perdóname. (Le. 17, 3-4; cf. Mt. 18, 21 s.).

LOS SACRAMENTOS DEL PERDÓN DIVINO DESPUÉS DEL BAUTISMO

La tradición de la Iglesia ha sostenido siempre la distinción *:ntre los pecados diarios que no quitan la vida y los «pecados mortales» que causan la muerte, si bien su apreciación con­creta haya sido difícil y sujeta a evolución por efecto del pro­greso de la conciencia cristiana.

a) El perdón de los pecados diarios obtenido por la «peni­tencia diaria», sacramental o no sacramental:

¿No es así c¡ue por esto nos golpeamos el pecho lodos los días? Eso hacemos los obispos todos los días al subir al altar. Por eso también suplicamos en esta oración cjue hemos de rezar toda nuestra vida: «Perdó­nanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» No pedimos aguí el perdón de los pecados cjue creemos están borrados por el bautismo, sino cjue oramos por las culpas diarias, por las cjue todo cristiano, según sus medios, no cesa nunca de ofrecer el sacrificio de sus limosnas, de sus mortificaciones, de sus oraciones y súplicas. (Sermón atribuido a san Agustín; ML 38, 1.541.)

b) Pero la vida espiritual, perdida por los pecados mor­tales, sólo pueden recuperarse, con el perdón divino, por medio de los sacramentos o, por lo menos, con el deseo de los sacra­mentos. Aunque la eucaristía contiene la fuente misma de la remisión de los pecados —la sangre de Cristo que ha sido derramada—, el perdón divino, sin embargo, no se ejerce en principio por medio de la eucaristía. El que no ha sido aún perdonado está excluido de la comida del Señor; comiendo indignamente, se comería su propia condenación (1 Cor. 11, 27-29). Dos sacramentos están destinados a la curación espi­ritual : ante todo y normalmente, el sacramento de la penitencia; accidentalmente y de manera complementaria, la extrema­unción.

III

ESTRUCTURA DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

«En el sacramento de la penitencia obra la pasión de Cristo» (3, q. 84, a. 5).

El sacramento de la penitencia, según la doctrina de los padres, es un segundo bautismo, pero un bautismo doloroso 1.

Así, presenta analogías y diferencias con el propio bautismo:

La múltiple misericordia de Dios socorrió a las caídas humanas de manera que la esperanza de la vida eterna no sólo se reparara por la gracia del bautismo, sino también por la medicina de la penitencia, y así, los que hubieran violado los dones de la regeneración, condenándose por su propio juicio, llegaran a la remisión de los pecados,- pero de tal modo ordenó los remedios de la divina bondad, que sin las oraciones de los sacerdotes, no es posible obtener el perdón de Dios. En ejecto, el mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús (1 Tim. 2, 5), dio a quienes están puestos al frente de su Iglesia la potestad de dar la acción de la penitencia a quienes confiesan y de admitirlos, después de purificados por la saludable satisfac­ción, a la comunión de los sacramentos por la puerta de la reconciliación...

Este texto de san León Magno 2 resume bien las caracterís­ticas que se hallan siempre en este sacramento, cualesquiera que sean las diferentes formas que ha adoptado su disciplina y su liturgia en el correr de los siglos y en las distintas regiones.

1. LITURGIA Y DISCIPLINA DE LA PENITENCIA DURANTE LA HISTORIA DE LA IGLESIA

Por lo menos en occidente, se distinguen principalmente dos usos en la práctica del sacramento de la penitencia:

15 La penitencia solemne, a la que hay que unir la recon­ciliación de los moribundos. Es la única que parece haber practicado la Iglesia antigua. Usada aún en el siglo xm, ha caído

1 Fórmula repetida por el concilio de Trento (D. 895). 2 Carta del año 452 al.obispo de Frejus (D. 146).

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344 La penitencia

en completo desuso, aunque sigue figurando en los libros litúr­gicos.

22 La penitencia privada, cuya existencia está claramente atestiguada desde el siglo vu por los libros penitenciales que la describen. Después de haber coexistido cierto tiempo con la pe­nitencia solemne, terminó por suplantarla completamente. Pero ella misma pasó también por una gran evolución en su disci­plina y en sus ritos.

LA PENITENCIA SOLEMNE DE LA IGLESIA ANTIGUA

Ya a comienzos del siglo 111, la Iglesia poseía una organiza­ción desarrollada de la penitencia, concebida en gran parte a imagen de la organización bautismal. Si las modalidades de pormenor variaron según los países y a lo largo de los siglos,, si la liturgia sobre todo tomó una amplitud cada vez mayor, las características, sin embargo, y la disciplina de la penitencia solemne permanecieron fundamentalmente las mismas hasta los días de santo Tomás de Aquino (siglo XIH) 3.

a) Característica de la penitencia solemne Estaba destinada a los cristianos que hubieran cometido,

después del bautismo, los pecados más graves. Por mucho horror que sintiera la comunidad ante ciertos crímenes (apostasía, adulterio, homicidio), la Iglesia no quiso nunca seguir a los rigoristas y proclamó siempre que todo pecado podía someterse a penitencia, aun cuando, en ciertos casos, exigía para ésta una duración excepcional. Sin embargo, la penitencia no era acce­sible a los clérigos y, sobre todo, sólo se concedía una vez a la vida. Como no hay más que un bautismo, tampoco hay más que una penitencia4.

El pecador se apartaba espontáneamente de la participación en los santos misterios. En el caso de un crimen público, podía ser excluido por un acto de la autoridad por parte del obispo: «Es menester que quien teme ser separado del reino de los cielos por la condenación definitiva del juez supremo, sea sepa-

3 La describe en Supl., q. 28. * En el estado actual de nuestros conocimientos históricos, no podemos

decir cómo se portaba la Iglesia antigua con los que no podían recibir la penitencia. Una cosa, sin embargo, se desprende con claridad de la ense­ñanza de los padres y de los concilios: no hay pecado que Dios no quiera perdonar, sino el estado de impenitencia.

Estructura del sacramento 345

rado aquí del sacramento del pan celeste por la disciplina de la Iglesia» 5. Luego se presentaba al obispo a confesarle su culpa y oír el plazo que le señalaba para su penitencia.

Durante todo el tiempo que dura su prueba, los penitentes constituyen un grupo aparte en la Iglesia, como los catecúmenos. Efectivamente, como estos últimos, son especialmente confiados a un miembro de la jerarquía que cuida de ellos. Participan en la primera parte de la liturgia, pero se los despide en el momento de la celebración del sacrificio eucarístico, después que el celebrante ha dicho una oración sobre ellos y los ha bendecido. Están obligados a practicar la limosna, ayunos y ora­ciones y deben abstenerse de placeres y fiestas. En una palabra, viven en duelo a la manera de los penitentes del Antiguo Testamento. En algunas iglesias se les entrega un cilicio.

Finalmente, son reconciliados por el obispo que les impone las manos con OFaciones apropiadas y se los reintegra a la co­munión eucarística. En Roma, desde fines del siglo ív, la reconciliación de los penitentes se fija en el jueves santo. Así se indica el vínculo entre la penitencia y el misterio pascual6.

Mas, una vez reconciliados, los penitentes quedaban afec­tados de ciertas exclusiones, por ejemplo, no podían recibir la ordenación, tenían que vivir en continencia; de suerte que el temor de estas consecuencias inducía a algunos cristianos a dife­rir la penitencia hasta la hora de la muerte.

b) Desenvolvimiento litúrgico de la penitencia solemne Con el tiempo, el rigor de estas consecuencias se esfumó.

Por el mismo caso, se redujo la duración de la penitencia y se uniformó para todos. Se la hizo coincidir con la cuaresma. La iniciación de la penitencia se fijó el miércoles que inaugura el ayuno cuaresmal, y dio lugar a un acto litúrgico.

— Desde entonces, la entrada en la penitencia llevó consigo la entrega del cilicio y luego la imposición de la ceniza, que son prácticamente los signos exteriores de la penitencia de los nini-vitas en el libro de Jonás. Más tarde se añadió un gesto de alto valor simbólico: los penitentes eran expulsados de la iglesia

5 Sermón atribuido a san Agustín, ML 38, 1.542 s. 6 El jueves santo es el último día en que se celebra la eucaristía antes

de la noche de pascua. En España, en que la reconciliación de los penitentes no- estaba unida a la misa, se la hacía el sábado santo.

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346 La penitencia

al canto de antífonas que recordaban a Adán expulsado del paraíso:

Mirad gue sois boy expulsados de los umbrales de la sania madre Iglesia, por vuestros pecados y crímenes, como el primer hombre Adán arrojado del paraíso por su transgresión.

— La reconciliación de los penitentes el jueves santo, tal como se presenta en los textos del siglo vm y aun hoy día en el pontifical romano7 , aparece como uno de los grandes actos litúrgicos de la Iglesia, con el mismo título que el' bautismo, las ordenaciones o la consagración de las vírgenes. El diácono subraya el paralelo entre el bautismo y la penitencia:

Llega el tiempo aceptable... en gue la viña del Señor se acrecienta por los íjue van a ser regenerados y crece por los gue vuelven. Lavan las aguas, lavan las lágrimas. En un caso nos gozamos de recibir a los gue son llamados, en e¡ otro, nos alegramos de la absolución de los penitentes.

De entre las oraciones del obispo, notemos las que nos pare­cen más expresivas:

Tú, pues, Señor clementísimo, atrae a ti por tu acostumbrada piedad a estos siervos tuyos gue sus crímenes separaron de ti-, porgue tú no despreciaste la humillación del muy criminal Acab, sino gue le diferiste el castigo. Tú escuchaste también las lágrimas de Pedro, y le entregaste luego las llaves del reino de los cielos, y al ladrón gue te confesaba, le pro­metiste los premios del mismo reino. Así pues, clementísimo Señor, recoge clemente a estos por guienes te dirigimos nuestras preces y devuélvelos ai seno de tu Iglesia, a fin de gue en modo alguno pueda triunfar de ellos el enemigo, sino gue tu Hijo, igual a ti, los reconcilie contigo, y los limpie de todo crimen y se digne admitirlos a la comida de tu sacratísima cena, y así los restablezca con su carne y sangre, para gue después de la carrera de esta vida, los conduzca a los reinos celestes.

Oh Dios gue por tu bondad creaste el género humano y por tu mise­ricordia lo reformaste, tú gue redimiste por la sangre de tu Hijo único al hombre gue por envidia del diablo cayera de su eternidad, da la vida a estos siervos tuyos gue en modo alguno guieres gue mueran. Tú gue no abandonas a los gue se extravían, recibe a los gue se corrigen. Rogárnoste, Señor, muevan tu piedad las lágrimas y suspiros de estos siervos tuyos, cura sus llagas, alarga tu mano saludable a los gue yacen en tierra, a fin de gue tu Iglesia no se vea privada de una porción de su cuerpo...

7 Cf. L'Eglisc éducalrice des comiences par le sacrement de la péní-tcnce, Fleurus, p. 296-304.

Estructura del sacramento 347

c) La reconciliación de los moribundos

Cuando un penitente se hallaba en trance de muerte, era reconciliado por un sacerdote que, en nombre del obispo, venía a orar por él según un formulario abreviado. El caso era tanto más frecuente cuanto que algunos pecados sólo se perdonaban en la hora de la muerte, y muchos fieles retardaban hasta el último instante someterse a la penitencia por las obligaciones que entrañaba para toda la vida. Cuando la penitencia solemne cedió el lugar a la privada, menos rigurosa y repetible, la ora­ción de la Iglesia en el momento de la muerte conservó algunos elementos de la liturgia penitencial, ora con ocasión del viático, ora incluso en torno al sacramento de los enfermos. En nuestros días, la bendición apostólica es, en cierto modo, el recuerdo de esta tradición; pero lejos de ser simple testimonio de una disciplina caída en desuso, la bendición apostólica subraya el hecho importante de que la muerte, acto supremo del combate cristiano, reclama una mirada de contrición sobre toda Ja vida pasada que el Señor va pronto a juzgar y que ése es, más que otro alguno, el momento de recibir de la Iglesia los signos del perdón divino 8.

LA PENITENCIA PRIVADA

A diferencia de la penitencia solemne, la penitencia privada se caracterizaba por el hecho dé ser reiterable, por no traer consigo «secuelas» después de la reconciliación y no tener lugar en plena sinaxis litúrgica, sino en un cara a cara del penitente con el sacerdote. La penitencia privada trajo una doble profundización del sacramento en la conciencia de los cristianos. En lugar de reservarse a pecados de gravedad excep­cional, este sacramento será en adelante el medio normal de recibir el perdón de todos los pecados. Por el hecho mismo, exigirá del penitente un esfuerzo de examen de su conciencia y una precisión cada vez mayor en la confesión. De ahí la interiorización de la penitencia. La misericordia de Dios, de la que jamás dudó la antigüedad, aun respecto de aquellos a quienes se negaba la repetición de la penitencia solemne,

8 Véase nuestro artículo Pastoraie iiturgigue des malades, en «Ques-tions liturgiques et paroissiales» 36 (1955), p. 240-243.

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348 La penitencia

aparece en adelante con mayor nitidez, y también la fragilidad humana 9.

a) Forma primitiva de la penitencia privada Desconocida, al parecer, de san Agustín y de sus contem­

poráneos, la penitencia privada aparece en Irlanda en el siglo v, y se beneficia de la experiencia espiritual de los monjes, que recomendaron y practicaron la confesión de los pecados o faltas a un guía experimentado con miras al adelantamiento en la perfección10. Pero esta penitencia es verdaderamente sacra­mental. La confesión de los pecados se hace a un sacerdote, y éste impone obras de expiación, cuya importancia y duración proporciona o ajusta al número y gravedad de los pecados. Cumplida la satisfacción, el penitente viene a recibir la absolu­ción o reconciliación.

Para facilitar la tarea de los sacerdotes, cuyo papel se ve así acrecido, se componen libros penitenciales. Más o menos pronto, estos libros se propagan por el continente y, con ellos, la penitencia privada que reglamentan.

Un ritual de fines del siglo x, llamado a una gran difusión por toda Europa11 pide a los fieles que se acerquen al sacer­dote para recibir la penitencia -al comienzo de la cuaresma. La confesión de los pecados va precedida de la profesión de fe y seguida de salmos y oraciones. La reconciliación del peni­tente se hacía también dentro de un marco litúrgico, y llevaba consigo versículo de salmos, oraciones de reconciliación y, a menudo, la misa con textos apropiados.

b) La reconciliación, concedida antes del cumplimiento de la penitencia

Por influjo de causas diversas12, en el siglo xi se generaliza el uso de reconciliar al penitente, desde el momento que hace su confesión, sin aguardar a que haya cumplido las obras de expiación impuestas. Desde entonces, la penitencia privada

9 3, q. 84, a. 10 (pero uno de los textos de san Agustín, en que se funda, no es auténtico).

1 0 Esta forma de penitencia no sacramental se practica aún hoy día por muchos cristianos orientales,- cf. P. de Régis, L'Eglise et le pécbeur, Ceif, París, p. 147-150.

1 1 Es el Ordo Romanus Anticjuus, compuesto en Maguncia hacia el 950.

12 Cf. P. Anciaux, o.c, p. 27.

Estructura del sacramento 349

pierde más y más su semejanza con la penitencia solemne. Ya no supone más que un solo encuentro con el sacerdote. Este oye la confesión, impone la penitencia y reconcilia inme­diatamente. El penitente cumplirá luego las obras de repara­ción impuestas; pero puede acercarse inmediatamente a la eucaristía.

c) De la liturgia de la reconciliación a h fórmula de «-abso­lución»

El último cambio que se produce en la Iglesia latina respecto al sacramento de la penitencia, afecta al estilo de la reconcilia­ción. En la antigüedad y hasta el siglo xni, el obispo o los sacerdotes ejercían el ministerio de la reconciliación por medio de solemnes oraciones dirigidas a Dios 13. En esta forma depre­catoria procede el obispo en las ordenaciones. En el siglo xm se impone para la penitencia una fórmula que expresa, de parte del ministro de la Iglesia, un acto de autoridad, en forma indicativa. En vez de pedir al Señor que perdone, el ministro declara:

Nosotros, por la autoridad c¡ue, auncjue indignos, hemos recibido de Dios, te absolvemos de todo vínculo de tus pecados, para cfue merezcas la vida eterna. (De un códice del siglo xi.)

O más sencillamente, según la práctica actual:

Yo te absuelvo de todos tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Por el término empleado «absolver» —en latín absolvere = desatar—, esta fórmula se llama absolución. Deprecativa o indicativa, cada modo tiene su valor. Se ha preferido, en la-liturgia latina, la segunda a causa del relieve que da ai signo sacramental del juicio y al poder que la Iglesia, en nombre de Cristo, ejerce verdaderamente.

1 3 Cf. supra, p. 346, dos fórmulas hoy inusitadas, pero que se hallan aún en el pontifical; la segunda se empleó efectivamente desde el siglo viu al xm.

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350 La penitencia

2. LA IGLESIA EJERCE EL MINISTERIO DEL PERDÓN DIVINO

CARÁCTER ECLESIÁSTICO DE LA PEH1TENC1A

Ora se considere la penitencia en la forma solemne que tenía en lo antiguo, ora en la forma actual desprovista de toda publi­cidad, siempre aparece con las mismas características esenciales.

a) Reconciliar con Dios es reconciliar con la Iglesia Ciertamente, no todos los pecados- rompen el vínculo que

une al fiel con la Iglesia. Este vínculo sólo se rompe por los pecados directamente opuestos a la unidad de la Iglesia, como el cisma, la herejía y la apostasía 14. Sin embargo, el pecado tiene siempre una repercusión sobre la comunidad, pues la economía de la salud es congregación de los hombres en la uni­dad de un pueblo. Los pecados graves destruyen la caridad y e'xcluyen de la mesa eucarística. La reconciliación con la Iglesia es signo' eficaz de la reconciliación con Dios 15. En lo antiguo, este aspecto era subrayado por el hecho de que la reconciliación tenía lugar en plena sinaxis litúrgica, en pre­sencia de toda la comunidad y que, por lo demás, se oraba a menudo por los penitentes. Aún cuando hoy día la penitencia aparezca como un acto individual y secreto que pone al peni­tente cara a cara con el sacerdote, no por eso es menos un acto eclesiológico.

b) La Iglesia reconcilia al pecador con Dios La Iglesia es la continuadora de la obra de la redención, ella

nos pone en contacto con el misterio de la salud en Cristo, ella engendra al cristiano en el bautismo, como le devuelve la vida en la penitencia.

En el ministerio de la penitencia, la Iglesia se funda en las palabras de Jesús a los apóstoles después de la resurrección:

Recibid el Espíritu Santo-. A quienes remitiereis ios pecados, íes son remitidos, y a quienes se los retuviereis, les son retenidos. (Jn. 20, 22-23.)

La tradición es unánime en tomar estas palabras a la letra (cf. D. 894, 913). Hay que relacionarlas con otros dos textos

14 Mystici Corporis, Ed. Sigúeme, Salamanca 41959, m'mi. 17. 1 5 P. Anciáux, o.c, p. 42; cf. ibid., p. 44.

Estructura del sacramento 351

evangélicos, uno referente a la totalidad de los ministros de la Iglesia: «Todo lo que atareis sobre la tierra, atado será en el cielo; y todo lo que desatareis sobre la tierra, desatado será en el cielo» (Mt. 18, 18); otro que mira al apóstol Pedro: «Yo te daré las llaves del reino de los cielos: Todo lo que atares sobre la tierra, atado será en el cielo; y todo lo que des­atares sobre la tierra, desatado será en el cielo» (Mt. 16, 19).

Cristo dio a su Iglesia un poder de régimen o gobierno que sobrepasa la condición terrena de los hombres, pues lo que ella ata o desata sobre la tierra es atado o desatado en el cielo. Este poder afecta al plano sacramental propiamente dicho, cuando se ejerce sobre los pecados; pues los pecados son ver­daderamente remitidos o perdonados a aquellos a quienes los apóstoles se les remitieren. Es el poder de las llaves. Cuando los apóstoles perdonan, Dios es quien perdona, y se cumple la obra redentora de la pasión de Cristo. De ahí que, para absol­ver de los pecados, no basta la potestad de régimen, sino que es menester haber recibido el Espíritu Santo, sin el cual no hay remisión de los pecados. Se da poder no sólo de remitir los pecados, sino también de retenerlos, lo que prueba bien que la palabra de Cristo no mira a la primera remisión de los peca­dos concedida al hombre por el bautismo. En el bautismo, la Iglesia no puede «retener los pecados», si no que se perdonan si el rito se cumple sobre un hombre que tenga las debidas disposiciones.

Así pues, la reconciliación de los penitentes o —para em­plear la fórmula moderna — la absolución es un ministerio que es a la vez sacramento y acto de gobierno. Por eso exige a la vez la potestad de orden y de jurisdicción. Por eso se dice tam­bién que la absolución se da a modo de juicio, como veremos más adelante.

EL MINISTRO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

a) El ministro de la penitencia es ante todo el obispo. El posee en efecto la sucesión apostólica de la ordenación y de la jurisdicción 16, ha recibido el Espíritu Santo y participa de la promesa hecha a los apóstoles la tarde de pascua. Este

116 Trátase, claro está, del obispo que está legítimamente a la cabeza de una diócesis, pues los obispos sin grey no tienen por sí mismos juris­dicción.

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352 La penitencia

poder del obispo es afirmado en las oraciones de su ordenación. La más antigua fórmula consecratoria que se nos ha conser­vado, la de la Tradición apostólica de Hipólito, se expresaba ya a sí:

Tener potestad de perdonar los pecados según tu mandato por el espíritu de ¡a primacía sacerdotal. (En TEP t. I, núm. 170.)

b) El sacerdote participa del sacerdocio del obispo; en su ordenación recibe la potestad de orden necesaria para el minis­terio de la penitencia, como lo señala la ceremonia que sigue a'la misa de ordenación (cf. supra p. 122, nota 5); pero no puede absolver válidamente, si no recibe además el poder de jurisdicción. Este se lo da únicamente el obispo, en la medida mayor o menor en que lo asocia a su oficio pastoral (can. 872). El obispo puede incluso reservarse la absolución de determi­nados pecados más graves («pecados reservados») y pecados que llevan consigo una censura eclesiástica. No todos los sacer­dotes tienen poder de confesar y, cuando lo reciben, es un poder limitado a un territorio, a un período de tiempo, a una clase de personas17.

c) Ni los diáconos ni los fieles pueden en forma alguna ser ministros de la penitencia, pues no poseen el carácter sacer­dotal. Se observan, es verdad, vacilaciones en la práctica de ciertas Iglesias antiguas, en que los diáconos llevaron a veces a los enfermos la reconciliación de parte del obispo; y, en la edad media, el caso más o menos frecuente de confesiones hechas a laicos pudo dar lugar a interpretaciones erróneas 18. Sin embargo ya san Cipriano había claramente sentado los principios que recordará el concilio de Trento (D. 920): Cristo dio el Espíritu Santo para perdonar los pecados, no a los santos, sino a los apóstoles. No se espera del ministro un

1 7 Naturalmente, el Papa, que tiene verdadero poder episcopal, puede también dar a sacerdotes la necesaria jurisdicción.

1 8 Aún hoy día la confesión puede hacerse ante alguien que no es • sacerdote, a título de práctica ascética, como se prevé en ciertas reglas monásticas; pero no es confesión sacramental. Esta confesión pudiera suge­rirse (no imponerse) a un cristiano en trance de muerte, sin posibilidad de sacerdote que lo absuelva. Aquí tampoco serla la confesión, evidente­mente, sacramental; pero ayudaría al cristiano a ponerse en las disposicio­nes interiores de contrición perfecta y de deseo del sacramento.

Estructura del sacramentó 353

ejercicio de corrección fraterna, sino un sacramento que pro­duce la justificación.

EL SIGNO DEL JUICIO

a) En efecto, al pronunciar la fórmula de perdón, el obispo o sacerdote no se contenta con declarar que Dios ha perdonado al penitente sus pecados. La palabra de la absolución es ope­rante, realiza lo que significa y transforma interiormente al penitente. Su eficacia viene de que el ministro es instrumento de Cristo:

Dios solo, por su propia autoridad, puede desatar y remitir los pecados. Sin embargo, los sacerdotes hacen lo uno y lo otro como ministros. Las pala­bras del sacerdote, en este sacramento como en los otros, obran como instrumento de la virtud divina, pues la virtud divina es la cjue opera inte­riormente en todos los signos sacramentales, ora sean actos, ora palabras.

(3, q. 84, a. 3, ad 3,)

b) Pero hay en la absolución más que una palabra: se trata de un acto. En efecto, el ministro no perdona los pecados, como cuando bautiza, sin previa condición; no dice que los pecados son perdonados como por una revelación interior que recibiera del Señor (ibid. sol. 5), sino que pronuncia un juicio. El signo desborda, pues, la simple pronunciación de una fórmula: la actitud del sacerdote es totalmente la del juez sentada en el tribunal, inquiriendo la naturaleza de las faltas, y los sentimientos del culpable, fijando una pena, pronunciando una sentencia. Por esto exige el sacramento, para su validez, no sólo el poder de orden, sino el de jurisdicción. Un juez no puede convocar, interrogar y juzgar sino a quienes le corres­ponde en su competencia. El concilio de Trento insiste varias veces en esta característica propia del sacramento de la peni­tencia a modo de juicio:

Si alguien dijere cjue la absolución sacramental del sacerdote no es un acto judicial, sino solamente el servicio de pronunciar y declarar cjue los pecados son perdonados al cjue se confiesa, a condición de creer cjue es absolvido... sea anatema. (D. 919.) 1 9

c) Este juicio es a la vez condenación e indulto. Condena­ción, puesto que la penitencia es «punible», el juez debe asegu-

1 9 Otros dos textos sobre el particular en D. 895 y 902.

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354 La penitencia

rarse del dolor interno del culpable, exige el aborrecimiento de las faltas, impone una expiación 20. Pero «por este juicio y esta condenación el pecador es conducido a la reconciliación»21, pues la sentencia pronunciada lleva consigo, finalmente, la des­trucción del pecado: «Yo te absuelvo de todos tus pecados...»; no consiste, pues, en excusar al culpable, sino en librarle de su falta dándole, por el perdón divino, la gracia del Espíritu Santo.

d) Por ahí hallamos de nuevo el carácter escatológico de la penitencia que notamos en la predicación de los profetas, de Juan Bautista, de Cristo y los apóstoles. En el sacramento de la penitencia se cumple ya el juicio que Cristo ejercerá en su segundo advenimiento:

Cuando viniere et Hijo del hombre en su gloria y con El todos sus ángeles, se sentará sobre el trono de su gloria y ante El se reunirán todas las naciones y El los separará unos de otros, a la manera como el pas­tor separa las ovejas de los cabritos... Y dirá a los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, cine está aparejado para el diablo y sus ángeles. Porcfue tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed, y no me disteis de beber... Y marcharán éstos, al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna. (Mt. 25, 31 ss.)

Como Cristo glorioso, el sacerdote se sienta en su tribunal; pero, aquí, el culpable se presenta espontáneamente y proclama sus pecados. En el último juicio se congregarán todas las naciones; aquí los crímenes permanecen ocultos. La senten­cia pronunciada condena el pecado, pero libra al pecador de la ira venidera, pues cambia de vida y queda interiormente transformado 22.

e) En el uso latino actual, el sacerdote dice: «Yo te ab­suelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.» Esta invocación trinitaria recuerda la del bau­tismo, y por ella se afirma que, como segundo bautismo, la penitencia, consagra de nuevo al cristiano, para que sea templo del Espíritu Santo y las tres Personas divinas vengan a hacer en él su morada. El que vino a decir como el pródigo: «Padre,

2 0 Cf. sobre este aspecto, a veces" olvidado, P. Anciaux, o. c, p. 47-48. 21 lbid., p. 47. 2 2 Estas perspectivas han sido desarrolladas de manera impresio­

nante por el teólogo alemán M. Schmaus en «Münchener theologische Zeitschrift» 1 (1950), p. 20-36.

Estructura del sacramento 355

he pecado contra ti y contra el cielo, no merezco ser llamado hijo tuyo», recibe los abrazos de su Padre y es vestido de las más bellas ropas (Le. 15, 21-22).

3. LOS ACTOS DEL PENITENTE FORMAN PARTE DEL SIGNO SACRAMENTAL

1. Todos los sacramentos exigen del que los recibe una participación libre y voluntaria, a no ser que se trate de niños que no han llegado al uso de razón. El adulto ha de prepararse a la justificación en el bautismo por medio de la fe y la espe­ranza, por un comienzo de amor' de Dios y por un cambio de vida. El amor de Dios y el cambio de vida suponen dolor y aborrecimiento de los pecados pasados. De ahí que los padres comenten, en sus catequesis a los candidatos al bau­tismo, los textos de la Biblia que proponen la penitencia. Sin embargo, hay dos diferencias fundamentales entre la peni­tencia del candidato al bautismo y la del fiel que s.e presenta para recibir la absolución.

a) La penitencia bautismal, como ya lo hemos notado, no tiene carácter expiatorio y doloroso. El catecúmeno no necesita confesar sus pecados ni espera que se le imponga ninguna obra satisfactoria. Bástale arrancarse a un pasado por el que siente en adelante horror, cambiar de vida y proyectar sobre ese pasado los primeros fulgores del amor de Dios. El catecúmeno se beneficia de la pasión de Cristo, con la que se configura por medio del sacramento, y todavía no prueba los sufrimientos de Cristo. Por lo contrario, el fiel que ha pecado después del bautismo, para ser reconciliado, «ha de configurarse con Cristo doliente por una penalidad que sufra él mismo (3, q. 49, a. 5, ad 2).

b) Las condiciones requeridas en el catecúmeno para la recepción fructuosa del bautismo son previas al sacramento; pero no forman en modo alguno parte del mismo. No entran en la estructura del signo. Otra cosa son, en el sacramento de la penitencia, los actos del penitente. Estos forman parte del signo sacramental. *

2. Hemos visto, en efecto, que, en la penitencia, el minis­tro ejerce un juicio. Ahora bien, este juicio recae sobre los actos.

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356 La penitencia

del penitente. Estos actos se orientan a la absolución que se pronuncia sobre ellos (confesión,• expresión de la contrición), o proceden de ella, pues constituyen la ejecución de la sentencia (satisfacción). No se trata, pues, de mera condición previa, sino que son la materia misma del juicio y entran, por ende, en el signo. Así pues, una parte del signo sacramental viene del sujeto ^ hasta el punto de que (según la perspectiva de santo Tomás) si los actos del penitente no se expresan en forma sensible, por lo menos en estado rudimentario, no puede haber sacramento propiamente dicho.

3. Por esta causa, los teólogos relacionan el caso del sacra­mento de la penitencia con el del matrimonio.- uno y otro hacen entrar en el signo mismo algo que pertenece a la vida del sujeto. En ambos sacramentos es elevado al orden sobrenatural un valor humano, de que eran capaces los que vivieron antes de la venida de Cristo: el amor mutuo del hombre y la mujer se convierten para los cristianos en signo del amor de Cristo y de la Iglesia y, por ende, en sacramento. La penitencia practicada por el creyente es levantada a la condición sacra­mental por la absolución del sacerdote. En este último caso, la acción del ministro hace de una realidad terrena un signo eficaz de la gracia y un vínculo con la pasión de Cristo.

4. Los actos del penitente que examina su conciencia, se arrepiente, confiesa sus pecados y cumple la penitencia son asi consagrados por la absolución. De suyo no podrían alcanzar el perdón de los pecados, pues solo Dios puede perdonar. La absolución les da eficacia, de tal manera que desde el primer momento son sacramentales. Sentimiento de todo en todo interiores e individuales, pues verifican la situación de un hom­bre para con Dios, se convierten en actos de la Iglesia, pues se expresan ante un ministro de ella que los juzga, y proceden de su sentencia. Por ahí, la virtud de la penitencia entra en este sacramento. «La sumisión regular a la penitencia sacra­mental es un aspecto esencial, un momento privilegiado de la penitencia del cristiano. Es la consagración de sus esfuerzos para desprenderse del pecado, de su lucha contra las fuerzas

2 3 3, q. 84, a. 1; cf. D. 8%: «Los actos mismos del penitente: contrición, confesión y satisfacción constituyen como la materia de este sacramento.» Esta última fórmula se refiere al uso medieval de distinguir en los sacramentos «materia» y «forma».

Estructura del sacramento 357

del mal en él» 24. Esta perspectiva es el fundamento de la prác­tica de la confesión frecuente, recomendada por la Iglesia, como un medio esencial de perfección (cf. infra cap. V).

5. Por eso, en la Iglesia, continúa resonando el llamamiento a ¡a conversión y ala penitencia que se hacía oír en el Antiguo Testamento.

Pero el Nuevo Testamento "sobrepasa al Antiguo. Desde los comienzos de su conversión, el pecador se orienta hacia la absolución y se halla dentro del orden sacramental. Sin em­bargo, la gratuidad del don de Dios permanece intacta, y se expresa por la absolución del sacerdote al término del caminó que ha conducido al cristiano hasta el tribunal de la penitencia. Pero la fe la reconoce desde el origen. Cuando en la mayor parte de los sacramentos es el ministro quien prepara la materia antes de servir de signo, aquí es Dios mismo quien, por su acción dentro de los corazones, provoca los pasos que da el pecador hacia la conversión (3, q. 84, a. 1, ad 2).

6. El signo sacramental expresa a par el aspecto interior e individual y el aspecto ritual y comunitario que son «los dos aspectos complementarios de la penitencia cristiana» y «como los dos polos entre los que se tiende la realidad compleja del sacramento de la penitencia»25.

4. NECESIDAD DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

1. Como ya hemos hecho notar, la tradición ha afirmado siempre claramente la distinción entre «pecados cotidianos» (]ue no destruyen la vida espiritual, y «pecados mortales», que producen la muerte sobrenatural del alma. La dificultad ha consistido siempre en precisar las fronteras que separan estas dos categorías de pecados. Radicalmente distintos desde el pun­to de vista teológico, se hallan dentro de una continuidad sicológica tal que, según las épocas, se registran grandes dife­rencias de apreciación y lo concreto de las almas deja con frecuencia en el misterio el grado de culpabilidad de un acto. Ahora bien, sin perjuicio de estas reservas, la Iglesia ha reco­nocido siempre que los pecados cotidianos, por lo menos los que actualmente llamados veniales, podían ser perdonados sin

2 4 P. Anciaux, o. c, p. 4. ? 5 P. Anciaux, o. c, p. 5.

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358 La penitencia

necesidad de acudir al sacramento de la penitencia, como quiera que no destruyen el estado de gracia y la caridad. Sin embargo, pueden ser sometidos a la absolución, de la que constituyen materia facultativa, pero suficiente. La Iglesia recomienda que se los confiese y así lo han practicado los santos (D. 899).

2. Para los pecados que destruyen el estado de gracia y la caridad, el sacramento de la penitencia es absolutamente nece­sario para la salvación. Así lo enseña el concilio de Trento:

Para los caídos después del bautismo, es este sacramento de la peni­tencia tan necesario, como el mismo bautismo para los aún no regenerados.

(D. 895.)

Si alguno dijere c\ue la confesión sacramental o no fue instituida o no es necesaria para h salvación por derecho divino, sea anatema. (D. 916.)

3. Así pues, los pecados mortales de los bautizados no pueden nunca ser perdonados sin el deseo y voluntad del sacra­mento. Si la contrición perfecta da al pecador la gracia de la justificación aun antes de la absolución —como veremos en el artículo siguiente— es poique incluye esta voluntad de recibir el sacramento apenas sea posible. Así, cjueda siempre la obligación de someter al poder de las llaves de la Iglesia todo pecado que hubiere sido perdonado de otra manera.

4. En particular, el derecho divino mismo se opone a que un cristiano reciba la eucaristía, si no ha sometido al poder de las llaves los pecados mortales que hubiere cometido, aun cuando creyera tener perfecta contrición de ellos, a menos, naturalmente que hubiera necesidad de comulgar y no se dispu­siera de confesor26.

5. La Iglesia impone precepto a todo fiel cristiano que haya llegado al uso de razón de acercarse al tribunal de la penitencia siquiera una vez al año, por lo menos si ha de acusarse de faltas graves. Este precepto está enunciado en el artículo 906 del código de derecho canónico, que reproduce poco más o menos el texto del canon 21 del IV concilio de Letrán de 1215. En la perspectiva del gran concilio reformador del siglo xin, la obligación de la penitencia iba unida a la de la comunión pascual. Era la sanción de una disciplina inme-

26 Concilio de Trento (D. 880, 893); can. 856 del CIC (cf. supra p. 303). Esta exclusión no se refiere a los pecados olvidados en la confesión y recordados luego.

Estructura del sacramento 359

morial, pues ya los libros penitenciales del siglo vin exigían que todos los fieles recibieran la penitencia al comienzo de la cuaresma. Actualmente, el precepto de la confesión anual es in­dependiente de pascua y de la comunión pascual, por lo menos en teoría. De hecho, el vínculo perdura, pues no puede comul­garse sin haber previamente recibido la absolución de los peca­dos mortales.

6. Pero no hay que olvidar nunca que las leyes prescriben un minimum. La pedagogía de los mandamientos de la Iglesia ha de desconfiar de una presentación que engendraría el forma­lismo. Antes de ser objeto de un frío precepto del derecho canónico, el sacramento de la penitencia es una necesidad para el cristiano deseoso de hallar de nuevo, ror encima de todas sus caídas, la intimidad divina; una necesidad, sobre todo, si se preocupa de su adelantamiento espiritual.

Por eso, a determinadas categorías de fieles más particular­mente entregados al Señor en la búsqueda de la perfección y que no tienen, por tanto, habitualmente faltas graves que confesar, la Iglesia les pide que se acerquen cada semana al sacramento-de la penitencia. Es el caso de los religiosos (can. 595, 1, 32) y de los seminaristas (can. 1.367, 2). Respecto de los clérigos en general, la Iglesia encarece también la confe­sión frecuente, sin precisar esta vez la periodicidad (can. 125).

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IV

LOS ACTOS DEL PENITENTE

El concilio de Trento, consagrando sobre este punto la teología de la edad media, enseña que los actos requeridos en el penitente son tres:

Si alguno negare <jue para la entera y perfecta remisión de los pecados se requieren tres actos en el penitente, a manera de materia del sacramento de la penitencia, a saber-, contrición, confesión y satisfacción, Que se llaman las tres partes de la penitencia... sea anatema. (D. 914.)

La disciplina primitiva daba, sobre todo, valor a la satisfac­ción, que debía cumplirse antes de la reconciliación. Luego, la evolución hacía una interioridad creciente de la penitencia des­envolvió el papel de la confesión, que es parte importante de la expiación del pecado; pero la contrición, que, aun expresán­dose exteriormente, es, sin embargo, esencialmente interior, sigue siendo elemento primordial. Determinadas circunstancias puden dispensar de los otros actos; pero, sin contrición, no es nunca posible el perdón de los pecados.

1. LA CONTRICIÓN

La contrición es por lo demás el primer paso de la peni­tencia, que impera todos los otros: compromete la persona humana y determina la iniciativa del pecador, que se encamina hacia el perdón. Es el acto central de la virtud de la penitencia. He aquí cómo lo analiza el concilio de Trento:

La contrición, c¡ue ocupa el primer 'lugar entre los mencionados actos del penitente, es un dolor del alma y detestación del pecada cometido, con propósito de no pecar en adelante. Ahora bien, este movimiento de contrición fue en todo tiempo necesario para impetrar el perdón de tos pecados, y en el hombre caído después del bautismo, sólo prepara para la remisión de los pecados si va junto con la confianza en la divina misericordia y con el deseo de cumplir todo lo demás cjue se requiere para recibir

Los actos del penitente 361

debidamente este sacramento. Declara, pues, el sanio Concilio cjue. esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e inicia­ción de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja, con­forme a acuello-. «Arrojad de vosotros todas vuestras iniquidades en cjue habéis prevaricado y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ez. 18, 31). Y cierto, cjuien considerare aquellos clamores de los santos: «Contra ti solo he pecado, y delante de ti soto he hecho el mal» (Ps. 50, 6)... fácilmente entenderá cjue brotaron de un vehemente aborrecimiento de la vida pasada y de muy grande detestación de los pecados. (D. 897.)

De este análisis presentado por el concilio de Trento * se desprenden la extraordinaria riqueza y el dinamismo de la con­trición.

RIQUEZA Y DINAMISMO PROPIO DEL^SENTI MIENTO DE CONTRICIÓN

No trataremos aquí directamente de la contrición de los pecados veniales, pues no cambian la situación profunda del hombre respecto a Dios. Sólo analógicamente se les puede aplicar lo que digamos de la contrición de los pecados mortales. Es menester tratemos de penetrar en el misterio mismo de la justificación, cuya preparación es la contrición y a la que ella es consentimiento. Las perspectivas bíblicas presentadas más arriba (art. I) son la verdadera fuente en que se nutre la con­trición.

a) Es un áohr de] ahna

Aunque los santos han pedido a menudo al Señor el don de lágrimas, no hay que buscar la contrición al nivel de la sensi­bilidad ni, sobre todo, en el plano oscuro de los complejos de angustia y culpabilidad estudiados por el sicoanálisis. La con­trición se decide en lo más profundo del yo y con entera libertad. El pecado ha endurecido el corazón del hombre, según la clásica imagen bíblica, porque es orgullo, destrucción del amor. La contrición viene a «triturar», a «romper» esta dureza. El pecador cede, se humilla, se abre, por fin, y sufre 2. Un sufri­miento que no tiene por objeto abstracciones, el pecado en sí, sino el pecado en mi vida, mi estado de pecador y que exige

1 Con él habría que relacionar el bellísimo texto de santo Tomás, 3, q. 85, a. 5. Véanse en fin las excelentes páginas de H. Dondaine, L'Eglise et le pécheur, p. 29-47, y P. Anciaux, o. c, p. 64 ss.

2 H. Dondaine, o. o, p. 31-34, con los diversos textos bíblicos.

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362 La penitencia

ya interiormente la confesión: he pecado; «división dolorosa de sí mismo», «rotura que libera a un hombre nuevo» 3.

b) Dirigido a par hacia lo pasado y hacia lo por venir El estado de pecador es percibido como actual, pero en esta

actualidad la contrición ase lo pasado, es decir, el pecado co­metido. La contrición recae, pues, realmente sobre ese pasado para aborrecerlo. Es un punto sobre que hubo de insistir el concilio de Trento contra los protestantes, y que se funda en la Biblia.

Pero del pasado, que hay que destruir, la contrición orienta al cristiano hacia el porvenir. No sólo tiene que cambiar, de vida, sino también reparar. La contrición contiene, pues, en germen la satisfacción y entraña el firme propósito de no pecar más. Sin la autenticidad de este firme propósito, la contrición no sería verdadera. Ese propósito lleva consigo la virtud de la esperanza, pero coexiste con la experiencia de la miseria y de la fragilidad.

c) No se detiene en el hombre, sino cjue termina en Dios Judas sintió la humillación y el dolor de su crimen, sin tener,

no obstante, la contrición. Esta exige un movimiento de fe que descubre y acepta la justicia y la misericordia de Dios y alcanza al misterio de Cristo: «Iré a mi Padre»; por ahí se manifiesta en el plano de la conciencia el carácter sobrenatural de la contrición. El pecador va a Dios, porque en realidad Dios le previene con su gracia. «El primer principio es la acción de Dios que convierte los corazones (3, q. 85, á. 5).

d) Del temor se levanta al amor Es verdad que los actos sicológicos son a menudo tan ins­

tantáneos que desafían todo análisis. Sin embargo, es normal que el pecador parta de un movimiento de temor egoísta para dolerse de su pecado, a la manera que el hijo pródigo sintió primeramente el hambre y molestia de su situación, pero fue realmente a buscar a su padre (Le. 15, 16). Así el pecador puede primeramente ser movido por el temor de los castigos divinos. Este movimiento procede ya de Dios, pues el anuncio escatológico que resuena en toda la Biblia es esencialmente

3 Ibid., p. 41.

los actos del penitente 363

llamamiento a penitencia. Mas, del temor al castigo, el peca­dor ha de levantarse al dolor del pecado mismo, por la fe en la justicia de Dios 4. De ahí se elevará todavía el temor filial que le hará ofrecer a Dios satisfacción, no por fuerza, sino de todo corazón.

e) No es solamente interior, sino también eclesiológica y sa­cramental

Si es cierto que la contricción se inserta en el nudo más profundo de la libertad humana, hasta el punto de no caer sin más bajo la experiencia; si es ante todo sentimiento interior para con Dios; no puede, sin embargo, ser auténtica si no tiende a la reconciliación con la Iglesia y al sacramento en que se manifiesta y acaba. Tendrá, pues, que expresarse en actos penitenciales: satisfacción y confesión, y llevará consigo el deseo de la absolución, puesto que implora el perdón divino 5. Es sacramental en su término: la absolución, que la hace sacra­mental desde su origen.

La contrición aparece así como un movimiento, como un progreso cuyas etapas ha trazado la pedagogía divina, y que la pastoral ha de ayudar. Cuando se detiene en su desenvolvi­miento, resulta estéril, a par que corre peligro de corresponder a una regresión sicológica.

EXIGENCIAS CARACTERÍSTICAS DE LA CONTRICIÓN

Se habla habitualmente de las «cualidades» o propiedades que ha de poseer la contrición, y se dice que debe ser: interior, sobrenatural, universal y absoluta.

Los dos primeros aspectos han sido ya puestos de relieve en el análisis anterior.

Universal, la contrición exige que el pecador se arrepienta de todos los pecados mortales cometidos, sin exceptuar uno solo. Porque la contrición mira efectivamente ante todo la situación del hombre respecto de Dios, es evidente que no puede haber auténtico arrepentimiento, si no engloba absoluta-

4 Es el proceso que supone san Ignacio, Ejercicios espirituales, primera semana, ejer. 1-3.

5 Este punto, harto descuidado por ciertos autores, ha sido rehabili­tado, por fidelidad al pensamiento de santo Tomás, por H. Dondaine, o. c, p. 39, y por P. Anciaux, o. c, p. 62-63.

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364 La penitencia

mente los pecados que destruyen la amistad con Dios, como no puede haber perdón de los unos sin los otros (3, q. 8b, a. 3).

Se dice, finalmente, que la contrición sea absoluta, en el sentido de que sitúa al hombre frente a sü último fin y com­promete la persona en la raíz misma de su libertad. El pecado es el mayor de los males y nada puede ser sentido más. Pero santo Tomás (Supl. q. 3, a. 1) y los autores ascéticos nos previenen contra la confusión, grave desde el punto de vista sicológico y moral, que nos hiciera buscar una manifestación del carácter absoluto de la contrición en el terreno sensible y afectivo.

CONTRICIÓN PERFECTA E IMPERFECTA

Siguiendo a los teólogos de la edad media, pero sin aceptar del todo sus puntos de vista, el concilio de Trento distingue dos grados en la contrición:

Enseña además el santo Concilio (fue, aun cuando alguna vez acontezca cfue esta contrición sea perfecta por la caridad y reconcilie el hombre con Dios antes gue de hecho se recibe este sacramento, no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación sin el deseo del sacramento, efue en ella se incluye.

Y declara también efue agüella contrición imperfecta, c\ue se llama atrición, porgue comúnmente se concibe por la consideración de la fealdad del pecado y temor del infierno y sus penas, si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre hipócrita y más pecador, sino cjue es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, guc todavía no inhabita, sino (fue mueve solamente, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino para la justicia. Y aunejue sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de ¡a penitencia. Con este temor en efecto, provechosamente sacudidos los ninivilas ante la predicación de Jonás, llena de terrores, hicieron penitencia y alcanzaron misericordia del Señor. (D. 898.)

a) De esta enseñanza del concilio hay que concluir prime­ramente que no existen, como lo ha dicho a veces cierta esco­lástica 6, dos caminos diferentes que conducen a la remisión de los pecados: de un lado la contrición perfecta y del otro el sacramento. La contrición perfecta no puede ser válida sin

6 Y todavía. P. Galtier, Le peché et la pénitence, Bloud et Cay, París 1929, p. 78 ss.

Los actos'del penitente 365

el deseo del sacramento (deseo explícito ó implícito: aquí radica todo el misterio de la salvación de los que no están en la Iglesia). La contrición forma parte del sacramento, hacia el que se orienta puesto que, como hemos visto, el sacramento se com­pone de doble elemento: la palabra de la Iglesia que absuelve y los actos del penitente.

b) Pero la gracia de perdón efue justifica puede adelan­tarse a la absolución que es parcialmente signo de ella. El peca­dor recibe entonces, con la justificación, la contrición completa, perfecta, la que es caridad y unión con Dios.

c) Sin embargo, el camino normal es que el pecador se prepare para la absolución por una contrición imperfecta, pues­to que no tiene aun la gracia santificante. LA absolución viene a perfeccionar esta contrición. Al darle el perdón divino y la gracia, le confiere la caridad.

d) Así pues, contrición perfecta e imperfecta se dicen en primer término y sobre todo en relación con el principio sobre­natural de efue proceden. Es imperfecta la contrición que dis­pone al perdón de Dios; perfecta, la que está bajo el efecto de la caridad sobrenatural, es decir, de la gracia santificante. Es la participación humana al acto de la justificación 7. Pero, en este plano, la naturaleza de la contrición no cae bajo la experiencia sicológica, pues la gracia y lo mismo la disposición fundamental de la voluntad están fuera del campo de esta experiencia.

e) Sin embargQ, normalmente se produce una repercusión sicológica que es susceptible de ser comprobada. De ahí la división clásica de la contrición según los motivos. La contri­ción perfecta, por proceder de la «caridad, que se ha derra­mado en nosotros por el Espíritu Santo» (Rom. 5, 5) y de la consideración de Cristo en la cruz, que «nos ha amado y se ha entregado por nosotros», aborrece el pecado por ser ofensa de Dios, a quien se ama por sí mismo y sobre todas las cosas. La contrición imperfecta, aun estando bajo la luz de la fe, no alcanza todavía el plano de la caridad, y se inspira, como

7 Este punto está muy bien puesto de relieve por P. Anciaux, o. c, p. 63-64, 71-72, 80.

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366 La penitencia

precisa el concilio de Trento, «en la consideración de la feal­dad del pecado o en el temor del infierno y sus castigos». La sicología moderna, atenta al juego de la libertad humana, ve en los motivos no tanto la causa de la contrición, cuanto la manifestación de su calidad: «La libertad, al comprometerse, pone el motivo» 8.

/) En la práctica, sin embargo, hay que afirmar que la contrición imperfecta es legítima y verdadera^ auténtico camino que lleva al perdón. De suyo no está cerrada en sí misma ni es egoísta. No es ciertamente un término, sino una etapa nor­mal, de la que la Biblia nos propone un ejemplo válido (con­cilio de Trento, texto supra). Pero, por otra parte, la contrición perfecta es posible. Por eso, el derecho de la Iglesia la propone a todo cristiano pecador, puesto en situaciones de urgencia que no le permiten acercarse al sacramento. Asimismo, bien será invitar al fiel a que no espere el momento en que podrá o deberá confesarse, para recuperar ya, por la contrición per­fecta, la vida espiritual perdida por el pecado grave.

2. LA CONFESIÓN

La confesión es la declaración que el pecador hace de sus culpas y pecados, para recibir la absolución, a un sacerdote que tenga la jurisdicción debida. La "necesidad de esta confe­sión depende de la naturaleza propia del sacramento de la penitencia, cuyo signo es un juicio:

De la institución del sacramento de la penitencia ya explicada, entendió siempre la Iglesia universal (jue fue también instituida por el Señor la con­fesión íntegra de los pecados y (fue es por derecho divino necesaria a todos 1os caídos después del bautismo, porcjue nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la tierra a los cielos, dejó por vicarios suyos a los sacerdotes, como presidentes y jueces, ante cfuienes se acusen todos los pecados morta­les en (fue hubieren caído los fieles de Cristo, y cfuienes por la potestad de las llaves, pronuncien la sentencia de remisión o retención de los pecados. Ahora bien, es evidente (jue tos sacerdotes no hubieran podido ejercer este juicio sin conocer la causa, ni guardar la equidad en la imposición de las penas, si los fieles declaran sus pecados sólo en general y no en especie y uno por uno. (D. 899.)

8 P. Anciaux, o. c, p. 77. Téngase en cuenta las exactas observacio­nes de A. Henry, en LVS 429 (1957), p. 661.

Los actos del penitente 367

CARACTERÍSTICAS DE LA CONFESIÓN SACRAMENTAL

a) Aun cuando la actitud global del cristiano que se acerca al tribunal de la penitencia sea una declaración pública de su condición de pecador, la confesión propiamente dicha es se­creta. Ya lo era en cierto sentido cuando la penitencia era pública9. De todas formas, este aspecto se fue precisando a medida que la confesión tomó más importancia entre los actos del penitente y se dio más valor al papel de médico que, a par de juez, desempeña el sacerdote. No solamente la confe­sión es secreta, sino que liga al sacerdote que la recibe con el sigilo sacramental, más riguroso que el secreto profesional, pues no admite derogación alguna de cualquier naturaleza que fuere ni por motivo de ninguna especie (can. 889-890).

b) Sin embargo, la confesión no es simplemente la confi­dencia hecha a un médico espiritual para recibir de él una cura sicológica o consejos oportunos. Hay que subrayar cierta­mente los beneficios que procura la confesión ya desde el punto de vista sicológico, cuando se practica con rectitud. Pero no es ése su primer fin. La confesión es sacramental y eclesiás­tica, es declaración hecha al Señor y a la Iglesia. El sacerdote a quien se manifiestan los pecados es ministro de Cristo y de la Iglesia. Nos confesamos para reconciliarnos con la Iglesia y reci­bir, por ese medio, el perdón divino. La confesión forma parte del signo sacramental, hasta el punto que no puede haber sacra­mento, si no ha habido, por lo menos en forma rudimentaria, confesión de parte del penitente. Como el sacramento entero, de que forma parte, la confesión tiene significación escatológica -. el pecador se acusa a sí mismo, preveniendo la revelación últi­ma de los corazones que hará el Señor a su advenimiento glo­rioso (Mt. 25, 42-43; cf. 12, 36; 1 Cor. 4, 5).

c) La confesión expresa la contrición, de donde procede. La declaración de los pecados está animada de aborrecimiento de los mismos y anuncia la conversión. Nada tiene de común con las confesiones literarias, en que el escritor se busca a sí mismo en su pasado, aun vergonzoso, ni con las confidencias

9 Si bien no deba hablarse de confesión en la acepción moderna Je la palabra a propósito del ejercicio de la penitencia antigua.

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que se hacen a un amigo en un momento de expansión afectiva. La confesión es, de suyo, dolorosa, como la contrición de donde procede, pues rechaza y detesta lo mismo que confiesa. Sin em­bargo, dolorosa no quiere decir angustiosa; el error de Lutero estuvo en proyectar sobre la confesión misma las torturas pato­lógicas de su conciencia. Las turbaciones que sienten los escru­pulosos exigen ser tratadas por la sicoterapia. La auténtica confesión, por lo contrario, es confiada. El pecador se confiesa a Dios que perdona. Su acto exige fe en la misericordia de Dios que nos ha revelado'la Escritura10.

d) La confesión, como vamos a ver, lleva consigo exigen­cias cada vez mayores, a medida que progresa la conciencia cristiana. De ahí que se convierta en la principal obra,de expiación penitencial «por la vergüenza que hay que vencer, por la condenación que se expresa y por la voluntad de reno­vación que ha de exteriorizarse» u .

IOS PROGRESOS DE LA CONCIENCIA CRISTIANA Y LA EVOLUCIÓN DE LA DISCIPLINA DE LA CONFESIÓN

a) Normalmente, en la disciplina actual de la Iglesia de occidente, la confesión ha de enunciar, para someterlos al juicio de la Iglesia, todos ios pecados mortales cometidos después del bautismo que no hubieren sido sometidos aún al poder de las llaves y perdonados. Quedan, pues, completamente excluidos de la confesión sacramental los pecados anteriores al bautismo. Este los perdona por sí mismo, y no son materia del sacra­mento de la penitencia. Por lo contrario, han de ser confesados los pecados mortales ya perdonados, pero que no han sido sometidos al poder de las llaves (por ej., un pecado olvidado en la confesión anterior, del que luego se tiene memoria), o los pecados ya confesados, pero que no han sido perdonados, ora por no haber recibido la absolución, ora porque la falta de disposiciones del sujeto hicieron nula la confesión. Al confesar los pecados mortales, el penitente está obligado a procurar al confesor todos los elementos necesarios para formarse un juicio válido sobre ellos, es decir, su número, su naturaleza exacta

TO Cf. particularmente P. Galtiér, l e peché et la penitcnce, p. 146-148; supra, p. 323-331.

1 1 P. Anciaux, o. c, p. 101.

Los actos del penitente 369

y las circunstancias que cambian, como se dice, la especie o malicia (can. 901; cf. D. 899-917).

b) Son materia facultativa, pero legítima de la confesión, los pecados mortales cometidos después del bautismo y ya remitidos por el poder de las llaves, así como los pecados veniales (igualmente posteriores al bautismo: can. 902). Siendo facultativa, la confesión de los pecados veniales no exige la «integridad». En cuanto a los pecados mortales ya perdonados, si es cierto que pueden válidamente ser sometidos de nuevo a la absolución a título de la virtud de penitencia, puede, sin embargo, suceder que, a veces, su recuerdo sea sicológicamente contraproducente. El fiel cristiano observará en esto cuidadosa­mente los consejos que le dé el confesor.

c) La precisión reclamada hoy día del penitente por la Iglesia de occidente contrasta, aparentemente, con el carácter somero de la confesión practicada en ciertas Iglesias de oriente, aun en nuestra época, y en la Iglesia de la alta edad media12. Sin embargo, hay circunstancias, aun en nuestros países, en que la confesión cfueda reducida 'a estado rudimentario, por ejemplo, en el caso del moribundo que no puede expresarse por razpn de su estado, de los soldados que en tiempo de guerra reciben una absolución general o colectiva, etc. Es que la exigencia de la confesión está proporcionada a las capacidades de cada grupo humano, de cada época, y tiene en cuenta las imposibili­dades de hecho. Lo que siempre es necesario es la voluntad radical de la confesión completa. Los progresos de la con­ciencia cristiana, debidos a par a la experiencia continua de la vida espiritual llevada por los fieles a lo largo de los siglos y al desenvolvimiento de la cultura humana, han reclamado mayores precisiones en la confesión de los pecados.

d) Por el mismo caso, las exigencias de la confesión serán proporcionadas a las posibilidades sicológicas de cada sujeto. Serán, pues, muy difejentes tratándose de un niño o de un adulto, según las vicisitudes de la memoria, las facultades de introspección, la agudeza del juicio moral. Las perturbaciones afectivas pueden dificultar considerablemente la recta confe-

1 2 Sobre la confesión en los ritos orientales, cf P. de Regís, L'Eglise et íe pécheur, p. 132-150.

24 '

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sión. Una sana pedagogía de la penitencia tendrá cuidadosa­mente en cuenta todos estos factores. La Iglesia se ha preocu­pado siempre de ellos y ha protestado con justicia contra los que acusan la confesión de ser la «tortura de las almas» tó

Por la práctica progresiva de la confesión, rehaciendo en cierto sentido el camino de las generaciones precedentes, el fiel cris­tiano llegará a un conocimiento más vivo de sus culpas y pe­cados u.

é) La confesión, tal como la pide la Iglesia, supone un examen de conciencia, cuyas formas evolucionan también con el progreso de la vida cristiana. La apreciación de la gravedad de los pecados ha podido también estar sujeta a vicisitudes. La enumeración que hace san Pablo de los crímenes que excluyen del reino de Dios (1 Gor. 6,, 9; Gal. 5, 19-21; Ef. 5, 5; Col. 3, 5-6; cf. Apoc. 21, 8; 22, 15) y la lista que ofrece Tertuliano De pudicitia 7, 15), han recibido con el tiempo desenvolvimientos constantes y homogéneos. Nuestra época ha insistido más particularmente en la búsqueda de los peca­dos de omisión y las culpas socialesw.

3. LA SATISFACCIÓN

Antaño, como hemos visto, durante tiempo más o menos largo, los pecadores se hallaban en la condición de penitentes, con su ascesis, sus privaciones, sus humillaciones públicas. Sólo después de pasar por esa prueba se los reconciliaba. Hoy día, el sacerdote da inmediatamente la absolución al cris­tiano cuya confesión ha escuchado y al que considera bien dispuesto; pero le impone lo que se llama la penitencia, es decir, una obra satisfactoria, siempre muy benigna en parangón con la dureza de la antigua disciplina penitencial. Esta evolu­ción se justifica, como igualmente hemos visto, por el hecho de que la confesión ha tomado mayor importancia y se ha convertido en acto principal de expiación, que exige una interioridad cada vez más afinada de la penitencia. Sea cual

M Conc. de Trento; D. 900. 1 4 Observaciones muy exactas sobre este punto de Sauvage, L'Edlise

íáucatrice des consciences, Fleurus, p. 42-44. 1 5 Cf. L.-J. Lebret y Th. Suavet, Rejovenrr Vexamen de consciencia,

lístela, Barcelona 1959.

los actos del penitente 37t

fuere su forma, la satisfacción no cambia de naturaleza. Sus mitigaciones manifiestan acaso mejor aún su dinamismo propio que ha de terminar en un estado permanente: la virtud de la penitencia.

VERDADERA NATURALEZA DE LA SATISFACCIÓN

a) Como la confesión, la satisfacción es sacramental y. for-' ma parte de los actos del penitente que, con la absolución del sacerdote, constituyen el signo sacramental. Se impone, pues, por la Iglesia, es decir, por el sacerdote que juzga, y forma parte de la sentencia. El penitente la acepta. De no tener por lo menos en principio la disposición de cumplirla, el sacra­mento no sería válido.

b) El objeto de la satisfacción es doble. Tiene primera­mente un aspecto medicinal, afirmando el amor aún débil del penitente, fijando los sentimientos que ha debido expresar en ¡a recepción del sacramento, invitando a la vigilancia y desen­volvimiento las virtudes contrarias a los pecados acusados. Por lo menos, esto es lo que debiera producirse según la ense­ñanza del concilio de Trento (D. 904-905), si el ministro sabe adaptar a cada penitente la penitencia que impone, y si el fiel, no contentándose con un cumplimiento material, entra en el espíritu de la obra impuesta.

c) Sin embargo, el aspecto medicinal es el menos impor­tante, o esencial. La satisfacción tiene valor de castigo del pecado, en ejecución de la sentencia que lo condena; es, con­siguientemente, expiación. Porque, a diferencia del bautismo, la penitencia es dolorosa. La remisión del pecado no lleva nece­sariamente consigo la remisión de toda pena.

d) Este último aspecto fue negado por los protestantes que temían un desconocimiento de la gratuidad del don de Dios y una injuria hecha a la redención. Cristo, en efecto, ha satisfecho suficiente y completamente a la justicia de su Padre por todos los pecados del mundo. Es, pues, menester, siguiendo la invitación del concilio de Trento (D. 904-905), reponer la satisfacción sacramental en el conjunto del esfuerzo que debemos hacer para responder a la gracia de Dios-, única-

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372 La penitencia

mente en Jesús, por nuestra unión con El, podemos hacer una obra satisfactoria válida. De suyo no tiene ningún valor; pero, por la sentencia del sacerdote, nos la impone la liberalidad del Señor: Ella «os hace semejantes a Crislo penitente, crucifi­cándonos con El y haciéndonos «acabar en nuestro cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo» (Col. 1, 24). La satis­facción pertenece al orden del amor, no al de la justicia.

DE LA SATISFACCIÓN A LA VIRTUD DE LA PENITENCIA

a) Las obras satisfactorias, susceptibles de ser impuestas por el sacerdote son de tres clases: oración y actos de la virtud de la religión (en la edad media hs peregrinaciones eran la obra satisfactoria por excelencia); ejercicio de la caridad fra­terna, en el plano material de la limosna y en el espiritual de la beneficencia; las privaciones corporales (ayunos y mor­tificaciones diversas). Sólo las obras impuestas por el ministro son sacramentales. Sin embargo, hay razón para admirarse de que sean tan ligeras y se hayan reducido a puro símbolo.

b) Es que la expiación ha empezado ya por la confesión y por el esfuerzo de examen y contrición que supone. Pero también la expiación va a desenvolverse más allá de la obra impuesta, por la significación penitencial que tomará toda la vida del cristiano y por el descubrimiento que va a hacer de los vínculos cada vez más estrechos que lo unen a la Iglesia así en la tierra como en el cielo. Efectivamente, después de pronunciar la absolución, el sacerdote, de ser posible, añade esta oración:

La pasión de nuestro Señor Jesucristo, ios merecimientos de la bien­aventurada Virgen María y de todos hs santos, cuanto de bueno hicieres y de maí sufrieres, sírvante para ía remisión de tus pecados, acrecentamiento de ía gracia y premio de la vida eterna. Amén16.

Por una parte, en efecto, el sacramento nos induce o nos hace profundizar en el estado y la virtud de la penitencia, del que es el momento mayor y que consagra. La insignifi­cancia de la obra impuesta por el confesor pone de relieve,

1 6 Cf. un buen comentario de esta fórmula en C. Marmion, Jesucristo vida del alma, p. 221-223.

Los actos del penitente 373

por contraste, esta disposición más general, que lleva con­sigo la liberación progresiva del pecado, la unión con Cristo sufriente por la aceptación de las pruebas (D. 906) y el arraigo en la caridad.

Este trabajo de purificación y expiación se acabará en forma pasiva —nosotros diríamos «mística»— en el purga­torio, de no haberse cumplido plenamente en la tierra.

Por otra parte, la fe en la Iglesia y la unión con ella dan acceso a las riquezas del cuerpo místico. La Iglesia es dispen­sadora del tesoro de los merecimientos de Cristo y de los santos. Y en esta comunidad de gracia se funda, para mitigar la satisfacción penitencial, señaladamente ofreciendo a los fieles indulgencias.

LAS INDULGENCIAS

Aun sin ser sacramentales, las indulgencias han de ser con­sideradas dentro de la prolongación del sacramento de la penitencia.

Las indulgencias-son obras satisfactorias de la misma natu­raleza que las que impone el ministro de la penitencia; pero son propuestas a todos los fieles en general, y fuera del sacra­mento, por la autoridad de la Iglesia. La manera misma como son anunciadas sugiere que son realmente una forma de satis­facción destinada a suplir o completar la que se impone por el sacramento. Se considera siempre que acortan cierto tiempo (un año, siete cuarentenas...) la duración de la penitencia pú­blica. En realidad, para los fieles de hoy, como para los de la edad media, las indulgencias son ocasiones privilegiadas de descubrir el misterio de la Iglesia, y de avivar la virtud de la penitencia y de la caridad. Por lo menos, si se miran como la Iglesia las presenta, y no como un formalismo egoísta o una especie de magia 17. Cuando se aplican a los difuntos, sólo son ya oración, pues la Iglesia no tiene poder sobre los que han muerto.

1 7 «Sólo cuando esta práctica se aisla del conjunto de la penitencia del cristiano en sus dimensiones eclesiológicas y en su valor sacramental, puede resultar aberrante y llevar a los más lamentables abusos. Sin la fe en Cristo y la Iglesia, sin el fervor de devoción y caridad, sin el esfuerzo de sincera conversión y mortificación, la práctica de las indulgencias es sólo caricatura estéril y cálculo insensato.» (P. Anciaux, Le sacrement de la pénitence, p. 157-158.)

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V

LA PENITENCIA, SACRAMENTO DEL PROGRESO ESPIRITUAL

En la antigüedad, el sacramento de la penitencia parecía reservarse, como remedio excepcional, a crímenes horribles; mas la experiencia de los santos y de los fieles, sancionada por la enseñanza de la Iglesia, ha hecho de él uno de los sacramentos de la vida ordinaria, destinado, por su gracia propia, a asegurar el progreso espiritual y, consiguientemente, susceptible de ser recibido con frecuencia. Los sentimientos y actitud de penitencia no son, en la perspectiva de la reve­lación cristiana, algo accidental, sino una virtud necesaria a todos, pues todos somos pecadores (cf. supra, cap. I). Esta virtud que, por contraste, nos hace descubrir la santidad de Dios, halla en el sacramento su consagración, sus tiempos mayores y su fecundidad de gracia.

1. LA PROFUNDIZARON DEL DON RECIBIDO

El cristiano, por su fidelidad en responder a las inspira­ciones divinas, puede sacar mayor provecho de la recepción del sacramento.

15 El beneficio del perdón divino reclama sentimientos de acción de gracias. A ejemplo de san Pablo y del salmista, debemos cantar la misericordia de Dios. El esfuerzo sicológico que reclama la preparación de la confesión y la manifestación de los pecados, no puede hacer olvidar, después de la absolu­ción, el deber del reconocimiento que termina en la alegría del amor (Le. 7, 47). San Agustín, en sus Confesiones, nos revela el sentido extraordinario que tenía de las gracias de perdón, de que había gozado.

25 En el tribunal de la penitencia, el sacerdote no es sólo juez, sino también pastor y médico. Como pastor, hace la cate-

Sacramcnto del progreso espiritual 375

quesis del sacramento, propone las palabras de la fe, se esfuerza por educar las conciencias. Como médico trata de sanar las heridas, señala los remedios apropiados, ayuda o sostiene la voluntad vacilante, previene las causas de recaída. La docili­dad a esta acción del sacerdote no consiste sólo en escuchar pasiva y atentamente, sino en concertar con él la ejecución de los medios de progreso que ofrece a nuestra colaboración.

35 La satisfacción impuesta, como hemos visto, es, sobre todo, símbolo de una disposición más profunda de reparación. En lugar de cumplirla como mercenario, a la manera del criado que entierra la pieza de oro, el cristiano buscará desarrollar el espíritu de ella. Por ejemplo, meditará la oración que se le ha puesto de penitencia y hará le ella objeto de sus jacula­torias. Por experiencia, se hallará una verdadera indicación providencial aun en la obra más común de satisfacción.

2. LA CONFESIÓN DE LOS PECADOS VENIALES

12 Como hemos dicho, no es necesario someter al poder de las llaves de la Iglesia los pecados veniales, pues por ellos no se pierde la vida espiritual y no son sicológicamente incom­patibles con una disposición profunda de amor de Dios. Su con­fesión no es por tanto una obligación, sino acto libre. Se dice que son materia libre de la absolución, al paso que los peca­dos mortales no acusados aún son materia necesaria. Por el mismo caso, los pecados graves ya acusados y pe donados son materia libre de absolución. Es decir, pueden confesarse d¿ nuevo, por lo menos cuando ello se hace con plena salud sicológica y espiritual.

25 El penitente que sólo tenga pecados veniales que acusar (o culpas pasadas ya perdonadas), acude con toda legitimidad al sacerdote para recibir la absolución, y esta práctica ha de ser fomentada.

Si alguno dijere (fué no es lícito confesar tos pecados veniales, sea anatema. (Concilio de Trento; D. 917.)

35 Efectivamente, si el pecado venial y el pecado mortal son radicalmente diferentes, tanto en el plano del organismo sobrenatural, como en el de la disposición profunda para con Dios, uno y otro son ofensa a Dios y, consiguientemente, ma-

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376 La penitencia

teria de penitencia. No obstante su discontinuidad profunda, pueden hallarse en continuidad sicológica tan grande que el paso de los pecados veniales a los mortales no sea siempre consciente, lo que acontece cuando el alma está paralizada por sus ligaduras con el pecado deliberado o con la cos­tumbre. Por lo demás, cuando los pecados veniales no son ya simplemente las faltas diarias de fragilidad, de que los santos mismos se reconocen culpables, sino deliberadamente consentidos o mantenidos, ejercen las peores devastaciones, tanto desde el punto de vista espiritual, pues imposibilitan la búsqueda de la perfección, como desde el punto de vista sico­lógico, pues son origen de muchas regresiones y recaídas.

42 Sin embargo, la confesión de los pecados veniales no tiene únicamente por fin obtener el perdón de estas culpas que se confiesan sin tener obligación y que podrían ser perdo­nadas por otros medios distintos del sacramento. Se trata de un acto de humildad y de un medio de enmendarse. Por eso, es bueno acusarse de los pecados veniales que humillan y de aquellos cuya corrección es más importante. La confesión fre­cuente, practicada por los santos y recomendada por la Iglesia, es importante para un auténtico adelantamiento espiritual.

3. LA CONFESIÓN FRECUENTE

DE LA PENITENCIA A LA COMPUNCIÓN DEL CORAZÓN

Como hemos visto, el sacramento de la penitencia con­sagra, haciéndola sacramental, una virtud, es decir, una dispo­sición del alma que ha de ser permanente en el cristiano:

Hay — dice santo Tomás — dos especies de penitencia .• ía exterior y ¡a interior. La interior es la (fue nos hace llorar el pecado cometido y ésta ha de durar basta el fin de la vida... El hombre, en ejecto, ha de sentir pena siempre de haber pecado... Pero la pena causa dolor en el cjue es capaz de dolor, y tal es el caso del hombre en la presente vida. (3, q. 84, a. 8.)

Esta disposición del alma que hace que ésta se mantenga en estado de contrición habitual es llamada compunción pol­los autores espirituales. San Benito quiere que el monje confiese á Dios en la oración sus culpas pasadas, con lágrimas y gemi­dos, poniendo por otra parte todo cuidado en corregirse de

Sacramento del progreso espiritual 377

ellas 1. El santo cura de Ars hizo varias tentativas de dejar su parroquia, «para irse a llorar su desdichada vida». Ahora bien, la confesión frecuente inserta este sentimiento en la economía sacramental misma. Progresivamente profundizamos en el des­cubrimiento de la misericordia de Dios, de la redención por la sangre de Cristo, del sufrimiento expiador. Los pasos de este descubrimiento son actos que concurren al signo sacramental, y la absolución del sacerdote da, en el plano de la fe, la experiencia que lo alimenta.

EL SACRAMENTO DE LA LUCHA EMPEGADA CONTRA SATANÁS Y EL PECADO EN NUESTRA VIDA

Según la atinada observación de L. Rétif, el sacramento de la penitencia continúa ex opere operato, después del bautismo, la obra comenzada antes del bautismo por los exorcismos y rea­lizada fundamentalmente en aquél 2.

Está entablada una lucha entre Cristo y Satanás y en ella nos jugamos la propia alma. Por el pecado se realiza la obra e influjo de Satanás. Pero esta lucha durará lo que durare nues­tra vida terrestre. Lo que se hizo en el bautismo, está siempre por hacer. En la revisión de su vida, el militante de acción católica descubre constantemente zonas nuevas de su pensa­miento y actividad que escapan aún al espíritu del evangelio. Todo cristiano fervoroso hace igualmente examen de con­ciencia, toma resoluciones de conversión y comprueba el fra­caso periódico. La confesión sacramental es el tiempo fuerte de esta lucha que san Pablo describía con angustia: «Infeliz de mí... no hago el bien que quiero, sino que cometo el mal que no quiero» (Rom. 7, 19, 24). La inclusión de los actos del penitente en el signo sacramental mismo nos hace comprender toda la diferencia que hay entre el combate del cristiano y el esfuerzo espiritual del sabio pagano, entre el descubrimiento cristiano de la conversión siempre por hacer y el examen de conciencia cerrado sobre sí mismo.

1 San Benito, Regla, c. 4. Cf. sobre la compunción, C. Marmion, Jesucristo, ideal del monje, p. 183 ss.; P. Régamey, en «La Vie spirituelle» suplemento, julio-agosto 1935 y octubre-diciembre 1936.

2 «En cuanto a la renuncia al mal, afirmada varias veces durante el bautismo, el catequizado tendrá conciencia de ella por una seria iniciación en el sacramento de la penitencia, a par que se dé cuenta de su estado de pecador. A cada confesión sacramental, renueva su deseo de lucha» (LMD 28 [1951], p. 98).

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378 La penitencia

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y LOS RITMOS DE VIDA

Las prescripciones mismas de la Iglesia sugieren, en cuanto a la frecuentación del sacramento de la penitencia, ritmos más o menos rápidos: «por lo menos una vez al año», para todos; «cada semana» para religiosos y seminaristas. Entre estos dos jalones, cada cristiano ha de determinar el ritmo más apro­piado a su estado de fervor, a sus necesidades y posibilidades. Es una salvaguardia contra la negligencia y el olvido.

Pero otros ritmos vendrán a sobreponerse a éste. Las gran­des etapas de la vida dan lugar a comuniones solemnes y tam­bién a confesiones preparadas erf forma privilegiada. Profesión de fe, matrimonio, profesión religiosa u ordenación, enferme­dad, hora de la muerte. Igualmente, las grandes pruebas, las crisis dolorosas, las decisiones importantes. En fin, los acon­tecimientos que constituyen la urdimbre de nuestra vida espi­ritual, familiar, profesional y cívica imponen nuevas experien­cias de nuestras responsabilidades y desfallecimientos, de nues­tra miseria y de nuestros deberes, que modifican profunda­mente nuestros exámenes de conciencia y avivan nuestra con­trición. Por ahí redescubrimos constantemente el sacramento de la penitencia como una fuente nueva. El acompaña, para purificar sus móviles, los pasos en que nuestra vida de hombre se compromete o empeña sin cesar.

De esta manera se evitarán las enfermedades que afectan, entre ciertos cristianos, al uso del sacramento de la penitencia la rutina (penitentes adultos y que tienen importantes com­promisos terrestres se confiesan como niños), el escrúpulo (que destruye la escala de valores morales y exagera ciertos pormenores con detrimento de lo esencial) 3, los transportes afectivos (cuando el penitente, que no ve al ministro de Cristo, se para en el hombre,, en el sacerdote que oye la confesión y absuelve). Porque todas estas enfermedades son formas más o menos claras de infantilismo o de regresiones en la sicología religiosa.

3 El escrúpulo puede alcanzar un grado patológico que entra en el dominio de la siquiatría.

Sacramento de\ progreso espiritual 379

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y LA VIDA LITÚRGICA

El sacramento de la penitencia se presenta en nuestros días casi desprovisto de toda apariencia litúrgica. Se administra en secreto y puede reducirse a la acusación- de los pecados y a la absolución. La confesión de los hombres no exige siquiera lugar sagrado. El sacerdote se reviste, normalmente, si está en la Iglesia, la sobrepelliz y la estola morada; pero no es obliga­torio. No obstante todo eso, es realmente un acto de culto y acto de ¡a comunidad, «gesto de fe y acto de alabanza de parte de la Iglesia y del pecador, celebración del misterio de Cristo para la reconciliación del pecador» 4.

Además, de hecho, el carácter público y comunitario de la penitencia se descubre con bastante frecuencia. Porque si puede uno confesarse en cualquier momento y lugar, conforme a sus necesidades, atractivo espiritual y comodidad, siempre es cierto que, en determinados días, los fieles se hallan congregados en el edificio de culto esperando el turno de confesarse. Cada uno se acerca, claro está, individualmente al tribunal de la penitencia; pero todos los presentes son pecadores, se prepa­ran para la absolución, se acercan al confesonario, prolon­gan sus oraciones después de confesarse y cumplen la peni­tencia. ¿No podría haber, al lado del irremplazable e incomu­nicable examen personal, silencioso y secreto, una expresión común de la penitencia de todos por la lectura y el canto de algunos de los textos bíblicos, cuyo resumen hemos dado antes? 5

Además, un tiempo litúrgico es especialmente el de la peni­tencia, la cuaresma, porque la penitencia es un nuevo bautismo y una nueva participación en el misterio pascual. La cuaresma se inicia por un gesto de entrada en el estado de penitente: la imposición de la ceniza, cuyo sentido bíblico vimos antes. La desaparición del catecumenado de adultos en la Roma del siglo vi vino a desarrollar este aspecto penitencial de la cua­resma y a esfumar su carácter bautismal. Para muchos fieles, la confesión al fin de la cuaresma es aún la única del año; pero aún para los que han escuchado el llamamiento de la Iglesia

4 P. Anciaux, o. c , p. 140. 5 Cap. I y II. Sobre este punto, cf. LMD 56 (1958), p. 76-95.

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380 La penitencia

a la confesión frecuente, la cuaresma les procura el medio de preparar litúrgicamente urfa confesión más solemne que las otras, lo mismo que la comunión pascual sobrepasa en solem­nidad a las comunipnes cotidianas. El vínculo entre la cuaresma y el sacramento de la penitencia es subrayado por el mismo concilio de Trento (D. 901-918).

Ciertos sacramentales recuerdan y prolongan en la liturgia la expresión de los sentimientos de penitencia y la mediación de la Iglesia que perdona. Al lado del gran sacramental que es la cuaresma entera, con la ceremonia de la ceniza que la empieza, está la confesión general de los pecados (Confíteor), con sus oraciones de absolución (Misereatur e Indulgentiam), que tiene lugar en el momento de la comunión eucarística fuera de la misa6 y en la oración de la tarde (completas).

Notemos también que la bendición apostólica dada en determinadas circunstancias en nombre del sumo pontífice es realmente un rito penitencial, que exige la previa confesión sacramental y supone una profundizacíón de la contrición7. Finalmente, ciertos salmos, más particularmente expresivos, se hallan reunidos en los libros litúrgicos bajo el título de salmos penitenciales.

6 La confesión del comienzo de la misa es una oración privada del celebrante con sus ministros.

7 El obispo diocesano da esta bendición después de la misa pontifical de las mayores fiestas. Todo sacerdote puede darla en el artículo de la muerte.

P A R T E VI

LA E X T R E M A U N C I Ó N

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B I B L I O G R A F Í A

1. Textos litúrgicos

a) Bendición del óleo de los enfermos por el obispo, en la misa crismal del jueves santo.

,Í0 Ritual de la extremaunción. c) Unción de los enfermos en la liturgia bizantina: E. Mercenier y

A. París, La priére des Eglises de rite byzantin, Chevetogne 21948, t. I, p. 417-448.

d) Textos antiguos: Tradición apostólica, de Hipólito; Eucologio, de Se-rapión.

2. Documentos del magisterio

Concilio de Trente, sesión 14 (D. 907-910; 926-929).

3. Estudios importantes

Santo Tomás, Suma teológica, supl., q. 29-33; edición bilingüe, BAC, Madrid 1957, t. XIV.

J. de Baciocchi, La vida sacramentaría de la Iglesia, p. 113-130. J. de Robilliard, La unción de los enfermos, en Iniciación teológica, t. III

p. 539-558. A. M. Roguet, Los sacramentos signos de vida, Estela, Barcelona 1961,

p. 124-136. E. Walter, Fuentes de santificación, Herder, Barcelona 21959. A. Chavasse, Etude sur Vonction des infirmes dans l'Eglise latine du III

au XI siécle, t. I, Librairie du Sacre Coeur, Lyón 1942. J. C. Didier, Hxtréme-onction, en CatboÜcisme..., enciclopedia dirigida por

G. Jacquemet, t. IV, Letouzey, París 1956, col. 987-1.006. H. Duesberg, Le psautier des malades, Maredsous 1953 (excelente síntesis

bíblica sobre la enfermedad). P. Herbin, Maladie et mort du cbrétien, Cerf, París 1955. La Uturgie des malades, en LMD 15 (1948).

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1. Este sacramento se llama extremaunción (D. 844 ¡ 907-9iO). ¿En c\ué sentido es esta unción extrema? «Porcjue entre todas las santas unciones c\ue Cristo confió a su Iglesia, ésta es la última cfue debe ser administrada al cristiano» 1. Acaso así se haya introducido la expresión, sin embargo, en la edad media recibió una explicación diferente, pues, muchos autores (Pedro Lombardo, santo Tomás...) entendían <úa unción de los í\ue van a morir». Por razón de este equívoco, es deseable volver, siguiendo al cardenal Mercier, al nombre primitivo de unción de los enfermos; elección £¡ue implica evidentemente una orientación teológica, pastoral y pedagógica, de c¡ue nos dare­mos cuenta a lo largo de esta parte2.

2. En su presentación doctrinal, el Concilio de Trento unió la extremaunción a la penitencia: «Porgue constituye su acabamiento» (D. 907). En efecto, la unción tiene un efecto penitencial distinto del de la absolución, pero completándolo y, a veces, supliéndolo. Sin embargo, es un sacramento cjue sólo puede darse a enfermos, y toda la tradición de la Iglesia afirma un efecto de curación corporal. En eso, este sacramento es único en su género, pues todos los demás sacramentos se dan al cuerpo para producir un efecto espiritual3. Pero los dos efectos no son independientes uno de otro. Su vínculo, afirmado por los ritos y por la enseñanza del magisterio siguien­do la carta de Santiago, no hace sino expresar el sentido dado por la Biblia a la enfermedad en la economía de la salvación.

1 Catecismo Romano, p. II, c. 5, núm. 2, BAC, Madrid 1956, p. 594; la unción del bautismo no es esencial al sacramento, la de la ordenación no lo es tampoco; sólo la de la confirmación forma parte del signo sacramental.

2 Señalemos el artículo de B. Leurent, Le magistére et le mot «extréme-oncticm» depuis le Cortóle de Trente, en Problemi scelti di teología contem­poránea... Universidad Gregoriana, Roma 1954, p. 219-232. Sería de desear que este interesante tema fuera tratado de manera más científica.

3 Hay, sin embargo, un efecto corporal en la eucaristía, pero no está tan estrechamente ligado al signo.

I

EL LUGAR DE LA ENFERMEDAD EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN

El Antiguo y Nuevo Testamento conceden un importante lugar a la enfermedad y a su curación y nos enseñan a ver la relación que tienen una y otra con la economía de la salud eterna. La enfermedad va unida al pecado y al demonio. Cuan­do Dios cura a los cuerpos, se cuida también de las almas. La curación de los enfermos, a par de la liberación de los posesos, es uno de los signos del reino mesiánico *.

1. VINCULO ENTRE LA ENFERMEDAD Y EL PECADO

12 Por el pecado entró la enfermedad en la tierra, como entró la fatiga del trabajo, el dolor del parto y la muerte (Gen. 3, 15-19). Aunque la enfermedad no está expresamente nombrada en la maldición de Adán y Eva, la tradición teoló­gica la ha visto siempre en ella, y con razón.

22 Sin embargo, aún está más ligada al pecado que los otros efectos de la caída primera, hasta tal punto que Cristo, que tomó sobre sí por amor nuestro todas las consecuencias del pecado, que «sobrellevó nuestros sufrimientos y fue ago­biado de nuestros dolores» (Is. 53, 4), no estuvo enfermo. «Este defecto — escribe santo Tomás — no es de los que son comunes a todos... ora es producido por culpa del hombre, por ejemplo, por una comida desordenada, ora propio de falta de conformación. Ahora bien, ni una ni otra de estas causas se aplican a Cristo, pues su carne fue concebida por el Espíritu Santo, cuya sabiduría y poder son infinitos... y Cristo mismo no tuvo desorden alguno en la conducta de su vida» (3, q. 14, a. 4).

1 Nos inspiramos aquí principalmente en J. Leclercq, Du sens chrétien de la maladie, en LVS 53 (1937), p. 136 ss., y H. Duesberg, Le psautier des malades, p. 1-80.

25

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386 La extremaunción

32 Así pues, la enfermedad es con frecuencia efecto del pecado personal. La sabiduría humana bastaría a comprobarlo en muchos casos. Los sabios inspirados son mero eco de la experiencia común cuando anuncian el castigo de la disolución (Eccli. 6, 2-4) o de la intemperancia (Eccli. 31, 19-22). Pero la enfermedad puede ser también efecto de una intervención espe­cial de Yahvé que castiga. Así, el mal espíritu se apodera de Saúl (1 Sam. 16, 14). Ozías es atacado de la lepra (4 Re. 15, 5). De ahí que el hombre vulgar, que generaliza con simplismo, concluirá siempre que el enfermo paga la pena de sus culpas. Así razonan los amigos de Job (por ejemplo en 18, 13). Es la reflexión espontánea que hacen a Jesús sus discípulos: «Rabí, ¿quién pecó para que naciera ciego, él o sus padres? (Jn. 9, 2).

42 Falsa generalización, que era injusta en el caso de Job y que Jesús desecha en el ciego de nacimiento: «Ni él ni sus padres han pecado, sino para que se manifiesten las obras de Dios» (Jn. 9, 3). También el justo puede ser herido por la enfermedad. No por eso deja ésta de ser imagen del pecado, porque el pecado es la verdadera enfermedad, una lepra, una fiebre maligna, una parálisis.

5? Finalmente, hay un vínculo misterioso entre la enfer­medad y Satanás. El demonio ejerce su imperio sobre los hom­bres, busca alcanzar a las almas por los cuerpos, y aquellos a quienes él tortura son verdaderos enfermos. El Antiguo y, más aún, el Nuevo Testamento nos proponen esta visión de fe. Satanás pudo atar a una pobre mujer durante dieciocho años, hasta el punto de quedar encorvada y no poderse enderezar (Le. 13, 11, 14). El exorcismo divino libera a delirantes, mu­dos... (Me. 9, 14-29; Mt. 9,,32, etc.).

2. LA CURACIÓN DE LOS CUERPOS, SIGNO DE GRACIA

LAS CURACIONES EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

En ellas ve santo Tomás, prefigurado de lejos, el sacramento de la extremaunción (Supt., q. 29, a. 1, ad 2). Hay curaciones carismáticas, obras brillantes de Dios, por instrumento de los profetas, desde Moisés hasta Isaías; pero, en el curso ordinario de las cosas, hay tanto lugar para el médico como para la oración (Eccli. 38, 9-15). Por lo demás, la curación del cuerpo

La enfermedad y la salvación 387

será signo de que Yahvé cura las almas: «Porque yo el Señor soy el que te sano» (Ex. 15, 26; cf. Ps. 102, 3; Deut. 32, 39).

LA CURACIÓN DE LOS ENFERMOS, SIGNO DE LA VENIDA DEL MESÍAS

A par que recorre los pueblos y ciudades de Galilea, anun­ciando la buena nueva, Jesús cura a los enfermos y arroja a los demonios. Este doble ministerio milagroso constituye uno solo en las perspectivas de los evangelistas; pero, sobre todo, está ligado con la buena nueva por un vínculo que no es en modo alguno ocasional, pues es signo de ella-.

Y recorría Jesús toda ía Galilea enseñando en las sinagogas de ellos y anunciando la buena nueva del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y se extendió la fama de El por toda la Siria, y le traían todos los enfermos, atacados de enfermedades y tormentos varios, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curó. (Mt. 4, 23-24; cf. Le. 6, 17-18; Me. 3,7-11; Me. 1,32-34; cf. Le. 4, 40-41; Mt. 8,17; cf. Is. 53, 4.) 2

Jesús mismo alega las curaciones de enfermos y la liberación de endemoniados, no sólo porque son milagros que acreditan su misión, sino también porque realizan la era mesiánica des­crita por Isaías (26, 19; 29, 18; 35, 5-6; 61, 1).

Marchad y contad a Juan lo (fue oís y veis: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados y los sordos oyen, los muertos resucitan y la buena nueva es anunciada a los pobres, y bienaventurado acfuel c\ue no tropezaré en mí. (Mt. 11, 4-6; cf. Le. 7, 21-23; Le. 13, 32.)

CON LA CURACIÓN DE LOS CUERPOS, CRISTO DA SU GRACIA A LAS ALMAS

La salud del cuerpo no es un bien por sí misma: «Más vale entrar bizco en el reino de los cielos que, con los dos ojos, ser arrojado en la gehenna del fuego» (Mt. 18, 8-9). Pero precisamente, «curar a los enfermos y expulsar los demonios son dos formas de la misma victoria sobre el pecado» 3. Cristo concede a los enfermos la salud del alma juntamente con la del cuerpo. Al paralítico que espera la liberación de su mal,

2 Hay como una letanía, continuamente repetida en los evangelios, de las miserias humanas que Cristo alivia: Mt. 9, 35; 15, 29-31; 12, 15; Me. 6, 53-56; Mt. 14, 34-36; 21, 14.

3 Según la excelente fórmula de J. Leclercq, art. cit.

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388 La extremaunción

le perdona primeramente los pecados: «Qué es más fácil decir: "tus pecados te son perdonados", o decir: "toma tu camilla y anda"» (Le. 5, 18-20). El lisiado curado junto a la piscina de Bezatha después de treinta y ocho años de inmovilidad, oye que se le invita a cambiar de vida: «Ya estás curado; no peques más, no sea que te acontezca algo peor» (Jn. 5, 14). Al ciego de nacimiento, Jesús le ofrece, con igual liberalidad, el esplen­dor de la luz del día, y el esplendor más brillante de la fe: «"¿Crees en el hijo del hombre?" "¿Quién es para que crea?" "Lo estás viendo, y es el que habla contigo" "¡Creo, Se­ñor!"» (Jn. 9, 35-37). Generalmente, la fe se exige como condición previa, y los agraciados darán gloria a Dios. Cristo es realmente médico, pero no como los que ejercen la medicina por oficio (Me. 5, 26 es bastante severo sobre ellos). A quie­nes El quiere curar es a los pecadores, llamándolos a penitencia (Le. 5, 31-32; Mt. 9, 12-13; Me. 2, 17).

CURACIONES REALiZADAS CON SIGNOS SAGRADOS

Cristo cura a veces con una sola palabra, expresión de su voluntad; «Quiero, queda limpio»; «Tu criado está curado». Otras veces, la salud es concedida como a ocultas del maestro, por simple contacto del ruedo de su vestido (Me. 3, 10; 6, 56; Le. 8, 44-46). Pero más a menudo hace determinados gestos sobre el enfermo: lo toca (Me. 1, 4 1 ; Mt. 9, 29), lo toma de la mano (Le. 14, 4), mete los dedos en los oídos del sordomudo y, con su saliva, le toca la lengua (Me. 7, 33), hace barro para untar los ojos del ciego de nacimiento (Jn. 9, 6) y, sobre todo, impone las manos (Me. 8, 23-26; Le. 13, 13).

EL PODER DE CURAR A LOS ENFERMOS ES COMUNICADO A LOS APOSTÓLES JUNTAMENTE CON LA MISIÓN

a) Este mismo gesto de la imposición de manos será eje­cutado por los apóstoles para curar a los enfermos. En la perspectiva de san Marcos, se trata siempre de un poder mila­groso que forma parte del anuncio mesiánico (Me. 16, 17 s.).

b) La misma misión y el mismo carisma se les había dado cuando el primer envío, provisorio y a título de aprendizaje, durante la vida pública de Jesús. Esta vez, sin embargo, habían

La enfermedad y ía salvación 389

tratado a los enfermos con otro signo (Le. 9, 1-2.6; Me. 6, 12-13).

c) La carta de Santiago, como veremos seguidamente, atri­buirá también a los gestos de la imposición de manos y de la unción con aceite la curación de los enfermos; pero, en lugar de ser un poder milagroso, destinado a manifestar el adveni­miento del reino de Dios y acreditar a sus mensajeros, será en adelante un verdadero sacramento administrado por los sacerdotes, que continúan de manera diaria y sin el brillo del prodigio la obra del divino médico de los cuerpos y de las almas.

3. LA ENFERMEDAD SUBSISTE, DESPUÉS DE LA REDENCIÓN, PERO HA CAMBIADO DE SIGNO

Aunque curó a los enfermos y dio a su Iglesia poder sobre la enfermedad, Cristo no la ha suprimido, como no suprimió la fatiga del trabajo ni la muerte. Sin embargo, lo mismo que la muerte, la enfermedad ha sido vencida. La era mesiánica está definitivamente establecida. Estos males no tendrán cabida en la Jerusalén celeste; aquí abajo, el pecado y Satanás que es su causa han sido vencidos por Cristo. Así pues, la enfer­medad ha perdido su carácter de maldición y se ha tornado más bien redentora, asemejando al cristiano a Cristo en su pasión. A Pablo que suplica al Señor lo libre del aguijón que lleva clavado en su carne, le responde: «Mi poder se ostenta en la flaqueza» (2 Cor. 12, 9). «Llevamos siempre en nuestros cuerpos los dolores de la muerte de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor. 4, 10.)

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II

EL TESTIMONIO DE LA CARTA DE SANTIAGO

La carta de Santiago termina por una serie de exhortaciones (Sant. 5, 13-16).

A este texto y a sus directrices apostólicas se refieren todas las liturgias del sacramento de los enfermos, todos los docu­mentos legislativos que tratan de regular su ministerio y todos los comentadores que quieren formular su teología1. Es uno de los casos más notables de consentimiento en la interpreta­ción de un texto, hasta el punto de que el concilio de Trento pudo hacerlo objeto de una definición dogmática (D. 908, 926).

Los «presbíteros» (ancianos), en los diversos escritos neo-testamentarios, son los miembros de la jerarquía de orden insti­tuidos por los apóstoles. Su intervención supone una visita al enfermo, visita que prolonga los pasos de Cristo y cons­tituye ya como un signo que recuerda el amor misericordioso del Señor: «El Señor ha visitado a su pueblo» (Le. 7, 16) 2. Durante la visita, los presbíteros oran sobre el enfermo —fór­mula que sugeriría fácilmente el gesto de la imposición de manos — y lo ungen con óleo. Acto sacramental por las pala­bras y acciones que lleva consigo y por la naturaleza de todo punto ordinario de la intervención: no es un carisma de mi­lagro. Pero de este acto se espera un doble favor de Dios: la curación y la remisión de los pecados. Por esto sin duda hubo comentadores que experimentaron cierto embarazo ante el texto de Santiago. Sin embargo, estos dos favores piden por igual, en sus diversos formularios, las liturgias tanto orien­tales como occidentales de la unción de los enfermos.

i Con la sola excepción del cardenal Cayetano (siglo xvi). 2 Cf. sobre este texto el penetrante comentario de H. Duesbere,

o. c, p. 60.

III

LITURGIA DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

El rito de la unción de los enfermos comprende dos actos: la Bendición del aceite, y su aplicación con la oración sobre el enfermo.

1. LA BENDICIÓN DEL OLEO PARA LOS ENFERMOS

El óleo de los enfermos, el oleum infirmorum, es actual­mente bendecido de manera muy diferente en la Iglesia latina y en las iglesias de oriente.

En las iglesias orientales, por lo menos en las que se han preservado de la latinización, el óleo es bendecido normal­mente durante la visita al enfermo y en el momento en que va a ser utilizado para las unciones, y lo bendice un simple sacerdote. Tal es el uso de los bizantinos y melquitas, y tam­bién el de los coptos. Por lo contrario, la Iglesia latina reserva actualmente al obispo la bendición del óleo de los enfermos y la realiza dentro del marco solemne de la misa crismal del jueves santo. Cabrían, sin embargo, excepciones (can. 945). En la liturgia romana antigua, no había día alguno señalado. Cuando los fieles traían botellas de aceite, éste era bendecido al final del canon de la misa, y la fórmula era pronunciada tanto por el obispo como por los sacerdotes.

El texto de que actualmente se sirve el obispo es poco más o menos que idéntico desde fines del siglo vi, y es, por otra parte, mero desenvolvimiento, de la oración propuesta por Hipólito en la Tradición apostólica de hacia el año 200:

... Haga de él tu santa bendición medicina divina para todos tos (fue to recibieren, medicina cjue proteja el cuerpo y el alma, y expulse todo dolor, toda-enfermedad, todo sufrimiento físico o moral.. A

1 Nótese que la actual misa crismal concede en sus lecciones y cantos gran lugar a la unción de los enfermos.

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392 La ex t r cmau n c i ón

Sin embargo, parece que las peticiones de la salud del alma solo progresivamente se han ido añadiendo. Además, «todos los que recibieren su unción» ha sustituido la fórmula más larga: «todos los que utilizasen este aceite en forma de unción, bebida o aplicación».

2. LA APLICACIÓN DEL OLEO Y LA ORACIÓN SOBRE EL ENFERMO

En efecto, en el uso romano que duró hasta el siglo íx, los fieles se llevaban las botellas o frascos de aceite que habían sido bendecidos, y ellos mismos lo aplicaban a los enfermos bajo diversas formas, sin excluir la bebida. De la misma ma­nera que se llevaban la eucaristía a sus casas para recibir entre semana la comunión sin intervención del sacerdote.

Pero, entre otros casos, los sacerdotes iban personalmente a domicilio, única manera de realizar completamente las pres­cripciones de la carta de Santiago. Hoy día la aplicación del santo óleo por quien no fuera sacerdote, no sería sacramental2.

1. En el ritual romano actual, el sacerdote empieza por las oraciones de la visita al enfermo, que no están en modo alguno ligadas al sacramento y se emplean, por lo demás, en todos los actos litúrgicos con los enfermos.

Según la instrucción de Jesús (Le. 10, 5), al entrar dirige el saludo de paz: «Paz a esta casa.» Luego hisopea con agua bendita, y añade:

Entre, Señor Jesucristo, en esta casa, al entrar mi humilde persona, eterna felicidad, divina prosperidad, serena alegría, caridad fructuosa, sani­dad perdurable...

Si el enfermo ha de recibir el sacramento de la penitencia, el sacerdote oye su confesión. En todo caso, se rezará el «yo pecador» o confíteor, que es el recuerdo público de la con­fesión.

2 Decimos «hoy día»; los adelantos de la ciencia litúrgica no permiten ya descontar la sacramentalidad del uso del óleo en la antigüedad romana, como lo hicieron los teólogos en épocas en que los conocimientos históricos eran insuficientes. Santo Tomás presintió este problema sin resolverlo clara­mente (Supl. q. 31, a. 1, y q. 29, a. 7). El problema no puede dirimirse por la autoridad del canon 4 del concilio de Trento, de que hablaremos luego, pues el concilio no miró este caso particular.

Liturgia de la unción de enfermos 393

1. La manera de undir a los enfermos ha variado en el curso de las edades. Actualmente, el sacerdote hace las uncio­nes sucesivamente sobre los ojos, los oídos, las fosas nasales, la boca, las manos y los pies, acompañando cada gesto con una oración en que se pide que el Señor perdone al enfermo cuanto hubiere pecado por el órgano correspondiente del cuerpo 3. En caso de urgencia, podría hacerse una sola unción sobre la frente, a reserva de suplir las otras seguidamente4. La unción en los pies puede suprimirse por un motivo razo­nable. Pero, en lo antiguo, las unciones se hacían en las partes principales del cuerpo y «en el lugar en que el enfermo sentía más dolor». Por fin, desde 1925, las unciones son precedidas de una imposición de manos 5 a par que se reza una oración tradicional que se halla ya en un ritual del siglo xii:

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, extíngase en ti lodo poder del demonio por la invocación de la gloriosa y santa madre de Dios la Virgen María, de su ilustre esposo san José y de todos los santos.

3. Los rituales antiguos rodeaban la unción de los en­fermos de una liturgia suntuosa que permitía a los asistentes tomar parte activa en la ceremonia. Generalmente se cantaban salmos con antífonas, seguidos de versículos y oraciones. En oc­cidente, estas oraciones eran sobre todo penitenciales, e insis­tían sobre el perdón de los pecados. En oriente, cuando se administra el sacramento con solemnidad, tiene lugar una ver­dadera vigilia con lecciones bíblicas y cantos. Trátase eviden­temente de comunidades monásticas, por lo menos de reuniones cristianas poco numerosas, que pueden consagrar sus ocios a los raros enfermos que tienen. Por lo menos, es bueno recordar estos hechos para conceder lo más posible al enfermo la oración común de la familia y hasta de los vecinos y amigos.

4. Mientras la fórmula que acompaña las unciones y las oraciones que se sugieren a la asistencia se orientan casi exclusivamente hacia el aspecto penitencial del sacramento,

3 Los sirios, para acompañar las unciones, tienen una fórmula particu­larmente interesante: «Por esta unción seas aliviado de todas tus flaquezas, te sean perdonados todos tus pecados y sean arrojados lejos de ti todos los malos pensamientos, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para la vida eterna. Amén.»

4 Según santo Tomás (Supl. q. 29, a. 2), la pluralidad de unciones se requiere para la perfección, no para lo esencial del signo.

5 Evidentemente, no es esencial al sacramento.

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394 La extremaunción

tas oraciones c\ue el sacerdote ha de decir después de las unciones esperan todas la curación del enfermo, su retorno a la vida activa y a la comunidad cristiana: «Libra a tu siervo de la enfermedad, devuélvele la salud.» Esta esperanza se funda en la carta de Santiago: «Oh Dios que dijiste por boca de tu apóstol...» Nótese que en estas oraciones la salud del cuerpo y del alma están íntimamente unidas y ambas son obra de la gracia del Espíritu Santo.

3. CONCLUSIONES SOBRE EL SIGNO SACRAMENTAL

1. El sacramento de la extremaunción exige aceite de oliva, sobre el que se ha pronunciado una fórmula de bendición para el enfermo o los enfermos. -Como ya hemos dicho, esta bendición se reserva actualmente, en occidente, al obispo; pero no le es exclusivamente propia, como la consagración del crisma. En todo caso, la bendición del óleo es necesaria para el sacramento (q. 29, a. 5).

Destinado al tratamiento de los enfermos, el aceite bendito es una medicina (q. 30, a. 1). Las unciones constituirán el gesto del enfermo que cura. La medicina moderna utiliza todavía linimentos a base de aceite. Pero, como siempre, la significación de este sacramento se abre a través de la Biblia. Las unciones de aceite fueron, como vimos, practicadas por los discípulos de Jesús enviados en misión durante su vida pública (Me. 6, 13). El aceite es uno de los remedios que el buen samaritano aplica sobre las llagas del hombre que yacía herido al borde del camino (Le. 10, 34). Medicina que envidia «la virgen hija de Egipto» (Jer. 46, 11) y falta a las llagas incurables de Israel y Judá (Jer. 30, 12-13, pero más expre­samente Is. 1, 6; Jer. 8, 22). Utilizada solo o con bálsamo, los profetas lo celebran en sus imágenes en que la enfermedad corporal es símbolo de un mal espiritual profundo y, por ende, que sobrepasa el mero plano de la medicina terrena. Final­mente, ciertos autores cristianos, señaladamente santo Tomás, evocan el huerto de los olivos, en que Cristo dio comienzo a su pasión, «para adquirirnos el aceite saludable»6.

6 Se cita a veces la unción del Señor por María (Mt. 26, 12) como símbolo de la unión de los enfermos; pero no se trata de aceite puro, sino de ungüento. El gesto no significa la curación, sino la sepultura.

Liturgia de ía unción de enfermos 395

Es, pues, importante en la pedagogía de los sacramentos realzar que el gesto de la unción, y el uso del aceite pueden tener significaciones muy diferentes. La unción de los reyes, de los sacerdotes y de los profetas no tiene nada de común con la unción de los enfermos. Diferente es también la unción del atleta... De ahí la necesidad de describir siempre el gesto en su conjunto concreto de signo y en su propio simbolismo bíblico. La Iglesia distingue, con vigilante cuidado, los santos óleos que ha consagrado o bendecido con fórmulas apropiadas (cf. q. 30, a. 3).

2. La intervención de la oración sacerdotal es necesaria, como lo afirmaba ya Santiago en su carta. Sacerdotal quiere decir que no está estrictamente reservada ni a solo el obispo ni a solos los presbíteros. Por hablar Santiago de «presbíteros», se intentó a veces excluir al obispo, contra lo que protestaba el papa Inocencio I (416; D. 99). En los ritos en que la bendición de los óleos está reservada al obispo, los sacerdotes intervienen para ejecutar las unciones, y la unción lleva consigo la oración sobre el enfermo. En el rito bizantino, se ha mantenido la concelebración de -siete sacerdotes, usada antaño en otras oca­siones; pero no se exige en la administración corriente, puesto que no se requiere para la validez.

El concilio de Trento definió que «el ministro de la extre­maunción es exclusivamente el sacerdote», y que los presbíteros de que habla Santiago con miembros de la jerarquía de orden, no simples laicos (D. 929).

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IV

EL DOBLE EFECTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

1. EFECTO CORPORAL: LA CURACIÓN

1. Ponemos en primer lugar la curación corporal, porque es el efecto de la extremaunción que primeramente puso de relieve la tradición litúrgica y, sobre todo, porque es el primero en el orden de la significación sacramental: la unción es un remedio aplicado a un cuerpo enfermo. Partiendo de aquí se organiza la catequesis de este sacramento en los sermones de san Cesáreo de Arles, el padre que más ha hablado de la unción de los enfermos:

Cuando sobreviene una enfermedad, reciba el enfermo el cuerpo y la sangre de Cristo, y pida con humildad y fe el óleo bendito y unja con él su cuerpo, para (fue se cumpla en él lo (fue está escrito: (aquí cita el texto de Santiago). Ya veis, hermanos, Que el enfermo cjue acude a la Iglesia, merecerá obtener la salud del cuerpo y el perdón de los pecados. Como cjuiera, pues, gue el bien que podemos alcanzar en la Iglesia es doble ¿qué van a buscar los hombres desgraciados entre los encantadores, las fuentes, árboles y vendas de los falsos dioses, y entre los magos, barúspices, adivinos, hechiceros, sino infligirse males numerosos?1

2. Sin embargo, la curación del cuerpo no es el efecto más importante, pues está subordinada al bien del alma, como a fin principal, y es como la expansión física de una mejoría espiritual, la repercusión corporal cíe la gracia interior. Es, sin embargo, realmente un efecto propio del sacramento.

3. Además, el beneficio de la curación lo concede Dios cuando lo tiene a bien, pero no se produce necesariamente, aun cuando sea frecuente y dé al signo sacramental toda su significación (Supl., q. 30, a. 2).

1 Sermón 13, 3; el mismo texto aproximadamente en el sermón 19, 5, si éste es distinto del precedente. Donde Cesáreo dice «diabólicos» he tradu­cido «falsos dioses» para que se comprenda qué género de abusos trata de quitar el obispo de Arles. Las mismas ideas en el sermón 50, 1, y el 184, 5. Cf. también santo Tomás, Supl. q. 30, a. 1-2.

Doble efecto de la unción 397

4. No se trata, pues, de un efecto mágico que se produ­ciría infaliblemente por la aplicación de un secreto divino. Tampoco es una curación carismática, debida a las virtudes o dones sobrenaturales del sacerdote que hace las unciones, como el don de curaciones de que habla san Pablo (1 Cor. 12, 30); ni un milagro producido instantáneamente, por una rotura manifiesta con las leyes del organismo humano, como las curaciones de Lourdes. Es un efecto verdaderamente sacra­mental, obra del Señor por el signo, en orden a la salvación.

5. Una falsa espiritualidad ha podido acarrear el olvido del efecto corporal del sacramento de los enfermos o ha pen­sado que debía pasarse por alto. No es esa la actitud de la Iglesia en su oración y en su enseñanza. El concilio de Trento fulmina anatema contra quien negare que la extremaunción no alivia a los enfermos, o eludiere en este punto la doctrina de Santiago, so pretexto de que el apóstol hablaría de carismas, hoy desaparecidos, de la primitiva Iglesia (D. 927).

6. Puesto que la curación esperada no es milagro, hace falta que el sacramento sea administrado, en cuanto sea posible, al principio de la enfermedad o en un momento en que ésta sea curable.

2. EFECTO PENITENCIAL: LA CURACIÓN DEL ALMA

1. Que el sacramento de los enfermos tenga también por efecto la remisión de los pecados, es una de las afirmaciones más claras de la tradición de la Iglesia. Lo hemos hecho notar en la carta de Santiago, en las oraciones de bendición y apli­cación del óleo de los enfermos. El concilio de Trento ha hecho, con razón, de esa afirmación un artículo de fe (D. 927). Nada hay en todo ello de sorprendente, pues hemos visto el vínculo que existe, en la perspectiva bíblica, entre la enfermedad y el pecado; y en la actitud de Cristo, entre la curación y el perdón.

2. Sin embargo, la unción de los enfermos no sustituye normalmente el sacramento de la penitencia. Antes de recibir el sagrado óleo, el enfermo, si es posible, se confiesa y recibe la absolución. Los teólogos precisan que la extremaunción es un «sacramento de vivos», que ha de recibirse en estado de

gracia.

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398 La extremaunción

3. Hay que ver, pues, el efecto penitencial de la extrema­unción como un complemento del de la penitencia. No a la manera de la confirmación que acaba la iniciación comenzada en el bautismo — pues la penitencia se destina a todo cristiano pecador, mientras la extremaunción sólo puede ser recibido por los enfermos—, sino de una manera totalmente original: la enfermedad es una ocasión providencial de ahondar más profundamente en el descubrimiento de nuestra miseria, de que es ella signo y efecto, y también de la misericordia del Señor, que el sacramento de la extremaunción proclama muy especialmente (Supl, q. 29, a. 9). El sacramento dará,, además, a la enfermedad un valor de expiación.

4. Al tratar de precisar la naturaleza de la gracia peni­tencial de la extremaunción distinguiéndola de la penitencia, los teólogos se han planteado numerosas cuestiones, a las que dan soluciones muy controvertidas. Más valdrá, en la catequesis, evitar estas cuestiones y situarse más claramente en el plano específico que constituye la originalidad de este sacramento: el efecto penitencial que procura es propio del estado de enfermo.

5. Para el enfermo, privado del uso de los sentidos y que no puede recibir el sacramento de la penitencia, ¡a extre­maunción suplirá al sacramento de la penitencia, pues la gracia propia de la unción lleva consigo la remisión de los pecados. La contrición interior es siempre necesaria, pues sin esta conversión del hombre no puede haber perdón divino; pero el sacramento de los enfermos no exige su manifestación exterior, como el sacramento de la penitencia. Naturalmente, un mínimo de intención, por lo menos virtual, es igualmente necesaria.

3. UNA GRACIA DE ALIVIO Y FORTALECIMIENTO EN LA ENFERMEDAD

1. Así pues,, el doble efecto de la unción es una sola y misma gracia del Espíritu Santo: el alivio y fortalecimiento de los enfermos, tanto en el plano espiritual como en el corporal. En el plano espiritual, por lo demás, esta gracia no se limita a la remisión de los pecados, sino que es también

Dable efecto de ía unción 399

una ayuda en las dificultades propias del estado de enfermo y una santificación de la enfermedad.

El concilio de Trento, en el capítulo segundo de su expo­sición doctrinal expresó a par la unidad y riqueza de esa gracia:

Porgue esta realidad es la gracia del Espíritu Santo, cuya unión limpia las culpas, si cjueda aún alguna por expiar, y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el alma del enfermo, excitando en él una gran confianza en la divina misericordia, por la c¡ue, animado el enfermo, soporta con más facilidad las incomodidades y trabajos de la enfermedad, resiste mejor a las tentaciones del demonio cjue acecba a su calcañar y a veces, cuando con­viniere a la salvación del alma, recobra la salud del cuerpo. (D. 909.)

2. En la disciplina actual de la Iglesia el sacramento de los enfermos sólo puede darse una vez durante la misma enfer­medad (can. 940, 2). Sin embargo, la Iglesia antigua lo consi­deraba como reiterable y lo trataba como una medicina que se aplica a lo largo de la enfermedad. La práctica actual nos invita a ver en el sacramento un efecto durable, ligado, por lo menos radicalmente, a la duración de esta enfermedad o de esta crisis de salud y, por ende, como una res et sacramentum, a la que no afecta la recaída en el pecado.

3. Puede, pues, hablarse en cierto sentido de la consa­gración del estado de enfermedad. Pero hay que hacerlo con matices, pues la disciplina actual del sacramento, en que se funda esta expresión, difiere del uso antiguo. El signo, por lo demás, es un remedio para los enfermos y no una unción consecratoria, como la del bautismo y la confirmación. La Igle­sia, en fin, ruega por la curación a la que se orienta el sacra­mento.

4. LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS Y LA MUERTE DEL CRISTIANO

1. Con mayor razón hay que precaverse contra una con­cepción bastante difundida en la edad media, que hacía del sacramento de los enfermos la unción de los moribundos. La práctica se ha resentido de ello hasta nuestros días en que, con demasiada frecuencia, se demora la administración de este sacramento al último extremo de la enfermedad. El carác­ter penitencial de la unción había efectivamente conducido a

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400 La ext r em-au nció n

veces a unirle ciertas consecuencias de la penitencia pública y diferirla, como ésta, al momento de la muerte.

2. Contra esta concepción reaccionó firmemente el con­cilio de Trento en la elaboración de su decreto sobre la extre­maunción. Por lo demás, las oraciones del ritual han expre­sado siempre la fe de la Iglesia que ruega por la curación hasta el punto de que sorprenden dolorosamente cuando el sacerdote, llamado demasiado tarde, las recita sobre un mo­ribundo 2.

3. El sacramento destinado a dar al cristiano la gracia de bien morir es el viático y no la unción. Por otra parte, no todo peligro de muerte permite recibir el sacramento de los enfermos, pues éste supone el estado de enfermedad que no se verifica, por ejemplo, en los condenados a muerte, en los soldados que van al asalto, etc. A éstos sólo puede dárseles el viático. A todos los moribundos les es necesario el viático en virtud de precepto divino.

4. Por lo contrario, la unción está destinada a los en­fermos en peligro de muerte, pero no necesariamente en el artículo o trance de la muerte. También sobre este punto rechazó el concilio de Trento la perspectiva de los autores de la edad media.

5. Sin embargo, se dará la extremaunción a un enfermo, cuyo estado es desesperado, no porque vaya a morir; sino porque está enfermo y el sacramento es una gracia destinada a los enfermos. Además, es el único sacramento que puede administrarse a un enfermo privado de los sentidos, como hemos visto más arriba.

6. Por lo demás, la enfermedad, por lo menos cuando tiene cierta gravedad, es signo y escuela de la muerte: aparta al hombre de su actividad y sociedad, lo reduce más o menos a la impotencia, es un peligro de muerte, siempre cercano, e invita de manera apremiante al enfermo a que piense en ella y se prepare a recibirla, como Ezequías llorando sobre su lecho, vuelta la cara a la pared (Is. 38, 2). A la manera que todas las calamidades terrestres son signo de la vuelta del Señor sin que pueda, sin embargo, decirse que la preparan; así la enfermedad es signo de la muerte, aun cuando no la

2 Cf. sobre todo B. Botte, L'onction des malades, en LMD 15 (1948), p. 97-104,

Doble efecto de la unción 401

provoque, y hay que considerarla, con santa Teresa del Niño Jesús, como el lejano murmullo que anuncia la llegada del Esposo,

5. RESUMEN DE LAS CONDICIONES PARA ADMINISTRAR LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

1. El sacramento de los enfermos no es necesario para la salvación a la manera del bautismo y, eventualmente, la penitencia. Ni siquiera es objeto de un mandato imperativo del Señor, como la eucaristía. Se trata de una gracia' que no debe desdeñarse ni despreciarse.

2. Para recibirlo válidamente, hay que ser capaz de gozar de su doble efecto, es decir:

a) Estar enfermo (sin esto faltaría el signo mismo, como nota santo Tomás, Supl., q. 32, a. 1 ad 2). Por eso, la Iglesia reprueba la práctica de ciertos orientales que da a los fieles sanos la unción del óleo de los enfermos.

b) Ser capaz de haber cometido pecados mortales", lo que excluye a los niños que no han llegado al uso de la razón y a los dementes congénitos que no han sido nunca capaces de pecar.

3. Además, la Iglesia de occidente exige que la enfer­medad sea grave y constituya peligro de muerte. Esto ha de interpretarse latamente. La vejez es un estado fisiológico com­parable a la enfermedad, pues es un desmoronamiento orgá­nico. Puede, por tanto, darse la unción a los viejos, sin que tengan afección' alguna caracterizada.

4. El sacramento sólo puede darse una vez en la misma enfermedad. Pero, si después de una crisis, sobreviene una verdadera mejoría, se podrá dar de nuevo el sacramento ai producirse una nueva manifestación aguda. Aunque la causa

"es permanente, los estados han sido sucesivos y distintos. 5. La Iglesia insiste en que el sacramento sea adminis­

trado desde el comienzo de la enfermedad, no sólo para que el enfermo lo reciba con" lucidez y fervor, sino porque el sacramento se destina también a la curación.

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V

SACRAMENTALES DE LOS ENFERMOS

La oración de la Iglesia por los enfermos no se limita al sacramento de la extremaunción; en ella entra también, claro está la comunión eucarística, pero ésta no tiene formulario especial, excepto para el viático. En cambio, el misal ofrece el texto de una misa por ios enfermos que expresa admirable­mente la actitud de la Iglesia respecto a la enfermedad.

Además, el ritual presenta un rico eucologio para ¡as visitas sucesivas que hace el sacerdote al enfermo. Un texto evangé­lico, un salmo, una oración le permiten cada vez romper el pan de la palabra de Dios y llevar el consuelo de la oración de la Iglesia. Merecen, finalmente, señalarse y, sobre todo, que se las «utilice, diversas bendiciones para los enfermos en general o para determinadas categorías de entre ellos. Si el sacerdote no puede acudir con tanta frecuencia como quisiera cerca del enfermo, a la familia y amigos toca abrirles este tesoro de la oración de la Iglesia 1.

1 Cf. C. Rauch, La visite des matades, action líturgicfue, en LMD 15 (1948), p. 9-21, y A. G. Martimort, Pastoraíe liturgic/ue des malades, en «Questions liturgiques et paroissiales» 36 (1955), p. 231-243.

P A R T E V I I

MATRIMONIO Y VIRGINIDAD

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B I B L I O G R A F Í A

Concilio de Trento, sesión 24 (D. 969-982). Santo Tomás, Suma teológica, Supl., q. 41-68; edición bilingüe, BAC,

Madrid 1956, t. XV. León XIII, Arcanum (10 febrero 1880), en ASS 12 (1879-1880), p. 388 ss. Pío XI, Casli connubii, Sigúeme, Salamanca 1959. J. de Baciocchi, La vida sacramentaría de la Iglesia, p. 149-168. H. Caffarel, Sobre el amor y la gracia, Euramérica, Madrid 1959. A. M. Henry, El matrimonio, en Iniciación teológica, t. 111, p. 593-649. J. Leclercq, El matrimonio cristiano, Rialp,.Madrid 1952. M. Righetti, Historia de la liturgia, vol. II, BAC, Madrid 1956, p. 999-1.118. Liturgie et pastorale du mariage, en LMD 50 (1957) (conjunto de estudios

desde el punto de vista bíblico, litúrgico y teológico). J. Bonsirven, Le ííii'orce dans le Mouv.eau Teslament, Desclée, Tournai 1948.

2. Liturgia e historia del matrimonio

Ritual romano del matrimonio. Ritual bizantino: E. Mercenier y J. F. Paris, La pricrc des églises de rite

byzantin, Chevetorgne 21947, I, p. 399-413. Rifo siríaco.' traducción de J. M. Sauget, en L'Orient syricn 2 (1957),

p. 14-37. A. Raes, Le mariage, sa celebration el sa spiritualité dans les églises d'Orient,

Chevetogne 1959. C. de Clercq, Ordre, mariage, extréme-onction, Bloud et Cay, París 1938,

p. 81-138.

3. Virginidad, celibato cristiano, monaquisino, vida consagrada

Pío XII, Sacra virginitas, Sigúeme, Salamanca 31959. F. de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva, BAC,

Madrid 1949 (excelente compendio de los textos patrísticos principales). Sor Jeanne d'Arc, La chasieté et la virginité consacrée dans l'Ancien et le

Nouveáu Testament, en La chastcté (volumen en colaboración), Cerf, París 1953.

O. Rousseau, Monachisme et vie religicuse d'aprcs l'ancierme tradition de VEglise, Chevetogne 1957.

C. Marmion, Sponsa Verbi, Maredsous. J. M. Perrín, La virginidad, Rialp, Madrid 2 1959. — La virginité cbrétienne, Desclée, París 1955. R. Carpentier, Tcmoins de la Cité de Dieu, .Desclée, París 1956.

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i. La virginidad no es un sacramento/ su estudio, sin em­bargo, es inseparable del estudio'del matrimonio. Y es así Que matrimonio y virginidad están de tal manera unidos en las mismas perspectivas de la economía de la salud, cfue no puede comprenderse la virginidad, sino refiriéndola al matrimonio, y no puede tampoco darse la inteligencia del misterio cristiano de las nupcias sin afirmar la superioridad de la virginidad: «El matrimonio cristiano está más cerca de la virginidad cfue de las nupcias paganas» 1.

2. Y, sin embargo, el matrimonio cristiano sólo difiere, esencialmente, de las nupcias paganas en cfue los esposos son bautizados. Cristo no creó acfuí una institución nueva, propia de los cristianos, como sucede con los otros sacramentos. Antes de la venida de Cristo, los hombres se casaban, después de la redención, los no cristianos celebran también sus bodas, Ni si-cjuiera, como veremos, sería absolutamente necesario cfue la Iglesia rodeara el matrimonio de ritos litúrgicos. Ha habido períodos y se dan aún ahora casos excepcionales en cfue nada manifestó o manifiesta la diferencia del matrimonio de los cristianos y el de los no cristianos. Sin embargo, la economía de la salud ha levantado el matrimonio a la dignidad de un misterio divino. Para los cristianos el matrimonio es en adelante un sacramento, hasta el punto de cfue no pueden contraer real­mente matrimonio sin recibir el sacramento, y el acto mismo por el cfue se contrae el matrimonio, constituye el signo sacra­mental.

i Conclusiones de \a sesión de Versalíes 1956, en LMD 50 (1957), p. 155.

I

MATRIMONIO Y VIRGINIDAD EN LA ECONOMÍA DE LA SALUD

El matrimonio es una realidad humana y terrestre que tiene ya en sí misma toda su consistencia. ¿Cómo es, sin embargo, para los bautizados un sacramentó en el sentido riguroso del término, con el mismo derecho que los otros sacra­mentos, y eso sin que su celebración lleve necesariamente con­sigo ritos que expresen su significación?

Por razón, hemos dicho, de su vinculación a la economía de la salud. Este vínculo es tan estrecho que el matrimonio se modifica en sus estructuras mismas a cada etapa de la econo­mía salvadora y ha venido a ser, por la pedagogía divina de la Escritura santa, el signo más expresivo de la redención por Cristo.

1. MATRIMONIO Y VIRGINIDAD EN LAS DIVERSAS ETAPAS DE LA HISTORIA SAGRADA

La bendición nupcial, pronunciada por el celebrante en la misa de velaciones, nos invita a considerar el matrimonio en los diversos tiempos de la historia de la salud: «Oh Dios por quien la sociedad en que se une el hombre con la mujer es enriquecida con tal bendición que no quedó abolida ni por el castigo del pecado original ni por la condenación del dilu­vio...» Pero es, sobre todo, Cristo quien, en el evangelio, nos obliga a adoptar esta perspectiva. La condición del matrimonio es diferente en la creación («al principio», dice Jesús, Mt. 19, 8), después del pecado, sobre todo, bajo la ley de Moisés, en U ley de Cristo («yo, empero, os digo...», Mt. 5, 32) y en la resurrección.

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408" Matrimonio y virginidad

«AL PRINCIPIO»

El libro del Génesis trae dos relatos de la creación del hombre, el primero de los cuales representa la tradición lla­mada «sacerdotal», y el segundo la tradición llamada «yahvista». Uno y otro relato afirman que Dios instituyó el matrimonio al mismo tiempo que creó al hombre y a la .mujer:

Y creó Dios el hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó.

Y Dios los bendijo diciendo: «Creced y multiplicaos y llenad la tierra y'sometedla, dominad sobre los peces del mar y las aves del cielo y sobre todos los animales gue se mueven sobre la tierra.», Y vio Dios todo lo gue hiciera y era muy bueno y hubo tarde y mañana, el día sexto.

(Gen. 1, 27-28, 31.)

Y dijo también Yahvé Dios: «No es bueno gue el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda semejante a él.» Formó, pues, Yahvé Dios de la tierra todos los animales... y se los presentó al hombre... pero para el hom­bre no halló ayuda semejante a él. Infundió, pues, Yahvé Dios un sopor en el hombre y, dormido gue estuvo, le sacó una de las costillas y llenó de carne el lugar de ella. Luego, de la costilla gue había tomado del hombre formó Yahvé Dios la mujer y se la presentó al hombre. Entonces éste dijo-.

«¡Esta, sí, es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Esta se llamará «varona», porgue del varón ha sido tomada.»

Por eso el hombre deja a sü padre y a su madre y se une a su mujer y son hs dos una sola carne. (Gen, 2, 18-24.)

El carácter figurado, primitivo y oriental de estos textos sobre todo del segundo, no ha de ocultarnos la importancia que tienen en la revelación. A ellos se refieren Mal. 2, 10-16 en un mensaje que está muy próximo al' evangelio y sobre el que volveremos seguidamente; sobre ellos se apoya constante­mente san Pablo para deducir las leyes del matrimonio cris­tiano (1 Cor. 6, 16; 11, 7-9; Ef. 5, 28-32; 1 Tim. 2, 13) y ellos son, finalmente, citados expresamente por Jesús que presenta su propia ley como una vuelta a los orígenes. Siguiendo al Nuevo Testamento, la oración litúrgica los evoca siempre:

Oh Dios gue con el poder de tu virtud sacaste de la nada todas las cosas y, después de crear el universo, formaste para el hombre, hecho a semejanza de Dios, la ayuda inseparable de la mujer-. Tú gue del cuerpo del varón sacaste el cuerpo de la mujer para enseñarnos gue jamás es

En la economía de la salud 409

lícito separar lo gue guisiste procediera de un solo principio... (Misa de velaciones, bendición nupcial.)

Varias afirmaciones doctrinales se desprenden, en efecto de Gen. 1, 27-31 y 2, 18-24.

a) Ei matrimonio viene de Dios, y no del hombre. Es una institución colocada por encima de las convenciones humanas, fundada en la naturaleza misma del hombre, tal como Dios la creara: «Varón y hembra los creó», iguales a par en dignidad y diferentes y complementarias, sujeta la mujer al hombre, pero sin que esta sumisión merme en nada su dignidad (véase la forma en que san Pablo desarrolla estas perspectivas en 1 Cor. 11, 2-12).

•b) El Señor bendijo el matrimonio —todo matrimonio, aun el de los gentiles — con una bendición especial, que expresa su bondad, y de la que los teólogos han sacado una visión optimista, que no han logrado rechazar seriamente ni el espectáculo de las depravaciones morales de la humanidad ni las tendencias maniqueas, ni el rigorismo amargo de ciertos partidarios de san Agustín, cualesquiera que hayan sido las controversias de determinadas épocas.

c) La ley del matrimonio, ley originaria que viene de Dios, es que un hombre, uno solo, se una a una mujer, una sola, para formar una pareja unida de tal forma que sólo la muerte los pueda separar. Es lo que afirmará Jesús de manera clara (Mt. 19, 4-6 citado más adelante). Notemos que en el paraíso terrenal no hay lugar para la virginidad. Mientras el pecado no entra en el mundo, hay armonía perfecta entre la vida humana y los designios de Dios, sin riesgo, por parte del hombre, de olvidar que«todo viene de Dios y todo vuelve a Dios. Por otra parte, Adán y Eva habrían transmitido a sus hijos, a par de la vida natural, la gracia divina. Al llenar la tierra conforme al mandato divino, habrían por el mismo hecho llenado el cielo de hijos de Dios. Desgraciadamente, el pecado vino a trastornar este magnífico designio del Señor.

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410 Matrimonio y virginidad

«LA SOLA BENDICIÓN QUE NO FUE ABOLIDA POR EL CASTIGO DEL PECADO NI POR LA CONDENACIÓN DEL DILUVIO»

Eva recibe un castigo de su pecado, que atenta al matri­monio en la obra de su fecundidad a par que en la armonía de su amor:

A la mujer dijo Yahvé-. «Multiplicaré las molestias de tus embarazos y con el dolor darás a luz tus hijos. Tu codicia te volverá hacia tu ma­rido, y él te dominará.1» (Gen. 3, 16.)

El pecado parece multiplicarse sobre la tierra con más rapidez que los hijos de los hombres. Contra la maldad que se acrecienta sin cesar, la ira de Dios provoca el diluvio, Y, sin embargo, en medio de este fracaso universal-, aparecen algunos justos. Sus esposas son objeto, de parte del autor sagrado, de un retrato atrayente. El amor conyugal triunfa en ellos de todas las dudas y de todas las crisis. Cierto que las descripciones tan simpáticas del libro del Génesis miran a la promesa, al linaje de Abrahán, obra particular de Dios, que funda a su pueblo y prepara a Cristo. Pero las oraciones litúr­gicas del matrimonio, tanto de oriente como de occidente, nos invitan a ver primeramente la expansión del amor en el hogar de nuestros patriarcas. La esposa cristiana «ha de imitar cons­tantemente a las santas mujeres. Sea amable para su marido, como Rac¡ueí» •—de hecho, Jacob aceptó servir a Labán du­rante siete años para obtener a Raquel, «siete años que, por lo mucho que la amaba, se le hicieron unos días» (Gen. 29, 20) —. «Sea prudente como Rebeca», que supo evitar a sus gemelos el odio fratricida (Gen. 17, 41-46), después de procurar, es cierto, a Jacob por astucia y engaño la bendición que su padre reservaba a Esaú (pero en esto era instrumento de Dios, cuyas elecciones son gratuitas). «Sea de larga vida y fiel como Sara»-, fidelidad delicada, pues Sara «obedecía a Abrahán a quien llamaba su señor» (1 Pedro 3, 6 ) ; fidelidad de fe sobre­natural, pues, estéril hasta la vejez, creyó al que le prometió un hijo, «porque lo tuvo por fiel a sus promesas» (Hebr. 11, 11).

Otros libros de la Biblia nos presentan el cuadro ideal, y hasta idílico, de la dicha de los novios que se quieren, se desposan, y reciben de Dios como prenda auténtica de ben­dición, los hijos que se apretarán en torno a la mesa familiar. Hay que citar particularmente la narración edificante de To-

En la economía de la salud 411

bías, que alcanza un ideal de castidad próximo al Nuevo Tes­tamento — el introito de la misa de velaciones repite los votos de Raquel a los nuevos esposos—; el salmo 127, clásico de la liturgia nupcial cristiana; el poema acróstico sobre la perfecta casada que cierra el libro de los Proverbios (31, 10-31). El corto libro de Rut expone un caso particular de fidelidad a la ley, dentro del cual se expande un amor conyugal tierno y con­movedor.

Así pues, el matrimonio conservó, a los ojos de los autores sagrados, tal bendición de Dios, que" el Nuevo Testamento y la Iglesia no cesarán de ir a buscar en la historia antigua del pueblo de Dios lecciones y modelos válidos para los esposos cristianos. Pero, a pesar de estos hermosos ejemplos —más aún, en el seno mismo de las familias de los patriarcas — aparece que la institución del matrimonio había perdido sus rasgos primitivos.

«POR LA DUREZA DE VUESTRO CORAZÓN OS PERMITIÓ MOISÉS REPUDIAR A VUESTRAS MUJERES»?

El Deuteronomio (24, 1) inscribió en la ley de Moisés un proceso de divorcio, que permite al hombre repudiar a su mujer «si no ha hallado gracia a sus ojos y ha descubierto en ella alguna fealdad». Más tarde, los rabinos discutirán la extensión de este triste privilegio y querrán hacer a Jesús arbitro de su controversia; pero Jesús atribuirá la concesión mosaica de divorcio «a la dureza de corazón» (Mt. 19, 8; Me. 10, 5). Pero hay que confesar que, mucho antes de Moi­sés, la unidad e indisolubilidad del matrimonio aparecen ya precarios. Los patriarcas, cuyas esposas hemos admirado y por las que Dios realizó sus promesas, tuvieron al mismo tiempo hijos de otras mujeres que cohabitaban a veces bajo el mismo techo, y hasta de esclavas. Los reyes, ungidos del Señor, tuvieron un verdadero harén: ya David, pero sobre todo Salo­món (1 Re. 11, 3). Hay, pues, regresión, por lo menos en las. costumbres, pues al mismo tiempo se desenvuelve el plan divino de salud, cuyo signo es ya el matrimonio, como pronto lo vamos a ver.

Sin embargo, a la vuelta del destierro, la profecía de Mala-quías presiente un espíritu nuevo-.

2 Mt. 19, 8.

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412 Matrimonio y virginidad

El Señor es testigo entre ti y \a mujer de tu juventud, que tú has despreciado, a pesar de que ella es compañera tuya y la mujer de tu alianza. ¿No hizo él un solo ser, que tiene carne y soplo de vida? Y este ser único ¿(jué busca, sino descendencia dada por Dios? Respetad, pues, vuestra vida, y no desprecies a la mujer de tu juventud. Porque yo aborrezco la repudia­ción, dice Yahvé, Dios de Israel, y que se arroje la iniquidad sobre su vestido, dice Yahvé de los ejércitos. Respetad vuestra vida, y no cometáis esta perfidia. (Mal. 2, 14-17.)

Ni entre los patriarcas, ni en la ley de Moisés ni entre los profetas, se tiene en cuenta la virginidad. Por lo contrario, se reputa desgraciada la mujer que no ha encontrado marido y es humillada la mujer estéril. Y es que el pueblo de Dios del Antiguo Testamento sólo se perceptúa y desenvuelve por la generación carnal. La promesa se dirige a la posteridad, a la raza. Y, sin embargo, los caminos de Dios son sorprendentes, pues da el hijo de la promesa a la estéril Sara:

i Grita de alegría, estéril, que no pares, lanza gritos de júbilo y regocijo, \ú <j«e no has tenido los dolores!

Porcfue más son los hijos de la abandonada, que los de la maridada, dice el Señor. (Is. 54, 1.)

La «estéril» forma parte de los «pobres», a los que Yahvé se complace en colmar de bienes (cántico de Ana: 1 Sam. 2, 5; Ps. 112, 9)3 .

«YO, EMPERO, OS DIGO...»: EL MATRIMONIO Y LA VIRGINIDAD EN LA LEY DE CRISTO

La enseñanza de Jesús anuncia dos cambios importantes en la condición del matrimonio.

a) Al abolir la tolerancia inscrita en la ley de Moisés, Cristo restablece la indisolubilidad y unidad del matrimonio, reponiéndolo en la luz .de sus orígenes y de los relatos del Génesis:

Fue dicho: «Todo el que despidiere a su mujer, déle un libelo de repudio.» Yo, empero, os digo cjue todo el qué repudiare a su mujer, fuera del caso de prostitución4, la hace adulterar, y todo el cjue se casare con la repudiada, comete un adulterio. (Mt. 5, 31-32.)

3 Cf. Sor Jeanne d'Arc, La chasteté et la virginité consacrée dans l'Ancien et le Nouveau Testament, p .14.

4 Preferimos traducir por «prostitución» la palabra griega ííopvEÍa que sugiere un enlace inconfesable, que no puede en caso alguno con-

En la economía de la salud 413

Y se lé acercaron unos fariseos para tentarle y le dijeron: «¿Es lícito o un hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?» Y El respondió diciendo-. «¿No habéis leído cjue el creador, al principio, los hizo varón y hembra, y dijo: «Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán, los dos una sola carne»? Así que ya no-son dos, sino una sola carne. Ahora bien, lo cjue Dios unió, el hombre no ha de separarlo.» Replicáronle ellos: «Entonces, ¿cómo es que Moisés nos mandó dar libelo de repudio y despedirla?» Díjoles El: «Por vuestra dureza de corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Ahora pues, yo os digo que todo el que repudiare a su mujer, a no ser por prostitución4, y se casare con otra, comete adulterio, y el que se casare con la repudiada, comete adulterio. (Mt. 19, 3-9; cf. Me. 10, 2-12.)

De este precepto del Señor es testigo Pablo con el mismo título que los evangelistas:

A los casados, empero, les mando no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe del marido — y si se separa, que permanezca sin casarse o que se reconcilie con el marido— y que el marido no repudie a su mujer.

(1 Cor. 7. 10-11.)

b) Ante pareja ley, los discípulos protestan (notémoslo bien, los discípulos y no los fariseos, cf. Me. 10, 10): «Si así están las cosas entre hombre y mujer, no conviene casarse» (Mt. 19, 10). La reflexión espontánea de los discípulos nos resulta preciosa, pues expresa la dificultad que encuentran los hombres de todos los tiempos desde la caída, y no sólo los israelitas «duros de corazón». La respuesta que les da Jesús muestra que para hallar de nuevo el sentido original del matri­monio, para aceptar su ley querida por Dios desde la creación, hay que remontarse al plano de la fe: «No todos comprenden esta palabra, sino sólo aquellos a quienes les es dado» (Mt. 19, 11). Por ese Jesús anuncia una realidad completamente nueva: la. continencia.

Porque hay eunucos que nacieron así desde el seno de sus madres, y hay eunucos que lo han venido a ser por acción de los hombfes, y hay eunucos que se han castrado- a sí mismo por amor del reino de los cielos.

(Mt. 19, 12.)

vertirse en matrimonio. Así interpreta el texto J. Bonsirven, Le dívorce dans le Nouveau Testament, fundándose en la tradición rabínica: «No puede repudiarse la propia mujer, a no ser que sé trate de falso matrimonio.» Por lo contrario, la traducción «fuera del caso de fornicación», fundada en la Vulgata, ha sugerido la posibilidad de una separación por razón de adulterio. De todos modos, la Iglesia, intérprete auténtica del pensamiento' y de la palabra de Cristo, rehusa ver ahí una excepción a la indisolubilidad del matrimonio (D. 977).

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4/4 Matrimonio y virginidad

A diferencia del Antiguo Testamento, en que la espera del reino era carnal, el Nuevo Testamento concede un lugar al celibato voluntario, a la virginidad abrazada por amor del reino de los cielos. No sólo es su lugar superior al del matri­monio, sino. que ella hace comprender la posibilidad del ma­trimonio uno e indisoluble. Aquí también, san Pablo explica claramente, en su carta primera a los corintios, la enseñanza del Maestro: la virginidad es amor al Señor e intimidad con El:

El no casado se preocupa de las cosas del Señor, mas el casado, se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agrade a su mujer, y está dividido. Por el mismo caso, la mujer no casada, como la virgen, se pre­ocupa de las cosas del Señor para ser santa de cuerpo y espíritu. La casada, empero, se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agrade al marido. Ahora bien, todo esto os lo digo para vuestro prouecrJO; no para tenderos un lazo, sino para llevaros a lo cjue conviene y a lo due une al Señor inseparablemente. (1 Cor. 7, 32-35.)

Pero la respuesta completa a la inquietud manifestada por los discípulos, como, por lo demás, la plena luz acerca de la virginidad, es dada por la revelación que el Señor no hizo a las turbas, sino que la dejó a sus apóstoles y a su Iglesia. El matrimonio ha venido a ser «misterio» en la pascua de Cristo, signo en adelante del amor de Cristo y de la Iglesia. De este amor reciben los esposos cristianos no sólo el ejemplo, sino también la gracia. Y este amor lo alcanzan las vírgenes sin. necesidad de pasar por el signo.

EN LA RESURRECCIÓN...

San Pablo da otra razón para recomendar el celibato •.

El tiempo es corto. Resta, pues, cjue quienes tienen mujeres, sean como si no las tuvieran... los cjue usan de este mundo como si no usaran del todo. Porgue pasa la figura de este mundo. (1 Cor. 7, 29-31.)

Efectivamente, la virginidad es, en este mundo, una anti­cipación de la vida eterna. En el cielo, no habrá lugar para el matrimonio como lo enseña Jesús y como lo entrevio san Juan en el Apocalipsis:

Los hijos de este tiempo toman mujeres y maridos, pero los due fueren dignos de alcanzar el otro tiempo y la resurrección de los muertos, no toma-

En la economía de la salud 415

rán mujeres ni maridos, pues tampoco pueden ya morir, porgue son seme­jantes a los ángeles y, siendo hijos de la resurrección, son hijos de Dios.

(Le. 20, 34-35; cf. Mt. 22, 30; Me. 12, 25.)

Y vi al cordero </«e estaba en pie sobre el monte Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, due tenían el nombre de él y el nombre de su Padre escrito sobre sus frentes... «Estos son los due no se mancillaron con mujeres, pues son vírgenes. Estos siguen al cordero por donde duiera vaya...»

(Apoc. 14, 1-4.)

2. «UN GRAN MISTERIO EN CRISTO Y EN LA IGLESIA» .

La condición totalmente nueva del matrimonio procede de la pascua de Cristo, cuyo signo es el matrimonio de los cris­tianos y cuya gracia trae el mismo matrimonio.

EL AMOR DE LOS ESPOSOS CRISTIANOS SIGNO DEL AMOR MUTUO ENTRE CRISTO Y LA IGLESIA

Queriendo dar a los cristianos casados las reglas que en­traña su estado, san Pablo les propone que imiten la mutua actitud de Cristo y la Iglesia:

Las mujeres estén sometidas a sus maridos como al Señor, pues el varón es cabeza de la mujer, como también Cristo es cabeza de la Iglesia, El, salvador del cuerpo. Ahora pues, como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.

Vosotros, varones, amad a vuestras mujeres, como también Cristo ha amado a su Iglesia, y se entregó por ella para santificarla, purificándola por el lavatorio del agua en su palabra. Así guiso El procurarse una Iglesia gloriosa, sin mácula ni arruga ni nada semejante, sino gue fuera sania y sin tacha. De la misma manera han de amar los maridos a sus mujeres, como a sus propios cuerpos. El gue ama a su mujer, a sí propio se ama. Y es así cjue nadie aborreció jamás su propia carne, sino gue la alimenta y cuida, como Cristo a su Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Es éste, misterio grande, pero yo bablo en relación con Cristo y la Iglesia. (Ef. 5, 22-32.)

Este texto, que sirve de epístola en la misa de los esposos, es de alta significación, tanto por lo que de suyo expresa, como por su enlace con las perspectivas de conjunto del Antiguo y Nuevo Testamento. La obra de Cristo, al fundar su Iglesia, es obra de amor: «Se entrego por ella.» Pero es un amor nupcial. Ya no forman más que una sola carne, pues la Iglesia

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416 Matrimonio y virginidad

es el cuerpo de Cristo, identificada Con El. No solamente la Iglesia entera, sino hasta la Iglesia local, como lo dice en otra parte Pablo de la iglesia de Corinto: «Yo os he desposado con un marido único, a fin de presentaros como virgen casta a Cristo» (2 Cor. 11,2). El bautismo, «baño o lavatorio de agua, acompañado de la palabra», es un rito de esponsales 5. La santidad que Cristo da a la Iglesia es.el adornó ofrecido a la esposa como regalo de bodas. Así pues, los esposos cris­tianos no tienen sino reproducir en su vida de matrimonio el dechado que se les propone. Ahora bien, si san Pablo evoca así la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia, no es por, simple deseo de edificación o para facilitar la espiritualidad fami­liar, pues en otras partes presenta este tema por sí mismo, sobre todo en Gal. 4, 21-31, en que la; Iglesia, la Jerusalén de arriba y madre nuestra, es comparada a Sara, esposa de Abrahán.

LAS MUPCIAS DE CRISTO Y DE LA IGLESIA EN LOS ESCRITOS DE SAN IUAN

Por otra parte, la Jerusalén de arriba, esposa de Cristo y madre, reaparece en el Apocalipsis. Aquí la vemos llegar para las bodas, hermosa y adornada, como en el texto de la carta a los efesios:

Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porgue ban llegado las bodas del cordero, y su esposa se ha preparado y le ha sido dado vestirse de lino de limpieza esplendente — el Uno son las obras justas de los santo,—. Luego me dijo-. «Escribe-. Bienaventurados los cjue son invitados a las bodas del cordero.» (Apoc. 19, 7 ss.)

Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, (fue -descendía del cielo, de la morada de Dios, preparada como una novia adornada para su esposo.

(Apoc. 21, 2.)

A la fiesta de bodas, sucede la intimidad del diálogo:

El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!» Y-el gue lo oye, diga: «¡Ven!» (Apoc. 22, 17.)

5 Cf. Ez. 16, 9. Este punto está particularmente subrayado por san Juan Crisóstomo en su primera catequesis bautismal.

En la economía de la salud 417

El cuarto evangelio, al comunicarnos el mensaje de Juan Bautista, nos presenta a Jeslús como el cordero, pero también como el esposo:

El c/ue tiene la esposa, es el esposo, pero el amigo del esposo, (fue está a su lado, oye su voz e íntimamente se alegra por la voz del esposo. Pues así este mi gozo es cumplido. (Jn. 3, 29.) 6 •

La exégesis moderna7, estudiando más detenidamente en el cuarto evangelio el relato de las bodas de Cana (Jn. 2, 1-17) y el de la muerte de Jesús (Jn. 19, 25-37), llega a conclusiones que se enlazan en más de un punto con la interpretación que daba ya lá tradición litúrgica y patrística. Los procedimientos literarios de Juan ponen de manifiesto su intención de afirmar la fundación de la Iglesia como unas bodas. Estas bodas mís­ticas las inaugura el milagro de Cana — «Jesús manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en El» (Jn. 2, 11)—, la muerte sobre la cruz las realiza: «Uno de los soldados le atra­vesó con la lanza el costado y al punto salió sangre y agua» (Jn. 19, 34).

He aquí lo que canta, durante la celebración de las bodas, la liturgia siríaca:

Gloria... al esposo celeste, gue, por su amor, se desposó con la Iglesia manchada de las naciones y,' por su crucifixión, la purificó y lavó e hizo de ella su esposa gloriosa... Jamás ha habido esposa como la gue desposó el Primogénito. El se la ganó antes de todas las cosas y en su muerte te ofreció el banquete de bodas. Subió sobre el madero y ella estaba a su lado. Abrió su costado y ella fue lavada con su sangre8.

Hay que subrayar sobre todo la manera como Juan, al des­cribirnos la muerte de Jesús, nos recuerda el relato de la crea­ción de Eva.

EL «MISTERIO» DE ADÁN Y EVA, VISTO A LA LUZ DEL NUEVO TESTAMENTO

Al crear el primer hombre y la primera mujer, Dios miraba ya a Cristo. Todos los pormenores que trae el Génesis se veri-

* Recordemos que Jesús mismo se llama el esposo, dorante cuya presencia no se debe ayunar: Mt. 9, 14-15; cf. 22, 1-14; 25, 1-13.

7 Es imposible desarrollar aquí este tema, cuyos elementos se hallarán en F. M. Braun, La mere des ftdéles, 1953; M. E. Boismard, Du baptéme a Cana, Cerf, París 1956.

8 En «L'Orient syrien» 2 (1957), p. 23-24.

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418 Matrimonio y virginidad

ficarán en el evangelio de Juan: «Del costado de Cristo dor­mido en la muerte, brotaron los sacramentos, es decir, la sangre y el agua, por los que ha sido instituida la Iglesia» (1, q. 92, a. 3), a la manera como del costado de Adán, dormido profundamente, había Dios creado a Eva. Por eso, desde el principio, el matrimonio era signo de Cristo venidero (3, q. 61, a. 2, ad 3).

Pero hay un vínculo más profundo que la alegoría, pues a Eva se le anunció que la redención vendría de su descen­dencia •. «Enemistades pondré — dijo Yahvé a la serpiente — entre ti y la mujer, entre su linaje y el tuyo; él aplastará tu cabeza y tú acecharás a su calcañar» (Gen. 3, 15).

Así pues, la maternidad de Eva no es solamente imagen, sino comienzo de la historia de la salud, que terminará en Cristo, nacido de una mujer.

LA PEDAGOGÍA DEL MISTERIO DE LAS NUPCIAS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

El lenguaje del Nuevo Testamento no tenía nada de sor­prendente para quienes habían gozado de las preparaciones divinas del Antiguo. Antes de que Pablo y Juan presentaran el misterio de la salud como las bodas de Cristo y de la Iglesia, antes aun de que Juan Bautista hablara de Cristo esposo, los profetas, el Cantar de los cantares y los salmos habían enseñado a distinguir el amor de Dios para con su pueblo y la alianza, bajo el signo del matrimonio9.

Este mensaje es inaugurado por Oseas, y no sólo por sus palabras, sino en su misma vida conyugal, que es dada por Yahvé como signo. Al sufrir la infidelidad de su esposa, des­cubre y anuncia los sentimientos de Yahvé para con su pueblo que ha prevaricado: reprende a la culpable y le da nuevamente su amor como el primer día de las bodas, a fin de mostrar que Yahvé tiene misericordia de Israel y puede curarlo de su pecado (Os. 1, 2; 3, 1-5).

Jeremías repite y desenvuelve el mensaje de Oseas, insis­tiendo con idénticas expresiones de amor conyugal sobre el amor tierno de Dios para con la «virgen Israel», sin desalen­tarse por sus rebeldías:

9 Aquí no haremos más que resumir el cuaderno 18, L'Epoux et VEpouse, de la Ligue cath. de PEvangile, 1955.

En la economía de ía salud 419

Con amor eterno te he amado, por eso te be guardado mi gracia. De nuevo te edificaré: serás reconstruida, virgen Israel... Vuélvete, virgen Israel, retorna a estas ciudades, cjúe son tuyas. ¿Hasta cuándo andarás de acá para allá, virgen infiel? Porcjue Yahvé ha hecho cosa nueva sobre la tierra: la mujer busca a su marido. (Jer. 31, 3; 21-22).

Con este mensaje hay que relacionar' Lam. 1, y sobre todo, h. 54, 1-14 (que aprovechará san Pablo en la carta a los gálatas), Ez. 16 y, finalmente, Is. 60-61, que anuncia a Apoc. 21.

Acaso con más interioridad, el Cantar de los cantares y el salmo 44 cantan el epitalamio de Yahvé y su pueblo en térmi­nos de tanto color e imágenes que los exegetas han sentido a menudo la tentación de ver sólo en ellos cantos de circuns­tancias, compuestos para bodas exclusivamente terrenas. Sin embargo, a la luz de todo el conjunto de la revelación profé-tica, hoy no cabe duda de que estas descripciones del amor mutuo del esposo y la esposa, expresan la intimidad de amor a que Dios convida a Israel y a cada alma fiel. De ahí que el Cantar de los cantares haya sido siempre el libro predilecto de los maestros de la mística, un san Bernardo, un santo Tomás y un san Juan de la Cruz.

DEL SIGNO A LA REALIDAD

a) Así pues, el matrimonio es el SÍ MO bíblico por exce­lencia de la alianza redentora, prefigurada y anunciada desde el Génesis y, sobre todo, en los profetas, y cumplida por Cristo sobre la cruz.

b) Por no ser más que un signo, cederá el paso a la reali­dad, cuando llegaren las «bodas eternas del cordero» o cuando tenga lugar «la vuelta de las bodas», es decir, en la parusía del Señor:

Haznos dignos, Señor, de participar de la alegría de tu convite cjue no tiene fin, y del júbilo de tu cámara nupcial c¡ue no sabe de término...

(Liturgia siríaca del matrimonio.) 1 0

1 0 En «L'Orient syrien» 2 (1957), p. 26-27.

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420 Matrimonio y virginidad

c) Aun en la tierra, el matrimonio es inferior a la virgi­nidad que permite al alma amante alcanzar la realidad del amor divino sin pasar por el signo, y celebrar los esponsales con Cristo:

Aun cuando ningún entredicho disminuye el honor deí matrimonio y la bendición nupcial permanece sobre la unión santa, hay, sin embargo, almas más altas cjue desechan la unión camal del hombre y la mujer, desean el sacramento, pero no imitan lo cjue en las nupcias se hace, sino cjue aman .lo cine por las nupcias se significa. (Prefacio romano de la consagración de las vírgenes.)

d) Pero este signo resulta, en la economía sacramental, eficaz de lo que significa. La tradición y el magisterio de la Iglesia ha hecho de él uno de los siete sacramentos de la nue­va ley.

II

EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

1. EL MATRIMONIO DE LOS CRISTIANOS ES UNO DE LOS SIETE SACRAMENTOS

La afirmación de la fe está expresada en estos términos por el concilio de Trento:

Si alguno, dijere cjue el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la ley evangélica, instituido por Cristo Señor, mas pretendiere cjue es una invención de los hombres en la Iglesia o c¡ue no contiene la gracia, sea anatema. (D. 971.)

Esta condenación se dirige contra Lutero y Calvino, pero no cabe duda que los novadores hallaban apoyo en las dispu­tas de los siglos precedentes. Una desconfianza inveterada res­pecto a las realidades terrestres o carnales había llevado desde la antigüedad a nósticos y maniqueos a negar la santidad de las nupcias. Sin hablar de estas concepciones heréticas, algunos teólogos del siglo xn se resistían a inscribir el matrimonio en la lista de los sacramentos instituidos por Cristo para producir la gracia, unos negándole la cualidad de signo sagrado, otros la eficacia de la santificación *. Mucho más que los argumentos con que los padres combatieron cada vez estos diversos erro­res, la práctica de la liturgia es la prueba de la fe dé la Iglesia. Todos los ritos de oriente y occidente celebran el matrimonio y afirman su gracia. Santo Tomás insistió sobre el hecho de que este sacramento posee una fisonomía original. El doctor angélico nos disuade de los razonamientos de pura analogía con los otros sacramentos y esboza, por su parte, una síntesis doctrinal, cuyos elementos se hallan ya en san Agustín y que, hecha en adelante clásica, reaparece en las encíclicas de León XIII y Pío XI. •

1 Se hallará un resumen de sus objeciones con las respuestas de santo Tomás en Süpl. q. 42, a. 1-3.

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422 Matrimonio y virginidad

2. LA LITURGIA DEL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

Aun desde el punto de vista litúrgico, el sacramento del matrimonio se halla en una situación completamente particular. Su celebración, menos ligada a las leyes generales del culto cristiano, admite expresamente todas las costumbres y par­ticularidades locales, con tal que sean legítimas y laudables (can 1.100); pero, además, en caso de necesidad, el aspecto litúrgico del matrimonio podría reducirse de tal modo que el derecho prevé circunstancias excepcionales en que no se re­quiere ni la presencia misma del sacerdote (can. 1.098 para la Iglesia latina).

PRINCIPIOS TRADICIONALES ACERCA DE LA CELEBRACIÓN DEL MATRIMONIO

Dos principios tradicionales, aparentemente contradicto­rios, rigen en efecto la celebración del matrimonio de los cristianos.

a) El primero es que «los cristianos se casan como todo el mundo», según la fórmula del Discurso a Diocjneto 2. El papa Nicolás I explica con más precisión: «El consentimiento de los que se casan es suficiente conforme a las leyes; si éste falta, todo lo demás, es vano» (D. 334). La Iglesia, ciertamente, manifiesta otras exigencias y éstas se han hecho hasta tal punto estrictas que comprometen normalmente la validez del contrato, como la bendición del sacerdote en oriente y la pre­sencia del párroco en occidente. Pero estas exigencias no afec­tan a lo esencial del sacramento, no alcanzan a los esposos que reciben el bautismo después del matrimonio, y sólo pro­gresivamente se han ido imponiendo. Los primeros cristianos aceptaron los' usos de su propia ciudad, los ritos familiares preexistentes, lo cual les obligó a un esfuerzo profundo de cristianización, a una rotura con todo lo idolátrico y licencioso. Este esfuerzo sigue siendo indispensable en todo tiempo, pues el establecimiento de una liturgia deja al matrimonio su carác­ter propio: este sacramento es un acto de ía sociedad de ios hombres.

C(. PA, p. 845 ss. Este discurso pertenece al siglo 11 o princi­pios del ni.

El sacramento del matrimonio 423

b) Pero el matrimonio de los cristianos es una realidad c¡ue sobrepasa ía sociedad de los hombres. A veces choca con las leyes del César, cuando, por ejemplo, la autoridad civil acepta el divorcio, como en el imperio romano, o la poligamia, como bajo la dominación musulmana. De ahí que la Iglesia tenga que intervenir para recusar ciertas uniones o para rati­ficar ciertas otras. Es menester manifestar sobre todo, si es posible, que el matrimonio es un sacramento y, por este título, un acto de culto. De ahí el deseo manifestado ya por san Ignacio de Antioquía a comienzos del siglo n:

Respecto a los cjue se casan, esposos y esposas, conviene (\ue celebren su enlace con conocimiento del obispo, a fin de {fue el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo3. Que todo se haga para honra de Dios. (Carta a Policarpo 5, 2, PA, p. 500.)

Y la precisión aportada por san Ambrosio, al fin del siglo ív: «El matrimonio ha de ser santificado por el velo sacerdotal y la bendición» 4.

Por eso, sin contradecir en nada al principio sentado por Nicolás I, se ha constituido una liturgia del matrimonio, en la que se destacan tres orientaciones fundamentales, por encima de la diversidad de usos y de ritos: 15 Se ha tratado de tras­poner al plano litúrgico los gestos humanos, sociales y consue­tudinarios del matrimonio, y el obispo o su representante asume el papel de padre de familias. 25 El vínculo entre e! matrimonio y la eucaristía se ha subrayado, ora celebrando efectivamente la misa, ora comulgando sin misa. 32 El con­trato mismo, acto jurídico por excelencia, se concluye «in facie Ecclesiae» (en paz y en haz de la santa madre Iglesia). Se ha querido que fuera público, es decir, dado de viva voz ante testigos y en lugar público, luego se lo introdujo en el santuario mismo, se lo rodeó de oraciones y la Iglesia ha exigido, en occidente, bajo pena de nulidad, que el párroco o su delegado sea testigo calificado 5. En oriente, la bendición del sacerdote

3 Estas expresiones han de entenderse de un paso previo, no de un acto litúrgico.

4 Epíst. 19, 7; MI, 16, 984. 5 Las exigencias de publicidad y presencia del sacerdote son bastante

recientes. Formuladas por el concilio de Trente en Í563 (decreto Tametsi). pero publicadas sólo en algunos países, no se extendieron a todos los matri­monios de católicos hasta san Pío X (decreto Ne temeré, de 1907).

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424 Matrimonio y virginidad

se requiere, por el derecho canónico, para la validez misma del matrimonio, por lo menos en la legislación moderna 6.

LA LITURGIA DESMATRIMONIO EN ORIENTE

El aspecto litúrgico del matrimonio se ha desarrollado efec­tivamente más en oriente que en occidente. Se hallan cierta­mente elementos comunes al conjunto de la Iglesia: la bendi­ción, del sacerdote con la evocación de las santas mujeres de la Biblia, el salmo 127, la bendición de los anillos, la unión de las manos, etc. Pero contiene un elemento característico, desconocido de los rituales latinos: la coronación de los es­posos. Rito primitivamente familiar, pero cumplido ahora por el obispo o sacerdote, la coronación tuvo su comentador clásico en san Juan Crisóstomo: «Se pone una corona sobre la cabeza de los esposos, símbolo de su victoria, porque se adelantan invictos hacia el puerto de la salud, sin haber sido vencidos por el placer»7. La victoria del matrimonio cristiano sobre las pasiones se subraya también, por lo menos entre los bizantinos, por préstamos tomados a la liturgia de los mártires.

Por otra parte las Iglesias de oriente se complacen en dar carácter litúrgico a los gestos humanos del matrimonio. Así, entre los sirios, se va en procesión a la comida de bodas que es a menudo presidida por el sacerdote. Existen también cere­monias que hay que cumplir en casa; por ejemplo, entre los armenios, la bendición de los vestidos nupciales y de la copa.

Finalmente, donde el matrimonio no lleva consigo la cele­bración de la misa, se lo rodea, no obstante, de lecturas bíbli­cas, de cantos y oraciones, que constituyen una catequesis viva y muy rica del sacramento.

LITURGIA DEL MATRIMONIO EN LA IGLESIA LATINA

Si se exceptúan las Galias y España, en que el sacerdote iba a bendecir el lecho conyugal, el occidente sólo ha desarro­llado los ritos del matrimonio dentro del edificio del templo o en sus pórticos. La liturgia romana, que se extendió prác-

6 Aquí tampoco se toca al principio de que lo esencial es el contrato, pero la Iglesia, por su autoridad, puede añadir condiciones de validez Cf. LMD 50 (1957), p. 68-69.

7 Hom. IX in i Tim., núm. 2 ; MG 62, 546.

El sacramento de\ matrimonio 425

ticamente a toda la Iglesia latina, sólo conoció primeramente el gesto del velo acompañado de la bendición sacerdotal. El velo" ha desaparecido, pero la bendición, colocada dentro mismo de la misa, ha recibido mayor solemnidad. En la edad media, el intercambio de consentimientos, que hasta entonces se había hecho fuera de la Iglesia y sin intervención del sacer­dote, fue colocado bajo la protección de la jerarquía y cele­brado ante la puerta de la Iglesia, luego ante el altar. Finalmente, ciertas ceremonias, como la entrega del anillo, que primitiva­mente formaban parte de los esponsales, han tomado un sen­tido nuevo al acompañar el intercambio de consentimientos8.

a) El intercambio de consentimientos tiene, pues, que tener lugar en adelante, so pena de nulidad, en presencia del pá­rroco o su delegado que interroga a los novios, y ante otro? dos testigos. Tiene lugar dentro de la Iglesia, excepto en casos excepcionales, y va precedido de una catequesis del sacerdote. La fórmula varía según los usos locales. Señalemos no obstante una o dos, muy expresivas, usadas antiguamente en algunas regiones:

N... cjuieres a N..., aguí presente, por mujer y esposa y te prometes cjue, bien y lefAmenté, de tu cuerpo y de tus bienes le darás parte, sana y enferma, la guardarás, y por ninguna otra la cambiarás, tal como Dios lo ha instituido y ordenado, y lo guarda y manda nuestra santa madre la Iglesia. (Meaux, estatutos de 1493.)

N..., decid después de mi-. «Yo te tomo por mujer y esposa y te juro por la je cjue debo a Dios y por mi parte de paraíso, gue te seré fiel marido, y te guardaré lealtad de mi cuerpo y de mis bienes, y cuanto pudiere te asistiré en todas tus necesidades, en tanto plega a Dios dejarnos juntos, tal como El mismo lo manda, y nuestra santa madre la Iglesia lo ordena.

(Meaux, Ritual de 1617.) 9

b) Después del cambio de consentimientos, tiene lugar la unión de las manos, gesto que actualmente simboliza el don mutuo de los esposos, mientras los antiguos romanos le daban una significación completamente distinta10. La fórmula dicha

8 En ciertos lugares, se ha mantenido el don de una moneda, que se considera constituir las arras.

9 Fórmulas citadas por J. B. Molin, La liturgie meldoise du mariage, en «Bulletin de la Société d'histoiré et d'art du diocése de Meaux» 7 (1956), p. 295.

!? Efectivamente, el padre ponía la mano de la novia en la del esposo, para significar que dejaba de estar bajo la autoridad paterna para pasar a estar bajo la del marido.

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426 Matrimonio y virginidad

por el sacerdote atestigua y ratifica el matrimonio que acaban de contraer los esposos, pero no tiene por sí misma valor alguno efectivo: «Yo os uno en matrimonio en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.»

c) Seguidamente, el sacerdote bendice el anillo de la es­posa, símbolo de la fidelidad que guardará a su marido y signo también del amor mutuo. Primitivamente, era una simple joya de hierro, presentada en el momento de los esponsales. El uso germánico la convirtió en anillo nupcial. Los nombres que se le dan en las diversas lenguas expresan muy bien el vínculo que atestigua: «alianza» en francés (y por imitación francesa tam­bién en español), fede en italiano, etc. El ritual romano no prevé más que un anillo, siendo así que el uso es que también lo lleve el esposo. Los rituales alemán y español bendicen dos.

d) El rito se concluye con oraciones formadas de ver­sículos de salmos y de una oración del celebrante. Si carecen de originalidad, es que no se meten en el terreno de la verda­dera bendición de los esposos que se da normalmente durante la misa.

e) Efectivamente, hasta la edad media, la misa fue el marco único de la liturgia romana del matrimonio. Durante su celebración da el sacerdote la bendición nupcial; para po­derla recibir fuera de la misa, se requieren circunstancias excepcionales. Las lecciones de la misa: Carta a los efesios evangelio tomado de Mt. 19, los cánticos sacados del libro de Tobías y del salmo 127, constituyen la catequesis oficial del sacramento. Las oraciones invitan a la comunidad entera a rogar por el nuevo hogar. Antaño, un prefacio propio daba gracias de que, «por la fecundidad del matrimonio, se acre­cienta la fecundidad de la Iglesia, y la alianza del hombre y la mujer, fortalecida por el yugo amable de la concordia y de la paz, sirve para la multiplicación de los hijos de adopción».

/) La misa supone la comunión de los esposos. Caída en desuso en épocas de rigorismo y debilitamiento del sentido cristiano, ha quedado sin embargo inscrita en los libros litúr­gicos, que prevén que el sacerdote consagre en la misma misa las formas necesarias. En nuestros días se la ha rehabilitado

El sacramento de] matrimonio 421

felizmente, pues tiene doble importancia. Por una parte, todos los grandes actos de la vida y, sobre todo, los actos sacramen­tales han de concluir con la comunión (iniciación cristiana en sus diversas etapas, ordenación, profesión religiosa, peligro de muerte...); por otra parte, lo nota santo Tomás (3, q. 65, a. 3), «el matrimonio, se da la mano con la eucaristía por su simbo­lismo, en cuanto representa la unión de Cristo y de la Iglesia, cuya unidad figura la eucaristía misma». La fuente de gracia del sacramento del matrimonio es el misterio pascual cuyo signo es; pero la eucaristía lo.contiene realmente. He aquí lo que dice un autor bizantino:

La Iglesia hace bien en preparar los dones divinos para la bendición de los esposos. Así se hace presente en este matrimonio Acjuel cjue da y se da, y gue está ahí al mismo tiempo para la unión y armonía de los esposos en la paz. (Simeón de Tesalónica.) U

0) Actualmente, el celebrante bendice a los esposos en dos momentos de la misa de velaciones: después del paternóster y después del Ite missa est. Esta última bendición, de origen mozárabe, introducida bastante tardíamente en el misal, repite los votos de Raquel y de Cabriel a los jóvenes esposos Tobías y Sara (Tob. 7, 15; y 9, 11).

La oración romana tradicional es la bendición que sigue al paternóster y que primitivamente precedía al ósculo de paz. Hoy día se la lee simplemente; pero antaño se la cantaba en el tono de los prefacios solemnes consecratorios. Ya hemos citado varios extractos de su primera parte, que evoca los diversos momentos de la economía de la salud. Siguiendo a san Pablo, recuerda que el Señor «ha consagrado la unión conyu­gal con un misterio tan excelente, que venga a figurar el mis­terio de la unión de Cristo con la Iglesia». Los votos o deseos pronunciados por el sacerdote miran exclusivamente a la es­posa. Lo que no es de maravillar sabiendo que, en la anti­güedad profana, la esposa ocupaba el centro de las ceremonias familiares del matrimonio. Otra razón es su maternidad futura, fin primero de la institución matrimonial y otra, en fin, el simbo­lismo mismo del sacramento: se bendice a la mujer, imagen de la Iglesia; y no al hombre, imagen de Cristo. «Sea su matri-

1 1 Citado por I. H. Dalmais, Liturcjie du mariage dans les églises orientales, en LMD 50 (1957), p. 64.

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428 Matrimonio y virginidad

monio yugo de amor y paz; casta y fiel, cásese en Cristo...» Las cualidades que se piden para ella, son las de las mujeres de los patriarcas (cf. supra), y, además, que «sea instruida en la doctrina celestial». A ambos se les desea que «vean a los hijos de sus hijos, hasta la tercera y cuarta generación».

h) La disciplina tradicional de la Iglesia prohibe o disuade celebrar las bodas en los tiempos de penitencia, adviento y cuaresma r2. Por lo menos, en estos períodos, ha de excluirse toda solemnidad. El matrimonio es, efectivamente, una fiesta que lleva consigo regocijo y banquete, lo que es opuesto al estilo de la vida de penitencia, como vimos en el capítulo quinto. Pero además, la Iglesia desea que la penitencia llegue hasta la privación del uso del matrimonio, como lo han enten­dido los esposos cristianos y como se exigió en las edades de fervor.

3. PROFUNDIZARON DE LA TEOLOGÍA DEL SACRAMENTO

Los teólogos han sentido alguna dificultad en precisar la naturaleza del signo del sacramento del matrimonio, como también en explicar el vínculo entre este signo (sacramentum tantum) y la realidad que significa-. La razón es que esta última (res sacramenti) es doble: la unión de Cristo y de la Iglesia, por una parte, y la gracia dada a los esposos, por otra.

EL SIGNO SACRAMENTAL

a) No obstante las vacilaciones de ciertos autores anti­guos, una cosa es ante todo cierta: la bendición del sacerdote no forma parte, ni aun en oriente en que se requiere para la validez, del signo sacramental. Es un sacramental, que tiene por fin desenvolver y acentuar el signo mismo, pero de insti­tución puramente eclesiástica, lo mismo que la unción con.el crisma en el bautismo13.

b) Tampoco es necesario para la validez que el matri­monio sea consumado por el acto conyugal, como lo creyeron

12 D. 981; CIC, can. 1.108. 13 Supl, q. 42, a. 1, ad 1; q. 45, a. 5.

El sacramento del matrimonio 429

algunos canonistas medievales. Cierto que el matrimonio no consumado no ha alcanzado aún el grado de indisolubilidad irrevocable, hasta el punto de que la Iglesia puede disolverlo. Por otra parte es cierto también que el vínculo carnal es objeto propio del contrato matrimonial. Por ahí se ve toda su im­portancia. Pero el matrimonio de María y José fue verdadero matrimonio, a pesar de no haber sido consumado. Ahora bien, por excepcional que fuera su vocación, la espiritualidad cris­tiana ha creído siempre que podía ser imitada14.

c) Así pues, el signo reside en el contrato, en la mani­festación exterior y sensible del consentimiento mutuo de los esposos. Manifestación exterior, sin la cual no habría signo, y que normalmente consiste en palabras (can. 1.088, 2). Consentimiento, es decir, acto libre por el que los esposos se dan de presente derecho mutuo de realizar entre ellos la cópula carnal. Sería vano buscar aquí, como en los otros sacramentos, la distinción entre gesto y palabra. La palabra es todo e! signo, porque ella expresa y crea el estado de matrimonio.

d) Consiguientemente, hay entre el contrato y el sacra­mento identidad tal que no puede haber matrimonio entre dos cristianos, cjue no sea a par sacramento. Todo lo que vicia el contrato, anula el sacramento, y todo lo que excluye el sacra­mento hace nulo el contrato. Sin haberlo hecho objeto de una definición solemne, este principio es afirmado con insistencia por la encíclica Arcanum de León XIII, por el código de derecho canónico (can. 1.012) y la encíclica Casti connubü de Pío XI. Sería un grave error imaginar una especie de matrimonio en dos tiempos: el primero, el contrato, acto puramente humano de la ciudad terrestre; el segundo, la consagración de este contrato por el sacramento de la Iglesia. La mayor parte de las sociedades modernas niegan los derechos civiles al matri­monio contraído ante la Iglesia y obligan a los católicos a pre­sentarse ante el oficial civil para expresar sus consentimientos antes de manifestarlo en la iglesia ante el párroco. Este hecho hace más difícil la pedagogía del sacramento del matrimonio; porque si los esposos no son cristianos, el matrimonio civil es verdadero matrimonio no sacramental, pues no están bau-

14 Supl., q. 42, a. 4; y 48, a. 1.

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430 Matrimonio y virginidad

tizados. Si los esposos son cristianos, pero no han formado nunca parte de la Iglesia católica (por ejemplo, protestantes), el matrimonio civil es a par sacramental; pero, para los cató­licos, el matrimonio civil no es verdadero matrimonio, pues sólo pueden contraerlo válidamente ante el párroco o su dele­gado. Finalmente, cuando dos no cristianos, casados ya váli­damente, reciben el bautismo, no se renueva su matrimonio. Este pasa a ser sacramental por el hecho mismo del bautismo 13.

e) El matrimonio puede ser nulo, ora por defecto exterior de consentimiento que no se ha manifestado; ora por defecto, interior de este mismo consentimiento, por no haberse dado libremente, por haber sido simulado, por no referirse al verda­dero objeto del matrimonio, por excluir algunos de sus ele­mentos esenciales, por estar ligado a condiciones no realizadas; sea por defecto de las solemnidades exigidas por la Iglesia: presencia del párroco o su delegado y de dos testigos; ora, finalmente, por la existencia de un impedimento dirimente 16.

/) Por haber recibido de Cristo la misión de administrar y regular los sacramentos, la Iglesia tiene derecho, en virtud de esta misión, a prescribir condiciones de solemnidad para el matrimonio de los bautizados y ello so pena de nulidad, por ejemplo, la bendición del sacerdote en oriente, la presencia del párroco o su delegado en la Iglesia latina. La Iglesia tiene tam­bién derecho a señalar impedimentos y dispensar de ellos y tiene, finalmente, poder enseñar cuáles son los impedi­mentos de derecho natural y divino y en qué condiciones

1 5 El matrimonio de un cristiano con un no cristiano ha de ser autorizado por la Iglesia, que, dispensa de la disparidad de culto. ¿Es en este caso sacramental para la parte no católica? Las razones que pueden darse con la afirmativa no son en modo alguno decisivas.

1 6 No es este el lugar para exponer por menudo los impedimentos del matrimonio. Baste recordar que son de dos clases: dirimentes, que anulan el matrimonio, y prohibentes, que lo hacen simplemente ilícito o culpable. Algunos se fundan en la naturaleza misma de las cosas y no pueden ser objeto de dispensa alguna, como la impotencia, la persistencia de un vínculo matrimonial anterior, el parentesco en línea directa, etc. Otros son entredichos puestos por la Iglesia, como el vínculo de la ordenación, de la profesión solemne, del parentesco espiritual. Otros, en fin, expresan el peli­gro que entrañan ciertas uniones, y en este caso han de tomarse precau­ciones o garantías para que pueda permitirse el matrimonio: matrimonio entre parientes de segundo o tercer grado en línea colateral, de una> parte católica con otra no católica, etc.

Eí sacramento del matrimonio 431

pueden ser, eventualmente, dispensados. Así lo afirma el con­cilio de Trento (D. 973-974).

g) Puesto que el sacramento tiene por signo exclusivo el contrato ¿cabe decir que los esposos son los ministros del sacramento y que mutuamente se lo administran? La segunda fórmula es evidentemente errónea, pues el sacramento se cons­tituye por el hecho de que los contrayentes son bautizados y no sólo porque intercambian sus consentimientos y, por otra parte, el signo se constituye por el cambio mutuo, tomado como un todo único. En rigor puede decirse que los esposos son «ministros»; pero esta expresión, que es bastante corriente, corre riesgo de resultar equívoca, si no se atiende bien a la naturaleza de este sacramento. Efectivamente, los otros sacra­mentos exigen actos, cuyo fin y sentido son exclusivamente de orden sobrenatural, al paso que aquí se trata de una insti­tución natural y de actos terrenos que son levantados a la dignidad sacramental por el carácter bautismal de los esposos.

EL INTERCAMBIO'DE CONSENTIMIENTOS CREA EL ESTADO DE MATRIMONIO, EL VINCULO MATRIMONIAL

Pero ¿qué relación hay entre el «sí» de los consentimientos (sacramentum tantum) y la cosa significada: el amor de Cristo y de la Iglesia a par de la gracia sacramental (res sacramenti)? Para comprenderlo, hay que hacer intervenir una realidad intermedia, que és el resultado del consentimiento y, a su vez, símbolo de la realidad sagrada (res et sacramentum). En efecto, el intercambio de consentimientos crea el vínculo matrimonial (can 1.110), el estado del matrimonio que es, por su natu­raleza, perpetuo y exclusivo. No se trata de un carácter, como en el bautismo, la confirmación y el orden, pues la muerte de uno de los cónyuges lo destruirá. Es vínculo que da a par derecho y deber recíprocos del acto conyugal, que es fuente de amor y símbolo del amor de Cristo a su Iglesia, y de esta manera es significada y producida la gracia divina (Supl., q. 42, a. 1-3).

LA REALIDAD SIGNIFICADA (RES SACRAMENTO

. a) Hemos dicho que la realidad significada es doble: la una, contenida en el vínculo conyugal que la causa, es la gra-

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432 Matrimonio y virginidad

cia sacramental, la otra, simbolizada por él, pero no contenida en él, es la pascua de Cristo en cfue El se entrega por amor a su Iglesia. Sin embargo, aunque no esté contenida en el vínculo, esa realidad es la fuente de la gracia que se da en el matri­monio por la eficacia del signo (Supl, q. 42, a. 1, ad 4-5).

b) ¿En cfué consiste esta gracia sacramental? Esta gracia transfigura el amor humano y asegura la indisolubilidad, según las expresiones mismas del concilio de Trento (D. 969), que han de tomarse tanto más a la letra cuanto que, como vamos a ver, los teólogos consideran siempre Ja indisolubilidad del matrimonio a la luz del sacramento. De un amor humano, el matrimonio hace un amor de caridad.

Cristo ha Querido Que los esposos, asistidos y fortificados por la gracia celeste, hallen la santidad en el matrimonio mismo. En esta unión, admirable­mente conforme al modelo de su mística unión con la Iglesia, bq becbo más perfecto el amor natural y ha estrechado más apretadamente, por el vínculo de la caridad divina, la sociedad indivisible del hombre y de la mujer.

(León XIII, ene. Arcanum, ASS 12 [1879-80], p. 388 ss.)

El sacramento del matrimonio permite a los esposos imitar el modelo divino que les propone la carta a los efesios y, sobre todo, cumplir para el reino celeste y no sólo para la ciudad terrena, su misión de padre y madre. «Donde están los dos — dice Tertuliano — está también Cristo» 17.

4. LOS TRES BIENES DEL MATRIMONIO CRISTIANO, SEGÚN LA TRADICIÓN

Queriendo exponer Pío XI los fines y leyes del matrimonio en su encíclica Casti connubii, tomó por base dos textos de san Agustín:

Estos —dice san Agustín— son los bienes por los cuales,son buenas las nupcias: la prole, la fidelidad, el sacramento.

En la fidelidad se atiende a Que, fuera del vínculo conyugal, no se unan con otro o con otra, en la prole, a (fue ésta se reciba con amor, se crie con benignidad y se eduQue religiosamente, en el sacramento, a Que el matri­monio no se disuelva, y a Que el repudiado o repudiada no se una a otro ni por razón de la prole. Esta es la ley del matrimonio: no sólo ennoblece la fecundidad de la naturaleza, sino Que reprime la perversidad de la incon­tinencia. (Ene. Casti connubii, núm. 8.) . - ••

17 Cf. LMD 50 (1957), p. 37.

El sacramento del matrimonio 433

Pedro Lombardo, lo mismo que santo Tomás, toman a san Agustín la enumeración de los tres bienes del matrimonio: «la fidelidad conyugal, los hijos y el sacramento» (Supl., q. 88. a. 2 s.). El método se ha hecho clásico en la enseñanza y puede utilizarse con fruto en la catequesis, con algunas precisiones.

LOS HIJOS

a) «El fin primero del matrimonio es la procreación y educación de los hijos» (can. 1.013, 1). Este axioma expresa la enseñanza tradicional de la Iglesia, repetido por la encíclica Casti connubii, ya formulado por santo Tomás (Supl, q. 48, a. 2) y proclamado por la liturgia:

Señor...., asistid benigno a esta institución del matrimonio Que orde uasteis para la propagación del género humano... (Bendición nupcial.)

Es el mandato mismo, dado por el creador al principio: «Creced y multiplicaos y llenad la tierra y sometéosla» (Gen. 1, 27). Es, finalmente, la ley natural del matrimonio válida para todos los hombres, lo mismo antes que después de Cristo, pero que la revelación cristiana eleva a un plano sobrenatural. Toda paternidad, en el cielo y en la tierra, toma su nombre del Padre del cielo (Ef. 3, 5). Los hijos de los hombres están destinados a ser hijos de Dios y ciudadanos del cielo. Y el don de la vida desenvuelve el don de sí mismo, no menos que la confianza en el Padre que alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo.

rt) Sin embargo, la doctrina de la Iglesia sobre este punto corre riesgo de ser mal presentada y mal interpretada. Efecti­vamente, la esterilidad de los cónyuges no anula el matrimonio. El matrimonio de María y José fue válido, legítimo a pesar de su voluntad de guardar la virginidad. Diversos motivos de prudencia cristiana y de consideración mutua entre los esposos fijarán también límites a la procreación de los hijos; pero estos límites serán decididos por los esposos en su libertad y digni­dad y no pueden serles impuestos desde fuera por la sociedad. Los cristianos no se asociarán tampoco sin más a campañas natalistas, pues el mandato dado por Dios de llenar la tierra no ha de torcerse de su verdadera significación. Los hijos son personas dotadas de un destino sobrenatural que impide po-

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434 Matrimonio y virginidad

nerlos al servicio de causas terrenas, como el estado o la economía.

c) El objeto preciso del consentimiento del matrimonio es «el mutuo derecho sobre el cuerpo, para el cumplimiento de los actos aptos de suyo a la generación de los hijos» (can. 1.081, 2), definición que deja lugar a las excepciones mencionadas seguidamente. Excluir este derecho sería excluir el matrimonio. La procreación de los hijos es también el fin primero del matrimonio en el sentido de que los esposos pecarían grave­mente desviando de este fin el acto conyugal. De ahí que el estado de matrimonio entraña delicados problemas de castidad que subrayan la necesidad, para los esposos, de un progreso constante en la fe y la caridad divina.

b) «El beneficio de la prole — dice Pío XI — no acaba con la procreación, sino que es necesario que a aquéHa se añada la debida educación-.

Porque insuficientemente, en verdad, hubiera provisto Dios, sapientí­simo, a los hijos, más aún, a todo el género humano, si no hubiese enco­mendado el derecho y la obligación de educar a Quienes dio el derecho y la potestad de engendrar. Porgue a nadie se te oculta (fue la prole no se basta ni se puede proveer a sí misma, no ya en las cosas pertenecientes a la vida natural pero mucho menos en lo gue dice relación con el orden sobre­natural, sino gue, durante muchos años, necesitan tal auxilio de la instruc­ción y de la educación de los demás. Y, claro, está bien, según lo gue exigen Dios y la naturaleza, gue este derecho y obligación de educar a la prole pertenece, en primer lugar, a guienes al engendrar incoaron la obra de la naturaleza y, habiéndola dejado imperfecta, les está totalmente prohibido exponerla a una ruina segura. (Ene. Casti connubii, núm. 13.)

LA FIDELIDAD CONYUGAL

La procreación y, sobre todo, la educación de los hijos suponen y requieren el amor mutuo de los esposos, un amor abnegado, no un amor egoísta, y un amor duradero. La dicha y expansión recíproca de los esposos no es el fin primero del matrimonio. El fin secundario, según la fórmula de los teólogos; pero es tanto más de considerar cuanto que es necesario para lograr el fin primero (cf. Supl., q. 49, a. 2, ad 1).

ÍJ) La fidelidad conyugal es ante todo la fidelidad mutua de los esposos en observar el contrato del matrimonio:

El sacramento del matrimonio 435

El marido pague a la mujer lo gue le debe, y lo mismo la mujer al marido. La mujer no tiene poder sobre su propio cuerpo, sino el marido. Y, por el mismo caso, tampoco el marido tiene poder sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os defraudéis uno a otro, a no ser, de común acuerdo, por un tiempo, para vacar a la oración, no sea gue, por vuestra incontinencia, os tiente Satanás. (1 Cor. 7, 3-5.)

b) La fidelidad conyugal prohibe toda relación carnal con tercera persona y exige la absoluta unidad conyugal, «ya prefi­gurada por el mismo Creador en el de nuestros primeros padres, cuando quiso que no se instituyera sino' entre un hombre y una mujer» (en ene. Casti connubii, núm. 16). Olvidada, como vimos más arriba desde la época de los patriarcas, la unidad conyugal ha cedido en todos los pueblos antiguos y hasta el advenimiento del cristianismo, ante los abusos de la poli­gamia y hasta de la poliandria, abusos que se perpetúan aún en las civilizaciones que no han recibido la influencia del evangelio. Porque fue Cristo quien restableció definitivamente el matrimonio en la ley de la unidad primitiva, repitiendo las palabras mismas del Génesis y precisando: «Ya no son dos, sino una sola carne» (Mt. 19, 6).

Si alguno dijere gue es licito a los cristianos tener al mismo tiempo varias mujeres y gue esto no está prohibido por ninguna ley divina, sea anatema. (Concilio de Trento; D. 972; cf. 969.)

c) Es contrarío a la fidelidad conyugal no sólo el adulterio consumado, sino aun el mismo pecado de pensamiento o de deseo: «Yo, empero, os digo, que todo el que mirare a una mujer para codiciarla, ya ha cometido adulterio en su cora­zón» (Mr. 5, 28).

d) La fidelidad conyugal es más que un deber de justicia: «Pide que el varón y la mujer estén unidos por cierto amor santo, puro, singular; que nó se amen como adúlteros, sino como Cristo amó a la Iglesia... a la cual, ciertamente, se abrazó con tan inmensa caridad, no por su conveniencia, sino solamente mirando a la utilidad de la esposa. Caridad, deci­mos, que no se funda solamente en el apetito carnal, fugaz y perecedero, ni en palabras suaves, sino en el afecto íntimo del alma y que se comprueba con las obras, puesto que, como suele.decirse, "obras son amores y no buenas razones"» (ene.

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436 Matrimonio y virginidad

Casti connubü, riúm. 17). «Institución... como comunidad, cos­tumbre y, sociedad de toda la vida» (Ibid., núm. 18).

e) La dignidad de la mujer, tan desconocida de las socie­dades paganas, está rehabilitada en el matrimonio cristiano. El hombre y la mujer tienen el mismo destino eterno, una vocación personal, obligaciones igualmente estrictas ante los deberes conyugales: «Entre nosotros — dice san Jerónimo — lo que no es lícito a las mujeres, tampoco lo es a los hombres. Idéntica es la servidumbre, idéntica es también la ley» (Epíst. 77; ML 11, 691). Sin embargo, en la sociedad familiar, ha de florecer lo que san Agustín llama «la jerarquía del amor»:

Lfis mujeres han de estar sujetas a sus maridos, como al Señor, porgue el varón es cabeza de la mujer, como Cristo lo es de la Iglesia.

(Ef. 5, 22-23.) W

Pero el papa Pío XI precisa: «En este cuerpo de la familia... si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón, y como aquél tiene el principado del gobierno, ésta puede y debe reclamar para sí, como cosa que le pertenece, el principado del amor» (ene. GJ5fi connubü, núm. 19; cf. 19-20). Estos principios

'subrayan la complement'ariedad de los sexos afirmada por la narración del Génesis, y la mutua ayuda que los esposos han de encontrar en el matrimonio.

/) Esta ayuda mutua es remedio de la concupiscencia, apoyo en la vida terrena, mas también fuente de progreso espiritual, «mutua formación interior», según la expresión de la encíclica Casti connubü, ideal expresado ya a fines del siglo n por Tertuliano 19 y que ha suscitado en nuestra época una importante corriente de espiritualidad familiar.

SACRAMENTO E INDISOLUBILIDAD

a) Fiel a la palabra de Cristo, la Iglesia enseña la indiso­lubilidad del matrimonio sacramental: «El matrimonio de los bautizados, válidamente contraído y consumado no puede ser

18 Cita completa supra, p. 415; cf. también 1 Cor. 11, 7-9; 1 Tim. 2, 13.

19 Véase particularmente el texto Ad uxorem citado en LMD 50 (1957), p. 37.

El sacramento del matrimonio 437

disuelto por ningún poder ni por ningún motivo, excepto la muerte» (can. 1.118). Principio que no dejó nunca de ser recordado en la legislación canónica de occidente, en los docu­mentos pontificios, señaladamente en la época moderna por las encíclicas ArCanum de León XIII y Casti connubü de Pío XI, y, sobre todo, en los actos del magisterio solemne: en los concilios de Florencia y de Trento. Hay que confesar que algunas Iglesias de oriente, separadas de la unidad, han aflojado en este punto. Para evitar el condenarlas, el concilio de Trento redactó en términos indirectos el canon 7 de la sesión 24.

Si alguno dijere (fue, a causa de herejía o por cohabitación molesta o por culpable ausencia del cónyuge, el vínculo del matrimonio puede disolverse, sea anatema. (D. 975.)

Si alguno dijere c¡ue la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña efue, conforme a la doctrina del Evangelio y los apóstoles no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges, y gue ninguno de los dos, ni siguiera el inocente, (¡ue no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cón­yuge, y (jue adultera lo mismo el (fue después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la (jue después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema. (D. 977.)

Volverse a casar en vida de uno de los cónyuges es un «atentado», en el lenguaje del derecho canónico, que pone a los culpables en la categoría de pecadores públicos, los priva consiguientemente de los sacramentos y de sepultura eclesiás­tica, los nota de infamia y, por esta razón, los declara inca­paces de ejercer válidamente los cargos de la Iglesia, entre otros el de padrinos del bautismo o confirmación (can. 2.356, 2.294, 2, etc.). Estas sanciones no han de presentarse como una vindicta de la Iglesia que defiende sus propias leyes. Se trata del orden divino de las cosas, de que la Iglesia es guardiana, pero no dueña. El Señor rechaza el divorcio. La ley divina no está sujeta, como la ley humana, a vicisitudes o dero­gaciones (ene. Casti connubü, núm. 22-23).

b) En la perspectiva de los padres y de los teólogos (señaladamente santo Tomás, Supl., q. 49, a. 2-4), la indisolu­bilidad del matrimonio está ligada al hecho de ser sacramento. Las nupcias de Cristo y la Iglesia constituyen la nueva alianza,

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438 Matrimonio y virginidad

el amor de Cristo a su Iglesia fue «hasta el fin» (Jn. 13, 1). Ahora bien, el matrimonio de los cristianos ha de reproducir la perfectísima unión que reina entre Cristo y su Iglesia (ene. Casti connubii, núm. 24). Efectivamente, el matrimonio de los cristianos es el solo que, válidamente contraído y consumado, es totalmente indisoluble. El matrimonio de los no bautizados fue también ciertamente restablecido en su ley del principio; pero existen, como veremos, excepciones a su indisolubilidad.

c) La cateejuesis del matrimonio no ha de descuidarse en hacer ver el bien profundo que la indisolubilidad procura a los cónyuges, a los hijos y a la sociedad y, como contraprueba, los estragos causados por el divorcio en los países que lo admiten. A los cuadros presentados por las encíclicas Arcamtm y Casti connubii, se pueden desgraciadamente añadir las com­probaciones hechas en nuestros días por la criminología, la siquiatría y la sicología profunda. No ha de extrañarnos; pues el Señor, al darnos sus leyes, nos libera del mal y per­mite la expansión o desenvolvimiento de nuestra vida. Pero hay que sobrepasar este plano puramente humano y apelar sobre todo a la fe. Sólo la gracia de Cristo y el descubrimiento de su amor pueden levantar a la humanidad de su debilidad, expresada en forma tan conmovedora por la reflexión que se hacen los discípulos en Mt. 19, 10.

d) Es menester además lograr que los cristianos se den cuenta de que el ideal evangélico exige una lucha cjue nos enfrenta con un mando pagano, una acción que hay que llevar a cabo para que las instituciones y las leyes tengan en cuenta las exigencias del Señor. Durante los primeros siglos, los cristianos hubieron de aprender a conocer y vivir el sacramento del matrimonio en medio de una sociedad hostil y de costum­bres extrañas al espíritu de Cristo. «Unas son las leyes de los cesares, dice san Jerónimo, y otras las de Cristo; unas las inter­pretaciones del jurisconsulto Papiniano, y otras las de Pablo» (epíst. 77, ML 22, 691). San Ignacio mártir, san Justino, Ate-nágoras, Tertuliano, hubieron de denunciar públicamente como ilícitos y adúlteros ciertos matrimonios que eran, no obstante, favorecidos por las leyes imperiales (León XIII, ene. Arcanum). La conversión de los emperadores al cristianismo no puso término a este combate, pues la venida de los bárbaros a occi-

El sacramento del matrimonio 439

dente y su evangelización replanteó en toda su acuidad ei problema de la santidad de la familia. ¿Puede decirse que no se llegó nunca a un resultado definitivo, cuando se ven las dificultades con que tropezó la Iglesia con los emperadores bizantinos y, sobre todo, el escándalo de los divorcios reales en la edad media y hasta en la época moderna? w

e) La indisolubilidad del matrimonio no se opone a que, en casos muy definidos, pueda pronunciarse sentencia de sepa­ración de cuerpos y bienes entre los esposos. El tribunal del obispo es juez competente de estas circunstancias excepciona­les; pero hay que recalcar que la separación deja intacto el vínculo conyugal.

Los tribunales eclesiásticos son igualmente los únicos com­petentes para juzgar los casos de nulidad del matrimonio (D. 982): en primera instancia, el tribunal del obispo; en segunda, el del metropolitano; y en última instancia, la Rota. La Iglesia no anula el matrimonio, sino que com­prueba y declara que es nulo, después de un proceso en que el ministerio público está encargado de defender el vínculo. Hay que convenir que el número de matrimonios declarados nulos es ínfimo.

Hemos dicho que sólo el matrimonio de los bautizados, válidamente contraído y consumado, es indisoluble. En efecto, el matrimonio no consumado puede ser disuelto, especialmente por dispensa del papa. El derecho canónico prevé el procedi­miento que se ha de seguir en tal caso. Igualmente, la profe­sión solemne de uno de los cónyuges en una orden religiosa rompería también el vínculo de un matrimonio no consumado, excepción enunciada por el mismo concilio de Trento (D. 976), pero harto quimérica dentro del actual derecho canónico.

Finalmente, hay casos en que puede deshacerse un matri­monio de no bautizados. El caso puede darse con ocasión del bautismo ulterior de uno de los cónyuges y, más especialmente, en el caso de lo que se llama el «privilegio de la fe» enunciado así por san Pablo (de ahí el nombre de privilegio paulino):

Si un hermano tiene una mujer infiel y ésta consiente en habitar con el, no ia despida. Y la mujer c¡ue tenga un marido infiel, y éste consienta

20 León XIII, en la encíclica Arcanum, enumera los más célebres desde Lotario hasta Napoleón; ASS 12 (1879-80), p. 388 ss.

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440 Matrimonio y virginidad

en habitar con ella, no lo despida. Porcjue el marido infiel está santificado por la mujer y la mujer infiel está santificada por el hermano... Pero si el infiel se separa, sepárese, el hermano o la hermana no ha de ser esclavo en estas cosas, y Dios nos ha llamado para la paz. Porgue icjué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido?, ¿y cjué sabes tú, marido, si salvarás a tu mujer? Si no es así, cada uno continúe viviendo como eí Señor le ba repartido, cada uno como el Señor lo ha llamado. (1 Cor. 7, 12-17.)

/) Las segundas nupcias, es decir, el matrimonio de la parte superviviente a la muerte de la otra, planteó un pro­blema teológico a los padres y doctores, si bien, a excepciórK de ciertos medios rigoristas, la Iglesia, siguiendo a san Pablo, ha reconocido siempre su legitimidad:

La mujer está ligada a su marido, mientras éste vive, si el marido muere, es libre de casarse con cjuien cjuiera, con tal de cfue lo haga en el Señor. (1 Cor. 7, 39; cf. 1 Tim. 5, 14.)

Sin embargo, se ha preguntado si este segundo matrimonio podía ser también sacramental, pues se temió que no pudiera en modo alguno simbolizar la unión de Cristo y de la Iglesia. Aquí también hay que responder afirmativamente. El simbo­lismo es ciertamente imperfecto, puesto que «no es ya la unión de un solo hombre y de una sola mujer, a semejanza de la unión de Cristo con su-Iglesia» (Supl., q. 63, a. 2, ad 2). Pero aunque imperfecta, la significación permanece esencialmente.

Es cierto que la liturgia, el derecho canónico y la espiri­tualidad cristiana miran el hecho de volverse a casar como un mal menor, por lo menos juzgando objetivamente y prescin­diendo de situaciones concretas. La liturgia de occidente omite la misa votiva propia y la bendición nupcial, cuando la esposa la ha recibido ya. La liturgia bizantina, más severa pide para estos esposos «la conversión del publicano, las lágrimas de la cortesana Rahab, la confesión del buen ladrón», e implora la piedad del Señor «para las iniquidades de tus siervos... que no tienen fuerza para soportar el calor excesivo y el peso del día y los ardores de la carne» 21. El derecho canónico niega el acceso a las órdenes al viudo en segundas nupcias (can. 984, 5). No hay por qué sorprenderse: el matrimonio cristiano

21 E. Mercenier y J. F. París, La priére des églises de rite byzantin, p. 415.

£! sacramento del matrimonio 441

propone a los esposos, por encima del vínculo carnal, la unión de las almas en la caridad. Esta no pasa cuando la muerte viene a romper el vínculo de la carne. Por eso, el superviviente, que permanece fiel a este amor, lo consideraría casi incom­patible con otro matrimonio — argumento que desenvuelve san Juan Crisóstomo22—. Además, la viudez es para alguno un llamamiento del Señor a la perfección, según las observaciones de san Pablo en la carta a los corintios. Después de afirmar la legitimidad de las segundas nupcias, añade: «Sin embargo, será más feliz, si permaneciere así» (1 Cor. 7, 40).

5. LOS LIMITES DEL MATRIMONIO CRISTIANO

1. La revelación cristiana y la conciencia de las gracias del sacramento han dado a los teólogos, como antes dijimos, un extraordinario optimismo respecto al matrimonio, a des­pecho de las tendencias rigoristas, la tentación siempre ame­nazante de «angelismo» y el espectáculo de la miseria humana.

1. Sin embargo, a par que exaltan la condición de los esposos cristianos, señalan inmediatamente sus límites. El ma­trimonio no ha recuperado su condición paradisíaca y esto pone a los esposos-bajo el signo del esfuerzo y de la cruz.

El sacramento no les devuelve la armonía sicológica que pudo ser la de Adán y Eva antes del pecado. El acto conyugal pone de manifiesto hasta el más alto punto lo herida que sigue la naturaleza humana (cf. Supl., q. 49, a. 4-6).

Para los esposos cristianos, la mayor alegría es dar hijos al reino de los cielos y ver cómo se hacen hijos de Dios. Ahora bien, ellos no pueden transmitirles esta filiación; por eso tendrán interés en hacer bautizar a sus hijos inmediatamente. Salidos del sacramento del matrimonio, los hijos nacen pe­cadores.

Institución terrestre, el matrimonio es levantado a la dig­nidad de sacramento, y hasta es la sola institución terrena que entra en el orden sobrenatural. Todo eso es cierto, pero no va más allá de la condición terrena y no penetra en el reino de los cielos y de la resurrección.

Aun como signo, el matrimonio es ambiguo. Cierto que

22 De virginitate, 37; MG, 48, 559-560.

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442 Matrimonio y virginidad

es un gran misterio en Cristo y la Iglesia; pero este signo puede perder su transparencia y constituir un obstáculo en lugar de seguir siendo un medio de alcanzar al Señor. Así, los esposos tienen el espíritu «dividido», según la expresión de san Pablo anteriormente citada (1 Cor. 7, 32-34).

Se puede llegar a la realidad sin pasar por el signo. El ca­mino es más difícil, pero mejor. De ahí que la virginidad es superior al matrimonio. Más aún, el camino del matrimonio es también difícil, porque es necesario que los dos esposos espiritualicen progresivamente su amor.

III

LA VIRGINIDAD Y LA VIDA CONSAGRADA

La consagración de la vida de un cristiano en una entrega más completa y en la búsqueda de la perfección, se fundan siempre en el carácter y en la gracia del bautismo. Como en otra parte lo hemos hecho notar (supra, p. 191), todo com­promiso ulterior es mero desenvolvimiento del compromiso bautismal. Sin embargo, también cabe estudiar los estados de perfección en relación con el matrimonio, y ello tanto en el plano doctrinal como en el pedagógico.

Indudablemente, los llamamientos a la perfección aparecen muy diversos en la Iglesia.

El llamamiento supremo es el martirio, gracia privilegiada entre todas, modelo a que se aproximarán más o menos las otras formas de entrega al Señor, testimonio de Cristo sellado con la sangre, carisma pleno del Espíritu Santo. «Ahora pues, cuando os entregaren, no os preocupéis de cómo o qué diréis, pues en el momento mismo se os dará lo que habéis de decir. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros» (Mt. 10, 19-29). El martirio, es amor perfecto, despojo total de sí mismo, imitación completa de Cristo, en la esperanza gozosa e infa­lible de estar inmediatamente con El en el reino. Pero el mar­tirio es un llamamiento de Dios inesperado, que no deja lugar a la. elección, aunque el cristiano responda a él con toda su libertad.

Los otros llamamientos son electivos y de consejo — «Si quieres ser perfecto»—: desprendimiento radical y contem­plación en el desierto, vida común, caridad fraterna' bajo las formas más varias. Pueden por lo demás unirse, según los dife­rentes carismas de las almas. Ora permanecerán aislados o pri­vados y hasta a veces ocultos en el fondo de los corazones, ora serán objeto de actos públicos y de instituciones estables y oficiales de la Iglesia: la vida monástica o religiosa.

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444 Matrimonio y virginidad

Sin embargo, el don deliberado de sí mismo al Señor con miras a la perfección entraña siempre primordialmente la elec­ción de la castidad, la renuncia al matrimonio. Por eso, el cris­tiano se halla frente a una opción fundamental: casarse o entregarse al Señor en la castidad, opción formulada con toda nitidez por san Pablo (1 Cor. 7) y por el concilio de Trento: «Si alguno dijere que el estado conyugal ha de ser preferido al estado de virginidad o de celibato o que no es mejor y más feliz permanecer en la virginidad o celibato que unirse en matrimonio, sea anatema» (D. 980). Pero más aún que el nudo pedagógico y sicológico de esta opción, es menester subrayar, siguiendo la enseñanza de la Iglesia, el vínculo teológico entre matrimonio y castidad, reuniendo y oponiendo a par aquellos otros dos nudos. De ahí también que, entre las diversas formas de castidad sugeridas por el Nuevo Testamento y realizadas en la Iglesia, el compromiso de la virgen cristiana aparece con el mayor brillo en la literatura patrística, en la vida de los santos y en la liturgia. «La virginidad y el matrimonio son los dos aspectos de un mismo misterio, inseparables en la vida de la Iglesia para significar la riqueza de la salud» 1. Y de este modo vamos a encontrar, vividas y experimentadas por las generaciones cristianas, las perspectivas bíblicas antes expues­tas (p. 407 ss.).

1. LA VIRGEN CRISTIANA

IÁ VIRGEN CRISTIANA EN LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA

a) Desde las primeras generaciones cristianas aparece en las iglesias locales un grupo de vírgenes consagradas al Señor por una entrega definitiva. No viven aún en comunidad, sino que permanecen más bien cada una en su familia; pero consti­tuyen un estado reconocido y son objeto de la solicitud de la jerarquía. San Ignacio de Antioquía las menciona ya cuando, en su carta a los de Esmirna, enumera las categorías de perso­nas a las que saluda2. Y desde el siglo ni los escritores ecle­siásticos redactan tratados en que exponen el ideal de las vírgenes y les trazan normas de vida: Tertuliano, san Cipriano,

1 H. Jenny, Le mariage dans la Biblc, en LMD 50 (1957), p. 28. 2 Ad. Smyrn. 13; PA, p. 496.

La virginidad y Ya vida consagrada 445

Metodio de Olimpo3 . «La virginidad — dice señaladamente san Cipriano — es la flor del germen de la Iglesia, la belleza y ornato de la gracia espiritual, la naturaleza que se expande en la alegría, obra perfecta e intacta de alabanza y honor, imagen de Dios que responde a la santidad del Señor, la por­ción más ilustre del rebaño de Cristo»4. Hacia finales del siglo ív, se organiza la vida común de las vírgenes con un marco de oración litúrgica, como puede comprobarse en las cartas de san Jerónimo y el viaje de Etheria a Palestina. Los más grandes obispos cristianos: Atanasio, Gregorio de Nisa, Ambrosio, Agustín, escriben también tratados sobre la virgi­nidad, en que desenvuelven y precisan la doctrina ya expuesta en el siglo anterior 5.

b) Pero más que los libros, lo que iluminó el hecho y la verdadera naturaleza de la virginidad fue el brillante testimonio dado por las vírgenes mártires. Ante sus jueces, las vírgenes cristianas revelaron el amor que estaba oculto en el secreto de sus corazones. Cierto que la mayor parte de las actas fueron escritas muy tardíamente, para que se les pueda conceder valor histórico; pero tienen por lo menos el valor de haber expuesto en términos impresionantes y concretos la manera como en­tiende la Iglesia el vínculo que une a la virgen con Cristo. Desde este punto de vista, la pasión de santa Inés, joven ro­mana martirizada bajo Diocleciano, redactada a comienzos del siglo v, representa una cima de la literatura mística, por la calidad de las respuestas que pone en boca de esta jovencita de trece años:

El ba pueslo una señal sobre mi rostro, a fin de cfue no admita otro amante cfue a El.

Soy la esposa de Acfuel a cjuien sirven los ángeles y cuya belleza admi­ran el sol y la luna.

Mi Señor Jesucristo me ha dado por prenda su anillo y la corona de esposa.

El Señor me ba vestido de una ropa tejida de oro y me ba adornado de joyas de alto precio.

Lo c¡ue deseaba, ya lo veo, lo cjue be esperado, ya lo tengo, estoy unida en el cielo con Acjuel a guien consagré todo mi amor en la tierra.

3 Cf. Las vírgenes cristianas..., BAC, p. 991 ss. 4 De babitu virginum 3, Las vírgenes cristianas..., p. 651 s. 5 Se hallará una sabrosa síntesis en el artículo de T. Camelot, Les

traites «de vírgínitate'» au IV stccle, en «Etudes carmélitaines» 1952, p. 273 ss.

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446 Matrimonio y virginidad

De su boca he recibido ¡a miel y la leche y su sangre tiñó de púrpura mis mejillas. (Passío sanctae Agneiis, ML 17, 814 ss.)

c) La liturgia de tas fiestas de las vírgenes ha repetido y popularizado, bajo forma de antífonas o responsorios, los temas sacados de las actas de las vírgenes mártires, principal­mente de santa Inés, santa Cecilia, santa Águeda y santa Lucía. Pero se han añadido otras perspectivas, sacadas de la sagrada Escritura o creadas por el genio literario y místico de los que contribuyeron a la elaboración de los oficios y misas del común de vírgenes6. El Cantar de los cantares y el salmo 44 han ofrecido evidentemente la expresión del amor nupcial de Cristo y las vírgenes. La parábola de las vírgenes (Mt. 25, 1-13) se ha aprovechado para señalar el carácter parusíaco de la entrega al Señor:

Vírgenes prudentes, preparad vuestras lámparas: mirad cjue viene el esposo, salid a su encuentro.

Dos responsorios son particularmente dignos de notarse. Su origen sigue siendo incierto, aunque se reconocen reminis­cencias de actas de vírgenes mártires:

Ven, esposa de Cristo, recibe la corona (fue el Señor te ha preparado para siempre. Por su amor has derramado tu sangre y has entrado en el paraíso con los ángeles.

He despreciado toda realeza del mundo y todo ornato del siglo por amor de mi Señor Jesucristo, a efuien he visto, a Quien he amado, en Quien he confiado y a Quien he escogido 7.

d) Las antífonas y responsorios que hemos citado figuran también y se cantan en la liturgia de la consagración de las vírgenes y aportan un magnífico elemento lírico a esta cere­monia, una de las más hermosas que nos haya legado la anti­güedad. Presidida por el obispo, cabeza de la Iglesia local, padre de familias y también representante del Señor, consti­tuye un verdadero desposorio como lo expresan los gestos y las oraciones. La virgen es presentada al obispo por dos

6 Cf. particularmente E. Loehr, La vierge chrétienne d'aprés les messes du commun des vierges, en LVS 73 (1945), p. 166-177.

7 En el oficio romano actual, este responsorio figura en el común de las santas viudas,- pero en el antifonario monástico del siglo xm formaba parte del común de vírgenes.

La virginidad y la vida consagrada 447

madrinas, lo mismo que la novia romana era conducida a casa del esposo por los «paraninfos»; como esposa, recibe el anillo y corona, atributo, éste, que no ha dejado huella en el ritual del matrimonio fuera de oriente; como esposa también, pro­mete fidelidad poniendo sus manos en las del obispo. El esposo a quien se entrega es Cristo. Ella lo proclama por el canto de las antífonas y responsorios, y el obispo se lo recuerda a cada rito:

Yo te desposo con Jesucristo, hijo del Padre supremo, cjue te guarde ilesa. Recibe, pues, el anillo de la fidelidad, sello del Espíritu Santo, para cjue te llames esposa de Dios y, si fielmente le sirvieras, seas coronada para siempre...

Pero es también una consagración. Entregada a Cristo, la virgen «s separada y así recibe el velo, insignia de su estado. Sobre ella pronuncia el obispo un solemne prefacio, que co­mienza por una acción de gracias y es acaso, en lo esencial, obra del papa san León. A este texto fundamental ha de volver constantemente el cristiano que quiera meditar el misterio de la virginidad8:

En ti lo tengan todo, a guien deseen amar sobre todo. Pues han de agradar, no por su cuerpo sino por su espíritu, al cjue escudriña los cora­zones, entren en el número de las vírgenes prudentes (¡ue, encendidas las lámparas de las virtudes, con el aceite preparado, aguarden al esposo celeste. No sean turbadas con la venida repentina del rey, sino Que seguras con su luz y unidas al coro de vírgenes cjue les precedieron, le salgan jubilosas al encuentro.

Como se ve, la consagración de las vírgenes es una fiesta de amor y de esperanza, muy ajena a las lúgubres manifesta­ciones con que el gusto melodramático del siglo xtx recargó a menudo el ceremonial de ciertas comunidades. Pero, a pesar de su fasto y gestos, no es un sacramento, pues la virgen cris­tiana alcanza inmediatamente el amor de Cristo (res sacra-mentí), sin el intermedio del signo, que es el matrimonio.

e) Hay que añadir, finalmente, el testimonio de las gran­des santas místicas que han intentado describir la intimidad a que Cristo las convidara, aun aquí abajo, lo mismo entre sus pruebas espirituales y trabajos, como en los momentos de

8 Cf. otro fragmento del prefacio, supra p. 420.

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448 Matrimonio y virginidad

éxtasis, en las noches del espíritu y entre las gracias de ilumi­nación: Gertrudis, Angela de Foligno, Catalina de Siena, Te­resa de Jesús, Teresa de Lisieux, para no citar más que aque­llas cuyos escritos son clásicos en la espiritualidad cristiana.

CARACTERÍSTICAS TEOLÓGICAS DE LA VIRGINIDAD

De esta tradición que, brevemente, acabamos de resumir, se desprenden las afirmaciones siguientes9:

a) La virginidad es posible, es buena y ha de ser hon­rada por todos los cristianos. Lejos de oponerse al matrimonio o despreciarlo, lo orienta hacia su verdadera significación y constituye, consiguientemente, un bien público de la Iglesia. Pero es una realidad específicamente cristiana, fundada en la fe. Su fin es el reino de los cielos (Mt. 19, 12). Es la res­puesta a la palabra de Cristo que llama hoy por el evangelio, como antaño por los caminos de Galilea. «Se la honra, no por ser integridad, sino por estar consagrada a Dios», dice san Agustín 10. Este llamamiento es un don, una gracia prove­niente del Señor. Dios tiene la iniciativa.

b) La respuesta al llamamiento divino ha de ser Ubre, espontánea, gozosa y generosa. Libre y espontánea, porque la virginidad no es un precepto, sino un simple consejo. «Se pro­pone, pero no se impone.» Gozosa, a pesar de las cruces y renuncias, que no puede eludir quien quiera seguir al cordero a donde quiera que vaya (Apoc. 14, 4). De ahí que también que la virginidad exija la generosidad. Ella es, según los padres, un martirio. La tristeza sería efectivamente síntoma de parsi­monia en el don. La gran libertad de los hijos de Dios es don total.

c) Como hemos visto hasta la evidencia, la consagración de la virgen es un verdadero desposorio con Cristo. «Esposa del Verbo», «desposada con Cristo»: tales son las fórmulas de la antigüedad, a las que permanece fiel santa Teresa del Niño Jesús cuando escribe: «No se dirá que una mujer del

9 Aquí nos inspiramos mucho en la encíclica de Pío XII, Sacra virginitas.

M> De sancta virginitate, 8, Obras t. XII, BAC, Madrid 1954, p. 147

La virginidad y ¡a vida consagrada 449

mundo haga más por su esposo, simple mortal, que yo por Jesús, mi amado.» «Amad con todo vuestro corazón —dice san Agustín— al más hermoso de los hijos de los hom­bres...» u .

d) El matrimonio exige intimidad y, consiguientemente, diálogo. Por eso la virgen consagrada se obliga por el mero hecho a una oración continua, la oración litúrgica del oficio divino o el trato íntimo de la oración silenciosa. De ahí que la Iglesia une siempre a las obligaciones o compromisos solem­nes ^ de castidad, la obligación del oficio 13.

e) La virgen cristiana es un símbolo de la Iglesia, como el amor conyugal, pero en plano diferente:

Las vírgenes consagradas manifiestan a ¡os ojos de todos la virginidad de su madre la Iglesia y la santidad de la íntima unión de ellas mismas con Cristo... Grande gloria de las vírgenes es el ser imágenes vivientes de agüella perfecta integridad cjue une a la Iglesia con su Divino Esposo.

(Ene. Sacra virginitas, núm. 27-28.)

/) Si es cierto que ha renunciado a fundar un hogar y tener hijos según la carne, la virgen cristiana halla, sin em­bargo, una fecundidad espiritual más alta, que se realizó en María en forma excepcional y única ciertamente, pero cuya realidad nos enseña el evangelio a discernir en todo don gene­roso (Le. 11, 27-28; Mt. 12, 46-50). Esta perspectiva, esbo­zada ya por san Ambrosio, fue desarrollada por san Agustín en términos que se han hecho clásicos 14.

g) Finalmente, la virginidad es un anuncio de la vuelta de Cristo, signo escatológico, anticipación del mundo por venir: «Lo que todos seremos, lo habéis comenzado ya a ser vosotros —dice san Cipriano—. Vosotros poseéis ya la gloria de la resurrección y pasáis por el tiempo, sin las manchas del tiempo»

1 1 J. M. Perrin, La virginité chrétienne, p. 174; cf. ibid., p. 76, un hermoso texto de san Juan Crissótomo.

1 2 Es decir, el subdiaconado y la profesión en las órdenes religiosas. 1 3 O. Rousseau, Le prétre et \a louange divine, en LMD 21 (1950),

p. 10-11; J. Leclercq, La vie parfaite... en Brepols, Turnhout 1948, p. 24-33. 1 4 Cf. De sancta virginitate, 2-6; Obras, t. XII, p. 138-147.

De babitu virginum 22 (ML 4, 462); Las vírgenes cristianas..., p. 665; cf. supra, p. 414-415.

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450 Matrimonio y virginidad

2. LOS OTROS COMPROMISOS DE CASTIDAD

12 «Es notable —escribe dom Olivier Rousseau— que los primeros textos sobre la virginidad en el cristianismo se refieren indiferentemente a uno u otro sexo. Sin duda Cristo explicó la parábola de las diez vírgenes y san Pablo habló de la virgen cristiana, para la que vale más no casarse. Pero otro tanto dice a los que quieran imitarle en su celibato. El Apoca­lipsis, por otra parte, no mira tampoco a la virginidad feme­nina, todo lo contrario, en el pasaje, por muy enigmático que sea, de 14, 4: «Son los que no se mancharon con mujeres, pues son vírgenes.» Y Cristo había hablado figuradamente, en el mismo sentido, de la castración de los eunucos: «Se han hecho tales a sí mismos por amor del reino de los cielos» (Mt. 19, 12). El estado de virginidad es recomendado por los padres de la Iglesia, pero muy pronto es objeto de un com­promiso o voto en uno u otro sexo» Js. Lo que hemos dicho de la virgen cristiana se aplica, de manera más o menos exacta a los otros compromisos de castidad. San Bernardo y san Juan de la Cruz no retroceden ante las mismas fórmulas nup­ciales, por metafóricas que sean en este caso, para hablar de su propia unión con el Señor20.

22 Ahora bien, como lo recalca la encíclica Sacra vircfi-nitas, son muchas y varias las formas en que se profesa en la Iglesia la castidad:

No se puede contar la multitud de almas (fue desde los comienzos de la Iglesia basta nuestros días han ofrecido a Dios su castidad, unos conser­vando intacta su virginidad, otros consagrándole para siempre su viudez, después de la muerte del esposo, otros, en fin, eligiendo una vida totalmente casta después de haber llorado sus pecados... Sirvan a todos estos las ense­ñanzas de los santos padres sobre la excelencia y el mérito de la virginidad de estímulo, de sostén y de aliento...

Esta castidad perfecta es la materia de uno de los tres votos cjue cons­tituyen el estado religioso, la misma se exige a los clérigos de la Iglesia latina para las órdenes mayores, y también a los miembros de los institutos secutares. Pero florece asimismo entre muchos tfue pertenecen al estado laical... (los cuales) han hecho el propósito o el voto privado de abstenerse completamente del matrimonio y de los deleites de la carne para servir más libremente al prójimo y para unirse más fácil e íntimamente a Dios.

(Ene. Sacra virginitas, núm. 4-5.)

W O. Rousseau, o. c, p. 40-41. 2 0 Véanse las atinadas observaciones de J. M. Perrin, o. c, p. 40-41.

La virginidad y la vida consagrada 451

3. «SI QUIERES SER PERFECTO...»

12 Así, pues, a la castidad se añaden a menudo otros compromisos en la perfección. Dentro de su variedad, todos tienen de común que constituyen una respuesta al llamamiento de Cristo, percibido a través de la audición del evangelio, o en los actos de la jerarquía: «Ven y sigúeme.» Es chocante que, a diez siglos de distancia, la vocación de san Francisco de Asís se produce de manera semejante a la de san Antonio, padre de los monjes: uno y otro oyen resonar para ellos la palabra evangélica en la reunión común de los fieles. Seguir a Cristo en su vida misionera o pastoral2Í: «Yo os haré pescado­res de hombres» (Mt. 4, 19); o simplemente en su despren­dimiento: «Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y, luego, ven y sigúeme, y tendrás un tesoro en el cielo» (Mt. 19, 21), es siempre el encuentro con Cristo en la fe, fuente y origen de la perfección.

22 El desprendimiento, la desapropiación de todas las cosas, la pobreza, es una de las invitaciones evangélicas que se han hecho oír con más nitidez. Esa pobreza tiene promesa de la verdadera riqueza del cielo y testifica que se ha hallado el tesoro, la perla preciosa, a la que hay que sacrificar todos los bienes (Mt. 13, 44-46). Es el ideal que se propuso practicar la primera comunidad cristiana de Jerusalén: «La muchedum­bre de los que habían creído tenían un solo corazón y una sola alma y nadie decía ser suyo nada de lo que tenían, sino todo lo tenían en común... Nadie había necesitado entre ellos, pues los que poseían heredades o casas, las vendían y traían el precio de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles. Y de ello se distribuía a cada uno según tuvieran necesidad» (Act. 4, 32, 34-35). Ya los apóstoles lo habían dejado todo, barcas, redes y familias para seguir a Jesús.

32 Mas este abandono de todas las cosas se ha realizado sobre todo de dos maneras aparentemente contradictorias. Los unos, para dejarlo todo, han huido lejos de todo comercio con los hombres, al desierto, para llevar allí vida solitaria

2 1 El obispo, obligado solemne 'y definitivamente al cargo pastoral, se halla en estado de perfección. En este estado participan más o menos los sacerdotes y diáconos, a proporción de su grado de asociación al oficio pastoral del obispo. Cf. 2-2, q. 184.

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452 Matrimonio y virginidad

o eremítica. Otros, por el contrario, se han juntado para for­mar una comunidad. Son los cenobitas. La vida común res­ponde más al ideal de la comunidad primitiva de Jerusalén. Acaso permite una desapropiación más radical; por lo menos, obliga al ejercicio constante de la caridad. De esta manera se dibujará la imagen anticipada de la vida fraternal del cielo. Las reglas de san Basilio y de san Benito insisten sobre este aspecto de la perfección cristiana.

45 Sin embargo, los padres del yermo siguen siendo, aun para los monjes que viven en común, un modelo y un estímulo. Es que el desierto es el lugar de la lucha radical, pero también de la contemplación en el silencio. San Antonio halló en él la experiencia del pueblo de Israel, de Moisés y Elias y, sobre iodo, de Cristo. La contemplación es, por lo demás recomen­dada por el evangelio mismo, que nos ofrece el ejemplo de María sentada a los pies de Jesús para escuchar ?us palabras (Le. 10, 38-42) y, sobre todo, el ejemplo de María, madre de Cristo, que conservaba cuidadosamente todos los recuerdos para meditarlos en su corazón (Le. 2, 19, 51).

55 Uno de los aspectos del desprendimiento es renunciar a la libertad y voluntad propias para someterse a la obediencia de otro. No se trata de la obediencia que el Señor exige de todos los hombres y que todos le deben prestar, ora la voz de Dios que manda se haga oír directamente, como a Abra-hán o a Samuel, ora se reconozca en los heraldos escogidos de Dios: «El que a vosotros oye, a mí me oye.» Es cosa com­pletamente distinta. Es una forma más completa del renun­ciamiento a sí mismo, propuesto al que quiere ir en pos de Cristo (Mt. 16, 42). A fin de abandonar mejor lo que es y lo que ama aquí abajo, el hombre se somete a una regla y a un superior.

62 Finalmente, al lado del llamamiento a la evangelización y al pastorado que hemos citado en primer término, porque es esencial, existen otras formas de vida activa, cuya razón de ser es la caridad fraterna en todos sus aspectos. Se trata siempre de servicio del Señor: «Todo lo que hicisteis con el más pequeño de los que creen en mí, conmigo lo hicisteis» (Mt. 25, 40).

75 «El estado religioso, es decir, la forma de vivir estable en comunidad, en que los fieles, aparte los preceptos comunes,

La virginidad y ta vida consagrada 453

se proponen guardar también los consejos evangélicos por medio de los votos de obediencia, castidad y pobreza, ha de ser honrado por todos» (can. 487). Esta definición deja de lado tanto la vida eremítica que posee su estatuto particular dentro de la dependencia de ciertas familias monásticas, como las comunidades sin votos y los institutos seculares, cuyos miem­bros, obligados a votos, no viven en comunidad. Por otra parte, abraza instituciones tan diferentes unas de otras como el monaquisino, la vida canonial, las órdenes mendicantes, los clérigos regulares, las congregaciones religiosas de votos sim­ples. Hay, pues muchas moradas en la casa del Padre. Esta diversidad es sólo una de las manifestaciones de la gran riqueza de carismas en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

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ÍNDICE DE MATERIAS

INTRODUCCIÓN

£1 ESTUDIO DE LOS SACRAMENTOS PEDAGOGÍA BIEN­HECHORA 15 1. De lo que se ve a lo que no se ve 15 2. Los sacramentos sólo pueden comprenderse participando

en ellos 16 3. «Lo que hace la Iglesia» 17 4. Síntesis de todo el misterio cristiano 18

Parte I - VISION DE CONJUNTO DE LOS SACRAMENTOS

I. LOS SACRAMENTOS SON SIGNOS 25 1. Las cosas y los gestos 26

Las cosas 26 Los gestos 11 ¿Por qué Cristo ha querido signos? 28 Leyes del simbolismo sacramental 30

2. La palabra de la fe 31 La palabra consagra el gesto 33 La palabra descifra el signo 33 Esta palabra es eficaz 34 Es una palabra de fe 35

3. La inteligencia bíblica de los signos sacramentales . . . 36 Los signos sacramentales a la luz de los gestos y de las

palabras de Jesús . 37 Discontinuidad entre los «sacramentos» de la ley antigua

y los sacramentos cristianos 38 Los sacramentos cristianos a la luz de las maravillas de

Dios en el Antiguo Testamento . 39 Los signos sacramentales son imágenes bíblicas . . . 40

4. La prolongación litúrgica de los signos sacramentales . 42 Diferencia entre las ceremonias y los signos sacramen­

tales propiamente dichos 43 La distinción entre el signo esencial y los ritos accesorios

es a veces difícil 44 Las ceremonias prolongan y continúan el signo sacra­mental 45

íí. LOS SACRAMENTOS SON ACTOS DE CRISTO . . . 47 1. Los sacramentos actos de Cristo 48

Cristo ha instituido los sacramentos 48 «Del costado taladrado de Cristo brotó sangre y agua» . 50 «Pedro bautiza, Cristo bautiza» . 52 Los sacramentos, ejercicio del sacerdocio de Cristo . . 52

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2. La Iglesia dispensadora de los sacramentos 53 La Iglesia depositaría de los sacramentos 53 La Iglesia sola dispensadora de los sacramentos . . . 55

3. El ministro del sacramento 58 Los sacramentos no pueden ser administrados por los

ángeles, sino sólo por los hombres sobre la tierra . . 59 Ciertos sacramentos exigen la sucesión apostólica de la

ordenación 59 La intención de hacer lo que hace la Iglesia . . . . 61 La indignidad del ministro no impide el valor del sacra­

mento 62 Conclusión: el ministro, signo de Cristo y d« la Iglesia 63

LOS SACRAMENTOS PRODUCEN LOS DONES DIVINOS QUE SIGNIFICAN 65 1. Signos y causa de la gracia 65

El sacramento, misterio divino 66 Los sacramentos producen la gracia 67 El sacramento es signo de varias realidades espirituales

simultáneamente 69 2. La marca de Cristo 71

Tres sacramentos: bautismo, confirmación y orden, no pueden reiterarse 71

La marca de Cristo 72 El caso particular del matrimonio y la extremaunción . 73

3. La cooperación al don divino 74 Gratuidad del don de Dios 76 Necesidad de la intención 77 Las disposiciones previas 78 Los compromisos o deberes sacramentales 79

4. Los sacramentos construyen y manifiestan a la Iglesia . . 80 Los sacramentos construyen la Iglesia 80 Los sacramentos manifiestan a la Iglesia 81

5. Las arras de la gloria 81 EL ORGANISMO SACRAMENTAL 83

Los sacramentos son siete.en número 83 ¿En qué orden hay que enumerar los sacramentos? . . 84 Desigualdad de los sacramentos: primacía de la eucaristía 85 Necesidad de los sacramentos 86

Parte II - EL - O R D E N

LA DISTINCIÓN ENTRE CLÉRIGOS Y LAICOS EN LA IGLESIA 95 1. Un pueblo de reyes y sacerdotes % 2. La Iglesia, sociedad desigual 98 3. Los clérigos son «separados» y «consagrados» 99 LA JERARQUÍA DE JURISDICCIÓN: MISIÓN Y OFICIO PASTORAL 101 1. La misión y oficio pastoral de Cristo 101

Cristo, profeta de la nueva ley 102 Cristo, guía y pastor de su pueblo 102 Cristo, rey y sacerdote: Melquisedec 103 Cristo, nuevo Moisés 104

2. Misión y oficio pastoral de los apóstoles 104 3. Misión y oficio pastoral de los sucesores de los apóstoles . 107

Los dos grados de la jerarquía de jurisdicción: el Papa y los obispos . 107

Sucesión apostólica 108 Misión de enseñanza 110 Cura de almas o pastoreo 111

4. La participación en la misión y oficio pastoral del obispo . 113 5. Vínculo entre la jurisdicción y el orden 114

III. LAS ORDENES SAGRADAS 116 1. Los ritos de la ordenación 116

Consagración episcopal 116 Las otras órdenes sagradas 119

2. Tres grados constituyen el sacramento del orden . . . . 122 3. El signo de la imposición de manos . 124 4. Los efectos de la ordenación 126

Misión invisible del Espíritu Santo 126 Poderes inamisibles y carácter indeleble 126 Una gracia de santidad interior 127

5. El que recibe la ordenación: la vocación sacerdotal . . . 128

IV. EL SACERDOCIO DEL OBISPO Y DE LOS PRESBÍTEROS 129 1. Obispos y presbíteros reciben en la ordenación un verda­

dero sacerdocio 129 Cristo, sacerdote único de la ley nueva 129 Los obispos y sacerdotes tienen poder de consagrar la

Eucaristía 131 Obispos y sacerdotes tienen poder de perdonar los pecados 132 Obispos y presbíteros reciben, consiguientemente, en la

ordenación un verdadero sacerdocio 133 Por ellos se ejerce el sacerdocio único de Cristo . . . 134

2. El obispo posee la plenitud del sacerdocio 135 3. Los sacerdotes son los cooperadores del obispo . . . . 137 4. El sacerdocio en la Iglesia es colegial 138

V. EL DI ACÓ NADO Y LAS ORDENES MENORES . . . . 140 1. El orden de los diáconos 140

Cristo, «Diácono» 140 Institución de los diáconos por los apóstoles 140 El diaconado, orden sacramental 141 Las funciones de los diáconos 141

2. El orden de los subdiáconos 142 3. Las órdenes menores 142

RELIGIOSOS Y CLERICOS 145

Parte III - LA INICIACIÓN CRISTIANA

Sección I. Eí bautismo 153

/. EL LUGAR DEL BAUTISMO EN LOS ESCRITOS DEL NUEVO TESTAMENTO 154 1. El bautismo en los Hechos de los apóstoles 154 2. El mandato dado por Cristo 154

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3. El bautismo de Jesús y el de Juan 155 4. El bautismo en las cartas de san Pablo 156 5. La primera carta de san Pedro 157 6. Los escritos joánicos 157

II. LOS RITOS DEL BAUTISMO A LA LUZ DE LA HISTORIA 158 1. El catecumenado 159 2. La preparación del bautismo durante la cuaresma . . . 160

Los «escrutinios» y los exorcismos 160 La entrega del símbolo, del padrenuestro, de los evan­

gelios y su catequesis 162 3. La consagración del crisma el jueves santo . . . . 162 4. Los últimos gestos de la preparación b a u t i s m a l . . . . . 163 5. La vigilia pascual 165 6. La consagración del agua 166 7. La profesión de fe y el baño bautismal . 166 8. La unción, la vestidura blanca y la luz 167 9. Después del bautismo: confirmación, eucaristía . . . . 168

III. ENSAYO DE SÍNTESIS BÍBLICA Y LITÚRGICA . . . . ,169 1. El baño que lava, limpia y cura 169 2. El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas . . . 170 3. Agua, medio fecundo que produce la vida . . . . . . . 171 4. Los cuatro ríos del paraíso : . . . 172 5. El agua del diluvio: bautismo y juicio . . 173 6. El agua del Mar Rojo: El bautismo, pascua del cristiano . 174

El paso del Mar Rojo, liberación del pueblo de Dios . . 175 La vuelta del destierro y el rescate de los cautivos . . 175 La pascua de Cristo 176 El bautismo, pascua del cristiano 177

7. El agua del Jordán . 178 8. El bautismo, iluminación . 179 9. La unción de Cristo 180

Jesús es el Cristo, es decir, el ungido por excelencia . 180 El cristiano se identifica a Cristo por el bautismo . . 181 «Un pueblo de sacerdotes y de reyes 182

10. El aceite del combate 183 11. Las vestiduras blancas 184

IV. PRECISIONES TEOLÓGICAS 185 1. Los efectos del bautismo: carácter y gracia 185 2. Las promesas o deberes del bautismo 186 3. Condiciones del bautismo de los adultos 187 4. El bautismo de los niños 188 5. Ministro y padrinos 189 6. Necesidad y suplencias del bautismo 190

V. ESPIRITUALIDAD BAUTISMAL 191 1. Todo el esfuerzo espiritual del cristiano se funda en el

bautismo 191 2. Bautismo y vida perfecta 192

VI. EL RECUERDO DEL BAUTISMO RECIBIDO 193 1. La peregrinación a los lugares durante la semana de pascua 193 2. El aniversario del bautismo 193 3. La aspersión dominical 194 4. La comunión solemne 194 5. La recomendación del alma y la muerte 194

Sección II. La confirmación ' 195

I. EL SIGNO SACRAMENTAL Y EL MINISTRO . . . . 196

II. ¿A QUE EDAD HAY QUE CONFIRMARSE? . . . . . 199

III. VINCULO ENTRE EL BAUTISMO Y LA CONFIRMACIÓN 200

IV. LOS EFECTOS DE LA CONFIRMACIÓN 203 1. Las dos uniones de Cristo: la unción de los profetas . . 203 2. El perfume del evangelio 204 3. La imposición de manos y el Espíritu de Pentecostés . . 205 4. La fortaleza de los mártires • 206

Sección III. La eucaristía, término de la iniciación cristiana . . . 209

I. NO HAY INICIACIÓN CRISTIANA SIN LA EUCARISTÍA 210

II. LA PRIMERA COMUNIÓN 212 1. La primera comunión del adulto 212 2. La primera comunión del niño 212

III. LA COMUNIÓN SOLEMNE 214

Parte IV LA E U C A R I S T Í A

PROBLEMAS DE MÉTODO EN LA TEOLOGÍA Y PEDA­GOGÍA DE LA EUCARISTÍA 221

¿Exige el estudio del sacramento de la eucaristía un mé­todo diferente del de los otros sacramentos? . . . . 221

¿Misa o eucaristía? 223 ¿Cómo estudiar y presentar la liturgia de la misa? . . 224

Sección 1. La primera parte de la'misa: liturgia de la palabra divina 227 1. Elementos esenciales de la liturgia de la palabra divina . 228

La-lectura de la palabra de Dios 228 Los cánticos o interludios 230 Las oraciones 231

2. Significación profunda de la liturgia de la palabra divina . 232 3. La liturgia evangélica y la liturgia eucarística se atraen

y se completan 234

Sección II. La segunda parte de la misa: la liturgia eucarística . . 235 1. El altar 236 2. El beso de paz . 237 3. El ofertorio (y la «entrada solemne» de las liturgias orien­

tales) 238 Pan y una copa con vino y agua 238 Gestos de presentación 239 Oraciones del ofertorio 239 El problema litúrgico del ofertorio 240

4. El «canon» o «anaphora» consecratorios 241 El prefacio y su diálogo 241 El relato de la cena . 243 «Anamnesis» y ofrenda 243 La «epiclesis» 245

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La eucaristía, participación en la liturgia celeste 4 . . 245 Oraciones de petición o de «intercesión» 246 La respuesta de la fe . . 247

5. La fracción 248 6. Los ritos de la comunión 249

La comunión en sí misma 249 La preparación para la comunión 250 Después de la comunión .'. 250

Sección III. El misterio eucarístico 251

I. LA PRESENCIA REAL DE CRISTO . . 253 1. La afirmación del misterio 254

Las palabras de Cristo 254 Los signos del pan y el vino y la catequesis de Cristo . 255 La palabra de Cristo es eficaz . . . . . . . . 259

2. La teología del misterio 261 El pan se cambia en el cuerpo y el vino en la sangre

de Cristo: transustanciación 261 Cristo permanece en la eucaristía mientras duran las

especies sacramentales 263 La fracción del pan no divide el cuerpo de Cristo . . 264 La comunión bajo una sola especie da a Cristo entero . 265 Se debe adorar la eucaristía 265 La eucaristía es el santísimo sacramento 266

II. EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO . . . ' 267 1. La eucaristía es un sacrificio . 267 2. La cruz de Cristo, único sacrificio de la nueva ley . . . 268

Los modelos primordiales-. Abel, Abrahán, Melquisedec 268 La inmolación de la pascua 271 Los sacrificios del levítico 271 La profecía de la oblación pura 272 La muerte de Cristo, cumplimiento de todos los sacri­

ficios figurativos 273 El sacrificio de Cristo es único, consumado una vez para

siempre 274 3. La cena signo del sacramento de Cristo 275

La cena inaugura la pascua de Cristo 275 ¿Son el pan y el vino signos de la pasión de Cristo? . 276 Las palabras de Cristo significativas de su pasión . . 278

4. La eucaristía, memorial de la pasión del Señor . . . . 281 La eucaristía, sacrificio sacramental 281 La eucaristía sacrificio de la Iglesia . . . . . . . . 283 Participación de los fieles en el sacrificio 285

///. LA ANTICIPACIÓN DEL REINO CELESTE 287 1. La eucaristía nos da la presencia de Cristo resucitado y

glorioso 288 2. Significación escatológica de la comida eucarística . . . 289

Las comidas en la Biblia 290 Las comidas de Cristo resucitado 291 El signo escatológico del vino 292 Las comidas de la marcha hacia la tierra prometida . . 292

3. La eucaristía signo de la Iglesia 292

Sección IV. La gracia eucarística 295

I. LOS FRUTOS DEL SACRIFICIO 296 1. Cristo, sacrificio de nuestras primicias 296 2. Del sacrificio de Cristo al sacrificio espiritual de los cris­

tianos 297 3. La misa es ofrecida por los vivos y por los difuntos . . 298 4. Las intenciones de las misas 300

//. LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA 301 1. La comunión, participación en el sacrificio 301 2. ¿Quién puede comulgar? 302 3. La gracia de la comunión 304

La intimidad con Cristo 304 La identificación con Cristo víctima 305 Las arras de la resurrección 306 Efectos corporales de la eucaristía 308 Gracia de unión eclesiástica y de caridad fraterna . . 309

4. Necesidad de la eucaristía 310 5. Correspondencia al don divino 312

La oración de acción de gracias 312 El compromiso de caridad 312

Parte V - L A P E N I T E N C I A

/. LAS PEDAGOGÍAS DIVINAS DE LA PENITENCIA . . . 319 1. E] descubrimiento del pecado 319

El descubrimiento de Dios es la sola condición de un auténtico descubrimiento del pecado 319

Interiorización de la noción de pecado 321 Todos somos pecadores 322

2. El descubrimiento de la misericordia de Dios 323 «Yahvé renunció a enviar sobre su pueblo el mal con

que le había amenazado» 324 «Dios se complace en hacer gracia» 324 El mensaje del libro de Jonás 325 El anuncio del misterio de los perdones divinos . . . . 326 La oración de los salmos 327 La misericordia de Dios revelada p ° r Jesús 328

3. El llamamiento a la conversión o penitencia 331 Los signos exteriores de la penitencia 331 Sentimientos interiores que constituyen la penitencia . 332 Este cambio del hombre es obra de Dios 333 Penitencia y escatología 334

II. NUESTROS PECADOS SON LAVADOS EN LA SANGRE DE CRISTO 335 1. Cristo murió por la remisión de todos los pecados . . . . 335

La muerte de Cristo, sacrificio de expiación 335 «He aquí el cordero que quita el pecado del mundo» . 336 La justicia de Dios respecto al pecado se ejerció sobre

Cristo 338 «En esto consiste el amor del Padre» . 339

2. No hay perdón de los pecados sino en la sangre de Jesucristo 339 La fe en Cristo 340 Los sacramentos 340

Page 230: Martimort, Aime Georges - Los Signos de La Nueva Alianza

3. Los pecados cometidos después del bautismo pueden ser perdonados 340

¿Puede pecarse después del bautismo? 340 ¿Se puede alcanzar de nuevo el perdón? 341 Los sacramentos del perdón divino después del bautismo 342

¡II. ESTRUCTURA DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA 343 1. Liturgia y disciplina de la penitencia durante la historia

de la Iglesia 343 La penitencia solemne de la Iglesia antigua 344 La penitencia privada 347

2. La Iglesia ejerce el ministerio del perdón divino . . . . 350 Carácter eclesiástico de la penitencia 350 El ministro del sacramento de la penitencia 351 El signo del juicio 353

3. Los actos del penitente forman parte del signo sacramental 355 4. Necesidad del sacramento de la penitencia 357

IV. LOS ACTOS DEL PENITENTE 360 1. La contrición 360

Riqueza y dinamismo propio del sentimiento de con­trición 361

Exigencias características de la contrición . . . . . 363 Contrición perfecta e imperfecta 364

2. La confesión 366 Características de la confesión sacramental 367 Los progresos de la conciencia cristiana y la evolución

de la disciplina de la confesión 368 3. La satisfacción 370

Verdadera naturaleza de la satisfacción 371 De la satisfacción a la virtud de la penitencia . . . 372 Las indulgencias 373

V. LA PENITENCIA, SACRAMENTO DEL PROGRESO ES­PIRITUAL 374 1. La profundización del don recibido 374 2. La confesión de los pecados veniales 375 3. La confesión frecuente 376

De la penitencia a la compunción del corazón . . . 376 El sacramento de la lucha empeñada contra satanás y el

pecado en nuestra vida . 377 El sacramento de la penitencia y los ritmos de vida . 378 El sacramento de la penitencia y la vida litúrgica . . 379

Parte IV - LA EXTREMAUNCIÓN

EL LUGAR DE LA ENFERMEDAD EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN . 385 !. Vínculo entre la enfermedad y el pecado . . . . . . . 385 2. La curación de los cuerpos, signo de gracia . . . . . 386

Las curaciones en el Antiguo Testamento 386 La curación de los enfermos signo de la venida del Mesías 387 Con la curación de los cuerpos, Cristo da su gracia a

las almas 387

Curaciones realizadas con signos sagrados . . . . 388 El poder de curar a los enfermos es comunicado a los

apóstoles juntamente con la misión 388 3. La enfermedad subsiste, después de la redención, pero ha

cambiado de signo 389

II. EL TESTIMONIO DE LA CARTA DE SANTIAGO . . . 390

III. LITURGIA DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS . . . 391 1. La bendición del óleo para los enfermos 391 2. La aplicación del óleo y la oración sobre el enfermo . . 392 3. Conclusiones sobre el signo sacramental 394

!V. EL DOBLE EFECTO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS 396 1. Efecto corporal: la curación 3% 2. Efecto penitencial: la curación del alma . 397 3. Una gracia de alivio y fortalecimiento en la enfermedad . 398 4. La unción de los enfermos y la muerte del cristiano . . 399 5. Resumen de las condiciones para administrar la unción de

los enfermos 401 V. SACRAMENTALES DE LOS ENFERMOS 402

Parte VII - MATRIMONIO Y VIRGINIDAD

I. MATRIMONIO Y VIRGINIDAD EN LA ECONOMÍA DE LA SALUD 407 1. Matrimonio y virginidad en las diversas etapas de la his­

toria sagrada 407 «Al principio» 408 «La sola bendición que no fue abolida por el castigo del

pecado ni por la condenación del diluvio» . . . . 410 «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés

repudiar a vuestras, mujeres» 411 «Yo, empero, os digo...»: el matrimonio y la virginidad

en la ley de Cristo 412 En la resurrección 414

2. «Un gran misterio en Cristo y en la Iglesia» 415 El amor de los esposos cristianos signo del amor mutuo

entre Cristo y la Iglesia 415 Las nupcias de Cristo y de la Iglesia en los escritos

de san Juan 416 El «misterio» de Adán y Eva, visto a la luz del Nuevo

Testamento 417 La pedagogía del misterio de las nupcias en el Antiguo

Testamento 418 Del signo a la realidad 419

lí. EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO 421 1. El matrimonio de los cristianos es uno de los siete sacra­

mentos 421 2. La liturgia del sacramento del matrimonio 422

Principios tradicionales acerca de la celebración del matrimonio 422

La liturgia del matrimonio en Oriente 424 Liturgia del matrimonio en la Iglesia latina 424

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3. Profundización de la teología del sacramento . . . . . 428, El signo sacramental 428 El intercambio de consentimientos crea el estado de

matrimonio, el vínculo matrimonial 431 La realidad significada («res sacramentb) . . •'. . . 431

4. Los tres bienes del matrimonio cristiano, según la tradición 432 Los hijos 433 La fidelidad conyugal 434 Sacramento e indisolubilidad 436

5. Los límites del matrimonio cristiano 441

Uí. LA VIRGINIDAD Y LA VIDA CONSAGRADA . . . . . 443 1. La virgen cristiana . . . . . . . . 444

La virgen cristiana en la tradición de la Iglesia . . . 444 Características teológicas de la virginidad . . . . . 448

2. Los otros compromisos de castidad 450 3. «Si quieres ser perfecto...» . . . . . . . v; . . . . 451