MARIACA ITURRI, Guillermo. El Poder de La Palabra

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COLECCIÓN

ALAMEDA

GUILLERMO MARIACA ITURRI

EL pODER DE LA pALAbRA

Ensayos sobre la modernidad de la crítica cultural hispanoamericana

ajamarditores

TE

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El poder de la palabra © Guillermo Mariaca Iturri, 2007© Tajamar Editores Ltda., 2007

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primera edición: noviembre de 2007

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sin autorización previa del editor.

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ENSAyOS DE ENTRADA

En 1688 un decreto de Carlos II inicia una cadena que cul‑mina con la prohibición del uso de las lenguas nativas en sus colonias e impone el uso del castellano. Siglo y medio antes, el 15 de noviembre de 1532, Atahualpa trata de escuchar ese objeto escrito incomprensible, lo rechaza y da el pretexto a Fray Vicente de Valverde para justificar la conquista: “¡Cristianos, venganza, los evangelios hollados!” El trauma militar de la conquista se transforma, entonces, en un profundo trauma cul‑tural y lingüístico y, por tanto, las que eran otra lengua, otra lógica, otra expresión, fueron recibidas legítimamente como instrumento de colonización.

Ciertamente, esa política cultural denuncia sus impoten‑cias y enuncia la fuerza de su poder con la negación de la pa‑labra del colonizado. Al mismo tiempo, sin embargo, la ejecu‑ción forzada del monolingüismo junto a la sacralización de la escritura, y la resistencia del bilingüismo y la oralidad contra esos datos militares y legales, permiten afirmar que es la pa‑labra castellana escrita la que funda y coloniza —en un mis‑mo acto paradójico— la posterior unidad contradictoria de la literatura hispanoamericana moderna. Unidad que oscilará, como si su misma práctica hubiera descubierto la fórmula del péndulo entre la resignación y la revolución, en la “adaptación en resistencia”.1 De acá que el estudio de esta literatura, de sus escrituras y lecturas, de sus obsesiones y sus pasiones, de sus tradiciones y sus horizontes, sea un aspecto más en el análisis

1 Véase el desarrollo del concepto en Steve Stern, ed. Resistencia, rebelión y conciencia campesina en los Andes, siglos XVIII-XX.(Lima: IEp, 1990)

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de la producción de hegemonía a través de la reproducción de capital cultural. porque, inevitablemente, el análisis de las formaciones discursivas, de las estrategias que las producen y de los efectos de esas formaciones en las modalidades sociales de poder que las crean y sostienen, es una praxis social y tiene su consecuencia en los aparatos culturales que regulan la re‑presentación del sujeto social hispanoamericano.

La crítica literaria hispanoamericana moderna ha sido, en cada una de las encrucijadas de su discurso, cómplice en la repro‑ducción periférica de capital cultural, promotora de su transgre‑sión, fundadora de su diferencia regional, subvertora de la mo‑dernidad metropolitana. La castellanización y la escritura han sido los instrumentos de su complicidad; con ellos y por ellos la literatura hispanoamericana canónica ha sido incorporada, de manera subordinada, a la tendencia globalizadora de las co‑rrientes europeas y norteamericanas. pero la crítica hispanoame‑ricana también ha contribuido a la transgresión de las normas canónicas y de la propia fetichización de la escritura; ha incluido crónicas coloniales y testimonios contemporáneos escritos a par‑tir de lógicas y prácticas orales dentro de las normas más con‑servadoras de la escritura oficialmente canónica. por otra parte, la propia construcción crítica de la literatura hispanoamericana ha sido realizada desde una perspectiva regional que tercamente defendía su diferencia respecto a la literatura metropolitana. Las encrucijadas de nuestra crítica, entonces, se han ido resolviendo haciendo de la crisis un modo cotidiano de reflexión; las estra‑tegias se han ido formulando a partir, no de modelos teóricos, sino de escrituras sobre, y lecturas de, novelas y poemas que eran asumidos como nudos de conflicto.

La representación del sujeto hispanoamericano, sin embar‑go, no sólo se ha elaborado a partir de la práctica significativa diseñada bajo el modelo de la encrucijada. La representación se ha constituido construyendo la institución del intelectual cultural —que tanto se cuestiona a sí mismo y hace de la crisis su modo de existencia— y las normas de los cánones literarios

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—que si bien apuntan al privilegio de la escritura dominante, incorporan también a la oralidad y la cultura popular como su otro yo todavía ‘bastardo’ y en gran parte desconocido—. Estas dos instituciones, el intelectual y el canon, nos permiten reco‑nocer ahora las distintas lógicas discursivas por las que el suje‑to se representa: han establecido un ‘sentido común’ literario. Criticar a la crítica es, entonces, un ejercicio de desconstruc‑ción y valoración de la naturaleza estratégica de aquel discurso que construyó el monumento a la palabra hispanoamericana. Este es, por tanto, el objetivo básico de estos ensayos sobre la crítica literaria hispanoamericana moderna. Aunque, claro está, no puede ser el único.

Una de las primeras tareas de este proceso debe ser estable‑cer los límites empíricos, es decir, una tarea negativa. Dado que se propone una crítica de la crítica y no una historia —aunque deberá incluir algo de esto sobre todo en el terreno preliminar de los antecedentes a la crítica literaria como objeto de estu‑dio—, se tiene que partir de una selección de nombres y obras y ya en esta instancia tan elemental se enfrentan problemas ma‑yores. No se trata únicamente de la carencia de bibliografía re‑ferencial —increíblemente, no existe ningún texto abarcador ni un trabajo orgánico sobre la crítica literaria latinoamericana—, sino, sobre todo, de la escasa difusión de líneas de trabajo que cuestionen, o cuando menos sospechen, de las ‘evidencias’.2 Si puede afirmarse enfáticamente ante un consenso relativamente silencioso formado por muchos de los críticos contemporáneos más representativos que “debemos comenzar por lo evidente:

2 Existen varios esfuerzos latinoamericanos contemporáneos por iniciar una ruptura epistemológica cuyos resultados esperan, todavía, una valoración. Gracias a ellos las obsesiones de la modernidad podrían ser pronto legado de la historia. por otra parte, es inevitable señalar que las obras de críticos latinoamericanistas originarios de Norteamérica y Europa ya constituyen un aporte definitivo y requie‑ren urgente recuperación. Finalmente, no intento siquiera proponer una lista inicial porque creo que existe un relativo y tardío ‘boom’ crítico que dificulta una selección mínimamente adecuada en un momento como el actual que ni siquiera ha elaborado su propia tradición.

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aún no hay una teoría de la literatura latinoamericana”,3 es que persistimos en la complicidad con el silencio colonial y nos sometemos epistemológica y éticamente a la prohibición de Carlos II: no hablar desde nosotros mismos. Más aún, se ha hecho algo así como una sofisticada costumbre persistir sólo en la ‘crisis’ y en la ‘inexistencia’ de la crítica literaria latinoameri‑cana. Esta ha construido instituciones, ha elaborado cánones y lo ha hecho porque, a pesar de su parcial diversidad pacífica‑mente coexistente, pero, ante todo, gracias a su contradictoria heterogeneidad de polémicas por el poder discursivo, no se ha sometido a ese silencio colonial.

El límite empírico: carencia de bibliografía y escasez de líneas de trabajo, entonces, se abre ante el horizonte episte‑mológico; reconocer que no hay puntos de partida no implica asumir que no existan líneas de llegada. Si los críticos contem‑poráneos marginan las lecturas que la crítica anterior ha cons‑truido, habrá que partir de la tradición que ésa ha fundado y no del mutismo resignado de quienes hoy hablan renegando de su propio nacimiento sin, todavía, haber ejecutado el parricidio que legitimaría su desdén.

por consiguiente, ya no se tratará exclusivamente de cuestio‑nar o ampliar resultados previos, sino de postular el modelo de una formación discursiva que habría sido elaborada por la es‑trategia de la crítica literaria hispanoamericana para leer nues‑tra producción literaria desde el ‘modernismo’ hasta el ‘boom’. Esto implica que nuestra crítica fundó su objeto de estudio desde principios de siglo a través de pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y José Carlos Mariátegui; pero, sobre todo, asu‑me que esa crítica ha construido lecturas, ha fundado cánones, ha hecho posible leer nuestra literatura como latinoamericana. Más allá, por tanto, difícilmente podría seguir suponiéndose una ingenua pluralidad de lecturas que se estructuran en una

3 Raúl bueno “Sentido y requerimientos de una teoría de las literaturas lati‑noamericanas”, en Revista de crítica literaria latinoamericana 29 (1989): 295‑307.

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homogénea estrategia discursiva;4 es casi obvio que la hetero‑geneidad de interpretaciones es una diversidad en lucha por la hegemonía: tal o cual ‘modernismo’ canónico, tales métodos, tales deudas, tales reconocimientos, tales homenajes. No puede ignorarse que las estrategias discursivas tienen ambiciones mo‑nopólicas; no en vano las leemos cada día, o casi.

Una primera línea de trabajo lleva a plantear la existencia de textos fundadores de esa estrategia discursiva como ambición orgánica. Ciertamente en Martí, Sarmiento, bello, Olmedo, Rodó, o en tantos cronistas, había una voluntad lectora y una finalidad preceptiva (ensanchando la comprensión de precep‑tiva a establecimiento de normas escriturales). En ellos pue‑de encontrarse una definición de horizontes pero difícilmente vías y modalidades de lectura. Debemos esperar la aparición de esa voluntad estratégica hasta Henríquez Ureña, Mariátegui y Reyes: ellos plantearán la vía de la crítica institucional. Es este momento —entendido como fundación epistemológica de un nuevo objeto de estudio— el que no se limitará a objetivos preceptivos y establecerá el corpus de la formación discursiva como referente del objeto de la crítica y, recién entonces, se preguntará: cómo leer el texto literario, qué hacer con sus efec‑tos de sentido y dónde hallar la lógica de la representación; cuál es, por tanto, la mejor estrategia para constituir un discurso literario. para el momento fundador el ejercicio de la crítica es un derecho intelectual —de acá su institucionalidad— y su pri‑vilegio es el reconocimiento de la escritura: ‘nosotros sabemos leer’, podría ser su emblema.

Si el primer momento postula al discurso literario hispano‑americano como objeto de estudio y por consiguiente a la crí‑tica como institución lectora, el segundo momento que reúne a

4 Tal como paradójicamente sostiene Roberto Gonzáles Echevarría refirién‑dose al momento en que trabajaban Henríquez Ureña, Reyes y Mariátegui: “El hecho es que, a pesar de todo, una vez existieron grupos dominantes con ideas ge‑nerales sobre la literatura latinoamericana y con una noción clara de lo que era ‘nuestra’ literatura”. Roberto Gonzáles Echevarría, The Voice of the Masters (Austin: University of Texas press, 1990): 33. (Traducción mía)

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Ángel Rama, Octavio paz y Roberto Fernández Retamar asu‑mirá a sus antecesores como fundadores y mediante este ges‑to otorgará a nuestra crítica literaria el privilegio de su propia historia. y si con este homenaje reconocen su deuda, al mismo tiempo plantearán su distancia. La crítica ya no podrá limi‑tarse al ejercicio de un derecho intelectual sobre un discurso, deberá partir de él para fundar su propia realidad discursiva. ¿Acaso esta ambición no encontró su mirada satisfecha cuan‑do estableció unos cánones en pugna con otros, unas historias privilegiadas y otras menospreciadas; cuando hizo de la hege‑monía discursiva, ya no su ambición primaria, sino la raíz de su palabra? El primer momento hizo de la crítica un derecho intelectual; el momento posterior la convirtió en una tradición discursiva. Si puede afirmarse que en estos dos momentos de la crítica literaria hispanoamericana la ambición orgánica de una estrategia discursiva para investigar la escritura y fundar la lectura de nuestra producción literaria encuentra su definición y sus hitos, no puede dejar de enfatizarse su heterogeneidad interna. Estos dos momentos han hecho de la crítica un há‑bito social, pero también un debate histórico. Las corrientes de la crítica hispanoamericana no sólo se han planteado como un debate permanente entre voces diversas y, muchas veces, antagónicas; han discutido su relación con las líneas teóricas y metodológicas de otras regiones del mundo, han establecido sus filiaciones y sus autonomías, han determinado preguntas capitales y líneas de trabajo, es decir, han hecho de la polémica una forma de ser.

La crítica literaria hispanoamericana ha organizado su re‑flexión en torno a tres núcleos epistemológicos que generarían el sentido y que son, al mismo tiempo, condición de su efecto. Cada una de estas claves de lectura se encuentra en los seis au‑tores propuestos y en toda su obra pertinente; pero, también en este supuesto, es posible establecer las fijaciones.

El lenguaje, la cultura y la ideología son las tres claves que recorren todo el trabajo de la crítica. Concebido como trabajo

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o como celebración, el lenguaje y su importancia como ‘materia prima’ de la literatura está presente en toda la obra a anali‑zarse; el lenguaje sería el que posibilita la constitución de una tradición literaria y abre la posibilidad de su universalización. La cultura latinoamericana, concebida como cultura nacional, recorre los textos centrales en cada una de sus reflexiones cons‑truyendo a la literatura como política cultural y enfatizando las encrucijadas de la identidad y la legitimidad. Finalmente la ideología, es decir, la constitución de sujetos, sean estos escri‑tores o lectores, es también preocupación compartida; nuestra literatura, según afirma nuestra crítica, estaría construyendo la historia del sujeto cultural latinoamericano. Esta fijación con el lenguaje, la cultura y la ideología no es, por supuesto, excluyen‑te de otras posibles claves; pero es la capacidad de legibilidad de nuestra crítica la que permite valorar su importancia como instrumento de lectura. Nuestra crítica confía en que ‘sabe leer’; confía, por tanto, en que descubre condiciones y efectos de sen‑tido porque nombra los aparatos discursivos: lenguaje, cultura e ideología.

Las dos líneas de trabajo postuladas hasta este momento —el derecho a la crítica y la lógica cultural de la tradición— describen la estrategia discursiva y explican porqué se asume como descubrimiento: la crítica literaria latinoamericana pa‑recería cumplir ese deseo nacional de convertirse en forjadora de una épica cultural. pero, obviamente, esta posibilidad no se ha ido construyendo a la manera del crítico como artesano minucioso de la lectura —aunque ésta es parte sustancial de la obra general— sino al ritmo de la figura del intelectual. No han sido las obras completas, sus detalles, sus regodeos retó‑ricos, sino dos o tres desafíos teóricos con que inundaron su ambiente los que constituyeron la crítica hispanoamericana. Esta será, entonces, la tercera línea subterránea de trabajo: el crítico literario ha contribuido a fundar al agente intelectual en América Latina y este agente no hace sino establecer el desafío teórico como ‘sentido común’; en otras palabras, no

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basta postular una política de producción del sujeto cultural americano y representarlo simbólicamente en ese marco, es imprescindible incorporarlo al capital cultural en su conjun‑to para que esa representación alcance su hegemonía.

La noción gramsciana de intelectual orgánico lo define como producto de la necesidad de una clase social por generar representantes que le den homogeneidad cultural y cohesión ideológica. para convertir a ésta en una definición accesible, es necesario previamente instituir las diferencias y los enlaces entre cultura e ideología. podría afirmarse que la cultura es el marco simbólico determinado institucionalmente que establece una relación de comunicación entre las esferas de la producción y el poder, mientras que la ideología determina la orientación de ese marco y, por consiguiente, las normas para la reproduc‑ción del sujeto social. De esta definición inicial puede derivarse una oposición que, siendo relativamente arbitraria, sugiere no‑vedosamente las diferencias existentes entre dos modalidades de intelectual orgánico: el intelectual cultural vs. el intelectual político.

El intelectual político sería un especialista al servicio del aparato de reproducción que pone el acento en la eficiencia constitutiva de sujetos de esa práctica discursiva que es la lite‑ratura. poco importa aquí si ese aparato es el hegemónico o el subordinado o si ese poder es el del lenguaje o el de la ideolo‑gía. Reyes, Mariátegui, paz y Fernández Retamar leen la prác‑tica literaria como práctica ideológica: como instrumento de reproducción del sujeto literario y, por consiguiente, del sujeto histórico hispanoamericano.

Henríquez Ureña y Rama, en cambio, dialogan con otras ciencias, con otros textos y con otras historias y enfatizan el po‑der de inteligibilidad de la práctica literaria respecto del marco de referencia de la cultura hispanoamericana. Estos intelectua‑les culturales están al servicio de la lógica de la representación, no de su eficiencia reproductora; su dilema ya no se quiebra

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entre estetizar y politizar, ellos pretenderán articular5 literatura con cultura y cultura con historia.

Sea considerando como fundamental la función articulado‑ra de la cultura o el poder de reproducción de sujetos del capi‑tal cultural, todos estos agentes intelectuales han constituido al crítico literario dotando de especificidad a esta praxis que hasta ellos estaba sometida a los avatares políticos y/o académicos de cada lectura. y todos han mostrado las exigencias y los rigores de una práctica allí donde se tenía la costumbre de ver sólo impresiones y sólo autoridad. La crítica literaria hispanoame‑ricana, entonces, se ha constituido institucionalmente a partir del trabajo de algunos intelectuales y no como resultado de proyectos de investigación, intereses académicos o demandas de mercado. Ha sido el intelectual que establecía cánones y su obra que determinaba políticas de lectura y escritura, el que ha convertido a la literatura hispanoamericana en materia legible.

Si la estrategia discursiva requiere inclusiones y exclusiones, denuncias y omisiones, también el desafío intelectual puede petrificarse en el rito constructor de verdades y acomodarse en su íntima confianza moderna en el progreso de las ideas. ¿Qué temas se han excluido de la crítica, cuáles problemas se han omitido, cuántas preguntas han tenido el privilegio de la respuesta, o de la duda, dónde se ha puesto el dedo y a quién se ha dado la espalda? pero, más allá, ¿por qué se hace de la crítica una institución que funda cánones y no una comuni‑dad que formula problemas; por qué esa obsesión con la inte‑ligibilidad y la representación y no idéntica fijación con la le‑gibilidad de los ‘secretos’6 del discurso, por ejemplo? pareciera

5 Esta es la noción clave cuando se pasa de un énfasis polar en lucha de clases, identidad de género o étnica, a un énfasis en flujos sociales, o, más cerca de este tra‑bajo, énfasis en capital cultural. La definición de articulación que uso es la de aquel concepto o modelo o diseño que organiza fuerzas diversas como un conjunto con principios y fines compartidos.

6 “Sigo ocultando lo que yo considero que nadie lo sabe, ni siquiera un an‑tropólogo, ni un intelectual, por más que tenga muchos libros, no saben distinguir

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que el intelectual de la crítica literaria hispanoamericana se ha planteado como un profesional condenado a vigilar la re‑producción de una sociedad disciplinada por la lectura. La trampa de su fe en la lectura le impide abandonar la inteligi‑bilidad de la representación como mecanismo de autoridad, y de aquí su recurso al canon.

Etimológicamente, la palabra canon deriva del griego y sig‑nifica instrumento de medida. Más tarde, los primeros teólo‑gos del cristianismo la convirtieron en regla, es decir, un prin‑cipio de selección que permitiría elegir, entre diversos textos y diversos autores, cuál debía ser preservado. Estos teólogos, enfrentados a la tarea de elegir a los ‘padres de la iglesia’ y a aquellos textos que debían formar parte de su biblia, tuvieron que decidir cuáles ‘verdades’ tenían que formar parte de la doc‑trina. Canon, hasta acá, era un criterio de selección de y desde la ortodoxia.

Sobre todo en los últimos veinte años, la crítica literaria latinoamericana ha iniciado un debate, no siempre abierto ni tampoco explícito, sobre la formación del canon. Comenzando con trabajos preliminares sobre la crítica literaria anterior, con‑tinuando con números monográficos de revistas dedicados a estudiar la obra de cinco de los seis autores (excepción hecha de Roberto Fernández Retamar) o antologías de sus obras, y terminando en congresos, seminarios o reuniones dedicados exclusivamente a la crítica o a la historia literarias; todos acep‑tarían “la existencia de un pensamiento crítico literario latino‑americano” cuya recuperación y redefinición serían fundamen‑tales y “que apunta a una revisión radical del canon y de las metodologías críticas”.7

nuestros secretos”. Rigoberta Menchú, Me llamo Rigoberta Menchú (La Habana: Casa de las Américas, 1983): 377.

7 Raúl bueno y beatriz pastor, “Introducción”, en Revista de crítica literaria latinoamericana 29 (1989) 14‑15.

“No sólo existe una discursividad literaria latinoamericana, sino también un modo de acercamiento a ella, coherentes una con la otra, motivándose recíproca‑mente y articulándose en una figura superior cuyos rasgos serían la legitimidad de

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Esta tarea de recuperación y redefinición resulta, por tanto, no sólo de un afán arqueológico, sino también de una volun‑tad ética. Como el caso de la biblia demuestra, la selección de ‘autores y textos clásicos’ no tuvo su fuente en la objetividad de los juicios teológicos sino en criterios político–institucionales. Trasladando esto a la literatura hispanoamericana, la forma‑ción de nuestro canon no se basaría sólo en análisis metodoló‑gicos o juicios teóricos sino, sobre todo, en criterios de política cultural. por consiguiente, si el mencionado ‘pensamiento crí‑tico latinoamericano’ existe, resultaría fundamental revisar la formación del canon a partir de sus modalidades de selección de ‘autores y textos clásicos’. No está demás recordar que pedro Henríquez Ureña, en Ensayos en busca de nuestra expresión, ya planteó programáticamente la necesidad de elaborar un listado de obras y autores centrales de la literatura latinoamericana. por consiguiente, si se pretende recoger el ‘pensamiento crítico literario latinoamericano’, con él se reconstruirá el proceso de formación de nuestro canon literario.

Un problema preliminar, sin embargo, parece ser evidente: algún proceso de exclusión habrá funcionado para la elabora‑ción de esa lista de autores y textos. ¿Será, entonces, que la desconstrucción del canon implicará la denuncia de la histo‑ria secreta de la ‘conspiración ideológica’ de la crítica literaria latinoamericana para marginar autores o textos que, a modo de ejemplo, no hayan formado parte de las líneas centrales del modernismo, la vanguardia y el boom? ¿Que sólo obras y au‑tores ‘estéticamente geniales’ han merecido la momificación? ¿Habrán existido prejuicios ideológicos y/o de escritura vs. ora‑lidad, metrópoli vs. provincia, etc.? por consiguiente, antes de

una producción y la legitimidad de una teoría”. Noé Jitrik, La vibración del presente (México: Fondo de Cultura Económica, 1987): 11.

“Hay que subrayar el hecho innegable de que la crítica latinoamericana, aunque ni estudiada ni analizada como la poesía y la novela, posee actualmente un corpus tangible, admirable... La crítica literaria latinoamericana, pese a la carencia de revi‑siones y estudios que den cuenta de ella, existe más allá de todos los lamentos.” Jorge Rufinelli, “La crisis de la crítica”, en Casa de las Américas 171 (1988): 76‑7.

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responder a esta posible línea de construcción del ‘pensamiento crítico’ es necesario considerar con mayor detalle la implicación de la pregunta original: ¿cómo un autor o un texto devienen ‘clásicos’?

La ingenuidad de suponer que ciertas obras o autores son ‘geniales’, y de aquí su perennidad, es algo que ni siquiera ha‑bría que mencionar si no fuera la significativa presencia de pretensiones formalistas que hicieron de la ‘literariedad’ una bandera de lucha todavía usada en algunos rincones. La otra cara del esteticismo es la visión conspirativa: una élite homo‑génea define un canon que refleja sus intereses sociales. Sea por el lado del juicio esteticista o del ideologista, la crítica a estas posiciones partiría del supuesto de que ninguna es suficiente‑mente representativa y, por consiguiente, para abrir el canon se debe recurrir a juicios de distintos grupos académicos que representen intereses ampliamente diversos y que garanticen el derecho de ‘discursos marginales, subordinados, explotados’, etc., a la existencia. Esta observación inicial, que asume las po‑siciones arriba señaladas y propone aplicar los principios del liberalismo democrático para solucionar la segregación discur‑siva, ha sido aplicada en la modificación del currículo de algu‑nas universidades norteamericanas y algunas latinoamericanas. El resultado, obviamente, ha sido la aparición de cánones de segunda categoría para satisfacer los derechos conculcados de discursos oprimidos.

La academia literaria hispanoamericana, por su parte, no ha elaborado una respuesta ‘democrática’ ante la encrucijada del juicio. En la mayoría de los casos ha seguido formando el canon de acuerdo a criterios preestablecidos como el que representa esa extraña noción de ‘literatura culta’. pero en varios casos de críticos contemporáneos —reitero la importancia de los con‑gresos, seminarios y reuniones realizados con este objeto— se ha enfocado el problema del canon como un asunto que excede en mucho a las metodologías y/o los juicios estéticos o ideoló‑gicos. para estos críticos, el contexto histórico, las restricciones

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institucionales y las condiciones de reproducción de los textos son fundamentales. O mejor, y colocando el problema en una perspectiva distinta, la formación del canon en América Latina se origina necesariamente en criterios de política cultural, no en sospechas esteticistas o ideologistas.

¿Cuál es, entonces, el escenario que incorpora metodología y política? para el caso que sirvió de punto de partida, este esce‑nario fue una institución: la iglesia determinó dogmáticamen‑te quienes y qué doctrinas formaban parte del canon bíblico. Obviamente, el canon literario no representa en lo fundamen‑tal los intereses de grupos sociales o un concepto de valor esté‑tico absoluto. y, si como se ha señalado, la condición necesaria es el criterio metodológico y la suficiente es la política cultural, la reconstrucción del canon exige tomar en cuenta la historia concreta de cómo los textos son producidos y reproducidos a partir y a través de distintas condiciones. La crítica y la historia literarias no están constituidas sólo por aquello que se lee, sino también por cómo, por quién, por cuándo se lee. La escritura y la lectura son prácticas sociales y, por consiguiente, no se pue‑de pensar la formación del canon sólo como un problema de recepción que parte de juicios estéticos o ideológicos; en tanto práctica social forma parte de un específico proceso de produc‑ción y reproducción cultural cuya historia es tan concreta, y tan compleja, como cualquier otra.

Como cualquier otra práctica social, también escribir y leer forman parte de una institución que organiza todo su proceso social. Si en un momento dado el analfabetismo de importan‑tes sectores poblacionales es parte estructural de una forma‑ción social, resulta que una particular forma de conocimiento —leer y escribir— se produce y se distribuye de manera des‑igual. Reconocer la importancia de este hecho contrae asumir la condición social de la formación del canon.

El canon, por tanto, es el efecto, por una parte, de un su‑puesto restrictivo compartido por la academia (que se concre‑ta en las historias literarias, en los manuales de enseñanza de

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la literatura, en los números monográficos definidos por las revistas pertenecientes a la institución) y, por otra, del juicio de autoridad que emana de esa institución y se legitima en su difusión universitaria.

Ciertamente, la producción discursiva es una historia com‑pleja acerca de cómo se institucionalizan las prácticas sociales de la escritura y la lectura. La formación del canon no es sino un momento particular de esta historia sobre lo que en térmi‑nos más generales podría denominarse la distribución del co‑nocimiento discursivo; conocimiento cuyo efecto más notable no es otro que la escuela. (porque es en la escuela, en la insti‑tución que controla la producción y distribución de la lengua, donde comienza la explicación de la relación entre literatura y sociedad). La literatura y el lenguaje han tenido una historia simbiótica por la aparición de la escritura. El acceso a la lite‑ratura ha estado condicionado por el acceso al lenguaje escrito que a su vez estaba condicionado por el acceso a la escuela. Es esta última la que abre, o cierra, la puerta pragmática y posibi‑lita que, más tarde, la universidad ‘entregue’ los instrumentos necesarios para una producción institucional de la escritura y la lectura. Una vez en posesión de este conocimiento, el crítico literario inicia su tarea canónica, en mayor o en menor grado, emitiendo sus juicios profesionales.

Hecha esta digresión, resultaría que la desconstrucción del pensamiento crítico hispanoamericano permitiría reconocer distintas políticas culturales en la formación de nuestro canon literario. y, sobre todo, sus distintos efectos en la instituciona‑lización de la literatura latinoamericana. Su importancia y ne‑cesidad son, entonces, obvias. Reconocer los grandes sistemas —o las metanarrativas, si se quiere entender analógicamente los relatos críticos en el sentido que les da Lyotard— organiza‑dos por nuestros intelectuales literarios va a posibilitar revisar sus políticas culturales y, más allá, su efecto social.

La selección de aquellos críticos que, hipotéticamente, serían más representativos, tiene, por tanto, que postular su influencia

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definitiva en la institucionalización de nuestros sistemas dis‑cursivos. Ellos habrían hecho posible configurar un canon que, a pesar de compartir las modalidades modernas europeas como, por ejemplo, su cimentación en la academia y su reproducción por medio de las instituciones de la escritura —escuela, univer‑sidad, medios masivos de comunicación—, al mismo tiempo está radicando su poder en la oposición y la diferencia con los discursos colonial y neocolonial. La unidad contradictoria de nuestra literatura exigió que nuestro pensamiento crítico se re‑gionalice y responda con cánones heterogéneos. Hay que acep‑tar, por consiguiente, el canon que ellos han determinado para compartir un común terreno de batalla; pero el reconocimiento no implica asumir sus estrategias de representación.

La crítica literaria latinoamericana contemporánea, desde sus más diversas variantes, comparte la figura de la crisis de la crítica como retórica de entrada.8 Obviamente, su divergencia es notable, no sólo en los matices de la sintomatología, sino, sobre todo, en la dirección que postulan como respuesta que la crítica literaria debería dar a su propia crisis.9 Si uno se

8 “puede decirse con seguridad, sin temor a sonar exagerado, que la crítica de la literatura latinoamericana está en medio de una crisis... Los signos de esta crisis es‑tán en todas partes. El más patente es la ausencia de una escuela, ideología o tenden‑cia crítica que siquiera goce de una módica aceptación compartida entre escritores, críticos e intelectuales.” Gonzáles Echeverría: Voice, 33. (Traducción mía).

“La formulación de esta agenda problemática [la índole multiforme de la li‑teratura latinoamericana] implica una profunda transformación en el proceso del pensamiento crítico‑historiográfico latinoamericano, un cambio de paradigma si se quiere, tal como ya está ocurriendo en algunos sectores de la praxis crítica.” Cornejo: Reflexiones, 231.

9 “El concepto de cultura que la literatura latinoamericana moderna proporcio‑na para abarcar al mundo de América Latina es más parte de un proceso de auto‑constitución literaria que un reflejo de las realidades social y política de los distintos países latinoamericanos.” Gonzáles Echeverría: Voice, 11. (Traducción mía).

“Si el discurso crítico emana de una real, leal y fidedigna preocupación por la realidad de nuestra América, por la realidad de las voces que la transmutan en li‑teratura, entonces es probable que podamos romper la cápsula (el terrible claustro) que con tanta frecuencia nos separa de la historia viva. Tal vez así alguna palabra nuestra ingrese en esa historia y la modifique, aunque no sea más que en sus bordes de menor relieve.

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atuviera al diagnóstico de la crisis y a los antagónicos pro‑yectos de resolución de esa crisis que las distintas variantes postulan, posiblemente habría que sustituir la noción de va‑riante por la de fragmentación. y entonces sí sospechar que cualquier intento de ‘totalización’ de la crítica literaria his‑pano–americana que se pretenda estará impregnado de un voluntarismo cuya fragilidad lo haría merecedor de figurar en los esfuerzos por crear una fantasía latinoamericanista y no en un trabajo por reconstruir algunas lógicas de repre‑sentación discursiva. pero más notable aún, si acaso cabe, es la común caracterización —a pesar de sus muy significativas diferencias— que las variantes contemporáneas hacen de la crítica moderna10 como fundamentalmente nacional(ista) en un sentido latinoamericano de ‘patria grande’.

Ha habido, en esta última década, una insistencia por leer a la literatura latinoamericana como construcción imaginaria de lo nacional, cuya existencia depende de un aparato de fic‑ciones culturales. para aquellos de estos críticos que hablaban desde una perspectiva postcolonial el problema no ha sido sólo reconstruir la imagen de una comunidad nacional que estaba erosionada por el monopolio de las formas de representación de la cultura dominante, sino denunciar los excesos de esa ima‑

”pocos dudarán del sentido ético y político de este reconocimiento. Las cuestio‑nes que esclarece esta crítica, que trata de esclarecer, vienen de las preguntas que se hace América Latina y que América Latina trata de responder con el lenguaje de su historia.” Cornejo: Reflexiones, 234‑5.

10 “El tema principal del pensamiento latinoamericano ha sido la cuestión de la identidad... Los textos principales en esa tradición, de Facundo (1845) a Calibán (1968), siempre han tomado en cuenta a la literatura porque la especificidad y la diferencia de la literatura latinoamericana son claves para determinar la existencia y la autenticidad de una identidad latinoamericana.” Gonzáles Echevarría: Voice, 12‑3. (Traducción mía).

“Dentro del canon de las construcciones metanarrativas, [la] historia de la li‑teratura latinoamericana resulta inseparable del telos que la anima, que no es otro que el encuentro de una identidad armoniosa y de su plena expresión en una sola y gran literatura. Al parecer la conciencia posible de entonces no podía aceptar la fi‑gura, ciertamente desconcertante, de una identidad nacional o latinoamericana que estuviera hecha de conflictos y heterogeneidades, de una identidad internamente contradictoria.” Cornejo: Reflexiones, 228.

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gen y reformularía con criterios globales al mismo tiempo que regionales. La literatura latinoamericana se estaba convirtien‑do en un espectáculo ontológico de otredad y diferencia que facilitaba su apropiación por parte de la cultura metropolitana; como no hay una posición que permita observar neutralmente y desde afuera la relación colonial, estos críticos enfatizaron que la alteridad no es un dato ontológico sino histórico, que las culturas son permeables, son zonas de control o resisten‑cia, que, finalmente, son territorios de lucha por la hegemonía representacional.

parte de la causa de la crisis de la modernidad metropoli‑tana radica en la identidad que la alteridad ha obtenido de sí misma; lo subalterno y lo postcolonial alcanzaron una articu‑lación culturalmente subversiva que ya no podía ser operada como un suplemento, como algo que se producía para llenar los vacíos creados por el monopolio cultural de la metrópoli. Las relaciones discursivas entre el centro y la periferia adoptaron, entonces, la naturaleza de la guerra entre iguales culturales y, por tanto, la periferia ignoró toda centralidad para asumir la posición de la regionalidad: guerra entre regiones culturales, lucha por la hegemonía de la autorrepresentación. Así como la periferia moderna no podía ser representada desde el centro sino como suplemento, privada de la visibilidad de su propia subordinación cultural; la modernidad regional se configura con la autocrítica de su propia tradición y concluye en la estra‑tegia de su representación como diferencia y antagonismo.

La nación cultural latinoamericana ha roto con la homo‑geneización moderna que le impedía historizar su propia di‑ferencia como antagonismo. Al mismo tiempo, sin embargo, ha fundado una heterogeneidad discursiva que resulta de la representación de su propia alteridad y que, cuando menos por ahora, imposibilita toda posición de monopolio.

Existe un elemento formal en la obra de todos los críti‑cos hispanoamericanos aquí estudiados que es notablemen‑te consistente con esa heterogeneidad discursiva: se trata del

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permanente y sistemático dialogismo que atraviesa toda esa obra, de la conversación educativa o del debate teórico que mantienen entre ellos y con corrientes teóricas o textos lite‑rarios extranjeros. Toda esa obra está, de distintas maneras y estilos, permeada por el diálogo: debatiendo con escuelas o con conceptos, articulando aparatos teóricos diversos para aplicarlos a la realidad literaria latinoamericana, incorporan‑do críticamente postulados a veces formalmente incompa‑tibles. Como si hubiera una imposibilidad de plantearse el monólogo como vía legítima ante esa abrumadora produc‑ción poética y narrativa que, precisamente, también ella, se ha ido construyendo como un coloquio, sobre todo, con las literaturas europea y norteamericana. Esa necesidad raigal de hablar con el otro ha constituido un estilo muy particular de la crítica literaria hispanoamericana: la abundancia de citas directas o menciones indirectas.

parafraseando a de Certau, desde el punto de vista del psi‑coanálisis la memoria de la historia personal opera sobre su propio pasado, actúa contra él, lo reprime, lo disfraza, lo ig‑nora, lo convierte en un residuo condenado al olvido. pero esa historia personal siempre retorna y condiciona los más sutiles y los más triviales gestos cotidianos: como si la historia inscri‑biera en la memoria sus propias raíces. para la historiografía, en cambio, la historia es un objeto de inquisición, un pasado definitivo sobre el cual se actúa para representarlo en el presen‑te. pero esa historia se escapa, tiene una fuerza que no permite que la poseamos: como si no quisiera tener nada que ver con los vivos. Sin embargo, tanto el psicoanálisis como la historio‑grafía trabajan con el mismo objeto: el poder de la memoria. Incluso si el primero pretende resaltar las imbricaciones y la segunda las continuidades, ambos posibilitan explicar nuestro presente, ambos nos permiten representarlo y, así, creer que nos apoderamos de él.

La manera particular de representar nuestra memoria que ha construido la crítica literaria hispanoamericana ha sido el

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diálogo de las citas y menciones. Diálogo con la colonia y con los colonizadores, pero también con la realidad de la utopía que los intelectuales de estas tierras iban construyendo. porque sólo podemos representarnos escribiendo y leyendo nuestra memoria y nuestro horizonte. ¿Cómo fue esto posible? ¿por qué este fetichismo; por qué estamos condenados a citarlos para explicarnos, a mencionarlos para recordarnos, a escribir‑nos hasta para querernos; por qué nuestra escritura tiene un ca‑rácter inevitablemente colonial? ¿O será, más bien, que gracias al fetichismo de la cita, la crítica literaria hispanoamericana ha logrado hacer del diálogo con la metrópoli una costumbre liberadora allí donde ella sólo practicaba un ejercicio colonial? ¿No será que esa pasión por las menciones a obras y autores no es sino un claro signo de respeto por aquello que no puede sino ser una obra colectiva: la crítica literaria hispanoamericana?11

La regionalidad cultural transforma el escenario de articulación opositiva; como el centro hegemónico es imposible, el enfren‑tamiento se da entre posiciones excéntricas, ya no periféricas respecto a un centro sino regionales entre sí. por consiguiente, el objetivo de la diferencia cultural latinoamericana podría ser rearticular la producción cultural desde la perspectiva de la es‑pecificidad y resistir los intentos de totalización. y así como el lugar latinoamericano es resultado de su posición histórica, el lugar de la crítica podrá ser resultado del diálogo contra y a través de la literatura para que el poder de la palabra radique en su heterogeneidad concreta, no en su ‘verdad’ teórica.

En uno de sus libros, Todorov afirma que en Europa pocos son los que leen. Seguramente este es el caso, con mayor razón, en América Latina. ¿No será, entonces, que la crítica se ha vuel‑to un ejercicio en la trivialidad o, como señala él mismo, una

11 En todo caso, más vale apostar por el diálogo. por esta razón, entonces, los ensayos sobre los autores elegidos abundan en citas; tanto para explicitar el diálogo con y entre sus obras como para extenderlo a trabajos de escuelas o autores extran‑jeros.

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demostración de la futilidad de nuestros tiempos? Creo, sin em‑bargo, que inclusive habiendo tenido una sola y misma palabra como fundadora y colonizadora de nuestra realidad discursiva y estando condenados a esta esquizofrenia cultural, nuestros crí‑ticos ciertamente han confiado en el poder de la palabra y, por consiguiente, también en sus contradicciones, en sus inconsis‑tencias, en sus impotencias. y esto es posible porque después de ellos ya no habrán sólo lecturas, sólo cánones, sólo instituciones. Ha sido a partir de su paradójico trabajo por construir el discurso literario hispanoamericano a través de una estrategia de lecturas hegemónicas, que ahora se testimonia el surgimiento de lecto‑res, de comunidades interpretativas que democratizan la cultura latinoamericana. El poder de la palabra ha sido el instrumento de su autoridad, pero también su mecanismo ético. Gracias a esta permanente duda, gracias a la polémica como forma de ser del ensayo crítico hispanoamericano, la construcción discursiva de nuestra realidad literaria se ha movido entre el autodescubri‑miento colonial y la invención libertaria.

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UMbRAL DE LA ACADEMIA

Porque tenemos alardes y vagidos de literatu-ra propia, y materia prima de ella, y notas suel-tas vibrantes y poderosísimas —más no literatu-ra propia. No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá Literatura Hispanoamericana, hasta que no haya Hispanoamérica.

José Martí

El siglo XIX fue, para América Latina, el siglo de la transición. La acumulación originaria de capital inicia un complejo pro‑ceso a través del cual la estructura económica, las operaciones políticas y las formas culturales se reorganizan y comienza la construcción de una formación social cualitativamente distinta a la colonia. Que el nacimiento de la modernidad latinoameri‑cana haya vivido la erupción revolucionaria sólo como modesta emancipación política y se haya constituido como sombra del imperio del capital, no hace sino marcar la subalternidad como condición de su existencia y remarcar la necesidad de un pro‑ceso de modernización que sirva de puente entre la colonia y la modernidad.

Este nacimiento —oligárquico, dependiente, neocolonial, subalterno, todas estas caracterizaciones son pertinentes— no pudo producir la homogeneización completa de las formacio‑nes sociales ni de las formaciones discursivas de las distintas naciones, pero, sin duda alguna, ese fue su ideal programático. De acá que el Estado decimonónico hizo de la fuerza su ins‑trumento social y de la ‘civilización’ su razón cultural. No sólo debía vencer la resistencia de las múltiples alteridades que lo

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enfrentaban; estaba obligado a ‘civilizarlas’ culturalmente tanto como a incorporarlas al mercado interior económicamente.

No es, sin embargo, sencillo marcar cronológicamente los momentos de la transición de la colonia a la modernidad; ni social ni culturalmente la colonia dejó de impregnar al siglo XIX con su pulsión colonialista, ni, por otra parte, la moderni‑dad pudo evitar una obsesión con las declaraciones programá‑ticas americanistas del siglo XIX.

Debemos entender la transición de la colonia a la moderni‑dad, entonces, en su triple vía: continuidad de la subalternidad colonial, emancipación política y esbozo de la modernidad. El proceso de modernización nació como un dilema y acarreó su encrucijada hasta nuestros días.12

Este contexto marca al intelectual político del siglo XIX, el ‘letrado’ que trabajó las ‘letras’ dentro de los términos y límites estatales y, a partir de esto, multiplicó su influencia como regu‑lador de las políticas culturales (los casos de bello, Sarmiento, Hostos y Rodó son los más mencionados). Estos ‘cartógrafos’

latinoamericanos diseñaron un plano programático del imagi‑nario cultural de la modernidad que estaba sujeto a esa triple realidad —antes mencionada— a ser representada: el proceso desigual y combinado de modernización enfrentado tanto a su ‘modelo’ europeo como a su historia colonial. Así, mientras este plano del imaginario cultural delineaba al pasado como ‘tradi‑ción, barbarie, oralidad’ y a su futuro como mímesis europea, su condición existencial era minimizada o reducida a la figura de la crisis. Crisis, claro está, entendida como efecto de la hibri‑dez cultural,13 porque mientras se deseaba la autonomización

12 parto de la diferencia entre modernidad como etapa histórica —y cultu‑ral— y modernización como proceso de construcción —sobre todo socioeconó‑mico— de la modernidad. Refiero a: Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad (Madrid: Taurus, 1989), y Marshall berman, All That is Solid Melts into Air (New york: Simon and Shuster, 1982).

13 “prefiero [el término hibridación] porque abarca diversas mezclas intercul‑turales —no sólo las raciales a las que suele limitarse “mestizaje”— y porque per‑mite incluir las formas modernas de hibridación mejor que “sincretismo”, fórmula

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del trabajo intelectual respecto al Estado, al mismo tiempo no se podía renunciar a la política puesto que la misma escritura constituía el cimiento del Estado moderno y la identidad de los letrados estaba formada por el libro concebido como herra‑mienta política.

ya sea dentro de los dilemas intelectuales o la hibridez cul‑tural, existían tendencias diferenciadas respecto a la funcio‑nalidad de la literatura en el siglo XIX. Una línea de trabajo —bello— se nucleó alrededor del uso técnico de la letra o la pedagogía del alfabeto; la otra línea —Sarmiento— se ligó al uso político de la imposición de la ‘civilización’ sobre la ‘barba‑rie’. Esta última división, sin embargo, no es fácilmente ubica‑ble en la obra de los intelectuales decimonónicos, toda vez que prácticamente toda ella comparte ambas tendencias; a pesar de lo cual es conveniente hacer la diferencia para mostrar cómo la noción de literatura —en tanto objeto de estudio— también tiene su ‘prehistoria’.

puede afirmarse, recordando que bello fue invitado a ser rector de la Universidad de Chile precisamente para fundarla como institución moderna, que su proyecto de institucionali‑dad del conocimiento representa un consenso respecto a los objetivos pedagógicos de los intelectuales del siglo XIX. La institucionalización más específica de la literatura, por su par‑te, debía ser racionalizada como retórica para poder ajustar las variantes a las normas gramaticales de la lengua nacional.14

Las oposiciones entre oralidad y escritura, habla popular y habla culta, lengua ‘natural’ y lengua ‘gramatical’, explici‑tan tanto un juicio de valor como una política cultural. La

referida casi siempre a fusiones religiosas o de movimientos simbólicos tradiciona‑les.” García Canclini: Culturas, 15.

14 Entiendo como ‘lengua nacional’ un programa de política cultural para ho‑mogeneizar el español en torno a la élite cultural. ‘Lengua nacional’, por consiguien‑te, no implica un nacionalismo lingüístico sino uno de los postulados culturales del americanismo literario.

“La gramática de una lengua es el arte de hablar correctamente, esto es, del modo que la gente instruida la habla.” Andrés bello, Obras Completas (Caracas: Ministerio de Educación, 1951): 321.

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espontaneidad del habla popular debía ser sometida a la racio‑nalidad de la gramática y a la norma de la escritura; tal como según la ideología positivista la naturaleza debía ser civilizada por la técnica. No se trata, claro está, sólo de un programa racionalizador en su dimensión represiva; la producción de la lengua nacional no sólo requiere la homogeneización gra‑matical sino, también, la elaboración de un metacódigo como marco referencial que permita la ‘traducción simultánea’ de códigos retóricos, es decir, literarios. bello, por consiguiente, no se limitó a construir una gramática (con toda la compleji‑dad que eso implica), sino que planteó una ‘plataforma epis‑temológica’ sobre la cual podía fundarse la historia americana y la autonomía cultural. Sólo una lengua nacional permitiría la reconstrucción americanista de la colonia y la construcción descolonizada de su literatura.

Así como puede afirmarse que bello representa la versión pedagógica de la literatura, Sarmiento hace de la literatura un ejercicio político. La función estatal de la literatura se realiza reformulando las relaciones sociales en el texto, escribiendo a la oralidad para incorporarla a la modernidad, homogeneizando los saberes específicos de las zonas marginales de la nación para reducir su diversidad al discurso del poder central.

Esta comprensión de la función estatal de la literatura, sin embargo, no acaba de explicar la tensión problemática entre subordinación al Estado y autonomización de los intelectua‑les. Si la literatura debía contribuir a la modernización reorga‑nizando formalmente la representación de la alteridad o im‑portando el capital cultural europeo, su utilidad para el nuevo Estado Nacional iba a ser sólo servil. para desprenderse de la colonia, de las reminiscencias ‘bárbaras’, para proyectar la mo‑dernidad, ciertamente había que importar; pero para resolver el dilema de la autonomía cultural respecto a su sujeción estatal, había que escribir la especificidad nacional y literaria. De aquí que el Facundo sea una transcripción de voces, relatos orales, anécdotas, cuentos populares; de aquí también que el Facundo

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escriba: ordene, comente, sobredetermine, haga de la media‑ción su dogma de política cultural.

La literatura decimonónica, por consiguiente, es moderni‑zación; mediación entre la colonia y la modernidad tanto como representación autonomista de su propia función estatal. Esta paradoja — autonomía respecto al Estado al mismo tiempo que se trabaja en función estatal— puede explicarse porque el proyecto de bello, Sarmiento, Hostos, e inclusive Rodó, si bien opera dentro de los límites de los Estados Nacionales, apun‑ta sobre todo a la globalidad latinoamericana. No se trataba sólo de modernizar culturalmente a una nación particular, sino que ese trabajo formaba parte de un proyecto americanista de homogeneización cultural. La autonomía intelectual, entonces, radica en que a pesar de estar ‘atrapados’ en condiciones nacio‑nales concretas, ellos se consideran y funcionan como sujetos americanos. Esa paradoja, la voluntad de autonomía cultural nacional de la que resulta el llamado ‘americanismo’, constituye la especificidad del concepto de literatura del siglo XIX.

No puede, sin embargo, ignorarse la significativa cantidad de historias literarias nacionales que se produjo al mismo tiem‑po que los intelectuales americanistas debatían los dilemas que les presentaban las encrucijadas culturales y sociales de la tran‑sición a la modernidad. Señalar su importancia no sólo se debe a la diferencia cualitativa que presentan respecto a los catálogos coloniales —diferencia en tanto oposición lengua española / lengua americana y cultura universal / cultura nacional—, sino, sobre todo, a su demarcación de un corpus ordenado según “gé‑nero, tema y época” y “una serie de manifestaciones concretas —obras, nombres ilustres, instituciones, periódicos, colegios— que constituyen el baluarte de la nación”.15 Indudablemente to‑

15 “Las historias literarias del liberalismo hispanoamericano operan sobre un concepto de lo que es literatura deudor de la tradición clásica‑renacentista y neoclá‑sica. Esto significa, en primer lugar, que se maneja una concepción relativamente extensa de lo literario, homologable a la letra impresa, a todo lo escrito. En este sentido, literatura pasa a significar conocimientos generales, conocimientos perte‑necientes al campo de las ‘humanitas’ (historia, filosofía, gramática, geografía, filolo‑

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das estas historias literarias asumen una escala liberal de valores en función del progreso social, pero la institucionalización de la función discursiva como recurso del humanismo permitió el paso de la ‘tradición clásica’ a la ‘autonomía literaria’.

La historia de la literatura latinoamericana, y su conceptua‑lización como discurso literario, no comenzó con la modesta emancipación americana, sino “cuando los escritores españoles o criollos produjeron en España o América obras en que se miraba esta tierra con visión no extranjera”.16 En los catálogos coloniales ya puede observarse una primera separación entre la historia, la ficción y la bibliografía. pero habrá que esperar has‑ta El Apologético (Espinosa Medrano: 1662) para encontrar un primer bosquejo de la literatura en tanto discurso autónomo a través de su “poética de la lírica culterana”17 y hasta Carta para escribir la historia literaria de América (Llano Zapata: 1768) para encontrar una justificación de la “importancia que representaría escribir una historia de la literatura de la América Española”.18

Los cortes ‘epistemológicos’ entre tipos discursivos, la es‑pecificación teórica de un ‘estilo’ y una primera urgencia de periodización, muestran que la colonia elaboró componentes para la conceptualización de la ‘autonomía literaria’.

No puede pretenderse que haya habido un ‘desarrollo’ de la noción de literatura desde la colonia hasta el siglo XIX. Ciertamente cada uno de los usos estaba contextualmente so‑

gía, teología, oratoria y bellas letras). Esta concepción, aunque proveniente del siglo XVI, se mantuvo durante la Ilustración, y se siguió prolongando en el siglo XIX, con preferencia en las historias literarias. En segundo lugar se incorpora la acepción de literatura como ‘bellas letras’, noción impuesta en el siglo XVIII con el sentido de arte de pensar y de expresarse bien, pero, sobre todo, arte de escribir.

”No obstante a este uso tan vasto de ‘literatura’, en el siglo XIX coexiste el tér‑mino de ‘poesía’ —hemos visto que hay varias ‘historias de la poesía’— para designar los géneros específicamente estéticos, con un consenso generalizado a considerar como prácticas estéticas aquellos discursos en verso.” Gonzáles: Historiografía, 205.

16 Gonzáles: Historiografía, 149.17 Arturo Torres Rioseco, Historia de la literatura iberoamericana (New york:

Las Américas, 1965): 242.18 Gonzáles: Historiografía, 62.

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bredeterminado. por otra parte, no puede tampoco dejar de enfatizarse la marcada diferencia entre una noción abarcante como la colonial y una primera diferenciación —bellas letras— que operó parcialmente en el XIX. pero no es la permanencia lo que pretende resaltarse, o las oposiciones, que epistemológica‑mente corresponden, ambas, a la problemática de la identidad; lo sustancial de todo lo señalado hasta ahora consiste en con‑cebir al siglo XIX como una transición: ruptura y continuidad entre la tradición colonial y la modernidad literaria. O, en otras palabras: la constitución del objeto literario no pudo darse bajo las condiciones históricas ni de la colonia ni de la formación nacional porque la autonomía literaria, todavía impensable en la colonia, sólo constituyó una ambición programática para el siglo XIX.

La fundación de la crítica literaria hispanoamericana, por consiguiente, presupone la capacidad de un discurso teórico para crear su propio objeto de estudio. No se trata, entonces, de que un sector de la formación discursiva pueda ser reunido como literario en un corpus con base en criterios empíricos o por responder a un concepto de ‘bellas letras’. Ni la colonia ni el siglo XIX necesitaron ni epistemológica ni culturalmente de la autonomía literaria porque su deseada autonomía era un proyecto que incorporaba funcionalmente todos los compo‑nentes de lo cultural sin hacer distinciones de zonas epistemo‑lógicas más específicas. La literatura como objeto de estudio es elaborada por Henríquez Ureña, Reyes y Mariátegui en tanto estos tres críticos no se limitarán a objetivos preceptivos o des‑cripciones historicistas: la crítica literaria será la estrategia de representación de la literatura latinoamericana. Esta estrategia que determinó la operación institucionalizada de construcción del canon es resultado de la invasión social y cultural de la mo‑dernidad en América Latina.

Sin embargo, la incorporación de la modernidad cultural re‑quería, inevitablemente, de la construcción del aparato cultural

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que garantice su reproducción ampliada. y esto iba más allá del solo diseño de sus políticas.

Hasta Martí, las letras habían sido parte inseparable de la vida estatal latinoamericana. No sólo porque como literatura contri‑buían a modernizar la cultura, sino también porque constituían el modelo de la lengua nacional. Esa lengua era el instrumento de ‘colonización’ del imaginario a partir de la cual se construía el espacio simbólico de los nuevos Estados nacionales.

Esta condición de crisis de una noción de literatura —o bellas letras— con la que habían trabajado y vivido los inte‑lectuales del siglo XIX requería de una nueva estrategia dis‑cursiva que permitiera, tanto asumir la provisionalidad de sus conceptos, como generar los elementos preliminares de lo que con Henríquez Ureña, Reyes y Mariátegui tomará la forma del objeto crítico literario. Martí será precisamente quien elabora‑rá los elementos finales para el paso de la modernización a la modernidad o, metafóricamente, de la acumulación simbóli‑ca originaria al capitalismo cultural. El caso de Martí, en este sentido, es ejemplar. Elaborará un discurso literario autónomo respecto al Estado, es decir, respecto a las exigencias de una hipotética y homogénea lengua nacional; pero, por otra parte, reiterará la necesidad del compromiso político y ético de la lite‑ratura y su génesis social. La transición, entonces, es compren‑dida por Martí como la emergencia de la modernidad social no representable todavía por la modernidad cultural. La crisis es, por consiguiente, crisis del referente de la representación tanto como del sujeto de la misma, y esta definición permite manejar operativamente la afirmación martiana de que no existirá lite‑ratura hispanoamericana mientras no exista Hispanoamérica porque ningún discurso podría representar un referente polí‑tico inexistente sino es a la manera del postulado hipotético. Hay crisis porque el signo sólo representa semióticamente y denuncia, así, su esterilidad pragmática.

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Esta interpretación de la cita de Martí que sirve de epí‑grafe, no ignora otra más inmediata que podría ser caracte‑rizada como específicamente política: mientras alguna de las naciones latinoamericanas se mantenga bajo la égida colonial no puede afirmarse todavía la existencia de América Latina. La representación de América Latina, por consiguiente, sólo podría postular un objeto deseado y estaría imposibilitada de producir un discurso con un referente objetivo y de aquí su tragedia programática: el americanismo literario era un deseo político condenado a su frustración pragmática. ¿Cómo escri‑bir de América Latina cuando todavía no existía?

Como fácilmente se aprecia, ya sea asumiendo la impoten‑cia semiótica del discurso para representar pragmáticamente una ausencia política, o la esterilidad del campo político para construir un discurso semióticamente eficiente, la transición constituida por el propio proceso de modernización abre el problema de la representación institucionalizada.

La representación, en su acepción más elemental, podría ser caracterizada como alguien que enuncia algo que significa algo para algún otro. por supuesto, cuando este proceso lingüísti‑co es pensado como un sistema de reglas, la representación se convierte en un código. y si este código funciona en un con‑texto semiótico, pragmático e ideológico, la representación se institucionaliza porque se profesionaliza, es decir, se convierte en una estrategia hegemónica de representación. Ahora bien, si la problemática de la representación ha sido resuelta de ma‑nera relativamente homogénea por nuestros críticos literarios modernos, podría concluirse la unidad orgánica de ellos siquie‑ra hipotéticamente y restringiendo la acepción de ‘orgánica’ a problemática común.

Son varios los trabajos sobre el periodo literario modernista que, partiendo de la noción económica de ‘división del traba‑jo’, explicarán la modernidad de la literatura latinoamericana como efecto, por una parte, de la nueva división internacional del trabajo y la consiguiente incorporación de América Latina

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al mercado internacional y, por otra, de su acelerada urbaniza‑ción y la especialización de sus profesionales. Debe recalcarse, sin embargo, que tanto la modernidad social como la cultural son desiguales en su respectivos territorios y que están combi‑nadas con formas no modernas que persisten en diversas zonas y prácticas (la oralidad primaria y el arado campesinos no son sino la evidencia más ‘exótica’).

El proceso modernizador del XIX enfatizó el carácter es‑crito de la literatura y su instrumentalidad racionalizante. No debe extrañar, entonces, que recién en el siglo XX se establez‑can los primeros departamentos especializados de literatura en América Latina.19 La modernidad sólo dotará de bases insti‑tucionales al ejercicio autónomo de la literatura cuando el pro‑pio desarrollo de esta última así lo exija. Así como los Estados nacionales, culminando su consolidación, habían elaborado su aparato burocrático y su discurso de legitimación; la autonomía literaria enfatizará su estudio ‘científico’ y su necesidad peda‑gógica. Esta reorganización del territorio de la intelectualidad, que rompía con los amplios espacios temáticos de conocimien‑to del siglo XIX, exigiría terrenos especializados.

Si bien es cierto que en el siglo XIX existió un grado de especialización de los letrados, y particularmente de aquellos ligados a la crónica periodística, la autonomía literaria del siglo XX tiene al criterio de profesionalización como demostración de una primera diferencia. Claro que de lo que se trata no es de la ubicación académica del discurso solamente, sino, y con un criterio que considero de mayor pertinencia, de la legitimidad que adquirió el discurso literario para hablar desde sí mismo sin necesidad de recurrir a la autoridad estatal que le daba la lengua nacional. La importancia social del discurso literario,

19 “Conviene recordar el proceso de constitución, sumamente tardío, de los departamentos literarios de América Latina. En México, por ejemplo, los primeros cursos propiamente literarios no lograron instituirse hasta 1912 en la Facultad de Humanidades de la Escuela de Altos Estudios. En la Argentina, tras varios intentos frustrados, los primeros cursos de literatura, separados del currículo de Derecho, no lograron continuidad hasta después de 1896.” Ramos: Desencuentros, 58.

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entonces, tendrá su raíz en su especificidad como representa‑ción y no en su agente lingüístico estatal.

por consiguiente, si no se limita la profesionalización a es‑pecialidad y se la concibe en términos de representación de un saber como trabajo productivo, nuestros primeros críticos literarios —Henríquez Ureña, Mariátegui, Reyes— pueden ser considerados, también, nuestros primeros intelectuales modernos.

La legitimidad y la modernidad de los intelectuales del si‑glo XX resulta, por tanto, de la institucionalidad autónoma de la representación. Sólo aquello representado por ellos es mo‑derno, y sólo aquello es legítimo. por consiguiente, la ‘unidad orgánica’ de la crítica literaria del siglo XX no es sino la proble‑mática común que los emparenta como intelectuales que pro‑ducen institucionalmente un nuevo objeto de representación: la literatura latinoamericana. pero este concepto, así adjetivado, puede dar lugar a malos entendidos. No se trata de que nues‑tros intelectuales piensen nuestra literatura como geográfica‑mente latinoamericana, sino, y esta diferencia es fundamental, de que en América Latina construyen una literatura y la lla‑man latinoamericana por razones históricas. Al fin y al cabo, todos los latinoamericanos compartimos la experiencia de la colonialidad como condición de autoconocimiento. por tanto, plantear el término literatura latinoamericana es postular un modelo teórico y no conlleva la oferta comercial de una imagen exótica para el turismo cultural.

pero, ¿acaso no existe una amplia pluralidad de lecturas, po‑lémicas y posicionalidades distintas sobre políticas culturales, determinaciones opuestas sobre el canon, o, en último caso, preferencias de grupos organizados y caprichos personales? ¿Acaso toda esta multiplicidad permitiría sostener la creencia, incluso hipotética, de una unidad de representación de la críti‑ca literaria hispanoamericana?

Creo que todavía es posible sostener esa unidad, aunque sólo se lo haga con fuerza hipotética. porque no se trata de

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que cada uno de nuestros intelectuales deba representar la li‑teratura latinoamericana de manera teóricamente similar o metodológicamente compatible, sino de que todos representan institucionalmente nuestra literatura como latinoamericana y, al hacerlo, establecen el marco general de la formación discur‑siva con la cual trabajan. Un discurso, por tanto, constituye una totalidad orgánica si su objeto de representación es idéntico; y aunque ese objeto, una vez bajo cirugía, se fragmente en infi‑nidad de aporías.

Fue la obra de Martí, por consiguiente, la que hizo posible construir la representación del imaginario latinoamericano. y aunque sólo alcanzó a señalar su necesidad programática, esa necesidad constituyó el diseño de un camino que más tarde se construyó como la vía hispanoamericana de la crítica literaria.

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LA F UNDACIÓN DEL CANON Pedro Henríquez Ureña

Demos el alfabeto a todos los hombres, avancemos hacia nuestra utopía.

Pedro Henríquez Ureña

En una conferencia dictada el 28 de agosto de 1926 en la ciu‑dad de buenos Aires, publicada dos años más tarde como ca‑pítulo inicial del primer libro importante de pedro Henríquez Ureña para la historia de la crítica literaria hispanoamerica‑na,20 se encuentra la formulación original de las tesis centrales que posteriormente expondrá en sus dos obras mayores.21 Una significativa diferencia, sin embargo, separa lo que era todavía proyecto de lo que más tarde será palabra autorizada y en esa diferencia radica todo el poder de su discurso fundador.

No se trata, por supuesto, de los veinte años que separan Seis ensayos de las Corrientes literarias; es de por sí evidente que el tiempo deja su huella. Sólo con un criterio historiográfico se podría, por otra parte, considerar que esa significativa di‑ferencia se sustenta en la impresionante cantidad de trabajos escritos y publicados que muestran su erudición y permiten marcar un desarrollo sistemático que pasa de las monografías (1905–1925) a la visión panorámica de la historia cultural e intelectual de América Latina (1926–1946). pero ni la crono‑logía ni la historiografía explican que se trata, más bien, de la

20 pedro Henríquez Ureña, El descontento y la promesa. Seis ensayos en busca de nuestra expresión (buenos Aires: babel, 1928).

21 pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la America Hispánica (México: FCE, 1949). Historia de la cultura en la América Hispánica (México: FCE, 1947).

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distancia que existe entre la búsqueda y el hallazgo, entre el proyecto del pionero y la ley del maestro.

En mayo de 1922, en una conferencia dictada ante el club de relaciones internacionales de la Universidad de Minnesota du‑rante la invasión de Estados Unidos a la República Dominicana, Henríquez Ureña afirma que “ninguna nación tiene derecho a pretender civilizar a otra”. En este lejano antecedente puede presumirse ya ese esfuerzo de independencia intelectual que en los Seis ensayos se traduce en la formulación original de su tesis americanista: “acendrar nuestra nota expresiva, buscar el acento inconfundible”.22 Nada, en otras palabras, puede legiti‑mar el ‘despotismo ilustrado’ de aquellos que apelan a la labor ‘civilizadora’ de la cultura europea, porque nada puede susti‑tuir la autodeterminación de la particular identidad cultural de los pueblos. Nada, tampoco, puede justificar el que América Latina siga olvidando su propia historia en una especie de co‑lonialismo interno que obstaculiza el autoconocimiento.

Este americanismo literario “enuncia las premisas de un es‑tudio diferente de la literatura latinoamericana. Establece un objeto distinto”.23 Este objeto está caracterizado por dos compo‑nentes complementarios que podrían sintetizarse en una misma denominación como ‘humanismo americano’. por una parte, el arte ‘genuino’ tiene que ser “un esfuerzo noble para interpretar la

22 “El compartido idioma no nos obliga a perdernos en la masa de un coro cuya dirección no está en nuestras manos: sólo nos obliga a acendrar nuestra nota expresiva, a buscar el acento inconfundible. Del deseo de alcanzarlo y sostenerlo nace todo el rompecabezas de cien años de independencia proclamada; de ahí las fórmulas del americanismo, las promesas que cada generación escribe, sólo para que la siguiente las olvide o las rechace, y de ahí la reacción, hija del inconfesado desaliento, en los europeizantes.” pedro Henríquez Ureña, La utopía de América, comps. Ángel Rama y Rafael Gutiérrez Girardot (Caracas: biblioteca Ayacucho, 1978): 43.

23 “En Seis ensayos pedro Henríquez Ureña enuncia las premisas de un estu‑dio diferente de la literatura latinoamericana. Establece un objeto distinto. De esa literatura, concebida como entidad autónoma, se revisará aquello que genuinamente nos represente y nos exprese como cultura peculiar, específica; así como todo aquello que contribuya a formar la utopía de América.” Javier Lasarte: “pedro Henríquez Ureña y la renovación de la crítica y la historia literaria latinaomericanas”, en Casa de las Américas 150 (1985):160.

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vida” o “esfuerzo que ayuda a la construcción espiritual del mun‑do”; pero junto a esta tradicional definición humanista del arte, Henríquez Ureña exigirá su complementación con el “carácter original de los pueblos” americanos. Es decir, con la comprensión de que la historia literaria latinoamericana tiene particularidades que no pueden ser completamente explicadas con criterios que ignoren “nuestros perfiles espirituales”.24 El objeto de estudio que es la literatura latinoamericana ya tiene, en el americanismo literario de Henríquez Ureña, una primera formulación autóno‑ma que permite considerarlo como un conjunto de textos cuya especificidad se sustentaría en una historia cultural común.

Ahora bien, ciertamente el americanismo literario constituye a la literatura latinoamericana como objeto, pero lo hace no sólo sustentando su unidad en la cultura que la engloba, sino también proponiendo una hipótesis de lectura que atraviesa las obras que Henríquez Ureña analiza y reuniéndolas como producto de un trabajo realizado por el sujeto de esa cultura. por debajo de la pe‑riodización tradicional (generaciones, corrientes estilísticas) que recorre el trabajo de las Corrientes, hay una sobredeterminación de las transformaciones históricas que Henríquez Ureña inserta para hacer “posible la diferenciación de fases y períodos”.25 Más aún, al incluir —inclusive haciéndolo casi al margen— expre‑siones como la arquitectura y la pintura, ya no se limitará a pe‑riodizar los textos; el comparar la relación entre distintos tipos discursivos incorporándolos a la historia latinoamericana requie‑re pasar de la expresión americana al intelectual americano. Es decir, encontrar al sujeto de su tesis culturalista.

24 “No pongo la fe de nuestra expresión genuina solamente en el porvenir; creo que por muy imperfecta y pobre que juzguemos nuestra literatura, en ella hemos grabado, inconscientemente o a conciencia, nuestros perfiles espirituales. Estudian‑do el pasado, podremos entrever rasgos del futuro; podremos señalar orientaciones.” Henríquez: Obra crítica, 324.

25 “Es la idea de la colonia y la nueva sociedad que origina, de la Emancipa‑ción y la formación de la nacionalidad, la de la Modernidad, y del modo en que las ideas literarias o artísticas se insertan en ese devenir histórico, lo que hace posible la diferenciación de fases o períodos.” Lasarte: Renovación, 162.

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Dada esta búsqueda de identidad, sólo la noción de letra‑do, estrechamente ligada al proceso de urbanización y a la consolidación de los Estados nacionales en América Latina, posibilita imaginar un programa protagonizado por los inte‑lectuales concebidos como profetas culturales de los pueblos americanos. Mientras en la formulación inicial de los Seis Ensayos la tesis del intelectual en busca de su propia expre‑sión se limita a “las promesas que cada generación escribe”; en la formulación definitiva de las Corrientes el letrado ten‑drá como modelo a Sarmiento que “vivió pluma en mano” o a Martí: “el último de los grandes hombres de letras en la América Hispánica que fueron al mismo tiempo dirigentes políticos”.

Comenzando en los Seis ensayos pero sólo alcanzando su potencial explicativo en las Corrientes, un flujo común corre bajo el discurso: el programa intelectual del americanismo ten‑drá como agente exclusivo al letrado y sus modelos son bello, Rodó, Martí, Hostos, pero sobre todo Sarmiento. La defensa de Sarmiento como pionero de la cultura y de “la regeneración del pueblo mediante la educación” se basa en lo que Henríquez Ureña mismo denomina “prodigioso catálogo de sus hazañas”, es decir, la cronología de la fundación de la tradición intelectual moderna. El elogio a Sarmiento representa, en un mismo gesto ideológico, la defensa de la construcción del Estado liberal, la eficacia del alfabeto y el argumento central para la construc‑ción del canon hispanoamericano por su valor educativo.26

pasar de proyectar un canon a defender una particular rea‑lización del mismo requería, por tanto, algo más que la auto‑ridad personal del crítico; exigía la formación de un sujeto que sea el agente legitimador de ese gesto fundamental de política cultural. Este sujeto era el intelectual letrado y su instrumento

26 “En la lectura de Henríquez Ureña, Sarmiento aparece como la figura para‑digmática que integra la eficacia política y la eficacia de las letras, la educación y la actuación pública.” Arcadio Díaz‑Quiñones, “pedro Henríquez Ureña: la persisten‑cia de la tradición” en Revista de crítica literaria latinoamericana 33 (1991): 27.

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de operación era el alfabeto, concebido, claro está, como fuente de toda la cultura.27

Así, mientras en los Seis ensayos la modernidad cultural era todavía un proyecto resultado de la voluntad intelectual de nuestros ‘clásicos’, proyecto que Henríquez Ureña recoge como el criterio axiológico implícito en “los nombres centrales y li‑bros de lectura indispensables”;28 esa misma modernidad en las Corrientes se convierte en la fuente de la autoridad intelectual por su directa relación con las otras modernidades: “el voto efectivo”, “la independencia económica”. Ahora bien, ¿está este ‘desarrollo social de la modernidad’ necesariamente ligado al sustento teórico del pensamiento literario modernizante de Henríquez Ureña; es este ‘desarrollo’ el que posibilita que ese pensamiento se convierta en discurso fundador de la crítica li‑teraria hispanoamericana?

“La cultura crece con el desarrollo material” y permite, así, preservar a la ‘comunidad interpretativa’ como homogeneiza‑dora de la identidad cultural una vez que ésta ha sido conquis‑tada, seducida y constituida en público por los intelectuales;29

27 “Sigo impenitente en la arcaica creencia de que la cultura salva a los pueblos. y la cultura no existe, o no es genuina, cuando se orienta mal, cuando se vuelve instrumento de tendencias inferiores, de ambición comercial o política, pero tam‑poco existe, y ni siquiera puede simularse, cuando le falta la maquinaria de la ins‑trucción. No es que la letra tenga para mí valor mágico. La letra es sólo un signo de que el hombre está en camino de aprender que hay formas de vida superiores a la suya y medios de llegar a esas formas superiores. y junto a la letra hay otros, también seguros: el voto efectivo, por ejemplo, o la independencia económica.” Henríquez: Obra crítica, 194.

28 “Noble deseo, pero grave error cuando se quiere hacer historia, es el que pretende recordar a todos los héroes. En la historia literaria el error lleva a la con‑fusión. Hace falta poner en circulación tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura indispensables. Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar en la penumbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero quedó a medio hacer: tragedia común en nuestra América. Con sacrificio y hasta injusticias sumas es como se constituyen las constelaciones de clásicos en todas las literaturas.” Hen‑ríquez: Utopía, 47.

29 “Nuestros escritores nunca han dejado de tener un público lector: si no es más numeroso la falta está en el analfabetismo y en la pobreza de gran parte de nuestra población; y, por lo que toca a nuestros poetas, tienen proporcionalmente muchos más lectores que los de cualquier otro país de cultura occidental.” Henrí‑quez: Corrientes, 189.

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porque cuando “empieza a constituirse la profesión literaria, con ella debieran venir la disciplina, el reposo que permite los graves empeños”. Si la academia y las editoriales de México y buenos Aires son la prueba de la madurez institucional en el proyecto de los Seis ensayos, la Historia de la cultura describirá la ocupa‑ción de la cultura europea en América en su conjunto como una hazaña civilizadora; y por tanto, a pesar de los matices que él mismo incorpora, persistirá en toda la obra de Henríquez Ureña la convicción de que la cultura americana tiene su raíz fundamental en Europa.30

No se trata, por tanto, de que la convicción que Henríquez Ureña tenía en las instituciones como sustento de la tradición cultural se modifique entre los Seis ensayos y la Historia de la cultura; al contrario, ésta tradición no hace sino profundizarse: es la forma institucional misma la que aparece en sus obras úl‑timas como posibilidad de existencia de la cultura americana.31

30 “No sólo escribimos el idioma de Castilla, sino que pertenecemos a la Roma‑nia, la familia románica que constituye todavía una comunidad, una unidad de cultura, descendiente de la que Roma organizó bajo su potestad; pertenecemos —según la repetida frase de Sarmiento— al Imperio Romano.” Henríquez: Utopía, 42.

“pertenecemos al mundo occidental: nuestra civilización es la europea de los conquistadores, modificada desde el principio en el ambiente nuevo... Tenemos el derecho —herencia no es hurto— a movernos con libertad dentro de la tradición española, y, cuando podamos, a superarla. Todavía más: tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental.” Henríquez: Utopía, 53.

31 “Resta aún un problema de difícil solución: ¿ por qué, si hubo abundan‑te capacidad y conocimiento, nuestro mundo colonial produjo mucha menos obra duradera de la que hubiera sido de esperar? por lo que toca a la ciencia, las razones no parecen difíciles de señalar: los fundamentos teóricos eran menos amplios que la aptitud y los recursos para la investigación de los hechos naturales. pero en litera‑tura, ¿por qué no pasaron las colonias de ser sino rivales inferiores de sus capitales europeas durante el principal periodo creador de la literatura hispánica, el que va de 1500 a 1660, desde los tiempos de Fernando de Rojas y Gil Vicente a los de Gracián y Mello? Una de las razones es que las colonias, desde el punto de vista de la cultura europea, tenían población muy escasa. El número efectivo de habitantes de los dos vastos imperios coloniales apenas excedía al de España y portugal juntas y, como sabemos, sólo un décima parte eran de origen europeo o habían adoptado plenamente las costumbres de Europa. De esta suerte, la literatura, en el sentido europeo, quedó confinada a una minoría más pequeña que en España o portugal. Además, una especie de timidez ataba al pensamiento colonial, que se sentía obli‑gado a esperar una señal de la distante metrópoli acerca de “cómo debían hacerse las cosas”. prohibiciones como la que afectaba a las novelas apretaban más el cerco. y la limitación de los medios de impresión, debida en parte a la escasez de lectores,

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En otras palabras, no solamente son la institución del intelectual letrado o el aparato estatal de educación los que ocupan el te‑rreno del desarrollo cultural, es el proceso de institucionaliza‑ción per se el que garantiza que ese desarrollo se mantenga. por consiguiente, las Corrientes literarias y la Historia de la cultura son, en sí mismas, por su calidad institucional, la prueba de que la canonización de la cultura latinoamericana es al mismo tiempo el acto fundador de su modernidad: su existencia sólo se realiza cuando un discurso consciente de sí mismo la perio‑diza, la sistematiza, la clasifica.

La modernidad cultural de Henríquez Ureña, por consiguiente, no se encuentra únicamente en sus concepciones sobre el rol del intelectual o en sus caracterizaciones de la historia cultural ameri‑cana; ella trabaja, sobre todo, por su misma práctica canónica, por su voluntad bautismal. Su, por ejemplo, implícito y permanente debate con Menéndez y pelayo sobre la historia de la literatura latinoamericana32 no se limita a nombres más o menos —que en Henríquez Ureña son ciertamente pocos y escogidos— ni al asun‑to de las influencias latinas; este debate forma uno de los sustratos que permiten concebir su obra como el dilema que la canonización enfrenta cuando institucionaliza una práctica y que Henríquez Ureña resuelve acudiendo a una figura retórica: “Nuestra vida es‑piritual tiene derecho a sus dos fuentes, la española y la indígena. pero las fuentes no son el río. El río es nuestra vida”. El río de la historia literaria, de la historia de la cultura, tal como es encauzado por el intelectual que es su “expresión genuina”.33

produjo una situación peculiar, en la que el autor nunca estaba seguro de alcanzar un público o, si sus obras circulaban en manuscrito, sólo podía contar con un auditorio provinciano. Acabando la era colonial hubo una franca rebelión, pero el esfuerzo se gastó en polémicas, no en labor creadora.” Henríquez: Corrientes, 93.

32 “La rebusca de imitaciones puede degenerar en manía. D. Marcelino Me‑néndez y pelayo, que no sabía discernir dónde residía el carácter americano como no fuera en la pincelada exterior y pintoresca (se le escondían los rasgos espirituales), tuvo la manía de sorprender reminiscencias de Horacio en todas partes.” Henríquez: Utopía, 54.

33 “La expresión genuina a que aspiramos no nos la dará ninguna fórmula, ni siquiera la del “asunto americano”: el único camino que a ella nos llevará es el que siguieron nuestros pocos escritores fuertes, el camino de perfección, el empeño de

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Si la modernidad cultural requería la construcción del in‑telectual como sujeto de la ‘hazaña modernizante’ y, por con‑siguiente, la elaboración de un modelo de este sujeto a través de un canon bautismal en los nombres de bello, Sarmiento, Martí, Hostos, Rodó y Darío, y a través de la obra misma de Henríquez Ureña; indiscutiblemente esto no era suficiente. A esa condición necesaria debía añadírsele un mapa cognitivo, es decir, una historización del recorrido de las tendencias litera‑rias y un señalamiento de sus objetivos deseables. Este ‘mapa’ —esta hipótesis de lectura— no fue otro que las ‘fórmulas del americanismo’ tal como están esbozadas en Seis ensayos y, más tarde, reformuladas a manera de tesis en su Historia de la cultura.

Las fórmulas del americanismo en los Seis ensayos se ini‑cian con un examen de las principales soluciones propuestas y ensayadas para el problema de nuestra expresión en literatura: la descripción de la naturaleza, el indigenismo, el criollismo o nacionalismo y la imitación de los estilos europeos, y aunque mantiene una ‘nota pesimista’,34 reafirma su fe en la síntesis americana como fórmula armónica que resuelve todos los con‑flictos de la “expresión vívida que perseguimos”.35

Si se entiende al americanismo como la conjunción de fórmulas para la independencia intelectual de América res‑pecto a Europa al mismo tiempo que como guía para la au‑

dejar atrás la literatura de aficionados vanidosos, la perezosa facilidad, la ignorante improvisación, y alcanzar claridad y firmeza, hasta que el espíritu se revele en nues‑tras creaciones acrisolado, puro.” Henríquez: Utopía, 56.

34 “El arte y la literatura de nuestros días apenas recuerdan ya su antigua fun‑ción trascendental; sólo nos va quedando el juego... y el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente, pirotecnia del ingenio, acaba en hastío.” Henríquez: Utopía, 44

35 “Cada grande obra de arte crea medios propios y peculiares de expresión; aprovecha las experiencias anteriores, pero las rehace, porque no es una suma, sino una síntesis, una invención... Si las artes y las letras no se apagan, tenemos derecho a considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde ahora guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos por qué temer el sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español.” Henríquez: Utopía, 40, 44, 45.

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tonomía del intelectual respecto al Estado nacional, sólo las tesis implícitas de Historia de la cultura satisfacen ambas condiciones. Lo cual conlleva, inevitablemente, que tanto la independencia como la autonomía resulten inseparables del conocimiento de la especificidad cultural latinoamericana. El mapa cognitivo de Henríquez Ureña, por consiguiente, no se limita a la historia y los objetivos deseables de la literatura latinoamericana, sino que se extiende hasta la caracterización de nuestra cultura como resultado de la unidad política para poder incorporar su noción de intelectual americano a un contexto consistente con su ‘utopía’.

Las tesis centrales del americanismo en la Historia de la cultura son la educativa, la social y la política. Henríquez Ureña resalta la creación de colegios, universidades, edito‑riales y publicación de libros desde la colonia; sostiene que la mestización cultural es la base de la cultura americana de su tiempo,36 y afirma que la modernización de América es resul‑tado de la importación de doctrinas, la formación de la clase media y la urbanización que todo esto requiere. En otras pa‑labras, la Historia de la cultura es la historia de la instituciona‑lización de la civilización occidental dentro de esa particular situación histórica que es América Latina. Ciertamente, ha‑ber pasado de la caracterización de un estilo literario propio como fórmula de americanismo a las elaboradas tesis que se sustentan en el desarrollo cultural del aparato estatal y de la sociedad civil, demuestra que Henríquez Ureña se basaba en la noción de una evolución cultural como un ascenso desde la

36 Cito como ejemplo un párrafo que puede encontrarse, con variaciones me‑nores, en muchas obras de Henríquez Ureña:

“La cultura que españoles y portugueses implantan en el Nuevo Mundo no podía, desde luego, mantenerse idéntica a su tipo de origen. Ante todo, el simple trasplante obligaba a los europeos a modificarla inconscientemente para adaptarla a nuevos suelos y nuevas condiciones de vida... Además, las culturas indias ejercieron influencias muy varias sobre los europeos trasplantados. La Conquista decapitó esas culturas nativas: hizo desaparecer la religión, las artes, la ciencia, la escritura; pero sobrevivieron muchas tradiciones locales en la vida cotidiana y doméstica. Hubo fusión de elementos europeos y elementos indígenas, que dura hasta nuestros días.” Henríquez: Obras completas, vol. X, 347.

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producción intelectual indistinguible de la vida social hasta su articulación autónoma respecto de las instituciones estatales.

Si puede resumirse todo el esfuerzo de Henríquez Ureña en la elaboración de ese mapa cognitivo y de ese modelo del intelectual americano, su culminación radicaría, ciertamente, en la capacidad que tendría la cultura americana tanto de re‑conciliarse con la universalidad como con su propia tradición. De acá que la obra de Henríquez Ureña enfatice la continui‑dad, la permanencia, la formación de una tradición cultural cuya travesía puede recorrerse a partir de los nombres canó‑nicos de sus intelectuales; de acá también que la modernidad americana sea medida en términos de su asimilación de la cultura europea; de acá, finalmente, que el acento de la ló‑gica de interpretación de la literatura latinoamericana esté en sus equivalencias continentales y no en las especificidades nacionales.

Quizá una paráfrasis del párrafo final de su Historia de la cultura, permitiría concluir señalando que la obra de Henríquez Ureña ha colocado a la crítica literaria hispanoamericana en la vanguardia de la crítica moderna y que, sin duda, él figura como uno de los pocos intelectuales responsables de nuestra contemporaneidad.

Esta conclusión, sin embargo, esquiva uno de los ángulos más conflictivos de la obra de uno de los fundadores de la crítica hispanoamericana. La filología como método de análisis litera‑rio, que se apoya en el estudio de las figuras retóricas y métricas para concluir en valoraciones de la literatura como expresión de la subjetividad del autor, encierra a Henríquez Ureña en discusiones de influencias o lo deriva hacia apreciaciones nota‑blemente estereotípicas. y aunque Henríquez Ureña conocía, por ejemplo, la obra de Ferdinand de Saussure mucho antes de ser traducida por Amado Alonso, su conceptualización del len‑guaje es todavía demasiado limitada como para que le hubiera permitido romper con la tradición filológica con la que tantos

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de sus contemporáneos (Alfonso Reyes, Amado Alonso) tra‑bajaban y a la que habían convertido en “cuestión oficial”.37

pero precisamente éste que ahora podríamos llamar límite filológico, con todos sus excesos ‘expresivos’ sobre la ‘subjeti‑vidad del poeta’,38 es lo que convierte a Henríquez Ureña en un intelectual que, habiendo trabajado dentro de las fronteras intelectuales de su momento pudo, al mismo tiempo, romper varias de sus limitaciones epistemológicas y proyectar un dis‑curso fundador. Hubiera bastado la determinación del nuevo objeto de estudio: la literatura latinoamericana, para que ese discurso fuera una piedra fundamental. pero Henríquez Ureña recorrió todos los requisitos que requiere la elaboración de una historia de la cultura latinoamericana para poder explicar la es‑pecificidad del nuevo objeto. Definió un sujeto de esa historia: el intelectual, y estatuyó un canon cuyo diseño estaba íntima‑mente relacionado con todo el proceso político y social de la modernidad cultural. pero, sobre todo, propuso unos criterios canónicos que puso en práctica en su propia obra y que, como ‘fórmulas’ del americanismo literario, permitían determinar las relaciones existentes entre la literatura, la cultura y la historia latinoamericanas. Quizá aquí puede encontrarse la radicalidad de su desafío: es tan contemporáneo nuestro como de su propio tiempo.

37 “Cuando la sociedad se desarrolla en poder y en cultura, la lengua de las clases dominantes se difunde, se multiplica, se convierte en motivo de atención pú‑blica; la escritura ayuda a fijarla. por fin se escriben gramáticas que ayuden a fijar las normas que se consideren “mejores” y la enseñanza del Estado las impone: se hace de la lengua culta una cuestión oficial.” Henríquez: Obra crítica, 122.

38 “He aquí poesía para embriagarnos en ella. para mecernos, abandonando la voluntad plenamente, en el vértigo suave de la claridad y la melodía infinitas; para ascender, luego, por la escala espiritual del éxtasis. Con lento y eficaz sortilegio, su mar sonoro y su niebla fosforescente nos apartarán del mundo de las diarias apa‑riencias, y sólo quedará, para nuestro espíritu absorto, la esencia pura de la luz y la música del mundo.” Henríquez: Obra crítica, 219.

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LA F UNDACIÓN DE LA TEORíA Alfonso Reyes

Ficción verbal de una ficción mental, ficción de fic-ción: esto es la literatura.

Alfonso Reyes

Una de las preguntas fundamentales que hay que plantear a la crítica literaria hispanoamericana moderna es aquella sobre su legitimidad: ¿cuándo se plantea a sí misma el derecho a la existencia autónoma? Alfonso Reyes, en Aristarco o anatomía de la crítica, elabora una de las primeras respuestas modernas sobre la legitimidad de la crítica literaria en nuestra América. podría sugerirse, sin embargo, que la modernidad postulada por Reyes está tan paradójicamente planteada como la tensión contenida en el mismo título de su conferencia. La combina‑ción del recurso a la autoridad clásica de la cultura helénica con la tipología positivista difícilmente podría concluir en la autonomía literaria celebrada por la modernidad; pero Reyes logra que sí concluya resolviendo la ‘ciencia’ en el ‘genio’,39 el progreso en el humanismo. El desmembramiento de la para‑doja que opera con elementos tan distintos servirá, por consi‑guiente, como punto de partida para explicar las encrucijadas

39 “Llamo [juicio] al último grado de la escala, a aquella crítica de última ins‑tancia que definitivamente sitúa la obra en el saldo de las adquisiciones humanas. Ni extraña al amor, en que naturalmente se funda, ni ajena a las técnicas de la exégesis, aunque ya no procede conforme a ella porque anda y aún vuela por sí sola y ha sol‑tado ya las andaderas del método, es la corona de la crítica. Adquiere trascendencia ética y opera como dirección del espíritu. No se enseña ni se aprende. Le acomoda la denominación romántica: es acto del genio.” Alfonso Reyes, Ensayos (La Habana: Casa de las Américas, 1968): 235‑6.

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de la obra de Alfonso Reyes y, al mismo tiempo, los conflictos de su modernidad.

Aristarco realiza una valoración altamente positiva de la cul‑tura ‘occidental’, en su sentido humanista, y señala su incor‑poración inevitable y deseable en nuestra América dado nues‑tro “origen colonial”.40 por esta vía, toda la historia política de América Latina se resuelve en la concepción implícita de na‑ción neocolonial, y la historia cultural en la noción de lengua.41 Si Europa no sólo es la inevitable fuente política, sino también nuestra raíz cultural, esto conlleva, obviamente, la situación complementaria: los americanos se harán universales a través de la lengua.

La lengua, como metonimia de la función unificadora de la cultura, no se limita a hacer accesible el mundo a la particular identidad americana; convierte a los americanos en ciudadanos del mundo. Este cosmopolitismo, obviamente, aunque parte de la lengua como el sustento conceptual de la cultura, extiende su propia raíz lingüística hasta la actividad intelectual en gene‑ral; capítulo esencial de la vida humana de la que participamos todos sin distinción de origen cultural. De ésta manera, resulta que la lengua, la cultura y la actividad intelectual hacen posible que los americanos sean tan ‘universales’ como los europeos y, por tanto, que su obra cultural también lo sea.

Reyes, sin embargo, mantiene un matiz de diferencia episte‑mológica en su concepción de cultura que le permite distinguir

40 “Quiero el latín para las izquierdas, porque no veo la ventaja de dejar caer conquistas ya alcanzadas. y quiero las Humanidades como el vehículo natural para todo lo autóctono.” Reyes: Ensayos, 104.

41 “No hay que confundir la lengua con la raza. La lengua se refiere a la noción de cultura, única de validez científica. La raza es una mera descripción de superfi‑cialidades, causadas por los accidentes geográficos e históricos... Cuando recibimos como lengua nacional la lengua española, con ella recibimos el acervo espiritual de España —y del mundo en general filtrado por España— para aquí mezclarlo con algunas modalidades autóctonas, aquéllas y sólo aquéllas que podían ser viables. Nuestra lengua es el excipiente que disuelve, conserva y perpetúa nuestro sentido nacional.” Reyes: Ensayos, 184.

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entre la cultura humana, en general, y la cultura americana,42 en particular. Aún cuando sostiene la preeminencia de la noción mayor, considera que la ‘universalización’ de la cultura ameri‑cana no le hace perder su identidad, su diferencia específica, y que su integración en la cultura universal no se limita a formar parte pasiva de ella, sino que dinamiza la actividad tanto parti‑cular como general.

La argumentación de Reyes para defender la importancia y la necesidad de incorporar América a la cultura ‘occidental’ no se limita, ciertamente, a nociones lingüísticas y culturales. Existen momentos argumentales que añaden interpretaciones históricas a su abundante ‘epistemología’ culturalista, las cua‑les permitirían señalar que la ‘occidentalización’ de América no implica pérdida de una identidad —no sólo cultural sino también histórica— difícilmente ganada a lo largo de cuatro siglos y medio. Lo fundamental, sin embargo, no es enfatizar los datos históricos y las interpretaciones que a ellos Reyes añade; sino mostrar cómo incorpora lengua, cultura e historia dentro de una propuesta de política cultural. ¿Cuál es la cultura americana que forma parte de la cultura universal; cuál es la “humanidad americana característica” cuya formación históri‑ca preserva su identidad y posibilita su incorporación al mun‑do? La respuesta a la primera parte de esta pregunta es algo

42 “La transmisión de sus contenidos se opera, en el orden vertical del tiempo, por tradición entre generaciones... Aunque la naturaleza provoque la cultura, no la da hecha, sino que el hombre la saca de sí. La cultura se aprende y no se adquiere por herencia biológica. pero, durante el aprendizaje, él se transforma a su vez, se desvía, se ensancha, recoge nuevas especies y abandona otras.” Reyes: Obras, vol. XI, 257.

“La unificación no significa la renuncia a los sabores individuales de las cosas, a lo inesperado y aún a la parte de aventura que la vida ha de ofrecer para ser vida. Sólo significa una circulación mejor de la vida dentro de la vida. Unificar no es estancar: es facilitar el movimiento. Unificar no es achatar las cosas haciéndoles perder su expresión propia, sino establecer entre todas ellas un sistema regular de conexiones.” Reyes: Obras, vol. XI, 184.

“La laboriosa entraña de América va poco a poco mezclando esa sustancia hete‑rogénea, y hoy por hoy, existe ya una humanidad americana característica, existe un espíritu americano.” Reyes: Obras, vol. XI, 83.

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que podría denominarse ‘viabilidad postcolonial’:43 dadas una lengua y una cultura dominantes, la única posibilidad de inte‑gración de América en el mundo consiste en seguir la corriente del progreso relegando lo ‘autóctono’ a exotismo. La identidad americana, entonces, resulta de ‘americanizar’ lo europeo que se está importando, de comunicarle el “condimento de abiga‑rrada y gustosa especiería”.

Sin embargo, el argumento central de Reyes para sostener esta incorporación subordinada de la cultura americana a la uni‑versal puede encontrársela, paradójicamente, en su concepción de la poesía —“combate contra el lenguaje”—, si se la articula apropiadamente con la noción de cultura en general. Según Reyes, el procedimiento retórico fundamental es “la catacresis: que es un mentar con palabras, lo que no tiene palabras ya he‑chas para ser mentado”. Ahora bien, dado que los americanos accederemos al mundo a través de la lengua, dado que ésta “es el excipiente que disuelve, conserva y perpetúa nuestro sentido nacional” y dado que somos “un enorme yacimiento de materia prima”, nuestra función fundamental y nuestro objetivo más importante son nombrarnos a nosotros mismos, bautizarnos con la palabra ajena, para alcanzar el derecho a la palabra pro‑pia. Reyes, por tanto, está explícitamente planteando hacer de la poética una política.

¿Nos haremos universales, entonces, gracias a la palabra co‑lonial? ¿Cuál es la causa, según Reyes, para que una realidad social precolonial como la americana haya sido tan profunda‑mente colonizada? ¿Cuál era esa “debilidad fundamental que colocaba a los pueblos americanos en condiciones de notoria

43 “Lo autóctono es, en nuestra América, un enorme yacimiento de materia prima, de objetos, formas, colores y sonidos, que necesitan ser incorporados y di‑sueltos en el fluido de una cultura, a la que comunique su condimento de abigarrada y gustosa especiería. y hasta hoy las únicas aguas que nos han bañado son —deri‑vadas y matizadas de español hasta donde quiera la historia— las aguas latinas. No tenemos una representación moral del mundo precortesiano, sino sólo una visión fragmentaria, sin más valor que el que inspiran la curiosidad, la arqueología: un pasado absoluto.” Reyes: Obras, vol. XI, 161.

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inferioridad?”44 para Reyes, la escritura, la ciencia y la religión monoteísta constituyen la prueba de la superioridad de la ci‑vilización occidental, la razón de la colonización cultural de América y, por consiguiente, la causa que explica suficiente‑mente el que este continente deba quedar ética y epistemoló‑gicamente supeditado a la cultura europea. El exotismo ameri‑cano, por tanto, no es su seña de identidad, sino su estigma de inferioridad moral y cultural.

La ‘viabilidad postcolonial’ de Reyes no se limita a registrar algunos hechos y algunas consecuencias coloniales. Al afirmar que América debe alcanzar a Europa para sobrevivir como identidad propia está diseñando una de las tendencias que ha guiado la obra y el pensamiento de la cultura americana y que, ciertamente, se encuentra germinalmente en ella: asumir al co‑lonizador en uno mismo para devenir su contemporáneo.

Esta corriente de pensamiento no es propia ni única de Reyes; su notable particularidad, sin embargo, aquella que lo distingue radicalmente de la propuesta educativa de civiliza‑ción y barbarie, es adjudicarle a la literatura el papel de conduc‑ción del ‘desarrollo’ social porque “la literatura se adelanta a la política”. La razón de este privilegio para la ficción viene, como no podría ser de otra manera, de la caracterización que Reyes hace de la función social de la literatura en general: diseñar posibilidades,45 no construir realidades; o, más precisamente,

44 “Los pueblos americanos, aislados del resto del mundo, habían seguido una evolución diferente a la de Europa, que los colocaba, respecto a ésta, en condiciones de notoria inferioridad. Ignoraban la verdadera metalurgia y desconocían el empleo de la bestia de carga, que era sustituida por el esclavo... Su sistema de escritura je‑roglífica no admitía la fijación de las formas del lenguaje, de suerte que su literatura sólo podía perpetuarse por tradición oral. Ni física ni moralmente podían resistir el encuentro con el europeo. Su colisión contra los hombres que venían de Europa, vestidos de hierro, armados con pólvora y balas y cañones, montados a caballo y sos‑tenidos por Cristo fue el choque del jarro contra el caldero. El jarro podía ser muy fino y muy hermoso, pero era el más quebradizo.” Reyes: Ensayos, 31‑2.

45 “De suerte que la misma estrella preside al legislador, al reformista, al revo‑lucionario, al apóstol, al poeta. Cuando el sueño de una humanidad mejor se hace literario, cuando el estímulo práctico se descarga en invenciones teóricas, el legisla‑dor, el reformista, el revolucionario, y el apóstol son recién, como el poeta mismo,

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diseñar las posibilidades imaginarias de la lengua de acuerdo a un objetivo ideológico general que no fue otro que el proyecto nacional concebido como la invención de la identidad.46

¿En qué consisten, entonces, estas posibilidades americanas nacidas en la ficción, o mejor, cuál resulta ser la preceptiva lite‑raria de Reyes —asumiendo, claro, que no se rebaje preceptiva a receta— si se recuerda que el principio general es ‘mentar‑nos’? La herramienta formal que debe presentar a la literatura como diseñadora del proyecto nacional es la política editorial; basta citar en este aspecto su intención de llevar a cabo un “aseo [literario] de América”.47 pero una propuesta editorial estaría limitando su preceptiva solamente a cierta inquisición cultural, cuando lo que Reyes postula es una modalidad de oficializa‑ción de un canon literario particular. por esta razón, su pre‑ceptiva no trata primordialmente de la aplicación de un canon, sino del principio para su construcción: “la más alta poesía es aquella que más contempla al hombre abstracto, y mucho más que al accidente que somos, al arquetipo que quisiéramos ser”. En otras palabras, debemos ‘mentarnos’ de tal manera que de‑vengamos contemporáneos de lo ‘mejor’ de la cultura europea.

Una vez determinado el principio, Reyes postula que las posibilidades concretas de la lengua están exclusivamente en manos de los elegidos, y lo hace tanto en Aristarco como en

autores de utopías... Quiero decir que nos inspiran igualmente lo que ha existido y lo que todavía no existe.” Reyes: Obras, vol. XI, 339.

46 “La creación no es juego ocioso: todo hecho esconde una secreta elocuencia y hay que apretarlo para que suelte su jugo jeroglífico. ¡En busca del alma nacional! Esta sería mi constante prédica a la juventud de mi país.” Reyes: Obras, vol. IV, 421.

47 “Emprender lo que me pareció justo llamar “el aseo de América”. propuse entonces la creación, en cada una de nuestras Repúblicas, de una colección repre‑sentativa, una biblioteca Mínima (b.M.), que se ofreciera al viajero y al escritor no especialista; que pudiera consultarse en las Direcciones del Turismo, en las sedes diplomáticas y consulares, que los comisionados oficiales llevaran siempre consigo en su equipaje, que formara parte de nuestros programas primarios como capítulo de educación cívica. La b.M. sería nuestro pasaporte por el mundo, nuestra moneda espiritual.” Alfonso Reyes, Cómo apreciar a Alfonso Reyes, ed. Alicia Reyes, (México: panorama Editorial, 1990): 43.

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ensayos menores.48 Es decir, si la lengua hará de América parte del mundo, si la literatura será el nudo que resuelva las para‑dojas entre humanismo y positivismo; entonces “unos cuantos y contados genios” escribirán este futuro y la relación entre li‑teratura y sociedad se basará en que la primera abra el mundo para la segunda, porque sólo ella —la literatura— puede aludir al interés ideal del hombre: “la literatura en pureza se dirige al hombre en general, al hombre en su carácter humano”. Las encrucijadas de ‘americanismo’ o ‘universalismo’, ‘humanismo’ o ‘positivismo’ son resueltas por Reyes acudiendo al recurso de los ‘elegidos’, de los pocos ‘genios’ que en el mundo han sido.49

Hasta aquí se ha desarrollado lo que podría considerarse la epistemología crítica de Reyes, la solución que propone al pro‑blema de la legitimidad de la literatura y de la crítica literaria en nuestra América: inventar la representación de América. Esto bastaría para incorporarlo, como primer expositor de una de las corrientes de crítica literaria, dentro de un canon tentativo de fundadores de la crítica hispanoamericana. pero su aporte no se ha limitado a debatir uno de los asuntos sin duda centrales de la crítica, sino que ha incorporado una argumentación teórica sistemática para sustentar su particular epistemología crítica: el deslinde entre literatura y no–literatura, o mejor, el estudio ‘científico’ de la literatura. porque, obviamente, dado que la li‑teratura marca el camino de la política, dado que ella consti‑tuye la invención de América, es pues imprescindible trabajar

48 “La frecuentación de los clásicos, de los modelos universalmente acatados, es en este extremo mucho más eficaz que los manuales de gramática. Ella despierta una sensibilidad singular, un tacto defensivo contra las corrupciones y fealdades. Desde el primer instante hay que grabar en la mente del educando el respeto a los hábitos cultos y auténticamente establecidos, y convencerlo de que las innovaciones personales y voluntarias son derecho exclusivo de unos cuantos y contados genios, dotados del don misterioso de la creación lingüística: Garcilaso, Góngora, Quevedo, Gracián, Rubén Darío.” Reyes: Ensayos, 188‑9.

49 “Nada puede sernos ajeno sino lo que ignoramos. La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal, pues nunca la parte se entendió sin el todo. Claro es que el conocimiento, la educación, tienen que comenzar por la parte: por eso ‘universal’ nunca se confunde con ‘descastado’.” Alfonso Reyes, A vuelta de correo. (México: UNAM, 1988): 36.

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su especificidad para demostrar suficientemente su carácter fundador.

El deslinde es considerado su trabajo más importante de teo‑ría literaria, y sin duda lo es. pero al margen de la significación que pueda tener dentro de su obra personal, su importancia tanto en teoría como en política cultural radica en ser la pri‑mera obra latinoamericana que discute sistemáticamente el problema del estudio científico de la literatura. Si bien en La experiencia literaria, La antigua retórica y La crítica en la edad ateniense introduce muchos de los temas y asuntos que más tarde desarrolla en El deslinde, sólo en esta última obra elabora una metodología que, aunque todavía inicial según su criterio, puede acompañar sus afirmaciones teóricas,

Reyes justifica su ingreso a la tarea teórica por la necesidad de determinar la “esencia común al fenómeno literario”50 en un sólo texto que explique, tanto la tarea monográfica y de ‘histo‑ria de la literatura’ que él mismo ha ido realizando, como, sobre todo, que defina cuál sería la “literatura en pureza” que merece el nombre de tal en América Latina.

Quizá por esta calidad de síntesis de lo logrado y de expan‑sión de los argumentos centrales, El deslinde inicia su discusión con un resumen metodológico:51 la integración de los métodos

50 “Hasta aquí he venido haciendo historia de la literatura en varios sentidos. Si ahora prescindo, hasta donde es posible, de épocas, países, géneros concretos y procuro abstraer de todas las obras una cierta esencia común al fenómeno literario, éste será el concepto de literatura a que quiero aquí referirme. Las obras han pasado a ser ejemplos particulares. Tal es la literatura según la contempla la teoría literaria.” Alfonso Reyes, El deslinde (México: El Colegio de México, 1944): 17.

51 “La exegética opera conforme a tres grupos metódicos principales: históri‑cos, psicológicos, estilísticos. Sólo la integración de estos métodos puede aspirar a la categoría de ciencia. El juicio es la estimación de la obra, no a la manera caprichosa y emocional del impresionismo, sino objetiva, de dictamen final, y una vez que se ha tomado en cuenta todo el conocimiento que provee la exegética. Si ésta era el anda‑miaje, el juicio es ya el monumento. Sitúa la obra en el cuadro de todos los valores humanos, culturales, literarios y, hasta cierto punto, religiosos, filosóficos, morales, políticos y educativos, según corresponda en cada caso; pero ha de enfocar de prefe‑rencia el valor literario —si es que ha de ser juicio literario— y considerar los valores extraliterarios como subordinados a la estética.” Reyes: Obras, vol. XV, 28.

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históricos, psicológicos y estilísticos en lo que Reyes llama la exegética y su culminación en el “juicio literario”.

Reyes plantea tres problemas teóricos centrales y focaliza su reflexión sobre ellos: la representación, el tratamiento del len‑guaje y la ficción literaria. para Reyes la representación se limi‑ta a mímesis y dado que la característica central de la literatura es la ficcionalidad,52 la condición necesaria para la existencia de un texto literario es desentenderse del “suceder real” y su con‑dición suficiente será la intención de puro fin estético.53

La característica más importante de la ficción es, entonces, la intencionalidad estética. No, Reyes lo enfatiza, la secundari‑zación del dato real, sino su valor ficcional.54 Esto, obviamente, cuestiona y tiende a cancelar la función referencial del discurso literario. Es decir, pretende la autosuficiencia de la ficción. Sólo así la ‘ancilaridad’ circunstancial de la obra ‘genuina’, que en el caso de la literatura latinoamericana referirá en muchos casos a su realidad histórica, podrá ser considerada accidental y, por tanto, marginal respecto al ‘auténtico’ objetivo que es el “puro fin estético”.

Cancelando la referencia dentro de la ficción, todavía res‑ta solucionar el asunto de la pragmática lingüística dado que también “la literatura sólo existe cuando es ya una formulación en palabras”. Aunque la lengua resulta la vía analítica funda‑

52 “Sumariamente definidas las principales actividades del espíritu, la filosofía se ocupa del ser; la historia y la ciencia, del suceder real, perecedero en aquella, per‑manente en ésta; la literatura, de un suceder imaginario, aunque integrado —claro está— por los elementos de la realidad, único material de que disponemos para nuestras creaciones.” Reyes: Experiencia, 75.

53 “Consideramos la ficción como el resultado de un proceso intencional. Se sobrentiende que nos referimos a la intención de puro fin estético, al propósito desinteresado de armar un sistema de ciertos efectos que la estética estudia. y, li‑mitándonos más para el caso de la literatura: efectos obtenidos mediante recursos verbales.” Reyes: Obras, vol. XV, 203‑4.

54 “La intención no ha sido contar algo porque realmente aconteciera, sino porque es interesante en sí mismo, haya o no acontecido el proceso mental del his‑toriador que evoca la figura de un héroe, el del novelista que construye un personaje, pueden llegar a ser idénticos; pero la intención es diferente en uno y otro caso. El historiador dice que así fue; el novelista que así se inventó.” Reyes: Experiencia, 75.

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mental para Reyes55 y su ficcionalidad, por consiguiente, tiene nomás un ancla referencial que la obliga a funcionar en ‘parale‑lo’ respecto a lo cotidiano, aún así plantea reducirla a instancia autosuficiente si está en función estética. y en esta autosufi‑ciencia: realidad ficticia que se inventa a sí misma y al lenguaje que la expresa, radica el valor que Reyes otorga a la literatura. No se trata únicamente, entonces, de inventar la representa‑ción de América; se pretende, además, inventar el lenguaje de esa representación.

Aunque El deslinde logra, notoriamente, romper con cierta continuidad estilística existente en casi todas las otras obras teóricas y/o críticas de Reyes, existen algunos párrafos que traicionan su voluntad ‘cientificista’, ‘positivista’ y lo derivan al elogio impresionista. pero inclusive uno de esos pocos párrafos —un comentario a una descripción de Martí de la actriz Jane Hading— permite apreciar la consistencia de un juicio literario de Reyes con su propio aparato teórico. Sin embargo, ni siquie‑ra en el elogio Reyes se permite incorporar la historia a la lite‑ratura; no en vano afirmará que la simpatía entre matemática y literatura consiste en su atemporalidad.

Ahora bien, ¿no podría ser que esa defensa teórica de la autonomía literaria, de su autodeterminación, marque la

55 “El lenguaje tiene tres notas:1º La nota comunicativa, significativa o intelectual, que admite el nivel humilde de

la práctica cotidiana y el nivel superior o técnico en todos sus grados. Aquí en‑contramos, por abajo, el dominio siempre indeciso de la gramática usual, y por arriba, el dominio de la gramática científica y lógica, de ideal matemático.

2º La nota acústica, de sonido en los fonemas y sílabas, de ritmo en las frases, de unidades melódicas en los trozos, de cadencia general en los períodos. Tal es el dominio de la fonética

3º La nota expresiva, la humedad de afecto que ni la estrecha aplicación práctica ni la pretendida fijeza lógica logran siempre absorber; nota de patetismo o moda‑lidad sensitiva palpitante en las realizaciones de la lírica. Tal es el dominio de la estilística.” Reyes: Obras, vol. XV, 232.

“Sólo la literatura intenta, de un modo general, poner en valor las tres notas [del lenguaje). De que resultan:

1º Su comunicabilidad esencial.2º Su cristalización... en palabra única.3º Su eficacia afectiva, de ajuste a la vez estético y psicológico.” Reyes: Obras, vol. XV, 233‑4.

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consistencia de la teoría literaria de Reyes con su política cul‑tural? ¿No será que Reyes “ha mostrado la dimensión universal a que, de hecho, puede y debe llegar la inteligencia americana”, como afirma Gutiérrez Girardot?

Ciertamente, para Reyes la supervivencia cultural —y, por consiguiente, histórica— de América estaba directamente re‑lacionada con su capacidad de hablar al mundo europeo en sus mismos términos, de asumir al colonizador hasta ser su con‑temporáneo. y su particular manera de demostrarlo fue la críti‑ca literaria. Tanto en su flujo estrictamente teórico como en sus múltiples trabajos de reseña, su labor enfatiza la comparación (quizá habría que decir, la equiparación) de la literatura lati‑noamericana con la europea, de la cultura latinoamericana con la europea. De esta manera, América se convierte en el espejo de Europa y los portadores de la ‘antorcha cultural’ serán ‘los que saben leer’, los que “hemos combatido por el bien y la be‑lleza”.56 y aunque el sujeto del “aseo de América” no sea otro que el intelectual, el objeto no será precisamente la higiene es‑tetizante del territorio cultural, sino su fundación en términos ‘universales’.

América se hará occidental a través de la literatura y se hará moderna a través de sus intelectuales. En este proceso de en‑cuentro de América con su posibilidad ‘universal’ radica la le‑gitimidad de la literatura y la importancia de la crítica literaria. Como la literatura —no la política o la economía o la histo‑ria— debe inventar América, esta literatura tendrá que repre‑sentar el “puro fin estético” para romper nuestro origen colonial y poder ser parte del mundo. América, sólo entonces, no será representada sino como el “arquetipo que quisiéramos ser”.

No hay, por consiguiente, conflicto entre la noción de auto‑nomía literaria y servicio cultural en la obra de Reyes; conflic‑

56 “Los que hemos combatido por el bien y la belleza no debemos nunca arre‑pentirnos. Nuestra aristocracia intelectual era y sigue siendo una necesidad: así se forman todas las culturas.” Alfonso Reyes citado por Carlos Monsiváis, “Las utopías de Alfonso Reyes”, en Asedio a Alfonso Reyes, ed. Juan Tovar (México: IMSS‑UAM, 1989): 116.

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to que ha atravesado la modernidad literaria latinoamericana. Como sólo la “literatura en pureza” podrá fundar la universa‑lidad americana, sólo la crítica literaria podrá juzgar qué obras representan a esa América ‘universal’. Una vez emitido el juicio, y sólo después de él, la crítica se convierte en política cultural: base teórica del canon y del criterio de representatividad de tal o cual obra de la literatura latinoamericana.

Alfonso Reyes ha dotado a nuestra crítica de legitimidad para hablar en nombre de nuestra literatura. Aunque, por su‑puesto, ‘legitimidad’ quiera sólo y únicamente, ni más ni me‑nos, significar legitimidad moderna. Aunque sólo bautizados y creyentes en la palabra ajena, podamos alcanzar el derecho a hacerla nuestra. Aunque la medida de nuestra estatura autóno‑ma sea la vara colonial. A fin de cuentas, la propuesta de Reyes, vivida rigurosamente letra a letra en toda su obra, nos permite hacer de la escritura colonizada el instrumento de nuestra pro‑pia liberación cultural.

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LA F UNDACIÓN DE LA CRíTICA José Carlos Mariátegui

Lo más nacional de una literatura es siempre lo más hondamente revolucionario.

J. C. Mariátegui

El tratamiento del colonialismo cultural ha sido uno de los problemas centrales en la formación de la crítica literaria his‑panoamericana. ¿Existe una política cultural global impuesta desde el centro que sea correlativa a su política económica, o, en el otro extremo, existe una auténtica cultura americana au‑tóctona que requiera la salvación a través de sus intelectuales? Estos dos problemas pueden ser también traducidos, desde una lectura política de la literatura latinoamericana, como el asunto de la nación —la autonomía relativa de la periferia respecto al centro— y el asunto del indigenismo —o, más en general, la identidad— tal como estos se desarrollan en nues‑tra literatura; en otras palabras, como las dos preocupaciones centrales de Mariátegui57 en su crítica literaria. Ciertamente, la periodización de una literatura y el criterio para deter‑minar sus obras canónicas son los motivos fundantes de la crítica de cualquier literatura; la autonomía intelectual de la

57 Una perspectiva distinta se encuentra en la cita siguiente:“Mariátegui no prioriza sustancialmente el problema nacional de la literatura

peruana. Dentro de su sistema teórico el núcleo básico es otro: está constituido por el examen de las relaciones de las clases sociales con el tipo de literatura que produ‑cen, con la crítica que generan sobre su propia literatura y sobre la que corresponde a otros estratos y con el modo como se inscriben dentro de diversos y contradictorios proyectos sociales.” Antonio Cornejo polar, “Apuntes sobre la literatura nacional en el pensamiento crítico de Mariátegui”, en Mariátegui y la literatura (Lima: biblio‑teca Amauta, 1980): 52.

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historia literaria latinoamericana sólo podría alcanzarse, por consiguiente, descolonizando y elaborando los criterios para construirla.58 Esta fue la tarea que Mariátegui se propuso en Proceso a la literatura y en otros trabajos de crítica literaria, y que ha permitido considerarlo como el “fundador de la cien‑cia literaria marxista en América Latina”.59

Si la misión del intelectual latinoamericano es siempre y necesariamente doble: descolonizar para construir la indepen‑dencia cultural, entonces “todo crítico, todo testigo, cumple consciente o inconscientemente, una misión” en favor o en contra de esa independencia cultural. Resulta, por tanto, nece‑sario elaborar una teleología de esa independencia que la arti‑cule con la liberación social, aunque esta teleología tome la for‑ma del voluntarismo irracionalista de Sorel.60 De esta manera, la práctica política puede compartir un terreno teórico común con el discurso cultural: ambos andando detrás de la misma utopía. Mariátegui, sin embargo, no considera que esta misión, en lo personal, sea consecuencia de un diseño propio, sino que obedece a la ‘mejor’ tradición literaria porque “todos los artis‑tas ignoraron la torre de marfil…… Quisieron y supieron ser

58 “por el carácter de excepción de la literatura peruana, su estudio no se aco‑moda a los usados esquemas de clasicismo, romanticismo y modernismo; de antiguo, medieval y moderno; de poesía popular y literaria, etc. y no intentaré sistematizar este estudio conforme la clasificación marxista en literatura feudal o aristocrática, burguesa o proletaria. para no agravar la impresión de que mi alegato está orga‑nizado según un esquema político o clasista y conformarlo más bien a un sistema de crítica e historia artística, puedo construirlo con otro andamiaje... Una teoría moderna —literaria, no sociológica— sobre el proceso normal de la literatura de un pueblo distingue en él tres periodos: un periodo colonial, un período cosmopolita, un periodo nacional. Durante el primer periodo, un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una dependencia de otro. Durante el segundo periodo, asimila si‑multáneamente elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan una expresión bien modulada su propia personalidad y su propio sentimiento. No prevé más esta teoría de la literatura.” J. C. Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (Caracas: biblioteca Ayacucho, 1979): 156.

59 Adalbert Dessau, “Literatura y sociedad en las obras de J. C. Mariátegui”, en Mariátegui: tres estudios (Lima: biblioteca Amauta, 1971): 59.

60 “La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del mito.” Mariátegui: Obras, vol. 1, 415‑6.

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grandes protagonistas de la historia”. por consiguiente, para él era legítimo generalizar sus enseñanzas a toda la literatura de su época sin limitarla a fronteras nacionales.

Todavía dentro del campo de diseño de su misión, Mariátegui formula una caracterización de la literatura que le permite combinar de manera consistente la vanguardia política con la vanguardia literaria: “la experiencia realista no nos ha servido sino para demostrarnos que sólo podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía”. pero, al mismo tiempo, enfatiza el carácter dependiente de la literatura respecto de la sociedad y, sobre todo, de la ideología dominante. De esta ma‑nera, aunque la especificidad literaria constituye la revelación, la especificidad política construye lo revelado.

Esta concepción de la literatura comparte la tesis central de La ideología alemana de que las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante y, además, la importante tesis lukacsia‑na de la pertenencia de clase de la obra literaria a pesar de no haber podido conocer los aportes del marxista húngaro. Esta similitud confirma, ciertamente, que la reflexión mariateguiana no se limitaba a la cacofonía ideológica y que su trabajo es un aporte inclusive al discurso socialista. Más aún, el hecho de que Mariátegui sostenga la ‘homología’ entre vanguardia polí‑tica y vanguardia artística anuncia lo que sólo bertolt brecht, varios años más tarde, teorizaría en discusión con el realismo lukacsiano.

Los motivos centrales de la obra de crítica literaria de Mariátegui son, entonces, la relación entre literatura y sociedad a propósito del tratamiento del colonialismo cultural y a través de los conceptos de nación e indigenismo; el rol del intelectual en su articulación con la práctica política y la ideológica, y su revisión de la historia literaria peruana.

Ahora bien, ¿puede explicarse el énfasis que Mariátegui puso en la crítica literaria —dentro del cuerpo de una obra cuya dedicación central era la construcción política del socialis‑mo— por la importancia ideológica que él asignaba al discurso

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cultural en la lucha por la revolución social? Obviamente así es, porque inclusive reconociendo que la literatura debe buscar sus “puntos de apoyo en el presente” y, por consiguiente, tie‑ne que asumir su determinación por la realidad histórica; ésta importancia radica en su “oficio negativo y disolvente” y en su capacidad de asociación con lo más “hondamente revoluciona‑rio”.61 Debe recordarse, pues, que Mariátegui es testigo de la época de nacimiento de las vanguardias y observador atento del desarrollo de las revoluciones soviética y mexicana, y que este accidente biográfico es asumido como un compromiso con la crisis como método de conocimiento.62

para Mariátegui, el objetivo central de la literatura peruana debía ser la construcción de una ‘nacionalidad’ literaria,63 cons‑trucción que, sin embargo, sólo culminará cuando se alcance la

61 “Lo más nacional de una literatura es siempre lo más hondamente revo‑lucionario. y esto resulta muy lógico y muy claro. Una nueva escuela, una nue‑va tendencia literaria o artística busca sus puntos de apoyo en el presente. Si no los encuentra perece fatalmente. En cambio las viejas escuelas, las viejas tenden‑cias se contentan de representar los residuos espirituales y formales del pasado.” Mariátegui: Obras, 307.

“No obstante que en la obra publicada de Mariátegui, cerca de un cuarenta por ciento está dedicado a la crítica literaria y a la reflexión sobre las relaciones entre literatura y sociedad, este aspecto de su labor es, en general, poco conocido y estu‑diado. La gran atención que prestó a estos problemas, muestra que no se trata sólo de un tributo a sus inclinaciones literarias, sino de su convicción sobre la importan‑cia política de primer orden que esos problemas tienen, en la Iucha ideológica por el surgimiento de una cultura nueva en el curso de la revolución socialista.” Aníbal Quijano, “prólogo”, en José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (Caracas: biblioteca Ayacucho, 1979): 89.

62 “La política les parece [a los intelectuales] una actividad de burócratas y de rábulas. Olvidan que así es tal vez en los periodos quietos de la historia, pero no en los periodos revolucionarios, agitados, grandes, en los que se gesta un nuevo estado social y una nueva forma política. En estos periodos la política deja de ser oficio de una rutinaria casta profesional. En estos periodos la política rebasa los niveles vulga‑res e invade y domina todos los ámbitos de la vida y de la humanidad.” Mariátegui: Escena, 154.

63 “Una teoría moderna —literaria, no sociológica— sobre el proceso normal de la literatura de un pueblo distingue en él tres periodos: un periodo colonial, un periodo cosmopolita, un periodo nacional. Durante el primer periodo, un pueblo, literariamente, no es sino una colonia, una dependencia de otro. Durante el segundo periodo, asimila simultáneamente elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero, alcanzan una expresión bien modulada su propia personalidad y su propio sentimiento.” Mariátegui: Ensayos, 156.

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independencia cultural del país —por ejemplo, a través de la americanización del instrumento intelectual de esta nacionali‑dad: la lengua. ¿por qué un socialista confeso enfatiza tanto el problema nacional cuando, a primera vista, las reivindicaciones nacionales son propias del período burgués? La respuesta a este implícito problema de teoría política está incrustada en su obra de crítica literaria, dentro de su propuesta de independencia cultural: si “el nacionalismo de los pueblos coloniales confluye con el socialismo”, el indigenismo tendrá que ser la “tendencia más característica”64 de la corriente literaria que converja con la emancipación económica. Existe un paralelismo obvio, en‑tonces, entre la particular visión socialista que Mariátegui tenía de la revolución por etapas y la inserción del indigenismo lite‑rario como correspondiente cultural de la lucha social.65 Este es uno de los aspectos, sin duda, de más difícil tratamiento en Mariátegui: al mismo tiempo que es necesario seguir la línea de su acercamiento a lo indigenista como vía inicial pero priorita‑ria de independencia social y cultural, hay que hacerlo obser‑vando la calidad de colonizado que asigna al indio66 en lucha constante por su descolonización. pero más delicada aún, es la necesidad de separar —siquiera por razones expositivas— su ‘prescripción’ de su análisis.

64 “El ‘indigenismo’ no aspira indudablemente a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba otros impulsos ni otras manifestaciones. pero representa el color y la tendencia más característicos de una época, por su afinidad y coherencia con la orientación espiritual de las nuevas generaciones, condicionada, a su vez, por imperiosas necesidades de nuestro desarrollo económico y social.” J. C. Mariátegui, “Réplica a Luis Alberto Sánchez”, en La polémica del indigenismo, ed. Manuel Aqué‑zolo Castro (Lima: Mosca Azul, 1976): 38.

65 “La corriente ‘indigenista’ que caracteriza a la nueva literatura peruana, no debe su propagación presente ni su exageración posible a las causas eventuales o contingentes que determinan comúnmente una moda. Tiene una significación mucho más profunda. basta observar su coincidencia visible y su consanguinidad íntima con una corriente ideológica y social [el socialismo] que recluta cada día más adhesiones en la juventud, para comprender que el indigenismo literario traduce un estado de ánimo, casi un estado de conciencia.” Mariátegui: Polémica, 32.

66 “Garcilaso nació del primer abrazo, del primer amplexo fecundo de las dos razas, la conquistadora y la indígena. Es, históricamente, el primer ‘peruano’, si en‑tendemos la ‘peruanidad’ como una formación social, determinada por la conquista y la colonización españolas.” Mariátegui: Ensayos, 154.

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Si el problema cultural del perú —y, por extensión, de América Latina— es el ‘dualismo colonial’,67 ¿será posible, si‑quiera a modo de hipótesis, plantear una identidad nueva que tenga como base su origen indio: una literatura india que no esté ‘manchada’ por la conquista, por el mestizaje, por el co‑loniaje, es decir, por la lucha de la nacionalidad? ¿Será posi‑ble concebir la persistencia original de los recursos discursivos de una literatura ‘campesina y autóctona’ allí donde la colonia y la neocolonia han invadido esa “ingenuidad pastoril” con la lengua y la escritura?68 La inconsistencia de este planteamien‑to sólo existe, sin embargo, si es leído a la letra como norma prescriptiva o como profecía; y cuando menos se relativiza si se examina el conjunto del tratamiento mariateguiano de la literatura indigenista.

Cierto que en su catalogación del indigenismo la abundan‑cia de afirmaciones insustanciales sobre el indio puede desviar la atención de su línea argumental e, inclusive, hacer suponer que la visión renacentista de lo pastoril está sobredeterminando sus apreciaciones. Inclusive su caracterización de César Vallejo como el primer indigenista se debilita precisamente por el tra‑tamiento ‘psicologizado’ que Mariátegui realiza de esa poesía. El pesimismo del indio, su actitud de nostalgia, su animismo, son caracterizaciones que forman parte de una visión mariate‑guiana ‘romántica’ del indio y de su cultura precolonial, que po‑dría sintetizarse en la identificación europeocentrista que rea‑liza entre la lírica como infancia literaria, la oralidad indígena y la “etapa de los aedas”. pero ninguno de estos problemas que su época enfrentaba en el análisis literario —debe recordarse

67 “EI dualismo quechua‑español del perú, no resuelto aún, hace de la litera‑tura nacional un caso de excepción que no es posible estudiar con el método válido para las literaturas orgánicamente nacionales, uncidas y crecidas sin la intervención de una conquista.” Mariátegui: Ensayos, 154.

68 “La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente ve‑rista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. por eso se llama indigenista y no indí‑gena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla.” Mariátegui: Ensayos, 221.

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que su retórica autodidacta es similar a la de críticos académi‑cos— disminuye la importancia de sus propuestas centrales.

Su periodización literaria establece un canon consistente que permite oponer en cualquier momento la literatura colo‑nizada a la indigenista o nacional. Más aún, la literatura indi‑genista —o protoindigenista— es nacional porque es popular y no porque sea oral; es popular porque está reconocida y se mantiene leída y usada en la memoria del pueblo.69

La nueva literatura, es decir, la literatura indigenista, sería al mismo tiempo nacional y popular, y ciertamente en Mariátegui ambos términos se identifican. Complementariamente, si bien la periodización mariateguiana enfatiza el hecho de que no se puede pasar de la literatura colonial a la nacional directamente sino a través del momento ‘cosmopolita’ —que, en términos de su teoría política, sería el equivalente a la revolución de‑mocrático–burguesa—, su concepción de la literatura nacio‑nal está definitivamente ligada al desarrollo de la literatura indigenista.70 Esta es, entonces, una aplicación coherente de los supuestos del ‘modelo’ que postulan la determinación de la literatura por la ideología política que la rige,71 en este caso, por

69 “La vida se burla alegremente de las reservas y los remilgos de la crítica, concediendo a los libros de Gamarra la supervivencia que niega a los libros de re‑nombre y mérito oficialmente sancionados. A Gamarra no lo recuerda casi la crítica; no lo recuerda sino el pueblo... El Tunante quería hacer arte en el lenguaje de la ca‑lle. Su intento no era equivocado. por el mismo camino han ganado la inmortalidad los clásicos de los orígenes de todas las literaturas.” Mariátegui: Ensayos, 174‑5.

70 “Los ‘indigenistas’ auténticos —que no deben ser confundidos con los que explotan temas indígenas por mero exotismo— colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación —no de restauración ni resurrec‑ción. El indio no representa únicamente un tipo, un tema, un motivo, un personaje. Representa un pueblo, una raza, una tradición, un espíritu. No es posible pues, valo‑rarlo y considerarlo, desde puntos de vista exclusivamente literarios, como un color o un aspecto nacional, colocándolo en el mismo plano que otros elementos étnicos del perú.” Mariátegui: Ensayos, 229‑20.

71 “La trayectoria política de un literato no es también su trayectoria artís‑tica. pero sí es, casi siempre, su trayectoria espiritual. La literatura, de otro lado, está como sabemos íntimamente permeada de política, aún en los casos en que parece más lejana y más extraña a su influencia. y lo que queremos averiguar no es estrictamente la categoría artística sino su filiación espiritual, su posición ideológi‑ca.” Mariátegui: Ensayos, 178.

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la ideología de la independencia socialista de América Latina que es la ideología ‘oficial’ de su revista Amauta y de toda su producción intelectual.

podría aplicarse a Mariátegui, mediante la sustitución de tres palabras, lo que él mismo dijo de Riva Agüero cuando cri‑ticaba su historia literaria:

“Riva Agüero [Mariátegui] enjuició la literatura con evi‑dente criterio ‘civilista‘ [socialista]. Su ensayo sobre el ‘carácter de la literatura del perú independiente’ está en todas partes, in‑equívocamente transido no sólo de conceptos políticos sino aún de sentimientos de casta [de clase]. Es simultáneamente una pieza de historiografía literaria y de reivindicación política.”

La obvia diferencia, sin embargo, es que mientras Riva Agüero pretendía una neutralidad completa, Mariátegui sos‑tiene la inevitabilidad del carácter ideológico de la crítica lite‑raria.72 En otras palabras, el rol del intelectual no puede sino reafirmar la relación entre cultura y política. Si éste es el caso, ¿se trata de un elogio de la profecía y de los profetas, como algunos párrafos de su obra podrían hacer pensar, o debe con‑cluirse, más bien, que ensalza sobre todo a aquella obra que culmina una vasta experiencia? Esta ambigüedad, como tantas otras que resultan de atenerse a una lectura sólo apegada al texto, es fácilmente solucionable si, contra alguna letra circuns‑tancial de su crítica literaria, se lee el proyecto político global de Mariátegui: convertir la cultura, concebida como “tradición del pueblo”, en parte del proyecto revolucionario.

72 “El arte se nutre de la vida y la vida se nutre del arte. Es absurdo intentar incomunicarlos y aislarlos. El arte no es acaso sino un síntoma de plenitud de la vida.” Mariátegui: El artista, 186.

“Como lo denunció Gonzáles prado, toda actitud literaria, consciente o in‑conscientemente, refleja un sentimiento y un interés políticos. La literatura no es independiente de las demás categorías de la historia. ¿Quién negará, por ejemplo, el fondo político del concepto en apariencia exclusivamente literario, que define a Gonzáles prado como el ‘menos peruano de nuestros literatos’? Negar peruanismo a su personalidad no es sino un modo de negar validez en el perú a su protesta. Es un recurso simulado para descalificar y desvalorizar su rebeldía. La misma tacha de exotismo sirve hoy para combatir el pensamiento de vanguardia.” Mariátegui: Ensayos, 168.

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La tarea del intelectual mariateguiano, entonces, tanto en la necesidad de proponer nuevos postulados para el futuro como en la urgencia de realizar ‘procesos’ a su época, tiene que “acep‑tar un puesto en la acción colectiva” y representar su historia, su acción contemporánea y su futuro.

Un último dilema de la obra mariateguiana es la ambigüe‑dad entre ‘costumbrismo’ y vanguardismo, entre la importancia que él asigna al lenguaje popular de los primeros ‘escritores pe‑ruanos’ y su defensa de la experiencia vanguardista. Su elogio del costumbrismo se sustenta en la asignación de un valor in‑discutible al lenguaje popular por sí mismo y, por consiguiente, a los escritores que escriben reproduciéndolo. Su defensa de la vanguardia, por otra parte, se origina en la distancia que tiene frente al realismo y en la necesidad que postula de ampliar la potencialidad crítica del lenguaje porque “sólo podemos en‑contrar la realidad por los caminos de la fantasía”.

Ciertamente, no se puede resolver la inconsistencia de esta oposición argumentando que se trata de una mera cuestión de técnica, especialmente cuando el mismo Mariátegui niega esta posibilidad. pero si se sostiene que lo que cuenta es la eficacia político–cultural de un texto cualquiera, las valoraciones que ofrece Mariátegui de la literatura contemporánea a él y su afir‑mación de que “el arte nuevo será producido por hombres de una nueva especie”,73 resultan coherentes con el propósito que paradójicamente concluye su Proceso a la literatura: “Mi trabajo pretende ser una teoría o una tesis y no un análisis.”74

73 “El arte nuevo será producido por hombres de una nueva especie. El con‑flicto entre la realidad moribunda y la realidad naciente, durará largos años. Estos años serán de combate y malestar. Sólo después que estos años transcurran, cuando la nueva organización humana esté cimentada y asegurada, existirán las condiciones necesarias para el desenvolvimiento de un arte del proletariado.” Mariátegui: La escena, 92‑3.

74 “No he tenido en esta sumarísima revisión de valores signos el propósito de hacer historia ni crónica. No he tenido siquiera el propósito de hacer crítica, dentro del concepto que limita la crítica al campo de la técnica literaria. Me he propuesto esbozar los lineamientos o los rasgos esenciales de nuestra literatura. He realizado un ensayo de interpretación de su espíritu; no de revisión de sus valores ni de sus

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Se trata, entonces, de ‘interpretar’, de juzgar una literatura desde la posición de un proyecto social y cultural del cual el intelectual es inevitablemente parte. En el caso de Mariátegui ese proyecto incluye la descolonización política y literaria me‑diante los recursos otorgados por las vanguardias política y li‑teraria o por el realismo costumbrista, siempre y cuando ambos instrumentos sirvan eficazmente al proyecto descolonizador que busca construir la nación y el socialismo. pero se trata, también, de mostrar con el ejemplo que la determinación de la literatura por la política y por la historia encarna una voluntad de transparencia ética; que nadie puede alegar ignorancia, sino simplemente mala fe, a la hora de emitir su juicio.

Mariátegui no sería uno de los fundadores de la crítica litera‑ria latinoamericana ni de sus problemáticas básicas, como el de‑bate sobre la periodización, las polémicas sobre las pertinencias en el establecimiento de un canon y el rol del intelectual como articulador de política y cultura, si se supone que el formalismo académico es su condición necesaria. Nuestra crítica literaria contaba, en ese momento, con trabajos que estaban haciendo propuestas de periodización, canonización y roles intelectuales en distintas historias literarias pero ninguno —con la salvedad de pedro Henríquez Ureña, cuyos Seis Ensayos Mariátegui cita en diversas oportunidades— cuestionaba el paradigma here‑dado e impuesto desde el centro cultural. Ha sido la capacidad de dudar y de proponer alternativas a todos esos presupuestos académicos la que ha permitido a Mariátegui fundar el pensa‑miento crítico dentro de la literatura latinoamericana; porque no trataba de repetir otras historias literarias sino de construir‑las contra la costumbre.

episodios. Mi trabajo pretende ser una teoría o una tesis y no un análisis.” Mariáte‑gui: Ensayos, 230.

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EL CANON DE LA MODERNIDAD Ángel Rama

La modernidad no es renunciable y negarse a ella es suicida; lo es también renunciar a sí mismo para aceptarla.

Ángel Rama

Cuando en una misma obra se conjugan el análisis detallado de un libro de poemas con una tesis sobre el rol de los intelectua‑les en América Latina y en ambos casos se cuestiona el sentido común adquirido hasta entonces por nuestra crítica literaria, se está enfrentando la raíz de la diferencia entre la fundación del canon por esa crítica —que estaba condenada, por todas sus vías de acceso, al elogio de su objeto— y la duda metó‑dica sobre su representatividad. Establecido el canon y bien sustentado por la obra de los fundadores durante la primera mitad de este siglo, una de las tareas posibles era dotarlo de universalidad por comparación; pero la literatura comparada nunca fue territorio ocupado ni ambicionado por los críticos hispanoamericanos. Otra tarea era extenderlo por la vía de la minucia, o de la erudición, que suelen compartir obsesiones de diccionario; pero esta continuidad tampoco fue elegida por los nuevos canonizadores. Los críticos que hicieron y fueron he‑chos por el llamado ‘boom’ decidieron, en cambio, refundar el canon heredado porque dudaron de su representatividad. Esta representatividad, obviamente, no se limita al problema cuan‑titativo del número de obras ni a su ocupación de un espacio en algún cuestionable canon universal. La representatividad de nuestro canon, por consiguiente, sólo podría resultar de algún

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criterio cualitativo determinado por su representatividad en nuestra cultura.

Los nuevos canonizadores, y Ángel Rama en particular, han modificado sustancialmente la conducta teórica y metodoló‑gica de la crítica literaria hispanoamericana. Han perdido la fe en toda palabra sagrada y han construido, como alternativa, cánones transparentes, es decir, han convertido la delación de sus omisiones y la ratificación enfática de sus preferencias en actividad cotidiana de higiene intelectual. El punto de ataque, por consiguiente, además de dudar sobre la representatividad del canon fundacional, ha extendido sus límites a la duda sobre su legitimidad. ¿Acaso todo canon no es resultado de la arbitra‑riedad de la institución dictaminadora y de la política cultural predominante? Además de cuestionarlo, ampliarlo, descons‑truirlo, los nuevos canonizadores han dudado de sí mismos, de su legitimidad como intelectuales autorizados de la cultura.

La obra de Rama, en este sentido, es paradigmática. La dirección literaria de Marcha desde 1959 y de la biblioteca Ayacucho desde 1974 —y la publicación de sesenta y cuatro prólogos, antologías o ediciones críticas— son el ejemplo edi‑torial más fecundo de la duda sistemática sobre la representa‑tividad del canon. El último libro que escribió, publicado des‑pués de su muerte, discurre sobre la ideologización de cualquier canon pero, sobre todo, sobre su convicción de que la relación entre los intelectuales y el poder estatal determina el rol social de los primeros y, por tanto, que su práctica específica, de una o de otra manera, está socialmente determinada.75 ya no se trata, entonces, de principios ideológicos; se trata de los condicio‑namientos del poder y de la constitución definitiva del nuevo hábitat de esa relación: la ciudad.

La ciudad letrada es, como todos sus trabajos pero en ma‑yor grado que ellos, una reflexión sobre la historia intelectual

75 “La fuente máxima de las ideologías procede del esfuerzo de legitimación del poder.” Ángel Rama, La ciudad letrada (Santiago de Chile: Tajamar Editores, 2004): 39.

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latinoamericana desde la perspectiva de la modernidad. Sus puntos de partida: la oposición entre palabra escrita y pala‑bra hablada y la hipótesis de la función burocrática de los intelectuales, constituyen su trabajo de relectura de nuestra historia intelectual.76 La burocratización de los intelectua‑les, sin embargo, no está considerada como una mera tarea administrativa del poder estatal, sino como una función de dirección ideológica.77 De acá que a lo largo de todo el texto se juega entre enfatizar la relativa autonomía que alcanzan los intelectuales por medio de la construcción de sus propias instituciones y el servicio letrado que ofrecen al Estado como sus intelectuales tradicionales.78 por otra parte, el énfasis en la propiedad de la letra deriva en su sacralización durante el pe‑ríodo colonial y, en un movimiento que sólo es explicable por la defensa sistemática que realiza Rama de la modernidad, la

76 “En el centro de toda ciudad, según diversos grados que alcanzaban su plenitud en las capitales virreinales, hubo una ciudad letrada que componía el anillo protector del poder y el ejecutor de sus órdenes: una pléyade de religiosos, adminis‑tradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores, todos esos que manejaban la pluma, estaban estrechamente asociados a las funciones del poder y componían lo que Georg Friederici ha visto como un país modelo de funcionariado y de burocracia. Desde su consolidación en el último tercio del XVI, ese equipo mostró dimensiones desmesuradas, que no se compadecían con el reducido número de los alfabetizados a los cuales podía llegar su palabra escrita y ni siquiera con sus obligaciones específicas, y ocupó simultáneamente un elevado rango dentro de la sociedad obteniendo por lo tanto una parte nada despreciable de su abundante sur‑plus económico.” Rama: Ciudad, 57.

77 “Mediante una reinterpretación romántica, se ha puesto excesivamente el acento en las trivialidades y secreteos de la vida cortesana colonial sin rendir justicia a la capital función social de los intelectuales, desde el púlpito, la cátedra, la admi‑nistración, el teatro, los plurales géneros ensayísticos. Les correspondía enmarcar y dirigir a las sociedades coloniales, tarea que cumplieron cabalmente. Incluso lo hicieron los poetas, a pesar de ser sólo una pequeña parte del conjunto letrado, y aún lo siguieron haciendo por un buen trecho del XIX independiente, hasta la moder‑nización.” Rama: Ciudad, 60‑1.

78 “Más significativo y cargado de consecuencia que el elevado número de integrantes de la ciudad letrada, que los recursos de que dispusieron, que la pre‑eminencia pública que alcanzaron y que las funciones sociales que cumplieron, fue la capacidad que demostraron para institucionalizarse a partir de sus funciones es‑pecíficas (dueños de la letra) procurando volverse en poder autónomo, dentro de las instituciones del poder a que pertenecieron: Audiencias, Capítulos, Seminarios, Colegios, Universidades.” Rama: Ciudad, 62.

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letra culmina como fuente del pensamiento crítico durante lo que podría denominarse el período nacional.79

precisamente el período nacional permite a Rama incorpo‑rar matices y contradicciones después de elaborar una historia colonial donde la hegemonía letrada no admitía sombras. La primera contradicción, que cubre al siglo XIX, es el proceso de autonomización de los intelectuales respecto al poder estatal. La causa primera que explicaría este proceso sería la explo‑sión urbana, pero la causa directamente relacionada a la histo‑ria intelectual sería la institucionalización de nuevas funciones como la educación pública, el periodismo y la diplomacia. La segunda contradicción radicaliza las posibilidades abiertas por la relativa autonomía alcanzada en el periodo temprano de for‑mación nacional y abre el cauce para el pensamiento crítico. La causa, en este caso, no refiere a ‘razones’ estadísticas o institu‑cionales, sino al surgimiento de un nuevo agente social: la clase media.80 Esta clase social será la que cuestione la propiedad privada de la letra y ensanche su ejercicio a la base social me‑diante el recurso a la educación pública y la bandera ideológica de la formación nacional y el ejercicio democrático. Es decir,

79 “La capital razón de su supremacía [la de los intelectuales] se debió a la paradoja de que sus miembros fueron los únicos ejercitantes de la letra en un medio desguarnecido de letras, los dueños de la escritura en una sociedad analfabeta y porque coherentemente procedieron a sacralizarla dentro de la tendencia gramato‑lógica constituyente de la cultura europea. En territorios americanos, la escritura se constituiría en una suerte de religión secundaria.” Rama: Ciudad, 65.

80 “En torno a ese 1911 que inaugura el siglo XX latinoamericano, está con‑fusamente constituido un pensamiento crítico opositor, suficientemente fuerte para: constituir una doctrina de regeneración social que habrá de ser idealista, emocio‑nalista y espiritualista; desarrollar un discurso crítico altamente denigrativo de la modernización, ignorando las contribuciones de ésta a su propia emergencia; enca‑rar el asalto de la ciudad letrada, para reemplazar a sus miembros y parcialmente su orientación, aunque no su funcionamiento jerárquico. Este pensamiento atestigua una clase social emergente, lento producto acumulativo de la modernización des‑perdigada en sectores que con dificultad procuran la conciencia de sí y buscan pre‑ferentemente configuraciones políticas que más que romper con el pasado aspiran a su reforma, contando ya con un nutrido equipo intelectual de muy reciente, débil y confusa formación. Son los sectores medios, cuya errátil gesta ocupará el siglo que se viene y cuya presencia pasado el 900 va siendo detectada por políticos e intelec‑tuales.” Rama: Ciudad, 153.

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postulando y practicando la democracia de la letra como arma crítica contra su exclusividad discursiva defendida por los inte‑lectuales tradicionales.

Los distintos argumentos usados por Rama para explicar el desarrollo intelectual en América Latina —demográficos, ins‑titucionales, políticos—, principian y terminan en una paradoja extrema: el elogio de la modernidad ‘nacional’ latinoamericana junto al reconocimiento de que nace como apéndice depen‑diente y terciario de la expansión imperial del capital. De acá se concluye, obviamente, que los intelectuales son componente imprescindible de la construcción política nacional y su equi‑valente cultural, la modernidad; pero sobre todo puede afir‑marse que son el agente social de una doble dependencia: del poder estatal y de su determinación imperial. porque inclusive si se incorpora la variable de su relativa autonomía o el que sean fuente del pensamiento crítico, en las sociedades dependientes la crítica del poder está condenada, si quiere ser mínimamente efectiva, a ejercer el poder de la escritura como recurso priori‑tario contra el imperio de su propia hegemonía.

Esto explica que el resto de la obra de Rama, y en particular sus textos relativos a la historia literaria latinoamericana, asu‑man su rol a partir del sistema literario establecido. Este punto de partida ciertamente supone la inserción social de su obra, o mejor, la conciencia de su determinación por el proyecto de la modernidad nacional; pero al mismo tiempo abre el horizonte para cuestionar la representatividad del canon y la legitimidad de los intelectuales que lo producen.81

En pocos momentos puede hacerse tan visible esta dialé‑ctica entre el ‘realismo político’ que significa formar parte de

81 “Restablecer las obras literarias dentro de las operaciones culturales que cumplen las sociedades americanas, reconociendo sus audaces construcciones signi‑ficativas y el ingente esfuerzo por manejar auténticamente los lenguajes simbólicos desarrollados por los hombres americanos, es un modo de reforzar estos vertebrales conceptos de independencia, originalidad, representatividad. Las obras literarias no están fuera de las culturas sino que las coronan y en la medida en que estas culturas son invenciones seculares y multitudinarias hacen del escritor un productor que trabaja con las obras de innumerables hombres.” Rama: Transculturación, 19.

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la academia y la crítica canónica que la cuestiona a ella y a sus efectos públicos, como en el planteamiento de la hipótesis que rige la elaboración de aquel que probablemente sea su libro más importante: Transculturación narrativa en América Latina. La lectura de Rama propone lo que es inevitable para mante‑ner su consistencia ideológica y que podría llamarse la moder‑nidad híbrida.82 Usando argumentos antropológicos tomados de Fernando Ortiz —autor del Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar— y modificándolos para aplicarlos a su campo de trabajo, sostendrá que la modernidad y la identidad cultural no son necesariamente incompatibles; más aún, que la única po‑sibilidad de supervivencia cultural para América Latina radica en transculturarse “sin renunciar al alma, como habría dicho Arguedas”.83 pero, ¿cuál es el ‘alma’, entonces? ¿basta, acaso, caracterizarla como una particular perspectiva lingüística re‑gional dentro de un sistema narrativo moderno para que la am‑pliación del canon tenga argumentos suficientes? ¿O se trata,

82 “A las regiones internas, que representan plurales conformaciones cultu‑rales, los centros capitalinos les ofrecen una disyuntiva fatal en sus dos términos: o retroceden, entrando en agonía, o renuncian a sus valores, es decir, mueren. Es a ese conflicto que responden los regionalistas, fundamentalmente procurando que no se produzca la ruptura de la sociedad nacional, la cual está viviendo una dispa‑reja transformación. La solución intermedia es la más común: echar mano de las aportaciones de la modernidad, revisar a la luz de ellas los contenidos culturales regionales y con unas y otras fuentes componer un híbrido que sea capaz de seguir transmitiendo la herencia recibida. Será una herencia renovada, pero que todavía puede identificarse con su pasado.” Rama: Transculturación, 29.

83 “No es un conflicto nuevo desde el momento que evoca una sucesión ini‑ciada en el conflicto por excelencia que fue el de la superposición de la cultura hispánica a las americanas indígenas y cuya versión acriollada y regionalizada se dio con la dominación de la oligarquía liberal urbana sobre las comunidades rurales bajo la República; es un conflicto resuelto de distinta manera, donde no se produce una dominación arrasadora y donde las regiones se expresan y afirman, a pesar del avance unificador. Se puede concluir que hay, en esta novedad, un fortalecimiento de las que podemos llamar culturas interiores del continente, no en la medida en que se atrincheran rígidamente en sus tradiciones, sino en la medida en que se transcul‑turan sin renunciar al alma, como habría dicho Arguedas. Al hacerlo robustecen las culturas nacionales (y por ende el proyecto de una cultura latinoamericana), pres‑tándoles materiales y energías para no ceder simplemente al impacto modernizador externo en un ejemplo de extrema vulnerabilidad. La modernidad no es renunciable y negarse a ella es suicida; lo es también renunciar a sí mismo para aceptarla.” Rama: Transculturación, 71.

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más bien, de un proyecto radical que postula a la literatura la‑tinoamericana contemporánea —en sus variantes ‘regionalis‑ta’ y ‘boom’— como componente fundamental del discurso de la transculturación, o mejor, del discurso de la modernidad?84 Ambas posibilidades tienen sustento en el trabajo de Rama: la primera, como rigor metodológico que obligue a los historia‑dores tradicionales a ampliar el canon desde las perspectivas semiótica y/o pragmática; la segunda, como horizonte de tra‑bajo literario dentro de la historia cultural latinoamericana.

Es posible, sin embargo, sintetizar ambas vías de ampliación del canon si se acepta como objetivo que la literatura debe‑ría recuperar y traducir “cabalmente el imaginario de los pue‑blos latinoamericanos”.85 En otros términos, que los recursos discursivos latinoamericanos debían controlar el aparato de

84 “La literatura que surge en el movimiento conflictivo no será por tanto ni el discurso costumbrista tradicional (que es simple consecuencia de la aceptación del estado de minoridad dominada, en que se es sólo materia y pintoresquismo para ojos externos) ni el discurso modernizado (que también sería una aceptación sumisa con equivalente cuota de pintoresquismo para ojos internos), sino una invención original, una neoculturación fundada sobre la interior cultura sedimentada cuando ella es arrasada por la historia renovadora. En la medida en que la cultura tiende a constituirse en una segunda naturaleza que define aún mejor la interior constitución del grupo humano que la genera, podemos decir que la literatura que surge en estas ocasiones de tránsito, encabalga la naturaleza y la historia, más aún, las asocia dentro de una estructura artística que aspira a integrarlas y equilibrarlas, confiriéndoles me‑diante estas operaciones una significación y una pervivencia: el sentido de la historia se vuelve accesible a través del empleo de las fuerzas culturales específicas de la co‑munidad regional, y estas se insertan en el devenir que la historia postula aspirando a prolongarse sin perder su textura íntima.” Rama: Transculturación, 96‑7.

85 “En una época de cosmopolitismo algo pueril, se trata de demostrar que es posible una alta invención artística a partir de los humildes materiales de la propia tradición y que ésta no provee solamente de asuntos más o menos pintorescos sino de elaboradas técnicas, sagaces estructuraciones artísticas que traducen cabalmente el imaginario de los pueblos latinoamericanos que a lo largo de los siglos han elabo‑rado radiantes culturas. Sustituyendo las tesis románticas que reclamaban fidelidad a los asuntos, creyendo que con ellos solos se podría traducir la nacionalidad, lo que se indaga en las novelas de los transculturadores es una suerte de fidelidad al espíritu que se alcanza mediante la recuperación de las estructuras peculiares del imaginario latinoamericano, revitalizándolas en nuevas circunstancias históricas y no abando‑nándolas. porque ellas son el más alto esfuerzo inventivo de los pueblos americanos, el sistema simbólico en el cual se expresa y se reconocen como miembros de una comunidad, de hecho la más alta construcción intelectual y artística de que son capaces los hombres.” Rama: Transculturación, 123.

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la razón moderna; ya no para ‘civilizarnos’, sino para revertir la ‘racionalidad’ en beneficio propio, para hacernos legibles a nosotros mismos. Esta fórmula, obviamente, pretende repro‑ducir un objetivo propio de otro contexto y que se denominó politización del arte, y explica por sí misma una de las razones —quizá la principal y la más simple— por la que la historia literaria tradicional rechazaba la inclusión de los que Rama de‑nomina regionalistas en el canon ‘oficial’. Esta misma fórmula permite, además, justificar el esfuerzo de Rama por vincular a los autores regionales y al boom como una línea de continui‑dad discursiva; ambos compartían “una exigencia interna de la cultura latinoamericana: disponer de escritores que edificaran una rica literatura propia”.

Los distintos recursos que usa Rama para hacer inevitable la ampliación del canon hacen también inevitable el cuestiona‑miento de su representatividad. Si la literatura latinoamericana formase parte incondicional de la modernidad cultural, sería cómplice consciente y voluntaria en la construcción de su re‑presentatividad. y ésta última sería, cuando menos, parcial al mismo tiempo que excesiva.

Antes de continuar exponiendo los argumentos de la histo‑ria intelectual latinoamericana que usa Rama para cuestionar la representatividad del canon moderno, es necesario, previa‑mente, exponer su caracterización de la modernidad cultural. Él plantea que el momento que va de 1870 a 1910, al cual llama período de modernización, funda y contiene todas las características de la modernidad cultural: la autonomía estética de nuestra producción cultural; la especialización —posterior‑mente, profesionalización— del escritor que se realiza al mis‑mo tiempo que la formación del público culto urbano dada la democratización de las formas artísticas que hace a ambas po‑sibles; la universalización de las influencias culturales junto al necesario reconocimiento de la especificidad cultural latinoa‑mericana, y, como sustento social de este proceso, la ampliación de la educación a todos los sectores “lo que deparó un aumento

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sensible de los cuadros profesionales y magisteriales y que con‑tribuyó a la formación del público culto”. Rama asume, tam‑bién, que la modernidad, en tanto movimiento intelectual lati‑noamericano, cubre toda sus variantes culturales. Finalmente, la específica modernidad literaria sería el efecto de la conquista de la autonomía crítica que hizo posible la conversión de gru‑pos de obras sin relación discursiva necesaria entre ellos, en un sistema literario latinoamericano.86

Dada esta concepción de la modernidad cultural en América Latina y la inserción de la literatura dentro de este terreno con‑ceptual, el cuestionamiento a la representatividad del canon tiene que ser una explicitación de las omisiones, de las exclu‑siones, de los excesos y, sobre todo, de la política cultural de esa modernidad cuyo objetivo no es sino la ‘homogénea integra‑ción nacional’: la cancelación de aquellas alteridades que no se limitaban al ejercicio de la coexistencia pacífica de la diversi‑dad, de la ‘pluralidad democrática’, y, al contrario, subvertían la homogeneidad con la práctica radical de su otredad.

Asumiendo, entonces, que el canon literario es un “discur‑so sobre la formación, composición y definición de la nación previa homogeneización e higienización del campo que prepa‑ra el triunfo de la ciudad letrada”, una de sus primeras tareas consistirá en subsumir la oralidad dentro de la escritura para convertir en museo lo que era y es todavía recurso vigente de las

86 “Debe reconocerse a los escritores de la modernización el rango de fun‑dadores de la autonomía literaria latinoamericana, en este nuevo nacimiento de la región. En el mismo tiempo en que surgen las primeras historias de las literaturas nacionales, vinculando el pasado colonial con los años de la independencia y fi‑jando fronteras frecuentemente artificiales con las literaturas de los países vecinos, la intercomunicación y la integración en el marco literario occidental instauran la novedad de un sistema literario latinoamericano que, aunque débilmente trazado en la época, dependiendo todavía de las pulsiones externas, no haría sino desarrollarse en las décadas posteriores y concluir en el robusto sistema contemporáneo. Su apa‑rición testimonia un largo esfuerzo, viejo de medio siglo, a la búsqueda de nuestra expresión, que por fin conquista una orgullosa y consciente autonomía respecto a las literaturas que le habían dado nacimiento (la española y la portuguesa).” Rama: Cultura, 87.

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culturas rurales en América Latina.87 Causa y efecto a la vez de este imperio de la escritura, será la urbanización de la cultura: sólo podrán ser sujetos de ésta los agentes gramatológicos que den testimonio legal de su hegemonía.88

La Transculturación narrativa dio razones suficientes para la ampliación del canon; La ciudad letrada explicita cómo la oralidad —y toda la alteridad que ella implica— es inevitable‑mente museificada por la modernidad. Si en el primer caso la representatividad del canon era exigua, en el segundo se ha‑cen evidentes los criterios de política cultural utilizados para la selección de ciertas obras: sólo aquellas que representen el proceso de urbanización de aquella parte de la cultura lati‑noamericana que es primariamente oral. La crítica de Rama a la representatividad del canon, entonces, no se limita a su

87 “Las culturas rurales golpeadas por pautas civilizadoras urbanas comienzan a desintegrarse en todas partes y los intelectuales concurren a recoger las literaturas orales en trance de agostamiento... La escritura con que se maneja, aparece cuando declina el esplendor de la oralidad de las comunidades rurales, cuando la memoria viva de las canciones y narraciones del área rural está siendo destruida por la pau‑tas educativas que las ciudades imponen, por los productos sustitutivos que ponen en circulación, por la extensión de los circuitos letrados que propugnan. En este sentido, la escritura de los letrados es una sepultura donde es inmovilizada, fijada y detenida para siempre la producción oral. Esta es, por esencia, ajena al libro y a su rigidez individualizadora, pues se modula dentro de un flujo cultural en permanente plasmación y transformación.” Rama: Ciudad, 115‑6.

88 “La ciudad empieza a vivir un imprevisible y soñado mañana y dejó de vivir para el ayer nostálgico e identificador. Difícil situación para los ciudadanos. Su ex‑periencia cotidiana fue la del extrañamiento. A reparar ese estado acude la escritura. Cumple una función estrictamente paralela a la desempeñada con las culturas orales de los campos. Con los productos de éstas había logrado fundar persuasivamente la nacionalidad y, subsidiariamente, la literatura nacional, beneficiándose de su desinte‑gración y de su incapacidad para reproducirse creativamente dentro de una vía autóno‑ma. Analógicamente lo hará con la propia ciudad, acometiendo la reconstrucción del pasado abolido con fingida verosimilitud, aunque reconvirtiéndolo subrepticiamente a las pautas normativas, y además movedizas, de la ciudad modernizada. Si con el pasado de los campos construye las raíces nacionales, con el pasado urbano construye las raíces identificadoras de los ciudadanos. y en ambos casos cumple una suntuosa tarea idealizadora que infundirá orgullo y altivez a los auténticos descendientes de aquellos hombres de los campos, de aquellos hombres de las grandes aldeas, forzando a los advenedizos pobretones llegados del exterior a que asuman tales admirables pro‑genitores. La escritura construyó las raíces, diseñó la identificación nacional, enmarcó a la sociedad en un proyecto.” Rama: Ciudad, 125.

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estrechez sino que se extiende a su política: a los modos de selección.

Sin embargo, al mismo tiempo que realiza su crítica, Rama elogia a la modernidad por su tarea integradora y por su capa‑cidad para alcanzar la autonomía cultural: “aquí había mutua fecundación entre culturas internas que quedaban histórica‑mente rezagadas y las concepciones intelectuales que se había venido desarrollando en la capital bajo el influjo de las metró‑polis extranjeras modernizadoras. Lo que se estaba producien‑do era una integración cultural nacional”.

¿Cuál es la razón de esta defensa en última instancia de aquella misma modernidad a la que Rama critica cultural y políticamen‑te? ¿por qué no proponer una postmodernidad oral que podría encontrar su modelo en la celebración del testimonio (nótese que no existe ningún trabajo de Ángel Rama específicamente sobre el testimonio, a pesar de que fue él quien propuso la inclu‑sión del premio Testimonio, en enero de 1969, a la Casa de las Américas), por ejemplo, para postular una alternativa al imperio de la escritura? ¿por qué, todavía, tanta fe en la literatura?

Un primer argumento es sencillamente histórico: la literatu‑ra, en tanto discurso social, ha construido la singularidad cultural de la región; por tanto, para comprender nuestra especificidad es necesario explicar nuestra autonomía discursiva como una construcción simbólica tanto de las élites como de las culturas rurales. El segundo es llanamente político: la escritura contem‑poránea no tiene alteridad; la misma oralidad no sería sino es‑critura vicaria. por consiguiente, la única vía que no conduce a la esterilidad pasa inevitablemente por la escritura.89

89 “La ciudad letrada no sólo defiende la norma metropolitana de la lengua que utiliza (español o portugués) sino también la norma cultural de las metrópolis que producen las literaturas admiradas en las zonas marginadas. Ambas normas radican en la escritura... Todo intento de rebatir, desafiar o vencer la imposición de la escritura, pasa obligadamente por ella. podría decirse que la escritura concluye absorbiendo toda la libertad humana, porque sólo en su campo se tiende la batalla de nuevos sectores que disputan posiciones de poder.” Rama: Ciudad, 81‑2.

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El argumento central, sin embargo, es el argumento del po‑der, es decir, de la lucha por el poder cultural.90 Todo el esfuerzo de Rama por cuestionar la representatividad del canon moder‑no, por ampliarlo y cambiarle los criterios de selección, recono‑ce al mismo tiempo su hegemonía cultural. y la celebra, porque ni por un momento duda que lo mejor de esa modernidad es efectivamente representativo de la cultura latinoamericana;91 ni que nuestra mejor literatura no sea otra cosa que una lectura de la realidad simultáneamente a la invención de la realidad lati‑noamericana. No en vano Alejandro Losada ha señalado que Ángel Rama concebía “la interpretación de ese corpus como la coronación de la creatividad cultural de la sociedad global de la América Latina”.92 De esta manera, porque demuestra que cree

90 “Con demasiada frecuencia, en los análisis marxistas, se ha visto a los inte‑lectuales como meros ejecutantes de los mandatos de las Instituciones (cuando no de las clases) que los emplean, perdiendo de vista su peculiar función de produc‑tores, en tanto conciencias que elaboran mensajes y, sobre todo, su especificidad como diseñadores de modelos culturales, destinados a la conformación de ideologías públicas... saben que puede modificarse el tipo de mensajes que emitan sin que se altere su condición de funcionarios, y ésta deriva de una intransferible capacidad que procede de un campo que les es propio y que dominan, por el cual se les reclama servicios, que consiste en el ejercicio de los lenguajes simbólicos de la cultura. No sólo sirven a un poder, sino que también son dueños de un poder. Este incluso puede embriagarlos hasta hacerles perder de vista que su eficiencia, su realización, sólo se alcanza si lo respalda, da fuerza e impone, el centro del poder real de la sociedad.” Rama: Ciudad, 62‑3.

91 “Existe la ‘vulnerabilidad cultural’ que acepta las proposiciones externas y renuncia casi sin lucha a las propias; la ‘rigidez cultural’ que se acantona drástica‑mente en objetos y valores constitutivos de la cultura propia, rechazando toda apor‑tación nueva; y la ‘plasticidad cultural’ que diestramente procura incorporar las no‑vedades, no sólo como objetos absorbidos por un complejo cultural, sino sobre todo como fermentos animadores de la tradicional estructura cultural, la que es capaz así de respuestas inventivas, recurriendo a sus componentes propios la incorporación de elementos de procedencia externa debe llevar conjuntamente a una rearticulación global de la estructura cultural apelando a nuevas focalizaciones dentro de ella.” Rama: Transculturación, 31.

92 “Rama intenta tres estrategias para devolverle unidad a la totalidad del fenómeno de la narrativa contemporánea a lo largo y lo ancho de la región: 1ro. la organización inmanente de las series literarias como un proceso unitario; 2do. la comprensión de este proceso literario como el resultado de una práctica social de los intelectuales latinoamericanos productores de cultura; 3ro. la interpretación de ese corpus como la coronación de la creatividad cultural de la sociedad global de la América Latina.” Alejandro Losada, “La contribución de Ángel Rama a la historia social de la literatura latinoamericana”, Casa de las Américas 150 (1985): 45.

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en nuestra literatura, adquiere el derecho moral de juzgarla. y, al mismo tiempo, el derecho de gobernarla.

Quizá la modernidad cultural latinoamericana, junto a la obra de los que la han construido, pueda ser cuestionada en su raíz. Al fin y al cabo, “toda obra de arte es fraguada en el seno de una determinada ideología que le sirve de molde y no es capaz de dar cuenta de todos los valores de ésta”. Aún así, existe todavía la posibilidad cierta de que nuestra modernidad requiera tiempo para completar un proyecto que, en muchos sentidos, no ha alcanzado sus límites.93 Uno de los cuales, sin duda de los más importantes para la viabilidad histórica de ella, es la unidad —que no presupone la homogeneidad— cultural de la región. La obra de Rama ha contribuido definitivamente a la elaboración de esa unidad cultural —desde el nivel estric‑tamente literario hasta el campo intelectual— pero también ha diseñado sus fronteras, y ahora ya es posible cuestionar la legiti‑midad de la modernidad cultural trabajando con su ‘herencia’.

93 “Ocurre que si la crítica no construye las obras, sí construye la literatura, entendida como un corpus orgánico en que se expresa una cultura, una nación, el pueblo de un continente, pues la misma América Latina sigue siendo un proyecto intelectual vanguardista que espera su realización concreta.” Rama: Novela, 15‑6. Nótese el paralelismo con la polémica propuesta de Jürgen Habermas, “La moder‑nidad, un proyecto incompleto”, en El debate modernidad-postmodernidad. Comp. Nicolás Casullo (buenos Aires: punto Sur, 1989).

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LA TEORíA DE LA MODERNIDAD Octavio Paz

Si me decido a juzgar no me engaño ni engaño a na-die sobre el verdadero significado de mi acto: lo hago sólo para añadir placer a mi placer.

Octavio Paz

La confesión y el testimonio son figuras que se asocian a la vida privada antes que al lenguaje público. ¿Qué pasa, entonces, cuando Octavio paz las usa para justificar su presencia en el ámbito teórico? ¿Sirven para subjetivizar sus hipótesis de tra‑bajo; otorgan legitimidad teórica al placer textual, cuestionan la abstracción de la teoría? posiblemente todo esto y algo más: ponen en duda que la distancia entre teoría y práctica sea válida y, por consiguiente, asumen como pertinente que las fronteras entre géneros se disuelvan en favor del discurso. posiblemente este último concepto, nunca mencionado como término pero sí aludido por paz cuando afirma que el mundo es un conjunto de palabras y no de cosas y la “metáfora de una metáfora”, pueda servir como hilo conductor para leer sus permanentes despla‑zamientos entre la confesión y la teoría.

Intelectuales cuya apreciación de la obra de paz es tan dis‑tinta como Rodríguez Monegal y Aguilar Mora, comparten la afirmación de que su obra pretende resolver las oposiciones en el mundo del discurso mediante la práctica y con la retórica de la analogía.94

94 “por la analogía el paisaje confuso de la pluralidad y la heterogeneidad se ordena y se vuelve inteligible; la analogía es la operación por medio de la que, gracias al juego de las semejanzas, aceptamos las diferencias. La analogía no suprime las diferencias: las redime, hace tolerable su existencia. Cada poeta y cada lector es una

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Ciertamente paz pretende bastante más, quisiera que per‑mitan una poética autosuficiente y consistan en el recurso de la poesía para enfrentarse a la alteridad. Una política que, al mismo tiempo, sea una poética. Sólo así puede explicarse que el universo sea necesariamente un poema y que el poema tenga capacidad para intervenir activamente en la realidad: el poema, dice paz, no sólo es una realidad verbal, también es un acto. O, como culminación inevitable de esa poética autosuficiente, que la analogía sustente la autorreferencialidad del poema; enfati‑zando, claro está, este planteamiento en diversos momentos de su obra.

Esta circularidad discursiva permitiría, a primera vista, en‑cerrar fácilmente a Octavio paz dentro de la lógica idealista y de todas las aporías que ésta debe asumir a la hora de enfrentar el discurso con la historia. Sin embargo, la autorreferencialidad de su poética es un instrumento de lucha académica y política, no sólo un principio gnoseológico y poético. La alteridad —la referencia, la historia, el lenguaje cotidiano— que enfrenta el poema no es, obviamente, un juego de palabras al que pueda borrarse con un gesto de la escritura; según paz, la alteridad es la razón de ser de la poesía, aquel exceso y aquella frontera del lenguaje, de la sociedad, de la historia, ante los cuales y contra los cuales un poema se construye porque “en poesía el sentido es inseparable de la palabra, es palabra”. Cancelar la alteridad que predomina en la vida cotidiana se convierte, así, en el ob‑jetivo estratégico de esta poética que no quiere limitarse a la

conciencia solitaria: la analogía es el espejo en que se reflejan. Así pues, la analogía implica, no la unidad del mundo, sino su pluralidad, no la identidad del hombre, sino su división, su perpetuo escindirse de sí mismo. La analogía dice que cada cosa es la metáfora de otra cosa, pero en la esfera de la identidad no hay metáforas: las diferencias se anulan en la unidad y la alteridad desaparece. La palabra como se eva‑pora: el ser es idéntico a sí mismo. La poética de la analogía sólo podía nacer en una sociedad fundada —y roída— por la crítica. AI mundo moderno del tiempo lineal y sus infinitas divisiones, al tiempo del cambio y de la historia, la analogía opone, no la imposible unidad, sino la mediación de una metáfora. La analogía es el recurso de la poesía para enfrentarse a la alteridad.” paz: Hijos, 108.

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celebración verbal sin, al mismo tiempo, explotar radicalmente su paradójico potencial de política cultural.95

¿En qué consiste, entonces y más allá de la generalidad des‑criptiva, esa alteridad cuya cancelación es el objetivo funda‑mental de la poética y de la política cultural de paz? Esa alteri‑dad es la modernidad, aunque no concebida por él enfatizando el predominio de la razón práctica sino, más bien, el principio de la razón crítica.96 Desde la Ilustración hasta la escuela de Frankfurt, la modernidad europea confía —aunque cada vez en rangos más limitados— en la capacidad de autocrítica de la sociedad. paz lleva este planteamiento al extremo y convierte a la razón crítica en raíz y sustento del cambio permanente de la sociedad moderna. Culminando esta línea de análisis, paz propone una correspondencia estructural entre moderni‑dad social y modernidad artística que, obviamente, enfatiza la “crítica del objeto de la literatura: la sociedad burguesa y sus valores; la crítica de la literatura como objeto: el lenguaje y sus significados.”

Esa última identidad entre modernidad artística y moderni‑dad social, sin embargo, no implica de ninguna manera una re‑

95 “El poeta moderno no habla el lenguaje de la sociedad ni comulga con los valores de la actual civilización. La poesía de nuestro tiempo no puede escapar de la soledad y la rebelión, excepto a través de un cambio de la sociedad y del hombre mismo. La acción del poeta contemporáneo sólo se puede ejercer sobre individuos y grupos. En esta limitación reside, acaso, su eficacia presente y su futura fecundidad.” Octavio paz. El arco y la lira (México: Fondo de Cultura Económica, 1956): 42.

96 “En los grandes sistemas metafísicos que la modernidad elabora en sus albores, la razón aparece como un principio suficiente: idéntica a sí misma nada la funda sino ella misma y, por tanto, es el fundamento del mundo. pero esos sistemas no tardan en ser sustituidos por otros en los que la razón es sobre todo crítica. Vuelta sobre sí misma, la razón deja de ser creadora de sistemas; al examinarse, traza sus límites, se juzga, y al juzgarse, consuma su autodestrucción como principio rector. Mejor dicho, en esa autodestrucción encuentra un nuevo fundamento. La razón crítica es nuestro principio rector, pero lo es de una manera singular: no edifica sis‑temas invulnerables a la crítica, sino que ella es la crítica de sí misma... No nos rige el principio de identidad ni sus enormes y monótonas tautologías, sino la alteridad y la contradicción, la crítica en sus vertiginosas manifestaciones. En el pasado, la crítica tenía por objeto llegar a la verdad; en la edad moderna, la verdad es crítica. El principio que funda a nuestro tiempo no es una verdad eterna, sino la verdad del cambio.” paz: Hijos, 47‑8.

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lación causal entre arte y sociedad. Ciertamente hay momentos en la obra de paz que permitirían pensar y sustentar esa con‑cepción de la obra de arte como representación de una realidad externa y primera, y no podría argumentarse que las citas elegi‑bles estarían descontextualizadas de su entorno inmediato. pero esos momentos forman parte de periodos argumentales mayores que, aún reconociendo la existencia de la alteridad —la realidad histórica moderna externa al poema— sirven a una concepción radical de la autonomía literaria que subyace y determina toda la obra de paz: destruir las huellas de la representación desde el poema para construir una obra artística autosuficiente.97

Los restos de determinismo a que todavía recurría paz en sus primeros ensayos como recursos para enfatizar la ‘razón crí‑tica’ de la poesía, se cancelan en sus últimas obras en favor de la noción de ‘diálogo’ entre dos entidades autónomas: la lengua que dialoga con la historia o la lengua que dialoga con la len‑gua. (Aunque, claro está, la noción de diálogo que paz utiliza se identifica con la relación lingüística entre dos monólogos y no precisamente con el dialogismo, sea éste bakhtiniano o de cual‑quier otra estirpe). Diálogo monológico que, si bien reconoce y asume la mutua autonomía de historia y poesía, no por eso olvi‑da el objetivo final que la teoría poética y su instrumento prác‑tico deben perseguir: “La poesía es celebración. Ahora bien, la celebración puede acompañarse también, o transformarse, en maldición”. paz quiere saludar, teóricamente, esa paradójica y limitada ‘conciliación’ de los contrarios histórico y poético por la pluralidad expresiva que posibilitan pero, al mismo tiempo,

97 “En el poema el lenguaje recobra su originalidad primera, mutilada por la reducción que le imponen prosa y habla cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total y afecta a los valores sonoros y plásticos tanto como a los significativos. La palabra, al fin en libertad, muestra todas sus entrañas, todos sus sentidos y alusio‑nes... el poeta pone en libertad a su materia. La poesía convierte la piedra, el color, la palabra y el sonido en imágenes.” paz: Arco, 22‑3.

“El arte sobrevive a los partidos, a los imperios y a los dioses. En su esencia última el arte no sirve a nadie, ni siquiera a la libertad, porque es la libertad misma, el hombre mismo, creándose infatigablemente, empezando siempre y siempre reve‑lándose. Conquista y creación del ser, revelación y encarnación del hombre en una obra: acto irrepetible, único, total.” paz: Peras, 224.

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maldecir poéticamente las contradicciones a que da lugar la heterogeneidad moderna.

Una de las consecuencias de esa heterogeneidad es el “relati‑vismo estético”98 por su compromiso incondicional con la nega‑ción de todos los principios, con el cambio perpetuo y, por con‑siguiente, con la ausencia de juicio definitivo, permanente. La valoración de la obra de arte, entonces, está limitada a la opinión pasajera y sujeta a las circunstancias y de acá el recurso a maldecir a la variedad territorial de las formas poéticas e, inclusive, a la sensación de cambio que enmascara, que disuelve, la esterilidad del movimiento artístico porque en realidad “no son cambios, son variaciones de los modelos anteriores”. Describir la variedad, el movimiento y las consecuencias de esta pluralidad radical de la modernidad, por tanto, no es aceptar convivir con ella; menos aún si se trata, como en el caso de paz, de un reconocimiento de su contemporaneidad histórica que, sin embargo, no conlleva asumirla como determinación inevitable.

La importancia de caracterizar a la modernidad como “pa‑sión crítica” es que abre la posibilidad de negarla y superarla desde ella misma;99 pero la razón de fondo que subyace a toda

98 “La ruptura de la tradición central de Occidente provocó la aparición de muchas tradiciones; la pluralidad de tradiciones condujo a la aceptación de distintas ideas de belleza; el relativismo estético fue la justificación de la estética del cambio: la tradición crítica que, al negarse, se afirma.” paz: Hijos, 167.

99 “La oposición a la modernidad opera dentro de la modernidad. Criticarla es una de las funciones del espíritu moderno, y más: es una de las maneras de reali‑zarla. El tiempo moderno es el tiempo de la escisión y de la negación de sí mismo, el tiempo de la crítica. La modernidad se identificó con el cambio, identificó al cambio con la crítica y a los dos con el progreso. El arte moderno es moderno porque es crítico. Su crítica se desplegó en dos direcciones contradictorias: fue una negación del tiempo lineal de la modernidad y fue una negación de sí mismo. por lo prime‑ro, negaba a la modernidad; por lo segundo, la afirmaba. Frente a la historia y sus cambios, postuló el tiempo sin tiempo del origen, el instante o el ciclo; frente a su propia tradición, postuló el cambio y la crítica. Cada movimiento artístico negaba al precedente, y a través de cada una de estas negaciones el arte se perpetuaba. Sólo en una edad crítica como la nuestra la crítica podía ser creadora. Hoy somos testigos de otra mutación: el arte moderno comienza a perder sus poderes de negación. Desde hace años sus negaciones son repeticiones rituales: la rebeldía convertida en proce‑dimiento, la crisis en retórica, la transgresión en ceremonia. La negación ha dejado de ser creadora. No digo que vivimos el fin del arte: vivimos el fin de la idea de arte moderno.” paz: Hijos, 194‑5.

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la obsesión de paz con la modernidad y sus avatares es que al fin de la era moderna retornará la transparencia de la relación entre poesía, poeta y lenguaje. No en vano “la creencia en la corres‑pondencia entre todos los seres y los mundos no ha cesado de alimentar, secreta o abiertamente, a los poetas de Occidente”, o mejor, el fundamento del poema —lenguaje primordial— está compuesto por “unos cuantos arquetipos” universales.100

Si la heterogeneidad histórica de la modernidad determina‑ba que el poema construya su autorreferencia contra ella a partir de una cancelación de esa historia por la antropofagia del len‑guaje, la conversión de esa heterogeneidad crítica en costum‑bre y adorno de la diferencia implicaría, ciertamente, el fin de nuestra modernidad histórica y cultural. y, en tanto alternativa a esta pérdida y como uno de sus tantos futuros homogéneos posibles, paz propone el retorno a la palabra autosuficiente.101

Si, entonces, uno de los procesos que persigue superar paz es la oposición entre modernidad histórica y modernidad cultu‑ral, oposición que él resuelve con el recurso a la poesía —mejor, con la cancelación de la historia a favor del discurso poético—; la línea de trabajo complementaria a esa resolución deberá ine‑vitablemente consistir en la disección de las paradojas internas de la propia poesía en su movimiento dentro, contra y a partir de esa misma modernidad.

Dentro de la globalización de la modernidad cultural como movimiento poético, el argumento central no puede ser

100 “El lenguaje es un tejido hecho de las figuras que forman los distintos ele‑mentos lingüísticos, de los más simples a los más complejos. Aunque ese tejido está en perpetuo cambio y animación, las figuras que aparecen, desaparecen y reaparecen son variaciones de unos cuantos arquetipos o modelos inscritos, por decirlo así, en las leyes del movimiento que produce las distintas combinaciones. Esta idea es el fundamento de la poética moderna: es la antigua visión de la correspondencia universal, presente ya entre los neoplatónicos y reelaborada por los románticos, los simbolistas y algunos poetas contemporáneos. La naturaleza y el lenguaje se corres‑ponden, se reflejan; ambos pueden ser vistos como sistemas o configuraciones en rotación que, a su vez, engendran otras figuras en movimiento.” paz: Sombras, 43.

101 “Vivir implica hablar y sin habla no hay vida plena para el hombre. La poe‑sía, que es la perfección del habla —lenguaje que se habla a sí mismo— nos invita a la vida total.” paz: Corriente, 190.

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otro que el de la unidad que impone la analogía: la poesía de Occidente es una sola.102 pero contra la modernidad, la poesía moderna elabora su radical, y ególatra, autonomía autoreferen‑cial. ¿Cómo, entonces, romper con ese círculo vicioso que es la condena a responder, siempre negándola, a la modernidad? En una versión apenas profana de la ‘sagrada inocencia original’, paz propondrá que la poesía es la revelación del principio, de ese antes de la caída cuando la palabra y la cosa eran idénticas, de ese origen cuyo retorno la poesía hace posible.103

Ante la ‘trampa histórica’ de la modernidad paz responde, entonces, que la única salida es trascender la historia; no basta criticar a la modernidad cultural, o independizarse de ella, es necesario, si se cree todavía en la autonomía del arte, recurrir a la ‘fe en la palabra poética’ como única práctica que garantiza retornar a la unidad entre hombre y naturaleza. De esta mane‑ra, planteando que el mundo es un conjunto de palabras y no de cosas, la determinación de la historia por el discurso será el sustento tanto de la importancia como de la necesidad de la poética, de la teoría y de la crítica literarias.

102 “A despecho de las diferencias de lenguas y culturas nacionales, la poesía moderna de Occidente es una. Apenas si vale la pena aclarar que el término Occi‑dente abarca también a las tradiciones poéticas angloamericanas y latinoamerica‑nas... Me refiero a la analogía, a la visión del universo como un sistema de corres‑pondencias y a la visión del lenguaje como el doble del universo.” paz: Hijos, 10.

“parece no sólo razonable sino innegable afirmar que la literatura de Occidente es un todo, un tejido de relaciones; los idiomas, los autores, los estilos y las obras han vivido y viven en perpetua interpenetración... Todos los grandes movimientos literarios han sido transnacionales y todas las grandes obras de nuestra tradición han sido la consecuencia —a veces la réplica— de otras obras. La literatura de Occidente es un todo en lucha consigo mismo, sin cesar separándose y uniéndose a sí mismo, en una sucesión de negaciones y afirmaciones que son también reiteraciones y me‑tamorfosis.” paz: Inmediaciones, 39.

103 “La poesía moderna afirma que es la voz de un principio anterior a la his‑toria, la revelación de una palabra original de fundación. La poesía es el lenguaje original de la sociedad —pasión y sensibilidad— y por eso mismo es el verdadero lenguaje de todas las revelaciones y las revoluciones. Ese principio es social, revo‑lucionario: regreso al pacto del comienzo, antes de la desigualdad; ese principio es individual y atañe a cada hombre y a cada mujer: reconquista de la inocencia origi‑nal.” paz: Hijos, 60.

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Asumiendo esta hegemonía del discurso como piedra fun‑damental, el objetivo de la crítica deberá, primero, establecer esa prioridad absoluta del lenguaje sobre cualquier poema con‑creto.104 pero esta es sólo una exquisitez teórica que es casi una tautología dentro de la obra de paz. La primera cuestión rela‑tivamente difícil a la que debe responder la predominancia del discurso es a la lectura, a la puesta en la historia de cualquier texto por cualquier lector. paz resuelve esta primera dificul‑tad con sencillez: cada lectura, cada historización del texto, es apenas un accidente que el texto resiste. El texto permanece, trasciende; el resto, la historia, la lectura, el lector, suceden. Una segunda cuestión, entonces, es la pluralidad de textos; ¿esta in‑finidad no implica también una variedad innumerable de ar‑quetipos; o comparten todos los textos el mismo sentido y el mismo origen? paz responde aludiendo a la conformación de escuelas literarias que obedecerían a tradiciones universales y que, al mismo tiempo, permiten que cada texto mantenga su identidad.105

Si la lectura es apenas accidente y cada poema una ‘variación singular’ de alguno de los arquetipos, la misión de la crítica no será la reducción imposible a unos cuantos rasgos gene‑rales sino, en primera instancia, describir la experiencia poé‑tica.106 No se trata, por supuesto, sólo de una descripción del

104 “La poética de la analogía consiste en concebir la creación literaria como una traducción; esa traducción es múltiple y nos enfrenta a esta paradoja: la plura‑lidad de autores. Una pluralidad que se resuelve en lo siguiente: el verdadero autor de un poema no es ni el poeta ni el lector, sino el lenguaje. No quiero decir que el lenguaje suprime la realidad del poeta y del lector, sino que las comprende, las en‑globa: el poeta y el lector no son sino dos momentos existenciales del lenguaje. Si es verdad que ellos se sirven del lenguaje para hablar, también lo es que el lenguaje habla a través de ellos. La idea del mundo como un texto en movimiento desemboca en la desaparición del texto único; la idea del poeta como un traductor o descifrador conduce a la desaparición del autor.” paz: Hijos, 107.

105 “Unidad no es uniformidad. Los grupos, los estilos y las tendencias litera‑rias no coinciden con las divisiones políticas, étnicas o geográficas. No hay escuelas ni estilos nacionales: en cambio, hay familias, estirpes, tradiciones espirituales o es‑téticas, universales.” paz: Puertas, 16.

106 “La experiencia estética es intraducible, no incomunicable ni irrepetible. Nada podemos decir sobre un cuadro, salvo acercarlo al espectador y guiarlo para

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placer como experiencia personal que saborea la singularidad del poema. La crítica literaria tiene que ser capaz de reproducir racionalmente la experiencia de vivir al mundo como discur‑so, “como un mundo de palabras, como un universo verbal”, y al hacerlo, fundar la literatura.107 La teoría literaria, entonces, es una organización moderna de una experiencia primordial: construye una mediación entre esa palabra poética que tradu‑ce algún arquetipo original y la racionalidad crítica contem‑poránea, en base a la noción y la práctica del discurso como determinación de la historia. Más aún, la teoría literaria es el instrumento fundamental de la política cultural de paz108 por‑que sólo ella traduce a términos modernos lo quede otra ma‑nera quedaría como ‘experiencia mística’, como ‘delirio con la página en blanco’. Quizás así pueda explicarse la fascinación que han experimentado los poetas —ciertamente Octavio paz entre ellos— por las construcciones de la razón crítica, es decir, por la teoría de la modernidad.

partiendo de esa caracterización general que paz hace de la función crítica, es ya pertinente revisar su propia práctica teórica cuando ésta se ocupa del fenómeno literario latinoame‑ricano. En varias de sus obras, paz oscila entre caracterizar a la literatura latinoamericana como unidad o como inexistencia.109

que repita la prueba. La crítica no es tanto la traducción en palabras de una obra como la descripción de una experiencia. Tal es, o debería ser, el fin de toda crítica.” paz: Puertas, 174.

107 “La misión de la crítica, claro está, no es inventar obras sino ponerlas en relación: disponerlas, descubrir su posición dentro del conjunto y de acuerdo con las predisposiciones y tendencias de cada una. En este sentido la crítica tiene una función creadora: inventa una literatura (una perspectiva, un orden) a partir de las obras.” paz: Corriente, 41.

108 “La crítica es la palabra racional. Esa palabra es dual por naturaleza, ya que implica siempre a un oyente que es también un interlocutor. Sabemos que la crítica, por sí sola, no puede producir una literatura, un arte y ni siquiera una política. No es esa, por lo demás, su misión. Sabemos, asimismo, que sólo ella puede crear el espacio físico, social, moral donde se despliegan el arte, la literatura y la política. Contribuir a la construcción de ese espacio es hoy el primer deber de los escritores de nuestra lengua.” paz: Inmediaciones, 50.

109 “La existencia de una literatura hispanoamericana es, precisamente, una de las pruebas de la unidad histórica de nuestras naciones.” paz: Puertas, 16.

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Esta vacilación, sin embargo, no es sino la duda que acompaña a la empresa crítica que él se plantea respecto a su responsabili‑dad teórica110 con América Latina: ¿se deberá enfatizar nuestra excentricidad o, más bien, nuestra universalidad? ¿Defender la identidad cultural o la generalidad lingüística? ¿Resaltar nues‑tra modernidad occidental o, casi en la misma página, nuestra modernidad periférica?111 por supuesto, queda siempre el ma‑nido recurso de la ambigüedad para quedar bien con dios y con el diablo; pero aún en sus momentos de mayor lucidez teórica, cuando su mejor respuesta a la encrucijada podría ser resignar‑se a no responderla reconociendo el triunfo de la esfinge cul‑tural latinoamericana, paz termina optando por su propia raíz: la historia literaria de América Latina es la historia de aquellos poemas que ‘trascienden’ su propia historia,112 la historia de los pocos, de los elegidos, de los modernos.

“Estoy seguro de la existencia de algunos poemas escritos en los últimos cin‑cuenta años por algunos poetas latinoamericanos pero no lo estoy de la existencia de la poesía latinoamericana.” paz: Signos, 153.

110 “En Latinoamérica pensar la diferencia significa reconocer aquello que nos distingue, la heterogeneidad y pluralidad étnica y cultural de nuestros pueblos... Dentro de esta “occidentalidad” se ocultan el Otro, los Otros: el indio, las culturas precolombinas o traídas de África por los negros, la excentricidad de la herencia his‑pano‑árabe, el carácter particular de nuestra historia. Todo esto nos convierte en un mundo distinto, único, excéntrico: somos y no somos Occidente.” paz: Pasión, 206.

111 “A fines del siglo pasado, fecundada por la poesía simbolista francesa, nace al fin la poesía hispanoamericana. Con ella y por ella, un poco más tarde, nacen el cuento y la novela... Hoy nadie niega la existencia de una literatura hispanoame‑ricana, dueña de rasgos propios, distinta de la española, y que cuenta con algunas obras que son también distintas y singulares. Esta literatura se ha mostrado... pobre en el campo de la crítica literaria, filosófica y moral. Esta debilidad, visible sobre todo en el dominio del pensamiento crítico, nos ha llevado a algunos entre nosotros a preguntarnos si la literatura hispanoamericana, por más original que sea y nos parezca, es realmente moderna. La pregunta es pertinente porque, desde el siglo XVIII, la crítica es uno de los elementos constitutivos de la literatura moderna. Una literatura sin crítica no es moderna o lo es de un modo peculiar y contradictorio.” paz: Inmediaciones, 42.

112 “La novedad histórica de nuestros pueblos no está en sus desdichadas agi‑taciones y en sus tiranías sino en un conjunto reducido pero excepcional de poemas, novelas y cuentos.” paz: Sombras, 201.

“La literatura hispanoamericana es una empresa de la imaginación. Nos propo‑nemos inventar nuestra propia realidad.” paz: Puertas, 21.

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paz ha reivindicado la necesidad y la urgencia de la autocrí‑tica cultural en Latinoamérica113 y, por consiguiente, ha lamen‑tado la ausencia de una tradición de pensamiento crítico. Más aún, ha ‘denunciado’ la debilidad de la crítica literaria en nuestra América tanto como la tentación de ignorar que tenemos una tradición poética.114 Incluso ha proporcionado argumentos que ligan la política literaria con la política crítica y la política social en un esfuerzo por romper las barreras institucionales de las es‑pecialidades académicas. Sin embargo, puede afirmarse que, en última instancia, cuando paz aplica sus postulados teóricos a la literatura producida en América Latina, lo hace manteniendo el predominio del testimonio privado sobre el discurso público y, por consiguiente, reivindicando el derecho individual a dictar políticas culturales.

Ciertamente, el objetivo final del extendido recurso a la teoría que recorre los ensayos de paz radica en su defensa de la esencialidad poética y política de la palabra por sí misma. En este sentido adquiere, además, una particular fortaleza ética —dada la consecuencia con que ha defendido su ‘platonismo’ poético y político porque ha sabido mantener algunos rasgos

113 “Un feudalismo disfrazado de liberalismo burgués, un absolutismo sin mo‑narca pero con reyezuelos: los señores presidentes. Así se inició el reino de la másca‑ra, el imperio de la mentira. Desde entonces la corrupción del lenguaje, la infección semántica, se convirtió en nuestra enfermedad endémica; la mentira se volvió cons‑titucional, consubstancial. De ahí la importancia de la crítica en nuestros países. La crítica filosófica e histórica tiene entre nosotros, además de la función intelectual que le es propia, una utilidad práctica: es una cura psicológica a la manera del psi‑coanálisis y es una acción política. Si hay una tarea urgente en la América Hispana, esa tarea es la crítica de nuestras mitologías históricas y políticas.” paz: Hijos, 124.

114 “América Latina es un continente de oligarquías obtusas y rapaces, dic‑taduras sangrientas, gente humillada y gobiernos títeres de Washington, pero este mundo sombrío ha dado, desde la época de Rubén Darío, una serie ininterrumpida de grandes poetas. Estos poetas son parte de la tradición moderna universal y sus obras no son menos significativas que las de benn y brecht, yeats y pound... No digo que los jóvenes deban continuar, repetir o imitar a sus predecesores; digo que toda negación, si no es un grito vacío contra el vacío, implica una relación polémica con aquello que se niega. No me preocupa la rebelión contra la tradición: me in‑quieta la ausencia de tradición. Es un signo de enajenación y más: al cercenarse de su tradición, los acólitos se mutilan.” paz: Corriente, 39.

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esenciales desde sus primeros trabajos hasta los últimos.115 por otra parte, ha contribuido de manera indudable a conquistar un espacio contemporáneo para la literatura latinoamerica‑na,116 aunque siempre se pueda sospechar de la legitimidad de los invitados y de la idoneidad de los elegidos, y aún si en ese espacio la contemporaneidad se determine por criterios colo‑niales. porque inclusive si se cuestiona la validez y la práctica de la autorreferencialidad del discurso, o su reiterado afán por formar parte ‘virreinal’ del ‘centro’ cultural, su testimonio y su teoría van a permanecer como la mayor celebración autofágica del lenguaje en el territorio cultural moderno latinoamericano. En todo caso, paz no va a renunciar al “uso de la palabra” y persistirá en hacer de la modernidad un arquetipo histórico, poético y teórico donde las únicas jerarquías que valgan sean las de los intelectuales; cuidadosamente ‘seleccionados’, por su‑puesto.117 Es obvio, entonces, que la ‘política poética’, aquella

115 “A medida que pasa el tiempo me parece más cierto que la creación artística requiere un temple moral. La palabra es equívoca pero no tengo otra a la mano. Cuando escribo moral no pienso en las buenas causas ni en la conducta pública o privada. Aludo a esa fidelidad del creador con lo que quiere decir, el diálogo entre el artista y su obra. La creación exige cierta insensibilidad frente al exterior, una in‑diferencia, ni resignada ni orgullosa, ante los premios y los castigos de este mundo.” paz: Puertas, 222.

“El arte y la literatura sólo pueden ser libres en sociedades libres. De ahí que la defensa de la libertad de los escritores y los artistas sea indistinguible de la defensa de la libertad de todos los ciudadanos... para defender a la libertad y a la literatura lo primero que hay que hacer es ejercerlas.” paz: Sombras, 112‑3.

“Debemos cultivar y defender la particularidad, la individualidad y la irregu‑laridad: la vida. El hombre no tiene porvenir en el colectivismo de los Estados burocráticos ni en la sociedad de masas creada por el capitalismo. Todo sistema, tanto por su carácter abstracto como por su pretensión de totalidad, es enemigo de la vida.” paz: Pasión, 209.

116 “El cosmopolitismo latinoamericano no es un desarraigo ni nuestro na‑tivismo es un provincialismo. Estamos condenados a buscar en nuestra tierra, la otra tierra; en la otra, a la nuestra. Esa condenación se resuelve en algunos casos en libertad creadora: ese puñado de obras únicas que, en lo que va del siglo, han creado unos cuantos latinoamericanos.” paz: Sombras, 189.

117 “Queremos entender porqué a uno de los promotores más sutiles de la modernidad en la literatura y el arte latinoamericanos le fascina retornar a lo premo‑derno. Vemos un síntoma en la interpretación de la utopía zapatista como la vuelta ‘a una comunidad en la cual las jerarquías no fuesen de orden económico sino tradicio‑nal o espiritual’. ¿Quiénes podrían representar hoy esas jerarquías espirituales? No serán los sacerdotes, puesto que la secularización achicó su influencia y el propio paz

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política cultural que pretende convertir a nuestra América en adorno de la diferencia y territorio poético sin historia, está lejos de haber dado su última batalla; es necesario recoger el guante para poder seguir haciendo uso de la palabra.

abomina de la burocracia eclesiástica tanto como de la estatal. Quedan, entonces, los escritores y los artistas. Así, la exaltación simultánea del modernismo estético y la premodernidad social se muestran compatibles: los sacerdotes del mundo moderno del arte, sintiendo frágil su autonomía y su poder simbólico por el avance de los poderes estatales, la industrialización de la creatividad y la masificación de los pú‑blicos, ven como alternativa refugiarse en una antigüedad idealizada.” Néstor García Canclini, Culturas híbridas (México: Grijalbo, 1990): 198.

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LA CRíTICA DE LA MODERNIDAD Roberto Fernández Retamar

[Martí] es un fundador, un sabio, un poeta, porque es un dirigente revolucionario.

Roberto Fernández Retamar

En 1962 Fernández Retamar publica una recopilación de ar‑tículos suyos escritos después de enero del 59 motivados, en su mayoría, por la cuestión de la relación entre intelectuales y Estado revolucionario. Quedaría así públicamente deter‑minada, desde entonces, su posición en torno a lo que podría llamarse la crítica de la modernidad: “buscar y encontrar vías de ser útiles a nuestra Revolución”.118 No se trata, obviamente, sólo de una cuestión de servicio por parte de la literatura hacia la ‘realidad política externa’; aunque ciertamente bastaría para profundizar una crítica a aquella modernidad que ha susten‑tado y defendido la autonomía de la letra. Tampoco se trata, exclusivamente y en su aspecto más general, del servicio del intelectual al proyecto revolucionario; aunque esta vertiente de la crítica a una modernidad que enfatiza la independencia inte‑lectual también permitiría iniciar un debate con las diversas va‑riantes de la ‘torre de marfil’. Esa obra temprana de Fernández Retamar está comenzando una reflexión, ante todo, sobre las

118 “Tenemos que entender a cabalidad, mediante el estudio y la fusión con los trabajadores, la extraordinaria hazaña histórica que está teniendo lugar ante no‑sotros, en nosotros; y en que debemos, unidos, buscar y encontrar vías de ser útiles a nuestra Revolución, la cual, entre otras cosas, ha venido a dar sentido a nuestra vida de escritores y artistas, a nuestra vida a secas. No podemos retroceder ante esa palabra: utilidad, en torno a la cual centró José Martí su vida superior de servicio.” Roberto Fernández Retamar, Papelería (La Habana: Universidad Central de las Vi‑llas, 1962): 277.

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consecuencias de la ruptura de la dependencia respecto a la cultura metropolitana moderna, es decir, sobre la formación de la cultura como “hija de la revolución”.119

(podrían, además, señalarse algunas consecuencias que re‑sultaron de esa crítica a la modernidad como, por ejemplo, la defensa de la determinación de la práctica discursiva por la práctica política y, en sus textos teóricos, la predominancia de la función instrumental sobre la poética en la literatura lati‑noamericana.120 Estas afirmaciones no conllevan conceptuali‑zaciones ‘menores’, pero dentro del marco de su tarea de crítica resultan complementos antes que sustentos de su objetivo cen‑tral y, por consiguiente, no requieren imprescindiblemente un tratamiento acabado).

Sería difícil encontrar otro intelectual latinoamericano que haya fusionado tan completamente la crítica a la modernidad y su radical negación mediante la práctica institucional que haga posibles esa crítica y esa negación. Como director —desde 1965— de una de las revistas de crítica literaria y teoría cultu‑ral más importantes en América Latina, Fernández Retamar ha intentado explicar y ejemplificar algunos de los horizontes que se abren ‘después’ de la modernidad y, ciertamente, algu‑nos de sus límites. No en vano la obra y la vida de José Martí

119 “Nuestra cultura es —y sólo puede ser— hija de la revolución, de nuestro multisecular rechazo a todos los colonialismos; nuestra cultura, al igual que toda cultura, requiere como primera condición nuestra propia existencia.” Roberto Fer‑nández Retamar, Calibán (México: Ed. Diógenes, 1971): 80.

120 “Si la tesis sobre la dominante de la función instrumental de la literatura hispanoamericana es aceptable, como nos lo parece, se verá lo discutible que resulta para nuestra literatura el ‘deslinde’ propuesto por Reyes, según el cual hay una ma‑nifestación esencialmente literaria —digamos el despliegue mayor de literariedad en ciertas obras literarias que ocuparían, supuestamente, el centro de la literatura; y obras híbridas, que no pueden ser sino la manifestación marginal de la literatura, nacida allí donde la literariedad se amulata con otras funciones. Sucede, sin embar‑go, que la línea central de nuestra literatura parece ser la amulatada, la híbrida, la ‘ancilar’; y la línea marginal vendría a ser la purista, la estrictamente (estrechamente) ‘literaria’.” Roberto Fernández Retamar, Para una teoría de la literatura hispanoame-ricana (La Habana: Ed. pueblo y Educación, 1984): 55‑6.

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han sido asumidas como modelo de práctica intelectual121 en la misma revolución cubana. No en vano, además, la propia revo‑lución cubana, por intermedio de la Casa de las Américas, ha impulsado sistemáticamente la ‘hermandad latinoamericana’ a través, por ejemplo, de sus premios literarios en los más impor‑tantes idiomas hablados en América Latina. En otras palabras, la ‘cultura revolucionaria’ será resultado, al mismo tiempo, de la práctica institucional concreta de sus intelectuales tanto como de su obra especializada.

La identidad entre poética y política no debería significar, sin embargo, una coartada para que el intelectual orgánico pueda encontrar un espacio al margen de la ‘lucha de clases’. Romper la dependencia cultural será, al mismo tiempo, po‑nerse al servicio de la nueva clase revolucionaria y de sus tareas históricas y luchar por hacer para su circunstancia, lo más ra‑dical que el proceso histórico le permitía. El modelo martiano de servicio intelectual a la política en general y a la revolución en particular termina siendo, entonces, el modelo del intelec‑tual como producto de esa singular revolución. y la obra de Fernández Retamar, por consiguiente, se mueve en el marco de esa necesidad: superar a la modernidad occidental de la que nace y a la que niega.

Los análisis que Fernández Retamar realiza de la obra poética de Nicolás Guillén son un ejemplo particular de su permanen‑te preocupación por explicar la inevitable vinculación entre arte y política allí donde la modernidad podría ver sólo correspon‑dencias formales o transculturaciones. por una parte, relaciona una de las crisis políticas metropolitanas con la emergencia, en

121 “La revelación que tuvo Martí de nuestra América, no fue sólo la de que somos una entidad distinta en la historia —esa revelación la habían tenido ya otros hombres, aunque nadie la profundizaría ni la diseñaría con tanta hermosura como él— sino también la de que únicamente podríamos realizarnos, podríamos fundar‑nos, haciendo nuestra la herencia de Espartaco, desencadenando y llevando hasta las últimas consecuencias, para decirlo con las inolvidables palabras de Fidel el 16 de abril de 1961, la ‘revolución de los humildes, con los humildes, por los humildes y para los humildes’.” Roberto Fernández Retamar, Para el perfil definitivo del hombre (La Habana: Ed. Letras Cubanas, 1981): 302.

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Europa, del arte africano; esto le permite, a su vez, afirmar que Guillén elabora su poesía como instrumento político porque ex‑presa tanto la descolonización como su perspectiva revolucio‑naria. En un siguiente movimiento, una vez señaladas tanto la identidad como la distinción entre descolonización y revolución, establecerá su equivalencia poética diferenciando la denuncia de una sociedad corrompida, de la expresión y recepción popular de la poesía como ideal de la cultura revolucionaria. Finalmente, y en un salto epistemológico que se explica si se sigue el hilo central de sus reflexiones sobre la especificidad latinoamerica‑na, califica a Guillén de poeta nacional.122 La relación necesaria entre poesía y política que Fernández Retamar encuentra en la poesía de Nicolás Guillén —como en la de Ernesto Cardenal y, sobre todo, en la de Martí— le sirve, por tanto, para confrontar la modernidad con una de sus propias aporías: la herencia cul‑tural colonial que debe ser juzgada, y la consiguiente segunda independencia123 que haría posible la plenitud histórica como superación de la modernidad.

¿Cuáles son, entonces, las características de esa ansiada “ple‑nitud histórica” y, sobre todo, cómo se expresa la carencia a la que ‘supera y llena’; cuáles podrán ser, si acaso son ya visibles, sus límites y sus inconsistencias, y cuáles las fronteras que ex‑pande o que remonta?

122 “Hay épocas o países en los que a ningún poeta le interesa (o ningún poeta logra) expresar no su ser individual, sino el de su colectividad; en que ningún poeta da voz permanente a una experiencia sobrepersonal, que acaba por crecer y confun‑dirse con la de su nacionalidad. Cuando sí ocurre esto, cuando sí hay un poeta que realice tal tarea y la realice bien, ése es un poeta nacional.” Retamar: Perfil, 78.

123 “Si indios y negros africanos saben inequívocamente, desde el primer ins‑tante, que ellos son otra cosa que el mundo occidental —y se convierten así, en cierta forma, en reservas de la otredad americana—, los descendientes más o menos directos de europeos tardarán muchos años en sentirse realmente distintos, si no de los europeos en general, al menos de los correspondientes occidentales.” Retamar: Perfil, 361.

“Es pues esta segunda independencia la que permitirá la plena constitución de nuestros países como naciones suficientes, y, por tanto, la plena constitución de nuestra literatura, la cual en sus mejores momentos siempre ha apuntado a ese fin, y eso es lo que da valor perdurable a sus obras.” Roberto Fernández Retamar, Entre-visto (La Habana: Unión, 1982) 142.

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probablemente sea Calibán el ensayo más conocido de toda la obra de Fernández Retamar y uno de sus intentos más com‑pletos por explicar y responder el problema de la “plenitud his‑tórica”. Si la liberación del arte sólo puede ser resultado de la revolución socialista, esa liberación tendrá que ser, al mismo tiempo, una crítica y una alternativa a la modernidad metro‑politana contemporánea. La fase de la crítica enfatiza la lucha cultural y política anticolonial partiendo del difícil reconoci‑miento de la propia condición colonial124 y de la apropiación, por parte de la ‘colonia’, de los recursos conceptuales metropo‑litanos que permitirán “maldecir a próspero”.125 La fase de la alternativa, en cambio, acentúa la otredad, la exterioridad que hace de Calibán el inconquistable dueño de la isla que geográ‑fica –Cuba— y metonímicamente —revolución— está rodea‑da pero no puede ser invadida por la cultura metropolitana. Esa isla, entonces, es el territorio de la revolución cultural y la cima de la auténtica modernidad. La “plenitud histórica” que nace de, pero rompe con, la modernidad occidental, por tanto, sólo podría ser resultado de aquella singular práctica teórica que es una concreta revolución socialista.126

124 “Se trata de la característica versión degradada que ofrece el colonizador del hombre al que coloniza. Que nosotros mismos hayamos creído durante un tiempo en esa versión sólo prueba hasta qué punto estamos inficionados con la ideología del enemigo... y es que el colonizador es quien nos unifica, quien hace ver nuestras similitudes profundas más allá de accesorias diferencias.” Retamar: Calibán, 16.

125 “Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán... prós‑pero invadió las islas, mató a nuestros ancestros, esclavizó a Calibán y le enseñó su idioma para poder entenderse con él: ¿qué otra cosa puede hacer Calibán sino utilizar ese mismo idioma —hoy no tiene otro— para maldecirlo, para desear que caiga sobre él la ‘roja plaga’?... ¿Qué es nuestra historia, qué es nuestra cultura, sino la historia, sino la cultura de Calibán?” Retamar: Calibán, 30‑1.

126 “La aceptación o el rechazo del marxismo‑leninismo por los pensadores latinoamericanos no [es] en absoluto una etapa más en la historia de su aceptación o rechazo de ideas ‘occidentales’, sino más bien todo lo contrario... Los latinoame‑ricanos que a partir de la Revolución de Octubre abrazan creadoramente el marxis‑mo‑leninismo podrán ser voceros de lo más genuino de nuestra América, mientras quienes lo rechazan aduciendo que lo consideran una doctrina extraña, inadaptada a nuestra realidad, serán de hecho continuadores de los ‘civilizadores’ del siglo XIX: es decir, quienes sirven de cauce a nuestra sujeción al mundo occidental y a nuestra consiguiente explotación por el imperialismo.” Retamar: Perfil, 389.

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¿No será precisamente ésta, sin embargo, la enunciación de su primer límite; acaso somos o podemos ser Calibán? ¿Informantes nativos poseedores de la verdad anticolonial y li‑bertaria, hegelianos que en vez de representar al Estado metro‑politano representamos al pueblo del futuro? porque una cosa es postular la imagen y la práctica de un intelectual que está integrado a la esfera pública sin haber roto su relación con la sociedad civil —suponiendo, por ejemplo, que sus condiciones de vida son prácticamente las mismas— y otra cosa es verificar su capacidad de diseño y definición de las políticas culturales. ¿puede acaso ‘salvarse’ el intelectual orgánico de la tentación prometeica del paternalismo y del ‘don’ de la profecía; puede acaso dejar de hablar en nombre de la revolución como recur‑so ‘determinante en última instancia’ de la legitimidad de su palabra; puede acaso pronunciar siquiera una palabra inconta‑minada por la modernidad metropolitana, aunque su discurso haya recurrido a todos y sólo a los recursos de la negación, de la crítica, de la subversión?

Si la característica central de la plenitud histórica es ser resul‑tado exclusivo de la revolución socialista, aquello que esa pleni‑tud ‘llene’ cultural y políticamente tendrán que ser las condicio‑nes para ‘sintetizar’ las contradicciones, ya no de las relaciones coloniales, sino de las especificidades nacionales y su dificulto‑sa ligazón con la humanidad global.127 Complementariamente, la plenitud histórica deberá ser, también, una plenitud cultural que permita superar los vacíos que dejan las paradojas de los

127 “Cuantos quisieron preservar de veras nuestro ser, original y difícil, nuestra contribución específica a la humanidad, contra las formas variadas del colonialis‑mo (es decir, contra la empobrecedora sumisión al mundo occidental), se vieron obligados siempre a enfatizar nuestra otredad: ‘Nosotros somos un pequeño género humano’, escribió insuperablemente bolívar en 1815. pero el hombre en cuyo pen‑samiento alcanzó incandescencia esta certidumbre de la realidad distinta de nuestra América, José Martí, también expresó: ‘patria es humanidad’; y supo avizorar, más allá de sus tiempos de ‘reenquiciamiento y remolde’, ‘cómo se viene encima, amasa‑do por los trabajadores, un universo nuevo’. Con la Revolución Cubana ha dado sus primeros pasos en nuestra América ese universo nuevo, donde ‘occidente’ y ‘oriente’ acabarán por no ser más que antiguos puntos cardinales en la aventura planetaria del hombre total.” Retamar: Perfil, 398.

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intelectuales que están obligados a superar la modernidad que los ha hecho posibles. No se trata, por consiguiente, de cómo impugnar la colonial oposición entre ‘barbarie’ y ‘civilización’, sino de cómo reafirmar una nueva frontera política: la frontera socialista. y es en este aspecto de la reflexión de Fernández Retamar que la literatura latinoamericana encuentra ubicación dentro de su obra de política cultural, como “un aspecto de otro problema más vasto —la ubicación histórica general”.

En 1972 y 1974 escribe dos artículos que un año más tarde publica —junto con otros— para responder a la relación entre política y literatura. Su explícito punto de partida, vale la pena reiterarlo, es la revolución cubana; aunque Retamar, obviamen‑te, también va a enfatizar la especificidad literaria latinoameri‑cana como objeto de estudio. Su objetivo general no será otro que el ya señalado por él mismo: estudiar nuestra literatura con “visión descolonizada”,128 es decir, describir y explicar las condi‑ciones que el discurso literario revolucionario debería cumplir para satisfacer las ambiciones exigidas por la plenitud histórica de la revolución. Aceptando o no que Fernández Retamar haya alcanzado esa ‘visión’, distintos acercamientos a su obra han discutido precisamente esa perspectiva como el aporte defini‑tivo que la obra de un intelectual revolucionario debería hacer a su historia concreta. Es entonces necesario encarar esta face‑ta del modo narrativo descolonizante que Fernández Retamar utiliza para verificar si alcanza a elaborar una teoría literaria re‑gional —o algunos de sus componentes conceptuales— como alternativa y respuesta a las ‘teorías literarias universales’.

La primera respuesta que Fernández Retamar propone ante las ‘teorías literarias universales’ es la de que, dado que nuestro

128 “Mientras a un complejo proceso de liberación —cuyo punto más alto es por ahora la Revolución Cubana— lo acompaña una compleja literatura que en sus mejores creaciones tiende a expresar nuestros problemas y a afirmar nuestros valo‑res propios, sin dejar de asimilar críticamente variadas herencias, y contribuye así, de alguna manera, a nuestra descolonización, en cambio esa misma literatura está todavía considerablemente requerida de ser estudiada con visión descolonizada.” Retamar: Perfil, 303.

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canon ha sido elaborado con criterios que fueron forjados en relación con otras literaturas, tendremos que partir de supues‑tos teóricos estrictamente regionales para reconstituirlo. El punto de partida de esta teoría regional deberá ser, obviamente, la verificación de la existencia histórica y literaria de América Latina como entidad independiente.129 y en esta instancia debe sobrentenderse que, así como historia y literatura son ‘ta‑reas’ que no pueden desvincularse,130 ambas deben ser ‘leídas’ en función del proyecto mayor que es la revolución socialista y con el ‘alfabeto’ que le es propio. La afirmación de Fernández Retamar de que una teoría de la literatura es la teoría de una literatura es, por consiguiente, sólo el primer momento de la crítica a la modernidad, su fase negativa, la verificación y la denuncia de la dependencia colonial.

La segunda respuesta comienza con una crítica al for‑malismo131 que en ese momento invadía a la crítica literaria

129 “Las teorías de la literatura hispanoamericana, pues, no podrían forjarse trasladándole e imponiéndole en bloque criterios que fueron forjados en relación con otras literaturas, las literaturas metropolitanas. Tales criterios, como sabemos, han sido propuestos —e introyectados por nosotros— como de validez universal. pero también sabemos que ello, en conjunto, es falso, y no representa sino otra manifes‑tación del colonialismo cultural que hemos sufrido, y no hemos dejado enteramente de sufrir, como un secuela natural del colonialismo político y económico. Frente a esa seudouniversalidad, tenemos que proclamar la simple y necesaria verdad de que una teoría de la literatura es la teoría de una literatura.” Retamar: Teoría, 40.

130 “El primer problema que confrontamos al abordar esta cuestión [la teoría de la literatura hispanoamericana] es si existe, como una realidad distinta, la litera‑tura hispanoamericana. Cuestión que sabemos que, sobre sus literaturas respectivas, ni siquiera se plantean los metropolitanos, y en cambio se la hacen normalmente los coloniales, y sobre todo ciertos coloniales. Tal pregunta nos arrastra, de inmediato, fuera de la literatura... ‘Hispanoamericano’ es un término histórico…… La exis‑tencia de la literatura hispanoamericana depende, en primer lugar, de la existencia misma —y nada literaria— de Hispanoamérica como realidad histórica suficiente. Mientras ella no es sino colonia española, es obvio que no hay literatura hispa‑noamericana, sino literatura de españoles en América, literatura provincial…. La independencia de Hispanoamérica es, pues, la condición sine qua non para la exis‑tencia de nuestra literatura, de nuestra cultura. pero, debido sobre todo a lo artificial de esa independencia —que no hizo sino facilitar nuevas dependencias— aquella condición resultó necesaria pero no suficiente... Todavía en 1881... no había aún una literatura hispanoamericana, un sistema, una serie coherente, porque no había aún Hispanoamérica como mundo autónomo.” Retamar: Teoría, 40‑1.

131 “La condición primera para esa elaboración [historia cultural], como no se cansó de decir Mariátegui, hay que buscarla fuera de la literatura misma: esa

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hispanoamericana y continúa reiterando la necesidad de con‑tar con una praxis literaria que sea iluminada por su corres‑pondiente teoría, y culmina señalando que la teoría literaria latinoamericana ya ha realizado contribuciones valiosas a esa tarea colectiva. Fernández Retamar plantea que el aporte fun‑damental de esas contribuciones valiosas ha sido la elaboración del canon moderno de la literatura latinoamericana,132 pero inmediatamente reitera que “no sustituye la discusión críti‑ca y teórica [que] es una tarea política”133 y, por consiguiente, concluye reafirmando la necesidad de elaborar una teoría que

condición es la comprensión de nuestro mundo, lo que a su vez requiere una com‑prensión cabal del mundo todo, del que somos parte. y ello sólo puede obtenerse con el instrumental cientifico idóneo: el materialismo dialéctico e histórico: el cual, no es ocioso repetirlo, implica lo opuesto a una serie de fórmulas. En nuestro caso, no se trata, por tanto, ni de aplicarnos sin más criterios elaborados a partir de realidades ajenas (en el mejor de los casos, criterios nacidos del análisis de otra situación), ni de pretender cortarnos, a espaldas de la historia, de cualesquiera otras realidades, y abultar supuestos o incluso verdaderos rasgos propios, con la voluntad de proclamar una absurda diferencia segregacionista, sino de precisar nuestra ‘situación concreta’.” Retamar: Teoría, 48.

132 “A lo largo de nuestra difícil historia, no nos han faltado contribuciones valiosas, y aún muy valiosas, a esa tarea colectiva que tenemos por delante, y a las que ofrecen un modesto aporte las páginas precedentes: la de precisar los verdaderos aspectos teóricos de nuestra literatura. Desde la polémica bello‑Sarmiento hasta la tarea fundadora de José Martí; y desde los estudios indispensables de pedro Henrí‑quez Ureña y Alfonso Reyes hasta nuestros días, tales aportes constituyen un corpus que en gran medida espera aún su apreciación, articulación y utilización adecuadas. Un capítulo decisivo en la historia de esta meditación fue iniciado por José Carlos Mariátegui al introducir el marxismo‑leninismo en nuestros estudios literarios.” Retamar: Teoría, 70.

133 El encuentro de una realidad arisca, indeterminada, como la nuestra, con un instrumental conceptual con frecuencia inadecuado, no ha facilitado ciertamente la justa jerarquización (y aún la simple apreciación) de nuestras letras. La salida de esta encrucijada no puede ser, desde luego, suspender el juicio (lo que equivaldría para nosotros a perderlo), sino, por el contrario, ejercerlo con rigor, sin complacencias ni encogimientos. y contando para ello como condición indispensable con nuestra propia tabla de valores, nacida de la aprehensión de las especificidades de nuestra literatura: no necesariamente de lo que la separa de las otras literaturas, pero sí de lo que en ella no es peso muerto, pastiche, eco mimético de realizaciones metropo‑litanas, sino —como Mariátegui había pedido para nuestra vida política— ‘creación heroica’, contribución nuestra verdadera al acervo de la humanidad ya pedro Henrí‑quez Ureña había señalado lo imprescindible que nos era poner en circulación tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura ‘indispensable’. Aquellas tablas no pueden ser sino la generalización de lo genuino encarnado en las obras reales, y tal generalización no tiene mejor demostración de su validez que la mostración de las obras mismas, las cuales urgía ‘poner en circulación’.” Retamar: Teoría, 68.

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respete y represente la especificidad de nuestra literatura. Esta segunda respuesta, por tanto, no logra superar la etapa de nega‑ción con la elaboración teórica de una alternativa que vaya más allá del reconocimiento crítico del trabajo de la modernidad latinoamericana y del diseño de la frontera que debe superarse. Fernández Retamar reitera algo que, casi contemporáneamen‑te a su trabajo, se iba a convertir en lugar común de la crítica literaria hispanoamericana: el canon es una decisión, cuando menos, de política cultural; pero lo hace de una manera que posibilita que no se degrade hasta aquello que en los años 70 se convertiría en la costumbre de las discusiones bizantinas.

Fernández Retamar va a enfatizar en ese proyecto de teoría regional que sustenta toda su obra, que todo método crítico es una generalización de la práctica literaria contemporánea y, por consiguiente, que la elaboración del canon ‘revolucionario’ deberá estar sustentado en la apreciación crítica de la literatura latinoamericana contemporánea y de su concreción histórica precisa, no en lo que ella debería ser o quisiéramos que fuera.

Si la literatura latinoamericana es un aspecto de otro proble‑ma más vasto, la teoría literaria que la explique también deberá serlo. Ciertamente en sus textos específicamente teóricos sólo alcanza a diseñar la frontera que una ‘teoría literaria revolu‑cionaria’ deberá superar para presentarse como alternativa a la modernidad metropolitana o metropolizante. pero, ¿acaso no deberá encontrarse en su concreción histórica precisa, que po‑dría determinarse como el homenaje que la obra de Fernández Retamar realiza a la tesis central de la obra de José Martí, cuan‑do menos la primera huella de esa alternativa teórica a la mo‑dernidad? ¿Acaso afirmar —y demostrarlo con el análisis de la obra poética de Guillén— que la literatura latinoamericana ha redefinido y rejerarquizado la noción misma de literatura, no es ya postular un primer rasgo inherente a la especificidad de la ‘postcolonialidad’ literaria revolucionaria? ¿Acaso dedicarse a convertir en “realidad propia” a la literatura y a la historia latinoamericanas no es ya, por su concreción histórica precisa,

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poner “en tela de juicio la condición toda del escrito”,134 apro‑piarse de la modernidad para un uso ‘revolucionario’?

Aún si la revolución cubana no fuese una respuesta subver‑tora y transformadora de la totalidad de esa compleja moderni‑dad social metropolitana, aún si su tarea intelectual no hubiera completado la crítica y la alternativa a la modernidad cultural, aún si la obra de Fernández Retamar no hubiera construido —todavía— ese otro discurso; esa revolución ha “encontrado por sus propios pasos un pensamiento genuino”.135 y, por con‑siguiente, Fernández Retamar ha demostrado en su práctica teórica que su cultura es hija de su revolución.

Después de todo, no hay nada automáticamente moderno en la literatura latinoamericana, a no ser que ‘moderno’ signi‑fique la distancia que el texto latinoamericano tiene que viajar hasta caer en las manos esas sí, definitivamente modernas, de lectores norteamericanos o europeos. La dimensión moderna no es inherente a ningún texto sino, más bien, es resultado de la determinación de la producción cultural en cualquier ‘rin‑cón del mundo’ por la división internacional del trabajo. Dada la lógica de esta determinación, la modernidad equivaldrá a

134 “En las obras más auténticas de nuestra literatura, el lector extranjero familiarizado ya con las realizaciones occidentales no encuentra, pues, un manso pleonasmo de ellas; pero tampoco un mensaje cuya descodificación se le haga ex‑cesivamente ardua. Ambos hechos han contribuido a la propagación de obras que, por otra parte, según es corriente en situaciones similares, contribuyen también a ensanchar la noción misma de literatura, a redefinir y rejerarquizar sus géneros.” Retamar: Perfil, 534.

135 “Martí fue el más penetrante y creador de los modernistas, el único ple‑namente consciente de su amplia problemática: el que no cambió unas formas por otras, sino puso en tela de juicio la condición toda del escritor hispanoamericano, su función, sus posibilidades reales... Martí fue el primero en comprender que no se trataba tanto de poner al día cuanto de descubrir, y simultáneamente conquistar, el tiempo real del continente: su situación concreta. Estar ‘atrasado’ o ‘estar al día’ suponen una referencia a un tiempo otro: cualquiera de ambas actitudes es servil y colonial. La primera es peor pero la segunda no es mucho mejor. Martí sabe desde muy joven que él está ‘al día’; pero, por eso mismo, que está obligado a ir a rastras de una realidad ajena. ¿No tiene él una realidad propia? Sí y no. Existe; pero más bien como una posibilidad. A convertirla en lo que es, para ser real él mismo, dedica su vida. Su propia literatura adolecerá de irrealidad mientras no encuentre contexto aclarador genuino.” Retamar: Perfil, 162‑3.

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la traducción de todo lo que es ‘otro’ a un lenguaje que con‑vierta el margen local en reconfortante representación familiar de la modernidad metropolitana y facilite la circulación de las ‘modernidades marginales’ como exóticas mercancías. Así, el canon moderno tiene el poder del sentido común, de la reite‑ración familiar de los nombres ya conocidos; el poder de hablar por todos y en nombre de todos y de inscribir las voces de aquellos que ‘no hablan’ dentro del territorio de un consen‑so manufacturado. El canon siempre habla en nombre de una mayoría no especificada y cuya identidad debe ser ‘naturalmen‑te obvia’ para que el discurso canónico funcione. y si alguien, digamos Fernández Retamar, no está de acuerdo con la lista o con las modalidades de su producción, bastará colonialmente con asumir que es parte del margen, del desecho, de aquellos nombres irrelevantes, diferentes del cuerpo moderno.

La concepción de la cultura como “hija de la revolución” es la concepción de la dialéctica de apropiación del centro por el margen y resulta en una operación del margen ‘coloniza‑do’ que subvierte el silencio canónico sobre los mecanismos de exclusión y omisión de la modernidad colonizadora. Aunque, claro, varios de los asuntos centrales de la crítica literaria his‑panoamericana moderna toman la forma, todavía, de silencios, de ‘deudas internas’, de resignaciones. ¿Qué mayor crítica a la modernidad, entonces, que apropiarse de ella, de sus cánones y de sus represiones, qué mayor crítica que conocerla en su in‑timidad que es, también, nuestra intimidad? Gracias a la obra de Fernández Retamar, la crítica literaria hispanoamericana es ahora nuestra crítica, nuestro cultural sentido común, aunque todavía arrastremos su genealogía colonial.136

136 “Fuera de algunos profesores de filología que reciben un salario por ello, no hay más que un tipo de hombre que conozca de veras, en su conjunto, la literatura europea: el colonial.” Retamar: Calibán, 60

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LA MODERNIDAD y LA CRíTICA LITERARIA HISpANOAMERICANA

Si mi muerte contribuye para que cesen los parti-dos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.

Simón Bolívar

El concepto de ‘auctor’ remitía en la Edad Media europea a la autoridad de las figuras fundadoras del saber sobre cuyos discursos debía organizarse alegóricamente todo nuevo discur‑so. Las figuras fundadoras, a su vez, basaban su autoridad en la revelación metafísica de la verdad. El ‘Nuevo Mundo’, sin embargo, alteró sustancialmente la estabilidad referencial y re‑quirió la formación de un nuevo agente cultural, el autor, cuya autoridad ya no dependía de su adherencia a verdades origina‑les sino a su propia capacidad de invención discursiva. La dis‑continuidad entre la ‘otra realidad del Nuevo Mundo’ y la del ‘Viejo’, exigió un poder cultural sin precedentes que se anudó en la reinvención del lenguaje para nombrar la otra realidad; la inadecuación de la alegoría como método de conocimiento produjo una categoría cultural opuesta a la conducta residual del autor y defensora de la autodeterminación. El autor podía desde refundar hasta reformar la cultura, no sólo repetirla.

Las revoluciones política e industrial en Europa, más tarde, requirieron la formación de un nuevo agente cultural: el inte‑lectual. Este ya no sustentaba su trabajo en la repetición o en la reforma cultural, sino en la sobredeterminación ‘autónoma’ de la cultura sobre la ‘realidad’. Este trabajo cultural, opuesto al ‘trabajo manual’, supuestamente controlaba sus propios medios

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y sus propios productos; en otras palabras, la producción cultu‑ral formaba parte de la emancipación de la sociedad civil res‑pecto del Estado. En la ‘República de las Letras’ el intelectual era, como el actor, la única autoridad, la fuente de un conoci‑miento cuyas contradicciones sólo él podía asumir.

Esta autorreferencialidad del discurso intelectual, o su re‑presentación definida por su propia causa, es el espacio perma‑nente de la crisis cultural del autoconocimiento en la metró‑poli. La legitimidad de sus metanarrativas modernas depende, por consiguiente, de que puedan dar cuenta de la crisis no sólo como fundamento sino, sobre todo, como forma discursiva. La ‘verdad’ ni siquiera es relativa a su marco de referencia, el dis‑curso constituye las ‘verdades’ que produce; su autoridad, por tanto, depende de la institución que le da la palabra. El que puedan reconocer –hoy— los límites de su saber, la ausencia de fundamento absoluto, la desaparición de fines últimos y la inconciliabilidad de su situación existencial con la social, pone en evidencia cómo el intelectual metropolitano, trabajando ‘au‑tónomamente desde la institución cultural’ construye la estabi‑lidad de la referencia moderna y es, al mismo tiempo, el agente de su desintegración.

La crisis de la modernidad latinoamericana, que nos ha llevado a considerar nuestra propia heterogeneidad como componente indisociable de nuestra historia (a veces como fuerza semánti‑ca que nos conduce a temáticas de aporía o indeterminación, otras como fuerza social que nos arrastra a cambios revolucio‑narios), puede ser referencia básica en el momento de explicar la formación de los criterios de política cultural y de canoni‑zación de la literatura latinoamericana. Nuestra heterogenei‑dad podría ser entendida en términos de actividad productiva ligada a fuerzas sociales y sujeta al mismo juego de intereses y autoengaños de cualquier otro esfuerzo por tener y/o ganar poder. No se trata, entonces, de sólo leer contra el texto dis‑cursivo de la crítica literaria hispanoamericana en su esfuerzo

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por constituir la identidad de un particular proyecto de poder: nuestra América. No se trata sólo de denunciar sus omisiones, sus exclusiones, sus preferencias, o sus paradójicos modos de narrar con una escritura moderna la oralidad persistente o tan‑tos otros recursos apenas alfabetos del testimonio y de la novela y de la poesía. Se trata sobre todo de leer a través del texto, para que no hayamos simplemente desplazado la reverencia por el autor a la reverencia por el texto, la reverencia por la literatura a la reverencia por la crítica.

La perspectiva histórica nos permite releer el particular pa‑sado discursivo —no cronológico— de la crítica literaria his‑panoamericana como un compromiso con el presente, es de‑cir, como la operación efectiva de sus discursos dentro de la contemporaneidad. pero desde el punto de vista de la crítica a la modernidad, el trabajo de estos fundadores no habría que situarlo exclusivamente en relación al objeto que definen y a las fronteras del campo de estudio que delimitan; si su obra reclama este derecho sería más productivo darle a su discurso el privilegio de asumirlo como punto de referencia, no como monopolio de la palabra.

¿Cuáles son, entonces, estos puntos de referencia, estas pie‑dras fundamentales, que el discurso crítico actual tiene que asumir como su propia historia y como raíz de su posibilidad? ¿Qué han establecido nuestros fundadores, más allá de sus obras completas, más allá de las fronteras de ese territorio dis‑cursivo que colonizaron con el poder de su palabra?

El aporte obvio de pedro Henríquez Ureña es haber consti‑tuido una visión globalizadora de la historia literaria y cultural de América Latina como totalidad. Tanto las Corrientes como su Historia de la cultura son esfuerzos definitivos por ‘escribir’ nuestra específica autodeterminación cultural y desterrar una visión colonial que impedía vernos a nosotros mismos. Este ‘americanismo literario’ está caracterizado por una tradicional definición humanista del arte complementada con lo que él lla‑

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ma ‘nuestro perfil espiritual’; en otras palabras, la literatura lati‑noamericana es un conjunto de textos cuya unidad se sustenta en una historia cultural común y cuya autonomía se inicia con la poesía modernista. (Según Henríquez Ureña, el barroco ame‑ricano tiene como efecto más importante el mestizaje cultural —todavía dependiente— y el romanticismo tiene como resul‑tado la formación germinal de las literaturas nacionales. Tanto el antecedente más lejano como el más cercano al modernismo, no alcanzaron a plantearse la autonomía cultural).

El haber diseñado el objeto de estudio era, sin embargo, insuficiente. Si se hubiera limitado a esta tarea, el proyecto de Henríquez Ureña hubiera concluido en otra historiografía. Él postula, como existencia complementaria al objeto, la noción de un sujeto como agente de esa tesis cultural. Este sujeto, el in‑telectual, ejecuta el programa del ‘americanismo literario’ como parte de un proyecto general de política cultural que asume como instrumento de operación al alfabeto: signo de nuestra modernidad. Si el intelectual latinoamericano está ejecutando un proyecto de autonomía cultural, la prueba de su madurez será su institucionalización en la academia universitaria, en las editoriales y en la educación pública.

Aunque tanto la delimitación de un nuevo objeto de estudio como el diseño del sujeto que lo produce constituyen el nú‑cleo del aporte a la historia literaria latinoamericana de parte de Henríquez Ureña, su modernidad cultural no sólo radica en esto. Más allá, hay que entender su ‘americanismo litera‑rio’ como la conjunción de operaciones para la independencia cultural de América respecto a Europa, al mismo tiempo que como guía para la autonomía del intelectual respecto al Estado nacional. Este ‘mapa cognitivo’, entonces, no se limita a los objetivos deseables de la literatura, sino al diseño de una polí‑tica cultural que se apoya en la necesidad de la unidad cultu‑ral latinoamericana. Si somos diferentes porque somos “fusión de elementos europeos y elementos indígenas que dura hasta nuestros días”, esta diferencia se convierte en especificidad mo‑

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derna con su tratamiento de la articulación entre ambos ‘ele‑mentos’: la cultura americana puede reconciliar la universalidad con su propia tradición. y esta reconciliación será resultado de una producción cultural autónoma respecto del Estado nacio‑nal; autónoma, porque si bien el intelectual puede participar en tareas estatales como la educación o la difusión (el propio Henríquez Ureña participó durante la gestión ministerial de José Vasconcelos o cuando fue llamado a ejercer como ministro en su propio país), su producción no obedece sino a los objeti‑vos culturales de la ‘magna patria’.

Las que podrían denominarse sus fórmulas del america‑nismo literario recorren todos los requisitos que requiere la elaboración de una historia de la cultura de América Latina, y esas fórmulas son los criterios canónicos que permitieron a Henríquez Ureña determinar las relaciones existentes entre la literatura, la cultura y la historia latinoamericanas proponiendo “los nombres centrales y libros de lectura indispensables”.

Alfonso Reyes, en cambio, tiene como objetivo la legitimidad discursiva de la crítica literaria en nuestra América. Su Aristarco o anatomía de la crítica reúne una valoración muy positiva de la que llama ‘cultura occidental’ con la inevitabilidad de su in‑corporación en nuestra América dado que Europa es nuestra raíz cultural. Los americanos, entonces, nos haremos universa‑les a través de la lengua; asumiendo, claro, que Reyes concibe la lengua como metonimia de la cultura y, al mismo tiempo, como instrumento que hará accesible el mundo a la identidad americana.

Esta tensión entre identidad americana y cultura ‘universal’ no se resuelve en la obra de Reyes con argumentaciones histó‑ricas, sino con algo que podría denominarse, algo crudamente quizá, exotismo postcolonial. La identidad americana consiste exclusivamente en la capacidad de comunicarle a la cultura eu‑ropea nuestro “condimento de abigarrada y gustosa especiería”; es decir, bautizarnos con la palabra europea para alcanzar el

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derecho a la palabra americana. pero, ¿por qué debemos asumir nuestra colonización cultural con tanto entusiasmo?; ¿es que nuestra única oportunidad de sobrevivir culturalmente como una entidad diferente pasa por la subordinación ética, episte‑mológica y lingüística a la cultura ‘occidental’?

No es una exclusividad de la obra de Reyes el plantear que nuestra mejor alternativa es asumir al colonizador para devenir su contemporáneo. Lo singular, sin embargo, es haberle adju‑dicado a la literatura el rol de dirección del ‘progreso’ porque “la literatura se adelanta a la política”; en otras palabras, sólo la ficción puede diseñar las posibilidades del proyecto nacional americano porque sólo ella puede inventar nuestra identidad de tal manera que esa identidad sea contemporánea de la cul‑tura ‘occidental’. Si ellos nos nombraron, recuperarnos pasa por la invención de un nuevo nombre.

Como en Henríquez Ureña, también en Reyes “son unos cuantos y contados genios” los únicos que pueden superar la encrucijada entre americanismo y universalismo, los destina‑dos a escribir nuestro futuro por medio de aquellos arquetipos que sólo se realizan y encuentran en la literatura en pureza. La legitimidad de la crítica, entonces, resulta de su capacidad para determinar cuál es la literatura que está inventando nuestra re‑presentación de acuerdo al criterio de la viabilidad postcolo‑nial: la modernidad americana.

La obra de Reyes, como la de todos los fundadores de la crítica literaria hispanoamericana, no se limita a elaborar nociones ge‑nerales cuya importancia y pertinencia pueden ser cuestionadas. Él sustenta sus postulados con aquel trabajo que sigue siendo considerado como el primer texto teórico latinoamericano que reflexiona sobre el asunto del estudio científico de la literatura. Su motivación es determinar la “esencia común al fenómeno li‑terario” para poder concluir en la autosuficiencia de la ficción. De esta manera, cancelando la función referencial del discurso literario y toda la pragmática ligada a su uso por la comunidad interpretativa, la literatura latinoamericana encontraría la vía

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para inventar su lenguaje y, por consiguiente, su representación, sin tener que recurrir directamente a la especificidad histórica de América Latina ni a la tradición cultural europea.

para Reyes, la supervivencia cultural de América dependía de su apropiación de la ‘lengua’, es decir, de poder hablar a Europa a su misma altura literaria. Su aporte a la fundación de nuestra crítica, entonces, es hacer de nuestra literatura un monumento teórico de la modernidad latinoamericana: “el ar‑quetipo que quisiéramos ser”.

Tanto para la construcción del canon como para el estableci‑miento de la legitimidad de la literatura latinoamericana y la crítica literaria hispanoamericana, Reyes y Henríquez Ureña requerían celebrar las virtudes de la modernidad. El suyo es un movimiento afirmativo que tiene su raíz en la necesidad de contar con una cultura moderna y su conclusión en la de‑finición de una política cultural consistente con ese objetivo. Mariátegui también cree en la necesidad de esa modernidad para América Latina, pero de una modernidad autodetermina‑da.137 Construir la independencia cultural es una tarea paralela a construir su modernidad regional.

El paralelismo entre autodeterminación cultural y moder‑nidad literaria se encuentra englobado por la correspondencia que debe existir entre vanguardia política y vanguardia litera‑ria; aunque, claro, si la literatura depende de la realidad histó‑rica, su importancia radica en su capacidad de asociación con lo más “hondamente revolucionario”. para el conjunto de la visión mariateguiana de la literatura, entonces, esta última es el instrumento de construcción de una lengua propia, autónoma‑mente americana, descolonizada.

137 Distingo entre autonomía y autodeterminación como tipos de indepen‑dencia cultural. La autonomía presupone un proceso de interculturalidad a partir del cual se está constituyendo una cultura americana. La autodeterminación, en cambio, parte del énfasis en la especificidad histórica regional para construir un proyecto de cultura americana.

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La periodización que Mariátegui postula para la literatura peruana —periodización que fácilmente es generalizable a la literatura latinoamericana inclusive apoyándose en su propia argumentación—, es una de las operaciones que le permite oponer el discurso colonial al discurso nacional y definirlos como fases, inicial y final, del proceso de independencia cul‑tural. La característica central de la literatura nacional no es, entonces, sólo su autodeterminación respecto a la literatura metropolitana; su término definitorio es la representación de lo popular.

La inevitabilidad del carácter ideológico y político de la li‑teratura y de la crítica que la historiza, es la noción que permite convertir a la cultura, concebida como tradición del pueblo, en parte del proyecto revolucionario. De esta manera, el intelectual asume un puesto en la acción colectiva de representar el futuro de la cultura americana proponiendo una modernidad alterna‑tiva al simulacro metropolitano. Mariátegui no sólo cuestio‑nó el canon y las costumbres académicas que lo formulaban; siendo esto importante es notoriamente secundario frente a la modernidad regional, socialista e indigenista, que alcanzó a proponer como proyecto cultural americano. Su respuesta es, ciertamente, la alternativa más radical ante los anzuelos que la modernidad metropolitana ofrecía a los fundadores de nuestro pensamiento crítico y que él, como todos, también probó para mejor conocer al ‘íntimo enemigo’ y poder derrotarlo desde las entrañas.

La modernidad latinoamericana nació como un dilema: se re‑volvía contra la historia colonial y, al mismo tiempo, construía su raíz en esa historia. ¿puede uno extrañarse, acaso, de que el discurso de los fundadores de la crítica literaria hispanoameri‑cana sea un discurso moderno y de que esta modernidad esté elaborada como una retórica de las encrucijadas culturales? ¿Es que el proceso de conformación de nuestra crítica, que es el proceso de constitución de nuestra literatura, podía escapar a la

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paradoja de tener que fundarse con la misma palabra que nos colonizaba?

pedro Henríquez Ureña elaboró algunas fórmulas del americanismo literario para alcanzar nuestra independencia cultural con la mediación de un agente que es el intelectual; concreción de su mapa cognitivo fue un canon de nombres y obras escogidas por su voluntad autonomista. Alfonso Reyes argumentó que la legitimidad de la palabra crítica sólo podía resultar de inventar una identidad americana que nos permita encontrarnos en la colonial lengua heredada; también él con‑cretó su propuesta postulando una teoría de la ficción literaria que operaba como la teoría de esa utopía cultural. José Carlos Mariátegui construyó un discurso en el que la representación literaria de lo nacional —lo latinoamericano— sólo podía ser la representación de lo popular; él culminó también su pro‑puesta con una hipótesis de trabajo que hermanaba vanguardia política con vanguardia literaria en una misma tarea de desco‑lonización cultural. La obra de estos tres fundadores de la crí‑tica literaria comparte la encrucijada en que su modernidad los encerraba: trabajar por la independencia cultural; es decir, tener como referencia una historia colonial contra la cual su discurso se constituye, pero tener como modelo una lengua colonial con la cual su discurso alcanza su eficacia.

Nuestra modernidad ha sido la representación de un mun‑do ‘ilustrado’ por las revoluciones industrial, política y cultural metropolitanas que construyeron el discurso del progreso inde‑clinable hacia la emancipación de la humanidad. para que esta conciencia en la Ilustración como redención tuviera eficiencia histórica, el imperio de este sentido metropolitano tuvo que constituir al sujeto del imperio —el ciudadano— como único agente histórico. No basta, sin embargo, construir un sujeto; es imprescindible, al mismo tiempo, colonizar sus potencia‑les alteridades. Dado este objetivo, el discurso moderno es to‑talitario por su voluntad negadora y homogeneizadora de lo ‘otro’, pero al mismo tiempo constituye al otro y, al hacerlo, su

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uniformidad naufraga. Nombra al inconsciente, a la lucha de clases, a la vida cotidiana, al lenguaje, a los periféricos —Tercer Mundo, mujeres, etnias— para reducirlos a su lógica discursiva imperial; así, aunque la razón instrumental ha burocratizado los procedimientos de su propia negación y de su propia crítica, al mismo tiempo ha confesado que el sujeto metropolitano no es el único autor de la historia sino el constructor de la irreme‑diable heterogeneidad postcolonial.

Compartir la encrucijada cultural de la modernidad y pos‑tular una misma respuesta general no significa, sin embargo, compartir las modalidades de cómo recorrerla ni las específicas operaciones para resolver sus dilemas. La modernidad latinoa‑mericana también ha fijado identidades para lograr unidades homogéneas en las realidades históricas y también ha deter‑minado códigos comunes como accesos institucionalizados al saber, pero no ha podido evitar el postulado del conflicto y de la crisis como modos privilegiados de acceso a esa historia y a ese saber: nuestra crítica literaria moderna está sometida al esce‑nario de la razón instrumental pero contiene a la contradicción como su ancla en el drama de la emancipación.

Henríquez Ureña concibe la existencia en América Latina de una alteridad —las culturas indígenas y su continuidad his‑tórica— pero no acepta que sean representables dentro de su homogeneizante modernidad canónica. Reyes ni siquiera las asume como parte —aunque sea prehistórica— de la moder‑nidad; debemos inventar nuestra modernidad tanto contra la colonia como contra la historia. Mariátegui, en cambio, sólo concibe en esa raíz nuestra propia condición de visibilidad de la modernidad.

En las certezas de su propia hegemonía radica la tragedia de esta nuestra modernidad: esa permanente guerra consigo misma. La sociedad civil ante el Estado, la autosubsistencia ante el mercado, la oralidad ante la escritura, la heterogeneidad de las identidades ante la homogeneidad del sujeto ciudadano, los secretos y los silencios ante los diálogos y los consensos. La

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representación de la realidad como totalidad para estabilizar al referente, para convertir el acceso a la realidad en un sentido reconocible de lo existente, ha confirmado la esterilidad y la impotencia de esa misma representación. ¿Cómo no dudar de sus certezas si no puede representarse a sí misma?

Si la representación no permite conocer al objeto, la función representativa entra en crisis y testimonia su divorcio de la prác‑tica; de aquí la paradójica autonomía de lo cultural o, más restrin‑gidamente, de lo estético, respecto del terreno ‘real’ del mercado. De aquí el privilegio crítico que la modernidad les otorga a la cultura y a la estética; si una representación totalitaria denuncia sus propias impotencias, sólo le queda recurrir a un último re‑curso que es la autorrepresentación camuflada como estetización de la historia. Sólo el arte resiste al mercado, sólo el arte lo niega, lo critica, contiene la esperanza de recuperar el valor de uso de las cosas. ¿No es el arte, entonces, la respuesta política, la cons‑trucción de un sujeto cultural autónomo que conozca y resista la reificación metropolitana, y no es este sujeto la raíz de la noción y del privilegio del intelectual en la cultura moderna? para nues‑tra modernidad crítica la única práctica contrahegemónica fue la celebración de la estetización de la historia, la compensación culturalista ante la avalancha del mercado.

Inclusive en la propuesta de Mariátegui de politizar la lite‑ratura y la crítica, sólo una indeterminada cultura popular es la que sobrevive en los intersticios de la discursividad homo‑geneizante de la modernidad, es lo mítico lo que promete una redención mesiánica de la historia. La lengua de los oprimidos guarda una memoria que plantea su experiencia distinta en el pasado; no el progreso desde la ‘barbarie’ sino la utopía de los orígenes. Así, la politización del arte se convierte en un eterno retorno, en la conciencia discursiva que al habitar la doble con‑dición del presente —la hegemónica y la utópica puede expo‑ner la crisis de la historia y ambicionar resolverla; pero aunque la modernidad metropolitana es negada, rechazada, refutada, sigue siendo la referencia privilegiada.

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para nuestros fundadores la modernidad estaba caracteriza‑da por la autonomía cultural como posibilidad de la emancipa‑ción o, cuando menos, como visión de su promesa. No impor‑taba que en 1930 “no llegaban al 10 por ciento los matriculados en la enseñanza secundaria que eran admitidos en la universi‑dad”; la autonomía cultural era el único horizonte que tenía legítima visibilidad. La modernidad también estaba construida por la institucionalización de sus agentes aunque la profesio‑nalización de los intelectuales seguía limitada a una pequeña minoría lo que hacía “imposible formar mercados simbólicos donde puedan crecer campos culturales autónomos”;138 aún así nuestros fundadores sostenían la legitimidad y la representati‑vidad de los intelectuales. Nuestra crítica literaria, por consi‑guiente, defendía su autonomía y su institucionalidad porque estaba simbióticamente ligada a la modernidad cultural en su conjunto, a ese discurso homogeneizante que creía en la salva‑ción de nuestra América por la cultura.

¿Cómo han respondido y cómo han continuado esa tradición de la modernidad aquellos que reclaman a Henríquez Ureña, Reyes y Mariátegui precisamente como fundadores de la mo‑dernidad? pero, sobre todo, ¿por qué Ángel Rama, Octavio paz y Roberto Fernández Retamar han inventado esa tradición? ¿Es que la constitución de un discurso moderno es un supues‑to inevitable en la lucha por la producción de hegemonía a través de la reproducción de capital cultural? ¿Es que se trata de compartir una raíz común para que la legitimidad de las distintas representaciones del imaginario latinoamericano ni siquiera entre en discusión? O será, más bien, que dado que una formación discursiva es un proceso de producción social de sentido sometido a condicionamientos y especificidades históricas y regionales, esta limitación deriva necesariamente en la noción de ‘teoría regional’ definida como la estrategia de

138 García Canclini: Culturas, 66.

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representación de formaciones discursivas históricamente de‑terminadas. Es decir, que quiéranlo o no y complementaria‑mente a la pugna de sus distintas políticas culturales por ganar legitimidad y representatividad, y a la necesariamente continua contestación al privilegio referencial de la modernidad central, todos nuestros críticos modernos asumen la unidad de la crítica literaria hispanoamericana dado que de su práctica discursiva es posible inferir el objeto teórico regional llamado literatura latinoamericana. La formación de una tradición, entonces, no radica sólo en la continuación crítica de los supuestos teóricos previos, sino, sobre todo, en su extenuación, en forzarlos hasta su propia frontera epistemológica. ¿Será que el pez muere por su propia boca?

La obra de Ángel Rama es la ejemplar ilustración de una lucha por refundar el canon heredado porque duda de su representa‑tividad. Éste no implica prioritariamente nombres o corrientes literarias porque la representatividad del canon debiera conlle‑var como condición necesaria su representatividad respecto a nuestra cultura. y para que esto sea posible, los canonizadores deberán ser abiertamente ideológicos, ser ellos mismos quienes delaten sus preferencias y sus prejuicios. El punto de partida de la obra de Rama, entonces, es el cuestionamiento a la le‑gitimidad de los intelectuales como portavoces de la cultura americana dada la inevitable relación entre ellos y el poder del Estado como determinación de su función social.

Quizá por esa razón, su último libro publicado póstumamen‑te es sobre todo una relectura de nuestra historia intelectual. Hay un permanente juego entre el énfasis en la autonomía cultural y el servicio de los letrados al Estado nacional. A pesar de que sos‑tiene las ya tradicionales hipótesis sobre el proceso de autonomi‑zación cultural (urbanización, educación masiva, formación de la opinión pública), enfatiza que el surgimiento de la clase media a principios de siglo pone en cuestión esa misma autonomía: el nuevo agente social cuestionará la propiedad privada de la letra.

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por otra parte, a pesar del elogio de Rama a la modernidad la‑tinoamericana, también debe enfatizarse su afirmación de que el intelectual es el agente de una doble dependencia: del poder estatal y de la modernidad metropolitana.

Esa dialéctica entre el ‘realismo político’ que implica for‑mar parte de la academia moderna y el mantenimiento de una distancia crítica que posibilite sostener un cuestionamiento a los recursos de la autoridad como, por ejemplo, el estableci‑miento del canon, son la fuente del que probablemente sea su trabajo mejor conocido y más significativo: Transculturación narrativa en América Latina. para Rama, entonces, la moderni‑zación y la identidad cultural no son prácticas inevitablemente incompatibles; más aún, sólo una modernidad híbrida permite una viabilidad cultural en América Latina. por consiguiente, es imprescindible ampliar el canon para representar “cabalmen‑te el imaginario de los pueblos latinoamericanos” y, al mismo tiempo, incorporarlo al discurso de la modernidad para hacer‑nos legibles. La representatividad del canon, por consiguiente, resulta de incorporar la alteridad al “discurso sobre la forma‑ción, composición y definición de la nación”. Así, el canon mo‑derno en América Latina ya no podrá excluir su colonial raíz esquizofrénica.

Todo el trabajo de Rama por cuestionar la modernidad del canon literario latinoamericano es, al mismo tiempo, un re‑conocimiento de su hegemonía. y mientras lucha por un es‑pacio viable de poder en la política cultural latinoamericana proponiendo dudas metódicas y explicitando la existencia de un sistema literario más amplio e intelectualmente generoso, también celebra a nuestra modernidad porque es nomás una “lectura de nuestra realidad”.

En tanto Rama postula la inevitabilidad de una hibridación de nuestras políticas culturales, Octavio paz sostiene la necesidad de un discurso autosuficiente que consista en “el recurso de la poesía para enfrentarse a la alteridad” y que sea capaz de rea‑

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lizar el extremo autorreferencial de la modernidad cultural: la completa autonomía intelectual. El instrumento será la retóri‑ca de la analogía que “hace del universo un poema”.

No se trata, sin embargo, de una posición autista, sino de una agresiva política poética, teórica y cultural; una continua‑ción, en cierto sentido, de la obra de Reyes. La alteridad es aquella frontera referencial del lenguaje ante la cual y contra la cual el poema se construye precisamente para cancelarla. Cancelar la alteridad referencial que predomina en el lenguaje cotidiano es el objetivo central de una poética que, así, celebra su autosuficiencia. Esta alteridad, obviamente, no se limita a la referencialidad lingüística sino que se extiende hasta la po‑lítica cultural de la modernidad. Es justamente el núcleo de la modernidad según la versión metropolitana: la razón crítica, aquello que “traza sus límites, se juzga, y al juzgarse, consuma su autodestrucción como principio rector”, es decir, destruye las huellas de la representación. No habrá, por consiguiente, posibilidad de mediación entre historia y cultura; ambas son entidades absolutamente autónomas entre sí.

Una vez establecida la mutua independencia, paz avanza otro paso en su trabajo por eliminar de la poesía, y de la teoría cultural que la celebra, todo residuo de alteridad referencial. Dado que no se debe aceptar convivir pacíficamente con la mo‑dernidad histórica a pesar de tener que aceptar su contempo‑raneidad, paz comienza maldiciéndola y termina ignorándola asumiendo que al inevitable fin de la era moderna retornará la transparencia entre poesía y lenguaje porque el fundamento del poema, a pesar de toda la alteridad presente en la moder‑nidad, sigue estando compuesto por “unos cuantos arquetipos” universales.

¿No es acaso este movimiento teórico una conversión de la historia moderna en discurso autosuficiente?; ¿no es la poesía el ‘huevo de la serpiente’ de la modernidad? para paz, “a despecho de las diferencias de lenguas y culturas nacionales, la poesía mo‑derna de Occidente es una”; si esta poesía elabora su autonomía

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referencial, es también una respuesta conjunta a la alteridad his‑tórica que revela ese origen primordial previo a la caída cuando la palabra y la cosa eran una sola y misma. No basta, por con‑siguiente, asumir la crítica, ni de, ni a la modernidad; ante esta trampa de la historia hay que recurrir a la fe en la práctica poética como única posibilidad de retornar a la unidad entre hombre y naturaleza.

La tarea de la crítica literaria, entonces, será reproducir la experiencia de vivir al mundo como discurso y establecer la prioridad absoluta de ese discurso sobre la ‘realidad’; al hacerlo estará actuando como traductora a términos modernos de la poesía, que de otra manera quedaría limitada a ser concebida como ‘experiencia mística’ o delirio con la página en blanco.

El objetivo final de su paradójico recurso a la teoría sirve a paz como defensa racionalmente moderna de la autosufi‑ciencia de la palabra. y como argumento mayor para dotar de legitimidad a aquella poesía latinoamericana que basa su cen‑tralidad en su ‘universalidad’, en su capacidad de hablar el mis‑mo ‘lenguaje’ que cualquier otra poesía autorreferencial, y que persiste en condenar a la totalidad de la modernidad histórica de nuestra América como un elogio de la autosegregación y la marginalidad.

Notable paradoja, ciertamente, que Ángel Rama y Octavio paz —a pesar de las enormes diferencias ideológicas y epistemoló‑gicas que los separan— concuerden en el objetivo prioritario de construir un discurso cultural latinoamericano que sea un interlocutor moderno y válido. pero es aún más difícil imagi‑nar, a priori, cómo la obra de Roberto Fernández Retamar, en tanto referente ‘institucional’ de aquella crítica que cuestiona radicalmente a la servidumbre neocolonial de la modernidad discursiva latinoamericana, también comparta ese objetivo común.

Fernández Retamar ha enfatizado, no el determinismo so‑cial, sino la necesidad de “buscar y encontrar vías” para ser úti‑

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les al proyecto de la revolución socialista latinoamericana y, por consiguiente, la urgencia de romper los lazos neocoloniales con la conceptualización y la práctica metropolitanas de la moder‑nidad. Esa utilidad, pensada como referente de cualquier juicio sobre la eficiencia discursiva de la crítica hispanoamericana, tendrá como características el enfrentamiento con la moderni‑dad históricamente existente y la elaboración de una práctica institucional alternativa. Así concebida, la crítica literaria de Fernández Retamar es resultado político de varios afluentes complementarios.

Uno de estos afluentes es el sostenimiento de la actividad editorial de la revista Casa de las Américas como alternativa de canonización crítica de la literatura latinoamericana. Otro afluente es el permanente homenaje de Fernández Retamar a José Martí como modelo del intelectual latinoamericano. Un tercer afluente, desde la perspectiva de la crítica literaria posi‑blemente el más significativo, es el continuo ejercicio por ligar el proyecto revolucionario socialista de la plenitud histórica con la plenitud cultural que correspondería a una modernidad alternativa.

La institucionalización editorial —Casa de las Américas— y política —José Martí como modelo— de la obra de Fernández Retamar converge en su trabajo crítico encontrando la corres‑pondencia ideológica entre la historia de la revolución cubana y la historia de la literatura ‘nacional’ latinoamericana (Guillén, Cardenal, García Márquez), y concluye en la afirmación de que la modernidad cultural latinoamericana solamente alcan‑zará su autenticidad en un futuro todavía hipotético. Sólo en‑tonces nuestro discurso será un interlocutor válido frente a la metrópoli.

Dentro de este marco puede entenderse mejor que la crítica literaria sea, para Retamar, una práctica cultural descoloniza‑dora y un proyecto ético que pretende señalar la mejor vía para la adecuación entre producción literaria y proyecto revolucio‑nario. porque la crítica no sólo exige la elaboración de princi‑

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pios propios sino, sobre todo, requiere su aplicación como tarea política central de canonización; es decir, seleccionar aquellas obras literarias cuyo aporte a la construcción de la modernidad cultural alternativa sea más efectivo. La canonización, obvia‑mente, es un ejercicio de apropiación discursiva para un uso histórico preciso, y en la situación de Retamar el uso no debía ser otro que la apropiación de la modernidad cultural latinoa‑mericana desde la perspectiva de la revolución socialista.

La concepción de la cultura como ‘hija de la revolución’ sirve a Retamar como instrumento teórico para cumplir el objetivo central de su política cultural: apropiarse de la modernidad para poder elaborar un discurso latinoamericano que sea efec‑tivamente un interlocutor legítimo de la modernidad ‘central’. y esta es, ciertamente, la raíz de su afinidad con el esfuerzo de Rama y paz por construir un discurso cultural moderno. pero también ésta es la única correspondencia —aunque, sin duda, forma parte sustancial de sus obras y su lugar no es nada secun‑dario entre las tres perspectivas. Más allá, el trabajo de Rama está dirigido a cuestionar y ampliar el canon de esa misma mo‑dernidad que lo constituye y que él reconstruye; paz pretende, en cambio, formar parte legítima de ella; y Retamar, sustituirla por otra modernidad, por la que él llamaría plena, auténtica.

para los fundadores de la crítica literaria hispanoamericana la obsesión era salvar a América por la cultura, es decir, por la homogeneidad discursiva de alguna modernidad cultural. para Rama, paz y Retamar —constructores de una tradición críti‑ca específicamente hispanoamericana— la paradoja radicaba en convertirse en dueños legítimos de un discurso moderno cuya homogeneidad cuestionaban y contra la cual trabajaron para convertirla en representativa de la heterogénea realidad literaria latinoamericana. Este discurso podía acentuar su ca‑rácter periférico, contestatario, negativo, o su carácter regional, diferente, de postulación de una alteridad; de cualquier mane‑ra, el discurso crítico hispanoamericano se construía como un

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discurso moderno, y de todas maneras era un discurso escrito por sus intelectuales.

No deja de ser paradójico que, pretendiendo responder o supe‑rar o conformarse con su modernidad, intelectuales metropoli‑tanos con distintos objetivos de política cultural la caractericen con rasgos similares. Oponen la autonomía cultural que pre‑tende la emancipación pero cancela su alteridad a la impoten‑cia de la representación; la institución discursiva que establece las diferencias pero coloniza su protesta a la impotencia del suplemento; el intelectual que reproduce la crisis pero estabili‑za su referencia a la impotencia del sujeto. Oponen las contra‑dicciones de la modernidad a los simulacros —la copia idéntica de un original que nunca ha existido— de los márgenes ‘post‑modernos’ y/o postcoloniales, para ignorar que la centralidad metropolitana radica en el ejercicio imperial de su poder dis‑cursivo. pero también, y quizás sobre todo, están realizando una arqueología y una genealogía de la modernidad para poder enterrarla en la memoria y sacarla de la historia.139

pero, ¿por qué? parece posible señalar que la erosión de la modernidad central está relacionada a la emergencia de la problemática de la alteridad en todas sus formas, es decir, a la confirmación de que las tensiones de la centralidad moderna se originaban en su esfuerzo por anular esa alteridad y la cultura de resistencia que inevitablemente resultó como respuesta. Más aún, a verificar que las dicotomías que poblaban la modernidad central, que la divorciaban de sí misma, no nacían tanto de su especificidad homogeneizante como de la capacidad de su‑pervivencia de las alteridades coloniales. Caben, entonces, dos líneas de trabajo sobre y desde la alteridad: celebrar la diferen‑cia desde la perspectiva del centro colonizador apropiándose

139 “Marxismo, psicoanálisis y lingüística estructural están aguijoneados para encubrir una agenda oculta: hegemonía en la esfera de la teoría y un cierto gusto por el poder para capitalizar el deseo del pensamiento revolucionario en la esfera política.” Julian pefanis, Heterology and the Postmodern (Durham: Duke Up, 1991) 4. (Traducción mía)

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de las estrategias de resistencia de la periferia para convertir al margen en exotismo, o asumir la autogestión de esa diferencia y enfatizar su contradicción antagónica como raíz de toda po‑lítica cultural específicamente latinoamericana.

Afirmar que la base de las tensiones de la modernidad cen‑tral no resulta tanto de sus contradicciones internas —una de las cuales es la existencia antagónica de la periferia que esa misma centralidad construye— como del hecho mismo de la supervivencia de la alteridad como tal, es concluir que la mo‑dernidad central debe asumir que existen entidades cuya situa‑ción no sólo es contradictoria respecto a ella sino, además, ra‑dicalmente diferente y resistente ante su ambición totalizadora. Inclusive una muy somera revisión de las líneas centrales de la historia contemporánea de América Latina muestra claramen‑te que nuestra modernidad periférica no es sólo antagónica, contestataria, sino también diferente respecto a la modernidad central. Es decir, que nos hemos constituido, al mismo tiempo, como periferia antagónica y como región específica.

El capitalismo es uno más de los productos importados y asumidos ante el cual América Latina se opone y se diferencia al mismo tiempo. No se implanta por una revolución burguesa autogestionada y la peculiar clase dominante de la modernidad latinoamericana —la oligarquía— se subordina a la lógica de la política económica central; pero, paradójicamente, los Estados nacionales periféricos se oponen permanentemente a la estruc‑tura de desarrollo propia del capitalismo central que se apoya en términos de intercambio sistemáticamente desfavorables para América Latina desde 1880.

Los Estados del capitalismo periférico son emisarios polí‑ticos, económicos y culturales de la metrópoli, pero intentan tercamente desarrollar un mecanismo regional autónomo de acumulación de capital, de poder y de conocimiento que, sin embargo, no puede homogeneizar a las formaciones sociales latinoamericanas y termina paradójicamente acentuando sus diferencias internas. El capitalismo moderno de la periferia ha

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desarrollado una lógica propia de oposición por su situación inevitable frente a los requerimientos del capitalismo central; en este sentido forma parte de una totalidad aunque su posi‑ción sea relativamente antagónica. pero además ha desarrolla‑do su diferencia específica por su condición de heterogeneidad no subsumida bajo ninguna totalidad homogeneizante. ¿Cómo explicar, sino, sus movimientos campesinos y universitarios, la terciarización e informalización de su economía, su heteroge‑neidad cultural? Complementariamente, el proceso de urbani‑zación acelerada de las principales ciudades latinoamericanas, la democratización de la relación entre el Estado y la socie‑dad civil —mediante la aprobación, por ejemplo, de reformas constitucionales hacia el voto universal—, la masificación de la educación básica y la institucionalización de la reforma en las Universidades, fueron fenómenos de principios de siglo que configuraron a la clase media como sujeto social y posibilita‑ron, así, la formación institucionalizada de los intelectuales.

Un capitalismo periférico opuesto al central y una condición regional y heterogénea diferente a la colonizante homogénea de la metrópoli caracterizan, entonces, la supervivencia de la alteridad en América Latina.

Si se asume esta caracterización general de América Latina, ¿cuál sería su configuración cultural? Si la modernidad central tiene como sujeto al intelectual, como institución a la acade‑mia y como objetivo la autonomía cultural; ¿puede construirse un modelo —correspondiente a la modernidad periférica de América Latina— antagónico respecto a las relaciones entre estos tres componentes o, elaborando una pregunta aún más compleja, puede postularse un modelo alterno que contenga al mismo tiempo las oposiciones y las diferencias de la especifici‑dad regional latinoamericana respecto, ya no sólo a la moder‑nidad central, sino a otras modernidades regionales?

La crítica literaria hispanoamericana moderna permite plantear una respuesta, cuando menos inicial, a esta pregun‑

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ta. Todavía a un nivel muy abstracto, puede señalarse que el problema previo que la crítica tuvo que resolver fue elaborar una economía representacional que pudiera dar cuenta de una referencia heterogénea —es decir, una referencia constituida por distintos modos de producción discursiva concurrentes los cuales, a su vez, están atravesados por relaciones de poder que convierten a alguno en hegemónico y/o dominante y a otros en subalternos y/o dependientes. Aunque la obra de Reyes y paz pretende cancelar la heterogeneidad de la referencia americana mediante la autorreferencialidad de la lengua, su objetivo final: la legitimidad de la crítica hispanoamericana y la literatura la‑tinoamericana, es un paradójico retorno a la tarea de construir un discurso específicamente latinoamericano. Los trabajos de Mariátegui, Fernández Retamar, Henríquez Ureña y Rama, por otra parte, tienen como punto de partida y como objetivo último precisamente la construcción de la representación de la heterogeneidad referencial. La heterogeneidad de la referencia latinoamericana, o su diferencia radical, entonces, es un terri‑torio común para toda la crítica literaria hispanoamericana.

Una vez postulada una particular economía representa‑cional, la crítica enfrentó la alternativa de analizar la repre‑sentación como apropiación diferencial del capital simbólico ‘universal’ o la situación de la representación periférica mis‑ma como antagónica. En este aspecto, la obra de Mariátegui y Fernández Retamar es uno de los extremos posibles. Desde su perspectiva, la única posibilidad de apropiarse de lo repre‑sentado por nuestra literatura —una vez que se cuenta con una específica economía representacional—, es considerarlo como antagónico y diferente respecto a lo representado por la modernidad metropolitana. En este sentido, la concepción de la cultura como representación de lo popular (Mariátegui) o como hija de la revolución (Fernández Retamar), subordinan el discurso cultural a una englobante lógica política que tiene como supuesto general su oposición absoluta, fundamental, a la modernidad política y cultural metropolitanas. La obra de

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Henríquez Ureña y Rama, y en menor grado la de Reyes y paz, en cambio, considera que una apropiación regional –latinoa‑mericana— de la modernidad cultural global es, no sólo posi‑ble, sino necesaria para la viabilidad política del propio capital cultural latinoamericano. De aquí que en este aspecto enfaticen la diferencia y no el antagonismo. por consiguiente, el proceso de canonización llevado a cabo por estas dos prácticas críti‑cas es ciertamente distinto: mientras Mariátegui y Fernández Retamar enfatizan figuras, obras y sentidos ligados a la más radical ‘independencia cultural’ latinoamericana para construir un canon ‘instrumental’, el resto de los intelectuales estudiados optan por un canon ‘literario’.

Contando con una economía representacional y una par‑ticular lógica de apropiación de la producción cultural, resta todavía generar una estrategia de análisis de la representación regional latinoamericana que permita trabajar su efecto de sen‑tido, es decir, su política de resignificación del capital simbólico. posiblemente éste sea el espacio de mayor diferencia y de más notable ambigüedad en todas las obras consideradas. puede afirmarse que El deslinde y El arco y la lira terminan abriendo la literatura latinoamericana al espacio de reproducción ideológi‑ca de la representación metropolitana; la autorreferencialidad no es sino el viejo recurso de la ‘naturalidad’ moderna y, por tanto, la literatura latinoamericana sería sólo tal en la medida que forme parte del capital simbólico metropolitano. Calibán y El proceso a la Literatura, paralelamente, conciben su tarea prin‑cipal como la denuncia de la subsunción cultural de la repre‑sentación hegemónica metropolitana en la literatura latinoa‑mericana; así, terminan en la encrucijada de seguir trabajando con la lógica opositiva de dominantes y dominados sin ras‑trear suficientemente las huellas de alteridad que las políticas de significación de la literatura latinoamericana insertan en su modernidad. Finalmente, Las corrientes literarias en la América Hispánica y Transculturación narrativa en América Latina cons‑truyen un efecto de sentido como momento de autogestión de

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la alteridad. Al enfatizar, en este aspecto, el relativo antago‑nismo de las políticas de significación de la literatura latinoa‑mericana respecto a las literaturas metropolitanas, concluyen demostrando su diferencia, su regionalidad.

La modernidad regional de América Latina, leída a través de su crítica literaria, evidencia sus diferentes políticas repre‑sentacionales y, obviamente, su fijación representacional. No puede decirse, sin embargo, que esta fijación opere bajo el su‑puesto de una sola y misma representación de la referencia; y tampoco que sus agentes intelectuales, su mediación institu‑cional y su objetivo de autonomía cultural hayan postulado una sola economía representacional.

La crítica hispanoamericana moderna ha establecido las condiciones de visibilidad de nuestros discursos. Los ha expli‑cado y ha extendido su poder al hacer legibles los instrumentos del poder textual que, de otra manera, serían sólo representa‑ción. La crítica ha hecho de la tradición literaria un recurso vital para la supervivencia de nuestra alteridad discursiva co‑nectando esa particular política representacional con distintas éticas colectivas y de esta manera el pasado ha devenido una provocación antes que una trampa. ¿pero acaso el humanis‑mo moderno que radica en esta práctica discursiva y la hace posible no traiciona su propia trayectoria de celebración de la alteridad y la diferencia confiando en el poder hermenéutico de su palabra?

Si una de las lógicas discursivas de la modernidad literaria latinoamericana —lógica que atraviesa la obra y el discurso de todos los críticos literarios con énfasis determinantes o sólo como matiz— se ha constituido antagónicamente a la moder‑nidad central y, por consiguiente, es todavía un discurso colo‑nizado por esa estructura opositiva de la cultura; la otra lógica discursiva ha sabido, al mismo tiempo, representar su diferencia y convertirla en sustento de una política cultural regional que exige y celebra la alteridad como autodeterminación. Nuestro discurso crítico, aunque haya concebido que la función de la

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teoría (literaria) era hacer accesible la práctica (literaria), ha terminado siendo más una invención de la literatura latinoa‑mericana que un instrumento de lectura. Esta aporía —dife‑rencia y contradicción al mismo tiempo— entre modernidad y revolución, entre teoría y práctica, entre universalidad y especi‑ficidad, ha fundado y ha hecho posible la tradición de la crítica literaria en América Latina. De esta frontera, que es también un horizonte, se deriva necesariamente el aporte fundamen‑tal de la crítica literaria hispanoamericana: la noción de una ‘teoría regional’ de la modernidad, definida como la estrategia de representación de una formación discursiva históricamente determinada.

Nuestra crítica literaria demuestra en su propio ejercicio que, como cualquier otro discurso, es un poder más en pugna por la hegemonía a través de la reproducción de capital cultu‑ral y que pretende nada menos que la transformación de los aparatos culturales que regulan la representación del sujeto so‑cial latinoamericano. La seducción de la modernidad ha tenido siempre, por tanto, un límite claro: la necesitamos para hablar pero la ignoramos para inventarnos.

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LAS ENCRUCIJADAS DE LA MODERNIDAD REGIONAL

El trabajo sobre la crítica literaria hispanoamericana y sus ob‑sesiones por construir su modernidad regional abren preguntas fundamentales. Este epílogo tiene como objetivo inicial cerrar algunas de esas preguntas confrontando esa práctica crítica con algunas de las más significativas posiciones contestatarias metropolitanas sobre el rol social del intelectual; no en vano un muy significativo porcentaje (¿50%, 70%?) de los más re‑nombrados críticos latinoamericanos trabaja en la metrópoli y tanto su formación como su debate teórico se han convertido en interlocutores de las líneas de investigación definidas por las estrategias centrales. por otra parte, habrá que intentar res‑ponder, desde la perspectiva que otorga el propio proyecto de la modernidad regional, a la pregunta de sus límites. Si se define a estos como fronteras, puede implicarse claramente que no se está planteando la continuidad del horizonte de la modernidad sino, más bien, su cierre. Finalmente, se abre la incertidumbre que atraviesa la estrategia narrativa de este trabajo y que corre como un cuestionamiento subterráneo por todo el discurso de la modernidad regional: ¿se habrá enfrentado las encrucijadas de la modernidad sin caer en las trampas de su seducción?

¿Es el conocimiento como fuerza social de producción el pro‑blema central que debe estudiarse para encarar el rol social de los intelectuales —los críticos literarios, entre ellos— en la sociedad moderna latinoamericana? ¿O es más bien su ya tradicional función ideológica: construir consensos y legitimar discursos, la que permite abordarlos con mejores resultados?

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¿Será, quizá, más interesante subordinar las lógicas social y política de las dos primeras preguntas al criterio económico de aquello que podríamos metafóricamente llamar la ‘acumu‑lación originaria de capital cultural’? ¿O se podrá, acaso, ha‑cer confluir estas divergentes caracterizaciones del intelectual dentro de la lógica constituida por un periodo histórico: la postcolonialidad, caracterizada por la centralidad cultural,140 es decir, por la noción de que la cultura como entidad discursiva hace posible la aprehensión de la historia? Se ha denominado postcolonialidad a la relativa ‘igualdad’ cultural de formaciones sociales económicamente desiguales. Mientras la competencia entre las regiones del mundo estaba ‘determinada’ durante la modernidad metropolitana por las políticas económicas colo‑niales y neocoloniales y su lógica de acumulación de mejor y más tecnología, capital y poder; la competencia interregional cultural se convertía en una guerra de posiciones donde cada cual era autónomo, específico, heterogéneo y regionalmente irreductible a cualquier concepto humanista globalizante aun‑que, paradójicamente, no dejaba de acentuarse la evidencia de la subalternidad como condición de existencia de la periferia. Las preguntas que abren este capítulo, por tanto, llevan im‑plícita una argumentación que defiende la postcolonialidad, no como una ontologización de la diferencia y el antagonismo cuya sustentación sería cuando menos dificultosa, sino como

140 “Solamente en un cierto estadio del desarrollo del capitalismo —a me‑diados del siglo XIX— el conocimiento intelectual (en tanto opuesto al conoci‑miento práctico) devino una fuerza productiva. Se requirió otra centuria para que el trabajo intelectual desplace al trabajo manual como la condición primaria para la reproducción de capital. Desde los 50’s, el trabajo manual es desplazado no sólo relativamente sino absolutamente del proceso productivo. Este desplazamiento no puede atribuirse a la internacionalización de la producción sino a su intensificación debido a la aplicación de tecnología científica al proceso productivo.” bruce Rob‑bins, ed. Intellectuals: Aesthetics, Politics and Academics (Minneapolis: U of Minneso‑ta p, 1990): 15. La cita precedente, con matices mayores o menores, pero con un acuerdo sustancial respecto a la afirmación de que viviríamos un periodo histórico nuevo, caracteriza a todos los escritores que afirman la existencia de una ‘ruptura epistemológica’ con la modernidad y que conforman la ya innumerable lista de la postmodernidad/postcolonialidad.

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una historización que la caracteriza en tanto inserción de una región en la globalidad.

La ‘modernización’ socioeconómica inscrita por la globali‑zación del mercado, el ‘modernismo’ como representación cul‑tural de las contradicciones del capital y la ‘modernidad’ como experiencia histórica metropolitana, son vividas como dife‑rencia por la alteridad y el antagonismo periférico en América Latina, es decir, como postcolonialidad, como modernidad regional históricamente específica y cuyos procesos constitu‑yen su regionalidad como potencialmente autónoma. Los in‑telectuales, por su parte, en tanto concreción institucional de la centralidad cultural de nuestra modernidad, representan dis‑cursivamente esa tensión entre la alteridad y la subalternidad cultural de la modernidad latinoamericana. La formación de la cultura regional habría sido, entonces, la respuesta latinoa‑mericana a la intensa transnacionalización del poder y el saber desarrollada durante el siglo XX. Habíamos entrado a una fase histórica caracterizada por la centralidad discursiva.

Según varios autores metropolitanos contestatarios, la carac‑terística central de las sociedades postindustriales, donde la re‑lación entre el capital y el trabajo ya no es predominante, es que el capital cultural ha desplazado al capital material como lógica de desarrollo; por tanto, este capital cultural es entendido como el significante único para el sistema en su conjunto. Dado que el conocimiento ha sustituido al trabajo manual como com‑ponente central del capital, los agentes de este conocimiento constituyen una clase que desafía las bases del poder tradicio‑nal que se sustenta todavía en las relaciones modernas de pro‑ducción. Si esto es cierto, los intelectuales conforman una clase social por ocupar un espacio estructural común y una posición discursiva también común que, sin embargo, no está supuesta en su posición estructural dentro del proceso de producción. Los intelectuales serían una clase social porque son propieta‑rios del capital cultural (discurso crítico y conocimiento cien‑tífico), porque ellos producen y reproducen el conocimiento

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necesario para la representación del poder y porque el discurso constituye la estructura social tanto como la producción física. Tienen, por tanto, centralidad en la producción, posesión del conocimiento para reproducir esa producción, y monopolio del discurso que resulta en, y construye, esa producción.

La versión gramsciana, en cambio, sustenta la posición más bien tradicional que se ha asignado al intelectual. En las socie‑dades contemporáneas, donde la institucionalización del con‑senso sustituye al predominio de la represión como legitimidad estatal, la lucha por la hegemonía ideológica se habría configu‑rado como nudo central de la lucha de clases y, por consiguien‑te, los intelectuales también se habrían convertido en objetos centrales y en sujetos del discurso político. Sin embargo, dado que no pueden representarse a sí mismos, están limitados a afiliarse a clases constituidas para articular sus cosmovisiones y de aquí su organicidad respecto a un grupo social en particu‑lar y a la sociedad en general. por consiguiente, el intelectual gramsciano es una agente de organización social con un obje‑tivo ético: narrar un modelo de producción de contradicciones concretas para hacer del conocimiento un momento definito‑rio del cambio social.

La izquierda postestructuralista o neomarxismo dentro de los estudios culturales metropolitanos propone una conceptua‑lización de la cultura como ‘valor’: moneda que permite medir la magnitud de las equivalencias en la esfera del conocimiento. Desde esta perspectiva, la cultura metropolitana no puede do‑minar eficientemente a la periférica porque se apropia del valor que permite constituir la equivalencia dentro del sistema de intercambio cultural a través de un particular código que eleva al nivel de ‘moneda’. Dado que para el intelectual —metropo‑litano o periférico— es necesario utilizar el valor más lógico de intercambio cultural, es decir, el discurso predominante, éste termina convirtiéndose en una forma expandida o totalizante de equivalencia donde, sin embargo, sus particulares represen‑taciones de los productos culturales nunca alcanzan un fin y

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se reproducen indefinidamente. El campo de la cultura es, por tanto, concebido como un sistema de equivalencias arbitrarias sin un código central; la totalidad cultural tiene una aparien‑cia unificada pero funciona como un sistema de fragmentación discursiva.

¿pero, acaso los intelectuales del sur americano han trabaja‑do con hitos metropolitanos; es que nuestra modernidad regio‑nal no contiene su propia brújula discursiva? La aparente sim‑plicidad de esta observación, sin embargo, delata la esquizo‑frenia cultural a la que los fundadores del discurso de la crítica literaria hispanoamericana estaban condenados, contra la cual pero gracias a la cual fueron históricamente posibles. Tuvieron siempre dos voces, hablaron siempre desde la doble perspectiva donde está inevitablemente posicionado el intelectual subal‑terno: subvirtiendo desde dentro y desde fuera a la hegemo‑nía, pero haciéndose cómplices de esa lógica. Fueron, al mismo tiempo, dueños de nuestro capital cultural, sus agentes ideoló‑gicos, y administradores de su economía representacional.

La concreción del capital cultural se encuentra en las ver‑siones de canon que las tres vertientes han legado; nuestros críticos han producido un canon y al hacerlo se han convertido en intelectuales que institucionalizaron un particular mono‑polio discursivo. También han sido agentes de organización social con un objetivo ético: el americanismo literario ha sido su particular ideología hegemónica que postulaba y apelaba a la unidad cultural latinoamericana. Finalmente, la modernidad cultural ha constituido su sistema de equivalencia discursiva y tuvo la suficiente flexibilidad en su economía representacional como para admitir la coexistencia, no siempre pacífica, de todas las variantes y los periodos de la crítica literaria hispanoame‑ricana. Nuestros intelectuales culturales han metamorfoseado la modernidad metropolitana en una modernidad regional la‑tinoamericana e inevitablemente se han alimentado de aporías impertinentes cuyas encrucijadas arrastran como deslumbra‑miento pero también como condena.

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Si es cierto que la historicidad de un momento dado consti‑tuye la frontera de desarrollo de cualquier grupo social, ¿pudo el poder de la palabra, al estructurar su territorio discursivo, al fundar fronteras para contener el desborde imaginario, denun‑ciar también su vocación totalitaria, y hacer de la crisis, por consiguiente, su modo de existencia? ¿Tuvo conciencia de sus límites?

Nuestros críticos estuvieron obligados a persistir en la duda como vocación, aunque haya sido sólo en la reiteración de al‑gún lapsus linguae y a pesar de fabricar cánones, producir he‑gemonías discursivas y legislar legibilidades. Si subvertir a la hegemonía desde dentro condena al discurso a una narrativa siempre ‘insurreccional y transgresora’, criticarla desde fuera obliga a elaborar otra narrativa de ‘vacíos y ausencias’, de puras ‘diferencias’. ¿Acaso no puede concebirse una narrativa con‑trahegemónica que desde dentro de la hegemonía construya su alteridad heterogénea; acaso la subalternidad y la periferia no tienen su propia historia y su propia palabra que permiten fundar una teoría regional sin caer en el parasitismo?

posiblemente la lección más importante que puede extraerse de nuestros fundadores discursivos sea que han logrado asumir las encrucijadas de la modernidad regional que inventaron sin haber domesticado sus inconsistencias. A pesar de posiciones críticas distintas, nuestros críticos modernos han construido y practicado la noción de responsabilidad institucional y social del crítico; reinscribieron la práctica social dentro de la insti‑tución crítica y conformaron la institucionalidad importando ciertas aporías sociales. Ha sido esta constante crisis de tener que reescribir permanentemente sus propias condiciones de existencia, de metamorfosear la autonomía cultural en discurso político sin resignar su distancia crítica, lo que se ha convertido en condición de su posibilidad. pero ese también es su límite. Han sido maestros en el arte de subsumir la crítica literaria en la política cultural; esta lógica de inmersión los ha atrapado en

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visiones de árboles y bosques alfabéticos modernos, como si no existieran otros territorios discursivos todavía no colonizados por el poder de su palabra.

¿Es posible, ahora, desconstruir críticamente ese discurso ya oficial hablando desde su propia regionalidad contradictoria sin caer en un escrutinio humanista que observa paternal y/o parricidamente desde algún inimaginable afuera? Si no se relativiza la categoría de centralidad cultural dadas las múlti‑ples posiciones de sujeto que pueden describirse en la organi‑zación social, no existe posibilidad de plantear un reencuentro más fecundo entre teoría y práctica dentro de nuestra región. pues aunque nuestros fundadores discursivos, incluso en sus momentos más tristes, no se arrodillaron para formar parte de “uno de las más siniestros fenómenos de la historia intelectual que es el esquivar lo concreto”,141 no puede ignorarse que cuan‑do representan nuestra literatura se autorrepresentan ‘transpa‑rentemente’; como si su particular representación no estuviera pasando a través de su propia —subjetiva, retórica, ideológi‑ca— permeabilidad cultural. Como si no ocultaran nada; como si no escondieran, ellos también, sus preferencias; como si no tuvieran secretos; como si fueran la voz de un pensamiento crí‑tico permanente. porque una cosa es hacer legible al texto y otra pretender representarlo, hablar por él. Señalar lo que nues‑tra cultura rehúsa decir, fue su tarea; imaginar lo que la litera‑tura no podía decir, fue su exceso: hicieron de la representación una ideología y una retórica. Si la alteridad es inalcanzable dis‑cursivamente se convierte en ontológica; la sustitución retórica tiene que operar como persuasión ideológica para cubrir el va‑cío entre las condiciones de existencia y las condiciones de visi‑bilidad. pero si la alteridad no es inalcanzable, el discurso opera al mismo tiempo como ideología y como retórica. La función de la crítica, sería, entonces, no proceder a la legibilidad de la

141 Elias Canetti, The Conscience of Words (New york: The Continuum publis‑hing Corp., 1984): 14.

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retórica como ideología o viceversa, sino restaurar la práctica política del discurso: postular una particular economía repre‑sentacional con operaciones retóricas y objetivos ideológicos.

El poder de su palabra ha fundado nuestra representación enfatizando nuestra intraducibilidad y constituyendo nuestra legibilidad. Los sedimentos de su política representacional han conformado el mapa cultural de cada palabra. Ese fue su hori‑zonte. Ahora es nuestra frontera. No podemos sino heredar la regionalidad construida, movernos entre la subalternidad peri‑férica y la diferencia de nuestra alteridad. pero quizá podremos, gracias a la obra de los fundadores, ya no vivir fijados en esta heredada encrucijada colonial y moderna. Quizá podremos ha‑blar, con los otros, desde nosotros mismos. Quizá podremos hacernos preguntas nuevas.

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141

ANEXO

(Este anexo tiene exclusivamente como objeti‑vo ilustrar la afirmación inicial del poder de las políticas culturales y de la consiguiente unidad contradictoria de la literatura y la crítica literaria latinoamericana moderna)

Sobre que los sacristanes y fiscales de las doctrinas sepan explicar a los indios la lengua castellana

A los Arzobispos y Obispos de las iglesias metropolitanas y catedrales de las provincias de la Nueva España, Guadalajara, Guatemala, Islas Filipinas y de barlovento, que ordenen a los curas doctrineros de sus diócesis, que los sacristanes y fiscales que pusieren en sus curatos y doctrinas hayan de saber explicar la len‑gua castellana y enseñarla a leer y escribir a los indios muchachos, para el efecto y la en forma que se les encarga.

16 de febrero de 1688El Rey

por cuanto la ley quinta, título trece, libro primero de la nueva Recopilación de las Indias, se dispone que todos los Arzobispos y Obispos de las Iglesias de las Indias, den orden en sus diócesis a los curas y doctrineros para que usando de los medios más suaves dispongan y encaminen que a todos los indios sea enseñada la lengua española y en ella la doctrina cristiana, para que se hagan más capaces de los misterios de Nuestra Santa Fe Católica, aprovechen para su salvación y consigan otras utilidades en su gobierno y modo de vivir; y

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por otra ley, que es la diez y ocho, título primero, del libro sex‑to, se manda que a los indios se les pongan escuelas y maestros que enseñen la lengua castellana a los que voluntariamente la quisieren aprender como les sea de menos molestia y sin cos‑ta; pareciendo que esto lo podrían hacer bien los sacristanes de las iglesias, como en las laderas de estos reinos enseñan a leer y escribir y la doctrina cristiana; y habiéndose consi‑derado en mi Consejo Real de las Indias, cuanto convenía que esto se observase precisa e inviolablemente, por haberse discurrido ser el medio más eficaz para desterrar las idolatrías, en que por la mayor parte incurren ahora los indios, como lo hacían al principio de las conversiones, consiguiéndose tam‑bién que por este medio cesasen en el todo o en la mayor parte las vejaciones que con ellos se ejercitan, pudiéndose quejar los indios a los superiores por sí mismos sin valerse de los intér‑pretes, que cohechados truecan la traducción; resolví orde‑nar y mandar (como lo hice) por cédula de veinte de Junio de mil seiscientos y ochenta y seis, a mis Virreyes, presidentes, Gobernadores, corregidores y alcaldes mayores, que eran y fuesen de todas las provincias de la Nueva España, Guatemala, Guadalajara, islas Filipinas, y de barlovento, y rogué y encar‑gué a los Arzobispos y Obispos de las iglesias metropolita‑nas y catedrales de ellas, que cada uno por la parte que le tocare cuidase precisa y puntualmente de la observancia de las leyes arriba citadas, haciéndolas poner luego en ejecución indispensablemente sin réplica, ni interpretación alguna, a fin de que los indios supiesen la lengua castellana y empezasen desde luego a aprenderla, en que encargué a los unos y a los otros pusiesen especial cuidado y que me diesen cuenta de lo que en su ejecución y cumplimiento obrasen y resultase. y ahora el Arzobispo de la Iglesia Metropolitana de la ciudad de Méjico, en carta de primero de Diciembre del año pasado de mil seiscientos y ochenta y seis, avisa del recibo de la cédu‑la citada, diciendo que lo que se ofrece representarme sobre esta materia es, que los fiscales y sacristanes de las iglesias de

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doctrinas y beneficios son indios, por ser la mayor parte de administración de las lenguas nativas que en cada doctrina o beneficio se hablan, por no haber casi españoles en dichas doctrinas y beneficios, y los fiscales son los que enseñan la Doctrina cristiana a los niños y que dado caso que haya es‑pañoles éstos dificultan tener escuela sin que se les señale estipendio y que los indios son tan pobres que no tienen con qué contribuir a pagar al maestro que enseña a sus hijos, y que para que tuviese debido cumplimiento el orden dado fuese servido declarar de qué efectos había de salir la paga para los maestros y mandar a los alcaldes y corregidores que obligasen a los padres de los niños a que los envíen a la es‑cuela, por cuanto los indios no se inclinan a hablar la lengua española y aunque muchos la saben no usan de ella como lo había experimentado en las tres visitas que había hecho de su arzobispado.

y el Obispo de la iglesia catedral de la ciudad de Valladolid de Mechoacán, en otra carta de veinte y uno del mismo mes de Diciembre y año de mil seiscientos y ochenta y seis, re‑fiere facilitará cuando esté de su parte el cumplimiento de esta orden no obstante reconocer alguna dificultad. y vista la representación de ambos prelados en mi Consejo Real de las Indias, con la cédula citada de veinte de Junio del año de mil seiscientos y ochenta y seis y lo que sobre todo pidió mi Fiscal, y considerándose que estando en costumbre y estilo que los curas doctrineros ponen sacristanos y fiscales en las doctrinas para el fin de que les ayuden a enseñar a los indios la doctrina cristiana cuya enseñanza es de la única obligación de los curas doctrineros; he resuelto rogar y encargar (como por la presente lo hago) a los Arzobispos y Obispos de las iglesias metropolitanas y catedrales de todas las provincias de la Nueva España, Guadalajara, Guatemala, islas Filipinas y de barlovento, que cada uno por la parte que le toca luego que reciban este despacho, ordenen a los curas doctrineros de sus distritos y jurisdicciones que precisamente los sacristanes

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y fiscales que pusieren y actualmente tuvieren en las doctrinas de su cargo para que les ayuden a enseñar a los indios la doc‑trina cristiana, los que así tuvieren y pusieren hayan de tener la calidad de saber entender y explicar muy bien el idioma y la lengua castellana si el tal sacristán fuere indio, y que sea de la obligación de los curas doctrineros de todos los curatos y par‑tidos de los dichos arzobispados, el que los fiscales y sacrista‑nes hayan de enseñar a leer y escribir a los indios muchachos la lengua castellana, con cuyo medio y disposición espero se conseguirá el que los naturales indios la aprendan y sepan ge‑neralmente, lo que tanto conviene así para el importante fin de la mejor inteligencia de los misterios de nuestra Santa Fe Católica como para la sociedad y comunicación con los espa‑ñoles, teniendo entendido los dichos curas doctrineros que de no cumplirlo y ejecutarlo así le será grave cargo de residencia en las visitas que los arzobispos y obispos tomaren de la for‑ma con que cumplen en el servicio y ministerio de sus doc‑trinas y curatos de que se previene a los dichos Arzobispos y Obispos para que en este punto les tomen estrecha cuenta y de esta forma tenga efectivo cumplimiento todo lo expresado en este despacho y en el que va citado de veinte de Junio de mil seiscientos y ochenta y seis, encargándoles (como lo hago) me den cuenta en todas las ocasiones que se ofreciesen de ha‑ber ordenado lo que les encargo a todos los curas doctrineros de su diócesis, y d e haberlos puesto éstos en práctica y obser‑vancia, y del aprovechamiento que de ello fuere resultando en los indios muchachos en cumplimiento de lo dispuesto por las leyes que van expresadas, por ser tan importante para el fin que se formaron y tan del servicio de Dios y mío, que en ello me harán muy agradable servicio. Fecha en Madrid, a diez y seis de Febrero de mil seiscientos y ochenta y ocho años. yo el Rey. por mandado del Rey nuestro Señor. Don Antonio Ortiz de Otalora. Señalada del Consejo.

En esta conformidad, hoy día de la fecha, se escribieron los despachos necesarios para todos los Arzobispos y Obispos

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del distrito de esta Secretaría y cita la cédula que queda sentada.

Esta cédula real de 1688 dio origen a las siguientes donde se extendía la orden a los virreyes y arzobispos de toda la colonia:

• 10 de mayo de 1770• 28 de noviembre de 1772• 24 de noviembre de 1774• 28 de enero de 1778• 5 de noviembre de 1782.

La cédula real de 1688 correspondiente a Carlos II ha sido transcrita siguiendo la versión proporcionada por Antonio Muro Orejón, Cedulario Americano del siglo XVIII vol. 1 ( S e v i l l a : Escuela de Estudios Hispano‑Americanos, 1956) 319‑22.

La nómina de las cédulas posteriores ha sido tomada de Juan Joseph Matraya y R i c c i , Catálogo cronológico de las pragmáticas, cédulas, decretos, órdenes y resoluciones reales ge-nerales emanados después de la recopilación de las Leyes de Indias (buenos Aires: Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1978).

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REVISTAS:

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íNDICE

Ensayos de entrada 7

Umbral de la academia 27

La fundación del canon Pedro Henríquez Ureña 39

La fundación de la teoría Alfonso Reyes 50

La fundación de la crítica José Carlos Mariátegui 62

El canon de la modernidad Ángel Rama 72

La teoría de la modernidad Octavio Paz 85

La crítica de la modernidad Roberto Fernández Retamar 98

La modernidad y la crítica literaria hispanoamericana 110

Las encrucijadas de la modernidad regional 135

Anexo 143

bibliografía 148

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COLOFÓNEste libro se terminó de imprimir

en los talleres de productora Gráfica Andros Ltda.

en noviembre de 2007.