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Cuentos para dormir
Luis Rafael
A mis hijos Luis Onelio y Rafael Felipe,
que inspiraron estos cuentos
La Rana y los dos mosquitos
Una rana salió de su piedra y se puso a cantar:
—Crua crua
Un mosquito pasó cerca de ella zumbando:
—Zumz zumz
La rana estiró el cuello y
—¡Up! –se lo tragó.
El mosquito, que era muy distraído, siguió su vuelo como si nada.
—Zumz zumz –zumbaba viajando por el estómago oscuro.
—Crua zumz crua zumz –dijo la rana y se percató de que el mosquito no la dejaría
cantar a gusto.
“¿Cómo me libro de él?”, pensó.
Y tuvo una idea brillante...
—Crua zumz crua zumz –decía saltando hasta el charco más próximo.
Acercándose al agua, la rana abrió su gran boca y
—Glu glu glu glu glu glu –no paró hasta secar el charco.
—Glu zumz glu zumz –zumbaba el mosquito a punto de ahogarse dentro de la
barriga de la rana.
Pero tuvo una idea brillante...
—Glu zumz, ¡pic!
Clavó su aguijón en el estómago inundado.
—¡Ay, crua!
Tanto tanto dolió su picada, que la rana orinó toda el agua...
—Zumz zumz –zumbó el mosquito su victoria, volando cómodamente dentro de la
barriga de la rana.
Pero ella estaba furiosa, así que
—¡Up! –se tragó a una mosquita que por allí pasaba.
—Zimz zimz –zumbó la mosquita dentro del estómago de la rana.
—Zumz zumz –respondió el mosquito, alegrándose de tener compañía.
—Crua crua zimz zum –protestó la rana— ¡Es el colmo! Ni cantar como debo me
dejan estos mosquitos majaderos.
Y comenzó a saltar para que los mosquitos se callaran.
Pero la mosquita tuvo una idea brillante...
—Zimz zimz –susurró al oído de su amigo el mosquito.
—¡Zumz zumz! –aprobó él, entusiasmado con el plan de su compañera.
Cuando la rana estaba más concentrada de su salto, imaginando que era una gran
acróbata...
—¡Pic!
—¡Pic!
Al mismo tiempo la picaron los dos mosquitos.
—¡¡Ay, crua!!
Tanto tanto dolió la doble picada que una corriente gaseosa, apestosa y sonora,
escapó del estómago de la rana... Y con ella los dos mosquitos.
—Zumz zumz. ¡Al fin libres! –dijo el mosquito.
—Zimz zimz –zumbó alegremente la mosquita.
Y se fueron volando juntos como novios.
—Crua crua. ¡Nunca más me como un mosquito! –dijo la rana y siguió su camino,
saltando y croando de lo más feliz.
Un Pollito
Un huevo salió rodando de su nido y rodó y rodó hasta topar con un gato que
estaba durmiendo.
La punta del huevo se rompió y del cascarón roto brotaron un piquito, dos ojos
brillantes, una cabeza amarilla, dos alitas de plumón fino y las patas de un pollito.
—Miau —dijo el gato.
—Miau —respondió el pollito
El gato dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres un gato —le dijo—. ¡Vete de aquí!
El pollito se fue, camina que camina, hasta que encontró a un perro.
—Jau —dijo el perro.
—Jau —respondió el pollito.
El perro dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres un perro —le dijo—. ¡Vete de aquí!
El pollito se fue, camina que camina, hasta que encontró a un chivo.
—Bee —dijo el chivo.
—Bee —respondió el pollito.
El chivo dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres un chivo —le dijo—. ¡Vete de aquí!
El pollito se fue, camina que camina, hasta que encontró a una vaca.
—Muu —dijo la vaca.
—Muu —respondió el pollito.
La vaca dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres una vaca —le dijo—. ¡Vete de aquí!
El pollito se fue, camina que camina, hasta que encontró a una pata con sus
paticos.
—Cuac —dijo la pata.
—Cuac —respondió el pollito.
La pata dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres un pato —le dijo—. ¡Vete de aquí!
Pero el pollito le contestó:
—¡Yo si soy un pato porque tengo piquito y alitas y paticas igual que ustedes!
La pata no supo qué responder y continuó su camino con sus hijos. Detrás, camina
que camina, los siguió el pollito.
La pata y sus paticos comieron lombrices entre las piedras.
Y también el pollito.
La pata y sus paticos tomaron el sol entre las yerbas.
Y también el pollito.
La pata y sus paticos se metieron en el estanque.
Y también el pollito.
...Pero él no podía nadar como ellos:
—Glu glu glu glu... ¡Socorro! Glu glu glu glu... ¡Me ahogo! —gritó el pollito.
La pata y sus paticos lo sacaron del agua, mojado y alicaído.
Enseguida pasó por allí una gallina con sus pollitos.
—Cocococó —dijo la gallina.
—Cocococó —respondió el pollito.
La gallina dio un salto de asombro.
—No, no, tú no eres una gallina —le dijo—. ¡Tú eres un pollito!
—Pío, pío —decían sus hermanitos.
El gato maulló.
El perro ladró.
El chivo berreó.
La vaca mugió.
La pata y los paticos graznaron.
Era tal la algarabía que el gallo, subiéndose a la cerca del corral, impuso silencio:
—¡Kikirikí! ¡Kikirikí! —cantó estirando el cuello como una melodiosa flauta.
—Ya vez —advirtió la gallina—, así de fuerte cantarás cuando crezcas.
Entonces el pollito se alegró de ser quien era, porque de pequeño haría "pío, pío"
como sus hermanitos y cuando fuera un gallo de coronada cresta, deslumbraría a
todos con su hermoso "kikirikí".
La Gallina picona
Erase una gallina grifa, de plumas erizadas, malacara, malcriada, malgeniosa y
malhumorada. No tenía amigos porque a todos desagradaba. No se reía porque
siempre estaba brava.
Las demás aves del corral evitaban su presencia no fuera a ser que salieran con un
picotazo como los pollones y los pollitos, a quienes la malvada no perdía
oportunidad para castigar por el más mínimo motivo con su afilado pico.
Una tarde persiguió por todo el gallinero a un pollito que se había tropezado con
ella sin querer y no descansó hasta capturarlo y propinarle un par de picotazos.
—¡Gallina Picona! —exclamó el pobrecito y se fue llorando a refugiar entre las
plumas de su mamá.
Desde entonces en el corral la llamaban “gallina Picona”, a sus espaldas, claro está,
porque nadie quería buscarse una bronca. ¡Hasta el gallo hace tiempo se hacía el
de la vista gorda para no tener que fajarse con ella!
—¡Gallina Picona!
—¡Gallina picoooona!
Gritaban las pollonas y los pollitos, escondidos tras las raíces de los árboles o entre
las piedras, en venganza por los tantísimos sustos que les había propinado. Pero a
la Picona parecía no importarle lo que pensaran sobre ella y se pavoneaba con sus
plumas erizadas y su afilado pico pintiparado y bien preparado para agredir a quien
osara aproximársele.
Un polloncito a quien apenas se le anunciaba la cresta, andaba tras un gusano que
se había desgajado de la mata de limones y tuvo la mala suerte de pisar una pata a
la gallina Picona.
—¡Ahora vas a ver! —cacareó engrifando su plumaje y la emprendió contra el joven
pollo, que terminó huyendo.
El gusanito no conocía a la Picona, por eso le dijo:
—¡Gracias por defenderme!
—¿Por qué? ¿Pretendes hacerme pasar por guanaja para que no te coma? ¡Ahora
vas a ver!
En cambio, el gusanito corrió a subirse por el tronco de la mata de limones y la
Picona no pudo alcanzarlo. Desde su refugio en lo alto de una rama, el gusanito le
dijo:
—¡Eres una maleducada! —y enseguida agregó para enfurecerla—: Jamás me
dejaría comer por ti, gallina grifa, plumierizada, malacara, malcriada, malgeniosa y
malhumorada.
—¡Ahora vas a veeeeer! —gritó la Picona pegando un salto, pero no logró atraparlo.
Entonces escuchó mil risas y comentarios a su espalda:
—¡Ja, ja, un gusanito se burló de la Picona!
—¡La gallina Picona que dice poder más que el gallo no logró cazar un simple
gusanito!
No, qué va, ella no podía perder su prestigio de mala—mala por culpa de un
chiquitín tan chiquilín como el gusanito...
—¡Aquí me quedaré de guardia hasta que bajes y te comeré! —exclamó para que la
escucharan y enseguida volvieron a hacer silencio.
¿Cuánto demoraría el gusanito en caer del árbol directo en el pico de la Picona?
¿Cómo un ser tan insignificante se atrevía a desafiar a la terrible gallina? Incluso el
gallo estaba interesado en el desenlace del desafío...
La Picona demostró que era de armas tomar, porque no se movió de su sitio ni
siquiera cuando echaron el maíz en el gallinero. Tampoco pegó un ojo esa noche. Si
se dormía o acudía al comedero, corría el riesgo de que el gusanito escapara. ¡Ella
no se dejaría derrotar y menos engañar por un bicho tan pero tan contestón!
Entretanto, era grande el alborozo de las aves de corral porque al fin podían
pasearse por el gallinero en paz. Los pollitos estaban contentísimos de comer sin el
peligro de recibir un golpe por cualquier motivo. Hasta el gallo cantaba más fuerte
sabiendo a la Picona busca pleitos inmóvil bajo el árbol, vigilando a su presa.
El gusanito había construido una casa con hojas del limonero y llevaba días sin
dejarse ver. Pero la gallina continuaba vigilante, segura de que se trataría de una
treta para engañarla. “¡Pobre gusanillo, piensa que escondiéndose hará que me
olvide de él! De aquí no me muevo hasta comérmelo enterito. Voy a cacarear para
que acudan todos y me vean devorarlo de un solo bocado.”
Sin embargo, pasaron los días y la Picona fue debilitándose por estar tanto tiempo
sin dormir y sin comer. Debajo de su plumaje grifo sentía que disminuían las carnes
y hasta que sus huesos se iban consumiendo lentamente. Pero no era de las que se
rinden y soportó impávida hasta el mañana en que la casa de hojas se fue
abriendo...
Creció la expectación en el gallinero. Nadie quería perderse el desenlace del duelo
entre la gallina y el gusanito. ¡Había llegado el gran día y la Picona sonrió pensando
en su victoria!
Por fin, al suelo cayó la marchita casa de hojas y unas alas llenas de color se
agitaron entorno del delgado cuerpo del gusanito. ¡Qué gran sorpresa! ¡Se había
transformado en mariposa para escapar por los aires!
En cambio, la Picona no estaba dispuesta a perder. ¡Sí, lo alcanzaría, se lo comería
con alas y todo!
Reuniendo las fuerzas que le daba su orgullo, pegó un salto enorme, grandísimo,
sobrenatural, con el pico abierto para tragarse al fugitivo... Pero el aire la infló
como a un globo y fue suficiente la brisa salida del aleteo de la mariposa para
impulsarla de nuevo hacia la tierra.
“¡Poom!”, explotó al caer sobre las piedras. En medio de una lluvia de plumas
erizadas, las aves del corral vieron al gusanito convertido en mariposa alejándose
por los caminos del aire, lleno de luz y color, y victorioso.
El Pajarito solitario
Un torno de una fuente de cristalinas aguas, crecía un jardín rebosante de rosales,
margaritas, jazmines y amapolas. Allí vivía un pajarito muy pequeño, de alas
zumbates y largo y puntiagudo pico. Habría permanecido siempre alimentándose
del suave néctar de las flores, embrujado por el aroma de las plantas, pero cada
vez se entristecía más porque entre tantas maravillas como lo rodeaban, no
encontraba nada igual o siquiera semejante a él.
Un día intentó tocar su propio reflejo y casi se ahoga dentro de la fuente. Con las
plumas enchumbadas de agua y el corazón angustiado por la soledad, tomó la
determinación de abandonar su paraíso en busca de compañía.
Volando y volando, poco a poco se alejó del jardín y llegó hasta una arboleda donde
retozaban los gorriones. Emocionado por su descubrimiento, dijo:
—¡Al fin encuentro alguien como yo! Soy como ustedes.
Los gorriones hicieron silencio y lo observaron un instante.
—¡No, qué vas a ser como nosotros!
—Quizás no exactamente como ustedes, pero sí semejante...
—¡Qué va! Eres tan pequeño y tienes unas alas tan frágiles que más bien pareces
una mariposa! Sí, eso debes ser. Anda, no te desanimes, cerca de aquí existe un
lugar donde podrás encontrarlas.
Guiado por los gorriones, el pajarito llegó a un jardín donde había tantas mariposas
como flores.
Asombrado ante aquella belleza movediza y colorida, apenas susurró:
—Dicen los gorriones que soy una mariposa...
—¿Cómo? ¡Qué ocurrencia!
—Si no igual, por lo menos debo ser semejante a ustedes —afirmó sin
desanimarse.
—¿Cuándo se ha visto una mariposa tan grande, con plumas y pico? Tú debes ser
un águila. Anda, no te desanimes, vuela hasta las nubes. Allá en lo alto, donde
jamás podría llegar una de nosotras encontrarás a quienes son como tú.
Haciendo un tremendo esfuerzo, el pajarito agitó sus alas y no se dejó vencer por
la fuerza del viento ni se amilanó ante el mareo. En lo alto del cielo se topó con un
águila de grandes alas y pico amenazante.
—Dicen las mariposas que soy un águila.
—¡Ja, ja, ja, ja! —rió la enorme ave.
—¿Por lo menos somos semejantes?
—Anda, aléjate si no quieres que te coma.
El pajarito huyó atemorizado y no se detuvo hasta que se sitió fuera de peligro,
oculto debajo de las ramas de un naranjo en flor. Todavía tenía el corazón
galopando por el susto cuando vio aparecer un ave pequeña y delicada, de pico
largo y alas zumbantes, que le pareció su propio reflejo.
—¿Será posible? ¡Eres igual que yo! ¿O seré yo igual que tú? —exclamó confundido
por la emoción.
—No somos iguales, sino parecidos...
—¿Parecidos? ¡Jamás vi alguien tan idéntico a mí mismo! Eres como mi reflejo
escapado de la fuente.
—Sí, ya sé que tenemos el mismo piquito largo, el mismo plumaje suave, las
mismas alas zumbantes. Pero hay algo que nos diferencia.
—¿Qué nos diferencia?
—¡Qué tú eres machito y yo hembra! —dijo riendo la hermosa pajarita.
¡Qué alegres estaban por haberse encontrado! Porque también ella buscaba alguien
igual o semejante. Jugaron y jugaron hasta que se convirtieron en buenos amigos.
Después, acordaron hacerse novios y construyeron un nido de paja en una rama
del naranjo.
Como ya tenían casa, se casaron y la pajarita puso dos pequeños huevos que
cuidaron juntos hasta que se rompieron.
¿Sabes qué tenían dentro? Pues nada menos que dos pajaritos como ellos, claro
que más chiquitines. Pronto hubo tantos iguales, de largo pico y alas zumbantes,
que nunca más se sintieron solos.
Como agitan incansablemente sus alas haciendo zun-zun zun-zun, el nombre que
se le ha dado al pajarito de este cuento es zunzún; y los zunzunes son una especie
de colibrí, una de las aves más pequeñas del mundo.
El Gato y la luna
Un gato comilón descubrió la luna en el
cielo y dijo:
—¡Qué enorme queso! ¡Si pudiera
cogerlo tendría comida para todo un
año!
Y animado por el ronronear de sus
tripas, pensó:
—Construiré una escalera alta como una
palma.
Dicho y hecho.
En cuanto se hizo de noche y apareció la
luna en el cielo, alzó su escalera y, uno,
dos, tres, cuatro, fue subiendo cada uno
de los escalones, pero...
—¡AAAAh —se estiró—, no alcanzo!
Un perro que por allí pasaba, le dijo:
—Esa escalera no llega a donde está la
luna. Para alcanzarla necesitarás una que sea el doble de alta.
Dicho y hecho.
Animado por el consejo del perro, el gato construyó una escalera el doble de alta.
En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en el cielo, alzó su escalera y, uno,
dos, tres, cuatro, fue subiendo cada uno de los escalones, pero...
—¡AAAAh —se estiró—, no alcanzo!
Un ratón que por allí pasaba, le dijo:
—Esa escalera no llega a donde está la luna. Para alcanzarla necesitarás una que
sea el doble de alta.
Dicho y hecho.
Animado por el consejo del ratón, el gato construyó una escalera el doble de alta.
En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en el cielo, alzó su escalera y, uno,
dos, tres, cuatro, fue subiendo cada uno de los escalones, pero...
—¡AAAAh —se estiro—, no alcanzo!
Y la historia se habría repetido si no fuera porque el gato, impaciente por calmar el
ronroneo de sus tripas, fue en busca del consejo de la sabia lechuza.
—Ninguna escalera te servirá para llegar hasta la luna —aseguró la lechuza—. La
solución es construir una nave espacial.
Dicho y hecho.
Animado por el sabio consejo de la lechuza, el gato construyó una nave espacial.
En cuanto se hizo de noche y apareció la luna en el cielo, se puso el cinturón de
seguridad y despegó en un largo vuelo a través del firmamento, entre brillantes
estrellas y oscuros nubarrones.
—¡Luna, luna! ¡Atiéndeme que debo decirte algo importante!
Este que llama a la luna es un niño, quizás tú mismo que has estado vigilando al
gato comilón sin que él se diera cuenta.
—¿Qué quieres? —responde ella iluminándote el rostro.
—Luna, un gato con mucha hambre te confunde con un gran queso y quiere
comerte. Primero hizo una escalera y no te alcanzó, luego otra el doble de grande y
tampoco fue suficiente. Pero ahora viaja en una nave espacial.
—¡Qué miedo! ¿Y ahora qué hago?
—No sé. Quizás esconderte...
Y la luna se ocultó detrás de un nubarrón cargado de lluvias y espeso como noche
sin estrellas.
Justo en ese momento pasaba junto a ella el gato, pero no pudo verla y siguió
directo hasta la Vía Láctea.
¡Chas!, salpicó la nave espacial al caer en medio de su río infinito, y los bigotes del
gato se llenaron de blanca leche.
—¡Qué rica, qué sabrosa, qué fabulosa, leche pura! —exclamó el gato y enseguida
se bebió media Vía Láctea.
Pero, la leche continuaba fluyendo y apenas podía notarse alguna disminución en el
blanco y luminoso caudal. De manera que el gato engordó y se hizo un sedentario
que ya no pensaba en construir escaleras o naves espaciales para alcanzar a la
luna.
Sin embargo, ella había pasado tal susto que, por previsión, todavía suele ocultarse
de vez en cuando detrás de algún que otro nubarrón oscuro, para despistar a gatos
comilones con vocación de astronautas.
Otra cosa, cuando vayas de paseo de noche, verás que la luna te acompaña
prestándote su luz para que no pierdas el camino. De este modo te agradece por
haberla salvado del gato comilón que la confundía con un enorme queso.
El Tractorcito holgazán
—¡Holgazán! ¡No eres más que un holgazán! —gritó furioso el campesino ante la
negativa del tractorcito a trabajar.
Apenas le ponía las dos grandes ruedas de hierro de fanguear el arroz, el tractorcito
protestaba:
—¡No vayas a meterme en el fango, porque me enferma!
Y huía de los diques anegados donde el campesino pensaba sembrar el arroz, si
hubiera podido preparar la tierra...
Otras veces, con el despuntar del sol entre las palmas, el campesino intentaba
conducir al tractorcito a su finca para surcar la tierra, pero en cuanto veía el campo
donde la brisa de la mañana arremolina el polvo, frenando en seco replicaba:
—¡No vayas a meterme en el polvo, porque me enferma!
Y huía del rectángulo de tierra enyerbada, donde el campesino pensaba cosechar
hermosos tomates, si hubiera podido hacer los surcos para sembrarlos...
De manera que un día, cansado de las negativas del tractorcito, el campesino le
dijo:
—¡Holgazán! ¡No eres más que un holgazán!
Y por primera vez no hizo caso de sus advertencias y súplicas.
Obligó al tractorcito a surcar la tierra, a pesar de los estornudos que le producía el
polvo. Luego, sin dejarlo descansar ni un poco, lo hizo entrar en el dique lleno de
agua preparado para sembrar el arroz. El fango subía en torbellinos a través de las
ruedas y salpicó todo el tractorcito, tanto que parecía cubierto por un camuflaje del
color de la tierra.
—¡Al fin te hice trabajar! —exclamó el campesino satisfecho, cuando la luz
comenzaba a escurrirse entre las nubes doradas del horizonte.
Sin embargo, el tractorcito continuaba con los estornudos y de pronto comenzó a
temblar y a temblar.
—¿Qué te pasa? —preguntó el campesino.
—Tengo ¡achus! mucho frío ¡achus! —respondió él estornudando y cada vez con
más temblores.
Enseguida el campesino fue en busca de un doctor, el mejor mecánico de la región.
El doctor de los tractores, en cuanto lo examinó, dijo:
—Está muy enfermo.... Tiene fiebre... Manténgalo seco y protegido del polvo. ¡El
tractorcito es alérgico y le hacen daño el polvo y al fango!
¡Entonces no era holgazán como pensaba el campesino sino alérgico!
Una semana estuvo convaleciente, envuelvo en colchas y sin poder moverse, junto
a un ceibo enorme que lo protegía del sereno de la noche.
Al cabo de este tiempo, los temblores producidos por la fiebre desaparecieron, pero
el tractorcito continuaba enfermo... Sí, enfermo de tristeza, porque él deseaba ser
útil y no veía cómo, si era alérgico al polvo y al fango, ambos inevitables en el
campo. ¿Para qué podía servir entonces?
—¡Compro pareja de caballos! ¿Tiene usted aunque sea un caballo que pueda
venderme para alegrar a los niños? Es que se pasan el día viendo el televisor,
encerrados en sus casas, y quiero construir un coche para llevarlos de paseo por las
calles del pueblo —explicó un viejecito de bigotes largos y torcidos que semejaban
el timón de una bicicleta.
—¡Lo siento, pero no tengo caballos! Creo que no podré ayudarlo —aseguró el
campesino pero viendo la cara de angustia del tractorcito se le ocurrió una
magnífica idea: —Dígame una cosa, amigo mío, ¿tiene usted licencia de
conducción?
—¡Sí, soy un chofer muy responsable!
—Pues entonces creo que podré ayudarlo. ¡Juntos vamos a dar una gran sorpresa a
los niños!
El campesino y el viejecito de los grandes bigotes, pusieron manos a la obra...
¡Qué regalo tan especial! Los niños saltaban de tan alegres, impacientes por subirse
al cómodo y hermoso coche que habían construido para llevarlos de paseo. ¿Y
sabes quién tiraba de él? Pues sí, el tractorcito, reluciente con su pintura fresca.
Tenía dibujados dos girasoles en las ruedas y enredaderas y flores silvestres en la
carrocería. También el coche donde iban los niños estaba primorosamente decorado
y tenía bolsitas con caramelos y monigotes que giraban con la brisa en cuanto el
tractorcito echaba a andar.
Ahí va, alegre de ser útil por fin, feliz porque hace felices a los niños que antes se
aburrían encerrados en sus casas. Y a nadie se le ocurriría confundirlo con un
holgazán porque jamás se detiene a descansar. ¡Tantos niños esperan por el
tractorcito para dar un maravilloso paseo por los parques y calles del pueblo!
El Abuelo reloj
¿Cuántos años tenía el abuelo reloj? Seguramente muchos, porque todos los
habitantes del pueblo lo habían visto desde siempre en lo alto del campanario,
señalando el avance del tiempo.
El abuelo reloj dejaba escuchar su ¡tan tan tan tan tan tan! marcando las seis de la
mañana y la gente se levantaba de sus camas disponiéndose a salir hacia el trabajo
o a la escuela. Las doce campanadas del mediodía, les avisaban que era hora de
almorzar… Y así, el pueblo vivía atento a los llamados del viejísimo y útil reloj.
Una mañana escucharon crecer el canto de los gallos, el bullicio de los gorriones y
nada del tañido del abuelo reloj. Alguna gente no sabía se levantarse de la cama o
seguir entre las sábanas esperando el llamado. El sol trepaba el firmamento y hace
tiempo que el reloj tendría que haber sonado sus campanadas matutinas.
La vida en el pueblo se paralizó. A lo largo de la mañana la gente se fue reuniendo
en la plaza con preocupación y contemplaba los bigotes inmóviles del abuelo reloj.
¿Se había detenido el tiempo? ¿No transcurrirían más los segundos, los minutos, las
horas, los días? Era algo bien alarmante, ya que el reloj permanecía quieto y
silencioso.
—¿Se murió el abuelo reloj? —preguntó un niño y pronto todos discutían qué sería
del pueblo sin él.
Al cabo de mucho debate, concluyeron que el reloj estaba roto; sí, roto y por eso
debían encontrar el modo de repararlo.
—Propongo que me permitan arreglarlo. Con un par de golpes sobre mi yunque
echará a andar —dijo el herrero con el mejor de los ánimos, pero estaban seguros
de que no era buena idea componer al abuelo reloj como si se tratara de un hierro
torcido. No, desaprobaron su propuesta.
—Propongo que me permitan arreglarlo. Lo bajaré del campanario y le daré medio
día de calor en mi horno, para que se recupere —dijo el panadero con el mejor de
los ánimos, pero estaban seguros de que no era buena idea hornear al abuelo reloj
como si se tratara de un pan crudo. No, desaprobaron su propuesta.
—Propongo que me permitan arreglarlo. Lo sembraré en un terreno fértil y lo
regaré cada día. Al cabo de poco tiempo, si no se recupera y retoña, por lo menos
podría nacer un nuevo reloj —dijo el campesino con el mejor de los ánimos, pero
estaban seguros de que no era buena idea plantarlo como si se tratara de una
semilla. No, desaprobaron su propuesta.
Con el mejor de los ánimos la gente del pueblo hacía propuestas que a los demás
les parecían descabelladas y estaban pensando que sería imposible encontrar una
solución para componer al abuelo reloj, cuando se abrió paso un hombrecito que
llevaba un girasol en el ojal de su traje.
—Si me permiten… No soy del pueblo pero creo que puedo ayudarlos.
—Si es forastero no nos interesa su opinión —exclamó un señor gordo de esos que
miran a cuantos le rodean desde lo alto de su gran barriga.
—Le diré algo más —insistió el hombrecito sin molestarse por su negativa—. Yo soy
relojero y solo un relojero puede solucionar este problema.
—¡Relojero! ¡Qué disparate!
Era la primera vez que oían hablar de un relojero y les pareció algo así como un
hombre reloj… Un disparate sin dudas, ¿podría dar las horas este hombrecito
petulante y sustituir al abuelo reloj en lo alto del campanario?
—¡Escúchenlo! No es un mentiroso, lleva en su ojal un girasol...
—¡Lo que faltaba, un niño opinando en una reunión de mayores!
—¡Un niño y un forastero!
No, no prestarían la menor atención a tamaña locura. Un niño podía ser engañado
por las apariencias y no podía imaginar la gravedad del asunto. Además, un
forastero no tendría ni voz ni voto en el terrible conflicto que estaban sufriendo.
La gente aprobó que no lo dejaran hablar porque cada uno quería que se admitiera
su propia propuesta de cómo reparar al abuelo reloj. Continuaron el debate hasta
que anocheció. Entonces advirtieron que nadie había ido a trabajar ni a la escuela,
que no habían comido en todo el día… Al fin, se marcharon a sus casas
lamentándose porque sin el reloj se les desorganizaba la vida y el pueblo era un
desastre.
Pero el hombrecito que se había presentado como relojero escuchaba los lamentos
del abuelo reloj y no estaba dispuesto a dejar las cosas así. Esperó a que el pueblo
estuviera dormido y subió a lo alto del campanario.
¡Ay, ay, ay, ay!, escuchaba quejarse al abuelo reloj. Igual que el médico de las
personas, el relojero siente satisfacción cuando se produce el milagro del
restablecimiento de su paciente. Así que pronto sacó sus destornilladores y pinzas y
con gran destreza fue arreglando los desperfectos de la vieja maquinaria.
¡Tan, tan, tan, tan, tan, tan! Todo el pueblo escuchó el llamado.
Con sus gorros de dormir, acudieron a la plaza del pueblo para presenciar el
milagro: ¡el abuelo reloj estaba funcionando de nuevo!
¡Qué alivio sintieron! Era como si hubieran despertado de una pesadilla.
—¿Quién lo arregló? —quiso saber el campesino.
—¿Acaso estaba roto en realidad? —desconfió el herrero.
—En fin, después de un día de descanso, el abuelo reloj vuelve a trabajar —
concluyó el panadero.
Pero el abuelo reloj tenía un nuevo rostro, llevaba sobre sus bigotes negros el
mágico brillo de un girasol.
El Trencito
En una estación había cuatro trenes. Solo que tres de ellos eran enormes
locomotoras de vapor, con grandes chimeneas y campanas. La restante, por el
contrario, un trencito pequeño que parecía un niño entre tantos trenes adultos.
Mientras el trencito se aburría parado en la estación, pasaban frente a él sus
enormes compañeros.
—Chaca-chaca chaca-chaca —resoplaban las fuertes locomotoras llevando
interminables filas de carros cargados de mercancías, viajeros elegantemente
vestidos o cañas, que dejaban en la brisa un olor dulce de miel azucarada.
—Puuuú-puuuú —pitaban los grandes silbatos de las locomotoras anunciando su
paso desde lejos.
—¿Puedo echarles una mano? —decía el trencito entusiasmado con la idea de
recorrer interminables caminos de hierro, por campos y ciudades para él
desconocidos.
—No, quédate tranquilo, pequeñín.
—Mejor permanece ahí descansando, enano, que no puedes ni contigo mismo —le
respondían riendo y enseguida chaca-chaca chaca-chaca cruzaban frente a él
conduciendo la caravana de carros cargados, siempre a prisa, siempre abriéndose
paso con sus pitos ensordecedores puuuú-puuuú...
Y el trencito se quedaba triste, solo, imaginando que conducía una fila de carros por
las brillantes líneas.
—Chaca-chaca chaca-chaca —resoplaban las fuertes locomotoras al pasar por la
estación.
—Puuuú-puuuú —las escuchaba pitar orgullosas de su fortaleza.
En cambio, él pasaba días y más días en la más absoluta inmovilidad. Llegó a
resignarse a que el polvo y las telas de arañas encontraran casa segura entre sus
pequeñas ruedas, dentro de su chimenea, incluso en lo profundo de su hermosa
campana de bronce, ya sin el brillo de la alegría.
Hasta que hicieron una línea nueva, que subía en zigzag la cordillera.
—¡Yo estrenaré esa nueva ruta! —resopló orgulloso el más grande y fuerte de los
trenes.
Enseguida fue por una larga hilera de coches recién pintados para la ocasión y se
detuvo en el andén, donde aguardaban cientos de personas.
—Puuuú-puuuú —pitó echando un chorro de vapor a través de su silbato y chaca-
chaca chaca-chaca, se perdió a lo lejos llevando su pesada carga.
La línea, nuevecita y reluciente, se estremecía al paso de la locomotora y la fila de
coches llenos de personas emocionadas por la belleza del paisaje.
—Chaca-chaca chaca-chaca, pasaba el tren volando por los rieles.
—Glin-glón glin-glón, sonaba su gran campana ahuyentando a los temerosos
animalitos.
Puuuú-puuuú, chaca-chaca, chaca-chaca, glin-glón, glin-glón. Dejando a su paso
una larguísima columna de humo, trepaba las altas cordilleras, hasta que chaca-
chaca cha-ca- chassss... A medio subir la montaña más alta, la colosal locomotora
se quedó sin fuerzas.
—¡Puede ocurrir un accidente!
—¡Pronto, que venga otra locomotora!
Chaca-chaca chaca-chaca, acudió a auxiliarlos otra locomotora y empujó por detrás
el largo tren de coches repletos de pasajeros, chaca-chaca cha-ca-chassss... Pero
con tanto peso también se quedó sin fuerzas.
—¿Dos locomotoras no son suficientes para subir la montaña? ¡Pronto, que traigan
otra!
Chaca-chaca chaca-chaca, acudió a auxiliarlos otra locomotora y empujó por detrás
el largo tren de coches repletos de pasajeros, chaca-chaca cha-ca-chassss... Pero
con tanto peso también se quedó sin fuerzas.
—¿Tres locomotoras grandes y fuertes no bastan? ¡Estamos perdidos!
En cambio alguien recordó al trencito.
—¡Pronto, tráiganlo también!
Chiqui-chiqui chiqui-chiqui, acudió a toda velocidad el trencito, escalando la
cordillera piiiií-piiií, por primera vez se escuchó su silbato, glin-glan glin-glan,
anunció su llegada la pequeña campana de bronce.
Reuniendo sus energías, el trencito sumó su fuerza a la de las tres enormes
locomotoras y chiqui-chaca chiqui-chaca, los coches se empezaron a mover, chiqui-
chaca chiqui-chaca, se animó la marcha a través de las líneas chirriantes, chiqui-
chaca chiqui-chaca, empujaban como uno solo los cuatro trenes.
—¡Llegamos a la cima!
—¡Estamos salvados!
—¡Puuuú-puuuú! —pitaron las grandes locomotoras.
—¡Piiií-piiií! —se escuchó el silbido alegre del trencito.
—¡Perdónanos, nunca más te llamaremos enano porque eres un gran trencito! Sin
tu ayuda no hubiéramos podido subir la montaña —Y en su honor, sus cuatro
compañeros glin-glon glin-glon hicieron sonar sus campanas.
Asomados a las ventanillas de los coches, los niños vieron por primera vez al
trencito.
—¡Qué hermoso trencito!
—¡Queremos montar en el trencito!
En reconocimiento de su hazaña, construyeron unos coches pequeños como él.
—Ahora podrás recorrer el mundo.
—¡Suerte, amigo!
Las tres enormes locomotoras despidieron al trencito tañendo sus campanas glin-
glon glin-glon.
Y él emprendió su largo viaje, por campos y ciudades, por valles y cordilleras,
cruzando ríos y mares a través de infinitas líneas.
Debe haberle dado ya más de cien vueltas al mundo, siempre con sus coches llenos
de niños alegres. Si no le has visto, atento, cualquier día chiqui-chiqui lo
escucharás acercarse piiií-piiií abriéndose paso con su silbato o glin-glan glin-glan
tañendo su campana de bronce, brillante de tanto bailar mecida por el viento.
El Avioncito travieso
Casi tan rápido como los cohetes que viajan hasta la luna, un avioncito travieso
trazaba caminos en el cielo. Con sus alas extendidas se sumergía entre las nubes
para atravesarlas dejando una estela en forma de flecha o dibujar remolinos
blancos que el viento se apresuraba a borrar.
En sus sorpresivas y rápidas apariciones, el avioncito, travieso como era, espantaba
las bandadas de pájaros y causaba azoro a los animalitos que lo confundían con
una enorme avispa, por el zumbido de sus motores.
Una paloma mensajera hacía su ruta distraída, cuando el avioncito salió de una
nube y… zuuuuuuuuuuuuuuum, le desplumó la cola con su afilada hélice.
—¡Ay, un ciclón! —exclamó la paloma y huyó despavorida.
—¡Ja, ja! ¡Pensó que era un ciclón! ¡Qué gracioso! —reía el avioncito de buena
gana.
Un cisne como un papalote gigantesco volaba contemplando el paisaje desde lo alto
del cielo, cuando el avioncito salió de una nube y… zuuuuuuuuuuuuuuum, le afeitó
la blanca cresta con su afilada hélice.
—¡Ay, un meteorito! —exclamó el cisne y huyó despavorido.
—¡Ja, ja! ¡Me confundió con un meteorito! ¡Qué gracioso! —reía el travieso de
buena gana.
Una manada de caballos salvajes galopaba por la pradera, entre los yerbazales y
las arboledas, cuando el avioncito salió de una nube y… zuuuuuuuuuuuuuuum,
levantó un remolino de polvo y hojas secas que se alzaba desde la tierra hasta el
cielo.
—¡Ay, un ciclón! ¡Una lluvia de meteoritos! ¡Una tormenta de galaxias! ¡Se
derrumba el firmamento! —exclamaron los caballos y huyeron despavoridos.
—¡Ja, ja! ¡Qué susto les di! ¡Pensaron que el cielo se caía! ¡Qué gracioso! —rió el
avioncito de buena gana, pensando en su divertida travesura.
Pero una tarde, mientras hacía malabares en el aire, zu—zu—uu—uu—un…, el
avioncito se quedó sin gasolina y tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en medio del
campo.
El sol terminaba su recorrido por la órbita celeste, bajando las escaleras hacia su
escondite tras las montañas.
“Necesito avisar al aeropuerto para que me traigan gasolina rápido”, pensó. No le
gustaba nada tener que pasar la noche solo tan lejos de su casa.
Cruzó por allí volando la paloma mensajera.
—Paloma, necesito tu ayuda —gritó el avioncito.
En cambio, la paloma apenas vio quién era siguió su camino como si nada.
Al rato, planeando en las alturas, apareció el manso cisne.
—Cisne, amigo, necesito tu ayuda —gritó el avioncito.
En cambio, apenas el cisne vio quién era siguió su camino como si nada.
Una a una, se desgranaron las estrellas en el cielo de una noche tan oscura que
parecía la garganta de un monstruo gigantesco. El avioncito temblaba de frío y de
miedo, tapándose los ojos con sus frágiles alas, deseando no ver las siluetas
fantásticas que se mecían a su alrededor. El canto de los grillos, el susurro de las
yerbas o el roce de las ramas de los árboles cercanos, lo hacía imaginar malvados
seres capaces de tragárselo de un solo bocado.
Al fin, el fresco rocío y los rayos de luz anunciaron el amanecer.
El avioncito agitó sus hélices y estiró las alas, y estuvo vigilando el desfile de las
nubes hasta el mediodía, sin que apareciera ni un solo viajero en aquel lugar tan
apartado. Entonces sintió un galope que crecía.
—¡Caballos, amigos míos, necesito ayuda! ¡Por favor! —gritó el avioncito.
Entre relinchos y carreras, se aproximó la mandada.
—¡Ah, miren quién es! —dijo una yegua de larga crin carmelita.
—¡Hum, el avioncito travieso! Y parece que está en apuros…
—Amigos, me quedé sin gasolina y necesito que alguien avise para poder despegar
nuevamente.
En cambio, los caballos no estaban dispuestos a ayudarlo después de haber sufrido
sus bromas. El jefe de la manada, un corcel negro y brioso, le respondió:
—¿Ahora quieres que seamos tus amigos y te ayudemos? La amistad hay que
ganarla y dudo que tengas un solo amigo por tu forma de actuar.
—Les prometo que cambiaré. Nunca más los voy a asustar para divertirme —
aseguró el avioncito.
—¡Sí, claro, eso dices ahora porque estás en apuros! Yo no te creo. Si te ayudamos
lo único que lograremos es que pronto andes escondiéndote entre las nubes para
hacer tus travesuras. Creo que lo mejor será que nunca te encuentren y que te
quedes para nido de los pajaritos —exclamó la yegua de la crin carmelita y se alejó
al galope.
Los caballos salvajes no suelen estarse quietos demasiado tiempo, así que dieron
por concluido el diálogo y arrancaron a correr en estampida.
El avioncito comprendió que desconfiaran y se percató de que jamás había logrado
tener un amigo. Ya se imaginaba lleno de enredaderas y bejucos, oxidado,
resistiendo los aguaceros y el sol de los veranos, convertido en refugio de los
animalitos, de quienes antes se había reído, asustándolos y haciéndolos huir con
sus apariciones sorpresivas y su vuelo en picada desde las nubes hasta bien cerca
de la tierra.
Un potrico lleno de manchas que parecían parches negros, blancos y carmelitas, se
alejó de la manada y regresó junto al avioncito.
—Te creo —le dijo todavía sofocado por el intenso galope—. Confío en ti. Sé que
cambiarás y mereces que te ayude.
El potrico, siguiendo las instrucciones del avioncito, atravesó la pradera, cruzó de
un salto una enorme cerca de piedras, nadó para pasar al otro lado de un río, subió
una alta cordillera y llegó a la ciudad.
La gente se quedaba asombrada al verlo correr por las calles, entre los
automóviles, hasta que llegó al aeropuerto.
Rápido como el mejor de los emisarios, fue hasta la torre de control y dio el aviso.
Un avión con la barriga llena de gasolina despegó a prisa y seguía al potrico, que lo
guió hasta la pradera donde el avioncito había tenido que hacer su aterrizaje
forzoso.
Gracias a su amigo, el avioncito pudo volver a volar. Desde el aire, salpicándose
con la humedad de las nubes y los rayos del sol, acompañó al potrico hasta que
hallaron la manada de caballos salvajes. Había nacido una amistad valiosa y
duradera.
El Niño y el papalote
Este es el cuento de un niño cualquiera, un niño que pudiera ser tú mismo. ¿Te han
regalado alguna vez un papalote? Pues al niño de esta historia le regalaron uno,
hermoso con sus colores brillantes y su cola inquieta.
—Papá, llévame a empinar mi papalote.
Su papá, como siempre, estaba demasiado ocupado y le respondió con un gruñido
sin siquiera mirarlo.
El niño corrió a la cocina pero no podía acercarse a su mamá parapetada detrás del
fogón y rodeada de calderos, batidoras, licuadoras, ollas, máquinas moledoras y
cuanto utensilio sirviera para encerrarse en su mundo de complicadas recetas.
—Mamá, llévame a empinar mi papalote —gritó para que lo escuchara, pero era tal
el ruido de las ollas en ebullición y de los aparatos que ponía a funcionar al mismo
tiempo, que ni siguiera advirtió su presencia en la cocina.
El niño se encerró en su cuarto como hacía siempre y ya iba a ponerse a llorar,
arrodillado en un rincón, cuando el papalote lo rozó con la cola, provocándolo. En
cambio, qué sentido tendría hacerle caso si jamás había visto empinar un papalote
y estaba seguro de que sería algo bien complicado que solo su mamá o su papá
podrían lograr...
Pero el papalote insistió: le hacía cosquillas en la nuca con las telitas de su cola y
no paraba de ronronear, agitando el cuerpo de papel con la poca brisa que se
escurría a través de la ventana.
—Está bien, te llevaré afuera pero estoy seguro de que terminarás enredándote en
los cables de la corriente o en las ramas de los árboles.
Al final de la calle existía un terreno donde los vecinos iban a correr o a jugar
pelota. Allí llegó con su papalote y en cuanto lo puso sobre la yerba ¡zicsssssssss! El
viento lo agitó de golpe y lo puso a volar ante la sorpresa del niño, que apenas
podía ir desenrollando la bola de hilo, cada vez más tenso.
¡Qué bien! ¡Qué emoción sentía viendo subir y subir, más y más alto, su hermoso
papalote lleno de colores y tan buen piloto como un avión supermoderno! Si su
papá y su mamá pudieran verlo... ¡Cómo le habría gustado que los vieran, a su
papalote planeando entre las nubes y a él agitando el hilo como un experto! Sin
embargo, sus padres estarían muy ocupados con sus quehaceres.
Una ráfaga de viento levantó una columna de polvo y de pronto sintió una furia
tremenda y deseó escapar volando, lejos de aquellos padres suyos, que no tenían
tiempo para jugar. El torbellino le despegaba los pies de la tierra y enseguida se
sintió flotando, llevado por el papalote hasta las nubes.
Los muchachos que jugaban a la pelota ni siquiera se dieron cuenta porque la
espiral de polvo lo camuflaba. Desde el aire los veía como niños de juguete con
bates y guantes de juguete. El pueblo le parecía una maqueta de esas que hay en
los museos y su casa un cuadradito y un punto lejano que terminó por desaparecer
en el horizonte.
Cuando descendieron llevaba tantas imágenes en los ojos que le pesaban de sueño.
Despertó y todo a su alrededor era risas y juegos. El lugar a donde había llegado
semejaba un gran parque de diversiones donde miles de niños jugaban sin
preocuparse por nada y sin que sus padres estuvieran detrás de ellos llamándolos o
regañándolos. Subió a un pony rallado como una cebra y corrió a través del césped,
luego lo cambió por una maquinita de motor que podía manejar a su antojo en
cualquier dirección y que aceleraba y frenaba igual que un automóvil de verdad.
Cuando tuvo hambre echó mano a una bolsa llena de golosinas, de las tantas que
había colocadas en las ramas de los árboles, como si fueran sus frutos. Eran tantas
las maravillas de aquel lugar, y lo que más lo sorprendió es que el tiempo no
transcurría porque jamás vio moverse al sol de su sitio en lo más alto del
firmamento.
Por unas gemelas que jugaban al pon cogidas de las manos supo que allí iban a
refugiarse los niños que no querían continuar viviendo con sus padres, además le
dijeron que no temiera fuese a sucederle como a Pinocho porque si alguien debía
transformarse en burro en este cuento serían los padres y no los niños. Así que se
sintió de lo más confiado y jugó a los escondidos, a los agarrados, a las
adivinanzas, a la prenda y a mil cosas más que iban ocurriéndoseles.
Hasta que sitió ganas de empinar papalotes y se percató de que había dejado al
suyo abandonado.
Conque criticaba a sus padres y hacía lo mismo que ellos...
—Papalote, papalotico mío, ¿dónde estás?
A pesar de las tentadoras invitaciones a jugar de los otros niños, él continuó
buscando su papalote y lo encontró, marchito y solo, entre las yerbas.
—¡Ay, mi papalotico lindo, disculpa que me olvidara de ti!
Y el papalote lo perdonó porque no era nada rencoroso. Tan alegre estaba que
comenzó brincar y casi sin advertirlo se elevó y se elevó hacia el cielo.
El niño sujetó el hilo para que no se fuera a bolina dejándolo sin medio en qué
regresar a su casa. Y sintió cómo le crecía dentro el deseo de ver a su mamá y a su
papá, de abrazarlos y decirles lo mucho que los quería.
Agarrado fuertemente al hilo de su papalote, se alejó por los caminos del aire, de
regreso a su pueblo y a su casa. ¡Qué sorpresa iba a encontrarse! Sí, porque el
tiempo había pasado y sus padres estaban llenos de canas y con arrugas alrededor
de los ojos por tanto buscarlo durante demasiados años.
—¡Mamá, papá, soy yo, llegué! —gritó aterrizando en el jardín y sus padres
corrieron a abrazarlo.
Las arrugas de la cara se les borraron con la risa. Como ya no tenían de qué
preocuparse las canas desaparecieron y volvieron a lucir jóvenes.
El niño pensó que todo era igual que antes, incluso que su aventura aérea nunca
habría sucedido, sin embargo, algo tuvo que pasar porque en cuanto su papá le
descubrió el papalote bajo el brazo, dijo:
—¿Quieres que te enseñe a empinarlo?
Su mamá propuso:
—Preparo una merienda rápida y nos vamos los tres a empinar el papalote.
Y el papalote batió la cola agitando su cuerpo colorido, con el aleteo de un pichón
anhelante por probar la aventura del primer vuelo.
Ilustraciones: Renier Quer (Réquer)