Los sueños de Lorenzo / 5ta parte - Lorenzo Verdasco

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5ta parte: Últimos piadosos delirios

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En dos formatos (libro y CD), la narrativa lacerante de Verdasco propone visitar el territorio del amor homosexual en sus más variadas versiones, con especial predilección por lo marginal. Siempre horadando la condición humana y la hipocrecía de la clase media tucumana. Mediante la escritura de sus "sueños", con una prosa libre, el autor escribe un libro de quejas, literario, claro: contra la familia, contra el amor heterosexual, contra el mundo intelectual, contra diferentes convenciones burguesas. Tal vez el fin sea instaurar una dictadura gay obrera. Leerlo, pero además escucharlo, es como recibir un aleccionamiento, donde la arenga es clara: marginalidad o muerte.

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5ta parte:

Últimos piadosos delirios

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::: Grandes Temas de la Literatura :::

Los sueños de LorenzoAproximaciones íntimas de una mente líquida

Lorenzo Verdasco

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Primera edición en la Argentina bajo este sello.

Autor:Lorenzo VerdascoDiseño de tapa:Mateo Carabajal

Edición General:Natalia Acosta

Diciembre de 2011San Miguel de Tucumán, Tucumán.Argentina.

Dichosa Editorial

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Lorenzo Verdasco , escritor, autor del

libro Informe sobre señores, ha ganado el 1º

Premio de poesía en el Julio cultural 2001.

Otorgado por la Universidad Nacional de

Tucumán. Ha pergeñado el curioso ensayo En

torno a la muerte de Iván Ilich, donde se

evidencia la ingente obsesión de nuestro autor

por la lengua rusa. Parte de sus poemas,

porque este hombre también versifica, han sido

traducidos al francés y aparecen en una

antología editada por Abrapampa Editions, París

2006. Compartió la revista El astrolabio con

Aldo Alvarado y Federico Soler. También

coordina el taller literario El dolmen croata, en

el centro Baraja Cultura y co‐dirige el taller

Desde los escombros en compañía de la Magíster

Amira Juri en la Sociedad sirio libanesa de

Tucumán.

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Los sueños de LorenzoAproximaciones íntimas de una mente líquida

Lorenzo Verdasco

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Últimos piadosos delirios 5ta Parte:

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La tierra baldía

El otro día me agarró una descompostura intestinal en un hiper, y

fui a parar a un descampado. Mientras cagaba profusamente, detrás de

unos yuyos, comencé a sentir un extraño optimismo. Yo había estado

con computadoras y celulares, pero ahora, como una cucaracha, me

había deslizado por una grieta de la vida hacia una zona no controlada.

"Todavía puedo cagar en un lugar no habilitado para eso" pensé con

fervor. "Puedo limpiarme con estos yuyos que no fueron hechos para

esa finalidad" (a menos que creamos en el discurso medieval…).

Incluso, al ver mi propia mierda, agonizando sobre una mata de pasto

salvaje, comprendí que carecía del aspecto reprochable del inmundo

sorete cagado en una letrina pública. El descampado tiene brisas que

disipan las aromas y las contagian de estío. Aquel desecho humeante,

sobre la mata de pasto, adquiría por momentos la apariencia de un

exótico plato, servido en el almuerzo. De pronto, mientras arrancaba la

hierba que podía, con intención de limpiarme detalladamente el

trasero, me sorprendió uno de esos pibes que lavan los parabrisas de

los autos a cambio de unas monedas. El menor, con su actitud tranquila

y una guiñada de ojo, se encargó de ratificar mi demorado garque.

¿Qué no usa eslip tío Ud? Me gritó por decir algo. No, le repliqué, a mí

me gusta montar en pelo. Pero ya el mocetón ni me escuchaba, se había

dispuesto a echar una meada detrás de una pila de cascotes,

hundiéndose en sus propios soliloquios, como un Diógenes del siglo

XXI. Comprendí que conocía el oficio, y guardé silencio. Al abrocharme

y volver al ajetreo del centro, el vaho de mis pantalones me informó que

necesitaban una urgente lavada. En treinta minutos tenía una cita con

una mujer. Avance con paso seguro, convencido de que el leve tufillo

lácteo que me rondaba, obraría sobre la dama como un erotizante

adicional. No me equivocaba.

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El ómnibus como posible vengador anónimo

Yo venía llegando al centro en el 17 a las siete de la tarde.

Colectivo lleno. De pronto miro bien y descubro una mano sacando un

par de billetes de la cartera de una señora. Mi primer impulso fue

denunciar el robo. Pero justo una gorda (cómplice) tapa el lugar con un

diario La Gaceta abierto. Pude leer en el matutino con letra grande que

decía: El General Bussi a punto de arrasar con las urnas en Tucumán.

Entonces pensé ¿y yo voy botonear a esta gente, que dentro de todo está

laburando, para salvar a unos pasajeros que muy probablemente

votarán por Bussi? Como dijo Moreno, ¡ni ebrio ni dormido! Vi cómo

despojaban de toda la guita a un gordito con cara de boludo. Después

agarraron un obrero con camisa tipo Grafa, que por la fecha, vendría de

cobrar el sueldo. Y después a otra vieja. Una mujer me miró y me dijo: a

esa señora la están robando por qué no le avisa. ¡Por qué no le avisa Ud,

mejor! ‐fue mi respuesta con tonito sardónico. La mujer se levantó,

secreteó a la otra y las dos bajaron muertas de miedo. Todos estos

pasajeros –pensé‐ consideran que Bussi hizo su trabajo. Muy bien, estos

carteristas (un flaco, una gorda y un viejardo) también ahora ejecutan

‐¡y con qué precisión!‐su trabajo. Al bajarme, el viejardo se sintió

descubierto por mí, y detuvo la mano donde la tenía. Al ver que yo lo

miraba con cara de poker, el vejete me cierra un ojo y continúa con su

tarea. En este caso estaba haciéndole el celular a una cincuentona

maquilladísima. Descendí y me alejé por la calle iluminada a medias,

reconciliado conmigo mismo. Ese día le había descubierto una nueva

dimensión a mi resentimiento. Han pasado años. Hoy ya nadie se

acuerda del general asesino. Pero. Por esas cosas de la vida, no sé. Sigo

permitiendo que diariamente los carteristas desvalijen a los pasajeros

tucumanos. Me doy cuenta que me hace bien.

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El mendigo esteta

El flaco venía pidiendo una moneda y a cambio te daba una

estampa del gauchito Gil. La curadora de la muestra ̋ Cucarachas para

la cenaʺ metió la mano en la cartera para ver si tenía algo. De pronto el

flaco descubre los pequeños cuadritos adosados a la pared y pregunta:

¿para qué pegaron todas esas fotos? "Las pegaron para que estén ahí"

dije yo por decir algo. "Maa, pero eso es una mieeeeerda" dijo el

mendigo y se retiró sin esperar el dinero que se le estaba por dar.

Y ahora yo pienso que, desde el momento en que él preguntó, ya

había dejado de ser un mendigo para convertirse en un esteta. Ya no le

importaba la limosna porque él estaba en desacuerdo con lo que

estéticamente se estaba haciendo allí. Y a mí me hubiera gustado

becarlo con un buen billete; porque el rechazo que él experimentó por

la muestra era de mayor intensidad que la admiración que nosotros

sentíamos por ella. Ahí me di cuenta de que la cosa artística no camina

por medio de gustos, sino de temblores.

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Imitación de dios

Leí por ahí, en uno de esos libros de curiosidades, la historia de un

tipo muy católico que le preguntó al cura qué debía hacer para ser un

buen cristiano. "Tenés que imitar a Dios nuestro Señor en todos los

actos", le aconsejó. Esa misma noche el tipo empujó a su mujer por la

escalera y quedó viudo. A la hija adolescente la vendió a un rufián que

la explotaba y le daba todos los días una paliza hasta que murió de

tuberculosis. Al hijo lo metió en el ejército y lo mandaron a la guerra y lo

mataron. El cura que lo había aconsejado, sabía por supuesto todo

porque era su confesor, y le recriminó su actitud. "Y bueno pero ¿Dios

no hace cosas así? –contestó‐ ¿en qué fallé?"

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Navidad con canillitas

Una vez, cuando era chico, me tocó pasar la navidad con una

familia de canillitas, en el barrio de Colegiales, dentro de la misteriosa

Buenos Aires. A la madre, los hijos y el marido le decían "la otra", y

nunca hablaban con ella en forma directa sino recurriendo a terceros.

Por eso siempre tenían un invitado. "Decile a la otra que se apure con la

comida". Al padre le decían "el otro". "No lo despertés al otro, mejor que

siga durmiendo, así nos comemos la parte de él". Mi primo se quejaba

de su hermano: "El otro trajo una mujer a su cama, y no me deja entrar a

la pieza para dormir". Realmente esa gente sí sabía vivir en familia,

porque tenía bien desnudadas las relaciones naturales del egoísmo.

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Esto pasó

Fui a hacer pis, y en el baño encontré dos cucas. Haciendo el

amor: eran simpáticas. Pero yo entendía que había que exterminarlas.

Volví con el Raid, y efectué un rociado a 45º. Una quedó pataleando y la

otra escapó. Esa intuición que le dan las antenas antes de que el hecho

ocurra. Después regresé con intención de hacer un patrullaje

minucioso. Encontré que una estaba muerta y la otra la sostenía en sus

bracitos. Me quedé mirando. Los pequeños ojos negros llenos de odio,

que se distinguían del resto marrón brilloso. Comprendí el dolor de esa

consorte. En mi desesperación, giré el Raid y lo apunté hacia mi sien.

Disparé. Ya en al suelo, sin fuerzas, pude oír una voz que salía de la

cucaracha viva, y que decía "¿Viste cómo lo engañamos, Pochola?".

Entonces la muerta le contestaba "Ahora el problema va a ser conseguir

refrigeración para toda esta carne". "No te olvidés que hay que pasar el

invierno".

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El niño que no pudo ser fastidiado

Había una vez un niño de nueve años, que caminaba por un

prado rodeado de flores. El sol brillaba en el horizonte. Este nene se

llamaba Ramón, y los papás le habían dado permiso para que visitara a

su vecinita Migala, con quien jugaría y tomaría el té con escones a las

cinco de la tarde. De pronto, creyó ver entre los hierbajos a un lobo

feroz. Pero no eran más que los restos de un bebedero para gallinas,

oxidado. Después, un globero lo llamó desde el yuyal, enseñándole un

globo. Pero el niño le dijo que sus padres se habían ido al cielo en un

enorme globo, más lindo que ése. Que él, de globos, sabía bastante.

Continuó su camino, hasta que creyó ver una víbora. Pero no era más

que una muñeca despanzurrada a pisotones. Luego se encontró con un

muchacho vagabundo, quien, desde unos mogotes, lo invitaba a

conocer unas ruinas diaguitas. Pero el nene le contestó que para ruinas

ya estaba su casa. Finalmente, cuando llegó a su destino, le pareció un

asilo de huérfanos. Y adentro lo trataron con dureza, como en un asilo

de huérfanos. Pero él sabía que había llegado a la casa de su vecinita

Migala. Que estaba jugando con ella a los novios y que tomarían juntos

el té con escones, a las cinco de la tarde.

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Gracias a la vida que me ha dado tanto

Yo fui violada, pero elegí la vida. No presenté ninguna

resistencia, para que no me hiciera daño. Hizo conmigo lo que quiso,

hasta aprendí cosas que me da vergüenza contar. Como yo no tengo

marido, ni hermano ni padre, ni llega la policía por estos barrios, el tipo

la vio fácil y decidió violarme todos los días. En mi ranchito era muy

poca la protección que yo podía tener. Al principio las encamadas con

él eran espantosas. Pero, a todo se acostumbra uno. Me hacía que le

cocine y le lave la ropa. Sé que a una chica universitaria, o que vive en el

centro, un tipo la viola una sola vez; y después, mejor que lo trague la

tierra porque se le viene encima una bronca bárbara. Con una chica

pobre y sola, el tipo se queda lo más pancho. Muchas chicas de barrios

marginales, a veces llegan a ser pareja del violador, porque no les

queda otra. Me acostumbré también a las palizas, o biabas como solía

decir él: "Te via dar una biaba chinita…". Pasado el mes y medio, ya casi

no me molestaba, sólo me exigía la comida. Calculo que andaría

violando a otra. Entonces se me ocurrió fingir desearlo, y lo busqué

sexualmente. Cuando el tipo vio esto se horrorizó. Desde ese día no me

molestó más, y a los pocos días se fue para no volver nunca. Creo que la

idea fue buena porque, al creer que yo me sentía su mujer, descontó que

no lo iba a denunciar, y entonces no se tomó el trabajo de matarme. Yo

les aconsejo a las chicas, de bajos recursos, violadas que no se resistan:

al mes, el tipo se aburre de ellas, las empieza a ver feas, y un día se

dedica a violar a otra. Yo creo que lo más importante en la vida es la

vida. No la dignidad. Porque con la dignidad yo no respiro. Después

me enteré que estaba embarazada. Algunos me sugirieron que lo

aborte, pero elegí la vida. Después de todo, nunca había podido quedar

preñada; porque, como les dije, no tengo marido, ni hermano, ni padre,

y hasta estos barrios no llega jamás la policía

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Juguetes en la niebla

Pancho llegaba con un juguete nuevo cada día. Mi Papá y Pancho

eran distribuidores. Pero el viejo manejaba solamente planillas. En

cambio Pancho, cada vez que venía a comer a casa, me pasaba un autito

de colección que era la envidia de los chicos en la escuela. Mamá lo

retaba a mi Papá porque decía que se la pasaba todo el tiempo hablando

con Pancho y no comía. Él era bajito y morocho, pero sabía bailar muy

bien el tango. Un día vinieron unos señores de corbata y nos echaron de

la casa. Lo malo es que Papá no estaba, a él lo habían venido a buscar

otros señores, y cuando yo pregunté a donde iba, Mamá puso el dedo

sobre los labios imponiéndome silencio. Pancho consiguió un camión

de mudanza y metimos todo ahí. En el viaje no pude ver mucho,

porque venía atrás bajo la lona, y entre los muebles. Llegamos a un

lugar que parecía el campo. Había un molino y un tanque muy grande,

de esos de hormigón. Pancho se puso otra ropa y empezó a limpiar la

casa. Estaba muy sucia y las hormigas habían hecho hormigueros

adentro de las piezas. Pancho trabajó mucho. Mamá lo ayudaba

cuando estaba entrando algún mueble pesado. Pero él le decía: "Salí

que te va a hacer mal", y después "Acordate lo que te dijo el médico".

Esa noche dormí solo por primera vez y, a la mañana siguiente, sentí

que ya era un hombre. Mi Mamá se había acercado en la oscuridad, me

había preguntado si no tenía miedo, que, como la casa ahora era más

grande, cada uno podía tener su propia pieza. Que además yo ya estaba

crecidito. Así dijo. Fueron épocas muy felices para mí porque no tenía

que ir a la escuela y me la pasaba todo el día trepado a un árbol enorme

que tenía unas flores como bolas amarillas muy chiquitas. Más que un

árbol parecía un planeta.

Y un día, al despertarme encontré a Papá tomando el desayuno.

Corrí y me colgué de él. Tanto tiempo hacía que no lo veía. Estaba más

gordo. Me puse tan feliz, que ese día me olvide de preguntar dónde

andaba Pancho. Mi viejo me regaló un autito, pero era de plástico, de

esos que se rellenaban con masilla. Hacía mucho que no recibía yo de

esos de colección, chiquititos y metálicos. Me daba rabia porque antes

los tres nombrábamos a Pancho todo el tiempo, era nuestra mascota, y

ahora nadie se acordaba de él.

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Empecé a preguntar y a no recibir contestaciones convincentes.

Además noté que ahora mis papaes no hablaban mientras comían.

Estaban reeducados. Mi Papá me daba miedo cuando se ponía educado

para hablarme: seguro que me anunciaba una cosa muy mala. Pasaron

los días, y un día dije que no iba a comer más si Pancho no aparecía.

Entonces mi viejo se levantó y me dijo: "vamos un rato a la quintita".

Estaba haciendo una quintita con tomates y zapallos. Ahora ya me

trataba más como compinche y eso me tranquilizaba. Nos sentamos en

el tronco de un árbol derribado y él escupió varios gargajos a la tierra

antes de poder decírmelo: "Pancho se tuvo que ir porque estaba

enamorado de tu mamá". Yo, a mi edad, no sabía mucho de esos temas;

no era como los chicos de ahora, instruidos por las novelas. Además

nunca había visto a mi madre como una mujer. Pero entendí que ya no

tenía que preguntar, y que la cosa era irreversible. Esa noche, después

de mucho tiempo, dormí abrazado a ella.

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Nunca hablo de mi padre

Quizá hoy sea un buen momento para hacerlo. Voy a hablar de

una ausencia que tuvo en una casa donde se lo homenajeaba. Todos

tomaban vino, pero allí estaba la jarra de limonada con hielo de Papá,

esperando a que él viniera y se la bebiera. De pronto un viejo dijo: Me

levanté mal barajado, voy a hacer un poco de dieta voy a probar la

limonada de Verdasco. Pero apenas llevó la jarra a los labios, escupió

todo con irritación. La limonada estaba demasiado fuerte. Revisaron el

portafolios de Papá, querían aclarar el misterio. En su interior

encontraron la "Pechito colorao". Así le decían al octavo de litro del

alcohol etílico Frau, por la etiqueta roja. Había dos botellitas más de

vidrio verdoso, ya vacías.

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Mi abuelo cabía en un zapato

Mamá me contó que mi abuelo trabajaba en las vías cuando ella

era chica. Pasaba semanas sin volver. Una vez, habiendo llovido, él se

despidió de mamá, que era una nena y, al irse, dejó en el barro una

huella de su zapato. Ella esperó que él se alejara tanto que ya no lo

pudiera ver, entonces sembró palitos alrededor del rastro, con mucho

cuidado, y construyó, con un pedacito de chapa, un pequeño techo,

para que la huella de mi abuelo no se borrara con la crueldad de las

lluvias. Todas las mañanas vigila su precario tabernáculo.

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El atroz encanto de los actores porno

Un actor porno que me encanta, no voy a decir su nombre, se me

cruzó una vez por la calle. Ante mi imprudencia de pedirle un

autógrafo, me miró desde su sonrisa rubia, como diciéndome: esperaba

otra cosa de vos. Me avergoncé, y él pareció comprender. Lo invité a

tomar un café y, oh paradoja, me dijo que prefería un sanguche de

milanesa, porque ya pasábamos de las nueve de la noche y "tenía

hambre". Me encantan los actores porno porque no parecen tener

aspiraciones intelectuales. Se limitan simplemente a vivir, y a que

nadie les rompa las bolas, las necesitan para el próximo set. Lo mismo

me sucedió con otro que conocí el año pasado. Uno quisiera

demostrarles que los admira, pero, hasta el menor elogio parece

demasiado estúpido ante la sencillez de estos chabones. "Yo creía que

ustedes hacían dieta" le largué como para romper el silencio. Para esto,

ya le habían traído la mila y se la estaba mandando a bodega. "Y sí, yo

debería, mirá la panza que se me está haciendo". Me dijo, al tiempo que

se levantaba la remera y me dejaba ver su pupo lampiño. Todo lo que

me decía parecía estar tan en su lugar, que por momentos sus palabras

sonaban como cachetazos. "Me parece que te conozco de algún lado" le

comenté como quien cambia de tema. "Claro que me conocés" me

contestó. "No pero yo no digo de las películas –insistí‐sino de algún

otro lado". "Pero si yo estuve en tu casa, vos vivís frente al Cristo…", me

aclaraba como tratando de que yo recordara. Entonces me pegué un

chirlo en la frente: una vez secuestramos a un payaso de una fiesta de

carnaval, yo y mis amigos putos, me acuerdo que le hicimos de todo:

untarle un pastel de crema y dulce de leche por todo el cuerpo, meterle

un palo de escoba, pegarle, esconderle la ropa y largarlo en bolas a la

calle,…no sabía que decirle. Hice como que sollozaba un rato

tapándome la cara. En realidad no sabía dónde meterme. Me puso una

mano en el hombro y me consoló: "Son cosas de la noche –dijo‐no te

calentés, ya ni me acuerdo". Y otra vez esa sonrisa que parecía

comprender todos los males del mundo y estar más allá de ellos. Sin

importarme lo que dijeran en el bar de milanesas, le quité el sanguche

que estaba comiendo y le di un beso en la boca. Un furtivo jetazo lleno

de migas y gusto a salame. Lo aceptó y estuvimos así unos minutos,

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ajenos a nuestro propio espectáculo. Mi mano avanzó por su muslo,

adivinando la virilidad de mi actor de cine, así como un dentista en

procura de la muela del juicio. Pero nada. Su entrepierna estaba

deshabitada, como un desierto. Mis dedos desprendieron el botón

bajando el cierre. Al comprobar que lo que yo buscaba no existía, miré

desesperado la tranquilidad varonil de sus ojos gris‐azules. "Va a ser un

secreto entre nosotros –susurró‐nadie debe enterarse". "¡Pero cómo!¡En

las películas vos…siempre…". "es el oficio, la utilería, nos vemos

cuando quieras". Me quedé mirando cómo se alejaba, y el modo

extraño en que su cadera parecía maltratarle el pantalón color óxido.

Me recordó a una prima lejana.

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Hallazgo macabro frente a la Sociedad española

Anoche, domingo, venía yo por la calle Laprida, razonando bajo

la helada con una amiga acerca de temas sociales. De pronto, en la

vereda de la Sociedad Española, un bulto intrigante nos impide el paso.

Recordemos que hay allí instalada una de esas barandas guarda‐niños,

por lo tanto el espacio se ve un poco encajonado. Lo que ambos

coincidimos en percibir era el siguiente cuadro: "Linyera y su perro

durmiendo bajo el frío posmoderno tucumano"; técnica: ni oleo, ni

grabado, ni instalación o performance: directamente un cacho de vida

instalada ahí a la intemperie. Como yo venía hablando

apasionadamente de Ernesto Guevara, y tenía con este tema fascinada

a mi acompañante, no me pareció consecuente seguir de largo ante

paisaje tan comprometedor. Acto seguido, avanzo por la calle y me

asomo a la baranda en inspección del bulto durmiente de la vereda.

Puedo entonces constatar por lo nuevo de las ropas y los lentes que se

trata de "una persona normal" y no de un linyera. Pero en la siguiente

décima de segundo, el perro me saltó a la cara defendiendo el bulto,

prodigándose inmediatamente en ladridos y gruñidos hacia mi

persona. Emprendí una retirada elegante, y descubrí que se planteaban

varios problemas lógicos. Si este singular muchacho era un honorable

miembro de la clase media, bien podía estar allí durmiendo una

borrachera de las fuertes. Pero el perro sarnoso que nos ladraba no

podía ser el suyo, ni siquiera tenía un collar; y si no era suyo ¿por qué el

animal lo defendía? Creo que tiene razón Adolfo Bioy Casares cuando

afirma que un perro, si un humano no le da una consigna clara, elige al

azar un objeto cualquiera para defender. Continuamos nuestro paseo

nocturno, lamentando yo para mis adentros (no olvidemos que

veníamos hablando de Guevara) que mi acto de militancia social

improvisado resultara de una eficacia ridícula con respecto a la obra

del rosarino. Amagué tirarle una piedra al animal, lo que provocó

ladridos aún más fuertes, y el perro no sé por qué, tenía ahora el aspecto

de un canguro. El bulto continuaba inerte. Las posibilidades

existenciales, de ahí es más, eran tres: que se muriera de frío él y el

perro; que se levantara y se fuera a su casa, el humano; o que el sol de la

mañana sorprendiera el sueño de los dos amigos. La chica que venía

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conmigo parecía reírse internamente de los cortos alcances de mi

quijotada. Yo le puse con afecto la mano sobre el hombro, y le susurré al

oído: "No todos podemos ser salvadores de la humanidad, al estilo de

un Federico Terzi por ejemplo, para eso hay que tener talentoʺ.

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Esporas

Estábamos sentados en un bar bien comunardo, tomando un café

con leche. La morocha me había dicho que no podía. De pronto se

agarra el entrecejo entre el índice y el pulgar, sacude la cabeza como

diciendo "no", "no" y se pone muy, pero muy, mal. Me encarga el bolso y

el guardapolvos, y raja para el baño. Sobre la silla de aglomerado y

fórmica blanca, ha quedado un charquito de color punzó. Su cuerpo,

parece, no le dio tiempo. El mozo se me acerca, entonces, husmeando

como un perro. "¿Qué? –pregunta‐ ¿está esporulando?" Sin siquiera

contestarle, me agacho hasta la fórmica, y recojo con la lengua toda la

sangre de mi amiga. El mozo, a esta altura, era toda una leoparda.

Cuando la morocha sale del baño, nos encuentra, al mozo y a mí,

uniendo nuestras bocas, mezclando nuestras lenguas negreadas por

ese líquido viscoso que ella mana, y que no se compra en el drugstore

Ella se pone lívida: la mirábamos como a un oasis.

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El espejo que me quedó adentro duele

La niña encontró un tulipán azul, que crecía en la puerta misma

de la casa. No se atrevió a salir por respeto a ese ser. Pasaron muchos

años y se hizo muy viejita. Las ventanas de madera se fueron cerrando

solas a causa del olvido. A las paredes les crecieron ojos como estrellas

nocturnas. Las arañas se fueron aplastando, al igual que rosas en un

viejo libro de poemas baratos. Una de ellas semejaba un tulipán azul

que se desarmaba en las yemas de la anciana absorta. Entonces corrió

hacia la puerta, y la abrió por primera vez en varios siglos. En lugar de

la flor había un agujero. Por él la vieja se miró mirar: ahora la niña

arrancaba el tulipán y lo ponía en el libro.

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La biblioteca rusa

Coloqué cuatro anaqueles al costado de la cama y comencé a

llenarlos con mis libros rusos. Yo navegaba por el caos de una enorme

biblioteca, en busca de libros rusos para confiscarlos y traerlos a este

lugar sagrado. Cuando, finalmente, di por realizada la tarea, adopté

sobre la cama la posición fetal, con la intención de contemplar mi obra

hasta quedarme dormido. Entonces una angustia lenta se fue filtrando

por los agujeros de mi alegría: ahora tenía la certeza de que nunca más,

cuando navegara por el caos de la enorme biblioteca, un libro ruso me

haría temblar con la sorpresa de su ser. Yo era el déspota que había

encarcelado a todos los poetas.

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El viejo lobo de los Kárpatos

Tuve yo un abuelo, acaso adoptivo, de pelo cano cortado al ras; un

viejo borrosamente mitológico que hoy se desplaza por mi

desmemoria, obstinado como una jauría. Era posible encontrarlo a

cualquier hora en su taller de cerrajero: recoveco atestado de mujeres

humildes que aguardaban la soldadura de algún cacharro allá por la

zona de Villa Crespo. Todavía me parece que lo veo: la cinta scotch

uniendo las partes de sus lentes, el mameluco azul recién lavado,

mostrando los arroces blancos del remiendo, la risa franca como una

brisa polar, la tenaza temible de su abrazo. Pasados los setenta, sus

miembros sólo se movían por impulsos grotescos. Los alternados

oficios de mecánico, soldado y boxeador no habían contribuido a un

estilo cuidado de sus gestos.

Para todos era evidente que le costaba el habla local. A veces

descubría una palabra que lo hacía reír durante toda la mañana, o le

causaba admiración, entonces la incorporaba a su léxico para terminar

empleándola cuando se le antojara, viniera o no al caso. Esto es lo que

sucedía con la palabra guarango. Guarango, de aquí, guarango, de allá.

De hecho las conversaciones se presentaban más o menos de esta

manera.

‐Abuelo ¿en qué cárcel trabajó Ud.?

‐Pero. Este guarango. ¿De dónde sacaste que trabajaba en una

cárcel?

‐Es que Ud. siempre se está acordando de su prisionero.

‐A ti te digo una cosa. En guerra no hace falta tener cárceles,

guardas a las personas en una casa particular.

‐¿En una casa particular? Y cómo es eso?

‐Muy fácil: buscas una casa abandonada y si no la hallas, evacuas

una. Le sacas los muebles y le dejas las paredes desnudas; entonces ya

puedes comenzar a apilar tus prisioneros.

‐¿Y cuántos prisioneros tenía Ud.?

‐Uno solo.

‐¿Por qué tan pocos?

‐Pocos no. Uno solo. Era un hombre muy importante. Había sido

jefe de la policía, era un hombre grande, muy grande de cuerpo, y

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lloraba, no sabes cuánto lloraba. "¿Ud. No sabe si me van a matar? ‐me

decía‐ No. No le van a matar"‐Contestaba. Aunque yo sabía que le iban

a matar.

‐¿Y que hacían con los muebles?

‐¿Con los muebles? Servían para calentarte por las noches.

‐¿Y por qué tenían que matarlo?

‐ Bueno. El había sido de la policía. Conocía muchas historias. Por

ejemplo si él pudiese ir al otro lado del río, contaría que nuestro arsenal

en realidad no existía, que había sido una bonita mentira de Bela, El

loco, y que los blancos se lo habían creído; es por esto que nos

respetaban y no avanzaban sobre nuestra orilla oriental. Así que yo lo

consolaba, para que no se le hicieran tan amargos los últimos

momentos. Ya se enteraría. ¿Usted no sabe si me van a matar? Y lloraba,

no sabes cuánto lloraba.

Era común que el abuelo me llamara a cualquier hora desde su

pequeño tugurio. ¡Eh! Guarango. Entonces yo acudía, entendiendo que

deseaba que le sujetase un tornillo con la llave francesa mientras él

trataba de desenroscar la tuerca del otro lado del mecanismo. Todo el

trasto firmemente asegurado por una enorme morsa del número seis.

Era allí cuando recomenzaba el relato de aquellos extraños días que

pasara cuando vivía del otro lado del mar.

‐ Tú ibas por una calle, y en la esquina había unos tipos; y tú ibas

por la otra calle, y en la otra esquina había otros tipos. Esto sí que era

una cuestión de imbecilidad. Ahora los nuestros quedaban del otro

lado del río, y los que habían sido nuestros prisioneros controlaban este

costado, deteniendo personas, interrogándolas. Entonces veo que se

acercan. A la parada donde yo me encuentro. El hombre grande, ahora

realmente un jefe, caminando al frente de los otros, conduciéndolos.

Me reconoce. Me habla "¿Qué hace acá?". Contesto. "Estoy esperando la

tranvía". De pronto, con la mirada hace retirar a sus inferiores. Ya a

solas conmigo, me toma de los hombros, me abraza, y me suelta estas

dulces palabras: "Venga m´hijo. Yo le voy a sacar de aquí."

Años más tarde, habiéndome convertido en lo que llaman un

adulto, no había renunciado aún a seguir preguntándome a mí mismo

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Page 34: Los sueños de Lorenzo / 5ta parte - Lorenzo Verdasco

cómo habría sonado "m´hijo" en aquella lengua lejana.

Desgraciadamente, cuando de veras me propongo huir de tales

insondables preguntas, es cuando ellas más se abaten sobre mí, como

una verdadera tormenta de granizo.

Cuentan que a la hora de su muerte se le escuchó preguntar en

diversas oportunidades Dónde se habrá metido este guarango. Pero

nadie supo darle una respuesta satisfactoria. Siento que me hubiese

gustado permanecer junto a él hasta el momento final, aunque más no

fuera para curiosear vanamente en sus periódicos de letras invertidas.

Pero. Ya se había tornado una cuestión definitiva el hecho de que yo

también me encontraba ahora del otro lado del río.

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Page 35: Los sueños de Lorenzo / 5ta parte - Lorenzo Verdasco

Cómo nace un escritor

Estaba leyendo un tratado de sicopatología en un bar. Elijo los

bares porque en casa la gente suele visitarme y eso, además de

interrumpir mi lectura, daña mis nervios. Acá uno paga un café con

leche y se puede quedar horas. No han inventado todavía un

parquímetro para bares. Pero he aquí que levanto la vista y encuentro a

un morocho motudo merodeando mi mesa. Me mira, lo reconozco,

hace como que recién me descubre, y ambos nos resignamos al apretón

de manos. Como lleva años viviendo de una beca en Canadá, me

observa con cara de "yo visité Ganímedes" y se instala en mi mesa como

la cosa más natural del mundo. Sé que deberé postergar mi lectura vaya

a saber por cuánto tiempo. El hombre tiene que descargarse con

alguien conocido pues necesita ser admirado. Vivir en otros país

enseñando a los gringos la Latinoamérica que ellos quieren ver, no es

cosa de todos los días. De modo que le doy nuevamente la mano y lo

felicito por sus andanzas catedráticas internacionales. Me dejo relatar

anécdotas anodinas, que revelan la admiración del buen salvaje, acerca

de esa suerte de yanquis afrancesados y ecológicos que vienen a ser los

canadienses. Pero claro. Era inevitable. Todo hombre superior precisa

desesperadamente compararse con algún infeliz que nunca ha podido

salir de su propia pocilga, de modo que el moreno de pelo ondulado se

preparó a hacer las preguntas de rigor, lo menos crueles posibles eso sí,

sobre mi despreciable y oscura vida. Luego de unas cuantas

bravuconadas de argentino, comenzó a sopesar con desconfianza el

manual de sicopatología en el que me encontró enfrascado al llegar.

Supo husmearlo como si se tratara de un sábalo recién comprado en el

Mercado del Norte. "Estás preparando una tesis para la universidad…"

afirmaba más que preguntaba. "No me recibí" le contesté. "Entonces

estás preparando una materia para rendir…" volvía a la carga. "No

estudio en la universidad", le dije con despreocupación.

"¿Entonces…?" interrogaba ahora casi triunfante. Ya estaba yo por

confesarle que no estaba haciendo absolutamente nada, que no

conseguía trabajo y que vivía de la caridad de algunas personas de

bien. Que me encontraba leyendo el manual por puro placer. Para pasar

el rato. Sabía que eso era lo que él estaba esperando para lanzarse a

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aconsejarme y recriminarme, endilgándome aquello de "tomar

responsabilidad por uno mismo", y no sé que otros recursos para

lucirse. Para que quede bien claro, ante ambos y la posteridad, que él

había estado en los cierto durante aquella pelea donde yo le quité la

presa que él más deseaba. Sí de hecho, estuve al borde de confesarle

todo mi fracaso. Y de pronto, la gran idea. "Lo que pasa es que me hice

escritor". Lo inventé en una décima de segundo. "Y este material me va

a dar letra para mi última novela". No se puede describir la

contrariedad que le causó mi engaño. El esfuerzo que él hacía por fingir

naturalidad e indiferencia causaba risa. Me costaba sujetar la carcajada.

Pero ya me había lanzado al abismo de la mentira y no podía echarme

atrás: había que seguir, costara lo que costase. "¿Y cómo se llama tu

última novela?" me disparó, tratando de remedar el tono en que yo lo

había dicho. Se notaba que revolvía una saliva de veneno. "Cumplirás

tu Karma" contesté sin pensar. "La epopeya de un gay que pasó por el

Hospital del Carmen y sobrevivió" "¡Qué largo el subtítulo!" malició.

"No tiene subtítulo: te estoy contando el argumento". Dejé a mi ex

enemigo en una confusión que se parecía mucho a la derrota. ¡Saludos a

Oscar! Me gritó resignado mientras yo huía en un taxi hacia ninguna

parte. Ese día decidí contarle a todo el mundo la misma mentira. Mi

vida cambió.

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‐¿Sabés por qué a la Federal le dicen la mejor del mundo, Chango?‐decía

Perrone.

A mí no me interesaba esa historia retrucha, pero le seguía la

corriente para que me hablara del hombre aquel que se había adueñado

de mis noches, sí, el del apodo ilustre. Así había que hacer a veces con

Eduardo, y en ocasiones, directamente empezaba contando una cosa y

terminábamos en cualquier otra parte. Porque este "preso común",

cuando andaba suelto, era como un barco a la deriva.

‐Una vez hubo un linyera –empezaba el viejo‐ que se murió congelado

en ese caedero que queda detrás del casino. ¿Lo junás?

Yo, aunque nunca había "ranchado" detrás del casino, le decía

que sí, la cuestión era alimentar la fogata del tremendo relato que uno

se veía venir.

‐En cuclillas, cerca de un fueguito que hacían los borrachos pa

calentarse, castañeteando los dientes se nos fue el pibe de los

diamantes.

Y ya de ahí no lo paraba nadie. Era la misma historia pero siempre

le quitaba o le agregaba algo. Por supuesto, en cada punto culminante

de la saga, se hacía un par de gárgaras de tinto, como decía él "para

descomprimir".

Parece que en una época remotísima había llegado a Buenos

Aires un "príncipe de La gran Bretaña". Siempre me sonaba falsa esa

presentación, pero, ya estábamos en el baile. Y también parece que el

jefe de la Federal se puso a su disposición en cuestiones de seguridad.

Según rumores, nunca fui bueno para andar revolviendo archivos y

comprobando declaraciones, según el decir popular de aquella época y

según Perrone, el príncipe habría humillado al mencionado milico

diciéndole:

El pibe de los diamantes

A Eduardo Perrone, in memoriam

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Page 38: Los sueños de Lorenzo / 5ta parte - Lorenzo Verdasco

‐No preciso la custodia local. Tengo "la mejor del mundo".

Uno no se imagina a un inglés hablando así, pero, podemos

suponer que cuando pisan estos países subdesarrollados, los tipos

sienten tanto desprecio que el sentido británico de la medida y de las

formas se les va a la miércoles y hablan como unos guanacos. Pasando a

otra cosa, es fácil pergeñar que no es nada saludable dejar "calentito los

panchos" a un jefe de la policía argentina. Y uno sí se puede figurar

cómo son estos "organismos de seguridad", por llamarlos de alguna

manera, cuando alguien se da a la temeraria tarea de herirlos en el

orgullo. Y entonces el jefe (seguimos confiando en el relato de nuestro

escritor canyengue) le dijo a su tropa, seguramente con una voz menos

aguardentosa que la del narrador, y más decidida:

‐Traigamén al Tucumano.

El Tucumano, por empezar, vestía en Gath y Chávez, y lucía un

anillo de diamante en el anular y otro, más chico, en el meñique. Un

pick pocket de alto nivel al que en esa época no le temblaban los dedos

por efecto del alcohol, capaz de "hacerse un cuero" en cualquier

circunstancia. Y de desvalijar una joyería en cuestión de minutos.

‐Tucu, si le hacés el reloj al gringo ése, no te persigo más. Vas a tener

carta blanca para trabajar en cualquier punto del país.

‐Pa lo que guste mandar‐contestó el norteño‐.

Y se quedaba Perrone paladeando el Michel Torino que servían

en ese bodegón mal disfrazado de casa de la cultura que ha dado en

llamarse peña "El Cardón". Y yo me quedaba contemplando las mesas

vacías, y llenándome también el vaso ¿por qué no admitirlo? mientras

trataba de elucubrar cómo pudo este flaco maravilloso (porque me lo

imagino flacucho y atractivo) transitar el camino desde la posibilidad

de afanarle a un príncipe hasta la tenebrosa noche del fueguito detrás

del casino de Tucumán.

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‐¿Y de ahí cómo termina?

Había a veces que decirle de esa manera, para que pusiera

primera y apretara el acelerador, salteando los puntos muertos y

definiendo de una buena vez un desenlace. Pero Eduardo se ponía a 89

describirme la increíble parafernalia de milicos disfrazados de

mozos que iban como apoyo del "Tucu" en la cena de recepción,

también disfrazado de mozo. Y bueno, Perrone me organizaba una

cena con baile tipo cenicienta donde se comía y se bebía en una noche lo

que él difícilmente consumiría en todo un año. Y justo a las doce en

punto (hora tradicionalmente mágica) el Tucumano va y le "hace" el

veneradísimo reloj al "príncipe de la Gran Bretaña". A los pocos

minutos, "salta la bronca", palabras textuales del escritor. Ni rastros de

joya ni ladrón. Y en menos de cuarenta y ocho horas el Jefe de Policía se

presenta ante el príncipe para restituirle el reloj "rescatado de las

manos del crimen". No hace falta decir que lo hacía con una sonrisa de

oreja a oreja. Y, si bien no existían cámaras de televisión, estaban esos

reporteros que oían y anotaban todo lo que se decía, y esos flashes de

magnesio que manejaban los fotógrafos y que te despabilaban como

una molotov.

Y, bueno… se trataba de un final feliz. El orgullo nacional de

vuelta en casa, nuestro héroe esbelto y cetrino, quizá oliváceo, con una

espectacular vida de rapiña por delante, en fin. Nadie se podía quejar.

Pero luego de eso había un hiato indescifrable en la biografía, y

terminábamos derribando décadas sin ninguna clave, en cuchillas,

frente a un fueguito y, como Dios manda, detrás del casino de

Tucumán. La vejez y el alcohol no parecían suficiente explicación.

‐La culpa fue nuestra.‐decía Perrone‐ Se había dormido tan cerca del

fuego, que pensamos que se iba a caer a la llama y se iba a quemar la cara. Lo

habremos alejado un metro…

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Indice

Últimos piadosos delirios

La tierra baldía……………………………………… ………………..3

El ómnibus como posible vengador anónimo………………………………………………..4

El mendigo esteta………………………………………………………………………….….....5

Imitación de dios………………………………………………………………………….……..6

Navidad con canillitas……………………………………………………….………………….7

Esto pasó…………………………………………………………………………………..……..8

El niño que no pudo ser fastidiado……………………………………………………...…….9

Gracias a la vida que me ha dado tanto………………………………………..……………..10

Juguetes en la niebla…………………………………………………………………….…..…11

Nunca hablo de mi padre………………………………………………………………..........13

Mi abuelo cabía en un zapato…………………………………………………………………14

El atroz encanto de los actores porno………………………………………………....….….15

Hallazgo macabro frente a la Sociedad española……………………………………..…….17

Esporas…………………………………………………………………………………..……...19

El espejo que me quedó adentro duele…………………………………….…………….…..20

La biblioteca rusa………………………………………………………………………..……..21

El viejo lobo de los Kárpatos……………………………………….…………………….…...22

Cómo nace un escritor……………………………………………….……………..……….....25

El pibe de los diamantes………………………………………………………………...…….27

…………………………

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