Los sueños de Lorenzo / 2da parte - Lorenzo Verdasco

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2da parte: Sueño profundo

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En dos formatos (libro y CD), la narrativa lacerante de Verdasco propone visitar el territorio del amor homosexual en sus más variadas versiones, con especial predilección por lo marginal. Siempre horadando la condición humana y la hipocrecía de la clase media tucumana. Mediante la escritura de sus "sueños", con una prosa libre, el autor escribe un libro de quejas, literario, claro: contra la familia, contra el amor heterosexual, contra el mundo intelectual, contra diferentes convenciones burguesas. Tal vez el fin sea instaurar una dictadura gay obrera. Leerlo, pero además escucharlo, es como recibir un aleccionamiento, donde la arenga es clara: marginalidad o muerte.

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2da parte:

Sueñoprofundo

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::: Grandes Temas de la Literatura :::

Los sueños de LorenzoAproximaciones íntimas de una mente líquida

Lorenzo Verdasco

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Primera edición en la Argentina bajo este sello.

Autor:Lorenzo VerdascoDiseño de tapa:Mateo Carabajal

Edición General:Natalia Acosta

Diciembre de 2011San Miguel de Tucumán, Tucumán.Argentina.

Dichosa Editorial

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Lorenzo Verdasco , escritor, autor del

libro Informe sobre señores, ha ganado el 1º

Premio de poesía en el Julio cultural 2001.

Otorgado por la Universidad Nacional de

Tucumán. Ha pergeñado el curioso ensayo En

torno a la muerte de Iván Ilich, donde se

evidencia la ingente obsesión de nuestro autor

por la lengua rusa. Parte de sus poemas,

porque este hombre también versifica, han sido

traducidos al francés y aparecen en una

antología editada por Abrapampa Editions, París

2006. Compartió la revista El astrolabio con

Aldo Alvarado y Federico Soler. También

coordina el taller literario El dolmen croata, en

el centro Baraja Cultura y co‐dirige el taller

Desde los escombros en compañía de la Magíster

Amira Juri en la Sociedad sirio libanesa de

Tucumán.

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Los sueños de LorenzoAproximaciones íntimas de una mente líquida

Lorenzo Verdasco

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Sueño profundo2da Parte:

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El primer cigarrillo

Va oscureciendo, y todavía sigo con la cara entre los yuyos,

masticando el gusto amargo del pasto pisado. Mis patitas separadas,

trabadas por sus botines futboleros, y su respiración de dormido

haciéndome cosquillas en la nuca. Una hormiga me sube por el mechón

rubio que, con el reflejo del último ramalazo de sol, se parece al Golden

Gate. Me acostumbré al peso de su cuerpo, y me tapa del frío. Ya huelo

como él. Mañana, me lo juró haciendo una cruz con los dedos y

besándola, le robará al papá una caja de Marlboro y, entonces sí, me

enseñará cómo se fuma un auténtico cigarrillo de box. Y no como este

habano, que acabamos de apagar muy dentro mío.

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La prueba de Geo

Cordelia me llevó a su cama después que se fueron los papaes.

Sacó el animalito de una caja y me lo metió en la boca. Si querés ser mi

marida, tenés que pasar la prueba, dijo. El bicho empezó a patalear

dentro de mi jeta contraída: era insoportable. Me venían arcadas, pero

yo aguantaba porque no quería que nadie me hiciera perderla. Es tan

hermosa. Sentí su voz en la vorágine, bueno "yastá" me ganaste, y la

mano que se llevaba el bicho todo lleno de saliva. Después apagó la luz,

me desnudó, se desnudó. A medida que me tanteaba, yo también la iba

tanteando. Comparaba zonas de nuestros cuerpos, a veces elogiaba y a

veces hacía críticas. De a ratos me agarraba un glúteo, y lo sacudía,

como si estuviera discutiendo el precio de un kilo de lomo con el

puestero de la feria. Yo tenía sólo elogios para ella. En Corde, cualquier

tramo de su carne era una parte íntima que había que cubrir con sedas.

Tarde nos fuimos a dormir, muy juntas, abrazadas. Yo temía que, por la

noche, ella me hiciera algo que doliera. Pero no fue así. Sólo pegó sus

labios a mi cuello y resoplaba en dormida sobre mi piel, produciendo

un ruidito raro. Como hace el tortugo cuando está enamorado. Al otro

día en el desayuno, me dijo bien bajito (porque los papaes ya andaban

pululando): ¿Viste? Ya estamos casadas.

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Mis primeras prisiones

Cuando pisé por primera vez una cárcel, me di cuenta de que no

era verdad eso de "al nuevo lo violan la primera noche". Ya había

oscurecido y era invierno. Unos detenidos ranchaban junto al fuego, y

ni siquiera me habían visto. La verdad es que con 17 años yo no tenía

que ir a Devoto, pero la burocracia es impredecible. Hacía tanto frío,

que desesperadamente me fui acercando a la llama, tratando, eso sí, de

hacerme notar lo menos posible. Había uno que tenía el pelo más largo

que los demás y parecía el jefe. El fuego le daba un tinte rubio, tendría

unos 35. Hablaban de un modo impreciso. Mezclaban temas. De pronto

un gordo canoso vio que me acercaba más de lo que él estaba dispuesto

a soportar y me señaló con el dedo.

‐A ése no lo dejen escuchar –dijo como rugiendo‐ porque ése es

milico.

Yo me quedé en silencio, temblando como una hoja. El canoso

seguía con el dedo acusador, agitándolo cerca de mi cara.

‐Milico y puto –agregó como para redondear.

Le debo haber caído en gracia al rubio, porque me hizo un lugar

fraternalmente alrededor del fogón mientras comentaba.

‐No mi amigo, Ud milico no es. –y luego pensativo‐

‐Yo conozco bien a la gente. Ud milico no es.

Decididamente era el más protagónico de los once bultos que

conté en la ranchada. Sentí que crecía en mi interior una pequeña

esperanza.

‐Puto no sé. –agregó con un dejo de ironía.

Esa noche cada uno se retiró a su celda mansamente, y el que

quiso se quedó durmiendo a la par del fuego.

Según pasaban los días, me hice amigo de Juanchi, un paraguayo

flaco y alto; de Galupa, con su gordura de tambor; del negro Ortuña,

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que tenía los ojos como huevos duros; y de Lito, el rubio que

comandaba la batuta. Había pasado una semana y nadie había violado

a nadie. Había un "Gallina", sí, al que se lo cogía "Fusil", pero eso era

algo que estaba establecido desde hacía siglos. No tenía nada que ver

conmigo. Con Lito pasábamos mucho tiempo juntos. Yo le contaba mis

peripecias de pendejo colándome en los trenes. Él me confesaba sus

furores de chorro ya hecho. En fin.

Yo noté que le gustaba y él a mí no me era indiferente. Él más de

una vez me había hecho la propuesta de pasarla juntos. Yo le decía que

más adelante, que temía qué iban los otros a pensar de mí.

Tranquilamente abandonaba mi cabeza sobre su pecho y él a veces me

robaba un beso, al tiempo que un preso que pasaba por ahí nos hacía en

voz alta: "Ejem. Ejem".

‐Mientras te vean coqueteando conmigo, nadie te va a tocar un

pelo.‐me tranquilizaba Lito.

‐De a dos se duerme mejor que separados, chabón. –me decía

también a veces para seducirme.

Y una siesta me convenció de que hiciéramos como "Gallina" y

"Fusil".

‐Mirá, tapamos bien de colchas estas dos cama cuchetas, y nadie

puede ver lo que hacemos adentro. Aunque se lo imaginen.

‐Pero no Lito, me da vergüenza…

‐Pero no seas gil, ¡si yo manejo todo acá!

Pusimos las colchas verticalmente como si fueran cortinas.

Entramos en el reducto, ignorando los "Ejem". Nos besamos en la boca

como dos enamorados, y después yo le busqué el ganso para

mamárselo. No lo permitió.

‐No me hace falta, pendejo. Si con sólo mirarte las ancas, veo todo

blanco y me quiere saltar…¡Ta loco!

Efectivamente, le tanteé el lagarto, y éste ya se había puesto a

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punto palo. Me dio vuelta en un segundo. Escupió su gargajo en la zona

de ingreso, y comenzó a barrenarme sin piedad. Yo había tenido

experiencias con hombres pero esto era algo que venía del otro mundo.

A medida que la cópula se iba haciendo más y más profunda, me

empecé a desinhibir y a lanzar, ya sin pudor, mis jadeos de puta

barragana. Lito se estaba conteniendo para hacerlo durar más ¡Pero

hasta cuando podría resistir la llegada de la guasca?.

Grité tanto cuando sentí lo que brotaba, que el tipo tuvo que

aplacarme con un chirlo en la cola y varias trompadas en la espalda. Y

fue entonces, en el momento justo en que a Lito le saltaba, que éste tiró

de la colcha que nos estaba tapando a modo de cortina, cayendo toda la

parafernalia que habíamos inventado y quedando ambos desnudos, a

merced de las miradas de todos. Cuando los descubrí rodeando

nuestra cama, gritando, babeando y masturbándose, me di cuenta de

que todo había sido planeado con precisión macabra. Cantaban

estribillos y aplaudían, mientras el rubio continuaba desagotándose

dentro de mí.

Después Lito se levantó y acercó a mi cola un foco encendido.

Alguien me abría los cachetes con las dos manos, para que todos

miraran el enchastre que mi primer macho me había dejado. Después

me senté en la cama, y Lito me acercó un mazo de cartas.

‐Perdoname, Mara –no sé por qué me bautizó con ese nombre‐.

‐Cuando un preso recibe un manjar, lo comparte con sus

compañeros. Sacá una carta.

Saqué y me tocó el siete de oro.

‐Fusil, es toda tuya.

Se adelantó Fusil con la pija parada. Comprendí por qué lo

llamaban así. Me arrojé a sus pies, le besé la cosa y la mojé con mis

lágrimas. Le ofrecí mamarla, para que mi ano descansara. Pero, al igual

que Lito, declinó ese honor. También quería disfrutarme

inmediatamente por atrás. Todos estaban encaprichados con mi

trasero. Esa siesta fui de todos varias veces. Hasta Gallina, que era puto,

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se dio el gusto de fornicarme. Los guardia cárceles contemplaban

divertidos. Esa noche me dejaron descansar. Los presos tienen un gran

sentido del equilibrio y la armonía el el placer.

Saben que van a pasar adentro mucho tiempo, y que no les

conviene reventar de golpe un postrecito como yo. De ahí en adelante,

cada noche se sorteaba quien dormiría conmigo: no más orgías. Respiré

aliviado. De día ya no me molestaban. Cada noche era mujer de alguno

de los once. Supe entonces lo que era el comunismo. En medio de la

oscuridad, por el tamaño del sogán que yo tanteaba, por su grosor, por

el olor o la aspereza de la piel, por el sabor de la saliva al besarme en la

boca, yo podía reconocer quién era mi marido de esa noche. De día yo

me ponía la lencería que me conseguían y me maquillaba, y así,

semidesnuda, me paseaba por las celdas, haciéndome desear. Todos

me respetaban. En realidad respetaban el código.

¿Si me enamoré de alguno?

Si, perdidamente de Lito. Pero nunca le perdoné lo que me hizo.

Cuando me tocaba con él, me dejaba penetrar con frialdad, resuelta a

no gozar. Pero el parecía no darse por enterado. Lito era el que más

talcos me dedicaba, llegando una velada a batir el record de los nueve.

Cuando me dieron la libertad, mis padres tardaron en

reconocerme, mi novia más todavía. Para esto yo ya me vestía de mujer

de un modo cotidiano. Frecuentemente volvía a devoto a visitar a "los

muchachos". Los presos me adoraban. Sólo al cabo de dos años,

comenzó a trabajarme el olvido.

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Las insólitas ternuras del machismo

Cuando me senté en el living de Tía Rosita, sentí miedo. Era una

mujer de carácter fuerte, cuya mirada yo no podía resistir. Además era

una vieja canalla que se valía de su fortuna para tentar a mis familiares

a realizar actos indignos. Esta vez, lo que yo había hecho era muy grave

(me encontraron, con mi compañero de colegio, Medina, en el asiento

trasero del auto de Papá), por lo tanto esperaba de ella algo así como la

sentencia de muerte. No obstante, bajita y atrevida como era, se acercó

a mí, evitando mirarme a los ojos, lo que constituía todo un alivio.

‐Vinieron a decirme que mi sobrino era un maricón

Dijo, con voz sentenciosa, a modo de saludo. Luego dejó un largo

silencio entre nosotros, como dándome lugar a una explicación. Como

ésta no llegara, continuó hablando.

‐Si. Eso me vinieron a decir. Pero yo no les creí. Y los eché de mi

casa.

Y ahí sí me miró. Como estudiándome o advirtiéndome.

‐A sí que a portarse bien, porque su tía confía en que Ud es un

hombre.

Dijo conmovida y, sorprendiéndome porque nunca me

acariciaba, puso la mano sobre mi hombro y lo sacudió con

camaradería.

Me alejé de la finca con un dejo de esperanza. Entonces la vida no

era tan mala. Me ardía la cola.

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“El machismo no habría reinado durante siglos

si no tuviera su costado tiernoʺ

Lorena Ozverd Cos

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La casita y el humo

Un día veo en el portón de mi casa un grupo de gente en actitud

de espera. Yo andaba por los quince o diez y seis años. Estaba toda la

familia del Beto. El Beto era un amigo mío al que le gustaba hacer

dibujos con carbón en las paredes. Un gordo canoso que andaba con la

hermana del Beto me hace señas de que me acerque. Cuando abro el

portón, recibo un golpe muy fuerte en el entrecejo. Sentí que me venía

abajo. Después me arrastraron de los pelos y de la ropa hasta la vereda

y empezó la lluvia de patadas, trompadas, insultos. Cuando uno no

sabe por qué le pegan, tiene la esperanza estúpida de que los otros van a

entrar en razón, no sé por qué. Pero la cosa seguía. Recibí una patada en

la ceja. La verdad es que me tenían muy ocupado como para sentir

vergüenza. La vergüenza se hizo esperar pero llegó al fin. Sentí la voz

de mi viejo que preguntaba por lo que ocurría. Después sentí sus gritos,

porque lo tenían en el suelo igual que a mí, y también le estaban

pegando. De pronto se produjo un silencio, y paró la lluvia de golpes.

Entonces la mamá del Beto se acercó a mi papá, y le dijo, echándole el

aliento a la cara, algo que no pude entender. Después de esto parecían

satisfechos, calculo que pensaron que esas palabras incomprensibles

para mí eran más destructivas que cualquier golpe. Se fueron

caminando tranquilamente. Yo no quería quedarme a solas con Papá.

Prefería que la patota se hubiera demorado en irse, cualquier cosa con

tal de no tenerlo ahí, mirándome sin decir nada. Me levanté como pude

y empecé a caminar, sin rumbo fijo. Por la noche, entré sigilosamente a

la casa. Para esto, yo ya me sentía un intruso ahí. Mi viejo estaba en la

pieza, llorando. Era la primera vez que lo veía llorar, y sería la última,

porque a los dos meses la cirrosis se lo llevó. Mi vieja lo consolaba, en

aquella oportunidad, y le decía: "Vos no confiás en tu hijo, viene

cualquiera y te cuenta una historia, y vos le creés". Yo me subí a la

cisterna del agua, un tanque de cemento tan alto como nuestro molino

de viento, y traté de dormir allí, aunque hacía frío. Cuando la brasa de

mi cigarrillo iluminó el cemento, vi que alguien había dibujado, con

carbón, una casita. De la chimenea salía un humo que formaba las letras

de mi nombre. Apenas amaneció, me fui de casa.

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Un chileno mojado por la lluvia, todo tallado en ébano

A los 16 años, dejé el secundario y me fui a cargar bolsas al puerto.

Quería saber cómo vivía la clase obrera. Pelotudeces que me inculcaba

mi viejo. Hoy, en Tucumán, los chicos y chicas de filosofía, a veces, se

van de mozos a un bar paquete. Viene a ser más o menos lo mismo que

lo mío, pero sin palomas. Podría contar muchas anécdotas, pero voy a

contar sólo una: cómo conocí a Payé. Molinos Río de la Plata me había

mandado con 200 bolsas de harina a Gonzalez Catán (se entiende que el

cuento se desarrolla en Baires ¿no?). Mi compañero de descarga era, en

esa oportunidad, un negrito al que se le podían contar todas las

costillas. Cuando estaba sin camisa, por supuesto. Aunque,

pensándolo bien, aún con camisa se le podían contar las costillas. Era

chileno. Al menos eso decía. Yo pensé éste no va a aguantar. Pobre de

mí. Pesando la mitad de lo que pesaba yo y siendo más bajito, era un

maestro para la bolsa de 50 kg. Cuando yo no dí más y abandoné

faltando todavía cuarenta, Payé hizo el trabajo por los dos, para que no

me corrieran a la mierda. Éramos más o menos de la misma edad. No

me olvido de su guiso de paloma. Se acurrucaba en un rincón de la

dársena norte esperando que se juntaran muchas palomas comiendo

grano. De pronto, como si jugara de arquero, se tiraba felinamente

sobre las aves acoquinadas y confundidas. Se le escapaban todas

menos una. A veces, con suerte, agarraba dos. Las mataba en el acto, y

se acurrucaba nuevamente a la espera de la próxima tanda. Sólo dos

cosas me molestaban de él. Sus dientes podridos, y que me pellizcara la

tetilla. Siempre lo hacía. Yo era un chico robusto, y el pecho, a veces se

me abultaba. Entonces Payé me decía "qué buenos chiches tenés" y me

los pellizcaba. A ningún varón le gusta que le hagan eso. Además, yo

por ser único hijo, no estaba muy acostumbrado a los juegos de mano.

En fin. Me iba amoldando. El problema del changarín es cómo pasar el

ocio. Dos horas para descargar pero seis horas para esperar el turno del

camión. Mucho tiempo al pedo. Payé mangueaba una botella de

cualquier cosa, y me invitaba a estar tirados arriba de la carga. A veces

eran bolsas de 50 o 60 kilos. A veces eran cajas de 15 kilos. Estas últimas

las preferíamos para echarnos porque eran más limpitas. No tetina.

quedábamos blancos de harina. Una vez, mientras estábamos echados

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sobre la carga, me abrió la camisa y prendió su boca a mi tetina. Lo

empujé (le habré dicho: salí boludo). Se me tiró encima (ya se había

tomado la mitad de la botella, detalle importante), y crucificó mis

manos con las suyas sobre las cajas de harina "no me mezquinés las

tetas" –dijo‐ Por suerte la carga tenía como ocho metros y nadie podía

vernos ahí arriba (la gente andaba trabajando a ras del suelo). Me hizo

pasar una vergüenza…Lo dejé que me las lamiera un poco y cuando

tuve sueltas las manos lo acaricié "Payé. Ya está. Terminala –le

rogué‐¿no ves que nos pueden ver?". Pareció entrar en razón. Quedó

flotando un clima como de "quizá en otro momento…". Yo nunca había

estado con un hombre. Sólo juegos entre adolescentes. Payé, aunque

tenía mi edad, era un hombre completo. Y eso me daba miedo. De

vuelta en el puerto, le dije que me esperara, que iba a comprar

cigarrillos, y me le escapé. Cuando me vio al otro día en el trabajo ¡qué

serio se puso! Estaba ofendidísimo. Pensé que nos íbamos a pelear para

siempre. Para colmo ese día yo llegué tarde, y él no quiso agarrar laburo

sin mí. Así que nos quedamos sin changa los dos. Al pedo y con muy

poca plata. Un camión con aceite nos dejó en Avellaneda. Estaba el

negro muy correcto y ya parecía despedirse de mí, entonces lo invité a

mi casa en el Dock Sud. "Te invito a almorzar, le dije". Yo alquilaba un

cuartito en el segundo piso de esas casas que tienen madera por dentro

y chapa por fuera. En el camino, y por encontrar un tema, yo le

preguntaba si sabía algo de la dictadura de Pinochet. ¿Quién es

Pinochet? ‐me preguntó‐ ¿cómo que quién es? El que lo mató a Allende

–dije yo. "¿Compañero Allende?" Dijo. No sabía tampoco quién era

Allende, pero alguna vez había escuchado el fonema "Compañero

Allende". Llegamos. Saqué un poco de guita de un tarro que había sido

un envase de té "Mazawatee" y le dije: "voy a comprar pa cocinar"

"ponéte cómodo". Cuando volví con todos los ingredientes lo encontré

acostado y tapado con una colcha. Sobre la silla había acomodado su

chomba negra, blanca de harina, su vaquero hecho pedazos, y su

calzoncillo hecho hilachas. Las zapatillas asomaban sus narices de

debajo del catre. ¿Qué hacés? Le grité con sorpresa. Vení, durmamos un

rato, me dijo. ¿no viste que la mañana está muy pesada? Después te

ayudo con el guiso. Me quedábamos blancos de harina. Una vez,

mientras estábamos echados sobre la carga, me abrió la camisa y

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prendió su boca a mi tapé la cara para ocultar, no sé si la risa, la

desesperación, no sé.

Vení, repetía mientras me agarraba el brazo, sacate todo como

hice yo. Durmamos un rato. Puse una tohalla en la ventana para que no

entrara la luz del sol. Dejé todo bastante oscuro. Igual yo sé que Payé

podía ver mis nalgas cuando me desvestía frente al espejo del ropero.

Me recibió en la cama con mucha ternura. Nada de brutalidades ni

manoseos. Yo le advertí "Sabés que esto que estamos haciendo está

prohibido¿ no?" No me contestó nada. Me tapé con la misma colcha y

me agarré suavemente de su pene. No la tenía ni grande ni chica. Se

trataba de una pija regular; pero, eso sí, a punto palo. Estábamos ambos

de costado. Me separó los cantos e intentó meterla. Sentí la presión de la

punta contra mi esfínter. "Payé" –le dije‐ en la mesita de luz tengo

manteca derritiéndose, porque no tengo heladera". "Sí, y qué pasa con

eso" me preguntó desconcertado. ¿Querés que te unte un poco? Dicen

que en seco duele mucho. Sentí que me aprobaba, así que tanteé el

paquete en la oscuridad y me embadurné la mano. Me apliqué un

poquito en la entrada de la cola, y se lo esparcí a lo largo de todo el

miembro. "Seguí untándolo así, me gusta que lo untés, me hace

gozar"‐susurraba‐ y más tarde "untame también las pelotas".

Finalmente se montó sobre mí y lo recibí con naturalidad. Como la cosa

más normal del mundo. Payé jadeaba cuando ya no podía más del goce,

y deslizaba las manos por debajo de mi pecho para exprimirme los

"limones", como les decía él. Después que lo perdí, tuve muchos otros

hombres. Pero solamente él tuvo la medida justa, que calzaba

perfectamente en mi deseo. Ni más grande ni más chica. Esa medida

que me hacía pertenecerle. De más está decir que no comimos ni

cocinamos en todo el día y toda la noche. En uno de los espacios

interpólvicos, le pedí que pronunciara "Compañero Allende", y él, por

hacerme el gusto, pronunciaba "Compañero Allende". Entonces mi

corazón de zurdita estallaba, y lo besaba en la boca, colando mi lengua

entre sus dientes podridos. Con posterioridad, lo convencí de que se

viniera a vivir conmigo. "Andá traé tus cosas"‐le dije. "No tengo cosas"

me contestó. Vení, repetía mientras me agarraba el brazo, sacate todo

como hice yo. Durmamos un rato. Puse una tohalla en la ventana para

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que no entrara la luz del sol. Dejé todo bastante oscuro. Igual yo sé que

Payé podía ver mis nalgas cuando me desvestía frente al espejo del

ropero. Me recibió en la cama con mucha ternura. Nada de

brutalidades ni manoseos. Yo le advertí "Sabés que esto que estamos

haciendo está prohibido¿ no?" No me contestó nada. Me tapé con la

misma colcha y me agarré suavemente de su pene. No la tenía ni

grande ni chica. Se trataba de una pija regular; pero, eso sí, a punto

palo. Estábamos ambos de costado. Me separó los cantos e intentó

meterla. Sentí la presión de la punta contra mi esfínter. "Payé" –le dije‐

en la mesita de luz tengo manteca derritiéndose, porque no tengo

heladera". "Sí, y qué pasa con eso" me preguntó desconcertado.

¿Querés que te unte un poco? Dicen que en seco duele mucho. Sentí que

me aprobaba, así que tanteé el paquete en la oscuridad y me

embadurné la mano. Me apliqué un poquito en la entrada de la cola, y

se lo esparcí a lo largo de todo el miembro. "Seguí untándolo así, me

gusta que lo untés, me hace gozar"‐susurraba‐ y más tarde "untame

también las pelotas". Finalmente se montó sobre mí y lo recibí con

naturalidad. Como la cosa más normal del mundo. Payé jadeaba

cuando ya no podía más del goce, y deslizaba las manos por debajo de

mi pecho para exprimirme los "limones", como les decía él. Después

que lo perdí, tuve muchos otros hombres. Pero solamente él tuvo la

medida justa, que calzaba perfectamente en mi deseo. Ni más grande ni

más chica. Esa medida que me hacía pertenecerle. De más está decir

que no comimos ni cocinamos en todo el día y toda la noche. En uno de

los espacios interpólvicos, le pedí que pronunciara "Compañero

Allende", y él, por hacerme el gusto, pronunciaba "Compañero

Allende". Entonces mi corazón de zurdita estallaba, y lo besaba en la

boca, colando mi lengua entre sus dientes podridos. Con

posterioridad, lo convencí de que se viniera a vivir conmigo. "Andá

traé tus cosas"‐le dije. "No tengo cosas" me contestó.

II

Ya viviendo conmigo, empezó a oponerse que yo trabajara.

Quería que me quedara en casa a hacer las cosas. Es decir, me trataba

como a una mujer. Yo le decía que sí, pero salía a hacer changas a

escondidas, porque la guita no alcanzaba. Cuando se enteraba se ponía

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celoso. Desconfiaba de los camioneros "Tené cuidado con el del Escania

porque es medio fiolo, te va a meter a laburar en un culiadero". "Pero no

soy mujer, amor, no puede pasar algo así –explicaba yo‐ . "A ese no le

importan los sexos, te mete una mini y te manda a laburar a la calle. De

ésa no salís más". Si yo hubiera sabido que todo lo que estaba diciendo

era verdad, me hubiera puesto a temblar. Pero por suerte no lo tomaba

en serio.

Cuando estábamos en la piecita, le gustaba andar siempre

desnudo y con el órgano estimulado. Yo empecé a llamarlo Juanchi. Lo

tenía medio largo y flaquito, como las salchichas que se utilizan para

los superpanchos. El tipo caliente, siempre a 90°, me desparramaba las

pilas de libros sobre la mesita que yo tenía ordenados. Se daba vuelta

distraído y PAF! , con la batuta ya me había tirado una pila de libros. Me

gustaba leer pero no tenía un mueble para biblioteca. Hacíamos el amor

todos (TODOS) los días. Me gustaba cocinarle, lavarle la ropa, etc. Todo

lo que le era impuesto a las mujeres por imposición cultural, a mí me

encantaba hacerlo por decisión personal. Era el años 1976 y yo vivía

feliz. Una vez se me ocurrió atarle a Juanchi una banderita roja con una

hoz y un martillo en la pija parada. Era graciosísimo. Se paró en una

especie de balcón hechizo que teníamos y meó para la vereda.

Teníamos un repedo los dos. La bandera roja flameaba atada a su

poronga. "Hijo de puta, ni la ginebra te la baja, ¡y encima cómo podés

mear!!! Juanchi desnudo, parado allí bajo la lluvia, parecía un ídolo

zulu, todo tallado en ébano.

Pero una noche tocaron a la puerta. Era la poli. Nos dijeron que

había habido una denuncia por faltas a la moral. Nos llevaron a la

comisaría. Payé no tenía documentos, ni argentinos, ni de ninguna otra

parte. "no tenías cosas", como decía él. A mi, por menor, me

amenazaron con el juez de menores o avisar a mis padres. Opté por mis

viejos: eran el mal menor. Lágrimas abrazos. El "te perdono todo"; el

"no pido explicaciones", etc.

Toda la semana intenté ver a Payé en la comisaría de Dock Sud.

Me dijeron que lo habían trasladado. Yo no sabía que esa palabra

después llegó a tener significados muy jodidos. Pasó un mes, pasaron

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dos meses. Pasaron un millón de meses. No supe nunca más de él.

A menudo por la noche uno piensa. Empieza a recordar detalles a

los que al principio uno no le había dado pelota. Un detalle que no me

gusta contar. Porque parece un poco melodramático, como de película

argentina. Y sin embargo pasó. Uno de los tipos que me estaba

interrogando (uno no sabía muy bien si eran policías o qué), lo hizo

traer a mi amigo del otro cuartito (la verdad yo no me animo a llamarle

celda a esas cosas en las que nos metían), y nos preguntó a los dos "por

última vez digan ¿quién de ustedes es el puto?". Payé con cierta sonrisa

dijo "yo". Después nos separaron. Fue la última vez que lo vi. Ya

entonces supe que no lo iba a ver más, pero no lloré. Iba todos los días a

preguntar por él, pero en el fondo sabía que eso que hacía era falso.

Porque aquella había sido la noche de la despedida.

A veces por las noches mi cuerpo lo extraña, antes que mi

conciencia. Mi esfínter lo extraña, aunque con un buen billete me

alquile un taxi boy que me sacude con munición bien gruesa. Igual mi

esfínter lo extraña. Aunque me meta una zanahoria finita y larga,

protegida por un condón, igual mi cola percibe el lacerante ardor de la

ausencia. Y no tener siquiera un objeto que haya sido de él para besarlo

como a una sinécdoque de su carne. "No tengo cosas", sabía decir. Pero

Payé tenía una "cosa". Y yo hice mía la cosa de payé, me acostumbré a

tenerla adentro. Era una pija regular que solía calzar justo en el

calabozo de mi cola. Y yo me quedé con la "cosa" de payé, pero de un

modo negativo. Tengo dentro mío un no‐Payé que me destroza. Su

partida nos separó. Mi partida no nos unirá. ¡Payé!

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Para discriminadores, me quedo con los norteamericanos

Me gusta ver cómo uno de esos norteamericanos blancos pobres

de los estados derrotados del sur, rechaza un billete de cien dólares de

un negro rico, sólo por que se lo regala un negro. Me gusta imaginarme

situaciones así, porque me hacen creer que todavía alguien respeta sus

propios principios, aunque estos principios estén equivocados. Lo que

se suele llamar coherencia. Yo tengo muy poca coherencia en mis actos,

por lo menos en cuanto a la letra muerta, y prefiero violar la letra

muerta para conservar el espíritu. Busco una coherencia un poco más

compleja. Jamás me invitan a los congresos contra la discriminación, y

esas cosas, por mi costumbre a plantear ejemplos como el que sigue:

"Llegué a Tucumán en 1982, con mis veintidós añitos a cuestas, y

un fracaso de amor en Buenos Aires. En aquella época en "Tucson" no

había espacios públicos para chicos como yo. A los pocos meses me hice

de dos o tres putos amigos. Uno de ellos era propietario ( o mejor dicho

el padre era propietario) de un local abandonado que había sido una

tienda o algo así. Justo en la esquina de San martín y Monteagudo; hoy

hay un locutorio allí. Solíamos llevar al antro a algunos machos que

todavía dudaban entre ponérnosla o negárnosla, y les pasábamos

películas porno. No existía "la video", ni siquiera en su versión VHS.

¡Teníamos que ir con un proyector de superocho!¡Lo difícil que era

enhebrarle la cinta! Todo ese trabajo para que alguien nos enhebrara a

nosotros. A mí me decían "la Porteña" o la "Lora", y no había fin de

semana que yo no tuviera mi disfrute sexual; ya sea pagando o ligando.

Bueno, no quiero ponerme nostálgico. La cosa es que una vez pintan

dos mariquitas (W y D), a las que todo el mundo despreciaba porque no

sabían disimular su condición. Nosotros siempre las recibimos con

buena onda, aunque eran una competencia feroz. Una vez nos

contaron que cuando no tenían donde caer, la dueña de una pizzería se

hizo amiga de ellas. Y con el cuento de que no las discriminaba, las

hacía trabajar gratis lavando platos en la pizzería y otras tareas por el

estilo. ¡Las trolas cumplían horario sin sueldo, con tal de sentirse

integradas a algo! Vivían de los padres y de algún manguito que hacían

por ahí, pero decían TENGO MI TRABAJO. Esta tipa tan solidaria les

escuchaba cinco minutos sus historias de amor de putos, a cambio del

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trabajo esclavo. Un día vendió la pizzería y las echó a la mierda a las dos

chorlitas, que ahora se aprestaban a ingresar "al antro porno". En ese

local pasé las noches más felices de mi vida. En ese local conseguí por

primera vez que un tipo me besara en la boca antes, o después, de coger,

no me acuerdo. Durante es un poco difícil porque te lo hace por atrás

(salvo que te apliquen el estilo "D"). Que un tipo me besara en la boca y

me prometiera llevarme a vivir con él. Era la década del ochenta. Si un

tipo le mentía a una mina, la mina se embolaba al descubrir la mentira.

Si un tipo le mentía a un puto, el puto lo amaba aunque supiera que le

mentía. Ya que te mintieran era lindo. Un día cayó la cana y terminamos

en la comisaría. Después de eso, ya los viejos no le dejaron usar más el

local a la Yoyi. La vida nos fue dispersando. En la calle no se podía

caminar. Los tacheros (todos votantes de Bussi), nos gritaban, nos

tiraban el auto encima, nos amenazaban con chumbos: y todo por estar

simplemente parados en una esquina, mariconeando vestidos de

varones. Nosotros en la calle conocíamos gente que andaba en el

apriete. Jamás ninguno de nosotras dijo una palabra. Y cuando

mataban un tachero, hacíamos vaquita y comprábamos una "Norte" pa

festejar. Cuando yo noté que la cosa no daba para más, y además

ganaba Bussi (por el voto de la gente), me hice a un lado, averigüé cómo

venía la mano con las mujeres, y entré por el aro. Hoy no sé qué soy.

Sólo sé que, cuando alguien dice "Lora", la cola me llora.

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Sueño Profundo

El primer cigarrillo…………………………………………………………………...……….....3

La prueba de Geo……………………………………………………………………………......4

Mis primeras prisiones……………………………………………………………………….....5

Las insólitas ternuras del machismo…………………………………….…………………….9

La casita y el humo…………………………………………………………………………......10

Un chileno mojado por la lluvia, todo tallado en ébano……………………………….…...11

Para discriminadores, me quedo con los norteamericanos……………………………...…17

Indice

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