Jean-Paul Sartre - Dialnet · LEYENDA DE LA VERDAD * Jean-Paul Sartre La verdad no nació primero....

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- LEYENDA DE LA VERDAD * J ean-Paul Sartre La verdad no nació primero. Los belicosos nómadas no te- nían necesidad de ella, sino más bien de bellas creencias. ¿Quién puede decir lo que hay de verdadero en una batalla? A los lentos quehaceres del labrador sólo les bastó, más tarde, una verosimilitud de conjunto, una fe segura en la constan- cia de esas grandes masas sin fronteras, las estaciones. Imagino que acogía de buen grado a los dioses erráticos y que escuchaba sus maravillas sin inquietud ni sospecha, dejando en sus limbos a lo verdadero y lo falso, mientras por fuera el verde de las espigas cobraba insensiblemente mayor semejanza con el amarillo. La fa- miliaridad con el crecimiento continuo de los cereales daba una fuerza liviana a su espíritu. No exigía de los objetos abarcados por su vista que se encerrasen en los límites de una naturaleza sin ca- prichos, y recibía con parsimonia los súbitos cambios por éstos sufridos, apelando a los más oscuros poderes que en él habitaban a fin de otorgarles una unidad aún demasiado diversa para nuestra razón. Los gritos de la multitud no lo asediaban hasta el fondo de sus pensamientos, entre los cuales se sentía con la certidumbre de una soledad absoluta. Eran éstos fuerzas dudosas, profundamente arraigadas, rebeldes al discurso, y que no parecían convenirle más que a él solo. Su mirada iba del uno al otro, cual viajero que, de retorno al hogar, considera sucesivamente los rostros de sus fami- liares, los unos sonrientes, los otros bañados en lágrimas. Estos * En memoria del gran pensador recientemente fallecido, Teorema ofre- ce a sus lectores este olvidado ensayo de juventud, que contiene-ya en ger.., men importantes claves del pensamiento sartriano. La nota que añadimos al final del artículo incluye información adicional. - -- .... 5 -

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-LEYENDA DE LA VERDAD *

Jean-Paul Sartre

La verdad no nació primero. Los belicosos nómadas no te-nían necesidad de ella, sino más bien de bellas creencias. ¿Quiénpuede decir lo que hay de verdadero en una batalla?

A los lentos quehaceres del labrador sólo les bastó, mástarde, una verosimilitud de conjunto, una fe segura en la constan-cia de esas grandes masas sin fronteras, las estaciones. Imaginoque acogía de buen grado a los dioses erráticos y que escuchabasus maravillas sin inquietud ni sospecha, dejando en sus limbos alo verdadero y lo falso, mientras por fuera el verde de las espigascobraba insensiblemente mayor semejanza con el amarillo. La fa-miliaridad con el crecimiento continuo de los cereales daba una

fuerza liviana a su espíritu. No exigía de los objetos abarcados porsu vista que se encerrasen en los límites de una naturaleza sin ca-prichos, y recibía con parsimonia los súbitos cambios por éstossufridos, apelando a los más oscuros poderes que en él habitabana fin de otorgarles una unidad aún demasiado diversa para nuestrarazón. Los gritos de la multitud no lo asediaban hasta el fondo desus pensamientos, entre los cuales se sentía con la certidumbre deuna soledad absoluta. Eran éstos fuerzas dudosas, profundamentearraigadas, rebeldes al discurso, y que no parecían convenirle másque a él solo. Su mirada iba del uno al otro, cual viajero que, deretorno al hogar, considera sucesivamente los rostros de sus fami-liares, los unos sonrientes, los otros bañados en lágrimas. Estos

*En memoria del gran pensador recientemente fallecido, Teorema ofre-

ce a sus lectores este olvidado ensayo de juventud, que contiene-ya en ger..,men importantes claves del pensamiento sartriano. La nota que añadimos alfinal del artículo incluye información adicional.

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rostros se tendían hacia él en la penumbra, como plantas hacia elsol, y, a veces, le arredraba sentir en su interior tantas cosas vivas.

La verdad procede del Comercio: acompañó en el merca-do a los primeros objetos manufacturados: había aguardado al na-cimiento de éstos para salir, annada de pies a cabeza, de la frentede los hombres.

Concebidos para responder a rústicas necesidades, esos ob-jetos guardaban toda la primitiva simplicidad de éstas: los vasos,bien redondos y con un asa grosera, no eran nada más que el esbo-zo del gesto de beber. Los raspadores, los rastrillos, las piedras deaftlar se limitaban a cobrar la apariencia del reverso de las accio-nes concertadas más usuales. De ellos no había más que desgajarun solo pensamiento, pensamiento en reposo, inmóvil, mudo, sinedad, más dependiente del objeto que de los espíritus, el primerpensamiento impersonal de esos lejanos tiempos, que permanecía,incluso en ausencia de los hombres, planeando por encima de lasobras de sus dedos.

Si el escepticismo, en efecto, vino de los campos, aportan-do los argumentos del Calvo, del Cornudo, del Celemín, es porqueninguna visión defmitiva podía convenir al brote de las mieses. Pe-ro sobre los primeros instrumentos, muertos desde su nacimiento,habían de pronunciarse palabras inmutables. Lo que podía decirsede ellos valía hasta su destrucción y, aun entonces, ninguna altera-ción insensible venía a turbar el juicio: las vasijas, si c.aían, se rom-pían en mil pedazos. Su pensamiento epónimo, súbitamente libe-rado, revoloteaba en los aires para volverse a posar sobre otras va-sijas.

Los Artesanos, fmalmente, al moldear el s11exo la arcillano habían ignorado la preocupación naciente por la forma. Perosu esfuerzo abrupto, sofocado a medio camino, se había- detenidobastante antes del dintel de la belleza, en ese dominio confuso endonde los ángulos, las aristas, los planos, son los elementos indis-tintos del Arte y de lo Verdadero.

Tales como eran, los primeros artefactos humanos debíansobrepasar absolutamente las producciones naturales, y el estuporen que, una vez perfectos, precipitaron a sus artesanos no puedecompararse más que al de ciertos sabios ante las esencias matemá-

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ticas. Ese estupor los puso a dos dedos de encontrar el famoso mi-to de los pensamientos verdaderos.

La Economía hizo el resto. En el mercado, los ingenuosanfitriones de los dioses hicieron la experiencia del engaño. Semintió antes de decir la verdad, porque se trataba solamente develar algunasnaturalezas nuevasy singularesde las que no se sabíael gradojusto de realidad.

Una respuesta espontánea puso de manifiesto al punto lasprimeras verdades. Estas no portaban aún ese nombre de Verdadpara el que tanta gloria se prometía: eran simplemente precaucio-nes particulares contra los embusteros. Cada uno, dando vueltas ymás vueltas a la vasija del mercader, tuvo cuidado de guardar ensu máxima la idea particular de esa vasijay de referir a ella todossus descubrimientos. Se convino en que una vasijano debía estaral mismo tiempo intacta y rajada. ¿Quién hubiera osado fijar se-mejantes límites a los frutQs espontáneos de la tierra? Pero aquíno se hacía más que exhumar de la arcillala intención misma delalfarero. Se tomaron otras cien precauciones de esta especie,queno fueron jamás deducidas de un principio general: la ocasión,reflexiones detenninadas, la naturaleza misma de las mercancíasproducían singularmente estos reglamentos de la policía del mer-cado. Estas jóvenesverdadesno eran, pues, primero más que prin-cipios reguladores del trueque, que concernían a las relaciones delos hombres entre sí y se aplicaban a los productos de la industria.Nacieron de una reflexión del hombre sobre su obra, no sobre lasexistenciasnaturales.

Fácilmente se estableció un mercado de palabras cuya se-de no era diferente de la del mercado de subasta. Allí se intercatn-biaban ostentaciones, cálculos, artificios, trucos circunspectos demercaaeres. Los productos del discurso conocieron aHí, muchoantes que los otros, la racionalización: se impuso un modelo úni-co. Fue como si, al detenerlo, se hubieran tomado en considera-ción las necesidades, las posibilidades de compra de los más po-bres. Se pusieron en circulación entidades simples,clarasy no uti-lizables.

La potencia del mercado liberó a los hombres de sus gran-des fuerzas interiores. En su más secreto consejo introdujeron un

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torno, un banco de trabajo a imagen de sus instrumentos de ma-dera. Captaban en el fondo de ellos mismos naturalezas inimita-bles y las depositaban en el taller. Lasgolpeabanrudamente, cur-vándolas, enderezándolas, haciendo saltar los nudos y aserran-do las copas. Después llevaban a la feria de las verdadesfragmen-tos bien alisados,bien cuadriculados, y sin embargomás próximosque los nuestros a su profundidad primera. Con frecuencia suce-día que uno fuera engañado, que comprara jumentos haraganes,malas palabras: uno se daba cuenta de aquello con el uso, al nohaber podido efectuar la oportuna revisión.De súbito, como bes-tias maquilladas que revelan sus taras, esos pensamientos teñidosaparecían inexplicables y desnudos. Entonces, en su terror de serel único que los poseyese en su memoria, el hombre frustrado losarrojaba rabiosamente al suelo. Como consecuenciade semejantesaccidentes, se adquirió la costumbre de hacer con las palabrascomo esos cambistasque muerden las monedas o que las hacen re-sonar sobre el mármol: cada uno, desde su altura, las hacía caer alfondo de sí, espiando el sonido que producían. Así nació la evi-dencia, precaución contra esas precauciones.

Pero nadie creía practicar el cambio en estas materias, nique hubiese en ellas una economía de 10verdadero. Es que cadauno, cuando hacía sus cuentas en el hogar, reencontrando en sumemoria sus propias mercancías bajo sus recientes compras, pen-saba haber adquirido algonuevo sin haber cedido nada.

Así el pensamiento operaba lentamente su paso del estadode capital inmobiliario al de bien mueble. Pero el hombre encon-traba en sí mismo una misteriosa perturbación que intentaba ex-plicar con recursos en su mayor parte aún mitológicos.Así produ-jo, en dos tiempos, la leyenda de las Verdades. Experimento uncierto embarazo al rastrear un mito que tomó tantas y tan diver-sas formas. Para bien comenzar se 10debe considerar como la tras-posición del desajuste interior de los contemporáneos, y es estedesajuste el que hay que precisar primero.

El hombre, desde hacía largo tiempo, había producido suspensamientos como su vida, y éstos se adherían a su cuerpo comolos animales egipciosmodelados por el sol en el limo del Nilo, amedio nacer y hundiendo en el fango sus patas inacabadas.No te-

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nían otro vínculo con las cosas que la gran simpatía universal,niotra acción sobre ellas que la mágica. No se les asemejabancomoun retrato a su modelo, sino como una hermana a su hermano,por un aire de familia; no expresaban más a las plantas de 10quelas plantas expresan al mar; pero viviendo, como las plantas, losvientos y el mar, con estaciones, equinoccios, flujos, reflujos, cre-cimientos precoces y después retardados, retrocesos, avances,flo-recimientos vacilantes, algo de deshecho y de terminado, unaforma de evolución, en fm, absolutamente natural.

Mashe aquí que un irresistible movimiento los empujabade repente al otro extremo del mundo, entre los productos de laindustria. Se retiraba cuidadosamente de ellosla vida, se cortabantodos sus vínculos con la naturaleza, se imponían reglastécnicas asu producción, se los convertía, en fin, en éxito precioso del artí-fice, aunque restasen inanimados, se les confería, al mismo tiem-po, el título pavoroso de "representaciones", nuevo honor, nuevodeber, y una multitud anónima se apiñaba apretadamente en el es-píritu de cada uno para controlar el ejercicio de la función repre-sentativa. El hombre ya no estaba a solas consigomismo. Cuandohabía tratado a sus pensamientos con los métodos industrialesque se le dictaban, ya no los reconocía como suyos. Le plantabancara, netos, independientes, desgajados,tan diferentes de su viday de su corazón que no podía creer que viniesen de él mismo,imaginándose que los había introducido desde el exterior. De estasuerte mutilado de lo mejor de sí, no le restaba como propiamen-te suyo nada más que los movimientosorgánicos,las pasiones, cie-gas agitaciones del cuerpo. Por encima de esta sufrida carne, tor-turada por la vergüenzade sí, planeaba Homunculus, el espíritu,del qu~ ya se decía que era "impersonal". Se ve desp~nt~raquí ala humildad cristiana. En poco tiempo el respeto; la vergüenza,lanecesidad de saber hicieron nacer primeramente cuatro Dioses,singran conformidad entre ellos, homónimos sin embargo,como losinnumerables Febos de Grecia.

El vulgo, más inclinado, en general, a atribuir el valor a lamateria que al trabajo, dió una sustancia preciosa y sutil a nues-tras ideas. Ellos la llamaron Verdad, y pensaban que si por el usocontinuado o por las namas se borrase toda traza del producto de

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nuestros afanes, la verdad recuperaría su lugar natural sin perdernada de su muy alto valor.

Fue a la Forma, por el contrario, a la que los espíritus de-licados, impresionados más bien por la diversidadde las recetastécnicas, le rindieron su culto. Ella se abatía desdeel sol como unhalcón sobre su presa, y retornaba al punto el camino del cielo,dejando para siempre entre nosotros la maravillosaimpronta desus garras. Esta diosa tomó también el nombre de Verdad.

La Magiadijo su palabra: la relación de la idea con su ob-jeto fue concebida a imagen del lazo viviente e irreversible queunía con los hombres a las estatuillas de cera cuyo seno se hora-daba. Como un rito mágico, se procedió a la fabricación de laidea. Parecía que el hombre imitase en su corazón a las cosas, pa-ra atraérselasplenas de vida. Se dió el nombre de verdad a este en-cantamiento. El mágico hechizo se extendió insensiblemente ala consideración del objeto mismo. Pero el objeto de los pensa-mientos verdaderos no era entonces más que el conjunto de lasobras del arte, vasos, cuchillos, ornamentos, todo aquello queno sabría ser sin una abstracta justicia en sus proporciones. Seimaginó, c~mo aún puede verse en Platón, en las Últimaspáginasdel Filebo, una potencia divina de la Medida,fuerza vivaque saca-ba a los seres de la Nada, y esta fuerza, proyección en el mito dela industria humana, recibió por una asimilaciónnatural el nom-bre de Verdad, de modo que pudo decirse desde entonces "no esporque es por lo que es verdadero: es porque es verdadero".

Forma, materia, relación, medida: ninguna de estas cua-tro divinidades era 10bastante fuerte para someter a las tres res-tantes. Las cuatro se acomodaron bien que mal a viviren compa-ñía, esperando del exterior su unificación defmitiva.

Algún preboste de entre los mercaderes concluyó el asun-to: hasta entonces el comercio y 10 verdadero exigían que loshombres llegasen a un acuerdo sobre ciertos principios, inicial-mente tan numerosos y tan particulares como los contratos: esepreboste se aprestó a reducirlos. Era sin duda un hombre brillan-te y abstracto, como aquellos que sustituyeron por el metro lasmedidas de nuestras antiguas provincias. De un rincón a otro dela plaza donde los mercaderes se hallaban agrupadossegúnlas afi-

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nidades de su negocio y en la ignorancia más completa de las cos-tumbres que regían en los comercios vecinos, un heraldo aportóla confusión y la inquietud anunciando que todos los principiosparticulares debían ser abandonados en beneficio de esta máximageneral.

"Una cosa no puede ser ella misma y otra distinta de ellamisma al mismo tiempo y bajo el mismo respecto".

Cuando los mercaderes estuvieron familiarizados con esta

nueva ley, todos los caminos que hubieran podido volver a dirigirla reflexión hacia el pasado, hacia una explicación histórica, se en-contraron bloqueados. Pero al mismo tiempo los cuatro dioses ri-vales, fuertemente ligados los unos a los otros, perdieron sus con-tornos y se fundieron en uno solo. Este nuevo ídolo, sin embargo,no resolvía en su seno sus antiguas incompatibilidades. (Quedóadmitido que un pensamiento, para ser verdadero, debía referirsea un objeto existente, mientras que un objeto, para existir, debíaser verdadero. Se aceptó que la Verdad de un pensamiento puedeser descubierta por la simple inspección de ese pensamiento, y ala vez que esta verdad residía en la relación de la idea con el obje-to). Lo que le confería una unidad era a buen seguro una fuertevoluntad por parte de sus adeptos, al mismo tiempo que una grandespreocupación por sus contradicciones. De este modo nacieronlos grandes dioses, devorando de pies a cabeza a los dioses locales,con todas sus armas y plenos de vida. Un hálito sutil recorrió elmundo y las almas, Verdad en los Espíritus, Verdad en las Cosas,Verdad en la estrecha unión de los espíritus y las cosas, fuerzauniversal que no desfallece y que se deslizó pronto en el lugar deese dios sin figura al que los salvajes primero, los sociólogos des-pués, han llamado Mana.

Lo esencial en estas imaginaciones y que tuvo tantas se-cuelas en otros dominios, fue el último ornamento del ídolo, laeternidad. Esta venía de suyo, puesto que la timidez le impedía alhombre ver claro: 10que él inventaba pensaba simplemente que 10descubría. Era preciso, pues, que esas doncellas tan bellas existie-sen antes que él, en algún lugar secreto, en la zozobra única de susaderezos. La palabra "contemplación", que hizo fortuna, disipólos últimos reductos. No se trataba más que de contemplar un

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mundo impasible de relaciones imbricadas, de pasamanería, denudos hechos y deshechos, de vestíbulos y pasadizos, de figurasdisolviéndoseen otras figuras,de formas que una ligeradesviacióntransformaba en otras formas, como esos dibujosgeométricos queson hexágonos o triángulos según los movimientos del ojo. El sa-crificio, como más tarde en tiempos de las arguciascristianas, fuecompletadopor este razonamiento: .

"Yo soy libre de pensar 10que quiera. Pero no puedo pen-sar más que 10verdadero, porque 10que no es verdadero no es. Loverdadero, sin duda, existe de antemano, totalmente fabricado,totalmente compuesto, imponiéndose ante mis ojos, y yo sientoen mí, como una inquietud, el reproche de mi libertad frustráda:sin duda, pero a pesar de todo, sin embargo, soy libre de pensar 10que quiera, porque no quiero pensar más que 10verdadero y mi li-bertad no es más que el poder de desligarmede las falsasaparien-cias y de mí mismo. Esto que me inquieta al presente no es otracosa que debilidad, egoísmo de recién nacido. La recta razón po-ne las cosas en su lugar, mi cuerpo entre los otros cuerpos, y des-cubre el esqueleto de las relacionesimpersonalesque sostienen mipobre carne de nada. Feliz de mí si puedo elevarlas verdadesqueconstituyen mi esencia hasta el seno de la Verdad-madrey reunir-las con el hálito puro que circula a través de esasformas sin defec-to" .

He aquí pu~s a los hombres desposeídos, solos con sucuerpo y despreciando a su cuerpo, con el espíritu aplastado so-bre esencias fabricadas. La naturaleza y sus secretos, los vientos,los meteoros que repentinamente atraviesan el cielo como un de-do que traza un signo sobre la arena, los árboles que tienden haciael sol sus brazos irregulares, los vallesy las campiñasque compo-nen con la luz y el color del tiempo conjuntos penetrados de unsentido oscuro e insistente, todo se ha desvanecido.De igual mo-do una antorcha encendida en la noche reduce de súbito el univer-so al único rostro del que sostiene la llama. Nadie ha elevado lamirada, nadie ha soñado en hundir la Verdad como una espada enel corazón de las cosas: entre el advenimiento de esta Verdad y elreino de la Cienciafalta un eslabón.

Digo pues que la Verdad, hija mítica del Comercio,engen-

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dra a su vez a la muy real Democracia, constitución original,únicaconstitución, de la que los otros tipos de gobierno no son más queformas pasajeras.

En vano ciertos filósofos han retrotraído a las edades de

oro su preciosa Desigualdad: allí ésta no encuentra lugar. Si sequiere recoger un ligero sedimento de ella, que se 10busque enesas retrasadas poblaciones en donde las mujeresno tienen permi-tido hablar entre sí el lenguaje de los hombres, que comporta otrasintaxis, otros principios, otro pensamiento. El hombre se limita ahacerse comprender lo justo para dominar. En 10restante, sus ór-denes se sitúan en una esfera extranjera más allá de 10verdadero ylo falso, poblando esas almas inferiores de grandesbloques durosy solitarios, como aerolitos. Las órdenes caídas del cielo, el senti-miento común de que los designiosdel amo son impenetrables, laimposibilidad de concertar por principio un acuerdo con él, y,aunque fuese concertado, de hacer surgircaminos paralelos, todolo que, en fin, conduce a no usar más que de la fuerza desnuda ode una potencia íntima y cuasi mágica:he aquí lo que puede pro-ducir la desigualdadentre los hombres.

Pero delante de su nuevo Idolo, delante de la fría Verdad,los más humildes se sentían iguales a los Grandes. ~l esclavopo-día comprender las órdenes del amo o, de no ser así, era porque elamo había obedecido los dictados emanados de su estómago. To-do mandamiento, por imperioso que fuera, suponía un acuerdoprevio. Poco importaba que los jefes fueran ricos ancianos,gene-rales victoriosos, un rey hijo de reyes. Los jóvenes de las familiasricas, llevadosde la mano por los sofistas, acaparaban en abundan-cia las mercancías verbales. Por aquí y por allá, en las ferias, en laplaza pública, ellos imponían sus dictámenes. Pero, de acuerdocon lo que precede, puede verse que este capital acumulado noera más que un cambio, precisamente porque todo el esfuerzo delos hombres había tenido por objeto desligarde ellos mismos asus propios pensamientos; y que ese mentor efímero que se alza-ba tras su arsenal de pensamientos políticos no se imponía en vir-tud de su naturaleza única, sino al contrario, por acuerdo consen-tido, buscado, con la multitud, y por la enorme cantidad de con-tratos particulares que tenía en el bolsillo.

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y he aquí cómo se presenta ante nosotros esta verdad: pa-ra los ojos de este tiempo la verdad está ahí, igualando a todas lascosas. Es más sencillo detectada, sin duda alguna, entre los intri-gantes. Pero cada ciudadano se confiesa a sí mismo que si un so-fista le mostrara la idea verdadera, él sabría cómo conservarla sinque se extinguiese en su memoria. Por otra parte, cuando Alcibía-des ha lanzado una idea ante el Agora, ésta ya no le pertenece más,y él no puede conservar su renombre más que a condición de re-novar constantemente su provisión.

y Sócrates, al detenerse a discurrir con un esclavo sobrelas figuras de la Matemática, era como si hubiera dicho: "Este es-clavo puede pertenecer al pritaneo con el mismo título que yo".

La esencia de esta constitución democrática, más vieja quela historia, radica en que todo hombre puede siempre reemplazaren un momento dado a cualquier otro hombre, porque siempre esposible entre ellos un diálogo socrático basado en el acuerdo y enrazones. Fue el hálito democrático el que inspiró, bajo la más ab-soluta de las monarquías, a aquel que escribía:

"El buen sentido es la cosa más extendida del mundo" .Las ascendencias divinas de los Faraones, el culto romano

de los Emperadores, el derecho divino no son más que juguetes,artificios u ornatos: yo me propongo contemplar en su desnu-dez al objeto de mis consideraciones, y por tanto dejo de lado aaquéllos. Por otra parte, la ciudad que considero es la Ciudad de-mocrática, habitada por Iguales.

Altas murallas protegen a los hombres contra toda amenazanatural, los bosques están lejanos y mudos. Solo, el cielo continúadescansando sobre estos muros, y ya algunos comienzan a trazar enél triángulos. Las casas son alineadas siguiendo las prescripciones dela Medida, encerrando todas tras sus postigos un pensamiento. ver- .dadero. Cada ciudadano se siente rodeado, como si de un capara-zón se tratase, de este Universo artificial. Se vuelve hacia otrosrostros, inteligentes e inexpresivos, y concierta prestamente innu-merables pactos lógicos. La Verdad es un tirano cruel y adorado:en su nombre se puede persuadir al suicidio al más feliz de loshombres. Circulad por esas calles rectas y regulares: todo en ellases comercio, argucias, invenciones acompasadas. Solamente el pája-

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ro, proyectando su sombra ligera sobre el bullicio de los charlata-nes, vuela asaz alto para reconocer en ese concierto de clamoreslafuerza vagade las grandes vocesnaturales.

Se aprendió a desconfiar del hombre solo. Los ancianos re-cordaban todavía con espanto la imprevisibley pavorosaarbitrarie-dad de los tiranos. Estos hombres inmensosy misteriosos,nacidosen la infancia de la República, como las especiesgigantes en lainfancia del mundo, ya los que fmalmente se había degollado porser de suyo poderosos, producían de súbito sorprendentes cata-clismos,tan desproporcionados incluso con su propia estatura queuna vez consumado el desastre ya no era posible imputárselo aellos. En las puertas de la ciudad fue inscrito que solamente launión hace la fuerza y que aquel que hace sin ayuda la obra demuchos ha recurrido a los maleficios.

De ahí sobrevinoun peligro fecundo: se había dado caza alos taumaturgos; pero éstos echaron raíces en los bosques y fueasí como apareció el temible linaje de los hombres profundos, co-mo surgidos de la tierra, que viajaban solos, inclinados sobre unbastón. Las aguas griegashan reflejado, revelándoselasa ellosmis-mos, sus altas figurassombrías y curtidas, y los que así seconocie-ron por el espejo de la onda, cautivos de sus rostros, compusieronun extraño aderezo con sus pensamientos. O bien se mofaban deellos, sin cuidarse de esta verdad que pesaba a lo lejos sobre lasciudades; o bien, si rememoraban sus propios semblantes,ardien-tes y surcados, les atemorizaba considerarlos cambiososcuros, lasformas sin geometría que portaban en sí y, en su extravío, seocultaban en secretos parajes: charlatanes o embaucadores de símismos, ninguna medida los refrenaba. La naturaleza los amaba,les prodigaba sus secretos. El miedo les otorgaba admirables es-pectáculos. Se despertaban de sus terrores omni-potentes, embria-gados,henchidos de mala fe.

Por necesidad, por malicia, por vocación profética, estosmaravillosos canallas iban de ciudad en ciudad, llevando encade-nados, como si de osos se tratase, sus terribles conocimientos, yarrancaban la limosna por intimidación, dejándoles tirar un pocode la cadena.

Hablaban de esas potencias inhumanas que rodean al

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hombre y que los ciudadanos no querían ver, contaban sus terro-res nocturnos, sus alegrías bajo el sol, y vagas resonancias desper-taban en el turbado espíritu de los iguales, como si por detrás desus nociones proverbiales hubiera quedado algo de monstruosocon 10 que no hubieran podido comerciar y que los hubiera con-denado a la soledad.

No hace falta decir que se dió muerte a esos charlatanes,siempre que se los pudo acometer por la espalda. Pero cuando suraza fue extinguida, persistió una inquietud difusa: por detrás deaquellas colinas peladas y familiares, de aquellas canteras de s11ex,¿qué terrible espectáculo aguardaba a los hombres, qué peligroinaudito amenazaba a la República? Un senado resuelto envió unaexpedición contra la naturaleza.

Los primeros que, sintiéndose sostenidos por todo el pue-blo de Iguales, pasearon sobre las cosas una mirada democráticaquedaron sorprendidos por la gran desigualdad de los efectos. Ungermen que se podía sostener bajo la uña daba nacimiento al másgrande de los árboles, una vibración un poco fuerte de la voz hu-mana determinaba a veces derrumbamientos. Más sin embargo, es-tériles y ceñudos, los minerales permanecían inmóviles, engreídosen sus secas formas. Lo que constituía otra y mucho más peligro-sa tentación es que ciertas naturalezas hablaban al espíritu y queotras no decían nada. La aristocracia natural parecía intolerable aaquellos buenos ciudadanos. Así pues, organizaron el mundo ex-terior de manera que permaneciese como la más bella conquistadel hombre. Enteramente ocupado el espíritu por sus bellas casascuadradas, sus redondas plazas, las grandes asambleas de donde seelevaban tantas palabras sabias, como, por encima de cada hom-bre, una pequeña humareda particular, dividieron las fuerzas va-riables y espontáneas; de cada objeto retiraron cuidadosamente-toda capacidad personal: si esta piedra, al rodar, actuase, si fuesecausa de un cambio entre sus semejantes, hubiera sido subversivoimaginar que fuese responsable de tal cambio. Toda su eficacia levenía de una delegación. De la misma manera que el más oscurode los votantes sabía bien, cuando el dictador declaraba la guerra,que ese terrible poder de vida y de muerte le era concedido desdeabajo:

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"Sin mí, pensaba, sin mí que lo he elegido, ¿podría enviarmeal combate? Pero yo mismo, ¿habría podido provocar la gran per-turbación? Era preciso el concurso de mis camaradas".

La fuerza pasaba de los unos a los otros y, fmalmente, albrazo que desgarraba el tratado. Una larga cadena, reuniones, ac-ciones regladas y concertadas tenían su término en este gesto de-cisivo, y la fuerza no era propiamente de ninguno de ellos: Si al-guno hubie~a sospechado teneda por sí solo, se le hubiera ejecuta-do sin dilación. Cada uno no era más que el delegado de otro o detodos los demás; considerado aparte no era más que un mineral,una piedra muerta.

Era, pues, legítimo y como piadoso para con la Ciudad su-poner una delegación pareja en la naturaleza: era fundar un natu-ralismo de la democracia.

De esta manera y gracias a una ingeniosidad enteramentehumana, la gran variedad de fenómenos dió lugar a una conve-niente diversidad de delegaciones. Pequeños ciudadanos denomi-nados átomos, más inmóviles aún que un honesto comerciante dela ciudad si se los dejase solos, se comunicaban el uno al otro el po-der prestado, realizaban el sol, el cielo azul, la cola de los pavosreales, por solidaridad. Un elector se sentía a sus anchas en el se-no de la naturaleza, se congratulaba de la moralidad del espec-táculo, podía explicar a sus hijos mediante bellos ejemplos los be-neficios de la ayuda mutua.

A un mismo Tiempo se desvanecían inquietantes miste-rios. Si, desde la muerte de los Viajeros, venía ya algún alivio dela idea de que no quedase persona alguna que hablara en términossombríos de esos secretos, cuánto más tranquilizante, más ligero,

_ más democrático amaneci~ el día en que ,seaprendió que la natu-raleza ya no tenía más secretos: nada que debiera guardarse en lomás profundo del corazón, como un viejo rencor, falto de pala-bras para expresado; todo era simple, desde la república hasta loinfinitamente pequeño, un movimiento mesurado que venía siem-pre del exterior y volvía a salir de los seres en la misma cantidadcon la que había entrado, la faz del universo constante, animadasolamente por una deliciosa multiplicidad de sonrisas. Los fantas-mas se ocultaron en las oquedades de los árboles.

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Cuando el vencedor hizo arrojar a sus pies los despojos delenemigo, dijo:

"No temais. Más allá de los montes no he encontrado más

que una gran'máquina un poco enmohecida, concebida sin econo-mía aunque todavía en buen uso. Mi misión ha terminado. Aotros corresponde la tarea de desmontar sus mecanismos".

Se vió entonces pulular multitud de sociedades reconoci-das como de utilidad pública por su carácter estrictamente colec-tivo y a las que se denominó Sociedades llustradas. Sus prime-ros miembros fueron, sin duda, demócratas fanáticos que abando-naron sus comercios o sus cargos para colonizar la Naturaleza adistancia. Para ser sabio, era preciso ante todo ser hombre hones-to y buen ciudadano, poseer en el más alto grado el espíritu detradición. Cada uno de ellos dependía de uno de sus cofrades y és-te a su vez de otro sabio. Los objetos de su estudio sufrieron elcontragolpe de esta fraternidad: la naturaleza devino un poco másfraternal, la solidaridad atómica se comprimió y cada sabio, afe-rrado al pasado, a sus múltiples cofrades presentes, como el másconectado de los átomos, pudo penetrarse de la idea de que él noera na.da, nada sin sus predecesores, nada sin sus descendientes yque no tenía otra misión que la de pulir, en la medida en que pu-diera, la obra de la colectividad.

No abandonaban sus moradas, pero se hacían traer por losmilitares, al azar de las conquistas, grandes trozos de naturaleza,rústicos y sin desbastar, a los que se depositaba en las plazas, a lasombra matemática de los edificios.

Sobre estos trozos trasplantados, resecados por los largosdías tórridos de transporte, deteriorados por los vaivenes, aplas-tados por el fatal aparato de la civilización, ensayaban, al princi-pio al azar y después metódicamente, las más recientes maravillasdel arte del cuchillero, del herrero, del relojero. Los introducíanen moldes, los calentaban, congelaban, mezclaban, dividían; em-pleaban para reducidos fuerzas ya sometidas, como se utiliza enlas prisiones a los carneros para doblegar a los culpables que noquieren confesar. Llamaban leyes a las relaciones constatadas en-tre una de sus máquinas y alguna producción natural. Los culpa-bles confesaban aquello que se quería. ¿Qué hubiéramos hecho

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Puede leerse en ciertos filósofos, raza de la que vamos aocuparnos, que el espíritu está totalmente armado, cuidadosa-mente compartimentado, que es productor engrasado, lubricante,silencioso, de lo inteligible y de la forma, pero que necesita de un

papirotazo para sacarle del sueño en que 10sume su total transpa-rencia. Sin 10 extranjero, sin aquello que viene del exterior opacoe ininteligible, se desvanecería en diáfana lucidez. Pero que 10 in-forme intente locamente atravesar-su ausencia, y el espíritu se apo-derará de él, lo sofocará, lo fragmentará, lo laminará, 10desencar-nará, obligándolo a arder en su claridad.

Yo no lo creo en absoluto, mas pienso que los filósofos, na-cidos en el medio ambiente de las máquinas, han hecho como losantiguos hombres que elevaban hasta el seno de los Dioses los ob-jetos familiares de su entorno: lo que dicen del espíritu ha sidoextraído de una reflexión sobre las máquinas y se aplica muy biena ellas.

Las máquinas han nacido mucho antes que la ciencia, antesincluso que la verdad, de una idea de hombre arrojada en una ma-teria dócil. La materia, pobre y desnuda, sin detalles, fue olvida-da, pero la idea, toda floreciente, se cebaba a sus expensas. Asífueron producidos el primer templo, el primer vaso, el primer ob-jeto que no se dispuso según la muerte. Se perfeccionaron merceda modos de razonamiento que les eran propios, con premisas ma-yores y menores hundidas en el hierro o la arcilla. No debieron suprogreso a nada más que a ellas mismas, filtrando los aportes delmundo exterior, plegando los más dóciles a las exigencias de susformas. Marcaron el primer triunfo de la idea práctica, del pensa-miento que no busca conocer, sino imponerse.

El artificio democrático de las Sociedades Dustradas fue pre-cisamente emplearlas para conocer. Como el prestidigitador queatrae la atención del auditorio hacia sus mangas, en verdad vacíase inocentes, cuando el plato está en su chaleco, hacían leer su co-razón a todo el que se les acercaba, diciendo:

"Mirad, dejamos que los hechos vengan a nosotros sin dis-tinción. No hemos tomado partido, al haber adoptado una acti-tud contemplativa" .

Cierto. Pero, incluso al admitirlo, habían jugado con

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ventaja: entre su alma pasivamente abierta, inofensiva, y el suce-so, interponían la idea preconcebida, la toma de partido deforma-dora, la obstinación inhumana y mecánica. Las máquinas están alacecho en las esquinas. Una bagatela basta para poner en movi-miento sus engranajes. Atrapan una mosca, la digieren, y producenuna máquina. Diseñadas cuidadosamente para no realizar más queun solo gesto, todo les sirve de pretexto para llevarlo a cabo. Elmercurio del barómetro, pesado, purificado, contenido, sabe des-cender y subir, nada más. Todavía hace falta, se dirá, un atisbode homogeneidad entre las máquinas y ciertos aspectos de lanaturaleza. Sin duda: es asunto del sabio prestar oído al raenormurmullo e imaginar el artilugio que 10revelará. Pero ese murmu-llo de la tierra y este pensamiento estricto de los hombres, reuni-dos un instante por el apremio, no discurren en el mismo sentido.Ese ligero estremecimiento, si la tinta roja 10 fija en el diagrama,no es ya 10mismo. Y por otra parte, si el barómetro, transportadoaquí y allá, permaneciese mudo, las precauciones están bien toma-das, yesos mutismos se llaman constancia.

Un tribuno del pueblo debió inquietarse por estas violen-cias:

"¿Estais seguros, les dijo, de que todo se haya hecho legal-mente? Ciertamente. Sabemos bien que la naturaleza ingrata nonos ha dado jamás la menor señal de aprobación. Pero sabemuy bien decir no cuando quiere: su silencio es aquiescencia". Elhombre político guardó silencio: reconocía de paso uno de susargumentos:

" ¿Decís que los Africanos sufren por la colonización? Pero,entonces 10 dirían, se rebelarían. Y sin embargo, podeis verlos, atodas horas, graves y tranquilos. Son demasiado ingratos para feli-citarse públicamente de nuestra protección. Pero no dicen .nada,10que viene a ser 10mismo" .

Mas la naturaleza no dice ni sí ni no. Ella no sabe pensarpor contrarios ni oposición: ella se calla. Los pensamientos dicenno; las máquinas dicen no, adustas ideas que aprisionanentre susgarrasun trozo de bronce o de acero.

Originalmente el sabio era libre en el dominio virgen quehabía elegido, bajo dos condiciones: debía dar una cuenta exacta

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de los resultados que obtenía al tratar a la naturaleza por una má-

quina; su pensamiento debía ofrecer desde el primer instante unaspecto razonablemente cívico. Pero las Sociedades ilustradas sontradicionalistas y, a la generación siguiente, una tercera condiciónvino a añadirse a las otras dos: era preciso que las teorías nuevasse mantuviesen de acuerdo con las de los cofrades difuntos. Deaño en año se fue estrechando la trama: razones ocultas resistíansordamente a las tentativas demasiado personales. Llegaba uncrítico que las ponía de manifiesto: la primera contradicciónarrojaba por tierra el nuevo entramado. Fue Descartes muertoquien convenció a Newton de error, y no el sol, al que en nadapreocupa si emite por relación a los hombres pequeñísimas partí-culaso rapidísimas ondas. .

En más de un caso, sin duda, el recién venido invirtió lasafirmaciones de sus predecesores. Eso fue, se dice, porque habíaencontrado un hecho nuevo e irreductible. Pero esto nos remitea las máquinas. Porque ese hecho, como ya lo he dicho, está fa-bricado por ellas. Ahora bien, entre una afirmación teórica y lasmáquinas, el sabio puede elegir siempre: pero, precisamente, eligesiempre estas últimas, porque son lo que hay de más tradicionalen la ciencia. Bajo su divisa oficial "Salvar los fenómenos" yo adi-vino la fórmula secreta "Salvar los Instrumentos". Su fuerza estáahí, porque no es a tal o cual enunciado cuyo autor pudiera aúnser encontrado al que han otorgado su fe, sino a los más oscuros,a los más antiguos basamentos, a los procedimientos, a las medi-das, a conceptos tan comprometidos que han devenido invisibles,a lo esencial en fin: lo que no fue inventado por nadie. No recha-zan, a fin de cuentas, más que la obra de los hombres que no s.eolvidan bastante, de los malos ciudadanos.

Así guardaban encadenadas sus fuerzas celosas y furiosas.de aprobación, el orgullo, la cólera, la ciega y violenta parcialidad,la injusticia, todo lo que hace de la adhesión una obscena y gozo-sa bacanal, todo lo que condiciona un pensamiento fuerte -inclu-so, ay, el amor. La multitud, la multitud sola opinaba en su inte-rior con un sordo murmullo; y ninguno consideró jamás los pensa-mientos que producían más que desde el punto de vista de otro.

La ciudad tomó cuidado de estos huérfanos, los educó con

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sus dedos puros. No hay nadie que no los haya podido ver a horafija, pasar en filas por las .calles en el ingrato esplendor de su be-lleza. Entonces cada uno se detenía con respeto, paseando sus mi-radas por los uniformes sombríos, sin poder fijadas sobre ningúnrostro. Pero nadie se inclinó jamás sobre ellos con ternura, pen-sando: "Es mi hijo".

Aquí me detengo: una grande y pesada paz reina sobre elmundo, la que saben establecer los pueblos conquistadores. Todoestá tranquilo. Los indígenas de mares lejanos envían en tributoel ámbar y la púrpura; lo seco y lo húmedo, lo cálido y lo fríopagan indistintamente el impuesto de lo verdadero. Los militaresy los sabios no tienen otro recurso para divertirse que ajustar lasfronteras, los unos provocando insurrecciones para poder repri-midas, los otros cazando con verde red los átomos disidentes. Laciudad se aburre en el centro de sus conquistas, con la mirada fijasobre esta tierra inmensa y multicolor que supo dos veces reducir.

El lector sonríe: "Usted nos habla de una época muy leja-na y de juegos de niños. Ha pasado el tiempo de la fe del carbo-nero. Le diré que con respecto a las verdades científicas, cada unoconserva hoy su afectada reserva. Debería cantar más bien el pro-greso y el paso de esta barbarie a nuestras luces".

Lo haré. Contaré el nacimiento de lo probable, más verda-dero que 10 verdadero, con su cortejo de ftlósofos. Cantaré a estehijo tardío venido del Hastío y de la Verdad.

Pero esa es una leyenda para grandes.

Traducción de Carmen García Trevijano

N. del T. Este ensayo constituye la única porción publicada de unaobra más amplia, La légende de la vérité,que Sartre compuso en su juven-tud y ha quedado en lo demás inédita. Esta "extraña mezcla de rllosofía,mito y literatura", como la denomina IstVán Mészáros. constaba de tres par-tes: "Leyenda de lo cierto" (lo cierto representaba la ciencia y su correlato

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social, la democracia), "Leyenda de lo probable" (lo probable representabala filosofía abstracta y su correlato social, la aristocracia) y "Leyenda delhombre solo" (donde se exponía el campo, superior a los anteriores, de laindagación filosófica individual y concreta y la actitud social anarquista).

En el segundo volumen de las memorias de Simone de Beauvoir(La Force de l'dge, París: Gallimard 1960, pp. 49-50) se lee este comenta-rio: "[Sartre] admiraba los mitos, a los que, por razones análogas, había re-currido Platón, y no vacilaba en imitarlos. Pero este procedimiento desacos-tumbrado imponía a su batallador pensamiento enojosas limitaciones quese reflejaban en el envaramiento de su estilo. Algo de nuevo, sin embargo,surgía bajo esta armadura; en La légende de la vérité se anunciaban las másrecientes teorías de Sartre; ya vinculaba los diversos modos del pensamien-to a las estructuras de los grupos humanos. "La verdad procede del comer-cio", escribía; ligaba el comercio a la democracia; cuando los ciudadanosse consideran como intercambiables, se obligan a emitir sobre el mundo jui-cios idénticos, y la ciencia expresa este acuerdo de sus espíritus. Las élitesdesdeñan esta universalidad; forjan, para su solo uso, esas ideas que se de-nominan generales y que no alcanzan más que a una incierta probabilidad.Sartre detestaba todavía más esas ideologías de capilla que el unanimismode los científicos. Reservaba su simpatía para los taumaturgos, que, exclui-dos de la Ciudad, de su lógica, de sus matemáticas, vagan solitarios por lu-gares salvajes y, para conocer las cosas, no dan crédito más que a sus ojos.Así otorgaba únicamente al artista, al escritor, al f'tlósofo, a aquellos aquienes llamaba "los hombres solos", el privilegio de captar en vivo la rea-lidad" .

Al mismo tiempo que formula, ya desde los inicios de la producciónintelectual sartriana, la idea de la illosofía como mensaje de salvación,este escrito juvenil se caracteriza por ser el único en el que se fundenenteramente en uno los dos proyectos de creación literaria y creación filo-sófica que Sartre luego, sin menoscabo de la unidad básica de su obra, secuidaría de separar convenientemente. En su autobiografía f'tlmada de1977, el propio autor se refiere a La légende de la vérité como "una especiede ensayo de encontrar una relación entre literatura y filosofía", a propósi-to de lo cual "al presente... he cambiado por completo. No pienso que lafilosofía pueda expresarse liierariamente. Debe tratar de lo concreto ... Pe-ro tiene un lenguaje técnico que es preciso emplear" (SAR TRE. Un filmréalisé par Alexandre Astruc et Michel Contat. Paris: Gallimard, 1977,pp. 41-42).

El fragmento aquí traducido fue publicado por recomendación dePaul Nizan en la revista Bifur, número 8, junio de 1931, pp. 77-96. (El ma-nuscrito completo de la obra La légende de la vérité había sido terminadopor Sartre en 1929). Posteriormente este fragmento fue reimpreso comoapéndice en las páginas 531-545 del libro de M. Contat, M. Rybalka, Lesécrits de Sartre. Chronologie. Bibliographie commentée, Paris, 1970, por laEditorial Gallimard, que ha cedido a Teorema los derechos de la versióncastellana.

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