Hablar en Público

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Técnicas de hablar en público

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SUMARIO

Página

INTRODUCCIÓN 5

1. EL ARTE DE HABLAR BIEN 7

2. RECURSOS DEL LENGUAJE DE LA

COMUNICACIÓN 3 1

3. ASPECTOS PSICOLÓGICOS DE LA

COMUNICACIÓN ORAL 61

4 . LA COMUNICACIÓN COMO HERRAMIENTA

D E TRABAJO 7 9

5 . HABLAR EN PÚBLICO 1 1 7

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INTRODUCCIÓN

Este libro constituye una guía de consejos claros y precisos para el uso del lenguaje hablado común y dia­rio. Presenta dispares situaciones a las que poder hacer frente mediante el arte del diálogo con amenidad y un sinfín de recursos con los que usted disfrutará, al mismo tiempo que conseguirá que otras personas gocen de su compañía.

Aprender a escuchar y aprender a hablar a su debi­do momento : éste ha sido nuestro propósi to , adiestrar a cualquiera que lo desee, con consejos sencil los, váli­dos y sugerentes para quienes aspiran a saber expresar sus ideas, tanto para un público amplio, como para quien quiere abrirse paso franco al éxi to personal de sus relaciones en la empresa, como para el t ímido, o el trabajador que no sabe cómo pedir un aumento de sueldo y, en fin, una abundante lista de recomendacio­nes a la hora de vencer los conflictos que pueden lle­gar a originar el no ser bien entendido en el mundo laboral.

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CLAVES DEL ÉXITO

Tratamos, pues, la fructífera y significativa expre­sión hablada desde muchos puntos de vista: el lenguaje del cuerpo, la conquista de la espontaneidad, la satis­facción de hablar con corrección y claridad sin masticar las palabras y las frases: las recetas más sugerentes para ser entendidos y entender a los demás en sus afirmacio­nes, conversaciones y propuestas; los distintos modos de relacionarse en el mundo empresarial favorecedores del desarrollo personal en la sociedad y el medio donde nos movemos.

De todos es sabido que aquellos que saben hacerse entender viven felices y son queridos por sus semejan­tes. Dominar el lenguaje es un método de conocimiento y de autodominio. También resulta una fuente de placer. Una vez que se han superado los problemas de todo principiante —y en este volumen se dan las claves para que así sea— comprobará que hablar en público, cauti­var, seducir con la palabra se puede llegar a convertir en un vicio.

Aproveche esta oportunidad. Enhorabuena por haber escogido este libro como lectura personal, pero no se olvide de que estas páginas son un complemento al ejer­cicio práctico. Esperamos sea de su agrado, y que de una u otra manera sirva de apoyo y desarrollo personal en su propia vida y en miras a su propio beneficio.

Lea y, sencillamente, disfrute aprendiendo.

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EL ARTE DE HABLAR BIEN

¿Es usted de los que habla sin tener en cuenta la reacción del que escucha? ¿Alguna vez ha pensado cómo se sentiría si alguien le dijera lo que usted acaba de contar? ¿Qué respuesta le gustaría escuchar? ¿A quién beneficia lo que está diciendo? Todas ellas son buenas preguntas que nos deberíamos hacer más a menudo y que se resumen en una: ¿Acostumbra a pen­sar antes de hablar?

A la hora de comentar algo debemos reflexionar sobre lo que queremos decir y cómo lo queremos decir. Así evitaremos las ofensas, las malas interpretaciones y los comentarios indiscretos. Pongámonos siempre en la situación del otro, juguemos a imaginar cómo piensa y cómo siente, y en consecuencia, cómo va a tomar nues­tro comentario, sobre todo si intuimos que puede no ser bien recibido.

Hay quien justifica confesiones insolentes con el argumento de que es una persona honesta y que, por tanto,

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no debe callar lo que piensa. Hay muchas fórmulas para exponer una objeción; se puede decir de alguien que es tonto, pero también se puede decir que es poco listo. La procacidad puede aguarnos la fiesta. Aunque siempre nos queda recurrir al ingenio para aquellas ocasiones en las que queremos mostrar desafecto por una persona.

El primer ministro británico Winston Churchill era un maestro de la oratoria y del insulto. En una ocasión definió a su colega Attlee como un «cordero con piel de cordero». En otro momento, Winston espetó a una mujer: «Nancy, es usted una criatura horrible.» «Y usted está borracho, Winston», respondió ella. «Bueno —aña­dió é l— al menos mi estado habrá cambiado por la mañana.»

R E G L A S D E O R O PARA H A B L A R C O N TACTO

« El principal secreto para hablar en público es bien simple: «Ser uno mismo.» Es indudablemente más fácil que tratar de imitar o tratar de ser otro.

• Hablar primero sobre las ideas importantes; los detalles, para más tarde.

• Evitar los insultos y las insinuaciones personales.

• No intentar convencer ni procurar acaparar el cen­tro de atención en una conversación.

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• Hacer preguntas. Tenemos que hacer hablar.

• Reaccionar a los gustos y peticiones del oyente. Atender sus sugerencias y dar lugar a una conver­sación fluida.

• Ahorrarse la t imidez y desechar la condescen­dencia.

• Mantener la calma y la serenidad en cualquier

situación; no ser agresivo ni elevar el tono de voz.

• No proponer nunca cambios que los demás no pue­dan asumir con facilidad. Hay que ponerse en el lugar del otro, intuir sus deseos, problemas y nece­sidades.

• Escuchar con atención. No interrumpir.

LO P R I M E R O : S A B E R Q U É SE VA A D E C I R

Cuando se habla de lo que se sabe todo el mundo es elocuente, tal y como dejó dicho Sócrates. A todos nos gusta hablar de lo que conocemos, en especial cuando somos protagonistas de una historia. En este caso, el relato de lo sucedido se vuelve entretenido. Ahora bien, no siempre se cumple esta premisa. En multitud de oca­siones tenemos que contar y dar explicaciones sobre hechos de los que no tenemos conocimiento en profun­didad. Es entonces cuando nos asaltan las dudas y la inseguridad. Quizá le convenga saber que:

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C O N V E R S A R N O E S C O M P E T I R

Durante la celebración de un juicio, un funcionario fue llamado por un abogado para declarar como testigo.

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• Hablar es algo que se aprende con el paso de los años a través de una preparación, lecturas y mucho tesón; no es una cualidad que se herede genéticamente.

• Si nos proponemos hablar, hagámoslo sobre un tema de nuestro dominio. Preparémoslo a concien­cia. Revisemos documentos hasta adquirir la segu­ridad y la confianza necesarias.

• Debemos planear nuestras primeras frases con sumo cuidado, su buena utilización nos dará con­fianza y relajación, imprescindibles para continuar con buen pie.

• La fórmula más eficaz para luchar contra el ner­viosismo consiste en una preparación total y rigu­rosa del discurso.

• El paso indispensable y primordial a la hora de pro­nunciar un discurso, tanto si es largo como si se trata de un simple brindis, pasa por saber lo que se va a expresar.

• Nunca hemos de ponernos de pie para «decir algo». Es mejor tener algo que decir y luego ponerse de pie.

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«¿Se considera usted un experto?», le interrogó el letra­do. «No, exactamente no», respondió el testigo. «En rea­lidad me considero un juez.» «¿Y cuál es la diferencia entre un juez y un experto?» A lo que el funcionario espetó: «La diferencia es que un experto se equivoca, pero un juez, nunca.»

Hay quien parece hablar para ganar. En la vida real nos encontramos con personas que emplean las conversaciones como un medio para promocionarse públicamente, o bien para reafirmar su autoconfianza poniendo en ridículo las opiniones de los otros. Su técnica es siempre la misma: interrumpen el discurso, se erigen en el foco de atención, creen tener siempre una opinión formada sobre cualquier asunto y, llegado el momento, elevan el tono de voz para hacerse escuchar. Es el prototipo de conversador agresivo.

¿Pretende usted impresionar a los demás cuando ofre­ce un punto de vista? ¿Le da mil vueltas a los detalles insignificantes? ¿Corrige siempre los fallos del que habla? Si es así, seguro que ha notado cómo muchos amigos y conocidos se ponen en guardia antes de iniciar una con­versación; la agresividad le puede restar naturalidad desde el momento en que los otros descubren que el objetivo es competir o aparentar que sabemos más que el grupo.

La indiscreción ofusca y hace callar al que tenemos con nosotros. En cambio, una actitud de igual a igual favorece un intercambio más fluido y espontáneo.

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T R U C O S PARA G A N A R S E A L P Ú B L I C O

Cuando sabemos que nuestro público es escéptico ante la realidad que le presentamos, cualquier nota discordante servirá para que alguno de los presentes plantee objecio­nes, puede que sin mucho fundamento: una insignificante imperfección en nuestro discurso será aprovechada para desprestigiar el tono general de la intervención.

Pero incluso en aquellas situaciones en las que el auditorio no sea hostil, uno de estos accidentes puede confundir y, lo que es aún peor, entorpecer la compren­sión de nuestro mensaje. No se trata tanto de que el gesto impensado sea censurable por los demás como que en dicho instante hemos proyectado un perfil que no se ajusta a la definición oficial que los otros manejan sobre el disertador. El resultado se puede explicar en términos musicales: una nota desafinada puede ensombrecer el resultado de una interpretación.

El día a día reproduce un sinfín de estos errores. El orador puede tropezar con alguien, resbalar, eructar o bostezar, transmitiendo así la sensación de incapacidad en unas situaciones y desapego en otras. También hay síntomas que desconciertan al oyente como son: el ansia por intervenir, tartamudeo, nerviosismo, una explosión de risa inoportuna. Hay culturas en las que el manteni­miento del control expresivo es muy estricto, tal y como nos cuenta el escritor Marcel Granet:

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<<En presencia de los padres, la gravedad constituye un requisito: por lo tanto se debe tener cuidado de

no eructar, estornudar, toser, bostezar, sonarse las nari-ces ni escupir. Toda expectoración correría el riesgo de manci l la r la santidad paterna. Sería un crimen mostrar el forro de los vestidos. Para demostrar al padre que uno lo trata como jefe, en su presencia se debe permanecer de pie, la mirada al frente, el cuerpo erguido sobre ambas piernas, sin osar apoyarse sobre objeto alguno, inclinar­

­­ ­ pararse sobre un solo pie. Es así como, con voz baja y humilde, como cuadra a un subdito, uno viene por la noche y por la mañana a rendir homenaje. Después de lo cual se esperan órdenes.>>

En determinados círculos es preciso mostrar una dis-ciplina dramática que desaparece cuando nos hallamos ante amigos y familiares. El orador disciplinado es aquel que no da pasos en falso, que no revela secretos, y que posee presencia de ánimo. Es, en definitiva, una perso­na capaz de autocontrolarse y de reprimir sentimientos espontáneos en situaciones en las que se podría poner en peligro el trabajo en equipo.

Saber estar. Esta es la expresión que comúnmen te se emplea para defender un compor tamien to adecua­do ante la situación que se presenta. Una consecuen­cia que se deriva de ello es que , en algunas ocasiones , conviene ocultar la respuesta afectiva verdadera por la respuesta apropiada, c o m o sucede en este ejemplo:

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es frecuente que cuando entramos en un grupo nuevo se nos someta a una examen que, a menudo , ocul ta su verdadera intención, y que consiste en poner a prueba nuestra capacidad de aguantar una broma. En es te caso, el grupo espera que ac tuemos cordia lmente , aunque el sent imiento expresado no sea rea lmente s incero.

DÓNDE DIRIGIR LA MIRADA

Establecer una buena comunicación visual con el auditorio también contribuye a una mejor comprensión del mensaje que se desea transmitir. Es importante dete­ner momentáneamente la mirada ante un rostro, e ir diri­giéndola a varias personas del público. Ello hará que los elegidos se sientan más implicados en la historia que se está narrando. A su vez, a nosotros nos servirá para tomar la temperatura al público sobre el interés que des­pierta nuestra intervención.

Conviene elegir las caras de aquellas personas que nos resulten más agradables, sobre todo las de aquellas en las que se dibuja con mayor facilidad una sonrisa cor­dial y tolerante. Algo que no debe hacer un orador es desviar la mirada hacia el infinito; los resultados son tan pésimos como los que genera una cabeza agachada o unos labios balbucientes.

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C O N O C E R A L Q U E NOS E S C U C H A

Si conocemos a nuestro público jugamos con venta-ja. Los periodistas lo saben muy bien. Cuando les toca realizar una entrevista deben estudiar a fondo a su per­sonaje, pues ello hará que obtengan más datos del entre­vistado durante la conversación y, a la postre, servirá para mantener un encuentro productivo.

Algo parecido le sucede al buen orador. Conocer los gustos y las ideas de los otros puede ayudarnos en la pre­paración del guión. Nuestro registro idiomático deberá cambiar según el nivel cultural del auditorio, así como nuestra disposición variará si nuestro público es adverso o está formado por incondicionales nuestros.

Cuando se imparte una conferencia a los trabajado-res de una empresa, no debemos olvidar que uno de los factores que garantizan la buena marcha de la misma es la

composición del público. En este sentido la homoge­neidad profesional es fundamental.

En el transcurso de una charla, los empleados del mismo nivel se comportan de una manera más natural que si se sienten mezclados con sus superiores. Es posi­ble que en esta situación se muestren sumamente cautos, porque prefieren no arriesgar a la hora de preguntar o de participar.

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También conviene tener en cuenta cuáles son los intereses de los receptores. Nos sentiremos más seguros si previamente conocemos cuál es el sistema de valores por el que se rige nuestro público.

La decisión con que exponemos el tema será captada rápidamente por los que escuchan, quienes a partir de ese momento estarán más receptivos y más deseosos de com­prender, al comprobar que hay alguien que ha sabido cap­tar su atención con temas sugerentes. En este sentido, la percepción que los otros tienen de uno mismo contribuye a restar o sumar credibilidad a nuestro discurso.

En muchos casos la opinión que existe en un grupo sobre nosotros poco tiene que ver con la imagen que irradiamos habitualmente. Si la imagen que el auditorio tiene de nosotros es negativa, la conversación será una buena ocasión de desmantelar esa fatídica marca que otros han colgado sobre nosotros.

En circunstancia alguna la posesión de la palabra impli­ca la posesión de la razón, y menos aún la capacidad de humillar a alguien del auditorio. La mejor manera de bus­carse un enemigo consiste en mostrar su insignificancia delante de los demás, máxime si su jefe está presente.

Un buen orador siempre tiene a mano recursos, como la ironía y la tomadura de pelo, pero raras veces los utilizará. No debe olvidar que estas armas se pueden volver en su contra.

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Si tiene que dirigirse a un grupo de jóvenes o de niños la mejor manera de metérselos en el bolsillo con-siste en ser uno más. Para ello nos situaremos en un plano de igualdad. Los más jóvenes están deseosos de saber y aprender, y siempre dispuestos a escuchar las propuestas de un mayor.

H A C E R Q U E TODOS ESTÉN A G U S T O

Muy pocos son capaces de mantener la atención de

un grupo de personas durante largo rato. La concentra-

ción se debilita por muy interesante que sea lo que con­

temos.

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El trato firme dejará paso a la templanza ante com-pañeros del mismo nivel o incluso cuando el jefe se diri-ja a sus empleados. En este caso no hay que hacer alar-de de superioridad. Por el contrario, habrá que insuflar una buena dosis de confianza estando siempre atentos y cordiales, transmitiendo la importancia que para cual­quier proyecto tiene el trabajo colectivo.

Un ejemplo de perseverancia y constancia lo constitu-yen los sindicalistas. Resulta de sobra conocido su espe-

cial habilidad para prolongar horas y horas una nego-ciación a fin de conseguir la mayor cantidad de objetivos

propuestos. El empresario que se sienta en la mesa con ellos sabe que debe adoptar la misma tenacidad.

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Cuando nos demos cuenta de que el grado de aten­ción del público decae, tendremos que poner en marcha pequeños trucos para dar un respiro y así poder engan­charlo posteriormente. Un síntoma del cansancio es la apreciación de movimientos de la gente en sus asientos con demasiada frecuencia o la insistente mirada hacia el reloj.

En este caso debemos detenernos un momento, igual que si durante mucho tiempo todos han permanecido casi inmóviles escuchándonos. Lo mejor es dar al audi­torio la oportunidad de relajarse y ponerse cómodos nuevamente. Para ello haga una pausa: ordene sus pape­les, aproveche para beber agua, cuente un chiste si el contexto lo permite o encienda el interruptor de la luz cuando se vea poco. También puede optar por acortar el discurso suprimiendo las partes de menor trascendencia.

Conviene fomentar a toda costa la participación. La sensación de equipo también se infunde en los encuen­tros donde casi todos los presentes toman la palabra. En su mano está localizar a aquellas personas que quieren intervenir pero que bien por timidez, nerviosismo o inseguridad no lo harán si alguien no les da un empu-joncito.

Hay quien teme revelar su ignorancia; otros, a quien de verdad temen es a su superior. Pero todos pueden aportar algo. Así se lo tiene que hacer ver al público que

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te escucha. Además, las intervenciones de otra persona son un indicador de lo que al público le interesa. En caso

de que alguien pregunte una cuestión que ya ha sido aclarada, no debe repetirlo enfatizando el tono y recri-

minando al que plantea la duda.

Si el escenario donde va a presentar un proyecto es

una sala de reuniones, en la que se halla presente el equi-

po directivo de la empresa, diríjase en primer lugar a la

persona mas importante; pero nunca rebaje su nivel. Pre­

gúntele por la marcha de los planes de la compañía e

incluso cómo plantearía él el tema que nosotros hemos

expuesto.

Es conveniente utilizar un lenguaje adecuado según el nivel de los presentes. En cualquier caso, evite la ter-minología compleja, ya que puede desorientar y dejar fuera aquellos que no manejan habitualmente dicha

jerga.

Hay olvidos que ofenden sobremanera a algunas per-sonas. Las entidades, los cargos o sus propios nombres pueden perderse en nuestra memoria. Así que conviene apuntarlos y pronunciarlos de manera correcta. De esta

manera evitará que alguien se moleste.

Igualmente molesto puede resultar para otra persona la imposición de nuestras opiniones o el desprestigio de las suyas simplemente porque no estamos de acuerdo

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con ellas. Un interlocutor tolerante escucha hasta el final las tesis del otro, aunque sean totalmente opuestas a las suyas. No por ello debe callar.

Existen múltiples fórmulas corteses para dar a entender que aunque se está en desacuerdo con lo expre­sado, se puede seguir hablando y profundizando sobre el tema en cuestión, como por ejemplo: «Lo que acaba de expresar yo lo veo de la siguiente manera:...»; o esta otra frase: «Me parece interesante lo que acaba de explicar, pero creo que hay otro argumento que considero más acertado.»

L A IMPORTANCIA D E SABER E S C U C H A R

Saber escuchar es una de las maneras más sublimes de mostrar respeto hacia las ideas de los demás. Aunque pueda parecer una acción sencilla es, a menudo, más complejo de lo que se cree.

Hay personas que padecen incontinencia verbal. Cuando permanecen calladas, en lugar de atender a lo que otro dice, están pensando en lo que añadirán a la con­versación cuando se haga un silencio y sea su turno de hablar. Otros son incapaces de controlar su imaginación y se limitan a asentir con la cabeza a todo cuanto oyen. En ambos casos se manifiesta una falta de respeto por quien está hablando e incapacidad para comunicarse.

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Para llegar a la comprensión total del mensaje es preciso escuchar con todas nuestras facultades, tanto físicas como psíquicas. Se escucha mejor cuando ape­nas nos movemos . De este modo la mirada se queda lija y nosotros nos concentramos con mayor facilidad. Pero también se requiere de un gran esfuerzo intelec-tual: ganas por aprender y comprender y curiosidad por el tema.

La generosidad es signo inequívoco del que sabe escuchar, que a menudo coincide con el buen orador. El que se cree con la razón y la verdad y el que apenas deja hueco para la duda tiende a encerrarse en una suerte de isla mental que lo conduce inexorablemente a la soledad y al aislamiento.

Por el contrario, el que presta atención auditiva tiene que querer comprender renunciando a sus propios siste­mas de referencia para situarse en un plano, a veces des-conocido, de interpretación de las cosas. Hay quien desatiende un discurso según la persona que lo pronun­cia, es decir, por desprecio hacia la fuente, en lugar de centrarse sobre el contenido del mensaje.

El buen escuchador vuelve sobre los temas que el

otro ha planteado, plantea dudas, añade comentarios a

raíz de la intervención de la otra persona. El pensamien-

to y, sobre todo, la observación son dos elementos que

siempre hemos de tener en cuenta.

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¿Cuándo interrumpir? La mayor parte de las interrup­ciones se producen para solucionar una duda. También tie­nen como objetivo añadir y complementar una idea.

En ambos casos el resultado es que aumenta el dina­mismo de la conversación, siempre y cuando se inte­rrumpa con tacto. Para el que escucha, intervenir repen­tinamente le ayuda a aclarar una duda. Y para el orador supone una excelente manera de saber hasta qué punto el otro está implicado en su discurso.

En los encuentros entre grupos no es frecuente que se interrumpa al que habla. La gente prefiere quedarse con la duda a levantar su voz entre el auditorio silencio­so. Pero cuando alguien osa preguntar puede suceder que el público se ponga de su parte. Esto es porque en ese momento se ha convertido en el mediador entre el disertador y los componentes del auditorio, algunos de los cuales albergarán la misma duda y se sentirán iden­tificados al escucharlo.

Procure mirar a los ojos del disertador, sonría, no cruce los brazos, mantenga las manos apartadas de la cara. He aquí algunos consejos que le ayudarán a man­tener un lenguaje auténticamente expresivo. Todos estos datos serán traducidos por el disertador como un indica­tivo del interés que mostramos por su mensaje. Igual­mente nosotros hacemos acopio de la información que nos proporciona su lenguaje expresivo.

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Evite las distracciones que vienen de fuera y deje para otro momento los temas que le preocupan. Hay quien al escuchar toma demasiadas notas por escrito, dejándose por el camino cuestiones importantes sólo por

el afán de recoger el mayor número de palabras. Otro vicio común es el de discutir mentalmente con el hablante, cuando lo mejor sería exponer las dudas en voz alta para recibir las aclaraciones pertinentes.

Déle ánimos a la otra persona para que hable prime-ro. Así conseguirá disminuir una posible atmósfera de competitividad. A partir de ese momento es probable que se cree un tono de armonía y tolerancia que suavice el contenido de la conversación.

El que ha sido invitado a iniciar una charla se senti­rá más seguro y considerado, aumentando así su autoes-tima y su capacidad de decir verdaderamente lo que piensa. Y nosotros podremos iniciar, después de haber escuchado, una intervención con mayores dosis de información sobre el otro, pudiendo aumentar la posibi­lidad de persuasión.

Localice las ideas fundamentales y retenga las dudas para una posterior aclaración. Una buena manera de demostrar atención consiste en la repetición de las ideas clave expresadas por el acompañante, pero utilizando expresiones propias: de esta manera se mantiene viva la conversación.

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A lo largo de nuestra vida oímos de muchas personas comentarios que nos despiertan la duda, porque no se dice todo lo que se piensa. Estas frases contienen, a menudo, una idea implícita que no siempre tenemos por qué alcanzar, y por lo tanto precisan de matices que nosotros habremos de pedir. Si se opta por la duda es posible que en el transcurso de la conversación se pueda dar lugar a malentendidos.

La atención continuada a veces se ve interrumpida por elementos ajenos al contenido de nuestra exposi­ción. El estado de ánimo del que escucha y, por otra parte, una innumerable lista de detalles (decoración del local, vestimenta del orador, etc.) pueden distraer al receptor. Hay quien está deseoso de que se produzca de forma inesperada cualquier incidente para bajar la guar­dia y tomarse un pequeño descanso mental.

La efusividad desproporcionada, la timidez, los movi­mientos exagerados de las manos pueden turbar al que escucha creando en su persona la misma sensación que suscita el orador. Así, si el que habla se relaja en su alo­cución, el público será más proclive a relajarse. Si cami­na mientras habla, nuestra mirada deberá pasear con él, lo cual nos cansará con mayor rapidez.

ESPONTANEIDAD Y SENTIDO D E L H U M O R

La capacidad humorística de todo orador puede ser

un arma de doble filo en su propio beneficio. Un discur-

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o serio y monotemático puede afectar desagradable­mente la comunicación. Si bien es cierto que un discur­so que gire alrededor de determinada temática específi-

ca se hace amable al oído del oyente, y en cierto modo se dulcifica el sentido de la transmisión de contenidos si el orador crea de vez en cuando un «climax irónico». Esto influye de buen modo no solamente en la transmi-sión espontánea de los contenidos, sino en la predispo-sición del oyente.

Un chiste, una gracia ingeniosa sin abandonarse a lo puramente obsceno o lo hiriente, enriquece la expresivi-

dad técnica de ciertos discursos. Y no debemos olvidar nunca la espontaneidad, aunque el expositor se halle ante un gremio concreto y deba utilizar una terminolo-gía esquemática.

Por otra parte, una frase hecha o cualquiera de los tópicos al uso, si es debidamente enfocado y colocado en lugar conveniente con un cierto desparpajo, suele ser un acierto. Da jugo léxico, oxigena el discurso y predis-

pone al auditorio a mantener intacta la atención hasta en un 80% de las ocasiones.

Pero no debemos engañarnos: toda espontaneidad requiere un gran esfuerzo individual; tras ella se agaza-

requiere un trabajo de fondo apenas perceptible. Se trata del arte de la seducción. El escritor español Vicente Molina Foix argumenta lo siguiente. «Quien ha puesto su trase-

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Se trata, pues, de seducir sin que el seducido o en este caso los seducidos, sientan motivo alguno de escán­dalo o engaño, sino presumiblemente todo lo contrario: queden admirados sin ser ofendidos, convencidos por sí mismos y por propia conversión, y en cierto modo enri­quecidos tras haber escuchado las proposiciones del ora­dor, oradora, grupo ejecutivo, profesor, etcétera.

Desviar la atención con sugerencias dirigidas directa­mente a las mujeres y los hombres que nos escuchan desde sus confortables y a veces soporíferas butacas, por medio de fraseos como: «¿No es cierto? ¿Verdad que usted haría lo mismo? ¿Acaso usted no pensó en ello antes? Don Juan vendía Amor, nosotros vendemos X», confabula una rela­ción de cierto carácter intimatorio con lo que se está dicien­do y con quien o quienes lo están escuchando.

De ese modo habremos sentado las bases necesarias para activar al auditorio, provocando en la mayoría una respuesta interior inmediata, con lo que habremos modelado a nuestro favor a una audiencia activa, atenta y sincronizada con nuestras expectativas, ¿verdad?

En cuanto a las frases a incluir, las elecciones pueden ser infinitas, pero es aconsejable la intuición. Un orador

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ro alguna vez en un pupitre —lo que equivale a todo el género humano occidental— sabe que la enseñanza es un arte de la seducción.»

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perspicaz escruta a sus posibles receptores y por medio de una inteligente observación establece una determina­da «coherencia ilustrativa».

Frases largas y correctamente hilvanadas por corre­lativos puntos y aparte, una distribución de discurso apropiada y no dubitativa, con un lenguaje fluido aun­que no veloz, contribuirán al éxito de nuestras exposi­ciones en público. Pero si nuestro deseo no sólo es expo­ner sino convencer, las frases breves intercaladas, lúcidas y relampagueantes vendrán como anillo al dedo. Pongamos un ejemplo: «No busque más, nosotros lo tenemos.» O aquel famosísimo y contundente: «Llegué, vi, vencí», de Julio César.

Ganarnos el afecto de los oyentes por medio de la espontaneidad, sacar el máximo partido de nuestra pro­pia capacidad humorística, y un agradable y elástico len­guaje fluido, serán nuestras tres primeras reglas de oro a la hora de plantearnos el «placer inteligente» de hablar en público.

Pero, ¿qué hacer cuando un auditorio irremediable­mente se hunde y se duerme en los butacones, relaja la atención, y algunas personas de la última fila abandonan la sala?

Bien, lo importante es no perder la calma; no debe­

mos dejarnos influir por ello, ni «perder los papeles»,

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como tampoco alzaremos la voz en señal de irritación. El humor es un arma cargada de presente. Apelaremos a ella, con lo que no solamente calmaremos nuestro amor propio herido. Nuestra agitada respiración ha de ser con­trolada y serenada, y cualquier chiste al uso nos ayuda­rá a conseguir el equilibrio, de esta forma incluso será probable que vuelva a florecer de nuevo la atención deseada por parte de quienes nos escuchan. Usted mismo podría bostezar delante de todos con lo que la situación quedaría por completo desmitificada. Todo el mundo tiene dotes de actor cómico: haga uso de ellas sin la menor reserva.

Recitar un verso de La vida es sueño de Calderón de la Barca tampoco estaría nada mal, o aquello otro de «volverán las oscuras golondrinas», etc. Sin embargo si el fracaso es rotundo y aplastante, inventar una historia, un chascarrillo, una anécdota, descontextualizaría el epi­sodio. Veamos un ejemplo:

«Buenas noches, queridos amigos; soñar hace bue­nos a los hombres» , conocida anécdota de un croupier

de la Nueva Orleans de principios del siglo XX, que a causa de su regular pars imonia al dar cartas, hacía dor­mir a los jugadores del casino; quienes ya le conocían no jugaban en su mesa. De todos modos y en cualquier parte siempre suele haber recién l legados incautos sobre los que l lueven las si tuaciones más disparatadas y absurdas , como el caso de un croupier parsimonioso

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HABLAR EN PÚBLICO

y tedioso hasta la desfachatez.. . Mr. Turttle, como así era apodado este señor por sus coetáneos y amigos , trabajó 26 años en el mismo casino, y esto es lo que nos interesa. Nunca fue despedido por el dueño del mismo debido a su conducta intachable, su pulcritud en el vestir, su moderación en las posibles si tuaciones límite, su cortesía y afecto espontáneo en el trato con cualquier cliente, su honradez en lo referente al dine­ro, j amás se emborrachaba o daba pábulo a comenta-rios. Y aunque su dolorosa realidad era la de un crou­pier mediocre , se hizo ganar el afecto de todos. Este buen hombre , e jemplo de amabil idad, se suicidó una noche de verano de 1912 — n o todo es de color de rosas--- por culpa de una jovenci ta criolla, que habién­dose prometido en matr imonio con Mr. Turttle, no acu­dió el día de la boda a la hora fijada. Por lo visto, fue un malentendido. Ella se disculpó con una nota, pero nuestro amigo no lo entendió así, de manera que a la noche siguiente acudió a trabajar como de cos tumbre , y puntual a la hora de cierre del establecimiento dijo a quienes se encontraban junto a él: «Buenas noches , queridos amigos ; soñar hace buenos a los hombres .» Al día siguiente lo hallaron cadáver. Pero ésta es otra historia.

A cont inuación proponemos una serie de consejos que le ayudarán a encontrar el humor como una herra­mienta mucho más manejable de lo que todo el mundo espera:

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CLAVES DEL ÉXITO

• Una regla básica ante un auditorio al que tiene que encandilar durante unos minutos es la de hacer son­reír. La sonrisa espontánea y auténtica (no la fingi­da y rígida) atrae la simpatía de los oyentes.

• Gracias al humor se elimina la rigidez y la mono­

tonía que muchas veces contiene el discurso debi­

do a la densidad y complejidad del tema que se

aborda.

• No se obstine en ser necesariamente ingenioso o chistoso para retener la atención del público. Lo que resulta cómico en boca de una persona puede no ser cosa de risa en la de otra.

• Si empleamos el buen humor como medio para relajar al auditorio, todos nuestros mensajes serán bienvenidos. Vale con un chiste, pero también una anécdota que nos haya acontecido de camino al tra­bajo o al lugar donde se celebra la conferencia.

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RECURSOS DEL LENGUAJE

DE LA COMUNICACIÓN

Qué duda cabe que el lenguaje es una propiedad característica del género humano. La facultad del habla es un don maravilloso. Y no estaría de más explicar la sencilla mecánica que hace posible su existencia.

Recordemos que la modulación del aire en las cavi­dades bucales teje con albedrío sonidos que la inteligen­cia interpreta mediante las convenciones lingüística natales de cada región del globo. El habla, íntimamente ligada a la civilización, nos permite de esta manera entendernos y sentir, comprender cuanto nos rodea, nuestra perspectiva de la vida, nuestra visión del mundo y nuestros más íntimos deseos.

La intención con que se habla transciende en noso­tros. Nadie es invulnerable a la intencionalidad de un interlocutor. Y en ocasiones la dosis de importancia de lo dicho depende en gran manera de cómo se ha sido dicho por el emisor.

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CLAVES DEL ÉXITO

No todo el mundo posee la suficiente claridad y pre­

cisión en el momento de expresar sus ideas, sentimien­

tos, quehaceres y preocupaciones. Y todos sabemos que

cualquier persona capaz de expresar y ser entendida por

muchos, gracias a su dicción y su discurso, abre camino

fértil en el trato con sus semejantes.

Hablar es un arte de persuasión, no lo olvidemos. Medios de comunicación tales como la radio, los dia­rios, el cine o la televisión se valen de ella para captar audiencia, suscitar emociones en determinadas áreas de opinión y trasmitir ideas, adelantos tecnológicos, valo­res, críticas y todo tipo de influjos e influencias.

La expresión es inagotable y necesaria. Sería una

lástima que nuestros pensamientos y estados de ánimo

no pudieran ser traducidos a palabras entendibles por

nuestros semejantes. Afortunadamente no es así, y no

sólo eso sino que el lenguaje hablado además está pro­

visto de efectismos que ayudan a la comunicación. Vea­

mos algunos de estos efectos.

L A R E I T E R A C I Ó N : UNA TORPEZA I N N E C E S A R I A

Las reiteraciones o repeticiones deberán ser volunta­rias y deliberadas, con el fin de aprovechar en lo posible las cualidades expresivas de la lengua hablada. No olvi-

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