Ensayos - Luis Tejada

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Ensayo GOTAS DE TINTA LUIS TEJADA Selección de textos del libro original: Miguel Escobar Calle

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Ensayo

GOTAS DE TINTA

LUIS TEJADA

Selección de textos del libro original: Miguel Escobar Calle

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LOS CAMINOS

Quizá en estas vacaciones, muchos habréis dado un paseo largo por los pueblos de la montaña;

habréis ido, por ejemplo, a Santa Bárbara, a Yarumal o a Marinilla; habréis transitado por esos caminos

bermejos, tortuosos y solitarios, que bordean la cordillera o la escalan francamente, que se hunden a

ratos entre montes sombríos y a ratos siguen el curso de un río pequeño que flanquean los páramos

ingentes dando vueltas y revueltas, como una cinta caprichosa, atravesando bulliciosas quebradas

frígidas, descendiendo a oscuras cañadas pobladas de ecos infinitos, subiendo cuestas enhiestas,

serpenteando por filos inverosímiles donde el viento salvaje domina, prolongándose y perdiéndose a lo

lejos, para reaparecer más allá, amarillos y estrechos, en el límite con el cielo distante, hasta llegar, al fin,

a algún pueblecillo acurrucado y perdido, con su iglesia blanca y vigilante, con sus callejuelas sonoras de

anchas piedras.

¿No os ha conmovido, no os ha llenado de una inefable melancolía el paso por esos caminos

mudos, selváticos, errabundos de la montaña? Ellos, en los medios días de verano, son terribles, son

angustiosos e inexpresivos, porque el tedio se apodera de nuestras almas ciudadanas y un cansancio

silencioso nos invade. La esperanza de llegar muere en nosotros y nos parece que estamos adheridos

para siempre a ese camino sin fin, que esa estela de tierra roja que se extiende en frente perdiéndose y

apareciendo de nuevo en la distancia, sale de nosotros mismos, es un desenvolvimiento delgado e

infinito de nuestra alma, de nuestra vida, un apéndice inacabable que nos ha nacido y que no podremos

recortar ya jamás; algo así como aquellas tiras de trapo o de papel que algunos prestidigitadores se

sacan de la boca, estúpidamente largas, inconmensurables, asfixiantes.

Sin embargo, hay momentos en que esos caminos solitarios se llenan de un misterio enorme y

delicado. Es generalmente en los atardeceres frescos, cuando el crepúsculo de oro se filtra entre los

ramajes aureolando extrañamente las hojas menudas, haciéndolas traslúcidas, ingrávidas, rutilantes unas

como sutiles puñales, rojas otras como el fuego de las fraguas. Una paz inaudita y silenciosa desciende

de los montes sobre el camino bermejo y sobre nosotros. Entonces es bueno dejar ir la cabalgadura a su

paso natural y hundirse en la beatitud mística y maravillosa del momento; detenerse a veces para oír la

música salvaje del monte, el traquear tremendo de la madera, el canto agorero de un pájaro, el

chasquido misterioso de las hojas; detenerse también para admirar la belleza singular de un árbol que

nos ha sorprendido entre todos o para aspirar el perfume acre de rastrojo que el viento nos trae en un

momento determinado; detenerse para contemplar. Con cierto contenido terror, esos trayectos de monte

quemado que hay a los lados del camino, donde los árboles, truncos y tiznados, asumen actitudes

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peligrosas, humanas y sobrehumanas: Cristos crucificados que extienden los brazos negros en el aire,

monjes brujos que rezan de rodillas sobre la tierra reseca, viejas paralíticas que se arrastran apoyándose

en los codos, figuras descarnadas que huyen de un monstruo de diez manos... Todo esto, en el

crepúsculo encantado, adquiere una vida loca y fantástica que nos hace estremecer un poco sobre

nuestros galápagos.

De pronto un campesino que arrea una yegua cargada de maíz, y su potranco peludo, nos alcanza.

Con sencillez inenarrable, nos dice:

–Buena tarde.

–Buenas se las dé el Señor –le contestamos y seguimos en pos de él, hablándole de algo,

para espantar de nuestras almas la honda melancolía crepuscular. Y es que el camino, antes

apacible y luminosos, se va haciendo trágico, a medida que anochece.

EL DESCUBRIMIENTO DE PÁCORA

A Gabriel Cano

Mi querido director y amigo:

¿No ha oído contar el cuento de un pacoreño que fue al cielo? Es un poco simple, pero

rigurosamente histórico:

Sucedió que un día murió un pacoreño –porque los pacoreños también se mueren– y fue derecho

a las puertas del cielo. En ellas, naturalmente, encontró a San Pedro, quien, como es de ordenanza, le

preguntó de dónde venía.

–Vengo de Pácora, señor –contestó el otro.

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–¿De Pácora? ¿Pero dónde queda eso? –dijo San Pedro con cierta desconfianza–. Yo no he oído

mencionar jamás ese lugar; tal vez es que usted se equivoca.

–No, señor –le respondió el pobre hombre–. Pácora es un pueblo que queda precisamente entre

Santa Bárbara y Salamina. ¡Todo el mundo lo sabe!

En ese momento llegó el encargado del departamento geográfico del cielo, y San Pedro le expuso

sus dudas. El encargado se caló los anteojos, y consultó con cuidado algunos mapas y varias carteras de

apuntes. Al cabo, resumió:

Pues aquí consta la existencia de Neira, de Aranzazu, de Salamina y hasta de Manizales, pero no se

dice nada de Pácora ¡Lo más probable es que no exista!

Sin darse por vencido el buen pacoreño, siguió insistiendo, hasta que San Pedro para terminar la

cuestión de una vez resolvió llamar al Padre Eterno. Él, que lo sabe todo, hasta lo más oscuro y

pequeño, debería decir si Pácora era una realidad en la Tierra, o una ilusión imaginaria de aquel recién

llegado.

En efecto, vino el Padre Eterno y lo pusieron al corriente del asunto ¿Y qué creéis que sentenció?

Pues dio unas vueltas por la estancia, con el dedo índice en el entrecejo, como hacen los que quieren

recordar algo difícil, se atusó la barba varias veces, miró luego hacia el techo, después hacia el suelo, y,

al fin, parándose dubitativo frente a San Pedro, exclamó:

–Hombre ¡qué te parece que yo tampoco sé dónde queda Pácora! ...

Sin embargo Pácora existe. No es una metáfora geográfica ni los pacoreños son personificaciones

de algo imaginario. Yo lo puedo imaginar porque acabo de hacerle descubrimiento de Pácora. Sí, amigo

mío, así como suena. ¿Es que sólo los Peary, los Cock, los Amundsen, pueden correr los peligros de las

grandes excursiones, y descubrir regiones ignoradas? No, ¡También un modesto periodista estaba

destinada la gloria de llegar a plantar su sombrero en la percha, virgen quizá, del Hotel de Pácora!

Es cierto que antes se recorren peripecias indecibles y hasta se arrostra el peligro de morir de una

insolación en el cañón de El Buey o de perecer literalmente de hambre en la Fonda de Arma Vieja; es

cierto que hay que atravesar desiertos de más de tres leguas, prácticamente iguales al del Sahara, en

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cuanto a la sed, porque se desconoce la existencia de la cerveza: es cierto que hay que vivir, durante

medio día largo, en la compañía molesta de animales salvajes, como las lagartijas de ojos fijos y las

chicharras de estridente silbido y quien sabe si hasta culebras habrá entre esos matorrales; es cierto que

hay que subir montañas, cruzar valles solitarios y vadear ríos más grandes y temibles que la quebrada

Santa Elena. ¡Ah si yo le refiriera cuánto hay que hacer y, sobre todo, cuánto hay que no hacer –no

comer, no dormir a medio día, no conversar, no beber, no leer– para llegar a Pácora siquiera a las ocho

de la noche!

Yo que lo he hecho al fin, quisiera, a ejemplo de las descripciones que los excursionistas famosos

han hecho de los habitantes de Groenlandia, o del centro de África, revelar al mundo –quizá lo haga

algún día– el aspecto y las costumbres de estas gentes extrañas; quisiera decir cómo construyen sus

raras viviendas y detallar ese procedimiento misterioso que adoptan para endurecer la carne, hasta el

punto de no poderse partir con el cuchillo; quisiera describir los instrumentos de tortura, en forma de

camas, porque obligan a pasar al forastero, o la manera como lo hacen morir de una indigestión,

presentándole los huevos fritos en una forma cuyo secreto sólo ellos conocen. Pero me figuro que a

usted, como periodista, le interesa por ahora el saber que, efectivamente, entre Santa Bárbara y

Salamina, hay una población que se llama Pácora, hasta cuyas puertas no es imposible llegar algún día,

si se pone en la empresa un poco de heroísmo.

Pácora, a 10 de febrero.

EL HOMBRE SOBRE EL CABALLO

Desde cierto punto de vista no podría reprocharse el gusto de esa nieta de Rockefeller que acaba

de casase en Londres con su maestro de equitación, ni el de la princesa Yolanda que prefirió, entre

muchos, al Conde di Bérgolo cuyo único prestigio consiste en ser el mejor jinete de Europa.

La nieta de Rockefeller y la princesa Yolanda tienen razón y la tienen también las innumerables

mujeres que desde el principio del mundo han sufrido la alucinación del jinete; el jinete que monta, el

hombre sobre el caballo, el jinete, ese ser esbelto de rodillas oprimentes y ojo terrible, es un espectáculo

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que reúne tal cantidad de belleza y de aire dominador, que sería imposible que no hiriera fatalmente la

imaginación de las anhelantes vírgenes de los balcones.

El caballo perfecciona al hombre; lo sobrehumaniza, lo hace heroico y supremo, lo erige en mito;

cuando aparece ese jinete eminente en el extremo de la calle, creemos que los numerosos hombres de a

pie, antes orgullosos y altos, se vuelven de pronto viles y pequeños, y los vemos arrastrándose

míseramente por el suelo.

¿Y por qué no ha de ser el jinete el tipo ideal del marido? Las mujeres, con el instinto que poseen

para apreciar cualitativamente al hombre, para medir y pesar los matices de superioridad en la elegancia

y en la fuerza, deben incluir la eficiencia posible que aportarían al amor y a la felicidad, por ejemplo, las

manos del jinete, esas manos rectoras, guiadoras, dóciles y precisas, que disciplinan el ímpetu, que

disciplinan la velocidad, que cruzan, serenas, sobre el abismo, o pasan rápidas y graves entre el fuego

de la batalla; y deben intuir la cantidad de energía opresora y dominadora contenida en las piernas

inmóviles, apretadas y ahogantes del jinete, y la infinita firmeza de las puntas de sus pies, raudos

ángulos clavados hacia la tierra, que sostienen sobre sí todo el cielo cóncavo con sus nubes y sus soles,

raudos ángulos sobre los cuales gravitan la vida y la muerte.

Además, el contacto con el caballo, que es el ser más cordial y tierno que hay y ha habido en el

mundo, lleno de humana calidez, bueno como una hermana, de aliento dulce y penetrante como el de

una mujer amada, el contacto con el caballo da al hombre no sé qué propensión a la ternura, a la caricia,

comunicándole quizá algo de su soberano poder genésico; el contacto con el caballo prepara al hombre

para el amor.

Por eso, yo creo que tienen razón la princesa Yolanda y la nieta de Rockefeller; y la tienen las

mujeres que en todos los tiempos han soñado con fugas hípicas, con raptos centauritos; las que hace mil

años se dejaban llevar sobre la cabeza de las sillas por los guerreros nómades y las que hoy huyen con

el jockey triunfante o con el cuidandero de la caballería.

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LA LOCOMOTORA

A pesar de todo lo que se dice a favor de la sabiduría de la naturaleza, yo no creo que la

naturaleza sea capaz de crear obras iguales en belleza y perfección a las que salen a veces de la mano

del hombre.

¿Cuándo nos dará la naturaleza una catedral gótica?

Podría afirmarse que jamás; sin embargo, la naturaleza ha pretendido indudablemente imitar la

obra del hombre; por ejemplo, siguiendo la obra esbelta y geométrica de la catedral gótica, la naturaleza

ha hecho el pino, imitación pálida y desmirriada que acusa pobreza de ejecución y falta evidente de

sentido artístico.

Pero en la obra del hombre hay cosas de una originalidad tan difícil y compleja, que la naturaleza

no ha intentado siquiera imitarlas. Entre ellas está la locomotora, ser misterioso y maravillosos; que yo

sepa, ningún jesuita geólogo ha encontrado en los terrenos secundario, terciario, o cuaternario, entre los

fósiles de la extraña fauna prehistórica, nada semejante a una locomotora. Aquellos paquidermos

pausados y contrahechos, de cuellos demasiado largo y piernas demasiado cortas, o viceversa, que

poblaron los bosques antediluvianos, constituyeron evidentemente un ensayo de la naturaleza, penoso y

consecutivo, para encontrar la forma posible de ese ser monstruoso y ligero al mismo tiempo, terrible y

sencillo que la naturaleza buscaba en vano. Al fin hubo de quedarse en el elefante, y paró ahí su instinto

creador.

Pero el elefante no encarna aún perfectamente aquel ideal perseguido; no es lo suficientemente

bello ni lo suficientemente poderoso, ni lo suficientemente rápido para constituir el tipo perfecto de

monstruo que necesita el mundo. Y no lo es puesto que el hombre se vio obligado a crear la locomotora

para llenar el vacío que la naturaleza no pudo llenar, a pesar de sus laboriosas y hasta cierto punto

admirables tentativas.

La locomotora es la síntesis de la fuerza suprema y de la alada ligereza Poderosa y tierna, ya por

los campos veloz como la mariposa, pero aplasta como el formidable alud. Es un ser vivo y completo;

tiene ojos que escrutan en la noche con intensidad sobrehumana; tiene un corazón detonante, cálido y

nerviosos, que arroja hacia nosotros su hálito vivificador, confianzudo y loco como el respirar fragoso de

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un ser que nos ama y solloza sobre nuestro pecho; tiene pies perfectos y ligeros, más que el casco del

caballo y que la planta del hombre; porque el mecanismo de sus bielas y sus ruedas las hace deslizar

ágil, esbelta y desmelenada, semejante a una aparición ultraterrestre.

A este dulce monstruo no le fue concedido el torbellino del sexo, pero es falaz, cruel y testarudo

como una bella mujer; quizá fue mejor así, porque si no, todos los débiles y pequeños hombres nos

prendaríamos de su gracia terrible y anhelaríamos sentir su abrazo crepitante y mortal. Así asexual y

espeluznante, es más perfecta, y así la amamos y nos ama, puesto que a veces nos mata.

FANTASÍA EN MADERA

Dicen que el pobre Maupassant, en los últimos días de su vida, sufría alucinaciones extrañas. Entre

otras cosas atormentadoras, se cuenta que una vez creyó que lo perseguían los muebles de su cuarto:

que las sillas, y los sofás, y los escaparates gigantescos y el lecho cuadrúpedo, corrían en pos de él

escalas abajo, desalados, estrepitosos y amenazantes, hasta que lo alcanzaron en un rincón del jardín y

lo molieron a golpes con sus puños y sus patas de madera.

Siempre que entro a una agencia de muebles pienso en Maupassant. Aquel hiperestésico sublime

temía a los muebles porque creía que en ellos hay algo animal y hasta algo singularmente humano. Y, en

efecto, Toda agencia de muebles da como la idea de un jardín zoológico petrificado, o, mejor, de un

osario monstruoso en que se hubieran agrupado los fósiles de una fauna desaparecida hace mucho

tiempo; colección magnífica de esqueletos reconstruidos que adoptan sobre el suelo posiciones

orgánicas, naturales, desembarazadas, como si alguna vez hubieran tenido vida, o fueran a tenerla en un

momento inminente.

Y después de todo, ¿quién me dice que hace treinta mil años los escaparates y los taburetes, los

sillones y los sofás, no andaban sueltos por el campo, correteando pesadamente en los ratos de alegría,

o, a menudo, sentándose a discutir con severidad bajo las encinas? A mí al menos, los muebles me dan

esa extravagante impresión de vida en latencia. Un taburete, por ejemplo, me parece sencillamente

humano. Lo veo como un pobre ser paralítico y circunspecto, que se pasara eternamente en cuclillas,

esperando algo remoto; tiene el aire resignado y melancólico de un gran señor venido a menos, de un

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ente superior reducido, por castigo divino o por simple hechicería, a adoptar formas imperfectas e inertes

hasta que llegue el minuto del desencantamiento milagroso.

Sin embargo, hay quienes creen que los taburetes salen a veces de ese encantado mutismo, en

raros pero merecidos instantes de expansión. O si no, ¿qué hacen en el interior de las salas cerradas,

durante las largas noches solitarias, esos seis o siete taburetes que tan ceremoniosa y cortésmente se

reciben la visita? Quizás asomándose uno por el hueco de la cerradura los vería accionar con parsimonia

y los oiría hablar de política, o de economía, o de no sé qué cosas graves y abstrusas, porque a mí se

me figura que los taburetes, y sobre todo los altos y severos taburetes de vaqueta, deben ser unos

señores filósofos y medio financieros, que sólo deben hablar de asuntos serios y tremendos, con ese

tono doctoral que adoptan os congresistas en las Cámaras.

Puede suceder que el taburete sea el tipo degenerado de una gran especie que vivió en remotas

edades o el principio de evolución de una gran especie que vivirá en el porvenir. Quizá se podría formular

una teoría en que se probara que el hombre desciende del taburete; teoría ingeniosa y verosímil que

tendría tanto éxito como las que tratan de probar que el hombre desciende del mono o del caballo.

En todo caso dentro de la extraña fauna de los muebles, el taburete es el tipo que más se acerca al

hombre; el escaparate vendría a ser el mastodonte. Un escaparate da siempre impresión de que va a

rugir con horrísono acento antediluviano; de que va a movilizar de pronto su mole gigantesca, pausada,

atropellando los menudos y frágiles objetos del tocador. Todos NOS acercamos al escaparate con cierto

íntimo pavor, con cierta solemnidad ritual como si esperáramos ver surgir de sus entrañas alguna cosa

maravillosa.

El hecho, en cambio, con su enhiesta cornamenta y sus cuatro patas cortas, es un buen buey, un

cuadrúpedo dócil y apacible, que rumia en su rincón, indiferente a todo lo que pase encima o debajo de

él.

La cómoda, de pequeños cuernos, esbelta y ligera, es un búfalo momificado.

La silla de extensión es un lagarto.

Ahora bien: ¿ese mundo fantástico de los muebles es verdaderamente inerte, como lo pensamos,

o se burla de nosotros en nuestra ausencia? Yo no sé; pero a veces, al abrir una pieza, parece que los

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muebles acabaran de recobrar súbitamente sus posiciones habituales y conservan aún un leve aire de

sobresalto y de encogimiento anhelante, como si hubieran estado haciendo alguna cosa mala, o

entregados a una furibunda batahola.

En un momento de esos los sorprendió Maupassant y quisieron vengarse de él para que no

revelara su secreto.

MEDITACIONES ANTE UNA BUTACA

Todos los hombres, aun los poco imaginativos, acarician un ideal personal de felicidad, algo que

ellos quisieran ser o hacer y a cuya realización encaminan sus esfuerzos cotidianos, o al menos, sus

deseos cotidianos, los que son incapaces de enderezar sistemáticamente sus actos con un fin

premeditado; unos creen que la felicidad está en los viajes y sueñan con poder salirse algún día por el

mundo vasto y hundirse entre las abigarradas muchedumbres que pueblan las ciudades lejanas y los

puertos llenos de color y sabor; otros piensan que quizá la felicidad esté en dejar transcurrir la existencia

apaciblemente detrás del mostrador pulcro de una tienda de telas o de una librería; hay quienes aman la

lucha compleja y peligrosa de la política y muchos tienen el proyecto, siempre latente y nunca llevado a

cabo, de abandonar la ciudad y dedicarse a la vida eglógica del campo.

Pero yo conozco un pobre y joven poeta cuyo ideal de felicidad es mucho más sencillo y más

concreto que todos; porque él solo quisiera para su vida y par su muerte, como único don de la Fortuna,

como único beneficio del Destino misericordioso que da a unos tantos millones y a otros tanto poder; el

solo quisiera, y a ello orienta sus esperanzas y en ello funda su razón de existir, solo quisiera poder

poseer alguna vez una de esas butacas, bajas, abollonadas y episcopales que exponen en los

escaparates de los almacenes de muebles. Cuando, al anochecer, pasa por ahí, el joven poeta se queda

mirándolas largamente, un poco estético y un poco deslumbrado como el que entreviera de pronto todo

un mundo de futura felicidad, como al que le permitieran contemplar un paraíso al través de frágiles

cristales.

¡Quién pudiera –dice entre sí el visionario– hacerte mía para siempre, oh mórbida butaca, y pasar

los días y los días hundido en tu regazo blando y ancho como el de una gorda matrona adorable!

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Colocarte ante la soñada ventanilla que se abra sobre los tejados grises y rojos de la ciudad y por donde

entre un poco de cielo triste o de cielo alegre; luego, abandonarse uno a ti, echado suavemente de

espaldas, con los pies rectos y altos, más altos que la frente, porque para el buen imaginar los pies

deben estar siempre más altos que la frente; con la gorra felpuda sobre la cabeza, porque para los que

tienen cierta propensión a la calvicie, el dulce peso de la gorra es como una mano cálida que se apoyara,

como una caricia amodorrante propicia al sueño y al ensueño; con el cigarro largo o con la pipa en los

labios, porque el humo ingrávido que asciende en azules volutas hasta el techo, desgarrándose como un

velo en las cabezas salientes de los clavos de la pared, arremolinándose en los jequecillos de las vigas,

envolviéndose amorosamente al alambre encerrado de la luz, porque el humo ingrávido estimula y

purifica la imaginación, la hace celeste, la lleva en pos de sí a altos mundos bellos y desconocidos. El

humo del cigarro es la mitad de nuestra vida, la más noble y espiritual, la más aérea y azul, la en que

somos más buenos.

¡Quién pudiera –continúa el visionario– hacerte mía para siempre, oh aterciopelada butaca,

silenciosa y sensual como la piel de los gatos! Odio los tiesos taburetes de las oficinas, las sillas frágiles y

estúpidas de los alones, los bancos redondos y trípodes que hay junto a los pianos y junto a los altos

escritorios de los contadores: ¿quién podría pensar y trabajar y hablar y descansar sobre esos duros

artefactos de rígidos planos que no se amoldan a las redondeles naturales de nuestros cuerpos? Rodin

esculpió al pensador en cuclillas; pero para pensar en cuclillas hay que ser de mármol como el pensador

de Rodin.

¡No se concibe al hombre que piensa y sobre todo, al hombre que es feliz pensando, sino echado

bocarriba sobre el seno fecundo, genitor de ideas y de sueños, de esa butaca matronil que yo, joven

poeta, ambiciono en vano!

SOBRE LA CONVERSACIÓN Y EL CONVERSADOR

Yo me he quejado alguna vez de esa dificultad que hay entre nosotros para encontrar el tipo

auténtico, o siquiera aproximado, del interlocutor, ese ser legendario ya –hombre o mujer– cordial y

preocupado, que ame el encanto de las ideas abstractas emitidas desinteresadamente sobre la alfombra

de un sofá, mientras las horas insentidas y ligeras corren en derredor.

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Y no es que no se hable mucho en todas partes; se habla en los costureros y en las boticas, en los

cafés, y en las esquinas concurridas. Pero el hablador no es el interlocutor, el conversador; existe una

diferencia especial entre hablar y conversar. Lo que se hace habitualmente en esos sitios es murmurar,

entendiendo por murmuraciones todo lo que se refiere exclusivamente a las personas, bueno o malo. El

murmurador es el que no alcanza a abstractar las ideas y solo puede concebirlas fundidas a los

individuos; el conversador verdadero es el que desarraiga las ideas de los individuos elevándolas a una

esfera pura e impersonal. El conversador, que procura siempre generalizar, dirá, por ejemplo: patinar es

un ejercicio armonioso y saludable; el murmurador solo acertará a decir: Fulano patina muy bien: porque

no logra aprehender las ideas sino personalizadas.

Murmurar es simplemente recordar; y como siempre es más fácil recordar que pensar, por eso se

murmura más que se conversa. Y por eso también la conversación requiere, además, un cierto grado de

selección en el ambiente y una viva curiosidad intelectual es ese deseo punzador de saber cosas inútiles,

ese interés desinteresado por las ideas y por las teorías de los demás, ese querer escudriñarlo y

discutirlo todo por el solo placer de hacerlo sin fin determinado y sin objeto práctico ninguno. La

necesidad torturante de satisfacer esa curiosidad viene a constituir al fin un vicio, el vicio de la

conversación, que algunas mentes deliciosamente amaneradas prefieren al opio o a la morfina, porque

siendo mucho más sutil produce una embriaguez igualmente delicada y fantástica. La conversación para

ciertos seres que no sé si llamar desequilibrados o desadaptados, llega a ser un verdadero paraíso

artificial.

Pero no hay peligro de que ese vicio se propague demasiado: la conversación para que se dé en

toda su plenitud, requiere, además de la predisposición natural de las personas y del ambiente particular

de cultura, como algunas de aquellas drogas perversas, cierta composición; para que las ideas fluyan

con abundancia y nitidez y la embriaguez inefable de la conversación posea totalmente a los

interlocutores, es preciso que el sitio les sea familiar; que conozcan a fondo los movimientos peculiares

de las sillas “mecedoras” o sepan ya el secreto de apoyarse en el sillón o de recostarse en el espaldar

del sofá; es preciso que hayan visto antes, varias veces, la disposición de los cuadros y adornos en la

habitación, la situación de las ventanas y las puertas y que el paisaje y la perspectiva que aparecen a

través de ellas les sean conocidos; es preciso tener cierta confianza, como para fumar cuando se quiera

y estirar un poco las piernas cuando se tenga a bien; es preciso también que los interlocutores no estén

demasiado separados para que el misterioso influjo vital, magnético, que se desprende de cada persona,

obre sobre la otra o las otras, subrayando los ademanes y dando mayor fuerza de convicción a las

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palabras; es preciso, además, que no haya una preocupación aguda que distraiga, o un malestar físico

que importune. Solo así se consigue aquella concentrada atención, aquel interés vivo y sostenido que es

necesario para entrar en la verdadera conversación, en el mundo abstraído y eminente de las ideas

puras e impalpables, pero activas, que deleitan como los fantasmas vagabundos del opio y exaltan la

mente como el jugo luminoso de los pámpanos.

Hay quienes no pueden conversar bien cuando en la reunión se encuentra una persona, digámoslo

así, “demasiado desconocida”: entre el conversador y aquella persona se determina una desconfianza

natural que cohíbe como barrera de hielo y que los lazos sutiles de la simpatía se encargan de disolver

solo después de cierto tiempo, cuando a fuerza de miradas mutuas y de reflexiones inconscientes, se

mide y se pesa al desconocido y por intuición particular, se sabe más o menos a qué atenerse respecto

de él.

Otros enmudecen por completo, cuando tienen, por ejemplo, un rotito perceptible en el calcetín,

porque se están preocupando constantemente por esconderlo; o cuando llevan la barba, demasiado

crecida, porque les parece que están causando mala impresión en su auditorio.

Algunos, peripatéticos, prefieren conversar, paseándose por la estancia, mientras el oyente

descansa sentado; en realidad, el movimiento agita las idea, las estimula, las suscita; dicen que Nietzche

solo podía pensar bien subiendo por una cuesta. En todo caso, estando de pie se tiene más libertad en

los movimientos y se infunde más energía, más convicción a los ademanes y a las palabras.

Existen también modalidades diversas dentro del conversador verdadero. Hay, por ejemplo, el que

conversa muy bien pero no sabe oír. Es posible que, demasiado fervorosamente imbuidos en sus ideas

propias, no logre coger el “hilo” de las ideas del otro, sea porque saboree en silencio lo que acaba de

decir o porque prepare lo que va a decir en seguida.

Existe el que conversa muy poco, pero sabe oír con cuidado. Quizá despreocupado

provisionalmente de sus ideas propias, desea conocer totalmente las del otro, porque pueden enseñarle

algo, o arrastrado simplemente por un interés psicológico. Para él el interlocutor se convierte en “un

caso” de observación y procura no interrumpirle para que se entregue por completo, para que desnude

su alma.

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Se da, asimismo, aunque es muy raro, el que casi no toma parte en la conversación pero sabe

suscitarla, hacerla posible con su sola presencia, elevando el ambiente: su actitud expectante y

comprensiva, infunde confianza al interlocutor que conversa ante él largas horas, con la seguridad de

que es oído cuidadosamente; él, en cambio, silencioso y sencillo, posee el arte de dirigir la conversación

por caminos eminentes, como si en cada gesto, con cada monosílabo, clavara a intervalos un mojón

indicador.

La conversación tiene, entre otros, dos enemigos mortales: el juego y el amor. Los jugadores no

conversan nunca, ni hablan apenas; embebidos en sus combinaciones interiores, solo pronuncian de

cuando en cuando y de manera automática, frases rápidas y violentas, interjecciones, imprecaciones,

estribillos subrayados con golpes de manos sobre las mesas. La conversación está vedada a los

jugadores y ese es el único defecto grave que yo le veo al juego. Y es el único defecto grave que le veo

al amor; los besos, por ejemplo, son un juego preocupado que mata la espiritualidad alada de la

conversación; desde que el amor se intercala como un intruso entre los interlocutores, la lengua se

entorpece para la emisión de ideas desinteresadas y el encanto del intercambio intelectual se desvanece

ante los devaneos efímeros del deseo y de la pasión instintiva. ¡Ah tendríamos que procurar que nuestras

amigas inteligentes no se conviertan en nuestras amantes: la boca en bruto de una mujer superior no

será capaz de darnos el placer inefable y nobilísimo que nos proporciona su mente florida!

Yo he pensado varias veces cuál sería la hora más propicia para ejercer la conversación; quizá la

de la sobremesa, después de la comida cordial, hora dilatada y rebosante en que –¡quién lo creyera!– el

espíritu aparece singularmente ligero y la imaginación excitada por esa peculiar satisfacción que se

experimenta entonces vuela exaltada hacia los espacios azules. También es propicio el atardecer

ciudadano en el rincón del café en que nos hemos sentado siempre con nuestros amigos; es propicio el

paseo de árboles, casi solitario en las mañanas de verano; y el balcón nocturno que da sobre la calle

callada, mientras todo duerme en torno. Sin embargo, como los mejores vicios, la conversación plena y

elevada no es posible; hay cierto de la noche, pero a la luz nítida y amplia de las lámparas, que nos

permita contemplar con precisión los ojos, las manos y, sobre todo, los movimientos característicos de la

boca del interlocutor. En la sombra, la conversación plena y elevada no es posible; hay cierto pánico

instintivo que elimina la felicidad de emisión de las ideas e interrumpe el hilo sutil de la inteligencia mutua

entre los conversadores.

Como los mejores vicios y como las pasiones más aberrantes, la conversación hace perder las

nociones del tiempo y del deber. Olvidamos las citas, posponemos las visitas, llegamos tarde a la oficina

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o a la casa, porque la conversación nos ha detenido en algún secreto escondrijo ejerciendo sobre

nosotros su influjo irresistible. Las ideas son, en resumen, un licor traidor que llevamos dentro de

nosotros mismos y que al agitarlo nos exalta, imprimiendo, como el vino o como amor, un brillo

relampagueante a nuestras pupilas y un colorido encendido a nuestras mejillas; los que conversan, como

los que aman o beben, pierden poco a poco la noción de la realidad inmediata, se desconectan del

mundo externo y habitual para penetrar en un mundo fantástico donde creen estar solos y donde

caminan y accionan idealmente como en un sueño de éter.

BIOGRAFÍA DE LA CORBATA

¿Cuándo podré escribir un largo libro minucioso sobre la psicología de las ropas? Me obsesiona la

idea de hacer, en un estilo expresivo y sincero, la biografía de esa humanidad silenciosa, hueca, cálida,

que pasa la existencia colgada a los roperos, expuesta en las vitrinas, sumida en los escaparates de los

montepíos, o adherida a los hombres como una segunda personalidad envolvente; las ropas son un

molde de humanidad o una humanidad vacía, que plagia y se asimila la vida y la forma de la otra

humanidad: cada hombre tiene un segundo cuerpo en ese vestido completo que yace colgado en la

esquina de la alcoba.

¿Algún día, provista ya de una verdadera vida propia, se pondrá en marcha por sí sola esa doliente

muchedumbre de gentes “en potencia”, que son los trajes de los hombres?

Yo, quizá, he empezado a observar algunos indicios de la presencia de ese fenómeno inusitado,

pero verosímil. Hace cierto tiempo estoy estudiando con cuidado la psicología de mi corbata, sus

costumbres, su manera de ser, su genio, en fin, y de pronto me asalta la idea de que esa corbata pueda

llegar a adquirir un alma independiente, pueda llegar a construir un organismo intrínseco, con vida animal

propia, autónoma.

Mi corbata es una vieja tira de seda, que ha ido alargándose y puliéndose, haciéndose sutil y dúctil

con el tiempo y con el uso; y el contacto continuo, la existencia perenne junto a un hombre, la ha

espiritualizado un poco, le ha dado cierto calor de alma; podría decir que mi corbata casi vive.

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¿Casi vive o vive realmente? Yo no sé. Pero entonces, ¿Por qué a veces se desliza por sí sola

desde la barandilla de la cama? ¿O por qué, a menudo, huye de la silla y aparece en el rincón opuesto

apaciblemente enrollada como una serpiente que duerme? ¿O por qué, en una ocasión la buscamos en

vano durante tres días, hasta que se hizo invisible por sí sola cerca de un agujero del entablado? ¿Era

que estaba en excursiones subterráneas?

Yo siento la inminencia de esa mañana prodigiosa que mi corbata va a salir arrastrándose

onduladamente detrás de mí, como un pequeño animal amaestrado.

Y no puedo sustraerme al temor a hora cuando, frente al espejo, hago el ademán característico de

anudar la corbata, ese ademán sintético que es como un simulacro de estrangulación, que le recuerda a

uno todas las mañanas la proximidad de la muerte. Me veo, me sorprendo con un aire de domador de

serpientes, con el aspecto místico del que lleva enroscado al cuello un crótalo traidor.

EL SOMBRERO REFUGIO DEL ALMA

Yo he pensado muchas veces: ¿por qué el hombre no nace con sombrero? Y es que el sombrero

no puede considerarse como una prenda arbitraria, del vestido, sino, en cierto modo, como un órgano

específico, como una cualidad esencial del hombre. El sombrero es seguramente lo único que diferencia

hoy al hombre del mono. Y si el alma existe verdaderamente y tiene algún lugar especial de residencia en

nosotros, ese lugar tiene que ser indefectiblemente el sombrero.

Al menos, el sombrero es lo que da con mayor exactitud el carácter Psicológico de cada hombre, es

lo único que demuestra que en el hombre puede haber algo más que la simple vida animal. ¿No

conocemos la conciencia de ese hombre, en sus realidades más recónditas, por la manera de ponerse el

sombrero? Sí; el sombrero exterioriza nítidamente toda esa suma confusa de sentimientos y de

pensamientos que se llama espíritu humano. El sombrero es la expresión externa más pura y más gráfica

de los aspectos íntimos y especiales que ese espíritu adopta en cada individuo.

Ved ese viejo sombrero abandonado sobre la mesa es: es una cosa radiante e insinuante, cargada

de densa personalidad y de profundos pensamientos. Ni los ojos, ni las manos, ni siquiera la frente del

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hombre, nos dan la sensación concreta de espiritualidad que nos da su sombrero; y ninguno de esos

órganos, tan expresivos sin embargo, nos revelan con tanta claridad el pasado y el porvenir, el carácter,

la educación, la procedencia, la vida eterna, en fin, de cada individuo, con todas sus incidencias ocultas,

con todas las bondades y las maldades que nadie lograría adivinar de otra manera. ¿Spencer no escribió

un tratado sobre el sombrero en relación con el curso de las ideas políticas? Es que el sombrero es la

mayor concreción de la personalidad, aún en sus manifestaciones más efímeras; el sombrero, con sus

gestos característicos, con sus insinuaciones y sus desnudeces, extraordinariamente expresivas, es, en

realidad, como un resumen de la novela psicológica de cada ciudadano.

Tal vez, solo por el sombrero puede probarse hoy la existencia del alma. Por lo menos, el sombrero

nos demuestra gráfica e irrefutablemente que si el alma existe, es ahí, en ese adminículo espiritual,

donde debe de tener su residencia o refugio.

EL MITO DEL FAUNO

¿Por qué no hemos de dedicarle un pequeño capítulo a los zapatos? Estoy seguro de que los

zapatos están colaborando con la modificación anatómica del hombre, con un fin místico y terrible; los

zapatos harán posible la realización de un mito antiguo: el mito del fauno. Sí, un día, muy próximo quizá,

la tierra soportará la presencia verdadera de ese ser extraño, de rostro humano y cascos de cabra, de

que nos hablan las leyendas helénicas.

El zapato, el fuerte zapato de cuero que usa el hombre civilizado, verificará esa evolución

maravillosa, como lo somete cruelmente a un proceso lento y eficaz de deformación.

Ya el pie ciudadano ha perdido muchas de sus mejores cualidades ancestrales. Ha perdido la

capacidad prensil que debió poseer lógicamente, como la posee la mano y como la posee en sus cuatro

extremidades, el mono, abuelo indiscutible. Ha perdido también, su extensión primitiva y se ha hecho más

corto y más ancho, marcando una tendencia notoria a la redondez. Ha perdido por la falta del ejercicio

libre que estimula el desarrollo, la elasticidad y la docilidad que pudo tener; no se dobla o se encoge

fácilmente, como la mano, ni sus dedos se despliegan en abanico, en un anhelo de aprehensión, como

los dedos de los montañeses acostumbrados a ascender con los pies desnudos. Los dedos del pie del

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hombre han empequeñecido y encorvado, paralizados por la inmovilidad, los cuatro menores señalan la

tendencia visible a formarse en una sola masa callosa, mientras el dedo mayor se envuelve rígido y

gordo y se arma de una uña cada vez más invasora y agresiva. Estas características, que se acentúan y

fortalecen todos los días con la presión del zapato, anuncian ya la presencia del casco hendido, de la

pezuña caprina. Esperemos un poco, a que ese callo conquistador se endurezca, a que esos dedos

atrofiados se acaben de fundir en una sola pieza cóncava, y tendremos sobre la tierra al fauno auténtico,

al inefable monstruo legendario que creó la imaginación de un pueblo exaltado, visionario, escrutador

inconsciente del porvenir.

Alegrémonos de haber encontrado la razón de ser una cosa aparentemente inexplicable: la

existencia de los zapatos. Si no se tratara de la realización de un fin místico, poético y preconcebido; si

no se tratara de hacer verídica una leyenda religiosa, los dioses no habrían sometido a la doliente

humanidad al tormento de ir eternamente metida por los pies dentro de un molde encendido y chirriante,

que hace pensar en las penas del infierno.

PARADOJAS GEOMÉTRICAS

Yo tengo un amigo que pasa buena parte de su vida sentado a la mesa propicia del café,

inventando lo que él llama ideolas; y llama así a eso que inventa , porque en verdad no alcanzan a ser

ideas sus invenciones; son apenas cortas y frágiles arquitecturas de palabras, más imaginativas que

intelectuales, tal vez no desprovistas de ingenio, pero que, estoy casi seguro de ello, no irán a

revolucionar el mundo como las teorías de Einstein están revolucionando ahora las leyes de la física

molecular y de la mecánica celeste; sin embargo, me resuelvo a consignar en una serie de pequeñas

crónicas todas esas ingenuas combinaciones, frutos de una mente, joven, desocupada y cavilosa, a título

de entretenimiento para el lector y para mí.

“Entre la materia y el espíritu –dice por ejemplo mi amigo– no puede existir solución de

continuidad: constituyen en realidad la misma sustancia; sólo que el espíritu es un aspecto de la materia

demasiado sutil para que los sentidos lo aprecien y lo perciban con precisión; pero, como se ha logrado

condensar el hidrógeno, se logrará condensar el espíritu hasta reducirlo a sólidos; entonces se podrá

comprar por gramos en las boticas, y se comprarán también la imaginación y el pensamiento;

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adquiriremos media onza de imaginación en la tienda de la esquina, cuando la necesitemos, y podremos

guardar en un frasco el espíritu de nuestra novia muerta.

“Y lo más curioso –continúa mi amigo– es que el proceso de la transformación de la materia, al

transformarse, adopta cuatro aspectos geométricos, cada uno más especial que el anterior, y que son,

en su orden ascendente: el ángulo, el círculo, el espiral y la línea recta.

“En la obra de la naturaleza lo mismo que en la obra humana, el ángulo es la actitud más común y

primitiva que asume la materia, la más brutal y simple: la que está en los guijarros, en las rocas, en las

grutas, en las pirámides, disformes, en las construcciones tumbales de los hombres prehistóricos; es lo

primero que traza el niño en la pizarra, y que se le ocurre al oscuro artesano; es la combinación menos

inteligente y más sencilla que acude a la mente del hombre, y que elaboran las ignotas fuerzas naturales.

“En el círculo, en cambio, la materia empieza a ennoblecerse; diríase que el círculo es el principio

de purificación, la desangulación de la materia por el movimiento; puede suponerse, por ejemplo, que un

cubo girando alrededor de su eje llegará a convertirse en esfera, y cada uno de los cuadrados

superpuestos que constituyen ese cubo, se convertirá en círculo. Y ahí tenéis cómo, si parece imposible

hallar la cuadratura del círculo, quizá no lo será tanto encontrar teóricamente encontrar teóricamente la

circulación del cuadrado. En todo caso, significa más inteligencia, más perfección creadora en la

naturaleza, el hacer una naranja que un guijarro; la aparición del arco y de la bóveda en la arquitectura,

constituye uno de los descubrimientos más admirables de la humanidad.

“Y ahora, podríamos imaginar que el círculo, en un ímpetu de ascensión, en un anhelo maravilloso

de subir, se rompiera de pronto y se enroscara sobre sí mismo, como la serpiente erguida sobre su cola:

esa es la espiral. Su nombre dulce y ligero, dice algo de lo que hay en ella de aéreo; está en todo lo que

desea ascender, en todo lo ideal y puro que quiere llegar al cielo: en los peinados eminentes, de las

mujeres, tan espirituales, que se alzan como pequeñas torres perfumadas; en el humo azul de los

bohíos, holocausto bien mirado de Dios, puesto que se eleva hasta Él; ¡En los sueños cándidos de las

vírgenes, poblados de escalas de oro! El corazón mismo del hombre es un espiral al revés, mal colocada;

y es que, realmente, el corazón, solitario y abandonado tan a un lado del pecho, da la impresión de que

no los hubieran arrojado desde lejos, y por eso quedó así, de cualquier manera; pero si el corazón

tuviera su vértice hacia arriba, como todas las espirales, yo estoy seguro, de que el hombre sería

siempre bueno; nuestros instintos malos vienen sin duda de esa transposición de bases.

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“La línea recta es la espiral que se endereza por completo; es el límite de la materia y el infinito; es

la espiritualidad absoluta. El alma tiene que ser recta; y Dios mismo, ¿no dicen que es un eje supremo,

alrededor del cual gira el universo?”

Por la copia:

Luis Tejada.

Cromos, Nº 315, julio 22, 1922

EL ARTE DE DORMIR BIEN

Siempre he creído que no se debe dormir acostado, o al menos, esa es la peor manera que se ha

podido inventar para dormir. Estar acostado es generalmente más incómodo que estar sentado o que ir

caminando; un hombre es capaza de andar diez horas consecutivas, sin fatigarse demasiado o de

permanecer un día entero en su silla de trabajo, sin cambiar de actitud, pero no soportaría ese mismo

tiempo en el lecho sobre un solo lado; estar en una misma posición es el suplicio más doloroso de los

enfermos que no se pueden mover: al cabo de pocas horas se sienten magullados como si los hubieran

molido a palos. Es lógico: el hombre no está conformado para permanecer algo menos de media vida

ajustado horizontalmente a un plano más o menos duro y liso; si el acostarse fuera una posición natural,

el hombre tuviera recubierta toda la parte anterior del cuerpo de carne blanda y rolliza como en las

posaderas o en la planta de los pies, perfectamente adecuadas, ambas cosas, para apoyarse en ellas

con frecuencia. Pero por delante, por detrás, por los lados, el cuerpo está a todo lo largo lleno de

angulosidades y protuberancias que estorban la comodidad al acostarse; por eso damos tantas vueltas y

revueltas, nos estiramos y nos encogemos en busca de una posición agradable antes de conciliar el

sueño; por eso amanecemos con el cuello torcido, con las mejillas y las orejas cruzadas de hendiduras,

con los brazos entumecidos por falta de circulación.

¡Los brazos! ¿Qué opináis de estos terribles aparatos? Yo quisiera abrir una encuesta entre mis

lectores, así: ¿Qué hace usted con sus brazos cuando duerme? Problema enorme que cada cual procura

resolver en vano: unos los colocan en cruz bajo la cabeza, otros juntan las palmas de las manos en

actitud de rezar con devoción, y descargan sobre ellas la mejilla; hay quienes introducen manos y brazos

entre las rodillas, y aprietan con fuerza como si les fueran a robar, o los extienden a lo largo de la

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almohada como un crucificado, o los dejan sobre el pecho como los difuntos; muchos, ¡ay! no sabemos

nunca qué hacer con ellos, cómo acomodarlos, dónde dejarlos: a lo mejor, cuando ya creíamos estar

satisfechos, sentimos algo que nos punza por el hígado, algo duro y extraño como un codo ajeno, vamos

a ver y es nuestro mismísimo codo.

Por todo eso se advierte que no es propio ni cómodo dormir acostado. Ahora bien: como todavía

parece imposible llegar al ideal de poder dejar los brazos y las piernas junto con los pantalones en el

taburete lo mejor sería intentar una modificación de la forma corriente de los lechos, que permita adoptar

en ellos situaciones más amables; yo he soñado con este aparato del porvenir, que no se aún cómo será

precisamente, pero que me imagino un poco cóncavo, oblicuo y muelle, para poder dormir en él medio

sentado, el busto echado levemente hacia atrás y las piernas sabiamente estiradas; para los que sufren

del corazón, esa sería la actitud ideal.

No me explico cómo se ha descuidado tanto el arte de dormir bien, cómo no se ha buscado

científicamente la manera de hacerlo con absoluta perfección, porque ¡cuán grave y serio es el dormir y

cómo debíamos prepararnos para ello, no considerándolo como un acto sencillo y natural, sino a la

manera de un rito misterioso y solemne! ¡Yo, lo confieso, siento siempre al acostarme no sé qué miedo

indefinible: sé que voy a entregarme inerme y desnudo a todos los probables enemigos: los terremotos y

los ladrones, los incendios y las congestiones cerebrales!

¡Nada más que por esa presunción justificada de que algo podría sucedernos deberíamos dormir

casi de pie, para estar más listos a todo y más tranquilos, para no movernos así, tan humildes y vencidos

como los brazos sobre la cabeza, como el soldado cobarde que se rinde!

Cromos, Nº 330, noviembre 4, 1922