EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

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1 EL SUEÑO DE ESPRONCEDA José de Espronceda Sé que voy a morir. Llevo postrado en la cama de mi humilde vivienda en la calle de la Greda nº 19, de Madrid, más de cuatro jornadas y presiento que hoy será mi último día en esta tierra a la que he amado con todas mis fuerzas y a la que he servido con la convicción de un poseso de su libertad. Pero ahora ya es tarde y todo queda muy lejano en mi memoria. Mi respiración está descompuesta y aunque mis amigos han costeado a los mejores médicos de la capital, el aire, ese aire limpio y perfumado madrileño que tantas veces he respirado por sus calles, sus plazas, sus románticos jardines, hoy entra en mis pulmones como si fueran afilados cristales que me desgarran por dentro. No puedo respirar y siento en mi garganta como una argolla de hierro candente que me va estrangulando poco a poco. Viendo mi estado, me viene a la memoria la escena del ajusticiamiento de un pobre diablo, allá por mi primera juventud, en que fue condenado al “garrote vil” en la Plaza de la Cebada de Madrid. Cuando el verdugo fue atornillando la argolla que aprisionaba su garganta, más que el terrible dolor físico del pobre individuo atado e indefenso en su potro de tortura, lo que recuerdo son sus ansias por absorber un poco de aire para sus pulmones. Siempre lo recordé como una afrenta a la dignidad del hombre, por muy perverso que éste fuera; siempre luché, tanto en las trincheras como en el

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Sé que voy a morir. Llevo postrado en la cama de mi humilde vivienda en la calle de la Greda nº 19, de Madrid, más de cuatro jornadas y presiento que hoy será mi último día en esta tierra a la que he amado con todas mis fuerzas y a la que he servido con la convicción de un poseso de su libertad. Pero ahora ya es tarde y todo queda muy lejano en mi memoria. Mi respiración está descompuesta y aunque mis amigos han costeado a los mejores médicos de la capital, el aire, ese aire limpio y perfumado madrileño que tantas veces he respirado por sus calles, sus plazas, sus románticos jardines, hoy entra en mis pulmones como si fueran afilados cristales que me desgarran por dentro. No puedo respirar y siento en mi garganta como una argolla de hierro candente que me va estrangulando poco a poco. Viendo mi estado, me viene a la memoria la escena del ajusticiamiento de un pobre diablo, allá por mi primera juventud, en que fue condenado al “garrote vil” en la Plaza de la Cebada de Madrid.

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EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

José de Espronceda

Sé que voy a morir. Llevo postrado en la cama de mi humilde

vivienda en la calle de la Greda nº 19, de Madrid, más de cuatro jornadas

y presiento que hoy será mi último día en esta tierra a la que he amado

con todas mis fuerzas y a la que he servido con la convicción de un

poseso de su libertad. Pero ahora ya es tarde y todo queda muy lejano en

mi memoria. Mi respiración está descompuesta y aunque mis amigos han

costeado a los mejores médicos de la capital, el aire, ese aire limpio y

perfumado madrileño que tantas veces he respirado por sus calles, sus

plazas, sus románticos jardines, hoy entra en mis pulmones como si

fueran afilados cristales que me desgarran por dentro. No puedo respirar

y siento en mi garganta como una argolla de hierro candente que me va

estrangulando poco a poco. Viendo mi estado, me viene a la memoria la

escena del ajusticiamiento de un pobre diablo, allá por mi primera

juventud, en que fue condenado al “garrote vil” en la Plaza de la Cebada

de Madrid. Cuando el verdugo fue atornillando la argolla que

aprisionaba su garganta, más que el terrible dolor físico del pobre

individuo atado e indefenso en su potro de tortura, lo que recuerdo son

sus ansias por absorber un poco de aire para sus pulmones. Siempre lo

recordé como una afrenta a la dignidad del hombre, por muy perverso

que éste fuera; siempre luché, tanto en las trincheras como en el

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Parlamento, para eliminar esta forma salvaje de hacer “justicia”, y ahora

que yo me encuentro en una situación muy parecida, vuelve de nuevo a

mi memoria lo terrible de la escena vivida.

No, no tengo dolores. Deduzco que me han sedado con morfina y

en esa inconsciencia del duermevela, con los ojos semicerrados a la

espera del momento final, puedo observar, como entre nubes de celofán

que se hubieran instalado en mi habitación, a cuantos me acompañan en

estos delicados momentos, entre los que distingo las voces de amigos

personales, pero también de políticos que han venido a certificar mi

defunción y darse el gusto de comentarlo en las tertulias después de las

sesiones parlamentarias del día.

Conforme voy entrando en un estado de relajación final, se me van

afinando las percepciones sensoriales. Mi vista, por momentos, es capaz

de captar los rostros de las personas en mi alrededor e, incluso, en

muchos casos, he sido capaz de recoger los rictus de sus caras según sus

estados de ánimos frente a mi muerte. También el oído, que últimamente

sentía deteriorarse, ha sufrido una espectacular recuperación, de tal

manera, que llegan a mí nítidamente los tonos de los presentes en el

cuarto y puedo determinar sin ningún tipo de equivocación la franqueza

de sus sentimientos frente al ya vencido cuerpo, en muchos casos, de su

amigo o adversario político.

Pero mi sorpresa, para mí agradable sorpresa aunque lo hubiera

escuchado en más de una ocasión sin llegar a creerlo del todo, es la

recuperación de la memoria de lo vivido desde los tiempos de la niñez,

que corren por mi mente con una precisión, una limpieza de imágenes y

un gozo, que hacen que mis dudas y mis miedos frente a la muerte, si

alguna vez los he tenido, queden en un segundo plano. Ya sé que no

tengo edad para morir; que empezaba a estar en lo mejor de mi vida,

tanto política como literaria, pero también sé que los excesos de mi

alocado paso por este mundo ahora me cobran, con creces, su precio con

intereses. Mi querido amigo Antonio Ferrer del Río dirá sobre mi vida

pocos años después de yo muerto y a manera de justificación de mis

excesos: Triste, muy triste es ver al cristalino y murmurante arroyo

transformado en impetuoso torrente, que cae y se quebranta de peña en

peña hasta arrastrarse en el llano, cuyas arenas lo absorben antes de

convertirse en espaciosa laguna para retratar en su diáfana superficie

todas las bellezas que la creación hacina en sus márgenes privilegiadas.

Triste, muy triste es ver cómo desciende al sepulcro en la flor de sus

años el hombre que se eleva en alas del genio y de la poesía a excelsas

regiones y habita mundos desconocidos, a que da animación su mente y

donde le sustenta su imaginación de fuego; así cede el robusto roble al

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soplo de los vendavales y se derrumba con hórrido estruendo; no de otro

modo se sumerge deshecho por las tormentas el empavesado buque, gala

y orgullo de los mares.1

Tiene algo de razón mi querido amigo, cuyos recuerdos quiero que

queden reflejados en estos breves apuntes sobre mi vida y sobre mi

muerte. La primera, la vida, ha sido como un pequeño vendaval sin

límites que la sujetara, más que mi propio deseo de luchar por una de las

pocas cosas que un hombre tiene que conseguir por méritos propios: la

Libertad. La segunda, la muerte de un hombre joven, siempre es un

cataclismo que nadie puede parar, más que el Sumo Hacedor, y ese día

no estaba de mi lado.

Y en esa sorpresa frente a la película de mi propia vida, veo que

desde que empecé a escribir, he estado pasándola a papel una y otra vez

sin que yo, hasta estos momentos, me diera cuenta. Desde los más

lejanos escritos de mi infancia junto al maestro Lista hasta los más

recientes poemas que nadie recogerá en forma de libro, resulta que he

ido contando cada uno de los acontecimientos y avatares que de forma

directa o indirecta han marcado mi vida: la sentimental, la literaria, la

política… todo está en mis escritos. O así quiero yo verlo en estos

momentos de nítida claridad mental.

Pero voy a comenzar recordando quién soy, para así poder ir

encuadrando cada uno de los momentos de mi vida que ahora termina

tan drásticamente en este cuarto maloliente de una casa de vecindad,

lleno de humo, de sudores masculinos encubiertos por aguas de colonias

baratas, como corresponde al sueldo de los funcionarios de tercera y

literatos sin nombre que me acompañan.

Mi nombre de pila es el de José Espronceda Delgado. Mi profesión,

en el momento de mi muerte es la de político y mi pasión desde niño es

la poesía. Nací, como en tantas otras ocasiones que sucedieron a lo largo

de mi vida, de casualidad, en un bello pueblo de Extremadura:

Almendralejo, patria de tantos grandes hombres cuando España era

temida en medio mundo y lugar de nacimiento de una poetisa a la que yo

mismo tomé en cierto momento como Musa: la bella Carolina Coronado,

que tantos buenos poemas dejó para la inmortalidad. Esa casualidad de

mi nacimiento vino determinada por el oficio de mi padre, Juan José

Camilo de Espronceda y Pimentel, coronel de un regimiento de

caballería, en aquellos momentos destinado en Extremadura como con-

_______________

(1) Estas mismas palabras son recogidas por Narciso Alonso Cortés en su libro:

Espronceda, ilustraciones biográficas y críticas.

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secuencia de la guerra de la independencia y a que a éste le siguiera mi

madre, María del Carmen Delgado y Lara, en avanzado estado de

embarazo. Contaba mi padre, que las frecuentes y penosas marchas de

las tropas para tratar de parar al enemigo francés y sus aliados

portugueses hizo imposible, pese a su natural estado de inquietud, el que

mi madre le acompañara, por lo que decidió buscar un buen acomodo en

el abandonado palacio de los marqueses de Monsalud, para el momento

de mi venida a este mundo, un día 25 de marzo de 1808. Tengo que

reconocer que nunca más volví a pisar estas tierras extremeñas y que,

salvando ese punto de nostalgia que a todos acompaña por el lugar de

nacimiento, poco he tenido que ver con aquella hermosa tierra, a la que

he guardado desde siempre un reverencial respeto por su gran historia.

Terminada la guerra de la Independencia, que tanta sangre iba a

costar el pueblo español para reponer en el trono real al perjuro, malvado

y cobarde Fernando VII y después de andar de un lado para otro

siguiendo los pasos de mi padre, éstos decidieron, hacia 1820,

establecerse en Madrid, en la calle del Lobo, ciudad por aquellos años en

permanente convulsión por los enfrentamientos entre realistas y

liberales, quienes nunca fueron capaces de encontrar el más mínimo

acuerdo para buscar una solución que terminara con los padecimientos

del empobrecido y masacrado ciudadano español.

Mi infancia por las calles de Madrid, es la de cualquier otro joven

de mi época; siguiendo los pasos de mi padre y por influencia de éste, en

1821 había conseguido una plaza en la Academia de Artillería de

Segovia, plaza que nunca llegué a ocupar por querer estudiar

humanidades en el colegio de San Mateo, docencia que realicé junto a mi

querido maestro don Alberto Lista, que hizo de mí un muchacho

comprometido desde muy joven con mi patria y con mi pueblo. Yo era

hijo de padres viejos, pues tanto mi padre como mi madre eran viudos y,

seguramente, para mitigar su mutua soledad decidieron casarse, de cuyas

relaciones tardías nací yo, cuarto hijo del matrimonio cuyos tres

primeros vástagos habían muerto poco después de nacer. Tengo

enfrentados sentimientos sobre la figura siempre lejana y severa de mi

padre, aunque debo de reconocer que le quise y que él, desde su rigidez

de militar y aunque no comprendiera mis preferencias políticas, siempre

me respetó e, incluso, llegó a sentir admiración por mi persona en

algunos momentos de mi vida. Mi madre era distinta. Hija de un

matrimonio de clase media, fue educada en el respeto a la religión y en la

sumisión al hombre con que había compartido su vida, que no su amor,

como pude comprobar en los años en que viví con ella mientras mi padre

cumplía con sus deberes militares y nos dejaba solos en Madrid. Cuando

aconteció mi encierro en Guadalajara, ciudad en la que él tenía mando de

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coronel, tuve la sospecha de que mi padre vivía otra vida completamente

alejada de la fidelidad debida a mi madre y que más de una mujer

enredaba en su vida, haciendo que fueran escasas sus visitas a la casa

familiar. Mi maestro, don Alberto Lista, era un sabio enciclopedista

nacido en el popular barrio de Triana, en Sevilla, que se había ordenado

sacerdote pocos años antes de mi nacimiento, en 1803; desde muy

temprano fue un niño superdotado y un buen estudiante en la universidad

de Sevilla, donde se licenció con todos los honores en varias materias:

Filosofía, Matemáticas, Teología, etc., que más tarde, como profesor,

supo transmitir con amor a sus alumnos.

Aunque en sus primeros años fue tachado de “afrancesado”, a los

que cantó en más de una ocasión, por lo que tuvo que exiliarse al

finalizar la guerra, pronto cambiaría de ideología, regresando a España

en 1917 y afincándose en Madrid con el triunfo del Trienio Liberal de

Don Alberto Lista

Riego, para, a la muerte ignominiosa de éste, tener nuevamente que

exiliarse y regresar definitivamente en 1833, con la muerte del

innombrable Fernando VII, aunque acercándose a los postulados

monárquicos de su heredera, la reina Isabel II.

Don Alberto Lista era el alma del colegio Libre de San Mateo, para

cuyos alumnos había compuesto la Colección de trozos escogidos y el

Tratado de matemáticas puras y mixtas, y cuya fina preparación como

poeta nos atraía a los muchachos que ya nos iniciábamos en este campo,

que lo amábamos y respetábamos como lo que era: un gran pedagogo

que amaba su profesión y un excelente poeta.

Cuando le cerraron el colegio, porque le acusaron de enseñanzas

contrarias a la religión y al orden, siguió en sus tareas docentes al frente

de un reducido grupo de alumnos, entre los que me naturalmente me

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encontraba yo, en la recientemente creada Academia de El Mirto, antes

de su segundo exilio a la muerte de Riego. Fue él quien me aficionó a la

buena poesía y quien primero leyó uno de mis juveniles trabajos: una

oda dedicada a celebrar la jornada del 7 de julio, aconsejándome y

rectificando los impulsos de mis pocos años, pero dejándome las puertas

abiertas de la ensoñación para no desmayar en el intento.

Por aquellos años de asonadas y levantamientos militares tan

frecuentes, los jóvenes vivíamos diariamente los acontecimientos

políticos como una parte más de nuestras vivencias diarias, aunque

naturalmente, el entorno familiar, social y cultural determinara en

muchos casos las simpatías hacia uno u otro partido político. Yo siempre

fui un muchacho inquieto y contestatario, incapaz de comprender tantas

El general Riego

injusticias como veía a mi alrededor, mientras que una minoría de

prebostes acaparaban riquezas y cargos por el mero hecho de estar a la

sombra de la Corona. El pueblo de Madrid eran dos mundos distintos e

irreconciliables, por los mismos motivos que siempre han separado y han

luchado los hombres de todas las épocas: la acumulación de riqueza por

parte de una minoría insolidaria que al mismo tiempo acaparaba todos

los puestos y privilegios del poder y la pobreza y represión para una

inmensa mayoría del pueblo que vivía en la más miserables condiciones

de supervivencia y a la que siempre se le pidió que diera su sangre por

defender los intereses de quienes les explotaban.

Yo nunca entendí que la monarquía absolutista fuera la mejor forma

de gobierno, ni mucho menos que las decisiones políticas sobre una gran

nación como era España, mi querida nación, recayera en la figura de un

tarado y cruel personaje como demostró serlo desde su más tierna

juventud el príncipe de Asturias, espoleado por los interese espurios de

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sus asesores más cercanos e interesados como lo fueron el cura

Escóiquiz, el duque del Infantado, el duque de San Carlos o el conde de

Tebas, capaces de intrigar y traicionar al mismo rey Carlos IV con tal de

eliminar al “intruso” Manuel Godoy, que les había arrebatado lo que por

tradición de la nobleza les correspondía, según manifestaban ellos. Todo

el pueblo recordaba el comportamiento tenido por “El Deseado” con sus

padres, sus traiciones al pueblo que había luchado contra los invasores

franceses para defender su corona, su servilismo con el Emperador

Napoleón y sus represalias contra los liberales españoles a quienes había

masacrado por el mero hecho de haberle impuesto una constitución que

limitaba sus prerrogativas reales, que él había jurado para engañar

nuevamente al gobierno legalmente constituido, mientras esperaba la

llegada de los “Cien mil hijos de San Luis”, para volver a imponer un

gobierno absolutista y represor contra los que se mantuvieron leales a su

juramento constitucional.

Naturalmente que yo me comprometí desde mi infancia con los

partidos que defendían la libertad del hombre frente al estado, es decir

los liberales. Pero si alguna duda pude tener en aquellos años de

formación, estas se disiparon completamente cuando contemplé, a mis

todavía no cumplidos quince años, la terrible, injusta y afrentosa muerte

en la horca del general Riego. No estuve presente en el momento de su

ahorcamiento, porque no nos lo permitieron ni las autoridades realistas,

ni nuestro maestro, aunque estábamos dando clase a pocos metros de la

Plaza de la Cebada y podíamos escuchar los gritos e insultos de la gente

arrabalera que no hacía mucho tiempo lo aclamaba como su héroe y

salvador, pero los muchachos y jóvenes de aquellos barrios pudimos

contemplar su menudo cuerpo pendiente de la soga durante muchas

horas, como ejemplar castigo a quien se había atrevido a desafiar el

poder real. El hombre que había dedicado la mayor parte de su vida por

obtener la libertad de su pueblo, fue vencido y traicionado por los suyos

y entregado al cruel Fernando VII que no les perdonó sus agravios ni su

lealtad a los postulados liberales frente a los absolutistas.

Para mí, la muerte de este héroe de la libertad fue la espoleta de

salida en mi carrera política, por mucho romanticismo con que se haya

querido describir en mi biografía este acontecimiento iniciático que tanta

repercusión tuvo en mi futuro como hombre, como poeta y como

político. Ese mismo año de la muerte de Riego, 1923, junto a los amigos

Ventura de la Vega y Patricio de Escosura fundamos una “sociedad

secreta” denominada pomposamente los Numantinos, que como su

propio nombre indica fue creada con la evidente idea de oponernos a los

malditos represores realistas que con tanta saña perseguían a los

defensores de la libertad. También fue el año en que para poder seguir

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con las enseñanzas del maestro Lista, una vez clausurado el colegio de

San Mateo, junto con otros amigos de dicho colegio, fundamos la

academia de El Mirto con la ingenua idea de proseguir con las directrices

educativas de tan importante y querido personaje.

No pudo ser, una vez más. En 1825, cuando contaba diecisiete años,

fuimos denunciados por nuestras “peligrosas” actividades masónicas e

intelectuales, procesados y, en mi caso, condenado a cinco años de

destierro en un convento de Guadalajara, convento-iglesia que guardaba

la cripta de los duques del infantado y que se encontraba dentro del

recinto amurallado donde se encontraba la guarnición militar de la que

formaba parte mi propio padre. Mi juventud, mi claro compromiso con

unos ideales que formaban parte del propio pueblo español, fuera de la

clase social que fuera, hizo mi encierro bastante llevadero, siempre bajo

la atenta mirada de mi propio progenitor que estaba al mando militar de

la plaza. Sin embargo, por muy tenues que fueran mis cadenas, yo estaba

preso por mi compromiso con la Libertad. Fue cuando comencé a

pergeñar unos de mis poemas más conocidos y que más reconocimientos

llegó a ofrecerme en mi vida: El Pelayo. Mis desbordantes lecturas

patrióticas, mi propia situación personal de enfrentamiento y prisión por

defender lo que yo, desde mi corta pero convencida posición política

consideraba una postura numantina frente al poder todopoderoso de la

odiada corona, hizo concebir en mi exaltada mente juvenil la idea de una

nueva epopeya de reconquista como lo había sido en tiempos pretéritos

la del adalid de Covadonga para imponer la monarquía de los Godos

frente a la nueva y floreciente civilización de los sectarios de Mahoma.

No creáis que el cuadro en el que me basaba era diferente al de mis

sueños. Dos mundos enfrentados, dos civilizaciones cada cual más

disparejas, dos formas de concebir el sentido sagrado de la patria: la

libertad del hombre frente al despotismo de los poderosos. La

independencia de un pueblo que nuevamente había sido vendido por

intereses personales a los enemigos de siempre, frente a la sagrada

tradición de un pueblo como el español que había sido guía de la

cristiandad y referente para todo el mundo civilizado frente a los estados

poderosos, siempre propensos a los arreglos a espalda del pueblo.

Elegí a don Pelayo como héroe de mi primer poema, recordando

otras lecturas juveniles con argumentos tan sublimes como lo pudieran

ser la Conquista de Granada, de Fernando del Pulgar o, El

descubrimiento del Nuevo Mundo, escrita por Bernal Díaz del Castillo,

previa consulta con mi amado maestro Lista, al que le agradó mi

atrevimiento y quien llegó incluso a incorporar algunas octavas suyas en

mi trabajo. Pero con la concesión de mi perdón por parte de las

autoridades y mi regreso a Madrid, cambió completamente el panorama

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de mi propia vida, dejando para otra ocasión más favorable un trabajo

que nunca llegó a completarse y del que desgraciadamente como de otros

muchos trabajos míos, solamente quedan fragmentos, muchos de ellos

manipulados por los propios lectores, que dificultan el entendimiento del

poema. Pero para entender lo que antes hemos enunciado sobre que mis

escritos son, en cierta manera, un reflejo de mis propias experiencias,

voy a recuperar algunas octavas de dicho ensayo épico para que

comprendáis la verdad de lo que vengo diciendo. En la primera octava,

recupero la memoria de mis primeras lecturas para darle forma al poema:

De pasado siglos la memoria

Trae a mi alma la inspiración divina,

Que las tinieblas de la antigua historia

Con sus fulgentes rayos ilumina:

Virtud contemplo, libertad y gloria,

Crímenes, sangre, asolación, ruina,

Rasgando el velo de la edad mi mente,

Que osada vuela a la remota gente.

Mi vida amorosa, que tantos placeres y tantos disgustos me iban a

ocasionar a lo largo de mi corta trayectoria, tienen en mi juventud fiel

reflejo de los que serían turbios e inconsistentes amores de mi edad

adulta. Yo era ardiente, fogoso y necesitaba amar y ser amado. Las

mujeres fueron en mi vida uno de los mayores alicientes con los que

calmar mi tormentoso temperamento. No podía faltar el tema del amor

en mi primer gran trabajo poético y por eso le doy a la celestial Florinda,

el amor imposible de don Rodrigo, toda la importancia que en mi alma

despertaron las primeras pasiones amorosas:

Todo es placer: de su mansión de rosa

La primavera cándida desciende,

Y en el regazo de la tierra ansiosa

El fuego animador de vida enciende:

Templa del mar la furia procelosa,

Y el viento en calma plácido suspende,

Y derrama la aurora en sus albores

Luz regalada y regaladas flores.

No me encontraba cómodo en Madrid, siempre bajo la atenta y

recelosa mirada de una policía que me atosigaba y no me permitía

moverme con comodidad entre los grupos políticos que pululaban en los

mentideros y cafés de la capital del reino. Yo veía sufrir mucho a mi

madre con estas continuas injerencias en mi vida privada y, por otro

lado, mi fama de conflictivo y de ex presidiario me cerraban las puertas

de cualquier trabajo que solicitara, por lo que decidí marcharme del país

a la espera de un cambio de gobierno y salté sin permisos a la cercana

Gibraltar, en el año 1826, desde donde en arriesgada aventura marinera

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arribé en las costas de Lisboa, sin dinero, sin ningún tipo de previsión de

cara al futuro, pero con los ánimos fuertes y completamente convencido

de que ésta era la mejor y única solución para mis problemas.

No voy a relataros los malos momentos que viví en la capital

portuguesa, ni la terrible soledad, ni el hambre que padecí durante el

mayor tiempo que estuve en suelo del país vecino. Pero sí deciros que

salí de España con un nudo de dolor en mi corazón y en el bolsillo una

moneda de un “duro” que mi previsora madre había depositado en él,

para tapar las posibles primeras necesidades del camino y que yo guardé

como un tesoro en aquellos primeros momentos de mi aventura. Pero los

males no vienen solos y cuando me embarqué en un pobre y destartalado

barcucho de pesca como ayudante del fogonero a cambio de recalar en

buen puerto, no podía prever que la pobreza es insolidaria allá donde el

hombre se encuentre y que siempre hay alguien que se aprovecha de la

indefensión de los más necesitados. Cuando nos acercábamos al puerto

nos interceptó una falúa de sanidad que nos requirió nuestros visados de

entrada o el pago de una cantidad de dinero para poder pisar tierra.

Recuerdo que a mí me reclamaron el pago de tres pesetas. No fue

soberbia mi inmediata respuesta; fue frustración frente aquellos hombres

de mi misma posición social que se aprovechaban de nuestra precaria

situación en la que podíamos dar de nuevo con nuestros huesos en

prisión. Saqué el duro que llevaba tan bien guardado y se lo entregué con

rabia a mis saqueadores. Seguramente, frente a lo que consideraron mi

desamparo, tuvieron un poco de lástima y me devolvieron dos pesetas

que me quemaban en la mano como si fueran las monedas que recibiera

Judas. No quise entrar en el nuevo país con esta afrenta y tiré las

monedas al agua para estar completamente limpio frente a mi destino.

Vagando por los arrabales de la gran ciudad que vierte sus calles

indefectiblemente al mar, con el estómago vacío y el alma llena de pena

e incertidumbre frente a mi dolorosa soledad, me recosté una noche en

un chamizo donde pensaba esperar la nueva amanecida que iluminara mi

camino. Cuando mi cuerpo cansado y entumecido empezaba a relajarse y

mis sueños me transportaban en alas de mi imaginación ante la modesta

pero bien surtida mesa materna, un golpe en mi costado me sacó de mis

ensoñaciones. Dos rudos gañanes habían descubierto mi lugar de

descanso y me sacaron de allí sin muchos miramientos. El lugar elegido

era no era por otra parte muy edificante; formaba parte de un lupanar

donde se reunía lo más granado del mundo marginal que a toda ciudad

con puerto acompaña. Los gritos e insultos de mis descubridores hicieron

salir de sus cubículos a más de una dama que al ver mi juventud y mi

desvalimiento se pusieron de mi lado y pidieron a la madame que me

atendiera dentro del edificio principal, frente a los malos modos de

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quienes me acosaban y me insultaban sin más motivos que sus malas

querencias.

Durante muchos meses, el lupanar fue mi nueva casa. Allí vivía, allí

dormía y allí, previos ligeros trabajos en su mantenimiento me ganaba el

pan de cada día, bajo la atenta tutela de las buenas mujeres que me

acogieron como a un hermano y aún como un hijo. La dueña, mujer de

aparente mal carácter, fue una bendición para mi nuevo estado de

acogida. Falta de cariño y dominada por un chulo zafio y altanero que le

gritaba a cada momento y que se quedaba con parte de las ganancias

diarias, no se veía nunca satisfecho, ni en su lujuria con las damas más

jóvenes, ni con la bebida a la que era muy aficionado y gorrón. Mi

timidez, mi buena educación y mi siempre leal agradecimiento hacia mis

protectoras me llevó a ser muy querido entre semejante clientela que

velaban para que nada me faltara. Pero no todo fue tan limpio como aquí

pretendo justificar mi estancia en el lugar. Allí, después de los primeros

días de cordial bienvenida y familiaridad con tan agradable compañía,

me aficioné a la bebida en las tardes de poco trabajo de las pupilas, y allí,

por primera vez probé las dulces y abrasadoras llamas del amor físico,

hasta crearme un hábito de fatales consecuencias en el futuro.

Pero al margen de liviandades, Lisboa era por aquellos años el

refugio de muchos liberales españoles que huían con lo puesto

escapando de las garras del rey felón. Empecé a tratar a estos pobres

miserables tan asustados como yo en los primeros momentos de mi huída

y a través de ellos pude comprobar y revivir en primera persona el

terrible drama que mi patria estaba viviendo. Conocí la tragedia de tantos

hombres ilustres que por defender sus compromisos con la constitución y

la libertad eran perseguidos hasta el descrédito o la propia muerte, como

pude comprobar con el sacerdote extremeño Diego Muñoz Torrero,

máximo representante en la jura en Cádiz de la constitución de 1812 y

muerto en el penal de San Julián de la Barra en 1829, escarnecido y

humillado por los enemigos de la libertad.

Otro gran personaje, orgullo de las letras españolas, represaliado y

exiliado en sus primeros momentos en Portugal hasta su huída a

Inglaterra fue el insigne bibliófilo Bartolomé José Gallardo, que no

regresó a España hasta la restauración liberal en 1820.

Huir, huir de la muerte, del escarnio, del absolutismo real en el que

España estaba inmersa desde la llegada de las tropas francesas y después

de que el rey volviera a saltarse su juramento a la constitución

resolviendo eliminar a todos sus adversarios liberales como lo era

también mi caso.

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Diego Muñoz Torrero

Pero no todo eran desdichas y sufrimientos dentro de la rigidez con

que se nos trató en Portugal en la primera época de mi estancia en la

capital lusa. También había cabida en nuestras vidas para momentos de

ilusión… y para el amor. En uno de mis frecuentes encuentros con

liberales exiliados en nuestro nuevo país de acogida conocí a un militar

español, el coronel don Epifanio Mancha, también huído de España por

sus ideas liberales, cuya hija, una hermosísima morena de tan solo

dieciseis años llegó a conquistar mi corazón nada más verla. Teresa fue

en mi vida ese rayo de esperanza que todo hombre espera encontrar en

los momentos de de confusión y negrura y a su amor me aferré como un

náufrago se agarra a la tabla salvadora que el destino pone en medio de

la tormenta. Mis experiencias anteriores me habían conducido a un

callejón sin salida y mi vida, vacía y desorientada, naufragaba en un mar

de dudas que me conducían irremediablemente a mi perdición:

Batallas, tempestades, amoríos,

por mar y tierra, lances, descripciones

de campos y ciudades, desafíos

y el desastre y furor de las pasiones,

goces, dichas, aciertos, desvaríos,

con algunas morales reflexiones

acerca de la vida y de la muerte,

de mi propia cosecha, que es mi fuerte.

Teresa Mancha fue el limpio espejo donde mirarme si de verdad

esperaba redimirme; su amor era limpio y puro para un hombre

enfangado y comprometido con un mundo soez y lleno de miserias y a

ella me entregué intentando olvidar mi pasado para recuperar el futuro

que en sus ojos claros se me ofrecía sin manchas. Su amor tenía para mí

algo sagrado, angelical, divino. Era la más bella, superior a la misma

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naturaleza y poseía un encanto celestial. No era para mi mujer de carne y

hueso y mis sentimientos yo sabía que eran pura ilusión, un ensueño. "El

amor que nace de ilusiones no puede alimentarse de ellas, la realización

del amor engendra la impureza y con ella su muerte”. Mi corazón,

cargado de nefastas experiencias, intuía que el amor, aún el más puro,

degrada. Lo que más alto hace subir el espíritu del hombre, lo único que

puede encender en él la chispa divina, lleva en sí, inevitable, el germen

de la corrupción. Pero yo la amaba y deseaba salvarme a través de su

amor.

Desgraciadamente, mi fama de pendenciero, de jugador, de

mujeriego, de incitador a la violencia, de agitador político, me precedía y

aunque a sus jóvenes ojos estas prendas parecían adornarme con una

aureola de superhéroe, no pensaba lo mismo su padre, cuyos principios

morales, muy acordes a su cargo militar como ya pasara con mi propio

padre, puso entre los dos enamorados una barrera infranqueable. Él, en

su amor paternal, esperaba para su hija algo mejor que lo que ellos

mismos estaban viviendo en el presente, es decir, deseaba alejarla de los

ambientes del exilio, de las miserias y degradaciones que ello arrastraba

y, por consiguiente, esperaba para ella un futuro prometedor una vez

recuperado su patrimonio, su casa y su empleo de vueltas a su querida

Patria.

Para la primavera de 1827 la familia Mancha desapareció de Lisboa

dejándome en el más angustioso de los desencantos. Me enteré de su

marcha a Inglaterra donde había una gran colonia de exiliados españoles.

Mi alma dolorida lloraba la ausencia de mi amada y nada ni nadie podía

mitigar mi desconsuelo. Mi razón, en sordina, no dejaba de aprobabar el

comportamiento familiar de sus padres, pero mi corazón joven y

enamorado, no sabía de formalidades sociales ni de planes familiares

para el futuro de su retoño. Me dolió mucho su comportamiento y el

saber que, quizás, se habrían marchado sin decídmelo, huyendo de mí

como si de un apestado se tratase. Y lloré. Lloré profusamente la pérdida

de un amor que yo había considero como el amarre para mi salvación.

Y volví a recaer en mi vida de crápula. El juego, la bebida, la farra

y el himeneo eran el antídoto que me busqué para olvidar semejante

desengaño. Ninguna de las mujeres a las que amé podía compararse con

la angelical Teresa. Ninguna de las que me ofrecían sus tiernas carnes o

sus ardientes amores podían hacerme olvidar las suaves caricias de sus

pálidas manos, pero cada una de ellas me servía para envilecerme un

poco más cada día y así intentar olvidar a mi amada.

Page 14: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

14

Por otra parte, la situación política en Portugal había cambiado con

la subida al trono, en 1828, del usurpador y absolutista don Miguel I,

dando por finalizado el régimen liberal que hasta esos momentos había

ostentado el poder y que había facilitado la llegada de exiliados

españoles, siendo, si no protegidos, sí permitidos por las autoridades

lusas. Desde esos momentos, acuciados por la larga mano del rey

español que no quería tener cerca a sus enemigos y que solicitaba a su

nuevo aliado la entrega de éstos, los liberales tuvimos infinidad de

problemas con las nuevos guardianes del poder que nos acuciaban para

nuestra marcha a otras tierras fuera de sus fronteras, o la entrega a las

españolas.

Yo fui acusado de robo y de excitar los ánimos políticos contra el

nuevo rey, por lo que tuve que salir huyendo nuevamente de las garras

de la tiranía, esta vez hacia Inglaterra, cuando concluía el año y el frío

hacía mella en nuestros desnutridos cuerpos.

Fernando VII con uniforme de Capitán General

¡Inglaterra, la patria de la Libertad! El choque emocional que sufrí

cuando llegué a sus costas fue tremendo. Sus ciudades limpias y

bellamente engalanadas contrastaban favorablemente con la suciedad y

el abandono de las portuguesas; sus ciudadanos, educados, cultos y

viviendo en consonancia con la gran riqueza que por toda la isla se

palpaba, entraban en clara competencia con la miseria y la necedad de un

pais como el que habíamos dejado atrás, ahogado ahora nuevamente por

la intolerancia y la represión de sus autoridades absolutista.

Desde el primer día que pude mis pies en tierra inglesa me

acompañó la suerte. Era muy numeroso y culto el grupo de liberales

Page 15: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

15

españoles que allí se habían afincado desde la llegada de los franceses a

tierra española y desde la tercera derogación, en 1823, de la constitución

democrática de Cádiz que les facultaba para restaurar de nuevo el

absolutismo y perseguir con saña a sus enemigos. Pude trabajar y al

mismo tiempo estudiar a los poetas ingleses de los que estaba prendado,

pero cuyas obras no llegaban a tierra española, principalmente la obra

del poeta romántico Lord Byron, con quien muchos críticos han

comparado mis propios trabajos poéticos, sin comprender que yo

siempre he estado mucho más cerca de la poesía épica del poeta James

McPherson, o de la poética de Scott.

Mis clases de español a la pequeña burguesía inglesa y mi naciente

fama de poeta entre la numerosa colonia de españoles hacían muy

llevadero mi destierro en la isla. Pero donde realmente disfrutaba y me

sentía en mi salsa era en las reuniones patrióticas que los españoles

realizábamos y donde los ánimos se exaltaban contra el rey felón,

queriendo todos regresar y presentar batalla al absolutismo.

Naturalmente todo eran fuegos de artificio, pues ni el número de

militantes podía intranquilizar a los numerosos espías que se infiltraban

entre nosotros, ni los medios materiales, mucho menos económicos, eran

los suficientes como para sufragar cualquier intento de rebeldía.

Los acontecimientos políticos se multiplicaban por Europa y, en

1930, cuando yo terminaba de cumplir los 22 años y mi sangre ardía por

los cuatro costados frente a las injusticias del mundo de los poderosos

sobre los pueblos, se produjeron los acontecimientos revolucionarios de

julio en París que iban a terminar con el derrocamiento de una de las

familias reales más corruptas del panorama europeo, los Borbones, para

dar paso a otra de corte más liberal como eran los Orleans. Inglaterra,

siempre enemiga y con interese contrapuesto con su vecina Francia, vió

desde el principio con bueno ojos estos altercados y puso a disposición

de los que lo solicitábamos todos los medios económicos y de guerra

para ayudar a los alborotadores. Yo pensé que había llegado el momento

de dejar a un lado las palabras y entrar en el campo de los hechos

consumados, por lo que junto con otros muchos liberales españoles,

ingleses y mercenarios venidos de medio mundo, embarcamos camino

del país galo en nuestra lucha personal contra la falta de libertad que

vivíamos en primera persona. Los enfrentamientos desde las barricadas,

aunque de una dureza extrema y una crueldad inaudita, careció de ese

arrojo y grandiosidad de las grandes batallas que yo había leído en mi ya

lejana infancia dejándome ese regusto por los héroes de leyenda a los

que ahora intentaba imitar de manera real. La mala fama de los

borbones, el grado de corrupción al que habían llegado durante su largo

reinado y el desafecto de sus tropas y de su pueblo, hizo que por primera

Page 16: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

16

vez en su historia, el ejército francés leal a la corona sucumbiera frente a

un desarrapado y poco disciplinado ejércitos de guerrillas mandadas la

mayor de las veces por verdaderos criminales y maleantes que se

impusieron a los verdaderos soldados profesionales que se habían

levantado contra el opresor.

Tantas facilidades dió el ejército francés, que los soñadores como

yo vimos muy claro el seguir nuestra “reconquista” por territorio

español, levantar en armas a los numerosos contactos que en su territorio

teníamos y echar de una vez al canalla Borbón que ocupaba

inmerecidamente el trono. Pero nuestros sueños se truncaron en el primer

envite. Junto al guerrillero y militar navarro Joaquín Romualdo de Pablo

“Chapalangarra” formamos una nutrida columna guerrillera con más de

mil hombres y con más ilusión que conocimientos de guerra atravesamos

la frontera española por Valcarlos. La muerte en combate del prestigioso

militar y la poca ayuda recibida por los habitantes de las zonas por donde

nos movíamos hizo que regresáramos, vencidos y humillados a tierra

francesa, desde donde yo volví de nuevo, en 1831, a tierras inglesas.

Mi dicha hubiera podido ser infinita en mi nueva tierra de

promisión, si no me hubieran denunciado mis amigos el lugar donde

vivía la familia Mancha, la precariedad de su existencia y la necesidad

que había tenido mi adorada Teresa de casarse con un comerciante

vizcaíno llamado Gregorio del Bayo, hombre al que si bien no amaba, le

había proporcionado la seguridad económica suficiente como para no ver

a sus queridos padres padecer en los últimos años de su vida. Mucho fue

mi dolor al enterarme de que mi amada era de otro hombre. Mi corazón,

atravesado por los rayos de los celos no comprendía que sus besos fueran

para otros labios cuando yo sufría por su ausencia e, incluso, llevado por

mi temperamento ardiente y apasionado pensé en el suicidio como la

mejor manera de acabar con mi martirio. Pero quería verla por última

vez. Quería tener sus manos entre las mías. Volver a verme reflejado en

el espejo de sus ojos. Necesitaba confesarle de nuevo mi amor y

reprocharle su infidelidad y su abandono.

Pude verla al poco tiempo y supe que no era feliz. Que su amor por

mí nacido en tierras portuguesas no había muerto y que solamente la

triste realidad económica, llegando a la más horrible de las miserias por

las ha habían atravesado sus padres, le habían conducido a entregarse a

un hombre mucho mayor que ella por el que no sentía más que gratitud,

pero no amor. Que fruto de ese matrimonio habían nacido dos hijos no

deseados que vivía el mayor tiempo posible con sus padres y que estaba

dispuesta a dejarlo todo por recuperar la felicidad perdida. Yo me asusté

ante la fuerza de sus argumentos y tan loco como ella acepté nuestro

Page 17: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

17

encuentro en París, lugar a donde tenía que trasladarse su esposo con

frecuencia por asuntos comerciales. Allí la esperé con el corazón lleno

de una emoción ilimitada ante el nuevo panorama que se me abría en mi

vida, pero lleno de gozo por recuperar a la mujer amada. En la noche del

15 de octubre de 1831 abandonó el Hotel Favart de la capital francesa

donde se hospedaba el matrimonio y se fugó conmigo, dejando tras de sí

a sus hijos, a sus padres y las comodidades económicas que le deparaba

su esposo, a cambio de una vida insegura, llena de irregularidades y con

un nuevo compañero sin más oficio que su pluma y sus quimeras. Fueron

fechas de total entrega, de amor sin límite que nos dejaban vacíos de

cuerpo y alma, de pasión sin fronteras sin más límites que nuestras

propias fuerzas. ¡Qué hermosa era Teresa y que grande nuestro amor! Ni

los escasos medios económicos con los que sobrevivíamos, ni la humilde

vivienda que pude agenciarme enfrió su amor ni mis ánimos. Los dos

esperábamos el momento de regresar a España y poder resarcirnos de

nuestras dificultades.

El momento llegó en 1833 cuando nos alcanzó la amnistía general

para los liberales en el exilio y pudimos regresar a nuestra querida y

deseada España, pasando a vivir a Madrid, lugar de donde conservo los

mejores recuerdos de mi vida. Recuperé mi puesto de periodista, lo que

me proporcionó una seguridad económica de la que hasta esos momentos

carecía; volví a mi amistad con lo más granado de la intelectualidad

madrileña a través de la tertulia literaria El Parnasillo, por lo que volví a

escribir mis experiencias en tierras extrañas, principalmente en poemas.

Pero lo más importante es que Teresa estaba embarazada y era feliz. ¡Un

hijo! ¡Un hijo mío y de Teresa! ¿Podía yo alcanzar mayor felicidad que

en aquellos momentos?

Curiosamente, el nacimiento de nuestra hija en 1834, fue el

comienzo de nuestros desencuentros, para mí en esos momentos

inexplicables. Si hasta esos momentos Teresa, había tenido un

comportamiento exquisito y sus gustos eran tan humildes como lo había

sido desde el primer momento ella misma, seguramente mordida por los

recuerdos del abandono de su esposo y de sus hijos en tierra francesas, o

por dejadez a la que en muchos momentos yo la sometía absorbido por la

política, por la literatura o por los amigos, fue dejando ver a una mujer

caprichosa y casquivana que poco a poco se fue alejando de mí y de su

hija Blanca nacida de nuestro amor juvenil. No pudo soportar la tensión

de una vida dividida por dos sentimientos divergentes, ni los

convencionalismos de la sociedad madrileña al tener que vivir en casa

separada, ya que yo vivía con mi madre, y ella tenía mucho tiempo para

pensar y valorar las consecuencias de su decisión. Tampoco yo supe

comprenderla en sus dudas y mi carácter siempre altanero, arrogante,

Page 18: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

18

soberbio, hasta violento en algunas ocasiones con ella, la fue alejando de

mi amor para buscar refugio en los brazos de otro hombre. Así como un

día vi marchar a Teresa dejando en el más completo abandono a su

esposo y a los hijos habido entre ambos, ahora me tocó a mí ver como la

mujer que amaba me abandonaba y marchaba a Valladolid buscando

quizás una quimera. No podía hacer otra cosa que lamentarme y llorar de

nuevo su abandono, al mismo tiempo que tragándome mi orgullo viendo

la situación en que me dejaba con mi hija pequeña, doblegando mis

celos, seguirla a la ciudad del Pisuerga e implorarla que volviera

conmigo.

Yo había puesto todo mi interés en recuperar mi perdido prestigio

como poeta. Quería ofrecerle a mi esposa lo mejor que yo tenía y eso

eran mis versos. Por ella, en 1835, había revisado y rehecho mi trabajo

de juventud “El Pelayo”, para poder ofrecérselo y conseguir con su

publicación un dinero que nos vendría bien para nuestra precaria

economía. Pero lo más importante es que de nuevo volví a escribir, esta

vez un hermoso trabajo basado en mi propia vida que titulé “El

estudiante de Salamanca” y que con más o menos gloria salió

publicado en el periódico El Español, allá por el año de 1836. La obra, es

un cuento en verso que narra las últimas escenas de la desastrosa vida de

Félix de Montemar, la seducción de Elvira, y su matrimonio con el

esqueleto de la amada en la mansión de los muertos. Por lo tanto, ya

digo, tiene mucho de autobiográfica y narra los avatares del tema del

seductor español por antonomasia, don Juan Tenorio y que los críticos

consideraron como el mayor exponente del género romántico. Mientras

tanto, iba recopilando mis poesías breves a las que nunca presté atención

y que corrían de mano en mano, muchas veces mutiladas o adulteradas

por intrusos sin solvencia y sin honor. En ellas recojo temas tan

conocidos por el público como La canción del pirata, El canto del

cosaco, El mendigo, el soneto titulado A la muerte de Torrijos y sus

compañeros, en homenaje a los héroes liberales fusilados por el cruel

Fernando VII por defender sus ideas liberales, y ¡cómo no! mi sentido

homenaje al guerrillero y militar “Chapalangarra” muerto valientemente

por querer salvar a su patria de las garras del absolutismo, o el poema tan

querido para mí A Jarifa en un orgía, que refleja los momentos más

tristes y sombrío, cuando mi vida pasaba por los momentos de máximo

desconcierto y falta de principios morales.

A LA MUERTE DE

DON JAOQUÍN DE PABLO

(CHAPALANGARRA)

Desde la elevada cumbre

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19

Do el gran Pirene levanta

Término y muro soberbio

Que cerca y defiende a España,

Un joven proscrito de ella

Tristes lágrimas derrama,

Y acaso tiende la vista

Por ver desde allí su patria,

Dese allí do a su despecho,

Llorando deja las armas

Con que del Sena al Pirene

Se lanzó por libertarla;

Y al ver la turba de esclavos

Que sus hierros afianzan,

De infame triunfo orgullosos,

Alejarse en algazara;

Solo entonces, contemplando

El suelo que ellos pisaran

Y que aun torrentes de sangre

Recien derramada bañan,

En su rápida carrera

Volcando cuerpos y almas;

Se sienta en la alzada cima,

A un lado la rota espada,

Y al rumor de los torrentes

Y del huracán que brama,

Negra cítara pulsando,

Endechas lúgubres canta.

Llorad, vírgenes tristes de Iberia,

Nuestros héroes en fúnebre lloro;

Dad al viento las trenzas de oro

Y los cantos de muerte entonad:

Y vosotros ¡oh nobles guerreros,

De la patria sostén y esperanza!

Abrasados en sed de venganza,

Odio eterno al tirano jurad.

CORO DE VÍRGENES.

Danos, noche, tu lóbrego manto,

Nuestras frentes enlute el ciprés;

El robusto cayó: su sepulcro

Del inicuo mancharan los pies.

Enrojece ¡oh Pirene! tus cumbres

Pura sangre del libre animoso,

Y el tropel de los siervos odioso

En su lago su sed abrevó.

Cayó en ellas la gloria de España,

Cayó en ellas De Pablo valiente,

Y la patria inclinada la frente,

Su gemido al del héroe juntó.

Page 20: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

20

Sus cadenas la patria arrastrando,

Y su manto con sangre teñido,

Tardamente y con hondo gemido

Va a la tumba del fuerte varón.

Y el ajado laurel de su frente

Al sepulcro circunda llorosa,

Mientras ruje en la fúnebre losa,

Aherrojado a sus piés, el león.

COROS DE MANCEBOS

Traición solo ha vencido al valiente;

Sénos astro de triunfo y de honor,

Tú, que siempre a los déspotas fuiste

Como a negras tormentas el sol.

A JARIFA EN UNA ORGÍA

Trae, Jarifa, trae tu mano,

Ven y pósala en mi frente,

Que en un mar de lava hirviente

Mi cabeza siento arder.

Ven y junta con mis labios

Esos labios que me irritan,

Donde aun los besos palpitan

De tus amantes de ayer.

¿Qué la virtud, la pureza?

¿Qué la verdad y el cariño?

Mentida ilusión de niño

Que alagó mi juventud.

Dadme vino: en él se ahoguen

Mis recuerdos; aturdida

Sin sentir huya la vida;

Paz me traiga el ataud.

El sudor mi rostro quema,

Y en ardiente sangre rojos

Brillan inciertos mis ojos,

Se me salta el corazón.

Huye, mujer; te detesto,

Siento tu mano en la mía,

Y tu mano siento fría,

Y tus besos hielo son.

¡Siempre igual! Necias mujeres,

Inventad otras caricias,

Otro mundo, otras delicias,

O maldito sea el placer.

Vuestros besos son mentira,

Mentira vuestra ternura.

Page 21: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

21

Es fealdad vuestra hermosura,

Vuestro gozo es padecer.

Yo quiero amor, quiero gloria,

Quiero un deleite divino,

Como en mi mente imagino,

Como en el mundo no hay;

Y es la luz de aquel lucero

Que engañó mi fantasía,

Fuego fatuo, falso guía

Que errante y ciego me trae.

No eran mis únicos trabajos conocidos y publicados. Paralelamente

a El estudiante de Salamanca y como parte de mi actividad política,

publiqué un opúsculo titulado El ministerio de Mendizábal, que no

gustó mucho a sus partidarios. En 1834, en colaboración con mi amigo

Ros de Olano, habíamos escrito la obra dramática titulada Ni el tío ni el

sobrino, obra que fue criticada por Larra de manera bastante dura;

Amor venga sus agravios, de 1838 en colaboración con el dramaturgo

Moreno López, que pasó sin pena ni gloria, quizás por su temática tan

parecida a la de Moratín, y Blanca de Borbón, escrita entre los años

1834-36, que los críticos consideraron como mi mejor obra dramática,

inspirada en los amores del rey don Pedro con María de Padilla y sus

problemas con Enrique de Trastámara.

La Suerte, esa caprichosa acompañante que tanto influye en

nuestras vidas sin que nosotros podamos hacer nada por cambiar sus

designios, nunca fue generosa con nosotros. Tampoco en estos

momentos de incertidumbre matrimonial, cuando más la necesitábamos

para arreglar nuestras vidas, quiso ayudarnos y los acontecimientos que

sucedieron truncaron las pocas posibilidades de un arreglo entre ambos

que pusiera un poco de cordura en ella y de sosiego en mi vida.

Nuevamente, los acontecimientos políticos en permanente ebullición en

nuestro país, me pusieron en primera linea de las venganzas de los

absolutistas. Después de una década de terribles represiones sobre los

liberales, que ha pasado a la historia como la “Década Ominosa”, en la

que tantos hombres famosos leales a la causa de la libertad fueron

muertos o exiliados, la muerte del odiado rey Fernando VII, en 1833,

trajo unos momentos de sosiego al país y de reconciliación aparente

entre los distintos partidos políticos que querían repartirse la tarta del

poder.

Sin embargo, aún después de muerto, este trágico personaje dejaría

una herencia de muertes difícil de igualar en la Historia de España. La

proclamación como heredera de la corona española en la figura de su

hija Isabel, una niña a la que le faltaban muchos años para alcanzar la

Page 22: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

22

mayoría de edad, hizo que los partidarios del que por tradición de siglos

debía de ser el nuevo sucesor, su hermano Carlos María Isidro de

Borbón, declararon lo que, nuevamente y durante siete años (1933-1940)

fue una nueva sangría de hombres y recursos en una nación empobrecida

durante su reinado: la primera guerra carlista. Por otra parte, la regencia

durante la infancia de la futura reina de la ambiciosa y poco escrupulosa

cuarta esposa de Fernando, María Cristina de las Dos Sicilias, hija de su

hermana menor, María Isabel, llevó a la monarquía borbónica a los

momentos más altos de corrupción y saqueo de los pocos dineros y

recursos de la nación. Nuevamente se producen los enfrentamientos

entre absolutistas y liberales y los gobiernos se sucedían con unos

intermedios de, a veces, pocos días, sembrando la confusión entre los

ciudadanos que asistían confusos y desorientados a un espectáculo

político al que no han sido invitados, pero del que sufrían sus nefastas

consecuencias.

Mi fama de conflictivo liberal, mi experiencia en las barricadas del

país vecino con enfrentamientos armados con tropas francesas y mi

posición política frente a los nuevos abusos de la corona, me llevarían,

en estos momentos de total desconcierto familiar, a tener que huir

nuevamente y esconderme en casas de amigos particulares, para no caer

de nuevo en las garras de los intolerantes. Si alguna posibilidad de

reconciliación había entre nosotros, nuevamente fue la política la que

determinó mi futuro definitivamente. Teresa, nuevamente alejada de mí,

tomó un camino sin retorno en un mundo de frivolidades y degeneración

que yo tan de cerca conocía de mis años de desenfreno.

Acostumbrado definitivamente a mi soledad de hombre rechazado

por el amor, con mi hija en las manos siempre amorosa de mi madre que

la cuidaba como su mejor tesoro, me dediqué por entero a mis ideales y a

mi vida literaria, reencontrándome a mis enemigos irreconciliables de

siempre. Las nuevas represiones de un gobierno desnortado pero siempre

presto a eliminar por la fuerza cualquier atisbo de disidencia me

decidieron a ocultarme a la espera de nuevos tiempos más favorables a

mis intereses, lo que conllevó mi total falta de contacto con Teresa, que

nuevamente escapó hacia un mundo que yo no podía, ni quería, seguirle.

Cuando mejor me iban las cosas después de los acostumbrados

sustos por parte de la reacción, cuando me había conseguido aupar en los

puestos de responsabilidad de mi partido, un día de 1839 me llega la

triste noticia de la muerte de Teresa, cuando contaba 28 años. No voy a

decir que a estas alturas del tiempo se me desmoronara el mundo, pero sí

que sentí en lo más profundo de mi corazón la muerte de la mujer que

había cambiado mi vida y por la que yo había corrido todos los peligros

Page 23: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

23

inimaginables para obtener su amor. Mucho se ha escrito sobre mis

amores con la bella Teresa Mancha, de nuestra fuga a París, de nuestros

apasionados encuentros por encima de las convenciones sociales y

morales del momento. Todo lo escrito entra dentro de la pasión chismosa

de un pueblo como el español que no nos perdonó nunca que fuésemos

libres y felices. También se ha escrito mucho de la muerte de un ser

indefenso que en la búsqueda de la felicidad se perdió por el camino y no

supo regresar al mismo. ¡Qué sabe la gente lo que se cuece en el corazón

de una persona! ¡Qué sabe nadie del dolor de un corazón angustiado por

los remordimientos de una vida truncada! Ni yo mismo puedo hacer una

crítica sobre la actitud de aquel ser maravilloso que me hizo el más feliz

de los hombres. Ella fue durante su corta vida más valiente que yo y

supo arriesgar, jugar y perder en el intrincado mundo de los

sentimientos. Después de su fallecimiento y en los momentos de infinita

nostalgia por un tiempo ya perdido para siempre, muchas veces me he

preguntado qué parte de culpa tuve yo en el fatal desenlace de su muerte.

¿Me porté con ella de la manera adecuada en sus momentos de desvarío?

Hoy, en estos momentos en que mi vida pasa como un relámpago por mi

mente y en los que pido al Dios todopoderoso de mi infancia que se

apiade de mí, de nosotros dos, hago pública declaración de mis

limitaciones, de mi cobardía frente a los problemas surgidos en nuestra

convivencia y ruego nos acoja en su divino y misericordioso seno.

Quise homenajearla, rendirle públicamente admiración y respeto y

de ahí nació el Canto a Teresa, en el que se mezclan por igual amor y

reproches, como cualquier enamorado hace en los momentos de enfados

o de desencuentros, por otra parte tan comunes en los matrimonios.

Como podrá comprobar el lector, el canto está dividido en dos partes

perfectamente separadas entre sí: la primera parte es una exaltación a la

belleza interior de la mujer, a sus cualidades para hacer del amor con el

hombre el más bello de los frutos divinos; en la segunda parte, por el

contrario, pretendo señalar lo que de encarnación del pecado tiene la

mujer cuando se sale de los caminos marcados por la decencia y el

respeto a los preceptos divinos. Si para mi amor Teresa fue en un

principio como un río de cristalinas aguas, su posterior desvarío le

llevaría a ser torrente de aguas destructoras, para al fin llegar a ser

estanque de aguas corrompidas. Así la ví desde que la conocí y así la

amé hasta la locura, hasta que la muerte la liberó para siempre y la

volvió de nuevo ángel.

Que ella lo reciba con el mismo amor con que yo puse en su

composición, mientras me comía mis lágrimas que fueron manchando

los pliegos de papel:

Page 24: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

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El Canto a Teresa (2)

Bueno es el mundo ¡bueno! ¡bueno! ¡bueno!

Como de Dios al fin obra maestra,

Por todas partes de delicias lleno,

De que Dios ama al hombre hermosa muestra;

Salga la voz alegre de mi seno

A celebrar esta vivienda nuestra,

¡Paz a los hombres! ¡gloria en las alturas!

¡Cantad en vuestra jaula, criaturas!

(María, por DON MIGUEL DE LOS SANTOS ÁLVAREZ)

¿Por qué volvéis a la memoria mía,

Tristes recuerdos del placer perdido,

A aumentar la ansiedad y la agonía

De este desierto corazón herido?

¡Ay! que de aquellas horas de alegría

Le quedó al corazón sólo un gemido,

¡Y el llanto que al dolor los ojos niegan

Lágrimas son de hiel que el alma anegan!

¿Dónde volaron ¡ay! aquellas horas

De juventud, de amor y de ventura,

Regaladas de músicas sonoras,

Adornadas de luz y de hermosura?

Imágenes de oro bullidoras.

Sus alas de carmín y nieve pura,

Al sol de mi esperanza desplegando,

Pasaban ¡ay! a mi alrededor cantando.

Gorjeaban los dulces ruiseñores,

El sol iluminaba mi alegría,

El aura susurraba entre las flores,

El bosque mansamente respondía,

Las fuentes murmuraban sus amores. . .

¡Ilusiones que llora el alma mía!

¡Oh! ¡Cuán suave resonó en mi oído

El bullicio del mundo y su ruido!

Mi vida entonces, cual guerrera nave

Que el puerto deja por la vez primera,

Y al soplo de los céfiros suave

Orgullosa despliega su bandera,

Y al mar dejando que a sus pies alabe

Su triunfo en roncos cantos, va velera,

Una ola tras otra bramadora

Hollando y dividiendo vencedora.

__________________

Page 25: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

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(2) Este canto es un desahogo de mi corazón; sáltelo el que no quiera leerlo, sin escrúpulo, pues no está

ligado de manera alguna con el poema (N. del A.)

¡Ay! En el mar del mundo, en ansia ardiente

De amor volaba; el sol de la mañana

Llevaba yo sobre mi tersa frente,

Y el alma pura de su dicha ufana:

Dentro de ella, el amor, cual rica fuente

Que entre frescuras y arboledas mana.

Brotaba entonces abundante río

De ilusiones y dulce desvarío.

Yo amaba todo: un noble sentimiento

Exaltaba mi ánimo, y sentía

En mi pecho un secreto movimiento,

De grandes hechos generoso guía.

La libertad, con su inmortal aliento,

Santa diosa, mi espíritu encendía,

Contino imaginando en mi fe pura

Sueños de gloria al mundo y de ventura.

El puñal de Catón, la adusta frente

Del noble Bruto, la constancia fiera

Y el arrojo de Scévola valiente,

La doctrina de Sócrates severa,

La voz atronadora y elocuente

Del orador de Atenas, la bandera

Contra el tirano macedonio alzando,

Y al espantado pueblo arrebatando.

El valor y la fe del caballero,

Del trovador el arpa y los cantares,

Del gótico castillo el altanero

Antiguo torreón, do sus pesares

Cantó tal vez con eco lastimero,

¡Ay!, arrancada de sus patrios lares,

Joven cautiva, al rayo de la luna,

Lamentando su ausencia y su fortuna.

El dulce anhelo del amor que aguarda

Tal vez, inquieto y con mortal recelo,

La forma bella que cruzó, gallarda

Allá en la noche, entre medroso velo;

La ansiada cita que en llegar se tarda

Al impaciente y amoroso anhelo,

La mujer y la voz de su dulzura,

Que inspira al alma celestial ternura:

A un tiempo mismo en rápida tormenta,

Mi alma alborotada de contino,

Cual las olas que azota con violenta

Cólera impetüoso torbellino;

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26

Soñaba al héroe ya, la plebe atenta

En mi voz escuchaba su destino,

Ya al caballero, al trovador soñaba

Y de gloria y de amores suspiraba.

Hay una voz secreta, un dulce canto,

Que el alma sólo recogida entiende,

Un sentimiento misterioso y santo

Que del barro al espíritu desprende;

Agreste, vago y solitario encanto

Que en inefable amor el alma enciende,

Volando tras la imagen peregrina

El corazón de su ilusión divina.

Yo, desterrado en extranjera playa,

Con los ojos extático seguía

La nave audaz que en argentada raya

Volaba al puerto de la patria mía:

Yo, cuando en Occidente el soy desmaya,

Solo y perdido en la arboleda umbría,

Oír pensaba el armonioso acento

De una mujer, al suspirar del viento.

¡Una mujer! En el templado rayo

De la mágica luna se colora,

Del sol poniente al lánguido desmayo,

Lejos entre las nubes se evapora;

Sobre las cumbres que florece el mayo,

Brilla fugaz al despuntar la aurora,

Cruza tal vez por entre el bosque umbrío,

Juega en las aguas del sereno río.

¡Una mujer! Deslízase en el cielo

Allá en la noche desprendida estrella,

Si aroma el aire recogió en el suelo,

Es el aroma que le presta ella.

Blanca es la nube que en callado vuelo

Cruza la esfera, y que su planta huella,

Y en la tarde la mar olas le ofrece

De plata y de zafir, donde se mece.

Mujer que amor en su ilusión figura,

Mujer que nada dice a los sentidos,

Ensueño de suavísima ternura,

Eco que regaló nuestros oídos:

De amor la llama generosa y pura,

Los goces dulces del amor cumplidos,

Que engalana la rica fantasía,

Goces que avaro el corazón ansía.

¡Ay! aquella mujer, tan sólo aquella,

Tanto delirio a realizar alcanza,

Page 27: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

27

Y esa mujer tan cándida y tan bella

Es mentida ilusión de la esperanza:

Es el alma que vívida destella

Su luz al mundo cuando en él se lanza,

Y el mundo con su magia y galanura,

Es espejo no más de su hermosura.

Es el amor que al mismo amor adora,

El que creó las sílfides y ondinas,

La sacra ninfa que bordando mora

Debajo de las aguas cristalinas:

Es el amor que recordando llora

Las arboledas del Edén divinas,

Amor de allí arrancado, allí nacido,

Que busca en vano aquí su bien perdido.

¡Oh llama santa! ¡Celestial anhelo!

¡Sentimiento purísimo! ¡Memoria

Acaso triste de un perdido cielo,

Quizá esperanza de futura gloria!

¡Huyes y dejas llanto y desconsuelo!

¡Oh mujer que en imagen ilusoria

Tan pura, tan feliz, tan placentera,

Brindó el amor a mi ilusión primera! . . .

¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,

¡Ah!, ¿dónde estáis que no corréis a mares?

¿Por qué, por qué como en mejores días,

No consoláis vosotras mis pesares?

¡Oh! los que no sabéis las agonías

De un corazón que penas a millares

¡Ah!, desgarraron, y que ya no llora,

¡Piedad tened de mi tormento ahora!

¡Oh dichosos mil veces, sí, dichosos

Los que podéis llorar, y ¡ay!, sin ventura

De mí, que, entre suspiros angustiosos,

Ahogar me siento en infernal tortura!

Retuércese entre nudos dolorosos

Mi corazón, gimiendo de amargura…

También tu corazón hecho pavesa,

¡Ay!, llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!

¿Quién pensara jamás, Teresa mía,

Que fuera eterno manantial de llanto,

Tanto inocente amor, tanta alegría,

Tantas delicias y delirio tanto?

¿Quién pensara jamás llegase un día

En que, perdido el celestial encanto

Y caída la venda de los ojos,

Cuanto diera placer causara enojos?

Page 28: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

28

Aun parece, Teresa, que te veo

Aérea como dorada mariposa,

En sueño delicioso del deseo,

Sobre tallo gentil temprana rosa,

Del amor venturoso devaneo,

Angélica, purísima y dichosa,

Y oigo tu voz dulcísima, y respiro

Tu aliento perfumado en tu suspiro.

Y aún miro aquellos ojos que robaron

A los cielos su azul, y las rosadas

Tintas sobre la nieve, que envidiaron

Las de mayo serenas alboradas;

Y aquellas horas dulces que pasaron

Tan breves, ¡ay! como después lloradas,

Horas de confianza y de delicias,

De abandono, y de amor, y de caricias.

Que así las horas rápidas pasaban,

Y pasaba a la par nuestra ventura;

Y nunca nuestras ansias las contaban,

Tú embriagada en mi amor, yo en tu hermosura.

Las horas ¡ay! huyendo nos miraban,

Llanto tal vez vertiendo de ternura,

Que nuestro amor y juventud veían,

Y temblaban las horas que vendrían.

Y llegaron en fin. . . ¡Oh! ¿Quién, impío,

¡Ay! agostó la flor de tu pureza?

Tú fuiste un tiempo cristalino río,

Manantial de purísima limpieza;

Después torrente de color sombrío,

Rompiendo entre peñascos y maleza,

Y estanque, en fin, de aguas corrompidas,

Entre fétido fango detenidas.

¿Cómo caíste despeñado al suelo,

Astro de la mañana luminoso?

Ángel de luz, ¿quién te arrojó del cielo

A este valle de lágrimas odioso?

Aún cercaba tu frente el blanco velo

Del serafín, y en ondas fulguroso,

Rayos al mundo tu esplendor vertía

Y otro cielo el amor te prometía.

Mas, ¡ay!, que es la mujer ángel caído,

O mujer nada más y lodo inmundo,

Hermoso ser para llorar nacido,

O vivir como autómata en el mundo;

Sí, que el demonio en el Edén perdido

Abrasara con fuego del profundo

Page 29: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

29

La primera mujer, y ¡ay! aquel fuego,

La herencia ha sido de sus hijos luego.

Brota en el cielo del amor la fuente

Que a fecundar el universo mana,

Y en la tierra su límpida corriente

Sus márgenes con flores engalana;

Mas, ¡ay!, huid: el corazón ardiente

Que el agua clara por beber se afana,

Lágrimas verterá de duelo eterno,

Que su raudal lo envenenó el infierno.

Huid, si no queréis que llegue un día

En que, enredado en retorcidos lazos

El corazón, con bárbara porfía

Luchéis por arrancároslo a pedazos;

En que al cielo, en histérica agonía,

Frenéticos alcéis entrambos brazos,

Para en vuestra impotencia maldecirle,

Y escupiros, tal vez, al escupirle.

Los años ¡ay! de la ilusión pasaron;

Las dulces esperanzas que trajeron,

Con sus blancos ensueños se llevaron,

Y el porvenir de oscuridad vistieron;

Las rosas del amor se marchitaron,

Las flores en abrojos convirtieron,

Y de afán tanto y tan soñada gloria

Sólo quedó una tumba, una memoria.

¡Pobre Teresa! Al recordarte siento

Un pesar tan intenso. . . Embarga impío

Mi quebrantada voz mi sentimiento,

Y suspira tu nombre el labio mío;

Para allí su carrera el pensamiento,

Hiela mi corazón punzante frío,

Ante mis ojos la funesta losa,

Donde, vil polvo, tu beldad reposa.

Y tú, feliz, que hallaste en la muerte

Sombra a que descansar en tu camino,

Cuando llegabas mísera a perderte

Y era llorar tu único destino;

Cuando en tu frente la implacable suerte

Grababa de los réprobos el sino…

¡Feliz!, la muerte te arrancó del suelo,

Y otra vez ángel te volviste al cielo.

Roída de recuerdos de amargura,

Árido el corazón sin ilusiones,

La delicada flor de tu hermosura

Ajaron del dolor los aquilones;

Page 30: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

30

Sola y envilecida, y sin ventura,

Tu corazón secaron las pasiones;

Tus hijos ¡ay! de ti se avergonzaran,

Y hasta el nombre de madre te negaran.

Los ojos escaldados de tu llanto,

Tu rostro cadavérico y hundido,

Único desahogo en tu quebranto,

El histérico ¡ay! de tu gemido;

¿Quién, quién pudiera en infortunio tanto

Envolver tu desdicha en el olvido,

Disipar tu dolor y recogerte

En su seno de paz? ¡Sólo la muerte!

¡Y tan joven, y ya tan desgraciada!

Espíritu indomable, alma violenta,

En ti, mezquina sociedad, lanzada

A romper tus barreras turbulenta;

Nave contra las rocas quebrantada,

Allá vaga, a merced de la tormenta,

En las olas tal vez náufraga tabla,

Que sólo ya de sus grandezas habla.

Un recuerdo de amor que nunca muere

Y está en mi corazón; un lastimero

Tierno quejido que en el alma hiere,

Eco suave de su amor primero:

¡Ay! De tu luz, en tanto yo viviere,

Quedará un rayo en mí, blanco lucero,

Que iluminaste con tu luz querida

La dorada mañana de mi vida.

Que yo, como una flor que en la mañana

Abre su cáliz al naciente día,

¡Ay!, al amor abrí tu alma temprana,

Y exalté tu inocente fantasía.

Yo, inocente también, ¡oh, cuán ufana

Al porvenir mi mente sonreía,

Y en alas de mi amor con cuánto anhelo

Pensé contigo remontarme al cielo!

Y alegre, audaz, ansioso, enamorado,

En tus brazos en lánguido abandono,

De glorias y deleites rodeado,

Levantar para ti soñé yo un trono:

Y allí, tú venturosa y yo a tu lado,

Vencer del mundo el implacable encono,

Y en un tiempo sin horas ni medida

Ver como un sueño resbalar la vida.

¡Pobre Teresa! Cuando ya tus ojos

Áridos ni una lágrima brotaban;

Page 31: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

31

Cuando ya su color tus labios rojos

En cárdenos matices cambiaban;

Cuando, de tu dolor tristes despojos,

La vida y su ilusión te abandonaban

Y consumía lenta calentura

Tu corazón al par de tu amargura;

Si en tu penosa y última agonía

Volviste a lo pasado el pensamiento;

Si comparaste a tu existencia un día

Tu triste soledad y tu aislamiento;

Si arrojó a tu dolor tu fantasía

Tus hijos, ¡ay!, en tu postrer momento,

A otra mujer tal vez acariciando,

Madre tal vez a otra mujer llamando;

Si el cuadro de tus breves glorias viste

Pasar como fantástica quimera,

Y si la voz de tu conciencia oíste

Dentro de ti gritándote severa;

Si, en fin, entonces tú llorar quisiste

Y no brotó una lágrima siquiera

Tu seco corazón, y a Dios llamaste,

Y no te escuchó Dios, y blasfemaste,

¡Oh!, ¡cruel! ¡Muy cruel! ¡Martirio horrendo!

¡Espantosa expiación de tu pecado!

¡Sobre un lecho de espinas, maldiciendo,

Morir, el corazón desesperado!

Tus mismas manos de dolor mordiendo,

Presente a tu conciencia tu pasado,

Buscando en vano, con los ojos fijos,

Y extendiendo tus brazos a tus hijos.

¡Oh!, ¡cruel! ¡Muy cruel! … ¡Ay!, yo, entretanto,

Dentro del pecho mi dolor oculto,

Enjugo de mis párpados el llanto

Y doy al mundo el exigido culto;

Yo escondo con vergüenza mi quebranto,

Mi propia pena con mi risa insulto,

Y me divierto en arrancar del pecho

Mi mismo corazón pedazos hecho.

Gocemos, sí; la cristalina esfera

Gira bañada en luz: ¡bella es la vida!

¿Quién a parar alcanza la carrera

Del mundo hermoso que al placer convida?

Brilla radiante el sol, la primavera

Los campos pinta en la estación florida:

Truéquese en risa mi dolor profundo. . .

Que haya un cadáver más, ¡qué importa al mundo!

Page 32: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

32

Pero yo no podía pararme, por muy dolorosa que fuera la muerte de

la mujer a la que había amado y mucho el resentimiento ante lo que yo

consideraba una afrenta a mi honor y al de mi hija. Recuperé poco a

poco mi cordura y en un reencuentro con mi pasado juvenil, haciendo

honor al recuerdo de mi padre, solicité mi incorporación como Guardia

de Corps, como primer paso para asegurar mi precaria subsistencia y la

de mi familia. Y de nuevo me encontré con mi mala estrella que no quiso

nunca que yo siguiera por ese camino. Nuevamente mi carácter violento,

tempestuoso, irascible, ingobernable, me jugó una mala pasada. A

resultas de una poesía liberal-patriótica que escribí por encargo para uno

de los muchos eventos políticos del momento, fui expulsado del ejército

y mandado a residir en Cuéllar como parte de mi nuevo castigo, en

primer lugar, para, después, ser enviado a la ciudad de Badajoz, a la que

nunca llegué. También tuve que esconderme a la llegada al poder del

conde de Toreno, contra cuya llegada al gobierno me rebelé, realizando

todo tipo de manifestaciones. Siempre tuve la temida espada de la

intolerancia absolutista sobre mi cabeza y una vez y otra, mis actos o mis

opiniones me llevaban indefectiblemente a chocar contra la inquisitorial

trama urdida por los realistas.

Desconcertado, triste por este nuevo tropiezo que limitaba mis

pretensiones, comencé a escribir en dicha ciudad mi única novela

conocida, de terma histórico, a la que titulé, naturalmente: “Sancho

Saldaña o el castellano de Cuéllar”, si es que a dicho trabajo podemos

llamarlo novela. En 1840, con treinta y dos años, frustradas todas mis

ilusiones afectivas y profesionales regresé a Madrid, después de mi

confinamiento en la ciudad castellana. Sin muchas esperanzas en mi

futuro y respaldado por mi incipiente fama de poeta y mi viejo

compromiso con la política liberal, me presenté ese mismo año para

diputado, al mismo tiempo que trabajé afanosamente como periodista

para varios periódicos de corte liberal de la capital, de alguno de los

cueles fui su fundador. Mi nombre comenzaba a sonar en el hemiciclo y

fui destinado para una comisión en la embajada de Holanda,

concretamente en Utrech. Era mi año de la suerte, pues todo lo que

hacía, por primera vez en mi vida, me salía redondo. En los tiempos

libres, muchos, de mi trabajo en la embajada holandesa, aproveché para

escribir todos los minutos que tiene el día. De esa dedicación al mundo

de las letras saldrían dos libros de corte lírico: “El Diablo mundo”, mi

obra más ambiciosa y característica de mi producción, un vasto y

abigarrado poema inconcluso que pretendía ser la epopeya de la

humanidad. Empecé a publicarlo por entregas (octubre 1840), y lo fuí

emitiendo por fascículos, hasta este momento actual en que me

encuentro a las puertas de la muerte. Es aquí donde introduje, como un

desahogo personal el Canto a Teresa, y “Poesías”, libro este último que

llegó a tener una gran aceptación entre el público y que seria plagiado

Page 33: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

33

una y otra vez, antes y después de mi muerte. Poesías, escrito entre 1826

y 1841 (a la primera aparición con 21 poesías se le añadirán, en la

segunda edición, otras hasta alcanzar el número de 53), es el resumen de

toda una vida dedicada a la poesía. Si bien en ellas pueden encontrarse

trabajos primerizos y de corte valdesiano, otras más modernas, en las que

en medio de un ambiente prerromántico se distinguen acordes clásicos, y

las hay patrióticas, bélicas y caballerescas, con las que he alcanzado

fama y prestigio como poeta, tales como El himno al sol, La canción del

pirata, el reo de muerte, el verdugo, a Jarifa en una orgía, etc., esta

última transcrita en líneas anteriores. En cada uno de mis poemas he

querido tocar un tema de actualidad en mi vida y que tanta importancia

han tenido en el transcurso de la misma: la perennidad del sol

contrapuesta a la caducidad humana, la libérrima bizarría del pirata en

la noche lunar, la despectiva actitud del mendigo frente a la sociedad

pletórica y aburguesada, la delación que suponen las visiones de un

condenado a muerte, la paradójica figura del verdugo irguiéndose en el

marco de la civilización moderna, la efímera belleza de la rosa, la

caduca luz de una estrella que yo, como poeta, comparo con mi

agostada juventud, y mi desgarrador e inquietante coloquio con Jarifa,

la cortesana, son temas abordados con una peculiar energía lírica y

apasionamiento, que, desde un principio, forman parte indisoluble de mi poética y de mi propia vida.

Y con mi nuevo estado de reconciliación con el mundo, llega como

una bendición de nuevo el amor a mi atribulada vida, aunque, como

siempre, delimitado por mis frecuentes encarcelamientos y exilios.

Primero fue Carmen de Osorio la que llevaría una bocanada de aire

fresco a mis adormecidos sentimientos. Carmen era una bellísima dama

hija de una familia de la alta burguesía madrileña que, como era natural,

puso todos los impedimentos que pudo para frustrar nuestras relaciones.

Ella resistió todo el tiempo que le aguantaros sus fuerzas, pero pudieron

más sus consolidadas relaciones sociales que el mundo que yo pudiera

ofrecerle. Nos amamos desde los primeros momentos, como si el mundo

se nos fuera a acabar al día siguiente, pero de la misma manera que

empezó, nuestro amor murió a los pocos meses por falta de ilusiones

frente al incierto futuro que yo le ofrecía. Más consistentes fueron los

sentimientos y las relaciones con otra hermosa mujer, con la que hasta

estos momentos en que me encuentro postrado en mi lecho de muerte, he

mantenido mi compromiso de boda. Ella es Bernarda de Beruete, joven y

hermosa mujer que se mantendrá fiel a mi recuerdo aún después de mi

muerte y a la que nuevamente mi mala suerte en la vida nos privaría de

una felicidad por ella merecida.

Cuando volví de Holanda de mi trabajo en la Embajada española,

me incorporé al parlamento como diputado por la provincia de Almería,

Page 34: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

34

tras la victoria liberal y posterior regencia del general Espartero, pasando

así a la primera línea de la política de mi país, después de tantas luchas y

sufrimientos por parte de tantos españoles, entre los que me encuentro.

Pero mi cuerpo, debilitado por tantos acontecimientos, por incontables

abusos de alcohol y de sexo, estaba reclamando su parte. De nuevo mi

estrella, mi maldita estrella de la suerte, me tenía preparado una última

sorpresa. En la sesión de las Cortes del día 16 de mayo intervine en una

discusión de la ley de quintas y ya, a su finalización marché enfermo a

casa. Le faltaba el aire a mis pulmones y me dolía el pecho de manera

nada frecuente. Me curé con remedios caseros lo que suponía un catarro

de primavera y olvidé el incidente. Todavía estuve presente al día

siguiente en el parlamento, pero aquello no funcionaba y mi malestar era

superior a mis fuerzas, por lo que llamé a mi querido amigo el doctor

Hisern, quien rápidamente se dio cuenta de la gravedad de mi

enfermedad: difteria de laringe, o, vulgarmente llamado garrotillo, lo que

suponía que si aquello iba a más, tendría grandes problemas de

respiración.

Hoy, día 23 de mayo de 1842, a la edad de treinta y cuatro años,

todo está acabado. Mi cuerpo sin vida descansa en la sudada cama, pero

mi espíritu sigue tan vivo como antes del suceso. Puedo ver que mi cara,

pálida y enjuta, hasta hace unos momentos desfigurada por el dolor, va

tornando a un estado de tranquilidad y mis músculos faciales se van

relajando hasta volver a ser la cara del hombre que siempre fui. Miro

alrededor de mi cama y compruebo las reacciones que mi muerte ha

suscitado entre mis queridos amigos, entre los que veo llorar a hombres

tan recios como Moreno López o a mi querido Antonio Ros de Olano;

observo la prestancia de Julián Romea, la sobriedad de Gil y Carrasco y

de Salas y Quiroga, el señorío del marqués de las Navas. En un rincón,

solitario y entristecido en grado sumo, veo la figura del amigo y hermano

Miguel de los Santos Álvarez. Alejado de todos, con los hábitos

sacramentales después de haberme dado la Extremaunción, puedo

distinguir la figura de mi querido tío don Juan Bonel y Orbe, obispo de

Córdoba, electo patriarca de las Indias. Todas las conversaciones, en

sordina, giran sobre la muerte del amigo y, sobre todo, valoran mi figura

humana y literaria como yo nunca había pensado que pudiera suceder en

un grupo de intelectuales donde la crítica y la envidia es la moneda

corriente con que se pagan los éxitos ajenos.

Noche larga y tétrica en los alrededores de la casa del difunto.

Noche de velatorio en la que van apareciendo las figuras de Luis

González Brabo, quien llegaría a los más altos puestos de la política

nacional y quien en la sesión del Congreso del mismo día de mi muerte

rompería a llorar recordando al amigo; por mi casa y frente a la estatua

ya fría de mi cuerpo desfilaron muchos de los alumnos y amigos que

Page 35: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

35

habían estudiado con el maestro Lista: Antonio Cavanilles, Patricio de la

Escosura, Tenorio Herrera, Luis de Usoz, Juan Bautista Alonso, López

Pelegrín, Eugenio de Ochoa, Juan de la Pezuela conde de Cheste,

Mariano Roca de Tagore, mi compinche de aventuras juveniles Ventura

de la Vega, etc. Más que un funeral, aquello parecía una de las muchas

asambleas literarias celebradas en el Ateneo madrileño, a la que se

incorporaron mi queridísimo Zorrilla, Federico de Madrazo, Antonio

Ferrer del Río; me recordaba los tiempos de la Academia El Mirto, y

recordaba a la gran figura del maestro Lista, quien desde sus nuevos

puestos de responsabilidad en Cádiz, estaría rezando por el alma de su

discípulo.

A las cuatro y media de la tarde del día siguiente, 24 de mayo, una

gran comitiva acompaña mi féretro por las calles de Madrid, camino del

cementerio de la puerta de Atocha. En un humilde nicho, muy cercano al

del gran Fígaro, que me había precedido en la muerte, se cierra mi ciclo

por esta desventurada tierra. Frente a la lápida que me salvará del olvido,

escucho la voz templada y recia de Enrique Gil y Carrasco recitando una

poesía de despedida; después un discurso Joaquín María López alabando

mi faceta de poeta; un soneto de Miguel Agustín Príncipe y otro soneto

de Gregorio Romero Larrañaga y, por último, un fragmento de el Diablo

Mundo en la voz prodigiosa del gran actor Julián Romea… después, el

silencio infinito que acompaña a la muerte.

Miguel de los Santos Álvarez, recordando nuestros momentos

felices en la Biblioteca Nacional, mientras leíamos incansables a Goethe,

a Byron, a Musset, a Víctor Hugo, al gran Alejandro Dumas, como

homenaje al amigo fallecido, escribiría estos versos de recuerdos:

Este es el velador, testigo

de nuestras largas íntimas veladas,

continuación del fiel diálogo amigo,

interminable y loco, alegre o triste,

que mil veces nos trajo a la memoria

aquel continuo hablar en las posadas,

en aire, y fuego, y agua, heridos, sanos,

de aquellos dos en la locura hermanos

héroes que añadió el divino chiste

del buen Cervantes a la humana historia.

¡Y cuántas veces, súbito, se armaba

en mesa el velador, y los papeles

sucios de prosa y verso se mudaba

por ponerse blanquísimos manteles.

También Escosura saldría en defensa de mi honor cuando, después

de mi muerte se me acusaba de impiedad, de cinismo o de vida

desenfrenada, acusaciones motivadas por los convencionales alardes

Page 36: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

36

románticos de mi misma poesía, y en parte, por la nociva admiración de

algunos de mis amigos, románticos de tumba y hachero, que de ese

modo creyeron darme una aureola más gloriosa: Espronceda era

entonces lo que Dios le había hecho, y lo que a un muchacho de diez a

once años de edad correspondía: de su persona, gentil, simpático, ágil;

de entendimiento claro, de temperamento sanguíneo y a la violencia

propenso; de ánimo audaz hasa frisar en lo temerario, y de carácter

petulante, alegre, y más inclinado a los ejercicios del cuerpo que al

sedentario estudio.- Y Espronceda era también, además, entrañable y

constante en sus afectos; reverenciaba a su madre, no obstante sus

asperezas y bruscas genialidades; quería muy de veras a sus amigos;

tenía un corazón de sobra predispuesto al amor, y si algún síntoma en su

niñez se quiera encontrar, que anunciar pudiese lo que ya de hombre le

hicieron los sucesos y las circunstancias, sería preciso buscarlo mucho

más en la fogosidad de su temperamento y en la exaltación de su

fantasía, que en el fondo de su alma, que Dios la había dado generosa y

tierna. 3

Si bien a estas alturas de mi relato ya me da igual lo que se piense,

lo que se critique, o lo que se diga de mí, aún después de perdonar a

aquellos que publicaron y me endosaron poemas que yo nunca escribí,

no es menos cierto que siempre se agradece que la verdad prevalezca

sobre la mentira y que cada uno cargue con la fama por los hechos reales

realizados y no por falsas leyendas.

Para finalizar esta especie de relato biográfico sobre mi vida y sobre

mi muerte, señalar que al desaparecer el cementerio de San Nicolás,

finalizando el siglo XIX, con motivo de la ampliación de Madrid y la

apertura de los grandes cementerios civiles, los restos mortales de los allí

enterrados que no fueron reclamados por las familias, fueron pasados al

osario común, perdiéndose con este acto inhumano, aunque quizás

necesario, grandes obras escultóricas que formaban parte de los

mausoleos, cuyos autores, Benlliure, Querol, Ponciano, Mélida, etc.,

merecían que su obra se salvase y formaran parte del patrimonio

nacional. Los restos de Larra y míos tuvieron más suerte y, reclamados

por los literatos del momento fueron trasladados definitivamente, por

ahora, al Panteón de Hombres Ilustres de la Sacramental de San Justo, en

donde espero el momento definitivo de la resurrección de los muertos,

según reza en las Sagradas Escrituras. QUE ASÍ SEA.

_________________

(3) Reminiscencias biográficas, en La Ilustración Española y Americana, 1876.

Page 37: EL SUEÑO DE ESPRONCEDA

37

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