EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)

25
145 EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17) Introducción al capítulo 8 Si en el capítulo 6 Pablo enseñó que el cristiano ha de vivir una vida santa, y en el capítulo 7 que la ley no era el camino para lograr esa santidad, ahora en este capítulo 8 Pablo desarrolla la gloriosa solución que Dios ha obrado para resolver la lucha interior entre las dos naturalezas del creyente, de modo que pueda vivir una vida santa; y la solución no es sino su Espíritu Santo. En el capítulo 7, todo el foco de atención de Pablo estaba centrado en la ley y los mandamientos, que se mencionan hasta en treinta y una ocasiones, además de en Pablo mismo (el “yo”), mientras que el Espíritu sólo se mencionó una vez (en 7:6). Pero ahora en este capítulo 8, el pensamiento de Pablo se vuelve hacia el Espíritu y a su obra en el creyente, mencionándole prácticamente en cada uno de sus primeros versículos. Pablo así deja de mirar lo que él quiere, pero no puede hacer, y se centra en lo que el Espíritu realmente hace en él. Hay un contraste entre la ley y el Espíritu que se plantea en términos de la debilidad de la primera y del poder del segundo. La ley no puede ayudarnos en nuestro conflicto moral (¡una lucha interior de la que ni siquiera está libre un apóstol!), y si bien Pablo reveló que la causa era que en nosotros habita el mal (7:17,21,23), ahora revela que para contrarrestar ese poder maligno en nuestro interior también habita el Espíritu, que es quien nos capacita para andar como hijos de Dios. Él es quien por tanto nos libera “de la ley del pecado y de la muerte” (8:2). Pero la obra del Espíritu no se agota únicamente con nuestra santificación, y por tanto Pablo añade en este capítulo que el Espíritu es además el garante de nuestra resurrección (8:11) y de nuestra glorificación final (8:17,23). Pablo finalizará así su exposición sobre el tema de la santificación indicando el único medio por el cual podemos lograr la santidad, y la enlaza con la conclusión lógica y natural de la santificación: la redención final de nuestro cuerpo (cuartel de nuestra vieja naturaleza y campo de batalla de nuestras pasiones y deseos) y la glorificación final. Además, Pablo amplía nuestra perspectiva desde la eternidad y hasta la eternidad, pues nos lleva a los pensamientos de Dios antes de nuestra salvación y a la gloriosa consecución futura de la misma. Finalmente, Pablo enfatiza la seguridad de la salvación del creyente, pues comienza el capítulo con “ninguna condenación” y lo finaliza con “nada podrá apartarnos”, con la condición de estar “en Cristo Jesús”. Así, este capítulo 8 se puede dividir en las siguientes tres secciones: El ministerio del Espíritu de Dios (vv. 1-17): Libera, santifica, da testimonio, garantiza. La gloria futura de los hijos de Dios (vv. 18-30): La redención final, no sólo nuestra sino de toda la creación. La inmutabilidad del amor de Dios (vv. 31-39): Su amor está detrás de todo lo que nos acontece en la vida, y nada ni nadie nos podrá separar de él. Pero antes de abordar el estudio de este capítulo, vamos a comentar un concepto que aparece una y otra vez en él: la carne (gr. “sarx”). Ya vimos 1 que en Pablo este término puede tener tres significados diferentes. Cuando leamos un pasaje del apóstol Pablo y nos encontremos con este término es preciso que nos detengamos y razonemos con cuál de los tres sentidos lo está usando el apóstol para interpretar correctamente su mensaje. En este capítulo, siempre que aparezca el término “carne” lo debemos entender en su tercer significado: la naturaleza caída del ser humano. Así, “vivir conforme a la carne” es llevar una vida dominada por los dictados y deseos de nuestra naturaleza pecaminosa, en lugar de una vida gobernada por el Espíritu de Dios. La carne así representa lo más bajo y vil de la naturaleza humana. 1 Ver comentario a Romanos 1:3.

Transcript of EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)

EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
Introducción al capítulo 8 Si en el capítulo 6 Pablo enseñó que el cristiano ha de vivir una vida santa, y en el capítulo 7 que la ley no
era el camino para lograr esa santidad, ahora en este capítulo 8 Pablo desarrolla la gloriosa solución que
Dios ha obrado para resolver la lucha interior entre las dos naturalezas del creyente, de modo que pueda
vivir una vida santa; y la solución no es sino su Espíritu Santo. En el capítulo 7, todo el foco de atención
de Pablo estaba centrado en la ley y los mandamientos, que se mencionan hasta en treinta y una
ocasiones, además de en Pablo mismo (el “yo”), mientras que el Espíritu sólo se mencionó una vez (en
7:6). Pero ahora en este capítulo 8, el pensamiento de Pablo se vuelve hacia el Espíritu y a su obra en el
creyente, mencionándole prácticamente en cada uno de sus primeros versículos. Pablo así deja de mirar
lo que él quiere, pero no puede hacer, y se centra en lo que el Espíritu realmente hace en él.
Hay un contraste entre la ley y el Espíritu que se plantea en términos de la debilidad de la primera y del
poder del segundo. La ley no puede ayudarnos en nuestro conflicto moral (¡una lucha interior de la que
ni siquiera está libre un apóstol!), y si bien Pablo reveló que la causa era que en nosotros habita el mal
(7:17,21,23), ahora revela que para contrarrestar ese poder maligno en nuestro interior también habita
el Espíritu, que es quien nos capacita para andar como hijos de Dios. Él es quien por tanto nos libera “de
la ley del pecado y de la muerte” (8:2). Pero la obra del Espíritu no se agota únicamente con nuestra
santificación, y por tanto Pablo añade en este capítulo que el Espíritu es además el garante de nuestra
resurrección (8:11) y de nuestra glorificación final (8:17,23).
Pablo finalizará así su exposición sobre el tema de la santificación indicando el único medio por el cual
podemos lograr la santidad, y la enlaza con la conclusión lógica y natural de la santificación: la redención
final de nuestro cuerpo (cuartel de nuestra vieja naturaleza y campo de batalla de nuestras pasiones y
deseos) y la glorificación final. Además, Pablo amplía nuestra perspectiva desde la eternidad y hasta la
eternidad, pues nos lleva a los pensamientos de Dios antes de nuestra salvación y a la gloriosa
consecución futura de la misma. Finalmente, Pablo enfatiza la seguridad de la salvación del creyente,
pues comienza el capítulo con “ninguna condenación” y lo finaliza con “nada podrá apartarnos”, con la
condición de estar “en Cristo Jesús”. Así, este capítulo 8 se puede dividir en las siguientes tres secciones:
El ministerio del Espíritu de Dios (vv. 1-17): Libera, santifica, da testimonio, garantiza.
La gloria futura de los hijos de Dios (vv. 18-30): La redención final, no sólo nuestra sino de toda la
creación.
La inmutabilidad del amor de Dios (vv. 31-39): Su amor está detrás de todo lo que nos acontece
en la vida, y nada ni nadie nos podrá separar de él.
Pero antes de abordar el estudio de este capítulo, vamos a comentar un concepto que aparece una y otra
vez en él: la carne (gr. “sarx”). Ya vimos1 que en Pablo este término puede tener tres significados
diferentes. Cuando leamos un pasaje del apóstol Pablo y nos encontremos con este término es preciso
que nos detengamos y razonemos con cuál de los tres sentidos lo está usando el apóstol para interpretar
correctamente su mensaje. En este capítulo, siempre que aparezca el término “carne” lo debemos
entender en su tercer significado: la naturaleza caída del ser humano. Así, “vivir conforme a la carne” es
llevar una vida dominada por los dictados y deseos de nuestra naturaleza pecaminosa, en lugar de una
vida gobernada por el Espíritu de Dios. La carne así representa lo más bajo y vil de la naturaleza humana.
1 Ver comentario a Romanos 1:3.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
146
La seguridad del creyente (8:1) “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (gr. “Οδν ρα νν κατκριμα
τος ν Χριστ ησο”). Literal: “Ninguna así pues ahora condenación (hay) para los que (están) en Cristo
Jesús”2.
La expresión “pues” (gr. “ρα”) viene a indicar una conclusión o resumen de lo dicho anteriormente. Lo
podemos enlazar fácilmente con lo dicho al final del capítulo 7: en 7:24 Pablo había exclamado:
“¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”, para después responder aliviado:
“Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”, como diciendo: “Es por Cristo por quién me veré
liberado de este cuerpo de muerte”. Por tanto, “ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están
en Cristo Jesús”. Pero también podemos considerar esta preposición como conclusión a todo el
argumento que Pablo viene desarrollando desde el principio de la epístola, siendo la primera bendición
que obtenemos con nuestra salvación que quedamos libres de toda condenación del juicio de Dios.
La expresión “ahora” (gr. “νν”) indica que esta salvación ya es nuestra desde el momento en que creímos
y fuimos incorporados “en Cristo Jesús”. No son por tanto necesarias ninguna clase de expiación
supererogatoria adicionales que se hayan ido pudiendo añadir con el transcurrir de los siglos, como el
Purgatorio, las indulgencias, los sacramentos o la Misa. Tampoco debemos permanecer en un estado de
duda o suspense, hasta que tras la muerte averiguamos si estamos dentro del grupo de los elegidos. Si
hemos nacido de nuevo, nuestra salvación es “ahora”.
Condenación (gr. “κατκριμα”) no se refiere únicamente a la sentencia condenatoria, sino al castigo
impuesto por ella. La no condenación es sinónimo de justificación. De hecho este versículo es el anverso
de la moneda del versículo 5:1: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo”. Ambos versículos se complementan mutuamente: la declaración en 5:1 es
positiva y se fija en lo que ya tenemos (la justificación), mientras que 8:1 es su contraparte negativa y
destaca aquello de lo que hemos sido librados (la condenación). La razón que da Pablo inmediatamente
para no haber sido condenados es que Dios condenó al pecado en la carne (8:3). Al final del capítulo
recalcará la seguridad de nuestra salvación al recalcar que nadie puede acusarnos pues Dios nos ha
justificado (v. 33), y que nadie nos condenará pues Cristo murió, resucitó, fue exaltado e intercede por
nosotros (v. 34).
Todo esto, nuestra justificación y nuestra no condenación, es “para los que están en Cristo Jesús”, es
decir, para los creyentes genuinos. Esa posición es obrada mediante el bautismo del Espíritu Santo (1 Co.
12:13). Pablo ya había explicado (5:12ss) las diferentes consecuencias y bendiciones de estar en Cristo o
en Adán. Notemos que no hay términos medios: o se está en Cristo o no se está (i.e. se está aún en Adán);
o se está libre de toda condenación, o no se está.
El Espíritu nos libera (8:2-4) Una segunda bendición de nuestra salvación es que “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha
librado de la ley del pecado y de la muerte” (v. 2). Esta segunda bendición es nuevamente “en Cristo Jesús”
y comienza con una expresión que enlaza con el versículo anterior: “porque” (gr. “gàr”). Ya no hay más
condenación en Cristo, puesto que hemos sido liberados en Él.
2 La segunda parte del versículo 1 (“los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”) es muy posiblemente una
interpolación del versículo 4. Añade además una confusión doctrinal, pues nuestra liberación de la condenación no depende de
nuestro andar, sino únicamente de estar en Cristo (i.e. sólo por pura gracia).
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
147
Pablo venía exclamando: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”, y ahora por
fin encuentra satisfacción a su grito desesperado: “La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado
de la ley del pecado y de la muerte”. Puede ser que en momentos de debilidad y crisis espiritual, cuando
nos sentimos agobiados por el peso del pecado, el diablo venga a susurrarnos al oído: “¿Cómo puedes
creer que estás libre de la condenación, un pecador como tú?” Puede que incluso tú mismo te sientas
condenado. Pero la gracia maravillosa de Dios que se revela en este pasaje no es una cuestión de
sentimientos, sino de hechos basados en lo que Dios dice: Él nos ve en Cristo resucitado y sentado a su
diestra, fuera de toda condenación posible, más allá de toda duda que nos surja. Aunque el acusado no
pueda oír la sentencia absolutoria del juez, no por eso es culpable ni deja de ser absuelto. Aunque no nos
aferremos a esta maravillosa declaración de Dios, no deja de ser menos cierta; aunque seamos lentos
para oír y entender, no deja de ser verdad. La liberación de toda condenación ya es nuestra y permanece
inamovible por toda la eternidad3.
¿De qué ley hemos sido liberados? “De la ley del pecado y de la muerte”. ¿Qué ley es esta? ¿Se refiere a
la ley de Dios (la Torá)? Pablo confesó en el capítulo 7 que la ley de Dios hizo revivir el pecado de su
interior, no siendo ella misma pecaminosa; y que esta ley le provocó de esta manera la muerte, no siendo
ella la causa de la muerte, sino el pecado. Así, no siendo la ley de Dios muerte ni pecado, provocó ambas
cosas en Pablo, pues su ministerio es el ministerio de la muerte y la condenación (2 Co. 3:7ss). Por tanto,
ser liberados de la ley del pecado y de la muerte equivaldría a no estar ya bajo ley (6:14), a haber muerto
a la ley (7:4) y a ser libres de la ley (7:6). La ley ya no es nuestro faro para buscar la justificación o la
santificación. Hemos sido liberados de ella en Cristo Jesús, pues lo único que nos causaba era pecado,
muerte y condenación. Por tanto, es posible que la ley de la que esté hablando Pablo se refiera a la Torá.
Pero también es posible que se refiera a la otra ley que aparece hacia el final del capítulo 7: “veo otra ley
en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que
está en mis miembros” (7:23), una ley que llevaba a Pablo a desobedecer la ley de Dios escrita en su
mente. Esta ley es el poder del pecado obrando en nuestros cuerpos no redimidos, y contra la cual es
impotente hasta la mente renovada del nacido de nuevo.
¿Cómo es posible que esa ley pudiese ser vencida para que Pablo hallase la tan anhelada liberación?
Mediante otra ley: “La ley del Espíritu de vida”. Los objetos caen al suelo por la ley de la gravedad, pero
si a un objeto suspendido en el aire le atamos un globo de helio, no sólo no cae sino que asciende. Esto
es así porque a la ley de la gravedad se le opone otra ley física, por la cual los gases más ligeros que el
aire (como el helio) ascienden. Así, del mismo modo, Dios opone a la ley del pecado y de la muerte otra
ley aún más poderosa: la del Espíritu de vida. Una ley provoca esclavitud y muerte; la otra otorga libertad
y vida. Esta segunda ley podría referirse al mensaje del Evangelio, el cual es “el ministerio del Espíritu” (2
Co. 3:8).
Cuando Pablo clamaba por liberación en 7:24, exclamó: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”
(7:25). Nuestra liberación es mediante Jesucristo, al participar de su vida de resurrección. Pero quien
convierte esta liberación en experiencia es el Espíritu Santo como “Espíritu de vida en Cristo Jesús”4. Es la
continua operación del Espíritu lo que hace efectiva esta liberación en aquellos que estamos en Cristo
Jesús, y en quienes a su vez está el Espíritu Santo. “Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu
3 “Me ha librado” (gr. “leyzérsen”) está en tiempo aoristo (lit. “me liberó”). Hemos sido liberados de una vez y para siempre.
Pablo está apuntando aquí al hecho histórico de lo que ocurre cuando uno pone su fe en Cristo. 4 Normalmente se interpreta “Espíritu de vida” como una referencia al Espíritu Santo, pero también se podría ver como una
referencia al mismo Señor Jesucristo, quien como postrer Adán es “espíritu vivificante” (1 Co. 15:45). No obstante, todo el
contexto del capítulo 8 invita a creer que se refiere realmente al Espíritu Santo.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
148
del Señor, allí hay libertad” (2 Co. 3:17). Una libertad que está disponible tanto para el niño recién
convertido, como para el cristiano maduro que lleva años en el Evangelio.
A continuación (vv. 3-4) Pablo nos describe cómo el Evangelio nos libera “de la ley del pecado y de la
muerte”. En primer lugar, comienza diciendo que Dios tuvo que tomar la iniciativa para salvarnos, puesto
que la ley era incapaz de llevarnos a él (“lo que era imposible para la ley”). La razón de la imposibilidad
de la ley no se hallaba en ella misma, sino en nosotros: “por cuanto era débil por la carne”. La ley (santa,
justa y buena) podía ordenar, pero la carne no estaba sujeta a ella y no le obedecía. Nuestra carne
pecaminosa debilitaba a la ley, así que Dios tuvo que proveer un nuevo método: la ley del Espíritu de vida.
El apóstol Pablo describe a continuación en cinco fases el proceso de liberación (o redención) que Dios
pone en marcha.
La redención (I): Dios envía a su Hijo Dios había enviado anteriormente también profetas, pero finalmente envió a su Hijo Unigénito, alguien
que compartía su gloria, esencia y atributos divinos con el Padre. Como el dueño de la viña, quien dice:
“¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado” (Lc. 20:13).
La redención (II): La encarnación del Hijo El Hijo se encarna como hombre semejante a nosotros: “enviando a su Hijo en semejanza de carne de
pecado”. La expresión “semejanza de carne de pecado” indica que el Hijo era en todo semejante a
nosotros en nuestra condición de pecadores (cp. Fil. 2:7), “pero sin pecado” (He. 4:15). Jesús tenía una
naturaleza humana pero no una naturaleza pecaminosa, pues su naturaleza humana estaba vitalmente
unida, aunque sin mezclarse, con su naturaleza divina. Es por ello que Cristo no cometió pecado (1 P.
2:22), no conoció pecado (2 Co. 5:21) y en Él no había pecado (1 Jn. 3:5). Y por eso ninguno de sus
enemigos pudo acusarle jamás de pecado alguno (Jn. 8:46).
Aquí carne puede significar tanto “carne física” como “humanidad”. “Y aquel Verbo fue hecho carne” (Jn.
1:14) afirma la realidad de la humanidad del Señor. Su encarnación fue real (no sólo una apariencia, como
enseñaban los docetistas) y tuvo un cuerpo preparado por Dios (He. 10:5), pero no adoptó nuestra
naturaleza caída sino que fue el primer hombre perfecto que pisó la tierra desde la caída de Adán.
La redención (III): El Hijo es ofrecido en sacrificio Cristo vino para dar su vida “en rescate por muchos” (Mr. 10:45); se hizo “obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz” (Fil. 2:8), “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de
en medio el pecado” (He. 9:26). Pablo lo expresa aquí de la siguiente manera: “Enviando a su Hijo… a
causa del pecado”. Esta expresión (gr. “perì hamartías”) se relaciona en otros pasajes con la ofrenda por
el pecado (He. 10:6,8,18; 13:11)5, pues ésta era sin duda la idea que tenía Pablo en mente al usar esta
expresión: Dios envió a su Hijo con un cuerpo humano para que fuera utilizado como ofrenda por el
pecado (cp. He. 2:14-15).
La redención (IV): Dios condena al pecado en el cuerpo de Cristo “Dios… condenó al pecado en la carne6”. Dios hizo aquello que “era imposible para la ley”. Nuestros
pecados han sido perdonados, pero no nuestra naturaleza pecaminosa. La ley puede condenar al pecador,
pero no al pecado y destruirlo. En cambio Dios no sólo condenó dictando sentencia, sino que derramó su
5 Es también la expresión típica usada en la LXX para referirse a los sacrificios “por el pecado”. 6 “Carne” puede referirse, como en la frase anterior, no a nuestra naturaleza caída sino a la carne física (el cuerpo de Cristo) o al
concepto de humanidad. Así la frase podría significar que Dios condenó al pecado en el cuerpo de Cristo, o que condenó el
pecado de toda la humanidad. Ambas interpretaciones son posibles y correctas.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
149
ira y juicio sobre su Hijo en la Cruz del Gólgota. Fue juez y a la vez verdugo. En la cruz, Cristo se hizo
pecado para lograr nuestra justificación (2 Co. 5:21). Lo que veía la gente clavado en la cruz era un cuerpo
físico, pero Dios veía el pecado de toda la humanidad, y Dios castigó ese pecado en el cuerpo de su Hijo
encarnado. Un cuerpo que carecía de nuestra naturaleza pecaminosa pero que llevó nuestros pecados
sobre él, haciéndose él mismo pecado por nosotros7. Así, ya no hay condenación para los que están en
Cristo Jesús, pues él ya llevó la condenación en nuestro lugar. Nuestro pecado en la carne ha sido
castigado en la persona de Otro, de modo que para nosotros ya no hay condenación.
Dios trató con el pecado en la cruz de Cristo de dos maneras. En primer lugar, Dios trató con la culpa de
nuestro pecado; allí Cristo derramó su sangre en expiación por nuestros pecados, de tal modo que las
justas demandas de la ley de Dios quedaron completamente satisfechas. En este sentido, Cristo fue
nuestro sustituto y murió por nosotros. En segundo lugar, Cristo fue hecho pecado por nosotros, y es con
Él que morimos al pecado y a nuestra relación con Adán. En este sentido, Cristo fue nuestro representante
y nosotros hemos muerto con Él. Puesto que Cristo se identificó totalmente con nosotros, Dios pudo
condenar judicialmente “al pecado en la carne” según su relación con la raza humana (“en la carne”) y en
particular con los creyentes. Cristo, el Hijo del Hombre, se colocó bajo condenación en el lugar de todos,
de modo que llevó la condenación del pecado de todos.
Por tanto, Cristo en la cruz murió tanto por lo que hacemos, como por lo que somos. No murió sólo por
los pecados que cometemos, sino también por nuestra naturaleza pecaminosa. Estas dos verdades las
encontramos anunciadas en las dos fases en que se dividía la ofrenda por el pecado en Levítico 4. En la
primera fase (Lv. 4:4-7) se realiza el derramamiento de la sangre del animal y su aplicación hacia el velo
del santuario (detrás del cual se hallaba el propiciatorio) y sobre los cuernos del altar de incienso (que
según He. 9:3-4 pertenecía funcionalmente, aunque no físicamente, al Lugar Santísimo). Esta fase se
corresponde con el derramamiento de la sangre de Cristo en la cruz para limpiarnos de nuestros pecados
y permitirnos el acceso a Dios. En la segunda fase (Lv. 4:8-12) se quemaba todo el becerro en el fuego
fuera del campamento. Aquí vemos pues a Dios condenando el pecado en la carne, quemándolo en juicio.
Ambas fases anticipan lo que Dios haría en el sacrificio de Cristo (He. 13:11-12).
El pecado así condenado, ya no tiene derechos sobre nosotros. Sin embargo, aunque el pecado ha sido
condenado, no ha sido aún removido de la carne. Queda aún pendiente la cuestión de nuestra carnalidad
y cómo afecta a nuestro caminar diario. Queda así una última fase que Pablo describe a continuación8.
La redención (V): La creación de un pueblo de Dios santo “Para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino
conforme al Espíritu”. ¿Qué quiere decir Pablo cuando habla de cumplir en nosotros la justicia de la ley?
Tradicionalmente se ha entendido en el sentido de “cumplir las exigencias de la ley”, como un sinónimo
de la justificación. Así, Dios condenó el pecado para que las demandas de la ley pudiesen ser satisfechas
(siendo la principal demanda la muerte del infractor). Pero el hecho de que Pablo mencione que
“andamos conforme a Espíritu” nos indica que no se está refiriendo únicamente a la justificación, sino
que tiene la santificación también en mente. Dios quiere que su ley sea cumplida, y no sólo satisfecha. Y
ha de ser cumplida mediante la vida de santidad de aquellos a quienes ha liberado precisamente de las
demandas de la ley. Dios nos escogió como pueblo no sólo para que fuésemos justos (justificados), sino
para que “fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1:4). Su voluntad para con nosotros es nuestra
santificación (1 Ts. 4:3). Del mismo modo que Jesús vino a cumplir la ley y no sólo a satisfacer sus
7 Nótese que Pablo dice en la cita de 2 Corintios que Jesucristo se hizo pecado, no pecador. 8 Realmente la santificación no es la última fase de nuestra salvación, pues aún quedaría la redención de nuestros cuerpos y
posterior glorificación con Cristo, que Pablo abordará en los versículos posteriores.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
150
demandas en la cruz (Mt. 5:17), así también el pueblo de Dios ha de cumplirla con vidas de santidad9.
Cristo cumplió la ley tanto en su aspecto externo como en su sentido esencial e interno. La obediencia al
ejemplo del Maestro es lo que debe caracterizar a cada discípulo. Esto es posible porque ya no tratamos
de cumplir la ley de Dios mediante las fuerzas de nuestra carne pecaminosa, sino en el poder del Espíritu.
Por eso, hablar de Jesús sólo como un buen Maestro de quien tenemos que aprender sus enseñanzas y
ponerlas en práctica es una simple necedad. Tratar de seguir el ejemplo de Jesús, de “seguir sus pisadas”
(1 P. 2:21), sin que su propia vida y Espíritu moren dentro de nosotros es algo tan frustrante e imposible
como tratar de cumplir toda la ley mosaica punto por punto. Si el ejemplo de Jesús nos muestra algo, es
la incapacidad de salvarnos a nosotros mismos por nuestras propias fuerzas.
La argumentación de Pablo puede llevar a confusión si no tenemos cuidado, pues comienza hablando de
liberación de la ley y concluye hablando luego de cumplirla. Además, tanto la liberación como el
compromiso de cumplir la ley son ambas debido a la muerte de Cristo. No obstante, no hay contradicción
alguna en Pablo. La ley ha sido abolida como medio de justificación o santificación, pero no como
expresión de la voluntad de Dios para nuestras vidas, siendo el Espíritu Santo el que nos capacita ahora
para poder cumplirla. Que el pueblo de Dios sería capaz de cumplir perfectamente la ley algún día había
sido revelado a los profetas. Jeremías anunció: “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y
yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Jer. 31:33), y Ezequiel reiteró: “Y pondré dentro de
vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra”
(Ez. 11:19-20; 36:27). Por tanto, cuando Dios nos infunde su Santo Espíritu, es para que podamos cumplir
la ley que ha escrito en nuestras mentes y corazones. La ley de Dios ordena la justicia, pero no puede
proveer los medios para alcanzarla; por tanto, lo que la ley era incapaz de lograr por medios humanos,
Dios mismo tuvo que hacerlo10.
Dios no libra a los hombres de su pecado para que puedan seguir haciendo lo que les plazca, sino lo que
le agrada a Él. Dios no salvó a los hombres para puedan continuar pecando (esto ya quedó claro en el
capítulo 6), sino para que puedan empezar a vivir en justicia, para que en ellos se cumpla “la justicia de
la ley”. Dios exige santidad, “sin la cual nadie verá a Dios” (He. 12:14).
Nosotros somos llamados a andar como Zacarías y Elisabet, padres de Juan el Bautista: “Ambos eran
justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor” (Lc.
1:6). Pablo así exhorta a los efesios: “ya no andéis como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su
mente” (Ef. 4:17). Y Juan por su parte declara: “si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión
unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Ho nos limpia de todo pecado” (1 Jn. 1:7).
¿Cuál era el propósito de la ley, cuál su voluntad, sino la de que anduviésemos sin pecado y cumpliendo
la voluntad divina? Esto es pues precisamente lo que ha concedido Cristo a los que, estando en Él, ya no
regulamos nuestra conducta conforme a nuestros deseos sino conforme a la dirección del Espíritu.
Porque este cumplimiento de la justicia de la ley es para aquellos “que no andamos conforme a la carne,
sino conforme al Espíritu”11. Un cristiano verdadero tiene así tanto el deseo como el poder para vivir de
forma justa en la tierra, cumpliendo la ley que agrada a Dios. Pero la justicia de la ley no se cumple en el
creyente carnal, que camina confiando en sus propias fuerzas, sino únicamente en el creyente espiritual,
9 Pablo dirá más adelante: “el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” y “el cumplimiento de la ley es el amor” (Ro. 13:8-10). 10 “Lo que era imposible para la ley…” se refiere tanto a poder librarnos de la ley de pecado y de la muerte, como a poder cumplir
lo que demanda. 11 Si bien vimos en 8:1 que nuestra justificación (no condenación) no depende de nuestro andar, sino únicamente de estar en
Cristo, nuestra santificación sí depende de nuestro andar, sea que lo hagamos en el Espíritu o en la carne.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
151
que camina dejando obrar sumiso al poder del Espíritu Santo en su vida. Cuanto más resista el creyente
la obra del Espíritu, menos fruto dará, más caídas tendrá y más tardará en experimentar la liberación del
poder del pecado y de la carne. En los versículos siguientes, el apóstol ahondará más en el contraste entre
carne y Espíritu.
La ley de Dios y nuestra santidad Podemos detenernos ahora y hacer un breve resumen de la enseñanza de Pablo acerca de la ley y de
nuestra santidad, tal y como dejó escrito en el pasaje de Romanos 7:1 al 8:4.
1. La santidad no es una cláusula adicional en el plan de salvación de Dios, sino su propósito último
al salvarnos. Dios envió a su Hijo (encarnación) a morir en la Cruz (expiación) no sólo para que
fuésemos liberados de toda condenación (justificación) y esclavitud (redención), sino para que
pudiésemos vivir vidas que agradaran a Dios (santificación). Este, y no otro, fue también el motivo
por el que Dios sacó a Israel de Egipto (Dt. 7:6).
2. La santificación no es sino en última instancia el cumplimiento de la justicia de la ley en nuestras
vidas. Esta es la respuesta final de Pablo a los antinomianos: hemos sido liberados de la esclavitud
de la ley, pero su justicia ha de cumplirse en nosotros. La obediencia a los mandamientos de Dios
no son la causa de nuestra salvación, sino su consecuencia y fruto: “Porque somos hechura suya,
creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10).
3. La justicia de la ley (la santidad) no es algo que nosotros hayamos cumplido con nuestras fuerzas,
sino que ha sido cumplida en nosotros (voz pasiva). Esta es también la respuesta final de Pablo a
los legalistas. Ellos se esforzaban en cumplir la ley con una obediencia que no podía ser perfecta,
pero Dios escogió otros medios para honrar su ley. Lo que nos lleva al punto siguiente.
4. La vida de santidad es fruto del Espíritu Santo en nuestras vidas, no de nuestros propios esfuerzos
carnales. Si en Romanos 7 vimos que Pablo no podía cumplir la ley debido a la carne que hay en
nosotros, en Romanos 8:4 vemos que ahora sí podemos cumplirla por el Espíritu que habita en
nuestros corazones. La victoria se consigue cuando quitamos la vista de nuestro “yo” carnal y
miramos a nuestro Señor.
5. El proceso de salvación es un trabajo de la Trinidad. El Padre nos justifica mediante su Hijo, a
quien envió al mundo, y nos santifica mediante su Espíritu, a quien envía a nuestros corazones.
La ley no interviene, ni tiene arte ni parte. No somos justificados por la ley de Dios, sino por la
gracia de Dios; ni somos santificados por la ley, sino por el Espíritu Santo que habita en nosotros.
6. Todo esto lo logramos si estamos “en Cristo”. Jesús ya nos avisó que fuera de Él nada podíamos
hacer por nuestras fuerzas (Jn. 15:5).
Estos cuatro primeros versículos del capítulo 8 son una conclusión lógica del argumento que Pablo venía
desarrollando no sólo desde el capítulo 7, sino desde 5:12. En 5:12-21 Pablo contrastó la diferencia de
estado entre depender de Adán o de Cristo como cabezas; ahora se goza en que para los que están en
Cristo “ninguna condenación hay”. En los capítulos 6 y 7 abordó el problema del pecado y ahora concluye
que el pecado ha sido condenado y que la ley del Espíritu de vida nos ha librado “de la ley del pecado y
de la muerte”. Si en el capítulo 7 expuso la relación entre el cristiano y la ley, aquí afirma que su justicia
se cumple en los que estamos en Cristo y andamos en el Espíritu. Finalmente, si el pecado y la ley nos
esclavizaban y nuestro cuerpo de muerte nos tenía presos, ahora el Espíritu de vida nos ha liberado.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
152
En estos cuatro versículos, el apóstol ha hecho igualmente un resumen del plan de salvación para el
hombre: para aquellos que están en Cristo ya no hay condenación (v. 1), sino que han sido liberados (v.
2) mediante de la muerte vicaria de Cristo (v. 3) y con el propósito de nuestra santificación (v. 4).
Las dos mentalidades (8:5-8) Pablo introdujo en 8:4 la oposición existente entre carne y Espíritu al declarar que los únicos en quienes
la justicia de la ley se cumple son los que andan conforme al Espíritu (gr. “katà pneûma”) y no conforme
a la carne (gr. “katà sárka”). Los primeros se rinden al control del Espíritu mientras que los segundos
siguen los impulsos de la carne. Ahora continúa desarrollando ese contraste: ¿Por qué es que la justicia
de la ley se cumple en los primeros, pero no en los segundos? Pues “porque…”, y aquí Pablo expone la
diferencia de mentalidad entre unos y otros.
En primer lugar, notemos que Pablo usa aquí el término “carne” en su tercera acepción, es decir, la
naturaleza caída y pecaminosa del hombre. Y lo opone a “espíritu” (gr. “pneûma”), que no se refiere a la
parte espiritual del ser humano sino a la persona divina del Espíritu Santo. Por tanto, Pablo no está
contrastando aquí nuestro cuerpo físico (malo) en oposición a nuestro espíritu humano (bueno), como
muchos han entendido a lo largo de la Historia12, sino que contrasta nuestra naturaleza caída y bajo el
poder del pecado frente a la obra poderosa del mismo Espíritu de Dios anulando en nuestras vidas ese
poder del pecado.
Pablo expone que “los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu,
en las cosas del Espíritu” (8:5). Aquí Pablo nos presenta a dos grupos de personas: “los que son de la
carne” y “los que son del Espíritu”, que coinciden con los dos grupos que mencionó en el versículo
anterior: “los que andan conforme a la carne” y “los que andan conforme al Espíritu”. Así, Pablo dice que
si cada grupo “anda” de un modo u otro (v. 4), es porque “son” sencillamente de un modo u otro (v. 5). Y
de igual modo, si uno pertenece a un grupo ha de andar conforme a la norma o principio de ese grupo
(Gá. 5:16,25), haciendo manifiestos sus frutos, ya sean los de la carne o los del Espíritu (Gá. 5:17-23).
¿Quiénes forman parte de estos dos grupos? Podríamos pensar que se refieren a dos grupos de creyentes:
los cristianos carnales (como Pablo en el capítulo 7), que tratan de santificarse por sus propios medios, y
los espirituales, que descansan totalmente en el poder del Espíritu y dejan que realice su obra en ellos.
Pero el contexto del pasaje hace más bien entender que la diferencia es entre ser nacido de nuevo (y por
tanto poseer el Espíritu y la vida) o no (y estar aún bajo el pecado y destinado a la muerte)13. Así pues,
“los que son del Espíritu” son los cristianos que han sido sellados por el Espíritu e incorporados a Cristo,
las personas que se alzan sobre este mundo para pensar en las cosas eternas, mientras que “los que son
de la carne” son las personas no salvas, el hombre natural aún en Adán y dominado por su naturaleza
carnal, las personas cuyo centro es su YO y cuya única ley es su propio deseo; un grupo al que los creyentes
también pertenecieron antes de su conversión (Ef. 2:3; Tit. 3:3; 1 P. 4:3).
Pablo expone tres diferencias entre ambos grupos (expresadas cada una en los vv. 5-8). En primer lugar,
nuestra mentalidad manifiesta nuestra verdadera naturaleza como creyentes o no (8:5). Hay una
diferencia vital entre ambos grupos, pues “son” de una manera o de otra, o lo que es lo mismo, tienen
normas de vida totalmente opuestas y por tanto también son diferentes las cosas en que ocupan su
mente (gr. “frónma”), en que piensan (gr. “froné”). Porque uno no es del Espíritu porque piense en
12 Es la visión escolástica medieval, que tomó la idea platónica del cuerpo humano como cárcel del alma. 13 Una razón adicional. “Los que son” traduce el griego “hoi ontes”. “Ontes” es el participio presente del verbo “eimí” (ser) y en
cuanto a presente, sugiere una acción continua. Así, los que son de la carne no serían los creyentes que en momentos puntuales
puedan actuar conforme a ella, sino gente cuyo estado permanente es ese, lo cual sólo puede ser cierto de inconversos.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
153
cosas del Espíritu, sino que piensa en ellas porque es del Espíritu. Y lo mismo se puede decir de los que
son conforme a la carne14. Nuestros pensamientos son los frutos que manifiestan nuestra verdadera
naturaleza. La naturaleza de cada uno dirige nuestras mentes y pensamientos en una u otra dirección.
Los que son de la carne los dirigen a aquellas cosas que satisfacen su egoísmo natural, mientras que los
que son del Espíritu piensan y desean (dirigidos por el Espíritu) aquellas cosas que agradan a Dios y
glorifican a Cristo.
En segundo lugar, nuestra mentalidad tiene consecuencias diferentes para nuestras vidas: “Porque el
ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz” (8:6). “Ocuparse” es expresado
en el texto griego con la palabra “mente” (gr. “frónma”), es decir, los que tienen “la mente de la carne”
y los que tienen “la mente del Espíritu”. “Pensar” (gr. “froné”) no es simplemente ocupar nuestra mente
con un pensamiento, no es un ejercicio meramente intelectual, sino que refleja el ámbito de nuestras
preocupaciones, deseos e intenciones, el alcance de nuestras ambiciones y anhelos; expresa cómo y en
qué empleamos nuestras mentes, cómo invertimos su tiempo y energías, en qué nos concentramos y a
qué nos entregamos. Por eso, tener “la mente” es traducido aquí como “ocuparse”: se trata de una
ocupación cotidiana y no de un pensamiento pasajero.
Aquí Pablo declara que la mentalidad de una persona dominada por la carne trae como consecuencia la
muerte (gr. “zánatos”), tanto física como espiritual. En cambio, la mentalidad de una persona dominada
por el Espíritu trae como consecuencia vida (gr. “ds”) y paz (gr. “eirn”). El pecado produce separación:
separación entre el hombre y Dios (muerte espiritual), entre el alma y el cuerpo humanos (muerte física)
y entre el hombre y sus semejantes (egoísmo y enemistad). El Espíritu resuelve esa separación y trae vida
eterna y reconciliación (paz) del hombre con Dios (5:1), con sus semejantes (12:18) y consigo mismo (paz
interior, Fil. 4:7). El ocuparse de la carne es irse alejando cada vez más de Dios, y por tanto dirigirse hacia
la muerte. El ocuparse del Espíritu es acercarse cada vez más a Dios, y por tanto a la vida; es estar cada
día más cerca del Cielo. La muerte es el destino de aquellos que viven para la carne, pero “el que hace la
voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:17). ¿Cómo no buscar entonces el camino de la
santidad, si es un camino que lleva a la vida y la paz?
Y en tercer lugar, nuestra mentalidad determina nuestra relación con Dios: “Por cuanto los designios de
la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que
viven según la carne no pueden agradar a Dios” (8:7-8). “Designios” también traduce aquí el término
griego para mente “frónma”; así, los “designios de la carne” es literalmente “la mente de la carne” de
nuevo. Lo que dice Pablo es que los que tienen la mente de la carne están destinados a la muerte por
cuanto son enemigos de Dios. Y son enemigos de Dios porque no pueden sujetarse a la ley de Dios, por
cuanto su mente está ocupada en las cosas de la carne. Debido a ello, los que “son” (o “están”) “en la
carne” (gr. “en sarkí”) no pueden agradar a Dios.
La enemistad con Dios es una característica del pecado. Pablo describe nuestra situación como pecadores
en que éramos enemigos de Dios (5:10, Col. 1:21); el mismo Señor describe a los que no creen en Él como
sus enemigos (Mr. 12:36, cp. 1 Co. 15:25), y Santiago añade que “la amistad del mundo es enemistad
contra Dios. Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Stg. 4:4).
Así pues, la mente de la carne es rebelde y hostil a Dios, y alienta la animadversión hacia su Nombre y su
voluntad, su pueblo, su Hijo y su gloria. El clímax de esa enemistad y rebelión fue cuando el mundo se
alzó para crucificar y dar muerte al Hijo de Dios. Así, en contraste con el hombre regenerado, cuya mente
14 El verbo “pensar” está aquí en presente, lo que indica en griego una acción continua, no hechos puntuales. Una razón más
para entender que aquí Pablo se refiere a creyentes e inconversos.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
154
renovada se deleita en la ley de Dios (7:22) y la sirve (7:25b), las mentes de los no regenerados “no se
sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”. Por eso mismo es que tampoco puede cumplirse en ellos la
justicia de esa ley (8:4), y debido a ello es que no pueden agradar a Dios pues son incapaces no ya sólo
de hacer su voluntad, sino de tan siquiera buscarla. Todos los que están en la carne y no en el Espíritu
están separados de Dios, y aun cuando se esfuercen en adorarle, como Caín, serán rechazados.
La carne es enemiga de Dios, y aunque nosotros hemos sido reconciliados con Él, la naturaleza de nuestra
carne no ha cambiado ni mejorado ni un ápice. La carne es tan mala e incorregible en el más santo de los
creyentes como en el peor de los pecadores. Cualquier esfuerzo que hagamos por mejorar o corregir
nuestra naturaleza carnal será en vano, como ya quedó probado en el capítulo 7. No es que el hombre
no sepa hacer lo bueno o sea incapaz de ello, pero el hombre no regenerado se ve naturalmente inclinado
a hacer el mal, aun conociendo lo bueno y aprobándolo, porque está dominado por el pecado en su carne.
El hombre natural no tiene ningún poder para cambiar o contrarrestar su naturaleza y por tanto se ve y
es incapaz de agradar a Dios.
Pablo no dice a continuación cuáles son las características de los que tienen la mente del Espíritu en su
relación con Dios, pero se induce implícitamente que son las opuestas a los que tienen la mente de la
carne. Así, los que son del Espíritu serían los que se han reconciliado con Dios, se sujetan a su ley y viven
vidas que agradan a Dios, de tal forma que la justicia de la ley se cumple en ellos.
En resumen, podemos decir que uno de los ministerios del Espíritu en nuestras vidas es la de darnos una
mente renovada, lo que Pablo aprovecha para contrastar en estos versículos 5 a 8 dos grupos de
personas: los que son de la carne y los que son del Espíritu. Los primeros tienen la mentalidad carnal que
conduce a la enemistad con Dios y la muerte, mientras que los segundos tienen una mente renovada que
les permite vivir vidas que agradan a Dios y que les trae vida y paz. El estar en uno u otro de los grupos
(i.e. el cómo ocupemos nuestra mente) tiene consecuencias por tanto para esta vida (nuestra conducta)
y para la venidera, determinando nuestro destino final (muerte espiritual o vida eterna).
La morada del Espíritu (8:9-11) Ahora Pablo se dirige directamente a sus lectores y por eso abandona el uso de la tercera persona del
plural por la segunda (“vosotros”). Ya no habla en términos generales de dos grupos de personas, sino
que se dirige exclusivamente a uno de ellos: los que no viven “según la carne, sino según el Espíritu”.
Pablo comienza con un adverbio adversativo (“Mas”), como diciendo: “Sí, hay una antítesis entre dos
grupos de personas, con consecuencias directas y eternas según se pertenezca a uno u otro. Y en concreto,
los que son de la carne son enemigos de Dios y su destino final es la muerte. Pero vosotros pertenecéis al
otro grupo, los que son del Espíritu”. En seguida nos trae a la mente un pasaje similar en Hebreos:
“Aquellos que rechazan a Dios tras haber gustado el Evangelio, su fin es ser reprobados, malditos y
arrojados al fuego. Pero en cuanto a vosotros, oh amados, estamos persuadidos de cosas mejores…” (He.
6:4-9). Es decir, hay un grupo de hombres (los no nacidos de nuevo) cuyo destino final es horrible, pero
no así el de los destinatarios de ambas cartas (nacidos de nuevo), cuyo destino final es mucho mejor al
ser hijos de Dios.
Así, Pablo comienza: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de
Dios mora en vosotros” (v. 9a). Pablo declara que sus lectores viven (literal, “están”) “en el Espíritu” (gr.
“en pneúmati”)15, en contraposición a los hombres naturales que viven “en la carne” (v. 8). Para un
15 “En la carne” significa “en la esfera” o “en el dominio de”. Lo mismo para “en el Espíritu”. El cristiano no está (de forma
permanente) en el dominio de la carne, como tampoco lo está en el del pecado.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
155
creyente vivir en el Espíritu es algo tan natural como para un pez vivir en el agua: ha de ser su ambiente
natural en el que se mueve. Pero a continuación añade una condición: alguien sólo puede estar en el
Espíritu si a su vez el Espíritu está en esa persona. Del mismo modo que para que un pez viva ha de estar
en el agua y el agua en él, o para que viva un ser humano ha de estar en el aire y el aire dentro de él, así
para que un creyente viva espiritualmente ha de estar en el Espíritu y el Espíritu en él.
Pero Pablo no dice que el Espíritu sólo ha de estar, sino que ha de morar de forma permanente (gr.
“oiké”). Cuando alguien nace de nuevo, el Espíritu no viene a esa persona para estar temporalmente,
sino para hacer en él su morada estable. Cuando Pablo les dice “Si es que… mora” no está expresando
duda sino certeza: “ya que el Espíritu mora en vosotros”. Hay por tanto una relación conmutativa entre
nosotros y el Espíritu y que refleja una misma realidad: los que son del Espíritu son tanto aquellos que
están en Él, como los que el Espíritu mora en ellos. Y tan estrecha es esta relación que es de hecho
imposible pertenecer a Cristo si su Espíritu no mora en nosotros: “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo,
no es de él” (v. 9b).
Este versículo 9 nos enseña tres importantes lecciones acerca del Espíritu Santo. En primer lugar, la
posesión del Espíritu, su presencia en nuestras vidas, es la señal y sello de nuestro nuevo nacimiento y
pertenencia a Dios. Sólo se puede ser un creyente auténtico si el Espíritu mora en nosotros. Jesucristo
prometió a los que le recibieran que el Espíritu de verdad “mora con vosotros, y estará en vosotros” (Jn.
14:16-17). Así, mientras es cierto de todos los hombres que en nuestro interior está el pecado y el mal
(Ro. 7:20-21), sólo es cierto de los creyentes que además tengamos el Espíritu para contrarrestar ese
poder maligno16. Ahora, nuestro cuerpo humano, usado hasta ahora como cuartel general del pecado, es
además “templo del Espíritu Santo” (1 Co. 3:16; 6:19).
En segundo lugar, se infiere de la lección anterior de igual modo que si alguien es un creyente verdadero
ha de poseer el Espíritu. El don del Espíritu es una bendición inicial y universal, que se recibe en el mismo
momento de nuestra conversión, en que pasamos de muerte a vida. Eso no significa que desde el instante
en que nos convertimos seamos llenos del Espíritu. La plenitud del Espíritu es algo diferente que puede
no ser cierto para todos los creyentes, pero lo que sí se aplica para todos es la presencia del Espíritu en
su interior, en mayor o menor llenura. De hecho, carecer del Espíritu no es síntoma de un menor nivel
espiritual en el creyente, sino de no serlo en absoluto: “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de
él” (8:9b). Conocer pues a Cristo y recibir el don del Espíritu son ambas caras de una misma moneda.
Y en tercer lugar, hay una serie de expresiones acerca del Espíritu que son equivalentes. Ya vimos que
“estar en el Espíritu” es lo mismo que “tener al Espíritu en nosotros”. Ahora notamos que “el Espíritu de
Dios” es también “el Espíritu de Cristo”17, y que tenerle es tener a Cristo (v. 10a). Esto no significa
confundir las personas de la Trinidad, sino reconocer que aun siendo distintas en cuanto a persona y
funciones, las tres comparten una misma esencia y naturaleza divinas y por tanto son inseparables. El
Padre se revela mediante el Hijo, y el Hijo actúa por el Espíritu. De hecho, donde quiera que esté uno, allí
están los tres18. Al Espíritu Santo se le puede llamar el Espíritu de Cristo por las siguientes razones:
1. Porque fue una promesa de Cristo (Jn. 14:16).
2. Porque fue enviado por Dios en nombre de Cristo (Jn. 14:26).
16 El verbo que usa Pablo para decir que el pecado “mora en mí” (7:20) y que “el Espíritu de Dios mora en vosotros” (8:9) es el
mismo: “oiké”. 17 De aquí se podría inferir la divinidad de Cristo: para Pablo, el Espíritu de Dios es lo mismo que el Espíritu de Cristo. 18 Por eso no sólo viene el Espíritu a morar en nosotros, sino también el Padre y el Hijo (Jn. 14:23).
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
156
3. Porque Cristo mismo lo envió del cielo cuando fue glorificado (Jn. 15:26; Hch. 2:33)19.
4. Porque el Espíritu revela a Cristo (Jn. 16:14).
En el versículo 10a Pablo afirma que los creyentes no sólo estamos en Cristo sino que, por la misma
maravillosa propiedad conmutativa que se da con el Espíritu, Él también está en nosotros. Cristo prometió
venir a morar con nosotros (Jn. 14:23) y es el Espíritu quien hace posible que Cristo esté presente en
nosotros (2 Co. 3:17-18). Tener por tanto a Cristo en nosotros, al igual que con el Espíritu, se convierte en
una prueba de nuestro nuevo nacimiento (2 Co. 13:5). Lutero dijo: “Es imposible que un hombre sea
cristiano sin tener a Cristo, y si tiene a Cristo, tiene al mismo tiempo todo lo que está en Cristo”.
Si en el versículo 9 Pablo ha declarado que el sello y marca del hijo de Dios es ser morada de su Espíritu,
en los vv. 10-11 añadirá dos consecuencias que se derivan de esa posesión gloriosa. Ambos versículos
comienzan con la expresión “si” (gr. “ei”), que no expresa duda alguna sino que se limita a señalar un
resultado20.
El significado del versículo 10 es asunto de debate: “Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad
está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia”. ¿A qué se refiere Pablo al decir
que nuestro cuerpo está muerto? ¿A qué cuerpo se refiere? Se podría entender “cuerpo” (gr. “sma”)
como nuestro “cuerpo del pecado” (6:6), que es una referencia a nuestra naturaleza pecaminosa, donde
el término “sma” se usa como sinónimo de “sarx” (carne). Así, la referencia posterior de Pablo a “hacer
morir las obras de la carne” (8:13) se referiría a esta muerte de nuestro cuerpo del pecado. Pero hay dos
importantes razones para descartar esta interpretación. La primera es que en 6:6 ese “cuerpo del pecado”
no está muerto, sino anulado (en su dominio sobre nosotros). De hecho, si Pablo nos exhorta a “hacer
morir” es precisamente porque esa carne no está muerta, sino muy activa. La segunda razón es que la
referencia a la resurrección del versículo siguiente invita a ver en “sma” una referencia a nuestro cuerpo
físico. Sin embargo, tampoco nuestro cuerpo está aún muerto, por lo que deberíamos entender aquí
“muerto” en el sentido de “mortal”, es decir, sujeto a la muerte y destinado a ella. Esto concuerda con
las referencias de Pablo a nuestros “cuerpos mortales” (6:12, 8:11b, 2 Co. 4:11), que se van desgastando
y deshaciendo (2 Co. 4:16; 5:1). El hombre al nacer está condenado a morir; el momento de comenzar a
vivir es también el de comenzar a morir; cada año que vivimos es uno más y a la vez uno menos.
Pero en medio de nuestra mortalidad, “el espíritu vive”. Literalmente dice: “El espíritu (es) vida” (gr. “tò
pneúma ds”), con lo que podría tratarse tanto de una referencia al Espíritu de vida (v. 2) como a nuestro
espíritu humano; ambas traducciones son posibles. Es cierto que nuestro espíritu humano está vivo
cuando antes estaba muerto porque Dios nos ha dado vida (6:11, 13, 23), pero esa vida nos ha sido
administrada por la acción vivificadora del Espíritu Santo en nuestras vidas. El Espíritu es pues vida, y vida
produce el ocuparse de Él (v. 6).
Las razones por las cuales nuestro cuerpo está muerto mientras que nuestro espíritu vive son el pecado
y la justicia. Así, la muerte es a causa del pecado (gr. “dià hamartían”) mientras que la vida es a causa de
la justicia (gr. “dià dikaiosýnn”). Esta verdad ya la había expresado Pablo al hacer su paralelismo entre
las figuras de Adán y Cristo (5:18, 21), así que podemos concluir que nuestro cuerpo es mortal debido al
19 El Espíritu fue enviado tanto por el Padre como por el Hijo. Reconocer la participación del Hijo fue un motivo de controversia
entre las iglesias occidental (romana) y oriental (bizantina) en el Credo Niceno. En la forma Oriental se lee que el Espíritu Santo
«procede del Padre», según se estableció en el II Concilio Ecuménico en Constantinopla (381), mientras que en la forma
Occidental se añadieron las palabras: «y del Hijo» (en latín: “Filioque”) en el I Concilio de Toledo (397). La adición de esta cláusula
se consideró en Oriente una herejía y fue una de las causas que llevó al cisma de 1054 entre ambas iglesias. 20 Lo podríamos traducir por “ya que” o “como”: “Pero como Cristo está en vosotros… Y como el Espíritu de aquel que…”
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
157
pecado, pero que si nuestro espíritu vive (porque el Espíritu nos da vida) es debido a la justicia de Cristo,
pues Él nos dio “la justificación de vida”.
En contraposición a la mortalidad, Pablo señala en el versículo 11 como segunda bendición de ser morada
del Espíritu que nuestros cuerpos (y no sólo nuestros espíritus) también vivirán. Nuestros cuerpos
mortales aún no han sido redimidos del poder del pecado (v. 23), pero un día lo serán y resucitarán como
cuerpos nuevos y gloriosos. ¿Cómo podemos estar seguros de ello? El apóstol nos da tres garantías aquí:
la resurrección de Jesús, el poder de Dios y la presencia del Espíritu en las vidas de los creyentes.
La resurrección de Cristo es la prueba de que nuestros cuerpos algún día resucitarán (1 Co. 15:13-20),
pues el Dios que resucitó a Jesús es el mismo que nos resucitará a nosotros (2 Co. 4:14). En el capítulo 4,
cuando estudiamos la fe de Abraham, aprendimos que podíamos confiar en Dios porque es un Dios fiel y
poderoso para cumplir sus promesas (4:17). Pero además, su Espíritu de vida mora en nosotros y es el
mismo que efectuó la resurrección de Cristo Jesús. Y porque Él es “el Espíritu de aquel que levantó de los
muertos a Jesús”, si ese Espíritu “mora en vosotros21, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará
también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”. Nuevamente tenemos aquí una
referencia a la Trinidad: el Padre que resucita, el Hijo resucitado y el Espíritu de la resurrección; o visto
de otro modo: el poder del Padre, la resurrección del Hijo y la morada del Espíritu. Así, no es que nuestro
espíritu sea liberado del cuerpo que lo encierra, sino que el Espíritu que da vida a nuestro espíritu
vivificará también nuestros cuerpos mortales. Dios nos redimió por completo, no sólo nuestra alma o
espíritu le pertenecen, sino también nuestro cuerpo. El cuerpo es para el Señor y el mismo Espíritu Santo
que levantó a Cristo de entre los muertos nos levantará también a nosotros (cp. 1 Co. 6:13-14; 2 Co. 13:4).
Detengámonos un momento en el uso de los nombres que hace aquí el apóstol. Aparentemente el
apóstol repite la misma frase sólo modificando el nombre de Jesucristo: “aquel que levantó de los muertos
a Jesús” y “el que levantó de los muertos a Cristo Jesús”. En el primer caso Pablo usa el nombre humano
de Jesús (Mt. 1:21) mientras que en el segundo usa el nombre típicamente paulino de Cristo Jesús22.
Notemos que no hemos sido incorporados a Jesús antes de su muerte y resurrección, sino a Cristo Jesús,
el resucitado y glorificado Hijo de Dios. Este es su nombre de resurrección y gloria. Por eso, la primera
frase enfatiza el hecho de la historicidad de la resurrección del hombre Jesús, mientras que en la segunda
se enfatiza que nosotros hemos sido unidos al hombre que triunfó sobre la muerte y que por tanto
participaremos de su vida de resurrección (cp. 6:8-11). El cristiano está vital e indisolublemente unido a
Cristo, y como Él murió y resucitó, así nosotros hemos sido unidos a Él en su muerte y su resurrección. El
creyente, templo del Espíritu y miembro del cuerpo de Cristo, va de camino a la vida y la muerte no es
más que un interludio inevitable que hay que atravesar en el camino, como el paso del Jordán antes de
entrar a poseer la Tierra Prometida.
Esta vivificación de nuestros cuerpos no será como la de Lázaro y tantos otros, que volvieron a la vida
sólo para volver a morir. Si resucitamos, nuestro cuerpo no será ya semejante al actual, si no semejante
al de Cristo (Fil. 3:21); y de igual modo que cuando Cristo al resucitar quedó fuera del alcance de la muerte
y no volverá a morir (Ro. 6:9), así también nosotros. Por tanto, el plan de Dios no es mejorar nuestra carne
(pues es incorregible), sino eliminarla por completo de nuestras vidas, dándonos cuerpos nuevos en los
que ya no more el mal, ni estén sujetos al pecado y destinados a la muerte.
21 Ese “si” (gr. “ei”) no implica tampoco esta vez duda, sino certeza: “Y puesto que el Espíritu de Aquel…” 22 Es posible que Pablo le llame Cristo Jesús, en lugar del nombre más común entre los otros apóstoles, Jesucristo, porque a
diferencia de los otros once Pablo le conoció primero como el Cristo glorificado, en el camino a Damasco, y no como el Jesús
humano (pues no fue uno de sus discípulos).
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
158
Por tanto, tenemos nuevamente aquí una nueva respuesta al grito desesperado de Pablo: “¡Miserable de
mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (7:24). Nuestro cuerpo es mortal, pero un día lo que es
mortal será revestido de inmortalidad y lo corruptible se vestirá de incorrupción cuando Cristo venga, “y
cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad,
entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria” (1 Co. 15:53-54; 2 Co.
5:4). ¡Qué maravillosas bendiciones nos están aún reservadas para los creyentes por medio de la obra del
Espíritu! Las bendiciones de nuestra justificación no se agotaron todas en 5:1-11, sino que en este capítulo
8 aún hemos de descubrir más.
La muerte de nuestra naturaleza carnal (8:12-13) El apóstol Pablo sigue desarrollando el tema del ministerio del Espíritu Santo en nuestras vidas, y ahora
va a tocar el tema de la mortificación de nuestra naturaleza carnal. El comienzo, “así que” (gr. “ára oûn”),
nos indica que el apóstol va a llegar a una conclusión, pero no de lo dicho en los últimos versículos, sino
de lo que viene explicando desde el capítulo 6.
El apóstol ya nos había anunciado que si estamos identificados con Cristo, entonces habíamos muerto al
pecado (6:2,11), es decir, habíamos sido liberados de su esclavitud (6:17-18,20-22) y por tanto éste ya no
tiene ninguna autoridad ni dominio sobre nuestras vidas. Sin embargo, lo que ha sido destruido en
nuestras vidas es el poder de su presencia, pero no su presencia misma (no aún), y por lo tanto el apóstol
nos exhortaba a no dejarnos dominar nuevamente por el pecado (6:12) y aun nos prometía que si
realmente estábamos en Cristo (bajo la gracia), esto nunca llegaría a producirse (6:14).
Sin embargo, ¿cómo luchar contra los deseos de la carne? El apóstol nos dijo que él mismo deseaba luchar
contra ellos, pero era derrotado una y otra vez, sumiéndose en la amargura y la desesperación ante su
propia debilidad e incapacidad (7:14-24). Ahora Pablo dice que aunque la carne no esté muerta en
nuestras vidas, podemos hacer morir sus obras no por nuestras propias fuerzas, sino “por el Espíritu” que
mora en nosotros (8:13).
“Así que”, Pablo nos recuerda en primer lugar, ya no estamos bajo la tutela del pecado (o la carne) ni ya
somos más deudores suyos (8:12). Es la misma idea que desarrolló en el capítulo 6. Notemos cómo aquí
Pablo pasa de usar la segunda persona del plural (vosotros) a la primera (nosotros), incluyéndose él
mismo: “Así que, hermanos, deudores somos”. La palabra “deudores” (gr. “ofeilétai”) es la misma que usó
en 1:14 (gr. “ofeiléts”), pero aquí la deuda u obligación no es la de compartir el Evangelio a otros, sino
la de vivir una vida en la que se cumpla “la justicia de la ley” (8:4) y sea conforme a la nueva vida espiritual
que poseemos (8:10). Por tanto, en esta nueva vida que disfrutamos tras la conversión ya no tenemos
obligaciones ni deudas con respecto a nuestro antiguo amo, representado aquí por la carne, y que nos
demanda que vivamos vidas conforme a sus concupiscencias, sino que nuestra nueva deuda u obligación
ha de ir dirigida hacia nuestro nuevo amo. Pablo no completa la antítesis en este versículo23, pero se
entiende que diría: “deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne, sino al Espíritu,
para que vivamos conforme al Espíritu”.
Puesto que Cristo nos salvó y liberó, no sólo somos siervos suyos sino también deudores. Estamos en
deuda con Dios, quien nos justificó; con Cristo, quien nos redimió; y con el Espíritu, que nos santifica.
¿Habríamos de recibir tanto para seguir llevando una vida carnal, como antes de nuestra conversión? ¿No
seríamos entonces unos malos deudores, que no hacen frente a sus obligaciones? Ya no nos debemos
23 Es como si el Espíritu, por boca del apóstol, no estuviese tan interesado en recordarnos la deuda que tenemos con Él (es decir,
con Dios), que es enorme e impagable, como en que no satisfagamos deudas inexistentes con nuestro antiguo amo, la carne.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
159
más a la carne, sino a Cristo y a su Espíritu (1 Co. 6:19-20). Vistámonos pues del Señor Jesucristo y no
proveamos para los deseos de la carne (Ro. 13:14).
El versículo 13 nos presenta la opción que debemos escoger como un asunto de vida o muerte: “porque
si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”.
Notemos que nuevamente Pablo vuelve a utilizar la segunda persona para mostrarnos que hay una vida
que conduce a la muerte, y una muerte que lleva a la vida.
Veamos la primera frase: “porque si vivís conforme a la carne, moriréis”. Vivir conforme a la carne es lo
mismo que andar en la carne, y por tanto es contrario a vivir vidas justas conforme a la voluntad de Dios.
Pablo dice que si vivimos así, moriremos. Puesto que está claro que está hablando a hermanos (v. 12),
¿de qué tipo de muerte está hablando? Pudiera ser que Pablo se refiriera a la muerte física. En ese caso
podríamos entender que aquellos cristianos cuya conducta y testimonios fuesen particularmente
inapropiados para un hijo de Dios, serían finalmente disciplinados; y en casos extremos, incluso con la
misma muerte (cp. 1 Co. 5:5; 11:30). Sin embargo, la muerte física para los creyentes genuinos (aun bajo
disciplina) nunca es morir, sino dormir (1 Co. 11:30).
Una segunda interpretación sugiere que se trata de una muerte espiritual que no implica ni la muerte
eterna ni la condenación eterna, sino la pérdida de las bendiciones de la comunión con Dios y las
terrenales24.
Pero hay una tercera interpretación25. Pablo ya había dicho que “los que practican tales cosas son dignos
de muerte” (1:32), que “el fin de aquellas cosas es muerte” (6:21), que “la paga del pecado es muerte”
(6:23) y que “el ocuparse de la carne es muerte” (8:6). En el contexto de Romanos el término muerte se
refiere siempre a “muerte eterna”, con lo cual no se puede aplicar a cristianos auténticos (quienes pueden
sufrir muerte física, pero nunca la condenación eterna de la muerte segunda). Además, ya hemos visto
que aquellos que de forma cotidiana viven, andan o piensan en la carne son los hombres y mujeres
naturales no nacidos de nuevo. Por lo tanto, lo que tendríamos aquí es más bien una advertencia a
examinarnos a nosotros mismos para comprobar si somos aprobados o no26, y en concreto lo que
debemos examinar es nuestra conducta, nuestra forma de vida. Si tenemos motivos y evidencias más que
claros para pensar que “vivimos en la carne”, quizá nuestro nuevo nacimiento no se llegó a producir, el
Espíritu no mora en nosotros, y por tanto estamos en peligro de muerte eterna.
Es imposible que un creyente auténtico esté viviendo conforme a la carne. El verbo “vivís” está en tiempo
presente en el griego, lo que indica una práctica habitual, no esporádica, y que es incompatible con el ser
cristiano (1 Jn. 3:6-9; 5:18). Pablo enseña que los cristianos “somos hechura suya, creados en Cristo Jesús
para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10); y
esto es un hecho, no un deseo. Nadie es perfecto ni libre de caer en algún pecado (1 Jn. 1:9-10), ni siquiera
el mismo Pablo (Fil. 3:12-14). Pero aunque la carne nos estorbe y nos impida el avance, el deseo del
corazón de un cristiano auténtico ha de ser vivir una vida conforme al Espíritu que agrade a Dios. Si no es
así, ha de examinarse a sí mismo urgentemente para confirmar si ha nacido de nuevo o si sólo es un
cristiano de profesión.
Si Pablo anima a sus lectores a examinar la realidad de su nuevo nacimiento es porque considera que
tienen la capacidad de hacer un juicio moral sobre la misma, aun en el eventual caso de no ser hombres
24 Esta es la opinión de Carballosa. 25 Newell, Stott, MacDonald y MacArthur. 26 Otras advertencias similares a examinarnos para ver si somos salvos o no son: 1 Co. 15:2; 2 Co. 13:5; Col. 1:23; He. 3:14.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
160
regenerados. Es cierto que el hombre natural está muerto en sus delitos y pecados (Ef. 2:1,5); sin
embargo, puede darse cuenta de su situación y arrepentirse, puesto que es una muerte espiritual (de su
relación con Dios) y no física o del alma (su mente y emociones). Pero si no se arrepiente, se aplica lo del
presente versículo: “moriréis”27. Esta es la muerte segunda (Ap. 20:14), que es posible sufrirla aun en esta
vida. El que habiendo sido iluminado y gustó el don celestial, y fue hecho partícipe del Espíritu, y asimismo
gustó de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y pese a escuchar estas y otras
advertencias recayó, es imposible que sea renovado otra vez para arrepentimiento (He. 6:4-6). Estos son
considerados ya doblemente muertos en vida, o como dice Judas: “Estos son […] árboles otoñales, sin
fruto, dos veces muertos y desarraigados” (Jud. 12). Ha pasado ya el verano y llega el tiempo de la cosecha
y de dar frutos, pero estos, como la higuera que Cristo maldijo (Mt. 21:19), son estériles y sin fruto; por
tanto, sufren la segunda muerte (aún antes de pasar por la muerte física) y son desarraigados (cp. Jn.
15:6).
Ahora, en la segunda parte de este versículo 13, si vivir conforme a la carne conlleva muerte, la vida en
el Espíritu trae vida: “mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (cp. 8:6). La vida en
el Espíritu conlleva también sacrificios y muerte. “Las obras [“práxeis”] del cuerpo” no son catalogadas
explícitamente en el texto como buenas o malas, pero procediendo del cuerpo no regenerado, último
bastión del pecado, es evidente que Pablo las considera malas (cp. Lc. 23:51, donde Lucas usa el mismo
término para “hechos”). Estas obras son pues aquellos actos pecaminosos que están conducidos a
satisfacer nuestras propias concupiscencias, y no a servir o agradar a Dios. Recordemos por tanto las
exhortaciones que a este respecto Pablo hizo en el capítulo 6 (vv. 12-13,19).
¿Qué dice Pablo acerca de dar muerte “a las obras de la carne”? En primer lugar, el verbo que utiliza (gr.
“zanat”) significa matar a alguien o entregarlo para que sea muerto. Puesto que Pablo se refiere aquí al
cuerpo (gr. “soma”) y no a la carne (gr. “sarx”), algunos usaron el pasaje como base para un dualismo en
el que el espíritu es bueno, mientras que el cuerpo es malo y hay que mortificarlo. Pero Pablo no está
hablando aquí de la mortificación de nuestros cuerpos en el sentido de golpes, azotes o cilicios. Pablo
dice de todos estos duros castigos corporales que “tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de
sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra
los apetitos de la carne” (Col. 2:23). Podemos azotar y castigar nuestro cuerpo, y los deseos y
concupiscencias que lo invaden seguirán ahí imperturbables y recalcitrantes. El cuerpo es sólo el vehículo
por medio del cual actúa la carne. Pablo no está hablando aquí ni de masoquismo (obtener placer
mediante el maltrato físico y el dolor de uno mismo) ni de ascetismo (la negación de nuestros deseos y
apetitos naturales), sino de reconocer cuando nuestros deseos son fruto del mal que hay en nosotros y
repudiarlos de forma decidida y radical. Nuestro cuerpo ahora pertenece al Señor, no a nosotros, por lo
que no podemos usarlo para lo que queramos, ni podemos estar a su servicio (1 Co. 6:13,19-20).
Jesús retó a todo aquel que quisiese ser su discípulo: “niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mr.
8:34). Debemos por tanto negar nuestro YO carnal, negarle sus deseos, y tomar una cruz como Simón de
Cirene para ir al Calvario y crucificar allí nuestra naturaleza carnal con sus obras. Esta es la crucifixión a la
que Pablo se refiere cuando dice que “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y
deseos” (Gá. 5:24). No se trata pues de mejorar nuestra carne, que es incorregible, sino de darle muerte.
En segundo lugar, notemos que esto es algo que nosotros tenemos que hacer (cp. “tome su cruz”). Somos
nosotros quienes debemos tomar la iniciativa. Debemos repudiar totalmente todo lo que sabemos que
27 “moriréis” (gr. “méllete apoznskein”) no tiene el significado de un futuro simple, sino que da la idea de algo inevitable e
inminente (indicado por el uso del verbo “mell”): “habréis de morir”.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
161
es pecaminoso y no proveer “para los deseos de la carne” (13:14). Pablo nos exhorta: “Haced morir, pues,
lo terrenal en vosotros” (Col. 3:5). Si somos guiados por el Espíritu, debemos ser conscientes de este
problema en nosotros y dar muerte a nuestros deseos ilícitos. Esto se logra apartando la vista, el oído y
aun la mente de todo aquello que da combustible y prende nuestras pasiones y deseos. Se logra teniendo
comunión con Dios en la oración (1 P. 4:7) y meditando en su Palabra (Sal. 119:11). Pero no pensemos
que en esta lucha los deseos de nuestra carne son víctimas indefensas a las que hemos de masacrar
cobardemente. En realidad, ellos son enemigos de nuestra alma y batallan contra nosotros (1 P. 2:11). La
orden aquí es por tanto a resistirles, plantarles batalla, y finalmente darles muerte. El teólogo escocés
David Brown dejó escrito: “Si no matas al pecado, el pecado te matará a ti” 28.
En tercer lugar, esta muerte del cuerpo no es un estado, como cuando vimos que estábamos muertos al
pecado, sino un proceso continuo y diario29: “tome su cruz cada día” (Lc. 9:23). Esto desmiente la idea de
que los creyentes, tras nuestra conversión y en un momento de crisis, somos hechos perfectos de una
vez y de inmediato., o que podamos ser perfectos con sólo proponérnoslo y adoptar una decisión
trascendental. No hay atajos en el camino hacia la santidad, todo el proceso es largo (requiere una vida
entera, y aun así no seremos perfectos hasta que seamos transformados en su Segunda Venida) y
requiere de constancia y perseverancia.
En cuarto lugar, ahora sabemos que seremos victoriosos en nuestra propia negación y muerte puesto que
lo hacemos “por el Espíritu”, no en el poder de nuestras propias fuerzas. Este es por tanto un nuevo
ministerio del Espíritu, que nos capacita para dar muerte a nuestros malos deseos y concupiscencias. Para
ello, no debemos pensar en las cosas de la carne, sino en las del Espíritu (8:5). Cuanto más llenemos
nuestra mente de asuntos espirituales y menos pensemos en nuestros bajos deseos e instintos, tanto
más fácil será darle muerte a nuestra naturaleza pecaminosa y evitar presentar nuestros miembros como
instrumentos para el pecado. Jesús dijo: “Niéguese a sí mismo, y tome su cruz”. Bonhoeffer escribió que
si primero nos negamos a nosotros mismos, después nos resultará más fácil darnos muerte en la cruz30.
¿Pero acaso no pensamos que esto es sumamente difícil en la práctica? Sí lo es, si lo hacemos únicamente
en el poder de la carne; pero vivir en el Espíritu es básicamente someter nuestra voluntad a la de Dios,
quien de esta manera “produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:13). Es Dios
quien por su Espíritu nos suministra el poder necesario para matar nuestros pecados de forma continua
y gradual, en un proceso que nunca termina en esta vida. Por tanto, debemos evitar satisfacer los deseos
de nuestra carne, sino buscar ser llenos del Espíritu Santo (Ef. 5:18).
¿Vemos aquí quizás una paradoja? Somos nosotros quienes hemos de dar muerte a las obras de la carne,
pero es Dios quien, una vez rendida nuestra voluntad, produce en nosotros el querer y el hacer. ¿Cómo
resolverla? Podemos afirmar que ambas verdades se enseñan en la Biblia y que, si bien Dios nos pide
someter nuestra voluntad, no la anula, sino que la alinea a la suya, para que como hijos deseemos hacer
exactamente aquello que a nuestro Padre le agrada. Por tanto, aunque Dios produzca en nosotros el
querer y el hacer, esto no nos excusa para ser pasivos en nuestro camino hacia la santidad.
En quinto lugar, la consecuencia de dar muerte a las obras de la carne es vida: “viviréis”. Pablo ya había
dicho que “el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz” (8:6). ¿A qué
tipo de vida se está refiriendo aquí el apóstol? La mayoría de los comentaristas descarta que se refiera a
la vida eterna, pues esta es un don gratuito de Dios (6:23) y no depende de nuestra constancia y éxito en
28 Citado por John MacArthur, p. 471. 29 El verbo para dar muerte está en tiempo presente en el griego. 30 Dietrich Bonhoeffer, El seguimiento.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
162
dar muerte a las obras de la carne. Por tanto, Pablo se estaría refiriendo a la vida de los hijos de Dios, que
son guiados por el Espíritu en esta vida de camino a la casa del Padre, y que es el tema de los versículos
siguientes (8:14ss). Así, Pablo estaría diciendo que esta vida nueva y abundante, de poder en el Espíritu,
sólo se puede disfrutar plenamente si tomamos nuestra cruz para dar muerte a las obras de la carne.
Sin embargo, sí es posible entender que Pablo esté hablando aquí de la vida eterna. De hecho, si
entendemos “moriréis” como una referencia a la condenación eterna o muerte segunda, el paralelismo
en este versículo exige que “viviréis”, como oposición a aquella muerte, se refiera a la vida eterna que
Dios nos da. ¿Pero entonces la vida eterna puede ser una consecuencia de que demos muerte a las obras
de la carne? En realidad no. Pablo llama en este versículo a examinarnos; y de ese examen podemos
extraer dos resultados: o estamos en la carne o en el Espíritu. Y lo sabremos por nuestra relación con la
carne. Si vivimos en ella, entonces no hemos nacido de nuevo y sufriremos la muerte eterna, pero si
estamos verdaderamente en el Espíritu, entonces estaremos dando muerte a la carne y sabremos que
hemos nacido de nuevo, que tenemos vida eterna. Esta es la misma idea que está detrás de otra
advertencia similar de Pablo (Gá. 6:7s).
Esto nos lleva al sexto y último punto: es imposible dar muerte a las obras de la carne si no estamos en el
Espíritu y por tanto en Cristo: “Los que son de Cristo, han crucificado la carne…” (Gá. 5:24). Primero hay
que estar en Cristo, y segundo dar muerte a nuestra naturaleza pecaminosa. Y si estos son los frutos que
damos en nuestra vida, entonces sabremos que tenemos vida eterna, pero no por nuestra labor en dar
muerte a la carne, sino porque somos de Cristo. Por muy penosa y fatigosa que sea esta tarea, la
perspectiva de plenitud de vida que ofrece es tan gloriosa que bien vale la pena el sacrificio. Este es el
sentido de lo que el Señor decía cuando hablaba de mutilarse (figuradamente) el cuerpo (Mt. 5:27-30).
Conclusión El contraste entre lo que el mundo llama vida y lo que la Biblia llama muerte es evidente en los capítulos
6 y 8 de Romanos. Mientras en el capítulo 6 Pablo decía que sólo si hemos muerto con Cristo tendremos
acceso a la nueva vida de resurrección que emana del Hijo de Dios resucitado, en el capítulo 8 enseña
que s&