EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
Introducción al capítulo 8 Si en el capítulo 6 Pablo enseñó que el
cristiano ha de vivir una vida santa, y en el capítulo 7 que la ley
no
era el camino para lograr esa santidad, ahora en este capítulo 8
Pablo desarrolla la gloriosa solución que
Dios ha obrado para resolver la lucha interior entre las dos
naturalezas del creyente, de modo que pueda
vivir una vida santa; y la solución no es sino su Espíritu Santo.
En el capítulo 7, todo el foco de atención
de Pablo estaba centrado en la ley y los mandamientos, que se
mencionan hasta en treinta y una
ocasiones, además de en Pablo mismo (el “yo”), mientras que el
Espíritu sólo se mencionó una vez (en
7:6). Pero ahora en este capítulo 8, el pensamiento de Pablo se
vuelve hacia el Espíritu y a su obra en el
creyente, mencionándole prácticamente en cada uno de sus primeros
versículos. Pablo así deja de mirar
lo que él quiere, pero no puede hacer, y se centra en lo que el
Espíritu realmente hace en él.
Hay un contraste entre la ley y el Espíritu que se plantea en
términos de la debilidad de la primera y del
poder del segundo. La ley no puede ayudarnos en nuestro conflicto
moral (¡una lucha interior de la que
ni siquiera está libre un apóstol!), y si bien Pablo reveló que la
causa era que en nosotros habita el mal
(7:17,21,23), ahora revela que para contrarrestar ese poder maligno
en nuestro interior también habita
el Espíritu, que es quien nos capacita para andar como hijos de
Dios. Él es quien por tanto nos libera “de
la ley del pecado y de la muerte” (8:2). Pero la obra del Espíritu
no se agota únicamente con nuestra
santificación, y por tanto Pablo añade en este capítulo que el
Espíritu es además el garante de nuestra
resurrección (8:11) y de nuestra glorificación final
(8:17,23).
Pablo finalizará así su exposición sobre el tema de la
santificación indicando el único medio por el cual
podemos lograr la santidad, y la enlaza con la conclusión lógica y
natural de la santificación: la redención
final de nuestro cuerpo (cuartel de nuestra vieja naturaleza y
campo de batalla de nuestras pasiones y
deseos) y la glorificación final. Además, Pablo amplía nuestra
perspectiva desde la eternidad y hasta la
eternidad, pues nos lleva a los pensamientos de Dios antes de
nuestra salvación y a la gloriosa
consecución futura de la misma. Finalmente, Pablo enfatiza la
seguridad de la salvación del creyente,
pues comienza el capítulo con “ninguna condenación” y lo finaliza
con “nada podrá apartarnos”, con la
condición de estar “en Cristo Jesús”. Así, este capítulo 8 se puede
dividir en las siguientes tres secciones:
El ministerio del Espíritu de Dios (vv. 1-17): Libera, santifica,
da testimonio, garantiza.
La gloria futura de los hijos de Dios (vv. 18-30): La redención
final, no sólo nuestra sino de toda la
creación.
La inmutabilidad del amor de Dios (vv. 31-39): Su amor está detrás
de todo lo que nos acontece
en la vida, y nada ni nadie nos podrá separar de él.
Pero antes de abordar el estudio de este capítulo, vamos a comentar
un concepto que aparece una y otra
vez en él: la carne (gr. “sarx”). Ya vimos1 que en Pablo este
término puede tener tres significados
diferentes. Cuando leamos un pasaje del apóstol Pablo y nos
encontremos con este término es preciso
que nos detengamos y razonemos con cuál de los tres sentidos lo
está usando el apóstol para interpretar
correctamente su mensaje. En este capítulo, siempre que aparezca el
término “carne” lo debemos
entender en su tercer significado: la naturaleza caída del ser
humano. Así, “vivir conforme a la carne” es
llevar una vida dominada por los dictados y deseos de nuestra
naturaleza pecaminosa, en lugar de una
vida gobernada por el Espíritu de Dios. La carne así representa lo
más bajo y vil de la naturaleza humana.
1 Ver comentario a Romanos 1:3.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
146
La seguridad del creyente (8:1) “Ahora, pues, ninguna condenación
hay para los que están en Cristo Jesús” (gr. “Οδν ρα νν
κατκριμα
τος ν Χριστ ησο”). Literal: “Ninguna así pues ahora condenación
(hay) para los que (están) en Cristo
Jesús”2.
La expresión “pues” (gr. “ρα”) viene a indicar una conclusión o
resumen de lo dicho anteriormente. Lo
podemos enlazar fácilmente con lo dicho al final del capítulo 7: en
7:24 Pablo había exclamado:
“¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”,
para después responder aliviado:
“Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”, como diciendo:
“Es por Cristo por quién me veré
liberado de este cuerpo de muerte”. Por tanto, “ahora, pues,
ninguna condenación hay para los que están
en Cristo Jesús”. Pero también podemos considerar esta preposición
como conclusión a todo el
argumento que Pablo viene desarrollando desde el principio de la
epístola, siendo la primera bendición
que obtenemos con nuestra salvación que quedamos libres de toda
condenación del juicio de Dios.
La expresión “ahora” (gr. “νν”) indica que esta salvación ya es
nuestra desde el momento en que creímos
y fuimos incorporados “en Cristo Jesús”. No son por tanto
necesarias ninguna clase de expiación
supererogatoria adicionales que se hayan ido pudiendo añadir con el
transcurrir de los siglos, como el
Purgatorio, las indulgencias, los sacramentos o la Misa. Tampoco
debemos permanecer en un estado de
duda o suspense, hasta que tras la muerte averiguamos si estamos
dentro del grupo de los elegidos. Si
hemos nacido de nuevo, nuestra salvación es “ahora”.
Condenación (gr. “κατκριμα”) no se refiere únicamente a la
sentencia condenatoria, sino al castigo
impuesto por ella. La no condenación es sinónimo de justificación.
De hecho este versículo es el anverso
de la moneda del versículo 5:1: “Justificados, pues, por la fe,
tenemos paz para con Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo”. Ambos versículos se complementan
mutuamente: la declaración en 5:1 es
positiva y se fija en lo que ya tenemos (la justificación),
mientras que 8:1 es su contraparte negativa y
destaca aquello de lo que hemos sido librados (la condenación). La
razón que da Pablo inmediatamente
para no haber sido condenados es que Dios condenó al pecado en la
carne (8:3). Al final del capítulo
recalcará la seguridad de nuestra salvación al recalcar que nadie
puede acusarnos pues Dios nos ha
justificado (v. 33), y que nadie nos condenará pues Cristo murió,
resucitó, fue exaltado e intercede por
nosotros (v. 34).
Todo esto, nuestra justificación y nuestra no condenación, es “para
los que están en Cristo Jesús”, es
decir, para los creyentes genuinos. Esa posición es obrada mediante
el bautismo del Espíritu Santo (1 Co.
12:13). Pablo ya había explicado (5:12ss) las diferentes
consecuencias y bendiciones de estar en Cristo o
en Adán. Notemos que no hay términos medios: o se está en Cristo o
no se está (i.e. se está aún en Adán);
o se está libre de toda condenación, o no se está.
El Espíritu nos libera (8:2-4) Una segunda bendición de nuestra
salvación es que “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me
ha
librado de la ley del pecado y de la muerte” (v. 2). Esta segunda
bendición es nuevamente “en Cristo Jesús”
y comienza con una expresión que enlaza con el versículo anterior:
“porque” (gr. “gàr”). Ya no hay más
condenación en Cristo, puesto que hemos sido liberados en Él.
2 La segunda parte del versículo 1 (“los que no andan conforme a la
carne, sino conforme al Espíritu”) es muy posiblemente una
interpolación del versículo 4. Añade además una confusión
doctrinal, pues nuestra liberación de la condenación no depende
de
nuestro andar, sino únicamente de estar en Cristo (i.e. sólo por
pura gracia).
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
147
Pablo venía exclamando: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de
este cuerpo de muerte?”, y ahora por
fin encuentra satisfacción a su grito desesperado: “La ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado
de la ley del pecado y de la muerte”. Puede ser que en momentos de
debilidad y crisis espiritual, cuando
nos sentimos agobiados por el peso del pecado, el diablo venga a
susurrarnos al oído: “¿Cómo puedes
creer que estás libre de la condenación, un pecador como tú?” Puede
que incluso tú mismo te sientas
condenado. Pero la gracia maravillosa de Dios que se revela en este
pasaje no es una cuestión de
sentimientos, sino de hechos basados en lo que Dios dice: Él nos ve
en Cristo resucitado y sentado a su
diestra, fuera de toda condenación posible, más allá de toda duda
que nos surja. Aunque el acusado no
pueda oír la sentencia absolutoria del juez, no por eso es culpable
ni deja de ser absuelto. Aunque no nos
aferremos a esta maravillosa declaración de Dios, no deja de ser
menos cierta; aunque seamos lentos
para oír y entender, no deja de ser verdad. La liberación de toda
condenación ya es nuestra y permanece
inamovible por toda la eternidad3.
¿De qué ley hemos sido liberados? “De la ley del pecado y de la
muerte”. ¿Qué ley es esta? ¿Se refiere a
la ley de Dios (la Torá)? Pablo confesó en el capítulo 7 que la ley
de Dios hizo revivir el pecado de su
interior, no siendo ella misma pecaminosa; y que esta ley le
provocó de esta manera la muerte, no siendo
ella la causa de la muerte, sino el pecado. Así, no siendo la ley
de Dios muerte ni pecado, provocó ambas
cosas en Pablo, pues su ministerio es el ministerio de la muerte y
la condenación (2 Co. 3:7ss). Por tanto,
ser liberados de la ley del pecado y de la muerte equivaldría a no
estar ya bajo ley (6:14), a haber muerto
a la ley (7:4) y a ser libres de la ley (7:6). La ley ya no es
nuestro faro para buscar la justificación o la
santificación. Hemos sido liberados de ella en Cristo Jesús, pues
lo único que nos causaba era pecado,
muerte y condenación. Por tanto, es posible que la ley de la que
esté hablando Pablo se refiera a la Torá.
Pero también es posible que se refiera a la otra ley que aparece
hacia el final del capítulo 7: “veo otra ley
en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me
lleva cautivo a la ley del pecado que
está en mis miembros” (7:23), una ley que llevaba a Pablo a
desobedecer la ley de Dios escrita en su
mente. Esta ley es el poder del pecado obrando en nuestros cuerpos
no redimidos, y contra la cual es
impotente hasta la mente renovada del nacido de nuevo.
¿Cómo es posible que esa ley pudiese ser vencida para que Pablo
hallase la tan anhelada liberación?
Mediante otra ley: “La ley del Espíritu de vida”. Los objetos caen
al suelo por la ley de la gravedad, pero
si a un objeto suspendido en el aire le atamos un globo de helio,
no sólo no cae sino que asciende. Esto
es así porque a la ley de la gravedad se le opone otra ley física,
por la cual los gases más ligeros que el
aire (como el helio) ascienden. Así, del mismo modo, Dios opone a
la ley del pecado y de la muerte otra
ley aún más poderosa: la del Espíritu de vida. Una ley provoca
esclavitud y muerte; la otra otorga libertad
y vida. Esta segunda ley podría referirse al mensaje del Evangelio,
el cual es “el ministerio del Espíritu” (2
Co. 3:8).
Cuando Pablo clamaba por liberación en 7:24, exclamó: “Gracias doy
a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”
(7:25). Nuestra liberación es mediante Jesucristo, al participar de
su vida de resurrección. Pero quien
convierte esta liberación en experiencia es el Espíritu Santo como
“Espíritu de vida en Cristo Jesús”4. Es la
continua operación del Espíritu lo que hace efectiva esta
liberación en aquellos que estamos en Cristo
Jesús, y en quienes a su vez está el Espíritu Santo. “Porque el
Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu
3 “Me ha librado” (gr. “leyzérsen”) está en tiempo aoristo (lit.
“me liberó”). Hemos sido liberados de una vez y para siempre.
Pablo está apuntando aquí al hecho histórico de lo que ocurre
cuando uno pone su fe en Cristo. 4 Normalmente se interpreta
“Espíritu de vida” como una referencia al Espíritu Santo, pero
también se podría ver como una
referencia al mismo Señor Jesucristo, quien como postrer Adán es
“espíritu vivificante” (1 Co. 15:45). No obstante, todo el
contexto del capítulo 8 invita a creer que se refiere realmente al
Espíritu Santo.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
148
del Señor, allí hay libertad” (2 Co. 3:17). Una libertad que está
disponible tanto para el niño recién
convertido, como para el cristiano maduro que lleva años en el
Evangelio.
A continuación (vv. 3-4) Pablo nos describe cómo el Evangelio nos
libera “de la ley del pecado y de la
muerte”. En primer lugar, comienza diciendo que Dios tuvo que tomar
la iniciativa para salvarnos, puesto
que la ley era incapaz de llevarnos a él (“lo que era imposible
para la ley”). La razón de la imposibilidad
de la ley no se hallaba en ella misma, sino en nosotros: “por
cuanto era débil por la carne”. La ley (santa,
justa y buena) podía ordenar, pero la carne no estaba sujeta a ella
y no le obedecía. Nuestra carne
pecaminosa debilitaba a la ley, así que Dios tuvo que proveer un
nuevo método: la ley del Espíritu de vida.
El apóstol Pablo describe a continuación en cinco fases el proceso
de liberación (o redención) que Dios
pone en marcha.
La redención (I): Dios envía a su Hijo Dios había enviado
anteriormente también profetas, pero finalmente envió a su Hijo
Unigénito, alguien
que compartía su gloria, esencia y atributos divinos con el Padre.
Como el dueño de la viña, quien dice:
“¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado” (Lc. 20:13).
La redención (II): La encarnación del Hijo El Hijo se encarna como
hombre semejante a nosotros: “enviando a su Hijo en semejanza de
carne de
pecado”. La expresión “semejanza de carne de pecado” indica que el
Hijo era en todo semejante a
nosotros en nuestra condición de pecadores (cp. Fil. 2:7), “pero
sin pecado” (He. 4:15). Jesús tenía una
naturaleza humana pero no una naturaleza pecaminosa, pues su
naturaleza humana estaba vitalmente
unida, aunque sin mezclarse, con su naturaleza divina. Es por ello
que Cristo no cometió pecado (1 P.
2:22), no conoció pecado (2 Co. 5:21) y en Él no había pecado (1
Jn. 3:5). Y por eso ninguno de sus
enemigos pudo acusarle jamás de pecado alguno (Jn. 8:46).
Aquí carne puede significar tanto “carne física” como “humanidad”.
“Y aquel Verbo fue hecho carne” (Jn.
1:14) afirma la realidad de la humanidad del Señor. Su encarnación
fue real (no sólo una apariencia, como
enseñaban los docetistas) y tuvo un cuerpo preparado por Dios (He.
10:5), pero no adoptó nuestra
naturaleza caída sino que fue el primer hombre perfecto que pisó la
tierra desde la caída de Adán.
La redención (III): El Hijo es ofrecido en sacrificio Cristo vino
para dar su vida “en rescate por muchos” (Mr. 10:45); se hizo
“obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz” (Fil. 2:8), “se presentó una vez para siempre por
el sacrificio de sí mismo para quitar de
en medio el pecado” (He. 9:26). Pablo lo expresa aquí de la
siguiente manera: “Enviando a su Hijo… a
causa del pecado”. Esta expresión (gr. “perì hamartías”) se
relaciona en otros pasajes con la ofrenda por
el pecado (He. 10:6,8,18; 13:11)5, pues ésta era sin duda la idea
que tenía Pablo en mente al usar esta
expresión: Dios envió a su Hijo con un cuerpo humano para que fuera
utilizado como ofrenda por el
pecado (cp. He. 2:14-15).
La redención (IV): Dios condena al pecado en el cuerpo de Cristo
“Dios… condenó al pecado en la carne6”. Dios hizo aquello que “era
imposible para la ley”. Nuestros
pecados han sido perdonados, pero no nuestra naturaleza pecaminosa.
La ley puede condenar al pecador,
pero no al pecado y destruirlo. En cambio Dios no sólo condenó
dictando sentencia, sino que derramó su
5 Es también la expresión típica usada en la LXX para referirse a
los sacrificios “por el pecado”. 6 “Carne” puede referirse, como en
la frase anterior, no a nuestra naturaleza caída sino a la carne
física (el cuerpo de Cristo) o al
concepto de humanidad. Así la frase podría significar que Dios
condenó al pecado en el cuerpo de Cristo, o que condenó el
pecado de toda la humanidad. Ambas interpretaciones son posibles y
correctas.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
149
ira y juicio sobre su Hijo en la Cruz del Gólgota. Fue juez y a la
vez verdugo. En la cruz, Cristo se hizo
pecado para lograr nuestra justificación (2 Co. 5:21). Lo que veía
la gente clavado en la cruz era un cuerpo
físico, pero Dios veía el pecado de toda la humanidad, y Dios
castigó ese pecado en el cuerpo de su Hijo
encarnado. Un cuerpo que carecía de nuestra naturaleza pecaminosa
pero que llevó nuestros pecados
sobre él, haciéndose él mismo pecado por nosotros7. Así, ya no hay
condenación para los que están en
Cristo Jesús, pues él ya llevó la condenación en nuestro lugar.
Nuestro pecado en la carne ha sido
castigado en la persona de Otro, de modo que para nosotros ya no
hay condenación.
Dios trató con el pecado en la cruz de Cristo de dos maneras. En
primer lugar, Dios trató con la culpa de
nuestro pecado; allí Cristo derramó su sangre en expiación por
nuestros pecados, de tal modo que las
justas demandas de la ley de Dios quedaron completamente
satisfechas. En este sentido, Cristo fue
nuestro sustituto y murió por nosotros. En segundo lugar, Cristo
fue hecho pecado por nosotros, y es con
Él que morimos al pecado y a nuestra relación con Adán. En este
sentido, Cristo fue nuestro representante
y nosotros hemos muerto con Él. Puesto que Cristo se identificó
totalmente con nosotros, Dios pudo
condenar judicialmente “al pecado en la carne” según su relación
con la raza humana (“en la carne”) y en
particular con los creyentes. Cristo, el Hijo del Hombre, se colocó
bajo condenación en el lugar de todos,
de modo que llevó la condenación del pecado de todos.
Por tanto, Cristo en la cruz murió tanto por lo que hacemos, como
por lo que somos. No murió sólo por
los pecados que cometemos, sino también por nuestra naturaleza
pecaminosa. Estas dos verdades las
encontramos anunciadas en las dos fases en que se dividía la
ofrenda por el pecado en Levítico 4. En la
primera fase (Lv. 4:4-7) se realiza el derramamiento de la sangre
del animal y su aplicación hacia el velo
del santuario (detrás del cual se hallaba el propiciatorio) y sobre
los cuernos del altar de incienso (que
según He. 9:3-4 pertenecía funcionalmente, aunque no físicamente,
al Lugar Santísimo). Esta fase se
corresponde con el derramamiento de la sangre de Cristo en la cruz
para limpiarnos de nuestros pecados
y permitirnos el acceso a Dios. En la segunda fase (Lv. 4:8-12) se
quemaba todo el becerro en el fuego
fuera del campamento. Aquí vemos pues a Dios condenando el pecado
en la carne, quemándolo en juicio.
Ambas fases anticipan lo que Dios haría en el sacrificio de Cristo
(He. 13:11-12).
El pecado así condenado, ya no tiene derechos sobre nosotros. Sin
embargo, aunque el pecado ha sido
condenado, no ha sido aún removido de la carne. Queda aún pendiente
la cuestión de nuestra carnalidad
y cómo afecta a nuestro caminar diario. Queda así una última fase
que Pablo describe a continuación8.
La redención (V): La creación de un pueblo de Dios santo “Para que
la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos
conforme a la carne, sino
conforme al Espíritu”. ¿Qué quiere decir Pablo cuando habla de
cumplir en nosotros la justicia de la ley?
Tradicionalmente se ha entendido en el sentido de “cumplir las
exigencias de la ley”, como un sinónimo
de la justificación. Así, Dios condenó el pecado para que las
demandas de la ley pudiesen ser satisfechas
(siendo la principal demanda la muerte del infractor). Pero el
hecho de que Pablo mencione que
“andamos conforme a Espíritu” nos indica que no se está refiriendo
únicamente a la justificación, sino
que tiene la santificación también en mente. Dios quiere que su ley
sea cumplida, y no sólo satisfecha. Y
ha de ser cumplida mediante la vida de santidad de aquellos a
quienes ha liberado precisamente de las
demandas de la ley. Dios nos escogió como pueblo no sólo para que
fuésemos justos (justificados), sino
para que “fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1:4). Su
voluntad para con nosotros es nuestra
santificación (1 Ts. 4:3). Del mismo modo que Jesús vino a cumplir
la ley y no sólo a satisfacer sus
7 Nótese que Pablo dice en la cita de 2 Corintios que Jesucristo se
hizo pecado, no pecador. 8 Realmente la santificación no es la
última fase de nuestra salvación, pues aún quedaría la redención de
nuestros cuerpos y
posterior glorificación con Cristo, que Pablo abordará en los
versículos posteriores.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
150
demandas en la cruz (Mt. 5:17), así también el pueblo de Dios ha de
cumplirla con vidas de santidad9.
Cristo cumplió la ley tanto en su aspecto externo como en su
sentido esencial e interno. La obediencia al
ejemplo del Maestro es lo que debe caracterizar a cada discípulo.
Esto es posible porque ya no tratamos
de cumplir la ley de Dios mediante las fuerzas de nuestra carne
pecaminosa, sino en el poder del Espíritu.
Por eso, hablar de Jesús sólo como un buen Maestro de quien tenemos
que aprender sus enseñanzas y
ponerlas en práctica es una simple necedad. Tratar de seguir el
ejemplo de Jesús, de “seguir sus pisadas”
(1 P. 2:21), sin que su propia vida y Espíritu moren dentro de
nosotros es algo tan frustrante e imposible
como tratar de cumplir toda la ley mosaica punto por punto. Si el
ejemplo de Jesús nos muestra algo, es
la incapacidad de salvarnos a nosotros mismos por nuestras propias
fuerzas.
La argumentación de Pablo puede llevar a confusión si no tenemos
cuidado, pues comienza hablando de
liberación de la ley y concluye hablando luego de cumplirla.
Además, tanto la liberación como el
compromiso de cumplir la ley son ambas debido a la muerte de
Cristo. No obstante, no hay contradicción
alguna en Pablo. La ley ha sido abolida como medio de justificación
o santificación, pero no como
expresión de la voluntad de Dios para nuestras vidas, siendo el
Espíritu Santo el que nos capacita ahora
para poder cumplirla. Que el pueblo de Dios sería capaz de cumplir
perfectamente la ley algún día había
sido revelado a los profetas. Jeremías anunció: “Daré mi ley en su
mente, y la escribiré en su corazón; y
yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Jer.
31:33), y Ezequiel reiteró: “Y pondré dentro de
vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y
guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra”
(Ez. 11:19-20; 36:27). Por tanto, cuando Dios nos infunde su Santo
Espíritu, es para que podamos cumplir
la ley que ha escrito en nuestras mentes y corazones. La ley de
Dios ordena la justicia, pero no puede
proveer los medios para alcanzarla; por tanto, lo que la ley era
incapaz de lograr por medios humanos,
Dios mismo tuvo que hacerlo10.
Dios no libra a los hombres de su pecado para que puedan seguir
haciendo lo que les plazca, sino lo que
le agrada a Él. Dios no salvó a los hombres para puedan continuar
pecando (esto ya quedó claro en el
capítulo 6), sino para que puedan empezar a vivir en justicia, para
que en ellos se cumpla “la justicia de
la ley”. Dios exige santidad, “sin la cual nadie verá a Dios” (He.
12:14).
Nosotros somos llamados a andar como Zacarías y Elisabet, padres de
Juan el Bautista: “Ambos eran
justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los
mandamientos y ordenanzas del Señor” (Lc.
1:6). Pablo así exhorta a los efesios: “ya no andéis como los otros
gentiles, que andan en la vanidad de su
mente” (Ef. 4:17). Y Juan por su parte declara: “si andamos en luz,
como él está en luz, tenemos comunión
unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Ho nos limpia de todo
pecado” (1 Jn. 1:7).
¿Cuál era el propósito de la ley, cuál su voluntad, sino la de que
anduviésemos sin pecado y cumpliendo
la voluntad divina? Esto es pues precisamente lo que ha concedido
Cristo a los que, estando en Él, ya no
regulamos nuestra conducta conforme a nuestros deseos sino conforme
a la dirección del Espíritu.
Porque este cumplimiento de la justicia de la ley es para aquellos
“que no andamos conforme a la carne,
sino conforme al Espíritu”11. Un cristiano verdadero tiene así
tanto el deseo como el poder para vivir de
forma justa en la tierra, cumpliendo la ley que agrada a Dios. Pero
la justicia de la ley no se cumple en el
creyente carnal, que camina confiando en sus propias fuerzas, sino
únicamente en el creyente espiritual,
9 Pablo dirá más adelante: “el que ama al prójimo, ha cumplido la
ley” y “el cumplimiento de la ley es el amor” (Ro. 13:8-10). 10 “Lo
que era imposible para la ley…” se refiere tanto a poder librarnos
de la ley de pecado y de la muerte, como a poder cumplir
lo que demanda. 11 Si bien vimos en 8:1 que nuestra justificación
(no condenación) no depende de nuestro andar, sino únicamente de
estar en
Cristo, nuestra santificación sí depende de nuestro andar, sea que
lo hagamos en el Espíritu o en la carne.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
151
que camina dejando obrar sumiso al poder del Espíritu Santo en su
vida. Cuanto más resista el creyente
la obra del Espíritu, menos fruto dará, más caídas tendrá y más
tardará en experimentar la liberación del
poder del pecado y de la carne. En los versículos siguientes, el
apóstol ahondará más en el contraste entre
carne y Espíritu.
La ley de Dios y nuestra santidad Podemos detenernos ahora y hacer
un breve resumen de la enseñanza de Pablo acerca de la ley y
de
nuestra santidad, tal y como dejó escrito en el pasaje de Romanos
7:1 al 8:4.
1. La santidad no es una cláusula adicional en el plan de salvación
de Dios, sino su propósito último
al salvarnos. Dios envió a su Hijo (encarnación) a morir en la Cruz
(expiación) no sólo para que
fuésemos liberados de toda condenación (justificación) y esclavitud
(redención), sino para que
pudiésemos vivir vidas que agradaran a Dios (santificación). Este,
y no otro, fue también el motivo
por el que Dios sacó a Israel de Egipto (Dt. 7:6).
2. La santificación no es sino en última instancia el cumplimiento
de la justicia de la ley en nuestras
vidas. Esta es la respuesta final de Pablo a los antinomianos:
hemos sido liberados de la esclavitud
de la ley, pero su justicia ha de cumplirse en nosotros. La
obediencia a los mandamientos de Dios
no son la causa de nuestra salvación, sino su consecuencia y fruto:
“Porque somos hechura suya,
creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó
de antemano para que
anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10).
3. La justicia de la ley (la santidad) no es algo que nosotros
hayamos cumplido con nuestras fuerzas,
sino que ha sido cumplida en nosotros (voz pasiva). Esta es también
la respuesta final de Pablo a
los legalistas. Ellos se esforzaban en cumplir la ley con una
obediencia que no podía ser perfecta,
pero Dios escogió otros medios para honrar su ley. Lo que nos lleva
al punto siguiente.
4. La vida de santidad es fruto del Espíritu Santo en nuestras
vidas, no de nuestros propios esfuerzos
carnales. Si en Romanos 7 vimos que Pablo no podía cumplir la ley
debido a la carne que hay en
nosotros, en Romanos 8:4 vemos que ahora sí podemos cumplirla por
el Espíritu que habita en
nuestros corazones. La victoria se consigue cuando quitamos la
vista de nuestro “yo” carnal y
miramos a nuestro Señor.
5. El proceso de salvación es un trabajo de la Trinidad. El Padre
nos justifica mediante su Hijo, a
quien envió al mundo, y nos santifica mediante su Espíritu, a quien
envía a nuestros corazones.
La ley no interviene, ni tiene arte ni parte. No somos justificados
por la ley de Dios, sino por la
gracia de Dios; ni somos santificados por la ley, sino por el
Espíritu Santo que habita en nosotros.
6. Todo esto lo logramos si estamos “en Cristo”. Jesús ya nos avisó
que fuera de Él nada podíamos
hacer por nuestras fuerzas (Jn. 15:5).
Estos cuatro primeros versículos del capítulo 8 son una conclusión
lógica del argumento que Pablo venía
desarrollando no sólo desde el capítulo 7, sino desde 5:12. En
5:12-21 Pablo contrastó la diferencia de
estado entre depender de Adán o de Cristo como cabezas; ahora se
goza en que para los que están en
Cristo “ninguna condenación hay”. En los capítulos 6 y 7 abordó el
problema del pecado y ahora concluye
que el pecado ha sido condenado y que la ley del Espíritu de vida
nos ha librado “de la ley del pecado y
de la muerte”. Si en el capítulo 7 expuso la relación entre el
cristiano y la ley, aquí afirma que su justicia
se cumple en los que estamos en Cristo y andamos en el Espíritu.
Finalmente, si el pecado y la ley nos
esclavizaban y nuestro cuerpo de muerte nos tenía presos, ahora el
Espíritu de vida nos ha liberado.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
152
En estos cuatro versículos, el apóstol ha hecho igualmente un
resumen del plan de salvación para el
hombre: para aquellos que están en Cristo ya no hay condenación (v.
1), sino que han sido liberados (v.
2) mediante de la muerte vicaria de Cristo (v. 3) y con el
propósito de nuestra santificación (v. 4).
Las dos mentalidades (8:5-8) Pablo introdujo en 8:4 la oposición
existente entre carne y Espíritu al declarar que los únicos en
quienes
la justicia de la ley se cumple son los que andan conforme al
Espíritu (gr. “katà pneûma”) y no conforme
a la carne (gr. “katà sárka”). Los primeros se rinden al control
del Espíritu mientras que los segundos
siguen los impulsos de la carne. Ahora continúa desarrollando ese
contraste: ¿Por qué es que la justicia
de la ley se cumple en los primeros, pero no en los segundos? Pues
“porque…”, y aquí Pablo expone la
diferencia de mentalidad entre unos y otros.
En primer lugar, notemos que Pablo usa aquí el término “carne” en
su tercera acepción, es decir, la
naturaleza caída y pecaminosa del hombre. Y lo opone a “espíritu”
(gr. “pneûma”), que no se refiere a la
parte espiritual del ser humano sino a la persona divina del
Espíritu Santo. Por tanto, Pablo no está
contrastando aquí nuestro cuerpo físico (malo) en oposición a
nuestro espíritu humano (bueno), como
muchos han entendido a lo largo de la Historia12, sino que
contrasta nuestra naturaleza caída y bajo el
poder del pecado frente a la obra poderosa del mismo Espíritu de
Dios anulando en nuestras vidas ese
poder del pecado.
Pablo expone que “los que son de la carne piensan en las cosas de
la carne; pero los que son del Espíritu,
en las cosas del Espíritu” (8:5). Aquí Pablo nos presenta a dos
grupos de personas: “los que son de la
carne” y “los que son del Espíritu”, que coinciden con los dos
grupos que mencionó en el versículo
anterior: “los que andan conforme a la carne” y “los que andan
conforme al Espíritu”. Así, Pablo dice que
si cada grupo “anda” de un modo u otro (v. 4), es porque “son”
sencillamente de un modo u otro (v. 5). Y
de igual modo, si uno pertenece a un grupo ha de andar conforme a
la norma o principio de ese grupo
(Gá. 5:16,25), haciendo manifiestos sus frutos, ya sean los de la
carne o los del Espíritu (Gá. 5:17-23).
¿Quiénes forman parte de estos dos grupos? Podríamos pensar que se
refieren a dos grupos de creyentes:
los cristianos carnales (como Pablo en el capítulo 7), que tratan
de santificarse por sus propios medios, y
los espirituales, que descansan totalmente en el poder del Espíritu
y dejan que realice su obra en ellos.
Pero el contexto del pasaje hace más bien entender que la
diferencia es entre ser nacido de nuevo (y por
tanto poseer el Espíritu y la vida) o no (y estar aún bajo el
pecado y destinado a la muerte)13. Así pues,
“los que son del Espíritu” son los cristianos que han sido sellados
por el Espíritu e incorporados a Cristo,
las personas que se alzan sobre este mundo para pensar en las cosas
eternas, mientras que “los que son
de la carne” son las personas no salvas, el hombre natural aún en
Adán y dominado por su naturaleza
carnal, las personas cuyo centro es su YO y cuya única ley es su
propio deseo; un grupo al que los creyentes
también pertenecieron antes de su conversión (Ef. 2:3; Tit. 3:3; 1
P. 4:3).
Pablo expone tres diferencias entre ambos grupos (expresadas cada
una en los vv. 5-8). En primer lugar,
nuestra mentalidad manifiesta nuestra verdadera naturaleza como
creyentes o no (8:5). Hay una
diferencia vital entre ambos grupos, pues “son” de una manera o de
otra, o lo que es lo mismo, tienen
normas de vida totalmente opuestas y por tanto también son
diferentes las cosas en que ocupan su
mente (gr. “frónma”), en que piensan (gr. “froné”). Porque uno no
es del Espíritu porque piense en
12 Es la visión escolástica medieval, que tomó la idea platónica
del cuerpo humano como cárcel del alma. 13 Una razón adicional.
“Los que son” traduce el griego “hoi ontes”. “Ontes” es el
participio presente del verbo “eimí” (ser) y en
cuanto a presente, sugiere una acción continua. Así, los que son de
la carne no serían los creyentes que en momentos puntuales
puedan actuar conforme a ella, sino gente cuyo estado permanente es
ese, lo cual sólo puede ser cierto de inconversos.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
153
cosas del Espíritu, sino que piensa en ellas porque es del
Espíritu. Y lo mismo se puede decir de los que
son conforme a la carne14. Nuestros pensamientos son los frutos que
manifiestan nuestra verdadera
naturaleza. La naturaleza de cada uno dirige nuestras mentes y
pensamientos en una u otra dirección.
Los que son de la carne los dirigen a aquellas cosas que satisfacen
su egoísmo natural, mientras que los
que son del Espíritu piensan y desean (dirigidos por el Espíritu)
aquellas cosas que agradan a Dios y
glorifican a Cristo.
En segundo lugar, nuestra mentalidad tiene consecuencias diferentes
para nuestras vidas: “Porque el
ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es
vida y paz” (8:6). “Ocuparse” es expresado
en el texto griego con la palabra “mente” (gr. “frónma”), es decir,
los que tienen “la mente de la carne”
y los que tienen “la mente del Espíritu”. “Pensar” (gr. “froné”) no
es simplemente ocupar nuestra mente
con un pensamiento, no es un ejercicio meramente intelectual, sino
que refleja el ámbito de nuestras
preocupaciones, deseos e intenciones, el alcance de nuestras
ambiciones y anhelos; expresa cómo y en
qué empleamos nuestras mentes, cómo invertimos su tiempo y
energías, en qué nos concentramos y a
qué nos entregamos. Por eso, tener “la mente” es traducido aquí
como “ocuparse”: se trata de una
ocupación cotidiana y no de un pensamiento pasajero.
Aquí Pablo declara que la mentalidad de una persona dominada por la
carne trae como consecuencia la
muerte (gr. “zánatos”), tanto física como espiritual. En cambio, la
mentalidad de una persona dominada
por el Espíritu trae como consecuencia vida (gr. “ds”) y paz (gr.
“eirn”). El pecado produce separación:
separación entre el hombre y Dios (muerte espiritual), entre el
alma y el cuerpo humanos (muerte física)
y entre el hombre y sus semejantes (egoísmo y enemistad). El
Espíritu resuelve esa separación y trae vida
eterna y reconciliación (paz) del hombre con Dios (5:1), con sus
semejantes (12:18) y consigo mismo (paz
interior, Fil. 4:7). El ocuparse de la carne es irse alejando cada
vez más de Dios, y por tanto dirigirse hacia
la muerte. El ocuparse del Espíritu es acercarse cada vez más a
Dios, y por tanto a la vida; es estar cada
día más cerca del Cielo. La muerte es el destino de aquellos que
viven para la carne, pero “el que hace la
voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:17). ¿Cómo no
buscar entonces el camino de la
santidad, si es un camino que lleva a la vida y la paz?
Y en tercer lugar, nuestra mentalidad determina nuestra relación
con Dios: “Por cuanto los designios de
la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley
de Dios, ni tampoco pueden; y los que
viven según la carne no pueden agradar a Dios” (8:7-8). “Designios”
también traduce aquí el término
griego para mente “frónma”; así, los “designios de la carne” es
literalmente “la mente de la carne” de
nuevo. Lo que dice Pablo es que los que tienen la mente de la carne
están destinados a la muerte por
cuanto son enemigos de Dios. Y son enemigos de Dios porque no
pueden sujetarse a la ley de Dios, por
cuanto su mente está ocupada en las cosas de la carne. Debido a
ello, los que “son” (o “están”) “en la
carne” (gr. “en sarkí”) no pueden agradar a Dios.
La enemistad con Dios es una característica del pecado. Pablo
describe nuestra situación como pecadores
en que éramos enemigos de Dios (5:10, Col. 1:21); el mismo Señor
describe a los que no creen en Él como
sus enemigos (Mr. 12:36, cp. 1 Co. 15:25), y Santiago añade que “la
amistad del mundo es enemistad
contra Dios. Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se
constituye enemigo de Dios” (Stg. 4:4).
Así pues, la mente de la carne es rebelde y hostil a Dios, y
alienta la animadversión hacia su Nombre y su
voluntad, su pueblo, su Hijo y su gloria. El clímax de esa
enemistad y rebelión fue cuando el mundo se
alzó para crucificar y dar muerte al Hijo de Dios. Así, en
contraste con el hombre regenerado, cuya mente
14 El verbo “pensar” está aquí en presente, lo que indica en griego
una acción continua, no hechos puntuales. Una razón más
para entender que aquí Pablo se refiere a creyentes e
inconversos.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
154
renovada se deleita en la ley de Dios (7:22) y la sirve (7:25b),
las mentes de los no regenerados “no se
sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”. Por eso mismo es que
tampoco puede cumplirse en ellos la
justicia de esa ley (8:4), y debido a ello es que no pueden agradar
a Dios pues son incapaces no ya sólo
de hacer su voluntad, sino de tan siquiera buscarla. Todos los que
están en la carne y no en el Espíritu
están separados de Dios, y aun cuando se esfuercen en adorarle,
como Caín, serán rechazados.
La carne es enemiga de Dios, y aunque nosotros hemos sido
reconciliados con Él, la naturaleza de nuestra
carne no ha cambiado ni mejorado ni un ápice. La carne es tan mala
e incorregible en el más santo de los
creyentes como en el peor de los pecadores. Cualquier esfuerzo que
hagamos por mejorar o corregir
nuestra naturaleza carnal será en vano, como ya quedó probado en el
capítulo 7. No es que el hombre
no sepa hacer lo bueno o sea incapaz de ello, pero el hombre no
regenerado se ve naturalmente inclinado
a hacer el mal, aun conociendo lo bueno y aprobándolo, porque está
dominado por el pecado en su carne.
El hombre natural no tiene ningún poder para cambiar o
contrarrestar su naturaleza y por tanto se ve y
es incapaz de agradar a Dios.
Pablo no dice a continuación cuáles son las características de los
que tienen la mente del Espíritu en su
relación con Dios, pero se induce implícitamente que son las
opuestas a los que tienen la mente de la
carne. Así, los que son del Espíritu serían los que se han
reconciliado con Dios, se sujetan a su ley y viven
vidas que agradan a Dios, de tal forma que la justicia de la ley se
cumple en ellos.
En resumen, podemos decir que uno de los ministerios del Espíritu
en nuestras vidas es la de darnos una
mente renovada, lo que Pablo aprovecha para contrastar en estos
versículos 5 a 8 dos grupos de
personas: los que son de la carne y los que son del Espíritu. Los
primeros tienen la mentalidad carnal que
conduce a la enemistad con Dios y la muerte, mientras que los
segundos tienen una mente renovada que
les permite vivir vidas que agradan a Dios y que les trae vida y
paz. El estar en uno u otro de los grupos
(i.e. el cómo ocupemos nuestra mente) tiene consecuencias por tanto
para esta vida (nuestra conducta)
y para la venidera, determinando nuestro destino final (muerte
espiritual o vida eterna).
La morada del Espíritu (8:9-11) Ahora Pablo se dirige directamente
a sus lectores y por eso abandona el uso de la tercera persona
del
plural por la segunda (“vosotros”). Ya no habla en términos
generales de dos grupos de personas, sino
que se dirige exclusivamente a uno de ellos: los que no viven
“según la carne, sino según el Espíritu”.
Pablo comienza con un adverbio adversativo (“Mas”), como diciendo:
“Sí, hay una antítesis entre dos
grupos de personas, con consecuencias directas y eternas según se
pertenezca a uno u otro. Y en concreto,
los que son de la carne son enemigos de Dios y su destino final es
la muerte. Pero vosotros pertenecéis al
otro grupo, los que son del Espíritu”. En seguida nos trae a la
mente un pasaje similar en Hebreos:
“Aquellos que rechazan a Dios tras haber gustado el Evangelio, su
fin es ser reprobados, malditos y
arrojados al fuego. Pero en cuanto a vosotros, oh amados, estamos
persuadidos de cosas mejores…” (He.
6:4-9). Es decir, hay un grupo de hombres (los no nacidos de nuevo)
cuyo destino final es horrible, pero
no así el de los destinatarios de ambas cartas (nacidos de nuevo),
cuyo destino final es mucho mejor al
ser hijos de Dios.
Así, Pablo comienza: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino
según el Espíritu, si es que el Espíritu de
Dios mora en vosotros” (v. 9a). Pablo declara que sus lectores
viven (literal, “están”) “en el Espíritu” (gr.
“en pneúmati”)15, en contraposición a los hombres naturales que
viven “en la carne” (v. 8). Para un
15 “En la carne” significa “en la esfera” o “en el dominio de”. Lo
mismo para “en el Espíritu”. El cristiano no está (de forma
permanente) en el dominio de la carne, como tampoco lo está en el
del pecado.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
155
creyente vivir en el Espíritu es algo tan natural como para un pez
vivir en el agua: ha de ser su ambiente
natural en el que se mueve. Pero a continuación añade una
condición: alguien sólo puede estar en el
Espíritu si a su vez el Espíritu está en esa persona. Del mismo
modo que para que un pez viva ha de estar
en el agua y el agua en él, o para que viva un ser humano ha de
estar en el aire y el aire dentro de él, así
para que un creyente viva espiritualmente ha de estar en el
Espíritu y el Espíritu en él.
Pero Pablo no dice que el Espíritu sólo ha de estar, sino que ha de
morar de forma permanente (gr.
“oiké”). Cuando alguien nace de nuevo, el Espíritu no viene a esa
persona para estar temporalmente,
sino para hacer en él su morada estable. Cuando Pablo les dice “Si
es que… mora” no está expresando
duda sino certeza: “ya que el Espíritu mora en vosotros”. Hay por
tanto una relación conmutativa entre
nosotros y el Espíritu y que refleja una misma realidad: los que
son del Espíritu son tanto aquellos que
están en Él, como los que el Espíritu mora en ellos. Y tan estrecha
es esta relación que es de hecho
imposible pertenecer a Cristo si su Espíritu no mora en nosotros:
“Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo,
no es de él” (v. 9b).
Este versículo 9 nos enseña tres importantes lecciones acerca del
Espíritu Santo. En primer lugar, la
posesión del Espíritu, su presencia en nuestras vidas, es la señal
y sello de nuestro nuevo nacimiento y
pertenencia a Dios. Sólo se puede ser un creyente auténtico si el
Espíritu mora en nosotros. Jesucristo
prometió a los que le recibieran que el Espíritu de verdad “mora
con vosotros, y estará en vosotros” (Jn.
14:16-17). Así, mientras es cierto de todos los hombres que en
nuestro interior está el pecado y el mal
(Ro. 7:20-21), sólo es cierto de los creyentes que además tengamos
el Espíritu para contrarrestar ese
poder maligno16. Ahora, nuestro cuerpo humano, usado hasta ahora
como cuartel general del pecado, es
además “templo del Espíritu Santo” (1 Co. 3:16; 6:19).
En segundo lugar, se infiere de la lección anterior de igual modo
que si alguien es un creyente verdadero
ha de poseer el Espíritu. El don del Espíritu es una bendición
inicial y universal, que se recibe en el mismo
momento de nuestra conversión, en que pasamos de muerte a vida. Eso
no significa que desde el instante
en que nos convertimos seamos llenos del Espíritu. La plenitud del
Espíritu es algo diferente que puede
no ser cierto para todos los creyentes, pero lo que sí se aplica
para todos es la presencia del Espíritu en
su interior, en mayor o menor llenura. De hecho, carecer del
Espíritu no es síntoma de un menor nivel
espiritual en el creyente, sino de no serlo en absoluto: “Y si
alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de
él” (8:9b). Conocer pues a Cristo y recibir el don del Espíritu son
ambas caras de una misma moneda.
Y en tercer lugar, hay una serie de expresiones acerca del Espíritu
que son equivalentes. Ya vimos que
“estar en el Espíritu” es lo mismo que “tener al Espíritu en
nosotros”. Ahora notamos que “el Espíritu de
Dios” es también “el Espíritu de Cristo”17, y que tenerle es tener
a Cristo (v. 10a). Esto no significa
confundir las personas de la Trinidad, sino reconocer que aun
siendo distintas en cuanto a persona y
funciones, las tres comparten una misma esencia y naturaleza
divinas y por tanto son inseparables. El
Padre se revela mediante el Hijo, y el Hijo actúa por el Espíritu.
De hecho, donde quiera que esté uno, allí
están los tres18. Al Espíritu Santo se le puede llamar el Espíritu
de Cristo por las siguientes razones:
1. Porque fue una promesa de Cristo (Jn. 14:16).
2. Porque fue enviado por Dios en nombre de Cristo (Jn.
14:26).
16 El verbo que usa Pablo para decir que el pecado “mora en mí”
(7:20) y que “el Espíritu de Dios mora en vosotros” (8:9) es
el
mismo: “oiké”. 17 De aquí se podría inferir la divinidad de Cristo:
para Pablo, el Espíritu de Dios es lo mismo que el Espíritu de
Cristo. 18 Por eso no sólo viene el Espíritu a morar en nosotros,
sino también el Padre y el Hijo (Jn. 14:23).
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
156
3. Porque Cristo mismo lo envió del cielo cuando fue glorificado
(Jn. 15:26; Hch. 2:33)19.
4. Porque el Espíritu revela a Cristo (Jn. 16:14).
En el versículo 10a Pablo afirma que los creyentes no sólo estamos
en Cristo sino que, por la misma
maravillosa propiedad conmutativa que se da con el Espíritu, Él
también está en nosotros. Cristo prometió
venir a morar con nosotros (Jn. 14:23) y es el Espíritu quien hace
posible que Cristo esté presente en
nosotros (2 Co. 3:17-18). Tener por tanto a Cristo en nosotros, al
igual que con el Espíritu, se convierte en
una prueba de nuestro nuevo nacimiento (2 Co. 13:5). Lutero dijo:
“Es imposible que un hombre sea
cristiano sin tener a Cristo, y si tiene a Cristo, tiene al mismo
tiempo todo lo que está en Cristo”.
Si en el versículo 9 Pablo ha declarado que el sello y marca del
hijo de Dios es ser morada de su Espíritu,
en los vv. 10-11 añadirá dos consecuencias que se derivan de esa
posesión gloriosa. Ambos versículos
comienzan con la expresión “si” (gr. “ei”), que no expresa duda
alguna sino que se limita a señalar un
resultado20.
El significado del versículo 10 es asunto de debate: “Pero si
Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad
está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la
justicia”. ¿A qué se refiere Pablo al decir
que nuestro cuerpo está muerto? ¿A qué cuerpo se refiere? Se podría
entender “cuerpo” (gr. “sma”)
como nuestro “cuerpo del pecado” (6:6), que es una referencia a
nuestra naturaleza pecaminosa, donde
el término “sma” se usa como sinónimo de “sarx” (carne). Así, la
referencia posterior de Pablo a “hacer
morir las obras de la carne” (8:13) se referiría a esta muerte de
nuestro cuerpo del pecado. Pero hay dos
importantes razones para descartar esta interpretación. La primera
es que en 6:6 ese “cuerpo del pecado”
no está muerto, sino anulado (en su dominio sobre nosotros). De
hecho, si Pablo nos exhorta a “hacer
morir” es precisamente porque esa carne no está muerta, sino muy
activa. La segunda razón es que la
referencia a la resurrección del versículo siguiente invita a ver
en “sma” una referencia a nuestro cuerpo
físico. Sin embargo, tampoco nuestro cuerpo está aún muerto, por lo
que deberíamos entender aquí
“muerto” en el sentido de “mortal”, es decir, sujeto a la muerte y
destinado a ella. Esto concuerda con
las referencias de Pablo a nuestros “cuerpos mortales” (6:12,
8:11b, 2 Co. 4:11), que se van desgastando
y deshaciendo (2 Co. 4:16; 5:1). El hombre al nacer está condenado
a morir; el momento de comenzar a
vivir es también el de comenzar a morir; cada año que vivimos es
uno más y a la vez uno menos.
Pero en medio de nuestra mortalidad, “el espíritu vive”.
Literalmente dice: “El espíritu (es) vida” (gr. “tò
pneúma ds”), con lo que podría tratarse tanto de una referencia al
Espíritu de vida (v. 2) como a nuestro
espíritu humano; ambas traducciones son posibles. Es cierto que
nuestro espíritu humano está vivo
cuando antes estaba muerto porque Dios nos ha dado vida (6:11, 13,
23), pero esa vida nos ha sido
administrada por la acción vivificadora del Espíritu Santo en
nuestras vidas. El Espíritu es pues vida, y vida
produce el ocuparse de Él (v. 6).
Las razones por las cuales nuestro cuerpo está muerto mientras que
nuestro espíritu vive son el pecado
y la justicia. Así, la muerte es a causa del pecado (gr. “dià
hamartían”) mientras que la vida es a causa de
la justicia (gr. “dià dikaiosýnn”). Esta verdad ya la había
expresado Pablo al hacer su paralelismo entre
las figuras de Adán y Cristo (5:18, 21), así que podemos concluir
que nuestro cuerpo es mortal debido al
19 El Espíritu fue enviado tanto por el Padre como por el Hijo.
Reconocer la participación del Hijo fue un motivo de
controversia
entre las iglesias occidental (romana) y oriental (bizantina) en el
Credo Niceno. En la forma Oriental se lee que el Espíritu
Santo
«procede del Padre», según se estableció en el II Concilio
Ecuménico en Constantinopla (381), mientras que en la forma
Occidental se añadieron las palabras: «y del Hijo» (en latín:
“Filioque”) en el I Concilio de Toledo (397). La adición de esta
cláusula
se consideró en Oriente una herejía y fue una de las causas que
llevó al cisma de 1054 entre ambas iglesias. 20 Lo podríamos
traducir por “ya que” o “como”: “Pero como Cristo está en vosotros…
Y como el Espíritu de aquel que…”
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
157
pecado, pero que si nuestro espíritu vive (porque el Espíritu nos
da vida) es debido a la justicia de Cristo,
pues Él nos dio “la justificación de vida”.
En contraposición a la mortalidad, Pablo señala en el versículo 11
como segunda bendición de ser morada
del Espíritu que nuestros cuerpos (y no sólo nuestros espíritus)
también vivirán. Nuestros cuerpos
mortales aún no han sido redimidos del poder del pecado (v. 23),
pero un día lo serán y resucitarán como
cuerpos nuevos y gloriosos. ¿Cómo podemos estar seguros de ello? El
apóstol nos da tres garantías aquí:
la resurrección de Jesús, el poder de Dios y la presencia del
Espíritu en las vidas de los creyentes.
La resurrección de Cristo es la prueba de que nuestros cuerpos
algún día resucitarán (1 Co. 15:13-20),
pues el Dios que resucitó a Jesús es el mismo que nos resucitará a
nosotros (2 Co. 4:14). En el capítulo 4,
cuando estudiamos la fe de Abraham, aprendimos que podíamos confiar
en Dios porque es un Dios fiel y
poderoso para cumplir sus promesas (4:17). Pero además, su Espíritu
de vida mora en nosotros y es el
mismo que efectuó la resurrección de Cristo Jesús. Y porque Él es
“el Espíritu de aquel que levantó de los
muertos a Jesús”, si ese Espíritu “mora en vosotros21, el que
levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará
también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en
vosotros”. Nuevamente tenemos aquí una
referencia a la Trinidad: el Padre que resucita, el Hijo resucitado
y el Espíritu de la resurrección; o visto
de otro modo: el poder del Padre, la resurrección del Hijo y la
morada del Espíritu. Así, no es que nuestro
espíritu sea liberado del cuerpo que lo encierra, sino que el
Espíritu que da vida a nuestro espíritu
vivificará también nuestros cuerpos mortales. Dios nos redimió por
completo, no sólo nuestra alma o
espíritu le pertenecen, sino también nuestro cuerpo. El cuerpo es
para el Señor y el mismo Espíritu Santo
que levantó a Cristo de entre los muertos nos levantará también a
nosotros (cp. 1 Co. 6:13-14; 2 Co. 13:4).
Detengámonos un momento en el uso de los nombres que hace aquí el
apóstol. Aparentemente el
apóstol repite la misma frase sólo modificando el nombre de
Jesucristo: “aquel que levantó de los muertos
a Jesús” y “el que levantó de los muertos a Cristo Jesús”. En el
primer caso Pablo usa el nombre humano
de Jesús (Mt. 1:21) mientras que en el segundo usa el nombre
típicamente paulino de Cristo Jesús22.
Notemos que no hemos sido incorporados a Jesús antes de su muerte y
resurrección, sino a Cristo Jesús,
el resucitado y glorificado Hijo de Dios. Este es su nombre de
resurrección y gloria. Por eso, la primera
frase enfatiza el hecho de la historicidad de la resurrección del
hombre Jesús, mientras que en la segunda
se enfatiza que nosotros hemos sido unidos al hombre que triunfó
sobre la muerte y que por tanto
participaremos de su vida de resurrección (cp. 6:8-11). El
cristiano está vital e indisolublemente unido a
Cristo, y como Él murió y resucitó, así nosotros hemos sido unidos
a Él en su muerte y su resurrección. El
creyente, templo del Espíritu y miembro del cuerpo de Cristo, va de
camino a la vida y la muerte no es
más que un interludio inevitable que hay que atravesar en el
camino, como el paso del Jordán antes de
entrar a poseer la Tierra Prometida.
Esta vivificación de nuestros cuerpos no será como la de Lázaro y
tantos otros, que volvieron a la vida
sólo para volver a morir. Si resucitamos, nuestro cuerpo no será ya
semejante al actual, si no semejante
al de Cristo (Fil. 3:21); y de igual modo que cuando Cristo al
resucitar quedó fuera del alcance de la muerte
y no volverá a morir (Ro. 6:9), así también nosotros. Por tanto, el
plan de Dios no es mejorar nuestra carne
(pues es incorregible), sino eliminarla por completo de nuestras
vidas, dándonos cuerpos nuevos en los
que ya no more el mal, ni estén sujetos al pecado y destinados a la
muerte.
21 Ese “si” (gr. “ei”) no implica tampoco esta vez duda, sino
certeza: “Y puesto que el Espíritu de Aquel…” 22 Es posible que
Pablo le llame Cristo Jesús, en lugar del nombre más común entre
los otros apóstoles, Jesucristo, porque a
diferencia de los otros once Pablo le conoció primero como el
Cristo glorificado, en el camino a Damasco, y no como el
Jesús
humano (pues no fue uno de sus discípulos).
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
158
Por tanto, tenemos nuevamente aquí una nueva respuesta al grito
desesperado de Pablo: “¡Miserable de
mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (7:24). Nuestro
cuerpo es mortal, pero un día lo que es
mortal será revestido de inmortalidad y lo corruptible se vestirá
de incorrupción cuando Cristo venga, “y
cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto
mortal se haya vestido de inmortalidad,
entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la
muerte en victoria” (1 Co. 15:53-54; 2 Co.
5:4). ¡Qué maravillosas bendiciones nos están aún reservadas para
los creyentes por medio de la obra del
Espíritu! Las bendiciones de nuestra justificación no se agotaron
todas en 5:1-11, sino que en este capítulo
8 aún hemos de descubrir más.
La muerte de nuestra naturaleza carnal (8:12-13) El apóstol Pablo
sigue desarrollando el tema del ministerio del Espíritu Santo en
nuestras vidas, y ahora
va a tocar el tema de la mortificación de nuestra naturaleza
carnal. El comienzo, “así que” (gr. “ára oûn”),
nos indica que el apóstol va a llegar a una conclusión, pero no de
lo dicho en los últimos versículos, sino
de lo que viene explicando desde el capítulo 6.
El apóstol ya nos había anunciado que si estamos identificados con
Cristo, entonces habíamos muerto al
pecado (6:2,11), es decir, habíamos sido liberados de su esclavitud
(6:17-18,20-22) y por tanto éste ya no
tiene ninguna autoridad ni dominio sobre nuestras vidas. Sin
embargo, lo que ha sido destruido en
nuestras vidas es el poder de su presencia, pero no su presencia
misma (no aún), y por lo tanto el apóstol
nos exhortaba a no dejarnos dominar nuevamente por el pecado (6:12)
y aun nos prometía que si
realmente estábamos en Cristo (bajo la gracia), esto nunca llegaría
a producirse (6:14).
Sin embargo, ¿cómo luchar contra los deseos de la carne? El apóstol
nos dijo que él mismo deseaba luchar
contra ellos, pero era derrotado una y otra vez, sumiéndose en la
amargura y la desesperación ante su
propia debilidad e incapacidad (7:14-24). Ahora Pablo dice que
aunque la carne no esté muerta en
nuestras vidas, podemos hacer morir sus obras no por nuestras
propias fuerzas, sino “por el Espíritu” que
mora en nosotros (8:13).
“Así que”, Pablo nos recuerda en primer lugar, ya no estamos bajo
la tutela del pecado (o la carne) ni ya
somos más deudores suyos (8:12). Es la misma idea que desarrolló en
el capítulo 6. Notemos cómo aquí
Pablo pasa de usar la segunda persona del plural (vosotros) a la
primera (nosotros), incluyéndose él
mismo: “Así que, hermanos, deudores somos”. La palabra “deudores”
(gr. “ofeilétai”) es la misma que usó
en 1:14 (gr. “ofeiléts”), pero aquí la deuda u obligación no es la
de compartir el Evangelio a otros, sino
la de vivir una vida en la que se cumpla “la justicia de la ley”
(8:4) y sea conforme a la nueva vida espiritual
que poseemos (8:10). Por tanto, en esta nueva vida que disfrutamos
tras la conversión ya no tenemos
obligaciones ni deudas con respecto a nuestro antiguo amo,
representado aquí por la carne, y que nos
demanda que vivamos vidas conforme a sus concupiscencias, sino que
nuestra nueva deuda u obligación
ha de ir dirigida hacia nuestro nuevo amo. Pablo no completa la
antítesis en este versículo23, pero se
entiende que diría: “deudores somos, no a la carne, para que
vivamos conforme a la carne, sino al Espíritu,
para que vivamos conforme al Espíritu”.
Puesto que Cristo nos salvó y liberó, no sólo somos siervos suyos
sino también deudores. Estamos en
deuda con Dios, quien nos justificó; con Cristo, quien nos redimió;
y con el Espíritu, que nos santifica.
¿Habríamos de recibir tanto para seguir llevando una vida carnal,
como antes de nuestra conversión? ¿No
seríamos entonces unos malos deudores, que no hacen frente a sus
obligaciones? Ya no nos debemos
23 Es como si el Espíritu, por boca del apóstol, no estuviese tan
interesado en recordarnos la deuda que tenemos con Él (es
decir,
con Dios), que es enorme e impagable, como en que no satisfagamos
deudas inexistentes con nuestro antiguo amo, la carne.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
159
más a la carne, sino a Cristo y a su Espíritu (1 Co. 6:19-20).
Vistámonos pues del Señor Jesucristo y no
proveamos para los deseos de la carne (Ro. 13:14).
El versículo 13 nos presenta la opción que debemos escoger como un
asunto de vida o muerte: “porque
si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu
hacéis morir las obras de la carne, viviréis”.
Notemos que nuevamente Pablo vuelve a utilizar la segunda persona
para mostrarnos que hay una vida
que conduce a la muerte, y una muerte que lleva a la vida.
Veamos la primera frase: “porque si vivís conforme a la carne,
moriréis”. Vivir conforme a la carne es lo
mismo que andar en la carne, y por tanto es contrario a vivir vidas
justas conforme a la voluntad de Dios.
Pablo dice que si vivimos así, moriremos. Puesto que está claro que
está hablando a hermanos (v. 12),
¿de qué tipo de muerte está hablando? Pudiera ser que Pablo se
refiriera a la muerte física. En ese caso
podríamos entender que aquellos cristianos cuya conducta y
testimonios fuesen particularmente
inapropiados para un hijo de Dios, serían finalmente disciplinados;
y en casos extremos, incluso con la
misma muerte (cp. 1 Co. 5:5; 11:30). Sin embargo, la muerte física
para los creyentes genuinos (aun bajo
disciplina) nunca es morir, sino dormir (1 Co. 11:30).
Una segunda interpretación sugiere que se trata de una muerte
espiritual que no implica ni la muerte
eterna ni la condenación eterna, sino la pérdida de las bendiciones
de la comunión con Dios y las
terrenales24.
Pero hay una tercera interpretación25. Pablo ya había dicho que
“los que practican tales cosas son dignos
de muerte” (1:32), que “el fin de aquellas cosas es muerte” (6:21),
que “la paga del pecado es muerte”
(6:23) y que “el ocuparse de la carne es muerte” (8:6). En el
contexto de Romanos el término muerte se
refiere siempre a “muerte eterna”, con lo cual no se puede aplicar
a cristianos auténticos (quienes pueden
sufrir muerte física, pero nunca la condenación eterna de la muerte
segunda). Además, ya hemos visto
que aquellos que de forma cotidiana viven, andan o piensan en la
carne son los hombres y mujeres
naturales no nacidos de nuevo. Por lo tanto, lo que tendríamos aquí
es más bien una advertencia a
examinarnos a nosotros mismos para comprobar si somos aprobados o
no26, y en concreto lo que
debemos examinar es nuestra conducta, nuestra forma de vida. Si
tenemos motivos y evidencias más que
claros para pensar que “vivimos en la carne”, quizá nuestro nuevo
nacimiento no se llegó a producir, el
Espíritu no mora en nosotros, y por tanto estamos en peligro de
muerte eterna.
Es imposible que un creyente auténtico esté viviendo conforme a la
carne. El verbo “vivís” está en tiempo
presente en el griego, lo que indica una práctica habitual, no
esporádica, y que es incompatible con el ser
cristiano (1 Jn. 3:6-9; 5:18). Pablo enseña que los cristianos
“somos hechura suya, creados en Cristo Jesús
para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviésemos en ellas” (Ef. 2:10); y
esto es un hecho, no un deseo. Nadie es perfecto ni libre de caer
en algún pecado (1 Jn. 1:9-10), ni siquiera
el mismo Pablo (Fil. 3:12-14). Pero aunque la carne nos estorbe y
nos impida el avance, el deseo del
corazón de un cristiano auténtico ha de ser vivir una vida conforme
al Espíritu que agrade a Dios. Si no es
así, ha de examinarse a sí mismo urgentemente para confirmar si ha
nacido de nuevo o si sólo es un
cristiano de profesión.
Si Pablo anima a sus lectores a examinar la realidad de su nuevo
nacimiento es porque considera que
tienen la capacidad de hacer un juicio moral sobre la misma, aun en
el eventual caso de no ser hombres
24 Esta es la opinión de Carballosa. 25 Newell, Stott, MacDonald y
MacArthur. 26 Otras advertencias similares a examinarnos para ver
si somos salvos o no son: 1 Co. 15:2; 2 Co. 13:5; Col. 1:23; He.
3:14.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
160
regenerados. Es cierto que el hombre natural está muerto en sus
delitos y pecados (Ef. 2:1,5); sin
embargo, puede darse cuenta de su situación y arrepentirse, puesto
que es una muerte espiritual (de su
relación con Dios) y no física o del alma (su mente y emociones).
Pero si no se arrepiente, se aplica lo del
presente versículo: “moriréis”27. Esta es la muerte segunda (Ap.
20:14), que es posible sufrirla aun en esta
vida. El que habiendo sido iluminado y gustó el don celestial, y
fue hecho partícipe del Espíritu, y asimismo
gustó de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero,
y pese a escuchar estas y otras
advertencias recayó, es imposible que sea renovado otra vez para
arrepentimiento (He. 6:4-6). Estos son
considerados ya doblemente muertos en vida, o como dice Judas:
“Estos son […] árboles otoñales, sin
fruto, dos veces muertos y desarraigados” (Jud. 12). Ha pasado ya
el verano y llega el tiempo de la cosecha
y de dar frutos, pero estos, como la higuera que Cristo maldijo
(Mt. 21:19), son estériles y sin fruto; por
tanto, sufren la segunda muerte (aún antes de pasar por la muerte
física) y son desarraigados (cp. Jn.
15:6).
Ahora, en la segunda parte de este versículo 13, si vivir conforme
a la carne conlleva muerte, la vida en
el Espíritu trae vida: “mas si por el Espíritu hacéis morir las
obras de la carne, viviréis” (cp. 8:6). La vida en
el Espíritu conlleva también sacrificios y muerte. “Las obras
[“práxeis”] del cuerpo” no son catalogadas
explícitamente en el texto como buenas o malas, pero procediendo
del cuerpo no regenerado, último
bastión del pecado, es evidente que Pablo las considera malas (cp.
Lc. 23:51, donde Lucas usa el mismo
término para “hechos”). Estas obras son pues aquellos actos
pecaminosos que están conducidos a
satisfacer nuestras propias concupiscencias, y no a servir o
agradar a Dios. Recordemos por tanto las
exhortaciones que a este respecto Pablo hizo en el capítulo 6 (vv.
12-13,19).
¿Qué dice Pablo acerca de dar muerte “a las obras de la carne”? En
primer lugar, el verbo que utiliza (gr.
“zanat”) significa matar a alguien o entregarlo para que sea
muerto. Puesto que Pablo se refiere aquí al
cuerpo (gr. “soma”) y no a la carne (gr. “sarx”), algunos usaron el
pasaje como base para un dualismo en
el que el espíritu es bueno, mientras que el cuerpo es malo y hay
que mortificarlo. Pero Pablo no está
hablando aquí de la mortificación de nuestros cuerpos en el sentido
de golpes, azotes o cilicios. Pablo
dice de todos estos duros castigos corporales que “tales cosas
tienen a la verdad cierta reputación de
sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del
cuerpo; pero no tienen valor alguno contra
los apetitos de la carne” (Col. 2:23). Podemos azotar y castigar
nuestro cuerpo, y los deseos y
concupiscencias que lo invaden seguirán ahí imperturbables y
recalcitrantes. El cuerpo es sólo el vehículo
por medio del cual actúa la carne. Pablo no está hablando aquí ni
de masoquismo (obtener placer
mediante el maltrato físico y el dolor de uno mismo) ni de
ascetismo (la negación de nuestros deseos y
apetitos naturales), sino de reconocer cuando nuestros deseos son
fruto del mal que hay en nosotros y
repudiarlos de forma decidida y radical. Nuestro cuerpo ahora
pertenece al Señor, no a nosotros, por lo
que no podemos usarlo para lo que queramos, ni podemos estar a su
servicio (1 Co. 6:13,19-20).
Jesús retó a todo aquel que quisiese ser su discípulo: “niéguese a
sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mr.
8:34). Debemos por tanto negar nuestro YO carnal, negarle sus
deseos, y tomar una cruz como Simón de
Cirene para ir al Calvario y crucificar allí nuestra naturaleza
carnal con sus obras. Esta es la crucifixión a la
que Pablo se refiere cuando dice que “los que son de Cristo han
crucificado la carne con sus pasiones y
deseos” (Gá. 5:24). No se trata pues de mejorar nuestra carne, que
es incorregible, sino de darle muerte.
En segundo lugar, notemos que esto es algo que nosotros tenemos que
hacer (cp. “tome su cruz”). Somos
nosotros quienes debemos tomar la iniciativa. Debemos repudiar
totalmente todo lo que sabemos que
27 “moriréis” (gr. “méllete apoznskein”) no tiene el significado de
un futuro simple, sino que da la idea de algo inevitable e
inminente (indicado por el uso del verbo “mell”): “habréis de
morir”.
EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU DE DIOS (8:1-17)
161
es pecaminoso y no proveer “para los deseos de la carne” (13:14).
Pablo nos exhorta: “Haced morir, pues,
lo terrenal en vosotros” (Col. 3:5). Si somos guiados por el
Espíritu, debemos ser conscientes de este
problema en nosotros y dar muerte a nuestros deseos ilícitos. Esto
se logra apartando la vista, el oído y
aun la mente de todo aquello que da combustible y prende nuestras
pasiones y deseos. Se logra teniendo
comunión con Dios en la oración (1 P. 4:7) y meditando en su
Palabra (Sal. 119:11). Pero no pensemos
que en esta lucha los deseos de nuestra carne son víctimas
indefensas a las que hemos de masacrar
cobardemente. En realidad, ellos son enemigos de nuestra alma y
batallan contra nosotros (1 P. 2:11). La
orden aquí es por tanto a resistirles, plantarles batalla, y
finalmente darles muerte. El teólogo escocés
David Brown dejó escrito: “Si no matas al pecado, el pecado te
matará a ti” 28.
En tercer lugar, esta muerte del cuerpo no es un estado, como
cuando vimos que estábamos muertos al
pecado, sino un proceso continuo y diario29: “tome su cruz cada
día” (Lc. 9:23). Esto desmiente la idea de
que los creyentes, tras nuestra conversión y en un momento de
crisis, somos hechos perfectos de una
vez y de inmediato., o que podamos ser perfectos con sólo
proponérnoslo y adoptar una decisión
trascendental. No hay atajos en el camino hacia la santidad, todo
el proceso es largo (requiere una vida
entera, y aun así no seremos perfectos hasta que seamos
transformados en su Segunda Venida) y
requiere de constancia y perseverancia.
En cuarto lugar, ahora sabemos que seremos victoriosos en nuestra
propia negación y muerte puesto que
lo hacemos “por el Espíritu”, no en el poder de nuestras propias
fuerzas. Este es por tanto un nuevo
ministerio del Espíritu, que nos capacita para dar muerte a
nuestros malos deseos y concupiscencias. Para
ello, no debemos pensar en las cosas de la carne, sino en las del
Espíritu (8:5). Cuanto más llenemos
nuestra mente de asuntos espirituales y menos pensemos en nuestros
bajos deseos e instintos, tanto
más fácil será darle muerte a nuestra naturaleza pecaminosa y
evitar presentar nuestros miembros como
instrumentos para el pecado. Jesús dijo: “Niéguese a sí mismo, y
tome su cruz”. Bonhoeffer escribió que
si primero nos negamos a nosotros mismos, después nos resultará más
fácil darnos muerte en la cruz30.
¿Pero acaso no pensamos que esto es sumamente difícil en la
práctica? Sí lo es, si lo hacemos únicamente
en el poder de la carne; pero vivir en el Espíritu es básicamente
someter nuestra voluntad a la de Dios,
quien de esta manera “produce así el querer como el hacer, por su
buena voluntad” (Fil. 2:13). Es Dios
quien por su Espíritu nos suministra el poder necesario para matar
nuestros pecados de forma continua
y gradual, en un proceso que nunca termina en esta vida. Por tanto,
debemos evitar satisfacer los deseos
de nuestra carne, sino buscar ser llenos del Espíritu Santo (Ef.
5:18).
¿Vemos aquí quizás una paradoja? Somos nosotros quienes hemos de
dar muerte a las obras de la carne,
pero es Dios quien, una vez rendida nuestra voluntad, produce en
nosotros el querer y el hacer. ¿Cómo
resolverla? Podemos afirmar que ambas verdades se enseñan en la
Biblia y que, si bien Dios nos pide
someter nuestra voluntad, no la anula, sino que la alinea a la
suya, para que como hijos deseemos hacer
exactamente aquello que a nuestro Padre le agrada. Por tanto,
aunque Dios produzca en nosotros el
querer y el hacer, esto no nos excusa para ser pasivos en nuestro
camino hacia la santidad.
En quinto lugar, la consecuencia de dar muerte a las obras de la
carne es vida: “viviréis”. Pablo ya había
dicho que “el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del
Espíritu es vida y paz” (8:6). ¿A qué
tipo de vida se está refiriendo aquí el apóstol? La mayoría de los
comentaristas descarta que se refiera a
la vida eterna, pues esta es un don gratuito de Dios (6:23) y no
depende de nuestra constancia y éxito en
28 Citado por John MacArthur, p. 471. 29 El verbo para dar muerte
está en tiempo presente en el griego. 30 Dietrich Bonhoeffer, El
seguimiento.
ESTUDIO DE LA EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
162
dar muerte a las obras de la carne. Por tanto, Pablo se estaría
refiriendo a la vida de los hijos de Dios, que
son guiados por el Espíritu en esta vida de camino a la casa del
Padre, y que es el tema de los versículos
siguientes (8:14ss). Así, Pablo estaría diciendo que esta vida
nueva y abundante, de poder en el Espíritu,
sólo se puede disfrutar plenamente si tomamos nuestra cruz para dar
muerte a las obras de la carne.
Sin embargo, sí es posible entender que Pablo esté hablando aquí de
la vida eterna. De hecho, si
entendemos “moriréis” como una referencia a la condenación eterna o
muerte segunda, el paralelismo
en este versículo exige que “viviréis”, como oposición a aquella
muerte, se refiera a la vida eterna que
Dios nos da. ¿Pero entonces la vida eterna puede ser una
consecuencia de que demos muerte a las obras
de la carne? En realidad no. Pablo llama en este versículo a
examinarnos; y de ese examen podemos
extraer dos resultados: o estamos en la carne o en el Espíritu. Y
lo sabremos por nuestra relación con la
carne. Si vivimos en ella, entonces no hemos nacido de nuevo y
sufriremos la muerte eterna, pero si
estamos verdaderamente en el Espíritu, entonces estaremos dando
muerte a la carne y sabremos que
hemos nacido de nuevo, que tenemos vida eterna. Esta es la misma
idea que está detrás de otra
advertencia similar de Pablo (Gá. 6:7s).
Esto nos lleva al sexto y último punto: es imposible dar muerte a
las obras de la carne si no estamos en el
Espíritu y por tanto en Cristo: “Los que son de Cristo, han
crucificado la carne…” (Gá. 5:24). Primero hay
que estar en Cristo, y segundo dar muerte a nuestra naturaleza
pecaminosa. Y si estos son los frutos que
damos en nuestra vida, entonces sabremos que tenemos vida eterna,
pero no por nuestra labor en dar
muerte a la carne, sino porque somos de Cristo. Por muy penosa y
fatigosa que sea esta tarea, la
perspectiva de plenitud de vida que ofrece es tan gloriosa que bien
vale la pena el sacrificio. Este es el
sentido de lo que el Señor decía cuando hablaba de mutilarse
(figuradamente) el cuerpo (Mt. 5:27-30).
Conclusión El contraste entre lo que el mundo llama vida y lo que
la Biblia llama muerte es evidente en los capítulos
6 y 8 de Romanos. Mientras en el capítulo 6 Pablo decía que sólo si
hemos muerto con Cristo tendremos
acceso a la nueva vida de resurrección que emana del Hijo de Dios
resucitado, en el capítulo 8 enseña
que s&