El gato garabato y otros cuentos

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Ivette Vian Altarriba. Ilustrado por Richard León Leonice. Cuentos para niños. Literatura infantil. Narrativa infantil. Fundación Editorial el perro y la rana.

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El gato Garabatoy otros cuentos

Ivette Vian Altarriba

Ilustrado por Richard León Leonice

© |vette Vian Altarriba© De la ilustración: Richard León leonice© Fundación Editorial el perro y la rana, 2011Correos eleCtróniCos

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Diseño de colección: Mónica Piscitelli

Ilustración: © Richard León Leonice

Edición: Katherine castrilloCorrección: Yesenia GalindoDiagramación: Mónica Piscitelli

hecho el depósito de leydepósito legal: lfi4022016800927isbn: 978-980-14-3256-2

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Presentación Hay un universo maravilloso donde reinan el imaginario, la luz, el brillo de la

sorpresa y la sonrisa espléndida. Todos venimos de ese territorio sin límites. En él la leche es una tinta encantada que nos pinta bigotes como nubes

líquidas; allí estuvimos seguros de que la luna es el planeta de los ratones que juegan a comerse montañas, descubrimos que una mancha en el mantel de pronto se convertía en corcel y que esconder los vegetales de las comidas raras de mamá, detrás de cualquier

armario, era la batalla más riesgosa y llena de peligros. Esta colección mira en los ojos del niño el brinco de la palabra, atrapa la imagen

del sueño para hacer de ella caramelos, nos invita a viajar livianos de carga en busca de los caminos que no avanzan a la realidad, sino que nos acercan a líneas

mágicas, al sur de nuestro ser.

La serie Verde detiene el brillo de sus textos en los más pequeños, se enfoca de lleno en esa etapa de reconocimiento, donde nacen las ideas con espontánea ternura,

esa edad que va desde el nacimiento hasta los 6 años. La serie Amarilla regala su intensidad a los que empiezan a crearse sus propias experiencias, a los que preguntan y dudan de las respuestas, brinda el canto de la

palabra creativa a ese salto entre los 7 y 11 años. Y la serie Naranja apunta a quienes se acercan al umbral de salida para de un

momento a otro declararse grandes, a los jóvenes de 12 años en adelante que navegan en mares revueltos y que necesitan la literatura para seguir volando.

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El gato Garabato

¿A quién se le ocurrió que en este pueblo estaba el ratón más gordo del mundo?… ¿De quién fue la broma o la mentira?… ¡Nadie lo sabe!

La cosa es que dicen que el gato vivía sin preocupaciones en los tejados de un central de por aquí cerca. El gato del que hablamos es uno barcino él, que se las da de guapo.

Bueno, pues fue la Patía, una jutía que a cada rato se escapa de las lomas y viene a verlo, la que le dijo:

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—Garabato, compadre, ¿no sabe que a unas leguas de aquí hay un pueblo que tiene una fortaleza en una loma de 400 escalones? ¡Ah, pues que allí vive Guarapo, el ratón más gordo del mundo, con un ejército de murciélagos fumadores!

Contó la Patía que se lo había dicho, al pasar, la cotorra de la vecina, que a su vez se había enterado del chisme por las rabiches que duermen en el palmar… pero, la jutía se quedó hablando sola, porque Garabato había salido corriendo: ¡en su mente solo veía al ratón Guarapo en salsa de cebollas y tomates!

Y fue en busca de Venenito, el perro casi bobo del central. De paso, le pidió prestado a Pepito su traje plástico de vikingo. Y montado sobre Venenito, se dispuso a conquistar la loma de los 400 escalones, la fortaleza del pueblo, luchar contra los murciélagos fumadores y comerse al ratón Guarapo.

Así fue como llegó a este pueblo el gato más loco que ustedes pudieran ver. Era domingo. El parque principal estaba lleno de gente vestida con ropa de salir, cuando de pronto, se oyó un grito que estremeció a todos:

—¡MIAAAUUUUUUUUUUUU…! —e hizo su entrada triunfal Garabato, con la espada en alto, cabalgando en el pobre Venenito, que no podía con su alma.

El público se moría de risa, pero Garabato se creía rey, y paseaba, saludando como un torero o como lo que es, un gato loco. Le dio la vuelta al parque ochenta veces… ¿se imaginan qué cosa esa?

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Bueno, es verdad que en nuestro pueblo hay una loma con 400 escalones y que tiene una fortaleza en lo alto, pero de ese tal Guarapo, nunca jamás nadie ha oído hablar.

—¡Que sí, que es un ratón así de gordo! ¡Y yo lo atraparé! —gritaba el gato barcino.

Y llegó el día tan esperado. Al frente, Garabato con su casco de alas vikingas, muy derecho encima de Venenito. Y les seguía, con platillos y tambores, una banda de niñas batuteras. Marchaban por las calles; las puertas de todas las casas se abrían y la gente salía a mirar… ¡Y cómo se reían los vecinos de este pueblo!

Cuando atravesaban el parque infantil, tuvieron que parar y esperar, porque Venenito se encaprichó en tirarse por una canal. Después que cayó como un saco de huesos en la arena y se aplastó el hocico, la banda pudo seguir su marcha.

Al rato, ya divisaban el pinar de la loma, la gran escalinata y las torres de la fortaleza. Pero, en eso… surgiendo entre las rejas de un jardín de ramboyanes, apareció una gata negra de ojos verdes. Era brillante y bella; además, por su contoneo, parecía una bailarina árabe.

Garabato y la gata, que se llamaba Scherezada, enseguida se miraron fijamente, haciéndose guiños también. Entonces, el barcino, envainando su espada y enderezándose el casco, bajó del lomo de Venenito y caminó muy despacio hacia ella… cara a cara, hocico a hocico runrunearon secretos y, cogidos de las colas, la pareja se perdió más allá de las rejas.

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Venenito y los niños estaban paralizados de asombro. Platillos y tambores habían quedado silenciosos, quietas las batutas de las niñas batuteras. Hasta que un viejo gordo exclamó con una carcajada:

—¡Caballeros, qué grande es el amor!Así, el estallido de la música rompió el alelamiento y de nuevo siguieron por todo

el pueblo, esta vez festejando las bodas de Garabato con Scherezada.

Pasó el tiempo y el jardín de framboyanes se llenó de gaticos: unos barcinos y guapos, otros negros y bailarines. A Venenito, el perro casi bobo, amarillo y flaco, lo convirtieron en la mascota del parque infantil, pero…

¿Era verdad o mentira?… ¿Vivirá el ratón Guarapo en la loma de los 400 escalones?… ¡¿Volverá otro gato a buscarlo?!… ¡Nadie lo sabe!

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Juaniro malcriado

Ya sé que los niños deben ser obedientes y portarse bien, pero Juaniro no hacía nada de eso. Juaniro era un niño malcriado.

Tenía un papá, una mamá, una abuela y todos vivían en una casa nueva. El papá tenía un auto azul, la mamá un tocadiscos y la abuela una máquina de coser. Y Juaniro tenía una bicicleta de carreras y también una gallina enana, la pinea llamada doña Tecla.

Donde quiera que iba Juaniro, atrás iba doña Tecla.Si la familia iba al cine, había que meter a la gallina en una cartera;

cuando iban a la playa, la llevaban en un bolso de plástico. Y si Juaniro estaba en la escuela, doña Tecla cacareaba en la puerta hasta que la dejaban entrar. Así, todo era un lío con aquella gallina enana.

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Bueno, pero yo les decía que Juaniro era un niño malcriado. Todos los días, a la hora de la comida, cogía la cuchara y se ponía a darle vueltas a la sopa y a decir:

—¡Esta sopa sabe a sombrero! ¡No la quiero!Al otro día, decía:—¡Esta sopa sabe a pelota! ¡Bótala!Y otro día, gritaba:—¡Esta sopa sabe a plomo! ¡No me la tomo!Hasta que una vez, cuando Juaniro dijo: “¡Esta sopa sabe a ciclón!”, el papá lo

mandó de castigo a la cama sin ver la televisión.Entonces, el niño, de tonto, pensó: “Me voy para un lugar donde no haya sopa…

¡me voy para la luna!”.Y salió por la ventana, buscó lo que se necesita para subir al cielo, una

escalera grande y otra chiquita, y cuando las encontró suuuuubió, subióoooooo, subiÓOOOOOO… ¡hasta la Luna!

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Allí Juaniro se puso a saltar por los cráteres, a esconderse en las manchas y a correr por toda la cara triste de la Luna. Así lo vieron el papá, la mamá y la abuela, que lo habían buscado por toda la casa, hasta que salieron al patio y escucharon su voz desde muy lejos:

—¡Mírenlo allá arriba!—¡Ay, mi hijo está en la Luna!—¡Este Juaniro malcriado!Y el papá no lo pensó más. Llamó por teléfono a su amigo Tamayo, el

cosmonauta, y le dijo:—Oye, Tamayo, tengo un gran problema, necesito tu ayuda.—¿De qué se trata, compadre? —contestó el cosmonauta.—Pues, de que vengas pronto con tu cohete plateado… ¡Es un asunto

urgente!

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No habían pasado diez minutos, cuando ya la brillante nave manejada por Tamayo estaba aterrizando en el patio y enseguida se montó la familia, hasta la propia abuela. De modo que todos salieron volando…

¡BROOOOOOOOOOOOOOOOOOMMMMM!… derechito a la Luna.A Juaniro se lo encontraron a punto de llorar, del hambre que tenía. Ah, pero

hubo que hacer dos viajes, porque doña Tecla, como siempre, se había ido detrás de Juaniro y, la muy andariega, en esos momentos estaba paseándose por una estrella. Hasta allá fueron a buscarla y a la pobre se le habían congelado las plumas, el pico le temblaba y a cada rato estornudaba. Entonces la abuela tuvo que darle fricciones de mentol chino, cocimiento de manzanilla y una pastilla de aspirina.

Desde aquel día, sin explicar por qué, cuando llega la hora de la comida, Juaniro coge su cuchara y dice:

—¡Esta sopa sabe a luna lunera cascabelera! —y se toma hasta la última gota de la caldera.

Mientras tanto, doña Tecla canta cacareando.

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CundengueEn el país de los muñecos

Los árboles eran de cartón con hojas de papel crepé, las frutas de bombón y las flores de algodón. Por las ramas corrían ardillas de peluche, que sonaban:

—¡PUCHE! ¡NUCHE! —haciéndole muecas a una lagartija de plástico, que contestaba enojada:

—¡NOJA! ¡JAJA…!¡TIN PUEQUE LIN PUN! ¡KIN KIN!, cantaban cien muñecas, dando vueltas y

tirando besos en una ronda-ronda de pan y canela.Por allá jugaban tres cerditos a pellizcarse los rabitos: ¡DITO! ¡BITO!…

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Por acá saltaban un gato, un sapo, un pato, todos rellenos de aserrín y luego en los columpios se mecían: ¡ASERRÍN! ¡ASERRÁN!…

¡KE PATE MUSÍ! ¡KE PATE MUSÁ!, bailaban los payasos con los soldados de cuerda, los títeres con las marionetas. Mientras, la tortuga de ruedas iba saludando: ¡BON DI! ¡BON NA!… despacito rodaba la tortuguita… ¡BON DI! ¡BON NA!…

Así era el país donde vivían felices todos los muñecos del mundo. Sin embargo, había uno que no era completamente feliz: Cundengue, un conejo de lana con ojos de botones rojos.

Aquel día estaba en la playa, con su mirada abotonada perdida en el mar, cuando llegó Paloma de Cristal y se posó a su lado, preguntándole:

—¡PLIN TIN!, ¿estás triste?—¡CAS-CAS! —suspiró el conejo.—Dime por qué… ¡PLIN TIN!—¿Acaso has oído hablar de los niños? ¡CAS-CAS!—Dicen que son buenos… ¡PLIN TIN!—Pues, es que yo quiero conocerlos… ¡CAS-CAS!Y los dos amigos lloraron un poco con las muñe-lágrimas, que son como gotas de

miel. Hasta que a Cundengue se le ocurrió la genial idea del birlibirloque:—¡Vamos a hacer una barca con velas de papagayos!… ¡CAS-CAS!

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En el país de los niños

Aquel país era una isla rodeada de agua por todas partes, como todas las islas. Pero esta tenía un malecón, adonde los hombres iban a pescar y las mujeres a llevar a los bebés que querían ver el mar. Los abuelos usaban bastones y sombreros para estar bien elegantes; iban con sus nietos a tomar granizados de menta y de fresa, a comer cucuruchos, torticas, paniqueques, pirulíes, mantecados, merenguitos…

Una tarde de domingo, los niños vieron una cosa que subía y bajaba encima de las olas y enseguida formaron un tumulto:

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—¡Miren aquello por allá lejos…!—¡Viene para acá!—¡Es un pájaro nadador!—¡No, es un pez volador!—¿Será una ballenita?…Pero cuando se acercó bastante al malecón, pudieron ver que era una barca con

velas de papagayos y que traía montado a un muñeco.—¡Es un chivo! ¡Veo sus cuernos! —dijo un niño con lentes.—¡No son cuernos, son las orejas de un burro! —exclamó una gorda con

uniforme de primaria.—¿Y si fuera un unicornio? —preguntó, muy pensativa, la hija del dulcero.

Sin embargo, cuando estuvo bien cerca, descubrieron a un conejo de lana con ojos de botones rojos, que se reía como si fuera un verdadero capitán.

Y los niños corrieron a salvar la barca para que no se estrellara contra las rocas. Le tiraron una soga y la fueron halando hasta un lugar seguro. Los abuelos pusieron sus bastones como puente y por ahí el conejo pasó hasta donde lo recibieron, rodeándolo como a una maravilla. Mientras, Paloma de Cristal volaba alrededor, sonando: ¡PLIN TIN!

—¡CAS-CAS!, yo soy Cundengue… ¿y ustedes?—¿Nosotros?… ¡somos los niños!—¡Bravo! ¡Al fin los encontré! ¡CAS-CAS!

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Así comenzó otra vez el cuento, así pasó el tiempo. El conejo llegó a ser amadísimo por los habitantes de aquella isla. Y como todos los niños querían tenerlo en sus casas (y eran demasiados niños), él estuvo de acuerdo en vivir un día con cada uno.

Los muñecos del tipo de Cundengue, es decir, los rellenos de trapo, se alimentan con trocitos de tela. De modo que las costureras le mandaban los más sabrosos retazos. A él le gustaban de cualquier color, aunque prefería los de sedas floreadas y detestaba las telas listadas. Y las costureras siempre complacían a Cundengue.

—Y Paloma de Cristal, ¿con qué se alimentaba?—A ella le bastaba el rocío de la mañana.

Y como les iba diciendo, así el conejo vivía feliz. Mas no crean que era un vago, él trabajaba como barquero, porque las barcas con velas de papagayos son las únicas en el mundo que pueden viajar hacia países fantásticos. Por eso, todas las tardes Cundengue iba hasta el malecón y allí, junto a su barca, se sentaba a esperar. Los niños llegaban y después de leer una lista infinita, escogían su lugar soñado:

—¡Yo quiero ir al pueblo de las Camas Caminantes!—¡Llévame al reino de los Malabaristas Transparentes!—¡Yo prefiero el valle de los Caballos Azules!—¡Me gustaría ir a la tierra de los Disfraces Vivos!—¡Voy al País de los Inventores!…Así, la barca se perdía en el mar, y pasado un tiempo que no se puede

sumar ni restar, aparecía por el mismo lugar, con el niño viajero y Cundengue. Mientras, posada en las velas de papagayos, va Paloma de Cristal: ¡PLIN TIN!…

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Una cotorra para Carolaa Lianet Fleites, porque jugábamos juntas

—¡Ay, yo quisiera tener una cotorra que hable! —decía Carola.Siempre estaba aburriendo a la gente con esa letanía. Pero, en ninguna tienda

vendían cotorras; además, dicen que quedan pocas y esas se esconden en el monte alto, huyéndoles a los cazadores. Así que Carola no tenía más remedio que recortar fotografías de cotorras de las revistas en colores y pegarlas en cuadernos. También, cuando veía una película donde aparecía una cotorra, enseguida se alborotaba, exclamando muchas veces:

—¡Ay, yo quisiera conseguir una como esa!—¡Ay, si algún día tuviera una cotorra…! ¡Ay!

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Carola vivía en el campo, de modo que cuando salía a pasear se ponía un sombrero de yarey. Una vez, andaba caminando sin rumbo, nada más que para coger fresco y hacer puchas de flores silvestres. Ese día ni se acordaba de la dichosa cotorra. Iba de lo más contenta. De pronto, se paró y sacó sus espejuelos para ver de lejos, porque parecía que había unas pequeñas cosas blancas, sí, allí, dentro de un tronco hueco…

“¿Qué será eso?”, pensó Carola. Y como ella era la persona más curiosa del caserío aquel, rápidamente se acercó a mirar:

—¡Ah, nada más que son cinco huevos! ¡Pensé que era otra cosa! —dijo, algo desilusionada.

Carola no era muy alocada, no, pero le entretenía hablar sola. Entonces, siguió:—¿Quién los habrá dejado aquí? —y se puso a llamar a los que pudieran ser

madres o padres de aquellos huevos:

—¡Tomeguín! ¡Azulejo!… ¡Tiiiii, ti, ti, ti, tiiiii!… ¡Sinsonte! ¡Cabrerito! ¡Negrito!… ¡Pío, pío, pío, piiiii!…

Así estuvo un buen rato, piando y registrando las ramas de la arboleda, gri-tando todos los nombres de pájaros que se sabía. Hasta que se dio por vencida.

—Bueno, parece que no tienen dueño. Y da lástima dejarlos, puede caer un aguacero y hasta una granizada… ¡Voy a tener que llevármelos! —dijo Carola y echó los cinco huevos en su sombrero de yarey.

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Cuando llegó a la casa, primero pensó en freírlos, pero le pareció una idea cruel. Luego quiso pararlos en fila sobre una repisa, como un adorno moderno, mas, por mucho que intentó, siempre se iban de lado y rodaban. Hasta que se le ocurrió enterrarlos, igual que hacen los chinos, para que le creciera un árbol de huevos.

Al final, triunfó el amor de Carola por los colores: con pinceles y pomos de témpera, pintó un huevo azul, otro color violeta, uno amarillo, otro rojo…—¿Y el quinto huevo?—¡Ese lo dejó como era, blanco!Ella estaba muy entusiasmada con el resultado de su obra: los cinco juntos

parecían la cara de un payaso, un ramo de botones, un arco iris redondo. Y Carola no se cansaba de mirarlos. De manera que, para más comodidad, los colocó en el bolsillo de su falda, donde siempre que lo deseara podía contemplarlos.

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Todas las tardes, sacaba un balance al portal y se sentaba a ver a la gente pasar. Bonita costumbre, porque ella conocía a todo el mundo y era muy cariñosa. Por eso, se detenían a saludarla y a conversar.

Y el primero en llegar fue don Melitón, ese que tenía tres gatos y los hacía comer turrón en plato.

—¿Cómo anda, Carola?—¡Satisfecha de vivir, don Melitón!… ¿Y usted?—Pues, ando buscando un huevo amarillo para hacerle merengue a mis gatos…

¡ya no quieren comer turrón!Y Carola, tan complaciente, metió la mano en su bolsillo y se lo ofreció. Luego

llegó la abuela Sucucú, vestida con uno de los mamelucos que ella cosía con pedacitos de tela. Era una vieja mirona y enseguida puso la vista en el bolsillo de Carola y, disimuladamente, le dijo:

—Mira qué casualidad, necesito un huevo rojo como ese para hacer una tortilla a la capuchina…

—Bueno, Sucucú, coja este mismo ¡y que le aproveche! —dijo Carola, tan servicial.Más tarde, apareció el compadre Caralampio, montando su motoneta vieja y

adornada con banderitas, rabos de cintas, calcomanías, focos, timbres…—¿Qué tal, comadre?—¡Aquí me ve, feliz como una niña! ¿Y usted, compadre?—¡Huy, con una tos que no me deja! ¡cof, cof, cof…! Dicen que se cura con gárgaras

de huevo color violeta, pero, ¿dónde voy a conseguirlo?… ¡cof, cof, cof…!—¡Aquí mismo, compadre! —y Carola lo sacó de su bolsillo, como si fuera una

maga.El sol iba cayendo, el cielo se llenaba de colores y Carola estaba gozando la hora

del día que más le gustaba. En ese momento, allá, bajando por la loma del cocal, vislumbró la figura bailarina de Paco Peco, un muchacho un poco loco, que la saludó con un chiflido y siguió con sus saltos y maromas.

Entonces, Carola sintió la inspiración de darle algo lindo y lo llamó:

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—¡Paco Peco, ven acá!… ¡Mira lo que te voy a regalar! —y le enseñó el huevo azul. Primero el muchacho se sorprendió, le dio pena…

—Pero, pac, pero, pec… ¡bueno, gracias! —y se fue despacio y tranquilo, acariciando la miniatura azul en la palma de su mano.

Ya era de noche y había salido una luna que iluminaba como un espejo. En el bolsillo de Carola solo quedaba el huevo blanco y ella pensó que al día siguiente lo pintaría de dorado. Entonces, se levantó para guardar el balance, pero, de pronto escuchó unos golpecitos: tun, tun, tun… y luego: cric, cric, ¡crac!… y algo que se movía en su falda…

—¿Se partió mi huevito? —habló sola Carola.Sacó sus espejuelos para ver de cerca y miró al fondo de su bolsillo: entre los

delicados pedazos del cascarón se asomaba una pequeña cabeza pelada, luego fue saliendo un cuello fino y rosado, después unas alas sin plumas y, al final, dos paticas que pataleaban.

—¡UNA COTORRA! —gritó Carola, casi llorando de alegría.Sí, estaba acabadita de nacer. Con ojos muy redondos y un pico grande, que abrió

enseguida para decir: ¡Ma… ma… mamá!

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En el zoológico hay un tren

Llegué al zoológico y monté en el tren. Viajaba yo sola, porque los animales todos estaban en sus casas, en esas jaulas, ya saben ustedes. Pero en eso, al pasar delante del oso, este gritó:

—¡PAREN AHÍ!… —y abriendo la puerta de hierro con una llave inteligente, caminó en dos patas y subió al tren, acomodó su barriga como un señor y, sin hacerme mucho caso, comenzó a fumar en una cachimba torcida.

El tren siguió, mas no pudo avanzar tanto, porque ahora apareció el pavo real, con su gran abanico y su corona. Y también subió, y se sentó junto a la ventanilla, para que la brisa peinara sus plumas.

¡PUUU! ¡PUUUUUUUUU!, pitaba la locomotora y corría, pero…—¿Adónde van? —preguntó la tortuga, al mismo tiempo que mascaba melón

con mala educación. Entonces, pidió ayuda, tiró una sonrisita y se encaramó.—¡Esto no puede ser! ¡Voy a enloquecer!… —protestaba el maquinista, mientras

se ponía la gorra al revés y la corbata en los pies.

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Y era que había montado el cuadrúpedo más grande, tan inmenso como el globo de Cantoya: el elefante, que enseguida apuntó su trompa contra el maquinista y le soltó un chorro de agua encima, empapándolo desde la gorra hasta los pies.

—JO, JO —rió el oso achacoso.—JEI, JEI, JEI —rió el pavo como un rey.—CHAP, CHAP —rió la tortuga con cara de lechuga.De pronto, por culpa de tanta risa, el burro y la cebra subieron al tren sin que

nadie se diera cuenta. Los dos aplaudieron al mismo tiempo y, después, cantaron la ópera Tipi-tipi-tín en inglés, en francés y en japonés.

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Seguíamos a toda velocidad bajo los árboles del zoológico, entre las piedras chinas pelonas, los lagos verdes y las veredas florecidas de amapolas, rosas y mariposas, claveles, clarines y tulipanes, romerillos, platanillos, lirios, brujitas y magnolias…

Hasta que… ¡UNO, DOS, TRES, MARCHEN!… avanzaba por la línea del tren una fila de pájaros que caminaban en vaivén como soldaditos de cuerda: una cotorra, una cacatúa, un águila, un tucán, un buitre, una lechuza, un faisán, un loro, una guinea, un gallo malayo, una gallina fina, un guacamayo, un guanajo, un periquito de Australia y… ¡UNO, DOS, TRES!… todos se montaron sin pedir permiso, volando con alboroto y comiendo caramelos.

¡PU PUUUUU! ¡CHAN CHAAAAAN!, pujaba la locomotora para continuar, pero no pudo, porque llegó el chimpancé y le dijo al maquinista:

—¡Bájate de ahí, que manejaré yo!

El pobre hombre aplastaba su gorra con los pies, se colgó la corbata de las orejas, gruñía y quiso protestar, pero de todas maneras aquel mono agarró las palancas y echó a andar, mientras gritaba por todo el zoológico:

—¡SUBAN TODOS! ¡EL TREN ES NUESTRO!

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La primera en subir, coqueta, indiscreta y vestidita fue su amiga, la mona Chita. Y después, ¡para qué contarles!, fueron montándose el avestruz, el hipopótamo y los leones, el lobo y el erizo, el camello, la jirafa, el ciervo y la culebra. También la iguana, la ardilla, el tigre, el búfalo y el cocodrilo, la zorra, la pantera, el gorila, el rinoceronte y, por último, los flamencos, que faltaban porque siempre llegan tarde a todas partes.

¡PUU Puuuu…! ¡CHAaaaan…!, el tren no podía más, ni yo tampoco, con la charla, el jaleo, la risa, la bulla, los aplausos, el bochinche, los cantos y la batahola de tantos animales que me apachurraban. Mas, de pronto… ¡PUF: DESPERTÉ!…

—¡Todo había sido un sueño! —exclamé con un bostezo.Entonces, el tren arrancó de verdad. El maquinista tenía bien puesta su gorra y

lucía una corbata de listas rojiverdes.Había gente tranquilamente sentada: la señora Secundina, el señor Pascual

Pifanio, don Teodorico, y los niños por todos lados, asomados a las ventanillas para ver los árboles del zoológico, entre las piedras chinas pelonas, los lagos verdes y las veredas florecidas de amapolas, rosas y mariposas, claveles, clarines y tulipanes, romerillos, platanillos, lirios, brujitas y magnolias…

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Desde Cuba

Cucurucho: helado, barquilla.Jutía: mamífero parecido a un ratón. Vive en nidos que hace en los árboles.Pucha: ramilletes de flores.Yarey: Palma con la que se tejen sombreros.Batahola: bulla, ruido grande.

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Índice

El gato Garabato 7

Juaniro malcriado 14

Cundengue 23

Una cotorra para Carola 33

En el zoológico hay un tren 43

Desde Cuba 50

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abril de 2016

Caracas - Venezuela