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EE.UU. en Bus Edgar costa

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Viajar por Estados Unidos de una forma distinta, llena de aventuras y de forma económica

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Salimos de la tumultuosa estación y vi a Atlanta encogerse en la distancia.

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Georgia on my mind son tres cosas: el título de una bella canción popularizada por Ray Charles, el himno de este estado y sobre todo, un hecho. Georgia siempre estará presente en mi mente. Pero yo no lo sabía todavía. Tan solo estaba esperando un autobús en la bulliciosa estación de Atlanta, la capital del estado.

Estaba sentado sobre mi mochila, recostado en una farola de la acera, contemplando el ir y venir de una gran ciudad. El sol ardía. Cantidades industriales de maletas eran arrastradas pesadamente por sus propietarios, al salir de un flujo constante de coches, taxis y autobuses. Bajo el calor abrasador tan solo el gélido tacto de la Coca-Cola que tenía entre mis manos me refrescaba. El chasquido de la lata liberó unas burbujas juguetonas que no impidieron beberme de un trago los 33 centilitros de este refresco que nació justo en esta ciudad. En 1886, un farmacéutico de Atlanta elaboró un tónico para paliar el dolor de cabeza. Antes de cambiar de siglo, este líquido espumoso se había extendido como una plaga por todo el país. Fue su contable quien le puso el nombre, aludiendo a dos de sus com-ponentes: las hojas de coca y las nueces de cola (responsables de la cafeína). También personalizó el producto con su caligrafía, que perdura hasta nuestros días. Es el producto más internacional del mundo y, según mucha gente, el más democrático: si bien pobres no beben vinos caros y ricos no consumen cerveza barata, todos se refrescan con Coca-Cola. Como yo, en ese caluroso mediodía en la capital de Georgia.

Salimos de la tumultuosa estación y vi a Atlanta encogerse en la distancia. Pronto estábamos transitando por carreteras secundarias invadidas por el verde de las praderas, los bosques de pinos y las granjas solitarias. Me adentraba en un estado cargado de historias de esclavitud. El autobús empezaba a dormirse, si no fuera por la mujer que se sentó justo detrás de mí. Dudo que callase durante las cuatro horas que duró el trayecto. Si no hablaba por el móvil con una voz dulce, rayando la sensualidad, mostraba su otra cara y nos deleitaba cantando a pleno pulmón un rap duro y estridente. Su gesticulación era tal, que en algún momento me propinó una dolorosa colleja. Se disculpó, y al girarme para dedicarle la típica sonrisa de “tranquila, no pasa nada pero deja ya de...”, vi aquellos dos metros de mujer afroamericana embutidos en un vestido rojo. Tenía unos ojos negros encerrados en unas enormes pestañas pos-tizas. Hablaba por un móvil mientras sostenía otro en la mano. Me sonrió y me ofreció un veloz parpadeo de pestañas como alas

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ens de colibrí. Sus conversaciones tenían dos tonos bien distintos.

Uno dulce y meloso, y el otro, marcadamente grave, cargado de improperios y risotadas. Me di cuenta de que la voz dulce atendía a llamadas de clientes, mientras la grave charlaba permanentemente con alguna amiga o amigo, al cual le iba contando cómo se desenvol-vía su negocio. Al fin lo entendí. Esa enorme mujer era la madame de un burdel online. Ella cubría todo el estado de Georgia, según escuché después. No hace falta entrar en detalles sobre los tipos de placeres sexuales que tanto hombres como mujeres solicitaban a mi compañera de autobús, pero sí debo remarcar que estuve de lo más entretenido durante el viaje hasta el punto de que, sin darme cuenta, había llegado a mi destino, Athens.

lA AtenAs de AméricA

¿Y qué hacía yo en esta pequeña ciudad del norte de Georgia? De estas tierras sentía una especial curiosidad por absorber su pasado colonial, de plantaciones de algodón y esclavitud. Mezclarme en los paisajes de robles con el musgo colgante como barbas: los escena-rios de Lo que el viento se llevó, una historia que retrata el declive del modelo económico de plantaciones en Georgia tras la Guerra de Secesión. Durante mi descenso al sur, mucha gente me recomendó la visita a esta ciudad, cuna de la Universidad de Georgia. Una ciudad joven que durante los ochenta vio cómo su animada vida nocturna de bares humeantes dio lugar a bandas emblemáticas como The B-52’s o R.E.M.

Athens no me decepcionó en ningún momento. Se trata de una excelente parada técnica, alejada de urbes multitudinarias. El auto-bús paró en la minúscula estación ubicada en el mismo centro de la ciudad. Un par de anchas avenidas donde se cruzan calles de edificios de una o dos plantas, rodeadas del campus de la universidad. Bares musicales, hamburgueserías que son todo un viaje en el tiempo, concretamente a los cincuenta; los eternos Jukebox, máquinas expendedoras de Coca-Cola de todas las épocas; más de un Cadillac circulando, bares modernos ubicados en sótanos, galerías de arte, pizzerías. Todo lo necesario para albergar a más de 30.000 univer-sitarios hambrientos y sedientos... no siempre de conocimiento.

Paseando, me fui alejando poco a poco del centro. Los comercios habían desaparecido. La cuadrícula de calles pasó a ser un intrincado sistema de nudos e hileras de callejuelas y casas de una planta con jardín, casita del perro, buzón americano empalado, todoterreno aparcado en el garaje, la bandera omnipresente, el césped inmacu-lado recién cortado y los pajaritos cantando alegremente. Todo muy bonito, pero ni un alma en la calle.

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En 1886, un farmacéutico de Atlanta inventó un tónico para el dolor de cabeza. Antes de cambiar

de siglo, se bebía Coca-Cola por todo el país.

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De pronto, las idílicas casas desaparecieron. En su lugar, enormes mansiones con letras griegas anunciaban las fraternidades. Esas famosas residencias estudiantiles, donde tantas películas americanas nos muestran fiestas de togas que acaban en bacanales. La elegancia de esas mansiones contrastaba con toques de la locura estudiantil, como una enorme muñeca hinchable, vestida como la mujer del autobús, dando la bienvenida a los visitantes. Seguía sorprendido por la soledad de aquellas calles. No había ni rastro de estudiantes por la zona. De vez en cuando, algún descapotable cargado de gente zumbaba por la carretera.

Un hombre barnizado en sudor corría por las calles con un par de pesas en las manos. Tenía la típica curva de la felicidad en lucha perpetua con la camiseta. Se paró a respirar un poco ante mí y de paso, me preguntó si andaba perdido. Me explicó que en ese momento los estudiantes estaban terminando sus vacaciones y por eso la ciudad se veía bastante desierta. Aunque tuve suerte y me encontré de repente en medio de uno de los tradicionales rituales de iniciación y aceptación de novatos a las fraternidades, en este

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Enormes mansiones con letras griegas anunciaban las fraternidades.

En la foto, las chicas ante su hermandad.

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caso una fraternidad para chicas, que, al verme con la cámara, se molestaron y empezaron a perseguirme. Unas cincuenta chicas en biquini corriendo detrás de mí, y yo sin saber muy bien qué hacer hasta que la supuesta líder de un grito las hizo regresar. ¡Uf!

UnA tArde idílicA

Athens ofrece varias posibilidades de hospedaje. Desde Bed & Breakfast, casas de huéspedes, algún hotel hasta residencias de estu-diantes. En este último caso, gratis. Tan solo hay que presentarse allí y pedir a algún estudiante que te deje dormir en su sofá. Hay auténticas estancias majestuosas, como alguna mansión colonial de las antiguas plantaciones. Tuve la suerte, otra vez, de gozar de la hospitalidad americana. Una de las personas que conocí durante mi viaje no dudó en llamar a un primo suyo que vivía en esta ciudad, Matt. Vivía con su pareja en la que fue una antigua casa de esclavos. Tenían unos 24 años. Ella estaba embarazada y llevaban casados desde los 19. Ambos trabajaban en la universidad. Su casa, antes habitada por unas diez personas, era espaciosa, de techos altos, rodeada de árboles. Un entorno idílico. Eran originarios de Laffa-yette, en Louisiana. Así que para la cena (¡nada menos que a las seis de la tarde!), me hicieron un avance de lo que me encontraría en mi visita a esas tierras, la sabrosa comida cajún.

Ellos no ejemplificaban en absoluto el modo de vida de la mayoría de jóvenes de Athens. Tenían una vida relajada, hogareña y aborrecían el desenfreno de las fiestas. Por la tarde me enseñaron los alrededores de la ciudad y fuimos a una pequeña granja cercana. Carreteras de curvas. Subidas y bajadas cruzando praderas donde campaban los caballos. En esa granja se cultivaban varios árboles frutales. Según la temporada, ofrecían a granel la fruta del momento. Ahora los arándanos (blueberries) estaban en su punto dulce.

El matrimonio que llevaba la granja, una pareja de jubilados encantadores, se mostraron muy contentos de recibir a un extran-jero e incluso me invitaron a probar una de las típicas tartas de arándanos caseras. Nos dieron un cesto para que nosotros mismos recogiéramos la fruta que deseáramos. Era como estar en la “Casa de la Pradera”, paseando alegremente por ese hermoso jardín repleto de árboles que desprendían mil aromas distintos. Las mariposas, algunas gigantes, revoloteaban curiosas a mi alrededor mientras escuchaba las risas inocentes de niños que también recogían fruta junto a sus padres.

Durante la noche pude comprobar algo curioso. Era domingo, y Athens se encuentra en el llamado “Bible Belt” o Cinturón de la Biblia. Aunque no tiene una ubicación muy clara, este cinturón denomina la

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zona de los estados del sureste donde predomina la vida religiosa fun-damentalista. Hay muchos pueblos en los que todavía sigue vigente la Ley Seca y es frecuente ver a gente paseando Biblia en mano.

flores y más flores

Algo en mi viaje estaba cambiando, según me adentraba en el sur y quedaban atrás las megaurbes del noreste. Me subí de nuevo al auto-bús en un largo trayecto cruzando el estado de Georgia, siempre por carreteras secundarias. Dormía con la cabeza reposada en el cristal de la ventana o conversaba con los pasajeros que se iban sentando a mi lado mientras pasábamos por Augusta, Columbia, Orangeburg, Charleston y, al fin, mi ansiada Savannah.

¿Y qué es Savannah? Algunos dicen que es una de las ciudades más bonitas y encantadoras del país, junto a la próxima Charleston, en Carolina del Sur. Su historia ya es curiosa desde un principio, y el espíritu de la ciudad tiene algo de loco genial. Es un desorden ordenado de gente simpática y flores.

Savannah fue fundada por un general británico llamado James Edward Oglethorpe. Este nombre aparece por todas partes en el

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Exuberante vegetación de Savannah, cuyos habitantes se desviven por su cuidado.

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estado de Georgia. Desembarcó en Charleston, y de allí copió el modelo económico basado en las plantaciones de las Carolinas, aplicándolo a su sueño: una ciudad próspera y bonita, donde sus habitantes tuvieran una buena calidad de vida. Ideó una estructura de calles cuadriculadas, con multitud de encrucijadas, manzanas enteras, destinadas a albergar jardines públicos.

De allí viene la pasión de los habitantes por la flora. Lo pude comprobar cuando, tras sudar varios litros, llegué empapado a una preciosa casa de madera. Anteriormente había contactado con un hombre mayor, jubilado, que hospedaba a viajeros en su casa. Me pareció muy interesante poder conocer a un entrañable matrimonio de ancianos americanos. Llamé a la puerta. Me recibió George con una agradable sonrisa y me presentó a sus “compañeros de piso”.

Era una casa compartida por tres jubilados que rebosaban más juventud que muchos pisos de estudiantes.

Era botánico retirado, pero seguía ejerciendo su profesión como voluntario, con un ejército de colegas, cuidando varios jardines de la ciudad. Tenían un huerto en el patio trasero donde cultivaban la mayor parte de su dieta. Pertenecían a la generación de Vietnam. Habían vivido en comunas hippies de todo el país, incluso habían fundado alguna en Virginia, siguiendo el espíritu New Age que invadió California durante su juventud. Pero ya estaban cansados y preferían terminar sus días en la plácida Savannah.

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El mejor medio de transporte para recorrer la zona de interés de la ciudad es la bicicleta. Me prestaron una vieja y oxidada, sin interés para los ladrones, y me dirigí a explorar las encantadoras calles y plazas salpicadas de árboles y flores que Oglethorpe había diseñado. Era difícil mirar fijamente hacia delante, ya que cada casa era dis-tinta, con personalidad, y el conjunto resultaba un espectáculo. Las preciosas balaustradas de los porches invitaban a pararse y practicar el deporte de sentarse a ver pasar el tiempo, sumergido en ese clima de humedad. Me detuve para respirar tranquilamente. Un hombre negro que vestía camiseta imperio se sentó a mi lado simplemente para charlar. También sudaba y prefería descansar acompañado.

Hablamos de todo un poco y se confesó enamorado de su ciudad. En algún momento saqué distraído la cámara de fotos para retratarlo, pero parecía que hubiera invocado al diablo, pues se tapó la cara con las manos, me maldijo y casi amenazó. Más relajado, y yo menos asustado, me contó que tenía la creencia de que las fotos robaban parte del alma. No se hacía fotos desde que su abuela, practicante de vudú, murió cuando él era un niño.

Seguí mi camino hasta la plaza Chippewa, donde una chica se me acercó curiosa por saber de dónde era. Charlamos un rato y me contó que unos años atrás, en esa plaza, había un banco que actualmente se encuentra en el museo de la ciudad. Era el banco donde el personaje de Forrest Gump narra toda su épica historia. Quedamos en vernos esa noche para tomar una cerveza. Di unas cuantas pedaladas más y me encontré prácticamente a orillas del río donde se levanta la ciudad. Edificios coloniales de ladrillo, donde destaca el Savannah Cotton Exchange, el que fue el centro financiero de la ciudad. Savannah supo aprovecharse del clima que ofrece Georgia para cultivar algodón y atrajo a multitud de europeos que se enriquecieron en esta ciudad. Muchos de ellos edificaron enormes mansiones en pleno centro para despertar las envidias de sus colegas. Era un estilo de arquitectura muy distinto al del norte. En el sur, la riqueza era de los terratenientes, en el norte, de los industriales. Este sistema de plantaciones requería trabajo duro y mano de obra barata. Empezaba a entrar en contacto con el pasado esclavista que tiene esta parte del país; de hecho, en Savannah se produjo la mayor venta de humanos en Estados Unidos: 425 por el precio de 300.000$.

Un blUes nipón

Seguí pedaleando todo el día hasta mi cita por la noche con Mary, la chica que conocí en el parque, quien me llevó a un bar donde un japonés tocaba con su banda de blues. La sorpresa fue grande al comprobar que en Savannah toda extraña combinación se convierte

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en algo armónico. El músico japonés cantaba con tal sentimiento que ni un mismísimo esclavo torturado por su amor podría expre-sarse mejor. Ella sacó un cigarrillo y yo me alarmé. ¿Fumar en un bar, en Estados Unidos? Lo encendió y yo miraba a un lado y otro, como diciendo: “Eh, que la acabo de conocer ¡No es amiga mía!”. Si embargo no pasó nada. En Georgia se puede fumar en todos los bares que no sirvan comida. Descubrí que en el sur las normas no son tan estrictas. Al menos las no religiosas. Todo fluye de un modo más pausado, más vivo. Realmente, la gente disfruta más.

Cuando el japonés terminó de “lamentarse”, salimos a saludar a un amigo suyo que trabajaba en un bar irlandés en River Street. Nos invitó a un par de cervezas, y un poco más tarde, se produjo una pelea de gallos entre dos tipos, con las típicas amenazas e invitacio-nes para salir a resolver los problemas en la calle. A Mary le parecía todo muy normal, miraba al techo aburrida, y me dijo mientras recogía sus cosas:

–¡Vamos a bañarnos!La seguí. Pensaba que estaba loca si pretendía que me tirase al

río, a esas horas. Pero se dirigía a una de esas rampas adoquinadas. Con paso firme me guió hasta un edificio de una de las plazas. Era un hotel que tenía una piscina custodiada por una bonita valla de madera. Una piscina privada en medio de la ciudad. Ella saltó como un felino y me miraba divertida mientras yo dudaba de la legalidad de todo. Pensé que estaba en Savannah, en una hermosa plaza, en una calurosa noche cargada de viento suave y húmedo. Lo mejor era un baño, y con él terminé el día, flotando en la templada agua mientras contemplaba cómo las estrellas se escondían detrás de gruesas nubes y charlando con Mary de lo mucho que me gustaba el sur, lo impresionado que estaba por su pasado esclavista y también, por su música.

A pescAr... ¡tibUrones!

A la mañana siguiente recorrí otra vez las calles todavía mojadas por la lluvia torrencial hasta la estación. Me dirigía a Brunswick, donde el hermano de Mary me recogería. Aproveché que había llegado pronto para dar un pequeño paseo hasta el puerto. Tan solo había un par de barcos solitarios, corroídos por el tiempo y la sal. Justo al lado, un mercado de fruta con los típicos melocotones de Georgia a la venta, y una glorieta abandonada infestada de gaviotas.

Brunswick, el pueblo con parada de autobús más cercano a la isla de Saint Simons, era una ciudad fantasma en domingo. El her-mano llegó haciendo sonar la bocina de su descapotable. Se llamaba David, un tipo alto y grueso, con las mejillas rojas y una barriga de

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buena vida. Estudiaba en Atlanta, pero ese verano atendía uno de los negocios de su padre: vendía bebidas y helados en un punto turís-tico de la zona. Se trataba de una isla usada antiguamente por los colonos ingleses. Allí construyeron el Fort Frederica para proteger Savannah ante la amenaza española, pero cayó en desuso una vez terminados los conflictos. Durante la revolución americana, la isla quedó desierta, ya que la mayor parte de la población se encontraba luchando contra el imperialismo británico, reclamando sus nuevos derechos. Un poco más tarde, con el auge de las plantaciones de algodón, aparecieron grandes cantidades de barcos provenientes de África atracando en este puerto.

Bajamos del coche. Me mostró tres casas bien conservadas. Eran las tabby houses. Hoy en día quedan muy pocas en pie. Están cons-truidas con conchas machacadas, arena y agua, a modo de cemento. Eran las residencias de los esclavos forzados a trabajar en las planta-

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ciones. Me estremecí cuando me contó que en esas casas, de muy poca capacidad, vivían hasta 30 seres humanos. El último barco cargado de esclavos africanos atracó en esta isla. Pero estos se sublevaron lanzándose al agua, pues preferían morir ahogados al ser hundidos por el peso de las cadenas antes que vivir sin libertad.

David me llevó en su barco para enseñame algo nuevo para mí. Una vez en el mar supe que lo que pretendía pescar eran... ¡tiburo-nes! El sol ya se ponía en el horizonte y el espectáculo de colores lilas y rosados engrandecía la tarea de pescar una especie de tiburón pequeño que habita en esas aguas. Una vez logrado el objetivo, y liberado el animal, David puso el motor a todo gas. Saltábamos por

David me llevó en su barco hasta Jeckyll Island. El sol ya se ponía en el horizonte y el espectáculo

de colores era un regalo para los ojos.

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d encima de las olas como una lancha. Quería enseñarme la isla vecina: Jeckyll Island, donde Rockefeller, el famoso magnate americano, se hizo construir una increíble residencia para gozar del benigno clima del sur.

Ahora es un hotel de lujo, pero se puede visitar libremente, incluso sentarse en su silla de la sala de reuniones. Uno de los sótanos de la mansión hoy es un pequeño bar. David insistió en que me bebiera un buen trago de bourbon americano. No lo llegó a pagar, ya que rápidamente un huésped del hotel nos invitó. En un par de minutos, los pocos que estábamos en ese bar ocupábamos los taburetes de la barra, charlando como amigos de toda la vida.

El viaje de vuelta, con el mar plano, la bóveda celeste salpicada de luces, la suave brisa rozando mi piel, era algo indescriptible. David rugía como un lobo de mar. En otra vida hubiera pescado ballenas con sus manos, y yo me sentía inmortal. Sería el bourbon, o el haber pescado un tiburón (por pequeño que fuese, era un tiburón), o el haber pisado un suelo con tanta carga dramática. Sentía el peso de la historia...

Guardo como un tesoro ese momento como uno de inmensa felici-dad navegando, viento en popa, bajo el cielo de un rincón del mundo que siempre estará en mi mente.

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icAinformAción prácticA

Hoteles

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Perimeter Inn3719 Atlanta Highway. Telf. 706 548 3000. www.perimeterinn.com.Una de las opciones más económicas. Quizás no sea muy recomendable para parejas en luna de miel, pero sí ideal si lo que se quiere es no desbaratar el presupuesto.

The Colonels B&B3890 Barnett Shoals Road. Athens. Telf. 706 559 9595.Si el presupuesto lo permite, esta anti-gua mansión construida en 1860 en medio de una plantación ofrece con-fort y hospitalidad maternal, desayuno casero, el relax producido por estar rodeados de vegetación exuberante y visitas improvisadas de caballos.

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Planters Inn on Reynolds Square29 Abercorn Street.www.plantersinnsavannah.com.Perfecta ubicación en el centro his-tórico, ambiente agradable, buen precio y situado frente al tranvía.

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Wingate3600 Piedmont Road NE.www.wingateatlanta.com.La mejor relación calidad/precio de Atlanta. Bien ubicado y agradable, un tres estrellas con desayuno gratis.

restaurantes

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The Grill171 College Avenue. Downtown, Athens. Telf. 706 543 4770.www.thegrillathensga.com.

Típico diner (cafetería) con aspecto años cincuenta donde sirven las mejores hamburguesas de la ciudad y delicio-sos batidos. Precios de estudiante. No cierra nunca.

Globe199 North Lumpkin St. Athens. Telf. 706 353 4721.www.classiccitybrew.com/globe.Este bar irlandés fue designado en 2007 como uno de los diez mejores bares en América. Tienen más de 80 tipos de cerveza y 40 de vinos. Ofrecen un excelente menú y los precios son correctos. El ambiente es animado, con frecuentes actuaciones en directo.

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The Olde Pink House23 Abercorn Street.www.plantersinnsavannah.com/menu.Antigua mansión cuyas habitaciones han sido rehabilitadas como come-dores. La comida es excelente aun-que el precio no es barato.

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Six Feet Under Pub & Fishhouse437 Memorial Drive S.E.www. sixfeetunderatlanta.com.Curioso pub y restaurante con una espectacular terraza en la que sabo-rear comida al estilo de Georgia.

entretenimientos

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Terrapin Brew Company265 Newton Bridge Road. Athens.www.terrapinbeer.com.Los amantes de la cerveza deben visi-tar esta fábrica donde por tan solo unos 10$ podrán degustar muchos tipos distintos en un ambiente joven y alegre.